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La Argentina

En este tiempo sucedió una cosa admirable que por serlo la diré; y fue que habiendo salido a
correr la tierra un caudillo en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo, en su
poder, aquella mujer de que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios: la
cual como Francisco Ruiz la vio, condenó a que fuese echada a las fieras para que la despedazasen
y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, cogieron a la pobre mujer, y atada muy bien a un
árbol, la dejaron una legua fuera del pueblo, donde acudiendo aquella noche a la presa número de
fieras, entre ellas vino la leona a quien esta mujer había ayudado en su parto: la cual conocida por
ella, la defendió de las demás fieras que allí estaban y la querían despedazar; y quedándose en su
compañía la guardó aquella noche, y otro día y noche siguiente, hasta que al tercero fueron allá unos
soldados por orden de su capitán a ver el efecto que había surtido de dejar allí aquella mujer; y
hallándola viva, y la leona a sus pies con sus dos leoncillos, la cual sin acometerles se apartó algún
tanto dando lugar a que llegasen, lo cual hicieron quedando admirados del instinto y humanidad de
aquella fiera, y desatada por los soldados, la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros
bramidos, y mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y por otra parte, su real instinto y
gratitud, y más humanidad que los hombres; y de esta manera quedó libre la que ofrecieron a la
muerte, echándola a las fieras: la cual mujer yo la conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien
se le podía llamar la Biendonada, pues por este suceso se ha de ver no haber merecido el castigo a
que la ofrecieron, pues la necesidad había sido causa […] que desamparase la compañía, y se metiese
entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyeron esta sentencia tan rigurosa al capitán Alvarado y no a
Francisco Ruiz; mas cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda referido.
Ruy Díaz de Guzmán, fragmento extraído de La Argentina, parte V, capítulo XXIII.

La Argentina
En este tiempo sucedió una cosa admirable que por serlo la diré; y fue que habiendo salido a
correr la tierra un caudillo en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo, en su
poder, aquella mujer de que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios: la
cual como Francisco Ruiz la vio, condenó a que fuese echada a las fieras para que la despedazasen
y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, cogieron a la pobre mujer, y atada muy bien a un
árbol, la dejaron una legua fuera del pueblo, donde acudiendo aquella noche a la presa número de
fieras, entre ellas vino la leona a quien esta mujer había ayudado en su parto: la cual conocida por
ella, la defendió de las demás fieras que allí estaban y la querían despedazar; y quedándose en su
compañía la guardó aquella noche, y otro día y noche siguiente, hasta que al tercero fueron allá unos
soldados por orden de su capitán a ver el efecto que había surtido de dejar allí aquella mujer; y
hallándola viva, y la leona a sus pies con sus dos leoncillos, la cual sin acometerles se apartó algún
tanto dando lugar a que llegasen, lo cual hicieron quedando admirados del instinto y humanidad de
aquella fiera, y desatada por los soldados, la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros
bramidos, y mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y por otra parte, su real instinto y
gratitud, y más humanidad que los hombres; y de esta manera quedó libre la que ofrecieron a la
muerte, echándola a las fieras: la cual mujer yo la conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien
se le podía llamar la Biendonada, pues por este suceso se ha de ver no haber merecido el castigo a
que la ofrecieron, pues la necesidad había sido causa […] que desamparase la compañía, y se metiese
entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyeron esta sentencia tan rigurosa al capitán Alvarado y no a
Francisco Ruiz; mas cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda referido.
Ruy Díaz de Guzmán, fragmento extraído de La Argentina, parte V, capítulo XXIII.

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