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Currículo por competencias o

por indicadores: dilemas


peligrosos
Por
Luis Guerrero Ortiz
-
May 2, 2017
9

«El todo es más que la suma de sus partes»: Aristóteles (Foto:


Voyager).
Luis Guerrero Ortiz / EDUCACCIÓN

Muchos son los términos nuevos que han llegado al mundo de la educación
desde la segunda mitad del siglo XX. Es natural, la pedagogía evoluciona
y lo hace al ritmo de las disciplinas de las que se nutre, que hoy por hoy
es vertiginoso. El conocimiento científico se multiplica por dos cada 15
años y han transcurrido más de 20 desde que los currículos y sus enfoques
se modificaron radicalmente en la mayoría de países del mundo.

Uno de ellos es el término «indicador». Según Angélica Mondragón, del


Instituto Nacional de Estadística de México, pese a que no existe una
definición oficial de ningún organismo internacional sobre este concepto,
una de las más utilizadas es la aportada por Raymond Bauer, que los
define como cualquier forma de indicación que nos facilita comprobar
dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos respecto a determinados
objetivos.

‘Cualquier forma de indicación’ quiere decir cualquier tipo de señal que


nos permita verificar si algo cambió o se logró en la medida de lo que
esperábamos. Por ejemplo, una de las capacidades de la competencia de
comunicación oral para la educación básica se denomina «Interactúa
estratégicamente con distintos interlocutores». ¿Qué señales concretas
me indicarían que el estudiante está logrando hacer esto? Si hablamos de
niños de 2º grado, serían varias: si vemos que formula preguntas, ofrece
respuestas, hace comentarios relacionados al tema de conversación,
utiliza un vocabulario que es de uso frecuente o hace uso de normas de
cortesía apropiadas en ese contexto. Aquí tenemos cinco.

Estas cinco señales o indicios pretenden reflejar el estado de la capacidad


de interactuar de manera estratégica con cualquier interlocutor. Uno solo
no me indica nada, para la evaluación de la capacidad necesito varios
indicadores. Para este caso, necesito los cinco.

Pero aquí ocurre algo curioso. La interacción estratégica con el interlocutor


es apenas una de las seis capacidades que necesita lograr un estudiante
para poder comunicarse oralmente de manera competente. Por ejemplo,
requiere también desarrollar la capacidad de elaborar un discurso de
manera coherente y cohesionada. ¿Cómo saber que es capaz de hacer
esto? Hay cuatro señales o indicios que yo debo verificar: si puede
desarrollar varias ideas en torno a un mismo tema, si puede establecer
relaciones lógicas entre estas ideas, si sabe utilizar conectores y si utiliza
un vocabulario de uso frecuente.

Cada una de estas seis capacidades posee indicios concretos que permiten
verificar su logro y que en el Currículo Nacional están descritos en los
llamados «desempeños de grado».

Pero, mucha atención. Cuando un niño habla con otro niño o con un
adulto, demuestra competencia de comunicación oral solo cuando pone
en juego no una o dos sino las seis capacidades, porque se expresa y
escucha al mismo tiempo. Esto le exige combinar todas ellas de la manera
más apropiada posible. Que pueda hacer eso es el propósito final de la
enseñanza de la comunicación oral.

Hasta aquí todo luce muy razonable y en verdad lo es, si vemos la


competencia como un todo y la asumimos en sí misma como un resultado
a lograr y comprobar, pero también como el resultado principal al que
debemos dirigir nuestros esfuerzos. He aquí, sin embargo, que aparecerá
una nube negra, oscureciéndolo todo.

La nube negra

Toda esta lógica se desbarata cuando enfocamos día a día la enseñanza


no en la competencia, ni siquiera en sus capacidades, sino en uno u otro
de los indicadores de algunas de ellas. En ese momento, la competencia
como resultado principal a ser logrado se pierde de vista y se convierte
de pronto en un referente lejano, una suerte de objetivo general. En otras
palabras, es el momento en que el currículo deja de ser un currículo por
competencias para convertirse en un currículo por indicadores.

Imaginen por un instante que una persona llega a la Emergencia de un


hospital con 40º de fiebre y un dolor intenso en el abdomen. Los análisis
clínicos determinan que la fiebre es causada por una infección aguda en
el hígado, que hay sangrado interno y que parte de él necesita ser
extirpado. Supongan ahora que se interna al paciente y se le prepara para
la cirugía. Naturalmente, antes de intervenirlo necesitan bajar la fiebre,
cortar la infección y parar el sangrado. Pero, ¿qué pasaría si el médico se
enfoca en los síntomas y luego de bajar la fiebre y curar la infección manda
al paciente a su casa con analgésicos?

Eso es exactamente lo que ocurre en el aula cuando la enseñanza se


centra no en las competencias sino en indicadores aislados de algunas de
sus capacidades. Y van a disculparme los colegas que producen a gran
escala y con mucho esmero profesional «Sesiones de Aprendizaje» a ser
distribuidas masivamente en las escuelas, pero a eso están induciendo
estos instrumentos a los docentes. Cuando las sesiones se enfocan en
indicadores, llevan al docente a creer que la implementación de un
currículo por competencias consiste en enseñar pequeños aspectos de
capacidades aisladas.

Tengamos muy en cuenta que la función de los indicadores es conocer de


manera concreta la magnitud del logro y la evolución de una capacidad
específica, para poder elaborar un pronóstico de las posibilidades y
necesidades de cada alumno. Eso nos permite saber qué aspectos debo
reforzar y cuáles no. Pero tengamos en cuenta también que un solo
indicador no me ayuda a determinar el logro de una capacidad.

Competencias, desempeños e indicadores

El Currículo Nacional ha planteado el concepto de «desempeño de grado»


como evidencia de avance en el logro de una determinada competencia,
tomando como base los estándares de ciclo. Al hacer eso, ha eludido
intencionalmente el concepto de «indicador» para evitar que la enseñanza
continúe fragmentándose, hábito que fue reforzado por el DCN y que da
continuidad a la antigua tradición de un currículo por objetivos, que nos
habituó a partir y dosificar los contenidos. No obstante, el problema a mi
juicio no está en el concepto de indicador sino en la manera de utilizarlo
y gestionarlo.
Una de las capacidades de la competencia «Indaga mediante métodos
científicos», por ejemplo, es la de generar y registrar datos o información.
Cuando leemos el desempeño que corresponde a esta capacidad para
niños de 4º grado, es perfectamente posible distinguir los cuatro aspectos
que incluye y que pueden considerarse cuatro evidencias de logro: obtiene
datos cualitativos y cuantitativos, hace mediciones con instrumentos de
medidas convencionales, registra y representa datos en organizadores de
acuerdo a diferentes criterios; y considera instrucciones de seguridad al
recoger la información. Si observo que el alumno hace bien estas cuatro
cosas, entonces sé que ha logrado la capacidad.

Pero si las Sesiones de Aprendizaje se enfocan hoy en uno de esos


aspectos y mañana en algún otro aspecto de otra capacidad de esta
competencia, y pasado mañana en un aspecto específico de la capacidad
de una competencia de otra área curricular, ¿cuándo y cómo logrará el
alumno ser competente en indagación mediante métodos científicos? La
vida entera no alcanzará para dar cobertura uno a uno a todos los
indicadores de todas las capacidades de una competencia y, menos aún,
a obtener el resultado final, es decir, la actuación competente del niño en
el campo de la indagación. Sobre todo si tenemos en cuenta que las
mismas competencias necesitan oportunidades reiteradas para
aprenderse y que no pueden darse por «enseñadas», solo porque ya se
abordaron en una Unidad Didáctica.

Sesiones de aprendizaje: cuándo y cómo pueden ser útiles

Como lo dije en un artículo anterior, las Sesiones de Aprendizaje,


asumiendo que están bien diseñadas, son útiles para el docente como
ejemplos del tipo de itinerario que podría seguir una clase de principio a
fin, cuando quiere enfocarse en un aspecto específico del aprendizaje a
lograr. Es decir, como un modelo de referencia, para quienes lo necesiten.
Hagan una búsqueda por internet sobre recetas para hacer arroz con
leche y van a encontrar en una misma página más de 20 maneras distintas
de preparar el mismo postre. ¿Por qué habría que universalizar un solo
procedimiento? El problema, entonces, no está necesariamente en las
sesiones en sí mismas, sino en la estrategia de gestión de este
instrumento.

El formato de sesiones o micro-sesiones de dos horas es útil como forma


de reforzamiento de las partes de un todo, es decir, de las capacidades de
una competencia que evidencien la necesidad de mayor profundización.
Sin embargo, la metodología más apropiada para desarrollar
competencias son las inductivas no estructuradas o semiestructuradas
como el Aprendizaje Basado en Proyectos o el Aprendizaje Basado en
Problemas. ¿Por qué razón? Porque permiten a los alumnos desarrollar
tareas que le exigen, inevitablemente, poner en juego de manera
combinada todas las capacidades de una o más competencias.

La atenta observación de ese proceso es la que permitirá al docente llevar


un registro de las capacidades que requieren mayor refuerzo y en qué
aspectos concretos (indicadores) en particular.

Peter Senge, en su famoso libro La Quinta Disciplina, lamenta que desde


muy temprana edad nos enseñen a analizar los problemas, es decir, a
descomponerlo en sus partes, como única forma de abordarlos. Dice que
eso nos lleva, lamentablemente, a fragmentar el mundo. «Al parecer esto
facilita las tareas complejas, pero sin saberlo pagamos un precio enorme.
Ya no vemos las consecuencias de nuestros actos, perdemos nuestra
sensación intrínseca de conexión con una totalidad más vasta. Cuando
intentamos ver la imagen general, tratamos de ensamblar nuevamente
los fragmentos, enumerar y organizar todas las piezas. Pero, como dice el
físico David Bohm, esta tarea es fútil: es como ensamblar los fragmentos
de un espejo roto para ver un reflejo fiel».

Las sesiones pueden ser útiles como parte de un repertorio más amplio
de instrumentos didácticos que abran posibilidades al desarrollo de la
competencia misma; y solo a manera de ejemplo, no como plantilla
universal de uso forzoso. Los docentes requieren repertorios amplios pues
la enseñanza de las competencias es un desafío complejo. Creo
sinceramente de que estamos a tiempo de corregir el rumbo y el plan de
implementación del Currículo Nacional es una excelente oportunidad.

Lima, 02 de mayo de 2017

Malas prácticas formativas


que desdibujan la profesión
docente
Luis Guerrero Ortiz/ EDUCACCIÓN

Hace algunos años, una alumna de posgrado, interesada en que opine


sobre el marco teórico de su tesis, me entregó un voluminoso documento
impreso y anillado. Su estudio se enfocaba en los mecanismos de
evaluación de estudiantes utilizados por su universidad de origen. Como
ya me había contado los antecedentes que explicaban la peculiaridad del
tema, leí el texto con mucha expectativa. Lo que me encontré, sin
embargo, a lo largo de sus casi 200 páginas escritas a doble espacio,
fueron minuciosas sinopsis de las ideas principales de numerosos autores.
Pensé, naturalmente, que se trataba de un error y le dije después que me
había entregado sus fichas resumen y no su marco teórico. No profesor,
me dijo sorprendida, ese es mi marco teórico.

Esta dificultad la había notado ya antes en varios de mis alumnos de un


diplomado en el que enseñé por años. Acostumbraba analizar con ellos en
clase una serie de hechos y enfoques especialmente importantes en el
campo de la gestión, las políticas y la pedagogía, explorando sus
conexiones. Luego les pedía un trabajo escrito en el que debían formular
una opinión argumentada sobre un texto que contenía las ideas principales
presentadas en clase, y que se basaran en ellas para analizar una
situación vivida en su institución educativa que las confirmara o las
contradijera. Lo común, sin embargo, era encontrarme con trabajos que
se limitaban, por un lado, a resumir el texto y, por otro, a relatar una
anécdota de su escuela. Muy pocos eran los que conectaban las ideas del
texto con los hechos relatados. Recuerdo la expresión de extrañeza de un
alumno después de explicarles que estaban haciendo exactamente lo
contrario de lo que les pedía: ¿entonces qué es lo que usted quiere que
hagamos profesor?, me dijo desconcertado.

Sé perfectamente que la escuela nos educa la mente para repetir las ideas
de otros, no para que podamos conectarlas unas con otras de manera
lógica, para asociarlas en función de sus semejanzas o diferencias, de su
oposición o su complementariedad, menos aún para reflexionarlas y
relacionarlas con hechos. Lo que nunca ha dejado de sorprenderme es la
manera como hemos naturalizado esta visión fragmentada y disociada de
las cosas, al punto que nos puede llegar a parecer estrafalario, absurdo e
innecesario cualquier intento de articularlas.

Con el mismo problema me tropecé también cuando asesoré durante buen


tiempo y de manera voluntaria algunas tesis de pregrado de alumnos de
Institutos Superiores Pedagógicos. Los asesores oficiales solían indicar a
sus estudiantes que construyan su marco teórico transcribiendo citas
textuales de los autores seleccionados, y que en las conclusiones solo
consignaran los resultados de la aplicación de sus instrumentos. Todo
intento de conectar reflexivamente la teoría con los datos recogidos era
rápidamente desaconsejado. Como transgredir esa indicación era poner
en riesgo la posibilidad de graduarse, sus tesis terminaban no solo
disociando teoría y práctica, ideas y realidades, sino validando esta
disociación como la manera correcta de producir conocimiento.
La raíz del mal

La madre del cordero parece estar más atrás. Si examinamos, por


ejemplo, los currículos de formación docente, no va a ser difícil darse
cuenta que los cursos de teoría de la educación y los de didácticas de las
áreas curriculares son universos paralelos, y que en general, la formación
académica ofrecida, más allá de la buena o mala calidad de la enseñanza
misma, camina por carriles separados de la práctica pre-profesional de los
alumnos. De ese modo, independientemente de los hallazgos o
interrogantes que los cursos teóricos hubieran podido despertar en los
futuros docentes, su práctica en las escuelas estará siempre dirigida a la
aplicación de esquemas y procedimientos didácticos prescritos en otros
cursos por formadores distintos, guarden o no una relación visible y
congruente con sus nuevas certezas y descubrimientos en el ámbito del
saber pedagógico.
Más aún, admitamos que nuestra propia tradición en materia de formación
a docentes en ejercicio ha sido la de ofertar cursos sobre contenidos
teóricos de las disciplinas que sustentan el currículo escolar, por un lado,
y cursos o talleres enfocados en una oferta de actividades didácticas muy
estructuradas sobre determinadas áreas curriculares, listas para ser
aplicadas literalmente en las aulas, por el otro. Y aquí es donde los
problemas de disociación, acarrean consecuencias graves –quizás
imperceptibles al ojo común- como la sistemática desprofesionalización de
la docencia.

En primer lugar, porque las teorías que explican y fundamentan las


didácticas suelen permanecer oscuras, condenándolas a la irrelevancia.
Los compendios de secuencias didácticas prediseñadas para lograr
aprendizajes muy específicos, presuponen marcos teóricos que nunca se
explicitan, dejando en la sombra sus fundamentos, sus sentidos, sus
implicancias y hasta las posibles incongruencias respecto del propósito
que se les asigna. Esta terca disociación entre la teoría, la práctica y sus
herramientas, nos ha habituado durante años como sociedad, por
ejemplo, a usar sartenes de teflón debido a sus cualidades antiadherentes,
sin preocuparnos por saber qué explicaba esa magia. Así, tardamos mucho
en descubrir que el material podía desprender gases nocivos a altas
temperaturas y un ácido peligroso para la salud asociado al cáncer y a
trastornos inmunológicos. A los educadores nos ha habituado también a
emplear sesiones estandarizadas de clases para obtener resultados que,
de acuerdo con la teoría del aprendizaje significativo, solo pueden lograrse
diferenciando los niveles previos de habilidad de los aprendices y actuando
de modo consecuente con esa información, es decir, enseñando de un
modo pertinente a las diferencias.

En segundo lugar, porque ni los conocimientos disciplinares ni los


didácticos equivalen al saber pedagógico, tan esencial como ausente en
las capacitaciones. Una cosa son los conocimientos, digamos, sobre las
relaciones entre el campo eléctrico y la estructura del átomo, la energía y
el movimiento, las funciones de la célula y sus requerimientos de energía
y materia, o los fenómenos meteorológicos y el funcionamiento de la
biosfera; y otra muy distinta son los conocimientos, por ejemplo, sobre
las ventajas en términos de impacto en los aprendizajes de determinadas
habilidades como la de contextualizar preguntas a distintos niveles de
complejidad, dar tiempo para pensar después de una pregunta, conectar
con las experiencias previas del alumno, verificar si los alumnos están
comprendiendo, y proporcionar modelos o representaciones gráficas o
visuales, desde una perspectiva metodológica básicamente inductiva y
orientada al desarrollo del pensamiento crítico (Bennett, 2012). Los
conocimientos disciplinares son tan distintos a los pedagógicos como éstos
últimos lo son respecto de las actividades didácticas. Pero el saber
pedagógico –del cual la didáctica es solo su lado instrumental- no suele
formar parte de los programas de capacitación docente.

En tercer lugar, porque lo que se requiere son didácticas para desarrollar


competencias, no solo conocimientos disciplinares. Un currículo escolar
orientado al desarrollo de competencias no se estaciona en el
conocimiento de las proposiciones de las ciencias naturales, la lingüística
o la matemática, sino avanza hacia la capacidad de hacer uso de ese
conocimiento para afrontar, explicar y resolver situaciones del mundo
real. Por lo tanto, necesitamos ir más allá de las didácticas para enseñar
y aprender contenidos disciplinares, necesitamos didácticas para
desarrollar competencias de manera efectiva a distintos grupos de edad y
en los contextos más significativos a las diversas realidades en las que se
mueven a lo largo y ancho del país. Es decir, didácticas para aprender a
hacer uso crítico y creativo de saberes diversos, para crear respuestas
pertinentes a situaciones de la realidad. Es más trascendente aprender a
responder la pregunta ¿por qué se desbordan los ríos?, indagando y
empleando información científica, que limitarse a registrar datos sobre el
ciclo hidrológico y la geomorfología fluvial. Si insistimos en que el
problema de inefectividad de nuestro sistema escolar se resuelve con
actividades didácticas para enseñar conocimientos disciplinares, estamos
retrocediendo 20 años y caminando en dirección contraria al sentido de la
historia de la educación mundial desde fines del siglo XX.
El cielo luce nublado

Ciertamente, son males de la época. El racionalismo de la modernidad ha


supuesto siempre una voluntad de dominación instrumental, nos recuerda
Edgar Morin. Su énfasis en la aplicación de técnicas con supuesto poder
para obtener el mejor resultado al menor tiempo y costo posible, no
conoce límites a la justificación ciega de la acción práctica, destruyendo
los conjuntos y las totalidades, aislando los objetos de sus ambientes,
ignorando el lazo inseparable entre el observador y lo observado,
separando las disciplinas y desintegrando las realidades (Morin, 1997).

Peter Senge piensa lo mismo: «Desde muy temprana edad nos enseñan
a analizar los problemas, a fragmentar el mundo. Al parecer esto facilita
las tareas complejas, pero sin saberlo pagamos un precio enorme. Ya no
vemos las consecuencias de nuestros actos: perdemos nuestra sensación
intrínseca de conexión con una totalidad más vasta. Cuando intentamos
ver la “imagen general”, tratamos de ensamblar nuevamente los
fragmentos, enumerar y organizar todas las piezas. Pero, como dice el
físico David Bohm, esta tarea es fútil: es como ensamblar los fragmentos
de un espejo roto para ver un reflejo fiel» (Senge, 2011).

Esta dificultad nos afecta a todos, aunque a veces nos topamos con
excepciones inesperadas. Le ocurrió una vez a la psicóloga de un jardín
infantil privado, que tenía a su hijo de 5 años en el mismo nido y que se
hallaba sumamente confundida por el reiterado mal comportamiento del
niño. Se había habituado a molestar a diario a sus compañeritos y a desoír
las advertencias de su maestra, a consecuencia de lo cual terminaba
enviado a la dirección para que la madre se acercara a llamarle la
atención. Como la mamá solía estar ocupada, una manera de evitar que
la impaciencia de la espera ocasionara incidentes, entretenían al niño con
un paquete de galletas. Pero era inútil. La escena se empezó a repetir
cada día y este itinerario se fue convirtiendo en un rito invariable. Cuando
me hicieron la consulta, no pude dejar de expresar mi admiración por el
niño. A diferencia de su maestra y de su propia madre, que aislaban su
conducta del contexto y de las demás intervenciones concurrentes sin
hallar respuestas, el hijito de la psicóloga había percibido con gran lucidez
la conexión de los hechos y a utilizarla para obtener su propósito. Si quería
exonerarse de una clase aburrida, gozar del privilegio de ver a su madre
y disfrutar además de unas galletas extras, solo tenía que molestar a un
amiguito. El efecto dominó era instantáneo y el éxito estaba asegurado.

La ceguera del conocimiento, sin embargo, la sufrimos los adultos, y sus


efectos en el mundo de la educación no pueden ser peores. Es el caso de
una formación docente en servicio que repite la misma disociación de la
formación inicial entre teoría y práctica, entre conceptos y hechos o
experiencias, así como entre distintos tipos de conocimiento, pues sus
consecuencias van a contradecir frontalmente las intenciones de la
Carrera Pública y la política docente en general, de hacer progresar la
docencia hacia el estatus de una profesión moderna.

Me explico. Si definimos a un profesional como un sujeto capaz de realizar


actividades especializadas que requieren de una educación previa; si
asumimos que esta educación necesita desarrollar su capacidad de poner
en práctica reflexivamente un conjunto de conocimientos; y si aceptamos
que este ejercicio se hace sobre la base de un diagnóstico que aporte
explicaciones razonables a la situación que se busca resolver (Hualde,
2000), podremos comprobar sin dificultad que nuestras tradiciones
formativas apuntan en una dirección distinta.
Porque una cosa es entregar conocimientos al docente para que los
transmita a otros, y otra muy diferentes es enseñarle a emplearlos para
construir respuestas a los retos de un aprendizaje que ahora se basa en
la capacidad de pensar. Es también distinto entregarle conocimientos
pedagógicos, desarrollando al mismo tiempo su capacidad de utilizarlos
para diseñar y decidir soluciones didácticas pertinentes a las diversas
necesidades de aprendizaje que diagnostique en cada situación; que
enseñarle secuencias didácticas prediseñadas para aplicar sin necesidad
de diagnóstico ni reflexión sobre cada caso que le toque enfrentar. Para
hacer lo segundo no necesita estudiar cinco años. En mucho menos tiempo
puede aprender las técnicas y procedimientos que le solicitarán aplicar sin
mayor análisis y de manera indiscriminada.

El telescopio de Galileo

Un viejo proverbio hebreo dice que el hábito es al principio ligero como


una telaraña y muy pronto sólido como un cable. Será por eso que, como
reza un conocido aforismo jurídico, la costumbre es siempre más fuerte
que la ley. Lo que explica el desconcierto de mi alumna cuando le digo
que su colección de resúmenes no es un marco teórico; o el de mis
estudiantes del diplomado, cuando les digo que relatar una anécdota no
es lo mismo que analizarla empleando determinados conceptos; o el de
los asesores de tesis de pregrado, cuando sus alumnos le preguntan si les
es permitido interpretar los datos utilizando las citas de los autores que
inspiraron su estudio; o el de la psicóloga del nido, cuando se le hace ver
la sencilla cadena de hechos que explican el comportamiento de su
perspicaz hijo.

Pensar la realidad de manera inconexa, relacionarse con fragmentos


aislados del conocimiento humano, asumir que teoría y práctica son
mundos separados cuya relación no tiene por qué perjudicarnos el sueño,
se ha vuelto tan habitual en nuestras vidas y hemos construido tantas
estructuras en base a estas certezas, que quien diga lo contrario puede
ser rápidamente convertido en objeto de compasión, de burla o de rabia.
Recordemos que en el siglo XVI, el filósofo Cesare Cremonini se negó a
mirar por el telescopio de Galileo aduciendo dolor de cabeza, para
disimular el miedo de ver algo que contradijera sus creencias previas;
como muchos filósofos y teólogos de la época, que decían no necesitar
mirar para saber que lo que Galileo afirmaba era falso. Ese telescopio, sin
embargo, el mismo que mostraba innumerables estrellas en el cielo hasta
entonces invisibles al ojo humano, es el que necesitaríamos ahora para
volver a mirar la manera como estamos habituados a diseñar formación
docente.

Lima, 11 de diciembre de 2017

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Luis Guerrero Ortiz


https://about.me/luis.guerrero.ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios
completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y
posgrado en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL). Es profesor principal en el Instituto para la
Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador
de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor
pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro). Ha sido asesor en la
Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; y profesor principal de
la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE.

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