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LA MONARQUÍA UNIDA
Apenas se había fundado Israel, cuando ya la falta de unidad tribal puso de
nuevo en peligro su existencia misma. Hasta entonces las tribus habían podido detener,
actuando por separado, los asaltos procedentes de Transjordania. Pero los ataques
desencadenados por los filiseos desde la costa marítima contra las regiones israelitas
eran de muy distinto cariz. Aquí ya no se trataba de acciones de reducido alcance local y
temporal libradas en la periferia de la zona tribal israelita, sino del ataque concentrado
de una potencia militar de gran capacidad ofensiva contra la totalidad del territorio. Muy
pronto, la existencia misma de Israel estuvo pendiente de un hilo. No es, pues, nada
extraño que fuera tan alto el clamor que pedía la mano fuerte de un rey.
Saúl
A la hora de proceder a la elección del primer rey, las miradas se dirigieron
espontáneamente al Israel profundo, al "proto-Israel", es decir, a la tribu de Benjamín.
Las aclamaciones del pueblo se centraron en la persona de Saúl, debido sobre todo a la
victoria que había alcanzado sobre los ammonitas y a su atrevido golpe de mano en la
fortaleza de Yabes de Galaad. El acto de su proclamación tuvo lugar en Guilgal,
santuario tribal de Benjamín. Saúl fijó su residencia en su lugar natal, Guibá (hoy Tell
el-ful, 6 km. al norte de Jerusalén). Su pequeña fortaleza, todavía de construcción un
tanto tosca, es el primer edificio israelita de cierta importancia de que tenemos noticia.
A pesar de sus éxitos iniciales y de las numerosas campañas que llevó a cabo con
riesgo de su vida, no pudo Saúl culminar la misión que se le había confiado de liberar a
Israel del yugo filisteo. Cuando, al final, fue derrotado y muerto en batalla por los
filisteos, la situación de Israel era más desesperada que nunca. En política interior Saúl
tampoco había conseguido llevar a término la tarea de forjar la unidad de todos los
israelitas. A su muerte, las tribus del sur, desentendiéndose de las del norte, eligieron por
rey, en su santuario de Hebrón, a David, de la tribu de Judá. Ya en vida de Saúl podía
adivinarse con absoluta claridad que David era el hombre del futuro. Los relatos
bíblicos giran casi exclusivamente en torno a las relaciones de Súl con David. La
aportación de Saúl desaparece bajo la sombra de su gran sucesor, de modo que es
relativamente poco lo que sabemos sobre sus acciones de gobierno.
David
La tradición israelita ha considerado siempre a David como el mayor rey de
Israel. Tuvo una importancia determinante para toda la historia posterior de este pueblo
el hecho de que el nuevo monarca perteneciera a la tribu de Judá. Con ello, la jefatura
política pasaba, y ya para siempre, de las tribus septentrionales a las meridionales. Y
esto implicaba no sólo que el centro de gravedad se desplazaba del norte al sur, sino
que, en virtud de este giro, Judá alcanzaba, por vez primera, su significación histórica.
Hasta entonces, esta tribu apenas había desempeñado algún papel en la confederación.
En la bendición de Moisés (Dt 33, 7) Judá aparece todavía aislado y en busca de
conexión con las restantes tribus. Sólo gracias a la brillante personalidad de David
alcanzó una posición dominante en la confederación. Ésta es la situación que reflejala
bendición de Jacob (Gn 49, 10).
En un primer momento fue sólo la tribu de Judá, en el sur, la que aclamó por rey
a David en Hebrón. David procuró de inmediato ganarse también el favor de las tribus
transjordanas y septentrionales. Pero éstas siguieron otro camino; tras la derrota frente a
los filisteos, Abner, general de Saúl, se refugió, con los restos del ejército, en Galaad y
proclamó allí al hijo de Saúl, Isbaal, por rey "sobre todo Israel" (es decir, las tribus del
norte). Aquella decisión originó un prolongado enfrentamiento entre los dos rivales.
Sólo cuando Abner e Isbaal perecieron a manos de asesinos quedó despejado el camino
hacia la unidad. En realidad, también las tribus de norte añoraban un caudillo enérgico
que les librara del yugo filisteo y David parecía el más indicado. Así, pues, sus ancianos
se trasladaron a Hebrón para reconocerlo como rey de Israel. Pero con esto no se había
forjado aún la unidad del reino. David era rey de dos entidades políticas, cada una de las
cuales tenía su propio y diferente pasado monárquico. Era, pues, rey de una doble
monarquía, en una especie de unión personal: era rey de Israel y de Judá.
Por lo demás, no tenemos suficiente información sobre el reinado de David. Las
fuentes que ofrecieron tan detallada descripción del paso de la realeza de Saúl a David
centraron más tarde su interés en la conquista de Jerusalén y pasaron luego a los
acontecimientos en torno a la sucesión al trono. Tenemos, pues, más una crónica
familiar de David que la historia de su reinado. De todas formas, nos es posible
reconstruir los rasgos básicos de su política exterior. Los filisteos, que habían prestado
poca importancia al reino de David en Hebrón, recurrieron a las armas cuando se
convirtió en rey de todo Israel. Las guerras filisteas se prolongaron durante mucho
tiempo. Pero David consiguió quebrantar de tal modo la supremacía filistea que en el
futuro dejaron ya de ser un serio peligro. Se trocaron los papeles: las ciudades filisteas
quedaron sujetas al dominio de David y hubo mercenarios filiseos en la guardia real.
David se alzó también rápidamente con la victoria sobre los restantes pueblos
vecinos. Edom pasó a ser provincia del reino, administrada por un gobernador; Moab se
convirtió en estado vasallo sujeto a tributo; Ammón fue simplemente sojuzgado y
anexionado al reino. Los arameos pudieron librarse a cambio de pagar un excepcional
tributo. David mantuvo relaciones amistosas con Tiro. Surgía así por vez primera en la
historia, un gran reino autóctono en el espacio siro-palestino.
Para llevar a cabo la unificación del reino, tarea a la que David concedió
primordial importancia, era necesario absorber las ciudades-Estado cananeas. Se ganó a
la liga de los gabaonitas, que había sido duramente reprimida por Saúl, mediante el
recurso de entregarles a los descendientes de éste. Pero la acción más decisiva de su
reinado fue la conquista del enclave de Jerusalén, habitado por los jebuseos. Ya desde el
simple punto de vista militar se trataba de una empresa de gran aliento, dado que la
ciudad estaba considerada como una fortaleza inexpugnable, por estar sólidamente
amurallada y rodeada, por tres de sus lados, de profundos valles. Al trasladar su
residencia a esta ciudad, David daba una magnífica prueba de su sagacidad política.
Para su propósito de unificar las tribus del norte y las del sur, Jerusalén parecía el punto
poco menos que predestinado a convertirse en capital del reino. En virtud de su
situación geográfica, se encontraba en el justo límite entre ambos grupos tribales (es
decir, en la frontera entre las tribus de Judá y Benjamín). Pero era, sobre todo, una
ciudad "neutral", que hasta entonces no había pertenecido a ninguna tribu y que no
podía suscitar, por tanto, el recelo o la animosidad de ninguna de ellas. Finalmente,
Jerusalén parece haber tenido, ya desde la época cananea, un carácter sacro. David
conquistó y consagró a Yahveh no sólo el antiguo templo de Jerusalén, sino también su
sacerdocio. También así daba muestras de clarividencia política; el clero era un
importante factor de poder.
Con este proceder, David conseguía apoyarse sobre los cimientos políticos y
culturales que ofrecía Jerusalén. En la época siguiente la ciudad no fue incorporada a
ningún territorio tribal, sino que se mantuvo como dominio personal de David, de modo
que éste disponía de un centro político no vinculado a ninguna tribu concreta. Para
convertirla, además, en centro cultual del reino, ordenó trasladar desde Kiryat Yearim a
Jerusalén el arca de la alianza y acometió ingentes preparativos para la construcción de
un templo a Yahveh, aunque no vivió para contemplar su realización.
Todas estas medidas evidenciaban el propósito de centralizar el reino. Otras
medidas fueron el censo del pueblo, la organización de un aparato administrativo con su
cuerpo de funcionarios y la creación de un ejército permanente. El reinado de David
ofrecía, pues, una imagen espléndida. Por desgracia, esta imagen se vio ensombrecida
por las debilidades humanas del monarca, su historia familiar con episodios a veces
lamentables y las turbias intrigas por la sucesión al trono. Pero es que, además, tampoco
su obra política fue duradera. A pesar de sus esfuerzos por unificar la nación, tuvo que
sofocar levantamientos de las tribus del norte. No pudo asimilar al reino las ciudades
fronterizas conquistadas y ni siquiera consiguió consolidar la unidad interna de Israel,
como los acontecimientos posteriores se encargaron de demostrar.
Ello no obstante, pocas casas reales en la historia han logrado mantenerse tanto
tiempo como la davídica. Mientras que en el reino del norte en el lapso de dos siglos se
sucedieron nueve dinastías, los descendientes de David reinaron en Jerusalén por
espacio de más de cuatro siglos.
Salomón
En las intrigas palaciegas por la sucesión al trono de David salió triunfante
Salomón, hijo de Betsabé. Fue ungido rey y ejerció el poder todavía en vida de su padre.
Fue, por tanto, corregente con David. El libro primero de los reyes nos transmite los
acontecimientos de su gobierno según un orden más lógico que cronológico: la
sabiduría de Salomón, sus construcciones, sus actividades comerciales, sin echar al
olvido las sombras de su carácter y de su gobierno. De hecho, el reinado de Salomón no
tuvo ya la misma dinámica que el de su padre. Salomón procuró conservar, explotar y,
sobre todo, extraer utilidad de lo ganado antes.
Los intereses de su política exterior fueron más diplomáticos que guerreros. El
faraón de Egipto le entregó su hija por esposa, con la ciudad de Guézer por dote.
Salomón mantuvo y confirmó las amistosas relaciones con Tiro iniciadas por David.
Pero, sobre todo, creó una red de amplias relaciones comerciales con los pueblos
vecinos. Durante su reinado Palestina se convirtió en plaza de intercambio del comercio
internacional. Se importaban de Cilicia caballos no sólo para satisfacer la demanda de
Salomón, sino también para exportarlos a Egipto, mientras que de este país venía
material bélico con destino a Siria. Palestina, por su parte, cambiaba cereales y aceite
por madera del Líbano. En el valle medio del Jordán desplegaba su actividad la
industria metalúrgica de Salomón. Se atribuye, en cambio, erróneamente, a este
monarca la explotación de minas de cobre en las proximidades de Esyón-Guéber. El
transporte de mercancías ya no corría a cargo sólo de las caravanas; en colaboración con
Tiro y con marineros fenicios, Salomón mantuvo una flota en el Mar Rojo que llevaba
oro a Palestina (probablemente desde Arabia occidental y el país de Somalia situado
frente a Arabia).
No fueron, en cambio, tan buenas las relaciones con los edomitas y los arameos.
En Edom logró hacerse con el poder un príncipe nativo, Hadad, que había tenido que
huir a Egipto durante el reinado de David. De todas formas, Salomón conservó el
control de la ruta comercial con el Mar Rojo. Entre los arameos fundó una dinastía
independiente en Damasco un cierto Razín. Comenzaba, pues, a resquebrajarse el gran
imperio davídico, aunque el reino de Damasco no constituyó un verdadero peligro hasta
más tarde, bajo los sucesores de Salomón.
El comercio proporcionó grandes riquezas al rey, pero fueron totalmente
absorbidas por los suntuosos gastos de la corte y en especial por las construcciones. Así
lo indica el relato de 1 Re 7 acerca de los edificios civiles salomómonicos ("la Casa del
Bosque del Líbano", un vestíbulo con triple fila de columnas de madera de cedro, de 15
columnas por fila; la sala del Tribunal; el palacio del rey y el palacio de la hija del
faraón), de los que, por lo demás, ofrece pocos datos, y la construcción del templo. con
todo, la interpretación de esta última descripción tropieza con grandes dificultades. Su
autor vivió en el exilio y no tenía, por tanto, a la vista el templo que describía.
A pesar de todas estas obras, Salomón cosechó aún peores resultados que su
padre en la tarea de la forja de la unidad del reino. Más bien contribuyó a preparar su
futura escisión. Dividió el territorio en 12 circunscripciones administrativas, pero
exceptuando a Judá (que, en cierto modo, como dominio privado del rey, gozaba de un
estatuto especial). Mientras que prácticamente todos los altos cargos de la
administración eran de esta tribu, el resto de Israel se veía sujeto a pesados tributos y los
cananeos tenían incluso que contribuir con levas de trabajadores forzados. Esta política
no hacía sino reforzar las tendencias secesionistas (presentes desde el principio)
derivadas del binomio Judá/Israel. Debió de ser particularmente doloroso para los
patriotas israelitas el hecho de que, actuando con enorme irresponsabilidad, Salomón
vendiera al rey de Tiro un distrito galileo, con veinte poblaciones, para financiar las
construcciones del sur del país. No es, pues, extraño que ya en vida de Salomón
comenzara a perfilarse la insurrección de las tribus del norte. Fueron cabezas visibles de
la rebelión el efraimita Jeroboam y el profeta Ajías. De momento, la sublevación
fracasó. Jeroboam tuvo que huir. Pero tras la muerte de Salomón la ruptura se hizo
inevitable.
LOS REINOS DEL NORTE Y EL SUR HASTA LA CAÍDA DE SAMARÍA
1. La división del reino
Roboam, hijo de Salomón, fue aceptado sin dificultades como rey por los
hombres de la tribu de Judá, pues habían sido favorecidos por su padre y habían
admitido al principio, ya puesto en práctica con el mismo Salomón, de la monarquía
hereditaria. Pero en la doble monarquía del reino davídico-salomónico, el sucesor al
trono tenía que ser también reconocido por Israel. Las tribus del norte afirmaban, en
efecto, que la monarquía se basaba en un contrato libre entre el hombre designado por
Yahveh y el pueblo. Por consiguiente, Roboam se trasladó a Siquem, capital de las
tribus septentrionales. Éstas no rechazaron de entrada al pretendiente al trono, pero
exigieron una más justa distribución de las cargas impositivas. Las negociaciones
emprendidas por Roboam revelan esa mezcla de vacilación y extrema dureza que suele
ser síntoma de debilidad. Se puede considerar también un signo de debilidad el hecho de
que Roboam se tomara un tiempo de reflexión. ¿Qué había que meditar? Las exigencias
de los israelitas estaban claras para todos. Hasta Roboam debía de haber tenido una idea
de ellas antes de iniciar las negociaciones. En lugar de eso, la estrategia no se diseñó
hasta llegar a Siquem, y en la discusión iba a renacer el inmemorial conflicto que
enfrenta a jóvenes y ancianos. Los funcionarios más antiguos, que estaban
familiarizados con los problemas de Israel, aconsejaron que se hicieran concesiones.
Los más jóvenes abogaron por una dureza inflexible. Estos últimos habían crecido en la
corte, en una atmósfera de obediencia en la que no cabían consejos ni negociaciones.
La obtusa intransigencia de Roboam precipitó la ruptura y las tribus del norte
encontraron muy pronto su propio candidato: Jeroboam, que durante una parte del
reinado de Salomón había sido ministro responsable de las prestaciones personales en
Israel, y que se había rebelado ya en vida de Salomón, se apresuró a regresar de su
destierro egipcio. Era de todo punto natural que Jeroboam fijara su residencia en
Siquem, donde fue proclamado rey. A ello se añade que existían fuertes lazos entre las
tribus de la Palestina central y el santuario siquemita. Al sucesor de David sólo le
siguieron Judá y los clanes confederados del sur. Ello no obstante, el nuevo rey no fijó
su residencia en Hebrón, que había sido el centro político tradicional de los clanes
judíos. El traslado del arca de la alianza, la construcción del templo, los edificios
administrativos y la organización del aparato del Estado habían marcado ya tanto a
Jerusalén como capital que resultaba imposible hacer girar hacia atrás la rueda de la
historia.
A la división del reino se la califica a menudo como cisma. Desde el punto de
vista político esta expresión no es correcta. No debe olvidarse que el norte y el sur no
formaron un reino único, sino que fueron siempre dos reinos distintos que, bajo David y
Salomón, tuvieron un mismo rey. Sí puede hablarse, en cambio, de cisma religioso. Es
indudable que cuando Jeroboam contrapuso al templo de Jerusalén templos en su propio
reino, un culto y un calendario propios, sólo pretendía destruir la unidad política. Las
imágenes de becerros que mandó erigir en Betel y Dan simbolizaban a Yahveh. Pero
como imitaban, para representar al Dios sin imágenes de Israel, las figuras de Baal,
perturbaron la sensibilidad religiosa y llevaron finalmente a la apostasía.
2. Judá e Israel hasta la revolución de Jehú (926-845)
La intervención del profeta Semaías logró evitar, de momento, una guerra
fratricida entre ambos reinos. Pero no tardaron en estallar las hostilidades, que se
prolongaron durante más de 50 años. Se benefició del mutuo debilitamiento el faraón
Sesonq I (llamado en la Biblia Sosaq), que había derrocado a la dinastía XXI y fundado
la XXII. Dado que la dinastía XXI había estado emparentada con la casa real de Judá,
era natural que Sesonq considerara al reino de Judá como enemigo. Su primer paso
consistió en renovar las antiguas pretensiones de Egipto sobre Palestina. Así, el año
quinto de Roboam (922) cayó sobre Judá y saqueó los tesoros del templo y del palacio
real. La información bíblica sobre estos sucesos debe interpretarse en el sentido de que
Roboam consiguió rescatar las ciudades judías, y especialmente Jerusalén, mediante la
entrega de un tributo. Estos lugares no aparecen, en efecto, en la lista de los 165
ciudades conquistadas por Sesonq que mandó escribir en la pared del gran templo de
Amón en Karnak. Dicha lista menciona, en cambio, 50 ciudades del reino del norte,
Israel. La Biblia nada dice sobre una incursión de Sesonq en estos territorios
septentrionales, pero no fueron perdonados, tal como testifica un fragmento de estela,
con el nombre de Sesonq, descubierto en las excavaciones de Meguiddó. En Jerusalén,
esta acción de pillaje debió de causar auténtica consternación.
Para prevenir en el futuro tales desastres, Roboam decidió fortificar las ciudades
meridionales y occidentales de su reino. La lista de 2 Cro 11, 5-11 indica hasta qué
punto se había reducido el territorio de Judá. De ella deducimos que no había,
evidentemente, una frontera septentrional firme y estable frente a Israel. En el curso de
las constantes guerras entre Israel. En el curso de las constantes guerras entre Israel y
Judá bajo los sucesores de Roboam, Abiyyam y Asá, la línea fronteriza ora avanzaba ora
retrocedía. Bajo Asá (908-868) discurría a escasos kilómetros al norte de Jerusalén.
Presionado por esta situación, el rey tomó una desafortunada decisión: se alió con el
enemigo septentrional de Israel, Ben-Hadad I de Damasco, que, por este camino, pudo
poner pie en Galilea. Aquella vergonzosa alianza introducía un elemento nuevo en las
relaciones de los reinos hermanos que, al final, provocó la ruina de los dos.
No fueron menos desdichados que los del sur los destinos del reino del norte.
Faltaba allí, sobre todo, una tradición dinástica. En un corto periodo de tiempo
perecieron asesinados tres monarcas. Hasta Omrí (882-871 a. C.) no conoció el país un
periodo de relativa paz. Este sexto rey de Israel inauguró lo que era la cuarta dinastía.
Sólo bajo su reinado tuvo el reino del norte una capital estable y definitiva. Tras la
incursión de Sesonq, Jeroboam había trasladado provisionalmente la residencia real de
Siquem a Penuel, en Transjordania, y, más tarde, a Tirsá, donde también residió su
sucesor, Basá.
Era evidente que a largo plazo aquella residencia no podía satisfacer las
necesidades del reino. La única acción de Omrí mencionada por la Biblia es la
fundación de una nueva capital, en la descollante colina de Samaría. De hecho, la
importancia de esta fundación es comparable a la conquista de Jerusalén por David.
Samaría era una ciudad nueva, sin tradición, situada en el centro del reino del norte, con
buenas comunicaciones hacia el norte y el oeste. Omrí adquirió el terreno y, de acuerdo
con el nombre de su anterior propietario, Shemer, la nueva ciudad se llamó Shomeron,
aunque el topónimo más usual es Samaría. El acierto de la elección se puso también de
manifiesto desde un punto de vista estratégico: la ciudad, levantada sobre un
promontorio, se podía defender con facilidad. El entorno era fértil y abundante en agua;
según Isaías, Samaría era como una corona sobre un valle feraz. Hasta entonces Israel
no había desempeñado ningún papel fuera de sus fronteras, pero con la fundación de
Samaría Omrí daba a entender que estaba dispuesto a entrar en el juego de la política
internacional. El reino del norte se insertaba de este modo en la complicada relación de
fuerzas del Oriente próximo. Omrí buscó aliados entre los fenicios, porque le interesaba
hallar un contrapeso a las amenazas arameas. La Biblia informa, en efecto, aunque de
una manera enteramente casual, que había perdido cierto número de ciudades a manos
de los arameos. A este propósito respondía también el matrimonio de su hijo Ajab con
Jezabel, hija del rey de Sidón. Desde el comienzo, la población de Israel había estado
mezclada entre hebreos y cananeos. Para la política de Omrí, consistenten en unificarlos
en un único pueblo, el culto que Jezabel había traído de Tiro podía constituir un punto
de partida. La esposa de Ajab había traído a Samaría el diso de la ciudad de Sidón,
Melkart, junto con su clero, los llamados "profetas de Baal". Este culto a Baal pretendía
establecer una relación entre las divinidades locales cananeas y el dios venerado en la
capital. La adoración de Baal contaba, entre los cananeos de Israel, con una tradición de
un siglo de antigüedad. Y en el centro del lugar de culto en Samaría había ya un ídolo
dorado con forma de toro, que Jeroboam había erigido como imagen de culto para los
hebreos. Dada la parcialidad de las fuentes del Antiguo Testamento resulta difícil saber
si Omrí tuvo éxito con su política religiosa, y si así fue, hasta qué punto lo consiguió.
Las aspiraciones absolutas del yahvismo iban a aparecer en un momento en el que no
sería necesario tener en cuenta ningún tipo de consideración política: es posible pensar
que la proclamación de Yahveh con exclusión de otros dioses, o al menos con un neto
predominio, fuera una forma tardía de compensar la impotencia política. En cualquier
caso, está claro que Omrí intentó llevar a cabo un acto conciliador desde el punto de
vista religioso y político, buscando el equilibrio entre las concepciones religiosas de
hebreos y cananeos. Desde el punto de vista político puede considerarse a Omrí como el
verdadero fundador del reino de Israel. De hecho, los anales asirios denominaban al
reino del norte, incluso después del derrocamiento de esta dinastía, "país de Omrí".
Ajab (871-852), hijo de Omrí, prosiguió la política de su padre. Puso fin a las
disputas con Judá, que se venían prolongando desde los días de la escisión del reino, y
concluyó una alianza con Josafat, rey de Judá, también esta vez sellada con un
matrimonio: Ajáb entregó a su hija Atalía como esposa a Joram, hijo de Josafat. Las
alianzas con los fenicios y las consiguientes actividades comerciales proporcionaron un
periodo de gran prosperidad al reino del norte. Ajab amplió de una manera
verdaderamente espléndida el palacio construido por su padre en Samaría. En razón de
la gran abundancia de objetos de marfil empleados en esta ampliación, se le dio el
nombre de la "casa de marfil". El dato ha sido confirmado por las excavaciones. Bajo
Ajab alcanzó Israel su época de máximo esplendor.
También en el campo de la política exterior supo actuar Ajab con talento y
consechó excelentes resultados. Aunque Ben-Hadad II de Damasco consiguió algunos
triunfos iniciales, fue al fin derrotado y hecho prisionero por el rey de Israel. Ajab
perdonó la vida a su adversario a cambio de ciertas concesiones políticas y comerciales,
porque ya comenzaba a dibujarse en el horizonte un peligro mucho más grave: Asiria,
que desde comienzos del siglo IX estaba impulsando una política expresamente
orientada a la expansión hacia Occidente. Contra esta política hicieron causa común los
príncipes de Siria, y cuando el año 854 a. C. se llegó a un enfrentamiento con
Salmanasar III en Karkar, junto al Orontes, las tropas de Ajab combatieron codo a codo
con las de Damasco. La batalla resultó indecisa y Salmanasar regresó a Asiria.
Apenas conjurado, por el momento, el peligro asirio, volvieron a enfrentarse
Israel y Damasco. Se libró una batalla en Ramot de Galaad, en la que resultó herido de
muerte el rey Ajab. El relato sobre la campaña contra Ramot y la precedente consulta a
los profetas indica bien a las claras la profunda crisis a que se había visto arrastrada la
religión yahvista durante el reinado de Ajab. Como suele ocurrir en la historiografía
antigua, la responsabilidad recayó sobre una mujer: Jezabel, que había impulsado la
hegemonía del culto de Baal haciendo exterminar a los partidarios del culto de Yahveh.
Pero algunos de los más altos funcionarios del Estado ocultaron y socorrieron a los
profetas de Yahveh. La historia de Elías, que se inserta en este contexto, muestra la
brutalidad con la que se desarrolló finalmente el enfrentamiento.
3. Desde la revolución de Jehú hasta la destrucción del reino del norte (845-
722 a. C.)
Fueron círculos proféticos los que provocaron el derrocamiento de la dinastía de
Omrí y Ajab. Ajab murió tras un reinado de 21 años. Le sucedieron dos hijos. El
primero, Ocozías (853-852 a. C.), no fue muy afortunado: cayó a través de la celosía de
un balcón, y no se recuperó de las consecuencias del accidente. A su hermano, Joram
(852-842 a. C.), se le presentaron unos problemas de política exterior mayores que a sus
predecesores en el trono. El rey Mesa de Moab se negó a pagar los tributos, y las
expediciones de castigo de los asirios anunciaban la aparición de una nueva potencia en
el este. Todo esto trajo consigo una serie de guerras que no procuraron victorias ni botín,
lo que encrespó el ánimo de la población. En el contexto de una sociedad tan marcada
por la religión, tales derrotas sólo podían interpretarse como el resultado de errores en la
celebración del culto, de forma que parecía consecuente iniciar una vuelta atrás en el
proceso religioso que estaba en marcha.
Los adversarios de los omridas abrieron las hostilidades en 842 a. C.,
precisamente cuando Joram asediaba la ciudad de Ramot en Galaad, que entre tanto
había caído en poder de los arameos. En un audaz y rapidísimo golpe de mano
proclamaron rey a Jehú, jefe del ejército. Jehú se dirigió con un pequeño destacamento a
Jezrael, donde Joram se recuperaba de unas heridas sufridas en Ramot, y allí lo hizo
matar, antes siquiera de que Joram se hubiera enterado de este levantamiento. El nuevo
monarca desató una persecución implacable contra los adoradores de Baal y contra
todos los miembros de la dinastía depuesta: Jezabel fue arrojada por una ventana y las
cabezas cortadas de los ejecutados fueron enviadas a Jezrael, donde Jehú las hizo
amontonar frente a una de las puertas de la ciudad.
No se puede negar que el éxito del levantamiento de Jehú se debía sobre todo al
rechazo contra la política religiosa de los omridas. Con Jehú (842-815 a. C.) se habían
aliado aquellos grupos que estaban descontentos con la equiparación de Baal y Yahveh,
así como con el papel que desempeñaban los cananeos en el reino. Jehú se presentó
como el restaurador del culto originario a Yahveh. El fundamento espiritual de todo el
movimiento queda de manifiesto en el encuentro de Jehú con Yonadab, caudillo de los
recabitas. Ambos se desplazaron a Samaría para asistir al exterminio de los adeptos de
Baal. Estos recabitas representaban, en cierto modo, la vida nómada, una tradición que
nunca se había perdido del todo entre los hebreos. Los recabitas solían aliarse con los
más enfervorizados partidarios de exigir un regreso a las formas de vida propias de los
buenos y viejos tiempos. Para los recabitas el ideal nómada implicaba abandonar todos
los progresos de la agricultura. Tenían prohibido beber vino, poseer viñas o cultivar la
tierra, y debían habitar en tiendas. Se oponían a todo lo cananeo y, en consecuencia,
rechazaban también la cultura urbana, que había penetrado en Israel a través de este
pueblo. Estos grupos apoyaron el gobierno de Jehú cuando vieron que este emprendía su
lucha contra los santuarios de Baal en Samaría, haciendo que sacerdotes y fieles fueran
exterminados. El templo del Baal tirio en la capital fue convertido en una letrina.
Aunque Jehú no fuera capaz de erradicar totalmente el culto a Baal, sí consiguió
encarrilar la implantación del culto a Yahveh, y en este sentido su actuación fue decisiva
y tuvo importantes consecuencias posteriores. Pero la reacción política dirigida por Jehú
no tuvo sólo consecuencias en el ámbito religioso porque, evidentemente los cananeos
no la aceptaron sin resistencia. Su negativa a colaborar con el Estado tuvo pronto
consecuencias funestas: Israel se debilitó, se quedó casi sin defensas y cayó en un
completo aislamiento.
Casi al mismo tiempo se registraba también en el sur una similar campaña
purificadora. Durante el reinado de Ajab en Samaría, Judá había tenido en Josafat (868-
847 a. C.) un rey hábil y capaz, tanto en política interior como exterior, que llevó a cabo
una enérgica campaña de reforma religiosa. Su único fallo fue su estrecha relación con
Ajab de Israel. Dio su asentimiento al matrimonio de su hijo Joram con Atalía, hija de
Ajab y de Jezabel. Tras la muerte de su esposo Joram y de su hijo Ajías, Atalía
consiguió hacerse proclamar reina (845-840 a. C.). Cuando finalmente fue destronada
mediante una revolución palaciega tramada por sacerdotes con ayuda del ejército y el
campesinado, se nos da noticia de la destrucción de un templo de Baal en Jerusalén,
evidentemente construido durante el gobierno de la reina.
Con Jehú se iniciaba en Samaria la quinta dinastía, que se mantuvo en el poder
durante casi un siglo (845-747 a. C.). El cambio dinástico no trajo bienes, sino males, al
reino. Con su política, Jehú acabó completamente con la potencia de Israel en el marco
de la región de Siria-Palestina. Damasco se mostró tan pertinaz y levantisco que Jehú no
vio otra salida que pagar tributo a los enemigos de Siria, los asirios. Así lo confirman
los Anales de Salmanasar III. Damasco se vengó arrebatando a Jehú toda la
Transjordania, hasta el Arnón. También se independizó de Israel, por aquel mismo
tiempo (hacia el 840 a. C.), Mesa, rey de los moabitas. Sólo bajo el cuarto y último rey
de la dinastía de Jehú, Jeroboam II, recobró Israel su pasada prosperidad. Damasco y
Asiria atravesaban una etapa de debilidad, de modo que Israel pudo reconquistar todos
sus antiguos territorios. Las relaciones comerciales aportaron grandes riquezas al reino,
pero el bienestar material desembocó en degeneración religiosa y moral, sobre todo en
el campo de la ética social. En aquel tiempo ejercieron su actividad profética en el reino
del norte Amós y Oseas, que denunciaron implacable e incansablemente aquella cultura
brillante, pero enteramente profana y secularizada. Con la muerte de Jeroboam II y el
final de la dinastía de Jehú entraba Israel en la agonía.
También en el reino del sur, Judá, vivía, por aquella misma época, bajo el rey
Azaría (Ozías, 787-736 a. C.) una parecida etapa de esplendor derivada de las mismas
causas: paz con Israel, debilidad de Damasco y Asiria, fomento de la agricultura y la
viticultura y reactivación del comercio exterior. También fueron iguales las
consecuencias: riqueza, secularización, pésima situación social. Bajo este monarca
inició Isaías su actividad en el reino del sur.
A partir de entonces, la historia de ambos reinos estuvo condicionada por el
resurgimiento de Asiria. Teglatfalasar III (745-726 a. C.), a quien la Biblia llama
también Pul, reanudó la antigua política expansionista hacia Occidente. Sometió a Siria
y el año 738 a. C. Menajem de Samaría tuvo que pagarle tributo. Pero su sucesor,
Pecajías, organizó una coalición contra Asiria, de la que formaban parte, además de
Damasco, otros cuatro aliados. Quisieron también obligar por la fuerza (guerra siro-
efraimita) a Ajaz de Judá (741-723 a. C.) a unirse a la alianza. En vano exhortaba Isaías
a poner la confianza en Yahveh. Ajaz se dejó guiar por consideraciones humanas y pidió
ayuda, contra la coalición, a los asirios, que ya habían penetrado en Siria. Teglatfalasar
no sólo conquistó Damasco sino que arrebató también al reino del norte los campos de
Galaad y de Galilea, que pasaron a ser las provincias asirias de Galaad, Meggidó y Dor.
Israel quedaba reducido a la zona montañosa efraimita, con Samaría como capital.
Cuando finalmente Ozías, asesino de Pecaj, se negó, tras la muerte de Teglatfalasar, a
seguir pagando tributo, y entabló negociaciones con Egipto, quedó sellada la ruina de
Israel. Sin pérdida de tiempo, el nuevo rey de Asiria, Salmanasar V, regresó a Samaría y,
tras un asedio de tres años, se apoderó de la capital (entre diciembre de 722 a. C. y abril
de 721). Da noticia detallada de ello, en sus Anales, Sargón II, sucesor de Salmanasar.
Desaparecía así el Estado de Israel. Su territorio se convirtió en la provincia asiria de
Samaría. Una parte de la población fue deportada y asentada al norte de Mesopotamia y
en Media, donde fue absorbida tanto étnica como religiosamente por su entorno. En un
movimiento inverso, Salmanasar (y también sus sucesores) trasladaron a Samaría un
abigarrado conjunto de gentes de otros países. Se desarrolló, por consiguiente, en el
suelo samaritano, un sincretismo religioso cuyas consecuencias se prolongaron hasta la
época neotestamentaria.