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Se ha dedi-
cado a la enseñanza; tiene estudios de Filosofía y de Derecho. Además ha pu-
blicado el libro de poesía: “Tierra en barbecho”
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LOS ADOQUINES NO ERAN ROJOS
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Ahí estaban treinta y tres chicos de sexto de bachillerato mirando al nuevo pro-
fesor de Literatura que los tenía inmóviles en sus pupitres. La charla abierta,
libre y diferente les había desconcertado; permanecían confusos, incrédulos
ante la palabra del maestro, ellos, que se acomodaron sin más remedio al uso
monótono y uniforme de las lecciones planas y severas, sin alma, de los otros
profesores. La clase se les hizo muy corta. Un susurro recorrió el aula unos
instantes, después se han observado mudos de asombro. Aquel día de agita-
ción ya se metió para siempre en sus almas aún limpias.
―¿Cómo no te va a sonar si pasa los veranos aquí desde hace años? Sus pa-
dres tienen el chalé cerca del paso a nivel ―contestó Fernando.
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―Yo le recuerdo en el casino hablando con mi padre ―dijo Marcos.
―Y yo le he visto más de una vez paseando por el parque con los otros ve-
raneantes y en los soportales de la plaza, en la terraza del casino ―dijo Marga.
―Es que estos son unos gilipollas, nunca se juntan con los del pueblo
―habló José con una mueca de desprecio.
―Pues yo ni idea, jamás me fijé en ellos, esa gente no me interesa, son de-
masiado importantes ―dijo con ironía Sandra.
El nuevo día escolar comenzaba temprano. Los alumnos de sexto tenían clase
de Literatura a primera hora; no faltaba nadie. Luis nombró a cada uno y pre-
guntó por sus padres, la tarea le llevó un rato, después abrió un debate sobre
la asignatura para conocer sus gustos literarios. La realidad los retrató, sólo
tenían conocimientos de los escritores de orden, pero hubo una sorpresa muy
grata para Luis: el joven Marcos González sí conocía a Miguel Hernández y a
Federico García Lorca. Luis Felipe Montero le felicitó ganándole para siempre.
El curso escolar avanzaba con normalidad. Luis seguía captando adeptos; iba
proporcionando pequeñas dosis de cultura arriesgada, evitando así la hostilidad
de las fuerzas vivas del pueblo, aunque no todo el campo era orégano. A Luis
le constaba que era observado por el correveidile del alcalde, estaba al corrien-
te de alguna chanza vertida en las tardes de chamelo y cartas en el casino de
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“los ricos”, en los silencios que provocaba su presencia, en las miradas cómpli-
ces de algunos zafios, en ridículos codazos; gestos que él captaba sin esfuerzo
y que desdeñaba con soltura evitando la confrontación caciquil.
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la provocación traería consecuencias, pero a lo hecho pecho como diría el cas-
tizo. La clase terminó.
En la puerta del Instituto esperaban la salida de Luis, Marcos y sus tres amigos:
José, Fernando y Pedro.
La casa de Luis Felipe Montero parecía sencilla y sólida por fuera, destacaba la
blancura de la fachada entre los postigos verdes de las ventanas. Para llegar a
la puerta principal había que subir una suave rampa no sin antes atravesar un
pequeño patio pavimentado con losetas de cemento separadas por estrechas
cisuras sembradas de césped y rodeado por rosales y hortensias. En la parte
trasera había una huerta medio silvestre con alguna higuera, cerezos, varios
ciruelos y unos castaños; nadie cuidaba de ellos, pero esa maraña le daba al
sitio el aire romántico y solitario que la naturaleza prodigiosa embellece, un lu-
gar perfecto para el descanso y la tertulia relajada. Luis Felipe pasaba muchas
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horas recostado en la hamaca de paño a rayas de colores leyendo y tomándo-
se una copa; disfrutaba de esta serena soledad como un ermitaño.
A los siete jóvenes les gustaba pasar las tardes de invierno en Las Cuevas del
Calvo; la taberna ofrecía alguna clandestinidad, propósito esencial del grupo,
además el ambiente del sitio era muy particular. El lugar era una cueva y se
accedía a ella por un largo y estrecho pasillo que se abría al final en una estan-
cia casi redonda revocada por pegotes de yeso sobre las paredes y el techo;
unas mesas grandes de madera de castaño, banquetas de asiento y una barra
alta de mostrador eran la pelada decoración, pero se estaba caliente. El dueño
de la taberna era un viejo calvo en su totalidad, un personaje de aspecto raro a
primera vista pues su calva dominante chocaba con una negrísima, larga y pro-
fusa barba que se mesaba de forma continua, también imponían el ancho mos-
tacho que ocultaba el labio superior, pero sobre todo su voz ronca apenas per-
ceptible, aunque distraía más su continua y enigmática sonrisa. Un hombre que
nunca tenía un mal gesto ni se alteraba por nada
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del maestro. Había acuerdo entre el profesor y los jóvenes: al día siguiente
después de comer.
Los vio venir. El salón de la casa estaba en alto y se veía la carretera; en ese
momento pasaba “el martero” un tren de mercancías; el monstruoso grillo ne-
gro chirriaba al patinar las bielas de hierro para subir la pequeña cuesta que
llegaba a la estación. El fogonero enseñaba la dentadura blanca entre el sudor
y la cara tiznada de hollín correspondiendo al saludo de los muchachos. Siem-
pre hacía lo mismo con Luis, que le cumplía agitando la mano desde el venta-
nal de la habitación.
El profesor los recibió con naturalidad como si siempre los estuviese esperan-
do. Los jóvenes se acomodaron, mientras tanto Luis Felipe se fue a la cocina a
preparar café, se lo tomaron en silencio, todos estaban un poco cortados, hasta
que el profesor soltó una carcajada para anular la timidez encarnada en sus
gestos:
―Bueno, ¿se puede saber qué os pasa? Venga, chicos, que estáis en vues-
tra casa, fuera las tonterías. Ah, casi se me olvidaba ―el profesor hace un ges-
to divertido ―la biblioteca está a vuestro servicio.
Parecieron las palabras exactas pues los siete se fueron como un todo a la es-
tantería de libros. Durante el tiempo que los jóvenes permanecieron descu-
briendo la librería, Luis leía, aunque los observaba por encima del libro. En el
salón se estaba bien, la chimenea mantenía la estancia caliente. Teresa estaba
sentada en la gran mesa negra tintada de nogalina, era la huella más antigua
de la familia, la chica copiaba algo, lo hizo muy deprisa porque rápido devolvió
el libro a su sitio y se guardó la copia. La maniobra la captó el profesor, en ese
momento se cruzaron las miradas, una furtiva, la otra desenfadada y los dos
sonrieron.
Marcos ojeaba un libro de pasta dura de color marrón, en el lomo sólo se veía
el número romano de la colección, el muchacho releía una y otra vez aquel
enigma, Luis se dio cuenta y fue en su ayuda:
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―Este es complicado, Marcos; tengo una curiosidad, ¿por qué has elegido a
Nietzsche?
―Siento una atracción morbosa por ese autor, he oído hablar de él ¿algún
problema?
―No, no, en absoluto, tú puedes leer lo que quieras, pero admíteme una pe-
queña sugerencia: procura que no te vean con el libro, sólo por precaución
―Claro, por supuesto, pero te insisto sé prudente y ten cuidado con tu padre,
¿me entiendes, verdad?
Ventura le contó que era un falangista de los de verdad y que había hablado
con Fernández Cuesta al que consideraba su amigo. No estuvo en la guerra
civil, por edad, pero que no olvidaba al ejército de Franco pasando por el pue-
blo rumbo a Salamanca, pero el relato se hizo épico cuando le narró emocio-
nado, de vez en cuando tomaba un sorbito de anís para pasar el trago, su ho-
mérica experiencia en la División Azul; no dudó ni un instante en alistarse
cuando el general Agustín Muñoz Grandes pidió voluntarios para luchar contra
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la Unión Soviética al lado de Hitler. El padre de Marcos tosió con estruendo, (la
cara se le puso roja del esfuerzo “un momento señor profesor”) antes de pro-
seguir aquella odisea, se disculpó por el ataque de tos: “fue el maldito frío quien
me pudo, no otra cosa, pero ¡qué cerca estuvimos de tomar Stalingrado! Yo
pude ver aquellas mágicas campanas que brillaban como el oro en las cristali-
nas mañana de invierno, fue terrible el asedio a la ciudad, nadie puede imagi-
nar tanto sufrimiento, yo caí muy enfermo y me trasladaron a España, estuve
ocho meses en un sanatorio entre la vida y la muerte pero sobreviví”. Al llegar
hasta aquí se calló, con claros signos de embriaguez se despidió de Luis con
una teatral inclinación de cabeza.
Los nombres amargos se agregaron como lapas a sus últimos años en el Ma-
drid clandestino y una fecha aún más trágica: aquel fatídico 20 de abril de1963
cuando el camarada fue fusilado; está en la memoria eterna, cincelada con el
punzón del dolor, de la rabia, de la impotencia por aquel hombre nervioso, ha-
blador, con el cigarro siempre pegado al labio pero dispuesto y camarada hasta
la abnegación. Julián, pobre Julián Grimau ¡cuánto te hicieron sufrir esa canalla
fascista! Esa Brigada Político-Social cuando bajo tortura no pudieron arrebatar-
te tu valentía heroica y tu silencio; los siniestros asesinos, despechados, te tira-
ron por la ventana de un segundo piso, todavía con las manos esposadas, a un
callejón y aguantaste cinco meses con graves lesiones en el cráneo y en las
muñecas; “malditas hienas” dijo Luis entre dientes.
Luis Felipe se levantó para servirse una ginebra, pero la nostalgia se había
pegado como la niebla, impotente por evitarla, volvía a esos años de lucha
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clandestina, a las largas tertulias con Federico Sánchez apodo de Jorge Sem-
prún, su elegante presencia que tanto atraía las miradas furtivas de muchas
chicas y de las más atrevidas que le pedían lumbre, más de una se quedaba
con nosotros escuchando nuestras disertaciones intelectuales que versaban de
lo humano y lo divino enaltecidos por las bellas sonrisas de carmín rojo de las
atractivas jóvenes que apenas entendían las elevadas palabras y es que Jorge
Semprún era un aluvión de ideas; su fabulosa imaginación se desbordaba con
la suma de los Martini y casi siempre nos seducía por su discurso envolvente,
lleno de confidencias, por la altura intelectual del relato y sobre todo por la ex-
periencia turbadora en el campo de concentración de Buchenwald. Luis Felipe
era unos años más joven que Semprún y éste le cooptó para el partido en las
aulas de la Ciudad Universitaria.
Su padre desconocía las andanzas del hijo, su creencia básica era que Luis
tenía talento y un carácter rebelde, pero nunca habría imaginado que fuese
comunista, él que presumía de sus hijos, de la educación cristiana recibida en
los mejores colegios privados y de sus buenos trabajos. El viejo Don Manuel
tenía un pasado turbio que ocultaba con esmero; en los sucesos de Salaman-
ca, el 16 de abril de 1937, participa en la algarada entre falangistas por la su-
cesión a la Jefatura de Falange, aquel degradante espectáculo con muertos
incluidos se llevó por delante a Manuel Hedilla después de la farsa consentida
por Franco para hacerse con el control y fundar Falange Española Tradiciona-
lista y de la JONS y poner de secretario general a Raimundo Fernández Cues-
ta. Don Manuel partidario de Hedilla se fue por la puerta de atrás con el rabo
entre las piernas dando tiempo al tiempo. Su esposa Asunción, que estaba en
un sin vivir, suspiró cuando Manuel se echó en sus brazos después de los dos
días de zozobra pasados.
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parecía hecho a su medida, el cura pomposo atraía con su jerga apretada de
guiños, gestos y abierta y estudiada campechanía. El librito Camino, un libro
sencillo, sentimental, inteligente para cautivar era su libro de cabecera, nunca
se dormía sin leer algunas reflexiones del envolvente libro. El matrimonio con-
sagrado a Dios, a la Iglesia y al Régimen, trilogía inviolable que aquietaban to-
dos los temores y sobre ellos la estabilidad del espíritu.
Luis Felipe suspiró al evocar aquel tiempo: su madre había muerto en 1962 y
su padre, eximido de tanto misticismo, contactó con los regidores políticos de la
ciudad y fue elegido concejal hasta llegar a presidir la Diputación.
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Los siete jóvenes salieron de la casa del maestro muy emocionados. Teresa
había tomado el poemario de Luis Cernuda: De Las nubes, tenía prisa por lle-
gar a casa y leerlo en la intimidad de su habitación. En el libro estaba el poema:
A un poeta muerto (F. G. L.) que había ojeado por encima, ¡qué ganas de vol-
ver sobre él! Cuando llegó a su casa saludó a sus padres con prisas, sin repa-
rar en ellos, como si no existieran, se echó en la cama vestida y se sumergió
en el poema.
Marcos se encontró con el padre, pretendió evitarle, pero éste le cerró el paso.
―Tú y yo tenemos que hablar, perillán que eres un perillán ―era la palabra
favorita de Ventura.
―Me tienes que explicar tu apego al profesor de Literatura, te pasas los días
hablando de él, que si Luis esto, que si Luis lo otro; ¿sabes una cosa? Yo me
considero amigo de su padre, hemos hablado de política y de muchas otras
cosas, coincidimos en lo esencial, pero claro él es una persona importante y yo,
bueno, soy lo que soy aunque estoy orgulloso de mi vida, un día ya te contaré.
A tu profesor le conozco desde que era un mozo, pero hay cosas en él que no
me gustan, algo me huele mal de ese hombre, creo que oculta un no sé que, a
pesar de ser hijo de quien es ―sonrió a su hijo con suficiencia ―, ya veremos.
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Es curioso, la conversación pendiente se fue a las nubes, el padre de Marcos
cogió el abrigo rumbo al casino y la tormenta que amenazaba pedrisco se eva-
poró por arte de magia. Marcos respiró aliviado.
Fernando y José se metieron en Las Cuevas del Calvo, entre cigarrillos y cer-
veza hablaron del encuentro en casa de Luis, de recuerdos de niñez, de revo-
luciones, de amores y odios. Los dos chicos eran vecinos, sus vidas paralelas
forjaron una amistad especial entre los ellos que prometieron hasta la muerte.
Otra cosa era la vida intramuros, mientras Vicente, el padre de Fernando, era
un nostálgico de sus hazañas bélicas, Juan, el padre de José, vivía atormenta-
do por la muerte del hijo mayor en un accidente imprevisto, todos lo son, el niño
se rompió la cabeza en la plaza del convento y desde entonces se negó a vivir.
Para José era una extraña suerte, sus padres le dejaban hacer, no había pre-
guntas, era libre como las aves; en cambio Fernando sufría los sondeos diarios
del padre, ese control crecía en rebeldía contra él, además se avergonzaba de
la sonora proeza que protagonizó en la visita que Franco hizo a las obras del
pantano de Gabriel y Galán en el Norte de Cáceres. Ese día su corazón se
desbordaba en emociones; desde muy temprano esperaban con impaciencia él
y la multitud su llegada. ¡Franco, Franco, Franco! Clamaba la gente al ver llegar
el Rolls-Royce. Franco se bajó del coche para saludar a las autoridades y des-
pués dar un corto paseo por la obra. La gente seguía aclamando al dictador,
cuando entre la multitud salió Vicente con la decidida intención de llegar hasta
el mismísimo General, con rapidez la guardia de seguridad se abalanzó sobre
él, Franco hizo un gesto con la mano para que le soltaran, aun tuvo la oportuni-
dad de gritar: “Franco, camarada, ¿te acuerdas de mí en el Ebro?” No tuvo más
tiempo, varios compañeros bastante alarmados le agarraron como pudieron
integrándole en el grupo; en esto Vicente saludaba al gentío que aplaudía su
irreflexiva audacia. La camisa azul mahón con el yugo y las flechas bordado en
rojo sobre el bolsillo izquierdo, impecable para los eventos, ahora estaba em-
papada en sudor, sucia y por fuera del pantalón, pero qué más daba, había
casi tocado al Generalísimo.
Luis Felipe Montero conocía bastante a los padres de Marga; con Aurelio se
había tomado algunos vasos de vino sentados en la mesa camilla, templados
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con el brasero de picón que el propio Aurelio hacía. Sólo él compartía su secre-
to y como leal camarada jamás saldría una palabra de su boca. Fueron Aurelio
y su mujer Dolores quienes le relataron su historia; los dos se unieron en 1932
al partido comunista después de rechazar las posiciones de la socialdemocra-
cia y asumir los postulados de la III Internacional.
Aurelio se estaba lavando cuando oyó la voz alegre de su hija Marga, la joven
dejó el libro Viento del Pueblo encima de la mesa, al pobre Aurelio se le empa-
ñó la vista al tomar el librito, estaba leyendo un poema y una lágrima resbalaba
por su mejilla, el gesto de limpiarse fue captado por la chica.
―Pero quiero contarte algo muy importante. Ya tienes diecisiete años, casi
dieciocho, y puedo confiar en ti. La historia es muy larga y muy trágica, pero
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voy a ir al grano. Durante la guerra estuve destinado en el frente de Castuera,
la única zona de Extremadura en manos republicanas, se llamaba “la bolsa de
la Serena”. Estábamos asediados por el ejército franquista con la moral por los
suelos hasta que llegó Miguel Hernández ―la joven miró a su padre boquia-
bierta, no se lo creía ―, sí, sí, allí estaba el poeta del pueblo para levantarnos
los ánimos y creyéramos en el triunfo de la República. Era junio de 1937 y
aquel brillante joven poeta nos arengaba con palabras muy hermosas, nos ha-
blaba de libertades, de justicia, de igualdad y nos citó unas palabras de Dolores
Ibárruri retransmitida por Unión Radio Madrid: “nosotros, comunistas, defende-
mos un régimen de libertad y de democracia...En estas horas históricas, el Par-
tido Comunista, fiel a sus principios revolucionarios, respetuoso con la voluntad
del pueblo, se coloca al lado del Gobierno que es la expresión de esta volun-
tad, al lado de la República, al lado de la democracia”. Los dirigentes comunis-
tas no queremos una solución soviética, no queremos una dictadura del prole-
tariado, queremos ganar la guerra, nos decía Miguel Hernández con el puño en
alto ―. Por un momento Aurelio miró a la pobre chica, su hija, que no perdía
ripio de aquel monólogo poblado de citas que el padre de modo sorprendente
se sabía de memoria.
―¿Y usted cómo sabes tantas cosas?, si yo le creía casi analfabeto, padre.
―Pues te contaré algo que te va a choca aún más. Miguel Hernández escribe
el poema Campesino de España en Castuera y se publica en Frente Extreme-
ño un pequeño periódico editado en Castuera en junio de 1937. Margarita abre
el libro y busca el poema ―en aquel momento, de forma solemne Aurelio recita
de memoria los versos, ante el asombro de su hija ―y sé muchos más, te pre-
guntarás cómo. En la cárcel había presos muy ilustrados y éstos nos recitaban
de memoria una y otra vez poemas, no sólo de Hernández también de Lorca,
de Machado, de Alberti, y de otros comprometidos con la República. Te recuer-
do que en el frente había varios maestros integrados en un organismo llamado
milicias de la cultura que se dedicaron con toda su alma a alfabetizar a los sol-
dados durante los periodos de tregua, yo fui alumno de esos cultos y valiosos
maestros.
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―Me deja usted sorprendido padre, nadie me había dicho nada, ni madre, ni
Elena la mayor, ni Antonia con la que tengo más afinidad.
―Es verdad ninguna de tus hermanas tienen razones claras de nuestra histo-
ria, la mía y la de tu madre. Elena y Antonia saben algunas cosas, pocas, por
motivos lógicos, ¿comprendes?
―Así es Marga, nos toca callar, espero un día conocer la III República. Otra
cosa, antes que se me olvide, que por cierto es vital para nuestra seguridad y
muy importante: no lleves el libro contigo, que no te lo vea nadie, te lo ruego, es
un favor especial y gracias por escuchar a este nostálgico de un pasado lumi-
noso que ensuciaron aquellos malditos.
Margarita le dio un beso largo y fuerte al hombre tan honesto y tan templado
que desconocía. Luis le fue contando el resto de sus azarosas vidas tanto la de
Dolores como la de Aurelio a una hija que estaba horrorizada por los hechos.
Así fue porque Marga desconocía que su padre estuvo en el campo de concen-
tración de Castuera. Al terminar la guerra le hicieron prisionero después del
caos que se produjo con la victoria de los sublevados el 1 de abril de 1939. Es-
tuvo en el campo de concentración un año hasta su cierre en 1940, en seguida
le trasladaron a la cárcel de Badajoz de donde salió en 1945. Durante el tiempo
que estuvo preso, su madre, Dolores, volvió al pueblo. La represión no tenía
piedad, por roja fue rapada como distintivo ominoso de su estatus. Aurelio y su
mujer al llegar al pueblo apenas salieron de casa, cada quince días tenían que
presentarse en el cuartel de la Guardia Civil. Luis le contó la historia con llane-
za sin sumar las vicisitudes y el indescriptible sufrimiento que aquellas criaturas
padecieron por defender la República ganada en las urnas en febrero de 1936.
Marga comprendió, para ella el mundo se hizo más tenebroso, pero empezó a
querer, a respetar y a venerar a unos padres tan libres. Se comprometió para
siempre que su único camino, la única pasión: la libertad y la justicia.
―Gracias, Luis ―le dijo Margarita con los ojos empapados de lágrimas. No
quiso preguntar más, ya saldría toda la verdad, la buscaría con ahínco.
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El miedo es también libre y necesario en tiempos difíciles, pensaba el profesor
desde su propia experiencia. De todas maneras él se la estaba jugando con el
grupito de chavales, que disfrazando la realidad al inscribirse en el Ayuntamien-
to como “taller de poesía”, estaba revolucionando sus cándidas mentes.
Pedrito como le llamaba Luis era el chico de la pandilla más vulnerable y quizás
el más simple; educado y protegido por sus padres, el joven era el hijo de Don
Pedro, un maestro distintivo de las escuelas graduadas por su “particular peda-
gogía”. Don Pedro, mutilado de guerra sin titulación, era maestro por decreto.
Al terminar la guerra la enseñanza escolar estaba despojada de maestros, mi-
les de éstos fueron depurados y muchos otros asesinados durante la contienda
pues lo mejor de la pedagogía española tuvo que partir para el exilio; la guerra
de España fue la derrota del pensamiento y la educación. La dictadura fusiló
aquella escuela pública, laica y gratuita basada en los principios educativos de
la Institución Libre de Enseñanza. Los nacionales se encargarían de “aniquilar
la semilla de Caín” palabras del obispo de Salamanca Pla i Deniel.
Don Pedro oficial con el grado de alférez al terminar la guerra civil se incorpora
a la enseñanza; falangista entusiasta instruía a sus alumnos en los principios
de Falange: el imperio, la patria y Dios son sus bases formativas, todo ilustrado
con las canciones: el Cara al sol, Montañas nevadas, Prietas las filas, Isabel y
Fernando… y también el himno carlista Oriamendi.
Además Don Pedro tenía una peculiar forma de castigo y corrección; todas las
mañanas antes de comenzar las tareas escolares los chiquillos puestos en pie
junto al pupitre esperaban en absoluto silencio la revisión de orejas y uñas, en
el silencio monacal del aula se oía el chasquido de la regla de madera impac-
tando en los dedos apiñados del muchacho sucio. Lo cierto es que el método
era tan efectivo que los niños antes de entrar se hurgaban los oídos y blan-
queaban las uñas con ayudas externas por el terror a ser señalados.
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su voluntad inflexible de fidelidad al nuevo estilo, a las nacientes ideas, y Pedro
parecía impulsivo cuando era en el fondo un trozo de pan, algo que a Luis no
se le escapaba.
Los días iban cayendo con la cadencia irrevocable de la existencia. Los siete
estaban en una nube; su mundo atípico giraba como un todo en la vesánica
búsqueda del conocimiento, la poesía como alegoría intelectual donde asegu-
rar su frágil cultura. Pero en esa burbuja se hallaban protegidos de un mundo
ceniciento evitando los charcos sucios. Esto lo hacía viable la dirección del ma-
go Luis que definitivamente arriesgaba por ellos, amparado en la simpleza de
los miopes mandatarios del pueblo que le creían de los suyos. Uno de esos
días intensos, el profesor les dijo memorando a los filósofos epicúreos: “cum-
plid las reglas, pero no seáis sus esclavos, buscad el placer y la felicidad culti-
vando la razón”. Luis se reconocía en muchos principios de Epicuro basado en
la ataraxia o ausencia de turbación, muchas veces les recordaba a los chicos
una frase del filósofo: “cuando el hombre se libere de sus falsos temores y elija
racionalmente sus placeres, llegará a ser un buen actor. Y aún más alejaos de
los placeres no naturales, ni necesarios como el poder, la fama, el prestigio”.
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―A ver, chavales, quiero leeros este poema, escuchad ―entonces Luis ca-
rraspeó, su voz tomó un tono solemne, siempre que recitaba adquiría ese estilo
pomposo y los versos se derramaron sobre los corazones delicados, con tanta
fuerza, que a Teresa se le saltaron las lágrimas ―¿qué te pasa, Teresa?
La respuesta fue afirmativa. La tarde clara se hizo más luminosa con el home-
naje a los dos poetas de su tiempo. Lorca y Cernuda, Cernuda y Lorca prota-
gonizaron las horas más emotivas, densas y profundas en las conciencias de
aquel elenco de convertidos a la causa. Este día Luis arrancó muchas sombras
de sus corazones palpitantes; aquellas cabezas, ungidas con las flores de la
hermosa primavera, jamás se marchitarían.
“Abril florecía junto a mi ventana entre los jazmines y las rosas blancas” estos
versos de Antonio Machado le recordaron a Luis que el curso fluía con tanta
rapidez que el final se acercaba y él vivía provisionalmente la experiencia do-
cente. Los alumnos comprendían mejor sus mensajes y entre ambos intereses
se impuso un silencio tácito, los chicos no le traicionaban, fue un pacto natural,
sin exigencias, libre y el profesor supo agradecérselo. El campo exuberante
de vegetación invitaba al paseo; Luis y sus incondicionales hacían la ruta hasta
la ermita para bajar a la fuente de San Andrés, tomar un descanso, darse la
vuelta y llegar a la fuente de Pedregoso para contemplar las aguas bravas del
riachuelo que rugía contra las piedras. Aquel año cayó bastante nieve sobre el
Valdeamor y el río bajaba con mucha agua. En el mes de abril, tan sugerente,
tan prometedor hicieron camino. Pero al terminar el mes, Luis desapareció, el
profesor llevaba varios días sin presentarse en clase. Los siete fueron a su ca-
sa alarmados, nada, entonces preguntaron al Director; los muchachos respira-
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ron cuando se les comunicó que el profesor estaría ausente unos días por
asuntos propios.
Luis apareció quince días después, estaba más delgado, pero la mirada reve-
laba un arrebato insoluble.
Comenzó la clase, los treinta y tres alumnos se removían en sus pupitres anhe-
lando sus palabras. Luis se sentó encima de su mesa.
Desde este momento el profesor inició una lección que perduraría para siempre
en los corazones de aquellos alumnos privilegiados. Como un nuevo Ulises les
narró la epopeya: “París es ahora mismo el centro del mundo, hoy es 14 de
mayo y todo está en el aire; el día 10, chavales como vosotros, hicieron huelga
general. El líder es un joven universitario de 23 años que reivindica la esponta-
neidad, no quiere vanguardias políticas, él dice “la imaginación al poder” le lla-
man Dani “el rojo”. París es el faro ahora mismo de la libertad, en las calles del
Barrio Latino surgen barricadas como hongos, se levantan con los adoquines
de las calles y se grita: “debajo de los adoquines está la playa”…
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Marx, a Luther King a tantos hombres y mujeres que jamás se habían nombra-
do.
“París bien vale una misa” dijo Luis a los siete. La camarilla no entendió.
Luis recibía noticias de su buen amigo Julio desde París. Julio y él se conocían
de sus tiempos universitarios, después de unos años de trabajos en el poblado
chabolista del Pozo del Tío Raimundo junto al cura comunista el padre Llanos,
el amigo se marchó a París. Julio le quiso retener un poco más en la ciudad,
pero Luis Felipe Montero no quería abusar de su amistad y eso que intentaba
retenerle: “Luis estamos asistiendo a un momento histórico”, le decía Julio; “pe-
ro la responsabilidad con el trabajo es lo primero, compréndeme Julio, cuánto
me gustaría participar de este mayo revolucionario.”
Era viernes 31 de mayo de 1968, el último día del mes, hacía calor, los chicos
estaban sentados sobre la hierba formando un círculo, Luis tenía a su izquierda
a Sandra y a su derecha a Pedro. Esperaban las palabras del maestro como el
agua de mayo, pero él quería respuestas.
―Marcos, tú que eres tan idealista, qué opinión tienes sobre los sucesos de
París.
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da. Estamos acojonados con este régimen que nos tiene aislados. España es
ceniza: acobardado, dominguero, beato y cutre; ¡cómo envidio a la gente joven
de fuera! Leen lo que quieren, escuchan la música que quieren y nosotros nos
conformamos con el “la, la, la”, con Karina, con el Dúo Dinámico, con Formula
V… con toda esa bazofia ―y terminó con un exabrupto ―. Cuando cojones se
morirá ése.
―Yo ―dijo Teresa ―. Apoyo en su totalidad lo dicho por Marcos. ¡Qué en-
vidia! Los jóvenes del mundo poniendo contra la pared a los gobiernos y noso-
tros aquí, en un pueblo, obedientes y aburridos. Gracias Luis por abrirnos los
ojos.
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―Qué bien nos sentimos cuando estás cerca, cuando nos arropas, ¿y des-
pués? No te puedes imaginar, Luis, cómo sufrimos tu ausencia, estuvimos
desorientados, idos y rotos. El curso se termina y tú cogerás a otros alumnos,
nosotros tomaremos el camino que podamos, aunque yo le he dicho a mi padre
que voy a estudiar Filosofía y Letras en Salamanca, mi padre no pone pegas,
sigue en sus treces, cada vez es más ferviente defensor de su amigo Franco y
tiene dinero. Mi hermano Ángel es independiente y para él soy invisible. Mi ob-
jetivo es dar clases de filosofía en un Instituto y hacer de mis alumnos chicos
desobedientes que piensen por sí mismos ―de esta manera se expresó Fer-
nando.
Al día siguiente una pareja de la guardia civil aporreaba con insistencia la puer-
ta infructuosamente, Luis estaba en Madrid.
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Habían pasado unos días, acabaron el curso y se les presentaba el tan ansiado
verano. Estaban en las Cuevas del Calvo. Con aire melancólico se miraban
entre ellos, bebían cerveza, fumaban celtas cortos sin boquilla, las palabras
eran monosílabas.
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Ángel Blázquez. Este hombre estuvo veinte años escondido en un falso techo.
En su juventud perteneció a la U.G.T. y a la CNT. El Sr. Blázquez estaba vigi-
lado por un policía de la secreta un personaje sombrío, mal encarado, solitario,
peinado hacia atrás, que sujetaba el pelo ondulado con abundante brillantina,
extremadamente peligroso, de mirada oblicua, con ojos de besugo y sin escrú-
pulos. Se cuenta que el día que Carrero Blanco voló con su coche un pesado
Dodge Dart el 20 de diciembre de 1973, un joven profesor nada más llegar al
bar soltó: “un hijo de puta menos”. En ese momento tomaban el aperitivo una
peña de amigos, el mayor del grupo, un hombre de pelo blanco, muy alto, de
modales educadísimos se dirigió al joven profesor: “perdone, no es mi intención
corregirle, pero lo que usted ha dicho si lo hubiese oído ese señor de la brillan-
tina, el policía secreta, le pisa la cabeza, usted es profesor y sabe más que yo”.
No era la primera vez que hablaron, a Luis le interesaba mucho la historia so-
bre la “topera” de Béjar, y a Blázquez, aunque de escasas palabras, sí le in-
teresaba que hubiese constancia de todo el sufrimiento padecido en su lucha
por defender la República para que nunca se perdiera la memoria del horror y
la crueldad de tantos testimonios. El único que leyó el telegrama en el que le
avisaban del peligro fue mi padre, el chivatazo estaba cursado.
El relato de los hechos consiguió calmar a Marcos que se disculpó, pero eso no
les restó silencio y melancolía. Rumiaban su orfandad, Luis había sido un to-
rrente de luz en sus anodinas vidas, había inflamado sus corazones de ideas
nobles, de libertades por conquistar, de ilusiones creíbles, de futuros con ban-
deras tricolores, de tantas palabras hermosas que jamás se olvidarían.
29
Pero Marga, Pedro, Fernando, Sandra, Teresa, Marcos y José embarcados en
el proceloso mar de la libertad iban solos a la deriva, sin brújula, decididos a
saltar por encima de las apariencias, usos y costumbres sociales. La chopera,
junto al parque, fue el refugio preferido. Hablar, hablar, hablar, apostados en el
verde bravío y protegidos por los altos chopos, marcaría los meses del verano
del 68. Los encuentros siempre festivos, siempre estrenados (eran tan jóvenes)
amaban con pegamento la vida arrebatada que la luz y el calor del verano re-
galaba sin contención. Ese prado sería testigo privilegiado de los discursos fer-
vientes, febriles y fanáticos de siete abducidos del mundo real.
La mañana de julio brilla en las hojas, el aire está inmóvil, la temperatura del
medio es la perfecta, cobijada por las sombras del boscaje, se oye el ruido del
agua de las fuentes de piedra que la arrojan por las bocas seráficas de los in-
fantes semidesnudos, también se escucha la poda de las tijeras de Aniceto re-
cortando los setos. Los chicos saludan al parquero por cortesía y alguno de
ellos por un recelo pasado. En José y Marcos perduran los recuerdos de infan-
cia porque el inflexible parquero los sacudía con el escobón cuando les sor-
prendía trepando por la cancela de madera camino de la escuela, para los ni-
ños era un juego de picardía, una travesura más, el juego del gato y el ratón,
para Aniceto un quebradero de cabeza con los pillos que le mortificaban su or-
gullo profesional, y es que el parque era su parque, su dedicación, su vida. Su
alegría era que ese espacio municipal fuera la joya del pueblo, la envidia de la
comarca y de la provincia. Los forasteros se deshacían en halagos por la belle-
za incontestable de un parque de empaque versallesco, propósito conseguido
por su fundador en 1940.
Tumbados en la hierba, las caras de niño todavía, las sonrisas oníricas y las
risas frescas colisionan con los objetivos irrefrenables de libertad, de revolucio-
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nes de papel en un pequeño pueblo gobernado por el oficio del orden y las
buenas costumbres.
Las manos femeninas intentaban consolar al pobre José. Fernando pidió con
un gesto de reproche un poco de seriedad para el ofuscado Jose que tenía la
mirada clavada en el suelo, de todos era conocido su notoria sensibilidad, que
él disimulaba con actitudes ariscas que le hacían más entrañable.
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Las chicas esperaban en la chopera alegres y habladoras la llegada de ellos
que venían juntos. El día estaba limpio y además festivo por la conmemoración
del 18 de julio, pero el aniversario de la victoria franquista no restó vivacidad al
círculo de amigos, ellos se reservaban para dar suelta al mito. Pronto se entre-
garon a la tarea, sin preámbulos, con la firmeza de la juventud. Sandra abrió el
debate:
―Ayer nos reímos de José, es verdad que su contundencia nos cogió despre-
venidos, pero José es transparente como el agua, ojalá fuéramos como él sin-
cero y directo, yo no tengo mucha información sobre el Che Guevara, aunque
lo admiro sin condiciones por ser el gran revolucionario y además porque me
cautiva su pose: la boina, la barba y la mirada misteriosa hacia el horizonte,
también su juventud y me asusta la imagen del cadáver con los ojos abiertos y
el torso desnudo que evoca una pintura de un Cristo yacente en la sala de la
lavandería de un hospital. Bueno todo de él me atrae espero hoy aprender mu-
cho.
―No voy a discutir contigo Sandra, allá tú con tus bobadas, yo he leído mucho
sobre el Che, Luis me dejó información, nuestro profesor le admiraba pero elo-
giaba más la revolución cubana porque Luis era un anarquista disfrazado― y
mirando a los otros ―¿me entendéis?
―No ―dijo Fernando ― ¿qué quieres decir con lo del anarquismo del profesor,
si todos sabemos su pertenencia al partido comunista? Además es contradicto-
rio lo que has dicho antes, que yo sepa la revolución cubana es marxista.
― ¿Yo? más que tú―dijo ofendido Marcos―. Tú te crees el intelectual del gru-
po, parece que estás por encima del bien y del mal, que lo sabes todo, que los
demás somos unos ignorantes, ¡ya está bien!
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Teresa intervino pidiendo tranquilidad a los dos. La intervención de la chica pu-
so el debate en su lugar, ellos con dieciocho años cumplidos pretendían com-
prender una historia poco analizada aún: si el Che era comunista, si Fidel Cas-
tro no lo era, si entre los dos había una rivalidad por la supremacía en la revo-
lución.
La realidad era así, la gente muy joven lanza sus ideas sin filtros, son dogmáti-
cos, intransigentes, radicales y vanidosos, y éstos, sobre todo Marcos y Fer-
nando, eran los ejemplos claros de lo anterior. Ahora el Che Guevara era el
mito entre la juventud rebelde, los jóvenes del mundo libre ostentaban la ima-
gen del héroe, inmortalizada por Alberto Díaz (Korda) el 5 de marzo de 1960
cuando el Che tenía 31 años. Korda como convencido comunista no permitió
que se comercializase con la imagen después de que ésta fuera usada en un
anuncio de vodka. En una rueda de prensa le dijo a los periodistas: “como de-
fensor de los ideales por los que el Che Guevara murió, no me opongo a la re-
producción de la imagen para la difusión de su memoria y de la causa de la
justicia social en el mundo”.
Una cosa quedó clara entre los siete aquella mañana luminosa del 18 de julio
de 1968, el Che quería extender la revolución por Latinoamérica, llevar el so-
cialismo a un mundo aplastado por Estados Unidos que desprestigiaba y aco-
saba con saña los objetivos alcanzados por la revolución cubana. El imperia-
lismo yanqui siempre tan voraz, tan canalla no podía consentir la difusión socia-
lista; inventaba tramas, enloquecido por enemigos imaginarios, creía que la hoz
y el martillo segarían y aplastaría su capitalismo rampante. La historia y los he-
chos son tozudos: Cuba estaba provocando una auténtica histeria entre los
planificadores norteamericanos, hasta el punto que el paranoico Kennedy dijo
públicamente que Estados Unidos sería barrido entre los desechos de la histo-
ria si no conseguía volver a tener a Cuba bajo control. El fanatismo de la admi-
nistración norteamericana llegaba a extremos irrisorios pensaban que las temi-
bles fuerzas militares cubanas invadirían a los Estados Unidos enseñando a los
niños de la escuela primaria a esconderse debajo de las mesas porque venía el
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“coco” Fidel; están en los archivos internos de la administración Kennedy. Pero
algo que ilustra aún mejor la enajenación de la época fue la respuesta que le
dio el embajador mexicano cuando John F. Kennedy trataba de organizar la
seguridad colectiva para la defensa contra Cuba con el apoyo de México, el
embajador le dijo que si a los mexicanos les dijeran que Cuba constituía una
amenaza a su seguridad nacional, 40 millones de mexicanos morirían de risa.
Después del caótico debate sobre el mito revelaban sus exiguos conocimientos
para un asunto tan arduo, algo que no aceptó el joven Marcos González:
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Marcos, puso el famoso póster del Che, regalo de Sandra. El olor rancio del
humo para curar la chacina, el hedor penetrante de los orines de los gatos se
hizo aroma de pinturas.
Marcos hizo alusión a los judíos porque el pueblo mantenía una judería en
buen estado, todavía estaban en pie las casas de la época dorada de esta co-
munidad hasta que la intransigencia de los Reyes Católicos los obligó a mar-
charse. La expulsión de los judíos fue otra más de las vergüenzas históricas de
España.
Todavía resuenan los ecos del gran susto que protagonizaron Marcos y sus
amigos José, Pedro y Fernando en una tarde fría de 1960 en el desván.
El tremendo ruido se oyó en toda la calle y eso que Marcos sólo utilizó bicarbo-
nato y vinagre. Los recuerdos de la infancia regresaron con evidente añoranza
de un tiempo entre brebajes y potingues en un desván oscuro y sucio pero ati-
borrado de despojos que hacían de ellos un mundo de posibilidades, de ma-
gias, de fantasías propias de la edad de la inocencia.
Al viento,
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La cara al viento
El corazón al viento…
Los muchachos escuchaban con devoción los hermosos versos del cantautor,
pero el tono agitador lo puso L’estaca. Los jóvenes entonaban el estribillo en
catalán de Lluis Llach con mucho sentimiento. Los versos de L’estaca elevaron
sus voluntades revolucionarias.
Si estirem tots
Ella caura
I molt de temps
No pot durar
Pusieron la canción muchas veces, levantaron los puños cada vez que sonaba
el tomba, tomba, tomba hasta saciarse de rebeldía y de libertad. Rebosados de
música, de libertades, de puños cerrados y de humos se hizo el silencio.
―Tengo una carta de Luis, ¿la leo? ―dijo Marga aprovechando la entrega de
los amigos
―Vamos Marga ―dijeron algunos con la voz pastosa y perezosa de los em-
briagados.
De pronto un silencio espontáneo. Era una carta extensa donde Luis narraba la
evolución de la primavera insumisa. Luis estaba en París compartiendo piso
con su amigo Julio. Como primicia les revelaba la nueva pasión por la escritura,
ya les mandaría una copia, decía. Como Luis les conocía bien se extendía so-
bre los sucesos pasados. “Hoy es 13 de septiembre, París está tranquilo. Des-
pués del histórico 24 de mayo, el día que murió un estudiante, diez millones de
personas han hecho huelga general, el 30 de mayo el presidente de la Repúbli-
ca, Charles De Gaulle, ha disuelto la Asamblea convocando elecciones para el
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23 y 30 de junio. El ser humano es una incógnita, digo esto porque los resulta-
dos electorales legitimaron más al general, su partido UDR obtuvo el 60 por
ciento de los votos, mientras los comunistas se quedaron con el 6,98 de los
votos.”
“No pasa nada, esto tiene una explicación sencilla los jóvenes de mayo nunca
hablaron del poder, la ingenuidad juvenil pregonaba sólo la libertad, que no es
poca cosa, pero sin organización las utopías se desvanecen. Yo me quedo con
algo muy importante la gente en la calle pone en peligro cualquier poder, las
masas somos una bomba pero nos alienan, nos aturden, nos entretienen con
baratijas como a los niños. Hay un poder callado que por desgracia nos dirige,
“el Imperio”…
“Os dejo una tarea haceros con Rayuela es una novela de Julio Cortázar, com-
plicada de leer pero excepcional, los personajes niegan lo acostumbrado, lo
usual, como nosotros”.
La noche entraba ya y los jóvenes un poco aturdidos por las copas, el tabaco,
la música, la carta, los cantos se reclinaron sobre las paredes del desván aun-
que después de la noche llega la madrugada. La aguja del tocadiscos arañaba
los surcos invisibles, punteaba la guitarra de Elvis y al aire enrarecido del des-
ván se escuchó la voz insinuante en I´ll Never Let You Go, la delicada balada
sacudía las emociones de los hijos de la Luna, la última noche que pasaban
juntos en el inmortal verano. Sonó Love Me Tender, por las mejillas de Sandra
resbalaban dos lágrimas, Marga y Marcos enlazaron sus manos, Jose escu-
chaba tumbado en la alfombra aquella melodía sublime, la apasionada mirada
de Pedro estaba en Sandra, su amor de silencio, Fernando también amaba a
Teresa con sonrisas sugerentes.
En el reloj de la iglesia sonaron las doce, una a una se oyeron los golpes de
campana. Marcos abrió las cuatro aberturas del desván, la Luna llena testifica-
ba la hora hechizada, el comienzo de la felicidad revolucionaria “bonheaur re-
volutionnaire”.
Por qué no, el clima, alentado por el alcohol, renovó los bríos de la muchacha-
da. José saturado de tanta balada pinchó un LP de los Rolling Stones, el rock
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libertino, provocador, comprometido de la banda “satánica” excitó las penúlti-
mas fibras subversivas de los presentes. Y entonces, con el puño en alto, como
si estuviese ensayado, como en un teatro, el coro juvenil declamó: “no seremos
como nuestros padres, no queremos el poder, no queremos esa vida ni ese
consumismo. No queremos la productividad, ni la información, ni la segregación
de lo diferente.”
El desván se ilumina con la claridad utópica de los niños de las flores porque su
mundo está aquí, han despreciado el otro, también tentador, feliz en los ríos
cristalinos de hondas charcas cercadas por las sombras de los nogales, de los
alisos, de los castaños donde alborotan, gamberrean los muchachos del pueblo
con las risas frescas de las muchachas. No, su felicidad la hallaron en las pala-
bras rutilantes de los nuevos filósofos, en las tertulias interminables y circula-
res; en los compromisos inamovibles a veces poco dialécticos; en su fe por la
verdad.
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―Tiene razón madre, ya nos vamos.
Era la una de la mañana, los abrazos y los besos ponían fin a la noche más
hermosa, acompañados por la Luna se fueron a sus casas.
La despedida, qué palabra tan esquiva. El tiempo que se quede para siempre
en el reloj parado, que no avance, el desvarío de la tristeza nos desgarra por
dentro, por fuera, qué alusivo qué sugerente las imágenes del tren que lenta-
mente se pone en marcha y los pañuelos al aire agitando la angustia igual que
el movimiento de las manos y las lágrimas desbordas.
Se decían adiós junto al chopo marcado con sus nombres: Pedro, Teresa,
Sandra, Fernando, José, Marcos, Margarita. El verano del 68 estaba grabado
también en sus almas adolescentes.
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“No puedo vivir sin ti, no hay manera”, es lo que pensaba Pedro desde Sevilla
al recordar a Sandra en la otra punta del mapa. “Pronto nos veremos”, le decía
por carta la chica.
Y pasaron las estaciones, el verano de 1969 estaba en los ojos del grupo, en la
indolencia de los desdeñosos veraneantes que paseaban sus palmitos por los
pasillos del parque una y otra vez, en los gritos y risas de la chiquillería jugando
en la fuente negra a coger buches de agua y correr hasta vaciar el contenido
en la cara del otro, en la podadora tenaz del parquero, en la madres paseando
a sus bebés por el medio del parque, en el solitario que continuamente inte-
rrumpe la lectura del libro, en la imagen sugerente de la pareja de novios que
se besan en un beso perpetuo.
Ellos junto al chopo tatuado, unidos otra vez para explicarse, para reanudar el
discurso interrumpido. Pero hay transformaciones visibles en algunos, un año
es poco tiempo en la monotonía de la vida diaria, no en Marcos que es una
aparición con la melena larga, la barba densa y negra que tapa su rostro, sólo
se ven unos ojos huidizos, delirados. La mutación es notoria también en sus
gestos contenidos, las palabras salen con una modulación pausada de afina-
ción baja como si estuviese afónico. Marcos González es Nietzsche, sus frases
son las del filósofo ―ya le advirtió el maestro Luis que el libro “Así habló Za-
rathustra”era complejo― los retos le estimulaban y claro los resultados se
veían.
Pedrito es todo generosidad, abraza a cada uno con el mismo cariño, la misma
efusión pero el roce con Sandra le provoca una excitación que apenas puede
disimular, han sido tantas las horas tantos los días pensando en ella desde la
lejanía que su presencia le atolondra y la bella Sandra advierte su ardor dibu-
jando una sonrisa tunante en los labios rosados. Es verdad que un año más
han modelado un cuerpo para la tentación, es una belleza sensual, hechicera
que la hermosa joven lleva con naturalidad. Nunca revelará a su devoto Pedro
el éxito que tiene entre los estudiantes de Santiago de Compostela, soñadora,
evoca las rondas constantes de los tunos, sobre todo del tuno Jose Manuel que
está colado por ella, que le echa los piropos más encendidos, que le manda
malos poemas de amor, que la corteja hasta la casa de su tía cogidos de la
mano, que en los soportales la besa con pasión, es una historia ligera, Sandra
no está enamorada.
―Por ahí
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―Es un asunto personal, no pienso decir nada sobre esto.
Ante tanto mutismo nadie volvió sobre el tema. Eso sí, José estaba más delga-
do. De todos era pública su mala relación con el padre, éste después de la
muerte de un hijo y de tener otro con graves problemas de movilidad a causa
de una enfermedad rara, se había inhibido de sus responsabilidades en todos
los frentes, se apostaba en la corredera sin tiempo, los únicos ingresos para la
casa eran aportados por su madre limpiando para don Antonio, el cura. José
tenía tristeza en la mirada pero había regresado.
―Parece que fue ayer y otra vez estamos en el mismo lugar―dijo Teresa.
―Nos fue bien el del pasado, ¿no?, sigamos con el guión―contestó Sandra.
―Yo empecé pero la tuve que dejar por lo mismo no la comprendo ―dijo
Pedro.
―Yo ni me acordé, tengo otras cosas que hacer más importantes que leer,
eso se lo dejo a los intelectuales ―se expresó con reticencia José.
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ba”. Me gusta esta reflexión y es que andamos como locos por acumular cono-
cimientos, por lo menos esto me pasa a mí.
―Puede que sea verdad pero es que nosotros estamos en la infancia del
conocimiento. Este año en la universidad aprendí algo: estamos muy verdes,
pensamos que somos revolucionarios porque hablamos del Che, escuchamos
canciones protesta, alzamos el puño, repetimos como loros consignas del ma-
yo francés, y es curioso que no entendamos la novela de Julio Cortázar, quizá
Luis nos sobrevaloró, somos demasiado jóvenes y un poco vanidosos, ¿no os
parece? ―Fernando dijo esto.
―No digas gilipolleces, Marcos, que te gustan mucho las frasecitas y se las
encasquetas al primero, siempre igual, joder contigo, te crees el señor de la
verdad y sin darte cuenta ofendes, precisamente Cortázar cuestiona los absolu-
tos, si nos venden la vida ya prefabricada, busquemos la felicidad sin mochilas
cargadas de libros, la realidad es dura para todos, a ver quién me explica qué
pintamos en este mundo, nos justificamos para seguir, eso sí con muchas
creencias, normas y prótesis; una cosa te digo vive y deja vivir, ¿ me entien-
des?
―Te das cuenta, Marga, que Fernando siempre intenta humillarme, se cree el
muy cabrón que por estudiar Filosofía y Letras lo sabe todo, de verdad no le
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aguanto, y otra cosa ¿has notado que su forma de hablar es forzada? Es imbé-
cil, acaba de salir del pueblo y su expresión es tan fina, con tantas eses finales,
que me revienta, coño, si es bellotero de pura cepa y su padre un señor que
tiene una zapatería.
―Tienes razón ―le dice Marga ―, pero no merece la pena que te angusties
por él, tú eres más inteligente.
―Creo que Marcos es un anormal, sólo hay que fijarse un poco, no le tengas
demasiado en cuenta al fin somos amigos, estamos avisados, ¿no te parece?
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Los veranos siguientes regresan a los lugares amados, resisten ante un mun-
do que lo ven de lejos, no les afectan las críticas. Mantienen la amistad supe-
rados los veranos del 70, 71, 72 sin deterioros visibles. En 1973 ya no es el año
de los niños asombrados en aquellos lejanos días de octubre de 1967 por el
profesor Luis que los inyectó el virus de la inquietud intelectual. Saben que Luis
Felipe Montero ha recibido un premio literario en Francia, el libro lo ha presen-
tado Fernando Arrabal, Luis y Fernando se han hecho amigos, se conocieron
en el mayo agitado del 68, Arrabal se implicó con su particular forma de ser,
revolucionario a su manera, un guasón de sí mismo, poliédrico, incalificable,
muy agudo; Luis le está agradecido, su editorial, donde Arrabal publicó La pie-
dra iluminada en 1971 (la ed. Chistian Bourgois) lo ha divulgado. Marga tienen
ahora el libro, todavía no lo ha leído, está en francés.
El tiempo detenido otra vez, la monotonía de todos los veranos con las mismas
rutinas, pero qué alivio, la vida seguía igual.
En la chopera se estaba bien, amparados por las sombra de los árboles evita-
ban la canícula de la mañana de julio. Había pocas ganas de charlar, se mira-
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ban, fumaban, sonreían. Pasaba el tiempo y Marcos, inquieto como siempre, lo
rompe:
― Este señor estuvo nada más y nada menos que con el Che en Bolivia. De-
bray dejó París donde daba clases de Filosofía para irse a Cuba en 1960, que-
ría ver con sus propios ojos el primer Estado socialista de América. En 1967
sigue a su amigo Ernesto Che Guevara a Bolivia, participando en el movimiento
guerrillero con el objetivo de derribar la dictadura de René Barrientos y expan-
dir la revolución por toda América Latina. Es detenido y encarcelado en abril de
1967, es condenado a treinta años. Por la presión internacional consigue la
amnistía y es puesto en libertad dos años después. Esta es su biografía a trazo
grueso.
―Su libro es muy interesante, yo lo leí el pasado año, ¿te acuerdas Teresa
del seminario que se le dedicó en la universidad? Fue muy aprovechado por
nosotros. La censura ni se enteró.
Excepto Marcos, Fernando y Teresa los demás no tenían idea del personaje.
Discutieron varias ideas del libro como: “el marxismo es un método de análisis
que desemboca en la iniciativa revolucionaria” y una reflexión contra los movi-
mientos revolucionarios que no están organizados, estos movimientos espon-
táneos son estériles. Y su feroz crítica a los “politicastros” que piensan que los
hombres de acción son unos ingenuos, la paradoja es que estos ingenuos han
creado un país socialista democrático, no como los estados del socialismo real.
El nivel de las tertulias se había elevado de tal manera que la mayoría del gru-
po a penas seguía los monólogos de Marcos y Fernando con la colaboración
de Teresa. José protestó.
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Sois unos cabrones, si seguimos por este camino me voy, yo no soy universi-
tario, habláis para vosotros, estoy de oyente, pasivo, me aburro con vuestra
suficiencia, ese no era el propósito del grupo ¡Hay que joderse con tanto listo!
―Tienes razón, y perdona José, nos excedemos con tanto cultismo innece-
sario, te prometo ser más normal ―dijo Teresa.
―Ojalá.
La normalidad duró hasta el día que Pedro dejó de asistir a la chopera, pensa-
ron que era un rebote del amigo y que volvería, se equivocaban, Pedro dejó la
tertulia. Sandra intuía algo: “tenemos que verle, hoy mismo; yo me precio de
conocerle y a Pedro le pasa algo, estoy casi segura.” Avisados dejaron la con-
versación.
Pedro está encamado, el chico tiene fiebre, le brillan los ojos, sonríe: “no es
nada”, es tan bueno que se disculpa por su ausencia. Sus amigos confían en
una rápida recuperación, piensan en un fuerte resfriado de verano, nada grave.
Los chicos preguntan a Sandra: “tú, que estudias medicina, qué te parece. Mi
opinión no cuenta, me faltan pruebas, no creo que sea algo serio”. Lo cierto es
que Pedro sigue en la cama con fiebre.
Don Andrés le visita dos veces al día. Este médico rural, entregado en cuerpo y
alma a su admirable profesión se quita horas de sueño estudiando los caso
difíciles; le preocupa que el joven no mejore. Don Andrés ha renunciado a los
placeres superficiales jamás se le ha visto en el bar, en el casino, en una terra-
za de verano, es ajeno a los intereses políticos, el alcalde siempre cuenta con
él, se lo agradece pero se niega, tampoco es un hombre religioso, su participa-
ción es nula en oficios piadosos, en ceremonias procesionales, en misas de
difuntos, tampoco se le conocen romances ni devaneos femeninos, vive su so-
ledad voluntariamente como un asceta en su cartuja sin una brizna de resenti-
miento, con la libertad que le da su oficio. A don Andrés se le ve por las calles
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con su gran cartera de cuero con hebillas; visita a diario a sus enfermos sin
distinción de clase. En el pueblo se le respeta y se le admira.
Al médico le tiene muy preocupado la poca evolución del joven, los tratamien-
tos fracasan. La habitación de su casa sigue iluminada hasta muy tarde, estu-
dia con detalle el caso. La salud de Pedro se deteriora. Los amigos empiezan a
preocuparse. Sus padres no pegan ojo vigilando al enfermo. Son fechas amar-
gas para su entorno. La angustia en los rostros es visible, lo pesimistas piensan
en lo peor:
“tan joven”
“hijo único”
Son las seis de la mañana del lunes, 30 de julio. Los padres del chico se so-
bresaltan al oír unos golpes en su puerta, es don Andrés. El médico tiene una
breve conversación a solas con don Pedro.
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vía es pronto, le están haciendo pruebas.” La mujer se echa a llorar: “mi Pedri-
to, mi Pedrito” repite con el sentimiento de una madre. “Todo saldrá bien, ya
verá”, la consuelan.
Pedro en la cama parece más largo, un gotero delata la dolencia del joven. Pe-
dro abre los ojos grandes, inocentes como los de un niño. Feliz se deja mimar
por ellos, las risas iluminan el rostro desmejorado del joven. “Pronto volvere-
mos a la chopera, a las Cuevas, al desván”
El tiempo de la visita se agotó, una joven enfermera les invita con afabilidad a
dejar descansar al enfermo. El penúltimo adiós, el beso largo de Sandra, los
deseos de mejoría motivan al paciente que sonríe, que agradece de corazón la
visita. Don Pedro y María, la madre, se quedan consolados por el cariño, el
apoyo de estos chicos tan buenos.
Ellos se han ido, están solos, Sandra sonríe, Pedro no puede disimular la erec-
ción que mantiene la sábana como una tienda de campaña. La joven se des-
nuda con lentitud, él contempla magnetizado su cuerpo, son segundos para la
eternidad, ella se mete en la estrecha cama del enfermo; el contacto es tan
cercano que sus cuerpos tiemblan, las manos trémulas palpan todas y cada
uno de las curvas de sus pieles erizadas de deseo, los labios ávidos visitan los
lugares censurados, el éxtasis llega acoplados en un solo universo. No hay
tiempo, el vocablo más ambiguo del lenguaje deshace la magia de los minutos
arrebatados al reloj, pero el consuelo fue tan profundo que derrumbó los muros
de la balsa contenida.
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Sandra verifica, ebria de amor, que la solapada rebeldía del chico en la umbría
de la chopera era aparatosa, solo le ve como agua de sierra cristalina, sin
asomo de artificio, es sereno y limpio como un niño pequeño.
Los días en el hospital los evocará siempre bellos e intensos. Las palabras, los
gestos, las risas, los llantos, las bromas, los largos abrazos, los profusos besos
serán el triunfo que la vida le regaló. Del joven enfermo y desvalido Sandra ex-
trae el diamante más codiciado: su amor. Las frases inventadas son burbujas
de champán que achispan sus sentidos de celofán, de las bocas salen las flo-
res más emotivas, sus miradas líquidas suavizan las iras del decaimiento. San-
dra en la intimidad, en la soledad de su habitación repasa, visiona, memoriza
cada minuto compartido con él; sabe que esta felicidad tan vidriosa se la dispu-
ta a la muerte en cada encuentro. Se duerme con él y en él.
El día llega cubierto de sombras, las horas del adiós irreversible avanzan al
galope. Hay dos sobres metidos entre las páginas del último libro.
―Éste se lo das a Sandra, el otro es para mis colegas ―le dice Pedro a su
madre con la voz entrecortada.
Pedro tiene los ojos ciegos puestos en la lejanía, su respiración se hace a cada
momento más ruidosa, el ruido agónico cesa y Pedro nos deja a las doce del
mediodía en un tristísimo domingo: el 30 de septiembre de 1973, tenía veinti-
trés años.
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Las campanas doblan con un tañer que hiere, los pájaros vuelan muy bajo casi
rozando el suelo. Las nubes tapan el Valdeamor. El reloj de la torre da las cinco
campanadas de la tarde. La gente sube la empinada cuesta que lleva al atrio
de la iglesia; muchos hombres esperan fumando en la estrecha glorieta el ser-
vicio religioso, después en rigurosa fila aguardan su vez para dar una leve ca-
bezada hacia los deudos.
Nada más que silencio, el cura reza un responso revestido con la capa pluvial
de negro detallado por un bordado en plata con el símbolo del Espíritu Santo
en el dorso, rocía con el hisopo los restos mortales. Los amigos juntos miran
perdidos el descenso del féretro, la primera palada produce un sonido seco con
la madera del ataúd que profana el silencio sepulcral de los presentes, una flor
cae al hoyo.
Los jóvenes salen del cementerio como ancianos, su caminar torpe, lento de-
clara un dolor tan agudo que les supera. Cada uno quiere estar solo. Las ma-
dres consuelan a su manera la amargura de los chicos.
―Te he preparado unas sopas, te vendrán bien, no has comido nada hijo/a.
―Déjale.
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Su único sustento es la clausura en el dormitorio aislado con los recuerdos. La
intensidad emotiva, las horas sin dormir velando al amigo, las muestras de cor-
tesía, el desánimo, el agotamiento físico son los aliados redondos para un largo
y profundo sueño. La realidad es un espejismo con el nuevo día, hoy se que-
dan, el mundo exterior es el adversario de su sensibilidad sublimada. Sandra
que despierta con los sueños de él, está serena, en su diario recoge todo lo
posible.
―El tiempo lo cura todo, ya verás. Cuando estés repuesta procura salir,
hazme caso, amor mío ―le dice la madre con dulzura.
―Lo sé, no te preocupes, sabes que soy fuerte, además la historia con Pedro
ha sido tan maravillosa que no tengo pena sino su presencia que me ayudará.
― ¡Que chico tan bueno, que lástima! Hacíais una pareja perfecta.
― Gracias
Los días que vinieron fueron erráticos, la falta del amigo les aleja, la realidad
causa vértigo. El verano se fue como Pedro, el tiempo se vuelve oscuro, som-
brío, solitario como un viejo que rumia los recuerdos en un banco de madera.
El pueblo se vacía de veraneantes, por las calles y plazuelas, fantasmales, an-
dan deprisa, mirando el suelo, con las manos en los bolsillos, algún que otro
hombre camino de la taberna.
El dolor se debilita; ha pasado una semana del amargo día, se hallan junto al
árbol blanco leyendo sus nombres, son las cuatro de la tarde, van a cumplir la
última voluntad del amigo muerto, desean que se acabe pronto lo dicen sus
gestos contrariados, es el peor momento del grupo, desde aquella lejana fecha
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del mes de octubre de 1967, seducidos por el joven profesor, Luis Felipe Mon-
tero, volaron como pajarillos bulliciosos a la arboleda de chopos a revelar sus
emociones adolescentes.
“Mi amada Sandra: Tejí una larga alfombra de recuerdos, momentos, senti-
mientos, ilusiones… durante muchos años, desde que éramos niños. No pude
manifestar ese fervor que me torturó hasta hace muy poco. Yo era tan tímido y
tú tan libre, tan hermosa, tan inaccesible que no me atreví a escalar esa cima
tan seductora. ¡Qué idiota fui! ¿Por qué los apocados sufrimos tanto en silen-
cio? No lo sé, quizás la cuna, la mala educación, bueno, no sé filosofar, lo cier-
to es que tú sí lo sabías; las mujeres casi siempre esperáis, me lo dijiste.
Que melodía de amor fue nuestro encuentro íntimo, ¡dios! me faltan las pala-
bras para el momento más sublime de mi existencia. Ese día aspiré tu olor de
hembra, admiré la belleza de tu hermoso cuerpo desnudo, me deshice con tu
ternura, con tus besos, con tus caricias ¡y esa mirada azul! que me arrebató,
que me derritió, fue tan intenso que ya no me importaba la parca.
Cuando el final lo tocaba supe ver casi rozar tu dolor. Sandra la enfermedad
me afiló todos los sentidos, me dejé arrullar por una sensación cercana a la
felicidad, difícil de explicar, fui yo ¿recuerdas? quien te consolaba, acariciándo-
te con mi corazón de papel.
Sandra, amor mío, me lo diste todo, me voy lleno de ti; estos dos meses justifi-
can una vida, para mí suficiente. Recuérdame sólo por lo bello, por los sesenta
días de verdad, auténticos, locos, románticos, emotivos, dolientes y felices.
Sandra, estoy colmada de ti, no sufras mi ausencia, aléjate de mí. Mi hermosa
Sandra, cuando recuerdes hazlo desde la dicha.
“Mis queridos amigos: sólo una palabra cubriría todo el papel: gracias. Vuestra
amistad y cariño me han conmovido y han sostenido mis dolencias estos días.
Lamento no haber podido expresar mis afectos a cada uno por separado, lo
comprendéis. Ahora os lo transmito, el orden no importa, ya habréis leído mi
carta a Sandra, para alguno será un poco cursi, para mí es así, a lo mejor soy
un poco teatral, perdonadme.
Mi Marga, “tu risa me hace libre, me pone alas” Miguel Hernández tu gran pa-
sión, transmitida por nuestro gran maestro, Luis, y por supuesto, por esos pa-
dres que tanto sufrieron por la libertad de los que estás tan orgullosa, no es
para menos. Sé que guardas con celo muchos secretos; que tu alma de cristal
no se rompa con la rudeza de la vida, tú te mereces ser feliz.
Teresa, si hay una metáfora que te defina es la del mar en calma. A lo mejor es
una estridencia de mi estado febril, pero yo te vi así durante estos años de
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amistad. Nunca te desbordaste, siempre te controlabas, ¿de dónde salía tu
paz, cuál era tu secreto? Pensé mucho en esto y me ayudó en los peores minu-
tos de dolor.
Y tú, José, el infortunado José maltratado por las desgracias familiares al que
quiero como el hermano que no tuve. Eres el hombre bueno como Antonio Ma-
chado, además te parecías al gran poeta desdichado por la forma suave en el
decir, por tu capacidad de escuchar dando valor al que hablaba y te agradeceré
hasta la muerte, qué ironía, la paciencia conmigo escuchando mi mala oratoria,
mis ideas delirantes que te tragabas con toda la atención del mundo, tú sí que
tienes la auténtica sabiduría.
Pedro, Pedro, Pedro, la carta les retorció el alma, la nostalgia resucita los vera-
nos pasados en la chopera, pero era el doloroso momento de separarse de la
amada ¿Volverían? Eran muy jóvenes todavía.
El periodo del duelo hostigaba a cada uno a su estilo. Sandra se asiló en casa,
enclaustrada en su habitación con libros; los procesos de Latinoamérica ocu-
paban parte del tiempo como boya emocional. Fernando y Teresa, cogidos de
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la mano, paseaban su olvido por el largo paseo entre negrillos centenarios.
Marcos se encerró leyendo con apremio la filosofía moral nietzscheana para el
porvenir. De José nada se sabía. Marga atendía a sus padres, Aurelio pasaba
mucho tiempo encamado, la salud se deterioraba por días, le faltaba el aire,
Marga sufría con la fatiga del padre, don Andrés el médico se mostraba pesi-
mista, Aurelio lo llevaba con resignación, la única pena que se llevaba es no
ver el final del monstruo, qué equivocados o qué ingenuos fueron aquellos que
se creyeron que la dictadura sería efímera, que al final de la segunda guerra
mundial, los aliados le depondrían, y 1973 se iba de la mano con el General ¡Y
ya treinta y siete años! ¡Qué canalla es la historia! Se lamentaba el pobre hom-
bre.
El final se escenificó en las Cuevas del Calvo; remisos, obligados por las cir-
cunstancias se despidieron; con un abrazo colectivo terminó una época de co-
piosas experiencias, de momentos de felicidad exaltada, de revoluciones teóri-
cas, de amistad inquebrantable, de éxtasis intelectual, nada parece eterno y
menos en la condición humana, abrumadora experiencia que éstos aprendie-
ron.
Cada uno de ellos tiró para su lugar. Teresa y Fernando seguían con sus estu-
dios de Filosofía en Salamanca. Sandra marchó a Santiago de Compostela
bajo la tutela de los tíos. Llevaba un propósito firme: adiós a los devaneos con
el tuno de la Facultad, sólo Pedro ocuparía los afectos de su corazón. José se
largó del pueblo sin rumbo conocido, desapareció sin una nota, sin estela, co-
mo una sombra. Y Marga era el puntal para el padre moribundo.
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Amar los lugares sin restricciones es suicida, ellos se creían inmortales, cobija-
dos en su venerada chopera, el extremo se alía con los jóvenes, debe ser de
esta manera, pero la muerte del amigo vira hacia la hostilidad; al terminar la
lectura de las cartas el entorno se transforma. Han dejado de ser los niños de
la chopera como se decía en el pueblo.
El delirio ciñe como una boa a Marcos González. La muerte de Pedro acelera
el proceso. Quiere romper con el mundo:
Él y su padre tenían una disputa permanente desde que Luis, el profesor, llegó
al pueblo un lejano octubre del 67. A Ventura no le gustaba nada la deriva del
hijo.
―¿A dónde vas? Tengo derecho a saberlo, soy tu padre y merezco una ex-
plicación. Te comió la cabeza ese rojo de mierda ―hablando para sí mismo,
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sin mirar al hijo―: a mí no me engañaba yo un falangista amigo de Fernández
Cuesta olía a los rojos desde la distancia… hijos de puta ―relataba.
Los ingenuos se creían que todo el campo era orégano; el presidente del go-
bierno Carlos Arias Navarro, un duro represor en la guerra civil, engañaba al
mundo con la parodia del espíritu del 12 de febrero, panfleto supuestamente
“aperturista” de asociacionismo político que “El Carnicero de Málaga” estafó a
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todos el 24 de febrero con el caso Añoveros y la condena a muerte del anar-
quista Puig Antich en marzo.
―Necesito tu ayuda, Marga, tú tienes motivos más que suficientes para mortifi-
car a estos fachas. Nosotros somos libres “hagamos el amor y no la guerra”.
―Estoy contigo.
Diréis tal vez que os hablo de cosas sucias. Para mí no es esto lo más sucio.
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A quien busca el conocer le disgusta bajar al agua de la verdad, no cuando es-
tá sucia, sino cuando no es profunda.
Realmente existen castos que lo son desde lo más hondo de sus almas: son
dulces de corazón, ríen más y mejor que vosotros.
Tal castidad, ¿es una tontería? Mas esa tontería ha venido a nosotros, y noso-
tros a ella.
Marcos con las palmas juntas inclina la cabeza ante las chanzas de varios de
sus discípulos. El maestro pierde la compostura.
―¿Qué cojones os hace tanta gracia? Si vais por ahí os mando a tomar por
―Es que no entendemos nada ―dijo un chaval con cara de pillo, lleno de
pecas en la cara y de pelos rebeldes.
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Cada uno marchó para la casa. Marga declinó la invitación de Marcos. Los días
venideros iban a ir por los atajos del desvarío. Marcos subió la cuesta que le
llevaba hasta el chozo, dentro se alumbraba con varios candiles de la abuela,
un jergón de hojas de maíz le servía como camastro; tardó en coger el sueño,
inquieto por superar las dificultades. Lo que le agobiaba era la búsqueda de un
lugar para sus acciones iluminadas fuera de las miradas inspectoras de las au-
toridades. Dentro de su tormenta interior, algún rayo de luz metía un poco de
cordura a la arriesgada empresa que pergeñaba: no quería por nada del mundo
poner en peligro la integridad de los chicos y chicas que le seguían, aunque el
camino estaba trazado.
Como narrador confieso que los hechos los describo por una serie de casuali-
dades. Conocía al profesor Luis Felipe Montero por su obra narrativa indepen-
diente y de carácter comprometido, el mal llamado realismo-social que aprecia-
ba por su calidad. Pasaba los veranos en el pueblo; me puse en contacto con
él porque alguien, no me acuerdo, me dijo que impartió clases de Literatura el
lejano curso del 67-68. Pasamos muchas horas hablando de todo en su casa y
en la terraza de Las Palmeras. Evocaba con emoción aquella extraña expe-
riencia con unos jóvenes inquietos que le ganaron y a los que donó muchas de
sus vivencias. Luis sonreía nostálgico, los recuerdos de cada uno permanecían
intactos en su mente, le parecía que el tiempo se hubiese detenido.
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―Vaya, de invención nada, su increíble aventura fue real.
―Marcos González, de los siete que iban a mi casa, era único. A mí me sor-
prendía por su lucidez y la capacidad de asimilación.
Por fin ya tenía documentación oral para pasar al papel la historia insólita. Me
despedí de Luis temporalmente, se había establecido una buena sintonía entre
nosotros y quedamos en vernos con frecuencia. Le agradezco su generosa
ayuda, sin él esta historia no hubiese salido a la luz.
El disparatado grupo le importaba muy poco las arengas frenéticas del maes-
tro, aunque él hablaba de “La Función del Orgasmo”, “La revolución sexual”, los
chicos gozaban del placer de la independencia, del abandono de sus cuerpos
jóvenes, de la promiscuidad compartida.
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― ¡Qué bien se está! ¿Verdad, hermana? ―decía una de las mellizas.
―Vístanse, coño.
―Bueno… bueno… bueno, otra vez nos vemos las caras; Carlitos no aprendes
¡Qué pena! ¿Y tú Domingo, no tienes bastante con lo tuyo? Pobre muchacho
¡Hombre! Aquí tengo al ideólogo de la cuadrilla, el ínclito Marcos González
acompañado por la hermana, el chico de las fechorías, el pillo número uno del
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pueblo ¡Y cómo no! Su amiguita del alma, la hija del comunista, perdón, de los
comunistas, y ahora, lo que no me explico, ¿qué coño hacen las mellizas en
este circo? Espero con ansiedad vuestras explicaciones, adelante.
―Eres un malnacido.
Una catarata de golpes cayeron sobre el infeliz, pero Marcos exento de miedo
continuaba con las blasfemias excitando aún más los bajos instintos del guar-
dia.
―Basta ya, le vas a matar ―le avisó el compañero que tomaba notas.
―Déjame, hostias, que a este bicho se le van a quitar las ganas de hacer el
soplapollas.
El sargento pareció calmarse al oír los llantos y gritos desgarrados de los otros.
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véis a las andadas y otra, de aquí a casa sin salir en tres días, mañana llamaré
a vuestros respectivos padres ¿Entendido?
El escarmiento fue durísimo, Marcos estuvo retenido unos días hasta la apari-
ción del padre, el señor Ventura.
―Te voy a dar un consejo, ata en corto a tu hijo que éste siempre ha sido un
bala y que sepas que lo suelto por ti.
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Al filo de su guadaña.
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Al alba, al alba
Pólvora de la mañana.
―Te admiro ―dijo con sorna el guardia civil ―, bueno admiro a los rojos, es
que no aprendéis. Tu padre en el fondo era un buen hombre, nunca se me re-
beló, era un corderito igual que tu madre, Dolores, en cambio la niña me sale
respondona. Aléjate de ese muchacho, te lo digo por tu bien, es una mala in-
fluencia.
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―A usted eso no le importa, es mi vida, ¿sabe?
Margary salió con la cara encendida, las mejillas como manzanas rojas y miedo
en los ojos huidos. El sargento Durán era el inquisidor invariable de la leyenda
negra de un país al que tenían agarrado por los huevos los de siempre.
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la madre le permitió acoger a Marcos que malvivía en una choza a las afueras
del pueblo sobre un suave collado rodeado de robles.
A la muerte del General los dos jóvenes preparaban su irrupción en las calles
del pueblo. Un día se dejan ver por la terraza de Las Palmeras. La primavera
sucede con el lujo de un valle blanco y rosa en los cerezos en flor, el verde in-
tenso de la pradera, el azul oscuro del Valdeamor, la vivacidad de los cauces
de los riachuelos con el agua de nieve volando sobre las piedras, los neveros
de las cumbres visibles desde abajo, la arboleda tupiéndose de los verdes de-
siguales de las hojas, la algarabía de los pájaros apremiados por conseguir el
mejor abrigo para la futura prole.
Marga ha dejado atrás los llantos, hay luz en su mirada ―alegría de bronce en
el rostro― el vientre tenuemente abultado. Las risas de la pareja son abiertas,
vertidas de felicidad que molesta a los resentidos, celosos de la libertad expla-
yada de ellos que lo hacen sin ánimo de incomodar, con naturalidad. La pleni-
tud del júbilo por la maternidad de Marga se contagia a los jóvenes seguidores
que han vuelto después de la forzada emigración.
Pero la gente ruin, al fin y al cabo esa masa de los honestos que son los vale-
dores del bien común, obediente, manipulada, estúpida miran con ojeriza la
primavera de estos chicos entusiasmados por la naciente gestación de la ma-
ravillosa Marga, la mujer más feliz del mundo.
Marga evocaba el poema de Miguel Hernández “Menos tu vientre” que con in-
sistencia recitaba su padre a pesar de que siempre se enjugaba las lagrimas
con los versos, pero ahora era claro y profundo, se lo dijo a Marcos.
El vientre de Marga crecía entre los halagos y manoseos de los amigos que
ella animaba cuando el pequeño daba pataditas.
―Ahora, ahora.
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―Se llamará Pedro por mi amigo ―dijo Marcos.
Por primera vez entró en juicio sin protestar: “gracias, Teófilo, es que me cues-
ta contenerme, ¿me comprende?”. “Claro, Marcos que te comprendo, a mí me
pasó lo mismo con mi primero, tampoco sabía dónde tenía la cabeza, todavía
lo recuerdo como si fuera hoy, también era el hombre más feliz de la Tierra,
pero ahora es mejor que acompañes a tu mujer.” “Tiene toda la razón señor
Teófilo.”
Aquella luna grande inspiraba las palabras más tiernas y sentidas del padre
hacia el hijo que tomado en sus brazos le habló quedo, con mimo. “Mi Pedrito
que esta luna y estas estrellas iluminen siempre tu camino, que la madre natu-
raleza te haga hermoso como los cerezos en flor del valle, que el viento arras-
tre las nostalgias y melancolías del futuro, que la lluvia se lleve las tristezas,
que el sol brille eternamente en tus sentimientos y que seas libre como las aves
que surcan los cielos.”
Jamás Marcos ha tenido una confesión tan clara de sentimientos, han desapa-
recido los rencores, el mundo tan hostil antes es inefable ahora. Es el pequeño,
es su presencia quien le da esta felicidad genuina nunca experimentada en su
breve pero azarosa vida. Descubre abstraído que la armonía, la paz son esta-
dos primitivos que nada tienen de relación ni con la cultura, ni la educación ni el
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dinero. Por primera vez llora sin pudor, sin rabia la incomprensión de sus emo-
ciones.
Los meses siguientes fueron los dominantes en su vida, pero a Marcos la rutina
le asfixiaba, se hartaba pronto de las responsabilidades cotidianas. El trabajo
de conserje en el instituto de enseñanza le mortificaba, sólo era feliz con su hijo
y con Marga. Durante estos meses pasivos el joven padre se inicia en los tex-
tos marxistas, libros escondidos por Aurelio que Marcos desempolva. Llegó una
noticia.
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do ver por televisión al PCE a cara descubierta, todo el que quiso comprobó
que la violencia estaba en el otro lado.
―Ya podemos caminar al fin ¡Cuánto hubiera dado mi pobre padre por vivir
este momento! El hombre más bueno del mundo se fue sin odio; el hombre con
la frente y con las manos limpias que soportó casi toda su vida, con total digni-
dad, los incontables desprecios de los cercanos. “El comunista” ―decía entre
lamentos la joven madre.
―Pero todo pasa, ahora es nuestro momento ―le dijo Marcos estrechándola
entre sus brazos.
―Ojala, por ellos. Espero que su ejemplo y su lucha hagan de España un país
democrático ―Y Marga dio un beso al retrato de sus padres que colgaba en la
pared del comedor.
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mocos, por estas mujeres avejentadas por los soles ariscos del campo, por las
ropas negras de la memoria de sus muertos, mujeres de luto y de sombras.
Marcos no tiene tiempo para el hijo, se pierde los balbuceos de Pedrito. Marga
se pasa los días encerrada en la casa pendiente del bebé, decae su humor, el
abatimiento cala como la lluvia fina, lentamente.
―Sí, lo sé, pero las elecciones son muy importantes, ¿es que no lo compren-
des? Pareces tonta ―contesta él, zanjando la cuestión ―. Me voy a la cama.
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Pero a Marcos el árbol no le dejaba ver el bosque, su quijotismo ideológico no
encontraba obstáculos, enfrascado en el arrebato político avanza como los an-
tiguos conquistadores en la búsqueda del dorado. Participa en el IX Congreso
del PCE con entusiasmo incondicional. Es ponente defendiendo el leninismo
frente a la postura del Secretario General, Santiago Carrillo, que quiere un par-
tido marxista, democrático y revolucionario, rechazando la política de bloques y
el distanciamiento de la Unión Soviética como modelo de socialismo.
Marcos tiene aun la reserva del padre, esa nostalgia sentimental por la URSS,
la madre de la revolución de 1917, paradoja de un padre falangista que estuvo
en la División Azul al lado de Hitler contra el comunismo al que debe una tu-
berculosis que le tiene supeditado a un pulmón artificial. Las tesis de Carrillo se
imponen y el partido abandona el leninismo.
Marga se calló, evitaba por todos los medios meterse en una discusión. Marcos
era tan narcisista que lo importante era él, sólo él, el mundo real pasaba a su
lado como las cosas en un tren de alta velocidad. La realidad estaba en su ca-
beza, las frivolidades exteriores eran para la gente estúpida que no compren-
dían nada. Él volaba muy alto, qué bello era el mundo desde arriba.
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―Me gusta la idea, quizá necesite un poco de descanso.
Lo cierto era que Marga estaba muy guapa, tenía 28 años llamativos: alta, mo-
rena clara como el bolero, el pelo largo y negro que cuidaba con primor, heren-
cia de la madre, el tipo esbelto con el peso equilibrado que mantenía firme, la
piel limpia de manchas y unos ojos marrones de ensueño. Para Marcos, cega-
do por la suficiencia del superhombre, Marga era inmaterial, el tiempo de am-
bos se deslucía como la ropa tintada en encuentros esporádicos, apagados,
malogrados en la cima de los deseos vehementes.
Los días pasaban entre la playa, los recorridos por el pueblo, por los puestos
de marroquinería, bisuterías y chucherías; por los casetas de libros de ocasión
donde Marcos se pegaba buscando alguna sorpresa barata, ediciones de libros
marxistas que a veces aparecían o ediciones del hijo predilecto de la ciudad:
los poemas de Rafael Alberti. A Marga le gustaba pararse en los puestos de
ropa, en los de cerámica popular y en los olorosos puestos de jabones e in-
ciensos. A Pedrito le encantaban los tiovivos y las manzanas de caramelo.
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que despertaban los caprichos del amor imperioso; los encuentros era tan in-
flamados tan arrebatados tan ebrios que terminaban transidos de gloria.
La rutina, tan pertinaz, restituía una realidad que Marga presumía, pero Marcos
volvía a las andadas. Los maravillosos momentos del verano residían en el ol-
vido para un hombre obsesionado por ser alguien en la política. Las primeras
elecciones municipales salían a su encuentro.
―Marga, me presento a las elecciones, soy cabeza de lista por decisión del
comité local, ¿qué opinas?
No quería discutir con Marcos, ¿para qué? Esfuerzo inútil. El tiempo quita o da
razones. La felicidad es una ilusión, ellos podían ser felices pero Marcos nada-
ba en aguas superficiales.
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votos. Promete un cambio radical a sus vecinos, se le llena la boca de libertad
y de promesas, algunas soñadas, la mayoría irrealizables en un país con pocos
recursos y mucho paro. Marcos confundía los deseos con la realidad. La dicta-
dura aun sobrevolaba con los fantasmas de la guerra encima; tuvo la oportuni-
dad de comprobarlo.
Marcos por primera vez no entró al trapo, ante la situación violenta optó por la
retirada. La decisión fue muy comentada en el pueblo. “Este chico no es el
mismo, menudo cambio”. Marcos en ese momento ganó muchos enteros y
adeptos.
Los resultados electorales le dieron la razón; por primera vez el Partido Comu-
nista de España conseguía un concejal con el once y pico por ciento de los vo-
tos, dos puntos por encima de los resultados a nivel autonómico. Al finalizar el
recuento la excitante noche del martes 3 de abril de 1979, Marcos González
estaba tan contento como un niño con zapatos nuevos. La celebración se per-
petuó hasta muy tarde, los cubalibres rebosaban siempre, las risas socarronas,
las canciones beodas ―la Internacional se cantó hasta la ronquera― los abra-
zos trasegados de alcohol compensaban los esfuerzos de tantos días de cam-
paña.
―Hasta la lucha final ―repetía una y otra vez un camarada borracho con el
puño en alto.
―La penúltima ―dijo otro camarada que apenas se tenía en pie ―esta noche
duermo al sereno si no al tiempo ―comentó con la lengua de trapo y una riso-
tada grotesca.
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Margarita oyó la cerradura y varios choques con los muebles, con la luz del
baño apagada Marcos orinó fuera del váter, dando tumbos se tiró sobre la ca-
ma, al minuto roncaba con rugidos de león. La joven madre estaba cerca del
parto, se echó a llorar, mientras el otro con jadeos de borracho dormía la mona
farfullando palabras incoherentes.
―Cabrón.
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El segundo hijo nació el 14 de abril. Un ramo de claveles rojos posaban encima
de la mesilla con una tarjeta: “por favor, perdóname. Te quiero”. Juan, como le
llamaron, no mitigó la ira de Marga. La decisión estaba tomada:
―¡Márchate!
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“Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y
son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay
los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”. Bertolt Brecht
La vida que cargaba, su monotonía, agredían las ansias de ser, él no valía pa-
ra la contemplación; la familia era un invento para débiles, un instrumento dia-
bólico al servicio del orden moral repugnante. Un día dijo en la terraza de Las
Palmeras: “yo he nacido para la gloria”. Poco a poco se distanciaba de los su-
yos, el regreso a casa se dilataba como la luz del verano; escusas cada vez
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menos creíbles, silencios y reproches de Marga ponían cada vez un ladrillo
más en el muro de la división entre ambos.
Marga tiene la intuición de mujer y también los hechos; llevan tiempo sin rela-
ciones íntimas, el chico fogoso, en permanente excitación que le hacía el amor
en cualquier sitio a cualquier hora, que le compraba ropa interior sexy que ju-
gaban a roles seductores, cuánto le gustaba la fantasía sexual de colegiala ma-
la, tan tópica, con faldita escocesa y la de enfermera también, tan trivial, con la
bata tan corta y tan ajustada que dejaban sus encantos a la vista del vicioso
médico, ¿dónde estaba ese Marcos ardiente, lujurioso, libre de prejuicios que
valoraba el sexo como lo más sustancial en la pareja?
Marga le puso a prueba aquel fin de semana, acentuó todos los hechizos de
mujer fatal, depilando su sexo, algo que le excitaba sin sujeción porque a la
vista tan erótica se lanzaba como un toro, no fallaba. Marga no tuvo el éxito
esperado, follaron ―bueno hicieron el amor― como un matrimonio casto, sin
palabras obscenas, sin preámbulos lascivos, sin posturas atrevidas. La unión
fue rápida, casi virtuosa. Marga apenas cogió el sueño, tenían que hablar. No
hubo conversación, Marcos se marchó sin despedirse.
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Pero la realidad supera la ficción, nunca se hubiera imaginado Marga hasta
donde llegaría la osadía de Marcos. Uno de tantos fines de semana el diputado
se trajo a la amiga. Les vieron en la terraza de Las Palmeras, en Las Cuevas
del Calvo, en los soportales. Las noticias escabrosas corren como la pólvora.
Su hermana Antonia le comentó, escandalizada, que ha visto a Marcos y a una
chica forastera agarrados de la mano y en situación cariñosa por el pueblo.
Allí estaba con toda la cara sin un ápice de debilidad, sonriente, descarado:
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―¿No defendíamos el amor libre?
Marcos se echó a reír. Si me vas a insultar cojo las de Villadiego. ¿Quieres ha-
blar conmigo, pues hablemos? El tiempo es el que tú quieras. Te escucho, pero
déjame que te diga algo: “Dónde asoma la Marga libre y hippy, la joven liberta-
ria que no le importaba la gente, te recuerdo que siempre hicimos lo que nos
dio la gana, ¿o no?
―No me jodas Marcos, ¿en qué mundo vives? ¿Es que piensas que somos
aquellos muchachos provocadores e irresponsables de hace años? Pedrito tie-
ne siete años y yo treinta y cinco. Algo que no sabes: siento las miradas en mi
nuca, ¿comprendes?
―¿Por qué?
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― ¿Te acuerdas cuando Nietzsche dijo: “¿quién de nosotros no se ha sacrifi-
cado ya a sí mismo por su buena reputación?
El abandono desgarra la existencia. Marga sufría este estado desde que Mar-
cos estaba con su licenciatura política, ya vivía sin vivir encerrada en la casa
aburrida de todo; se iba temprano a la cama hastiada de la televisión. Una de
estas noches se levantó de la cama sin aire, se asfixiaba, creía que se moría,
el corazón lo sentía en las sienes, se dejó caer en el suelo apoyando la espalda
en la pared, nunca había sufrido la sensación de muerte súbita; con fatiga lla-
mó por teléfono a su hermana: “Antonia me encuentro muy mal ven pronto”. La
hermana se la encontró en el suelo respirando con mucha agitación. Antonia,
muy asustada, le tomó las manos, le consoló con las palabras que creía nece-
sarias, le preparó una tila y Marga se fue tranquilizando. La madrugada se les
hizo muy larga, pero Marga habló de Marcos. Antonia no imaginaba el dolor
que esta criatura había soportado, sintió pena por la hermana y un odio incon-
testable hacia el miserable Marcos.
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Médico y enfermo hablaron. El cardiólogo estaba furioso con el compañero:
“¿pero cómo te manda valium? Es lo más desacertado en tu estado, no me lo
puedo creer, algunos les dan el título en una tómbola, no me querello por pru-
dencia.”
Una de las enfermedades más grave es la del alma, no da la cara parece asin-
tomática, nadie o casi nadie lo aprecia y las “ayudas” son el peor remedio. “Hay
que vivir,” “sal, que te dé el aire”, “olvida…” Todos los tópicos del mundo con la
buena voluntad de los consejeros. Marga estaba frente al muro, avergonzada;
se intoxicó de culpa, se sentía como una mierda, no tenía valor para salir, ni
para nada, le hastiaba todo, sólo la basura televisiva toleraba, incapaz de leer,
de dormir sin pesadillas, de comer con gusto, de, de…
Lentamente Marga emergía del agujero. Su hijo Pedro comenzaba el curso es-
colar, pronto manifestó un rechazo escolar preocupante: su conducta distraía la
marcha normal de sus compañeros, en clase no paraba, se peleaba con todos,
era soez, provocaba jaleos, se negaba a trabajar, tamborileaba con el lápiz
hasta conseguir la atención del maestro. Los padres iniciaron una creciente
censura contra el niño quejándose al Director del chico y del maestro. Ángel
estaba un poco desbordado, pero reunió a los padres, pidió calma y les prome-
tió una rápida solución. El maestro Ángel acababa de llegar al centro escolar,
aunque tenía experiencia, era la primera vez que se enfrentaba a un alumno
hiperactivo, llamó a la madre.
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No fue la última visita, las entrevistas se sucedieron a lo largo del curso; el niño
mejoraba con cada encuentro de la madre con el tutor. A Marga le gustaba la
pedagogía del profesor y empezaba a pensar en él. Ángel era un joven sensi-
ble, educaba en valores y le gustaba dialogar con los alumnos. Pedro le cogió
cariño y el chico mejoraba de forma progresiva. Marga estaba agradecida,
además la depresión se desvanecía también, su talante se relajaba y sutilmen-
te comenzó a cuidarse. Cada visita era más larga, las conversaciones tomaron
el rumbo de la confidencia, en una de ellas se lo dijo:
El maestro lo notaba, Marga estaba guapa, cada día más. Sentía por ella una
dulzura especial, le respaldaba en su extensa y penosa historia con Marcos, en
las desdichas de los padres fallecidos y le convencía su forma de pensar, ade-
más coincidían en los gustos literarios, para Ángel el poeta Miguel Hernández
era devoción, siempre le dedicaba tiempo a sus alumnos con los versos del
poeta hasta dedicarle un lámina con fotos de él y poemas sencillos para niños
que fijaba en la pared del aula.
Sus aficiones compartidas los arrimaban un poquito más en cada cita; llegó el
momento, se despedían y fue ese instante ciego en que los dos se besaron con
pasión, sin apuro. En un largo abrazo ungido de quietud, sentido en el calor de
sus cuerpos unidos estallaron las emociones retenidas de Marga que lloraba
mansamente, recuperando su alma de mujer, la dignidad vencida por el innom-
brable, la vuelta a la vida arrebatada. La felicidad corría por sus venas como
una adolescente enamorada cuando se desprendieron del abrazo rendido.
El profesor Luis Felipe Montero presentaba una nueva novela en Mérida, a ella
estaba invitado el Diputado Marcos González. Hacía años que no se veían, se
unieron en un fuerte abrazo. Luis se conservaba bien, todavía mantenía la bar-
ba negra, y el pelo, sin canas, apenas había retrocedido, le acompañaba una
mujer rubia de mediana edad. Después del acto literario tuvieron ocasión de
tomar unas copas, hablar de sus vidas, evocar los buenos tiempos. Marcos
invitó al profesor y a su pareja a dormir en su apartamento, Luis aceptó.
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Fue una velada agradable donde Marcos se mostraba seguro, su relevancia en
el partido le proporcionaban un aire de estrella, medía las palabras, se sujetaba
cuando le salía la vena extravagante, quería impresionar.
―Sí, dos: Pedrito y el pequeño Juan, los veo poco, Marga me lo impide, ¿me
comprendes? Sufro su ausencia.
―No quiero ahondar pero tu padre siempre me inquietó, era un hombre amar-
gado que con el alcohol se le soltaba la lengua y me hacía confidencias insidio-
sas, tengo la sospecha que fue él el que dio el soplo a la guardia civil.
Luis comprendió que por ese camino Marcos no transitaba entonces evocaron
aquel curso del 68, repasando las historias personales, recordando a cada
compañero, los siete de la rebelión, y cómo no, la trágica pérdida de Pedro.
Luego Luis hizo un repaso de su travesía por la política, su abandono de res-
ponsabilidades, todavía era militante, y su quehacer literario, novelas de com-
promiso social fundamentalmente. Le dijo a Marcos que el partido socialista le
ofreció la Consejería de Educación, Cultura y Deporte en el primer Gobierno de
la Junta que rechazó por coherencia, además había publicado un largo artículo
sobre la miseria de Extremadura que sentó muy mal al Ejecutivo Socialista,
desde ese momento fue silenciado. Por lo demás estaba tranquilo. Después
hablaron de la situación de España y de la reubicación del PCE, en crisis, en
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un país distinto al que ellos, los dirigentes, todavía no entendían. La larguísima
conversación se dilató hasta bien entrada la madrugada.
Marcos le dice en secreto a Nuria: “no sabes el inmenso placer que experimen-
to cuando mis decisiones son acatadas sin rechistar, este poder me tonifica,
pienso que el fin justifica los medios, pero quiero más”
―No te entiendo ―le dice Nuria ―. Creía que estábamos en política para ayu-
dar a la gente o para servirla, no para lucrarnos.
―Claro.
No era verdad, Marcos cosifica a quien le rodea, los camaradas para él tienen
el valor de uso. Sus ideas nieztchenianas siguen en su pensamiento, la simple
voluntad de vivir es absurda, la voluntad de poder, de dominio marcan sus ob-
jetivos. Convencido hasta el tuétano que la fe, la debilidad, el pesimismo, la
nostalgia, la compasión son formas alienadas de subsistencia, son morales de
esclavos; el triunfo, los triunfadores tienen moral de señores; para los pobres
de espíritu está el reino de los cielos pero en la tierra chapotean como los cer-
dos en el barro de la tristeza, se confunden con la ciénaga, son la carne bovina
de los depredadores. Los achicados se resbalan en una caída estrepitosa e
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inútil. Los nihilistas se intoxican con su pesimismo irracional. Los idealistas son
unos cretinos, iluminados utópicos que se creen que pueden cambiar el mundo
con sus epístolas.
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Todos habían cambiado. Sandra ganó peso, la pureza de su piel blanca se os-
curecía por los sombras de los lunares, pero estaba atractiva todavía. Fernan-
do mostraba unas profundas entradas, un rostro alargado, una mirada miope
detrás de gafas de cristales gruesos, pero unos modales afinados como ensa-
yados, su mujer, Teresa, mantenía la tipología de aquella adolescente seria,
delgada y alta; sus rasgos juveniles parecían a simple vista indemnes, quizás
progresaba su reserva. José estaba muy flaco, el rosto chupado se hundía en
las mejillas escurridas, mostraba un bigote grande teñido de nicotina, el pelo
limpio y abundante caía sobre los hombros en una melena larga que a veces
se recogía en coleta.
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―¿Vuestros hijos? ―preguntó Marga ―Por ahora no queremos, quizá más
adelante, ¿verdad, Fernando? ―contestó Teresa.
― ¿Marcos?
―No quiero hablar de él hoy, con el tiempo os contaré sus felonías conmigo.
Es un hijo de puta, una mala persona con eso lo digo todo. Gracias a Ángel la
vida vuelve a sonreírme, pero las he pasado canutas.
−Tienes toda la razón, el azar nos da otra oportunidad maravillosa para vivir
tiempos nuevos, experiencias distintas, sentimientos diferentes, realidades li-
bres, ¿qué más queremos? Aprovechémoslas con alegría ―dijo Sandra con
emoción.
Fernando y Teresa le daban vueltas y más vueltas a la idea del cine, el alquiler
del local era asumible, pero el párroco del pueblo ponía condiciones. “Nada de
películas subidas de tono, ¿me entiendes, Fernando?” “Pero este cretino cuan-
do se va a enterar que vivimos en democracia” pensó. “Por supuesto”. La igle-
sia siempre con su discurso vertical y universal. En este país jamás dejaríamos
la tutela de la iglesia, la histórica monarquía católica era ese lastre que ni los
socialistas se atrevían a tocar.
Al párroco le interesaban más el dinero que la ética y puso pocas pegas con el
metálico por delante. Una parte conseguida, la otra se iba esbozando en su
cabeza aunque quería abrirla a los amigos, le preocupaba qué tipo de cine
echarían, cómo recibirían una población pequeña las innovaciones. Para Fer-
nando el cine era un arma cultural inexplorada en los pueblos por razones ob-
vias, había que desterrar el redundante cine del destape de los Estesos y Paja-
res, de los Ozores y Alfredos Landas, ya estaba bien de culos, pechos y pubis
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de una España paleta, reprimida y machista que no veía más allá. También
competir con la televisión del “un, dos, tres”.
José cada vez se alejaba más del grupo, su mundo no era ese, a él le importa-
ba muy poco la aventura personal de Fernando y su compañera, estaba dema-
siado marcado por otras historias que ellos desconocían y que jamás contaría a
nadie.
José se había hecho con la taberna de Las Cuevas del Calvo, ahora era un
pub. Le gustaba el ambiente de las noches, sobre todo en verano. José estaba
marcado ya desde pequeño. Era silencioso por carácter, un silencio endurecido
por una infancia y una adolescencia frustrada por la indiferencia de un padre
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deshecho, ahora, años después, le comprendía. Su padre Juan se borró de la
vida, vivía por inercia, jamás superó la muerte del hijo y la fortuna le volvió a
dar la espalda con el último hijo, un chico con problemas: distrofia muscular hoy
la nombran como enfermedad de Pompe, el pobre muchacho se desplazaba
sobre las puntas de los pies y costaba verle. Estos reveses superaron al padre
que tiró la toalla para siempre, no tenía valor para quitarse del medio y parasi-
taba solo por las calles. Susana la madre de José, una mujer esbelta y valiente
sí aceptó la tragedia, luchó por él como supo y pudo; con la cabeza alta traba-
jaba todos los días en la casa del cura. La puta masa del pueblo hablaba por
detrás, a ella le importaba muy poco y lo notaba en los gestos estúpidos. José
observador desde pequeño alcanzaba las intenciones. Se tragó tantos sapos
que sus silencios se alargaban contra este mundo sucio y absurdo.
Luis Felipe Montero habló mucho con José aquel curso del 68, éste agradecía
las muestras de interés, de afecto, de comprensión del profesor, por eso se
hizo incondicional de sus ideas. A José la poesía le atraía lo preciso, no era
como sus amigos paladines de los poetas de la República por mor de Luis Feli-
pe que los llevaba por donde quería, a él le atraían sus ideas revolucionarias y
su compromiso con los desposeídos de todo; este profesor le caló quitándole
capas de resentimiento, de ira, de veneno y fue sobre todo su amistad, su
compasión, su afecto los que agradecería eternamente. Siempre queda gente
maravillosa para dar cierto sentido a esta existencia inexplicable.
Cuando Pedro, su mejor amigo murió, el universo que habitaba se talaba para
siempre, se marchó sin advertencias, sin hacer ruido. Una mañana de septiem-
bre tomó un tren con destino a Madrid. Necesitaba dinero pronto. La juventud,
la buena presencia, sus modales educados convencieron al propietario de un
restaurante que solicitaba camarero para la barra. Al cabo de un año, le asfi-
xiaba el entorno, el Madrid urbano, las prisas, el ruido, las luces, los coches, lo
único que le agradaba de Madrid era la sensación de libertad, el pasar desa-
percibido, era invisible para ese espacio, algo que compensaba la necesidad
de sentir la soledad, tan ansiada, después de los apurados años en el pueblo al
que amaba y odiaba.
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José tomaba decisiones con rapidez, aunque antes había reflexionado en la
soledad de su habitación el camino a seguir. Cuando al final del verano del 68
se marchó, nadie supo que estuvo en Tánger. Un amigo de la época todavía
estaba en la ciudad africana. Tenía contacto con él desde entonces. Belabada
le recibió con ganas, los momentos con el español fueron especiales. Abde-
rrahin Belabada era un marroquí listo como el hambre, de la misma edad que
José, quería comerse el mundo, prosperar como fuera, salir de la pobreza his-
tórica de su familia, gente precaria que vivía de unos pocos corderos en un
pueblo de barro cerca de Ketama.
José va a ser un buen aliado, le gusta el español por lo prudente sobre todo y
por su carácter afable, valores apreciables en una sociedad chismosa, corrup-
ta, olfateada por mil narices, observada por mil ojos, peligrosa por todos los
ángulos, vericuetos y nichos. Van a correr riesgos, pero están preparados. Los
contactos de Belabada esperan en Ketama, el joven conoce al dedillo la zona,
le dice al amigo:
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―José te vas a marear ―y se ríe a carcajadas de la cara del español.
La ruta del Rif es peligrosa por la carretera infernal, casi un camino de cabras
en un zigzags de vértigo por las montañas. José contempla por el cristal sucio
del autobús los profundos valles verdes, evita la mirada asustado por lo cerca
que está del abismo, parece imposible que el autobús quepa en esa senda
serpenteante como una bicha. Al bajar José está blanco como el mármol, Ab-
derrahim se guasea un rato del amigo.
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Pero Jose necesita volver, tiene nostalgia de la tierra, del pueblo, de sus mon-
tañas, de sus cerezos, quiere descansar, dejar esta vida extremada casi en el
filo de la navaja y buscar la paz. No hay problemas con el amigo cuando se lo
comenta serán colegas hasta el final. Es una despedida rápida sin demasiados
aspavientos, los dos son almas gemelas en la desgracia y en la fortuna. Han
convivido sin apenas roces, se han hecho adultos en un ambiente despiadado,
han compartido cama y mantel, se han divertido juntos.
― ¿Te importa que me quede unos meses? Espero buscar pronto un lugar y
dejarte tranquilo con tu vida.
José es parco en palabras, retiene las emociones con sequedad, le repelen las
confidencias, el pasado es pasado convencido que remover historias es alentar
los fantasmas vergonzosos. Ahora quiere centrarse en el futuro pub. Las cue-
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vas del Calvo irradian la magia de la tierra, la profundidad del silencio, la fasci-
nación de la perenne noche.
―Poca.
Helena se tomó varias copas sentada en una mesa apartada, fumando y escu-
chando música. José desde la barra observaba embelesado los movimientos
naturales, pero sugerentes de la joven. Con un gesto de la mano pedía el tubo
de ginebra con coca cola que José atendía con solicitud de arrobado. Se hacía
tarde, la clientela desaparecía lentamente hasta que ella y él se quedaron so-
los.
―Ni siquiera sé cómo te llamas ―antes que contestara ― ¿Me puedo sentar
contigo?
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Pocas veces José habló tanto. La bella joven era parca en palabras y le agra-
daba la conversación casi un monólogo de José. Las copas desinhiben, las
frases se apagan para dar entrada al flirteo consentido por los dos.
―Bueno.
Helena estaba bastante preocupada, si estaba en el pub era por él, le amaba
como nunca había amado.
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―Perdóname, por favor, te lo ruego ―dijo muy arrepentido ―. No querría ha-
certe daño por nada del mundo, antes de hacerlo me arranco la vida, lo digo
muy en serio, perdóname.
José abrazó a Helena con fuerza al tiempo que le dedicaba las palabras más
dulces, confundido de su brutalidad: “no volverá a pasar te lo juro, tú y sólo tú
has sido lo mejor de mi vida, te quiero con toda mi alma, por favor te necesito,
no me abandones, por favor no me abandones.”
―Lo haré por ti te lo juro Helena, tienes que ayudarme, solo no puedo.
―Mañana quiero que te pongas muy guapa, me apetece dar una fiesta a mis
amigos. Llevo tiempo dándole vueltas.
―Recuperar su amistad. Tengo que reparar mi actitud con ellos, me fui del
grupo sin ruidos, como un ladrón. La noche será para ellos; he contratado un
conjunto que toca blues y jazz con clase, me voy a gastar una pasta pero es lo
de menos, mi exquisito amigo Fernando Galán lo disfrutará.
―Pues sí, siempre él ¡Somos tan distintos! ―dijo con ironía ―. Fernando es
refinado, intelectual y por supuesto un grandísimo pedante.
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―Es más complejo que las diferencias de carácter. Él pudo estudiar, Fernandi-
to Galán son sus libros, se expresa por ellos, la naturalidad se le fue hace
años. Mi amigo ha sufrido poco y ha vivido menos, aunque se crea el padre de
todas las experiencias. Reconozco, no soy envidioso, que tiene una buena for-
mación pero el cabrón abusa de ella, las palabras son sus armas ―puta tiranía
de las palabras ―dijo José entre dientes ―. Fernando es muy profundo, a pe-
sar de todo, se delata con su elocuencia, ¿me entiendes Helena? Yo soy de-
masiado orgulloso, demasiado ácrata para dejarme envolver por sus argucias.
La noche en Las Cuevas fue especial. Casi todos estaban: Teresa, Fernando,
Sandra, Margary y el nuevo, Ángel. Bebieron y escucharon música hasta la
madrugada. Hablaron del tiempo pasado. Rieron, lloraron, se abrazaron. Re-
cordaron a Pedro, la enfermedad, el tiempo en el hospital, el entierro, la despe-
dida en la chopera, las cartas, la tremenda tristeza después, el vacío. Recorda-
ron a su mejor profesor, Luis Montero, el maestro comunista que les abrió otro
mundo, que les hizo personas, que los educó, que les conectó a la poesía. Ha-
blaron, cómo no, de Marcos y su deriva, también de su ocaso, nadie conocía su
destino. La nostalgia se adentra en los corazones de los amigos, pérfido senti-
miento que nos equivoca; el tiempo, cualquier tiempo pasado fue mejor, nociva
memoria que nos la juega errando la perspectiva de la realidad, siempre en la
boca, ¿te acuerdas de…? Y el abandono en las grietas del olvido de lo ingrato,
de lo incómodo, de lo fenecido, avatares de la vida, ¿no?
―¡Cómo te miraba Fernando! Te devoraba con los ojos. ¿Charlaste con él?
―Sí, un poco.
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―¿De qué?
―No lo recuerdo bien, sí, me aduló con algún piropo, no sé, me lo quité de en-
cima, me agobiaba.
―Es un salido.
―Olvidemos, José.
Enlazados por la cintura pasearon por la orilla del río. La Luna grande y redon-
da iluminaba los pasos de los amantes hasta la fuente Chiquita. El tiempo se
paró, ya no se escuchaba el torrente del río de aguas veloces, ni vieron la cara
de la Luna, ni sintieron la frescura de la madrugada. Del manantial exiguo de
palabras de amor de José salieron como un suceso mágico estos versos de un
poeta anónimo: “que no los seque el Sol, tus labios húmedos de caña, déjame
sorberlos con ansia, antes de que salga el alba”. Al alba era cuando regresaron
a casa atiborrados de amor.
―Buena idea, sólo que no tengo esmoquin ―dijo muy serio José.
Los dos se echaron a reír, Helena se meaba de la risa. Cuando quería, José
tenía unos golpes muy graciosos, conocida su reserva habitual.
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París hipnotizaba a cualquiera con ganas de perderse. Los dos se empaparon
de lluvia, de copas, de sexo y de arte. Días acelerados de vida por los rincones,
plazas y avenidas sugerentes. En Montmartre, la plazuela de los artistas calle-
jeros, uno le hizo a Helena un romántico retrato con carboncillo, salió preciosa
con una boina negra ladeada hacia la izquierda. Pasearon por las callejuelas
empinadas del barrio empedrado, compraron carteles de Henri de Toulouse-
Lautrec, a la joven le gustaban sobre todos los carteles del Moulin Rouge; des-
pués José le explicó a Helena la revuelta estudiantil en el Barrio Latino, en la
Sorbona, un lejano mayo del 68, evocando a Luis Montero. Caminaron cogidos
de la mano por Los Campos Elíseos, parándose cada poco para besarse. Fue-
ron “Días de vino y rosas” para siempre.
Es la media noche, Helena está nerviosa, José no baja al local, espera hasta la
una de la madrugada, todavía hay gente pero sus nervios saltan, alguna copa
se vierte encima de varios clientes que se enfadan con ella, no puede más. Sa-
le del bar con el corazón alocado, le cuesta abrir la puerta. Un grito, una carre-
ra, una llamada:
Jose está tirado en el suelo del cuarto de baño encogido como un feto. La jo-
ven se precipita sobre el cuerpo rendido de él. Helena le estimula, le llama con
insistencia, le acaricia el pelo; al fin un gemido registra la vida exánime del
hombre que se queja en un ay muy débil, que tirita sin control. En un hilo de
voz: “Helena échame una manta, por favor no me muevas”. La chica está muy
asustada, va hacia el teléfono.
―¡No! ―un grito doloroso sale agónico de su garganta que paraliza a Helena.
La joven no sabe qué hacer abrumada por el estado sin control de su compa-
ñero, el tiempo pasa con lentitud. “¿Cómo te encuentras? ¿Estás mejor?
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¿Quieres que te lleve a la cama?” Tantea varias veces la muchacha, desorien-
tada. Un intento para levantarle del suelo le ocasiona un vómito.
Con decisión la chica toma por las axilas el cuerpo, lo alza y lentamente lo lleva
a la cama. El esfuerzo tiene recompensa, José se duerme, el sueño agitado lo
vela con atención la joven. Unas horas después despierta afligido, quejoso,
quebrantado; mira a su amada con ojos de lamento, mirada de súplica.
―Lo siento, lo siento por ti, no te lo mereces, soy un perfecto cabrón, un imbé-
cil, un…
―¿Por qué?
―Me tienes que ayudar Helena porque estoy jodido. Me conoces poco, hoy te
contaré los secretos de una personalidad desquiciada. Soy una mierda, un día
creí en los mitos y ellos me destruyeron, sí, los seductores o conductores de
mundos maravillosos, un día creí en la libertad completa, en la redención de las
ataduras viciadas de una sociedad asquerosa, me llené de ideales, de utopías
inalcanzables sin conocerme, ¿cómo voy a cambiar el mundo si no sé ni quién
soy? Sin saber mis limitaciones, que son tantas. Me creí un intelectual, un po-
bre pedante que con cuatro ideas pretendía cambiar las cosas, éstas seguían
poco más o menos. Me defraudó el mayo del 68, el fracaso de la revolución, el
socialismo real y tantos hechos tramposos que liquidaron mi delirio agitador.
Sin ellos, sin ti soy el ser más vulnerable de la tierra. No me justifico pero la
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soberbia es lo peor, la mía es de libro y me pasó lo que me pasó. Pensé que
era Dios, que era irreductible, que era inmune, que era fuerte, que era, que era,
¡qué error! La realidad tiene otro color, un color mucho más oscuro que no nos
enseñan. Y aquí me tienes un despreciable ser humano frágil, tonto y vacío.
Los días que siguieron fueron tan cenagosos que Helena pensó que era el fin
de José. Nunca pudo imaginar la bestialidad del hombre que conocía hasta
ahora, un hombre sereno y educado que se contenía siempre ante cualquier
provocación. Los vómitos, temblores, gritos y aullidos socavaban la resistencia
de la horrorizada muchacha. Pero todavía vendría lo peor: una furia inconteni-
ble, desproporcionada le atrapó como si estuviese hechizado por algún ente
maligno, tirando lo que tenía delante.
―Átame, Helena por lo que más quieras ―le decía a la joven en las pausas de
sus delirios.
Así lo hizo. La joven tuvo que soportar insultos, ruegos abyectos, súplicas la-
crimosas pidiendo una mísera dosis.
―Quiero morir, Helena déjame morir por favor, no puedo más, no puedo.
Al fin el cuerpo vencido de José cedió, el caballo despavorido aceptó las bridas.
¿Quién era este ser sublime? ¿De dónde vino? ¿Por qué arriesgaba su es-
plendida vida por él? Se preguntaba conmovido una y otra vez.
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Helena sonreía, bajaba sus bellos ojos llenos de luz, bromeaba con él y se di-
luía la respuesta entre zigzagueantes secretos.
―Me engañas, bribona, ¿verdad que sí? Te lo noto, pero me importa muy po-
co.
―Jamás.
Con la apurada alegría, con las limitadas ganas de vivir José sólo mimaba las
relaciones con ella: las palabras más delicadas para ella, los encuentros más
apasionados para ella, los besos más efusivos para ella, su mito, ella. El todo,
ella. Helena vivía en una nube de azúcar, servida y admirada como a una diosa
por el hombre más torturado por el mejor de los hombres.
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―No, ni mucho menos aunque es mejor descartar otras cosas. José te com-
portas de forma extraña, hay días que te levantas eufórico y otros pareces un
espantajo: deprimido, ausente, mudo y yo no sé qué hacer.
Helena había puesto todo y él sin voluntad repitió la historia de su padre. Hele-
na estaba en paz aunque una intensa sensación de vacío permanecería hasta
olvidarle.
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― ¡Pobre!
― Él se lo buscó.
―A la una.
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hablar de los muertos trae mal sino en la educación puritana. “Que descanse
en paz” expresión socorrida en tales momentos.
―Todavía me sueño con el sargento Durán, la de hostias que nos metió el hi-
joputa y las barbaridades que nos dijo, ¿te acuerdas Domingo?
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brasero de picón, cogido a la mano de su madre Dolores que sólo asentía con
la cabeza a la charla de ellos. Fernando parecía estar por encima de sentimen-
talismos y rara vez pronunciaba su nombre, no así Teresa que archivó aquel
momento especial cuando, solícito, le facilitó el libro de Las nubes de Luis Cer-
nuda.
―Yo también.
Quien lo dijo era Octavio Acosta; este Acosta se descolgó por el pueblo un mes
de abril, también en busca de un rincón perdido, según él se paró en esta esta-
ción hipnotizado por la belleza del paisaje. El personaje estrafalario paseaba
por los soportales en pantalón corto, en soledad, un día tras otro. Llamaba la
atención por su flacura, por su andar pausado, por la talla de sus piernas largui-
ruchas y escuálidas, por su porte desmadejado y su sonrisa festiva. No fingía,
la serenidad de sus modales al fin atrajeron a los curiosos.
―Mi casa está por el camino que sube hasta el puente blanco por donde pasa
el tren, ¿lo conoces?
―Sí, me gusta ese paseo que lleva a la ermita, lo hago desde que vivo aquí. Mi
casa está cerca de la fuente de Pedregoso, en una pequeña huerta al lado del
río. ¿Sabes dónde te digo?
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El pequeño poeta- pintor con sus gruesos cristales de miope inició un largo
monologo sobre todas las cosas. Octavio Acosta escuchaba y escuchaba con
la paciencia de un monje. Cuando al poeta se le acabaron las palabras le pre-
guntó:
― ¿Y tú qué piensas?
−Claro, hombre.
Fue el primero en caer en sus redes, después vinieron más. El personaje se las
traía, descolocaba al mejor hombre, como un pésimo sofista pretendía eliminar
de su vida el lastre cultural, familiar e ideológico. Nunca hacía mención de su
familia, no era anarquista, ni marxista, ni cristiano, ni de derechas, ni de iz-
quierda, ni intelectual; era un regalo para el osado que monologaba con él. Án-
gel tuvo el honor de sufrir su reserva.
― ¿Y?
―Que estoy cabreado; me he pasado más de una hora charlando con él en los
soportales y el tío sólo me decía: “por qué”. He terminado agotado con mis me-
jores razonamientos, y chica, nada. Me siento como un gilipollas.
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se ablandaba y se dejaba agasajar. “Parece un buen hombre” comentaban las
buenas vecinas. Octavio Acosta agradecía las atenciones con exquisitos moda-
les, algo que conmovía a las señoras.
―El próximo miércoles ponemos Siete días de enero de Juan Antonio Bardem,
pero estamos Teresa y yo haciendo gestiones para traer al sindicalista Joaquín
Navarro, quiero que sea un bombazo. ¿Conocéis la historia? La película es un
documento histórico de aquellos terribles días de enero de 1977 que llevó al
país a una situación límite. La lucha de los fascistas por mantener sus privile-
112
gios puso a España al borde del fracaso democrático. De aquellos polvos vinie-
ron los lodos: el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de1981. Yo ya la
he visto y la verdad que es impactante.
Aquel miércoles el foro se llenó, el interés del grupo, todos contribuyeron con
entusiasmo para divulgar el evento, fue total.
El odio sectario plantado por la dictadura franquista daba los frutos monstruo-
sos de una calaña de gentes que mataba rojos como ellos decían de manera
grosera y de forma indiscriminada. La noticia era que uno de sus protagonistas,
Joaquín Navarro, explicaba e instruía a unos ciudadanos sobre verdades como
puños de la historia real de una España trágica.
113
Profesores, dejad a esos chicos en paz.
Teresa recibía el apoyo total de los chicos del Instituto, sus clases de Filosofía
le daban la compensación que deseaba; Teresa mantenía vivo el espíritu de
Luis Felipe, un día ya lejano le prometió que seguiría sus métodos si llegaba a
dar clases y cumplía.
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Era un sábado más, la rutina sabática: película, cena y tertulia. Estaban Marga,
Ángel, Teresa, Fernando, Sandra y Octavio, los niños de Marga todavía esta-
ban despiertos a Pedrito le costaba dormirse, era un chico inquieto y a los diez
años la curiosidad le avivaba los sentidos. El pequeño pronto le podía el sueño
en brazos de su madre. La normalidad imperaba, se servían los chupitos, se
fumaba, se hablaba de la película, Pedrito al fin se rendía y a concluir la velada
como siempre: en armonía. Llevaban un buen rato conversando, Octavio no
había abierto la boca, observaba y sin venir a cuento suelta:
Esta vez el liderazgo de Fernando pidiendo calma se vació porque Sandra vol-
vió a cargar contra Octavio que escuchaba en actitud provocativa.
―Te voy a decir una cosa, Octavio, ¿quién coño te crees? Tú que vives como
Dios, tú que parasitas, tú que no haces nada, tú ―Sandra tomó un poco de
aire, Teresa y Marga que estaban a su lado le pidieron calma ―. Dejadme, ne-
cesito decir lo que pienso sino me enveneno ―y mirando con fijeza a Octavio
―. ¿Sabes? Es muy fácil abandonar, dejar el puesto de trabajo, la familia, el
pasado y vivir del cuento. Escucha, Octavio, todo el mundo alguna vez ha pen-
sado en liarse la manta a la cabeza y huir de los problemas, las responsabili-
dades, los afectos, las frustraciones de la vida y todo, además tú no me cono-
ces y tampoco a mis amigos, tú vienes y nos das lecciones de tu moral, perdo-
na te estás equivocando, si vas por ese camino no vuelvo más a estas veladas
y lo siento mucho por mis amigos.
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― ¿Acabaste? No hace falta que grites, se pueden decir las cosas con tranqui-
lidad, yo sólo he dado una opinión, ¿por qué te ofendes tanto?
―Sí
―Es muy tarde y el horno no está para bollos. Octavio nos provoca con inten-
ción. Su cinismo creo que es puro desafío. Durante la bronca se me ha pasado
una idea que puede ser interesante: podemos intentar en los próximos fines de
semana explicarnos. ¿Qué os parece?
A todos les gustó la idea. Ahora tendrían la oportunidad de contar su mundo sin
cortes como en una película.
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―Bien. Tengo cuarenta y cuatro años, soy de una familia acomodada de Ma-
drid, mi padre fue un militar que estuvo en al lado de la Republica en la guerra
civil, al caer Madrid salió huyendo hacia Alicante donde se hacinaban miles de
republicanos para embarcar, el 28 de marzo pudo entrar en el viejo carbonero
inglés Stanbrook con mi madre y mi hermano mayor de dos años rumbo a
Orán. Estuvimos en Argelia varios años. Un hermano de mi padre pudo intro-
ducirnos en España, lo demás es historia. Un día os contaré las peripecias que
sufrimos, hoy no es el momento. Pude estudiar en Madrid, terminé ciencias
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políticas y después me preparé para ser controlador aéreo. Para vuestra infor-
mación: estuve varios años colaborando con la revista Cuadernos para el Diá-
logo.
Pero me cansé de todo, pensé que la vida que hacía era estúpida, el trabajo
me obsesionaba y mis nervios estaban a flor de piel. En veinte años de profe-
sión gané lo suficiente y aquí me tenéis. ¿Alguna pregunta?
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puro espejismo. Los sibaritas de la cultura se creen dioses y no dejan de ser
unos autistas encerrados también en sus grupos, en sus guetos de sabiduría y
se mueven despreciando a la masa vulgar y grosera. La cultura elitista no les
hace felices porque es para su consumo y me atrevo a más: les atonta, les
atrofia lo social, les vuelve pedantes, solitarios, inhumanos, clasistas y tontos.
La cultura en estos casos no libera sino lo contrario. Bueno me callo que me-
nudo rollo os he largado; yo busco el olvido sin estorbar a nadie.
―Lo que has expuesto es muy intelectual y todo eso, pero por qué nos ayudas
en el cine ―preguntó Fernando.
― Gracias por el cumplido, no hacía falta, pero tengo una duda: ¿por qué ha-
blas en pasado?
―Abandonas, ¿no?
―Es posible.
―Es tu opinión. Yo hago este viaje sin maletas, sólo el corazón y el instinto me
guían. No tengo miedo al futuro ni a la muerte, hasta donde sea.
El dialogo entre Fernando Y Octavio fue peculiar, cada uno se retrató sin avan-
zar, la frenada de Octavio se veía, las palabras no abarcaban la extensión de lo
que era Octavio Acosta, el enigma permanecía.
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Lo cierto era que la velada había agotado el preacuerdo de hablar dos o tres
por sesión. El grupo tenía más que suficiente por hoy, se prefería hablar de
cosas menos serias, además las copas enredaban la lengua. Las charlas se
replegaron casi por parejas. Fernando y Octavio mantenían una conversación
particular. Marga y Sandra bromeaban, sus risas alegres las describían. Ángel
y Teresa charlaban animadamente de su mundo escolar.
Los años pasaron por distintos colegios de Madrid, Ávila, Guadalajara; cerca de
esta ciudad junto a las riberas del Henares, en una finca, se ubicaba un bellísi-
mo edificio de estilo mudéjar, antigua residencia de unos marqueses que dona-
ron el palacete a la Congregación, en este sitio idílico hice el noviciado, aisla-
dos de la civilización, junto a dieciocho compañeros. En la noche del 25 de julio
de 1969, a punto de amanecer tuve la experiencia más sobresaltada de mi vi-
da. Me llevé un susto de muerte, el compañero Frenzel un nicaragüense, diez
años mayor que yo, estaba debajo de mi cama con su asquerosa mano encima
de mi sexo; salté de la cama como un muelle refugiándome en los servicios
hasta la hora de levantarse. Me fui directo al confesor que me aconsejó que le
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contara lo sucedido al padre maestro, le hice caso. El resultado fue que al
monstruo lo expulsaron, mientras tanto, ante el asombro de los demás novicios,
me habilitaron una habitación de invitados hasta su marcha. El secretismo es el
arma de las Sociedades religiosas, el padre maestro me impuso el silencio ab-
soluto bajo secreto de obediencia, una regla sibilina de los Estatutos Religiosos
para mantener sus enroscados propósitos. El hecho es que mi madre me notó
raro, su visita coincidió con el día de los hechos ―uno de los días más sinies-
tros de mi vida― me preguntó varias veces “¿estás bien, hijo?, sé que no se
marchó tranquila, yo mantuve mi silencio. Nadie entendía nada pues estába-
mos a veinte días de hacer la profesión religiosa que nos convertía en miem-
bros de la Congregación. El 15 de agosto de 1969 hice los votos de pobreza,
castidad y obediencia ante el superior Mayor de la Inspectoría.
Así ha sido, estoy marcado por la experiencia traumática de aquellos dos años
crueles que la mala fortuna me tocó con la mano de hierro de la insidia. Antes
de acabar os juro que las sospechas infundadas fueron tan peregrinas que
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puedo decir sin sonrojo, que el voto de castidad lo mantuve hasta el extremo de
que jamás me masturbé en el seminario, obsesión de la moral vigente de en-
tonces que llevaba por la calle de la amargura a más de un compañero religio-
so: la maldición del pecado solitario como adjetivaban estos obsesos a un acto
tan natural.
―Puedes mirar ―me dijo con naturalidad ―, el cuerpo de una mujer es un re-
galo para la vista masculina, no hay nada malo en contemplar la belleza.
Nos fuimos a dar un largo paseo, la larguísima conversación me abrió los ojos,
sus palabras fueron un bálsamo para extirpar la culpabilidad. Una anécdota
que revela lo verde que estaba: el siquiatra me invitó a una fiesta: había al-
cohol, marihuana y mujeres con poca ropa, la minifalda estaba de moda y yo
miraba de soslayo a las chicas, todas me gustaban de lejos.
―Ángel, ¿quieres bailar? ―me preguntó la hermosa mujer del siquiatra. Miré a
su marido, nunca había bailado con una chica.
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Al principio le puse los brazos sobre los hombros manteniendo la distancia de
castidad, ella se pegó a mi cuerpo, su contacto me trastornaba los sentidos, el
olor del pelo, el perfume de hembra, la suavidad de sus formas, la cercanía de
su rostro apoyado sobre el mío me levantaron los sentidos, la joven esposa
sonreía. Me alejé corrido de vergüenza. La pareja me siguió.
Fue mi primer amor, aquella noche soñé con ella, pero el recuerdo de su olor
me siguió dulcemente durante meses y también la muerte de los ñoños escrú-
pulos sobre el mundo femenino. La mujer no era el pecado.
Los putos curas casi me estrellan, estoy convencido que sería otra persona sin
su inicua influencia. Una vez le dije a mi padre cargado de ira:
―Te voy a decir una cosa: hoy soy mejor persona con todos los adjetivos gra-
cias al marxismo, no a la teología castradora de aquellos infames curas; voso-
tros tuvisteis mucha responsabilidad en mi infelicidad, ya no os culpo compren-
dí las circunstancias, ¡qué bien quedaba ante la sociedad nacional católica te-
ner un hijo sacerdote! Pero no esperéis un cariño incondicional, me robasteis
los mejores años de mi vida, nueve años son muchos años, padre. Mi padre se
calló.
Menuda noche os estoy dando, lamento mi sinceridad pero este soy yo: un po-
bre hombre atestado de reliquias, maltratado con inquina, ultrajado y humillado
por esos, señalado…
―Déjalo, cariño, te haces daño ―le dijo con dulzura su compañera Marga.
―Un día tenemos que hablar sobre la iglesia esa institución inventada por los
hombres para el control de su naturaleza libre ―le dijo Fernando a Ángel a
modo de consuelo.
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Cuando estuvieron solos Marga y Ángel se abrazaron.
―No llores
―No puedo remediarlo Marga, cada vez que lo recuerdo se me abren las heri-
das.
―Vámonos a la cama.
Se amaron con la ternura que guardaban los dos, despacio, recorriendo cada
poro de sus pieles, esparciendo los vocablos más delicados como gotas de
llovizna que iban regando sus corazones sedientos de compasión. Fue la no-
che más hermosa.
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―Ángel con su turbador relato, sus palabras de vértigo aun las llevo gravadas,
mi narración es menos dramática. Todavía evoco aquel mítico 1968 al lado del
maestro Luis Felipe, las ínfulas revolucionarias, la quimera libertaria; es verdad
que creí con fe en aquello. En Madrid Teresa y yo nos dedicamos en cuerpo y
alma al cambio democrático, los dos como sindicalistas de Comisiones Obreras
en la federación de la enseñanza; me harté del lenguaje sindical, de reuniones
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tediosas, de compañeros obtusos, de las prisas, de mi tiempo y añoraba mi
valle y los cerezos en flor y las callejuelas desiertas y los sonidos del campo;
tenía muchas ideas ecologistas para el pueblo pero los representantes políticos
eran tan cerriles como los asnos de oro. Había cumplido, ya dudo de todo, los
adoquines no eran tan rojos y quizás la filosofía me enseñó que el pensamiento
está invadido, contaminado de subjetividad.
―¿Terminaste?
―Tú, Fernando eres el más escéptico, ¿puedo saber por qué? ―le preguntó
Octavio.
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más el socialismo real no es marxista; leí La alternativa de Rudolf Bahro: con-
tribución a la crítica del socialismo realmente existente y me abrió los ojos,
leedlo. Me gana el filósofo griego que dijo: “el sabio debe orientar toda su vida
en el sentido de buscar el placer y evitar el dolor”
―Por supuesto Octavio, pero ellos (los epicúreos) decían con mucha sensatez
que la austeridad, el desasimiento de los bienes materiales, el equilibrio entre
el cuerpo y el alma proporcionan parte de la alegría del vivir.
―¡Qué bonito! ―dijo Sandra ―. Habrá que alejarse del mundo, de la gente, de
los problemas, y cada uno a lo suyo, menudo cuento Fernando, que se jodan,
¿verdad?
―No has entendido. Decía el sabio ―Fernando sacó un papel, que llevaba
preparado ―: “el hombre debe acatar las normas por el cálculo de los placeres.
Las leyes no son sino el remedio, el mar menor, con el que se ponen, por lo
menos, las condiciones necesarias para que pueda buscarse el placer. Por eso
y sólo por eso debe el hombre observar los mandatos de la autoridad”.
―Y sigo tirando de manual: en “la observación de las normas debe ser pasiva.
Evitar intervenir en la vida política, en los negocios públicos e indagar la felici-
dad en nuestro interior”.
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―Y te digo algo más, amiga Sandra, el positivismo no reconoce un orden obje-
tivo de valores. Las leyes se crean para controlar a la gente y a los pueblos,
imagínate si no las hubiera. El hombre es un lobo para el hombre.
Fernando se quedó tan ancho largando el cultismo copiado del filósofo, era un
monologo aburrido que sus amigos escuchaban entre neblinas de tabaco y tra-
gos de licor. Sandra se agitaba desde el sofá, negaba con la cabeza ante la
flema del exquisito y creído tertuliano.
―No quiero polemizar contigo allá tú con tus ideas emancipadoras, yo no creo
en nada.
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La tertulia se apagaba en la mayoría menos en Sandra que estaba tocada por
el sátrapa al que le tenía ganas, y él se dio cuenta.
―Es hora de marcharse. No te preocupes Sandra hay mucho invierno por de-
lante, además tenemos cansados al personal con nuestra charla errada que no
les interesa, ¿no ves que se abstienen?
El reto seguía, aún faltaban los monólogos de las tres mujeres: Sandra, Teresa
y Marga.
Las ideas de Sandra eran firmes como los cimientos de un dique. Sandra esta-
ba preparada, sin guardar la ropa se tiró a las aguas negras de la laguna, sin
mirar el fondo. “Mi relato es lineal, en estos últimos años mi vida ha sido una
estable rutina. Volví al pueblo por nostalgia, no por los cerezos en flor en la
primavera, ni la nieve en el Valdeamor en el invierno, ni los colores decadentes
del otoño mágico en los montes sino por los recuerdos del verano en la chope-
ra, la perenne memoria de Pedro, mi amado Pedro que me tira con la fuerza de
un imán siendo yo puro acero. No he vuelto a enamorarme, mi dedicación a la
medicina me llena el tiempo. En cada enfermo veo a Pedro, es un talismán en
mi existencia”.
―Hay que avanzar, evolucionar ―le soltó la frase abrasiva el refinado Fernan-
do.
―No me da la gana.
―Allá.
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―Escucha, Fernando tú sabes como yo que muchos revolucionarios se han
adaptado al sistema y a sus privilegios, ser de izquierdas y revolucionario es
demasiado duro para el estómago y para el bolsillo. ¡Cuánto impostor en la His-
toria! ¡Y cuánto daño han hecho! Te doy nombres: el radical Regis Debray, el
amigo del Che, que ahora vive como Dios en el Consejo Presidencial de Mitte-
rrand, y deshonra su figura y vulgariza su pensamiento tildándolo de volunta-
rismo, foquismo y guevarismo. Otro que tal baila el maoísta Ronald Castro, ar-
quitecto amigo de Miterrand que se burla de sus ideas, no me importa que el
libertario Dany el Rojo diga: “sólo los idiotas no evolucionan”. Todos se justifi-
can para unirse al sol que más calienta, al poder, a las influencias. Son unos
desalmados.
Sandra se ha puesto roja. La voz es punzante, agita las manos de forma exa-
gerada, la mirada azul está alojada en la estantería de libros de Ángel. Se da
cuenta de su efervescencia, siempre se pone muy nerviosa cuando habla con
Fernando, su soberbia la anula, es un tóxico que le aspira el alma. Guarda si-
lencio, tregua que vale para ordenar ideas, beber un vaso de agua, fumarse un
cigarrillo, tomar el aire en el pequeño huerto de la casa y estirar las piernas,
echar una ojeada a los niños que llevan dormidos un tiempo, ir al servicio.
―Pero Alain Krivine dijo sobre el mayo francés que fue una rebelión, pero no
una revolución ―añadió Fernando.
―¿Y qué?
―Nada, que son los menos, las fantasías revolucionarias son pasado mi queri-
da Sandra, tú vives en un mundo feliz.
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―¿Quieres la verdad? ¿Quieres saber lo que pienso de ti y del grupo, con la
excepción de Marga?
La puntada activó las escasas reservas de prudencia que debía: “Tú te lo has
buscado Fernando. Estoy harta de tus mofas. Tienes un problema serio, tu nar-
cisismo te destruirá, lo verás. Eres un vanidoso insufrible. No me apetece se-
guir, ¿para qué gastar palabras ante una mente tan privilegiada como la tuya?”
―Eres injusta Sandra y soberbia, nos examinas con frivolidad; ¿qué sabes tú
de las razones existentes de cada uno de nosotros? Tú sí que eres pretenciosa
―dijo Teresa bastante molesta con Sandra.
―Me paso tu burla por donde sabes, os revelo un secreto: este verano me voy
a Nicaragua como cooperante, quiero ayudar a esa gente, quiero participar del
proceso revolucionario del país
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―No te conozco mucho, me pareces una mujer admirable e inteligente pero te
equivocas en tus aspiraciones revolucionarias, yo pienso que a los pueblos hay
que dejarlos con sus algaradas: sin intervenir y sin colonizar. La historia nos
enseñó lo que se ha hecho con los nativos, destruirlos, robarlos, aniquilarlos.
Fuera las ONG, fuera los misioneros, fuera las intrusiones. Hemos jodido a
África, Oriente Medio, Latinoamérica con evangelios, constituciones perversas,
asesinamos en nombre de la democracia y seguimos sin aprender y encima
nos manipulan.
―Me permites Ángel una cosa, yo sé todo eso y algo más: a Nicaragua la asfi-
xian la Contra (contrarrevolucionaria) una organización militar apoyada, cómo
no, por Los Estados Unidos que tiran a muerte para arrasar al Movimiento
Sandinista; para tu información el FSLN derrota en 1979 al dictador Anastasio
Somoza Debayle, un personaje de la saga Somoza que con el apoyo de la oli-
garquía, la iglesia católica y los Americanos tenían sojuzgado al pueblo desde
1934. Necesitan ayuda. Yo no quiero ser cómplice del “democrático Reagan” ni
de la “democracia norteamericana”. No pienso cruzarme de brazos y justificán-
dome. ¿Me he explicado?
―Mira, Ángel no te mando a donde sabes por educación, pero eres un resenti-
do.
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―Bueno ―intervino Fernando ―, ya está bien de mítines, que nos tienes
abrumados Sandrita, relájate y tómate una copa.
La madrugada del domingo enrojecía los ojos de los tertulianos y los bostezos
involuntarios ponían fin a la dura y cargada velada de otro sábado.
De nuevo otra trasnochada, sería la última. Fueron llegando sin prisas, Octavio
pasaba muchas horas con Ángel y los niños, a menudo almorzaba con ellos y a
veces se quedaba a dormir en el sofá cama. Fernando y Teresa llegaron los
últimos por el cine, Sandra jugaba con el tren de Pedrito y al pequeño Juan lo
acunaba su madre para dormirle.
132
pero también me enamoré del rock, cuando vi Hair aquella ópera fantástica que
conectaba con mi idea del paraíso incontaminado, con el amor libre, con la paz
mundial fue la iluminación de mi ideal de vida. La imagen que doy no es real
detrás de mi apariencia equilibrada está la Teresa apasionada y rebelde, no he
claudicado Sandra, no soy una pequeña burguesa como dice Octavio, nada es
cierto, persigo la felicidad como todos, ese es el gran reto.
―Yo también he visto Hair, la ópera hippy la ocupó la burguesía ―dijo Octavio
Acosta.
―Sé lo que quieres decir; la industria ve negocio y pervierte las ideas hermo-
sas alterando su esencia para sacar dividendos, todo lo maravilloso lo cubren
de espesura, lo banalizan. Siempre hay gente más astuta que los revoluciona-
rios.
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los libros de la estantería de Marga y de Ángel. Teresa había activado un deba-
te espinoso entre personas leídas e inconformistas.
―Con este análisis apocalíptico ya no se puede hacer nada según tú, el capita-
lismo ha vencido definitivamente, sólo nos queda la resignación, pues yo no
renuncio, lucharé ― afirmó desafiante Sandra.
Teresa se guardaba muchas cosas y había hecho muchas pero ahora estaba
en paz con sus clases de Filosofía en el Instituto, donde impartía docencia den-
tro del más escrupuloso respeto por sus alumnos y en ayudar a su compañero
Fernando en el cine. Si algo le generaba desasosiego era su infertilidad, no
podía tener hijos, pero esta amargura la reservaba en lo más hondo de su co-
razón y jamás daba concesiones a nadie excepto a Fernando.
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―Mi relato será breve; soy la menos preparada del grupo, no pude estudiar
Magisterio la carrera que me ha gustado siempre, pero la vida es como es.
Siempre llevo en mi recuerdo a mi madre Dolores y a mi padre Aurelio tengo
rencor porque esta democracia aún no ha recuperado la memoria histórica de
los represaliados por la dictadura, pensé que el Gobierno socialista haría el
trabajo, falsa ilusión, el miedo es libre.
Dicho esto os revelo un secreto guardado y que hoy me apetece contar. Cuan-
do estuve arrastrada por la infidelidad de Marcos mi vida no valía nada ni mis
hijos me mitigaban el dolor, quería tanto a Marcos que la humillación me sumió
en la locura y fue nuestro amigo José quien me sacó del agujero. Un día como
tantos bebía en la terraza de Las Palmeras, sola, no quería compañía, me pa-
saba las tardes perdida entre la gente sin su presencia, no veía más allá de mis
sandalias, bueno, una tarde se me acercó José y hablamos, fueron mis prime-
ras palabras en meses, así me fue sacando la rabia contra el mundo, poco a
poco me abrí, cuántas lágrimas soltamos ¡dios! La amistad nos envolvió de tal
modo que nuestros cuerpos necesitaban compensación y José y yo tuvimos
una apasionada aventura de amor durante un tiempo, los dos heridos por tanto
desamparo nos curamos a base de compasión absoluta y de entrega sin freno.
También retengo la memoria de nuestro maestro Luis Felipe, sé que habló con
Marcos cuando éste vivía con Nuria en Mérida pero no trascendió porque Mar-
cos también se alejó de todo, nadie sabe por dónde vaga. Ahora estoy en el
mejor momento de mi vida al lado de mi admirable y admirado compañero Án-
gel, es el mejor ―la mirada acuosa de Marga buscó la de Ángel que sonreía
―. Por último, antes de que me abrume la emoción, voy a ser madre otra vez.
Ya no pudo seguir rebasada por las lágrimas de felicidad. Todos a una felicita-
ron a Marga y ellos se unieron en un largo abrazo colmado de besos.
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por encima de la cintura en la película de 1955 The Seven Year Itch; amó a la
rubia elegante y fría Grace Kelly, para Fernando, coincidía con Alfred
Hitchcock, era el rostro más bello y equilibrado del cine; le trastornaban los se-
nos imponentes de Kim Novak en Vértigo, la turbadora adolescente Sara Mon-
tiel, los seductores ojos malvas de Elizabeth Taylor, las curvas espectaculares
de la provocativa Mae West, la cautivadora Lana Turner en El cartero siempre
llama dos veces, los maravillosos pechos de Victoria Abril en La muchacha de
las bragas de oro, las interminables piernas y el trasero alto de la vedette Nor-
ma Duval, la generosa anatomía de Sofía Loren, la cándida y dulce belleza de
Romy Schneider en Sissi, las caderas opulentas de María Omaggio en La Lo-
zana andaluza, la belleza agresiva, felina de Ava Gardner, el pubis rubio de
Barbara Bouchet, la mirada inquietante de la ambigua Marlene Dietrich. Fer-
nando ha visionado cientos de veces la imagen de Bo Derek saliendo del agua
en la película 10, la mujer perfecta, es una de sus preferidas.
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taban poco los asuntos personales de él igual que sus escapadas. Teresa se
había transformado en una mujer reposada, satisfecha con sus clases, la única
pasión era su preocupación intelectual por la poesía, ella misma escribía ver-
sos en la más estricta intimidad, en la biblioteca personal aparecían los poetas
clásicos junto a los transgresores y modernos, tenía una relación por carta con
el poeta argentino Mario Gelman al que había conocido en una conferencia
sobre la poesía de la generación del 68 y que le informaba de las novedades,
sólo el argentino recibía sus poemas. Para Teresa era una delicia ir a la chope-
ra, sentarse en el viejo chopo de su juventud, leer, mirar a los niños jugar y al-
borotar como los pajarillos junto a la fuente de hierro, charlar un rato con el se-
ñor Aniceto, el viejo parquero que se pasaba el tiempo de jubilación en su par-
que echando una mano al nuevo con sus atinadas pautas para que el parque
luciera como en sus tiempos. Teresa y Fernando eran ya más compañeros que
amantes.
―No importa.
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La vio llegar desde la estatua ecuestre, se fijó en ese andar ondulante y seguro
de las mujeres sensuales con la mirada alta y al frente sin atender a los viejos
rijosos que la desnudaban ni a los hombres que la piropeaban, parecía no es-
cuchar nada, desdeñosa con los mirones. Helena era la mujer deseada, ella lo
sabía; todas las hembras bellas reciben halagos desde la pubertad, son agasa-
jadas tanto por hombres como por mujeres de modo habitual.
Helena llevaba un vestido ligero estampado en colores verdes que el leve vien-
to ajustaba al talle para el deleite del sector masculino y para la vista ávida de
Fernando.
Se saludaron
―Aquí me tienes.
―Buena idea, conozco un restaurante gallego cerca del Parlamento donde po-
nen un buen menú, ¿vamos?
―Es mi hermano ―sonrió con picardía Helena. La chica adivinó las intencio-
nes de él ―. Fernando este verano había pensado ir al pueblo el mes de agos-
to, le he dado muchas vueltas, imagina por qué: la muerte del pobre José me
dejó muy tocada y pensé pasar página pero algo que no sé explicar me lleva al
lugar donde he sido feliz, tengo nostalgia del valle, de la montaña, de los rinco-
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nes del bello barrio judío por donde nos perdíamos José y yo abrazados, be-
sándonos a cada paso para terminar siempre en el río, beber agua fría de la
fuente Chiquita y amarnos en la orilla del riachuelo en la madrugada, en el si-
lencio cómplice, en la luna inocente. Tengo ansias de volver, de reconciliarme
con José llevándole unas flores a su tumba y hablar tantas cosas con él des-
pués de un larguísimo año, recorrer los mismos pasos que pisamos los dos y
soltar todas las lágrimas contenidas. También tomarme muchas copas en su
pub, en la misma butaca donde reímos, lloramos y hablamos de todo.
― ¿Qué tenía José de especial para engancharte con tanto fervor? Para mí era
un infeliz con muchas lagunas, no me lo explico.
―Lo siento Fernando, tengo que visitar a mi madre, la mujer necesita mis cui-
dados, lo comprendes, ¿no?
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pueblo llevaba un extraño sentimiento de haber dado el patinazo de su vida.
Estaba humillado, frustrado, jodido; él que se pensaba que iba a conquistar a la
chica de sus sueños con sus capacidad de seducir, con su elocuencia abruma-
dora, con sus modales refinados copiado de tantas películas, y un hombre tan
listo confundió el deseo con la realidad. Los fabulados días del invierno y de la
primavera pensando y desando a su diosa se fueron por la alcantarilla del fra-
caso.
Helena indiferente a los ardores del iluso amante revivía en soledad los días
pasados con José por los mismos espacios transitados. Todos los días iba al
cementerio, todos los días se sentaba en el mismo lugar donde se tomaba una
copa con él, todos los días recorría el paseo de los pinos hasta el asiento de
piedra de la Plaza de Nápoles, todos los días bebía agua de la fuente Chiquita,
todos los días se tumbaba en el prado junto a la orilla del río.
141
tos sensuales de las jóvenes. Fernando tan crítico con estas veleidades, tan
duro con sus vacíos paisanos había invertido su solidez insurgente y caía en
sus redes como uno más, arrastrando a Teresa y a los amigos de siempre. Hoy
sólo estaba interesado en Helena. Fernando venció la resistencia de ella con
astucias de veterano hechicero de la palabra: “lo vamos a pasar de maravilla,
será una noche que no olvidarás, créeme, te lo prometo,” otras muchas prome-
sas convencieron a la muchacha. Helena estaba preciosa vestida sin lujo, con
la belleza de su naturalidad eclipsaba los aderezos y maquillajes de otras em-
peñadas en lucir por encima de sus posibilidades.
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Teresa se levantó y con ella Ángel y Marga. Durante el trayecto Marga amagó
con algunas palabras de consuelo, pero Teresa sólo contestó: “gracias Marga
eres muy buena, ahora no”. “¿Te acompañamos?” preguntó Ángel. “Prefiero
estar sola, gracias de verdad”.
La pareja se trajinaba la noche entre bailes y copas. Fernando estaba tan pues-
to que la desazón no erosionaba su veleidad, el consuelo y la felicidad estaban
en Helena y nada frenaba aquel caballo desbocado. Amanecía.
―Te acompaño.
Dieron un rodeo desde el casino hasta el hotel, Fernando la asía por la cintura,
la llevó por la chopera, a su abrigo se besaron y se acariciaron; Fernando quiso
llegar hasta el final, pero Helena se negó:
―Como quieras.
Marga trajo el café y las dos se sentaron en el sofá; necesitaban una larga con-
versación.
143
―Suéltalo todo Teresa.
―Es un cabrón, es un hijo de puta. Nunca pensé que me la pegara de ese mo-
do delante de todos. ¿Cómo se puede ser tan imbécil? Putero, pedante, asque-
roso. Es…es imposible ―la voz le fallaba, tanta era la ira.
―Te comprendo sin reservas. Recuerda cómo eran los dos en nuestra juven-
tud. A Marcos me entregué con toda mi alma, le admiraba por su radicalidad,
por su libertad, por su entrega, me amaba con pasión desatada, nos queríamos
en cualquier sitio, le importaba un pito la gente, a veces llegué a pensar que los
mirones le ponían y acuérdate lo que me hizo. Las pasé canutas, me sentía
humillada y rota como las muñecas abandonadas en el desván desmadejadas
y sucias. El monstruo no tuvo compasión, ni sus hijos le retuvieron se fue para
siempre, todavía estoy esperando una señal. Perdona que te cuente, pero las
traiciones se parecen tanto, ¿verdad Teresa?
―Verdad. Yo también confié en él, él tan refinado tan culto tan equilibrado;
¡qué ingenua he sido! Yo que me creía que él estaba por encima de las velei-
dades femeninas, qué poco le conozco. Se habla, se escribe de la intuición fe-
menina, es que somos tan amantes que nos olvidamos que los tíos sólo pien-
san con el pene. Ni estudios ni leches cuando ven a una mujer joven y guapa
babean como los perros, se comportan como ellos, les huelen el culo y a mon-
tarlas.
―Está muy claro, dejarle. ¡Cómo voy a convivir con ese mierda! No comprendo
como por un coño tira todo, es un estúpido. De algo estoy segura: esa chica no
le quiere, Helena es enigmática, apenas sabemos de ella, pocas veces se ha
expresado, reconozco que es muy atractiva, ¿pero es motivo para que él pierda
la cabeza?
―¡Va! Ya se sabe que los tíos son unos calaveras y a nosotras nos tocaron los
más crápulas. Es paradójico: los dos eran los refinados, los intelectuales, los
listos. Nos deslumbraron con su sabiduría de pacotilla y no eran más que co-
mediantes rellenos de soberbia ―dijo Marga para consolar a su amiga.
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―No le necesito para nada, dentro de poco tiempo me suplicará; en realidad es
un pobre cobarde.
―Es verdad yo también le conozco, nunca pensé que el más digno de nuestros
amigos, el más revolucionario junto con mi ex, el más coherente patinara de
esta manera, no lo entiendo, al final Octavio va a tener razón somos unos pro-
gres de salón, unos pequeños burgueses que jugamos a ser revolucionarios
pero que nos hemos mojado poco; los adoquines de las barricadas del Barrio
Latino en el mítico 68 no eran tan rojos.
―Vamos Teresa, mira hacia adelante, tienes todo por hacer, tú vales mucho y
nos tienes a mí y a Ángel, pégale una patada en el culo a ese gilipollas no te
merece.
―Es fácil decirlo Marga, tú lo pasaste mal, te echaste a perder sin entender por
qué Marcos te la pegó, menos mal que apareció tu ángel salvador, ¿y ahora
qué?
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pués se hizo una manzanilla, el estómago le ardía de acidez, se metió en la
ducha y dejó correr el agua fría hasta espabilarse; su pensamiento era Helena.
En pocos minutos esperaba en el hotel a que bajara. Helena apareció luminosa
vestida con un pantalón vaquero y una blusa roja, sin nada de maquillaje sólo
una pincelada rosa en los labios.
― ¡Gracias!
―Vamos.
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cepticismo, su pasión por el cine y Helena escuchaba distraídamente las pajas
mentales del personaje sonriendo de vez en cuando por cortesía. Ella compa-
raba las diferencias entre su amado José tan sincero tan abierto tan transpa-
rente tan sencillo con el pedante Fernando tan sofisticado tan forzado tan inte-
lectual y una sonrisa enigmática se posaba en sus labios rosa.
―Quédate Helena.
― Hemos hablado de esto muchas veces, te dije que mi vida está en Madrid.
― No
― ¿Entonces?
― ¿Y ahora qué?
― Es tu problema.
― Pero…
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che, recuerda que Teresa y tus amigos se fueron ¿o ya lo has olvidado? No
quiero ponerme en la piel de esa chica en la noche de la verbena, despierta
Fernando, no te voy a dar lecciones de ética pero debemos ser coherentes con
nuestras acciones. Fue y es tu problema ―era la parrafada más larga que He-
lena había soltado en el tiempo que estuvo con él.
―Lo sé, lo sé, lo sé ―repetía dándose puños en la frente ―estaré allí Helena.
A las cinco de la tarde salía el tren. Fernando todavía albergaba una mínima
esperanza. Se había pasado la noche en blanco. Fue a buscar a Helena al ho-
tel. El trayecto hasta la estación casi en silencio. Los amagos de conversación
los cortaba la joven con un intencionado: si, no. Llegaron con adelanto. Las
manos de Helena rechazando sus manos y él acosando hasta el último suspiro
y ella evitándole. Cuando el tren se acercaba, Fernando enajenado se abrazó a
ella: “no te vayas, no te vayas Helena, te amo”. Helena impasible se subió al
tren. Cinco minutos después el jefe de estación agitó el banderín rojo y el tren
lentamente se puso en marcha. Helena no sacó la mano desde la ventanilla del
vagón y a Fernando le corrían dos gruesas lágrimas por las mejillas envejeci-
das.
148
15
― Corre de tu cuenta.
Teresa no puso pegas sólo que ella buscaría un hotel; su intención era no in-
miscuirse en la vida de ellos y además apreciaba mucho su propio espacio.
149
Las mañanas reventadas de sol las pasaban en la playa de arena muy fina; los
niños disfrutaban a sus anchas del agua y la arena, ellos tomaban al mediodía
unas cervezas con un huevo duro al que ponían sal y pimienta en el chiringuito
de la playa, los chiquillos se contentaban con unos polos y patatas fritas. Eran
felices y Teresa volvía a sonreír. Por las tardes paseaban por el pueblo antes
de sentarse en la terraza de Emidio para degustar los deliciosos caracoles de
Sesimbra acompañados de pan torrado con mantequilla y tomarse una bandeja
de lambujinhas; otras veces iban a tomar café con dulces típicos como los pas-
teles de nata espolvoreados con canela, también iban a una placeta de arqui-
tectura tradicional con fachadas de azulejos colmada de restaurantes y en una
esquina la taberna del Pescador donde se bebía un licor anisado servido a pre-
sión que les ponía muy contentos, tampoco faltaba los helados de todos los
sabores que los niños lamían con deleite.
― ¿Qué le parece?
― Nada, es un regalo.
― ¿Y eso?
150
― No lo sé ha sido un impulso, su rostro me atrajo, sobre todo sus ojos negros.
―Teresa ¿y usted?
Entonces vino una larga explicación de Mário por insistencia de ella. Teresa
estaba impresionada por la capacidad de fabular del pintor, por la naturalidad
de su palabra sin asomo de pedantería. “Si te aburro con mis historias me lo
dices”, pero la mirada lo decía todo y Teresa estaba encantada. Mário Antunes
inició su aventura en Granada.
―¿Conoces la ciudad?
―Sí, he ido varias veces, es una ciudad que me seduce desde jovencita
cuando un profesor me introdujo en la poesía y nos habló de los poetas de la
República y del poeta asesinado aquí. Antonio Machado en un poema trágico:
“se le vio, caminando entre fusiles/ por una calle larga/salir al campo frío/ aún
con estrellas, de la madrugada…
― Me sorprendes Mário.
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― El rastro de Federico García Lorca y la Alhambra me trajeron a Granada.
Tengo cuarenta y cinco años, después del 25 de abril en 1977 me fui de Lis-
boa.
― Y así fue en un principio, no todo fue de color rosa, más adelante te contaré.
Aquel día venturoso para Portugal el presidente Marcelo Caetano exigió para
152
su rendición la presencia de un oficial de alta graduación y a las 17:45 se rindió
ante el general António de Spínola. A Revoluçâo dos Cravos pasó a la historia
de este pueblo y cuando Portugal pasa por momentos difíciles la gente se ma-
nifiesta con la canción de Zeca Grândola, Vila Morena.
― Me siento feliz a tu lado, tienes algo que calma, que destierra las tristezas.
― Puede, todavía tenemos una semana por delante. Sólo te adelanto que
vengo de un episodio muy desagradable con Fernando mi compañero casi
desde la infancia. Ya es muy tarde y tengo que regresar al hotel.
― ¿Dónde te alojas?
― En el Do Mar.
153
español se me pone la piel de gallina ―un largo silencio se interpuso entre
ellos. Las miradas son todo ―. Te deseo Teresa.
― Y yo también.
Los pocos metros que los separaban hasta el estudio iban en silencio agarra-
dos por la cintura. El apartamento era pequeño y sencillo, estaba un poco des-
ordenado con cuadros sin terminar, olía a productos de pintura pero era muy
acogedor.
El disco empezó a girar; Mário abrazó el cuerpo de Teresa, con suavidad fue
despojando su cuerpo del breve vestido, sin prisas, besando la piel sonrosada
y caliente del sol hasta quedar desnuda delante de él. Mário recorrió cada zona
del cuerpo encendido, excitado, anhelante de ella, se oía terra da fraternidade.
Teresa hizo lo mismo besó el cuerpo fuerte con la humedad dúctil de sus labios
por las ondulaciones por las turgencias de la morfología varonil de aquel hom-
bre vertical, sonaba o povo é quem mais ordena. Se invadieron con la intensi-
dad del deseo urgente…dentro de ti, ó cidade.
― Me pasa lo mismo.
154
Las frases mimosas se desvanecían lentamente en las sombras del sueño pro-
gresivo, reparador, feliz. La luz cegadora penetraba por el balcón del estudio,
Mário bajó las persianas y volvió a desear el cuerpo desnudo de Teresa que se
dio la vuelta murmurando entre sueños palabras ininteligibles. Se despertaron
al mediodía, Teresa miró la hora en el reloj blando de la pared, se sobresaltó:
― Es tardísimo Mário y mis amigos estarán preocupados. Nos damos una du-
cha rápida y un café y nos vamos a la playa.
― Mis amigos son encantadores, además quiero presentarte, son cosas mías,
por favor Mário te lo ruego.
― Acepto ―Mário intuía que Teresa le debía mucho a esos amigos, en la con-
versación de la pasada noche hizo referencias de ellos y de su generosidad
155
ideas muy afines, pero una pregunta sobre el buen manejo del castellano por
parte de Ángel dio un giro total al coloquio:
― Estuve en España unos años, “soy culo de mal asiento” como decís voso-
tros. La ciudad soñada para un modesto pintor como yo era Granada, fue un
flechazo nada más pisar el suelo empedrado del Albaicín, ¿lo conoces?
―Ángel negó con la cabeza ― tienes que ir, tú que además eres un entusiasta
de Lorca según me has contado. Me instalé en una buhardilla frente a la Al-
hambra, ¡qué espectáculo! Ángel, levantarme y acostarme frente a ella durante
dos años y se fijó a mis recuerdos como el tatuaje de amor de una belleza pu-
ra. En Granada pintaba una y otra vez el monumento desde el mirador de San
Nicolás, desde esta elevación se divisa toda la ciudad y la Vega y la imponente
sierra. Todos los días, fuera invierno o verano me ponía debajo de un árbol y
reproducía la Alhambra siempre diferente, a los turistas le gustaban mis repre-
sentaciones pictóricas y no me fue mal.
― No me debas nada, en este mundo tan absurdo, a veces, debemos dar sin
esperar, este es otro secreto de la felicidad.
156
Los niños tenían hambre.
Mário Antunes afirmó con un movimiento de cabeza, tenía prisa por llegar y
liberarse del despiadado sol de las tres.
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― Es incongruente que las dos dictaduras de la Península Ibérica no se enten-
dieran.
― Así somos.
―Te amo Mário, me has resucitado, nunca creí que fuera tan ardiente siempre
me asignaron el papel de niña y de mujer formal, equilibrada, seria, y me adap-
té, esa es mi imagen, pero me he caído del caballo o me has tirado tú, bendita
caída, ahora descubro a mi edad otra Teresa que sale al exterior.
158
los habían inutilizados o estaban en el proceso. Hoy las aulas son recintos para
lavar cerebros. Es lo que pienso.
―Muy de acuerdo.
Tenían tantas cosas que contarse que los temas les atropellaban. Después de
las parrafadas mutuas se fueron a la playa. Agosto se iba con calor y el viento
estaba en calma. Gozaban con los baños del agua fría del mar, haciéndose
ahogadillas, besándose después como si fueran adolescentes; sobre la arena
palabras y palabras.
―De tu país casi todo, si estuve tantos años fue por el patrimonio cultural, por
su historia, por sus contrastes. Te voy a contar algo que pocas veces he desve-
lado; mi padre fue un brigadista en la guerra civil, estuvo en el 2º Batallón Do-
mingo Germinal junto a los anarquistas españoles; fue de los pocos que se sal-
varon en la Batalla del Ebro, pudo huir y regresó en 1938 a Lisboa. El anar-
quismo portugués fue el predecesor de la FAI, pero España siempre nos olvida.
Mis ideas libertarias se las debo a mi padre, él por desgracia falleció, yo le de-
bo mucho y mi recuerdo siempre en el corazón ―Mário Antunes detuvo la pa-
labra por la intensa emoción que la evocación de su padre le producía. Teresa
le tomó la mano―. Disculpa, Teresa, soy un sentimental aunque no me importa
esta condición: los hombres también lloran. Por eso amo a España, mi padre
tuvo siempre nostalgia de aquella España republicana tan adelantada que los
fascistas y el clero se cargaron de forma tan vil y cruel. ¡Cuántos españoles
desconocen la historia real de tantos luchadores que dejaron sus vidas por la
libertad! Ojalá recuperemos la memoria tirada en las cunetas, ellos se merecen
159
la verdad. “La verdad siempre es revolucionaria” decía un premio Nobel de Lite-
ratura francés.
― Me gusta lo que dices Mário, me recuerdas a mi profesor Luis Felipe que era
un amante de la verdad, el único que conocí en mi juventud, lástima que sus
discípulos mi amigo Marcos, mi compañero Fernando renegaron de sus ideales
como tantos que eran tan rojos de boca, yo misma me he adocenado, la única
que mantiene la fe en la revolución es mi amiga Sandra. Éramos siete ilumina-
dos por la antorcha de un febril profesor de literatura en el lejano 1967, de los
siete dos se fueron para siempre, uno de ellos Pedro el chico más limpio murió
de leucemia y José el desdichado no superó sus adicciones y el excéntrico
Marcos desapareció, éste casi destroza la vida de Marga la mujer de Ángel,
pienso muchas veces en aquellos años de luces, de tertulias interminables en
la chopera, de versos sueltos en un ambiente cerril y torpe, cómo nos elevamos
sobre la miseria del régimen franquista en la edad de la ingenuidad, nos em-
briagamos de palabras altas, de puños alzados, de canciones condenadas, de
poesía como “arma cargada de futuro” verso de Gabriel Celaya, qué pena Má-
rio en lo que nos hemos quedado.
― Como quieras.
160
Fue una tarde larga de sol, de playa, de palabras y de halagos. La brisa del
mar y del sol agregaba belleza al rostro delicado de Teresa.
―Te deseo.
La frase produjo en Teresa una excitación carnal tan fuerte que las aletas de su
nariz vibraron de ganas de él. Con Mário había florecido la mujer pasional que
estaba oculta por capas de indiferencia. Fernando siempre vio en ella a una
mujer fría, culta, moderada, ambigua y descubrió en pocos días sus ganas de
amar y ser amada con lujuria como hembra por un hombre hábil como Mário.
Teresa estaba eufórica, renacida y feliz, su alegría era tan penetrante que ex-
clamó sin ningún pudor: “te quiero Mário Antunes”. Se fueron abrazados hacia
el refugio del pintor, agitados de marejada. Ni la sal se interpuso entre los cuer-
pos codiciosos de amor avaro y sediento, ansioso de tantas pérdidas. Fue el
crepúsculo más bello para Teresa que lloraba de gozo.
― Tú lo sabes, farsante.
Era el último día de camping para Marga, Ángel y los niños. A las once estaban
en la playa, había que aprovechar las horas de arena y sol, sobre las doce lle-
garon Teresa y Mário.
161
― ¿Te vas a Lisboa con él?
Mário propuso una cena de despedida. Todo fue muy bien. Teresa confirmó a
la pareja de amigos que se quedaba con Mário una semana en Sesimbra.
― No lo sabía, sigue.
162
Sebastián hasta Santiago de Compostela parando en Altamira sobrecogido por
las pinturas rupestres. Me dijo que gozó con las altas catedrales góticas de
Castilla la Vieja y siguió los pasos del Quijote por Castilla la Nueva y Madrid,
claro; estuvo varios meses atraído y fulminado por Velázquez y Goya. No podía
dejar España sin rastrear los pasos de uno de sus pintores preferidos: Salvador
Dalí y Cadaqués y la incalificable, maravillosa y única arquitectura de la Sagra-
da Familia de Gaudí en Barcelona.
El último y el más emotivo destino lo reservó a la memoria del poeta del pueblo,
el poeta de la tierra, del hambre, de la tortura, de la luz, del compromiso. Paseó
por Orihuela y se desordenó su emoción, evocó “las nanas de la cebolla” en la
casa-museo del poeta y en el cementerio donde reposan sus huesos junto a su
mujer Josefina Manresa y su hijo Miguel. En esta inolvidable conversación me
reveló que su secreta pasión era el cante jondo porque le aunaba al fado por el
grito del dolor universal que el desahucio de las gentes humildes sufre por la
horda despótica de una élite que juega en un tablero de ajedrez el destino del
mundo. Cambiando de tema: ¿qué te contó Teresa?
― ¿Te fijaste en ella? No parece la misma. Me explicó que Mário quiere conti-
nuar con su relación y la decisión de dejar a Fernando es firme, que no tiene
miedo.
― Es cierto me contó que buscando paz interior hace yoga y me animó a esta
práctica. Es un espíritu libre aunque se juzga con dureza, dice que tiene mu-
chas contradicciones, que tiende a la melancolía y al pesimismo.
163
― A mí, Teresa me dijo que aún tiene algo que conseguir o experimentar, se lo
dijo de forma tan enigmática que mi amiga lo dejó ir.
― Siempre te amaré.
164
16
Siguieron el trayecto hasta la vieja plaza de toros de Badajoz, el lugar más vil
de la guerra civil, Mário Antunes le contó a Teresa que él conservaba la crónica
165
de su compatriota Mário Neves enviada al Diário de Lisboa; horrorizado dijo
que jamás volvería a Badajoz. Los historiadores no se ponen de acuerdo pero
en el genocidio cayeron entre 1.800 y 4.000 personas sin juicios. Otro periodis-
ta norteamericano dijo que escribía la historia más dolorosa de su vida, “la es-
cribo a las cuatro de la madrugada enfermo de cuerpo y de alma…” y narra del
sadismo empleado por la barbarie falangista, por los regulares africanistas del
ejército sublevado y la guardia civil.
― Las guerras son una estafa para la humanidad que nos deshonra como es-
pecie, y la guerra civil española fue un atropello brutal contra las libertades de
la joven República. Franco no hubiera ganado la guerra si Francia e Inglaterra
hubiesen apoyado al gobierno legítimo. Yo me cabreo cuando se comparan
muertos, ¿es que la gente no sabe que los militares africanistas dieron un gol-
pe de estado? La República con gobierno legal por supuesto tuvo que defen-
derse contra esa canalla que protegía los intereses espurios de la clase bur-
guesa que además contó con el apoyo de la Alemania nazi y de la Italia fascis-
ta. ¡Menudos aliados! ¡Vaya compañeros de viaje! ¡Qué legitimidad! Fue una
vergüenza. En nuestro país aún siguen los del frente popular arrojado en fosas.
No hay memoria ―dijo muy enfadada Teresa.
―Y tienes razón, los parias de la tierra tenemos que conquistar la libertad y los
derechos a base de lucha contra la basura omnipotente. La historia se repite
una y otra vez, ojalá fuera verdad el verso que recoge la canción de Grândola,
Vila Morena: “O povo é quem mais ordena”.
166
ron las consecuencias de la brutalidad de falangistas, legionarios y moros. El
odio hacia ellos adjetivándolos de ratas, alimañas y otros epítetos muestra a las
claras la repugnancia irracional de la derecha por unos seres que buscaban
justicia y dignidad en aquella trágica España de caciques. Teresa le dice a Má-
rio que se debe recuperar la paz definitiva con el reconocimiento de los muer-
tos que defendieron la legalidad:
― No Mário soy bastante realista, las gentes de nuestro país son rencorosas,
sólo hay que escuchar a los políticos en sus mítines: se arrojan piedras. A ve-
ces pienso que seguimos en la España del 36, que nada ha cambiado, que los
dos frentes resisten.
167
― No le hagáis caso ―le disculpó Teresa
― ¿Traeréis hambre?
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pero su mirada felina vigilaba todos y cada uno de los gestos de Mário y eva-
luaba sus palabras.
Mário era el foco de la velada, algo que le resultaba molesto. Teresa estaba
encantada con la erudición de él, su miraba enamorada un tanto boba como la
de todos los conquistados sorprendían a Octavio que hizo un comentario mor-
daz:
―No soy idiota, es que Mário es un regalo ―Teresa le fulminó con su mirada
grande ―, oye que lo digo de corazón sin retintín alguno. ¿Sabes? Mário y yo
nos parecemos, nos cuesta encontrar un lugar en este mundo; yo llevo una
vida de asceta, vivo con lo justo, busco la felicidad despojado de todo, soy paci-
fista como Gandhi pero a diferencia de él no lucho, me parece una pérdida de
tiempo.
Las palabras intencionadas las recogió Sandra. Mário Antunes aguardaba ex-
pectante su respuesta, Sandra le atraía, había en ella una mirada febril de mu-
jer apasionada que cautivaba.
―Por respeto a Mário te voy a contestar sin agresión, Octavio; tu mente pun-
zante siempre busca una respuesta, tu aparente desidia es tu falta de proyecto,
tu fracaso; nos quieres meter en tu red para sentirte mejor, yo ya te conozco
muy bien y sé de tus estrategias, vamos, tus trampas, tus minas; sabemos las
razones de tu escepticismo, las justificaciones, pero ese camino trillado por
muchos como tú es puro polvo; no quiero discutir contigo estilos de vida, allá
169
cada uno, respeto la forma de estar en este mundo, aunque tú no me vas a
convencer ni me vas a apear de mis utopías ya me conoces Octavio.
Mário sonreía ante la avalancha de intenciones que Octavio recibía sin mover
una pestaña. En las frases comprendía la fuerza arrolladora de la hermosa
Sandra y se lo dijo.
Esa noche marcaba el principio del fin de un grupo casi histórico. El repaso fue
inevitable y sobre todo nostálgico, los recuerdos dolorosos de los que se fueron
para siempre: el jovencísimo Pedro, el malogrado José, la evasión de Marcos,
desaparecido, la impostura de Fernando, incomprensible; después la revela-
ción de Sandra que los dejaba para irse a Nicaragua como cooperante y la sor-
presa de la velada que llegó de sopetón cuando Octavio anunció su próxima
marcha. También vino a la tertulia el recuerdo resistente de su viejo profesor
Luis Felipe Montero ya sólo para las tres mujeres: Sandra, Teresa y Marga. El
fantástico grupo de los siete del aquel irrepetible curso de 1968 se desvanecía,
ahora la memoria y el vacío siempre.
170
―Es verdad qué tonto soy.
―¡Buenas noches!
―¡Buenas noches!
―Lo haré.
171
―Aquí te dejo, no te vuelvas atrás ―le animó su amiga Marga.
Era una frase sin respuesta, Teresa lo tenía muy claro. Pero el miedo insalva-
ble se ajustaba al corazón como un guante.
Llamó a la puerta sin decisión, esperó unos largos segundos; Fernando estaba
en la cama y no oyó la llamada; Teresa abrió, casi le tira el hedor que llegó a la
nariz, la casa era un montón de cosas tiradas por el suelo, el desorden y la su-
ciedad tomaban el comedor.
―¿Fernando?
―Sí.
―Tenemos que hablar, pero antes lávate y aféitate y desayuna que pareces un
muerto.
―Tú dirás.
―No sé ni cómo empezar, pero voy al grano no quiero que la amargura nos
destroce aun más a los dos. Tú me has hecho daño, me has lastimado como
mujer, tú sabes que no me lo merecía pues siempre fui una compañera leal. Me
enamoré de ti desde joven eras mi única referencia. La relación entre nosotros
172
se deterioraba por la costumbre, parecíamos una pareja mayor; recuerda que
apenas me tocabas, que la pasión se había esfumado, que hablábamos poco,
que éramos demasiado educados en nuestra relación, que los detalles no exis-
tían ya entre nosotros y así podría seguir, no quiero hacerme daño ni hacerte
daño con más reproches, lo nuestro se acabó.
Era la frase maldita la que Fernando no quería oír, pero salió de su boca con
seguridad y Teresa era de las mujeres que no se volvían atrás.
Fernando suplicaba arrodillado ante ella, lloraba con las manos juntas implo-
rando su perdón. El guión parecía sacado de una película trágica; resultaba
histriónica la actuación de Fernando tan patética, tan humillada, tan desmedida.
A Teresa aquello le parecía ridículo, de mal actor, casi infantil.
― Es cierto ―Teresa no añadió más dándose cuenta del talente agresivo que
esgrimía un Fernando desquiciado.
173
― Será tu opinión, tu…
― ¿Qué tal?
― ¿Mencionaste a Mário?
― ¿Y cómo estaba?
― Es que le vi muy jodido, aunque es un comediante y todo puede ser una es-
trategia por su parte para conseguir mi perdón, no lo sé y me preocupa.
― Intentaré relajarme.
Teresa por honradez a sus muchos años de amistad le confió los problemas.
Las tres mujeres amigas desde la infancia lloraban. Sandra le ofreció su casa y
su cariño. Teresa se animaba, probada la verdadera amistad, tan importante en
los momentos difíciles.
―¿Todo bien?
Los niños se fueron a la cama pronto, el curso escolar había empezado y las
mañanas eran una montaña hasta salir camino de la escuela. Los tres amigos
se entretuvieron un rato charlando de lo cotidiano, la vida rutinaria volvía para
la pareja y Teresa era considerada y más ahora que estaba profundamente
premiada por unos amigos tan generosos. Los problemas se allanaban poco a
poco. Teresa estaba sola en su nueva casa de alquiler, su actual estatus le
proporcionaban tranquilidad y libertad, podía preparar sin sobresaltos los estu-
dios para acceder a una plaza en el Instituto Español en Lisboa y poder vivir
con Mário. La separación la había fortalecido, no sufría síntomas raros ni año-
ranzas ni bajones ni culpabilidad; a veces se preguntaba si no era un poco iló-
gico la falta de él, pero era lo contrario cada vez cobraba más felicidad; de to-
das maneras su vida se limitaba a sus clases, el único contacto social eran sus
175
amigos Marga y Ángel. Temía encontrarse con Fernando aunque no le guarda-
ba rencor, pero la amistad fue imposible sobre todo después de una visita de
Mário.
Tomaban unas cervezas en el pub de Domingo con sus amigos y allí apareció
Fernando, al verlos se le cambió la cara, con un gesto obsceno, visible para
todos los del bar, y un exabrupto hacia ella, se fue como un condenado. La vi-
sión de Teresa con aquel hombre de aspecto bohemio le revolvió las entrañas,
en su cabeza se ejecutaba una venganza.
Fernando apenas dormía obsesionado con Teresa, sus noches tóxicas le deja-
ban maltrecho, se alejó de todos, se emborrachaba solo en su casa y su dete-
rioro eran tan visibles que Octavio, que aun no se había ido, tuvo compasión
por él.
―No.
―De un siquiatra Fernando, conozco los síntomas y tienes una depresión im-
portante. Necesitas con urgencia al especialista que te saque del agujero.
176
―Déjame solo, quiero terminar de una vez con mi vida, estoy harto de vivir, soy
un desgraciado. No quiero ver a nadie.
―Gilipolleces de cura.
Un día sin comentarlo a nadie sin dejar ninguna nota Octavio Acosta, el fugitivo
inclasificable, el hombre vertical, buscando un lugar en el mundo se marchó. Su
desaparición dejó muy preocupado a Ángel que no entendía su marcha, pero
no temía por él; alguna vez en las largas conversaciones de su casa, Octavio le
dio algunas pistas sobre su futuro, hablaba de buscar la paz definitiva en algún
país lejano, se refería a la India.
El último año Octavio Acosta tenía un escogido grupo de jóvenes con los que
estudiaba y analizaba el camino a seguir en su incesante búsqueda de la ar-
monía. Se reunían por las tardes en la austera vivienda que se había construi-
do con sus manos a las afueras del pueblo cerca del río. La gente del pueblo
empezaba a murmurar, la presión absurda como tantas promovidas por los
“honestos” hundieron su reputación. Como a Octavio nada ni nadie le ataban,
era tan libre que la comidilla de unos pueblerinos maliciosos no iba a derribar
sus convicciones. Se fue sin ira. Como había llegado se fue sin nada.
177
17
―A Octavio nada le retenía aquí, se portó con rectitud siempre, pero ya sabes
la incultura miserable de los maliciosos. Y eso no lo toleraba. Yo mismo estuve
en varias asambleas en su casa y puedo afirmar que eran charlas de cultura
crítica y de ejercicios de yoga. Los pocos que iban se relajaban y aprendían. Sé
que se decía que los chicos salían fumados, falso, tú conocías bien a Octavio y
nunca se fumó un porro.
―Es cierto.
―Octavio era un ser libre, si quieres un poco estrafalario, un poco cáustico me-
jor dicho irónico, pero era su muro, detrás estaba un hombre muy inteligente y
muy frágil. Su verdadera nobleza la demostró ayudando a Fernando. Recuerda
las puyas que le metía éste; a mí me decía: “no le aguanto, y date cuenta la
paradoja, Marga. Los demás miramos para otro lado ante la hundimiento visible
de Fernando, sólo él.
―Tienes toda la razón Octavio era distinto y eso tiene un precio. Me cuesta
recordar algunas cosas de mi niñez y de mi juventud pero ahora comprendo.
Ya te conté la triste crónica de mis padres y en un rincón de mi memoria se
almacena un recuerdo vago pero cierto: de pequeña apenas tenía amigas es-
178
toy convencida que los padres les comentaban sus recelos. Aquellos rojos se-
ñalados, mis padres, pobrecitos, jamás dieron una queja, nunca nos contaron
nada solamente supe la verdad el día que me vio con el libro de poesía Viento
del Pueblo de Miguel Hernández que me regaló mi profesor Luis Felipe Monte-
ro. A mi padre le vi limpiarse los ojos y ese momento lo retengo, mi piedad por
él y por mi madre se agrandaron. Fíjate, Ángel, tuvimos una infancia feliz yo y
mis hermanas; nunca sufrimos un maltrato, a mis padres jamás les vi discutir
se respetaron y se amaron hasta la muerte y otra cosa importante: mi padre
trataba a mi madre con una delicadeza singular, nunca supe el fondo pero intu-
yo que fueron las vejaciones a las que la sometieron.
179
―Es que me indignan las reservas políticas y las decisiones unipersonales,
costumbre de los viejos partidos que hay que cambiar con valentía y más en un
partido que se define democrático y dialéctico; abajo el centralismo democráti-
co forma sutil de liquidar la elaboración colectiva, cada vez estoy más de
acuerdo con Antonio Gramsci cuando propugnaba que un partido debe contar
con las bases y que funcionen como el intelectual sumado, para este gran filo-
sofo marxista todo hombre es un intelectual, pero veo que mi charla te aburre,
te comprendo soy un pesado―. Ángel dejó la conversación por Marga que le
miraba sin poner atención.
―Lo conseguí ―estaba tan emocionada que sólo repetía: “lo conseguí, lo con-
seguí”
―La plaza en el Centro Escolar en Lisboa ―y soñadora ―: qué feliz voy a ser
al lado de Mário ―parecía una adolescente apasionada.
―Perfecto Marga, allí nos veremos los veranos; madre mía ¡qué contenta es-
toy! Con la euforia ni he llamado a Mário.
―Oye, una curiosidad: ¿sabes algo de Fernando? Hace tiempo que no le veo.
―Sí. Tenía mucho miedo, pero al verme con Mário Antunes su actitud cambió.
Fernando es increíble me dijo que quería hablar, yo le dije que en un lugar neu-
tral, así lo hicimos. Me esperaba una escena, pues fue lo contrario. Me dijo en
un tono frío pero amable: “No quiero saber nada de ti, yo soy el culpable, acep-
to tu decisión, no volveré a molestarte.” Más o menos hicimos las paces. Él ha
cumplido. También me dijo que estaba muy decepcionado con sus amigos y
que estaba muy agradecido a Octavio.
180
Fernando anhelaba el momento de encontrarse con Helena. A través de Do-
mingo, el hermano de José, supo que la chica vendría en el mes de julio, se lo
dijo en los soportales y Fernando que no daba crédito después de la fría des-
pedida del pasado verano estaba en ascuas. ¡Cuántas noches pensando en
ella! Su imaginación desbordada, delirante recordando su belleza, la blancura
delicada de su piel, el aroma sutil de olor a vainilla que emanaba de su cuerpo.
Fernando perpetuaba su pasión por ella y la esperanza de reconquistarla.
―Estás preciosa, Helena ―es lo que acertó a decir, paralizado como un ado-
lescente.
―Sí.
Los hechos llegaron como un relámpago. Fernando fue a buscarla al hotel. Es-
taba transformado y traía un ramo de claveles rojos, olía en exceso a perfume
caro.
―¿Puedo pasar?
181
―Adelante −Helena estaba con una bata de seda, su hermoso cuerpo se adi-
vinaba y los ojos codiciosos de Fernando la desnudaban, sin contención se fue
hacia ella.
Fernando arrebatado intentaba besarla, ella braceó con todas sus fuerzas apar-
tándose de él.
―Vete por favor si no quieres que me ponga a gritar. Llévate los claveles no
quiero verte nunca más. Vete de aquí.
La escena fue tan desagradable que Helena rompió a llorar. Fernando volvía a
equivocarse.
Las noticias en los medios informaban sobre el fallecimiento por un infarto del
escritor Luis Felipe Montero. Hablaron en los periódicos y en la televisión de
sus libros y de su militancia en el Partido Comunista; mencionaban los años de
clandestinidad en Madrid al lado de varios dirigentes históricos y la lealtad al
partido hasta su muerte.
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poesía, de revoluciones de papel, de sus primeros amores: Pedro, Marcos,
Fernando. Las tres amadas por ellos, las tres heridas por ellos.
Era el segundo día de julio, Teresa paseaba por la carretera que lleva a la ermi-
ta, en la explanada de la ermita descansaba Helena. La sorpresa se dibujó en
el rostro de Teresa.
―Ya ves.
Helena sonrió.
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―¿De ese? Ni mucho menos, ese es un pervertido por calificarle como se me-
rece ―la joven se echó la melena hacia atrás antes de proseguir ―. Yo estoy
aquí por José, vendré todos los veranos a recordarle.
Teresa convencida de la resistencia de ella optó por dejarla con sus recuerdos.
Ángel había entrado en el bar con unos colegas del Colegio. Fernando mostra-
ba signos de embriaguez hablando solo y pegando algún puñetazo encima del
mostrador.
―¿Qué te pasa? ―le preguntó Ángel al tiempo que le ponía un brazo encima
de su hombro.
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―Que qué me pasa ―la expresión simiesca de Fernando lo delataba ―, me
pasa que la zorra de Helena me ha mandado a tomar por culo, ¿y sabes? − Su
voz era tan lenta y sus ojos tan inciertos que daban pena ―Yo la quiero, no
sólo para follar, ¿me entiendes? Y no me toques
―Claro que te entiendo, pero así no vas a conseguir nada; no sé que habrá
pasado entre vosotros…
―¿Quieres saberlo? Es fácil: no doy la talla, esa chica busca el príncipe azul,
será gilipollas, y mira Ángel ―las manos ahora se apoyaban en los hombros de
su amigo ― ¿qué cojones vio en el idiota de José que era un mierda y un dro-
gadicto? ¿Qué cojones tenia él que yo no tenga? Mira, para empezar estoy
doctorado en Filosofía, sé más que nadie de cine, yo he traído el único cine
bueno que se ha visto en este asqueroso pueblo, ¿sabes lo que te digo? A la
mierda todo. Camarero ponme otra copa y ponle a éste lo que quiera, yo pago
―lo dijo a voces.
Después de un breve forcejeo Ángel lo sacó del bar. Su amigo lo llevaba del
brazo. Se pararon, una arcada avisaba.
―Siéntate.
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da, se quedó semiconsciente. Ángel esperó un buen rato hasta que arrojó todo
el alcohol.
―Sí.
―Como quieras.
Con toda su paciencia Ángel le acompañó, le quitó los zapatos y los pantalones
y le metió en la cama. A los pocos minutos dormía la borrachera. Aún, Ángel
estuvo un rato velando el sueño ruidoso de su amigo.
―Te cuento.
Marga no se lo creía.
―No se lo merece.
Al salir de clase Ángel fue a ver al amigo. Llamó aporreando con fuerza la puer-
ta. Al rato abrió. No dijo nada.
―¿Cómo te encuentras?
―Va, regular.
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―Ángel.
―Dime.
―Te emborrachaste, dicen que los borrachos y los niños dicen la verdad, no
quiero creerlo, pero estabas un poco agresivo.
―Es cierto
―Lo pensaré.
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―Es cierto, Ángel: la vida es existencial, unas veces absurda otras maravillosa
―sentenció Teresa.
―Yo no quiero pensar demasiado y quiero hacer camino sin mirar atrás ¿para
qué? Tengo un marido y tres hijos que son lo mejor del mundo ―dijo Marga.
Teresa al fin dejaba atrás el pueblo y se reunía con Mário en Lisboa, tenía por
delante seis años en la ciudad de Pessoa junto a él. Estaba electrizada, feliz,
en la bella ciudad de las siete colinas tomando un café en una de las terrazas
de la Avenida de la Liberdade.
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―Te voy a dar toda la felicidad que llevo dentro, Mário.
Y Mário le dio un beso adulado por aquella maravillosa mujer que se entregaba
a él con toda la devoción que atesoraba.
―Contigo es perfecto.
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yo le he contado la verdad, Pedrito es muy espabilado y ya no hace mención
de su padre.
―Gracias a tu hijo nos conocimos, es verdad que el niño recogía toda tu an-
gustia y su comportamiento indicaba la tensión que sufría.
―Pobrecito ―en ese momento le miró, Pedro jugaba con sus hermanos cha-
poteando en el agua ―, pero ahora es feliz.
―Es verdad.
Pedro y Juanito trataban a Ángel como su padre y éste los quería sin distinción,
aunque en su corazón tenía un apartado para Pedro.
―Yo con toda mi alma. Qué hubiese sido de mí sin tu ayuda, siempre, te lo
juro, estaré a tu lado.
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que adivinaba su espíritu doblegado aunque le faltaban recursos curativos para
la desinfección interior, él lo comprendía. A veces le decía que fuera a un psi-
cólogo y le contara esas experiencias amargas, quizás le darían respuestas a
su neurosis crónica; Ángel se negaba, pensaba que él encontraría las respues-
tas, de ahí su obstinación a remedios furtivos, buscaba en los libros la solución,
el bálsamo que aliviara la angustia, el vacío existencial y sin embargo la car-
coma la oía en los silencios.
―Gracias Marga, eres tan intuitiva que a veces creo que te podrías dedicar a la
videncia.
―Yo soy poco leída pero la experiencia me ha dado más que los libros; siem-
pre se aprende escuchando y he retenido tantas palabras a lo largo de mi vida
que soy como un diccionario y tengo memoria de elefante. De todo lo aprendi-
do me quedo con la voluntad de vivir, de querer, de olvidar, de cerrar heridas y
de desterrar el rencor.
―Es una buena filosofía, ya quisiera ser como tú, pero los cepos de mi pensa-
miento están activados.
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―A mí también, la cerveza portuguesa es especial, ¿una Super Bock o Sa-
gres?
―Super Bock.
Ángel fue al chiringuito a por las cervezas y tres polos para los niños que no
descansaban. La pareja gozaba de estos momentos sencillos, a veces la felici-
dad está en los pequeños placeres.
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como si el tiempo se hubiese parado, como si todo siguiera igual. Todavía lleva
los instantes de aquella tarde sombría de octubre, las cartas de Pedro leídas
junto al árbol de la esperanza, la honda desolación ante la muerte inconcebible.
Sandra pensaba en él. Todas las noches releía la carta que se sabía de memo-
ria y todas las noches se dormía en su corazón. Fue Pedro quien sostuvo sus
ideas y su amor por la humanidad y su entereza y su fidelidad, a nadie contaría
eso, seguro; ella guardaba intacta la mañana en que temblorosos de amor, de
deseo, de pasión juntaron sus cuerpos, fue el instante más intenso de sus vi-
das ¡y la mirada de Pedro! Sus ojos de agua grandes y negros hablaban de
placer y de agradecimiento: “me muero en paz, Sandra” le dijo con la voz lasti-
mada de sentimiento. Y otro recuerdo de él persistente en su memoria: la bon-
dad de sus ojos, eran como los de un niño sin una mota de dureza: limpios,
inocentes, claros como el agua de la sierra, le recordaban las bucólicas pala-
bras de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez en el tierno párrafo en que des-
cribe al burrito: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que
se diría todo de algodón; que no lleva huesos…” el maravilloso libro se lo rega-
ló en uno de sus encuentros y Pedro lo leía una y otra vez; y se le saltaban las
lágrimas por la belleza de sus frases y le decía: “es que es tan emotivo y tan
triste a veces”.
―Hija, eso está muy lejos y nosotros somos mayores, ¿no lo comprendes?
―Claro que sí, ya te expliqué que voy como médico y que esas pobres gentes
necesitan de nuestra ayuda.
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―Madre, cálmate, jamás os abandonaré, antes sois vosotros ya te lo he dicho,
me tendréis aquí si os ponéis enfermos.
En Managua llovía con fuerza, Sandra buscó entre la gente del aeropuerto al-
gún gesto de reconocimiento, muy pronto tres personas se le acercaron, un
breve diálogo entre ellos aclaró las dudas.
―Me llamo Lillian, ¿te puedo ayudar? Cuenta conmigo para lo que necesites.
Lillian le contó que era ingeniera agrónoma, que llevaba un mes en Nicaragua y
que pronto se uniría a una brigada de salud, también contestó al interrogante
de Sandra: “nosotros pensamos que la afluencia de internacionalistas gringos
en las zonas donde están los contrarrevolucionarios, la llamada “Contra” soste-
nida por la Administración Reagan se frenará con nuestra presencia”.
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taciones eran pocas para levantar un país destrozado, para conseguir que en la
nación más pobre de Centroamérica germinara la justicia.
Todos los días llegaban soldados heridos por la Contra, Sandra se multiplicaba
para atenderlos en el improvisado dispensario adecentado con la ayuda de los
vecinos del poblado. Las dificultades reforzaban su coraje; a veces lamentaba
su retraso en llegar a Nicaragua. Comprobaba la de fraternidad de tantos que
apartaron la teoría para hacerse realidad dejando la vida inmóvil de sus mun-
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dos cerrados. Nicaragua era el hilo conductor de la revolución permanente, de
la voz transmitida de hombres y mujeres que pregonaban la mercancía de la
libertad como valor de uso. Los problemas eran infinitos, el imperio no toleraba
que los pobres del mundo poseyeran privilegios, la inviolable propiedad de la
riqueza atesorada con avaricia durante siglos por unos pocos nunca caería en
manos de los que clamaban su eliminación. Argüían en los foros internaciona-
les, en los contubernios secretos, en los centros de poder, en los imperios fi-
nancieros que los experimentos libertarios llevaban al hombre al estado de ali-
mañas, cómo iban a compararse con el orden, las buenas costumbres, la reli-
gión vaticana, la obediencia a la autoridad competente, la cerviz inclinada ante
Dios Todopoderoso dándole gracias por los dones concedidos y tantas
transacciones sostenidas históricamente por los servidores interesados de
mantener el Status quo, entre los más concernidos aquellos que maldicen en
nombre de la libertad individual cualquier conato de grupo constituido sin clases
sociales, donde la igualdad sea el principio rector. “paparruchas de iluminados”
dicen y dirán siempre los buitres de su moral, la del poder y los privilegios; “que
se jodan los pobres”.
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―¿Cómo se encuentra?
Las frases de la médica paliaban un poco los intensos dolores de las heridas.
Sandra le volvió a curar con entrega y delicadeza, después le inyectó antibióti-
cos y analgésicos, el joven militar se sumió en un largo sopor.
―Debe ser así, donde el corazón te lleve es muy sentimental; las banderas, los
himnos y los símbolos ayudan pero son accesorios.
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―No.
―Él fue un hombre comprometido hasta el final de sus días con el partido co-
munista español y eso que venía de la burguesía con un padre falangista y una
madre de Acción Católica. Tuvimos la suerte de tenerle de profesor de Literatu-
ra, él nos despegó de la cultura clerical, de un catolicismo rancio que se puso al
lado de Franco durante la dictadura.
―Las religiones han sido un freno para la evolución, ¿por qué temerán tanto a
la libertad? Además la teoría del Big Bang desmonta a la teología: el Universo
no tiene Creador, el mundo se creó por una gran explosión de energía, pero
díselo a los teólogos.
Las palabras sabias de Sandra disolvieron las escasas dudas del Comandante.
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escasos minutos pensando en César. La alegría interior creció al comprobar
que posiblemente estaba embarazada, debía esperar, ella era de menstruacio-
nes regulares y contaba ya una falta, además notaba más sensibilidad en las
mamas y cierto rechazo a algunos olores. La confirmación de su maternidad la
ratificó con la siguiente falta, no había dudas esperaba un hijo.
―Pero ahora tienes que tener mucho cuidado por mí y por tu hijo, no quiero
pensar que sería vivir con tu ausencia, ¡te quiero tanto!
―Nunca estarás sola, te lo prometo, este hijo lo protegeremos los dos, seguro.
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Es el décimo aniversario de la Revolución. La alegría inunda las calles de Ma-
nagua, una agitación de colores rojo y negro se alza sobre la multitud agolpada
junto a la plataforma donde hablará Daniel Ortega. La puesta en escena nece-
sita rememorar la entrada de los nueve comandantes en Managua el 19 de julio
de 1979. Unas doscientas cincuenta mil personas desde las primeras horas de
la mañana se apiñan en la plaza Carlos Fonseca Amador; muchos jóvenes con
cintas rojinegras en la frente cantan puño en alto las canciones de lucha. Apa-
recen los comandantes con pañuelos sandinistas al cuello uniformados de ver-
de oliva; las aclamaciones, aplausos, lemas y voces estallan en el aire maña-
nero silenciadas por el Presidente. Su discurso comienza: “la revolución sandi-
nista es irreversible”. Después Daniel Ortega recapitula los diez durísimos años
desde el 79 hasta aquí. Repite una y otra vez: “Uno no es ninguno” citando a
las siglas de Unidad Nacional Opositora. “Nueve contra UNO” reta a la oposi-
ción y la gente lo repite enardecida, y termina su arenga: “el pueblo tendrá que
elegir entre la revolución y la contrarrevolución, entre el imperialismo y Nicara-
gua, entre somocismo y sandinismo.” Los aplausos estruendosos zumban en la
plaza y la masa grita: en febrero y en cualquier fecha aplastaremos a la dere-
cha, nueve contra UNO, yanquis dejad de joder y así hasta perder la garganta.
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Los resultados empiezan a asomar por los medios, los sandinistas parecen se-
guros del triunfo, los sondeos los dan ganadores, pero la realidad se impone; el
escrutinio se cierra: ha ganado La Unión Nacional Opositara con más del 54
por ciento de los votos y 51 escaños en la Asamblea Nacional, el Frente Sandi-
nista se queda en el 40 por ciento y 39 escaños. Todos los medios del mundo
no dan crédito.
En la televisión sale una mujer con el pelo blanco y corto, se dirige a la Nación
con voz serena, es la nueva Presidenta de Nicaragua: Violeta Chamorro. Hace
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un corto discurso avanzando sus primeras medidas. Daniel Ortega acepta los
resultados y pide a los sandinistas respeto.
―No me repara, Sandra, pusimos lo mejor de nosotros para cambiar las condi-
ciones de mis compatriotas. Hay una montaña de muertos y me duelen. Soy
pesimista ante el imperio y matar moscas a cañonazos es un puro ideal, es la
eterna lucha de clase, en esta historia siempre perdemos los pobres. La vida es
una ilusión…
―Gracias, Sandra.
Marzo se agotaba y los pasos en Nicaragua seguían el camino trazado por Es-
tados Unidos. César apenas salió de la casa desde el 25 de febrero guardando
lo valioso, leyendo sin retener, mirando la televisión, escuchando la radio, ju-
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gando con Nora y ayudando a Sandra que seguía atendiendo a la gente. Su
compañera comprobaba como se marchitaba la luz de los ojos de César, su
apatía alarmante, su energía tirada en la hamaca.
―Dime.
―Creo que lo mejor es irnos a España durante este tiempo trágico para noso-
tros hasta que el sandinismo vuelva, aquí no significamos nada y Nora crecerá
mejor y tú encontrarás cierta paz, ¿qué te parece?
―Me cueste dejar a mi pueblo, Sandra. Déjame unos días, estoy atropellado
por los circunstancias, necesito pensar con frialdad, ¿me comprendes?
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Sandra era un manojo de nervios y un corazón y un espíritu repartido en mu-
chos yo. Volver era una mixtura de imágenes, emociones, paisajes, personas
que giraban descontroladas en el tobogán de su cabeza. Enajenada de contra-
dicciones se dolía en silencio y muchas lágrimas se activaban de añoranzas.
Parecía estar en un sueño de acciones extravagantes pero despertó al escu-
char el llanto de su pequeña. César se había quedado dormido: “¿llega-
mos?”Preguntó a Sandra; “creo que sí, desde los altavoces han informado que
estaremos en Madrid en media hora”.
―Muy, muy feliz. Te puedes imaginar ―el hombre se dio la vuelta, no quería
que se le viera la turbación, era de otra época.
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―Por supuesto ―dijo Sandra.
Así sería hasta que encontrasen una casa en el pueblo; además deseaba com-
pensar a sus padres de tantas ausencias y dejarles disfrutar de Nora.
El comandante estaba como pez fuera del agua, agonizaba en un mundo que
le era extraño, que le ofrecía una vida cómoda pero que sólo le sostenían sus
mujeres: su pequeña le quitaba las penas y Sandra, sensible e inteligente, le
enamoraba todas las horas. Y no era suficiente para un hombre entregado a la
libertad, contagiado del virus agitador, cuántos repasos en las noches insom-
nes de la fiesta del 19 de julio de 1989 conmemorando los diez años de la revo-
lución. Pasaba mucho tiempo leyendo, conocía poco la literatura española y su
obra cumbre: Don Quijote de la Mancha, comenzó a leerla y le gustaba; todos
los hombres idealistas se parecen y él le vinculaba con Augusto César San-
dino, General de Hombres Libres, que murió en su lucha por la soberanía de
Nicaragua frente al imperialismo norteamericano. César sonreía leyendo el re-
lato donde Don Quijote se enfrenta a los molinos de viento con su lanza cre-
yéndolos “desaforados gigantes” que avasallan a los humildes y es que San-
dino combatió a los invasores americanos con treinta hombres y cuarenta rifles.
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En pocas palabras expuso su objetivo en este mundo: “No me vendo, ni me
rindo. Yo quiero patria libre o morir”, y fue asesinado a las once de la noche el
veintiuno de febrero de 1934 con 38 años en el monte La Calavera. Los hom-
bres por la libertad se alzarán eternamente contra la tiranía, también era el
pensamiento de César.
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César Fonseca escuchaba con curiosidad las explicaciones del maestro, el
Comandante de pocas palabras animaba el relato apasionado con afirmaciones
de cabeza, estaba gratamente sorprendido de sus conocimientos. Y en un re-
lámpago de solidaridad le dijo: “sin esta familia me habrías tenido allí”.
La cena y la velada fueron exquisitas; los niños se portaron muy bien y la pe-
queña Nora antes de dormir hizo las delicias de los chicos con sus monadas y
coquitos. En la intimidad de la alcoba César le comentó: “son estupendos”.
Regresaban los de fuera y la hermosa y enigmática Helena recorría otra vez los
lugares de su pasado con el recuerdo de José, alejada de la diversión popular,
nada ni nadie afligirían una soledad buscada. Aquel verano aciago con Fernan-
do se olvidó, ella no era culpable de los oscuros deseos del sórdido Fernando
ni era responsable de su sensualidad ni de sus encantos femeninos que tras-
tornaban a hombres como a él, perturbándole tanto, que arruinó su vida y fue
su problema.
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cine independiente para los cinéfilos irredentos y después discutirla al final de
la sesión. Fernando se había transformado en un hombre esquivo; difícilmente
se le veía y nunca en lugares públicos. Además del cine le atraía la montaña,
casi todos los martes cogía su mochila, sus botas de montaña y ascendía hasta
el Pinajarro el pico más alto de la sierra; regresaba al atardecer. Había escogi-
do un estilo de vivir para esconder su frágil equilibrio.
Teresa y Mário Antunes regresaban al pueblo para ver a sus amigos Ángel y
Marga. La pareja estaba muy satisfecha en Lisboa. A Teresa le iba bien en el
Instituto y Mário vivía un gran momento de creatividad, los dos planeaban sus
viajes por Portugal en los fines de semana y Teresa se enamoraba de los pue-
blos, de la gastronomía, del arte, de los paisajes y también de la gente; empezó
a comprender a este país tan afable y tan olvidado, y cómo no, su alma de Fa-
do, ahora entendía las palabras del gran poeta Pessoa.
Por fin tenían delante al revolucionario. Teresa anhelaba conocer a César Fon-
seca, su amiga Marga le contó cosas pero de forma vaga sin consistencia,
Sandra se desconectó de ella. Cenaban en el Sinagoga las tres parejas, las
miradas las acaparaba el Comandante que apenas hablaba y sus palabras
eran intranscendentes centradas en comentarios sobre la comida y el vino. El
mito, era humano, tangible, soso, introvertido; la simbología focalizada en el
Che, un icono de su juventud que Teresa pretendía recuperar en César de ma-
nera poco madura se esfumaba.
Las preguntas llegaban en batería y César con su castellano del Caribe con-
testaba como si le entrevistasen. Teresa estaba decepcionada y se lo hizo sa-
ber a su compañero Mário en voz baja: “pues vaya un revolucionario”. Pero
Mário menos idealista le contestó con un poco de ironía: “cariño, no todos van
a ser tan sublimes como el Che”. “No seas tonto”―dijo mosqueada Teresa.
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lucionario convencido, es el hombre más honesto que he conocido en mi vida y
no lo dudes está dispuesto a morir por una patria libre, Teresa las comparacio-
nes son detestables.” “No quería ofender, perdóname.” “Estás perdonada, qui-
zá sea nuestra penúltima reunión, dejemos las impresiones ligeras y persona-
les, ¿recuerdas las palabras que escribió Régis Debray en su novela “El Inde-
seable” más o menos dijo que los políticos brillan por su presencia y desapare-
cen al morir; los verdaderos revolucionario pasan de la sombra a la posteridad
cuando son asesinados, es el caso de Sandino, del Che, de Lumumba, de
Luther King y de tantos, no quiero se impertinente, sólo una cosa más te re-
cuerdo que yo he vivido en primera persona la revolución nicaragüense y aho-
ra saboreemos la felicidad de encontrarnos, ¿no?”. “Tienes toda la razón he
prejuzgado como una adolescente, todavía persisten los ecos de mi primera
juventud con mis fantasmas queridos a cuesta, nunca olvidaré aquella etapa
con nuestro recordado Luis Felipe Montero.
―Yo me tiro al agua sin guardar la ropa ―decía Ángel con el tono del que está
un poco tomado, y prosiguió ―: vosotros los revolucionarios sois la sal de la
tierra, sin vosotros el mundo aun estaría en la prehistoria, ¿qué coño han he-
cho por la humanidad los jerarcas y sátrapas? Jodernos. ¡Viva la revolución!
Brindemos por el Comandante.
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El grupo se echó a reír cuando Ángel casi se cae al ponerse de pie para brin-
dar.
―Que tus amigos son muy agradables y que la noche ha sido linda.
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do, la música, la algarabía, hasta las palabras; estoy entrando en la desidia
más absoluta parezco un zombi en una sociedad extraña; fíjate Sandra hasta
dónde llega mi apatía que soy incapaz de leer mis libros de referencia, su escri-
tura me brinca me acelera el pulso me humilla. ¿Qué hago aquí? Me pregunto
obsesionado, la respuesta es siempre la misma: Nicaragua, Nicaragua, Nicara-
gua. Es una palabra que me taladra.
Los dos se requebraron y cogidos por la cintura caminaron por el paseo de Ná-
poles, henchidos de amor; la oscuridad de la madrugada fue el aliado oportuno
de su lujuria, velados entre los pinos se amaron como nunca.
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Estaban en la chopera sentados en el prado natural del suelo formando un
círculo, fumando, riendo, hablando. Hacía una mañana preciosa de principio de
verano; los presumidos veraneantes paseaban por los senderos del parque,
aparecían los primeros chiquillos jugando alrededor del surtidor negro, el par-
quero recortaba los setos, los solitarios leían un libro en el banco de piedra y
alguna pareja de enamorados se besaba abiertamente en su existencia cerra-
da.
Los miraba uno por uno: al guapo y atormentado José, al siempre colérico Mar-
cos, a la formal Teresa, a la optimista y despreocupada Margarita, al serio e
inteligente Fernando y al ingenuo y risueño Pedro, el hijo del maestro que mi-
raba a la hermosa Sandra con ojos extasiados. Opinaban sobre el nuevo profe-
sor de Literatura: Luis Felipe Montero. Los gritos de Marcos y sus burlas a Pe-
dro asustaron a Sandra: ¡Pedro!
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