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Respecto a la historia del sacramento del matrimonio, tres nos parecen ser los
aspectos dignos de ser señalados: los indicios de la sacramentalidad en el período
patrístico, la reivindicación de la competencia y autoridad sobre el matrimonio
de los fieles por parte de la Iglesia y la doctrina sobre el amor conyugal a
proponer a todos y, por último, las principales posiciones y herejías sobre el
matrimonio.
En el primer punto, es preciso tener presente que los Padres de la Iglesia insisten
antes que nada en la novedad moral de la vida matrimonial cristiana, sostienen
su indisolubilidad y su unidad, al mismo tiempo que afirman la belleza de la
virginidad por el reino de los cielos. Aluden con frecuencia a Ef 5, 32,
deduciendo de ahí la grandeza y la santidad de las nupcias, sin realizar
afirmaciones doctrinales especiales. Enseñan también que Dios mismo
interviene en la unión de los esposos, así como que Jesucristo bendijo y santificó
el matrimonio cuando participó en las bodas de Caná, elevándolo a una dignidad
de la que antes carecía y le confirió con su autoridad un valor nuevo. Los
esposos, con la bendición de Dios, estarán acompañados por una providencia
especial y por las gracias necesarias para ser fieles a su deber. De esta conciencia
brotan los primeros indicios de la concepción sacramental del matrimonio. En la
liturgia romana y en los correspondientes textos latinos encontramos tanto la
bendición nupcial, referida en algunos casos sólo a la esposa, como la bendición
de la esposa en estrecha relación con la velación y la bendición de las vírgenes.
Entre los Padres de la Iglesia que han dejado una enseñanza de particular interés
sobre el matrimonio figuran san Basilio, san Gregorio de Nisa, san Gregorio
Nacianceno y san Juan Crisóstomo, por lo que a Oriente se refiere, y san
Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín, entre los occidentales. Este último
afirma que el matrimonio ha sido elevado por Cristo a ser un modo que expresa
su unión con la Iglesia. Este debe ser considerado, además, de una manera
positiva, porque incluye tres bienes o valores objetivos: proles, que indica la
generación y la educación de los hijos; Pides, es decir, la fidelidad de los esposos
en el mutuo amor; sacramentum, en cuanto expresa su significado y su valor
supremos, por ser imagen de Cristo esposo y de la Iglesia esposa. En
consecuencia, incluye una unión inseparable. Afirma san Agustín: «Esto se
observa, en efecto, entre Cristo y la Iglesia, que viviendo el uno unido a la otra,
no son separados por divorcio alguno para toda la eternidad. Tan escrupulosa es
la observancia de este sacramento en la ciudad de nuestro Dios, en su monte
santo, esto es, en la Iglesia de Cristo, por parte de todos los esposos fieles que
son, sin duda, miembros de Cristo, que, si bien la razón por la que las mujeres
toman marido y los maridos toman mujer es la procreación de los hijos, no está
permitido abandonar ni siquiera a la mujer estéril, para casarse con una fecunda»
En este fragmento están presentes los dos hechos sobre los que, en general, basan
los Padres sus reflexiones en torno al matrimonio cristiano: es imagen de la
unidad y de la relación entre Cristo y la Iglesia, y los esposos son miembros del
cuerpo eclesial. Por eso es indiscutible que para ellos el matrimonio es una
realidad sagrada, signo de una realidad sagrada y, por consiguiente, comparable,
en sus efectos de unidad e indisolubilidad, con el bautismo y con la ordenación
sacerdotal.
La Iglesia, a partir de su conciencia cada vez más viva de tener que proseguir la
obra redentora de Jesucristo también en lo que corresponde al matrimonio, ha
hecho frente asimismo a los desafíos lanzados a su obra y surgidos a lo largo de
los siglos. Durante mucho tiempo tuvo que hacer frente, sobre todo, a la
mentalidad pagana, muy fuerte y bien arraigada, tanto dentro como fuera de su
propio ámbito. Estaba caracterizada esta mentalidad, en los festejos nupciales,
por una profunda decadencia de las costumbres, por el divorcio, las prácticas
abortistas y anticonceptivas. Otras graves dificultades le venían a la Iglesia de
las posiciones dualistas, que nunca han cesado de mostrarse más o menos activas
desde los cátaro-albigenses. Los gnósticos, los maniqueos y los priscilianos
mantienen un dualismo para el que existe un doble principio de las cosas: uno
bueno del que provienen los espíritus, y otro del que deriva la materia. Unirse
en matrimonio y engendrar hijos no es otra cosa que encerrar nuevos espíritus
en la cárcel de cuerpo. De este modo, se colabora con el principio negativo. Los
marcionitas. , sostienen que el matrimonio es obra del Dios creador del A.T. y,
como ligado a la materia, es objeto de condenación. El Dios del N.T., el Padre,
envía a Jesucristo para liberar al hombre con la destrucción de la materia y de
toda su actividad.
En tiempos de los Padres encontramos también una tendencia laxista, que exalta
el matrimonio negando el valor de la virginidad y del celibato eclesiástico. La
vida matrimonial está libre de cualquier tipo de moralidad concreta. Podemos
encontrar esa tendencia en Elvidio, Joviniano y Vigilancio .
El vínculo matrimonial
La gracia sacramental
Los tres aspectos que acabamos de señalar revelan que la gracia, antes que nada,
repara y atenúa las consecuencias del pecado, pretendiendo volver a la condición
originaria y, en segundo lugar, que tiene un carácter perfectivo, es decir, que
eleva el matrimonio, para convertirlo en la expresión de los valores propiamente
cristianos. También la Familiaris consortio (cfr. n. 13) y otros documentos
insisten en la gracia que santifica y hace llegar a una unidad profunda y
cristianamente conyugal, de modo que se forme un solo corazón y una sola alma
con un significado y una energía nuevos.
La familia
Los Padres de la Iglesia, por ejemplo san Agustín, hablan a menudo, quizás
incluso con mayor frecuencia, del matrimonio cristiano como estado de vida que
como celebración del consentimiento conyugal. El concilio Vaticano II,
recuperando esta tradición, afirma que los cónyuges, sostenidos por el
sacramento con la gracia de Dios y la acción salvífica de la Iglesia, son
conducidos a Dios y ayudados en su misión de padre y madre. Y añade a
continuación: «Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus
deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento
especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos
del Espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan
cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto,
conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48). Juan Pablo II confirma aún:
«El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del
matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su
existencia» 50. De este modo, la comunidad conyugal se convierte en la
comunidad familiar.
Los hijos son un don del Dios creador a los esposos. Ellos ponen las condiciones
para que ese don tenga lugar y deben recibirlo según el plan salvífico de Dios.
Los padres deben ser los guardianes y los educadores de ese don de Dios, a fin
de que la nueva criatura pueda realizar su propia vocación en la familia de los
hijos de Dios. Si la vida de los padres y de los hijos es un don, entonces la familia
es el lugar privilegiado de la educación en la conciencia de los dones recibidos
y de la pertenencia absoluta al Donante. En efecto, el significado central del don
recíproco que hacen los esposos de sí mismos y el don de los hijos, recibido de
Dios, es precisamente la pertenencia y el vínculo con otro y, en último extremo,
con Dios. Cuando existe esa conciencia en los padres, se manifiesta y se
transmite a los hijos: en esa ósmosis reside lo esencial de la educación. Con esa
conciencia, todos los miembros de la familia pueden decir, juntos y con
verdad, Padre nuestro.
Pero junto a esa conciencia de pertenencia está el factor de la libertad. Ésta puede
ser ejercida de modo verdadero por los miembros de la familia, cuando están
presentes tanto la verdad del ser criaturas de Dios, como la conciencia del propio
destino. Estos dos factores suscitan en el hombre deseos que han de ser
verificados y realizados en las circunstancias de la vida con la responsabilidad
de que gozan todos los hombres. La libertad se ejerce, entonces, en el sentido
más verdadero y humano, como capacidad de adhesión a todo lo que se
experimenta como verdadero y bueno para la propia vida. Esto acaece, en la vida
cristiana, con la fe y el bautismo. De este modo, los miembros, convertidos en
criaturas nuevas, pertenecen a Cristo y a la Iglesia. En este vínculo se alcanza la
verdad que nos hace libres. La conciencia de este hecho está en la base de la
verdadera libertad y del itinerario hacia Cristo, que se puede realizar en toda
relación familiar. De ese acontecimiento es preciso hacer memoria, llenos de
gratitud y de estupor, en la familia, pedir sus beneficios con la oración en la vida
diaria, de modo que hagamos siempre operativa la gracia del sacramento en el
camino hacia nuestro destino.