Você está na página 1de 14

05/017/287 - 14 cop.

Lit. Lat. II
La obra literaria de Felisberto Hernández ofrece un aspecto inusual en la literatura
uruguaya. Ni el modo como esta obra se gestó, ni su índole, ni la audiencia que
tuvo —admiración cariñosa de algunos pocos y desconocimiento general—, ni
siquiera su encuadre generacional, son frecuentes.
Había nacido en Montevideo en 1902 y comenzó muy joven sus estudios de piano.
En la escuela, uno de sus maestros fue el escritor José Pedro Bellán, con quien
estuvo ligado en estrecha amistad. Bellán fue una de las personas que más
tempranamente influyeron en su formación literaria. Por él conoció, también
tempranamente, a D. Carlos Vaz Ferreira quien admiró siempre a Hernández como
escritor y como músico.
Aunque empezó a publicar relativamente temprano (en 1925, a los veintitrés años
de edad) su condición de escritor se mantuvo siempre como subsumida en una
personalidad que apenas se integraba en nuestra literatura. Los pequeños libros
que publicaba o había publicado tenían siempre algo de esotérico: eran apenas
existentes, a veces anotaciones mínimas sobre un sesgo de una situación a veces
pequeña historia míticas, irónicas y filosóficas a la vez. Su quehacer permanente y
más ostensible era la música. Su conversación, insistentemente irónica, a veces
irónica hasta la irritación, se nutría con anécdotas de su destartalada carrera de
músico, que había empezado como pianista en las primeras salas de cine mudo,
continuó como concertista destacado hacia sus veinticinco años y terminó en giras
de conciertos en ciudades de provincia del Uruguay y de la Argentina. Más tarde,
cuando ya se dedicaba sobre todo a sus libros, desempeñó diferentes y opacos
empleos administrativos. Periódicamente insistía en practicar y perfeccionar un
sistema personal de taquigrafía.
Es cierto que siempre estuvo vinculado a grupos literarios y que pueden
encontrarse colaboraciones suyas en revistas y en las secciones literarias de los
periódicos montevideanos (y también bonaerenses), sin embargo su figura
mantuvo durante mucho tiempo algo de esotérico o por lo menos de heterodoxo, y
no bastaron los juicios de algunos entusiastas —entre ellos del ya mencionado Vaz
Ferreira y después de Jules Supervielle— para que la audiencia de su obra se
extendiera.
Esta obra se puede ordenar en tres grupos de libros que se corresponden, además,
con tres diferentes modos de presentación.
Sus cuatro primeros títulos fueron presentados como ediciones de autor y los
constituyen sendos libros sin tapas: Fulano de tal, 1925; Libro sin
tapas, 1929; La cara de Ana, 1930 yLa envenenada, 1931. El segundo de ellos
se llama precisamente así: Libro sin tapas, y aunque el autor publica en su
primera página una nota aclaratoria que dice: Este libro es sin tapas porque es
abierto y libre: se puede escribir antes y después de él, el lector puede
legítimamente sospechar que la persistencia de este modo de publicación obedece
sobre todo a razones de otra índole. Se trata de pequeñísimos volúmenes impresos,
salvo el primero, en ciudades del interior y con tipografía de caja. Actualmente son
curiosidades de bibliófilo. No tienen colofón y algunos apenas alcanzan a indicar
lugar y fecha. Narran pequeñas historias míticas o escenas que abarcan una
situación desde un punto de vista exclusivo frecuentemente irónico.
El segundo grupo está integrado por dos únicos relatos largos: Por los tiempos de
Clemente Colling -1942- y El caballo perdido -1943-. Estas ediciones, ya que no
de autor, son sí de amigo o de amigos. Fueron editados por González Panizza. En el
primero de ellos consta una lista de las personas que contribuyeron a financiar la
edición. Se trata de dos relatos en primera persona en los que se evocan diferentes
momentos de la infancia y cuyos personajes dominantes son dos maestros de
música. El primero se ciñe sobre todo en torno al organista Clemente Colling, el
segundo rodea la figura de una maestra de piano, Celina, pero se inunda más
intensamente del mundo infantil y al fin se disgrega como historia y pasa a analizar
los procesos mismos del recuerdo.
El último grupo lo integra el resto de su obra. Con Nadie encendía las
lámparas (Sudamericana, 1947) la obra de Hernández aparece en las librerías de

1/14
modo ya normal. Es el período de los cuentos cortos y, por lo general, fantásticos.
El grupo está integrado por los reunidos en aquel volumen, por Las
hortensias que se publicó en Escritura en 1949 y por La casa inundada, de
1960. A este grupo corresponden también algunos cuentos publicados en diferentes
revistas y que no fueron todavía recogidos.
Por fin, días antes de su muerte, que ocurrió en 1963, Hernández pudo ver la
reedición de El caballo perdido.
A ese título ahora se agrega, póstumamente. Tierras de la memoria, un texto
que fuera anunciado hace tiempo y del que se desgajaron algunos relatos sueltos.
Conservado siempre inédito, quizá a la espera de posibles retoques o ampliaciones,
es hoy una contribución muy importante a su bibliografía.

II - Una conciencia
desdichada

En algunas ocasiones se ha destacado en la obra de Felisberto Hernández, su


calidad de memorialista, sus evocaciones del Montevideo de las primeras décadas
del siglo. "Gran sonatista de los recuerdos y las quintas", dijo de él, por ejemplo,
Ramón Gómez de la Serna. Y es lo cierto que hay páginas suyas,
especialmente en Por los tiempos de Clemente Colling, que se nutren de una
jugosa evocación de algunas estampas del Montevideo todavía aldeano de
entonces. Su nombre tendría que verse, en ese sentido, en la perspectiva que le
dan los de José Pedro Bellan, que lo precedió, y de J. C. Onetti y M. Benedetti que
lo siguieron. Cada uno de ellos da, del Montevideo que evocan, una modulación
muy propia y diferente, pero todas se nutren de una atenta visión de nuestro
ambiente urbano.
Sin embargo, y a pesar de la intensidad con que al principio de Por los tiempos
de Clemente Colling hayan sido evocadas las quintas con glorietas y enredaderas
de glicinas que bordeaban el recorrido del tranvía 42 —y es el pasaje que debe
haber motivado la frase de Ramón Gómez de la Serna— o, en otros lugares del
mismo libro o de El caballo perdido, algunos humildes interiores ciudadanos, no
es este, en modo alguno, el centro de gravedad de su obra.
La evocación del pasado, sea como ambiente, sea como historia personal —esto es:
come evocación de su propia infancia y de los personajes que la rodean— no
constituye el centro de su creación, aunque seguramente lo llevó a encontrar uno
de sus centros.
Hernández apoya en lo vivido para recordar, y usa sus recuerdos como el material
más inmediato, pero no para trabajar sobre lo recordado sino sobre los modos de
su evocación, sobre la relación de su presente con lo evocado, sobre el modo de
asirlo de que dispone.
Esta es la causa, creemos, de que no haya podido mantener una creación
novelística como la iniciada en Por los tiempos de Clemente Colling más que a lo
largo de poco más de un libro.Por ¡os tiempos de Clemente Colling es, todo él, un
relato centrado en la evocación del músico ciego que fue su maestro, y aunque
ofrece frecuentes desarrollos en los que el narrador centra sobre todo el interés en
los modos de percepción del niño que fue, la figura de Clemente Colling y sus
diferentes apariciones vertebran el relato, le dan su unidad y su coherencia, y
hacen que, en definitiva, se mantenga anclado en lo real y en torno suyo derive el
tiempo con la homogeneidad que un relato requiere.
Yo creo que este libro, que Hernández publicó en 1942 y que contiene la historia
más larga por él escrita, debe haberle dado una sensación de seguridad v de
entusiasmo. El que escribió enseguida. El caballo perdido, que fechó en 1943,
debió iniciarlo pensando que continuaría el mismo ciclo que el anterior. No porque
fuera estrictamente su continuación —y entre otras cosas porque se refiere a
hechos ocurridos antes que los que narra en Por los tiempos de Clemente
Colling—, pero sí porque pudo pensarlo, de algún modo, como su complemento.

2/14
Creo que en ese momento Hernández debió experimentar la alegría de haber
descubierto su camino. Los libros anteriores, escasos, poco voluminosos y
fragmentarios, habían quedado lejos (de 1925 a 31). Ahora acababa de realizar un
libro cuyo volumen y cuya jugosa plenitud nada tenía que ver con aquellas
pequeñas historias morosas y a menudo abstractas. El camino que había
encontrado era el del recuerdo y la evocación. Debe haberse dicho: "Tengo que
ahondar por aquí”. Así pienso que encaró El caballo perdido. Pero el libro que
resultó no fue seguramente el que se propuso, aunque, a mi juicio, y seguramente,
y antes, a juicio del propio autor, haya sido más importante que el que se había
propuesto.
Dije antes que su obra novelística alcanzó tan sólo a poco más de un libro. Me
refería a Por los tiempos de Clemente Colling —el libro— y al principio de El caballo
perdido —el poco más—. Porque en esta obra el decurso novelístico se interrumpe
de pronto y no vuelve a recobrar ya más ni su condición lineal ni ninguna otra
estructura supeditada directamente a las necesidades narrativas: a partir de un
momento dado Hernández deja de dominar el tiempo o los tiempos de su narración.
Sé que puede decirse de esta afirmación que se apoya en una cuestión de palabras,
y sé también que puede llamarse novela a casi cualquier libro que esté escrito en
prosa y evoque algunas cosas ya sea objetiva ya subjetivamente. Pero se
entenderá que me refiero a la ruptura del libro como novela en la medida en que el
narrador, que comienza evocando hechos de su infancia, se ve obligado a
abandonar la narración de aquellos para quedarse detenido en el análisis de los
procesos que en él se dan en relación con su esfuerzo de evocar.
En la p. 45 de El caballo perdido, y después de una en blanco, el narrador inicia
una segunda parte escribiendo:
Ha ocurrido algo imprevisto y he tenido que interrumpir esta narración. Ya hace
días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que
hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir
hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento
en que ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquél tiempo, sino que
me detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche
sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era
precisamente, la última amarra con el presente.
El relato se interrumpe. El narrador reflexiona sobre su modo de asir lo recordado
y, simultáneamente, sobre su modo de despegarse del presente. El tiempo mismo
pierde su homogeneidad, se fragmenta y se mueve en direcciones diferentes. Hay
algo en su memoria que irrumpe con más poder que los hechos que inicialmente se
proponía contar. El resto de El caballo perdido es un ahondamiento desesperado,
tenaz, de esa situación.
De pocos autores disponemos de textos tan críticamente significativos como éste.
El significa simultáneamente uno de los pasajes más brillantes y más hondos de su
prosa a la vez que un radiante testimonio de una crisis interior importante, uno de
esos momentos cardinales que determinan una reordenación de la actividad
creadora. Allí se gestó otro Hernández.
Sin embargo el autor ya estaba pugnando por encontrar este camino desde antes.
Esa situación que encuentra claramente —y en la que se hunde— a mitad de El
caballo perdido ya la había rozado al comienzo de Por los tiempos de Clemente
Colling. Es de una situación similar que surge precisamente aquel relato.
El comienzo de Por los tiempos de Clemente Colling es una evocación de
recuerdos difíciles de dominar. El predominio de esta carga de recuerdos que rodea
al personaje, y del que éste emerge, dejó sus huellas en el título. En medio de una
irrupción de recuerdos que al autor se le presentan como inevitables, la figura de
Clemente Colling tarda en llegar. Las primeras líneas del relato dicen:
No se bien por qué quieren entrar en la historia de Colling ciertos recuerdos. No
parece que tuvieran mucho que ver con él. La relación que tuvo esa época de mi
niñez y la familia por quien conocí a Colling, no son tan importantes en este asunto
como para justificar su intervención. La lógica de la ilación sería muy débil. Por algo

3/14
que yo no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten, he
preterido atenderlos.
Y aún el autor reconoce que no domina esos recuerdos: ellos tienen para él una
carga que se le impone pero que, a la vez, le es impenetrable:
Además tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales se poco; y hasta me
parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando
creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos: porque la existencia de
ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe ser una de sus cualidades.
Y al fin una frase que denuncia, en esta actitud, una de las claves de su escritura:
Pero no creo que solamente deba escribir lo que se, sino también lo otro.
Cuando, al fin, Clemente Colling llega, el relato se encauza.
Es cierto, sin embargo, que ondula varias veces yendo y viniendo, rondando en
torno a su figura y demorándose a veces no sólo en recuerdos laterales sino en
curiosas comprobaciones a propósito de la textura misma de sus recuerdos y de los
modos como ellos interfieren con su presente modificándolo. Hasta el decurso del
tiempo se altera.
De esto hace más de veinte años. Ahora, mientras respiro sobre aquellos
recuerdos, estoy sentado en un banquito rojo, echado sobre una mesita azul (…) En
este tiempo presente en que ahora vivo aquellos recuerdos, todas las mañanas son
imprevisibles en su manera de ser distintas. (...) Todas las noches, antes de
dormirme tengo no sólo curiosidad por saber cómo será la mañana siguiente, sino
cómo veré o cómo serán los recuerdos de aquellos tiempos. A veces me concentro
tanto en ellos, que de pronto me sorprende este presente.
Pero no sólo se altera el decurso del tiempo en cuanto a la narración, sino que —
como en aquel pasaje crítico de El caballo perdido que comentamos— el narrador
nos da testimonio de la vivencia de un tiempo que ha perdido su condición lineal,
que se bifurca o polifurca en una intrincada madeja difícil de vivir. Ese sentimiento
de estar enredado en el tiempo viene además acompañado del aflorar de una
presencia interior que le es misteriosa y que lo arrebata al fluir de la propia vida.
...yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la
forma de estos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos. Y eso será lo
único distinto o diferente que me quede del sentimiento de todos los días. El
esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo
que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra. Al revolver todas
las mañanas en los recuerdos, yo no sé si precisamente manoteo entre ellos y por
qué. O cómo es que revuelvo o manoteo en mi propia vida, aunque hablo de otros.
Y si eso hago en las mañanas, no sé qué ha pasado por la noche, qué secretos se
han juntado, sin que yo sepa, un poco antes del sueño, o debajo de él.
Se pone aquí en evidencia algo que constituye una ambigüedad esencial de la
narración y que sólo se supera en los momentos en que se apoya concretamente en
la evocación de la figura de Clemente Colling. Son los momento en que esa figura
está presente aquellos en torno a los cuales la narración se vertebra, y el libro pudo
mantener su coherencia narrativa sólo en la medida en que estuvo dominado por
aquella presencia.
El pasaje citado nos hace evidente que el desarrollo de la obra ocurre como a lo
largo de un camino de montaña desde el cual el narrador siente, a cada recodo del
camino, la atracción de un abismo lateral, un abismo donde las formas y los
sucesos tienden a desintegrarse y donde el mismo narrador puede enajenarse. ("Al
revolver todas las mañanas en los recuerdos, yo no sé si precisamente manoteo
entre ellos y por qué"). La materia misma de su narración, de sus recuerdos, es
cuestionada; los tiempos recordados se infiltran y corroen estos que está viviendo,
y la desintegración que motivan tiende a su vez a reverterse sobre la narración
misma.
Por eso el libro siguiente, que pretende evocar otros recuerdos —otra zona de sus
recuerdos, deberíamos decir mejor— no encuentra ya figura concreta en torno de la
cual aglutinarse y pierde coherencia narrativa para segregar, en cambio, materias
de otra naturaleza. En este libro —El caballo perdido— el autor cuenta no sólo lo

4/14
que sabe, sino, y sobre todo, lo otrocomo dice en frase que ya citamos, lo que
busca, o lo que ni siquiera busca, sino que lo busca a él.
Al hallazgo de esta otra materia aludíamos cuando expresamos que allí se había
gestado otro Hernández.
Atrapado en el tiempo, atento a lo que no sabe, a lo otro, el narrador pierde pie en
el presente, y en todo caso sólo lo recobra, traspuesto, como promesa de otro
recuerdo o de una modulación inesperada de un recuerdo conocido. El empuje
hacia el futuro, que hace la vida, desaparece de su presente vital para nutrir tan
sólo su escritura. El futuro sólo puede nutrirlo, paradójicamente, de pasado, de
recuerdos: "El esfuerzo que haga para tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro,
será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra".
Sólo mediante la elaboración y proyección de sus recuerdos puede afirmar la vida:
la muerte acecha aquí en el presente de la tierra.
Este modo de no querer pisar el mundo verdadero sino el recordado, tiene una
extraña corroboración en algunos pasajes de Tierras de la memoria. Este libro,
hecho todo él con jirones de recuerdos, de tal modo que cada cosa vivida aparece
apenas como el cañamazo donde poder apoyar el dibujo de lo que antes se vivió, es
una clara confirmación de esa disposición de Hernández. Pero además el autor llega
a decir en él:
Ahora pienso que en aquella época yo viajaba sin recuerdos: más bien los hacía; y
para hacerlos intervenía en las cosas... (…) En el viaje en ferro-carril que hicimos
desde Buenos Aires a Mendoza hice muy pocos recuerdos...
Y durante esa página el autor escribe como si la vida valiera tan sólo como la única
herramienta de que disponemos para crear recuerdos, y que éstos son los
importantes, no aquella. Es claro que se trata de una negativa al mundo y a la vida,
a no querer estar ya en ella. Aparece la tentación de usar la palabra escapismo.
Sólo que resulta verdaderamente difícil explicar cómo opera ese escape. Tanto más
cuanto, en general, allí donde se habla de escapismo suele haber alguien que se
quedó atrapado, como en este caso. Porque esa es, me parece, la situación de
Hernández; y ella es también, quizá, una de las razones por las que su obra nos
resulta tan fuertemente significativa. Curiosamente, eso es lo que hace que este
escritor, en cuya obra no encontramos ningún testimonio directo sobre la historia
contemporánea, testimonie en cambio tan eficazmente —aunque de modo
indirecto— sobre nuestro tiempo.
Hernández no alude en parte alguna de su obra a cuestiones sociales ni políticas;
no se entera uno, al leerlo, de nada que tenga que ver con la crítica historia
contemporánea;
No se sabe siquiera si existió la segunda guerra mundial ni si hay conflictos o
tensiones que caractericen la vida de nuestra América Latina. Y aún al contrario: lo
que evoca son estampas de la vida casi aldeana del Montevideo de las primeras
décadas del siglo, lentos pueblos del interior, pequeños teatros con pianos
destartalados, interiores morosos, caserones de otro tiempo. Pero no sólo la misma
constancia de esa temática, sino también, y quizá más, el hecho de que todo ocurra
en otro tiempo —aquel tiempo, dice él con frecuencia— que es casi elille
tempora de los mitos o las religiones, ya es muy significativo en el sentido que
anunciamos. Porque aquel tiempo, ille tempere, es, por definición, un tiempo fuera
de los tiempos, un tiempo fijado y sin decurso, sin otra movilidad que su invisible
manar sin transcurrir, sin otra variedad que la voluntaria sustitución de las figuras
que puedan poblarlo y que nunca serán presentes, que siempre estarán fuera del
imprevisible acaecer y de la urgencia de una decisión.
Hay otro tema, que es persistente en Hernández, y que nos muestra una muy
curiosa extrapolación de esta atemporalidad de su obra: se trata de lo que
llamaremos el "tema del espectáculo" que se da a propósito de varios de sus
personajes. Estos se niegan al mundo como decurso natural e insisten en estar
ante él como ante un espectáculo; o mejor: necesitan que los hechos les sean
ordenados como espectáculo — y no como vida. El personaje de Menos Julia, que
ya citamos, vive su semana a la espera del espectáculo táctil que se le ofrecerá el

5/14
domingo en el túnel. Allí, la sucesión de objetos que su ayudante ha de prepararle
tendrá que ser inesperada, relativamente desafiante: que tenga algo de adivinanza.
Pero, sea como sea, lo que encuentre no tendrá consecuencias; ocurrirá, nada más,
y es parte importante del juego que nada prepare su hallazgo ni nada pueda
deducirse luego de él.
Exactamente la misma actitud tiene el personaje de Las Hortensias: también él
tiene ayudantes cuya tarea es preparar en las vitrinas de su casa escenas con
muñecas: cada escena debe tener un significado que queda escrito en un papel que
se guarda en un cajón. Luego que Horacio ha contemplado la escena, abre el cajón
y lee la leyenda. Esta describe la situación y hace comprender mejor la escena, le
da contorno. Pero a Horacio le interesa sobre todo la escena, que puede tener
diferentes explicaciones -venir e ir de y a tiempos diferentes. A veces le parece
adecuada la leyenda que encuentra, a veces no; pero de todos modos lo que más le
importa es meditar sobre una instantánea que puede ser inscripta en una u otra
línea de tiempo; en todo caso nunca vendrán de algo que tenga que ver con su
vida, ni irán a su concreto futuro. Y, además, a él le gusta contemplar el
espectáculo en las vitrinas; eso es fundamental, porque lo pone fuera del tiempo.
En un momento el mismo Horacio dice:
El hecho de ver las muñecas en las vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les
da cierta calidad de recuerdo...
Es evidente que para el autor la formulación inversa sigue siendo válida: ver las
cosas en el recuerdo es verlas en vitrinas, esto es, fuera del tiempo.
Esta falta de temporalidad se manifiesta también en la misma estructura narrativa.
Lo señalamos ya, a propósito de El caballo perdido, pero también es visible en la
estructura esquemática de Tierras de la memoria, en la que el autor nos ofrece una
sucesión de escenas que no son necesariamente interdependientes: son
simplemente estampas que el recuerdo ofrece y aún, ellas mismas, están a veces
como seccionadas. El autor da la sucesión, no el sentido de la sucesión; da los
cortes, no la secuencia.
En algún momento se omite totalmente el aspecto narrativo para acentuar la
aparición de sucesivos pasados inconexos. Es característico que en un pasaje un
párrafo empiece así:
Después todos estaban de nuevo alrededor de la mesa...
Esta visión de una historia realizada por cortes hace de la misma historia
un espectáculo similar a los que quieren contemplar los protagonistas de los relatos
arriba mencionados: algo que ocurre porque si; sin necesidad; sin tiempo del que
emerjan y sin destino al que arribar.
Pero si es significativo ese quedarse fuera del tiempo, más lo es todavía la
conciencia que allí late. Es ella, sobre todo, la que proporciona aquel enérgico
aunque indirecto testimonio de contemporaneidad: El autor puede hacer que sus
temas se evadan de su tiempo, puede imaginarse en el otro, lo que no puede, si es
auténtico, es escribir en otro lugar que en el que está. Puede no poder empuñar
con su propia voluntad el derivar de este tiempo presente en el que vive, puede
sentir que la calidad de su empeño de vivir no se acondiciona con la calidad de la
duración que le ofrece el mundo en el que está inserto, y puede
preferir mantenerse en el aire mientras la muerte pase por la tierra, pero no podrá
evitar —no hay escape para eso— marcar la distancia a que flota u ocultarnos ese
su flotar. En esto, si es auténtico, repetimos, no hay escapismo que valga. En
realidad el escapismo debe referirse a un salirse de la conciencia de sí; no a huir de
ningún lado ni de ninguna circunstancia, sino de la autenticidad.
Eso hace que su rememoración no sea apacible sino conturbada. A la vez que
descuida este mundo y huye en busca del otro, remoto —e imposible— no puede
dejar de medir la distancia que los separa y la fuerza operativa que aquel tiempo
que sueña tiene sobre este otro que está viviendo aunque no quiera. Y tanto más
se contamina de irrealidad éste, tanto más se hace inasible, poroso a lo intemporal
—y propiamente invivible— cuanto menos se atreve a postularlo en su concreto
devenir presente, en su soporte vital único, en el único campo de las decisiones. Y

6/14
tanto menos puede evocar con precisión y corporeidad el tiempo que recuerda
cuanto más lo ansia como sustitución de este que vive, cuanto más le exige una
condición envolvente de presente, cuanto más quiere anularlo en lo que realmente
es, recuerdo, pasado. El escape se transforma en cárcel: el tiempo vivido no puede
ser vivido nuevamente, y este que vive queda adulterado, enajenado por el
empeño de incorporarle las vivencias del pasado. Por eso es tan grave la tensión en
que el narrador está atrapado. Allí donde quiere soñar o inventar, el tiempo es otro
y no siempre dominable, no corre con la homogénea textura que tiene sobre la
tierra: sus direcciones se confunden, también su intensidad. El autor puede ir a dar
a zonas donde dominen torbellinos y las corrientes lo arrastren haciéndole perder
sus puntos de referencia.
Esa es la situación que describe Hernández en El caballo perdido. Venía
narrándose algo del tiempo —"aquel tiempo"— de sus relaciones con Celina, la
maestra de piano, y de pronto se detiene. Ya cité el pasaje; veámoslo ahora hasta
el fin del párrafo:
Ha ocurrido algo imprevisto y he tenido que interrumpir esta narración. Ya hace
días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un
gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia
adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento en que
ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquel tiempo, sino que me
detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche
sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era,
precisamente, la última amarra con el presente. Pero antes que esta amarra se
soltara, ocurrió lo siguiente: yo estaba viviendo tranquilamente en una de las
noches de aquellos tiempos. A pesar de andar con pasos lentos, de sonámbulo, de
pronto tropecé con una pequeña idea que me hizo caer en un instante lleno de
acontecimientos. Caí en un lugar que era como un centro de rara atracción y en el
que me esperaban unos cuantos secretos embozados. Ellos asaltaron mis
pensamientos, los ataron y desde ese momento estoy forcejeando. Al principio,
después de pasada la sorpresa, tuve el impulso de denunciar sus secretos. Después
empecé a sentir cierta lasitud, un cierto placer tibio en seguir mirando, atendiendo
el trabajo misterioso de aquellos secretos y me fui hundiendo en el placer sin
preocuparme por desatar mis pensamientos. Fue entonces cuando se fueron
soltando, lentamente, las últimas amarras que me sujetaban al presente. Pero al
mismo tiempo ocurrió otra cosa. Entre los pensamientos que los secretos
embozados habían atado, hubo uno que a los pocos días se desató solo. Entonces
yo pensaba: "Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado,
nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos
desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo
que remar con todas mis fuerzas hacia el presente".
Casi todo cuanto hasta ahora vinimos afirmando encuentra su corroboración aquí:
la atracción como de vértigo que le acecha al borde de la narración, la dislocación
del tiempo, el desapego del presente y su inanidad (porque está como corroído por
una inundación que viene de otro lado), y aún la tensión que mantiene en vilo al
narrador. Porque a pesar de su esfuerzo por remar con todas sus fuerzas hada el
presente, el único modo como este presente se cumple en él es como escribir.
Y ciertamente hay algo que gravita más que esa parcela de su ser que escribe:
Despegado casi totalmente de aquí, es allá donde encuentra algo que parece
ofrecerle un poco de solidez:
Hasta hace pocos días yo escribía y por eso estaba en el presente. Ahora haré lo
mismo, aunque la única tierra firme que tenía cerca sea la isla donde está la casa
de Celina y tenga que volver a lo mismo.
La tierra firme, le tierra donde poder arrancar no está aquí, aunque escribe, pues
su mismo escribir es un sumirse en el allá, buscar aquella isla que encontró
mientras derivaba fuera de su tiempo de ahora. De ese modo el tiempo no
le es dominable, no tiene textura homogénea; sus direcciones se confunden, y
también su intensidad.

7/14
La revisaré de nuevo —escribe aludiendo a la isla donde está la casa de Celina—
: tal vez no haya buscado bien. Entonces, cuando me dispuse a volver sobre
aquellos mismos recuerdos me encontré con muchas cosas extrañas. La mayor
parte de ellas no habían ocurrido en aquellos tiempos de Celina, sino ahora, hace
poco, mientras recordaba, mientras escribía y mientras me llegaban relaciones
oscuras o no comprendidas del todo, entre los hechos que ocurrieron en aquellos
tiempos y los que ocurrieron después, en todos los años que seguí viviendo. No
acertaba a reconocerme del todo a mí mismo, no sabía bien qué movimientos
temperamentales parecidos había en aquellos hechos y los que se produjeron
después; si unos y otros no serían distintos disfraces de un mismo misterio.
Esta desorientación de una conciencia que no se puede aposentar en su tiempo, es
más representativa del mundo en que vive que una descripción directa del mismo.
La discriminación de diferentes lugares del tiempo y de oscuras relaciones entre
unos y otros, pone de manifiesto una situación que quizá pueda ser designada con
la expresión hegeliana de conciencia desdichada. Los diversos lugares del tiempo se
refieren normalmente a un presente que debería coexistir con el sujeto consciente y
un pasado que se identifica como objeto.
Pero pronto, y procurando un ahondamiento mayor en su búsqueda, el narrador
pierde el punto de apoyo inicial y descubre otros puntos de vista en los que queda
parcialmente instalado y que lo hacen objeto a él mismo. Ese es el proceso de la
conciencia desdichada. Ya no predomina una vivencia básica, sino que ésta se
estratifica en diferentes capas temporales, a la vez que el narrador se disocia en
sucesivas reflexiones parciales de su propia vivencia. Lo vivido llega al presente
como los fragmentarios y desorganizados reflejos de un espejo que cayera trizado a
sus pies.
El texto de Hegel que se refiere a la Consciencia desdichada dice así:
"Esta consciencia desdichada, dividida en dos en el interior de sí misma, debe
forzosamente —puesto que esta contradicción de su esencia es para ella misma una
sola conciencia— tener, siempre, en una conciencia, también a la otra; y así ser
expulsada inmediatamente y de nuevo de cada una en el momento en el que
imagina haber llegado a la victoria y al reposo en la unidad. Sólo su verdadero
retorno en sí misma o su reconciliación consigo presentará el concepto del espíritu
vuelto vivo y llegado a la existencia" (F. del E. I, 176).
Pero el narrador —y justamente al revés de lo que indica la última frase de Hegel—
no entra, sino que precisamente, por el proceso que se describió, sale de la
existencia.
Podríamos haber aludido también, para referirnos a esta situación, al término de
alienación que Marx acuñara ya en 1844 y que tan eficazmente sirve a E. From
para caracterizar la vida contemporánea. Sólo que este término alude a un modo
de desarraigo de la naturaleza y, por decirlo así, de sí mismo, a una caída en la
inautenticidad; mientras que el hundimiento en la conciencia desdichada es
consecuencia de la voluntaria búsqueda de una autenticidad que nos es impedida
en nuestra relación con el mundo. La alienación es la pérdida de conciencia en una
renuncia que la incluye a ella misma; la conciencia desdichada es el drama de la
conciencia que busca en sí un último apoyo y vaga a tientas corriendo siempre
nuevos telones, encontrando siempre diferentes, nuevos y endebles espejismos de
sí misma: se encuentra como posibilidad y no como realización.

III -
El tema del doble

Esta disociación insuperable —por eso precisamente desdichada—, se expresa en la


narrativa de Hernández de modos diferentes y en diferentes grados de tensión. En
varios de los pasajes que citamos pudimos comprobar directamente la existencia de
esta situación. Pero también se da, de modo indirecto, pero no menos evidente, en
algunas constantes temáticas. Observemos cómo merodea permanentemente en
sus páginas un tema que no siempre se muestra por entero, pero que imanta muy

8/14
fuertemente muchos sucesos y muchas imágenes: el tema del doble.
Y fue una noche en que me desperté angustiado cuando me di cuenta de que no
estaba solo en mi pieza: el otro sería un amigo. Tal vez no fuera exactamente un
amigo: bien podía ser un socio. Yo sentía la angustia del que descubre que sin
saberlo ha estado trabajando a medias con otro y que ha sido el otro quien se ha
encargado de todo. No tenían necesidad de ir a buscar las pruebas: éstas venían
escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño: invadían el
presente, tomaban todas sus posiciones y yo pensaba que había sido él, mi socio,
quien se había entendido por encima de mi hombro con mis propios recuerdos y
pretendía especular con ellos; fue él quien escribió la narración. ¡Con razón yo
desconfiaba de la precisión que había en el relato cuando aparecía Celina! A mí,
realmente a mí, me ocurría otra cosa. Entonces traté de estar solo, de ser yo solo,
de saber cómo recordaba yo. Y así esperé que las cosas y los recuerdos volvieran a
ocurrir de nuevo.
Ese otro, ese socio que allí aparece y que fue quien escribió la narración, apenas
advertido queda separado y el narrador se retrepa hasta otra posición desde la cual
contemplar —unificándolas— las diferentes actitudes de su propio ser. Quiere
lograr, de sus recuerdos, una calidad más pura que la que tienen los recuerdos
meramente evocados para escribir (!). Su propia reciente escritura le muestra a su
conciencia como mediatizada y mercantilizada —por el mismo hecho de escribir—
en la captación que realizó, y por ello, para ahondar —para ser más auténtico—, se
repliega más en sí: "Entonces traté de estar solo, de ser yo solo, de saber cómo
recordaba yo".
Fácilmente se advierte que se produce así una situación de equilibrio inestable, por
la cual queda motivada una vertiente de infinitos desdoblamientos sucesivos: cada
vez que uno de ellos acontece, es separado, se objetiva, y el narrador pretende
encontrar otro lugar desde el cual ampliar la conciencia de lo que ocurre para
operar su síntesis, pero el análisis vuelve a escindirla, y así se desarrolla el
peregrinaje de la conciencia desdichada en una monstruosa partenogénesis de
infinitos yoes interiores.
Este proceso de disociación, que rodea el tema central del doble, caracteriza buena
parte de la literatura moderna. En la literatura universal el tema del doble aparece
vinculado al desarrollo del romanticismo literario, y creo que esa aparición está
fuertemente determinada por los hechos que caracterizan el período histórico
correspondiente. Desde la concepción delFausto de Goethe y su formulación básica
de las dos almas que anidan en su pecho, con la paralela figuración dramática de
esa dualidad en los personajes de Fausto y Mefistófeles, el tema del doble inunda la
literatura romántica y post-romántica en los más variados desarrollos y en todas las
literaturas, desde Chamisso y Hoffmann hasta Musset y Poe, o Dostoiewski o
Tomas Mann. Hay un elemento del alma moderno que queda expresado en este
mito del doble que consiste en la expresión de una profunda discordia interior a la
vez que en una paralela incapacidad para aceptar el mundo.
La aparición de este tema en Hernández tiene una gravitación profunda y
consecuencias importantes que analizamos más adelante. Ahora sólo queremos
destacar los hechos que derivan más directamente de él. Por lo pronto el doble no
sólo es visto sino que también nos mira. Somos sujetos en cuanto lo
determinamos, pero objetos en cuanto nos determina. Si por un lado corrobora la
disociación, y dificulta nuestra entrada en el mundo con una fuerza que pudiera asir
y modificar —empuñar— lo real. Por otro nos hace caer entre las cosas: nos mira y
nos desanima o nos impone un alma en la que no nos reconocemos (nos atribuye,
por ejemplo sólo uno de esos yoes disociados).
En un pasaje que, en el texto de El caballo perdido sigue inmediatamente al último
que transcribí, el Narrador alude a la comentada disociación de los tiempos, y
termina indicando que él, en su presente, actúa por hilos movidos por alguien que
está en su pasado, quizá la misma Celina:
En la última velada de mi teatro del recuerdo hay un instante en que Celina entra y
yo no sé que la estoy recordando. Ella entra, sencillamente; y en ese momento yo

9/14
estoy ocupado en sentirla. En algún instante fugaz tengo tiempo de darme cuenta
de que me ha pasado un aire de placer porque ella ha venido. El alma se acomoda
para recordar, como se acomoda el cuerpo en la banqueta de un cine. No puedo
pensar si la proyección es nítida, si estoy sentado muy atrás, quienes son mis
vecinos o si alguien me observa. No sé si yo mismo soy el operador; ni siquiera sé
si yo vine o alguien me preparó y me trajo para el momento del recuerdo. No me
extrañaría que hubiera sido la misma Celina: desde aquellos tiempos yo podía
haber salido de su lado con hilos que se alargan hacia el futuro y ella todavía los
manejara.
Es un ejemplo claro de una de esas situaciones en las que, una vez hallado un
momento de conciencia diferente, éste se transforma en un punto de vista que se
dirige sobre el mismo y lo enajena. Que ese proceso es una de las más fuertes
raíces de la experiencia del tema del doble y que lo arrebata a la vida, queda
expresado pocas páginas más adelante:
Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien
estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la
persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los
recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo del tipo que yo sería, a
pesar de conservar los mismos límites visuales y parecida organización de los
datos, iban teniendo un alma distinta. Al tipo que yo sería se le empezaba a
insinuar una sonrisa de prestamista, ante la valoración que hace de los recuerdos
quien los lleva a empeñar. Las manos del prestamista de los recuerdos pesaban
otra cualidad de ellos: no el pasado personal, cargado de sentimientos íntimos y
particulares, sino el peso del valor intrínseco.
Después venía otra etapa: la sonrisa se amargaba y el prestamista de los recuerdos
ya no pesaba nada en las manos: se encontraba con recuerdos de arena, recuerdos
que señalaban, simplemente, un tiempo que había pasado: el prestamista había
robado recuerdos y tiempos sin valor. Pero todavía vino otra etapa peor. Cuando al
prestamista le aparecía una sonrisa amarga por haber robado inútilmente, todavía
le quedaba alma. Después llegó la ser quien estaba llamado a ser: un
desinteresado, un vagón desenganchado de la vida.
Sólo se puede entrar en la vida si la conciencia supera aquella discordia interior.
Recordemos: "sólo su verdadero retorno en sí misma o su reconciliación consigo
presentará el concepto del espíritu vuelto vivo y llegado a la existencia" (Hegel). Si
no, se está "desenganchado de la vida", como escribe Hernández.
Pero esa discordia es difícilmente superable. En primer lugar porque allí donde no
aparece el tema del doble se da, como sustitución, el tema de la fragmentación de
la persona. La conciencia aparenta estar en paz consigo misma, reunida, pero
contempla, del mismo narrador, partes autónomas.
Ya vimos, en El caballo perdido, algunos momentos en que la discordia se
expresa así; es el caso, por ejemplo, de los pasajes en que "los dedos de la
conciencia" buscan entre raíces:"Por último los dedos se desprendían de la
conciencia y buscaban solos" (ECP p. 66). O los pasajes que se refieren a sus
recuerdos como seres que deambulan con intención propia dentro de él. Así escribe
de sus recuerdos y dice que quienes los habitaban —es decir, las personas
recordadas— "a pesar de ser dirigidos por quien los miraba (el mismo Narrador) y
de seguir con tan mágica docilidad sus caprichos, tenían escondida, al mismo
tiempo, una voluntad propia llena de orgullo".
En el camino del tiempo que pasó desde que ellos actuaron por primera vez —
cuando no eran recuerdos—, hasta ahora, parecía que se hubieran encontrado con
alguien que les habló mal de mí y que desde entonces tuvieron cierta
independencia; y ahora, aunque no tuvieran más remedio que estar bajo mis
órdenes, cumplían su misión en medio de un silencio sospechoso; yo me daba
cuenta de que no me querían, de que no me miraban, de que cumplían
resignadamente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la forma de
mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos con seguridad no me
hubieran conocido.

10/14
Y así se independizan y viven en él, autónomamente, recuerdos, imágenes y hasta
percepciones. Un hermoso ejemplo de esto último es el que aparece al comienzo
de El caballo perdido.
En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojos llenos de todo lo que
habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima las cosas blancas
y negras que allí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. Pero
cuando me sentaba a descansar —y como en los primeros momentos no me metía
con los muebles porque tenía temor a lo inesperado, en una casa ajena— entonces
me volvían a los ojos las cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas
se acostaran en el olvido.
Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los
árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca,
escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que
venía del pensamiento las había empujado, las había hecho presentes de alguna
manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas
con ellos.
Por eso más adelante —y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella
sala— nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún
resplandor de magnolias. .
Y aunque ya vimos ejemplos de como los recuerdos viven en él con independencia,
quiero citar un breve pasaje motivado por la contemplación de un alfiler de corbata
que le trae diferentes recuerdos: "Al principio, mientras yo lo daba vuelta entre mis
dedos, pensaba en cosas que no tenían nada que ver con él; pero de pronto él me
empezó a traer a mi madre, después a un tranvía de caballos, una tapa de botellón,
un tranvía eléctrico, mi abuela, etc., etc.". Y el narrador explica:
Todos estos recuerdos vivían en algún lugar de mi persona como en un pueblito
perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía comunicación con el resto del mundo.
Desde haría muchos años allí no había nacido ninguno ni se había muerto nadie.
Los fundadores habían sido recuerdos de la niñez. Después, a los muchos años,
vinieron unos forasteros: eran recuerdos de la Argentina. Esta tarde tuve la
sensación de haber ido a descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera
dado unas vacaciones.
Pasajes muy similares pueden leerse también en Tierras de la memoria.
Pero el autor también objetiva como partes autónomas e independientes las ideas,
los pensamientos:
Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran
pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los pensamientos
hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los pensamientos saltaron por la
ventana.
Esa autonomía de algunos sectores de la vida mental viene indicada, naturalmente,
por la índole de las imágenes de que el escritor se vale para aludir a ella, pero eso
es precisamente lo que nos importa: que el modo de expresar la experiencia ponga
de manifiesto justamente el matiz que nos parece más representativo. Lo que más
profundamente detecta la vivencia de los hechos es su reflejo en el plano
imaginario. Ya hemos visto el desarrollo frecuente de este tema en textos de El
caballo perdido. En textos posteriores este elemento se mantiene y frecuentemente
se modula de modo aún más enérgico. Como ya indicamos, la obra de la última
etapa tiende a desarrollar como temas objetivos los que primero se formularon
como metáforas o imágenes. Y bien: esta conciencia dividida llegará a motivar una
división o autonomía de partes del cuerpo en la invención narrativa.
Tierras de la memoria ofrece también otros ejemplos de esta imaginación
disgregadora.
A veces se trata de la desaparición de los objetos, de los que sólo quedan
cualidades disociadas:
Todos estábamos alrededor de una mesa muy larga; una luz fuerte caía de la pared
y daba sobre el blanco del mantel, donde estaba repartido el brillo de las copas,
donde habían quedado parados los colores negros de las botellas de vino...

11/14
A veces se trata de una descripción en la que las partes integrantes de un conjunto
adquieren vida independiente. Es el caso de la descripción de la cara de la
recitadora:
Las partes de la cara de la recitadora no parecían haberse reunido
espontáneamente: habían sido acomodadas con la voluntad de una persona que
tranquilamente compra lo mejor en distintas casas y después reúne y acomoda
todo con gusto y sin olvidarse de nada: allí estaba todo lo necesario para una cara.
En la casa de los ojos había elegido un par grande, de color azul y se había fijado
bien si su mecanismo estaba perfecto; con seguridad que los habría probado
dándolos vuelta para todos lados; en la casa de las bocas se había elegido una de
tamaño regular, pero cómoda, etc... ..
Naturalmente que esto le permite luego el desarrollo de un tema secundario del
que muchas veces saca partido a lo largo de su obra y que es como el negativo del
que venimos comentando: el análisis de la armonía entre las diferentes partes que
primero disoció y supuso aisladas, para sorprenderse después por su coordinado
juego. En el pasaje a que ahora aludimos no pierde la oportunidad. Primero desgajó
a la recitadora en diferentes elementos; luego se maravilla
del espectáculo armónico que supone su representación:
En un instante en que yo observaba su estrategia combinada —que era cuando iba
elevando los brazos, entornando los ojos y deteniendo las palabras en los labios—
mis ojos se habían quedado en su boca. Al mismo tiempo que casi había cerrado
del todo el escape de su voz, el labio superior había hecho una onda hacia un lado
de la boca y expresaba la angustia de un escepticismo romántico. En los últimos
estertores del poema, daba vuelta los ojos hacia el cielo y los párpados movían
lentamente las pestañas como esclavos abanicando a un rajá. (.….. ) En el paño
encorpado de aquel vestido se veía ondular un oleaje color vino; y esas ondas eran
lentas, aún en los instantes en que de pronto subía la marea y sorprendía la
rotación de aquellos grandes volúmenes. En un lado de la pollera había una fila de
botones; el oleaje los hacía aparecer y desaparecer como a los corchos de un
aparejo. A mis ojos se les ocurrió ir hasta el otro extremo de ella y ver sus brazos,
que eran muy blancos y se elevaban más allá de mi cabeza; mis ojos hicieron ese
recorrido, como si hubieran ido desde el mar hasta las nubes.
La actitud del narrador ante los jirones de recuerdo que evoca es sensiblemente
vinculable a la de los personajes que necesitan de aquellos espectáculos a que ya
hicimos referencia. En ambos casos los sucesos son presentados luego de haberles
extraído el hilo conductor que les daría sentido, destino.
Esa actitud disgregadora culmina, además, naturalmente, en la aparición del otro
gran tema conexo: el del doble. Tierras de la memoria contiene varias páginas —
que nos es imposible transcribir aquí por entero— donde aquel subyacente tema del
doble aflora y se expresa en una disociación entre el narrador y su cuerpo: es el
notable pasaje que empieza:
Yo nunca tuve mucha confianza con mi cuerpo; ni siquiera mucho conocimiento de
él. Mantenía con él algunas relaciones que tan pronto eran claras u oscuras; pero
siempre con intermitencias que se manifestaban en largos olvidos o en atenciones
súbitas. En casa lo habían criado como a un animalito, le tenían cariño y lo trataban
con solicitud. Y cuando yo emprendía un viaje me encargaban que lo cuidara. Al
principio yo iba con él como con un inocente y me era desagradable tener que
hacerme responsable de su cuidado...
El mismo tema vuelve al fin del relato:
De pronto se me ocurrió ir a buscar una silla. Esta idea me la había provocado mi
cuerpo, quien desde hacía rato me venía cargoseando con su cansancio, (...) Al
mismo tiempo pensé en el coloquio que yo tendría con mi angustia si me
desentendiera del cuerpo; sentándolo en una silla, él se ocuparía de digerir las
empanadas y el vino, y me dejaría tranquilos a mi angustia y a mí. Pero a último
momento el cuerpo se me echó atrás.
Nos interesa subrayar este hecho porque la autonomía de miembros, partes del
cuerpo o energías físicas aparece como un término medio entre la disociación de la

12/14
conciencia y la formulación del tema del doble. Se trata en realidad de diferentes
modulaciones expresivas de una misma experiencia o situación básica. Recordemos
que el punto de arranque para El doble de Dostoiewski fue La nariz de Gogol;
recordemos que el primer texto que insinúa la aparición del tema del doble en G. de
Nerval es su obra temprana. La main de gloire (en la que se narra la historia de
alguien cuya mano se comporta autónomamente y en contradicción con la voluntad
de su dueño).
En Felisberto Hernández hay también momentos en que esa disociación se realiza
de modo corpóreo. Así, por ejemplo, los ojos de El acomodador (en Nadie
encendía las lámparas) que miran con su luz, que iluminan —a pesar de la
voluntad de su dueño— con la luz verde de su mirada. O los miembros del caballo
de La mujer parecida a mí (ídem):
Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir
una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo, y una página más adelante:
Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían
perdidas en la noche.
En el último cuento de Nadie encendía las lámparas. Las dos historias, el tema del
doble aparece modulado a dos niveles diferentes. La historia alude con insistencia a
la disociación temporal que ya conocemos de El caballo perdido:
Hace un momento recordaba al tipo que yo era aquella noche y cómo era mi
indiferencia. También imaginaba que si el tipo mío de ahora le dijera al tipo mío de
aquella noche...
Así consta en una de Las dos historias: la escrita por el personaje de la otra
(Primera disociación). Pero, dentro de esa misma historia, el personaje tuvo un
rival al que desplazó, y, aún, él mismo ve rota su relación con la mujer que ama
porque el mismo se desdobla:
Parecía que en ese mismo momento hubiera tenido dentro de mí un personaje que
hubiera salido al exterior sin mi consentimiento (...) Pero enseguida sentí que otro
personaje, que también se había desprendido de mí, había quedado mirando en la
misma dirección en que antes caminaba, que quería predominar sobre el anterior y
que me empujaba hacia adelante. Si estos dos personajes no tenían sentido y
querían huir, era porque yo, mí personaje central, tenia el espíritu complicado y
perdido (Yo subrayo).
Este pasaje, que es una clave del cuento (y una de las claves de la narrativa de
Hernández) nos pone bien en evidencia que Las dos historias son una tentativa
de objetivación —no resuelta— de la misma disociación que tan rica fue, en otro
plano, para E! caballo perdido. Las dos historias no encontraron una eficaz
conformación imaginaria para el conflicto que la nutre y que no pudo ser
superado, de modo que éste quedó en pie corroyendo su estructura.
Pero el mismo fracaso es significativo, porque nos enfrenta más directamente a la
situación motivadora, que es ese mismo "espíritu complicado y perdido" a que
el autor alude.
La situación es similar a la que aparece en Lucrecia (en Las hortensias y otros
relatos), donde también se da una situación temporal: el personaje está
recordando un episodio de un pasado remoto (en el Renacimiento), desde donde
recuerda a su vez su vida de antes en un futuro muy lejano (en el siglo XX). Y a lo
largo del cuento advertimos que esas épocas que así se cruzan en su conciencia
objetivan su disociación interior. El tema del doble queda además aludido
directamente en el relato en pasajes muy claros; en un caso es solamente una
insinuación que se borra en cuanto el narrador se siente a sí mismo:
De una puerta salió un hombre que dio unos pasos a mi lado y en seguida entró en
otra puerta y se dejó caer en una silla. Llevaba capa verde y pluma roja en un
gorro caqui. No sé por qué pensé que aquel hombre era yo y que yo tenía que
seguir en sus asuntos. Pero de pronto me sentí caminar...
Pero en otro pasaje el mismo tema se indica expresamente de manera más
dramática y con explícito terror:
A mi lado había un tipo vestido de azul y sentí como un terror de que aquel traje

13/14
fuera mío y que yo llegara a ser aquel tipo.
El entrecruzamiento interior de los diferentes tiempos, el mismo que ya estudiamos
en El caballo perdido y en otros textos suyos, se objetiva ahora en las ropas de
época que provocan el sentimiento directo de la posibilidad de desdoblamiento. El
interés de estos pasajes consiste en que ponen más en evidencia las relaciones que
vinculan el tema de la desorientación temporal con el tema del doble y en que éste
queda aquí expresamente aludido.
Ya recordamos que se trata de una variante de un tema moderno cuya eclosión
ocurrió hacia el 800. Y también indicamos que esas características de escisión y
confusión otorgan buena parte de la vigencia presente de Hernández. No,
naturalmente, porque nuestro tiempo sea el 800. Por un lado insinuamos ya que el
tema, aunque desarrollado violentamente entonces, mantuvo su vigencia hasta
hoy; pero por otro lado debemos señalar que si atribuimos a ese tema un valor
dado como expresión de la situación conflictual en la que el hombre se halla en
relación con su medio, si expresa un desacuerdo básico con la sociedad que
fatalmente integra, pero con la que no puede en realidad integrarse desde la
plenitud de su ser, es natural que aparezca también entre nosotros hacia el año
cuarenta, esto es, cuando se están dando en nuestra sociedad caracteres que
dominaban la europea desde hace más de un siglo.
Dejando de lado características sicológicas individuales que no queremos considerar
aquí, es muy difícil imaginar el tratamiento de estos temas en escritores anteriores
en sólo cincuenta años pero americanos. Piénsese, por ejemplo, cómo el tono épico
y afirmativo, de drama aceptado, de la narrativa de Acevedo Díaz, por ejemplo,
está vinculado a la cabal inserción del autor en la sociedad de su tiempo, a su
integración en el cuerpo social que le permite un total despliegue de su destino en
acuerdo —o en lucha— con su contorno. La vida es vista, allí, desde la plenitud de
las decisiones. Pero, desde 1890 hasta 1940 los tiempos giraron violentamente.
Para el escritor que consideramos el cuerpo social que lo determina es más
envolvente y difuso, más opacamente resistente, se hace impenetrable no como un
muro sino como un arenal; contra el muro empeñamos nuestra fuerza, en el arenal
nos perdemos entre espejismos e inseguros horizontes. Es el espíritu complicado y
perdido, es la angustia.

José Pedro Díaz


Felisberto Hernández
Tierras de la memoria
Arca, Montevideo.
 

14/14

Você também pode gostar