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LA AMISTAD

¿Te gustaría tener amigos? No hay chico que no los busque. Y si los pierde, sufre mucho. Hasta a mí me
gustaría; pero no los puedo tener. Muchos me tienen afición, nada más que afición. Amistad sólo puede
existir entre personas. Y tú ya sabes que no lo soy.
¿Quieres saber, antes de seguir, qué‚ es amistad?
Amistad es la mutua simpatía que sienten las personas, simpatía que impulsa a tratarse con
frecuencia, que tiende a preocuparse por ellas y sus problemas y que intenta mejorarlas.
Las palabras claves de la amistad son:
- Simpatía.
- Tratarse.
- Preocuparse
- Mejorar.
La simpatía debe ser hacia la persona, con sus cualidades y defectos. Por esto, puede no ser verdadera
amistad la simpatía que sientes hacia las actividades que practica el otro: deportivas, por ejemplo. Te
puede caer bien uno porque tiene moto y te lleva a correr. Es un ejemplo.
Lo propio de los amigos es buscarse para hablar de sus cosas: de sus aficiones, sus ilusiones, sus
preocupaciones, sus dificultades. Se sienten vinculados el uno al otro y procuran estar juntos en los
momentos de tristeza y de alegría.
No existe verdadera amistad, mientras no se manifiesta la propia intimidad.
De esta entrega mutua de la intimidad, se deduce el compromiso de guardar secreto y nace la
preocupación de ayudarse el uno al otro. De aquí, que toda amistad tienda a mejorar al amigo. No es
amigo el que induce a malos comportamientos. A lo sumo es un aliado. Procura evitar estos aliados,
cuanto antes.
No es señal de amistad el abandono de tus normas morales o de tus criterios propios, para aceptar los del
amigo. Esto, más bien, sería signo de inmadurez.
Un grupo de chicos que se animan mutuamente a travesuras que no harían a solas, no son amigos; son
una "pandilla" peligrosa. Los drogadictos se inician en las "pandillas".
¿Quieres saber dónde puedes encontrar amigos?
Tú te relacionas con chicos de tu edad en diversos lugares. Tienes compañeros en el colegio, en el lugar
de veraneo, en actividades deportivas; están los hijos de los amigos de tus padres, etc. De todos ellos,
naturalmente, tienen que salir los amigos.
Alguno te caerá simpático y te será fácil hablar con él. Poco a poco, de compañeros pasaréis a ser amigos,
aunque no os lo digáis. La amistad no es un compromiso que se declara. Se vive.
Avisos:
Un amigo no debe acaparar la amistad del otro. Quiero decir que no debes impedir que un amigo tuyo
tenga, además, otros amigos.
Los amigos suelen ser pocos. De entre las personas con que nos relacionamos, no es frecuente
encontrarse con muchos que sientan aquella mutua simpatía que lleva a una verdadera amistad.
Los amigos se invitan a sus casas y se dan a conocer a las respectivas familias. Es bueno que tus padres
conozcan tus amigos.
Cada chico tiene que pensar que, antes de los amigos, está la propia familia con la que se debe convivir; y
hay también unos compañeros que no se deben discriminar por ser amigo de alguno de ellos.
La virtudes que sostienen y fomentan la amistad son:
- Lealtad, Generosidad, Comprensión, Confianza, Respeto, Pudor al manifestar las intimidades personales.
De todas ellas te hablaré‚ más adelante. Vale la pena que las conozcas y las vivas. Tus amigos se lo
merecen.
Don Samuel Valero
PRUEBA DE COMPRENSIÓN INTERACTIVA
1) La amistad es una mutua:
a) Simpatía
b) Atracción
c) Pasión

2) La amistad impulsa a:
a) Recibir compensaciones
b) Salir a divertirse
c) Preocuparse por el amigo y sus problemas

3) Los amigos procuran estar juntos:


a) En los momentos alegres
b) En los momentos de tristeza y de alegría
c) En los momentos de tristeza

4) Cuando uno tiene otros amigos debe:


a) Pensar como los demás
b) Tener miedo al "qué‚ dirán"
c) Mantener los criterios morales.

5) Antes que los amigos está:


a) La propia familia
b) Los jugadores de mi equipo deportivo
c) Mis aficiones personales

6) El Ordenador tiene:
a) Amigos
b) Aficionados
c) Compañeros

7) La amistad tiende a:
a) Tratar con frecuencia al amigo
b) Aprender de los amigos
c) Recibir favores del amigo

8) El buen amigo desea:


a) Divertirse juntos
b) Conocer más cosas
c) Mejorar al amigo

9) De la mutua intimidad entre los amigos se deduce:


a) El compromiso de guardar secreto
b) Contar las cosas a otros
c) Hacerse regalos

10) Un amigo mío:


a) Es sólo para mí
b) Puede tener otros amigos
c) Si se va con otro ya no es mi amigo
LOS CAMINANTES

Adaptación de la fábula de Esopo

Hace mucho tiempo, un día de primavera, iban dos hombres paseando juntos
mientras charlaban de las cosas del día a día. Se llevaban muy bien y a
ambos les gustaba la compañía del otro.

De repente, uno de ellos llamado Juan, vio algo que le llamó la atención.

-¡Eh, mira eso! ¡Es una bolsa de piel! Alguien ha debido de perderla ¿Qué
habrá dentro? ¡Venga, vamos a comprobarlo!

Su amigo Manuel, le miró intrigado.

– Está bien… ¡Quizá contenga algo de valor!

Aceleraron el paso y cogieron la bolsa con cuidado. Estaba atada


fuertemente con una cuerda, pero eran dos tipos hábiles y la desenrollaron en
menos que canta un gallo. Cuando vieron su contenido, no se lo podían
creer.

– ¡Oh, esto es increíble! ¡Está llena de monedas de oro! – exclamó Manuel


exultante de felicidad – ¡Qué suerte hemos tenido!

A Juan se le congeló la sonrisa y contestó a su amigo con desdén.

– ¿Hemos?… ¿Qué quieres decir con que hemos tenido suerte? Perdona,
pero soy yo quien ha visto la bolsa, así que todo este dinero es mío y sólo
mío.

Manuel se quedó abatido. Se suponía que eran amigos y le pareció fatal una
actitud tan egoísta. Aun así, decidió acatar su decisión y dejar que todo fuera
para él. Retomaron el camino sin dirigirse la palabra, Juan con una sonrisa
de oreja a oreja y Manuel, como es lógico, muy disgustado.
Apenas habían pasado quince minutos cuando, a lo lejos, vieron que cinco
hombres con muy mala pinta se acercaban a ellos montados a caballo. Antes
de que pudieran reaccionar, los tenían a su lado a punto de robarles todo
aquello de valor que llevaban encima. El jefe de la banda se percató de que
Juan escondía un saco en su mano derecha.

-¡Rodead a este! – gritó con voz desagradable, como si se le hubiera metido


un cuervo en la garganta – ¡Me apuesto el pescuezo a que la bolsa que lleva
está repleta de dinero contante y sonante!

Los ladrones ignoraron a Manuel porque no llevaba nada encima ¡Sólo les
interesaba el saco de monedas de Juan! Manuel aprovechó para alejarse
sigilosamente del grupo, pero para Juan no había escapatoria posible. Los
cinco bandidos le tenían completamente acorralado. Con el rabillo del ojo
vio cómo Manuel se largaba de allí y le dijo:

– ¡Estamos perdidos! ¡Estos hombres nos van a dejar sin nada!

– ¿Qué quieres decir con que estamos perdidos? Me dejaste muy claro que el
tesoro era tuyo y solamente tuyo, así que ahora apáñatelas como puedas con
estos ladrones, porque yo me voy.

Manuel puso pies en polvorosa y desapareció de su vista en un abrir y cerrar


de ojos. Su egoísta compañero se quedó sólo frente a los cinco bandidos,
intentando resistirse tanto como pudo. Al final, no le sirvió de nada, porque
se quedó sólo ante el peligro y le arrebataron la bolsa a empujones. Los
ladrones se fueron con el botín y se quedó tirado en el suelo, dolorido y con
magulladuras por todo el cuerpo.

Tardó un buen rato en recomponerse y tomar el camino de vuelta a casa.


Mientras regresaba, tuvo tiempo para reflexionar y darse cuenta del error que
había cometido. La avaricia le había hecho perder no sólo las monedas, sino
también a un buen amigo.

Moraleja: Si no te comportas como buen amigo de tus amigos, no esperes


que en los malos momentos ellos estén ahí para ayudarte.

EL LEON ENFERMOS Y LOS ZORROS.

En la sabana africana nadie dudaba de que, el majestuoso león, era el rey de


los animales. Todas las especies le obedecían y se aseguraban de no faltarle
nunca al respeto, pues si se enfadaba, las consecuencias podían ser terribles.

Un día, el rey león cayó enfermo y fue atendido por su médico de confianza:
un búho sabiondo que siempre encontraba la terapia o el ungüento adecuado
para cada mal. Después de tomarle la temperatura y la tensión, decidió que
lo que necesitaba el paciente era hacer reposo durante al menos cuatro
semanas. El león obedeció sin rechistar, pues la sapiencia del búho era
infinita y si él lo recomendaba, lo más acertado era acatar la orden para
recuperarse lo antes posible.

El problema fue que el león se aburría soberanamente. Debía permanecer


encerrado en su cueva todo el día, sin nada que hacer, sin poder pasear y sin
compañía alguna, pues no tenía pareja ni hijos. Para entretenerse un poco, se
le ocurrió una idea. Llamó a su hermano, que era su mano derecha en todos
los asuntos reales, y le dijo:

– Hermano, quiero que hagas saber a todos mis súbditos, que cada tarde
recibiré a un animal de cada especie para charlar y pasar un rato agradable.

– Me parece una decisión estupenda ¡Necesitas un poco de alegría y buena


conversación!
– Sí… ¡Es que me aburro como una ostra! Escucha: es muy importante que
dejes claro que todo el que venga será respetado. Diles que no teman, que no
les atacaré ¿De acuerdo?

– Descuida y confía en mí.

En cuestión de horas, todos los animales del territorio sabían que el rey les
invitaba a su cueva. Como era de esperar, la mayoría de ellos sintieron que
era un honor ser sus convidados por un día.

Se organizaron por turnos y un representante de cada especie acudió a visitar


al león; la primera fue una cebra, y a continuación un ñu, un puma, una
gacela, un oso hormiguero, una hiena, un hipopótamo… ¡Nadie quería
perderse una oportunidad tan especial!

A los zorros les tocaba el último día y todavía no tenían muy claro quién iba
a ser el afortunado en acudir como representante de los demás. Se reunieron
para pactar entre todos la mejor opción, pero cuando estaban en ello, un
joven y espabilado zorrito apareció gritando:

– ¡Un momento, escuchadme todos! ¡No os precipitéis! Llevo unos días


husmeando junto a la cueva del león y he descubierto que el camino que
lleva a la entrada está lleno de huellas de diferentes animales.

Sus compañeros zorros se miraron estupefactos. El jefe del clan, le replicó:

– El rey ha estado recibiendo a animales de todas las especies ¡Lo lógico es


que el sendero de tierra esté cubierto de pisadas de patas!

El zorrito, sofocado, explicó:

– ¡Ese no es el dilema! Lo que me preocupa es que todas las huellas van en


dirección a la entrada, pero no hay ninguna en dirección opuesta ¡Eso
significa que quien entró, nunca salió! ¿Me entendéis? Sé que el león
prometió no atacar a nadie, pero su palabra de rey no sirve ¡Al fin y al cabo,
es un león y se alimenta de otros animales!

Gracias al zorrito observador, los zorros se dieron cuenta del peligro y


decidieron cancelar la visita para no jugarse la vida. Hicieron bien, pues
aunque quizá el león les había invitado con buenas intenciones, estaba claro
que al final no había podido reprimir su instinto salvaje, propio de un felino.

Los zorros, muy solidarios, fueron a avisar al resto de especies y todos


entendieron la situación. El león tuvo que pasar el resto de su convalecencia
solo y los animales jamás volvieron a acercarse a su real cueva.

Moraleja: Esta fábula nos enseña que no debemos de fiarnos de personas


que prometen cosas que quizá, no pueden cumplir.

EL AGUA DE LA VIDA

Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus tres hijos,
desesperados, ya no sabían qué hacer para curarle. Un día, mientras
paseaban apenados por el jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos y
barba blanca se les acercó.

– Sé que os preocupa la salud de vuestro padre. Creedme cuando os digo que


lo único que puede sanarle es el agua de la vida. Id a buscarla y que beba de
ella si queréis que se recupere.

– ¿Y dónde podemos conseguirla? – preguntaron a la vez.

– Siento deciros que es muy difícil de encontrar, tanto que hasta ahora nadie
ha logrado llegar hasta su paradero.

– ¡Ahora mismo iré a buscarla! – dijo el hermano mayor pensando que si


sanaba a su padre, sería él quien heredaría la corona.
Entró en el establo, ensilló su caballo y a galope se adentró en el bosque. En
medio del camino, tropezó con un duendecillo que le hizo frenar en seco.

– ¿A dónde vas? – dijo el extraño ser con voz aflautada.

– ¿A ti que te importa? ¡Apártate de mi camino, enano estúpido!

El duende se sintió ofendido y le lanzó una maldición que hizo que el


camino se desviara hacia las montañas. El hijo del rey se desorientó y se
quedó atrapado en un desfiladero del que era imposible salir.

Viendo que su hermano no regresaba, el mediano de los hijos decidió ir a


por el agua de la vida, deseando convertirse también en el futuro rey. Siguió
la misma ruta a través del bosque y también se vio sorprendido por el
curioso duende.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con su característica voz aguda.

– ¡A ti te lo voy a decir, enano preguntón! ¡Lárgate y déjame en paz!

El duende se apartó y, enfadado, le lanzó la misma maldición que a su


hermano: le desvió hacia el profundo desfiladero entre las montañas, de
donde no pudo escapar.

El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días
pasaban, ninguno de los dos había regresado y la salud de su padre
empeoraba por minutos. Sintió que tenía que hacer algo y partió con su
caballo a probar fortuna. El duende del bosque se cruzó, cómo no, en su
camino.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con cara de curiosidad.

– Voy en busca del agua de la vida para curar a mi padre, el rey, aunque lo
cierto es que no sé a dónde debo dirigirme.
¡El duende se sintió feliz! Al fin le habían tratado con educación y
amabilidad. Miró a los ojos al joven y percibió que era un hombre de buen
corazón.

– ¡Yo te ayudaré! Conozco el lugar donde puedes encontrar el agua de la


vida. Tienes que ir al jardín del castillo encantado porque allí está el
manantial que buscas.

– ¡Oh, gracias! Pero… ¿Cómo puedo entrar en el castillo, si como dices, está
encantado?

El duende metió la mano en el bolsillo y sacó dos panes y una varita mágica.

– Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da tres golpes
de varita sobre la cerradura y se abrirá. Si aparecen dos leones, dales el pan y
podrás pasar. Pero has de darte prisa en coger el agua del manantial, pues a
las doce de la noche las puertas se cerrarán para siempre y, si todavía estás
dentro, no podrás salir jamás.

El hijo del rey dio las gracias al duende por su ayuda y se fundieron en un
fuerte abrazo de despedida. Partió muy animado y convencido de que, tarde
o temprano, encontraría el agua de la vida. Cabalgó sin descanso durante
días y por fin, divisó el castillo encantado.

Cuando estuvo frente a la puerta, hizo lo que el duende le había indicado.


Dio tres golpes en la entrada con la varita y la enorme verja se abrió. En ese
momento, dos leones de colmillos afilados y enormes garras, corrieron hacia
él dispuestos a atacarle. Con un rápido movimiento, cogió los bollos de su
bolsillo y se los lanzó a la boca. Los leones los atraparon y, mansos como
ovejas, se sentaron plácidamente a saborear el pan.

Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derribó. Allí,
sentada, con la mirada perdida, estaba una hermosa princesa de ojos tristes.
La pobre muchacha llevaba mucho tiempo encerrada por un malvado
encantamiento.

– ¡Oh, gracias por liberarme! ¡Eres mi salvador! – dijo besándole en los


labios – Imagino que vienes a buscar el agua de la vida… ¡Corre, no te
queda mucho tiempo! Ve hacia el manantial que hay en el jardín, junto al
rosal trepador. Yo te esperaré aquí. Si vuelves a buscarme antes de un año,
seré tu esposa.

El muchacho la besó apasionadamente y salió de allí ¡Se había enamorado a


primera vista! Recorrió a toda prisa el jardín y… ¡Sí, allí estaba la deseada
fuente! Llenó un frasco con el agua de la vida y salió a la carrera hacia la
puerta, donde le esperaba su caballo. Faltaban segundos para las doce de la
noche y justo cuando cruzó el umbral, el portalón se cerró a sus espaldas.

Ya de vuelta por el bosque, el duende apareció de nuevo ante él. El joven


volvió a mostrarle su profundo agradecimiento.

– ¡Hola, amigo! ¡Gracias a tus consejos he encontrado el manantial del agua


de la vida! Voy a llevársela a mi padre.

– ¡Estupendo! ¡Me alegro mucho por ti!

Pero de repente, el joven bajó la cabeza y su cara se nubló de tristeza.

– Mi única pena ahora es saber dónde están mis hermanos…

– ¡A tus hermanos les he dado un buen merecido! Se comportaron como


unos maleducados y egoístas. Espero que hayan aprendido la lección. Les
condené a quedarse atrapados en las montañas, pero al final me dieron pena
y les dejé libres. Les encontrarás a pocos kilómetros de aquí, pero ándate con
ojo ¡No me fio de ellos!

– Eres muy generoso… ¡Gracias, amigo! ¡Hasta siempre!


Reanudó el trayecto y tal y como le había dicho el duende, encontró a sus
hermanos vagando por el bosque. Los tres juntos, regresaron al castillo. Allí
se encontraron una escena muy triste: su padre, rodeado de
sirvientes, agonizaba en silencio sobre su cama.

¡No había tiempo que perder! El hermano pequeño se apresuró a darle el


agua de la vida. En cuanto la bebió, el rey recuperó la alegría y la salud.
Abrazó a sus hijos y se puso a comer para recuperar fuerzas ¡Ver para creer!
¡Hasta parecía que había rejuvenecido unos cuantos años!

Esa noche, la familia al completo se reunió en torno a la chimenea. El


pequeño de los hermanos aprovechó el momento para relatar todo lo que le
había sucedido. Les contó la historia del duende, del castillo embrujado y de
cómo había liberado de su encantamiento a la princesa. Al final, les
comunicó que debía volver a por ella, pues le esperaba impaciente para
convertirse en su esposa.

Sus dos hermanos mayores se morían de envidia. Gracias a él, su padre


estaba curado y encima se había ganado el amor de una hermosa heredera.
Cada uno por su lado, decidieron adelantarse a su hermano. Querían llegar al
castillo cuanto antes y conseguir que la princesa se casara con ellos.

Mientras tanto, ella aguardaba nerviosa al hijo pequeño del rey. Mandó a sus
criados poner una alfombra de oro desde el bosque hasta la entrada de
palacio y avisó a los guardianes que sólo dejaran pasar al caballero que
viniera cabalgando por el centro de la alfombra.

El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro,
se apartó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron
entrar.
Una hora después llegó el hermano mediano. Al ver la alfombra de oro,
temió mancharla de barro y prefirió acceder al palacio por un camino
alternativo. Los soldados tampoco le dejaron pasar.

Por último, apareció el pequeño. Desde lejos, vio a la princesa en la ventana


y fue tan grande su emoción, que cruzó veloz la alfombra de oro. Ni siquiera
miró al suelo, pues lo único que deseaba era rescatarla y llevársela con él.
Los soldados abrieron la puerta a su paso y la princesa le recibió con un
largo beso de amor.

Y así termina la historia del joven valiente de buen corazón que, con la
ayuda de un duendecillo del bosque, sanó a su padre, encontró a la mujer de
sus sueños y se convirtió en el nuevo rey.

LA GARZA Y LA ZORRA.

En cierta ocasión, una garza y una zorra se hicieron amigas. Se llevaban tan
bien que la zorra decidió invitar a su nueva compañera de aventuras a comer.

– ¿Te gustaría almorzar conmigo mañana? Prepararé algo rico para ti.

– ¡Claro que sí! Lo pasaremos bien.

Al día siguiente, la garza llegó puntual a casa de su anfitriona. Su buena


amiga había preparado mazamorra, un postre típico de Argentina, elaborado
con maíz, azúcar, leche y canela. La zorra se acercó a la cocina, cogió la olla
y vertió el contenido sobre una piedra grande y lisa. La mazamorra, que era
muy líquida, se desparramó.

– Sírvete lo que quieras, amiga ¡Espero que te guste!

– Muchas gracias ¡Tiene un aspecto delicioso y huele fenomenal!


Pero la pobre garza comenzó a picar y apenas podía coger algún granito de
maíz. Mientras la zorra lamía la piedra con la lengua, a ella le resultaba
imposible probar la leche azucarada con el largo y afilado pico. Al final,
resultó que la zorra comió hasta hartarse y ella se quedó muerta de hambre.

El ave, que era muy inteligente, se dio cuenta de que la zorra había querido
burlarse de ella y decidió pagarle con la misma moneda. Una vez terminada
la comida, se despidió sin perder en ningún momento la educación ni la
compostura.

– Muchas gracias, querida, por tu invitación. Quiero corresponderte como es


debido. Ven mañana a mi casa y esta vez seré yo quien prepare algo rico
para las dos.

– ¡Oh, sí, cuenta con ello!

– ¿Qué te parece a la una?

– Estupendo, allí estaré ¡Hasta mañana!

La garza esperó a que la zorra se presentara en su hogar a la hora convenida.


La zorra llegó hambrienta y deseando probar el rico plato que su amiga
había preparado especialmente para ella, ya que por lo visto, tenía fama de
ser muy buena cocinera.

– Tengo para ti una miel deliciosa, porque sé de buena tinta que a los zorros
os gusta mucho.

– ¡Uy, qué bien, me encanta!

Se sentó a la mesa y la garza apareció con una miel espesa y dorada como
ninguna ¡Qué buena pinta tenía!

– Sírvete toda la que quieras, amiga.


Pero había un problema… La garza la había metido en una botella de cuello
muy largo y la zorra no podía introducir la pata en ella para comer. En
cambio, la garza metió su fino pico y saboreó con placer el delicioso oro
líquido que contenía.

La zorra nada pudo hacer pues se había convertido, como suele decirse, en
el burlador burlado. Se había creído muy astuta pero tuvo que aguantar la
humillación de que otro animal, lo fuera más que élla. Avergonzada, regresó
a su casa con la tripa vacía.

LAS CABRAS TESTADURAS.

Vivía en la isla de Puerto Rico un muchacho que trabajaba como pastor.


Cada día salía al campo con su rebaño de cabras para que comieran hierba y
corrieran libres por el monte. Al caer la tarde el chico silbaba y todos los
animales se acercaban a él para regresar a la granja formando un pelotón.

En una ocasión, a última hora, cuando la luna comenzaba a asomar entre las
nubes, el pastorcillo las llamó como de costumbre pero algo extraño
sucedió: por más que silbaba y hacía gestos con las manos, las cabras le
ignoraban.

No entendía nada y comenzó a gritar como un descosido:

– ¡Vamos, vamos, venid aquí, tenemos que irnos ya!

Nada, las cabras parecían sordas. El chico, desesperado, se sentó en una


piedra y comenzó a llorar.

Al ratito un lindo conejo se paró ante él y le preguntó:

– ¿Por qué lloras, amigo?


– Lloro porque las cabras no me hacen caso y si no regreso pronto mi padre
me va a castigar.

– ¡No te preocupes, tranquilo, yo te ayudaré! ¡Ya verás cómo las hago


caminar!

El conejo empezó a saltar y a gruñir entre las cabras para llamar su atención,
pero ellas continuaron pastando como si fuera invisible. Abatido, se sentó en
la piedra al lado del pastor y comenzó a llorar junto a él.

En eso pasó una zorra que, viendo semejante drama, se atrevió a preguntar:

– ¿Por qué lloras, conejito?

– Lloro porque el pastor se puso a llorar porque sus cabras no le hacen caso
y si no regresa pronto su padre le va a castigar.

– Tranquilo, os echaré una mano ¡Voy a ver qué puedo hacer!

El zorro se acercó a las cabras con cara de malas pulgas y respiró una gran
bocanada de aire; un segundo después salieron de su boca unos cuantos
aullidos de esos que ponen los pelos de punta al más valiente.

A pesar de que resonaron en todo el valle ¿sabes qué sucedió?… Pues que
las cabras ni se giraron para ver de dónde venían los escalofriantes sonidos.

El zorro, con la moral por los suelos, se unió a la pareja con los ojos llenos
de lágrimas.

Al cabo de un rato salió de entre la maleza el temido lobo. Se quedó muy


sorprendido al ver un chico, un conejo y un zorro juntos llorando a mares.
Sintió mucha curiosidad por saber qué les entristecía tanto y le pareció
oportuno preguntar al zorro.

– Perdona si te parezco un metomentodo, zorro, pero ¿por qué lloras?


– Lloro porque el conejo llora porque el pastor se puso a llorar porque sus
cabras no le hacen caso y si no regresa pronto su padre le va a castigar.

– Bueno, pues no parece tan difícil… ¡Voy a intentarlo yo!

El lobo pegó un brinco y sacó los colmillos para asustar a las cabras, pero
fracasó. Los blancos y apacibles animales no se movieron ni medio metro de
donde estaban. Pensando que con la vejez había perdido toda su capacidad
de atemorizar, se hizo un hueco en la piedra y también empezó a lloriquear
como un bebé.

Una abejita que volaba cerca se quedó muy sorprendida al ver el curioso
grupo de animales llorando a lágrima viva. Intrigadísima, se acercó
zumbando y, sin posarse, preguntó al lobo:

– ¿Por qué lloras, lobo? ¡No es propio de ti!

– Lloro porque el zorro llora porque vio llorar al conejo que llora porque el
pastor se puso a llorar porque sus cabras no le hacen caso y si no regresa
pronto su padre le va a castigar.

– Estaos tranquilos ¡yo haré que se vayan!

Por primera vez todos dejaron de sollozar y, al unísono, estallaron en


carcajadas. El pastorcillo, sin dejar de reír, le dijo:

– ¿Tú, con lo pequeña que eres? ¡Qué graciosa! Si nosotros no lo hemos


conseguido tú no tienes ninguna posibilidad.

El pequeño insecto se sintió dolido pero no se dio por vencido.

– ¿Ah, no?… ¡Ahora veréis!


Sin perder tiempo se fue hacia el rebaño y comenzó a zumbar sobre él. Las
cabras, que tenían un oído muy fino, se sintieron muy molestas y dejaron de
comer para taparse las orejas.

Entonces, la abeja llevó a cabo la segunda parte del plan: sacó su afilado y
brillante aguijón trasero y se lo clavó en el culo a la cabra más anciana, que
era la líder del grupo. Al sentir el picotazo la vieja cabra salió corriendo
hacia la granja como alma que lleva el diablo, y todas las demás la siguieron
atropelladamente.

El pastor, el conejo, el zorro y el lobo contemplaron atónitos cómo, una tras


otra, atravesaban el cercado y se reagrupaban. Después, miraron sonrojados
a la pequeña abeja y el pastor se disculpó en nombre de todos:

– Perdona, amiga, por habernos reído de ti ¡Nos has dado una buena lección!
¡Gracias por tu ayuda y hasta siempre!

La abejita sonrió, les guiñó un ojo, y se fue zumbando por donde había
venido.

Y así es cómo termina esta pequeña historia que nos enseña que lo
importante no es ser grande o fuerte, sino tener confianza en uno mismo para
afrontar los problemas y las situaciones difíciles ¡Si te lo propones, casi todo
se puede conseguir!
¿Por qué EL SOL NUNCA SE HA CASADO?

Hace miles y miles de años, el sol, aburrido de vivir sin compañía, decidió
casarse. La hora de formar una familia y sentar la cabeza había llegado y
para celebrarlo organizó una fiesta multitudinaria a la que invitó a los
animales de la tierra.
¡La idea entusiasmó a todos! La hormiguita, el elefante, la ballena…
¡Ningún animal quería faltar a la cita y corrieron a ponerse guapos para ser
los primeros en llegar!

Bueno, esto no es del todo cierto… Hubo uno que en cuanto se enteró de la
noticia salió pitando a esconderse bajo su cama muerto de miedo. Se trataba
de pequeño erizo blanco de hocico marrón.

Sus vecinos, indignados y bastante sorprendidos por su actitud, fueron en su


busca para convencerlo de que no podía hacerle ese feo al gran sol.

La rana le dijo:

– Amigo, tienes que ir a la boda ¡El sol te ha invitado y no puedes faltar!

El tigre también le instigó:

– El sol se pondrá muy triste si no vas. Vivimos gracias a la luz y al calor


que nos da ¡No acudir a su enlace es de muy mala educación!

Los conejos, las cebras, los buitres… Todos se acercaron a hablar con el
erizo testarudo que, ante tanta insistencia, aceptó.

– ¡Vale, vale, dejadme en paz! ¡Os prometo que iré!

Antes de formalizar el casamiento tuvo lugar el banquete nupcial que el sol


había organizado con mucha ilusión. Los animales fueron llegando y,
emocionados, se sentaron a la mesa para degustar deliciosas viandas y los
mejores vinos del mundo.

El sol estaba, nunca mejor dicho, radiante, y los invitados parecían disfrutar
de lo lindo. El único que seguía compungido era el erizo, que no quiso
probar ni una miga de pan. De hecho, nada más llegar, corrió a un rincón y
pensando que nadie lo veía, se puso a roer una piedra.
El novio, que estaba muy atento a todo, se dio cuenta y se acercó a él.

– Amigo erizo ¿puedo saber qué haces ahí solito comiendo una piedra? He
mandado preparar una comida riquísima para todos vosotros y no entiendo
por qué no participas de mi fiesta con todos los demás ¿Hay algo que no es
de tu agrado?

El erizo dejó de mordisquear el guijarro y le miró con carita pesarosa.

– Señor, perdone, pero es que le confieso que estoy preocupadísimo.

El sol puso cara de sorpresa.

– Vaya… ¿Y por qué estás preocupado?

El animalito habló con mucha sinceridad.

– Es que desde que anunció su boda no dejo de pensar en las consecuencias.


Usted nos da calor, un calor maravilloso para vivir en la tierra, pero si se
casa y tiene varios hijos soles, moriremos abrasados ¡Los seres vivos del
planeta tierra no podremos soportar el calor de varios soles a la vez! No
crecerá la hierba y los árboles se secarán. También se evaporarán los ríos,
los mares… y nuestro hermoso planeta se convertirá en un desierto.

Entonces, el erizo bajó la cabecita apenado y masculló:

– Por eso como piedras, para ir acostumbrándome a lo que me espera si es


que logro sobrevivir.

El sol se quedó callado y absorto en sus pensamientos. El erizo tenía mucha


razón y le hacía replantearse su decisión ¡No podía arriesgarse a destruir
tanta vida y tanta belleza!

Caminó hasta colocarse en medio del banquete, dio una palmada para pedir
silencio y habló ante todos los congregados.
– Quiero deciros algo muy importante. He tenido una conversación con mi
amigo el erizo y acabo de decidir que ya no voy a casarme ¡La boda queda
anulada!

El silencio se apoderó de la sala. Todos los animales mostraron una gran


tristeza y algunos demasiado sensibles, como los gatitos y los cervatillos,
comenzaron a llorar.

El sol, muy seguro del paso que había dado, continuó su discurso.

– Sé que os entristece, pero pensadlo bien: sería peligroso para todos


vosotros que yo me casara y tuviera varios hijos, pues la luz y el calor que
desprenderíamos sería incompatible con la vida en la Tierra. Creedme que es
lo mejor para todos ¡Doy por terminada la celebración! Por favor, regresen a
sus hogares.

Todos los presentes, que se lo estaban pasando fenomenal, miraron al erizo


con odio ¡Por su culpa se habían quedado sin la mejor fiesta de su vida!

La fauna al completo se levantó para darle su merecido por traidor, pero el


erizo, que de tonto no tenía un pelo, se ocultó y nadie consiguió encontrarlo.
Tras dos horas de infortunada búsqueda, las especies abandonaron el lugar y
se fueron a dormir a sus casas.

Cuando ya no quedaba ni un alma en el salón, el erizo salió de su escondite y


se topó de frente con el sol.

– Me temo que tus amigos están enfadados contigo, pero yo te estoy muy
agradecido por el buen consejo que me diste. Voy a regalarte algo que te
vendrá muy bien a partir de ahora ¡Toma, póntelas, a ver qué tal te sientan!

El sol le entregó unas púas largas y afiladas para colocar sobre la espalda.
– Cuando alguien se meta contigo ya no necesitarás ocultarte; podrás
enroscarte formando un ovillo y las púas te protegerán.

– Muchas gracias, es un regalo maravilloso ¡Hasta pronto, señor!

El erizo regresó a su casa sintiéndose más guapo y sobre todo, más seguro.
Desde ese día, como bien sabes, luce un cuerpo lleno de pinchos.

El sol, por su parte, continuó con su vida en soledad hasta hoy, pero jamás se
arrepintió de haber tomado aquella inteligente y generosa decisión.
EL SAPO Y EL RATON.

Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches se
subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna, arrancaba
hermosas notas a su pequeño instrumento.

Allí cerquita vivía un ratón al que le molestaba mucho la música. Estaba tan
harto, que una cálida noche de verano decidió poner fin a la situación. Fue
en busca del sapo y le amenazó.

– ¡Oiga, señor sapo! No quiero parecerle maleducado, pero es que me aturde


con esas melodías todas las noches ¡No consigo dormir! ¿Por qué no se va a
otro sitio a tocar la flauta? – dijo gruñendo y con gesto enfadado.

– ¡Usted es un envidioso! – respondió el sapo – ¡Ya le gustaría tocar tan bien


como yo!

– ¡De envidia nada! – El ratón empezaba a enfadarse más de la cuenta – Yo


no sé nada de música, pero tengo otras virtudes: corro rapidísimo y me
muevo con mucha agilidad por todas partes, algo que usted, con esas patas
tan cortas y la barriga tan inflada, no puede hacer.
Al sapo le pareció fatal lo que le dijo el ratón y decidió darle un
escarmiento.

– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere hacemos
una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más emocionante, lo
haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi flauta, pero si gano yo,
tendrá que regalarme su casa, que según he oído por ahí, es bastante
confortable.

El ratón se echó a reír pensando que el sapo era un ser bastante tonto e
inconsciente.

– ¡Acepto, acepto! Ganarle es pan comido y cuando tenga esa insoportable


flauta en mi poder, la destrozaré hasta hacerla polvillo. Nos vemos mañana
aquí, en cuanto salga el sol.

El sapo se despidió, volvió a su casa y le contó la historia a su mujer.


Después, le explicó que había urdido un plan para ganar al insolente roedor.

– Te diré qué haremos, pero escucha con atención. El ratón y yo saldremos


corriendo bajo tierra desde la roca hasta la meta, situada en el gran árbol que
crece junto al trigal.

Tomó aire y continuó.

– Tú te esconderás en un agujero bajo el árbol y cuando veas que el ratón


está llegando, sacarás la cabeza y gritarás “¡He ganado! Todos los sapos
somos muy parecidos y el ratón no se dará cuenta de que, en realidad, eres tú
y no yo quien estará en la meta.

– Está bien, querido. Así lo haré – respondió la señora sapo.

Al día siguiente, se reunieron en la roca el sapo y el ratón. Cuando sonó la


señal de salida, ambos se metieron bajo tierra y empezaron a correr. Bueno,
no exactamente… El ratón corrió y corrió a toda velocidad sin mirar atrás,
mientras que el sapo simuló que avanzaba un poquito pero en realidad
regresó al punto de partida. Cuando el ratón estaba a punto de llegar al árbol,
la señora sapo sacó la cabeza y gritó:

– ¡Ya estoy aquí! ¡He ganado!

Al ratón se le desencajó la cara ¿Cómo era posible que el sapo hubiera


llegado antes?

– ¿Es usted mago o algo así? ¡Si no lo veo, no lo creo! Está bien: haremos
una nueva carrera, esta vez el camino contrario, de aquí a la roca.

El sapo, que en realidad era la mujer, asintió con la cabeza. Se prepararon


para salir, dieron la señal y el ratón puso todas sus ganas en llegar el
primero. Se metió bajo tierra y corrió como un loco mientras la mujer del
sapo se quedaba quieta sin que el ratón, con las prisas, se diera cuenta de que
iba corriendo solo. Cuando faltaba muy poquito para llegar, oyó una voz
proveniente de una cabeza que asomaba junto a la roca.

– ¡He vuelto a ganar! – gritó el sapo, a punto de reventar de felicidad porque


había conseguido engañar al ratón – ¡Celebraré mi victoria tocando una
melodía triunfal!

El sapo comenzó a tocar la flauta dando saltitos de alegría. El ratón se sintió


furioso y humillado. La ira le reconcomía y encima tenía que soportar
esa insidiosa música que le sacaba de quicio. Pronto pasó de la rabia a la
tristeza, pues el sapo se apresuró a reclamarle lo que le debía.

– He ganado la apuesta – comentó el batracio sacudiéndose la tierra de la


panza – ¡Me quedo con tu casa!
El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo, le dio las llaves y se
alejó en busca de un nuevo hogar. El exceso de confianza en sí mismo le
había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de entonces, sería
más humilde y no despreciaría a aquellos que, en principio, parecen más
débiles.

LOS DOS CONEJOS

La primavera había llegado al campo. El sol brillaba sobre la montaña y


derretía las últimas nieves. Abajo, en la pradera, los animales recibían con
gusto el calorcito propio del cambio de temporada. La brisa tibia y el cielo
azul, animaron a salir de sus madrigueras a muchos animales que llevaban
semanas escondidos ¡Por fin el duro invierno había desaparecido!

Las vacas pacían tranquilas mordisqueando briznas de hierba y las ovejas, en


grupo, seguían al pastor al ritmo de sus propios balidos. Los pajaritos
animaban la jornada con sus cantos y, de vez en cuando, algún caballo
salvaje pasaba galopando por delante de todos, disfrutando de su libertad.

Los más numerosos eran los conejos. Cientos de ellos aprovechaban el


magnífico día para ir en busca de frutos silvestres y, de paso, estirar sus
entumecidas patas.

Todo parecía tranquilo y se respiraba paz en el ambiente, pero, de repente,


de entre unos arbustos, salió un conejo blanco corriendo y chillando como
un loco. Su vecino, un conejo gris que se consideraba a sí mismo muy listo,
se apartó hacia un lado y le gritó:

– ¡Eh, amigo! ¡Detente! ¿Qué te sucede?

El conejo blanco frenó en seco. El pobre sudaba a chorros y casi no podía


respirar por el esfuerzo. Jadeando, se giró para contestar.
– ¿Tú que crees? No hace falta ser muy listo para imaginar que me están
persiguiendo, y no uno, sino dos enormes galgos.

El conejo gris frunció el ceño y puso cara de circunstancias.

– ¡Vaya, pues sí que es mala suerte! Tienes razón, por allí los veo venir, pero
he de decirte que no son galgos.

Y como quien no quiere la cosa, comenzaron a discutir.

– ¿Qué no son galgos?

– No, amigo mío… Son perros de otra raza ¡Son podencos! ¡Lo sé bien
porque ya soy mayor y he conocido muchos a lo largo de mi vida!

– ¡Pero qué dices! ¡Son galgos! ¡Tienen las patas largas y esa manera de
correr les delata!

– Lo siento, pero estás equivocado ¡Creo que deberías revisarte la vista,


porque no ves más allá de tus narices!

– ¿Eso crees? ¿No será que ya estás demasiado viejo y el que necesita gafas
eres tú?

– ¡Cómo te atreves!…

Enzarzados en la pelea, no se dieron cuenta de que los perros se habían


acercado peligrosamente y los tenían sobre el cogote. Cuando notaron el
calor del aliento canino en sus largas orejas, dieron un gran salto a la vez y,
por suerte, consiguieron meterse en una topera que estaba medio camuflada
a escasa distancia.

Se salvaron de milagro, pero una vez bajo tierra, se sintieron muy


avergonzados. El conejo blanco fue el primero en reconocer lo estúpido que
había sido.
– ¡Esos perros casi nos hincan el diente! ¡Y todo por liarnos a discutir sobre
tonterías en vez de poner a salvo el pellejo!

El viejo conejo gris, asintió compungido.

– ¡Tienes toda la razón! No era el momento de pelearse por algo tan absurdo
¡Lo importante era huir del enemigo!

Los conejos de esta fábula se fundieron en un abrazo y, cuando los perros,


fueran galgos o podencos, se alejaron, salieron a dar un paseo como dos
buenos amigos que, gracias a su torpeza, habían aprendido una importante
lección.

Moraleja: En la vida debemos aprender a distinguir las cosas que son


realmente importantes de las que no lo son. Esto nos resultará muy útil para
no perder el tiempo en cosas que no merecen la pena.
.

LA RATITA ATREVIDA.

Érase una vez una linda ratita llamada Flor que vivía en un molino. El lugar
era seguro, cómodo y calentito, pero lo mejor de todo era que en él siempre
había abundante comida disponible. Todas las mañanas los molineros
aparecían con unos cuantos kilos de grano para moler, y cuando se iban, ella
hurgaba en los sacos y se ponía morada de trigo y maíz.

A pesar de esas indudables ventajas, un día dio una noticia a sus


compañeras:

– ¡Chicas, estoy cansada de vivir aquí! Siempre comemos lo mismo: granitos


de trigo, granitos de maíz, harina molida, más granitos de trigo, más granitos
de maíz… ¡Qué hartura!
Una de sus mejores amigas, la ratita Anita, se quedó pensativa un momento
y le dijo:

– Bueno, pues yo creo que no deberías quejarte, querida Flor. A mí me


parece que somos afortunadas y debemos estar muy agradecidas por todo lo
que tenemos ¡Ya quisieran otros vivir con nuestras posibilidades!

Flor negó con la cabeza.

– Yo no lo veo así… ¡Esto es un aburrimiento y no quiero pasarme la vida


entre estas cuatro paredes!

Su amiga empezó a preocuparse y quiso advertirla.

– Pero Flor ¡tú no puedes irte de aquí! Piensa bien las cosas… ¡Aún eres
demasiado joven para recorrer el mundo!

– No, no lo soy, así que ¿sabéis qué os digo? ¡Pues que me voy a la aventura,
a vivir nuevas experiencias! Necesito visitar lugares exóticos, conocer otras
especies de animales y saborear comidas de culturas diferentes ¡Ni siquiera
he probado el queso y eso que soy una ratita!

Sus amigas la escuchaban boquiabiertas y las palabras de la sensata Anita no


sirvieron de nada. ¡Flor estaba empeñada en llevar a cabo su alocado plan!
Dando unos saltitos se fue a la puerta y desde allí, se despidió:

– ¡Adiós, chicas, me voy a recorrer el mundo y ya volveré algún día!

¡Qué feliz se sentía Flor! Por primera vez en su vida era libre y podía
escoger qué hacer y el lugar al que ir sin dar explicaciones a nadie.

– A ver, a ver… Sí, creo que iré hacia el norte, camino de Francia… ¡Oh là
là, París espérame que allá voy!
Tarareando una cancioncilla y pensando en todo el roquefort que se iba a
zampar al llegar a su destino, se adentró en el bosque. Contentísima, correteó
durante un par de horas orientándose gracias a su fino olfato. Tanto anduvo
que de repente le entró mucha sed.

– ¡Anda, ahí hay un río! Voy a beber un poco de agua.

La ratita Flor se acercó a la orilla y sumergió la cara. El agua estaba


fresquísima y deliciosa, pero no pudo disfrutarla mucho porque un antipático
cangrejo le agarró el hocico con sus pinzas.

– Bichito, bichito, me haces daño ¡Suéltame el hociquito!

El cangrejo obedeció y Flor le reprendió.

– No vuelvas a hacerlo ¿no ves que duele un montón?

La pobre Flor se quedó con la naricita encarnada y dolorida, pero no dejó


que eso la desanimara y continuó su emocionante viaje.

Hacia el mediodía dejó atrás el bosque y llegó a un camino de piedra.

– Este camino va hacia el norte atravesando una pradera ¡No hay duda de
que voy bien!

Muy resuelta y segura de sí misma echó a andar sobre los adoquines. De


repente, un carruaje pasó por su lado a toda velocidad y un caballo le pisó
una patita.

– ¡Ay, ay, qué dolor! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Me cuesta mucho andar!

El caballo continuó trotando sin mirarla y Flor tuvo que arrastrarse a duras
penas hasta conseguir apartarse del camino y sentarse en una piedra.
– Esperaré quietecita hasta que me baje la inflamación ¡Esto es horrible, me
duele muchísimo!

Estaba muy afligida y empezó a pensar que su plan no estaba saliendo como
había previsto. Con lágrimas en los ojos, comenzó a lamentarse.

– No hace ni seis horas que salí de casa y ya estoy hecha un asco. Un


cangrejo me muerde el hocico, un caballo me aplasta la pata… ¡Esto no es lo
que yo me esperaba!

Sus gemidos llegaron a oídos de un hada buena que pasaba por allí.

– ¡Hola, ratita linda! ¿Cómo te llamas?

Muy triste, le contestó:

– Flor, señora, me llamo Flor.

– ¿Y por qué estás tan triste con lo bonita que eres, pequeña?

Flor confesó lo que sentía en el fondo de su corazón.

– Estaba harta de mi vida y esta mañana decidí irme lejos de mi hogar en


busca de aventuras pero …

– ¿Pero qué, jovencita?

– Pues que desde que salí me ha mordido un cangrejo en el hociquito, un


caballo ha dañado mi patita y encima estoy muerta de hambre ¡Quiero volver
a mi casa!

– Vaya… ¿Ya no quieres vivir una vida llena de emociones?

La ratita fue muy sincera.


– Sí, sí me gustaría, pero por ahora quiero regresar a mi hogar, con mi
familia y con mi gente ¡Cuánto daría yo por comer unos granitos de trigo o
de maíz de los que hay en mi molino!

El hada sonrió:

– Me alegra tu decisión, Flor. El mundo está lleno de lugares maravillosos y


es normal que quieras explorarlos, pero para eso tienes que formarte,
aprender y madurar. Estoy convencida de que algún día, cuando estés
preparada, tendrás esa oportunidad. Anda, ven, súbete a mi hombro que te
llevo a casa. No te preocupes que con una venda enseguida te curarás.

El hada buena la llevó de vuelta al lugar donde había nacido, al lugar que le
correspondía y donde lo tenía todo para ser dichosa. Por supuesto la
recibieron con los brazos abiertos y ni que decir tiene que ese día el grano
del molino le supo más delicioso que nunca.

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