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ANA MUNCHARAZ

EDICIONES PALABRA ANA MUNCHARAZ ANA MUNCHARAZ ANA MUNCHARAZ

SANTA HILDEGARDA SANTA


BIOGRAFÍAS SOBRE Ana Muncharaz Rossi (Madrid)
DOCTORES DE LA IGLESIA
es escritora y licenciada en

DE BINGEN
Periodismo, ha trabajado para

HILDEGARDA
LA VIDA DE SANTA TERESA
DE JESÚS diversas editoriales y su vida
Fundadora, santa… y doctora profesional gira en torno a la
de la Iglesia
A lemania, año 1106. Hildegarda, de ocho años, ingresa
literatura.

DE BINGEN
Marcelle Auclair en un monasterio benedictino del Palatinado. Es una niña
15ª edición Con Ediciones Palabra ha
enfermiza con un don especial: tiene visiones. Durante largo
LA LUZ APACIBLE tiempo su vida transcurre, externamente, tranquila y apacible, publicado, también en la colección
Novela sobre Santo Tomás Arcaduz, El viaje de Egeria,
de Aquino y su tiempo
pero Dios tiene otro camino para ella. A los cuarenta y tres
años le ordena que escriba sus visiones. Y, a partir de ese La peregrina hispana del siglo IV

SANTA HILDEGARDA DE BINGEN


Louis de Wohl
15ª edición momento, se convierte en un referente de la Cristiandad (2ª edición 2012) que relata la
CORAZÓN INQUIETO al manifestarse su compleja y riquísima personalidad de increíble travesía a Jerusalén de la
La vida de San Agustín visionaria, profeta, teóloga, música, médica, boticaria, célebre viajera Egeria, el primero del
Louis de Wohl que se conserva testimonio escrito y
14ª edición
científica, fundadora, consejera de emperadores y papas,
de obispos, abades y abadesas, de gente sencilla… que dejó en la Ciudad Santa un
AL ASALTO DEL CIELO recuerdo que todavía se mantiene.
Historia de Santa Catalina de Siena Esta novela nos introduce en esa rica y profunda
Louis de Wohl Con anterioridad tiene otros dos
personalidad a través de su itinerario espiritual y del mundo
9ª edición libros, El árbol doblado (2003),
en el que tuvo que revelarse marcado por las Cruzadas, los
SAN ANTONIO DE PADUA La brisa del Egeo (2007).
enfrentamientos entre el Papado y el imperio, la situación de
Gran predicador y hombre de ciencia
Jan Dobraczyński inferioridad de la mujer, la herejía cátara…, problemas a los Su escritura se caracteriza
7ª edición que Hildegarda se enfrentó predicando, escribiendo, tratando por una lograda combinación de
SAN FRANCISCO DE SALES de sanar el cuerpo y el alma de todos los que acudían a ella. profundidad en la descripción
Amable y paciente director de almas La novela también nos muestra lo principal de sus de los personajes y de los contextos
Valentín Viguera Franco históricos, y de interesantes
4ª edición escritos, en los que se refleja el amor de Dios al hombre y el
mundo como un don que debe cuidar, la armonía entre fe y y atractivas tramas.
SAN JUAN DE LA CRUZ
Su presencia mística y su escuela poética razón, la igualdad y complementariedad del hombre y de la
José María Moliner mujer, etc. Un saber con el que Hildegarda se adelantaba a
6ª edición su tiempo, proponiendo tesis que solo hoy han logrado carta
SANTA TERESITA de ciudadanía en la Iglesia y en el mundo. Un saber, a veces
Vida de Teresa de Lisieux, arcano y enigmático, angélico, que le había sido infundido por
Doctora de la Iglesia
Maxence Van der Meersch Dios, «Soy la pequeña pluma que el viento sostiene, soy su
7ª edición instrumento», y que le ha valido ser nombrada Doctora de la Mística y visionaria alemana
Iglesia por Benedicto XVI en octubre de 2012.
SAN BERNARDO
El hombre que transformó Europa
del siglo XII. Doctora de la Iglesia
ISBN 978-84-9840-925-3
Philippe Barthelet

ARCADUZ ARCADUZ 117 palabra ARCADUZ ARCADUZ


Santa Hildegarda
de bingen
Mística y visionaria alemana del siglo XII
Doctora de la Iglesia

EDICIONES PALABRA
Madrid
Colección: Arcaduz

© Ana Muncharaz Rossi, 2013


© Ediciones Palabra, S.A., 2013
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
epalsa@palabra.es

Diseño de cubierta: Raúl Ostos


© Ilustración de portada: Album
ISBN: 978-84-9840-925-3
Depósito Legal: M. 24.886-2013
Impresión: Gráficas Anzos
Printed in Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
Ana muncharaz

Santa Hildegarda
de bingen
Mística y visionaria alemana del siglo XII
Doctora de la Iglesia

ARCADUZ
A mi madre,
por su apoyo y paciencia.
Dejar que entre la luz. Ese es su ruego silen-
cioso, el que veo en sus ojos cansados. Corro a
retirar la tupida cortina y me vuelvo hacia ella.
Sonríe con la mirada. Con todo su rostro surcado
de arrugas. En cada una se vislumbra su vida y
se presiente la muerte, que sobrevuela silenciosa
sobre el camastro, rondando su pecho cada vez
que inspira.
El olor de las hierbas que se consumen en el
sahumerio hace que el aire sea aún más ligero,
cristalino como el agua de un manantial. Ese so-
plo frágil llega a sus pulmones, agotados, pesa-
dos, anclando su cuerpo a la tierra. Una roca
firme en lo alto del monte.
Pero ella quiere irse. Aunque su carne está
paciente, su espíritu tiene prisa por partir.
Me siento a su lado. Echo de menos su pene-
trante voz. Hace ya horas que no ha dicho pala-
bra, ni siquiera una queja. ¡Qué silencio tan cá-
lido! ¡Cómo me acerca a ella! Comprendo ahora
que soy su hija, que en espíritu me ha engen-
drado.
—Matilde.
Doy un respingo. Mi nombre ocupa toda la
estancia. Ha surgido de su boca con la fuerza de
un vendaval.
—¿Qué necesitas?
—Voy muriendo, hija. Pronto me iré. ¡Y lo
deseo! Pero queda tanto por decir.
Y abre sus ojos. ¡Cuánta luz! ¡Cuánta vida es-
crita para que yo la descubra! Entonces leo en su
mirada. Y la primera palabra que vislumbro, es
su nombre: Hildegarda.
PRIMERA JORNADA

DESPERTAR

¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar...


Jeremías 1, 6.
LA NIÑA MUDA

Tomo la pluma y acaricio el pergamino de piel de cor-


dero. Busco en mi memoria. Viajo a un pasado que en
parte desconozco, pero me siento guiada por sus palabras,
las que llegaron a mis oídos mientras me cuidaba, me edu-
caba, me ayudaba a nacer de nuevo. ¿Cómo contar la vida
de mi maestra? De la mujer que primero me asombró, des-
pués incluso odié y ahora tanto amo. ¿Cómo meterme en
su piel, en sus huesos, en su corazón? Jamás veré lo que
ella vio ni sabré lo que ella supo.
Pero siempre hay un principio.

Mis padres aún no habían nacido en aquel otoño de


1106, cuando Hildegarda, de la mano de su madre, dócil,
alegre, se detenía ante los muros del monasterio de Disi-
bodenberg. Mientras entonaba entre dientes su melodía
favorita, recorría con la mirada cada una de las piedras,
deseosa de abrazarlas.
Una decena de metros más atrás, su padre, Hildeberto,
dejaba pastar al caballo al tiempo que hablaba tranquila y
quedamente con uno de sus hombres, sin quitar ojo a
aquellas dos personas a las que tanto amaba. Siempre ha-
bía procurado lo mejor para ellas y, aquel día, estaba se-
guro de hacerle un espléndido regalo a su pequeña hija de
ocho años.

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Ana muncharaz

Las mujeres siguieron adelante, pero no se acercaron


al portón del cenobio. La chiquilla se apartó un poco de su
madre y se encaminó hacia una casita adyacente a los mu-
ros, avanzando suavemente, como si una mano invisible la
arrastrase. La puerta estaba abierta. El sol iluminaba la
entrada, aunque dos pasos más allá todo era oscuridad. La
madre, en el umbral, tras su hija, dudó. La niña, no. Entró
decidida. A penas volvió la cabeza y de reojo miró a aque-
lla que le había dado la vida. Su figura y aquel espeso bos-
que en el que se dibujaba le impedían ver el hermoso valle
del Nahe, pero Hildegarda sintió que se difuminaba, al
igual que los árboles, volviéndose todo traslúcido, dejando
penetrar el verdor de la tierra, el olor de las plantas recién
florecidas, el canto de los pájaros, el color azul pálido del
cielo y el sabor del vino, recién liberado de los viñedos que
antes lo retenían.
Cerró los ojos para apartarse de todas aquellas criatu-
ras que tanto le maravillaban y avanzó despacio. No con
miedo, sino con modestia. Era consciente de que entraba
en los dominios de una mujer sabia que poseía el conoci-
miento de una enamorada deseosa de compartir a su
Amor, pues no entendía de celos, sino de dar lo que había
recibido.
—Ven —escuchó—. Acércate, pequeña.
Una joven le tendía la mano. Hildegarda la tomó.
—Mi nombre es Judith —dijo—, pero llámame como
mi familia lo hace: Jutta.
Y durante unos instantes, ese tiempo que no pasa y no
obstante es eterno, se miraron. Lo llaman afinidad, simpa-
tía. Ellas lo definieron con una sonrisa.
Apenas una hora más tarde, esa joven, aquella niña de
ocho años y otra pequeña de su misma edad entraron en
la iglesia del monasterio y fueron recibidas por toda la
comunidad de monjes, que entonaban cantos a Dios. Ante
el altar, mirando fijamente al abad del cenobio, el padre
de Hildegarda la entregó en oblación. «A nuestra hija…

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santa hildegarda

—dijo— para que permanezca aquí y viva según la regla


monástica».

Despierto sobresaltada. El pergamino en el suelo, la


pluma al lado de la vela de sebo, consumida. Otra vez me
he dormido. De nuevo el último repique de la campana da
la voz de alarma. Recojo el pergamino, lo miro un instante
y veo que tan solo he trazado una «H»; todo aquel tiempo
perdido, soñando con palabras. Lo enrollo y lo guardo en
el estante más apartado, el que nadie utiliza, compongo el
velo, estiro el hábito. En mi cara descubrirán, como tantos
días, ese surco oscuro bajo los ojos, la venganza del sueño
que ha quedado en blanco. Corro. No debo hacerlo, pero
corro. Una vez más llego tarde a Laudes1. Alcanzo a la úl-
tima hermana que camina despacio por el pasillo del
claustro. Oigo murmullos que me recriminan. Pero no me
ocupo en escucharlos, trato tan solo de acompasar mi res-
piración agitada.
Cuando entro en la iglesia ya me encuentro tranquila.
Tomo asiento en mi lugar, mantengo la cabeza baja. Las
demás hermanas comienzan a entonar el salmo. Yo ape-
nas susurro: «Venite, exsultemus Domino…». Levanto los
ojos. Su silla está vacía. ¿Volverá alguna vez a sentarse en
ella? Cómo va a hacerlo, si se muere. No atiendo ni sigo a
las demás. No estoy donde debo estar.

—¿Acaso crees que siempre he sido vieja? Vosotras, las


jóvenes, me miráis como si lo dierais por hecho.

1 Horas canónicas en los monasterios benedictinos en época de santa

Hildegarda: Maitines (después de medianoche); Laudes (al alba); Prima (pri-


mera hora al salir el sol); Tercia (tercera hora tras la salida del sol); Sexta
(hacia el mediodía); Nona (entre las 14.00 y las 15.00 h.); Vísperas (entre las
18.00 y las 19.00 h.); y Completas (al ponerse el sol). Fuente: Régine Per-
noud, Hildegarda de Bingen. Una conciencia inspirada del siglo XII, Paidós
Testimonios, Barcelona 1998.

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Ana muncharaz

Estaba de pie, a mi lado, mientras yo cavaba en el huerto,


arrodillada, rozando con mi brazo desnudo su báculo, en el
que se apoyaba para no caer.
—¿Tú te acuerdas de cuando eras niña? —preguntó.
No esperaba mi respuesta, así que permanecí en silen-
cio.
—Era la pequeña de diez hermanos. ¡Diez! Siempre
tuve la impresión de que los mayores me ignoraban, como
si no supiesen de mi existencia. Con los más pequeños era
distinto, jugábamos, reíamos. A veces trataban de hacerme
enfadar, se metían conmigo. Quizá alguno tuviera celos
desde el mismo día en que me vio en la cuna. Sí, es bas-
tante probable… Celos… Desde el día en que nací.
Fue en el año del Señor de 1098. Amanecía en la pe-
queña localidad de Bermersheim, cercana a Maguncia.
Los rayos del sol apenas alcanzaban a penetrar las nubes
de color añil que cubrían el cielo. Se oyeron en la casa los
gritos de la comadrona. Hildeberto, el noble caballero al
servicio del conde de Sponheim, era padre de una niña, su
décimo vástago. Cuando todo estuvo dispuesto, entró en la
estancia donde estaba su mujer, con una débil sonrisa en
el rostro, sobre el lecho. Tantos hijos que le había dado y
aún seguía siendo bella. La comadrona y una sirvienta
limpiaban a la criatura.
—¿No llora? —preguntó el caballero.
—Poco, señor —respondió la partera.
—Pero ¿está sana?
—Sí, aunque es menos robusta que los demás.
—Entonces la llamaremos Hildegarda —dijo el caba-
llero—. La guerrera, la morada del combate.
Miró a su mujer y vio cómo asentía. Estaba acostum-
brada a las salidas de tono de su esposo, empeñado en lle-
varle la contraria al destino, sabedor de que el hombre,
con la ayuda divina, siempre podía sobreponerse a él. «La
guerrera —musitó aquella madre que acababa de parir,
con el latir del corazón aún desacompasado por el es-

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santa hildegarda

fuerzo—, este marido mío… ponerle ese nombre a mi pe-


queña, tan enfermiza y débil. Pero sea… ¿Quién sabe si no
es así como la llama Dios?».
Hildeberto se acercó a la niña y pasó su dedo índice,
con suavidad, sobre su frente.
—Matilde —le dijo a su esposa, sin dejar de mirar a la
recién nacida—, esta niña será el regalo que le haremos al
Señor por sus bendiciones.
Salió de la estancia y entró en la sala principal de la
casa. En el inmenso hogar crepitaba el fuego. Tomó
asiento en una silla y apoyó los pies en el escabel. Al punto,
tenía en la mano una copa de vino, que uno de los siervos
se había apresurado a traerle. Paladeó complacido el rojo
líquido y sintió su ardor recorriéndole el cuerpo. Aquel na-
cimiento le hacía feliz, sin embargo, no era suficiente para
calmar su inquietud. Tres años antes, en 1095, el papa Ur-
bano II había exhortado a «tomar la cruz»2 y un año des-
pués cientos de caballeros y gente del pueblo habían par-
tido, bajo el mando de sus señores, a recuperar los Santos
Lugares, arrasados por los infieles. ¡Cómo habría querido
ir con ellos! Pero el emperador Enrique, el cuarto de su
nombre, no quiso ni pudo intervenir. La excomunión pa-
pal pesaba sobre el dueño de Germania.
Hildeberto frunció el ceño. Si hubiese partido, quizá se
encontrase ahora ante la ciudad de Antioquía, comba-
tiendo con sus pares para derribar sus murallas, de las que
se decía que tenían trescientas sesenta torres. Pero no, es-
taba allí sentado, recibiendo como tantos otros las noti-
cias que traían los viajeros, los mercaderes; las nuevas que
se extendían por los campos, las aldeas, recorriendo los
caminos de Occidente.

2 El término «cruzada» no se empleó hasta el siglo xviii. Sin embargo, sí

existía en aquella época la palabra «cruzados», que designaba a los caballe-


ros que partían a batallar por los Santos Lugares, a quienes se identificaba
por la cruz que aparecía a la altura del pecho en sus ropajes. Aquí nos esta-
mos refiriendo a la Primera Cruzada (1096-1099).

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Ana muncharaz

«Fiel a dos señores —pensó—. No se puede ser fiel a


dos señores». La pesadumbre cayó sobre él. ¿Cuándo aca-
barían las disputas entre el emperador y el Papa? ¿Quién
pondría fin a las corruptelas, a los excesos que se sucedían
por doquier, entre los prelados, los nobles, entre la ciudad
de Dios y la ciudad de los hombres? ¿Quién tendría la
fuerza de azotar con sus palabras a los seres humanos y
enmendarlos, como antaño hacían los profetas?
Entonces escuchó a su hija llorar y se reanimó su espí-
ritu. Tenía buenos pulmones, a pesar de lo que había di-
cho la partera. Quizá su pequeño cuerpo fuese enfermizo
y eso le hiciese tarda en emitir sonidos, pero, cuando lo
hacía, se le escuchaba fuerte, rotunda, y hasta las llamas
se retorcían en el hogar, como fustigadas por un viento
que parecía un soplo divino.

—Hermana Matilde, ¿dónde ha pasado la noche?


La pregunta de la hermana Gertrudis, maestra de novi-
cias desde que llegué a este monasterio, me produce un
pinchazo en las sienes. Me vuelvo hacia ella con la cara
chorreando de agua. Después de Laudes fuimos a asear-
nos a la fuente que hay en el claustro. Nadie dijo una pala-
bra, pero sentí que, de reojo, cada una me miraba mien-
tras, entre abluciones, refrescaban sus rostros y se
componían el velo. Algunas se marcharon entonces a la
iglesia, otras caminaban por el pasillo del claustro, todas a
la espera de la hora de Prima. Pensé que estaba sola y me
entretuve llevando el agua helada con las manos a mi cara.
Despertándome, por fin, al anuncio del amanecer.
—Hermana Matilde, ¿se encuentra bien?
Me vuelvo hacia ella. El rostro de Gertrudis es tan
inexpresivo que parece un pergamino en blanco. Siempre
pálido como la cera, adusto, con esa rigidez que ella cree
inherente a su cargo.

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santa hildegarda

—He estado en el scriptorium3.


—Y no es la primera vez, ¿verdad? ¿Cuántos días hace
que no duerme?
—En realidad sí duermo, porque…
—Hermana…
—Cuatro días.
—¿Cuatro días haciendo qué?
¿Le miento? No puedo hacerlo. Quisiera, pero no
puedo. Sé que se burlará, aún peor, que sospechará. Sé
que se lo dirá a la abadesa. La abadesa… aún sigue siendo
Hildegarda. Sí, todavía es Hildegarda.
—Escribo —contesto mirándola por primera vez fija-
mente a los ojos.
—¿Acaso tiene usted también visiones, hermana Ma-
tilde?
—No. ¿Cómo puede pensar eso? Es un tratado de botá-
nica.
—La abadesa ya escribió un tratado de botánica.
—Lo sé. En realidad es su tratado de botánica. Estoy
haciendo una nueva copia.
—¿Quién le ha ordenado hacer una nueva copia?
—Nadie, hermana, pero yo… Sabe que me gusta tanto
aprender acerca de las plantas. Y solo nos queda una co-
pia después de que aquellos monjes que vinieron hace me-
ses se llevasen la última… Pensé que…
—No piense tanto, hermana —dijo—. Después del de-
sayuno quiero verlo.
Aguanto su mirada desafiante apenas dos segundos e
inclino la cabeza. Veo sus pies girarse y el borde de su há-
bito, que desaparece volando hacia la iglesia. Permanezco
quieta. Mi corazón palpita como el de un ladrón al que
han sorprendido los dueños de la casa. ¿Por qué no le he
dicho la verdad? Soy tan cobarde. Tendría que conte-
nerme. Debería callar. Aprender de mi maestra.

3 Estancia del monasterio donde trabajaban los monjes copistas.

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Ana muncharaz

Caminaba por los viñedos de la mano de su nodriza.


Pasitos cortos. Algún tropezón. Los campesinos detenían
su labor cuando veían a aquella niña. Tan delgada, con
aquellos enormes ojos que parecían adentrarse en cual-
quier parte, sorber la savia de los árboles, arrancar las raí-
ces de la tierra, atrapar las aves del cielo. Lo miraban todo,
lo penetraban todo.
—Dicen que enfermó al amamantarla su madre, que
desde entonces está en los huesos y debilucha �murmura-
ban.
—Morirá joven —aseguraban.
—No. Hay algo en ella. ¿No habéis oído? Cuentan que
ve cosas, que adivina lo que va a ocurrir.
Hildegarda se agarraba a los faldones de la nodriza, se
pegaba a sus muslos. La mujer la acogía con su mano
fuerte, atrapando en ella su cabeza, acariciando con ter-
nura su lacio pelo rubio. Sentía un cariño especial por
aquella niña delicada y enfermiza, sensible y, desde luego,
extraña. Había criado antes a otros hijos de los nobles lo-
cales del Palatinado, pero nadie le impresionó tanto como
Hildegarda. No era una niña inquieta, mucho menos tra-
viesa. Su debilidad le impedía participar en los juegos de
sus hermanos, aunque lo intentase, aunque sonriera al ver
sus volteretas, sus carreras, sus trastadas. Sin embargo,
destacaba sobre los demás desde su fragilidad, desde su
quietud. Aunque había que saber mirar para descubrirlo y,
ante todo, aprender a escucharla.
Aquella mujer de pueblo, robusta, de mejillas sonrosa-
das, carnes prietas y curtidas, aún recordaba el día en que
se acercó con la niña a los establos para hablar con su cu-
ñado, quien se encargaba de cuidar de los animales. La
dejó sentada en la puerta, para que el penetrante olor de
las bestias no la alterase, y la pequeña, de cinco años de
edad, permaneció quieta, atenta al piar de los pájaros que
alborotaban en un árbol cercano.

18
santa hildegarda

—¿Qué haces ahí tumbado, haragán? —increpó a su


cuñado, a quien dio una fuerte patada en la pantorrilla.
El hombre se despabiló y la miró atónito.
—He venido a avisarte. Nuestro señor Hildeberto no
está muy contento contigo, así que es mejor que espabiles
o te reemplazará por otro. Hay muchos hombres en el
pueblo que darían un ojo por el trabajo que tienes.
—No te metas donde no te llaman —respondió—. En-
tre tu hermana y tú me hacéis la vida imposible.
—¡Imposible! ¡Tú sí que eres imposible!
—¡Mujer, he dicho que te calles!
Entonces, entró la niña. Pasó en medio de los dos
como si no existiesen y se paró enfrente de una vaca idén-
tica a las demás. Los tristes ojos del animal se posaron so-
bre Hildegarda, que se volvió sonriendo hacia los dos
adultos.
—¡Mira qué hermoso ternero hay dentro de esta vaca!
—exclamó, dirigiéndose a la nodriza, mientras señalaba
con el dedo el vientre de la bestia—. ¡Es blanco, con man-
chas en la frente, las patas y el lomo!4.
—¿Qué dice esta cría? —murmuró el hombre al oído
de su cuñada—. Que yo sepa la vaca no está preñada.
—¡Que tú sepas, que tú sepas…! ¡Qué vas a saber tú!
Ya estás advertido, espabila o te van a echar —y acercán-
dose a Hildegarda la tomó de la mano—. Vamos, pequeña,
aquí huele un poco mal.
Cuando llegó el tiempo, la vaca parió un ternero
blanco, con manchas en la frente, las patas y el lomo. Fue
la confirmación de que todas aquellas extrañas preguntas
que le hacía la niña no eran fruto de su fantasía.
—¿Tú ves lo que yo veo? ¿Lo has visto? ¡Mira! ¿Es que
no lo puedes ver?
—Pero ¿qué ves, pequeña? Estás temblando.

4 Del libro de Régine Pernoud, op. cit., p. 16.

19
Ana muncharaz

—La luz. Dime que la ves… Tú también la ves, ¿ver-


dad?
—No hay ninguna luz. Quédate tranquila. Anda, vamos
a buscar a tus hermanas.
Hildegarda la miraba entonces sin entender, con los
ojos llenos de desazón y durante varias horas permanecía
pensativa, como dándole vueltas en la cabeza a indescifra-
bles interrogantes. Y así venía siendo desde que tenía tres
años, cuando una mañana entró la nodriza a despertar a la
niña y la encontró sentada en la cama, con el cuerpo rígido
y una expresión indescriptible en la cara, entre el terror y el
temblor, los ojos brillando enfebrecidos. «De nuevo está
enferma —pensó—. ¡Oh, Señor, no lo permitas!».
Tomó a Hildegarda en brazos, la sacó de la cama, la
puso en pie, palpó su frente, el rojo del rostro volvía a su
color natural, los pulsos se fueron relajando.
—¿Qué te ocurre?
—Nada —dijo la niña. Pero no sabía mentir.
—¿Has tenido una pesadilla?
Hildegarda ni asintió ni negó. La miró desde una dis-
tancia infinita, y la nodriza sintió que se encontraba ante
un misterio que jamás sería capaz de comprender.
—Tengo hambre —murmuró la pequeña.

Supe hace algunos años que aquella fue la primera vez


que mi maestra tuvo una visión. Había cumplido los tres
años. No dijo una palabra. El silencio mide la importancia
que tienen los acontecimientos. La mudez guarda en nues-
tro corazón lo que nos da vida, lo que nos define, nuestros
más íntimos secretos y deseos. Y la mente dispersa lo que
nuestro corazón medita. Despierto. No ha sido el agua
sino este recuerdo el que hace que mis pies se muevan.
Camino hacia la iglesia, con la campana repicando de
nuevo en mis oídos. Entro.

20
santa hildegarda

«Domine, Dominus noster, quam admirabile est nomen


tuum in universa terra»5, canto junto a mis hermanas.
Pero hoy no soy capaz de acoger las palabras que salen de
mi boca. Mi cabeza rememora la lucha de aquella niña,
tan distinta a la mía.

Hildeberto se dio cuenta de que la más pequeña de sus


hijos era especial. No entendía mucho de niños, pues no se
ocupaba de su crianza, que dejaba en manos de las muje-
res de la casa, pero aquella criatura le desconcertaba. Y su
turbación era mayor cuando comprobaba que tanto su
madre como su nodriza tampoco comprendían de dónde
provenían aquellas premoniciones, cómo era capaz de
pronunciar esa niña enfermiza e ignorante aquellas pala-
bras.
—Padre, el porquero está enfermo �murmuró un día
Hildegarda a su oído�. Morirá en una semana. Cuidarás
de su familia, ¿verdad?
¿Qué decía aquella niña de cuatro años? Ese siervo era
un hombre robusto, la veintena recién cumplida, que aca-
baba de tener un hijo y a quien la vida sonreía. Pero mu-
rió, tal como dijo la pequeña.
—Padre, no te preocupes, el conde de Sponheim te
quiere mucho. Sabe que eres su más fiel caballero.
¿Cómo había intuido su hija aquella desazón que tanto
le inquietaba, que no había compartido con nadie, ni si-
quiera con su esposa, acerca de su señor, en quien descu-
bría, desde hacía días, un gesto torvo en su rostro cuando
le miraba?
Aquellos comentarios los hacía la niña con tanta natu-
ralidad que Hildeberto aún se sentía más confuso. Se pro-
ducían en cualquier momento en los que el padre acudía a
presenciar los juegos de sus hijos o en las reuniones fami-

5 «Señor, Señor nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra»,

salmo 8.

21
Ana muncharaz

liares. La pequeña se acercaba a él, le besaba en la mejilla,


se dejaba atrapar entre sus brazos y le murmura al oído
unas palabras. Miraba los ojos desconcertados del padre y
sonreía, como si le hubiese dicho la mayor nimiedad.
Cuando él la dejaba en el suelo, corría junto a los demás,
confundiéndose con el resto de sus vástagos.
Hildeberto no interrogaba a su hija, pues era incapaz
de concebir que la niña le diese una respuesta coherente.
Preguntaba, sin embargo, a la madre y a la nodriza. La
primera se sentía tan extrañada como él. La segunda se
encogía de hombros y bajaba la cabeza, demostrando con
tales gestos que sabía más y que no quería hablar de ello.
El caballero no insistía, sino que apreciaba el cariño que
aquella pueblerina sentía por su hija, al protegerla con su
silencio.
Pero un día no tuvo más remedio que tomar a Hilde-
garda en brazos, apartarse ambos del resto de la familia y
sentarse con ella frente a la chimenea, la niña cabalgando
en sus rodillas para no hacer que se sintiese incómoda.
La casa de Hildeberto había organizado un gran ban-
quete, al que acudían prelados, caballeros y el mismo
conde de Sponheim, el señor de la comarca, quien, a pesar
de no encontrarse muy bien de salud, no había querido
declinar la invitación de uno de sus más fieles vasallos. El
motivo era el compromiso de la hija mayor de Hildeberto
con un joven de una familia de más rango, lo cual le lle-
naba de orgullo, pues él pertenecía a la baja nobleza, si
bien poseía cierta fortuna y tierras suficientes para lograr
acuerdos provechosos a la hora de casar a sus descendien-
tes.
Era verano. La luz se prolongaba robando a la noche
las horas oscuras. Los asistentes bebían el tinto vino de la
región y devoraban las piezas de caza cobradas aquella
mañana por los siervos. Los hombres hablaban acerca de
la salud del emperador, se rumoreaba que Enrique estaba
cansado, que quizá abdicaría. Las mujeres escuchaban en

22
santa hildegarda

silencio, esperando el momento propicio para cambiar de


conversación, para olvidar la política y que las palabras se
acercasen más a los asuntos cotidianos. Los hijos peque-
ños de Hildeberto dormían en sus habitaciones.
Cuando el sol cayó por completo, los siervos se apresu-
raron a prender los velones. Las risas se extendieron y los
rumores comenzaron a correr por la mesa. El sonido
agudo de la voz de una vieja dama se impuso sobre los de-
más.
—Ese judío usurero… Deberían expulsarlo de la ciu-
dad. A él y a todos los de su raza maldita.
Algunos comensales cercanos a la mujer siguieron su
conversación. Los demás hicieron caso omiso a su exa-
brupto y continuaron a lo suyo. Hildeberto hablaba con el
conde de Sponheim, sentado a su derecha. Ambos sintie-
ron una presencia a su espalda y vieron a Hildegarda.
—Pero ¿qué haces aquí levantada? �dijo su padre.
—No podía dormir —respondió la niña—. Estaba mi-
rando desde la escalera, pero bajé porque creo que esa se-
ñora dijo una cosa mala.
—Señora, ¿qué señora? �preguntó Hildeberto.
—Aquella �contestó la pequeña señalando con disi-
mulo a la vieja dama.
—No debes curiosear desde la escalera —murmuró su
padre— ni escuchar las conversaciones de los mayores, y
mucho menos juzgarlos.
—Pero, padre, es que cuando esa señora hablaba… es
que…, había una mujer con el rostro muy blanco y los pies
ensangrentados…
—¿Una mujer ensangrentada? Pero ¿de qué hablas?
�exclamó Hildeberto.
La pequeña bajó la cabeza avergonzada. Su padre la
miró perplejo, pero aún más sorprendido estaba el conde
de Sponheim, que había atendido divertido a la conversa-
ción entre padre e hija hasta aquel momento.

23
Ana muncharaz

—Ven, vayamos a la otra sala. Allí te tranquilizarás y


luego llamaré a la nodriza para que te lleve a la cama —dijo
su padre.
Frente a la chimenea, con su hija sobre las piernas,
Hildeberto intentaba componer el gesto para no fruncir el
ceño, para aparentar más calma de la que sentía.
—Hildegarda, ¿cómo se te ocurren esas cosas tan ex-
trañas que dices a veces? ¿Alguien te las cuenta? Dime…
¿quién es?
—Nadie, padre. Lo veo.
—¿Cómo que lo ves? Dirás que te lo imaginas.
—No, padre, lo veo aquí —dijo la pequeña, poniendo la
mano derecha sobre su corazón.
—No mientas, Hildegarda.
—Pero padre…
—Ninguna hija mía… —prosiguió Hildeberto. Pero
una mano en su hombro le hizo callar. Al volverse, descu-
brió al conde de Sponheim.
—La niña debe irse a la cama —dijo el noble con dul-
zura—. Te echan de menos tus invitados. Me he permitido
ordenar a uno de tus siervos que avisase a la nodriza de la
pequeña.
Al momento llegó esta y cogió a Hildegarda en brazos.
La niña miraba entristecida a Hildeberto, que ya no podía
disimular un gesto de dureza en su rostro. Mientras la lle-
vaban a su habitación escondió la cara en el cuello de su
nodriza, avergonzada, asustada por haber provocado el
enfado de su padre.
—Hablaré con los criados, seguro que alguno de ellos
le cuenta patrañas, leyendas de campesinos —le dijo al
conde—. Sí, quizá por eso me mienta, para proteger a ese
embaucador.
—¿Estás seguro de que miente? —murmuró Sponheim.
Los dos hombres se miraron. La duda se reflejó en el
rostro de Hildeberto.

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santa hildegarda

—No es la primera vez —musitó—. Ya nos ha hablado


antes de figuras extrañas y, en ocasiones, de acontecimien-
tos que luego suceden.
—Estás preocupado por ella, ¿verdad?
—Es una niña muy buena. Obediente, tranquila y tan
débil… Sin embargo… Tiene esa luz en los ojos, esa mi-
rada que parece adentrarse en todo. Yo siempre he pen-
sado, desde que nació, en ofrecérsela a Dios.
—¿Y por qué no ibas a hacerlo? Anda, volvamos junto
a los demás. Ya hablaremos en otra ocasión de tu hija. Co-
nozco a alguien que puede ayudarle y con quien se llevará
muy bien.
Hildeberto le interrogó con la mirada.
—Mi hija Jutta —le susurró el conde al oído, mientras
le pasaba el brazo por los hombros.
Hildegarda se hizo la dormida hasta que la nodriza ce-
rró la puerta de la habitación. Oía la respiración pausada
de las otras dos hermanas que descansaban en el mismo
cuarto. Eran tantas las noches que había vigilado sus sue-
ños, bien porque se encontraba enferma, bien porque al-
guna de esas extrañas cosas que veía durante el día la ha-
bía desvelado. Se levantó y se acercó a la estrecha ventana,
apartó la sutil cortina que le impedía ver el exterior y se
apoyó en el alféizar. La luna apenas era una fina línea
curva en el cielo, repleto de estrellas. ¡Cómo disfrutaba
mirándolo! Era su refugio en los momentos tristes y su
parque de juegos en los alegres. En aquella ocasión se aco-
gió a él. No podía olvidar la expresión adusta en el rostro
de su padre. ¿Había hecho mal en contarle lo que veía, lo
que escuchaba en su interior?
No eran invenciones, mucho menos mentiras. No salía
de ella. No eran intuiciones, como cuando presentía que
alguien iba a pronunciar su nombre y, en efecto, ocurría.
Tampoco pensamientos, ideas propias que elaborase su
mente ni cosas que otros le contasen. No sabía lo que era
ni entendía lo que veía ni las palabras que resonaban en su

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Ana muncharaz

cabeza. No comprendía por qué le pasaba a ella y no a los


demás.
No sabía, pero sí creía. Y su corazón de niña le gritaba
que venía de Dios, aunque reconocer aquello le provocaba
un extraño e infinito terror. Distinto al miedo a los lobos,
al dolor físico, a la pérdida de un ser querido. No era ca-
paz de expresar nada acerca de todo aquello y mucho me-
nos ordenar sus sentimientos, que daban vueltas en su in-
terior como la rueda de una noria.
Se echó a llorar. Sin jadeos ni suspiros. En silencio.
Una sola lágrima se deslizó por su mejilla hasta la comi-
sura de la boca. Allí quedó temblando e hizo temblar al
resto de su pequeño cuerpo. Estaba avergonzada, y no
solo por sentirse incomprendida, sino, sobre todo, porque
de alguna manera intuía que no debía desvelar sus visio-
nes. Algo en su interior le decía que aún no era el mo-
mento y también que debía encontrar a las personas ade-
cuadas, a aquellas que sí entenderían lo que le pasaba.
Se paró su llanto. Ahora las estrellas brillaban con más
fuerza. Tuvo la impresión de que la luna le sonreía. Asin-
tió con la cabeza a una presencia misteriosa y murmuró
entre dientes: «Callaré. Seré una niña muda».

La hermana Gertrudis me está esperando a la puerta


de la iglesia, tras el rezo de Prima y la celebración de la
Santa Misa. Inclino mi cabeza y paso ante ella. Me sigue,
igual que un soldado que vigila a un prisionero. Entramos
en el refectorio. Sin tomar asiento mojo unos trozos de
pan en la copa de vino. Ella no come, solo guarda mis es-
paldas. Me vuelvo y nuestros hábitos se rozan cuando
cruzo a su lado.
Vamos hacia el scriptorium. Sé lo que tengo que hacer.
Me dirijo al estante donde se guardan los pergaminos que
tratan de la physica. Tomo el que estoy escribiendo desde
hace meses, copiando la obra que redactó la abadesa. De
camino hacia la mesa no puedo evitar mirar de reojo el

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santa hildegarda

estante más apartado, en el que escondo el motivo de mis


desveladas noches. Lo extiendo ante la mirada de la her-
mana Gertrudis. Me aparta a un lado y comienza a revisar
cada línea.
Yo también me fijo en las palabras y sonrío al compro-
bar el trazo firme de las letras. Me costó tanto aprender a
escribirlas. Recuerdo cómo sudaba cada vez que la aba-
desa venía a comprobar los progresos de las jóvenes pos-
tulantas. ¡Cuántas veces me miró con rostro severo, ne-
gando con la cabeza y señalando con el dedo alguna
palabra!
—¿Tienen frío estas letras? Parece que tiemblan �de-
cía. Y miraba a la hermana que se encargaba de enseñar-
nos, una mujer paciente y risueña. Muchos meses después
descubrí que, mientras yo bajaba la cabeza avergonzada,
ambas se guiñaban el ojo y sonreían.
—Hermana Matilde —exclamó Gertrudis poniéndome
en guardia—. No vuelva a hacer nada por su cuenta sin
consultármelo antes. Además, hay algunas palabras que
no están bien escritas y he observado que se ha permitido
redactar algunas frases de manera distinta. ¿Pretende
acaso mejorar lo que ha escrito la abadesa?
La miro en silencio. Trato de parecer compungida.
—De ahora en adelante, cópielo al pie de la letra —dijo
rotunda—. Y, por cierto, ¿no sabe usted que no podemos
apropiarnos a nuestro antojo de las horas de sueño?
—Lo sé, hermana. Lo siento.
—Bien. Entonces, márchese. Pero, antes, guarde esto.
La veo atravesar la puerta. Recojo el pergamino y lo
dejo en el estante. La hermana Gertrudis no ha encon-
trado lo que buscaba. Nunca lo hará. Aunque sé que siem-
pre intentará atraparme en alguna falta, demostrar que
soy indigna de estar en el monasterio. Traer mi pasado al
presente, no dejar que nadie lo olvide.
Respiro hondo. Por la ventana entra el sol del final del
verano. Presiento ya el suave balanceo de las hojas agita-

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Ana muncharaz

das por el viento, los hermosos colores con los que se vis-
ten al llegar el otoño. Mi corazón se alegra con solo pensar
que ahora he de ir al huerto. Ya imagino mis manos mi-
mando las verduras que nos alimentan, arrancando malas
hierbas, extrayendo las raíces con las que elaborar un-
güentos y brebajes.
Al salir del scriptorium me cruzo con varias hermanas
que se dirigen a él para copiar pergaminos. Atravieso el
monasterio con la cabeza enfrascada en mis próximas la-
bores.
El sol avanza paso a paso cuando llego al huerto.
Siento cómo las plantas recogen su luz, alimentándose vo-
races. Y enseguida me arrodillo, me arremango, las toco,
dispuesta a hablar con ellas, atenta a sus necesidades. En-
tonces, durante unos segundos, me invade una sensación
tan fuerte de desamparo y tristeza que creo estar fuera del
mundo, fuera del tiempo. La echo de menos, su viejo
cuerpo apoyado en el báculo, su poderosa voz indicán-
dome el camino para llegar, sin dañarla, a la raíz más pro-
funda y extraerla de la tierra.
Vuelvo el rostro en dirección a su celda. Mi mirada es-
quiva los árboles frutales, penetra las piedras, camina por
el claustro y atraviesa puertas. Llega al pie de su lecho y la
observa. Quieta, en silencio. Vuelta hacia los años en que
era una niña, dando de nuevo los primeros pasos. Siempre
a la espera de lo que vendrá.

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