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Sao Paulo, domingo, 15 de mayo de 1994. “Estoy tendida en el suelo, con los ojos vendados; a mi alrededor, un tumulto
de cuerpos anónimos en movimiento. No sé lo que pasará. Una pérdida completa de puntos de referencia: aprensión,
inquietud. Me rindo. Trozos de cuerpos sin forma cobran fuerza y empiezan a actuar sobre mí: bocas anónimas que
acogen bobinas de máquinas de coser, manos también anónimas desenrollan los hilos cubiertos de saliva de manera
ruidosa, para luego echarlos sobre mi cuerpo. Cubierta, poco a poco, de pies a cabeza por una alambrada de hilos, una
composición improvisada por las bocas y las manos que me rodean. Voy tímidamente perdiendo el miedo de ver la
imagen de mi cuerpo disolverse- mi cara, mi forma, yo misma: empiezo a convertirme en una maraña de baba. Ha
parado el sonido de las bobinas dando vueltas en las bocas. Ahora, las manos se enredan en el moho caliente y
húmedo que me envuelve para intentar librarme de él; algunas, más nerviosas, arrancan algunos copetes, otros
levantan los hilos con las yemas de los dedos como si intentaran deshilacharlos y así continúan hasta que no queda
nada. Me quitan la venda de los ojos. Vuelta al mundo visible. En el fluir de la baba hecha una maraña se había formado
un cuerpo nuevo, una nueva cara, un nuevo ser.”
Así describía la psicoanalista y escritora brasileña Sueli Rolnik su participación en Baba antropofágica, en las sesiones
que, dedicadas al trabajo de la artista Lygia Clark, se desarrollaron como preparación a su retrospectiva en la XXII
Bienal de Sao Paulo.
Rolnik era la persona tendida en el suelo. Puede que fuera su conciencia indirecta de psicoanalista recostada sobre el
diván lo que produjo en ella esa fuerte perturbación. Aunque, si por un instante nos imagináramos allí, con los ojos
cerrados, sintiendo esos hilos llenos de saliva que bocas a nuestro alrededor expulsan sin cesar, deseando que acabe
la experiencia, que dejen de vomitar sobre nosotros, para luego darnos cuenta de que esas mismas manos, que
colaboraban voluntariamente para desenrollar las bobinas de colores, se iban a enzarzar en una especie de pelea por
romper unos hilos imposibles de quebrar… Si nos imagináramos en esa situación, con toda probabilidad, y aunque
nosotros sí que estemos acostumbrados a ser los que nos tumbamos en el diván, también nos sentiríamos sumamente
desconcertados.
Lygia Clark, Baba antropofágica, 1973.
“Te envío una foto de un trabajo que llamo Baba antropofágica”, le decía Clark a su gran amigo y también artista
brasileño Hélio Oiticica en una de sus múltiples cartas. “Una persona se estira en el suelo. Alrededor suyo los jóvenes
que están arrodillados se ponen en la boca un carrete de hilo de varios colores. Empiezan a estirar con la mano el hilo
que cae sobre la persona acostada hasta vaciar el carrete. El hilo sale lleno de saliva y la gente que lo estira empieza a
sentir simplemente que está estirando un hilo, pero enseguida tiene la percepción de que está tirando el propio vientre
hacia el exterior. Es, sobre todo, la fantasmática del cuerpo lo que me interesa y no el cuerpo en sí. Después, las
personas se enzarzan con esa baba y ahí empieza una especie de lucha que es el défoulement para romper la baba,
acto realizado con agresividad, euforia y alegría e incluso dolor, porque los hilos son demasiado duros para ser rotos. Al
acabar pido el vécu, que es lo más importante, y así me voy enriqueciendo a través de la elaboración del otro.” (1997:
228)
En 1973, año en el que realiza esta obra, o “proposición” como ella prefería denominarla, Lygia Clark ya había
renunciado a su “condición de artista”, o eso nos había querido hacer creer. Las “obras de arte” –en tanto que objetos
artísticos- hacía tiempo que habían dejado de ser importantes en sí mismas. Lo fundamental no era crear un objeto que
mantuviera y preservara su aura e indirectamente la del artista, sino realizar “proposiciones”. Para Lygia, ese era el
nuevo papel que debía jugar el artista, alejándose, y renunciando a ese lugar privilegiado al que había conseguido
acceder. Un lugar que a Lygia no le interesaba nada, un lugar habitado por seres románticos que se negaban a
renunciar a su condición de “creadores semidivinos”. El artista, a partir de ahora, debía dedicarse a provocar situaciones
que ayudaran al espectador a liberarse. Podríamos aventurarnos a afirmar que, en cierto modo, el artista había
abandonado su parte creadora (o por lo menos en su aspecto más tradicional): no sólo había dejado atrás la creación o
manipulación artesanal, sino que ni siquiera debía ya presentar proyectos para que estos fueran posteriormente
ejecutados. El artista ahora realizaba proposiciones para que fueran otros las que las experimentaran. Y lo que es más
importante, para Clark esa experiencia no se limitaba al campo estético, sino que se inmiscuía en el amplio terreno de la
vida. Lygia buscaba, como acabamos de decir, la liberación del espectador a través de la experiencia que tenía lugar
cuando esas proposiciones se desarrollaban.
Baba antropofágica es creada en una etapa en la que la artista se encontraba inmersa en un período de intensa
experimentación con sus estudiantes parisinos, en un período en el cual habían llegado a lo que ella llamaba Cuerpo
colectivo que, en última instancia, “es un intercambio entre la gente y su psicología íntima. Este intercambio no suele ser
agradable. La idea es que la persona que participa en la propuesta ‘vomita’ experiencia vital. Los demás participantes
tienen que tragarse ese ‘vómito’, e inmediatamente vomitan, a su vez, su propio contenido íntimo.” (1997: 28)
Su obra adquiriría de este modo una dimensión política y social a la que Clark nunca quiso renunciar. Una dimensión
política que estaba íntimamente relacionada con esas sensaciones y convulsiones que provocaba en el espectador, ya
que, a través de las proposiciones, el espectador o participante encontraba dentro de sí una “energía sensorial
voluntariamente adormecida” por los hábitos sociales que habíamos ido adquiriendo. De esta forma, para Lygia, las
experiencias producidas tenían un impacto revolucionario y parece ser que así eran percibidas también desde fuera,
como quedó evidenciado en su momento cuando fueron presentadas en la Bienal de Venecia de 1968. Su posterior
análisis no puede sino confirmar esta impresión inicial.
La misma elección del término “participante” frente al más común de espectador no es una figura retórica. Debemos
comenzar a hablar con propiedad. Ya no existe esa figura que tan acostumbrados estamos a personalizar: no hay
espectadores en la obra de Lygia Clark. No le interesan. La participación del otro es absolutamente fundamental para
poder comprender su trabajo. Sin el otro, sus obras carecen de significado. Todas sus obras, o mejor dicho, todas sus
proposiciones posteriores a 1965 nunca fueron pensadas para ser expuestas en galerías o salas de museos de arte
contemporáneo y, por lo tanto, se mantenían peligrosamente fuera del sistema, fuera del mercado. Sus proposiciones
sólo tenían sentido cuando eran participadas por otros, que siguiendo las directrices de la artista se convertían en
dueños de su propia experiencia.