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La percepción de inseguridad se construye en la medida en que la naturaleza subjetiva inherente

a su construcción permite en forma tanto individual como colectiva su interacción con el entorno
social, esta construcción no permite una cuantificación integral de sus implicaciones, no sólo
dentro del ámbito de la seguridad como tal, sino y de manera más difusa aun, en el contexto
general de la dinámica social en su conjunto, esto es el espacio urbano y concretamente la ciudad
en su sentido más amplio, es por eso que las drogas, su consumo público y la inseguridad
ciudadana tienen en común que constituyen ejes transversales que, de una u otra manera, invaden
la vida política, social, familiar y el ámbito individual. En el caso de las drogas, las ideas
regulatorias oscilan entre los planteamientos de máximo control hasta las que sugieren la
despenalización. En lo que a consumo respecta, existen desde los puntos de vista catastrofistas
(las drogas consideradas como epidemias o pandemias), hasta las lecturas que relativizan el daño
de ciertas sustancias, lícitas o ilícitas.

En el terreno sanitario se coloca en perspectiva el tema de drogas como el alcohol y el tabaco,


cuyo potencial de generar alteraciones físicas y psicosociales es de gran relevancia, y en torno a
las cuales las acciones de los Estados van desde estilos represivos, como en los Estados Unidos
de Norteamérica, hasta las estrategias de reducción del daño, como en Holanda, una mirada social
humanista. En la actualidad se propone, inscribir el problema de las drogas dentro del contexto
del desarrollo y la seguridad humana, tal como se plantea en el último informe de la ONUDD
sobre consumo drogas en el nivel mundial (ONUDD, 2004). Este enfoque establece que los
requerimientos en materia de drogas van más allá de las operaciones de lucha contra ellas, y que
debe promoverse el involucramiento de toda la sociedad y la búsqueda de respuestas integradas.
A partir de la Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas, celebrada en el año 2000, la Comisión
de Seguridad Humana propuso un nuevo paradigma de seguridad que busca complementar los
conceptos básicos de desarrollo humano y derechos humanos, dicha noción se ancló al concepto
de seguridad humana siendo así suficiente para brindar un vínculo conceptual entre la
fiscalización de las drogas y el delito, por una parte, y las políticas de desarrollo sostenible por
otra. El problema de las drogas suele estar relacionado con otros factores, tales como el uso ilegal
de armas, multiplicidad de formas de violencia y ocasionalmente, terrorismo. Estos intentos por
establecer vínculos entre delincuencia y consumo de drogas están indexados en instrumentos
normativos y convenciones internacionales destinados a enfrentar el consumo y el tráfico de
drogas y han corrido de manera paralela con la instauración de modelos y enfoques particulares
orientados a entender el problema. Históricamente, la instauración del modelo ético-jurídico,
anterior a la primera convención de Naciones Unidas, concebía la droga como sinónimo de
peligrosidad y al toxicómano como delincuente; de ese modo la relación simbiótica entre droga-
delincuencia se estableció de manera sólida y perdurable. El modelo médico-sanitario, de amplia
presencia en el continente americano, se originó con las primeras proclamas internacionales
durante los años iniciales del decenio de los sesenta. El discurso sufrió una variación en la cual el
consumidor de drogas, dejó de ser concebido como delincuente para ser acogido como un
enfermo.

Sin embargo las percepciones sobre el tema, tanto entre la ciudadanía como entre los políticos, se
han caracterizado por una franca ausencia de criticidad y cuestionamientos, situación que explica,
en buena medida, las formas en que se aborda el problema y posiblemente, sus resultados. A partir
de 1982, el riesgo a las drogas es concebido como un problema de “seguridad nacional” para los
Estados Unidos y el resto mundo (Youngers y Rosin, 2005:15; Bonilla, 2004: 40). Esto tuvo una
radical influencia en el cambio de la legislación antidrogas de los países latinoamericanos,
marcando el antes y el después en la percepción del riesgo, si bien ya se había generado la
normativa “necesaria” para conrolar y enfrentar los posibles daños y efectos colaterales del
consumo de drogas, el discurso de guerra contra las drogas de 1982 re-estructura el escenario
legal de muchos países, haciendo que la percepción del daño de las drogas se convierta en una
necesidad de seguridad tranversalizada como estado. El nuevo paradigma contra las drogas
endureció la política y reforzó la normativa punitiva, tal como ocurrió en Perú (1982), Venezuela
(1984), Chile (1985), Colombia (1986), Bolivia (1988), Paraguay (1988), República Dominicana
(1988), Argentina (1989), Costa Rica (1989) y finalmente Ecuador (1990) con la tipificación de
la Ley 108, ley que en un 60% se relacionó al poder punitivo antidroga en lugar que políticas e
institucionalidad para la prevención y el tratamiento terapéutico; con lo que se visibilizó un poder
punitivo, en lugar de políticas de deflación de daños tendentes a la prevención y tratamiento en
materia de salud pública (Morales, 2009: 305-306).

Lejos de criticar la falta de precisión en nuestra interpretación legislativa, nadie ha puesto en tela
de duda que el abuso de las drogas produzca, posiblemente, serios daños a la salud de las personas
(consumidores). Por esta razón la nueva Constitución de la República del Ecuador, vigente desde
el 2008, destaca en su artículo 364 que: “Las adicciones son un problema de salud pública”. De
esta forma, además de legitimar al sistema de salud pública como el garante para la reducción de
sus daños, se reconoce que los problemas sobre adicciones de drogas no sólo son los descritos en
la Ley 108, sino también aquellos que incluso puedan ocasionar problemas a la salud por el uso
o abuso de las denominadas drogas legales o lícitas como tabaco y alcohol.

A pesar que la cobertura constitucional del Ecuador se refiere a todas las drogas, sean éstas lícitas
o ilícitas por su aceptación social, aún se concibe que la justificación del daño se halle reducida a
lo que imaginamos como drogas-ilícitas. Así, por drogas generalmente se alude a la marihuana,
cocaína, éxtasis, metanfetaminas, heroína, etc., dejando de lado a las sustancias y los daños que
se puedan derivar del consumo de alcohol o tabaco:

“(…) El mundo moderno, que constantemente se encuentra evolucionando, se ve


amenazado permanentemente por un arma destructiva y aniquiladora, como es la
droga, que desequilibra totalmente a todos los niveles sociales, ataca directamente
a la mente humana, hace perder la personalidad y disminuye la autoestima” (Dr.
Marco Rivadeneira, exdirector Nacional Antinarcóticos).1

Estas aristas dentro un problema emergente de consumo de sustancias estupefacientes ilícitas,


desde las ópticas distales de lo jurídico a lo sanitario, ha creado diagnósticos controversiales, ya
que según los índices de prevalencia sobre el consumo de drogas en las y los estudiantes de
colegio en Ecuador –es decir en adolescentes–, el uso de inhalantes, éxtasis, marihuana,
tranquilizantes, estimulantes, pasta básica de cocaína (basuco), cocaína o drogas vegetales, no
representa un grave problema de salud pública al menos frente al consumo de tabaco y alcohol,
tal como se colige de la Tercera Encuesta Nacional Sobre el Consumo de Drogas en Estudiantes
de Enseñanza Media del 2008 realizada por el CONSEP2, afirmación que dista de la aprobación
de padres de jóvenes consumidores y de los padres de sus compañeros, quienes perciben este tipo
de fenómenos como problema de seguridad a quien el estado debe una pronta actuación.

A pesar que en Ecuador no es formalmente un delito usar o consumir drogas, los problemas de
adicción han originado controversiales formas de rehabilitación, algunas de ellas mediante centros

1
Declaración obtenida de Enlace, Revista de la Escuela de Estado Mayor de la Policía Nacional del Ecuador (2007). No. 7, p. 44.
2 Hasta el 2011 no se conoce por parte del CONSEP otra encuesta –al menos fiable metodológicamente– que permita medir las
prevalencias en el consumo de drogas en estudiantes de enseñanza media. Además, en Ecuador el uso de otras drogas ilícitas –como
la heroína– no representan mínimamente una alarma en nuestro sistema de salud pública. Cabe también acotar que en junio de
2010 se restringió, por parte del gobierno
de encierro para drogodependientes. Así, mientras el país cuenta con 66 centros legales de
privación de la libertad –46 Centros de Rehabilitación Social (CRS), 15 Centros de Adolescentes
Infractores (CAI) y 5 Centros de Detención Provisional (CDP) administrados por el Ministerio
de Justicia, Derechos Humanos y Cultos–, se debe considerar que existen 148 centros de
rehabilitación para el tratamiento de adicciones, los cuales cabe señalar no cuentan con un
fortalecido control por parte del Ministerio de Salud Pública del Ecuador y mucho menos un
programa de medicación gratuita y continua, que garantice el tratamiento terapéutico adecuado
en forma integral (atención farmacéutica y psicológica).

Al final la afirmación de que el consumo de drogas es el principal disparador de la delincuencia


parece no estar corroborada con información empírica que demuestre la causalidad de esta
relación. Esta percepción generalizada basa sus premisas en los estudios sobre los altos niveles
de consumo presentes en personas detenidas o la población de privados de libertad, donde se
puede afirmar que la preponderancia es alta. Sin embargo, algunos estudios más recientes ponen
en duda esta metodología de análisis y afirman que sobre la base de esa información no se puede
concluir que el consumo genere delitos.3

De hecho, la relación es compleja y los datos son limitados y poco confiables para crear una
verosímil relación multicausal. Así un estudio del gobierno australiano concluyó que es mejor
utilizar términos como «asociación», «vinculación» o «relación», en lugar de «causalidad», entre
consumo de drogas y criminalidad4 con el objetivo de crear pautas de análisis en fenómenos
delictuales. Al mismo tiempo, cabe destacar que los estudios demuestran que la vinculación entre
alcohol y criminalidad es directamente proporcional que con todas las otras drogas ilegales
juntas.5

Un análisis más detallado sobre las posibles vinculaciones entre drogas y violencia requiere
identificar los tipos de violencia posibles, como se muestra en el Tabla 1. La primera se vincula
con los efectos del consumo, la segunda con la necesidad de consumir y la tercera con el tráfico.
Esta división permite entender sus múltiples manifestaciones, pero resulta compleja de cuantificar
ya que en muchos casos hay cooperación, superposición y concordancia entre los tres tipos de
violencia.

Por supuesto, la información del


Tabla 1 varía de acuerdo con el tipo
de droga del que se esté hablando, en
especial en relación con los dos
primeros tipos de violencia, ya que
las reacciones y consecuencias del
consumo de cocaína son diferentes
de aquellas generadas por la
marihuana o las drogas químicas.

Con relación al primer tipo de


violencia (generada por estados
alterados de conciencia debidos al
consumo), muchas veces no produce

3 T. Bennet: ob. cit.


4 Informe preparado por Urbis Keys Young para el National Law Enforcement Policy Branch, Australian Government Attorney
General’s Department, Canberra, 2004.
5 Ibíd.
hechos delictuales y genera consecuencias directas solo sobre la salud de los consumidores. Si
bien la mayoría de los estudios coincide en que un importante número de presos presenta
evidencia de consumo de drogas, ninguno puede afirmar cuál de los dos hechos genera cuál. Es
decir, si los delincuentes se drogan para producir un estado de ánimo que les permita o facilite
cometer un delito, o si cometen delitos porque quieren comprar droga. Dada esta complicación,
el segundo tipo de violencia incluye todos aquellos delitos realizados por personas bajo la
influencia de las drogas y una tercera que se deriva de la dinámica comercial de oferta y demanda
en espacios donde la sobresaturación de oferta genera conflictos de índole criminal, con el fin de
abarcar el mercado ilícito a nivel de narcomenudeo.

Ciertamente, la mayoría de los


consumidores problemáticos termina
refugiándose en estilos de vida vinculados
con la ilegalidad (prostitución, piratería,
pornografía, entre otros) que finalmente
pueden llevarlos a la cárcel. Esto se resume
en el tabla 2, que sistematiza aquellos
delitos que se cometen en los diferentes
ámbitos vinculados con la
comercialización, el consumo y la adicción.

Todo esto demuestra que, en realidad, hay


muchos grises y pocas certezas respecto a la
relación yuxtapuesta entre drogas y delincuencia. En todo caso, lo evidente es que, en la medida
en que el consumo de drogas siga siendo ilegal, el tráfico generará un mercado negro basado en
el uso de la violencia y la corrupción y esta dinámica desarrollada en espacio públicos provoca
inseguridad. Es por ello que las políticas prohibicionistas han generado un enfrentamiento cada
vez más frontal con las organizaciones criminales que produce serias consecuencias en la
fragmentación y especialización del crimen organizado, por un lado, y el incremento del poder
por parte de los microtraficantes, por otro, situación que se ve arraigada en espacios urbanísticos
Sui géneris.

Por ello la percepción de inseguridad frente al consumo formula el cuestionamiento inexorable,


¿qué pasaría si se aprobara una despenalización o legalización de la droga como solución? Y este
mismo cuestionamiento genera dos teorías al respecto. La primera postula que la delincuencia
crecería en forma desmedida debido al aumento del consumo de drogas, que los problemas de
salud afectarían a un porcentaje cada vez más grande de la población reflejado una tasa de
mortalidad mayor y que la violencia se haría aún más cotidiana al tener inicios de adicción en
poblaciones más jóvenes. Sin embargo frentes opuestos plantean que, al disolver los mercados
ilícitos y legalizar la venta, la violencia disminuiría y, por ende, la adicción sería concebida como
un tema de salud pública más que como una cuestión policial. El problema es que ambas teorías
se fundamentan en posiciones ideológicas e incluso valóricas frente a evidencia empírica. Ante
lo cual la ciudadanía seguirá asociando consecuencia del consumo y del ocio oportunista a la
delincuencia urbana y rural hasta no existir un real diagnóstico del fenómeno y la certeza de la
relación consumo-delito seguido de una clara política de asistencia terapéutica a
drogodependientes.

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