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a su construcción permite en forma tanto individual como colectiva su interacción con el entorno
social, esta construcción no permite una cuantificación integral de sus implicaciones, no sólo
dentro del ámbito de la seguridad como tal, sino y de manera más difusa aun, en el contexto
general de la dinámica social en su conjunto, esto es el espacio urbano y concretamente la ciudad
en su sentido más amplio, es por eso que las drogas, su consumo público y la inseguridad
ciudadana tienen en común que constituyen ejes transversales que, de una u otra manera, invaden
la vida política, social, familiar y el ámbito individual. En el caso de las drogas, las ideas
regulatorias oscilan entre los planteamientos de máximo control hasta las que sugieren la
despenalización. En lo que a consumo respecta, existen desde los puntos de vista catastrofistas
(las drogas consideradas como epidemias o pandemias), hasta las lecturas que relativizan el daño
de ciertas sustancias, lícitas o ilícitas.
Sin embargo las percepciones sobre el tema, tanto entre la ciudadanía como entre los políticos, se
han caracterizado por una franca ausencia de criticidad y cuestionamientos, situación que explica,
en buena medida, las formas en que se aborda el problema y posiblemente, sus resultados. A partir
de 1982, el riesgo a las drogas es concebido como un problema de “seguridad nacional” para los
Estados Unidos y el resto mundo (Youngers y Rosin, 2005:15; Bonilla, 2004: 40). Esto tuvo una
radical influencia en el cambio de la legislación antidrogas de los países latinoamericanos,
marcando el antes y el después en la percepción del riesgo, si bien ya se había generado la
normativa “necesaria” para conrolar y enfrentar los posibles daños y efectos colaterales del
consumo de drogas, el discurso de guerra contra las drogas de 1982 re-estructura el escenario
legal de muchos países, haciendo que la percepción del daño de las drogas se convierta en una
necesidad de seguridad tranversalizada como estado. El nuevo paradigma contra las drogas
endureció la política y reforzó la normativa punitiva, tal como ocurrió en Perú (1982), Venezuela
(1984), Chile (1985), Colombia (1986), Bolivia (1988), Paraguay (1988), República Dominicana
(1988), Argentina (1989), Costa Rica (1989) y finalmente Ecuador (1990) con la tipificación de
la Ley 108, ley que en un 60% se relacionó al poder punitivo antidroga en lugar que políticas e
institucionalidad para la prevención y el tratamiento terapéutico; con lo que se visibilizó un poder
punitivo, en lugar de políticas de deflación de daños tendentes a la prevención y tratamiento en
materia de salud pública (Morales, 2009: 305-306).
Lejos de criticar la falta de precisión en nuestra interpretación legislativa, nadie ha puesto en tela
de duda que el abuso de las drogas produzca, posiblemente, serios daños a la salud de las personas
(consumidores). Por esta razón la nueva Constitución de la República del Ecuador, vigente desde
el 2008, destaca en su artículo 364 que: “Las adicciones son un problema de salud pública”. De
esta forma, además de legitimar al sistema de salud pública como el garante para la reducción de
sus daños, se reconoce que los problemas sobre adicciones de drogas no sólo son los descritos en
la Ley 108, sino también aquellos que incluso puedan ocasionar problemas a la salud por el uso
o abuso de las denominadas drogas legales o lícitas como tabaco y alcohol.
A pesar que la cobertura constitucional del Ecuador se refiere a todas las drogas, sean éstas lícitas
o ilícitas por su aceptación social, aún se concibe que la justificación del daño se halle reducida a
lo que imaginamos como drogas-ilícitas. Así, por drogas generalmente se alude a la marihuana,
cocaína, éxtasis, metanfetaminas, heroína, etc., dejando de lado a las sustancias y los daños que
se puedan derivar del consumo de alcohol o tabaco:
A pesar que en Ecuador no es formalmente un delito usar o consumir drogas, los problemas de
adicción han originado controversiales formas de rehabilitación, algunas de ellas mediante centros
1
Declaración obtenida de Enlace, Revista de la Escuela de Estado Mayor de la Policía Nacional del Ecuador (2007). No. 7, p. 44.
2 Hasta el 2011 no se conoce por parte del CONSEP otra encuesta –al menos fiable metodológicamente– que permita medir las
prevalencias en el consumo de drogas en estudiantes de enseñanza media. Además, en Ecuador el uso de otras drogas ilícitas –como
la heroína– no representan mínimamente una alarma en nuestro sistema de salud pública. Cabe también acotar que en junio de
2010 se restringió, por parte del gobierno
de encierro para drogodependientes. Así, mientras el país cuenta con 66 centros legales de
privación de la libertad –46 Centros de Rehabilitación Social (CRS), 15 Centros de Adolescentes
Infractores (CAI) y 5 Centros de Detención Provisional (CDP) administrados por el Ministerio
de Justicia, Derechos Humanos y Cultos–, se debe considerar que existen 148 centros de
rehabilitación para el tratamiento de adicciones, los cuales cabe señalar no cuentan con un
fortalecido control por parte del Ministerio de Salud Pública del Ecuador y mucho menos un
programa de medicación gratuita y continua, que garantice el tratamiento terapéutico adecuado
en forma integral (atención farmacéutica y psicológica).
De hecho, la relación es compleja y los datos son limitados y poco confiables para crear una
verosímil relación multicausal. Así un estudio del gobierno australiano concluyó que es mejor
utilizar términos como «asociación», «vinculación» o «relación», en lugar de «causalidad», entre
consumo de drogas y criminalidad4 con el objetivo de crear pautas de análisis en fenómenos
delictuales. Al mismo tiempo, cabe destacar que los estudios demuestran que la vinculación entre
alcohol y criminalidad es directamente proporcional que con todas las otras drogas ilegales
juntas.5
Un análisis más detallado sobre las posibles vinculaciones entre drogas y violencia requiere
identificar los tipos de violencia posibles, como se muestra en el Tabla 1. La primera se vincula
con los efectos del consumo, la segunda con la necesidad de consumir y la tercera con el tráfico.
Esta división permite entender sus múltiples manifestaciones, pero resulta compleja de cuantificar
ya que en muchos casos hay cooperación, superposición y concordancia entre los tres tipos de
violencia.