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La evaluación del aprendizaje: tendencias y reflexión crítica de Miriam

González Pérez

El artículo de González Pérez (2001) es un espacio de reflexión al que podemos acudir


no sólo para ampliar nuestro panorama de la evaluación, sino para replantearla como
una actividad y, a partir de ello, repensar las tendencias y técnicas empleadas
actualmente en nuestro entorno educativo. Se traen a colación, una vez más, las
interrogantes clásicas en torno a la evaluación (¿Qué se entiende por evaluación? ¿Por
qué evaluar? ¿Para qué evaluar?) y su atisba una tendencia a practicar la evaluación
comprensivamente, dadas las determinaciones sociales y personales que ésta
desencadena.
En cuanto al significado de la evaluación, la autora señala que la sencillez, la laxitud
con la cual a menudo se define el término evaluación se debe no a un desatino de los
especialistas, sino a la necesidad de éstos por ofrecer una definición abarcadora, que dé
cuenta de la complejidad de dicho campo; así, habrá que conceptuar la evaluación a
partir de núcleos como estimar, juzgar, valorar y no mediante términos como medir o
calificar, puesto que éstos últimos no conciben la evaluación como una actividad, desde
una perspectiva social, sino aislada; en palabras de González Pérez, no agotan el acto
evaluativo.
Pensar la evaluación como una actividad implica concebir a los actores involucrados en
ella como sujetos, tanto evaluado como evaluador, al contrario de lo que subyace a las
prácticas tradicionales, donde el evaluado ocupa un status de objeto. Otra consecuencia
de la concepción evaluación-acción, es que se asume conscientemente la interrelación
que generan los actores, mediatizada por los “instrumentos” y no centrada en ellos, sino
en los sujetos. Así, reflexionar sobre la evaluación en nuestro entorno es recrear la
interrelación entre los actores que la encarnan, entender la fase de recogida de datos
como un medio y no como un fin, replantear los objetivos, analizar la toma de
decisiones y, desde luego, implementar un proceso de metaevaluación.
A propósito de estas primeras páginas del artículo, resulta interesante trasladar las
interrogantes planteadas al CELE, pues aunque inicialmente parece apenas un ejercicio,
abona la reflexión y permite atisbar cambios. Por ejemplo, pienso en las siguientes
preguntas ¿qué se entiende por evaluación en los diferentes departamentos de LE? ¿Para
qué se evalúa en los departamentos de LE? ¿Para comprobar los resultados del
aprendizaje o para mejorar el proceso de adquisición de las LE? ¿Evaluamos para
enseñar o para informar? ¿Se hace metaevaluación? ¿Quiénes y cómo diseñan la
evaluación? ¿Qué evalúan de una LE? ¿Todos los departamentos caminan hacia un
mismo enfoque o las diferencias van más allá del diseño técnico de la evaluación? ¿En
qué medida se practica una evaluación tradicional en nuestras aulas? Si definiéramos la
evaluación a partir de lo que hacemos ¿qué tipo de evaluación practican los
departamentos de LE del CELE? ¿Identificamos evaluación con calificación? ¿Nuestros
problemas son sólo técnicos? ¿Con base en qué se emite un juicio sobre el aprendizaje
de los alumnos? ¿Cómo utilizamos los datos evaluativos?
González Pérez retoma la diferencia establecida por Scriven entre meta y funciones de
la evaluación; por meta se entiende la valoración del proceso y resultados del
aprendizaje y, por funciones, el papel que desempeña dicha valoración para el entorno
escolar y social en el que es emitida. Así, Scriven distingue en 1967 la función
formativa (centrada en el proceso) de la sumativa (centrada en el resultado); la primera
proporciona información que permite operar cambios en la metodología de enseñanza-
aprendizaje; la segunda “calcula” [sic] el valor del resultado y puede servir para
investigar los efectos de las decisiones metodológicas implementadas. Al margen, me
pregunto ¿cuál es la meta y las funciones que los departamentos de LE consideran al
momento de diseñar sus estrategias de evaluación? ¿En cuál de las dos estamos más
centrados? ¿Qué consecuencias trae consigo dicha orientación?
Más adelante, en relación al binomio poder-evaluación, González Pérez introduce la
siguiente afirmación efectuada por Cardinet: “los sociólogos han analizado los
mecanismos de las barreras que obstruyen la movilidad social y su veredicto es claro: la
escuela, en especial su sistema de exámenes y de calificaciones, constituyen el principal
instrumento de diferenciación y estratificación social”. A propósito de tamaña
aseveración, no es ocioso preguntarse ¿en qué medida las prácticas evaluativas que se
efectúan en los departamentos de LE del CELE afectan la movilidad social de los
estudiantes? ¿Cómo contribuye el sistema de exámenes a la exclusión de la población
universitaria en nuestras aulas? ¿Por qué es necesaria la exclusión? ¿Cuáles son las
implicaciones institucionales y personales de aprender una LE en el CELE?
González Pérez pone el dedo en la llaga al caracterizar las prácticas evaluativas
tradicionales como selectivas, jerarquizadoras y antisociales, implementadas mediante
decisiones tomadas asimétricamente; así, opone a lo anterior las funciones orientadora,
de diagnóstico, de pronóstico, creadora del ambiente escolar, de afianzamiento del
aprendizaje, de recurso para la individualización, de retroalimentación, de motivación y
de preparación de los estudiantes para la vida. Después de ahondar sobre las funciones
de la evaluación desde diferentes autores, concluye que la constatación de los resultados
del aprendizaje es una función legítima de la evaluación, pero no suficiente, pues habrán
de tomarse en cuenta la retroalimentación y la mejoría del proceso de enseñanza-
aprendizaje; es decir, la evaluación debe estar al servicio del proceso de enseñanza y no
a la inversa.
¿Qué evaluar? Más aún ¿qué evaluar de una LE? ¿logro de los objetivos? ¿resultados?
¿atributos o rasgos estandarizables? ¿habilidades? ¿competencias? González Pérez
afirma que “al comenzar un proceso de evaluación ya existen prejuicios sobre lo que
resulta relevante o no”. La tendencia hacia la evaluación de productos en la teoría ha
venido siendo desplazada por la evaluación de objetivos, pero en la práctica es muy
común todavía. Sobre la evaluación por objetivos, la autora considera que desatiende el
proceso de aprendizaje y en pocas ocasiones se cuenta con objetivos claros además de
que no se toma en cuenta el currículo oculto. Entonces, ¿cómo determinar qué debe ser
evaluado? Tal decisión guarda una fuerte relación con el proceso de aprendizaje; es
decir, en la medida en que comprendamos cómo se gesta el aprendizaje, sabremos qué
es relevante al momento de guiar el proceso. Actualmente, es bien sabido que los
conocimientos previos del alumno, su estilo de aprendizaje, su cultura de aprendizaje y
sus representaciones, entre otros factores, inciden en el proceso de aprendizaje y que
ello da como resultado el desarrollo de habilidades, de un saber hacer. La evaluación
entendida como acción, como ejecución, recurre a técnicas de recogida de datos como el
portafolio que, dicho sea de paso, parece resolver el problema de la individualización de
la evaluación. La pregunta es ¿evaluar con referencia a la norma, a un criterio o al
propio individuo? González Pérez afirma que la evaluación debe, sin duda, centrarse en
el alumno, en sus avances, en sus estrategias para progresar, desde una perspectiva
holística, integral, que aporte y valore información a partir de las prácticas cotidianas de
trabajo, de la interacción entre los participantes, sin propósitos clasificatorios, de
control, sin reducciones, parcializaciones ni esquematismos. ¿Es procedente
implementar un enfoque así en el caso del CELE?

Referencia bibliográfica
GONZÁLEZ PÉREZ, Miriam. La evaluación del aprendizaje: tendencias y reflexión
crítica. Rev Cubana Educ Med Super. [online]. Mayo-abr. 2001, vol.15, no.1 [citado 26
Marzo 2007], p.85-96. Disponible en la . ISSN 0864-2141.

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