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06 Noviembre 2009
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Los integrantes de los comités deben poseer una característica imprescindible para
formar parte de los mismos: su capacidad de deliberar, de no imponer su punto de vista
y de aceptar posturas diferentes a las suyas, argumentando siempre desde el respeto a
los demás. El comité constituye en sí mismo un espacio deliberativo. Por tanto, los
sacerdotes que cumplan con estos requisitos podrán formar parte de este espacio, como
ocurre en muchos países del mundo, y como lo reconoce explícitamente la Guía de
Comités de Ética de la UNESCO.
Nos encontramos que, por una parte, no es posible imponer un tipo de persona en los
comités, como pretendía el convenio firmado, pero, por la otra, tampoco se puede
excluir a priori a nadie que esté en disposición de deliberar con los otros argumentando,
como decían los oponentes a la norma, que la posición religiosa de los sacerdotes les
impide ese tipo de deliberación. Tal negación es ya, en sí misma, otro acto de
intolerancia y de dogmatismo moral.
Como su nombre indica, dicha ley trata de desarrollar derechos de los pacientes ya
reconocidos en la ley básica 41/2002, ciñéndose específicamente a aquellos que son de
especial relevancia en el proceso de la muerte de las personas, y a las situaciones
clínicas y existenciales que el proceso conlleva. Por ello es que contempla el derecho a
la información asistencial, a la toma de decisiones y el consentimiento, al rechazo y
retirada de tratamiento, a realizar una voluntad anticipada, y a los cuidados paliativos,
tratamiento del dolor y sedación paliativa en la etapa final de la vida.
La segunda, por partir del presupuesto de que es suficiente con la ética profesional y los
códigos deontológicos con los que, dicen, se autorregula la profesión médica. Y es que
en una sociedad plural ya no es posible una “moral especial”, de un grupo profesional,
que decida de manera unilateral por todos los ciudadanos. Ya no tiene sentido, ni ético
ni jurídico, que los profesionales se remitan exclusivamente a sus propios códigos de
valores al margen de la sociedad, porque esto significaría que sólo los profesionales
deciden qué valores hay que tener en cuenta en la relación clínica y cómo se deben
manejar en caso de conflicto moral.
Ahora bien, en este tipo de sociedades lo absolutamente respetable son las personas, no
sus opiniones. Todos tienen derecho a opinar y a ser escuchados, pero no todas las
opiniones son igualmente respetables, por más que lo contrario se repita una y otra vez,
hasta el punto de haberse convertido en un prejuicio incuestionable en nuestro entorno.
Para que una opinión sea respetable tiene que ser sólida, en el sentido de que el sujeto
conozca aquello sobre lo que habla y ofrezca a los interlocutores razones en uno u otro
sentido. ¿Cómo se puede argumentar en serio sobre el caso de Eluana si no se sabe lo
que es, desde el punto de vista clínico, una situación de estado vegetativo permanente?
¿Cómo se puede emitir opinión alguna sobre la eutanasia si no se parte de una
definición previa de lo que queremos evaluar moralmente?
Aclarar los términos no disuelve los conflictos morales, como pensaban los analíticos
del lenguaje, pero es el primer paso para afrontar luego la construcción de argumentos y
la deliberación seria sobre los temas. Tampoco el conocimiento científico de las
situaciones clínicas es, por sí solo, una respuesta a los problemas morales que se
plantean. Sólo un cientificismo ingenuo sostendría esta postura, pero ninguna ética
aplicada puede comenzar su andadura reflexiva sin partir de un exhaustivo
conocimiento de los hechos científicos sobre los que se debatirá después.
Más allá de clarificar que el rechazo de tratamiento implica tanto la no admisión como
la retirada del mismo, y más allá de los diversos problemas –conceptuales, emocionales,
analíticos, etc.– que conlleva retirar en contraposición con no iniciar, este caso ha
puesto de manifiesto la necesidad de clarificar conceptos, y de distinguir entre sedación,
rechazo de tratamiento, limitación del esfuerzo terapéutico y eutanasia. En ese sentido,
ha servido para cumplir con una de las exigencias del proceso deliberativo, y para dejar
al margen a los interlocutores que emitieron “opiniones” sin fundamento ni
argumentación sustentable alguna.
Y es que, como dice Habermas, la ética democrática de la ciudadanía exige que los
ciudadanos recorran procesos de aprendizaje complementarios. Los ciudadanos
religiosos tienen sobre sí la “carga cognitiva” de la modernización de su religión en
diálogo con la ciencia, el derecho positivo constitucional y el pluralismo religioso. Los
no religiosos deben superar el sentido de la modernidad entendido en términos
exclusivamente secularistas, para ir más allá de un laicismo de la indiferencia y el
desprecio de lo religioso. Sólo así podrán intervenir en los procesos públicos de
deliberación moral, y transitar hacia un pluralismo moral enriquecedor e incluyente,
donde todos puedan tener cabida en el complejo diálogo que demandan los problemas
morales de las sociedades del siglo XXI.
Referentes históricos
El origen de la Bioética
La Bioética tiene su origen en la cultura estadounidense, en la que el principio de
“libertad moral” rige la vida política desde el siglo XVIII y se aplica tanto en el ámbito
religioso (principio de libertad religiosa) como en el político (principio de democracia).
El punto de partida es que todo ser humano es un agente moral autónomo, y que por ello
debe ser respetado por todos los que mantengan posiciones morales distintas. Ninguna
moral puede imponerse a las personas en contra de su conciencia. De aquí que la ética
civil y social no se pueda construir sólo por un grupo determinado, sino que debe ser el
resultado del consenso deliberativo logrado por todos los ciudadanos, por todos los
agentes morales, mediante las reglas propias del sistema democrático.
Bibliografía
- Simón, P. La enfermedad del dogmatismo. El País, 29 de abril, 2008.
- UNESCO. Guía nº 1. Creación de Comités de Bioética. Paris, 2005.
- UNESCO. Guía nº 2. Funcionamiento de los Comités de Bioética: procedimientos y
políticas. París, 2006.
- Couceiro, A. La relación clínica en sociedades democráticas. Bioética y Debat
2007;50:17-21.
- Simón P, Barrio I, Alarcos F, Barbero J, Couceiro A, Hernando P. Ética y muerte
digna: propuesta de consenso sobre un uso correcto de las palabras. Rev. Calidad
Asistencial 2008; 23(6): 271-285.
- Proyecto de Ley de Derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de
la muerte. Puede consultarse en:
http://www.juntadeandalucia.es/salud/principal/documentos.asp?pagina=muertedigna
- Comunicado de la OMC, www.medicosypacientes.com/noticias/2008/09/08_09_
26_muertedigna
- Simón P, Barrio I. El caso de Inmaculada Echevarría: implicaciones éticas y jurídicas.
Medicina Intensiva 2008;32(9):444-51.
- Couceiro, A. La ética del dialogo en el mundo sanitario. JANO, 2005; 1586:72-74.
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