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San Agustín de Hipona

Índice

1. Introducción........................................................................................................................1
2. Vida y obra ........................................................................................................................ 2
3. La superación del escepticismo académico ....................................................................... 4
3.1. La influencia de Cicerón en Contra academicos...................................................... 4
3.2. La racionalidad de la fe como superación de la duda .............................................. 4
3.3. La certeza de la autoconciencia................................................................................5
3.4. La investigación agustiniana de la verdad ............................................................... 6
3.5. La doctrina de la iluminación agustiniana ............................................................... 7
3.6. La verdad y los niveles del conocimiento ................................................................ 7
3.7. El problema del tiempo ............................................................................................ 9
4. Elementos fundamentales de la ética agustiniana..............................................................9
4.1 La virtud como ordo amoris...................................................................................... 9
4.2 El amor .................................................................................................................... 10
4.3. Clases de amor: caritas y cupiditas ........................................................................ 12
4.4. La distinción uti-frui .............................................................................................. 13
4.5. El problema del mal................................................................................................14
4.6. Libertad, voluntad y destino .................................................................................. 15
5. BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................. 16
VOCES RELACIONADAS ................................................................................................ 17

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1. Introducción

Con San Agustín se marca un jalón muy significativo en la Patrística latina. Asume la
herencia griega de Platón, los estoicos y Plotino, cumpliendo su síntesis y superación desde
una concepción original basada en la sabiduría cristiana. Así se refleja particularmente en
su teoría de la iluminación, que sustituye el conocimiento platónico por reminiscencia por
los destellos de la luz que proviene del Maestro divino; o al entender el amor como dona-
ción personal más allá del amor-deseo de los autores griegos; o en la concepción vectorial
del tiempo y de la historia, que rompe con la circularidad griega, a la vez que mantiene la
idea de perfección, pero situándola en la Trascendencia personal y no ya en el movimiento
perfecto.
Por otro lado, San Agustín es el primer moderno, como se desprende de su tratamiento
de la subjetividad y de la influencia que ha tenido en la Fenomenología, de modo especial
en Max Scheler, Dietrich von Hildebrand o Edith Stein. Introdujo en la ética la esfera de la
afectividad, que había sido relegada por los griegos como irracional, y descubrió un orden
en los afectos de la voluntad.

Agustín de Hipona se sitúa en la frontera entre dos mundos: el clásico grecorromano,


que declinaba, y la era cristiana, que comenzaba su recorrido. En este sentido, se trata del
último pensador antiguo y el primer gran filósofo cristiano.
Su filosofía se desarrolla en el período del Bajo Imperio Romano (ruralización de la
población por la decadencia de las ciudades; estratificación social, que dio lugar al
feudalismo; aumento de la importancia militar; y una decadencia de las artes, que
abandonan el antropocentrismo y se hacen teocéntricas, poniéndose el arte al servicio
religioso).
El panorama religioso está completamente dominado por el cristianismo, autorizada por el
emperador Constantino.
Recibió críticas de los filósofos paganos, y surgió la patrística, la unión de la fe con la
filosofía. Estos filósofos utilizaron el neoplatonismo de Plotino y el estoicismo de Séneca
para elaborar la primera filosofía cristiana.

El mal es ausencia de bien. Dios no crea el mal. Su obra principal es “La ciudad de Dios”.
Busca una palabra filosófica al dogma (planteamiento religioso que no tiene explicación).
Niega el tiempo circular, que el mundo es eterno, que no hay principio ni fin.

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“Sólo los perversos caminan en círculos.”
Cree en un tiempo lineal. Aparece el creacionismo, se opone a la teoría de la evolución, a
la teoría del Big Bang (todas son teorías circulares). El hombre fue creado con un fin.
Propone:
1. Individuo concreto.
2. Pérdida de la vida presente en favor de una vida futura prometida.
Existen dos planos: el celestial y el terrenal.
Problema del mal: Si todo es tan perfecto, ¿de dónde viene el mal?

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Se ha dividido la exposición en tres capítulos de extensión desigual: el primero, dedica-
do a su itinerario biográfico-intelectual, mostrando cómo su vocación a la verdad se vio co-
ronada por la fe cristiana; en segundo lugar, se dedica un amplio espacio al problema del
conocimiento, partiendo de su salida del escepticismo en Contra Academicos y fijándonos

en los diversos órdenes de certezas que encuentra y en la cuestión escurridiza de los tres
éxtasis del tiempo de la conciencia; en tercer término, dentro del problema ético entresaca-
mos su ampliación del cuadro de las virtudes morales en los griegos, el concepto de ordo
amoris, la libertad y el misterio del mal. Una constante en el Santo de Hipona en las diver-
sas cuestiones tratadas es la búsqueda de las trinidad en el hombre y en la creación como
imágenes imperfectas de la Trinidad divina.

2. Vida y obra

San Agustín fue el más grande de los padres latinos debido a su influencia, que dominó
el pensamiento occidental hasta el siglo XIII. Nació en Tagaste, en la provincia de Numi-
dia, el 13 de noviembre de 354. Aprendió los rudimentos del latín y de la aritmética con un
maestro de Tagaste y, aunque no es del todo exacto afirmar que no supiese nada de
griego, lo cierto es que dicha lengua le resultó odiosa y nunca llegó a leerla con facilidad.
Alrede- dor del 365 se trasladó a Madaura, ciudad pagana, donde estudió gramática y
literatura lati- nas, alejándose de la fe de su madre, lo que su año sabático en Tagaste (369-
370) no hizo sino acuciar.
En el 370, año en que murió su padre tras convertirse al catolicismo, inició estudios de
retórica en Cartago, resultando un brillante estudiante a pesar de la ruptura que el ambiente
licencioso de la ciudad portuaria le indujo con los valores del cristianismo. Vivió durante
diez años con una amante, de la que tuvo un hijo –Adeodato- el segundo año de su estancia
en Cartago. La lectura del Hortensio de Cicerón le estimuló para iniciar el camino de bús-
queda de la verdad, aunque no tardó en alejarse una vez más del cristianismo con su entra-
da en la secta maniquea.
Su niñez

San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del
norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de
suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta
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posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento
violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se
bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio,
quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor.
Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el
bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los
malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la
herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la
descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las
delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de
enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para
mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los
contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a
orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que
cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos
los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue
diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo
por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la
naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo
que son una verdadera profanación de ese sacramento.

"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me
parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban.
Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese
camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si
bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y
en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender
cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se

reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber
escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus
padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en
la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban
porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque
sus juegos recibían el nombre de “negocios” . . . Reflexionando bien, es imposible
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justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía
aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores".
El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo
maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los
otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el
juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con
las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las
clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y
nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy
pronto tomó gusto por los poetas latinos.

Años juveniles

Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años.
Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque
lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida
licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus
propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque
eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con
ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371.
Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le
desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero
la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por
entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de
un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un
dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la
materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del
entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron
que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa:
"Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de
vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".

San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en
Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le
había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de
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convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de
los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió
furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África.
En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los
estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió
emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.

Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras
de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto
porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así
pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad
y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los
discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de
Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al
conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le
había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato
retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a
Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual
continuó sin cambios.

Excelencia de la castidad

Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la


dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra
parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que
la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El
santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo,
no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había
posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo
movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la
costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie
de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya
no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto
plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ...
Nada podía responderte cuando me decías: “Levántate del sueño y resucita de los muertos
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y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya
convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: “Lo
haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese “pronto” no llegaba nunca, las
dilaciones se prolongaban, y el “poco tiempo” se convertía en mucho tiempo".

El ejemplo de los Santos

El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor


romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo
Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo
sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy
sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos
hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de
Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las
deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín
había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la
concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad,
pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: “Concédeme la gracia de
la castidad, pero todavía no”; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado
pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese
satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín
dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes
arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás
cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el
que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos
de no avanzar por él".

Gracia divina que todo lo puede

Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su


conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un
violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el
deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue
a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado?
¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta
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cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades
en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un
niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y
lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas
palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces
le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del
Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y
se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo.
Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos:
"No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en
la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la
concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el
libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente
versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose
el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a
narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros
deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir
tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.

En las manos del Señor

El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en


Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su
hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese
retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el
estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a
la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con
gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle
en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a
amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte!
Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la
hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de
Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me
iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu
suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus
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abrazos". Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el
orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete
meses.

Nueva Vida en Cristo

La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su
querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el
otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su
madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra
seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma
unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste
vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno,
la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a
sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus
propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no
pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien
le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie
de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San
Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según
la regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto
impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la
costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el
occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar
aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de
predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín,
la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus
oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el
maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar
festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que
los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil
encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.

Obispo de Hipona

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El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió
este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a
establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes,
diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a
las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma
de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos
pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas;
los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que
ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se
leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común
y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con
fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había
aprobado como instituida por los Apóstoles". El santo fundó también una comunidad
femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta
sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos
sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base
de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba
las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los
pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para
rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en
varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una
vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas
para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era
ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No
quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he
venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi
pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".

Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín.
Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en
cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les
imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás
olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias
sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan
comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que
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bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios,
no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad
para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes
hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos.
Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta
quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la
reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero
también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo
comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción.
En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole
que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad
y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta
a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la
educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del
respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y
humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la
interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San
Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: "Os
ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito;
porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior
en muchos aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia
que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios
sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo
escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan
la verdad, sino el triunfo".

3. La superación del escepticismo académico

3.1. La influencia de Cicerón en Contra academicos

Se pueden destacar ciertos hitos fundamentales en la biografía de San Agustín por la re-
lación que tienen con su evolución intelectual. Uno de ellos es la lectura de Cicerón, que le

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impulsó a dedicarse a los problemas filosóficos y a consagrar sus esfuerzos intelectuales a
ellos cuando sólo tenía diecinueve años. La lectura de la obra Hortensio (Hortensius, escr.
45/46 a. C.), de la que sólo quedan testimonios en fragmentos de Nonio y Agustín, llevó al
joven Agustín a acercarse al terreno de la filosofía. Se trataba de una apología de la filoso-
fía según el modelo del Protreptikos de Aristóteles.
15 Cicerón (106-43 a. C.), filósofo ecléctico y cónsul romano, sostenía un escepticismo mo-
derado conveniente, según él, para defenderse frente al dogmatismo. Por otro lado, también
rechazaba el escepticismo radical por una razón de carácter moral y social más que episte-
mológico: es necesario que exista un consenso universal y unas ideas innatas para mante-
ner la cohesión social. En sus Cuatro libros académicos (Academici libri quattuor, escr.
20 46/45 a. C.) sostenía que era suficiente para la vida práctica alcanzar una seguridad transi-
toria basada en una probabilidad subjetiva.
No es difícil apreciar la relación existente entre la obra citada de Cicerón y uno de los
primeros escritos filosóficos de Agustín. Nos referimos, naturalmente, a su obra Contra
Académicos (De Academicis libri tres) que, junto con dos obras más, Sobre la felicidad
25 (De beata vita), y Acerca del orden (De ordine) fueron terminadas en noviembre de 386 en
Cassiciacum, cerca de Milán.
Escrita en forma de diálogo, y evidenciando una cierta influencia platónica, Contra Aca-
démicos recoge la refutación del escepticismo académico sin ambages. La cuestión central
que domina la obra consiste en si es necesaria la posesión de la verdad para ser feliz. San
30 Agustín rebatió la tesis de Cicerón de que bastaba la investigación de la verdad, aun sin al-
canzarla, para lograr la felicidad.
Dando por sentado que todo hombre aspira a la felicidad, el santo de Hipona defiende
que ésta se alcanza viviendo conforme a la razón. De modo que, siendo ésta el órgano de la
verdad, no tendría sentido vivir conforme a la razón si ésta renunciase al objeto de su acti-
35 vidad: el conocimiento de la verdad.

3.2. La racionalidad de la fe como superación de la duda

San Agustín reconoce que hay dos modos de conocer: la razón y la autoridad. Sin em-
bargo, estos modos de conocer no son incompatibles sino que se complementan. En último
término, incluso la fe descansa en un acto de la razón: la razón natural puede llegar, me-
40 diante la actividad filosófica, a la afirmación de la existencia de Dios. Ahora bien, el Santo
es perfectamente consciente de los límites de la razón y del entendimiento humano en or-
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den al conocimiento de la esencia de Dios. Así que la fe ayuda a ir más allá de los límites
de la razón, de modo que la verdadera oposición filosófica no se halla entre la razón y la fe,
sino entre la razón y la duda. La fe es conforme con la razón y la razón es conforme con la
fe:
a) antes de darse la fe, la razón presenta lo que se puede creer mediante razones natura- 5
les, que permiten, a su vez, adherirse a la fe revelada (ergo intellige ut credas);
b) una vez recibida la fe, la razón supera sus propios límites mediante la iluminación di-
vina (crede ut intelligas).
Ésta es la interpretación del lema ergo intellige ut credas, crede ut intelligas [Sermones:
XLIII, 7, 9]: entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender. El cristianismo 10
es para San Agustín la culminación de la Filosofía, entendida como sabiduría. De ahí que
identifique sabiduría con sabiduría cristiana y Filosofía con religión. Pero lo que formula
San Agustín no es una doctrina religiosa sin más: es la filosofía verdadera, la sabiduría que
ha alcanzado con el cristianismo su plenitud.
No obstante, se debe subrayar que el interés de la investigación filosófica agustiniana es 15
eminentemente práctico, no especulativo. Quiere que los resultados de su investigación le
sirvan para alcanzar la felicidad. Por esa razón, en el Doctor de la gracia aparecen imbrica-
dos tanto los aspectos teóricos como los aspectos prácticos de la investigación filosófica:
Dios no es sólo el fundamento de la verdad sino que es también la fuente de la felicidad.

3.3. La certeza de la autoconciencia 20

Una vez que se ha sentado que no hay felicidad sin sabiduría ni sabiduría sin verdad, y
que la duda es la auténtica enemiga de la razón, San Agustín va a concluir afirmando la
certeza de la autoconciencia en virtud de un razonamiento puramente filosófico, precedente
directo del cogito ergo sum cartesiano, que podemos sintetizar en los siguientes estadios:
1º) la intuición intelectual coloca, cualquiera que sea la profundidad de la duda, ante una 25
certeza: yo dudo;
2º) esa duda se realiza mediante el acto de pensar, de modo que la duda supone una nue-
va certeza: yo pienso;
3º) aunque en todas las cosas me engañara, no podría engañarme si no existiera, de for-
ma que se llega así a la certeza de la autoconciencia: Yo existo. 30
Por consiguiente, cualquiera que sea el nivel de la duda planteada, Agustín de Hipona la
ha derrotado definitivamente con el célebre aforismo si fallor, sum: «si me engaño, existo,
5
pues quien no existe no puede tampoco engañarse» [La ciudad de Dios: XI, 26]
La certeza indubitable del conocimiento existencial del «yo» acompaña a toda opera-
ción mental. Ahora bien, como explica Eudaldo Forment [Forment 1989: 7] y recoge San 35
Agustín en La Trinidad, el autoconocimiento del alma puede ser de dos tipos:
a) conocimiento existencial, como percepción o experiencia individual inmediata, no
conceptualizable ni comunicable a otros hombres, por la que se constata intelectualmente
el ser del alma; y
b) conocimiento esencial, por el que se obtiene una definición de la esencia que debe te- 40
ner el alma para ser alma, no desde la generalización del conocimiento existencial, que po-
see un carácter temporal y mutable, sino desde la intelección esencial que facilita el verda-
dero conocimiento, de carácter inmutable y eterno. Escribe San Agustín a este respecto:
No es viendo con los ojos del cuerpo una muchedumbre de mentes como nos
formamos, por analogía, un concepto general o concreto de la mente humana, 45

6
sino contemplando la verdad indeficiente, según la cual definimos, en cuanto
es posible, no lo que es la mente de cada hombre, sino lo que debe ser en las ra-
zones eternas [La Trinidad: 9, 6, 9].
A su vez, la presencialidad del alma tiene dos formas: conociéndose y pensándose. El
5 santo de Hipona expone la diferencia entre el conocer (noscere) y el pensar (cogitare) con
el ejemplo del médico que sabe la gramática: cuando actúa como médico piensa en la me-
dicina y no en la gramática, lo que no impide que la conozca.
Para aclarar el problema de la presencialidad del alma Santo Tomás de Aquino, al pro-
fundizar siglos más tarde en la metafísica del espíritu agustiniana, introducirá los concep-
10 tos aristotélicos de acto y potencia, caracterizando: a) la noticia conocida como un conoci-
miento habitual; y b) la que se da en el pensar, como conocimiento actual [Santo Tomás,
De anima: q. 1, a. 15, ad. 17]. Dicho pensar, como conocimiento esencial, se puede definir
como el acto de la inteligencia por el que se busca conocer la verdad esencial y que necesi-
ta el auxilio de la iluminación divina.

15 3.4. La investigación agustiniana de la verdad

Al principio de Soliloquios, San Agustín define los objetivos de su tarea de investigación


filosófica: conocer a Dios y conocer el alma. Dicha investigación no requiere dos vías dife-
rentes, como podría parecer a primera vista, sino que se resume en una: puesto que Dios
está en la más profunda intimidad de nuestra alma, buscar a Dios requiere recogerse en el
20 alma y recogerse en el alma supone encontrar a Dios. Así las cosas, la mirada hacia dentro
mediante la que se inicia la búsqueda de Dios y del alma significa un confesarse. Dicha
confesión no se agota en la mera descripción de un estado sentimental interior sino que tra-
ta de aclarar los problemas más profundos que radican en el núcleo del alma, arrojando luz
sobre la propia existencia. Éste es el significado del célebre aforismo pronunciado por el de
25 Hipona: «No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad»[La
verdadera religión: 39].
San Agustín asume un método de investigación filosófica que se basa, con las debidas
matizaciones, en la dialéctica característica de la tradición platónica. Así se aprecia en
Acerca del orden (De Ordine), una de sus primeras obras, en la que considera: a) que la fi-
30 losofía se resuelve en una investigación de la unidad; b) que la razón no es sino la capaci-
dad de distinción y unión; y c) que la investigación del alma o de uno mismo debe ser ante-
rior a la investigación de Dios [Acerca del orden: II, 18].
7
Pero lo anterior no justificaría la originalidad agustiniana, que no sería tal si el Doctor de
la gracia se hubiera quedado ahí. En Soliloquios, cuando se refiere a las condiciones de la
35 visión racional, añade los siguientes requisitos que completan su propio método de investi-
gación filosófica: a) el alma debe ser apta para conocer la verdad, para lo cual debe recibir
la ayuda de la gracia, es decir, el alma debe ser sana, estar purificada mediante las virtudes
sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad para poder conocer la verdad y ver a Dios;
b) estando sana el alma por las virtudes teologales, es preciso que mire, y esta mirada es la
40 que propiamente lleva a cabo la razón; c) se requiere que el alma no sólo mire, sino que
también vea, para lo que debe poseer la virtud, definida en un primer momento como recto
orden de la razón. No obstante, se debe advertir que el concepto agustiniano de virtud evo-
lucionó desde el racionalista ordo est rationis de las obras de Casiciaco, hasta el emocional
ordo est amoris, escrito más tarde en De moribus Ecclesiae tras su ordenación sacerdotal.
45 Precisamente la originalidad y la modernidad de Agustín se encuentran en conciliar razón
y amor, esto es, en integrar con la razón la sana emoción que se vuelca en Dios como con -
dición sine qua non de la visión racional de la verdad.

8
3.5. La doctrina de la iluminación agustiniana

La percepción de lo inteligible de la que brota la sabiduría, a diferencia de Platón, no de-


pende de la reminiscencia del mundo de las ideas sino de la irradiación divina, de la lumen
rationis aeterna o luz eterna de la razón. En esta cuestión San Agustín se interesó por el
modo de percibir la verdad inteligible, y no tanto por el modo en que se produce el meca- 5
nismo de la abstracción, que será tratado siglos más tarde de modo mucho más detallado
por Santo Tomás de Aquino.
No obstante, se aprecia en esta cuestión en San Agustín un motivo neoplatónico que se
remonta, en última instancia, a la comparación platónica entre la idea de Bien y el sol.
Como es sabido, para Plotino el Uno o Dios se identificaba con el sol de lo inteligible, esto 10
es, con la luz trascendente. En esta línea, el Doctor de la gracia también sostiene que es im-
posible percibir la verdad inmutable de las cosas si no están iluminadas como por un sol
[Soliloquios: I, 6]. Pero dicho sol es para el Obispo de Hipona la luz divina del Dios cris -
tiano, que ilumina la mente humana y la capacita para percibir las notas de necesariedad e
inmutabilidad de las verdades eternas. Del mismo modo que el ojo, mediante la luz del sol 15
que los hace visibles, ve los objetos sensibles, la mente humana, mediante la luz inteligible
procedente de Dios, comprende y es capaz de ver las ideas ejemplares o verdades eternas:
Las ideas son las (a) formas principales, las razones estables e invariables de
las cosas, (b) que en sí mismas son no formatas, y por eso son eternas, siempre
permaneciendo de un mismo modo en el divino entendimiento. (c) No nacen ni 20
mueren, sino que según ellas se forman todas las cosas que pueden nacer o
existir y las que en realidad nacen y perecen. (d) No toda alma, sino el alma ra-
cional las puede intuir con aquella parte más excelente que tiene y que se llama
mente o razón, como con una especie de ojo o vista interior e inteligible. (e)
Aún más, esta intuición de las ideas no las logra un alma racional cualquiera, 25
sino el alma pura y santa, que tiene una vista sincera, serena, sana y semejante
a las cosas que intuye en su inteligibilidad [Ochenta y tres cuestiones diversas:
q. 46].
Se debe subrayar que, lejos de interpretaciones ontologistas, no parece seguirse que la
mente humana perciba la iluminación misma, es decir, el mismo Dios o sol inteligible. La 30
mente humana no puede contemplar directamente la mente divina ni, por tanto, las ideas
ejemplares contenidas en ella. Todo lo que puede alcanzar la razón humana, finita y limita-
da, son las características de eternidad y necesidad de las verdades eternas y necesarias, he-
7
chas visibles a la mente humana mediante la actividad iluminativa de Dios.
Queda planteado así el problema del estatuto ontológico de las ideas divinas en relación 35
con la doctrina de la iluminación agustiniana. Frente a interpretaciones ontologistas habría
que decir que se trata de una iluminación refleja, cuyas características serían las siguientes:
a) la iluminación que Dios ofrece a la mente humana es luz reflexiva, esto es, imagen de la
Luz eterna proyectada en el alma humana; b) el alma humana es capaz de percibir las ideas
inteligibles, pero no es capaz de percibirlas en su esencia total y completa, sino que lo que 40
recibe es sólo un reflejo; c) sólo en esa iluminación refleja se puede ver, como un reflejo y
nunca directamente en su esencia, a Dios; y d) la iluminación refleja no suministra concep-
tos, sino que capacita al alma para identificar lo absoluto, necesario y eterno de las cosas.

3.6. La verdad y los niveles del conocimiento

En Contra Académicos el santo de Hipona superó los argumentos escépticos afirmando 45


la posibilidad del hombre de alcanzar la verdad. Cualquiera que sea la profundidad de la

8
duda planteada, el Doctor de la gracia defendió la capacidad racional humana para poseer
la verdad, considerada ésta dentro de sus límites. Las verdades indubitables que planteó
San Agustín fueron las siguientes: a) cualquiera que sea el nivel de duda al que acceda, de
lo que puedo estar cierto es del principio de no contradicción: de dos proposiciones dis-
5 yuntivas contradictorias, una es verdadera y la otra es falsa; b) por lo que se refiere a los
sentidos, es cierto que pueden presentarme apariencias que en el fondo no son verdad,
como en el caso de la apariencia del remo torcido metido en el agua, pero si me limito a
asentir diciendo que «me parece que el remo está torcido» no me engaño, pues no estoy
dando asentimiento más que al hecho de la apariencia. Y es que para la vida práctica se
10 necesita el conocimiento sensorial, de la misma forma que depende de los sentidos gran
parte del conocimiento humano; c) el hombre puede estar cierto, así mismo, de las verda-
des matemáticas; d) también puede estar cierto de la capacidad de dudar pues, en cual-
quier caso, el hombre sabe que duda; e) en cuanto a las existencias reales, el hombre sabe
de su propia existencia, a la que San Agustín asocia la certeza de la propia vida y del en-
15 tendimiento: la certeza de la propia existencia requiere que el hombre esté vivo y entienda
el hecho de la propia vida y de la propia existencia, de modo que el hombre sabe que exis-
te, que vive y que entiende; f) pero, además de eso, se puede añadir otra certeza más: el
hombre sabe lo que quiere; de ahí que en La ciudad de Dios San Agustín afirme no sólo la
certeza de la propia existencia sino también la certeza del amor a ella y de su conocimien-
20 to: «existimos, y sabemos que existimos, y amamos ese hecho y nuestro conocimiento de
él» [La ciudad de Dios: XI, 26].
Lo que interesó realmente a San Agustín fue el conocimiento de las cosas eternas -las
ideas ejemplares o los inteligibles-, y su relación con Dios. En esto consiste la sabiduría
(ratio superior), así que su actitud hacia los objetos sensibles es platónica: no puede obte-
25 nerse verdadero conocimiento de ellos por su carácter mudable, lo que les priva del status
de verdadero objeto de conocimiento. Siendo la sensación común a hombres y animales, al
hombre le diferencia del animal la posibilidad de conocimiento racional de los objetos cor-
póreos (ratio inferior), de forma que los niveles del conocimiento serían los siguientes: a)
el nivel inferior de conocimiento lo constituye la sensación, común entre el hombre y los
30 brutos; b) en un nivel intermedio se sitúa el conocimiento racional, dirigido a la acción,
que supone el uso de los sentidos y se dirige a los objetos sensibles, pero en el que la mente
juzga los objetos corpóreos de acuerdo con modelos eternos e incorpóreos (ratio inferior);
y c) el nivel más alto lo constituye la contemplación que hace la mente de las cosas eternas
por sí mismas, sin intervención de la sensación, lo que se conoce como sabiduría, de carác-

9
35 ter puramente contemplativo (ratio superior).
El mismo modo que la sensación refleja los objetos corpóreos en los que tiene su funda-
mento, las verdades eternas reflejan también su fundamento. Éste no puede ser sino la Ver-
dad misma, el Ser necesario e inmutable, esto es, Dios. La necesidad e inmutabilidad de las
verdades eternas son reflejo de la necesidad e inmutabilidad de Dios. Dios es el fundamen-
40 to de todas las normas, ideas o modelos ejemplares. En este sentido, se encuentra en San
Agustín un precedente del célebre Proslogio de San Anselmo y su argumento ontológico
de la existencia de Dios, partiendo de la definición de Él como aquello mayor que lo cual
nada puede ser concebido. Así, el santo de Hipona escribió varios siglos antes que «todos
concurren en creer que Dios es aquello que sobrepasa en dignidad a todos los demás obje-
45 tos», refiriéndose al único Dios de dioses como «algo más excelente y más sublime que lo
cual nada existe» [La doctrina cristiana: 1, 7, 7]

1
0
3.7. El problema del tiempo

La solución de Agustín de Hipona al problema del tiempo se conoce como la teoría del
triple presente. Frente a los argumentos escépticos, que niegan la propia existencia del
tiempo, la experiencia articulada en el lenguaje es suficiente para refutarlos y, en concreto,
el testimonio de la historia y de la previsión permiten afirmar la existencia de las cosas fu- 5
turas y de las cosas pasadas:
Habría que decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, pre-
sente de las cosas presentes y presente de las futuras. Las tres existen en cierto
modo en el espíritu y fuera de él no creo que existan [ Confesiones: XI, 20, 26]
Admitida la realidad del tiempo, el pasado no sería sino memoria de lo que ha dejado de 10
existir, el futuro se definiría como la expectación de lo que no existe todavía y el presente
no consistiría más que en la atención sobre un punto, un instante que pasa y que carece de
duración. Pero quedaría por resolver el problema de la medición del tiempo. San Agustín
había afirmado la posibilidad de la medida del tiempo en el alma humana por cuanto per-
manece la impresión –affectio- de las cosas al pasar. Dicha impresión, que supone un ele- 15
mento pasivo, debe colocarse en relación con un elemento activo: la actividad del espíritu
que se extiende como memoria, atención y espera en direcciones opuestas. Así que la ex-
tensión del tiempo se aprecia, según el santo de Hipona, en la distensión del espíritu huma-
no, solución que Plotino había apuntado en relación con el espíritu del mundo.
La relevancia del elemento activo, de carácter psicológico, se pone de relieve a medida 20
que San Agustín desarrolla su argumentación y describe el presente, no ya como un punto
que carece de duración, sino como una intención presente (praesens intentio). La atención
merece llamarse intención por cuanto asegura el tránsito del tiempo: la intención presente
traslada el futuro al pasado, hasta que, consumido el futuro, todo se convierte en pasado.
La actividad del espíritu permite la vivencia del tiempo, ya que no habría futuro ni pasa- 25
do sin una espera y sin un recuerdo. Es decir, la impresión del tiempo depende de la activi -
dad de un espíritu que espera, atiende y recuerda. La memoria y la espera radicarían en el
espíritu humano como imágenes-huella e imágenes-signo, respectivamente. Aunque el pre-
sente se redujera a un punto, en la medida en que la atención hace pasar el tiempo, y dicha
atención perdura, se explica la medición del tiempo en el alma humana. 30
Frente a la temporalidad humana, la eternidad es para San Agustín siempre estable, esta-
bilidad consistente en que todo está presente -a diferencia del tiempo, que nunca está pre-
sente en su totalidad. San Agustín considera que el tiempo ha sido creado con el mundo,
9
pero deja abierta la posibilidad de la existencia de otros tiempos antes del mundo, reser-
vando así a los seres angélicos una dimensión temporal. Por lo tanto, la idea central que ca- 35
racteriza el tiempo según San Agustín es el ser creado. Por ese motivo, cualquier especula-
ción acerca del tiempo antes de la creación es absurda, como absurda sería la atribución de
temporalidad a Dios, el Ser eterno: «Tú precedes a todos los tiempos pasados por la magni-
tud de la eternidad, siempre presente» [Confesiones: XIII, 13, 16].

4. Elementos fundamentales de la ética agustiniana 40

4.1 La virtud como ordo amoris

La virtud agustiniana se definió en La Ciudad de Dios en términos de ordo amoris: amar

9
lo que debe ser amado [La ciudad de Dios: XV, 22]. Por ese motivo, las virtudes teologales
-fe, esperanza y caridad- eran consideradas superiores a las cuatro virtudes morales toma-
das de Platón -fortaleza, justicia, prudencia, templanza. No en vano las primeras ordenan la
vida hacia Dios, mientras que las segundas ordenan la vida del alma y de la sociedad. No
5 sólo eso, sino que, en virtud de su jerarquía natural, también las virtudes morales debían
estar ordenadas hacia Dios. Las virtudes eran concebidas por San Agustín como variados
afectos o manifestaciones del amor, y el mandamiento del amor a Dios y al prójimo las
reunía a todas:
aquí está la ética, puesto que una vida buena y honesta no se forma de otro
10 modo que mediante el amar, como deben amarse, las cosas que deben amarse,
a saber, Dios y nuestro prójimo [Epístolas: 137, 5, 17].
A San Agustín de Hipona le interesa conocer a Dios como fuente de felicidad eterna, y
conocer al alma no sólo porque Dios se revele en el interior del hombre, sino también por-
que la unión con Dios se produce por medio del amor. Y el amor es el lugar donde se en -
15 cuentra el alma: «Los cuerpos están contenidos en los lugares; mas para el alma, el propio
afecto es su lugar» [Enarraciones sobre los salmos: 6, 9].
Por eso, la investigación acerca del alma humana como espíritu se tradujo en una expo-
sición del amor verdadero, y la Filosofía de Agustín se convirtió en una investigación acer-
ca del amor. Una investigación acerca del amor cuyo concepto nuclear es el de orden del
20 amor en la medida en que el eudemonismo trascendente agustiniano define la virtud preci-
samente así: «Una definición breve y verdadera de virtud es el orden del amor» [La ciudad
de Dios: XV, 22].
San Agustín fue pionero en hacer evolucionar el concepto ético de virtud, desde la clási-
ca «disposición del alma conforme a la naturaleza y a la razón» [Ochenta y tres cuestiones
25 diversas: q. 31] –ordo est rationis- hasta la consideración de la misma como «manifesta-
ción del amor» [Las costumbres de la Iglesia y las de los maniqueos: I, 15, 25]–ordo est
amoris. De ese modo se consumó la consagración de la investigación ética del amor y de
los afectos del hombre, quedando el concepto intelectualista de razón relegado a un segun-
do plano en cuestiones morales. La razón del corazón humano no es otra que el amor. Con-
30 viene aclarar entonces, dada la centralidad del concepto, qué entiende el Doctor de la gra-
cia por amor.

4.2 El amor

10
Desde un punto de vista histórico se pueden distinguir tres concepciones del amor: una
concepción antigua, una concepción cristiana y una concepción moderna del amor.
35 Según la noción antigua del amor, cuyo ejemplo se encontraría en Aristóteles, el univer-
so puede ser entendido como una cadena de unidades dinámicas espirituales, jerarquizada
desde la materia prima hasta las esferas celestes, en la que lo inferior aspira a lo superior y
es atraído por éste hasta llegar a la divinidad, no amante, que supone el término eternamen-
te inmóvil de todos los movimientos del amor. El amor, como ya pusiera de relieve Platón
40 [Platón, El Banquete: 203b-204b], es una aspiración o tendencia de lo inferior hacia lo su-
perior, del no-ser al ser, un amor de la belleza, de forma que lo amado sería lo más noble y
perfecto. De ahí se desprende una cierta angustia vital en el amado, en la medida en que
teme contaminarse al ser arrastrado por lo inferior, y que constituye la principal diferencia
entre la concepción antigua y la cristiana del amor.
45 Por el contrario, en la concepción cristiana se da un cambio de sentido en el movimiento
del amor, es decir, una inversión del movimiento amoroso. El amor parte de lo superior y
se dirige hacia lo inferior no con el temor de ser contaminado sino con la convicción de al-

11
canzar lo más alto en ese acto de humildad y humillación de rebajarse a sí mismo. De ahí
que la primera iniciativa en el amor parta de Dios.
El amor es sobrepuesto a la esfera racional, según San Agustín, para quien el amor a
Dios nos hace más bienaventurados que toda razón. El amor es considerado por San Agus-
tín la dimensión más fundamental del espíritu humano, responsable de su movimiento ten- 5
dencial: «El peso mío es mi amor; por el peso de mi amor soy llevado adondequiera que
voy» [Confesiones: XIII, 9].
San Agustín concibe el universo como una jerarquización de bienes dispuestos en dife-
rentes niveles de perfección y bondad, en cuanto semejanzas, vestigios o imágenes más
alejadas o cercanas a Dios. Dios ha creado todas las cosas, materiales y espirituales, y las 10
crea, según las Sagradas Escrituras, con medida, número y peso. San Agustín puso estos
conceptos bíblicos en relación con la estructura triádica modo, especie y orden que definía
la estructura general de los bienes del universo:
entendemos por medida la que determina el modo de existir de todo ser, y por
número el que suministra la forma de la existencia, y por peso el que reduce a 15
la estabilidad y quietud a todo ser [Del génesis a la letra: IV, 3, 7].
El modo es aquello por lo que las realidades finitas existen y son concretas, pudiendo es-
tar y actuar en un cierto lugar y espacio temporal. La especie supone la dimensión esencial
de las cosas, el aspecto conceptualizable que atrae la inteligencia y es reflejo de las Ideas
divinas. El orden es un elemento relativo fundado en los anteriores, que son absolutos, 20
consistente en el dinamismo tendencial de las cosas según su especie, que supone una in-
clinación tanto de apetición o búsqueda como de difusión de sí. Identificado con el peso, el
orden inclina a la acción y a su fin.
Esta tríada ontológica sirve también para establecer un paralelismo con la estructura tri-
dimensional del espíritu humano según San Agustín como mente, noticia y amor. La men- 25
te, que expresa la misma naturaleza del alma humana, es su especie; la noticia, como auto-
conciencia o conocimiento que tiene el alma de sí, en el hombre se da en el plano existen-
cial del modo; y, finalmente, el amor, con el que el espíritu se ama a sí mismo, reproduce
el orden o dinamicidad que el alma desarrolla respecto a sí.
Así mismo, la actividad inmanente del alma humana desplegada en memoria, inteligen- 30
cia y voluntad, se define mediante la misma estructura de modo, especie, orden: a) la me-
moria es el modo de la vida del espíritu como unidad originaria del alma en su triple di-
mensión de mente, noticia y amor, que posibilita la presencialidad en el orden existencial;
b) la inteligencia es la especie de la actividad inmanente del espíritu, porque nace de la me-
12
moria y expresa en su interior la palabra interna orientada en el horizonte de lo esencial; c) 35
la voluntad, que surge también de la memoria, es el orden o inclinación del espíritu como
tal.
El amor es para San Agustín la fuerza de la voluntad en el hombre. Su importancia radi-
cal estriba en constituir el verdadero corazón del alma. Así como todas las facultades y ac-
tividades del espíritu son movidas por la voluntad, el amor que mueve a la voluntad es lo 40
que da sentido y unidad a todas las operaciones humanas. Mucho antes que Scheler escri-
biera, ya en el siglo XX, que el ordo amoris de un hombre permite poseerlo, Agustín de
Hipona ya había caracterizado esencialmente al hombre por su amor. Sus pasiones o sus
movimientos de la voluntad se califican por el amor que los vivifica. Por eso afirmaba que
«los hombres se especifican por su amor» [Sermones: 96, 1, 1]. 45

13
4.3. Clases de amor: caritas y cupiditas

San Agustín usó los conceptos fundamentales de caritas y cupiditas para referirse a los
dos tipos fundamentales de amor según su objeto. El santo de Hipona concebía el amor
como un movimiento del alma, un apetito ligado a un objeto determinado como desencade-
5 nante del propio movimiento. El amor dirigido al mundo por el mundo, la cupiditas, con-
dena al ser humano a la más terrible de las infelicidades en la medida en que todo bien
temporal se halla bajo la amenaza de su desaparición. Sólo la caritas, el amor a Dios por
Dios y al prójimo por Dios, puede asegurar la verdadera felicidad en la posesión de un bien
que no puede perderse por ser inmutable y eterno.
10 En la cupiditas como concupiscencia o amor al mundo por el mundo, el deseo de tener
se transforma en temor de perder. La satisfacción por la posesión de un bien temporal se
revela como efímera, por cuanto nace casi inmediatamente el temor de su pérdida. Por ese
motivo, el mundo por sí mismo no puede dar nunca la verdadera felicidad, aquella que no
puede perderse. El mundo no puede ofrecer nunca la seguridad de que no se perderá el bien
15 obtenido por su contingentismo radical, es decir, por su finitud constitutiva, siempre vuelta
a la nada.
La felicidad –beatitudo- consiste en la posesión y conservación de nuestro bien, pero
también en el estar seguros de no perderlo. Por el contrario, el pesar –tristitia- consiste en
haber perdido nuestro bien. Sin embargo, el verdadero problema de la felicidad humana re-
20 side en que al hombre constantemente le asedia el temor. De ahí que San Agustín, como
explica Hannah Arendt [Arendt 2001: 26], oponga a la felicidad de tener no tanto la triste-
za por la pérdida del bien como el temor de perder. La clave de la vida moral del hombre
no es tanto si ha de amar cuanto qué es lo que debe amar. Un amor equivocado puede lle-
varle a la más irremisible de las desgracias haciendo de la felicidad una meta inalcanzable
25 por sí misma. Por esa razón advierte el santo de Hipona que se debe tener especial cuidado
al escoger el amor:
Amad, pero pensad qué cosa améis. El amor de Dios y el amor del prójimo se
llama caridad; el amor del mundo y el amor de este siglo se denomina concu-
piscencia. Refrénese la concupiscencia; excítese la caridad [Enarraciones so-
30 bre los salmos: 31, II, 5].
Por consiguiente, se puede afirmar que de la distinción agustiniana entre caritas y cupi-
ditas resulta claramente una jerarquización fundamental. Los amores deben situarse en un
correcto orden u ordo amoris: en la cúspide de la pirámide se halla el amor a Dios y, por
12
debajo del mismo, sucesivamente, el amor al prójimo, el amor a uno mismo y, por último,
35 el amor al cuerpo. San Agustín no niega absolutamente su valor a los bienes temporales,
pero los sitúa en su orden correcto: el cuerpo debe someterse al alma y el alma a Dios. En
el mandamiento de amor a Dios y al prójimo se incluye todo los género de bienes y su
cumplimiento coincide con el ordo amoris que lleva a una vida buena, justa y feliz. La de-
finición agustiniana de caritas como amor de lo que debe amarse evoca la idea de un or-
40 den del amor: «El amor de las cosas dignas de ser amadas se llama con más propiedad cari-
dad o dilección» [Ochenta y tres cuestiones diversas: q. 35].
En Agustín de Hipona se observa un sistema ético cuyas herramientas sirven para alcan-
zar la felicidad absoluta consistente en la unión del hombre con Dios por amor. La idea de
un orden en el amor adquiere así un carácter subordinado: la caridad o dilección presupone
45 un orden en el amor cuya finalidad directa no es otra que lograr la libertad, con la ayuda de
la gracia. Esta libertad como dominio de la voluntad se identifica con la facultad de orien-
tarse hacia el verdadero objeto formal del querer: el Bien, identificado con Dios. Dios es el
único bien absoluto porque es el único que no está afectado por la mutabilidad radical ca-

13
racterística de todas las criaturas. Todo bien distinto es un bien inferior ya que se dirige por
su propia naturaleza hacia la nada, es caduco. Sólo la unión del hombre con Dios por amor
garantiza su contemplación y, como consecuencia, la vida y la felicidad eterna.
En la caridad se cumple el orden en el amor que prescribe amar a Dios por sí mismo y
todas las demás cosas por Dios. Además, la dilección agustiniana implica un doble orden 5
en el amor: por un lado, un orden de las cosas amadas y, por otro, un orden en el sujeto que
ama. Como afirma Alesanco Reinares, este doble orden natural objetivo y subjetivo del
amor es el que refleja el mandamiento evangélico: «Amarás a Dios con toda tu alma, con
todo tu corazón y con toda tu mente» [Alesanco Reinares 2004: 433].
El orden objetivo en el amor recae sobre cosas amadas. Los bienes útiles inferiores de- 10
ben subordinarse siempre al único objeto de amor fruible: Dios. Dentro de los bienes útiles
puede establecerse una ordenación de inferior a superior rango, desde los bienes materia-
les, pasando por los seres racionales distintos de sí mismo, hasta uno mismo y, dentro de sí,
la virtud, como gran bien moral, sobre la libertad como bien medio y, naturalmente, sobre
el cuerpo, como bien mínimo: 15
Esto es conveniente: que lo inferior se someta a lo superior, para que quien
quiere que le esté sujeto lo que le es inferior, a su vez obedezca al superior. Re-
conoce el orden, busca la paz. Tú, sometido a Dios, y a ti, el cuerpo [Enarra-
ciones sobre los salmos: 143, 6].
El orden subjetivo en el amor que predicaba el santo de Hipona es el que permite inter- 20
pretar los términos alma, corazón y mente del citado mandato evangélico, en la medida en
que se relacionan con las tres partes del alma humana. La antropología platónica es corre-
gida por Agustín del siguiente modo: el alma humana, una en sí misma, despliega su acti-
vidad en los planos de la actividad vegetativa o reproductiva («con toda tu alma»), de los
afectos humanos y espirituales («con todo tu corazón»), así como del amor y conocimiento 25
de las ideas puras y Dios («con toda tu mente»). Con el mandato evangélico se alude a la
necesidad de amar a Dios con todas las potencias del alma, de modo que la voluntad sea li-
bre, es decir, no quede dominada por ninguna tendencia natural inferior. Sólo si el alma se
atiene al orden subjetivo y objetivo del amor alcanzará el señorío sobre las tendencias infe-
riores subordinándolas a la mente contemplativa. Ahora bien, una vez que el pecado ha 30
sido introducido en el mundo y se ha producido la caída del hombre, es preciso que su li-
bertad sea asistida por la gracia para luchar contra las tendencias naturales inferiores. Por
eso San Agustín aconseja prestar atención para no sucumbir ante ellas: «No puede el alma
señorear lo que le es inferior si ella no se digna servir a lo que le es superior» [ Enarracio-
14
nes sobre los salmos: 46, 10]. 35

4.4. La distinción uti-frui

Para clarificar mejor esta cuestión debe traerse a colación la clásica distinción agustinia-
na entre uti y frui y recordar propiamente su sentido. Solo Dios puede ser amado por Él
mismo. Sólo con respecto a Dios cabe gozar como frui en la medida en que constituye el
fin último del querer humano, el bien más alto: «Porque amar no es otra cosa que desear 40
una cosa por sí misma» [Ochenta y tres cuestiones diversas: q. 35].
Así pues, no hay más amor verdadero que el amor a Dios puesto que con relación a las
demás personas y cosas sólo cabe uti, es decir, su ordenación en relación con el único bien
que cabe amar por sí mismo: Dios. En el fondo, late en la doctrina agustiniana la distinción
ciceroniana entre bien honesto, como summum bonum, y bien útil, como medio para alcan- 45
zar el primero.
Toda interpretación incorrecta del amor, y, en consecuencia, toda perversión humana es-

15
triba, según San Agustín, en la confusión entre uti y frui, bien por usar aquello que debe
gozarse, bien por gozar con lo que debe usarse [Ochenta y tres cuestiones diversas: q. 30].
Como se acaba de decir, el único amor honesto, según San Agustín, es aquél que se diri-
ge a Dios. Pero eso no significa que deba instrumentalizarse al prójimo en el sentido de ha-
5 cerlo medio para lograr un provecho propio a su costa. Que el amor a los demás hombres e
incluso el amor a sí mismo sea un amor útil significa que deben estar correctamente orde-
nados con referencia a Dios, es decir, deben estar subordinados al amor a Dios:
Aún no es claro el decir que gozamos de una cosa cuando la amamos por sí
misma, y que solamente debemos gozar de ella cuando nos hace bienaventura-
10 dos; y que de las otras usamos [La doctrina cristiana: I, 31].

4.5. El problema del mal

Frente a la doctrina maniquea, que afirmaba la existencia de dos principios creadores,


antitéticos y en eterna lucha -Ormuz, el dios del bien o de la luz, y Ahriman, el dios del mal
o de las tinieblas-, el santo de Hipona reacciona negando sustancialidad al mal con base en
15 el principio metafísico de la incorruptibilidad divina: si Dios no se puede corromper, en-
tonces tampoco puede recibir ningún daño, así que carece de sentido combate alguno.
Todo lo que es, en cuanto creado por Dios, posee también la cualidad de la bondad. Es de-
cir, todo lo que es, es bueno: quaecumque sunt, bona sunt [Confesiones: VII, 12]. Si las
criaturas se corrompen, es precisamente porque participan a la vez de la bondad y del ser,
20 de manera que su corrupción no sólo les quita el bien, sino también el ser.
Estos razonamientos sirven para analizar primordialmente el problema del mal físico.
Sin embargo, a San Agustín le interesó sobre todo el problema del mal moral y, pese a que
su tratamiento se asiente en un primer momento sobre las mismas bases metafísicas que el
mal físico, el mal moral supone la irrupción de un elemento nuevo que le infunde un carác-
25 ter ineludiblemente positivo. El mal moral o pecado es aquél que depende de la voluntad
de la persona, cuya realización supone, en consecuencia, necesariamente un acto de libre
voluntad.
Así pues, es cierto que el mal físico no es propiamente un mal considerado ontológica-
mente. Pero de lo que se trata aquí no es de la reflexión acerca de la naturaleza del mal físi-
30 co, sino de la del mal moral, y el Doctor de la gracia dejó bien claro que el mal propiamen-
te dicho era éste, por cuanto procedía de la voluntad humana.

14
El pecado o mal moral es el mal propiamente dicho considerado deontológicamente. La
raíz última del mal es consecuencia del pecado original cometido por los progenitores, en
los que se hallaba representada toda la especie humana. Consecuencia del pecado original
35 fue la mancha que caracteriza a la naturaleza humana como naturaleza caída y que ha dado
lugar a una libertad deficiente, causa deficiente del mal como apartamiento voluntario de
Dios. Ahora bien, la voluntad como facultad de autodeterminación, de donde arranca el pe-
cado, es en sí misma considerada un bien. Por lo que, aunque ontológicamente el mal no
es, la voluntad sí es, y por lo tanto, actúa positivamente tanto determinándose hacia el bien
40 como hacia el mal. El mal, para San Agustín, existe positivamente en la voluntad conside-
rada deontológicamente cuando se produce un apartamiento de la ley de Dios a través de
un acto culpable y responsable. En este sentido, se aprecia en San Agustín una brillante
doctrina en torno al concepto de obligación y responsabilidad moral.
El mal moral implica que el hombre subvierte el correcto orden de lo que debe ser ama-
45 do: antepone lo efímero y temporal a lo eterno, el mundo a Dios. San Agustín estableció
como causa del mal moral la preferencia desordenada de los bienes, definiendo el mal en
sentido estricto como aquél que procede positivamente de la voluntad del hombre y que su-

15
pone el abandono de lo mejor. El mal no sería tanto el apetito de naturalezas malas –por-
que todo lo que es, es bueno-, sino el abandono de las mejores: iniquitas est desertio me-
liorum [La naturaleza del bien: XXXIV].

4.6. Libertad, voluntad y destino

No parece demasiado aventurado afirmar que la principal preocupación vital de Agustín 5


de Hipona consistió precisamente en el problema del destino del hombre. Dicho destino
aparecía vinculado esencialmente a su felicidad, que no podría darse sino en Dios. Ensayó
diferentes argumentos racionales basados en los neoplatónicos a favor de la inmortalidad
del alma como requisito imprescindible para alcanzar el destino ultraterreno del hombre.
Dichos argumentos presentaban dificultades insalvables. Por ejemplo, el argumento de la 10
inmortalidad del alma humana por ser sujeto del atributo de la verdad eterna sólo resultaba
aplicable al verdadero sujeto de la verdad como propiedad esencial, esto es, a Dios, por ser
el alma humana un sujeto mutable frente a la verdad inmutable y eterna. Así pues, San
Agustín tuvo que reconocer que sólo con la ayuda de la fe podía el hombre adquirir seguri-
dad acerca de la inmortalidad del alma: 15
De si puede la naturaleza humana alcanzar esta inmortalidad, es un problema muy gran-
de. Pero si hay fe, que la tienen todos aquellos a los que Jesús dio la potestad de ser hijos
de Dios, el problema desaparece [La Trinidad: XIII, 9, 12].
San Agustín consideraba que la felicidad a que aspira el hombre no es auténtica si no in-
cluye la inmortalidad del alma: una vida que no fuera eterna no podría ser una vida feliz. 20
Puesto que todos los hombres desean alcanzar la felicidad y no perderla, deberían conser-
var la vida, puesto que, evidentemente, nadie podría ser feliz si no viviera. Por eso, sólo la
vida eterna podrá llamarse propiamente bienaventurada. Felicidad, destino, vida eterna e
inmortalidad del alma eran cuestiones íntimamente ligadas en San Agustín que sólo pudie-
ron recibir una respuesta definitiva de la mano de la fe en Jesucristo, nuestro Señor. Una 25
vida y una felicidad completa que no serían perfectas hasta que se realizase la resurrección
de los cuerpos, puesto que, siendo el hombre un compuesto de alma y cuerpo, sólo lograría
la felicidad total cuando se le restituyese la armonía entre el alma y el cuerpo, conveniente-
mente transformado, que había sido destruída por el pecado original.
La naturaleza caída del hombre por la soberbia hacía así preciso el auxilio divino para 30
elevarse humildemente por encima del pecado y retornar a Dios. San Agustín recurrió a la
gracia como elemento clave en su doctrina para restituir al hombre la libertad, concebida
16
como un «no poder pecar», tras haber degenerado por el pecado original en libre albedrío,
caracterizado como un «no poder no pecar». La libertad deficiente del hombre a conse-
cuencia del pecado original supone una natural tendencia o inclinación a obrar el mal, así 35
que la gracia de Dios como don o favor divino ayuda a salvar esa tendencia rectificando el
movimiento mal inclinado de la voluntad. Así mismo, el mecanismo de recepción de la
gracia no anula la libre determinación de la voluntad humana, sino que requiere la voluntad
libre y favorable de quien la recibe en forma de aceptación. Por consiguiente, libre volun-
tad y gracia divina son dos elementos perfectamente compatibles en el pensamiento agusti- 40
niano: «La Ley se dio, pues, para que la gracia pudiera ser buscada; la gracia se dio para
que la ley pudiera ser cumplida» [El espíritu y la letra: 19, 34].
Exactamente igual sucede con la doctrina de la predestinación de los santos. Ésta se
debe poner en relación con la presciencia divina sin que suponga menoscabo alguno para la
libre determinación de la voluntad humana y su necesario concurso, junto con la gracia, 45
para lograr la salvación. Y es que Dios conoce quiénes responderán a su llamada, quiénes
aceptarán la gracia santificante antes de que ellos obren. La predestinación encierra en sí la

17
presciencia divina, pero ese conocimiento no afecta a la libre voluntad de los hombres, que
son los que realmente se condenan a sí mismos al rechazar la gracia que Dios les ofrece. La
presciencia divina no implica necesidad en todas las causas sino que Dios conoce el orden
de todas las causas, tanto necesarias como contingentes. Por lo que se refiere a la voluntad
5 humana como causa contingente y libre, Dios conoce las futuras determinaciones de nues-
tra voluntad sin que ese conocimiento la convierta en necesaria: «Esta es la predestinación
de los santos y no otra: es la presciencia y preparación de beneficios, por los que muy cier-
tamente se salvan los que se salvan» [El don de la perseverancia: 14, 35].
Lo cierto es que destino y felicidad humana quedaron íntimamente vinculados en el pen-
10 samiento del santo, sin perjuicio de que para alcanzar la bienaventuranza se requiriese el
doble concurso de la voluntad humana y del auxilio divino. La experiencia cristiana de la
salvación se sitúa entre dos momentos: un primer momento que parte del amor del mismo
Dios, en forma de gracia, anterior a toda actividad individual; y un segundo momento fi-
nal, caracterizado por la gracia santificante, de redención por el amor divino. La libertad y
15 el mérito humano se situarían entre ambos momentos, de modo que el comienzo y el fin
de todo proceso de salvación estaría en Dios.
En este contexto Cristo se identifica con la verdad, actuando como modelo y punto de
partida de la emoción amorosa, encarnada de ese modo en una persona: la persona de Dios.
Así mismo, el amor que derrama Dios sobre sus criaturas y que es condición imprescindi-
ble para comenzar a amarle, es también un amor de Dios por todas sus criaturas. De ahí
que tras su recepción por la persona humana, el amor de Dios se concrete también en un
amor al prójimo en cuanto amado por Dios. Si Dios ama a todas sus criaturas y la persona
humana recibe el amor de Dios, la persona humana se hace depositaria también del amor
de Dios por todas sus criaturas.

Pensamiento e influencias
Inicialmente tuvo influencias no religiosas, más filosóficas, como:
-Cicerón: en el ámbito del diálogo, de la oratoria.
-Maniqueísmo: tiene que ver con el filósofo Mani, que plantea que el mundo está dividido
en dos fuerzas: el bien y el mal. Viene de la cultura oriental (Yin yang).
-Escepticismo: cree que es imposible llegar a una verdad absoluta.
-Criticismo: planteamiento de la fe, de la razón, de la creencia.
-Neoplatonismo: confluencia de tres escuelas griegas:
-Estoicismo: no dejarse influir por las pasiones (ataraxia).

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-Aristotelismo
-Platonismo
El autor del neoplatonismo fue Plotino, que planteaba apartarse de la vida terrenal, unirse
con lo divino y dedicarse a la contemplación.

Los padres de la iglesia emplean el neoplatonismo como base para el cristianismo con la
Patrística.
La Patrística (padres de la Iglesia) va a estar entre las nuevas corrientes (Nuevo
Testamento) y entre la tradición de la Iglesia (Antiguo testamento). Se llama apologistas
porque defienden la fe en contra de la filosofía pagana y buscan las verdades de fe acorde a
la razón. Buscan construir una doctrina acode con la fe. El platonismo fue la gran
influencia de la patrística.
Doctrina de la Iluminacion

Para San Agustín, fe y razón, tienen que ir de la mano para llegar a la verdad. Nos dirá que
la fe no elimina la razón, sino que la estimula. Es una crítica al fideísmo (de fe).
“Creo para entender”
“Entiendo para creer”
Unión de razón y fe: se ayudan. La razón debe ayudarnos a encontrar a la fe.
Una vez alcanzada la fe, ésta aporta a la razón luz para comprender los misterios de la
realidad y la existencia humana; es decir, la razón iluminada por la fe, consigue ser lo
oculto.
La razón ayuda a la fe extrayendo consecuencias que se derivan de ésta. La razón hace que
la fe se potencie.
“Conocer es conocer a Dios”
Definición de la doctrina: la razón accede a conocer gracias a la luz que le proporciona la
fe.
Fe es difícil de conocer. La razón conoce gracias a la luz de la fe.
Los criterios proceden de Dios, no proceden del alma porque es imperfecta. Procede de la
mente de Dios.
Para conocer se necesita la iluminación, y dios ilumina el alma humana para captar los
modelos inmutables (Dios → Sol/Mundo inmutable → objetos).

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Antropologia y Teologia Agustiana
Antropología:
Cuerpo + alma. Va a dignificar el cuerpo (reencarnación de Jesús)

El cuerpo es el templo del alma, el ser humano es un individuo concreto, irrepetible y con
importancia.
Hay que salvar al yo concreto. Es un viaje interior del alma para llegar a Dios, y consiste
en que el alma va a experimentar el desgarramiento, un conflicto interior.
En la búsqueda de Dios tienes que conocerte a ti mismo.

Teología:
Se centra en las pruebas para demostrar la existencia de Dios. Pretende confirmar por la
razón lo que es creído por la fe. Nos va a dar cuatro razones de porqué Dios existe:
1. INTERIORIDAD: es ese viaje interior el alma encuentra una verdad que la supera (al
alma imperfecta). Con la cual, si me supera, esa verdad llega de un ser superior, de Dios.
2. PERFECCIÓN DEL MUNDO: constatar la perfección del mundo nos demuestra la
existencia de un artífice.
3. CONSENSUS GENTIUM: el hecho de que la mayoría del mundo lo reconozca como
creador prueba su existencia.
4. GRADOS DE BIEN: el que haya más y menos grados en el bien, implica la necesidad
de que haya un supremo bien.

“Qué es Dios” se ve en el misterio de la santísima Trinidad: “De Trinitate”


La esencia divina es inefable, no se puede explicar por palabras. Dice que la razón vana
puede conocer tres atributos esenciales de Dios, de lo que se compone Dios.

-DIOS PADRE: “Yo soy el que soy”. Dios es esencia pura, no cambia, sin accidente (no es
de ninguna manera porque es). Con lo cual Dios es puro e inmutable.
-DIOS HIJO: “Dios es Cristo”. El verbo, el logos se hace carne. El verbo es conocimiento
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que va a ser verdad suprema.
-DIOS ESPÍRITU SANTO: el bien es la vida que se da por amor. Tiene atributos: Unión
entre padre e hijo en la idea de vida (nôus), que es amor. La unión viene dada por amor.
El misterio de la trinidad es aquello que se puede conocer con las tres propiedades
anteriores.

Creacion de mundo

San Agustín se apoya en Platón para la teoría del creacionismo y en el tiempo lineal:

S. Agustín Platón

Mente divina (ideas ejemplares) Mundo de las ideas (Demiurgo)

Modelos perfectos

Creación de la realidad Mundo sensible

No podemos conocer la creación pero sí podemos intuir los requisitos esenciales:


ATEMPORAL: el tiempo comienza con la creación.
INSTANTÁNEA: se debe dar de una vez. Si fuese el resultado de un proceso, el creador
habría evolucionado, y no es así porque el creador es inmutable.
Incluimos la Doctrina de las razones seminales: Dios crea una cosa, y a partir de esa creará
todo. Dios creó el mundo en un solo acto, a algunas cosas les dio directamente la
existencia y a otras la potencia de existir.

Origen del mal


Dios no ha creado el mal. San Agustín aceptaba el maniqueísmo hasta que se convirtió al
cristianismo. Dios no puede ser la causa del mal. El mal no es ser, sino privación de ser, es
decir, algo malo no es positivo en existir, sino ausencia de bien.
El mal se plantea con tres planos:
-METAFÍSICO: los seres inferiores, con respecto a los superiores, padecen una
privatización de ser, llamado mal. La creación está regida por cierta armonía.
-MORAL: el mal como pecado. La mala voluntad humana. EL libre albedrío es otorgado
por Dios al hombre porque sin libertad, sin voluntad, no podría se juzgado después. Con la
libertad puedo elegir comportarme mal.
-FÍSICO: identificado con enfermedades y la muerte. Consecuencia del pecado original
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(Adán y Eva pecan). El alma pecadora hace corruptible al cuerpo.

Filosofia de la historia

“La ciudad de Dios” es un libro de San Agustín que representa el inicio de la filosofía de la
historia. Nos describe dos ciudades: la ciudad celestial y la ciudad terrenal:
-CIUDAD CELESTIAL: está compuesta por los que aman a Dios hasta el desprecio de sí
mismos.
-CIUDAD TERRENAL: se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios.
Conviven y tienen como momentos cumbres las dos venidas de Dios hijo al mundo:
1ª venida: empieza el cristianismo.
2ª venida: el Juicio final.
La historia de la humanidad tiene una concepción lineal. EL final será el triunfo de la
ciudad d de Dios sobre la ciudad de los hombres. Se impone la idea de origen hebreo y
finalista, ya que ya conocemos el final. Es una religión revelada por Cristo, pero no está
predeterminado porque entra en juego la acción de Dios y la libertad del hombre. Tiene
una concepción optimista, ya que cree en la mejora y el avance de la humanida

5. BIBLIOGRAFÍA

 https://es.wikipedia.org/wiki/Agust%C3%ADn_de_Hipona
 https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/agustin.htm
 http://www.agustinosrecoletos.com/quienes-somos/san-agustin-de-hipona/
 AGUSTÍN, SAN, Obras completas, 41 vol., BAC, Madrid, 1946. En especial Contra aca-
demicos, De libero arbitrio, Confesiones, De Trinitate, De civitate Dei.

 ALESANCO REINARES, T., Filosofía de San Agustín, Augustinus, Madrid, 2004.


ALVAREZ TURIENZO, S., Regio media salutis: Imagen del hombre y su puesto en la
 Creación, Universidad Pontificia de Salamanca, 1988.
 ARENDT, H., El concepto de amor en San Agustín, Encuentro, Madrid, 2001.

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