Llevamos semanas escuchando el clamor indignado de la verdadera Manada, aquella
formada por una mayoría civil, feminista y movilizada que exige desde la calle la reforma penal del delito de violación, abogando por una sociedad que proteja y respete a las mujeres, pero que sobre todo les permita ser libres y vivir sin miedo. Dado que esta crítica directa al poder legislativo ha levantado ampollas, más de uno ha querido caricaturizar un feminismo guillotinero y vengativo, dispuesto a ejercer justicia desde las plazas. Quizás olvidan que, en democracia, ningún tribunal es considerado infalible, siendo las leyes algo criticable y revisable, pues todas las instituciones están sometidas a la valoración de la ciudadanía. De hecho, sólo las movilizaciones sociales de estos días han sido capaces de unir a una clase política siempre en desacuerdo para abrir una Comisión de Modificación, forzando la inclusión de mujeres en la misma. Pero la cosa no ha de concluir aquí. Además de redefinir el tratamiento penal de los delitos contra la libertad sexual de las mujeres, el Estado debería iniciar la formación integral de los magistrados en el trato a las víctimas de violación, feminizando así la institución. El error que muchos están cometiendo pasa por poner el foco en un juez o sentencia concretos, omitiendo el problema estructural que impregna todo el sistema: el machismo. No sólo hay que llevar a cabo una reforma legal de la magistratura, sino también una reforma mental de toda la sociedad, basada en una educación feminista. El Tribunal de Pamplona supo reconocer que, lejos de existir sexo libre y consentido, aquella noche se dio “una situación de superioridad manifiesta que coartaba la libertad de la víctima”. Sin embargo, este descartó la violación por no considerar que existiese violencia o intimidación. Es más, uno de los jueces aceptó que “durante una relación sexual no consentida pueda llegar a sentirse una excitación sexual en algún momento”. Incluso algunas voces críticas culpabilizaron a la víctima del resultado de la sentencia por no dejar clara su intimidación al declarar así: “cuando estaba en el cubículo no me daba la cabeza como para pensar cómo puedo salir de aquí, sino que simplemente me sometí y quería que todo acabara y luego irme. Me daba igual lo que pasara”. Basta ya. Digámoslo claro: el sexo no consentido es violencia en sí mismo y, por tanto, es violación. Penetrar a una mujer borracha o drogada, forzar a la pareja a tener sexo en la cama, abusar de un menor o un discapacitado, aunque no exista violencia física o intimidación explícita, siempre será violación por no haber consentimiento. Por tanto, dejemos de inquirir a la víctima sobre si consintió o no y comprobemos si el violador le preguntó antes de actuar y si este recibió una respuesta afirmativa y contundente. Si todavía dudan de lo leído, piensen que el grado de incomodidad que hayan podido sentir al leer ‘feminismo’ es directamente proporcional al machismo que les domina. Nadie se libra de él, pero en nuestras manos está la oportunidad de deconstruirnos.