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Nº 11 | Agosto de 2005

OPINIÓN ARTES PLÁSTICAS


Graciela Sacco. Migraciones,
Pérdidas cuerpos, memorias
y lesiones por ANDREA GIUNTA
en el "paisaje"
andino
IDENTIDADES CINE
por GABRIELA El cine monstruoso
SIRACUSANO Una cuestión de Estado de Raúl Ruiz

MÚSICA
por MARÍA ANA PORTAL por DAVID OUBIÑA
La importancia de la diversidad en la construcción del
La impronta TEATRO
"nosotros" mexicano.
sonora: jazz, Teatro da Vertigem:
identidad y estilo Identidades andinas: un conflicto irresuelto exploración espacial y vértigo
por SERGIO A. por JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI por ANDRÉ CARREIRA
PUJOL Las raíces que permiten entender un presente controvertido. LECTURAS
La construcción de la nacionalidad en la Argentina El desertor
Un cuento inédito de
por LILIA ANA BERTONI ABELARDO CASTILLO.
Dos modelos de nación que conviven.
ILUSTRACIONES
Brasil, entre cruces y diferencias
Candombe
por GUILLERMO GIUCCI
Los límites del viejo arquetipo tradicional: samba, carnaval por BIANKI
y fútbol.
Uruguay y su transición de imaginarios

por GERARDO CAETANO


Las visiones del país a través de los manuales escolares.

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IDENTIDADES

UNA CUESTIÓN DE ESTADO

En México los gobiernos suelen entender la cultura como un


compartimiento aislado, no como un espacio dinámico en el que
confluyen la diversidad local y sus cruces con el mundo globalizado.
Para abordar la complejidad de los movimientos sociales actuales es
preciso que las políticas públicas adviertan la incidencia real de la
cultura en la identidad del país.

por MARÍA ANA PORTAL Departamento de Antropología


Universidad Autónoma Metropolitana, México
GRACIELA SACCO
De la serie Sombras del sur y del norte: La identidad ha sido un tema central en el discurso de las ciencias
a partir de un punto, sociales. Ríos de tinta han corrido con el propósito de definirla,
2003. Instalación. contextualizarla y, en suma, hacer de una noción tan compleja un
Fotoserigrafía sobre acrílico y sombras concepto práctico y manejable. Se la ha abordado desde la
Dimensiones variables perspectiva de la unidad y el conflicto; se han analizado sus
especificidades en cuanto a género, etnia, clase o nación; ha sido
utilizada políticamente por diferentes movimientos sociales; en fin, se
la ha evocado de muy diversas maneras.

En México, sin embargo, esta rica discusión gestada en la academia no ha llegado a la esfera gubernamental.
Ninguno de los gobiernos contemporáneos, sin importar el signo partidario, han pensado la cuestión más allá de la
retórica nacionalista y patriotera, es decir, no han reconocido hasta ahora su complejidad ni la dimensión socio-
cultural que la articula a procesos sociales fundamentales para la construcción de la democracia.

Pero, ¿por qué es importante una reflexión desde el Estado en torno a la identidad y de qué manera debería
materializarse? ¿Es posible que desde el gobierno se articule una reflexión capaz de superar los planteos más
reduccionistas sobre la identidad nacional?

Vale aclarar aquí que entiendo al Estado en su acepción amplia, es decir, como la relación entre el gobierno y la
sociedad civil, y como una entidad compleja que incluye diversos planos de la identidad: global, nacional, étnica, de
clase, de género y de generación, entre otras.

Ante todo, la identidad es una estructura fundamentalmente cultural y, como tal, forma parte de las prácticas
específicas de los grupos sociales que constituyen una nación. Así, hablar de identidad supone situarla en el interior
del tejido cultural mismo porque la idea de un colectivo social o de un “nosotros” se construye en torno a distintos
elementos. Entran en juego aspectos como el lugar de nacimiento, la lengua y la sangre, considerados por algunos
autores como códigos primordiales, y también los significados que cada grupo les atribuye a estos últimos,
generando límites y fronteras socialmente importantes que favorecen la autopercepción y la construcción del “otro”.
Es decir, la construcción simbólica del adentro y el afuera.

La identidad social se erige entonces en ese complejo proceso por el cual los grupos se reconocen y se identifican a
sí mismos dentro de una relativa unidad (ya que siempre encontraremos diferenciaciones internas y conflicto de
intereses), para adscribirse a lo que consideran, sienten y significan como un grupo de “iguales”. Desde esa relativa
unidad los sujetos advierten los elementos que los distinguen de otros y que dan lugar al reconocimiento de la
diferencia; una suerte de extrañamiento o de distancia frente a lo que “no se parece a mí” y se percibe como ajeno.
La diferencia, al igual que la pertenencia, siempre es significada, y muchas veces genera sentimientos de temor, de
miedo e incluso de odio, que en ocasiones pueden ser el germen de fenómenos como el racismo y la intolerancia
étnica y cultural. En este doble movimiento –adscripción/diferenciación– se establecen tanto los parámetros de
pertenencia como las fronteras grupales.

En América Latina, durante dos siglos –del XIX a mediados del XX–, los gobiernos postindependentistas se abocaron
a la tarea de crear una identidad nacional; cuestión harto compleja en territorios pluriculturales como es el caso de
México, donde lo indígena y lo mestizo se distinguen con marcas endebles. Si analizáramos en profundidad el siglo
XIX, veríamos cómo las acciones de los nacientes gobiernos fueron sucesivas aproximaciones para delimitar el
concepto de nación y generar una conciencia en torno a ella: se consolidaron los territorios y se marcaron
fronteras, se crearon instituciones para fortalecerla, se unificó el uso de la lengua, se nos proveyó de una historia
común que partía de un mito de origen. Así, se establecieron nuevas formas de gobierno y de relaciones
económicas y se reconfiguraron las sociedades y sus modos de cohesión interna. La identidad nacional fue el marco
no sólo para el desarrollo del modelo económico –el capitalista–, sino para generar la utopía de la igualdad y la
democracia.
El componente moderno de la nación radicaba precisamente en la capacidad de generar una comunidad imaginada,
inventada, que sustituyera las comunidades tradicionales de origen étnico (que en el caso mexicano eran colectivos
indígenas pertenecientes a muy diversos grupos culturales y lingüísticos) por otra construida con símbolos
socialmente creados, aceptados y materializados (la bandera, el pasaporte, el acta de nacimiento, el himno
nacional, la música, formas de comer, formas de “ser”, etcétera).

Sin embargo, en el siglo XXI –nacido bajo el signo de la globalización– el escenario político, económico y social es
por completo diferente. La democracia revela cambios sustanciales: deja de ser una utopía para convertirse en un
proyecto de realidad en la medida en que cobran fuerza los movimientos sociales que reivindican, desde diversas
perspectivas, la igualdad y la justicia social.

En este nuevo contexto adquiere una relevancia peculiar la frase de Emile Durkheim del libro Las formas
elementales de la vida religiosa (escrito, por cierto, en el siglo XIX), cuando afirma que una sociedad “no está
constituida tan sólo por la masa de individuos que la componen, por el territorio que ocupan, por las cosas que
utilizan, por los actos que realizan, sino, ante todo, por la idea que tiene sobre sí misma”. Y es que el nacimiento del
nuevo milenio exige también una nueva mirada sobre nosotros mismos. Los avances tecnológicos, el acceso casi
ilimitado a la información, los últimos conocimientos entretejidos con las viejas creencias, han acortado las
distancias físicas y simbólicas, han ampliado los horizontes culturales y, en consecuencia, han trastocado nuestra
manera de percibir y de percibirnos.

Aquel primer momento identitario de la modernidad, construido a partir del concepto de nación y que consistía en
una forma específica de visualizarnos a nosotros mismos y al otro, hoy ya no es suficiente. Ante la globalización de
la información y de los procesos económicos asistimos a la tensión entre dos tendencias simultáneas y sólo en
apariencia opuestas: por un lado, el borramiento de las viejas fronteras y el debilitamiento de los Estados-nación;
por otro, el fortalecimiento de los procesos locales de territorialización y de afirmación de nuevas fronteras
simbólicas. Estas tendencias, lejos de ser contrapuestas o irremediablemente conflictivas, resultan
complementarias. Así, por ejemplo, lo global no necesariamente diluye lo nacional o lo étnico; por el contrario, lo
reestructura y en algunos contextos hasta lo refuerza. Sólo basta detenernos a observar lo que está sucediendo
frente a la unificación europea con países como Francia y Holanda, que votan en contra de una constitución única en
un franco proceso de reivindicación nacional. La cultura y la identidad aparecen aquí como dos de los elementos
centrales en el intento de recuperar lo asible, lo cotidiano, lo más arraigado a lo familiar, a las fronteras del adentro.

La cara visible de estos procesos –vistos desde los gobiernos– es la cultura. Durante las últimas cuatro décadas, en
México han surgido distintas instituciones dedicadas al desarrollo cultural (secretarías de Estado, organismos
descentralizados e institutos de diversa índole), las cuales se piensan como ámbitos de defensa del patrimonio
histórico o como espacios para el desarrollo de lo que se ha llamado alta cultura (hasta ahora sinónimo de Bellas
Artes). Por fuera de estos ámbitos subsisten las expresiones de los grupos no hegemónicos y el quehacer cotidiano
de los sujetos que no se asocian de ninguna manera con la cultura.

De allí es fácil explicarse el hecho de que, de las múltiples necesidades que se negocian entre los actores sociales y
el gobierno, la cultura aparece siempre como un elemento marginal, prescindible, lo que se puede cortar del
presupuesto cuando no alcanza. Y esto no se debe a que efectivamente podamos prescindir de la cultura, sino al
concepto que se tiene de ella. Los funcionarios de gobierno, y lamentablemente también otros sectores de la
sociedad, no comprenden que la cultura no es un compartimiento estanco sino parte de la vida misma de los seres
humanos, y que juega un papel central en la definición de los distintos planos del “nosotros”.

En este sentido, el punto de partida para la participación ciudadana –fundamento de la democracia– es el


reconocimiento de la existencia de diferentes “otros”, para lo que se requiere un “nosotros” claro y fortalecido. Sólo
desde allí es posible reconstruir el tejido que representa el sustento o el pilar para la gestación de la vida social. La
fractura de ese tejido social favorece la violencia, la impunidad y la ilegalidad.

Si las fronteras del “nosotros” local y cotidiano se rompen, se desconocen y se niegan, ¿desde dónde entender la
globalización? ¿Cómo se generan procesos de participación? ¿Cómo se consolida la ciudadanía? ¿Cómo se desarrolla
la confianza básica para la gobernabilidad? ¿Cómo podemos contribuir a la democracia real?

Cualquier intento serio de construir la tan manoseada democracia tendría que comprometerse no sólo con medidas
que favorezcan mejores condiciones de vida para los sujetos (empleo, servicios básicos, acceso a la educación,
entre otros), sino también con una política cultural que fortalezca los procesos identitarios ante todo en el
reconocimiento de la diferencia, primer paso para aprender a convivir con ella y a tolerarla.

Ciertamente, la identidad social se ha ido complejizando a lo largo del tiempo: la relación entre lo global y lo local, o
entre lo étnico y lo nacional, ha generado una nueva mirada de las sociedades sobre sí mismas. En México, un
ejemplo interesante de este proceso –aunque desde luego no el único– es la aparición en 1994 del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que colocó al indígena en el centro de la escena, pero de una manera
diferente en comparación con experiencias previas. Se pasó del indio como sujeto de políticas de integración, sin
voz y sin presencia, a un actor social capaz de hacer propuestas y negociarlas, con una nueva conciencia sobre sí,
con lo cual se modificó la mirada que la sociedad mexicana tenía sobre él, pero también la mirada que el indígena
tenía sobre sí mismo. En este juego de espejos entre lo nacional y lo local, los medios masivos e Internet
cumplieron un papel protagónico, que proyectó hacia el resto del mundo las demandas zapatistas, aportando
elementos y nuevos enfoques al conflicto local, como así también a su percepción en el marco nacional.
Frente a procesos de esta naturaleza, los gobiernos parecen disminuidos en su capacidad de comprender la
situación en todas sus dimensiones, y terminan considerándola de manera fragmentaria, sin entender cabalmente
las interconexiones entre los diversos planos en juego. Quedarse en el terreno de lo nacional como único
componente político de la identidad es sumamente limitado. Las acciones de gobierno tendrían que buscar otros
planos identitarios como sustento de las políticas públicas. Una de las mayores tensiones que se observan
actualmente en los gobiernos locales de México se produce precisamente entre las demandas culturales de la
sociedad civil –pensadas en el sentido amplio antes propuesto– y la incapacidad gubernamental para comprenderlas.

Desde esta perspectiva, evidentemente la identidad y la cultura son en efecto cuestiones de Estado. El reto de la
democracia real es lograr que los gobiernos puedan responder a la complejización identitaria contemporánea, y una
manera de hacerlo es proyectar una política cultural capaz de restaurar los planos identitarios reforzando sus
interconexiones y generando nuevos significados para respetar la diferencia.•

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todaVÍA # 11 | Agosto de 2005

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IDENTIDADES

IDENTIDADES ANDINAS:
UN CONFLICTO IRRESUELTO

En las últimas décadas, las reivindicaciones étnicas en los países del área
andina revelan las fisuras históricas del proyecto de una nación homogénea,
enarbolado por la modernidad del siglo XIX. Los enfrentamientos entre
criollos e indios, la diversidad de lenguas y la estratificación social y
económica no son problemas del pasado sino grietas que ponen en peligro a
la sociedad actual.

por JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI crítico literario peruano, profesor de Literatura Latinoamericana
en la Universidad de Harvard

Los acontecimientos que llevaron a la reciente renuncia del presidente


boliviano Carlos Mesa constituyen el último eslabón de una larga cadena de
conflictos que van mucho más allá de la lucha de clases o las disputas
partidarias dentro de los países andinos. Cada vez es más claro que existen
tensiones de fondo, insalvablemente históricas, que están resurgiendo en
estos tiempos de deterioro de los Estados nacionales merced a la galopante
GRACIELA SACCO (an)globalización de América Latina. Estas tensiones adoptan la forma de
De la serie Cuerpo a cuerpo, etnonacionalismos que, como se ha visto, pueden cambiar el mapa político
1996-2000. Heliografía sobre platos, de la región.
170 x 170 cm.
En Bolivia se destacan el Movimiento al Socialismo (MAS) del líder cocalero
Evo Morales y el Movimiento Indigenista Pachakutik del dirigente aymara Felipe Quispe, que busca la creación de un
Estado que abarque las regiones aledañas al lago Titicaca históricamente habitadas por la etnia colla, y que
recibieron durante el imperio incaico el nombre de Collasuyo. En Ecuador es notable la Confederación de
Nacionalidades Indígenas (CONAIE) y su brazo político, el partido indigenista Pachakuti, que apoyó el levantamiento
del coronel Lucio Gutiérrez contra el presidente Jamil Mahuad en el 2000 y luego jugó un papel importante en la
caída del mismo Gutiérrez. En Perú cada vez llama más la atención el Movimiento Etnocacerista (ME) de los
hermanos Ollanta y Antauro Humala, militares de carrera que veneran la figura del general Velasco Alvarado
(1968-1975) y plantean una agenda nacionalista basada en la diferencia étnica y la guerra a muerte a la corrupción
del Estado peruano y a su tradición criolla y occidentalizada. Ya han protagonizado más de un levantamiento
armado.

¿Cómo explicar el surgimiento de estos grupos y su relativo peso político en poco más de diez años? ¿Son sólo
producto de la desesperación radicalizada de las poblaciones que más han sufrido la mala distribución de la riqueza?
¿Hasta qué punto los tres países centrales del área andina comparten la fragmentación identitaria que parece
primar en el quehacer diario de sus habitantes?

Estas preguntas merecen una revisión del pasado de la región y de las formaciones nacionales que han rivalizado a
lo largo de varios siglos, apenas como paso mínimo para empezar a entender la complejidad y los riesgos del
conflicto.

El problema “nacional”
La denominación moderna de “naciones originarias” para los grupos supuestamente representados por los
movimientos políticos indigenistas de hoy encuentra su asidero en la prolongada trayectoria cultural y social de
dichos pueblos. Desde antes de la hegemonía de la etnia cuzqueña, que llegó a su máximo nivel de expansión entre
mediados del siglo XV y 1532, la variedad de grupos y lenguas del área andina se vio sucesivamente polarizada por
distintas civilizaciones dominantes (Nazca, Paracas, Mochica, Tiwanaku, Wari, Chimú, por nombrar algunas pocas)
hasta llegar a la mencionada expansión incaica.

El predominio de los cuzqueños, sin embargo, y su rápido avance hacia el norte y sur del Cuzco, “ombligo”
geográfico y simbólico del imperio, no logró suprimir ni unificar la variedad de lenguas e identidades preexistentes.
Más que una confederación, la etnia cuzqueña logró coordinar una ingente masa de personas según el mismo
patrón administrativo y un sistema de producción económica que borró por única vez en el área los estragos del
hambre y la desocupación, bajo un régimen teocrático y agrario. A la vez, difundió algunos rasgos comunes (la
lingua franca del quechua –que no era de origen cuzqueño–, algunas deidades mayores, símbolos culturales) que
perduraron exitosamente a pesar de la llegada de los europeos. La imagen de un imperio benefactor y de armonía
social sin duda fue forjada más tarde como reacción al despoblamiento acelerado que el sistema de dominación
española impuso sobre esos mismos pueblos, al desbaratar la hegemonía cuzqueña tras la captura del inca
Atahualpa en Cajamarca el 16 de noviembre de 1532.

Aunque la invasión europea no neutralizó completamente (ni aún hoy) las diferencias étnicas al interior de la
población andina, el hecho es que su homogeneización conceptual como “indios” se produce a partir del proceso
colonial. Como señala el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil, a pesar de “las evidencias de continuidad [...] lo
cierto es que el indio nace entonces y con él la cultura indígena: la cultura del colonizado que sólo resulta inteligible
como parte de la situación colonial”.

A diferencia de México, donde la elite nahua no transmitía el mando de un individuo a sus hijos, sino que los cargos
se repartían por elección entre un conjunto de familias nobles guerreras, los incas sí elaboraron un sistema de
sucesión a partir de la paternidad del gobernante. Los hijos podían ser de distintas madres, generalmente princesas
de las familias reales o panacas cuzqueñas, que al momento de la llegada de Pizarro eran doce. Esto generaba una
guerra ritual de sucesión a la muerte del inca, generalmente entre dos príncipes de familias rivales, aunque siempre
emparentados, pues todos clamaban descender de los fundadores, Manco Capac y Mama Ocllo.

Tras la conquista y la heroica resistencia de Manco Inca en las selvas de Vilcabamba, liquidada en 1572 con la
decapitación del último inca en el exilio, Túpac Amaru I, la etnia cuzqueña mantuvo algunos de sus privilegios. Sin
embargo, terminó asimilándose al orden colonial, y el grueso de la población indígena fue agrupada dentro del
marco legal de la “república de indios”, con su sistema de tributos y su común explotación por parte de
encomenderos, párrocos y corregidores.

Por otro lado, la “república de españoles” estaba conformada por peninsulares, criollos y aquellos mestizos
aceptados por sus progenitores españoles como miembros del grupo paterno. Uno de los grandes traumas del
criollismo es, precisamente, la sospecha de tener sangre “impura”. De ahí los conflictos intermitentes entre
peninsulares y criollos desde el siglo XVI, que desencadenarían una de las primeras formas de afirmación
ontológica y exaltación geográfica, cuando los descendientes de los conquistadores reclamaron mayor autonomía
administrativa y privilegios (aunque sin plantear la ruptura política) frente al poder central metropolitano.

Esta nueva forma de etnonacionalismo incipiente proclamaba la superioridad de la “patria” americana, en un sentido
muy arcaico, regionalista y anclado en la legitimidad del “blanco”, inventando su propia genealogía heroica y
glorificando sus propias virtudes. Así, colocándose en la cúspide intelectual y sanguínea del Virreinato, los criollos
ordenaban el paisaje social y sustentaban con dudosos argumentos su superioridad moral y biológica, refutando las
acusaciones de los peninsulares y rescatando del imperio incaico solamente sus portentos arquitectónicos, para
desestimar inmediatamente cualquier presunta altura moral que se pudiera atribuir a sus descendientes cuzqueños.

Corren así, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, dos proyectos políticos protohegemónicos: el letrado criollo
difundido desde Lima, y el cuzqueño del nacionalismo incaico, que fue literalmente decapitado en 1781 con la
ejecución de Túpac Amaru II.

Ya sabemos que, con el triunfo de la Ilustración, el nacionalismo moderno nació como un artefacto cultural que
alimentó y fue alimentado por la necesidad de crear un Estado modelador antes que moderador, según nos propone
Benedict Anderson en su célebre estudio Comuni-dades imaginadas. Ese Estado elaboró, a través de sus voceros
oficiales o paraoficiales (los miembros de la ciudad letrada o los intelectuales en general), la imagen de una
identidad unitaria y también homogénea, paralela al deseo, más que a la realidad, de una nación coherente y
monolítica.

En sintonía con las ideas de Anderson, historiadores ingleses (Anthony Smith, John Armstrong y John Kellas) han
reconocido el “origen étnico” de las naciones, subrayando la continuidad que los viejos grupos de identidad regional
y dinástica tuvieron sobre los posteriores proyectos universalistas de la Ilustración. De este modo, no bastó que
Simón Bolívar borrara de un plumazo la división jurídica entre la “república de españoles” y la “república de indios”
en los flamantes Estados peruano y boliviano de la década de 1820, llamando a los indios “peruanos” y “bolivianos”
a secas. Como es por todos sabido, las estructuras esenciales de la producción económica, la distribución de la
tierra, la división social según colores de piel, la ascendencia europea y la pertenencia al prestigioso sector criollo
que se reclamaba heredero de las figuras conquistadoras, siguieron ejerciendo su dominio sobre la inmensa
población indígena, la de origen africano y el cada vez más creciente sector mestizo.

Así, el “problema nacional” ha sido desde entonces un campo de batalla para definir si la dominación de un grupo
sobre los demás es simplemente una versión vernácula de la lucha de clases (oligarquía e incipiente burguesía
blancas contra campesinos y obreros “de color”) o el predominio de divisiones nacionales étnicas que los Estados
criollos han tratado de borrar para forjar sentimientos colectivos transregionales de largo alcance temporal. Por lo
menos hasta la Guerra del Pacífico (1879-1884), en la que Chile privó a Bolivia de su salida al mar y se adueñó de
grandes porciones de territorio del sur peruano, está documentado que los soldados indígenas peleaban por sus
patrones hacendados y no por ideas abstractas como “Perú” o “Bolivia”. Sólo los focos de resistencia en las alturas,
como la del general Andrés Avelino Cáceres, motivaron adhesiones espontáneas en función de una identidad
nacional basada en la tradición andina. Parte de la etnia costeña criolla, como es bien sabido en el Perú, incluso
recibió de brazos abiertos a las tropas invasoras para evitar que la “plebe” de color saqueara sus propiedades.
Como decía el escritor peruano Manuel González Prada, “no forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y
extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las
muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera”.
Las reivindicaciones étnicas
Los más de ciento cincuenta años de vida republicana y los casi trescientos de dominación española constituyen
apenas una fracción en la historia de las civilizaciones andinas. Si bien hubo una transformación radical con la caída
del imperio incaico –un rápido pasaje del sistema de producción agraria a uno de extracción minera, insistentes
campañas de extirpación de idolatrías y aculturación en general, y un despoblamiento escandaloso de cerca de diez
millones de indígenas en 1532 a apenas un millón y medio a mediados del siglo XVII–, los grupos étnicos más
importantes se han adaptado a la incompleta modernidad de las repúblicas andinas. Pese a ello, no dejan de formar
una “nación acorralada” (en palabras del lingüista norteamericano Bruce Mannheim) ni de plantear sus propias
formas de identidad, que no necesariamente buscan restaurar una teocracia incaica ni renegar de todas las
posibilidades de la modernidad capitalista.

El telón de fondo del bilingüismo tiene su manifestación concreta como diglosia* discriminadora (o multiglosia, si
consideramos las setenta y dos lenguas que conviven sólo en el territorio peruano bajo la dominación del español).
En un estudio reciente, el lingüista peruano Andrés Chirinos conjetura que un 16,6% de la población de Perú tenía el
quechua como lengua materna en 1993. La proyección escalofriante es que ese porcentaje disminuye a un 13,2%
en el período 2003-2008. Y es de esperar que la progresión descendente crezca en las próximas décadas. Sin
embargo, también es importante recordar que, si bien en términos porcentuales hay una tendencia a la disminución
de monolingües de quechua y aymara, en términos numéricos no es así. Es muy posible que la población estimada
de 12 millones de quechuahablantes (entre bilingües y monolingües) en los países andinos se mantenga en las
décadas que vienen.

Pero, como señalan los analistas políticos Dirk Krujit y Kees Kooning en su polémico libro Armed Actors: Organized
Violence and State Failure in Latin America, estas poblaciones históricamente explotadas y marginadas se han
organizado a veces como “actores armados”.

Pese a los esfuerzos de la OEA por una “Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”, las
entidades políticas que representan a esos pueblos saben muy bien que la defensa de los recursos naturales ante la
voracidad transnacional es uno de los mejores argumentos para reformular las propias identidades grupales. Los
próximos años serán testigos de mayores disputas que, como en toda identidad de larga duración, podrían
desembocar en una violencia todavía más acentuada o en una indeseable y autoritaria salida militar. Estemos
atentos. •

*La diglosia es la situación de convivencia de dos lenguas en la misma comunidad, en la que una de ellas funciona
como lengua oficial mientras la otra queda relegada a la vida familiar.

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IDENTIDADES

¿QUIÉN NECESITA UNA IDENTIDAD NACIONAL?

LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIONALIDAD EN LA ARGENTINA

En la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX, la inmigración fue


sinónimo de diversidad lingüística, religiosa y social. Se diseñaron,
entonces, políticas públicas que tendieron a aglutinar las diferencias en
torno a valores comunes. Sin embargo, hubo varias maneras de
entender este proyecto de unificación cultural: las perspectivas que
respetaban la diferencia y las que, por el contrario, veían en ella una
amenaza para el espíritu nacional.
por LILIA ANA BERTONI historiadora UBA - UNSAM

GRACIELA SACCO La pregunta sobre la identidad nacional responde a una preocupación


De la serie El emigrante. El secreto, que surgió con las naciones modernas y se acrecentó notablemente
1997-1998. Instalación. entre fines del siglo XIX y principios del XX con la emergencia de las
Heliografía sobre valijas. masas en la vida política. Entonces, y para hacer frente a los desafíos
de una realidad en la que se operaban intensas transformaciones, los
Estados modernos buscaron puntos de anclaje firmes. Con el propósito
de integrar la sociedad en torno a ciertos valores e ideas y de
estimular así la cohesión de la población, se postuló la existencia de una identidad nacional, encarnada en un
conjunto de rasgos culturales comunes.

Este proyecto presuponía la existencia de una cultura nacional, singular y propia, auténtico fundamento del Estado-
nación. Así, se atribuía a un colectivo, necesariamente variado y cambiante en el tiempo, un concepto aplicable al
individuo. En él, la noción de ser igual a sí mismo a lo largo de su vida, y a la vez distinto de otro, articula la
conciencia de su existencia. La nación, considerada como una personalidad individual y dotada de sus atributos, se
volvió una imagen recurrente desde fines del siglo XIX; se habló entonces de “espíritu, ser o identidad nacional”. La
necesaria correspondencia establecida entre nación, cultura e identidad hacía de la supuesta homogeneidad cultural
de la sociedad un ideal deseable y una garantía de integración y unidad.

Dos modos de pensar la nación


En Argentina, estas ideas sobre la sociedad se consolidaron desde fines del siglo XIX; sin embargo, cuando el
modelo de homogeneidad cultural comenzó a difundirse, sus exigencias entraron en conflicto con otra concepción de
la nación vigente en el país, precisamente la que había quedado expresada en la Constitución de 1853. Allí, se la
definía como un orden político soberano, un régimen republicano con derechos y garantías, cuyos ciudadanos eran
miembros del cuerpo político. En sintonía con el propósito declarado en el Preámbulo de constituir la unión nacional
y asegurar los beneficios de la libertad para “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”,
se otorgó a los extranjeros el pleno goce de los derechos y garantías civiles, con el fin de atraerlos y poblar con
ellos el extenso territorio del país. La nación constitucional, definida fundamentalmente como un cuerpo político,
parecía compatible con la idea de una sociedad abierta a los hombres de distintos orígenes y culturas y vinculada al
mundo.

Los pequeños grupos de inmigrantes se convirtieron, desde los años ochenta del siglo XIX, en una corriente
numerosa y sostenida que afluía atraída tanto por las oportunidades abiertas en la economía local como por las
amplias libertades que se les ofrecían. La sociedad se transformó con su llegada, y la variedad de lenguas,
costumbres y religiones le imprimió un carácter cosmopolita. Esta afluencia, que con algunas interrupciones se
mantuvo durante mucho tiempo, fue indudablemente uno de los principales resortes de la transformación
económica y social de la República. Y si bien el proceso no estuvo exento de tropiezos, resultó exitoso, fue saludado
con entusiasmo y reforzó la confianza en el rumbo elegido y en la benéfica acción de los principios adoptados en la
Constitución. Un conjunto de leyes seculares completó la organización de un Estado laico con alcance nacional y
definió la existencia de un espacio público en el que habitantes y ciudadanos, sin importar la diversidad cultural,
gozaban de las libertades y garantías constitucionales.

No obstante, algunos grupos de dirigentes locales empezaron a cuestionar este mismo proceso, advirtiendo que la
sociedad adquiría características inconvenientes y aun peligrosas para la nación: los colectivos de residentes
extranjeros comenzaron a ser vistos como núcleos de otras naciones dentro del cuerpo de la nación. Esta
perspectiva acusaba la influencia de las ideas propagadas por los ascendentes movimientos nacionalistas en una
época de creciente competencia entre las principales potencias europeas. Desde 1870, fue impactante el meteórico
ascenso de la nueva Alemania unificada, cuyo espectacular éxito se atribuyó no sólo a la pericia de sus ejércitos
sino a la fuerza unificadora de su cultura. En un clima de intensa rivalidad internacional se difundió la convicción de
que una nación poderosa estaba sustentada en, y era la manifestación de, una cultura nacional vigorosa y
auténtica, cuya singularidad se expresaba mediante la lengua, la tradición y la fe. Estos rasgos compartidos e
inmodificados a través del tiempo eran los signos de esa “identidad” colectiva que igualaba hacia adentro y
diferenciaba hacia afuera. Por el contrario, la diversidad cultural de una sociedad se convertía en signo de división
interior, de contaminación o, incluso, en la negación misma de la existencia de la nación.

Estas ideas ejercieron su influencia en Argentina, y a lo largo de la década de 1880 se gestó un movimiento
destinado a afirmar la nación y a reforzar el sentimiento patriótico de su población mediante la construcción de una
“nacionalidad”. Se afirmó la plena vigencia del principio territorial de la jurisdicción del Estado sobre sus habitantes
y ciudadanos y, al mismo tiempo, se renovó la decisión de mantener las puertas abiertas a la inmigración, factor
decisivo para la expansión económica. A la vez, se procuró fomentar la conciencia de pertenecer a una patria y
compartir una historia, de manera que los nacidos en el país no sólo fueran argentinos por la ley sino también por la
adhesión manifiesta a esta patria. Las escuelas del Estado, un formidable instrumento de incorporación e igualación,
cumplieron un papel central en la formación del ciudadano. Complementariamente, un vasto movimiento patriótico,
en el que confluyeron instituciones oficiales y asociaciones particulares, estimuló los estudios históricos, la
construcción de estatuas y monumentos, la celebración de las fechas patrias, el relevamiento de sitios históricos y
la creación de museos.

Sin embargo, muy pronto se haría evidente que este movimiento expresaba distintas ideas acerca de la
“nacionalidad”, que remitían también a concepciones diferentes de la nación. Mientras unos entendían la adhesión
patriótica en términos cívicos y compatibles con una sociedad y una nación abierta a todos los hombres, cualquiera
fuera su origen, otros sostuvieron, en cambio, que era y debía ser la expresión de una cultura homogénea.
Pensaban que la variedad cultural que existía en la sociedad atentaba contra la unidad de la nación, y que esta
última –más allá del orden legal constitucional– era fundamentalmente la expresión de una singularidad cultural.
Sus rasgos, ya definidos en el pasado, eran la constante expresión de un ser nacional particular. Este espíritu debía
ser preservado puro, a salvo de la contaminación con otras culturas, para lograr cohesión interior, fuerza y
capacidad de predominar en el futuro. Algunos incluso sostuvieron que el origen del problema eran los excesivos
derechos y garantías establecidos en la Constitución; proponían, por el contrario, un país cerrado y a la defensiva.

Estos argumentos, primero esgrimidos por grupos reducidos, poco a poco fueron ganando peso y adhesión. Junto a
las leyes y por encima de ellas se colocaba a la nación y la defensa de sus intereses superiores; y sin llegar a
proponer la reforma de la Constitución, ni la modificación de las disposiciones compatibles con ella, fue emergiendo
en las opiniones y en las actitudes el propósito de cambiar de rumbo hacia una nación cerrada con homogeneidad
cultural. Para muchos, la máxima alberdiana “gobernar es poblar” debía ser sustituida por una nueva versión:
“gobernar es fortificar el espíritu nacional”, mandato que era entendido como la defensa de sus rasgos culturales
“esenciales”.

No obstante, en Argentina esta forma de concebir la nación no se impuso fácilmente y dio lugar, cerca del cambio
de siglo, a numerosas discusiones sobre los más variados temas –el idioma, la tradición o los héroes–, que
evidenciaban profundas divergencias sobre cuál era el rumbo que debía seguir el país.

El problema residía en que el modelo de nación culturalmente homogénea que se proponía para el conjunto de la
sociedad se construyó sólo con algunos rasgos de ésta y excluía muchos otros rasgos culturales presentes y vivos
en la sociedad. Grupos enteros de habitantes que no encarnaban ese ideal eran empujados hacia los márgenes o
bien quedaban teñidos de cierta ilegitimidad. La aceptación de este modelo requirió una política cultural de larga
duración y una constante labor de imposición que llevaron adelante algunas de las principales instituciones del país.
Una de ellas fue la Iglesia, que hacia 1910 logró colocar a la religión católica como uno de los rasgos esenciales de
la tradición nacional, junto al idioma patrio. Se proclamó la catolicidad de la nación y se afirmó que en tanto religión
oficial era la única que debía ocupar el espacio público. Esta pretensión dejaba fuera a los argentinos no católicos
(protestantes, judíos, musulmanes, agnósticos, etcétera), y cercenaba las condiciones de libertad religiosa con que
los inmigrantes habían sido convocados a poblar el país.

Hubo también otras versiones que expresaron la concepción de la homogeneidad cultural de la nación, como la
variante aristocratizante e hispanista de Manuel Gálvez o la espiritualista y democrática de Ricardo Rojas. En fuerte
contraste con el clima de entusiasmo de las celebraciones del Centenario, estos pensadores diagnosticaron que el
país atravesaba una gravísima crisis moral. La heterogeneidad poblacional, una turbia hibridación del carácter
propio y formas de vida extrañas a él habían fragmentado su unidad espiritual. Era necesario purificar el territorio y
“suprimir todas las impurezas del ambiente moral”, lo que para Gálvez implicaba limitar libertades excesivas, por
ejemplo: la libertad de prensa, la religión protestante o las escuelas evangélicas.

Una sociedad plural


En las décadas de 1930 y 1940, este abanico de versiones se desplegó con fuerza en algunos ámbitos, como el
católico, las instituciones militares y los grupos políticos nacionalistas, que lograron capacidad de presión sobre los
poderes públicos y una influencia decisiva en las políticas culturales. Particularmente arraigó en el Ejército, que creó
una versión en la cual se presentaba como el protagonista central: habiendo nacido con la patria, era el custodio
natural no sólo del territorio y de la soberanía sino de los intereses superiores de la nación. Colocados más allá y
por encima de las leyes, esos intereses remitían a una tradición que el Ejército se arrogó el derecho de definir y
proteger como un asunto de seguridad nacional.

La difusión de estas ideas se extendió hasta moldear la opinión de amplios sectores de la sociedad. Llegó también a
distintos sectores políticos de orientación popular, hasta enraizar en el sentido común de los argentinos. Los
regímenes dictatoriales las usaron para definir al enemigo interior y legitimar sus acciones en la defensa de la
seguridad nacional.
Sin embargo, las ideas de tolerancia y pluralidad asociadas a una concepción política de la nación y a un patriotismo
constitucional no desaparecieron. Coexistieron con la exigencia de homogeneidad cultural, a lo largo del siglo XX,
con disímiles fuerzas y dificultades según las épocas. Desde 1984, con el regreso a la democracia cobró otra vez
fuerza una idea de nación compatible con el pluralismo político y cultural en lo interno, y con una política de
convivencia no conflictiva con los demás países. En el caso de Argentina, una república representativa originada en
la soberanía del pueblo y con mandato popular, la valoración de la pertenencia a la nación en términos de
ciudadanía, es decir, vinculada al pleno goce de los derechos civiles, políticos y sociales y a la plena vigencia de la
ley, es también un camino para la integración social.

No obstante, la pretensión de homogeneidad cultural reaparece cada tanto de la mano de quienes


demagógicamente recurren a un modelo estandarizado, a un eslogan de probada eficacia para obtener
determinados logros políticos que intentan legitimar apelando a la defensa de la cultura o la identidad nacional. Por
el contrario, desechar la ilusión de la homogeneidad cultural en Argentina es la forma de preservar la riqueza y
vitalidad de su población, porque una pretensión semejante fuerza la realidad sociocultural del país, expulsa de la
nación a lo diferente e, incluso hacia adentro, lo diverso se convierte en un “otro” o, peor aún, en un enemigo. •

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IDENTIDADES

BRASIL, ENTRE CRUCES


Y DIFERENCIAS

Hoy ya no es posible definir la “esencia” de Brasil recurriendo a


arquetipos ideales, como la pertenencia racial, la música o la alegría del
carnaval. En esos rasgos, antes considerados característicos de la
identidad nacional, conviven múltiples manifestaciones a menudo
diferentes entre sí y en constante tensión.

por GUILLERMO GIUCCI Facultad de Letras, Universidad del Estado de Río de Janeiro

Tendemos a pensar la identidad en términos de igualdad y


continuidad, como lo demuestra su raíz latina idem, que significa “lo
mismo”. Pero es justamente esa continuidad la que está en tela de
juicio. Desde la Segunda Guerra Mundial, el léxico común incluye la
noción de “crisis de identidad”, más tarde atribuida a la juventud (y
posteriormente también a la “crisis de la mediana edad”). En todo
GRACIELA SACCO caso, es evidente que la identidad recorre una trayectoria, que está
De la serie Outside, 2000. relacionada con la historia del sujeto y que puede ser interpretada
Heliografía sobre cortina veneciana, como una construcción discursiva. Todo esto implica cuestionar los
130 x 130 cm. enfoques que la entienden como una esencia cultural, y acentuar su
dimensión interactiva. Así, estaríamos compuestos de varias
identidades históricamente concebidas y coyunturalmente
desplegadas, no de una única identidad biológicamente determinada.

El énfasis en la discontinuidad, la ruptura y el desplazamiento –sea en relación con la identidad del sujeto como con
la identidad cultural– pone el acento sobre las diferencias más que sobre las semejanzas. Es indudable que las
culturas nacionales, esas estructuras modernas de sentido, continúan unificando las representaciones de la
identidad. El himno y la bandera son poderosos símbolos nacionales, al igual que la lengua y el lugar de nacimiento.
Pero ese impulso de homogeneización, que dio lugar al gran ensayismo latinoamericano de la primera parte del
siglo XX, se ha fragmentado y modernizado, para dar lugar a la discusión sobre las identidades: racial, sexual,
étnica, de clase.

Brasil no constituye una excepción en el contexto más amplio de la discusión identitaria. La globalización, con su red
de interconexión y de integración al mercado mundial, así como con su demanda transnacional de respeto a los
derechos humanos, ha contribuido a configurar nuevas combinaciones nacionales y locales de sentido.

Comencemos por los datos estadísticos. Brasil tiene casi 184 millones de habitantes; 54 millones viven por debajo
de la línea de la pobreza (ingreso familiar inferior a medio salario mínimo por mes), y la mitad de ellos son niños y
adolescentes. La tasa de mortalidad infantil (71,7 % por 100.000 habitantes) y el analfabetismo (11 % de la
población) han ido disminuyendo gradualmente, aunque todavía se consideran elevados con respecto a la capacidad
nacional de producción y a la tecnología disponible. El número de lectores de libros es reducido (18 millones
aproximadamente), y casi un 30 % declara preferir la lectura de la Biblia y de textos religiosos. Pero el 90 % de las
casas tiene televisión. De acuerdo con el Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (IPEA), Brasil aparece en
penúltimo lugar en términos de distribución de la renta en una lista de 130 países (sólo superado por Sierra Leona).
Y la población negra es la más pobre, mientras que la lista de millonarios (más de un millón de dólares invertido en
el mercado financiero) aumentó oficialmente a 98.000 en 2005. En un contexto de desigualdades económicas y
sociales tan marcadas, ¿qué se entiende por “identidad(es) brasileña(s)”? Vale la pena exponer una serie de
ejemplos recientes.

Identidad racial
El famoso jugador de fútbol Ronaldo (“el fenómeno”), integrante del Real Madrid de España, se declaró “blanco” en
una entrevista publicada en un periódico de San Pablo. Sin embargo, su padre lo considera “negro”, como lo
manifestó en un programa televisivo (aunque en la partida de nacimiento lo inscribió como “blanco”), lo que revela
la ambigüedad de la tipología racial en Brasil.

En Estados Unidos, Ronaldo sería considerado “negro”. Sin embargo, de acuerdo con la clasificación racial del
Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), en Brasil es negro quien se autodeclara como tal o como
pardo, al optar entre “blanco, negro, pardo, amarillo e indígena”.

El ejemplo de Ronaldo confirma lo que sostienen diversos antropólogos, esto es: que Brasil escapa a la dualidad
característica de las sociedades igualitarias y protestantes, que distinguen nítidamente entre el blanco y el negro. En
lugar de la polaridad tajante, lo intermedio constituye un valor aceptado en el país, y su ejemplo máximo es el
elogio del mulato. Por lo menos desde la década de 1930, se advierte una interpretación positiva del mestizaje. En
teoría, el hibridismo ha dejado de ser un problema para convertirse en una expresión de tolerancia, cuando no de
orgullo nacional.

“Brasil es un país racialmente mezclado”, suele afirmar cualquier estudiante universitario brasileño. De hecho, como
sucede con Cuba y México, en el país se reconoce la fusión histórica de las razas blanca, negra e indígena. Sus
habitantes no se definen como pertenecientes a una nación culturalmente europea, como en el caso de Argentina,
Uruguay y Chile, ni como ciudadanos de un país partido al medio, como en Bolivia, Perú y Guatemala. Pero una y
otra vez aparecen declaraciones que señalan el límite del carácter positivo del mestizaje, sea a través de la crítica a
la idea de la “democracia racial” o bajo el argumento del “racismo a la brasileña” –es admisible la diferencia,
siempre que los menos favorecidos no protesten y acepten “su lugar”–.

En las últimas décadas, aprovechando las tendencias revisionistas de los centros universitarios euroamericanos,
especialmente las nociones de pluralismo cultural y multiculturalismo, distintas voces antes marginadas reivindican
su lugar en la historia y en la sociedad. Cuentan, en parte, con el apoyo del Estado. El actual gobierno del Partido de
los Trabajadores creó una Secretaría especial para promover la igualdad racial y sancionó la ley 10.639, que vuelve
obligatoria la enseñanza de la Historia de África y de los negros en las escuelas públicas.

Un problema candente es el acceso a la universidad pública. El anteproyecto de reforma universitaria establece que
en 2015, por lo menos el 50 % de los lugares disponibles de cada curso, en las instituciones federales, se destinen a
alumnos provenientes de la escuela pública. Aunque no estipula explícitamente que se reservarán para negros,
pardos e indios, afirma que se deberá respetar la proporción regional de los “segmentos sociales y étnico-raciales
históricamente perjudicados”. Con ello se busca acelerar la inclusión de los menos favorecidos a los derechos
básicos de la igualdad ante la ley.

Sin embargo, no todos están contentos con el tempo de las reformas. El director del Instituto Steve Biko, que forma
a jóvenes descendientes de africanos para el acceso a la universidad, se preocupa por la generación que se está
preparando en este momento. Por otra parte, líderes del movimiento negro critican la demora en la implantación de
las políticas progresistas. Algunos triunfos menores, como la aprobación del feriado municipal el 20 de noviembre
(solamente en Río de Janeiro) en homenaje al guerrero Zumbi –líder de la rebelión negra en el Quilómbo de los
Palmares a fines del siglo XVII, en el nordeste brasileño– son sin embargo simbólicamente importantes en la lucha
por crear un Día Nacional de la Conciencia Negra.

Identidad sexual
El 29 de mayo de 2005, en la Avenida Paulista (la principal de San Pablo), se reunieron dos millones de personas en
una manifestación “gay”. Se trató de la 9ª Edición del Desfile de Orgullo Gay, que tenía como motivo impulsar el
proyecto de casamiento entre personas del mismo sexo y lograr su aprobación jurídica. Además de los 700.000
turistas del país y del exterior, la manifestación contó con la presencia de representantes del Libro Guinness de los
récords, que pretendían determinar si se trataba del mayor desfile gay del mundo. Participaron también
celebridades y figuras políticas, como la ex prefecta Marta Suplicy y el actual prefecto José Serra. En un breve
discurso, éste afirmó que San Pablo era una ciudad abierta a las diferencias, que acogía a todos sin discriminar.
Ciertamente, el gobernador José Serra exagera, si consideramos que en una ciudad más abierta que San Pablo,
como es Río de Janeiro, el 56,5 % de sus habitantes declara que jamás irían a un desfile gay, mientras que una
gran parte considera que quien participa en tales celebraciones públicas “en el fondo” es homosexual.

Uno de los aspectos interesantes del multitudinario desfile es que se sitúa ambiguamente entre lo carnavalesco y los
rituales del orden. Todo transcurre con normalidad, en un clima de fiesta, con los cuerpos liberados y bajo el
símbolo colorido del arco iris. Pero la manifestación no pretende celebrar el orden social, sino justamente alterarlo
en su base jurídica. Los homosexuales se consideran excluidos de ciertos privilegios sociales, y reivindican el
derecho al casamiento entre personas del mismo sexo. Hay, al mismo tiempo, elementos de fiesta y de trabajo en
la celebración del orgullo gay. Es decir, no se persigue únicamente el cambio momentáneo de la posición social (que
se corresponde con la inversión típica del carnaval), sino la alteración permanente del orden social.

Samba, carnaval, fútbol


En términos generales, el triángulo brasileño “samba, carnaval, fútbol” se mantiene firme, aunque diversos grupos
han comenzado a cuestionar su alcance nacional y a denunciar su falta de representatividad social.

El samba tiene que enfrentarse con nuevas manifestaciones de identidad juvenil, como el rap (estilo musical surgido
en los barrios negros e hispanos neoyorkinos) y el funk (también un género musical mezclado de origen negro).
Particularmente en los suburbios de Río de Janeiro, son gigantescos los bailes que reúnen a gente joven los fines de
semana y cuya identificación musical no pasa necesariamente por la tradicional música popular brasileña.

El carnaval, en particular el de Río de Janeiro, conserva su posición privilegiada de “identidad nacional” y se ha


consolidado además como un gran espectáculo internacional. Pero no es originario de Brasil, sino el resultado de la
colonización ibérica en el Nuevo Mundo: las máscaras y las fantasías, los cortejos y los carros alegóricos son
prácticas de origen europeo, si bien adquirieron características particulares en Brasil. En este sentido fue decisivo el
encuentro de las tradiciones mediterráneas con las costumbres africanas, especialmente la danza religiosa y
secular, con activa participación de las mujeres. Aunque fortalecido como expresión de “identidad nacional”, la
mercantilización del carnaval (difusión televisiva, alto precio de las entradas, presencia de celebridades y de una
gran cantidad de turistas extranjeros) propicia la crítica a su falta de “autenticidad”. Por otra parte, la importancia
creciente de los carnavales del nordeste (Olinda, Recife, Salvador) atestigua la voluntad de recuperar las bases
populares de la festividad. A diferencia del ritual carioca, donde las Escuelas de Samba desfilan sucesivamente por
una amplia pasarela y el público observa a la distancia, en los carnavales del nordeste las personas se estrujan al
compás de la música, alrededor de un objeto móvil (trío eléctrico) en cuya parte superior hacen equilibrio los
cantantes.

Nadie discute la supremacía del fútbol brasileño. Hizo falta tiempo, sin embargo, para que el fútbol (deporte de
origen inglés) se consolidara como expresión de la identidad nacional brasileña (“el país del fútbol”). Único equipo
que ganó cinco veces la Copa del Mundo, Brasil conquistó su primer campeonato mundial en 1958. Casi cincuenta
años después, las críticas proceden de voces que se consideran marginadas. Es el caso del fútbol femenino, de gran
importancia a nivel mundial (sobre todo en Estados Unidos, Europa y algunas partes de Asia), aunque escasamente
desarrollado en Brasil. La investigadora Leda María da Costa sostiene que durante un prolongado período el fútbol
fue un deporte concebido para que los hombres afirmaran su masculinidad, pero que esa asociación inmediata se
ha tornado problemática. El ejemplo del fútbol femenino indica que las llamadas “minorías” étnicas y sexuales –
negros, indígenas, mujeres, homosexuales– tendrán un papel activo en la redefinición de las identidades.

Circuitos cruzados
El éxito mundial del escritor Paulo Coelho confirma que la literatura dejó de ser el palco de la discusión nacional,
como lo fuera hasta la primera mitad del siglo XX (sintomáticamente, el traductor de Coelho al chino sostiene que
este autor es “universal” y que sus libros exponen “las indagaciones del hombre común chino”). En las décadas de
1920 y 1930 los vanguardistas se esforzaron para crear una lengua brasileña moderna. Así, uno de los objetivos de
Mário de Andrade, al satirizar el uso local de la retórica lusitana en su conocida novela Macunaíma de1928, fue
instituir las condiciones de posibilidad de un “ser nacional” que fuese más allá de todo regionalismo. En parte, el
cine ha ocupado ese espacio de discusión, y de modo intermitente aparecen polémicas en relación con la necesidad
de hacer un “cine brasileño”. Ello es visible en las denuncias –formuladas por productores, directores y actores que
defienden la libre expresión artística– de las exigencias “nacionalistas” impuestas por las patrullas ideológicas y el
mercado para obtener financiamiento.

Nada ilustra mejor las dificultades (y las ventajas) que enfrenta el cine para alcanzar la esfera de la autonomía
estética que la recepción de la película Ciudad de Dios. En Brasil, donde rige fuertemente el código de lo “nacional-
popular”, ésta fue generalmente interpretada como una alegoría de la nación. Dada la falta de distancia con el
problema de la violencia, un filme sobre el tráfico de drogas en un barrio de Río de Janeiro, entre 1960 y los inicios
de 1980, terminó generando un debate sobre la situación brasileña y la verdad de la representación. Otros
comentaristas, sin embargo, se apartaron del tema de la alegoría nacional y prefirieron encauzar en otra dirección
sus reflexiones: compararon la película con la “novela-testimonio” de Paulo Lins que le sirvió de base y destacaron
el uso de las técnicas televisivas y cinematográficas (especialmente, la relación con Good Fellas de Martin Scorsese).

Por otro lado, contribuyen a mudar el perfil de las creencias tanto el avance del “Brasil de la Nueva Era”, con su
mezcla de religiosidad, mercado y orientalismo, como la presencia todavía minoritaria de los evangélicos. También
incide en el debate acerca de la identidad nacional la existencia de más de un millón de emigrantes brasileños que
viven en el exterior, principalmente en los Estados Unidos. Ese debate tenía un carácter marcadamente territorial,
pero ahora la TV Globo, siempre atenta a los problemas de la actualidad y poderosa definidora de los estereotipos
de la identidad nacional con sus telenovelas urbanas o rurales, exhibe “América”, sintetizando los deseos y
frustraciones que afectan a millones de brasileños, dentro y fuera del país.

En consecuencia, la cualidad esencial (“la identidad nacional”) da lugar al proceso de construcción, negociación y
defensa de las identidades. Vivimos la era de la política identitaria: heterogeneidad, participación e identificación
(distintos, respectivamente, de homogeneidad, pertenencia e identidad). Sin duda Brasil le aporta al investigador de
las identidades contemporáneas un ejemplo fascinante de resultados contradictorios, producto de las demandas
transnacionales de reconocimiento de la diversidad en el marco tradicional de la jerarquía y la distinción. •

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IDENTIDADES

URUGUAY Y SU TRANSICIÓN
DE IMAGINARIOS

Durante mucho tiempo los manuales escolares uruguayos enaltecieron


las virtudes del país comparándolo con las bellezas europeas y
estableciendo un marcado contraste con Argentina. En sus páginas se
escribió el relato de una identidad sin fisuras. En momentos en que el
imaginario cultural uruguayo se está redefiniendo, vale preguntarse qué
rumbo elegirá y cómo se verá a sí mismo en el marco de la región.
GRACIELA SACCO
Esperando a los bárbaros, por GERARDO CAETANO historiador y analista político, Instituto de Ciencia Política,
1996. Fragmento de instalación. Universidad de la República y Centro Latinoamericano de Economía Humana, Uruguay
23° Bienal de San Pablo, Brasil.
Nosotros y los “otros” en los textos escolares
En diferentes ámbitos de la sociedad uruguaya todavía no se asume la
tarea pendiente de renovar y resignificar las identidades colectivas,
en especial la nacional. Esa tarea requiere, ante todo, una revisión crítica de los aspectos que se han considerado
hasta ahora característicos de la identidad del país. Es posible, por ejemplo, identificar en el sistema educativo la
persistencia de ciertas prácticas que, por cierto, no representan la mejor contribución cultural para un proceso de
integración. ¿Cómo podemos enunciar de manera sintética el problema? La visión histórica que la escuela uruguaya
ha proporcionado –y en alguna medida sigue proporcionando– sobre la identidad nacional y sobre la percepción de
los países vecinos no se orienta hacia una perspectiva integracionista. ¿Cuáles son las modalidades que persisten y
que refuerzan esa dirección? Entre otras, la rigidez de las nociones del “nosotros” y de los “otros” que han emanado
usualmente de los manuales escolares uruguayos.

Se sabe que este tipo de textos suelen orientarse en forma obsesiva a satisfacer las demandas de afirmación
nacionalista, y que para hacerlo muy a menudo presentan información que se aparta claramente del conocimiento
profesional o científico. También se sabe que en sus páginas, y en el uso que hacen los maestros de ese material,
anidan los cimientos más extendidos y resistentes de la memoria colectiva. La incorporación de los avances y en
particular de las áreas de debate en el terreno de la Historia y de otras Ciencias Sociales sólo muy tardíamente –y
en el mejor de los casos– llega a influir en los autores de la literatura escolar. En contrapartida, éstos –y los
maestros que funcionan como mediadores– son poderosos constructores de “imaginarios nacionalistas”, puesto que
definen juicios y prejuicios fundamentales en la percepción colectiva.

En Uruguay, los textos escolares también han constituido una suerte de “catecismo fundacional” del nacionalismo
más popular. Ellos han sido una herramienta central en el proceso de sacralización civil de ciertos rasgos de la vida
comunitaria al difundir rituales públicos, liturgias cívicas y simbologías populares, con el objetivo inocultable de
reforzar la identidad y el orden nacionales. Lo que podríamos llamar la “religión civil” del nacionalismo popular tiene
entonces sus “textos sagrados” en los manuales escolares, y por cierto que no sólo en los de Historia.

Del análisis de numerosos libros del género, pertenecientes a distintas épocas, surgen algunos aspectos curiosos
que vale la pena revisar. En casi todos se percibe con nitidez una clara voluntad de afirmación nacionalista,
simbolizada en la exaltación recurrente de la “singularidad” de la sociedad uruguaya y de su historia. Este rasgo de
la historiografía escolar convive con bastante comodidad –salvo muy escasas excepciones– con un marcado
cosmopolitismo, que se manifiesta de manera privilegiada mediante comparaciones con Europa y los Estados
Unidos. En cambio, la relación entre este “nosotros” uruguayo y sus “otros” más cercanos de la región (sobre todo
los argentinos) recibe un tratamiento diferente y resulta sin duda más conflictiva.

En este sentido, nuestras observaciones no serían demasiado novedosas: la “historiografía escolar” de todos los
países suele ser profundamente nacionalista y presentar mayores dificultades para considerar a los “otros” cercanos
que a los más lejanos geográficamente. Tal vez la singularidad radique, especialmente en comparación con otros
países latinoamericanos, en la profundidad de esa nota cosmopolita eurocéntrica y noroccidental, que se
complementó a menudo con un desapego militante de las raíces de perfil más autóctono (indígenas, negros,
etcétera).

Por otra parte, en la afirmación de ese “nosotros” orgulloso de su “diferenciación” con respecto a la región y al
continente y de su “identificación” con Europa y los Estados Unidos, anidaban otros problemas. En efecto, el
propósito era la afirmación de un “ser nacional” diferente pero siempre construido desde una lógica especular y
antagónica con los “otros” de la región, especialmente con Argentina. Así, la profusa lista de los temas más
apreciados en los manuales –y que recibían un tratamiento más extenso– se orientaba con nitidez en esa
perspectiva: desde el énfasis en los eternos conflictos entre Montevideo y Buenos Aires durante la Colonia, pasando
por la contraposición radical entre el federalismo artiguista y el centralismo porteño, las sucesivas invasiones
primero portuguesas y luego brasileñas, hasta el señalamiento de las dificultades que debía enfrentar Uruguay para
afirmarse frente a los designios “prepotentes” y expansionistas de Argentina y Brasil, o el orgullo de ser una
sociedad más integrada y estable que las de sus vecinos, entre otros tópicos por el estilo. La profundidad de los
problemas que entrañaban estos relatos comenzó a resultar más visible cuando las transformaciones de toda índole
iniciadas en los años cuarenta y cincuenta (en el país, pero sobre todo en su relación con un mundo y una región
que también se modificaban) empezaron a desplegar sus efectos sobre la autopercepción de los uruguayos.
Creemos que ese nuevo contexto debilitó la simbología y el imaginario del “país batllista” y de la “Suiza de
América”, y también comenzó a afectar (con otros ritmos, tal vez más lentamente) la eficacia persuasiva otrora
incontestada de esas lecturas nacionalistas.

La “epopeya uruguaya” a través de un manual


Uno de los manuales escolares más exitosos de la historia uruguaya, Geografía de la República
Oriental del Uruguay, de Luis Cincinato Bollo, permite ilustrar de manera emblemática ese relato al que nos hemos
referido. En la figura de su autor –maestro, director de escuela y funcionario público– se combinan varios rasgos
representativos del Uruguay que le tocó vivir y protagonizar. El libro se publicó en 1885 y luego se reeditó de
manera continua, por lo menos hasta bien entrada la década de los treinta. Algunas referencias a la edición de 1919
nos sirven para mostrar la exaltación de las afirmaciones de corte nacionalista, la comparación permanente con
Europa y la contraposición entre los “méritos” uruguayos y lo que podríamos denominar sus “contrastes” argentinos.

En su texto, Bollo expresa optimismo ante las posibilidades del país, destacando a cada paso la situación
privilegiada de Uruguay en los más diversos planos. “Estamos –decía– en una situación muy ventajosa porque por el
Uruguay, el Plata y el Océano, podemos enviar de nuestro país a Europa y a todos los países del mundo, nuestros
ricos productos, y recibir a cambio otros que no tenemos [...] Ningún país del mundo ofrece tal abundancia de
aguas, exceptuando Holanda”.

Las comparaciones de los paisajes uruguayos con los de diversos países europeos son muy numerosas. Esto se ve
de manera clara, por ejemplo, cuando describe Montevideo. “El autor de este libro –se confesaba– ha visitado las
principales ciudades de Europa y puede decir, sin temor de equivocarse, que Montevideo es una de las ciudades más
hermosas del mundo, con un clima sin igual, con un cielo espléndido y con todos los adelantos modernos. París,
Londres, Madrid y Berlín tienen un invierno muy frío y veranos más calurosos que el nuestro. Pocas ciudades tienen
un servicio de tranvías, luz y agua como la nuestra. [...] La parte de la costa situada al Este de la ciudad es de una
belleza incomparable: no hay ningún país del mundo que en tan poco espacio tenga playas tan espléndidas ni
panoramas tan hermosos. Es como si las más famosas playas de Europa hubieran sido transportadas a nuestro país
y unidas, con la ventaja que nosotros tenemos un cielo más hermoso que da más esplendor a los panoramas.

Finalmente, y como clave insoslayable de todo el sistema del relato, a las incontables bondades uruguayas se
oponían referencias de Argentina y, en particular, de la “eterna rival” Buenos Aires. Veamos algunos ejemplos en
esa dirección: “En nuestro territorio no se necesita construir pozos para dar agua al ganado, como sucede en la
Argentina. [...] En la República Argentina los ríos Primero, Segundo y Tercero [...] no tienen el caudal de los arroyos
nuestros. En la República Argentina hay muchos puntos en los cuales a pesar de hacer bastante calor, no hay
plantas, porque llueve muy poco. [...] [Como país ganadero], la República Oriental [...] supera en mucho a la
Argentina [...] Montevideo es la variedad, no la uniformidad aburrida de Buenos Aires, con sus calles siempre
iguales, planas, sin horizonte”.

Mientras tanto, las comparaciones con Brasil eran prácticamente inexistentes. Una de las escasas menciones a ese
país es la siguiente: “Acostumbrados a compararnos con el Brasil y la Argentina, que figuran entre los países más
grandes del mundo, nos creemos muy pequeños. Hay que recordar también que la Suiza, la Holanda y la Bélgica
son de los países más ricos y civilizados, al paso que otras grandes naciones están más atrasadas. Nosotros no
tenemos que envidiar, por nuestra civilización, a ningún país de América; estamos a la cabeza en todo”.

En el clímax de su discurso, Bollo concluía con una afirmación especialmente osada que, sin embargo, tal vez sea
una de las más complicadas de desmentir, por lo menos dentro de Uruguay: “Nuestras mujeres son las más
hermosas del mundo, debido probablemente a que acá se mezclan todas las razas. En España, Italia e Inglaterra,
hay mujeres muy hermosas como aquí, pero en el conjunto, entre las nuestras la belleza es una regla general, y la
fealdad una excepción”.

Los fragmentos del manual geográfico de Luis Cincinato Bollo resultan emblemáticos de una concepción que
atravesaba vastos sectores de la sociedad uruguaya. Varias generaciones de escolares encontraron en las páginas
de este texto y de muchos similares un espejo cercano, que devolvió imágenes y valoraciones que por cierto no
sonaban entonces ni excéntricas ni descabelladas. Y más allá de que el propio Estado uruguayo haya hecho de este
manual un “texto oficial” para nuestras escuelas públicas, el orgullo, los relatos y las representaciones que
emanaron de sus páginas se correspondían con las creencias íntimas de los alumnos y los padres. Existe una
amplísima documentación que ilustra cómo aquel Uruguay miraba con absoluta confianza el porvenir y pensaba que
la construcción de un “país modelo” estaba al alcance mismo de la mano. Algo bien contrastante y tal vez
irreconocible para los uruguayos contemporáneos, acostumbrados a un inveterado pesimismo.

Tiempos de transición
Más allá de la anécdota y aun de la caricatura, ¿algún uruguayo podría reconocerse hoy en un discurso como el de
Bollo? Si esto, como creemos, ya no resulta posible, ¿qué nuevo sentido de cohesión en la diversidad, qué nuevo
horizonte de futuro ha venido a sustituir a aquel viejo imaginario? Con seguridad los textos escolares en los que
estudian nuestros hijos no reproducen ni de cerca las exageraciones –sin duda bien intencionadas– y los prejuicios
ingenuos y transparentes de Luis Cincinato Bollo. Sin embargo, ¿alguien podría afirmar que la literatura escolar del
Uruguay contemporáneo y, más en general, los variados relatos de toda índole que involucran a los ciudadanos
como nación, han alterado significativamente aquel viejo sentido común que inspiraba la construcción de
identidades y alteridades? Sospecho que más de uno de nosotros podría interponer severas dudas al respecto y
que, en todo caso, las cuentas pendientes en esa dirección siguen siendo muchas. Conjeturamos que, más allá de
los discursos, estamos aún muy lejos de haber cimentado las bases culturales de ese nuevo horizonte
definitivamente integracionista, que a pesar de sus eternas dificultades despunta tras el proyecto genuino del
Mercosur.

Sabemos que construir una identidad es a la vez “diferenciarse” y “parecerse”. También que toda identidad depende
de la alteridad, que todo “nosotros” se determina antes que nada por el modo de concebir a sus “otros” y de
relacionarse con ellos. En las antípodas de las viejas lógicas esencialistas, los enfoques académicos actuales definen
las identidades como “constructos” siempre inacabados y “motores relacionales”, en los que se combinan referentes
muy variados, que van desde la remisión a lo local hasta el reconocimiento de las culturas posnacionales. En todos
estos procesos de significación, mucho más cuando se está dentro mismo de un proyecto de integración, la relación
entre el “nosotros” y los “otros” pasa a constituir un tema tan central como insoslayable. Toda política cultural con
orientación integracionista tiene aquí un asunto relevante al que deberá prestar atención. •

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OPINIÓN

PÉRDIDAS Y LESIONES EN EL PAISAJE


ANDINO

Las iglesias, museos o conventos de Bolivia, Perú y el norte argentino


albergan piezas fundamentales del arte colonial. Esas pinturas,
esculturas y retablos, que permitirían reconstruir la cosmovisión de las
comunidades indígenas y el impacto de la Conquista, son al mismo
tiempo el botín de un saqueo sistemático. Es preciso cuidar y preservar
las huellas de ese horizonte cultural amenazado.

Iglesia de Carahuara de Carangas, Bolivia por GABRIELA SIRACUSANO historiadora de arte


e investigadora del CONICET - UBA - IDAES

En momentos convulsionados como los que atraviesa el área andina,


opinar sobre cuestiones artísticas y patrimoniales puede parecer un gesto si no superfluo, por lo menos no del todo
ajustado a las necesidades del contexto. Sin embargo, es precisamente en estos casos en los que una mirada
anclada en ese tema puede ayudar a recuperar antiguas tradiciones, identidades compartidas, o prácticas y valores
que permitan revelar tanto los encuentros como las fisuras que todavía hoy intervienen en el campo social.

Hubo un tiempo en el que los paisajes de nuestro altiplano se correspondían con el territorio que se extiende desde
las alturas del Cuzco, recorre las orillas del gran lago Titicaca y culmina en el surandino boliviano. No estoy
refiriéndome a accidentes geográficos o climáticos. Me refiero a un paisaje común delineado por la circulación de las
personas –indígenas, mestizos, criollos, esclavos africanos, europeos y asiáticos– y sus objetos, en lo que fue el
Virreinato del Perú durante un lapso de tiempo muy largo, tanto que supera nuestros años republicanos. Esas
personas ya no están pero gran parte de sus objetos y de las huellas de sus hábitos e intenciones permanecen,
formando cadenas significantes que nos invitan a rastrear los fragmentos de esas realidades y sueños del pasado.

Iglesias, conventos, edificios públicos y privados, museos, bibliotecas, archivos y colecciones de particulares
custodian y conservan la memoria de esos gestos. En ellos, imágenes y palabras se cruzan y tejen una trama –a
veces apretada y otras tantas difusa y con escasa urdimbre– a partir de la cual es posible interpretar las estrategias
aplicadas por los diversos actores en el marco del proceso de conquista y evangelización llevado a cabo por la
corona española en el área andina. Retablos, imágenes religiosas sabiamente policromadas, pinturas de
iconografías y temas variados –cristos, vírgenes, santos, alegorías, milicias angélicas, cielos refulgentes e infiernos
horrorosos, apariciones y milagros, animales fantásticos y autóctonos, procesiones, presencias indígenas,
representaciones del poder político y eclesiástico plenas de boato y fastuosidad, entre tantos otros–, junto con
objetos cotidianos y litúrgicos, encuentran su correlato en los impresos de la época, en grabados y estampas, y en
los millones de documentos manuscritos –inventarios, testamentos, libros de fábrica, contratos, libros contables,
listas de mercaderías, etcétera–, guardados en bibliotecas y archivos. Unos y otros, gestados o utilizados por las
mentes y las manos de quienes construyeron ese “paisaje” vital, se enriquecen mutuamente a partir de la mirada
interesada del investigador y permiten desvelar aquellas opacidades que impone el discurso del pasado.

Así, cuando hoy transitamos por aquellos caminos sembrados de piedras ríspidas de la Quebrada de Humahuaca, el
encuentro con aquel pasado remoto comienza a hacerse tangible. Dispersos en iglesias y capillas, los objetos que
salen a nuestro encuentro reponen el escenario de un mundo que conjugó, a fines del siglo XVII y principios del
XVIII, las estrategias políticas, económicas y religiosas del encomendero Don Juan José Campero y Herrera –
marqués del Valle de Tojo– con aquellas más silenciadas –pero no por ello ausentes– de quienes vivieron bajo su
dominio: nativos de comunidades tales como los omaguacas o los casabindos, entre otras. De la misma manera que
papeles con tintas hoy oxidadas evidencian los hábitos, sucesos y pertenencias del poderoso personaje, las
imágenes de ángeles militares, vírgenes de Pomata coronadas de plumas, o su retrato junto al de su joven mujer
bajo la advocación de la Virgen de la Almudena, todas ellas obras del pintor Matheo Pisarro, fueron testigos y objeto
de su empresa. Más aún, la veneración y el cuidado que les dedican los actuales moradores de esos parajes revela
que todavía conservan su eficacia visual. Yavi, a diferencia de la soledad que hoy exhibe –sólo perturbada por la
circulación de los turistas–, supo ser el centro y “garganta” por donde transitaban todo tipo de mercaderías a lomo
de mula, provenientes del Cuzco, Lima o Potosí. Por ella pasaron seguramente los colores, telas y bastidores que el
marqués encargó, según muestran los documentos hallados no sólo en los archivos nacionales sino también en los
de Bolivia, como la Casa de Moneda de Potosí o el Archivo Nacional en Sucre.

Patrimonio e identidad
La conservación de todos estos elementos es hoy fundamental e impone la concientización y la creación de una
extensa red que una a los países del área andina en pos de dicho cuidado. En este sentido, quienes trabajamos con
estos objetos sabemos de su fragilidad. Es verdad que las inclemencias del tiempo y el clima pueden hacer sus
estragos, pero también es cierto que en las últimas décadas diferentes medidas provenientes del ámbito estatal y
privado han contribuido a contrarrestar esos inconvenientes mediante tareas de registro, conservación y
restauración. En Argentina, la labor realizada por la Academia Nacional de Bellas Artes y la Fundación Antorchas
resulta un ejemplo en esa dirección, sin olvidar la importante contribución de las investigaciones de Héctor
Schenone. De manera similar, las tareas de conservación y restauración llevadas a cabo sobre el patrimonio
artístico colonial por el Centro Nacional de Restauración de Bolivia (CNR), bajo la dirección de Carlos Rúa, confirman
la trascendencia de estos quehaceres. Asimismo, la interacción con las comunidades locales que custodian ese
patrimonio se revela como un eslabón fundamental que cierra el círculo.

Sin embargo, todos estos esfuerzos parecieran desvanecerse cuando asoma una amenaza aún peor que la
humedad, la amplitud térmica o el “inquilinato” de insectos, hongos o pájaros: me refiero al saqueo y a la
consecuente venta ilegítima de estos objetos. Día a día, pinturas, esculturas y todo tipo de objetos del período
colonial son robados de museos e iglesias, especialmente aquellos que se encuentran en zonas de difícil acceso,
casi desconocidos para el común de la gente pero no por ello menos importantes para la construcción de una
memoria compartida entre los países afectados. Día a día, el ofrecimiento clandestino para la compra de suculentos
paquetes de obras de arte colonial se perpetúa. Ante estos desgarros patrimoniales, su registro en los gobiernos
nacionales e Interpol, junto con las ingeniosas estrategias de quienes custodian las piezas –tanto curadores y
conservadores, como aquellos humildes pobladores de los recónditos repositorios–, parecen resultar insuficientes.
Frente a la pérdida material, sobreviene la lesión cultural, aquella que impide reponer esos espacios del pasado y,
en última instancia, modifica las relaciones de identidad del presente. En el caso de obras ligadas a una valoración
artística pero también a una genuina veneración religiosa local, la pérdida provoca un problema difícil de resolver.

Paisajes del pasado


Hace dos meses, en ocasión de asistir al III Encuentro Internacional sobre Barroco, tuve la oportunidad de recorrer
varias iglesias ubicadas en un radio extenso ligado al Departamento de La Paz en Bolivia. El objetivo era registrar
visualmente las imágenes relacionadas con la iconografía de los Novísimos o Postrimerías –esto es, aquellas
referidas al Juicio Final, Infierno, Purgatorio y Gloria–, para luego analizar los pigmentos, colorantes, barnices y
ligantes que las integran, a fin de colaborar con su conservación.

Estas representaciones se hallan mayoritariamente en antiguos pueblos de indios, quienes sufrieron el peso de una
doctrina que, mediante imágenes y palabras, “persuadía” y aleccionaba sobre las diferencias entre el bien y el mal
y las consecuencias de su elección. La Doctrina Christiana publicada en Lima en 1584 había definido sus directivas, y
Felipe Guamán Poma de Ayala –indio cristianizado que vivió en el actual territorio peruano aproximadamente entre
1530 y 1615, descendiente de los mitmaqkuna , clase privilegiada por los Incas– explicaba en su famoso manuscrito
enviado a la corte de Felipe III de España la necesidad de estas imágenes en el contexto del proceso
evangelizador: “[...] y en cada yglesia ayga un juycio pintado. Allí muestre la venida del señor al juycio, el cielo y el
mundo y las penas del infierno”.

En efecto, dentro de las iglesias bolivianas de Caquiaviri, Curahuara de Carangas, Carabuco o Laja, el impacto que
hoy producen esos extensos programas iconográficos referidos a la muerte, el pecado, el castigo o la salvación
eterna, apenas se acercan a aquel que debe haberse producido en las miradas –y las almas– de aquellos a quienes
iban dirigidos. Allí, dispuestos en enormes lienzos o muros, demonios que aplican las torturas más perversas, almas
sufrientes envueltas en llamaradas de rojos y amarillos profundos, o destellos y refulgencias en las zonas donde la
divinidad hace su aparición, evidencian el poder de las imágenes y su eficacia en lo que fue la empresa anti-
idolátrica desplegada en el área andina. En ese torbellino y bombardeo visual, la figura del indígena –con sus
túnicas multicolores y keros o vasos ceremoniales– es insoslayable. Su valor patrimonial es incalculable y su efecto,
aunque resignificado, todavía se deja sentir en aquellos moradores que reconocen allí la presencia de sus
antepasados y de una identidad no exenta de conflictos y fisuras.

Afortunadamente, la conservación de estos y otros testimonios, unida a la labor pionera de los arquitectos José de
Mesa y Teresa Gisbert en cuanto al registro e interpretación de las imágenes, junto con las tareas del CNR y la
valiosa colaboración de sus “custodios” –mujeres y hombres de los pueblos mencionados–, permitieron que nuestra
mirada y nuestra percepción no tuvieran más preocupación que la de posarse sobre ellas y su entorno, con la
tranquilidad de que allí estaban para habilitarnos a tejer la trama de su historia.

Sin embargo, al igual que los objetos presentes en las capillas del noroeste argentino o en las iglesias dispuestas a
lo largo del camino entre Cuzco y el lago Titicaca –Chincheros, Ayaviri, Oropesa, Andahuaylillas, Puno, Juli–, su
morada es la de la distancia y la soledad, y su estado, el de una constante situación de riesgo. Tanto es así que me
gustaría terminar esta nota mencionando lo acontecido en una de las iglesias visitadas en esa oportunidad camino a
Curahuara de Carangas. Me refiero a la de Santiago de Callapa, ubicada en la provincia de Pacajes y construida a
fines del siglo XVI. Este templo tuvo, según inventarios realizados en la década del ochenta, más de sesenta piezas
de arte colonial, de las que hoy queda apenas un tercio, entre pinturas, esculturas y retablos. Entre ellas, la imagen
ecuestre de Santiago Mataindios, curiosamente vestido por los feligreses con traje
militar actual y anteojos estilo Rayban, parecía proteger con su espada al conjunto de lienzos con santos y santas
mártires que todavía quedaban colgados en los muros, en su registro superior. Luego del último robo perpetrado en
el 2000, cuando una decena de lienzos fueron sustraídos –sólo quedaban sus marcos vacíos–, las medidas de
seguridad habían sido reforzadas. Los lugareños, quienes celosamente cuidaron de que no tomáramos fotografías,
nos mostraron el nuevo enchapado de la antigua puerta de madera, el sistema de alarmas, y nos explicaron la
forma en que el ecónomo –función de guarda que cumple un habitante en todas estas poblaciones– escoltaba el
predio día y noche mediante una cuerda ligada al campanario, para dar el alerta a toda la comunidad ante cualquier
imprevisto. Nos retiramos del lugar entristecidos por lo que ya no estaba, pero convencidos de que nada más podría
pasar ante semejante resguardo en ese pequeño pueblo, al que se accede por un camino flanqueado por una
cadena y un puesto de vigilancia.

Ya de regreso en Buenos Aires, a escasos quince días de la visita, las noticias nos daban otra respuesta: Santa
Catalina de Alejandría, Santa Inés, San Jerónimo y Santa Úrsula habían sido brutalmente sustraídos. Ni el santo
protector, deudor de los poderes de Illapa –antigua deidad precolombina–, ni las bondades de la nueva tecnología
habían podido resistir la afrenta.

No sólo se había perdido un testimonio material de aquel antiguo relato visual que involucró a diferentes actores
sociales, sino que también se habían quebrado los múltiples lazos culturales establecidos por quienes hoy activan
esas imágenes como símbolo de identidad cultural. Otra porción de la urdimbre ultrajada. Otro llamado de atención
para los nuevos constructores de estos “paisajes”. •

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MÚSICA

LA IMPRONTA SONORA:
JAZZ, IDENTIDAD Y ESTILO

En los años cincuenta los músicos de tango o bossa nova


usaban el jazz como recurso de renovación y modernización
sonora. Hoy, artistas argentinos y de otras nacionalidades
eligen el camino inverso: se mueven con comodidad dentro
del género y a la vez le agregan un matiz propio,
improvisando a partir de temas y estilos locales, como el
tango o el folclore.

Artista invitada por SERGIO A. PUJOL historiador y crítico musical


ELISA ANTOKOLEC
Un día especial, 2005
Técnica mixta, 19 x 26 cm Una vez le preguntaron a Enrique “Mono” Villegas cómo hacía
para tocar con tanta soltura e imaginación. “Imito a los
pianistas negros”, respondió sin vacilar y sin pudor uno de
los músicos más notables que dio Argentina. Villegas tocaba de todo un poco, pero fue en el jazz, precisamente
“imitando a los negros”, donde dejó una impronta, una marca muy personal. En el territorio vasto de la música
improvisada pudo ser realmente, despojándose de todo mandato de representación nacional, saliéndose de toda
costumbre heredada, tanto popular como académica. Fue un músico de jazz porque eligió qué tocar y cómo
hacerlo: eligió su tradición, eligió a sus padres espirituales –un poco a la manera en la que Borges pensaba la
genealogía literaria– para habitar el país virtual del jazz. Fue, en suma, un artista argentino que hacía una música
no argentina.

Hoy se oye una pregunta inimaginable en tiempos de Villegas: ¿existe un jazz argentino? Basta hojear las páginas
de espectáculos de los diarios para saber que hay una noche del jazz en Buenos Aires, un auténtico “boom” de
solistas jóvenes que, legítimamente, se imaginan a sí mismos en la senda de John Coltrane y Miles Davis. Un
circuito de clubes, un festival cada año, una discografía impensable hasta no hace mucho, algún espacio en la radio
y, de vez en cuando, un especial por cable: el jazz se presenta como una opción válida en la oferta cultural porteña
de 2005. Hasta un sello grande como EMI acaba de inaugurar una serie de jazz local. Y entonces, así como
reconocemos un rock nacional, surge la pregunta por un jazz argentino. Si el fenómeno se aborda como una
cuestión estadística, incluso generacional, no es difícil admitir que, desde finales de los años noventa, hay más
músicos de jazz que antes; que somos dichosos testigos de un florecimiento del género, acaso equiparable al que
se vivió allá por los años cincuenta, cuando la polarización jazz tradicional / jazz moderno encendía la vida musical.

Pero la pregunta no es tan fácil de saldar. Al interrogarnos por un jazz argentino ponemos en escena las cuestiones
del estilo y la identidad, ya que la técnica se da por descontada (en efecto, la formación de los nuevos jazzmen
argentinos es, en líneas generales, de alta competencia). Hablamos entonces de una cierta manera jazzística de
estar en el mundo; un acento, una complicidad, un sobreentendido. Algo así como un dialecto, un desvío geográfico
de la lengua. Partimos de un marco general –eso que aún se llama jazz o, para seguir con la comparación, la
lengua– y le agregamos una torsión local, un giro hacia “lo nuestro”, algo que no está en otra parte, que permite
vincular la experiencia ecuménica del jazz a un imaginario en el que nos reconocemos sin mayores trámites ni
demoras. Ese imaginario puede activarse con un determinado compás (el 6 por 8 de la chacarera), una acentuación
característica (esa suma de tres, más tres, más dos, que nos legó Piazzolla) o, más débilmente, con el empleo de
algún instrumento no jazzístico o un tema del tango o del folclore.

Sabemos que ninguna de estas incorporaciones garantiza por sí sola que haya una producción jazzística
característicamente argentina. En todo caso, estamos ante un abanico de estrategias sonoras más o menos
novedosas. Antes, cada vez que Villegas tocaba “Saint Louis Blues”, lo presentaba como “el auténtico himno del
jazz”. Hoy el género no tiene himnos. Se ha expandido de tal modo, ha prendido en lugares tan diversos, que
cualquier tema bien tocado, bien desarrollado, puede convertirse en su emblema, en la medida en que se arriesgue
a la improvisación y a la sorpresa rítmica.

Como vemos, en la pregunta inicial subyace una tensión que no puede resolverse con un mero inventario de
argentinismos. En otras palabras: Adrián Iaies no suena mucho más argentino que Jorge Navarro porque improvise
a partir del tango; ni Navarro es más jazzístico que Iaies porque toque standards americanos. Sin embargo, algo ha
cambiado en estos últimos años. Algo ha hecho que, para la generación de Iaies, tenga sentido explorar el gran
libro del tango y salirse del repositorio de Gershwin y compañía. De un tiempo a esta parte, el jazz se familiarizó
con tradiciones no canónicas en la historia del género. Empezó a sonar más allá del gospel, el blues y el standard,
aunque siguió teniendo estas especies al alcance de la mano. En realidad, lo que se ha producido es un viraje de la
improvisación a partir de temas clásicos a la improvisación sobre temas propios. Un afán compositivo, una idea de
estructura inventada sobre la cual pueden inscribirse sutiles marcas gentilicias, aunque todo material sea luego
sometido a los cauces de la improvisación. Quizá no haya, no aún, un estilo de jazz argentino. Tampoco es
imperioso que tal cosa exista. Pero sí hay músicos argentinos que se preguntan, a la hora de tocar, qué cosas los
vinculan y qué cosas los diferencian de músicos de otros lugares.

Entre el mundo y la aldea


Desde que empezó a expandirse por el mundo, en los albores de los años veinte, el jazz habitó un país imaginario:
el de sus seguidores, sus melómanos, sus cruzados o misioneros que se animaron a tocarlo y a escucharlo en
condiciones muchas veces adversas. Sabemos lo que Goebbels pensaba del jazz –Mike Zwerin lo investigó en su
cautivante Tristesse de Saint Louis: Swing under the Nazis–, y los alcances del realismo socialista soviético en
materia musical, por mencionar casos extremos de rechazo a un género que cargaba con el doble estigma de
pertenecer al mundo de las ciudades cosmopolitas y de incluir entre sus principales exponentes a músicos negros
norteamericanos. Entonces el jazz encarnaba una cierta idea de libertad. Si bien escucharlo en la Alemania de Hitler
o en la Italia de Mussolini significaba evocar en cierto modo la democracia norteamericana, no era una música que
se dejara atar fácilmente a un exclusivo sentido de nacionalidad: más negro que norteamericano, el jazz
confrontaba con los categóricos defensores del nacionalismo. Era tan transnacional como el capitalismo, pero no
porque lo expresara o sirviera dócilmente, sino porque se resistía a él, al menos en un nivel metafórico. Como hijo
no deseado de la modernidad, su presencia generaba sentimientos ambiguos, entre la fascinación y el rechazo, ya
que dejaba al descubierto las contradicciones del mundo moderno. Si, al decir de Walter Benjamin, todo logro de
civilización puede también leerse como un documento de barbarie, ahí estaba el jazz, testimonio de tanto
sufrimiento y discriminación, sublimación de injusticias enormes.

A su vez, el género terminaría inventando, con fuerza expansiva, el lugar de la música popular internacional. Las
tradiciones nacionales y regionales lo tomaban como plano de referencia para su mejor concreción sonora.
Recordemos la influencia del jazz en Piazzolla, pero también en las canciones populares europeas de los tiempos de
Edith Piaf. O la “jazzificación” de la música brasileña hacia fines de los años cincuenta. Tocar jazz directamente o
adoptar para otros fines algunos recursos de su armonía o de su concepción rítmica eran formas de airear el mundo
musical, de sacudir convenciones locales. Al incursionar en él, o al insertarlo en otras músicas, se modernizaba la
escena, se la sofisticaba, situándola súbitamente en el meridiano de lo nuevo.

Hoy la perspectiva ha cambiado de manera notable. Cuando nos preguntamos por la existencia de un jazz
argentino, presuponemos la operación inversa a la mencionada. En lugar de inyectar un poco de jazz al cuerpo
contracturado del tango, nos reconforta encontrar trazos de tango en una improvisación jazzística. En lugar de salir
de la esfera de las músicas tradicionales, queremos acercar el jazz a esa esfera. En lugar de fugarnos de lo
provinciano subidos a las notas de la música negra, deseamos que algún localismo nos delate, que alguna señal de
“nuestra cultura” se trasunte en una música que nació a miles de kilómetros de nuestro hogar. Es como si, después
del baño de información mundial, después de los efectos más enciclopédicos de la globalización, deseáramos
afirmar algo que no está en Amazon, que no figura en los festivales de jazz europeos, que no conoce Keith Jarrett...

Después de la fusión
En estas extrapolaciones musicales, tan habituales en el siglo XXI, habita el espíritu de la fusión, que empezó allá
por los años setenta y que, a pesar de cosechar tantas críticas, nunca dejó de avanzar. Por cierto, ya no se trata de
la fusión entendida como género integrador (aquella utopía de una sola música del futuro), ni del sonido eléctrico de
los sintetizadores y las guitarras de doble mango. Se trata más bien de un reconocimiento de la diversidad cultural.
En la medida en que la idea de jazz, más o menos clara hasta entonces, ya no se limitó a la de una música
afroamericana tocada por bandas o formaciones derivadas, se volvió posible imaginar otros sonidos, otros fraseos,
otros instrumentos. Tenemos el bandoneón de Dino Saluzzi, el laúd árabe de Anuar Brahem y el acordeón francés
de Richard Galliano aclamados en festivales de jazz. El pianista italiano Enrico Pieranunzi acaba de dedicar un bello
disco a la música de Nino Rota. Y Ernesto Jodos improvisa a partir de una canción de Spinetta, apelando así a
nuestra memoria emotiva (¡aquel disco que supimos comprar con nuestros esforzados ahorros de adolescentes!...).
Todos ellos recuerdan a la perfección los cambios de “Body and soul”, pero también quieren dar cuenta de aquello
que los marcó fuera (o antes) de la música improvisada.

En el desfile de identidades musicales que coronó el siglo pasado y le dio la bienvenida al actual, el jazz emerge
como un modo de hacer música antes que como un género establecido. Tal vez por eso sigue siendo una de las
músicas mejor preparadas para articular diferentes tradiciones y buscar a partir de ellas lo inesperado, razón última
de su aventura sonora. •

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ARTES PLÁSTICAS

Graciela Sacco
MIGRACIONES, CUERPOS, MEMORIAS

"Yo no sé si el arte tiene una misión, pero de tenerla me gustaría que no fuera
otra que la de brindar la posibilidad de que alguien se formule preguntas nuevas
sobre el aquí y el ahora de su existencia." G.S.
por ANDREA GIUNTA escritora e historiadora de arte

Imprecisas, borrosas, por momentos casi inexistentes, las imágenes de Graciela


Sacco exigen una forma específica de contemplación que compromete las
acciones, la mirada y los pensamientos del espectador. En algunos casos se
necesita un tiempo para identificar lo que representan; en otros nos
encontramos en la sala oscura y tenemos que "revelar" la imagen iluminando las
impresiones que realiza sobre placas translúcidas para proyectarlas en los
muros. El tiempo que nos exige esta identificación estimula a reflexionar. Los
argumentos visuales de Sacco recurren a un repertorio de imágenes que casi sin
excepción remiten al cuerpo (rostros, bocas, ojos, manos). Estas imágenes
actúan como un punto de partida para sus experimentaciones y, también, como
un parámetro desde el cual se propone revisar diversas construcciones sociales
del sentido.
GRACIELA SACCO
De la serie Sombras del sur y del norte: La mirada sobre lo social marca una dirección para la voluntad polémica que
Línea de gente, 2003 encierra el arte en muchas de sus expresiones. ¿Cómo se organiza la sociedad
Heliografía sobre cortina romana, contemporánea?, ¿a quiénes incluye y a quiénes excluye?, ¿para qué sirve y al
90 x 170 cm servicio de quién está la tecnología?, ¿cómo fisurar el orden simbólico
infinitamente reproducido y calcificado por los medios de difusión masiva
utilizando los rastros debilitados del restringido itinerario de la imagen artística?

Graciela Sacco plantea estas cuestiones desde el discurso visual y estético de la imagen y las trabaja con un
repertorio local y a la vez global: una foto de una manifestación en Jordania es, también, una foto de una
manifestación en cualquier otra parte en la que se reclame lo mismo.

En 1983 inicia la extensa serie de sus investigaciones heliográficas. Su primer hallazgo técnicamente renovador se
produjo cuando obtuvo imágenes con fotoserigrafía a partir de las sombras arrojadas por diapositivas. Varios años
después, en 1992, logró emulsionar e imprimir heliográficamente cualquier tipo de superficie (metal, vidrio, tela,
pan, pétalos de flores, etcétera), hecho central en una forma de producción artística que aborda tanto los desafíos
del tema como los de la experimentación técnica. Sobre las superficies de los objetos (valijas, platos, cucharas,
copas, panes, gorras, un catre, una heladera, cortinas americanas), Sacco hace aparecer imágenes inquietantes,
dilatadas visiones de la piel, fragmentos de cuerpos, rostros, de los que parte para señalizar espacios sociales
amenazados.

En la Bienal de San Pablo de 1997 presenta El incendio y las vísperas: la imagen de una manifestación impresa
sobre una serie de palos de madera astillados, semejantes a aquellos que se utilizan para portar carteles políticos.
En un incesante redoble de paralelas la imagen se astilla, se fragmenta en ritmos verticales. Una multitud avanza
con gestos de violencia. Algunos datos difusos de la vestimenta acomodan esta imagen, de trama desgranada y
abierta, en aquellos tiempos que actuaron sobre el imaginario setentista, tanto los de las revueltas parisinas de
Mayo del '68 como los que conmovieron al poder nacional durante el Cordobazo del '69. Las conflagraciones
urbanas invaden el espacio de las consagraciones artísticas. Una tensión entre escenarios urbanos y artísticos que
es recurrente en la obra de Sacco.

Es necesario reparar en el procedimiento técnico del que se vale para lograr una deliberada condensación de
tiempos y, a la vez, confrontarlos. Lo que le permite la heliografía es dar, a una imagen intensamente reproducida,
una nueva vida, un nuevo nacimiento. Así, restablece el momento inaugural de una representación que ha sido
sometida a una extensa cadena de mediaciones: desde aquel instante de la revuelta popular que quedó atrapado en
la toma fotográfica documental, pasando por la reproducción del diario de la que Sacco tomó la imagen, hasta la
presentación difusa y fragmentada que imponen las vallas y la trama abierta del registro fotográfico. Cada uno de
estos pasajes actualiza la fuerza del tema. La revelación heliográfica se apodera de todos estos sucesivos poderes
de la imagen y los reinscribe en un soporte nuevo con el propósito principal de plantear un interrogante. En esta
marcha colectiva Sacco no pretende registrar el instante preciso que atrapó la toma fotográfica, sino la latencia
activa de los tiempos, la fuerza propulsora desde la que el pasado puede interrogar el presente. Y el sentido
irrevocable del reclamo que activa a las multitudes que avanzan por las calles.
En 1997 presentó en la Bienal de La Habana una obra en la que por primera vez introdujo el tema de las multitudes
en tránsito. Sobre un conjunto de tubos de oxígeno imprimió la fotografía de un grupo de emigrantes expulsados de
su lugar de origen. La imagen introducía el discurso de la deslocalización, del borramiento de referentes espaciales
a partir del desplazamiento nómada de las multitudes que se trasladan en forma imperceptible para habitar zonas
de fronteras. Estas imágenes refieren al tráfico global de las personas para las cuales el regreso al punto de partida
ya no es posible. Para ellos, los límites se hacen provisionales y la frontera -no ya la nación- se vuelve hábitat,
espacio de vivencias cotidianas. Esta situación no carece de consecuencias. A diferencia del viaje, que presupone un
trayecto establecido y un regreso a casa, la migración es una descolocación en el tiempo y en el espacio, un
disturbio que fragmenta el mundo y el sentido de la historia y que, incluso, desplaza la línea predeterminada que
antes diferenciaba centros y periferias. Las imágenes de los emigrantes no aluden a lugares precisos, no pretenden
reponer una explicación de la historia. La memoria es convocada para colocar en un acto continuo a ese grupo de
personas que se trasladan en un tiempo y en un espacio indeterminados.

Durante un viaje por Medio Oriente, Graciela Sacco elaboró una iconografía del tránsito. Proyectó imágenes de ojos
sobre lugares emblemáticos, sobre espacios atravesados por una historia de entradas y salidas, de desplazamientos
-la puerta de Damasco en Jerusalén, los muros de Jordania, los monumentos egipcios-. En esos muros marcados
por la historia, destacó la importancia del sitio. El procedimiento que utilizó fue la materialización de imágenes
efímeras que aparecían sobre cualquier muro e inmediatamente desaparecían. Es decir, la forma en que la imagen
se realizaba evidenciaba el tránsito. Como las personas, las imágenes dejaban de pertenecer a un espacio
determinado, para pertenecer a cualquier superficie sobre la que, transitoriamente, se materializaran. El registro
fotográfico de esta intervención es perturbador. Los ojos que surgen entre las grietas y el desgaste del muro son
presencias evanescentes que sólo existen por obra de la luz, y que con la misma velocidad que ésta se diluyen,
desaparecen.

Sacco ordena series que se mezclan entre sí provocando asociaciones. Por ejemplo, Cuerpo a cuerpo o Presencias
urbanas. En la primera se ubican todas aquellas instalaciones en las que el público está necesariamente implicado.
Empieza con las imágenes que coloca en las calles, en las que ella misma aparece fotografiada apuntando con la
cámara. Cuerpo a cuerpo son también las hojas del libro Un lugar bajo el sol. Las imágenes grabadas en las páginas
de acrílico de este libro (imágenes periodísticas hiperreproducidas de manifestaciones históricas: Mayo del '68,
Jordania, la Primavera de Praga, Bosnia), se hacen visibles cuando el espectador las ilumina y las proyecta sobre
las paredes de la sala. De esta manera, el espacio funciona como un laboratorio de revelado, como una cámara
oscura en la que cada espectador otorga existencia a las imágenes en los muros. La serie Presencias urbanas
remite a la escena ciudadana, a aquellas impresiones heliográficas o materializaciones de imágenes que Sacco hace
surgir de los muros de la ciudad, confundidas entre sus grietas. En su viaje a Medio Oriente exploró el poder de la
intangibilidad, la posibilidad que le proporcionaban las proyecciones de ojos que parecían brotar de esos muros
cargados de historia. Una serie que ahondó en el año 2001 con su participación en la Bienal de Venecia, cuando
imprimió esos ojos en un soporte transparente y los adhirió en los muros interviniendo toda la ciudad. Estas
imágenes marcaron una poderosa iconografía de la diáspora contemporánea, señalando simbólicamente su
condición de límite, de frontera y de espacio entre culturas.

En una de sus más recientes exhibiciones, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (2004), Sacco presentó
una video instalación, Sombras del sur y del norte: vistos, en la que incorporó proyecciones de video con imágenes
de hombres y mujeres que nos observaban desde una fila en la que esperaban. Aunque esta obra resultaba
inseparable de la más cotidiana realidad de colas y de esperas -imágenes que, por cierto, Sacco tomó de las calles
de ciudades de Argentina-, lo central era esa puesta en escena de la mirada. El espacio de exhibición se
transformaba por las proyecciones y transparencias. Un momento mágico, hasta cierto punto impreciso e
impredecible, cautivador; un tiempo de identificación de las formas, de espera momentánea, en el que nuevamente
se materializaba el dispositivo central de su obra: contener al espectador en el tiempo de los interrogantes que
surgen entre la identificación de las formas y la reflexión sobre sus posibles sentidos. •

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CINE

El CINE MONSTRUOSO
DE RAÚL RUIZ

Radicado en Francia desde los años setenta, el cineasta chileno es autor


de una obra que desafía los manuales de la industria hollywoodense.
¿Por qué obedecer la norma de que la trama narrativa debe contener un
único conflicto central? ¿Por qué no confiar en el lenguaje de las
imágenes, en su capacidad de sugerir o mostrar otros relatos posibles?
Estas inquietudes orientan una de las apuestas más originales y
arriesgadas del cine actual.
RAÚL RUIZ
por DAVID OUBIÑA crítico cinematográfico, profesor en la UBA y en la Universidad del
Cine

Inmerso en la estimulante atmósfera cultural de los años sesenta, Raúl


Ruiz escribió incontables obras para el teatro de vanguardia antes de
dirigir su primer largometraje, Tres tristes tigres, en 1968. A partir de
entonces, se convirtió en uno de los pilares del nuevo cine chileno
junto a Miguel Littin, Aldo Francia y Helvio Soto. A esa época
pertenecen, por ejemplo, sus films Palomita blanca (1973) y El
realismo socialista (1973). Pero luego del golpe militar que derrocó a
Salvador Allende, debió exiliarse y se instaló en París. Allí ha
desarrollado una extensa obra (que incluye, entre otras, las películas
L'Hypothèse du tableau volé, 1978; Les Trois couronnes du matelot,
1982; La Ville des pirates, 1983; Le Territoire, 1981; Genealogías de
un crimen, 1997; El tiempo recobrado, 1999; La comedia de la
inocencia, 2000), por la cual ha sido reconocido como uno de los más
notables realizadores actuales. Si bien Ruiz se inscribió tanto en la
tradición del cine latinoamericano como en la del europeo, al cabo de
L' Hypothèse du tableau volé (1978) los años ha terminado por convertirse en un típico realizador de cine
francés, marcado por la impronta que el surrealismo elegante de
Buñuel dejó en ese cine. Pero en sus mejores películas, esa distancia
no es un amaneramiento sino una forma de la lucidez. Los rodeos -
escribió- son necesarios para expresar ciertos fenómenos que tienden
a replegarse cuando nos aproximamos a ellos sin ceremonia.

La multifacética personalidad del cineasta ha hecho de la proliferación, la mezcla y la experimentación las marcas de
una obra siempre cambiante. Son films que trabajan sobre estructuras abiertas, laberintos narrativos, experimentos
anárquicos que rehúyen cualquier norma y que se combinan lúdicamente en colages de estéticas contradictorias.
Ruiz parece manejarse con la misma comodidad en las superproducciones y en los films de bajo presupuesto, puede
rodar una adaptación de Proust o hacer una película para Roger Corman (el emblema del cine de clase B), y pasa
con facilidad de Shakespeare a la televisión, del verso alejandrino al folletín, del ensayo al thriller, del documental a
la fantasía. En su trabajo "imágenes de paso", el poeta chileno Waldo Rojas, un colaborador habitual, define así su
cine: "Adonde debería primar la línea recta, traza una curva; adonde [se espera] una superficie lisa, [aparece] una
corrugación, un repliegue; adonde un movimiento articulado, una contorsión. En el tejido mismo de las situaciones
fílmicas, la exuberancia de las ramificaciones determina espacios vacíos por las que circula el relato bajo el modo de
una ausencia. Paralelamente un relato impostor, simulador y parásito finge ser el principio organizador de nudos y
desenlaces, pretende reformar la dispersión de imágenes y de enunciados verbales".

Por la velocidad con que rueda y por la cantidad de films que ha acumulado (casi una centena en cuarenta años), su
producción sólo puede ser comparada a la del realizador alemán Rainer W. Fassbinder. Barroco, exuberante,
iconoclasta, el director chileno reconoce influencias de múltiples realizadores (Orson Welles, Jean-Luc Godard,
Friedrich Murnau, Fritz Lang, Luis Buñuel, Jean Cocteau, Jacques Tourneur) y escritores (Joseph Conrad, Franz Kafka,
Jorge Luis Borges, Robert Louis Stevenson), pero siempre desviados y apropiados a través de la mirada original de
su estilo. Como en un bazar, su discurso resulta hospitalario para acoger los materiales más diversos y los cruces
impensados. El reconocido crítico Serge Daney, que asistió a uno de sus rodajes, escribió en la revista Cahiers du
cinéma: "Las cosas suceden como si Ruiz ya tuviera la película enteramente filmada y montada en su cabeza o bien
como si improvisara todo". La misma sensación tiene el espectador, porque los films oscilan todo el tiempo entre un
control delirante y un fluir extrañamente ordenado.
Entre el impulso netamente narrativo y el impulso puramente poético, las películas de Ruiz parecen empeñadas en
transgredir las reglas tradicionales del relato cinematográfico dictadas por la industria de Hollywood. En Poetics of
Cinema, el cineasta cuenta que cuando comenzó a estudiar cine y teatro, su primera sorpresa fue advertir que todos
los films americanos estaban sujetos a un sistema de credibilidad: "En nuestro libro de texto [John Howard Lawson:
Cómo escribir un guión] nos enteramos de que la mayoría de los films que amábamos estaban mal hechos. Ése fue el
comienzo de un debate continuo que he mantenido con cierto tipo de literatura, cine y teatro americanos que se
considera que están bien hechos. Lo que me desagrada particularmente es su ideología subyacente: la teoría del
conflicto central". El conflicto central organiza a su alrededor los diferentes elementos de la trama. Los disciplina.
Establece un sistema de jerarquías, una línea narrativa y una direccionalidad. Una historia comienza porque alguien
quiere algo y alguien pretende impedírselo; todo aquello que no conduzca directamente a la consecución de ese
objetivo resultaría digresivo y, por lo tanto, sólo servirá al guión en la medida en que acepte someterse a ese
argumento principal. Es decir, debe normalizarse como un elemento funcional. "Lo que siempre me pareció
inaceptable -concluye el cineasta- fue esta relación directa entre el deseo, que para mí es algo oscuro y oceánico, y
el trivial juego de tácticas y estrategias urdidas alrededor de una finalidad que puede no ser banal en sí misma pero
que termina convirtiéndose en eso".

Si a Ruiz le incomoda esa idea de un conflicto central que aplana todos los elementos de la trama, no es porque se
trate de un cineasta antinarrativo. Al contrario. Es precisamente porque sus films desbordan de historias que la teoría
del conflicto central resulta un corsé muy ajustado para contenerlas. El cineasta deambula de un relato a otro,
explora todas sus posibilidades sin detenerse en ninguna. El plano ya no es sólo un nudo que concentra la acción sino
también un cruce de digresiones. Según Ruiz, "cuando vemos un film de 400 planos no vemos un film, vemos 400
films". Así, de un plano al otro, de una película a la otra, la tarea del cineasta y la del espectador consisten en
perseguir esos films secretos que anidan entre las imágenes que vemos y que viajan de incógnito a través del
espacio cinematográfico. Por definición, todo film es incompleto ya que está hecho de fragmentos (no otra cosa son
los planos) y, cuando nuestra mirada intenta completar esos fragmentos, innumerables películas acuden a nuestra
convocatoria. Cada plano es como un pequeño aeropuerto adonde van a aterrizar una multitud de films.

Lo que el cine dominante permite ver (lo que impone como imagen) es aquello que puede ser procesado según sus
propios esquemas. Lo que resulta verosímil, lo que resulta legible, es lo que tiende a convalidar un cierto paradigma
de sentido. Así planteado, el cine comercial es la expresión de un espacio totalitario. La respuesta de Ruiz consiste en
poner en cuestión lo que la imagen muestra porque allí, en lo mostrado, ella no puede dejar de manifestar (como si
fueran lapsus) lo que ha querido ocultar: las otras imágenes que podría haber sido y se ha negado a ser. Como si
sólo tuviera ojos para esos detalles involuntarios que se cuelan entre las imágenes, el cineasta dice que lo que más
le gusta en las películas de gladiadores es buscar algún avión que podría haber surcado el cielo inadvertidamente
durante el rodaje. Las reglas que gobiernan al cine actual imponen un tipo de claridad narrativa construida sobre la
exclusión del exceso, la digresión, el misterio. Pero la industria -sostiene Ruiz- no puede controlarlo todo y nunca
podrá eliminar por completo la multiplicidad de sentidos propia de las imágenes. Siempre quedan intersticios para lo
incierto. Y estos films se divierten explorándolos. Tienen algo irreverente, disoluto, maléfico o perverso.

Durante su infancia en Chiloé (tierra de quimeras y de criaturas míticas), el director recuerda haber escuchado la
historia de un monstruo cuya monstruosidad consistía en que no podía ser descripto. Una entidad sin forma, cuyos
atributos no alcanzaban a imaginarse, y tan grande que resultaba invisible. Se podría decir que el cine de Ruiz es, en
este sentido, un cine monstruoso: informe y abierto. Un cine en disponibilidad y sin cualidades. Pero hay algo utópico
en esa monstruosidad. Por entre las fisuras de lo existente, el cine se asoma a lo imaginario. Y si pretende construir
allí mundos perfectos, es porque no han sido vistos nunca antes. •

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TEATRO

TEATRO DA VERTIGEM:

EXPLORACIÓN ESPACIAL Y VÉRTIGO

Las puestas escénicas del grupo paulista lanzan un doble


desafío a la cultura brasileña: por un lado, proponen una
revisión de la religiosidad católica, desnudando sus
contradicciones; por el otro, cuestionan el código mismo de la
representación teatral, ocupando espacios públicos y
recurriendo a un lenguaje experimental que compromete
también al espectador.
por ANDRÉ CARREIRA profesor del Programa de Posgrado en Teatro de la
Universidad del Estado de Santa Catarina e investigador del CNPq/Brasil

En 1992, un grupo teatral de la ciudad de San Pablo llamó la


atención al montar su espectáculo Paraíso perdido en el
interior de una iglesia. Tres años más tarde, utilizó un ala del
Hospital Humberto Primo para las concurridas presentaciones de la obra El libro de Job, y en 1998 la puesta en
escena de Apocalipsis 1,11 ocupó el espacio de una prisión desactivada y logró convertirse en uno de los
espectáculos más importantes del teatro brasileño de las últimas décadas.

A partir de las ideas y las inquietudes del joven director Antonio Araújo, el Teatro da Vertigem [Teatro del Vértigo]
se propone reflexionar sobre la jerarquía de los espacios de representación. La decisión de utilizar una iglesia
abandonada, un pabellón hospitalario y una prisión puede considerarse una verdadera declaración de principios en
el marco del teatro brasileño. Un auténtico manifiesto, capaz de revelar las posibilidades del espacio de la ciudad;
un gesto de resistencia que cuestiona el código estricto de la sala teatral en un contexto artístico organizado por las
leyes del mercado. Ocupar espacios no convencionales y redefinirlos como ámbito escénico significa entonces
discutir lo teatral y también la cultura nacional.

Si bien el grupo declara que el eje de su trabajo es reflexionar sobre la religiosidad en el Brasil actual, las puestas
en escena constituyen sin duda un elemento clave y novedoso en sí mismo, no sólo por mostrar situaciones de alto
impacto visual sino porque la excentricidad del espacio exige que el público reubique su mirada. A su vez, los
actores se ven obligados a desarrollar su interpretación en un contexto complejo, como son los espacios de uso
público.

Aclaremos, sin embargo, que la propuesta no puede ser considerada absolutamente original. A lo largo del siglo XX,
diversas experiencias artísticas incursionaron en los espacios públicos para romper con el claustro del edificio
teatral y alcanzar otro tipo de vínculo con el espectador. Existen varios antecedentes, como la vanguardia rusa de
principios de ese siglo y sus megaespectáculos en la calle, el "teatro ambiental" propuesto por Richard Schechner,
las performances del grupo norteamericano Living Theatre, e incluso en Brasil la experiencia del director carioca
Aderbal Freire Filho con la puesta en escena de El tiro que cambió la historia en el Palacio do Catete (Río de Janeiro).

Pero la apuesta del Vertigem va más allá: por la fuerza de su exploración espacial y la potencia de las actuaciones,
construyó un discurso escénico de invasión del espacio urbano que se rebela contra los principios del escenario
tradicional y reniega de ellos. Esto se articula con una línea dramática que exige que el actor trabaje en una
frontera muy estrecha en relación con el público, en una zona de riesgo físico que conduce también a éste a un
campo de inseguridad. Al elegir estos espacios el director Antonio Araújo estableció una meta experimental para
sus actores, quienes deben desplegar su trabajo en condiciones definidas por el vértigo y la tensión.

El modo de interpretación utilizado por el Vertigem necesariamente pone en cuestión las relaciones entre el
fenómeno teatral y el campo de la realidad, así como las fronteras y repercusiones éticas y políticas del teatro en la
actualidad. Al reutilizar lugares públicos densamente significativos el grupo propone al espectador modalidades de
observación que aproximan hasta el extremo audiencia y actor. A partir de esta cercanía y de lo inusitado de los
espacios Araújo plantea situaciones dramáticas que exigen del público nuevos posicionamientos tanto físicos como
mentales.

En El libro de Job, por ejemplo, el actor que representaba al personaje bíblico, acosado por las llagas enviadas por
Dios como prueba, se desplazaba entre la gente con el cuerpo completamente cubierto por un simulacro de sangre.
Lógicamente, esta presencia abusiva generaba en el espectador una cierta ambivalencia: por un lado, el
reconocimiento de la fuerza interpretativa; por el otro, una reacción física concreta ante la inmediatez del contacto.
El cuerpo del actor funciona entonces como vector de un acontecimiento que modifica la propia percepción del
espectáculo. De la misma manera, en Apocalipsis 1,11 la inclusión de una escena de sexo explícito, entre
personajes que representaban una pareja de indios en un "show demoníaco", ponía a los espectadores en una
situación inesperada e incómoda que provocaba fuerte impacto. Sorprender con una escena de este tipo en un
ámbito físico como la prisión, que impide abandonar fácilmente la sala (porque habría que atravesar varios
corredores para salir a la calle), implica asumir una postura de potencial enfrentamiento con la audiencia, en otras
palabras, una postura de provocación. Este gesto remite a otras modalidades, como el body art y la performance, en
las cuales la exposición del performer se define como experiencia real. La exploración de sentimientos y sentidos,
tales como el dolor del propio performer, constituyen el objeto mismo del arte, que encuentra en la fusión con lo
real su principal material, y que busca por esta vía la mirada voyeur de la audiencia. Como ya dijimos, a lo largo del
siglo XX, la necesidad de establecer un vínculo más concreto con la audiencia hizo que el teatro también buscara
recursos para romper con la distancia formal de la representación clásica. Así como el francés Antonin Artaud
proponía un teatro de la crueldad que "contaminase como una plaga", el Teatro da vertigem trata de superar el
vacío de conexión con el público por "contagio", invitándolo a transitar una nueva vivencia física en lugares
especialmente temidos, con el propósito de desmoronar sus defensas.

El espacio escénico puede ser considerado aquí la gran matriz que estipula líneas de sentido posibles para la obra,
pues su aspecto excéntrico -prisión, hospital e iglesia- representa un elemento significante de primer orden a la
hora de construir un texto que se propone dialogar sobre la situación del Brasil contemporáneo y reflexionar sobre
el mundo de la religiosidad. Es decir, más que como mero soporte del texto dramático, los espacios elegidos
funcionaron como elemento alegórico, estableciendo líneas de contacto con los temas religiosos, especialmente con
el tópico de la duda frente a la fe. Además, cada lugar evocaba situaciones límite del ser humano: orar, morir,
perder la libertad.

El Teatro da Vertigem no reproduce el modelo canónico de una dirección que toma el texto dramático como punto
de partida para su realización en el escenario. Por el contrario, los textos fueron escritos a partir del trabajo de los
actores en un proceso de colaboración con el autor. Así, el espacio no es la consecuencia de una lectura del texto,
ni la puesta en escena nace de los requerimientos de un autor, es más bien una construcción que halla su estructura
orgánica en la conexión entre espacio, actores y dramaturgo.
Precisamente en este cruce se producen las performances, y el espacio es el eje de la creación escénica: todos los
elementos que componen la puesta surgen de reglas espaciales que sostienen el trabajo de los actores y definen de
hecho la dramaturgia.

En el mismo sentido, la recepción está absolutamente condicionada por las reglas y sentimientos que determina el
espacio. Los lugares de las representaciones eran simbólicos tanto para la audiencia como para los performers,
constituyendo un material significante que imponía sus propias condiciones de lectura, de producción de signos y de
interpretación.

En cuanto al abordaje de lo religioso, cuando Antonio Araújo elabora metáforas sobre el país mediante imágenes
potentes de los mitos católicos, simultáneamente está revisando sus propias referencias religiosas. La utilización del
texto bíblico revela el propósito de establecer un diálogo crítico con el universo mítico cristiano, que permanece
hondamente arraigado en la conciencia nacional brasileña. La manipulación de las imágenes y de los íconos
católicos invita al público a resignificar esa simbología. Ahora bien, a su modo esta propuesta retoma las raíces
mismas del discurso católico en Brasil, que creció bajo formas híbridas, no solamente debido al sincretismo con las
religiones africanas sino también por las formas de adaptación que le impusieron la estructura y el ritmo de vida en
una sociedad de mezclas. Según el antropólogo Roberto Da Matta, las prácticas de dominación católica en el país
siempre incluyeron una cierta "permisividad". En este sentido, el demonio que aparece en Apocalipsis 1, 11 es el
maestro de ceremonias que muestra todas las contradicciones presentes en la idea de un Cielo/Infierno post-
mortem, transformado en un Infierno concreto que es el aquí y ahora, sin ningún Purgatorio intermedio. No existe la
promesa del Cielo porque no es posible concebir una redención en las condiciones del Brasil actual.

El Teatro da Vertigem juega con los velos que cubren la fe y al mismo tiempo muestra un Brasil confuso y caótico,
pero sus puestas no pretenden resolver las tensiones que el grupo reconoce en la cultura. En un contexto en el cual
cualquier idea de solidaridad es destruida por un nuevo proyecto mundial neoindividualista, es doblemente valioso el
intento del Teatro da vertigem: buscar que el arte reinvente un terreno en el cual la vida no sea apenas "mostrada",
sino que fluya con su intensidad indomable y colectiva. •

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LECTURAS

Abelardo Castillo

EL DESERTOR

Grimaldi pudo pensar mucho más tarde, en una pensión barata


de Ciudad del Cabo o de Durban, que la primera advertencia
(pero una advertencia de quién y a propósito de qué) había
sido olvidar sus cheques de viajero en la mesa de noche de su
casa de Buenos Aires. El contacto de esa mano, su propia
mano, que ahora, en el automóvil que lo llevaba al aeropuerto
Artista invitada
de Ezeiza, se paseaba por su mejilla acariciando suavemente
TINY WEIL
una barba de dos días, le dio, de pronto, una inquietante
De la serie Itinerarios, 2005
sensación de libertad. "No podés viajar sin afeitarte", le había
Acuarela sobre papel, 50 x 40 cm
dicho su mujer esa mañana, y él le contestó que no se
preocupara, que lo haría en el aeropuerto o incluso en el avión.
Ella insistió, no le gustaba que él se descuidara. "Lo que a
ustedes no les gusta", dijo sonriendo Grimaldi, "es que se me noten las canas". Había usado el plural pensando, con
una ternura tan remota que era casi indiferencia, en Violeta, su hija adolescente que a esta hora dormía en su
cuarto del piso superior, enfundada en una camiseta con la cara de la madre Teresa, después de una noche
seguramente poblada de música estúpida, cigarrillos con olor a pachulí y de alguna pequeña porquería en el asiento
trasero del auto de su novio. Los jóvenes, en el fondo, son conmovedores, debió de pensar Grimaldi. Hacen lo que
pueden por sentirse reales. Se tocan y se lamen un poco, como cachorros, y se imaginan que están viviendo con
intensidad, hasta que un día descubren con horror que la vida los alcanzó. Grimaldi quería a su hija, por supuesto;
esta mañana no podía sentirlo pero le tenía cariño. La pregunta es por qué no podía sentirlo. Sólo que esa pregunta,
si de veras existió, no había alcanzado a formularse en su cabeza cuando dejó de importarle. "Besala por mí", le
pidió a su mujer, "no quiero despertarla". Alzó al gato y le dijo que, en su ausencia, cuidara bien a sus dos mujeres.
"Este gato", agregó en voz baja, "este gato sí que era una gran persona". Ni Grimaldi ni ella recordarían, hasta
mucho tiempo después, que él había dicho "era". Dejó al animal sobre la mesa del living, besó en la frente a su
mujer y le repitió que no se preocupara. "Te llamo desde Amsterdam en cuanto llegue, afeitado y todo". Esto había
sido una media hora atrás, en su casa de Barrio Parque. Ahora, en el automóvil que lo llevaba a Ezeiza, el chofer de
la compañía venía hablando del tiempo, del mal tiempo; había escuchado por la radio algo referido a escasa
visibilidad y a vientos y a tormenta. La gente es tan rara, debió de pensar Grimaldi. La gente, con tal de hablar, es
capaz de decir cualquier torpeza.

–Yo que usted manejaría en silencio -se oyó decir.


–Cómo, señor –preguntó el chofer.
–Que yo que usted no hablaría del mal tiempo. Puedo ser una persona impresionable.
–Perdón, señor Grimaldi –dijo el chofer.
–No se preocupe –dijo Grimaldi–. Era una broma. Me encanta volar con tormenta. Uno está allá arriba, y todo,
incluida la tormenta, sucede debajo. La vida sin sentido de la gente, la vejez, el desencanto, y hasta la felicidad,
todo sucede debajo.

El chofer lo estaba mirando por el espejo retrovisor. Cuando Grimaldi se dio cuenta, el otro desvió la vista.
Grimaldi debió de preguntarse por qué estaba hablando de esa manera, nada menos que con el chofer. Y por qué
mentía, además. No le gustaba en absoluto viajar con tormenta, ni siquiera le gustaba viajar en avión. O por lo
menos acababa de descubrir que no le gustaba. No era miedo. Debería de haber volado unas doscientas veces en
los últimos diez años, pero detestaba volar. Qué sentido tiene viajar a mil kilómetros por hora, y a diez mil metros
de altura, para llegar más rápidamente a alguna parte. No hay ningún lugar al que sea necesario llegar
rápidamente. Conocía unas veinte capitales del mundo y no hallaba la menor diferencia entre ellas. Hombres,
mujeres, adolescentes, viejos; no hace falta andar saltando por el mundo como una langosta para ver eso. En qué
se diferencia un rascacielos de cien pisos de una de estas casitas chatas y pretenciosas que estaba viendo por la
ventanilla. Salvo en el tamaño, en nada. Las casas son para la gente, y la gente es gente en todas partes. Después
de cumplir un razonable número de años, treinta, digamos, qué sorpresas puede esperar de la vida un hombre, en
Londres o en Bikanir. Y por qué estaba pensando en un lugar tan raro como Bikanir. Una calle en los arrabales de
Bikanir. ¿O fue en Bikanpur? Una calle de tierra y una vereda de chozas aplastadas, unas vacas paseando
mansamente por la calle, y un hombre, embozado en un burkha, apoyado contra la pared con un cacharro de lata
en la mano extendida. "Protector de los pobres", le había dicho en inglés, agitando el cacharro donde sonaron unas
monedas. El hombre no era indio; su cara casi negra estaba ardida y agrietada por el sol, pero tenía una larga
barba rubia, y el pelo, que le llegaba hasta los hombros, era del mismo color. Sí, Grimaldi había estado allí con su
mujer, cuando era joven, de paso hacia alguna parte. Cómo será ser ese hombre, le había preguntado ella esa
noche, en el hotel. Horrible, había dicho Grimaldi.
–Lo ayudo con el equipaje –dijo el chofer.
O sea, que ya estaban en el espigón internacional. Grimaldi contestó que no, que no hacía falta. Sólo llevaba un
bolso, apenas mayor que un bolso de mano, y un maletín. Hacía años que viajaba con lo estrictamente necesario. Si
por casualidad precisaba ropa especial, la compraba en cualquier parte, y no era raro que, antes de volver a
Buenos Aires, la olvidara intencionalmente en el hotel donde había parado. Papeles, una lapicera para firmar o
hacer firmar algún documento, otra lapicera para regalar y una computadora portátil, eso era el verdadero
equipaje, el armamento, de un caballero andante moderno. Todo lo que tenía que hacer en Europa, por otra parte,
era convencer a un grupo de holandeses de que la Argentina era el país ideal para invertir sin riesgos. Un país sin
nada donde todo el mundo quiere tenerlo todo.

En el drugstore compró una revista que, sin saber cómo, un minuto después desapareció de sus manos.
Cuando iba a despachar su equipaje para el vuelo a Amsterdam, empezaron a suceder las cosas. Primero fue lo de
los pasajes, después lo de la chica.

Grimaldi había sacado del maletín el cartapacio donde estaban sus documentos y, al abrirlo, vio que allí no había un
pasaje, sino dos. Los dos estaban a su nombre, pero el destino final de uno de ellos no era Amsterdam. Era Ciudad
del Cabo, con una extensión a Durban. La secretaria que había comprado esos pasajes debió de confundir los
itinerarios de Grimaldi y de algún otro ejecutivo de la empresa. Probablemente Rampoldi. Esos vuelos habían sido
reservados hace meses, y la operación en Sudáfrica se había cancelado una semana atrás, sólo que nadie pensó en
devolver este pasaje. La empleada que había hecho las reservas, recordó de pronto Grimaldi, ya no trabajaba en la
empresa.

–¿Cómo?
–Si va a despachar el equipaje –repitió, con una tenue ironía, la chica del mostrador. Era muy joven, muy linda, y
vagamente parecida a su hija. Lo que por otra parte no tenía nada de extraño. A la edad de Grimaldi, todas las
mujeres menores de veinticinco años se parecen. Como si fueran la misma, puesta en diversos lugares. Mesera,
recepcionista, estudiante de psicología, compañera del asiento trasero del auto. A veces llevan el pelo negro, a
veces rubio, pero son la misma. Se llaman La Chica Perfecta del Fin del Milenio.
–No estoy seguro –dijo Grimaldi, y la chica lo miró.
–Bueno –dijo la chica.

Barbudo y cincuentón, Grimaldi tenía influencia sobre las mujeres jóvenes. Sin mucho interés, pero siempre lo
supo, y ese "bueno" se lo confirmaba. También supo que en ese mismo momento, con sólo desearlo, sin moverse
un paso de Buenos Aires, podía iniciar una serie de hechos de consecuencias extraordinarias. Por ejemplo, qué
pasaría si le dijera a esa chica que no, que no iba a viajar. "No puedo explicarte por qué, pero no voy a viajar a
ninguna parte". Le mostraría el pasaje, para probar que, en efecto, renunciaba a hacerlo, después se iba a pasar el
resto del día al restorán, o daba una vuelta por Ezeiza y volvía a la hora en que las empleadas dejan su trabajo.
"Hoy no viajé porque te vi", le diría con naturalidad. Grimaldi, aquella mañana, era perfectamente libre para hacer
eso, y que esa chica terminaría enamorada de él, era algo que podía prever como si ya lo hubiera vivido.

–Qué lástima –dijo pensativo y lo repitió, y la chica volvió a mirarlo-. Sí, despachámelo en el vuelo a Amsterdam.

Hasta donde me es lícito reconstruir los hechos comprobables, las cosas, esa mañana, ocurrieron así, o más o
menos así. Su mujer recordaría durante mucho tiempo que él parecía ausente al salir de su casa, el chofer de la
compañía repitió, a su modo, la conversación en el automóvil, el vendedor de la librería del drugstore había
reparado en aquel hombre alto que compró una revista extranjera muy cara y, apenas al salir, la tiró al cesto de
papeles, la chica de los equipajes recordaba perfectamente al maduro señor de ojos grises que despachó su bolso a
Amsterdam. Se sabe, también, que los altoparlantes del aeropuerto propalaron su nombre pidiendo en castellano,
en inglés y en francés, que se presentara en el vuelo 501. Lo demás es conjetural, porque a Grimaldi nadie volvió a
verlo nunca. Pero yo sé que fue en ese momento, cuando los altoparlantes del aeropuerto lo reclamaban como a un
evadido, que Grimaldi, sin equipaje, sin cheques de viajero, con un maletín en el que había unos cientos de dólares
y un pasaje que nadie iba a tener en cuenta, se dirigió hacia la compañía de los vuelos a Ciudad del Cabo.

Hay una calle, en los arrabales de Bikanir, en la India, que es exactamente igual a como debió de ser hace cien
años. Por qué camino llegó Grimaldi hasta esa calle, sólo me es posible imaginarlo. De todos modos, entre
Sudáfrica y la India sólo hay, aunque vasto, un mar de por medio.
Lo veo, primero, en la costa occidental del océano Índico, en algún hotel de tercera categoría. Su barba de dos días
ya es una encanecida barba de un mes. Allí vendió la computadora y, con un vago e inexplicable sentimiento de
tristeza, la estilográfica. Lo veo viajando en una barcaza destartalada y crujiente hacia el nordeste. Este viaje duró
semanas, o meses. En alguna de las islas del archipiélago de Seychelles, desembarcó y se quedó un día y una
noche enteros. Resplandecientes mujeres europeas y americanas, hombres con camisas floreadas que hablaban de
negocios, y alguna otra adolescente parecida a su hija, que en esta ocasión no le sonrió ni lo miró, le hicieron
añorar, quizá por última vez, su casa de Barrio Parque: esa noche hizo una llamada a Buenos Aires, pero cortó la
comunicación antes de escuchar ninguna voz y sin pronunciar una palabra. Después, ha vuelto a embarcarse;
después ya hace días que camina hacia el norte, junto a un largo perro gris, bajo la lluvia. Todo esto ocurrió hace
mucho tiempo, tanto, que aquel perro ha muerto. Lo veo ahora con una barba de años, sentado en el suelo. Está
vestido con un burkha que casi le cubre la cara y apoya la espalda contra la pared de una casa de barro, pintada de
blanco. Ya ha olvidado muchas cosas pero ha aprendido a decir dulcemente "oh, protector de los pobres", en hindi.
Tiene un cacharro de cobre en la mano. Por la calle de tierra, pasan, mansamente, unas vacas escuálidas. •
Abelardo Castillo

Nació en San Pedro, provincia de Buenos Aires, en 1935. Novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, es uno de los
escritores argentinos de mayor prestigio e influencia. Es autor de tres novelas esenciales, El que tiene sed (1985),
Crónica de un iniciado (1991) y
El Evangelio según Van Hutten (1999); de los libros de cuentos Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el
templo y Las maquinarias de la noche, y de las obras de teatro Israfel, ya un clásico de la dramaturgia
argentina, y El otro Judas.

Entre 1959 y 1986, fundó y dirigió tres míticas revistas literarias El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro y El
Ornitorrinco. Cuentos, novelas, ensayos y piezas teatrales de Castillo han sido traducidos a trece idiomas. A lo largo
de su trayectoria ha recibido algunos de los premios más importantes: Premio Internacional de Autores Dramáticos
Contemporáneos (UNESCO, París), Premio Casa de las Américas, Premio Municipal de Novela, Premio Nacional
Esteban Echeverría y Premio Konex de Platino.

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todaVÍA # 11 | Agosto de 2005

© 2005 Fundación Osde. Todos los derechos reservados. Registro de la Propiedad Intelectual Nº 359.200 / ISSN 1666-5872
ILUSTRACIONES

CANDOMBE

por BIANKI ilustrador y diseñador

Un grupo de tamborileros recorre las calles de una pequeña ciudad tocando


sus tambores de candombe. La gente interrumpe sus tareas para bailar y
seguirlos sin parar todo el tiempo que dure el carnaval. Cientos de
personas se suman a la fiesta.

Cuando escucho los tambores también yo me acerco, atrapado por el ritmo


de la música, por la particularidad de los pintorescos personajes que
desfilan danzando y por la atmósfera de exaltación y color que los rodea.
Mientras los tamborileros y bailarines siguen su desfile, yo camino detrás
dibujando ese recorrido luminoso, intentando captar escenas, situaciones,
momentos. Ellos han sido el motivo inspirador de estos dibujos.•

Bianki (Diego Bianchi) nació en La Plata en 1963, y desde 1999 vive en el


Real de San Carlos, en Colonia. Sus últimos libros en el campo de la
literatura infantil y juvenil son Mon petit cheval (Francia, 2002), Pleine lune
(Francia, 2003), Restorán (Buenos Aires, 2003), ¿Quién corre conmigo?
(con Ruth Kaufman, Buenos Aires, 2004) y Candombe, fièvre du carnaval
(Francia, 2005). Fue invitado, además, para representar a la ciudad en la
que vive en el hiperlibrodeartista-itinerante del Place Project (Barcelona).

Fundó, junto con Langer, las revistas de artes visuales Lápiz Japonés y la
Comuna, y actualmente se encuentra trabajando en Papeles fútiles, una
compilación que reunirá sus trabajos de los últimos diez años como
ilustrador para la prensa. Desde 2003, es uno de los responsables del sello
de libros ilustrados Pequeño editor.

Imágenes pertenecientes al libro


Candombre, fièvre du carnaval,
de Editions du Rouergue, París, 2004

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