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Extracto de Bunge, M. (2015). El conocimiento: genuino y espurio. En Materia y mente. Una investigación
filosófica (pp.413-457). España: Laetoli.
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Mario Bunge (Florida, Buenos Aires, 1919) es uno de los filósofos de la ciencia más reconocidos en todo el
mundo. Su formación humanística y política se enraizó en los barrios obreros de Buenos Aires, que recorrió
de niño junto a su padre, médico y diputado socialista. A los 19 años fundó la Universidad Obrera Argentina
(UOA), que fue clausurada en 1943 por la dictadura militar. En la década de 1960 dio clases en las
universidades de Texas, Temple, Deleware (EE UU) y Friburgo (Alemania) y finalmente se estableció en
Canadá, donde ha sido profesor de la Universidad McGill de Montreal, Quebec, la más antigua del país. Autor
de más de 50 libros, casi todos en inglés, ha recibido 19 doctorados ‘honoris causa’ y el premio Príncipe de
Asturias de Humanidades en 1982. Sus libros han sido traducidos a numerosas lenguas. En 2011, la revista
‘Science’ elaboró una lista de los científicos más influyentes de los últimos 200 años: “The Science Hall of
Fame”. Mario Bunge ocupaba el puesto 113 y era el único de origen hispanohablantes entre los 300 primeros.
percate de que lo siente o sabe. Además, estas técnicas permiten localizar dichos procesos mentales
de una manera no invasiva. Un ejemplo es el artículo de Morris, Öhman y Dolan (1998), el cual –
como era de esperar- no cita ni un solo estudio psicoanalítico. Echémosle un vistazo.
La amígdala es el diminutivo órgano del cerebro que siente emociones básicas, intensas y antiguas,
tales como el miedo y la ira. Cuando este sistema sufre una lesión, la vida social y emocional de la
persona queda gravemente disminuida. Se puede monitorizar la actividad de la amígdala con un
tomógrafo PET: este aparato permite al experimentador detectar las emociones del sujeto y hasta
localizarlas en uno de los lados de la amígdala. Sin embargo, puede que esa actividad neuronal no
llegue al nivel consciente. En este caso, sólo un tomógrafo cerebral puede ayudar.
Por ejemplo, si a un sujeto normal se le muestra brevemente una cara de enfado e inmediatamente
después una máscara inexpresiva, el individuo informará que ha visto la última pero no la primera.
Sin embargo, el escáner muestra algo diferente. Muestra que si la cara de enfado se ha asociado a un
estímulo aversivo, como por ejemplo un estallido de ruido blanco de gran intensidad, la imagen activa
la amígdala aun cuando el sujeto no recuerde haberla visto. En síntesis, la amígdala “sabe” algo que
el órgano de la conciencia (sea cual sea y esté donde esté) no sabe. Los psicoanalistas podrían utilizar
el mismo método para medir la intensidad del odio de un varón hacia su padre. Pero no lo hacen,
porque no creen en el cerebro: su psicología es idealista y, por tanto, descerebrada.
El número de ejemplos de pseudociencia puede multiplicarse a voluntad. La astrología, la alquimia,
la parapsicología, la caracterología, el creacionismo “científico”, el “diseño inteligente”, la “ciencia
cristiana, la rabdomancia, la homeopatía y la memética se consideran, generalmente,
pseudocientíficas (véase, por ejemplo, Kurtz, 1985; Randi, 1982; y The Skeptical Inquirer). Menos
general es, en cambio, la aceptación de que el psicoanálisis, considerado ampliamente la ciencia del
inconsciente, es también una falsa ciencia. Examinemos si esta disciplina cumple los requisitos que,
según la sección 13.1, caracterizan a las ciencias maduras.
Para comenzar, el psicoanálisis viola la ontología y la metodología de todas las ciencias genuinas. En
efecto, sostiene que el alma (mind [mente], según la traducción convencioneal al inglés de las obras
de Freud) es inmaterial, aunque puede actuar sobre el cuerpo, como lo prueban los efectos
psicosomáticos. Sin embargo, el psicoanálisis no propone los mecanismos mediante los cuales una
entidad inmaterial podría modificar el estado de una cosa material: sólo afirma que es así. Además,
dicha afirmación es dogmática, ya que los psicoanalistas, a diferencia de los psicólogos, no llevan a
cabo comprobaciones empíricas. El propio Freud ya había disociado enfáticamente el psicoanálisis
de la psicología experimental así como de la neurociencia. Tanto es así que el programa de estudios
de la Faculta de Psicología que él esbozó no incluye cursos relacionados con ninguna de las dos
disciplinas.
Para conmemorar el primer centenario de la publicación de La interpretación de los sueños de Freud,
el International Journal of Psychoanalysis publicó un artículo escrito por seis analistas de Nueva
York (Vaughan et al., 2000), que pretendían ofrecer un informe sobre la primera comprobación
experimental del psicoanálisis en todo un siglo. En realidad, no se trató de un experimentó en
absoluto, puesto que no incluyó un grupo control. Por tanto, los autores no tenían derecho a concluir
que las mejoras observadas se debían al tratamiento: también pudieron haber sido espontáneas. En
consecuencia, los psicoanalistas no usan el método científico porque no saben de qué se trata. Al fin
y al cabo, los autores no son científicos formados, sino solo médicos en ejercicio, en el mejor de los
casos.
El psicoanalista francés Jacques Lacan –una figura de culto “posmoderna”- admitió lo que acabamos
de afirmar y sostuvo que el psicoanálisis, lejos de ser una ciencia, es una práctica puramente retórica:
l’art du bavardage o el arte de la palabrería. Por último, dado que los psicoanalistas sostienen que
sus opiniones son a la vez verdaderas y eficaces, sin haberlas sometido jamás ni a comprobación
experimental ni a ensayos clínicos rigurosos, no se puede decir que procedan con la honradez
intelectual que se espera de los científicos (aun cuando estos fallen en ocasiones). En suma, el
psicoanálisis no cumple las condiciones para ser considerado una ciencia. Contrariamente a la tan
difundida creencia, el psicoanálisis ni siquiera es una ciencia fallida, aunque sólo sea porque no utiliza
el método científico y pasa por alto los contraejemplos. No es más que una psicología clínica
curanderil.