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En la introducción a Fedra, Racine asegura que es la obra mejor lograda de cuantas haya
escrito, aunque pone a juicio de los lectores de su época la posibilidad de encontrar una
superior; éste ejercicio de aparente humildad esconde una intención a la vez que
manifiesta una actitud frente a la obra de teatro como obra artística.
Sin duda la respuesta a estas preguntas es afirmativa en ambos casos, puesto que
reconocemos que todo autor tiene una intencionalidad al realizar la obra de arte y se ha
estudiado la influencia que ejerce el entorno sociocultural en la producción artística. Sin
embargo por la estructura y la forma de la misma obra, nos quedan ciertas dudas de su
utilidad y el planteamiento que hace el autor. Por lo tanto junto al par de preguntas que
ya realizamos agregamos tres más: ¿Es Fedra una tragedia didáctica? ¿Busca Racine dar
una lección moralizante a los espectadores de su época? ¿Qué finalidad buscaba el autor
con la representación de su obra?
Auerbach anota que “en las tragedias del clasicismo francés reina el más estricto
aislamiento de los personajes y los episodios trágicos respecto a lo inferior” (2014, 360)
lo que presenta a los personajes en una esfera aparentemente ‘superior’ y hace que la
tragedia adquiera una dimensión sobrenatural, alejada de la cotidianidad rompiendo con
el teatro representativo de la época.
El mundo teatral está definido por oposición radical entre un mundo que tiene
habitantes sin consciencia y el héroe o protagonista que goza de plena consciencia
aunque niegue el mundo y su propia vida; Goldmann clasifica las tragedias racinianas
según sean con o sin peripecia y con o sin reconocimiento, dependiendo de la posición
del héroe en el mundo representado (1985, 415) lo que conduce al análisis y la
perspectiva desde la cual se puede observar la obra.
La exageración por el desconocimiento del fuero interno de Fedra, hace que Enona
reduzca lo trágico a lo fáctico, con una visión sumamente limitada que no se proyecta, y
que cuyo resultado es la incapacidad de ver en perspectiva: “¿Cómo? ¿Qué
remordimientos os desgarran? ¿Qué crimen ha podido producir tan premiosa pena? ¿No
se habrán manchado vuestras manos con sangre inocente?” (I, 3). De antemano sabemos
que el desenlace va a ser trágico puesto que Fedra confiesa: “Gracias al cielo, mis
manos no son criminales. ¡Ojalá hicieran los Dioses que mi corazón fuera tan inocente
como ellas!” (I, 3) en la petición de inocencia para su corazón (sentimientos) a
semejanza de sus manos (acciones) nos deja ver el problema del yo interior y los
sentimientos que desencadenarán el trágico final. Se contrapone al planteamiento de
Enona que funciona como pregunta retórica, no añade nada al conjunto, sino que más
bien dispersa y distrae de la protagonista.
Auerbach recuerda que en algunas tragedias “hay peripecia porque el personaje trágico
todavía cree poder vivir sin compromiso imponiendo al mundo sus exigencias, y hay
reconocimiento porque acaba por tomar consciencia de la ilusión que se ha
abandonado” de allí resulta que el encubrimiento del personaje trágico, llevado a su
límite máximo lo sostiene siempre en su actitud elevada, en un primer plano, rodeado de
objetos, séquito, pueblo, paisaje y universo como si se tratara de trofeos de victoria, que
están para su servicio o a su disposición. (2014, 353)
Aún nos queda el detalle de la reflexión moral, cierta propensión a la separación de los
estilos está llevada tan lejos, que las consideraciones prácticas y los reparos suscitados
por la situación provienen de personajes de una esfera inferior, y continuamos con la
acción escindida: la heroína permanecen alejada, o en estado de alejamiento
autoimpuesto; su apasionada sublimidad desdeña toda reflexión, mientras Enone la
cuestiona diciéndole: “¿cuándo os decepcionó mi fidelidad? ¿Pensáis en que mis brazos
no os recibieron al nacer? Todo lo dejé por vos, mi país, mis hijos. Y a mí adhesión
habríais reservado este premio?” ella actua como centro todo el tiempo (I,3), luego
advierte a su interlocutora que no soportará la verdad, y entre ellas no hay espacio para
el diálogo: “¿Qué frutos esperas de tanta violencia? Te estremecerás de horror si rompo
mi silencio”. (I,3) Fedra le muestra que sus mundos son distintos, la perjudicada no va a
ser ella, sino la impertinente criada.
A pesar del alejamiento de la criada y la señora, Racine encuentra todavía una forma de
defender el valor moral de la tragedia contra los ataques del lado “devoto cristiano”
intentando presentar a sus antiguos compañeros las ventajas de un teatro con mensaje.
Esto lo lleva a dar un giro en exceso “virtuoso” al pensamiento (2014, 361), lo que no
implica que sea ese su objetivo final. En su amplia búsqueda de naturaleza encontramos
una síntesis de elementos contradictorios (1985, 489) por ejemplo el análisis de Enona
ante la aparente muerte de Teseo: “pero esta nueva desgracia os prescribe otras leyes”
(II,1) para sugerir a su señora que acomode los sucesos en su beneficio, como precisa
Auerbach: “no es precisamente la maldad moral lo incompatible con la sublimidad de su
héroe principesco, sino el cálculo de la ventaja, bajo y práctico” (2014, 361) en “raro”
contraste con la pasión amorosa.
Ésta pasión merece que dediquemos al menos una breve mirada: si bien es incompatible
toda muestra de corporeidad propia de la criatura, sólo la muerte, como suceso de alto
estilo, es indispensable, ningún héroe debe ser viejo, ni estar enfermo, caduco o
deformado. (362) sin la participación de lo corporal sino para ser vehículo de diálogos
asistimos a una potenciación de la individualidad, que pone en jaque esa supremacía del
yo capaz de conocer y rebasar sus límites. Ahora es ese yo que se regodea de sí mismo y
se lanza al abismo de sus pasiones incontrolables y confusas, como confiesa Hipólito a
Aricia:
¡con qué turbación me veo ahora sometido a la ley común, arrastrado fuera de mí
mismo! Un instante ha vencido mi imprudente audacia: esta alma tan llena de soberbia
cesó de ser libre. (II,2)
Al respecto Goldmann señala que los Jansenistas no iban al teatro y la nobleza que se
relacionaba con ellos no era parte importante del público, por lo que no se comprende la
intencionalidad de Racine al componer y presentar la tragedia, al recoger elementos
fundamentales del drama moral decide analizar el dilema al que se enfrentan los
jansenistas, de modo que no quiere usar la representación como medio de edificación,
sino de ilustración del problema (1985, 492): Fedra es cristiana, y no quiere renunciar ni
a su ser creyente ni a su ser amante, asi lo plantea a Hipólito: “¡Ah, señor, cómo ha
querido el cielo, al que oso invocar aquí, exceptuarme de esta ley común! ¡Bien
diferente es el cuidado que me devora y me perturba!”(II, 5). En esa dicotomía recibe el
anuncio y el impulso de Enone como una ilusión, una posibilidad de conciliación entre
su ser ético y su ser humano.
¿Pretende Racine mostrar al público una forma de reconciliación de dos extremos tan
radicales como los expuestos por los jansenistas? Ahí precisamente se revela su
posición ante la realidad: el autor presenta en ésta tragedia la fuerza poderosa que
precipita a los hombres de sus derroteros y los aniquila, y, al crear una atmósfera,
considera Auerbach que en Phèdre consigue, de la manera más feliz que el tiempo y el
espacio se aproximen a lo absoluto y extra-histórico. (2014, 364) El oyente o el lector
tienen la impresión de un escenario absoluto, mítico y no circunscribible terrenalmente;
un escenario aislado en el cual los personajes trágicos son puestos en crisis, son alejados
de los eventos triviales, y, dialogando en estilo sublime, se entregan a sus pasiones
fundamentales.
¿Existe alguna solución posible que el espectador pueda hallar frente a éste panorama
tan desolador? ¿si el objetivo del autor no es la identificación directa y exacta, cual es la
pretensión final?
Concluimos que el arte de Racine estaba hecho para su época y para un público
específico, al buscar un punto de referencia se comparaba con la generación
(inmediatamente) precedente y notaba que mientras los demás autores acumulaban gran
cantidad de sucesos y una línea temporal bastante amplia, él presentaba sucesos simples
(aparentemente) conectados unos con otros y con conflictos espirituales y psicológicos
en vez de pomposas aventuras con sencillez ejemplar y de validez universal.
La separación francesa de los estilos significa mucho más que la mera imitación de la
antigüedad, en el sentido de los humanistas del s XVI; el modelo antiguo es
sobrepasado y se produce una ruptura tajante con la milenaria tradición popular cristiana
de la mezcla de estilos, el ensalzamiento del personaje trágico y el culto de las pasiones,
que por llevarse al máximo son precisamente anticristianos señala el crítico alemán.
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Referencias: