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Carlos Andrés Serrano Hoyos

AXIOLOGÍA Y TOMA DE POSICIÓN DE RACINE


FRENTE A SU ENTORNO EN FEDRA

En la introducción a Fedra, Racine asegura que es la obra mejor lograda de cuantas haya
escrito, aunque pone a juicio de los lectores de su época la posibilidad de encontrar una
superior; éste ejercicio de aparente humildad esconde una intención a la vez que
manifiesta una actitud frente a la obra de teatro como obra artística.

Las tragedias del clasicismo francés (s XVII-XVIII) se diferenciaron por su actitud


purista frente a los aspectos escénicos y dramáticos del conjunto general de las obras
producidas en el continente y lograron con esta preceptiva marcar una distancia con el
teatro de su época. Esa combinación de normas que siguió el autor y que regía la
dramaturgia producida en la Francia de la época ¿buscaba manifestar alguna condición
especial de su tiempo? ¿quería revelar alguna relación entre el texto, la representación y
la sociedad de esa época?

Sin duda la respuesta a estas preguntas es afirmativa en ambos casos, puesto que
reconocemos que todo autor tiene una intencionalidad al realizar la obra de arte y se ha
estudiado la influencia que ejerce el entorno sociocultural en la producción artística. Sin
embargo por la estructura y la forma de la misma obra, nos quedan ciertas dudas de su
utilidad y el planteamiento que hace el autor. Por lo tanto junto al par de preguntas que
ya realizamos agregamos tres más: ¿Es Fedra una tragedia didáctica? ¿Busca Racine dar
una lección moralizante a los espectadores de su época? ¿Qué finalidad buscaba el autor
con la representación de su obra?

Auerbach anota que “en las tragedias del clasicismo francés reina el más estricto
aislamiento de los personajes y los episodios trágicos respecto a lo inferior” (2014, 360)
lo que presenta a los personajes en una esfera aparentemente ‘superior’ y hace que la
tragedia adquiera una dimensión sobrenatural, alejada de la cotidianidad rompiendo con
el teatro representativo de la época.

El mundo teatral está definido por oposición radical entre un mundo que tiene
habitantes sin consciencia y el héroe o protagonista que goza de plena consciencia
aunque niegue el mundo y su propia vida; Goldmann clasifica las tragedias racinianas
según sean con o sin peripecia y con o sin reconocimiento, dependiendo de la posición
del héroe en el mundo representado (1985, 415) lo que conduce al análisis y la
perspectiva desde la cual se puede observar la obra.

La propuesta de un Dios Oculto que es confrontado desde el orden social y el yo


individual (casi siempre del protagonista o héroe) es la que domina la obra de Racine.
Fedra lo explica cuando es interpelada por Enone en la escena 3 del acto I “¿Dónde
estoy? ¿Y qué he dicho? ¿Dónde dejo extraviar mi espíritu y mis deseos? Perdí la razón:
los Dioses me la arrebataron”. La mención a los dioses en conjunto se refiere a la
divinidad, el ser superior que no tiene voz pero realiza todo cuando pueda para reducir
al héroe –en este caso Fedra– que ha confrontado su entorno con sus deseos y su
voluntad (que supera la barrera de lo divino)

Constatar la ruptura con la divinidad puede suscitar en los espectadores un llamado a


recuperar el orden de las cosas, en este sentido la obra tendría que servir como modelo
comportamental y tradicional. Ante la actitud planteada por Fedra desde el primer acto y
su problemática con Hipólito, la ficción teatral movería el interior y permitiría que como
ejemplo apremiara a los asistentes a no repetir los hechos presentados. La obra actuaría
como una advertencia. El final trágico reforzaría ésta opinión, al estilo de Aristóteles en
su poética, y el ejemplo formaría positivamente a los individuos.

La exageración por el desconocimiento del fuero interno de Fedra, hace que Enona
reduzca lo trágico a lo fáctico, con una visión sumamente limitada que no se proyecta, y
que cuyo resultado es la incapacidad de ver en perspectiva: “¿Cómo? ¿Qué
remordimientos os desgarran? ¿Qué crimen ha podido producir tan premiosa pena? ¿No
se habrán manchado vuestras manos con sangre inocente?” (I, 3). De antemano sabemos
que el desenlace va a ser trágico puesto que Fedra confiesa: “Gracias al cielo, mis
manos no son criminales. ¡Ojalá hicieran los Dioses que mi corazón fuera tan inocente
como ellas!” (I, 3) en la petición de inocencia para su corazón (sentimientos) a
semejanza de sus manos (acciones) nos deja ver el problema del yo interior y los
sentimientos que desencadenarán el trágico final. Se contrapone al planteamiento de
Enona que funciona como pregunta retórica, no añade nada al conjunto, sino que más
bien dispersa y distrae de la protagonista.
Auerbach recuerda que en algunas tragedias “hay peripecia porque el personaje trágico
todavía cree poder vivir sin compromiso imponiendo al mundo sus exigencias, y hay
reconocimiento porque acaba por tomar consciencia de la ilusión que se ha
abandonado” de allí resulta que el encubrimiento del personaje trágico, llevado a su
límite máximo lo sostiene siempre en su actitud elevada, en un primer plano, rodeado de
objetos, séquito, pueblo, paisaje y universo como si se tratara de trofeos de victoria, que
están para su servicio o a su disposición. (2014, 353)

Si bien alejar la acción y la trama de la vida cotidiana crea un efecto especial en el


espectador y reconocemos que:
La condición principesca (o elevada) y el realzamiento ligado a ella se han transformado
en parte de su esencia natural, inseparable de su substancia, e incluso ante Dios o ante la
muerte aparecen en la actitud que conviene a la realeza; en completa oposición a la
representación criatural… Sin embargo, erraría quien pretendiera negarles lo humano-
natural, la espontaneidad y la sencillez, como lo han hecho a menudo los románticos.
Tratándose de Racine, al menos, dicho juicio revela una total incomprensión, pues sus
personajes son perfectamente naturales y humanos, solo que subida conmovedoramente
humana y ejemplar se desarrolla en un nivel elevado, que se ha hecho para ellos
connatural. Hasta ocurre a veces que por la misma elevación se logran los efectos más
encantadores y profundamente humanos (2014, 355)

Y se tiene la tentación de ver en Fedra un drama “pedagógico” o “moralizante” cuando


no hay nada más alejado de la realidad y más anacrónico que continuar afirmándolo.
Entonces ¿por qué planteamos la pregunta si sabíamos que la respuesta era negativa?
para identificar los elementos por los cuales el drama no es moralizante y resaltar el
compromiso socio-histórico del autor identificando la axiología de Racine al producir
Fedra.

En la sublimidad que notábamos que rodeaba a los personajes, especialmente la


protagonista, Auerbach señala que Racine:
los aísla y los mantiene aparte, los príncipes y princesas de la tragedia se entregan a sus
pasiones. Sólo penetran en su alma las consideraciones más altas liberadas de la
confusión de lo diario purificadas del olor y sabor de lo cotidiano (2014, 360)

Es un efecto poderoso de las pasiones en las obras de Racine, y se encuentra soportado


en el “aislamiento atmosférico” y la narración fluida y sin interrupciones de la
representación (361)

Aún nos queda el detalle de la reflexión moral, cierta propensión a la separación de los
estilos está llevada tan lejos, que las consideraciones prácticas y los reparos suscitados
por la situación provienen de personajes de una esfera inferior, y continuamos con la
acción escindida: la heroína permanecen alejada, o en estado de alejamiento
autoimpuesto; su apasionada sublimidad desdeña toda reflexión, mientras Enone la
cuestiona diciéndole: “¿cuándo os decepcionó mi fidelidad? ¿Pensáis en que mis brazos
no os recibieron al nacer? Todo lo dejé por vos, mi país, mis hijos. Y a mí adhesión
habríais reservado este premio?” ella actua como centro todo el tiempo (I,3), luego
advierte a su interlocutora que no soportará la verdad, y entre ellas no hay espacio para
el diálogo: “¿Qué frutos esperas de tanta violencia? Te estremecerás de horror si rompo
mi silencio”. (I,3) Fedra le muestra que sus mundos son distintos, la perjudicada no va a
ser ella, sino la impertinente criada.

A pesar del alejamiento de la criada y la señora, Racine encuentra todavía una forma de
defender el valor moral de la tragedia contra los ataques del lado “devoto cristiano”
intentando presentar a sus antiguos compañeros las ventajas de un teatro con mensaje.
Esto lo lleva a dar un giro en exceso “virtuoso” al pensamiento (2014, 361), lo que no
implica que sea ese su objetivo final. En su amplia búsqueda de naturaleza encontramos
una síntesis de elementos contradictorios (1985, 489) por ejemplo el análisis de Enona
ante la aparente muerte de Teseo: “pero esta nueva desgracia os prescribe otras leyes”
(II,1) para sugerir a su señora que acomode los sucesos en su beneficio, como precisa
Auerbach: “no es precisamente la maldad moral lo incompatible con la sublimidad de su
héroe principesco, sino el cálculo de la ventaja, bajo y práctico” (2014, 361) en “raro”
contraste con la pasión amorosa.

Ésta pasión merece que dediquemos al menos una breve mirada: si bien es incompatible
toda muestra de corporeidad propia de la criatura, sólo la muerte, como suceso de alto
estilo, es indispensable, ningún héroe debe ser viejo, ni estar enfermo, caduco o
deformado. (362) sin la participación de lo corporal sino para ser vehículo de diálogos
asistimos a una potenciación de la individualidad, que pone en jaque esa supremacía del
yo capaz de conocer y rebasar sus límites. Ahora es ese yo que se regodea de sí mismo y
se lanza al abismo de sus pasiones incontrolables y confusas, como confiesa Hipólito a
Aricia:
¡con qué turbación me veo ahora sometido a la ley común, arrastrado fuera de mí
mismo! Un instante ha vencido mi imprudente audacia: esta alma tan llena de soberbia
cesó de ser libre. (II,2)

Auerbach anota que se manifiesta:


“el sentimiento de la decencia corporal –la cual, para una sensibilidad moderna, está en
raro contraste con la pasión amorosa, desatada por donde quiera– lo que ha incitado a
Racine a suavizar el género de acusación lanzado contra Hipólito (363)

Vemos un contraste con las obras de la antigüedad: el amor raramente es un tema de


estilo elevado, como tema principal es materia de poemas de nivel medio, y tan pronto
se habla de él en cualquier tipo de obras, se menciona de manera cotidiana lo corporal.
En el clasicismo francés ocurre lo contrario: al acoger la concepción del amor cortés con
alguna influencia de la mística y el desenvolvimiento del petrarquismo entramos en
reino de “espíritus algo corporales” “esencias psíquicas atormentadas”

Al respecto Goldmann señala que los Jansenistas no iban al teatro y la nobleza que se
relacionaba con ellos no era parte importante del público, por lo que no se comprende la
intencionalidad de Racine al componer y presentar la tragedia, al recoger elementos
fundamentales del drama moral decide analizar el dilema al que se enfrentan los
jansenistas, de modo que no quiere usar la representación como medio de edificación,
sino de ilustración del problema (1985, 492): Fedra es cristiana, y no quiere renunciar ni
a su ser creyente ni a su ser amante, asi lo plantea a Hipólito: “¡Ah, señor, cómo ha
querido el cielo, al que oso invocar aquí, exceptuarme de esta ley común! ¡Bien
diferente es el cuidado que me devora y me perturba!”(II, 5). En esa dicotomía recibe el
anuncio y el impulso de Enone como una ilusión, una posibilidad de conciliación entre
su ser ético y su ser humano.

¿Pretende Racine mostrar al público una forma de reconciliación de dos extremos tan
radicales como los expuestos por los jansenistas? Ahí precisamente se revela su
posición ante la realidad: el autor presenta en ésta tragedia la fuerza poderosa que
precipita a los hombres de sus derroteros y los aniquila, y, al crear una atmósfera,
considera Auerbach que en Phèdre consigue, de la manera más feliz que el tiempo y el
espacio se aproximen a lo absoluto y extra-histórico. (2014, 364) El oyente o el lector
tienen la impresión de un escenario absoluto, mítico y no circunscribible terrenalmente;
un escenario aislado en el cual los personajes trágicos son puestos en crisis, son alejados
de los eventos triviales, y, dialogando en estilo sublime, se entregan a sus pasiones
fundamentales.

Las reglas de la unidad contribuyen en forma considerable en la separación y el


aislamiento del episodio trágico. Limitan al mínimo el engarzamiento del episodio con
su ambiente. En un mismo lugar, en el corto espacio de 24 horas, con una acción
desprendida por entero de sus lejanas ramificaciones, la raigambre histórica, social,
económica y comarcal del acaecer puede tan sólo ser expresada por medio de
indicaciones de un carácter muy general. Como anota Goldmann (1985, 495) la tragedia
griega encuentra la jansenista y se identifican.

¿Existe alguna solución posible que el espectador pueda hallar frente a éste panorama
tan desolador? ¿si el objetivo del autor no es la identificación directa y exacta, cual es la
pretensión final?

Anota Auerbach que:


“Para alabar las tragedias de Racine y sus contemporáneos se usaban términos como
naturaleza, razón, sano entendimiento humano y verosimilitud. Pero, ¿Cómo puede ser
racional y natural realzar tanto a los personajes y hacerlos hablar de forma tan
estilizada? ¿Cómo es verosímil que los sucesos sucedan tan rápido y en el mismo
espacio?”

Concluimos que el arte de Racine estaba hecho para su época y para un público
específico, al buscar un punto de referencia se comparaba con la generación
(inmediatamente) precedente y notaba que mientras los demás autores acumulaban gran
cantidad de sucesos y una línea temporal bastante amplia, él presentaba sucesos simples
(aparentemente) conectados unos con otros y con conflictos espirituales y psicológicos
en vez de pomposas aventuras con sencillez ejemplar y de validez universal.

El señalamiento de la negación trágica y lo absurdo que podría presentarse a un mundo


tan estilizado, soberbio e ilustrado como el francés del s XVIII al pretender resolver
exclusivamente entre dos contrarios develaba lo ilógico, insensato e “irracional” que
resultaba la propuesta fideísta que se pretendía asumir, era volver de cierto modo a la
paradoja pascaliana. Enfatiza Goldmann que en ese mundo “solo Fedra es humana”
puesto que ante las dificultades humanas “Hipólito… solo tiene una reacción: la huida”
(1985, 496)

Lo natural de la época de Racine no se contrapone a lo “civilizado” como creeríamos


sino a lo que se desarrolla sin complejos ni ostentación, que manifestaba con mayor
altura las alturas de la vida, que el tumulto histórico bajo y confuso. Lo natural llego a
expresar lo humano-eterno; y como psicológico algo permanente (lo eternamente
humano) Auerbach lo conoce como una “profunda humanidad” (2014, 367) ante la
corte francesa que, con elementos del barroco tardío, integrantes pulcramente vestidos y
más pulcramente comportados, ha construido como requisito y prolongación del
absolutismo de la corte una expresión de la perfección humana (368)

La separación francesa de los estilos significa mucho más que la mera imitación de la
antigüedad, en el sentido de los humanistas del s XVI; el modelo antiguo es
sobrepasado y se produce una ruptura tajante con la milenaria tradición popular cristiana
de la mezcla de estilos, el ensalzamiento del personaje trágico y el culto de las pasiones,
que por llevarse al máximo son precisamente anticristianos señala el crítico alemán.
(370)

La pasión del amor, como lo representa Racine, es arrebatadora e induce al espectador –


a pesar del desenlace trágico– a la admiración e imitación de destinos tan grandes y
sublimes. Anuncia Fedra en su intervención final: “he querido, exponiendo ante vos mis
remordimientos, descender a la muerte por más largo camino” (V,7), aunque tenga algo
de cristiana a quien Dios rehúsa su gracia, la impresión en su conjunto no es en manera
alguna cristiana. Todo corazón joven y sensible queda prendado de admiración por su
gran pasión, que todo lo desprecia y olvida. Ese ensalzamiento del personaje principal
no es sino el pecado de soberbia (claramente anticristiano) y al descubrirse separada del
mundo y del circulo de la fe (problema del héroe trágico) se da cuenta que el tiempo de
la tragedia no era lineal sino circular (Goldmann, 1985, 515) termina la protagonista: “y
la muerte, que despoja de claridad a mis ojos, restituye su pureza a la luz del día que
manchaban.”(V, 7) una vida auténticamente humana, no es posible con Dios y con la
ética laica que se ha venido confeccionando. Cuando Teseo retoma la palabra para
restablecer el orden roto durante la tragedia nos encontramos ante la disyuntiva
definitiva de un mundo que esta de frente a un dios que guarda silencio, un mundo que
–a personajes como la heroína– no permite reconciliarse. Finalmente Racine expone sin
pretensiones lo paradójico de la fe en un dios oculto y la ética fundada en la modernidad
avanzada. Allí pierden simultáneamente los que quieran vivir su humanidad plenamente
y los que descubren que su naturaleza no puede ser manipulada.

Referencias:

Auerbach, E. (2014). Mímesis, La representación de la realidad en la literatura


occidental. México: FCE.
Goldmann, L. (1985). El hombre y lo absoluto, el dios oculto. Barcelona: Península.
Racine, J. (1999). Fedra. Madrid: Cátedra.

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