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HOMILIA PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA O DOMINGO DE LA

MISERICORDIA

(Lc 24, 35-48)

(8 de abril de 2018)

Este domingo concluye la octava de Pascua. El gran domingo Pascual ha sido celebrado con
gozo durante ocho días. Este tiempo ha sido como un solo día. Un día de alegría, de alabanza,
de festejo, porque Cristo ha resucitado. Él ha dejado atrás la muerte y la tumba vacía está. Ya
no cuenta la muerte ni la derrota, todo es victoria, todo es vida y Resurrección. ¡Oh Feliz Culpa,
la culpa de Adán que nos ha dado a Cristo Resucitado! Él nos ha salvado de la oscuridad del
mal.

Durante toda esta semana, los relatos de los evangelios nos han ido recordando los pasajes
sobre la Resurrección y de las apariciones de Cristo Resucitado. Cristo se aparece a sus
discípulos el primer día de la semana cuando ellos se encontraban en una casa llenos de temor,
reunidos en una casa, a puertas cerradas. El evangelio de hoy (Jn 20, 19-31) nos trae a la vista
muchos elementos importantes que recordaremos brevemente y trataremos aprovecharnos de
ellos.

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con
las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
“Paz a ustedes”.

Este evangelio nos trae el relato de dos apariciones de Cristo. Él se aparece el primer día de
la semana, el Domingo. Este es el día primero de la semana y el octavo después del sábado. El
domingo es un día esperado para todos porque es el día en que Cristo se pone medio de nosotros
y nos habla. Jesús, que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos, se hace
presente realmente en la Eucaristía para darnos, como a sus discípulos, su “paz”. Esa paz que
no es igual a la del mundo. Su paz disipa todo temor y aleja toda tristeza. Dios no está muerto,
está vivo y camina con nosotros. Él se pone junto a nosotros y nos habla al corazón como hizo
con los discípulos de Emaús. El mensaje de la Pascua es el anuncio de alegría. El domingo es
pues tiempo de encuentro con Cristo. Ese encuentro, no debe terminarse en un breve instante,
sino alargarse por toda la semana y por todos los momentos de nuestra vida cotidiana.
Muchas veces también nosotros podemos estar como esos discípulos: a puertas cerradas.
Ellos por miedo a los judíos. Y nosotros por miedo de muchas cosas. La puerta cerrada para
nosotros sería un corazón cerrado para Dios, indiferente a su presencia y sordo a su voz. Muchas
veces podemos permanecer con el alma cerrada para Dios, como le pasa a aquel poeta que canta
los siguientes versos: ¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?/ ¡Que interés se te sigue, Jesús
mío,/ que a mi puerta, cubierto de rocío,/ pasas las noches del invierno oscuras!// ¡Oh cuánto
fueron mis entrañas duras, / pues no te abrí!; ¡Qué extraño! Desvarío, / si de mi ingratitud el
hielo frío / secó las llagas de tus plantas puras! // ¡Cuántas veces el ángel me decía: “Alma,
asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía”! / ¡Y cuánta, hermosura
soberana: “Mañana le abriremos”, respondía, / para lo mismo responder, mañana! //.

Dios está siempre a la puerta y espera que le abramos y le admitamos a nuestra casa. Pero
en otros casos, Él entra a puertas cerradas. No es que viole nuestra libertad, sino que su bondad
llega a tal punto que, a pesar de la dureza e indiferencia nuestra, Él busca nuestra amistad y se
llega a nosotros para darnos su paz y su misericordia. La puerta cerrada a Dios, es el corazón
que permanece en estado de pecado, lleno de temor, de remordimiento, un corazón dudoso que
no sabe si pedir perdón a Dios o no; puerta cerrada a Dios es el corazón mentiroso; el alma
cerrada para Dios es el corazón egoísta que no admite la presencia de otro, que no admite ni
soporta la presencia amante de Dios, quiere bastarse así mismo. Cristo resucitado irrumpe en
nuestra habitación interior; su presencia es silenciosa, pacificante, es dulce su mirada. Perdona
la duda de Tomás, fortalece la fe de los demás discípulos. La presencia de Cristo disipa toda
tiniebla, disipa la duda, aleja toda oscuridad de pecado. La mentira se descubre y el egoísmo
debe dar paso a la Caridad infinita de quien es por sí y en sí mismo el Amor - Dios es Amor
como dice san Juan-.

Para Cristo no hay puertas cerradas. Solo el corazón que no admite la misericordia y no
reconoce su pecado, puede mantenerse impermeable a su misericordia y su amor. El único
corazón cerrado es la libertad que niega a Dios y olvida su grandeza y piensa que el pecado es
más grande que la bondad de Dios. Ese el caso de los condenados, este es el caso de Judas. Se
cerraron a Dios, rechazaron a Dios y no aceptaron su misericordia e intentaron bastarse así
mismo.

La presencia de Cristo llena de alegría cada alma, a la persona, a la familia. Con Cristo en el
corazón todo se vence y la alegría es el motor para seguir adelante. La presencia de Cristo nos
da su paz, que es fruto de la presencia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es don de Cristo
Resucitado. Por este Espíritu se nos concede el don de la misericordia, la culpa se nos perdona;
somos liberados de toda atadura. Quienes hemos recibido por el Bautismo ese Espíritu somos
hijos de Dios, hijos de la paz, de la libertad verdadera. Los hijos de Dios no son esclavos del
pecado, ni de los vicios, ni de las pasiones, ni del mundo, porque todo lo que ha nacido de Dios
vence al mundo.

LA UNIDAD FRUTO DEL ESPÍRITU SANTO.

El Espíritu del resucitado, se nos entrega. Ese Espíritu nos llena con su paz e infunde en
nosotros el espíritu de unidad. Recordemos la primera lectura (Hch 4, 32-35): el grupo de los
creyentes pensaban y sentían los mismo: los poseían todo en común y nadie consideraba como
propio nada de lo que tenía. El Espíritu Santo nos da como propio: la unidad, la armonía, la
caridad, el amor, la solidaridad, etc. la división, la envidia, el egoísmo, la mentira, etc. son
propios del demonio.

Cristo resucitado nos ha concedido su Espíritu Santo, seamos conscientes de la presencia de


ese Espíritu en nuestra alma. Si le abrimos a Cristo nuestro corazón y nuestra alma, con Él llega
también su Espíritu Santo y todos sus dones. Toda esa riqueza de la que debe estar lleno todo
cristiano: la paz, la caridad, alegría, la unidad, la solidaridad, la verdad, la misericordia, etc.
Este domingo segundo de la Pascua sea espacio para tener en cuenta ese don de Cristo. Este
domingo, día de Cristo resucitado, es también de la misericordia, día del Espíritu de Cristo,
porque donde está Cristo está su Espíritu.

Otro elemento interesante del evangelio de hoy es la actitud de Tomás. Este apóstol no estaba
en la aparición anterior de Cristo, y ahora que le cuenta del hecho él no cree. Quiere ver, tocar,
sentir la presencia de Cristo. Quiere ser testigo de la presencia del Dios vivo. La verdad, es que
Tomás, no es tanto un incrédulo, sino que es más bien como el prototipo de todo corazón que
quiere ver a Dios. No nos basta escuchar y saber que Dios está con nosotros, saber que le
podemos encontrar en la Eucaristía, en la oración, en su Palabra; no nos basta saber que Él está
vivo. Muchas veces notamos la ausencia de Dios. Tomás quiere ver. Nosotros igual, queremos
ver realmente a Dios. Y ese deseo es bueno, pero también debe estar acompañado de la fe.
Tomás debió creer por el testimonio de quienes le dijeron que había Resucitado. Tengamos en
cuenta que nuestro deseo de ver a Dios debe ser acompañado por la fe.

Recordemos: el valor del domingo para encontrar con el Resucitado. La paz, la unidad y la
armonía son dones de Cristo Resucitado. La duda no debe vencernos, la fe debe sobreponerse.

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