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Entrevista a Manuel Cañada sobre La dignidad, última trinchera

“La palabra dignidad ha condensado la rebeldía y las esperanzas de los


movimientos populares, del 15M a las Marchas del 22 de marzo”.
Salvador López Arnal
Manuel Cañada (Badajoz, 1962) es educador social. Ha trabajado en el campo, la
construcción, la hostelería, el telemárketing, como técnico de educación infantil y en
educación de adultos. Militante del PCE desde los 17 años y de CCOO desde 1980, fue
secretario general del PCE de Extremadura desde 1992 hasta 1995 y Coordinador
general de IU Extremadura entre 1995 y 2003. Desde 2003, su militancia se centra en
los movimientos sociales, especialmente en los relacionados con la lucha contra el paro
y la precariedad. Milita, desde su constitución en 2013, en el “Frente Cívico Somos
Mayoría”. Ha publicado numerosos artículos en eldiario.es, rebelión, Nuestra Bandera y
El Viejo Topo. Es también autor de La huelga más larga, un ensayo sobre la huelga y
posterior resistencia de los yeseros de Badajoz. Para este entrevistador, es todo un
ejemplo de activista honesto, coherente y entregado, sin cartas institucionales
esocndidas de promoción social. Una excelente persona en el decir de Machado y
Brecht.
***
Nos centramos, si te parece, en tu último libro. Hablas de dignidad. ¿Qué es la
dignidad? ¿Quiénes son dignos?
La dignidad es un sentimiento revolucionario, podríamos decir, parafraseando la
conocida expresión que utilizó Marx refiriéndose a la vergüenza. La dignidad es un
motor de transformación individual y colectiva, una conmoción de la conciencia a partir
de la cual se alza la autonomía moral y política. No quiero, no soy un esclavo, en mi
hambre mando yo, como le espetara el jornalero andaluz a un señorito en los años de la
II República, rechazando los dos duros que le daba para que votase al cacique de turno.
“El lenguaje, al igual que cualquier madre, lo sabe todo”, decía John Berger. La
dignidad, como todos los conceptos filosófico-políticos es una idea esencialmente
histórica, que condensa significados de distintas épocas. Hunde sus raíces en la
reflexión sobre la especificidad de la naturaleza humana que se hace desde la
antigüedad, vinculando el concepto al de racionalidad y libertad (la “Oda al ser
humano”, que recita el coro de Antígona, por ejemplo). Y durante siglos se utilizó con
un sentido similar al de honor, como en la obra de Calderón de la Barca, El alcalde de
Zalamea: “Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del
alma y el alma sólo es de Dios”, dice Pedro Crespo, el labrador acomodado, padre de
Isabel, la joven que ha sido violada por un capitán del ejército.
Pero será a partir de la revolución francesa y, sobre todo, después de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos cuando la palabra dignidad adquiera los perfiles
con los que hoy la identificamos. Desde entonces, la condición de ciudadano irá
desplazando a la de súbdito y la noción de dignidad se vinculará progresivamente con la
de derechos humanos. “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en dignidad y
derechos”, afirma la declaración aprobada en 1948, levantada a modo de empalizada,
tras la segunda guerra mundial, contra la barbarie que supuso el fascismo. La dignidad
pasa a ser sinónimo del reconocimiento y de la aplicación de los derechos humanos -de
todos, de los políticos y de los sociales- que han de protegerse “a fin de que el hombre

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no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”,
como se afirma en la solemne proclama.
El concepto dignidad ha ido ascendiendo a los textos legales y constituciones de la
mano de las luchas populares, que la han convertido no ya en meta u objetivo, sino
también en camino, en fuerza motriz. “El proletariado que no quiera dejarse tratar como
canalla, necesita de su coraje y de su dignidad más todavía que de su pan”, escribirá
Marx en 1847.
Una cita-reflexión de Marx poco citada, poco recordada.
“Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la patria”, afirmará el
subcomandante Marcos en 1994, anunciando la irrupción del movimiento zapatista. La
bandera de la dignidad se convierte en la energía propulsora, en el origen de la dignidad
misma.
En España, durante el terremoto social que hemos vivido en los últimos años, la palabra
dignidad ha condensado la rebeldía y las esperanzas de los movimientos populares, del
15M a las Marchas del 22 de marzo. La dignidad ha emergido como el grito de lucha
frente a la miseria, la injusticia y la humillación en las innumerables variantes urdidas
desde el poder: la vergüenza de los desahucios, la degradación del paro, el
envilecimiento de la doble y hasta triple escala salarial, la afrenta de no poderle comprar
los libros de texto a los hijos, la denigración de tener que estar localizable las 24 horas
del día para poder trabajar en un contrato de mierda a tiempo parcial, la deshonra de
tener que ir a los bancos de alimentos, el desdén de tener que andar esperando 16 meses
la respuesta a una solicitud de renta mínima de inserción, el “que se jodan” vomitado a
los parados por una diputada del PP, el llanto de la madre que tiene que estirar la leche
echándole agua, la postración sistemática en las oficinas de empleo y los servicios
sociales, el sometimiento a las leyes mordazas…
Frente a la presunta “dignidad de los honores, de la etiqueta y de la jerarquía, de los que
tienen plata y el protocolo más la pleitesía”, como decía burlonamente Benedetti
refiriéndose a los ladrones de cuello blanco que suelen detentar el poder, se ha alzado la
otra, la auténtica dignidad: “la dignidad de la pobreza, la que se lleva inscrita en el
pellejo”, “la dignidad de los leales, la de quienes no cambian sus raíces por las alas ni
exigen el cilicio ni la alfombra”.
Dignidad es una de las palabras que debemos rescatar y afirmar, recreando
permanentemente su significado desde abajo. Como afirma Marina Garcés, la idea de
dignidad “es difícilmente secuestrable. Acoge y moviliza palabras como 'libertad',
'igualdad' y 'fraternidad'. Proporciona un lugar desde donde pensar. Se vive o no se
vive”. La lucha de y por la dignidad construye un nosotros, convierte el mal individual
en resistencia colectiva y nos permite enfrentarnos a la precarización sistemática
organizada por el poder.
¿Por qué hablas de última trinchera? ¿Estamos en guerra? ¿En qué guerra?
Sí, claro que estamos en una guerra, aunque no esté declarada. Una guerra social, la
guerra del capitalismo contra la humanidad y, si me apuras, contra la propia vida. El
capitalismo está mutando, nos adentramos a marchas aceleradas en el “momento
Polanyi”, como le gusta decir a Manolo Monereo, aludiendo a las tesis del antropólogo
austríaco. El neoliberalismo es violencia condensada, institucionalizada. Lo que ocurre
es que en muchas ocasiones esa violencia “ya no destruye desde fuera del propio

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individuo. Lo hace desde dentro y provoca depresión o cáncer”, por decirlo con las
palabras de Byung-Chul Han.
Tomemos simplemente dos datos de esa guerra sorda, el que hace referencia a las
muertes en el Mediterráneo y el de los suicidios en España. El año pasado murieron
ahogados 5.000 inmigrantes en su intento por llegar a las costas de Europa, un 25% más
de víctimas que en el año anterior. La plácida bañera de Ulises se ha convertido en un
brutal –y silenciado- naufragio de sangre.
Y el otro dato, estremecedor también: una media de 10 suicidios por día en nuestro país.
Ya es la primera causa de muerte no natural en España, por delante de los accidentes de
tráfico. Quizás haya muy pocos indicadores del desastre social en el que nos
encontramos, un sensor que nos habla del intenso sufrimiento al que se está sometiendo
al conjunto de la población y muy especialmente a las clases populares.
Las profecías distópicas que anunciara Susan George en Informe Lugano, aquel
temprano ensayo sobre las consecuencias posibles de la globalización, están
cumpliéndose con exactitud asombrosa.
Sí, sí, tienes razón. Parecía imposible pero George acertó de pleno.
Ella hablaba de cómo “la prescindibilidad” ascendería en la escala social. Y por aquellas
mismas fechas, en 1999, Saramago afirmaba que “lo que se está preparando en nuestro
planeta es un mundo para el disfrute de los ricos. A unos mil quinientos millones de
seres humanos -entre el veinte o el veinticinco por ciento de la población- se les
considera desechables”. El mundo se va llenando de prescindibles, de desechables, de
“vidas desperdiciadas”, de población sobrante. Aunque no lo parezca, la supresión de la
tarjeta sanitaria a millones de personas, la instauración del copago farmacéutico incluso
a parados sin prestación, los recortes en los sistemas públicos de salud o la eliminación
de las ayudas de dependencia, nos hablan de la guerra social en curso.
Es, como decía Paco Fernández Buey en una hermosa intervención con motivo de una
marcha contra el paro, “como si la noria de la historia hubiera vuelto a los tiempos del
capitalismo salvaje”, “como si el trabajo del hombre y de la mujer trabajadora fuera sólo
esto: fuerza de trabajo, ejército de trabajo disponible: sin reconocimiento de la dignidad
personal, sin historia”. Por eso es tan importante cavar las trincheras de la dignidad,
porque sólo desde ahí seremos capaces de organizarnos, de levantar un movimiento a la
altura del envite.
Negar la condición de mercancía, dar valor a nuestras vidas, ese es el indispensable
punto de partida. Me gusta mucho la última película de Ken Loach, “Yo Daniel Blake”.
A mí también. Una de las mejores en mi opinión.
Cualquier parado de larga duración de nuestro país se identificará fácilmente con el
protagonista, un carpintero inglés de 59 años que ha perdido el empleo y acude a
solicitar el subsidio. El calvario de las oficinas de empleo y de los servicios sociales, la
maraña burocrática aplasta-pobres, nos resultan familiares. La película termina con una
estremecedora carta: “No soy un cliente, ni un consumidor, ni un usuario del servicio.
No soy un gandul, ni un mendigo ni un ladrón. No soy un número de la Seguridad
Social o un expediente. Siempre pagué mis deudas hasta el último céntimo y estoy
orgulloso. No acepto ni busco caridad. Me llamo Daniel Blake, soy una persona, no un
perro, y como tal exijo mis derechos. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, nada más y
nada menos”.
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El prólogo del libro está escrito por Julio Anguita. ¿Por qué pensaste en él?
El prólogo de Julio Anguita es para mí un inmenso honor, un enorme privilegio por
muchas razones, pero destacaría sobre todo dos de ellas. Primero porque es la persona
que más ha influido en mi formación política, ha sido y es un maestro y un hermano de
lucha. Ayer en IU y hoy en el Frente Cívico.
Pero además porque, en mi opinión, Julio es uno de los militantes, de los
revolucionarios más virtuosos que ha parido este país en mucho tiempo. Es un ejemplo
constante de dignidad y lealtad a su pueblo, de lucidez y honradez. En definitiva, un
espejo donde mirarse y una brújula contra el extravío y los cantos de sirena.
La primera vez que vi a Julio Anguita fue en el X Congreso del PCE (julio de 1981). Yo
era un chaval de 19 años y recuerdo cómo me impactó –a mí como a tantos
compañeros- aquel hereje, que hablaba de Gramsci en su intervención como portavoz de
la minoría. Por cierto, de un Gramsci que tenía poco que ver con la versión paniaguada
del eurocomunismo. Luego fue creciendo aquella figura tan extraña, aquel alcalde tan
ajeno al incienso de la transición que peregrinaba explicando el presupuesto pizarra en
mano por los barrios de Córdoba, que se enfrentaba al obispo o al rey. Y desde su
elección como secretario general del PCE en 1988 he tenido la fortuna de haber
compartido camino y vendavales con Julio, sobre todo desde mis responsabilidades
orgánicas en Extremadura.
A Julio Anguita le gusta mucho utilizar la metáfora del junco, indicando con ella la
orientación estratégica deseable para una formación política que aspira a transformar la
realidad, es decir que ha de ser, al mismo tiempo, flexible y firme. Creo que la imagen
le define a él mismo: dúctil pero indomable. Siempre ha demostrado, como dice Juan
Andrade, “la voluntad de no ceder a las presiones del sentido común institucionalizado
y de no temer al vacío mediático”. Las bondades de Anguita son muchas, pero, de entre
todas, me gustaría subrayar su apertura constante a la alianza con otros, su sensibilidad a
las nuevas experiencias de lucha y el rechazo hacia el corporativismo político.
El epílogo lleva la firma del historiador Juan Andrade. La misma pregunta: ¿por
qué Juan Andrade?
Lo que decía respecto de Julio es, en cierta medida, atribuible también a Juan. Me
precio de ser amigo y compañero de fatigas de ambos. En mi opinión, representan lo
mejor del pasado, del presente y del futuro en la piel de toro. Y, por otra parte, la
garantía de que el libro al menos cuenta con algunas páginas que merecen la pena.
Juan es capaz de fundir, de manera nada frecuente, rigor y radicalidad. Es, sin duda
alguna, uno de los mejores intelectuales con los que cuenta nuestro país, que amasa en
sus libros, artículos e intervenciones la finura y el compromiso, el aprecio a los matices
y el arrojo disidente.
Los tres libros que ha publicado hasta ahora son, cada uno de ellos, piezas magistrales.
El primero, El PCE y el PSOE en (la) transición, se ha convertido ya en una referencia
indiscutible para cualquiera que pretenda analizar ese período histórico con profundidad
y afán crítico. Atraco a la memoria, el libro en el que hace un recorrido sobre la vida
política de Julio Anguita, es otro ejemplo de saber hacer, en el que combina de modo
original la entrevista, la contextualización histórica y el análisis político. La última de
las obras que ha coordinado, 1917 La revolución rusa cien años después, es otra muestra
del estilo de trabajo de Juan Andrade, sólido y al mismo tiempo innovador. Nada que
ver con el gremio corporativo de la historia al uso, que pontifica desde sus “poltronas
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objetivas”, que trata la historia como una disciplina anticuaria. Juan hace una historia
viva, reflexiva, en diálogo con la filosofía o la literatura, vinculada a los debates y
necesidades fundamentales del presente.
Y para mí, además, Juan representa una forma de entender el compromiso que nos
previene frente a los atajos del activismo y del oportunismo. Contar con un epílogo
escrito por él constituye, también, otro obsequio impagable y una gran alegría.
Por último, también me gustaría agradecer la aportación de Paco Garabato, el autor de la
portada…
Me he olvidado, tienes razón. Disculpas.
Paco es un artista militante de una generosidad extraordinaria. Y de una valía que
todavía no ha sido reconocida. Eduardo Galeano solía decir que "si Beethoven hubiera
nacido en Tacuarembó, como mucho hubiera llegado a ser director de la banda del
pueblo". Si Paco estuviera en la villa y corte merodeando a los poderosos -como es, por
desgracia, extendida costumbre- y no en Extremadura y al lado de los movimientos de
lucha, tendría todas las puertas del “mundo de la cultura" abiertas de par en par. Pero
Paco ha decidido ligar su arte al destino de la gente que sufre y pelea. Y, además, sabe
que el artista verdadero se forja "basculando entre el dolor y la belleza", "entre el ir y
venir constante de él a los otros; a medio camino de la belleza, sin la que no puede vivir,
y de la comunidad, de la que no puede desarraigarse", como decía Albert Camus.
Dedicas el libro a Nela, Ernesto y Carmen, faros y aliento permanente, y a los
militantes de los Campamentos Dignidad. ¿Qué son esos Campamentos Dignidad?
¿Cómo surgió el nombre?
Los Campamentos Dignidad son un movimiento por los derechos sociales que nacieron
en Extremadura en febrero de 2013. Son una de las creaciones más originales de la clase
obrera en estas tierras, “una anomalía salvaje”, un árbol bravío que se ha alzado en los
páramos de Extremadura, desafiando al mismo tiempo el clientelismo del poder y las
prácticas rutinarias políticas y sindicales, que casi siempre acaban llegando a la
conclusión de que el paro y la precariedad son “inorganizables”. Y que parecen
condenadas a girar eternamente alrededor de la noria del clasemedianismo.
Los Campamentos Dignidad nacieron alrededor de tres reivindicaciones, la renta básica
universal, la creación de empleo y la oposición a los desahucios de vivienda, ya fuera
esta pública o privada. Desde entonces han seguido ampliando su ámbito de
intervención (pobreza energética, apertura de comedores escolares, precariedad
laboral…). Son un espacio de empoderamiento muy presente en la vida de algunos de
los barrios más machacados de las ciudades extremeñas, un movimiento con una fuerte
base comunitaria, que aúna el conflicto, la pedagogía y la vida cotidiana.
El nombre surgió la noche del 20 de febrero, día en el que irrumpió el primero de los
Campamentos, en Mérida. Recuerdo que aquella noche, rodeados de policía que no
sabríamos si al final desmantelaría la acampada, unas setenta personas debatíamos cómo
le llamábamos a aquella criatura que pugnaba por nacer. Había una emoción enorme,
era como si todos intuyéramos que, en ese gesto de desobediencia balbuceaba algo
nuevo, que bebía de luchas anteriores pero rompía también con el repertorio ritual. Era
una acampada, como el 15M, movimiento en el que habíamos participado algunos de
nosotros. Pero la acampada nacía en la puerta de la oficina de empleo y con la
participación de gente de las barriadas, con personas que portaban otra indignación
distinta. Era una especie de 15M obrero, empeñado en organizar el Sí se puede de los
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parados, de la gente más humilde. “Campamento de los parados”, propuso un
compañero; “Ciudad de los parados”, planteó otro. Y, como en el poema de Neruda,
“una callada sílaba iba ardiendo/congregando la rosa clandestina”, fue creciendo el
rumor de una palabra: Dignidad. Creo que fue el compañero Ramón Carbonell quien lo
propuso, aunque otros dicen que fue Mila Ranz o quizás fuera Manolo Pineda…
El fantasma de Kant, sin saberlo, estuvo allí aquella noche. “Las cosas tienen un valor
relativo al que llamamos precio, pero las personas tienen un valor absoluto en sí mismas
al que llamamos dignidad”. El Campamento nacía allí, en los eriales del INEM, uno de
los lugares emblemáticos donde el ser humano deviene mercancía, donde miles de
personas paradas “sudan para adentro su secreción de sangre rehusada” (César Vallejo).
Aquella palabra, dignidad, nos daría cobijo durante ochenta días y, desde entonces,
acompañará al movimiento como acicate permanente.
También dedicas el libro a “las personas que luchan desde abajo”. ¿Y qué personas
luchan desde abajo? ¿Cuándo se lucha “desde abajo”? La expresión, como sabes,
le era muy querida a Francisco Fernández Buey en sus últimos años.
“Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor”. Tu pregunta me trae a la memoria esa
letra de la Internacional nada canónica pero, como sabes, muy extendida entre la gente
obrera hasta los años setenta. El tenedor, como recuerda Sergio Molino en La España
vacía, es un utensilio que entró tardíamente en España y asociado siempre a las clases
dominantes. Yo les escuché cantar esta versión a mis padres, siempre con una media
sonrisa, sarcásticos pero orgullosos en el fondo, de haber atravesado la densa
prohibición que pesaba sobre aquella canción aunque fuera con ese formato.
Los de abajo son los oprimidos y oprimidas de cada época, con independencia del
utensilio del que se valgan para comer. Pero la dedicatoria la hice pensando sobre todo
en unas oprimidas y unos oprimidos muy específicos, aquellos que sufren el paro, la
pobreza o la precariedad ahora y luchan desde ahí. Las Marchas de la Dignidad o la
Marea Básica son dos buenos ejemplos de ello. Movimientos construidos desde la base,
que no han contado ni cuentan con demasiados focos mediáticos y que se fajan con las
realidades más duras.
¿De qué altavoces ha dispuesto la huelga de las trabajadoras de Bershka? ¿En qué
periódico informan de la lucha de las kellys? ¿Quiénes se han enterado de que cuatro
personas de Málaga y Granada, Paco Vega, Demetrio Cano, Mario Arias y Feliciana
Mora, han mantenido una durísima huelga de hambre exigiendo la renta básica que
contempla el Estatuto de Andalucía? ¿En qué televisión ha salido la acampada de la
Plataforma de Afectados por la Crisis (PAC) de Badalona? ¿Quién se ha enterado de que
desde hace meses se mantiene una acampada de la pobreza en Vigo? A todos ellos está
dedicado este libro pues, además, son los auténticos inductores del mismo, quienes le
dan sentido.
Para Juan Carlos Rodríguez -el profesor granadino fallecido recientemente- pensar
desde abajo quería decir, pensar desde la explotación, no desde el yo-pobre diablo
correveidile, sino desde el yo-histórico.
Es hermoso -y comparto- tu homenaje a Juan Carlos Rodríguez.
Pero, si ese pensamiento aspira a la transformación de la realidad, necesita hacerlo con
los de abajo, con las luchas y clases populares. Creo que a eso se refiere también Paco
Fernández Buey y de ahí su permanente imbricación con los movimientos sociales.
“Hay que volver a poner el acento en la atención a la principal de las fuerzas
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productivas, la baza de trabajo llamada hombre. Esto es lo que nos permitirá hacer
realidad una sugerencia muchas veces repetida, desde hace décadas, entre los
trabajadores: hacernos personas a pesar del capital”. Estas hermosas palabras son de él
y fueron pronunciadas en la concentración final de la Marcha contra el paro”, como
sabes bien, en la marcha obrera y ciudadana que mencioné anteriormente, que recorrió
toda Cataluña en abril de 1996. Pensar desde abajo es pensar desde la clase de los de
abajo y hacerlo, siempre que se pueda, con la lucha y la reflexión de los de abajo,
nutriéndose de ella y nutriéndola al mismo tiempo.
La introducción lleva por título: “Pequeños ojos de agua”. ¿Qué pequeños ojos de
agua son esos?
El título alude a un poema de Roque Dalton, “Ley de la vida”. Dos de sus versos dicen
así: “En la lucha social también los grandes ríos/nacen de los pequeños ojos de agua”.
El manantial común de los artículos que componen este libro es el de los movimientos
sociales. Son diez textos vinculados o inspirados en la lucha de algunos de los
movimientos populares en los que he participado a lo largo de los últimos quince años,
desde el movimiento antiglobalización a los campamentos dignidad, pasando por la
plataforma Refinería No o las asambleas de parados.
Desde que abandoné las responsabilidades políticas en IU, en 2003, mi militancia se ha
ceñido casi exclusivamente a la participación en los movimientos sociales. En mi
opinión, los movimientos populares, “utopías hechas a mano y sin permiso, a pulso, en
la calle y el barrio”, como dice Miguel Fauré, son los verdaderos hacedores de la
historia. Descreo cada vez más de los atajos partidarios, electorales o institucionales, de
la visión abrumadoramente dominante que reduce la política a tecnología discursiva, a
“ciencia” de interpretadores. En los últimos años, especialmente a raíz del 15M, se ha
desarrollado una riquísima red de movimientos populares –la PAH, las mareas o las
marchas de la dignidad son sólo tres de los ejemplos más conocidos- de enorme
creatividad y potencia, que ha sido en gran medida menospreciada. Pero, como recuerda
Roque Dalton en el poema mencionado, “el árbol poderoso comienza en la semilla”. Sin
movimientos populares de base la transformación social es una quimera.
Citas a Rafael Chirbes: “Cada época produce su propia injusticia y necesita su
propia investigación, su propia acta”. ¿Qué injusticia esencial produce nuestra
época? ¿Cuál debería ser nuestra investigación?
Creo que nuestra época es un tiempo de encrucijada, de cambio histórico. La crisis
sistémica está desvelando la irracionalidad e insostenibilidad del neoliberalismo, del
capitalismo en sí. La hondura de la crisis, la condensación de colapso financiero,
cambio climático, crisis del empleo y de la representatividad política -por citar sólo
algunos de sus principales elementos constituyentes- son percibidas ya por amplios
sectores de la población con una mezcla de vértigo y urgencia. Recuerdo que Santiago
López Petit, a principios del siglo, describía la globalización como un desbocamiento
del capital.
Sí, sí, lo recuerdo. No es mala metáfora.
Pues bien, desde entonces, ese proceso no ha hecho sino acelerarse. Pero, aunque todo
el mundo intuye que el juego de la cerilla y la fantasía de la globalización feliz se han
terminado, en el timón continúan el capital financiero y la ideología neoliberal que nos
han traído hasta aquí. El neoliberalismo se ha convertido, efectivamente, en la nueva
razón del mundo, subordinando todas las células de la vida social a la lógica de la
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competencia, moldeando la subjetividad de las personas a la medida del individualismo,
del principio de precariedad.
En el huevo del neoliberalismo se desperezan ya formas nuevas de fascismo, de
autoritarismo y control social. La aceptación de la corrupción como paisaje inevitable,
de los paraísos fiscales, de la estafa financiera, de la represión contra la disidencia social
o política, la organización del rencor social contra los de abajo, la normalización de las
cárceles para la inmigración “ilegal”, constituyen la avanzadilla de esa transformación
del capitalismo contemporáneo.
En nuestro país, además, se han anudado tres crisis, la referida del capitalismo global, la
de la Unión Europea y la específica, del régimen del 78. El cuento de la UE como tierra
de promisión, oasis de libertad y progreso, se descompone vertiginosamente. Tras la
fábula que nos hablaba de autovías, erasmus y subvenciones comunitarias, aparece el
rostro granítico del austericidio, la Europa del Banco Central y de los CIEs. Y el
retablillo de la transición modélica también hace aguas, mostrando ahora las entretelas
del sistema de puertas giratorias, el entramado oligárquico que se ha alzado en las
últimas décadas.
Nuestra investigación, nuestra acción, ha de empeñarse en estudiar los cambios
concretos que están produciéndose en la sociedad y muy especialmente en las clases
populares.
Como, por ejemplo...
La proletarización de las llamadas clases medias, la pauperización brutal de amplios
sectores de la clase obrera, el estudio de “las casamatas”, de los espacios e imaginarios
donde el poder genera y ejerce la hegemonía, donde se produce y reproduce el
aislamiento, el miedo y el consentimiento de la mayoría social. Estudiar, sí, los
discursos del poder, pero también cómo se organiza la subcontratación en las empresas,
el corporativismo en los centros educativos o los dispositivos de la industria de la
caridad. Pero nuestra “investigación” no puede ser la propia de una institución
académica. Nuestra praxis ha de partir y afanarse en no tratar nunca como objetos a
quienes están llamados a transformar la realidad que padecen. Y, al mismo tiempo, no se
trata sólo de examinar las formas de dominación, también hay que conocer la riqueza de
las expresiones de resistencia, los embriones alternativos de comunidad que van
surgiendo.
La primera parte del libro lleva por título “Comunismos: teoría, poesía y partido”.
¿Qué es para ti el comunismo a día de hoy?
Decía Paco Fernández Buey que la palabra utopía había sido deshonrada en multitud de
ocasiones. Otro tanto podría afirmarse en nuestro tiempo al referirnos a la palabra
comunismo. Como sabes mejor que yo, Fausto Bertinotti, el que fuera secretario general
de Refundación Comunista, afirmaba que con este término se hacía referencia a tres
significados, la experiencia estatal en los países del llamado socialismo real, un modelo
de sociedad al que se aspira y el movimiento que lucha por la consecución de ese ideal.
En las últimas décadas desde el poder se ha hecho un intenso trabajo de impregnación
ideológica reduciendo el significado de la palabra comunismo a la primera acepción.
Para mí el comunismo representa una pasión igualitaria, un compromiso de clase y la
adhesión a una tradición emancipatoria revolucionaria que nace con las primeras
rebeliones antiesclavistas y llega hasta los movimientos antisistémicos de nuestros días.
Me gusta especialmente la definición de comunismo que hizo Manuel Sacristan -en un
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artículo sobre Marx escrito en 1974-: “una sociedad superadora de la alienación: una
sociedad de la armonía entre cada cual y los demás, entre cada individualidad y su
proyección social (entre el hombre y el ciudadano), entre cada cual y su trabajo, entre
cada cual, los demás y la naturaleza”. Me identifico con una concepción del comunismo
como una identidad fuerte e inclusiva, radicalmente democrática, que incorpora el
legado de otras corrientes emancipatorias tales como el ecologismo o el feminismo,
vinculada permanentemente a las luchas populares y a la organización de contrapoder.
El primer apartado del primer capítulo está dedicado a El capital, a los capítulos
IV y VIII. ¿Por qué esos capítulos y no otros? ¿Qué tienen de especial, de
interesante?
En el curso 2004-2005, como alumno de la UNED, tuve el inmenso honor de disfrutar
del profesor José María Ripalda, un extraordinario filósofo que impartía “Historia de la
filosofía”, una de las asignaturas optativas en las que me había matriculado. Escogí esos
dos capítulos siguiendo la sugerencia de Ripalda y me parece un criterio muy acertado
para cualquiera que desee adentrarse en la espesura de El Capital. El Capital no es una
novela, sino un mapa, una brújula para descifrar el modo de producción capitalista, “las
leyes naturales de la sociedad capitalista”, como dice Marx.
El capítulo VIII aborda la jornada de trabajo y el IV la transformación del dinero en
capital. Las huellas del dolor, en uno, y los secretos de la valorización en otro. La
historia de las clases oprimidas, en el primero, y el descenso a las madrigueras de la
producción, atravesando las brumas donde se esconde, huidizo como Mister Hyde, el
auténtico sujeto soberano en la sociedad burguesa, el capital. Marx es un pensador
integral, que condensa filosofía, economía, historia, antropología y otras disciplinas del
saber, que pretende “articular racionalmente el conocer con el hacer, lo que se sabe del
mundo social con la voluntad de revolucionarlo” (Sacristán). Los dos capítulos en
cuestión reflejan muy bien ese vínculo entre afán científico y pasión revolucionaria.
¿Qué tiene que ver el comunismo con la poesía? ¿Cuándo puede afirmarse que un
poeta es comunista?
En el libro se incluye un artículo sobre uno de los mejores poetas de la conciencia,
Antonio Orihuela. El texto no tiene la pretensión de formular una poética y mucho
menos un manual sobre el compromiso político del escritor.
El vínculo entre arte y revolución viene de lejos. Las vanguardias políticas y artísticas
han andado habitualmente de la mano. Basta recordar la célebre frase de André Breton:
“Transformar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud: estas dos consignas
para nosotros son una sola”. Maiakovski, el cine soviético, el surrealismo, el teatro de
Brecht, la generación del 27, la Alianza de Intelectuales Antifascistas, Miguel
Hernández, el neorrealismo… el contubernio viene de lejos.
Y no podría ser de otra manera. “Toda poesía es hostil al capitalismo”, escribió Juan
Gelman. El capitalismo es la dictadura de las mercancías, la estandarización del
pensamiento, la naturalización de la explotación del ser humano. Y la poesía, sin
embargo, es la singularidad, la mirada nueva y atenta, la exaltación de la vida. A Rafael
Chirbes, que se definía como un escritor “brochiano” le gustaba definir la literatura
como una forma impaciente de conocimiento. La lengua es un ojo, un ojo que extrae de
lo real lo que de lo real importa, el milagro cotidiano (Ada Salas); el poema es una
palabra que muerde un trozo del pan de la verdad (Jorge Riechmann).

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Antonio Orihuela acoge en sus poemas esa categoría social llamada clase trabajadora
que ha sido hecha desaparecer por la cultura dominante. De eso se trata en este escrito,
de reivindicar la cultura liberadora, comprometida con los olvidados, frente a la cultura
como ventajoso artificio en la cucaña del desclasamiento, frente a la palabra rendida a
los intereses del mercado y/o la academia.
Un apartado de este capítulo del que estamos hablando lleva por título: “IU,
abrazados a una política muerta”. ¿Sigue siendo así? ¿IU defiende una política
muerta a día de hoy?
Escribí este artículo en 2004. Hacía cuatro años que Julio Anguita había abandonado la
dirección y sobre IU se extendía de nuevo la larga sombra del eurocomunismo. La
nueva dirección, con Llamazares al frente, subía a los altares a Carrillo y purgaba
incluso del vídeo oficial a Julio Anguita. IU se mostraba en ese momento como una
fuerza crecientemente subalterna del PSOE y de su entramado mediático, agarrotada ya
por los intereses de sus aparatos y afincada en el discurso políticamente correcto. De la
IU soberana e intento de movimiento político-social quedaban poco más que los ecos.
El paso del tiempo no hizo nada más que profundizar esa deriva. La irrupción del 15M y
de toda la extraordinaria movilización social posterior vino a demostrar la esclerosis de
la dirección de IU, su alejamiento de la realidad. No es que no entendieran el 15M es
que ni siquiera eran capaces de interpretar las Marchas de la Dignidad, en las que se
había volcado una parte muy sustancial de su militancia. Al final, se quería subordinar
aquel terremoto popular a la misma rutina de la última década: cultura de la transición,
institucionalización, politicismo, clasemedianismo…
Tras la elección de Alberto Garzón y de su equipo parece que se ha abierto una etapa
nueva. Ojalá sean capaces de sortear las inercias y los bloqueos que han conducido a IU
a esta situación. Ojalá se afiance Unidos Podemos más allá de la alianza electoral, como
una herramienta útil en la construcción de un bloque social crítico, de un movimiento de
unidad popular capaz de impulsar el proceso constituyente que necesita el país. No se
trata sólo de relevos generacionales ni de afinar discursos, se trata de nuevas prácticas
colectivas, de siembra, de coherencia entre el decir y el hacer.
El segundo capítulo lleva por título: “Extremadura: caciquismo y resistencia”. ¿Se
puede hablar, a día de hoy, de caciques? ¿Quiénes son los caciques extremeños en
estos momentos?
El caciquismo fue un modo de dominación con hondas raíces en Extremadura y en gran
parte de España. Un sistema que iba mucho más allá de la caricatura representada por
Jarrapellejos, el personaje de la novela de Felipe Trigo, o por la compra de votos que
suponía el “encasillado”. El caciquismo, como lo definiera Azaña de modo
deslumbrante en 1926, era “la sorda opresión cotidiana, una suplantación de soberanía”,
una red capilar que lo empapaba todo. “El caciquismo viene de abajo a arriba. Es un
arrecife de coral. Cuando el político emerge en Madrid, coruscante, vanidoso como una
tiple, sienta sus pies en un pedestal de roca. Lo que menos le importa al pedestal es la
catadura del figurón a quien encumbra”. A poco que se conozca Extremadura estas
palabras suenan con extraordinaria actualidad e incluso parecen estar refiriéndose a
políticos coetáneos fácilmente identificables.
El heredero directo del caciquismo es lo que hoy denominamos como clientelismo, que
reproduce, en lo fundamental, la misma lógica de sumisión. El clientelismo se basa en la
manipulación selectiva y estratégica de la escasez, en la degradación de los derechos en
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favores, que administra hoy una nutrida red de conseguidores. El acceso al empleo, a la
vivienda o a las subvenciones, los créditos, los contratos, las subcontratas, las
comisiones de servicio, la publicidad institucional en los medios de comunicación, nada
es ajeno a la malla sistémica. El clientelismo es hoy la segunda piel de la política, la
constitución real de las relaciones sociales en esta tierra. Rafael Chirbes lo contaba con
amargura, en el 2008, refiriéndose a la más acabada expresión del régimen clientelar, el
ibarrismo: “el mal extremeño, que se levanta sobre esa masa coralina que lo ocupa todo,
y que te deja sin esperanza porque está hecha de la corrupción de aquellos a quienes
deberías querer; de quienes deberían ser los tuyos. El ibarrismo ha fabricado el cemento
de su edificio moliendo el alma de los de abajo. Con todos los técnicos, artistas,
filósofos, sindicalistas, empresarios, y demás agentes sociales, puestos de cara a la pared
del pesebre, pensar en Extremadura se tiñe con aires sombríos, trae resonancias de una
España que creímos ya superada”.
¿Por qué, como señalas, el 25 de marzo es el verdadero Día de Extremadura?
Con el artículo que escribí junto a Eugenio Romero, un compañero de los Campamentos
Dignidad que es actualmente parlamentario de Podemos, pretendemos divulgar un
acontecimiento trascendental en la historia de la región que, al día de hoy, es
desconocido todavía por la mayoría de los extremeños. El 25 de marzo de 1936 se
materializó una revolución que apenas aparece en los libros de historia. Al unísono en
280 pueblos, más de 60.000 jornaleros llevaron a cabo la ocupación de 3.000 fincas en
toda Extremadura, que empezaron a roturarse ese mismo día. En veinticuatro horas y de
forma pacífica, cambió de manos la propiedad de la tierra y la prometida reforma
agraria empezó a hacerse realidad.
Historiadores como Víctor Chamorro y Francisco Espinosa han explicado la
trascendencia de esa jornada para la región y para el país. El golpe militar del 18 de
julio y la matanza de la plaza de toros de Badajoz tienen una estrecha relación con esta
fecha, un emblema de la primavera del Frente Popular.
En la transición, PSOE y PP impusieron como Día de Extremadura el 8 de septiembre,
el día de la Virgen de Guadalupe. La fotografía del último 8 de septiembre que junta a
Guillermo Fernández Vara, Cristina Herrera (delegada del gobierno) y al arzobispo de
Toledo encarna a la perfección la Extremadura del poder y de la resignación.
El 25 de marzo, que ha empezado a reivindicarse por diversos movimientos de la
región, representa, por el contrario, no solo un momento crucial en la historia de
Extremadura -la lucha de “generaciones de campesinos empeñadas en desestrechar la
tierra del privilegio”, como dice Víctor Chamorro-, además constituye un símbolo de
esperanza y de empoderamiento popular. Una enseña contra el paro, la emigración y el
clientelismo, los tres grandes problemas estructurales de la región.
El tercer capítulo lleva por título: “Precariedad, crisis y luchas sociales”. ¿Existe el
precariado como clase como algunos autores afirman? ¿Una nueva clase social?
En este debate, con demasiada frecuencia, sobra mucho bizantinismo y brilla por su
ausencia el análisis riguroso y, sobre todo, la praxis. Es evidente que no existe una
nueva clase social, pero no lo es menos que la precariedad estructural está produciendo
hondas trasformaciones en la clase trabajadora. En lugar de debates nominalistas que
confrontan, ya sea con tonos místicos o milagreros, los conceptos de clase obrera y
precariado, podría ser más fructífero estudiar qué cambios concretos está produciendo la

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precarización generalizada del trabajo -y de la vida en su conjunto- y, sobre todo, las
experiencias de lucha capaces de unir lo que el capital astilla.
Es cierto que en algunas ocasiones, como señala la socióloga Isabel Benítez, el concepto
“precariado” ha constituido “un ejercicio de distinción muy extendido entre los que se
creyeron que por tener estudios superiores eran mejores que los que curraban desde los
16 años. “No soy trabajadora, soy freelancer”. Cuando se ven trabajando por cuatro
duros y sin cobertura, entonces es que “soy precaria”. No me hables de acción colectiva
porque lo mío es diferente, yo tengo vocación y tengo estudios”. Pero ese uso
ideológico del concepto precariado, a modo de nostálgico hermano menor de la noción
clase media, no puede desviar nuestra atención de lo fundamental, es decir, de la
centralidad de la precariedad en el capitalismo global y de los cambios que está
comportando en las condiciones materiales y en la subjetividad.
La precariedad extiende hoy su régimen de incertidumbre mucho más allá del mundo
laboral. La precariedad es temporalidad, extensión de las ETTs y de las oficinas
privadas de colocación, abaratamiento del despido, reducción brutal de los salarios,
impago de las horas extras, sobrecualificación, disponibilidad permanente,
emprendedores de auto-subempleo, devaluación de los convenios… Sí, la precariedad
es todo eso pero, además, también se llama desahucios, pobreza energética, consumo de
ansiolíticos, crisis de los cuidados o bloqueo de la emancipación familiar. Y, sobre todo,
equivale a miedo, impotencia, ruptura del nosotros.
El paro, la precariedad y la exclusión social se convierte en la cotidianidad para
millones de personas.
Y de manera creciente.
Tres datos que retratan la nueva situación que los poderes aspiran a normalizar, a
asentar: en 2010 el 80% de los desempleados ingresaban algún tipo de prestación,
actualmente la tasa de cobertura es del 56%; 8 millones de personas asalariadas no
llegan a los 1.000 € brutos mensuales; 13,3 millones de personas están en riesgo de
pobreza o exclusión social.
Pero, si es importante que examinemos con atención toda la diversidad de mecanismos
que desmigajan hoy a la clase trabajadora, lo es aún más analizar y extender el original
movimiento obrero que está surgiendo. La movilización de los repartidores de
Deliveroo, la huelga de los trabajadores de Eulen, las luchas en Movistar o Berskha, la
organización de las camareras de piso son algunas muestras. Como afirma Eddy
Sánchez, una “consecuencia de la precariedad estructural es el surgimiento de una
nueva forma de expresión del conflicto obrero”, que se corresponde sobre todo con la
aparición de una nueva clase trabajadora de servicios, más extensa y feminizada. Y
junto a ese reciente sindicalismo en el centro de trabajo, la red del sindicalismo social,
la PAH, las plataformas de parados y precarios, los centros sociales. El reto planteado,
como nos advierte José Luis Carretero, “no es sólo la auto-organización social desde la
precariedad, que es vital, sino también la construcción popular de un tejido social muy
inclusivo”. Se puede, claro que se puede recrear la unidad y la solidaridad de clase.
De los años de lucha de los Campamentos Dignidad, ¿qué es lo que más te ha
emocionado? ¿Cuál ha sido su principal éxito?
El 20 de febrero de 2013, la noche que nació el primero de los campamentos, un viento
irresistible de dignidad y coraje me sacudió, a mí como a tantas otras personas. Era el
viento generoso y valiente de la gente más humilde, el vendaval de la fraternidad obrera.
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Ahí sigo, aunque ahora colaborando de otro modo, no conozco ningún espacio social ni
político que reúna tanta verdad, tanta humanidad y tanta voluntad de lucha como éste.
Quizás el momento más doloroso fue la muerte de José Giménez Lorente, que fuera el
primer cocinero del campamento. A José le mató la miseria el 6 de agosto de 2014.
Tenía una enfermedad grave y no podía pagarse los medicamentos. Luchó hasta el final,
sin regatear esfuerzos, sin pedir nunca nada para él. Le mató la miseria pero jamás le
derrotaron los miserables.
Creo que más allá de los desahucios impedidos o de las rentas mínimas arrancadas a la
Junta de Extremadura, el éxito mayor de los Campamentos es, justamente, haber puesto
en pie un potente movimiento popular, una comunidad de lucha contra el paro y la
precariedad.
Se sigue celebrando este 2018 el primer centenario de la revolución de octubre. ¿La
sigues reivindicando? En cinco líneas, diez como máximo: ¿qué significa aquella
revolución para las gentes insumisas de nuestro hoy?
Todavía dura el temblor. Diez días estremecieron al mundo. Pero todavía se escucha el
llanto de la madre con el hijo muerto en brazos, en la escalinata del crimen. Y todavía
produce asombro la insólita hazaña: obreros y campesinos echándose el mundo a la
espalda, demostrando que sólo depende de nosotros que siga o acabe la opresión. Los
nada de hoy todo han de ser.
Pero no nació la memoria para ancla, sino para catapulta. Memoria del volcán, catapulta
de la revolución. Y la revolución es una inmensa escuela de dignidad y de audacia.
¡Revolución!, para matar la guerra, dijo el poeta. ¡Paz, pan y tierra!, gritó el bolchevique
del soviet, el oído atento al pueblo que ordena.
Vuelve la revolución. Sólo hace falta escuchar atentamente a los que sufren para
presentirla. Solo hace falta escuchar el temor de los saqueadores en sus bancos centrales
de invierno para saber de su posibilidad. Pero la revolución es siempre nueva, siempre
creación, siempre arte de la situación y de la crisis. Todavía dura el temblor, todavía
dura la esperanza.
¿Quieres añadir algo más?
Pedirte disculpas por mis retrasos sucesivos y darte las gracias por tu amabilidad y
paciencia.
Por favor, querido Manolo. Mil gracias por tu tiempo, su saber, tu compromiso y tu
inmensa generosidad.

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