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Francisco Jálics

Aprendiendo
compartir la

3? edición

lüliciones Paulinas
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I S II N 950 09 0389-X

A
Introducción

El presente libro es fruto de más de veinte años de actividad


pastoral. Los éxitos y los fracasos de este largo camino fueron
enseñándome la actitud que se necesita para compartir la fe.
Quiero comunicar estas experiencias al lector y mostrar, por
medio de ellas, la. actitud que, a mi modo de ver, más favorece la
comunicación de la fe cristiana. No quiero dar a mis experiencias
un valor exclusivo. Otros habrán hecho descubrimientos
diferentes. La vida tiene una riqueza múltiple.
Tampoco pretendo enseñar un método pastoral. Se trata
solamente de una actitud o, quizá, de una mentalidad de respeto y
acogimiento. Una actitud fraternal de compartir, en vez de
imponer o de adoctrinar. Se basa en la convicción de que la fe en
Jesucristo no se transmite como una ciencia sino que se la
comunica por contagio cuando hay un ambiente de buenas
relaciones humanas. Esta fluidez en la comunicación humana es
la condición para que la fe en el Señor pueda surgir en torno de los
cristianos que desean irradiarla.
Mi tema me limita a la actitud pastoral, por eso podría
parecer, por una u otra expresión, que repruebo o doy poca
importancia a toda acción pastoral que implique obras,
organizaciones o instituciones. Si las menciono aparentemente en
forma negativa, critico sólo la actitud con que a veces son <
(inducidas. Pero de ninguna manera quiero restar algo <lc sus
méritos y reconozco plenamente la importancia que tienen en la
vida de la Iglesia. Por esas mismas limitaciones que implica
enseñar una actitud pastoral, algunas expresiones del libro
podrían dar la impresión de que pro-

3
pugno un cristianismo vitalista y adoctrinal. Quiero prevenir al
lector contra esta interpretación. La Iglesia católica vive una fe
común y esta fe tiene su contenido doctrinal. Su explicitación es
necesaria e importante. Mi crítica se dirige únicamente contra las
actitudes doctrinales de los que esconden su incapacidad de
comunicación humana detrás de una muralla que construyen con
los ladrillos de la ortodoxia. Tuve que exponer, asimismo,
experiencias en forma ordenada y progresiva. Me vi obligado a
retomar, en algunos casos, la misma experiencia desde diferentes
ángulos para ilustrar diversos aspectos y no pude eliminar toda
apariencia de repeticiones. El lector sabrá comprenderlo.
Quise describir mi experiencia en forma tan sencilla y
humana que pudiera ser dirigida a todo cristiano con deseo de
compartir su fe. Más aún, como experiencias humanas de
comunicación, pueden tener su interés para todo hombre de buena
voluntad.
Este libro quiere ser una guía práctica. Quiere proporcionar
los elementos para poder adquirir la actitud que ensena. Cuando
uno descubre algo nuevo, se entusiasma con ello. Tiene la
sensación de que ha aprendido una novedad. Tero pasa el tiempo y
cuando quiere recordarla, sólo le queda un vago sentimiento de
belleza. La adquisición de una actitud no se logra ni con una sola
lectura ni con una com- pi elisión intelectual por más clarividente
que sea, sino que pille una práctica asidua. Traté de usar un
lenguaje ameno para (pie el lector pudiera hacer una lectura
corrida. Si se da por satisfecho con ella, no tiene otro compromiso.
Si, en cambio, tiene deseos de asimilar la actitud propuesta en el
libro, puede retomarlo y encontrará los ejercicios prácticos ipic le
orienten en el aprendizaje. Espero que prestará un \ei vicio útil a
los interesados.
Hace dos años publiqué un libro sobre la meditación'. Su
I¡nulidad era mostrar la posibilidad concreta de una ora-

I |,.i, n,h. lulo n utiir, l iliciones Paulinas, Buenos Aires, segunda


mllt Irin, 1976,
A
ción simple y contemplativa en medio de un mundo nervioso y
agitado. Esta oración sumamente sencilla implanta una paz
sublime en el alma y simplifica la manera de acercarse a Dios.
Ahora deseo enseñar esta misma actitud contemplativa, pero
frente a los seres humanos. De hecho, lo que vivimos frente a
nuestros hermanos determina nuestra relación con Dios y
viceversa. Es el mismo corazón humano que se relaciona a su
manera tanto con Dios como con los hombres. Si uno logra una
actitud contemplativa en su trato con Dios, va a ser comprensivo,
transparente con la gente e irradiará paz y fe. Por el contrario, los
que tienen la amplitud de comprender a todos y se comunican con
facilidad. entran, de a poco, en una comunicación.contemplativa
con Dios.
Quiero agradecer a mi cuñado Julio Dombrády y a mi
hermana Vilma, quienes con su hospitalidad hicieron posible la
redacción de esta obra.
Los tres primeros capítulos giran en torno a una experiencia
muy especial. Su desarrollo, en el segundo y el tercero, está basado
en el método del psicólogo Carlos Rogers. Su terapéutica consiste
en el primer paso de todo diálogo humano. Por eso, sus
observaciones tienen aplicación en toda clase de conversación,
pero de una manera especial en los diálogos de inspiración
religiosa. Con su ayuda, aprendí a comprender y a acompañar, y
pude comprobar el bien enorme que hace. Por lo tanto, en esta
ocasión, se lo agradezco como también, quiero agradecerle a G.
Marian Kin- get su versión, a través de la cual conocí esta actitud
de una inspiración fan elevada y tan humanitaria 1. El capítulo
cuarto agrupa una serie de experiencias acerca del testimonio en la
trasmisión de la fe. Solo puede ser apreciado en combinación con
esta actitud de escuchar, porque únicamente se hace realidad en un
ambiente de pleno acogimiento. En el capítulo quinto muestro la
interrelación entre los dos inúmeros grupos de experiencias,
aduciendo algunos ejemplos que visualizan el modo de llevar una
conversación pastoral. En el sexto, describo la aplicación de la
misma actitud al funcionamiento de los grupos. Trato de mostrar.
también, las leyes más elementales de la dinámica propia de los
grupos en el ambiente creado por esta actitud. Y el capítulo

1 Psiehoi llera pie el relations humaines, volúmenes I-II, tercera edición,


l’ublications Universitaires, Louvain, 1966.

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séptimo es solamente un balbuceo para dar a entender que nos
queda un camino muy largo por recorrer en la comprensión y en la
comunicación de los misterios cristianos.
Capítulo 1

Hacia una actitud de


acogimiento

1. Hace algunos años, me pidieron que diera un retiro


espiritual a seminaristas. Los nueve seminaristas que iban a ser
ordenados diáconos o sacerdotes, habían sido citados a la casa de
ejercicios. Llegué al mismo tiempó que ellos y nos encontramos
en la puerta. Cuando supieron que iban a hacer el retiro conmigo
me saludaron y nos presentamos.
—Padre —se apuraron a decir casi sin transición, después
de los saludos— por favor, no hable mucho.
—¿Yo? —pregunté con una sonrisa y como extrañándome
—. No, yo no voy a hablar nada. Van a hablar ustedes.
Me miraron con asombro. No sabían qué pensar. Se
miraron entre ellos y, luego, pensando que era una broma lo
repitieron:
—No hable mucho, Padre.
—En serio, —reiteré mi respuesta— van a hablar ustedes.
Se quedaron callados un momento. No sabían dónde
ponerme. A la noche, cuando nos reunimos la primera vez, les
dije que venía a trabajar junto a ellos y, por eso, me interesaba
saber qué deseos y qué planes tenían para los días del retiro.
Hablaron todos uno por uno. Con variedad de matices,
coincidían en la inquietud central: ¿Qué es el sacerdocio? Asumí
el deseo de ellos y les dije que si querían

7
m iniar lo que era el saeerdocio, los invitaba a contar, a cailu uno, la
historia de su vocación y por qué ellos querían hacerse sacerdotes.
Fue muy interesante. Nueve caminos de Dios con otros tantos
horizontes y problemáticas. Escuchaba dejándome sumergir en la
historia de cada uno y trataba de captarlos y sentirlos desde
adentro. Anotaba, simultáneamente, los problemas que iban
apareciendo. A la una de la madrugada, cuando terminaron,
únicamente tuve que ordenar lo dicho. Caía de maduro que unos
seis temas esperaban aclaración: la fe, la oración, la relación con los
superiores, etcétera. Hicimos la distribución entre todos. Dos temas
por día, uno a la mañana, otro a la tarde.
Empezamos, cada vez, por contar la problemática de cada uno
como en la primera noche. Por ejemplo, contaron su manera de
hacer oración y qué dificultades encontraban en ella. Como eran
nueve, tardaron cada vez dos o tres horas para dar la vuelta y hasta
que cada uno pudo narrar el camino que había recorrido en el tema
que estábamos analizando. En las primeras reuniones, casi no
hablé. En la tercera me pidieron que contara, yo también, mi
experiencia. Me escucharon interesados. Les contaba lo que había
vivido, lo que había descubierto, los problemas que seguían
preocupándome y las actitudes que tomaba ante ellos. No les di
inslrucción doctrinal, pero toda la clarificación que se me ocurría
que podía servirles surgió naturalmente desde mis experiencias.
El último tema para la última mañana era el apostolado.
Comenzaron a contar sus pequeñas experiencias apostó liras en los
barrios. Ricardo, uno de ellos, explicó que trabajaba en un barrio
suburbano de la ciudad. Su dificultad principal consistía en que la
gente no lo escuchaba. Decía que la gente no quería escuchar a
Jesucristo. El anunciaba a Cristo pero los muchachos preferían ir al
partido de fútbol \ no a la Misa. Lo escuchamos largo rato y él
seguía lamen- lamlose ib que se empeñaba a trasmitir el mensaje de
Jesu- ■ ir.io pero los cristianos no le hacían caso.
I si in liaiiir - le di je al cabo de un tiempo, cuando se un 11 1 / 1 1 l.i
11 1 / le iiii iendo bien, vos querés decir que la
gente procede de la misma manera que ustedes. Cuando llegué
al retiro, después de saludarnos y presentarnos, lo primero que
me pidieron fue que no hablara mucho. Ustedes sabían que el
predicador del retiro viene para anunciar a Jesucristo, sin
embargo, no querían escucharme.

III
—¡Uy! —dijo Ricardo sorprendido en su contradicción.
—Pero, curiosamente, —proseguí— me escucharon más
que a otros predicadores. Y fueron ustedes mismos quienes me
obligaron a hablar. Yo, de mi parte, no tenía interés en hablar. El
primer día, apenas dije algunas frases para coordinar las
reuniones. Ustedes insistieron en que yo aportara mi
experiencia y con sus preguntas me hicieron hablar durante
horas. Yo vine para ponerme al servicio de ustedes. Acepté todas
sus propuestas. Estaba contento escuchándolos y me enriquecía
con lo que contaron de su vida y de sus luchas. Si vos —me
dirigí a Ricardo— en tu barrio empezás a escuchar a la gente y
ellos sienten que los comprendés y los querés, vendrán a pedirte
que les hablés. Pero mientras ustedes ya van con la convicción
de que saben y quieren imponer algo —aunque fuera
objetivamente lo más valioso que tenga la humanidad— nadie
querrá escucharlos. En vez de una actitud de superioridad,
conviene ir con el deseo de compartir. Y compartir significa,
ante todo, participar en la experiencia de ellos.
Comprendieron por qué la gente no escuchaba a Ricardo,
que venía desde fuera, que no mostró interés por ellos y que
traía su mercadería religiosa para venderle justo en el momento
en que ellos empezaban a disfrutar del descanso semanal
bien'merecido. Mientras no participamos de la experiencia de
otros, no puede haber comunicación y, por eso, no puede haber
trasmisión de fe.
2. Cuando todavía era estudiante de teología, me inicié en
la dirección de retiros individuales. Llegaban al seminal a >
jóvenes que buscaban unos días de silencio para reflexionar.
Unos pensaban en la posibilidad de una voca- sai
rnlotal, otros estaban pasando una crisis y precisaban un alto en
el camino.

9
Darles un retiro consistía en proponerles las meditaciones de
los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. Estos ejercicios me
entusiasmaban. Estaba convencido de que eran precisamente lo que
a ellos les hacía falta, porque tocan, muy de cerca, los problemas
humanos más fundamenta les: el sentido de la vida, el pecado, la
redención, el camino para seguir a Jesús, etcétera. Sin embargo, me
parecía, al comienzo, que les hacía cierta violencia. Me planteaban
su panorama personal y yo les contestaba con mi esquema de retiro.
Cada uno explayaba su preocupación desde su vivencia y yo
respondía desde mi contexto, desde mi marco de referencia: los
ejercicios espirituales.
No, no podía ser, me decía. No me parecía justo imponerles mi
marco de referencia. Tenía que encontrar el modo de trabajar desde
la otra persona. Era menester mostrarle, desde su experiencia, el
paso que él, siguiendo su camino, podría dar. Entonces, decidí
sumergirme más enteramente en la problemática de cada uno.
Cuando llegaba un muchacho para quedarse tres días, iba a
conversar con él y lo invitaba a que me contara por qué venía. Lo
escuchaba atentamente durante dos o tres horas. Trataba de captar
su vida. Reconstruía en mi mente todo su pasado: la historia de sus
relaciones familiares, la historia de sus estudios, de sus amistades,
de sus experiencias religiosas, de su relación con Jesucristo y con la
Virgen, de sus alejamientos de Dios, de sus inquietudes, sus
anhelos y sus conflictos. Observaba la imagen que tenía de sí
mismo y de su porvenir. Intentaba comprenderlo cómo él se
comprendía a sí mismo, de sumer- girme en su mundo subjetivo y
vivir un rato su vida, olvidándome de toda evaluación, de todo
juicio, o comparación (on normas e ideales. Quería compenetrarme
en su vida.
Después de escucharlo de esta manera, durante bástanle
licmpo, me retiraba para rumiar lo recibido. Intentaba ponerme en su
lugar. Buscaba lo que él necesitaba, tratan- ili i de no dejarme llevar
por lo que era importante para mí i. |•<>i Id (|uc los Ejercicios
Espirituales proponían. Quería ponei me en su ritmo.
Me dio un resultado extraordinario. Descubrí, ante todo, que
los Ejercicios Espirituales contenían un valor perenne. Resultó por
ejemplo, que el punto de partida de los Ejercicios era el primer paso
para todos. Una especie de búsqueda de ubicación: ¿Qué sentido
tiene la vida? ¿A dónde voy? ¿Qué pretendo con mi existencia? Pero
esta pregunta emergió como el paso natural, como la consecuencia

i’
lógica de lo conversado anteriormente. No era una irrupción de los
temas de los Ejercicios que empiezan con la frase: “El hombre es
creado para alabar a Dios”. El ejercitante ni se daba cuenta de que
hacía un proceso ya descrito en los Ejercicios y, menos aún, tenía la
sensación de que yo introducía algo nuevo.
Le decía, por ejemplo: "¿Te acordás cuando hace dos años —
como me lo contaste ayer— te planteaste por qué vivías y te pareció
que tu vida carecía de razón de ser? Podrías retomar la pregunta
para ver qué respuesta te surge ahora”.
O cuando se proponía su compromiso con Jesucristo le
recordaba experiencias anteriores. Le decía, por ejemplo: “Te
acordás de lo que me contaste que un día, en tales y tales
circunstancias, experimentaste la presencia de Jesucristo y eso te
hizo sentir muy libre y muy feliz. Te sentías comprometido con El”.
De esta manera, le sugería retomar el hilo de sus experiencias y
volver a las fuentes de su encuentro con Jesús. Al final, vivían el
retiro como elaborando ellos mismos su propia vida.
Resultó por ejemplo, que la experiencia del mal era básica.
Muchos sacerdotes que dan retiros no saben cómo abordar el
problema del pecado. Algunos lo omiten. Otros, en cambio,
predican algo tan austero que da miedo. Escu- < lie innumerables
veces que es lo más árido en los ejercicios. Conociendo la
experiencia propia del mal en la vida del ojeirilante, resulta lo más
natural y espontáneo plantearlo, l o li.u ia con las mismas palabras
que él me lo había expresado.
De es le modo, el guiar el retiro de un muchacho se me 1 1
aii'.formó, de un "predicar" o "dirigir”, en escuchar
p¡ii a que la situación concreta indicara los pasos que había que
dar. Tuve que someterme a la necesidad de los hechos. Id escuchar
y el comprender se tornaron más elementales I que cualquier otra
cosa.
Más tarde, me di cuenta que el descubrimiento acerca del
marco de referencia del otro no era completo aún. Todavía
introducía elementos que le venían desde afuera. Procedía
correctamente, porque era anunciarle la Palabra de Dios que
ilumina su vida. Pero, al mismo tiempo, hay momentos en que la
respuesta tiene que injertarse más cabalmente en la experiencia
del interesado. Había llegado a poner al otro en el centro. Pero no
del todo. El otro resultaba centro en cuanto yo lo comprendía

11
desde él mismo. Era el beneficiario. Pero el que comprendía
seguía siendo yo. Un descubrimiento de mayor importancia fue
cuando advertí que este mismo esfuerzo de comprensión debía
ser realizado por el otro. Mi función era darle el apoyo y crear el
ambiente donde el otro pudiera tomar conciencia clara de su
situación. Un acontecimiento, por sí insignificante, me puso sobre
la pista.
- 3. Un día pasé por la portería del seminario donde en
señaba. El portero me pidió que atendiera a una señora que había
venido para hablar con un sacerdote.
—Discúlpeme, don Máximo —expliqué al anciano ruso que
atendía con una paz medieval dos o tres llamados tele- iónicos
simultáneos— no puedo complacerle; tengo que ir a dar clase.
—Nadie tiene tiempo para atenderla —repuso sin ocul- i. 1 1
su displicencia— ya pedí a cuantos sacerdotes hay en < asa y
lodos se disculparon.
Bueno, don Máximo —dije mirando mi reloj y ha- . iciulo
cálculos—, tengo veinte minutos. Voy a dedicarle este rato.
I a acompañé a una sala y nos sentamos. Efectivamen- u | >;
1 1 1 -> i.i agitada. Le expliqué que disponía de unos veinte
....... . poique, luego, los seminaristas me esperaban en
vlaiie,

II
—Pudre —empezó a hablar mientras traslucía su angus- tia
e irritación— vine para pedir su opinión. Quiero saber lo que
usted piensa sobre mi situación.
Me llamó la atención: deseaba saber mi opinión y no la
opinión de un sacerdote y no me había conocido antes. Hice un
ademán indicándole que la escuchaba y ella comenzó a
explayarse. Se trataba de un conflicto con su marido. Querían
construir una pared y no se ponían de acuerdo. La pared ha sido
por supuesto, el motivo desencadenante de una tensión que
venía gestándose desde mucho antes. La situación, no obstante,
parecía solo medianamente grave. Los desacuerdos,
momentáneamente irreductibles, no hacían la reconciliación
imposible. En cinco minutos veía bastante claro el problema y
veía los pasos concretos que había que dar para superar el
conflicto. Sin embargo, seguí escuchándola. Después de quince
minutos hice un intento de manifestar la opinión que ella me
había solicitado:
—Mire, señora. . .
Pero ella me interrumpió y siguió hablando. La 'escuché tres
o cuatro minutos más, miré el reloj y, con una voz más decidida,
reiteré:
—Mire, señora. . .
—No, Padre —repuso interrumpiéndome de nuevo—. Usted
no me comprende.
Su respuesta me molestó, porque todavía no había podido
explicarle mi opinión y ella ya me reprochaba que no la
comprendía. A pesar de sentirme contrariado, me dije que así no
podía dejarla y renuncié a dar la clase, cosa que no me gustaba
hacer y, menos aún, sin previo aviso. Como ella no dejó
manifestar mi opinión y había dicho que yo no la comprendía,
tomé la resolución de callarme y escucharla hasta que me
repitiera humildemente que quería oír mi opinión. Siguió
hablando y yo me quedé mudo sin decir ni una sola palabra. Eso
sí, la escuchaba con atención pero i OH ! n ría resistencia interior.
Habló tres cuartos de hora IIUÍN.

13
—Padre —dijo levantándose después de este lapso—, le quedo
enormemente agradecida, porque usted solucionó mi problema.
Quedé desconcertado. Yo no había dicho nada. La acompañé
hasta la puerta y nos despedimos. Ella se fue y nunca más la vi. Me
di vuelta y subí la escalera tratando de explicarme lo que había
pasado. Ella había dicho que quedaba enormemente agradecida.
Recuerdo con claridad, que esa fue su expresión. Eso, por una parte,
enfrió algo mi molestia por su reproche y, por otra, me dejó con una
espina. Esta mujer, me dije, había venido para saber mi opinión y
se fue sin saberla. Sin embargo, me dijo que yo le había
solucionado su problema. ¿Hizo una catarsis, como dicen los
psicólogos? No, porque me hubiera dicho que se sentía aliviada.
Ella vino para saber algo, y al final lo supo. Además, afirmaba que
yo se lo había hecho saber. Pero yo no había abierto la boca y, de
eso, estaba muy seguro, porque —tengo que confesarlo—
prácticamente, me empaqué cuando me reprochó incomprensión.
¿Qué había pasado? Este día, había aprendido una de las
lecciones más importantes de mi vida. Aquella mujer me puso
sobre una pista que causó una revolución en mi trato con la gente y
en mi capacidad de dialogar. Mas aún, me condujo a una respeto
mucho más profundo de la autonomía del otro y hasta a una nueva
pedagogía para despertar esta autonomía. En una palabra, me
enseñó a comunicarme de una manera más honda.
Esta señora había venido en un estado de confusión agitada.
No se entendía a sí misma y no sabía cómo solucionar su conflicto.
Con toda seguridad, habrá pensado y repensado miles de veces su
situación sin sacar nada en claro. Más se ocupaba de ella, más se
complicaba. Cuando pudo expresarse en mi presencia, empezaron a
ordenarse sus pensamientos. Cuando llegó a decir todo, ya sentía
una claridad y no necesitó más consejos. Ella misma descubrió el
remedio.
Yo ya llevaba unos ocho años de dirección espiritual. Siempre
había escuchado a los que venían a pedirme consejos. Nunca había
hablado sin escuchar por lo menos una hora. Pero aquí descubrí
algo fundamentalmente nuevo. No se trataba de escuchar para
comprender y poder dar una orientación sino de acompañar a
alguien en su toma de conciencia, confiando en que si llega a
expresarse enteramente, alcanza a tomar conciencia de lo que le
pesa y, si tiene claridad acerca de sí misma, puede solucionar sus

14
problemas. Es una manera muy distinta de ayudar que el modo de
dar consejos de los antiguos consejeros y directores espirituales. Se
trata sólo de crear el ambiente de confianza donde el otro pueda
manifestarse sin tener que limitar su expresión por el temor a las
consecuencias. Esta manera de proceder aumenta la autonomía del
otro, y una persona más autónoma está en mejores condiciones para
dialogar, para servir y para amar.
En la actitud anterior escuchaba, pero lo importantes- era la
solución que yo podía dar. Ahora la importancia pasó a la otra
persona y a su capacidad de clarificarse-y de solucionar sus
problemas. Significaba poner a la otra persona más en el centro.
Era una nueva conversión hacia el prójimo. ¡Qué actitud más
cristiana! -=
Me acordé poco después, de haber escuchado algo acerca de
esta actitud. En un tiempo se había hablado de un libro de un
jesuíta belga: André Goldin'. Busqué el libro y lo leí. El libro me
remitió a la enseñanza de Carlos Rogers. Tenía dos tomos de sus
libros que un notable director espiritual de Holanda me había
recomendado personalmente después de una larga y muy
provechosa entrevista. En el momento no le había dado
importancia y el polvo los cubría en mi biblioteca. Es el libro que
cité en la introducción.
Empecé a estudiarlo. Pronto descubrí que no sabía ni
comprender ni acompañar. En el caso de la señora, por supuesto,
estuve con una resistencia interior y eso no es la ma- nera en que
se puede ayudar. En otras oportunidades escuchaba, pero me
concentraba en hallar la solución. Leyen- 1 La relation humainc darts le
dialogue pastoral. Desclee de Brower, 1963.
do este libro, me di cuenta que debía someterme a un aprendizaje y
lograr cambiar actitudes profundas. Me puse a la obra y durante un
año entero conversé con numerosas personas semanalmente
limitándome a acompañarlas.
Luego de practicarlo mucho y asimilar la actitud hasta el punto
que me salía espontáneamente, descubrí que este modo de proceder
es parte constitutiva del diálogo en general. Es decir, entre los
diferentes momentos del diálogo hay uno que es escuchar. Después
hay otros momentos: expresarse, dar testimonio, intercambiar,
ponerse de acuerdo, decidirse juntos, etcétera. Pero hay un
momento, insustituible, elemental, y que constituye los cimientos
de todo diálogo profundo: el acoger y el acompañar.

15
Sin este escuchar no se logra el diálogo. ¡Y hoy en día cuántos
diálogos fracasan! Sin una actitud de diálogo no se puede trasmitir
la fe. Una vez, en un grupo de catequistas de adultos, enseñé el
escuchar en esta forma. Cuando se dieron cuenta de qué se trataba,
un hombre que tiene una larga experiencia apostólica exclamó:
—Padre, eso es extraordinario, aquí se trata de escuchar a otro
nivel; a nivel más profundo. Nosotros —añadió con entusiasmo—
escuchamos a un nivel superficial, pero ahora caigo en la cuenta de
que eso es escuchar con tal profundidad que uno llegue a
comprender, no la frase, no la idea, sino el mensaje que el otro le
envía.
Me parece, a mí también, tan importante que quiero dedicar
los dos capítulos siguientes a explicarlo y a enseñarlo. Primero,
quiero darle una mínima fundamentación teórica. Luego, en el
capítulo tercero, pasaremos a la práctica.
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se_£om- i i i mismo y cómo puede ayudarle el otro que está n su
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.........» • Ida, i l'i ni, |ir.i.m í e n l e, la gracia le
• i • i < 1 • I • 1i . l i l i l í i i i s i i i i i i n d o e s l á
desorientado, de •■n. .i di i líala,i dado pasos en falso.
1
iail"t di allí m.u mi es desconocido ni sorpren-
1
..........la l'i MI o, a, una aplicación que puede parecer-
* I * * a Mi'iilllin que el hombre tiene la capacidad 1 1

p m l u u n n o s I . l í e n l e, de comprenderse a sí

17
mismo y, consiguientemente, la posibilidad de solucionar sus
propios problemas. Esta capacidad es importante, porque asegura
que el ser humano puede llegar a bastarse a sí mismo, es decir,
alcanzar su autonomía y asumir sus propias responsabilidades.
Es el germen que hará brotar su amor. Sin ella, o sea, sin una
cierta autonomía, el amor gratuito y personal no es posible.
Por otra parte, es bien conocido que esta capacidad no se
ejerce siempre. Hay gente que, de hecho, no soluciona sus
problemas ni se comprende a sí misma. Si somos cristianos y
creemos que el hombre tiene una sanidad de fondo, recibida por
la creación y aumentada por la redención, tenemos que creer
también que tiene, por lo menos, una tendencia a ejercer esta
capacidad de comprenderse y solucionar sus problemas. No creer
en ella, es negar su ca- pacidacTcle amar.
El hombre no está condenado a ser, perpetuamente, un
menor de edad, con la necesidad de recibir de otros la receta que
solucione sus problemas. Por eso, en vez de darle soluciones, es
mucho más humano y más cristiano, despertar en el, el
funcionamiento de esta capacidad de comprenderse. La
diferencia es enorme. Interpretar su situación y darle soluciones
hechas, es como, en medio de un jardín, colocar un florero con
rosas. Son lindas, pero no salieron de la tierra y no tienen raíces
en ella. En cambio, despertar la capacidad de comprenderse es
fertilizar y regar la tierra para que produzca flores. En el primer
caso, solucionamos algo momentáneamente, pero obstruimos el
crecimiento natural. En el segundo, en cambio, elegimos, tal vez,
un camino más largo y más paciente, pero más constructivo. En
vez de convencer a alguien de que tiene que creer, es más cristiano
despertar en él la capacidad de dar pasos autónomos y de
emprender su propio camino. La fe no va a tardar en aparecer. Se
entiende que no queremos descartar ni la gracia ni el testimonio.
El despertar de esta capacidad está condicionado a un clima
de relaciones humanas favorables. Necesita una at- '.leía sin
amenazas, donde el yo pueda sentirse a sus anfluís. Hallándose
sin amenazas, comienza a comprenderse, ordena sus ideas y
descubre, con toda naturalidad, lo que le conviene hacer.
Es preciso notar que esta tendencia a comprenderse y • i
.iI>i r lo que tiene que hacer está orientada a alcanzar lo que el
mismo percibe como su enriquecimiento y no, necesariamente, a
los que objetivamente o desde el punto de vista de otros, es la
solución debida. Por eso, tenemos que analizar cómo el hombre
se ve a sí mismo de una manera correcta y realista. Esta
percepción de sí mismo la llamamos la imagen del yo. r
2. Esta imagen que uno tiene de sí mismo, juega un papel
importante en su comportamiento. El hombre actúa ■aempre para
protegerse, elevarse y engrandecerse a sí mis- ino. Se opone a
todo lo que disminuya, desvalorice o contradiga a su yo. Si tiene
una imagen realista de sí mismo, M I comportamiento va a ser
adecuado. En el caso contrario, se propondrá objetivos
inadecuados.
Supongamos que un obrero de rendimiento mediano se da
cuenta de que su trabajo es aceptable, sin ser excepcional. Es,
además, supongámoslo, muy buen esposo, excelente padre y
tiene conciencia de ello. Todo su comportamiento se regirá por
esta autocomprensión de su situación. No se desilusionará si no
le brindan premios y alabanzas, pero se sentirá seguro en su
trabajo y tendrá la satisfacción de ganar su vida decentemente.
Por otra parte, la vida del hogar le causará satisfacción y
felicidad. Esta situación suya le d.ua seguridad interior. Tiene
una imagen realista de sí mismo y por eso su comportamiento es
adaptado a las circunstancias.
l odo comportamiento humano se rige por la realización del
yo Eso no es egoísmo. O, si lo es, es su forma correcta ■
indispensable, que no se opone al altruismo. Nadie puede
pretendei la felicidad del otro en desmedro de su propia verd id,
ia y suprema felicidad. El altruismo solo es posible
i.........i, n .ion del yo y no por su destrucción. El obrero men-
.......ido quiere (pie su esposa sea feliz, porque quiere que

19
sean felices los dos juntos. El altruista busca la realización del
nosotros. Es la extensión de los límites del yo. De esta manera, tiende
hacia la felicidad de todo su hogar donde sus hijos están, también,
incluidos en el nosotros. Se preocupa por la felicidad de sus amigos,
de su club, de su fábrica, de su partido político y, finalmente de su
patria, conforme a su capacidad de incluir más y más gente en la
comunidad de su ego. Cuando se habla de sacrificar algunos de los
intereses del ego, este sacrificio está, sin excepción, recompensado de
una manera superior. Si el obrero hace horas extras en su trabajo,
sacrificando su descanso merecido, para lograr con su renuncia el
estudio de sus hijos, el agradecimiento, el aprecio y el cariño de los
suyos, lo gratifican abundan- i» temente. El sacrificio es siempre una
renuncia a algo de lo cual el mismo ego se beneficia en un nivel
superior. Es como el sacrificio de Jesús. Renunció a su vichf para
hacernos vivir a nosotros, pero El mismo, dándonos vida, vive con
nosotros de una manera superior a su existencia terrena. El Evangelio
nos enseña que hay que perder la vida, pero añade: para ganarla.
Cada uno lleva en sí, por lo tanto, una tendencia que u\ lo va
capacitando a autodeterminarse y, por medio de ello, a dirigir su
comportamiento que lo conduce a la felicidad. El éxito de esta
tendencia depende de la imagen realista del
_____fines proporcionados a su capacidad," elegírá ^ompor-
tamientos adecuados y experimentará gratificaciones
correspondientes. Se sentirá, en consecuencia, más ubicado, más
realizado y más feliz.
El que no tenga, por lo contrario, una imagen correcta de sí
mismo, propondrá fines solamente adaptados a la imagen que él
tiene de sí, pero inadecuados con respecto a sus circunstancias
reales. En el caso de nuestro obrero mencionado arriba, si
sobreestima su rendimiento, la poca remuneración le causará
continuos disgustos. Buscará otro trabajo donde pagan más pero
exigen más. No pudiendo respondí i a las exigencias, se sentirá
frustrado y desvalorizado Su desconlento creará distanciamientos,
porque a nadie le i'ir.l.i vivir con rente continuamente
malhumorada. Si su

Quien tenga una imagen correcta de sí mismo, propon-

•yy
Imagen, en cambio, peca por no estimar suficientemente sus
I,lientos, el malestar se producirá, aunque de otra manera.
Supongamos que subestima su rendimiento. No se atreverá . 1 aceptar
empleos adecuados, no desarrollará sus potencialidades electivas y
quedará, por consiguiente, insatisfecho. Si, en vez de una capacidad
real, estima tener otra, pero que, de hecho, no la tiene, sus decisiones
tomadas con este error no tardarán en producir frustraciones.
La imagen que uno tiene de sí mismo determina su
comportamiento y así, indirectamente, su felicidad. Si la imagen que
uno tiene de sí mismo es realista, el comportamiento será ubicado y
alcanzará la realización. Si la imagen del yo está deformada, el
comportamiento será inadaptado y la sensación de la frustración es
inevitable.
3. El hombre^ trata de realizarse. Tiene experiencias positivas
que van aumentando la confianza en sí mismo, van valorizándolo y,
de esta manera, tiene una imagen cada vez más positiva de su yo.
-
Vive, al mismo tiempo, experiencias negativas que le indican sus
límites. Le duelen, porque se oponen a su tendencia de realizarse y
frustran su deseo de ver acrecentado su yo. Este deseo es poderoso
porque constituye su dinamismo global. No obstante el dolor, las
registra y va haciendo la imagen de su yo más realista. Un muchacho
quiere correr en carreras de automóviles, pero sus reacciones son
muy lentas. Es su limitación. Va adaptando la imagen de sí mismo a
la experiencia real: de a poco, y no sin luchas in- Ici ñas, renuncia a
su deseo de ser un Fangio.
Puede darse que una experiencia negativa y dolorosa en sí, se
agrave poruña amenaza exterior. Supongamos alguien a quien sus
seres queridos lo condenen y por lo tanto esté
• ii peligro de perder su cariño y su aprecio. En este caso,
■ in darse cuenta, tiende a negar los aspectos negativos de
• II experiencia. Les resta importancia y trata de olvidarlos.
I I inconsciente le fortalece este deseo y cierra sus ojos ante 1
aspectos negativos de su experiencia. De eso resulta al-
........ .. grave: la imagen del yo empieza a deformarse.
Tomemos un ejemplo. Un niño tiene celos porque le nació un
hermanito. Dice que el hermanito es malo y que hay que echarlo o
que hay que matarlo. El hecho de que pueda expresarlo es muy sano

21
porque representa su experiencia correctamente ubicada en su
conciencia. Se da cuenta de lo que siente. Los padres dejan expresar
su sentimiento y limitan únicamente su acción exterior, cuando
amenaza causar daño al hermanito. En poco tiempo, acepta la
existencia de su hermanito y desaparecen los celos. La imagen que
tiene de sí mismo se adaptó a la realidad porque se acepta, no ya
como hijo único, sino como uno de los dos hermanos.
Si, en cambio, los padres le dicen que es malo por sentir celos y
por no aceptar al hermanito o añaden que, por eso mismo, no lo
quieren más, entonces, el chico se siente amenazado. El peligro de
perder el cariño de sus padres, es para él una amenaza poderosa que
lo angustia porque no puede subsistir sin el afecto de ellos. Tratará
de alejar la amenaza. Ante todo, no expresará más sus celos. Pero
como la amenaza, además de dirigirse contra la expresión de los
celos, apuntó a los mismos sentimientos de celo. El niño se sentirá
malo por tener tales efectos. Estos sentimientos lo desvalorizan ante
sí mismo: empeora la imagen de su yo. Intentará eliminar estos
sentimientos. Tratará de no sentirlos y, de a poco, se convencerá de
que no los siente. Los celos pasan a ser menos conscientes.
Retroceden al subconsciente y comenzarán a actuar indirectamente.
Agredirá a su hermano, pero ya no sabrá por qué. Tiene una imagen
falsa de sí y, por tanto, no entiende lo que le pasa. El juicio
condenatorio de quienes depende causó una deformación de la
imagen que tiene de sí mismo.
Muchos cristianos que, en medio de conflictos, experimenten
sentimientos contrarios al Evangelio, pueden vivir algo similar. El
Evangelio les dice que no hay que odiar, pero, de hecho lo
experimentan. El ideal del Evangelio puede actuar como un juicio
amenazador de Dios y, entonces, comienzan a decirse que no odian
al prójimo. No admiten c o n sencillez su experiencia real y, por lo
tanto, la imagen que tienen de sí mismos ya no coincide con su
realidad. Hay • di'o negado, algo que no llega a su conciencia, pero
que si-

22
guc existiendo y reproduciendo agresiones. Se extrañan de
tenerlos. ¿Cómo puede ser —piensan— que uno agrede a su
prójimo cuando lo quiere por Dios? En realidad, tendrían que
decir que tienen un sentimiento de odio contra su hermano,
aunque, al mismo tiempo, mantengan un deseo de superar el
odio por causa de Dios. El odio y el deseo de^no odiarlo son
experiencias simultáneas. Su error consiste en descartar una parte
de su experiencia, la parte precisamente que los angustia por el
peligro de perder el amor que Dios les tiene. Es decir, la parte
que se opone a la imagen que desean tener de sí mismos ante
Dios.
Estamos frente a un hecho. La no conformidad con reglas
morales, sociales o el peligro de perder el afecto y el aprecio de seres
queridos, puede vivirse'como una amenaza y, por eso, causa una
disminución en la percepción de la realidad. Es más fácil embellecer
la realidad que aceptar^, una desprotección del yo.
Nos conviene hacer dos consideraciones con respecto a lo que
acabamos de analizar. En primer lugar, la conciencia , y la expresión
verbal son cosas distintas que la realización tísica. La expresión
verbal efectúa un movimiento sano: la formación de la conciencia
y la aceptación de la realidad. Más aún, cuando uno admite que
tiene un defecto o una limitación, el defecto comienza a ser
menos molesto porque desaparece el sufrimiento de la
intolerancia con la cual uno se atormenta a sí mismo. Si se trata
de sentimientos desviados, empiezan a desaparecer como en el
caso de los celos mencionados. La expresión física, en cambio, en
conflictos entre personas, fomenta la tensión. Se atribuye a
ciertos psicólogos la opinión de que la curación de problemas
sexuales consiste en una vida sexual muy libre. Cuando hablo de
la libertad de conciencia y de expresión, no me refiero a la
libertad de expresión física, que por supuesto, no siempre es un
método curativo.
Para la segunda consideración tenemos que ponernos e n e l
lugar de un interlocutor. La persona que escucha una . \|ii. i<ni
negativa, puede aprobar el hecho externo, y pue- di rnuj
contrariamente, aceptar la vivencia interna que se

23
expresa. No hay nada inmoral en aceptar que el chico ten- ga
sentimientos de celos. No hay nada malo en no erigirse en juez de este
sentimiento y decir simplemente que uno comprende su mensaje: “Me
decís que tenés deseos de malario”. Y nada más. Muy diferente sería
aprobar el hecho externo, es decir, admitir que hay que matar al
hermano. Puedo responder a un ateo que comprendo y acepto que él
haya llegado al ateísmo. Otra cosa sería aprobar el hecho externo del
ateísmo o de condenarlo. Pero con esta consideración ya anticipamos el
mensaje de los párrafos siguientes.
Y Lo que aquí nos queda claro —espero— es el proceso de la
deformación de la imagen que uno tiene de sí mismo. El hombre quiere
realizarse. Tiende a ver a su yo ya en forma ideal, así como quisiera ser.
Al niño le gusta pensar que es más alto que su amigo. El cristiano
tiende a sentirse más santo de lo que efectivamente es porque tiende al
enriquecimiento de la imagen que tiene de sí mismo. Por eso, le cuesta
admitir sus defectos. A estas circunstancias interiores, hay que añadir
la enorme fuerza social. Qué piensan de él los que lo quieren y
aquellos de quienes depende su destino: padres, compañeros,
sacerdotes, catequistas, etc. El juicio de ellos suele ser una presión
moral fuerte que con toda facilidad se transforma en amenaza cuando,
directa e indirectamente, tiende a disminuir, empobrecer la imagen que
tiene de sí mismo. La amenaza actúa como un factor de control que
dificulta que los aspectos condenados puedan ser reconocidos y
expresados. Eso repercute como una deformación de la imagen que
tiene de sí mismo y sentirá confusión e inseguridad porque
comprobará desajustes entre lo que imagina ser y lo que realmente es.

¿Cómo ayudar a la autonomía? 2


expresar que es receptivo o quiere decir lo que espera, por qué
vino, qué intenciones tiene. Muchas veces, estará en unu actitud
de búsqueda, querrá clarificar algo que lo toca <lc cerca,
entonces, deseará expresar lo que no entiende y t e n d r á ganas de
contar sus experiencias religiosas para ex- plicílar y justificar su

2Determinemos, entonces, la actitud del cristiano que se


encuentra frente a su hermano en una situación apostóla . 1 listo es,
cuando quiere transmitirle su fe. El otro, normalmente, quiere
manifestar algo, aunque no sea más que

24
deseo. Otros harán cierta crítica a la religión y, en este caso, será
necesario que la expresen. El cristiano puede encontrarse
simplemente en una fiesta o en nn grupo de amigos donde
alguien, de repente, empieza a hablar contra la religión y,
entonces, si realmente es cristiano, tendrá el deseo de dialogar
con él.
Enumero estas posibilidades porque en todas ellas hay que
adoptar una actitud realmente pastoral, es decir, una actitud de
sumo respeto que posibilita la comunicación con el otro.
No se trata de una técnica sino de una actitud de respeto y
de confianza en el otro. Confianza en que el otro puede
reorganizar y clarificar su experiencia, en que es capaz de
representarla mejor si se crea un ambiente de comprensión.
Estará en mejor disposición para dialogar. Podrá aprender mejor si no
existe la menor sombra de una amenaza. La amenaza, aquí, es un juicio,
sea un juicio crítico o sea un 1 ^ juicio positivo porque de cualquier
manera pone pautas que \^->/> <, obligan. Con este juicio está medido,
encasillado. No puede sentirse libre y autónomo. Es necesario ün
ambiente donde pueda ser autónomo. Hay que asegurarle una
atmósfera de comprensión donde, rápidamente, pueda empezar a
admitir a su conciencia elementos hasta entonces prohibidos,
((iie, descontando pocas excepciones, siempre tenemos. Su
autonomía es condición para que pueda reorganizar su
experiencia, pueda tomar conciencia de los elementos que”Io
tienen alejado de la fe, pero son condición también para poder
asimilar algo nuevo y escuchar sin prejuicios.
Pero más que todo, este ejercicio de su autonomía, sin el
menor signo de amenaza, es la condición para que el
interlocutor pueda sumergirse en sí mismo, hasta su zona
religiosa, hasta su interioridad donde comunica con Dios.

25
■ri 7o cLe_
-7
El precio de este ambiente de comprensión es renunciar a todo
tipo de intervencionalismo: no juzgar, no interpretar, no investigar,
no aconsejar. Más aún: dar al otro libertad de hablar o no hablar,
cambiar el tema o seguir con lo mismo. Y si cambia el tema, pueda
hacerlo sin justificar por qué lo hizo. Todo debe estar dirigido a
favorecer su autonomía.
La autonomía no se puede enseñar. Todas las demás actitudes
pueden ser enseñadas; la autonomía no. Se aprende cuando uno está
en un ambiente donde puede dar pasos autónomos.
Hay que comprender que, en este momento del diálogo, no es
uno el agente principal. Uno crea condiciones para que el otro jmeda_
dar pasos autónomosT^Uno—crea eTUrrrñ mente de"seguridad donde
el otro, fuera de todo peligro de amenaza, pueda empezar a ser actor
de su propia clarificación, de su propia búsqueda o, en todo caso,
parte autónoma de un diálogo entre dos personas libres. Eso es activar
las fuerzas internas del otro, indispensable para entrar, luego, en un
ambiente religioso.
Quiero subrayar que el dar esta seguridad no es. todavía un
diálogo completo. Es sólo un componente de él, pero el componente
más descuidado y que más hace fracasar los diálogos religiosos.
2. La inseguridad es el resultado de la amenaza con- > tra la
imagen del yo. Recordemos que el deseo de felicidad quiere elevar
continuamente esta imagen y a duras penas puede tolerar una
disminución de ella. Todo juicio que lo disminuya crea un sentimiento
de amenaza.
Cuando la amenaza se hace continua y sistemática, provoca un
repliegue muy grande del campo de percepción. Por ¿SO, la
inseguridad anda siempre dominada por la angustia tic- no poder
darse cuenta de la situación. La inseguridad no permite percibir los
elementos__negativos de la experien- ■ I.I para que la imagen positiva
del yo no sufra más daño.
I I ,i inseguridad crea defensas contra conocimientos amenazantes.

26
La ayuda que se puede prestar a una persona insegura, es
darle seguridad. En vez de un clima de excesiva amenaza, crear
una seguridad sólida. Si el otro siente su yo libre de la amenaza
más mínima, empieza a bajar las defensas y advierte elementos
de su situación que antes no tenían acceso a su conciencia.
Empieza a verse a sí mismo con más realismo. La seguridad le
permite vencer la vergüenza an- te sí mismo y ante otro. Esta
seguridad le permite reorganizar su conciencia, sus actividades y
las soluciones que debe dar a sus problemas.

Ó<Lo'
Veamos cómo se puede transmitir esta seguridad. El primer
modo es “asegurar”. Consiste en disminuir la importancia del
problema, alentar y animar. Decir que el problema no es tan
grave; que todo el mundo vive situaciones parecidas; que no
tiene que agrandar el problema; que es normal que tenga tal
preocupación o, según el caso, afirmar que el problema sólo
existe en su imaginación. Damos el mismo tipo de seguridad
cuando alabamos y cuando aprobamos. -
Todas estas maneras de dar seguridad tienen graves
inconvenientes. Actúan como la anestesia. Los motivos que dan
para disminuir la inseguridad son exteriores: comparación con
otros, datos estadísticos, sugestión, etc. Más aún, su defecto
propiamente dicho es crear un lazo de dependencia con quien le
da la seguridad y es muy grave porque socava la base de la
verdadera seguridad, que consiste en sentirse capaz de
solucionar sus propios problemas. Afirma que algo no es grave,
cuando el otro durante mucho tiempo lo ha considerado grave.
Le hace sentirse incapaz de formar un juicio correcto de su
situación y, por lo tanto7 le da mucha inseguridad, aunque
momentánea- mente pueda sentir una cierta seguridad apoyada
en el juicio de quien así lo asegura. Supongamos que alguien
nos dice que no se atreve a ir a recibir la santa comunión porque
se siente indigno. Asegurarle en la forma mencionada sería, por
ejemplo, contestarle que vaya a recibirla con paz poi que nadie
podría comulgar si fuera por indignidad: todos tendríamos que
abstenernos de ella. A lo mejor, irá a > unnligar; pero se le ha
dicho que es inepto para formarse

27
un juicio correcto acerca de su relación con Jesús o, por lo menos,
acerca de su propio estado religioso. Eso debe darle más inseguridad
de la que tenía antes. Si va a comulgar lo hará apoyado en la opinión
recibida, teniendo que luchar constantemente con su creciente
inseguridad interior.
La seguridad que hay que establecer es de otro orden. Es una
apertura a su propia experiencia. La seguridad se establece cuando no
existe miedo de su propia experiencia. Cuando uno puede tomar
conciencia de ella sin seleccionarla y sin ponerse a la defensiva frente
ella.
La angustia es un estado de ánimo difuso que penetra todo. De la
misma manera, la seguridad es un estado generalizado. No se refiere a
algo determinado y no se crea con una acción directa. Dar seguridad
verdadera consiste en comunicar al otro que es capaz de reconocer sus
propios problemas y solucionarlos él mismo. Es importante sabér que
no sé trata de decirlo con palabras —sería recaer en lo anterior—, sino
de comunicarlo con el trato y como por contagio. Permitirle que lo
experimente.
Dar seguridad implica estimular la autodeterminación del otro.
No mandarle que hable de lo que él quiere hablar, sino dejar que
hable de lo que él quiera hablar. Por más débil que sea este ejercicio
de su libertad en el diálogo, ya lleva una autodeterminación. Hacerle
entender con los hechos que su ritmo será respetado. Que tiene
derecho a cambiar el ritmo sin razón aparente, que tiene derecho a
interrumpirse, a quedarse en silencio, a cambiar de tema sin haber
sacado conclusiones previamente. Darle a entender que uno se pone al
ritmo de él. Uno no le llama la atención si acaso dice algo falto de
lógica, incurre en repeticiones y otras singularidades. Pero, en medio
de eso, uno le reconoce que puede dirigir la conversación.
Eso le dará una pequeña satisfacción. No la satisfac- < i<MI de ser
orientado sino la satisfacción sana que surge de una acción autónoma,
de una elección, de una decisión,
<l< mi compromiso personal. Por eso, no fomenta la depen ilen» I.I I sla
satisfacción le da algo de seguridad. La segu

id
rielad, a su vez, le permite el mayor ejercicio de su autonomía.
1 QJL A-e_ Q_ OJCH
*
3. Hay que crear una atmósfera donde el otro pueda sentirse
querido. Pero no de una manera posesiva. Uno posee cosas. Es dueño
desellas; dispone de ellas. Puede diagnosticar su defecto, cambiarlas a
su gusto y usarlas para realizar sus objetivos. No tienen finalidades
independientes de uno y, por eso, puede subordinarlas, en todo
momento, a sus intereses. Querer a una persona, en cambio, consiste en
aceptarla con sus ideas propias, con sus sentimientos y su manera de ser.
No usarla para alcanzar objetivos propios. Ni siquiera permitirse
determinar el ideal que debe proponerse ni diagnosticar sus defectos en
función de este ideal. Querer a alguien significa aceptar que sea distinto
de uno; que no sea de uno; que uno no lo posea. El amor no tiende a la
fusión, a la identidad por absorción. Tampoco pretende por lo contrario,
amoldarse al otro renunciando a su propia personalidad distinta.
Amarse significa reconocer mutuamente la autonomía, respetar las
diferencias y entrar en comunicación gratuita. Crear un ambiente cálido
consiste en dejar que el otro pueda ser lo que realmente es. Saint-
Exupéry agradeció esta actitud en una carta a su amigo:
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de
fanatismos! En tu casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme,
sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de
mi patria interior.
Junto api no tengo ya que disculparme, no tengo que
defenderme, no tengo que probar nada.
Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos
que me pueden engañar, tú consideras cu mí simplemente al hombre;
tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbres, de amores
particulares. Si difiero de ti, lejos de tenerte en menos, te
engrandeces.
)'<>, como todos, experimento la necesidad de ser reconocido,
me siento puro en ti y voy hacia ti. Tengo

29
necesidad de ir allí donde soy puro. Te estoy agradecido porque
me recibes tal como soy. ¿Qué he de ha cer con un amigo que me
juzga?
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se
puede respirar.
Tengo necesidad de recordarme junto a ti, sentado a la mesa de
una pequeña hostería y brindando en la paz de una sonrisa
semejante al día.
Si todavía combato, combatiré un poco por ti...".

Saint-Exupéry dice que en la casa de su amigo ha encontrado una


atmósfera donde se siente cómodo. Es como una cumbre que le permite
respirar. Se siente libre, respetado, aceptado. Nojiecesita esconder nada
de lo que siente propio. No necesita ni justificar, ni defender nada. Es
acogido con respeto. Hasta las díferencías son motivos de
enriquecimiento y no de juicios o tensiones.
Esta atmósfera se pierde cuando uno quiere imponer al otro sus
propios intereses y objetivos. Por eso, el hogar, donde uno se pone
cómodo y se afloja, es propicio para ella. El bar, tomando un café o una
cerveza con sus amigos, también la favorece. Pero si nos ponemos en
actitud de ejecutivo les resulta más costoso mantenerla. Cuando uno
tiene un objetivo apostólico puede caer en la actitud de ejecutivo: llevar
adelante una obra, un colegio, una asociación, una parroquia, una clase
de catequesis o una fiesta. La preocupación que crean estas
circunstancias hace que le subordinemos las personas, aunque sea de
manera muy sutil.
Ocurre algo parecido cuando queremos que nuestro interlocutor
llegue a creer. El deseo de que el otro llegue a la fe, o crezca en ella,
puede ser vivido como un juicio que lo encasilla. Se sentirá ante
nosotros con la necesidad de “tener que recitar un Corán”. No se sentirá
libre ni acogido con calidez.
Otra situación parecida puede originarse con la buena voluntad
que se pone en ayudar a alguien. Esta preocupa-
ción de servir a alguien o de sacarlo de un pozo puede
paradójicamente, oscurecer el respeto absoluto a su autonomía. Ya es
una virtud enorme el tener conciencia de él.
Pero entonces, ¿no se puede hacer apostolado? Aquí tocamos el
punto cardinal de este libro. El apostolado noL consiste tanto en
“transmitir” o "convencer” sino en compartir. Es, ante todo, recibir,
acoger, comprender, respetar la autonomía con la convicción de que
el otro es capaz de i ro< ér SI mismo y, luego, no imponer sino dar
testimonio.

30
I I elemento activo en el apostolado tiene que trasladarse* de la
persuasión al testimonio. Pero con esto, ya estamos anticipando el
tema del capítulo cuarto. Antes de llegar hasta allí, debemos
ocuparnos más detenidamente con la actitud acogedora.

Las actitudes que permiten


que el otro pueda expresarse y ser autónomo.
A*-9' Vtu-L'U-e.
1. La primera condición para que .el otro pueda expresarse es no
sentirse superior. No se trata de una superioridad o de un desprecio
formales manifestados expresamente con palabras. Hablamos, más
bien, de actitudes de superioridad que se deslizan en el
comportamiento: atribuirse el derecho de plantear cualquier tipo de
pregunta, de guardar un silencio observador, de tomar una actitud de
discusión. En la discusión —es interesante notarlo— cada uno afirma
con su actitud una superioridad por lo menos de conocimientos. La
superioridad más sentida por el otro es la de quien se adjudica el
derecho de emitir un juicio valorativo, moral, religioso o práctico
acerca de los comportamientos, opiniones o actitudes del otro.
\¡ Lo SJL ÍWCOUDL9r í—9" HjL 9-t-CT
2. La segunda condición que posibilita la expresión del
interlocutor es tener algún grado de capacidad para imaginarse en el
mundo subjetivo del otro. Capacidad para participar en su
experiencia y ver el mundo como él lo vi- Tiene que ser tan
manifiesta y tan consciente que lle-
filie ;i formularse con palabras. En vez de fijarse en el contenido
objetivo de lo que dice, debe captar su significación personal. Alguien
dice, verbigracia, que el día es muy caluroso. El contenido objetivo de
las palabras se refiere a los grados objetivos que muestra el termómetro,
mientras que la significación personal indica la incomodidad que sufre
por el calor. Es una diferencia notable. La capacidad de captar al otro,
supone la posibilidad de concentrarse en algo distinto del termómetro y
en algo distinto del calor y del frío que uno mismo pueda sentir.
La condición para esta captación "ál tero-céntrica” es poder
olvidarse, un instante, dé sus propias valoraciones, sentimientos,
necesidades y dejar de aplicar los criterios realistas, objetivos y
razonables que inspiran a uno fuera de este momento de captación.
Esta capacidad de captación depende de necesidades, intereses y
convicciones profundamente enraizadas en la personalidad de uno.
Puede evolucionar, pero su adquisición exige una modificación
profunda en la personalidad. No puede ser adoptada a sü antojo con una

31
sencilla decisión voluntaria. Uno puede mostrarse más tolerante de lo
que es. Puede mostrarse más comprensivo, más generoso, pero no puede
mostrarse con más capacidad de captación de lo que tiene, de la misma
manera, que no puede mostrarse más inteligente de lo que es.
Para desarrollarla, hay que reorganizar la propia escala de valores,
sus necesidades e intereses. Aprender a poner al otro en el centro de su
interés y no mirarlo desde uno mismo. No se trata sólo de apreciarlo
más, si uno sigue mirándolo desde uno mismo.
Prácticamente, toda situación social nos da la oportunidad de ver
quiénes y hasta qué grado tienen esta capacidad de percibir al otro. De
hecho, esta capacidad coincide con la sensibilidad social. Los que no se
dan cuenta de que ciertas palabras causan pena o placer, no la tienen.
Los que no captan las necesidades del otro, la tendencia o la natura- liv.a
de sus intereses, no la poseen, y son incapaces de escuchar al otro a un
nivel profundo.
I .ii cambio, los que perciben la armonía o la desarmo- niti 1 1 1 u- se
produce en un encuentro de personas, gozan de ( la sensibilidad. Hay
gente que percibe el antagonismo que se esconde detrás de desacuerdos
aparentemente fortuitos. Hay maestras que advierten que un niño se
siente desgraciado en medio de su clase. Otros notan los matices que
existen en la relación entre padres e hijos o entre los esposos. Todos
ellos poseen una capacidad de percibir la signil ¡ración personal de las
palabras. Hecho indispensable para comprender o para favorecer la
autonomía del otro.
Personas, por lo contrario, muy autoritarias, pegadas . 1 lo que ellas
ven necesario, no pueden adoptar esta actitud. De la misma manera, la
sensibilidad social costará ulucho a las personas doctrinalmente
intolerantes o mo- lali/.antes porque miran al otro a través de los
anteojos de sus propios esquemas autoritarios, doctrinales o morales.
El cristiano desea naturalmente que todos descubran . 1 Jesucristo.
Este deseo puede estorbar su capacidad de percibir la significación
personal de las expresiones divergen les o contrarias a dicho deseo. /
Quiero notar de paso, que esta sensibilidad sociaí^es necesaria
tanto en el trato con una persona como en grupos o situaciones más
universales como las eclesiales y las políticas. A nivel político, se debe
captar la significación de un hecho, no exclusivamente desde la teoría o
desde la propia praxis, ni solo desde los intereses del partido o de una
tracción o de una clase ni, menos aún, desde la posi bilidad de la
promoción personal, sino desde la comuni- dad II .u ional entera. Es
preciso captar la significación que
■ I hecho tiene para la nación misma en su totalidad.
i (i) rapacidad de captación no coincide necesaria- i«i* nie i MU la
simpatía. La simpatía se refiere más exclusi-

32
■ mu me a los aspectos emotivos, mientras la capacidad
i > tplucí ai incluye componentes cognoscitivos. En las I" pioducc una
resonancia con la experiencia ajena, l* IM .II l.i simpatía, esta resonancia
se establece porque penciu tas parecidas a las propias o por
sentir afi-
ii id ades. En la captación "áltero-céntrica”, en cambio, se percibe la
experiencia del otro, no tanto con referencia a algo propio, sino desde el
punto de vista del interesado. Uno participa lo más posible en la
experiencia del otro, quedándose, sin embargo, emocionalmente
independiente. t £, jJ\^. oO -
3. La tercera condición es ser auténtico. Auténtico significa más
que sincero. El hombre sincero dice tonque piensa; el auténtico, en
cambio, lo que efectivamente sieii- te. Si Juan tiene una resistencia
interna para ir a ver a su amigo Pedro —pero sin tener conciencia de ella
— y le dice a Pedro que iría con mucho gusto, es sincero pero no
auténtico. Es sincero porque dice lo que piensa, pero no es auténtico
porque lo que dice no corresponde a sus sentimientos reales. No puede
ser auténtico hasta que no tenga conciencia de lo que pasa. La sinceridad
indica la identidad entre la expresión verbal y el pensamiento, mientras
que la autenticidad indica la que hay entre la expresión verbal y la
realidad vivida existencialmente.
Por eso, el hombre auténtico no actúa con su interlocutor como si
tuviera una actitud cálida. No procede como si no juzgara al otro, como
si lo aceptara de veras o como si quisiera que el otro tomara la iniciativa.
La exigencia de autenticidad implica que estas actitudes sean
efectivamente vividas y no sólo pensadas. El interlocutor percibirá
instintivamente la falta de autenticidad y, por tanto, no se encontraría en
seguridad ni hallaría la atmósfera cálida.
¿Puede una persona autoritaria adoptar la actitud de atención
profunda que supone una relación de igual a igual? El ejercicio práctico
de la actitud que acabamos de describir no es fácil. Supone una actitud
de dar y recibir de igual a igual. Una persona autoritaria, si no es tan
rígida como para cerrarse a su propia experiencia, puede descubrir el
valor humano y cristiano de esta actitud y, desde allí, tratar de
aprenderla. Es cierto que no la adquirirá sin esfuerzo porque le exigirá
una reorganización de su escala de valores. De todos modos, debemos
pensar que es posible. El conocimiento intelectual de la actitud para
tratar al otro de igual a igual no es poseerla. Desearla es el comienzo

33
«1*1 ii|iicndizaje pero no es todavía su posesión. Sólo se ad-
«Itllt'i »• ion una práctica seria como lo iremos exponiendo tu el
capítulo siguiente. El cristiano que quiere transmitir •ni le y,
por tanto, está convencido de que dispone de un iv.nro que el
otro no posee, o no en el mismo grado, se puede topar con
ciertas resistencias interiores al querer adoptar una actitud para
dialogar de igual a igual.
4. Por último, para—oue-un interlocutor se exprese.
11 • i\ (pie disponer de madurez emocionad)Se trata, sobre to- do, de
dos elementos. Primero, que uno pueda participar en la empresa del
otro sin querer manejarla según su gusto y sus ideas. Es
comprensible que unp quiera transmitir NU experiencia al otro. Aquí,
sin embargo, en el proceso de oL expresión, cuando se trata de apoyar
la autonomía, se necesita, de parte de uno, la actitud de renunciar a
ser guía, juez o modelo de la transformación. Significa ayudar "sin
agarrar la manija”.
Supongamos que Andrés busca elegir su carrera. Su padre
es un médico, enamorado de su profesión y sirviendo a los
enfermos con generosidad. Su trabajo le da gran satisfacción y
quiere que su hijo sea igualmente feliz. Por eso mismo, desea
profundamente que su hijo sea médico. Andrés es de buen
carácter y, sin saber del todo lo que quiere ser, se inclina hacia la
medicina. Estima a su padre y le tiene tal confianza que intenta
clarificar su vocación con él. Tiene ganas, también, de ser
abogado o ingeniero. Supongamos que la ingeniería lo llevaría a
una ma- yot realización personal. No mucho, pero llegaría a ser
algo más feliz, más realizado. Conversa con su padre. Si su
p.nlie es efectivamente maduro y puede asumir el proceso de
Andrés, sin querer ser, ni inconscientemente guía, nor- m,i o
modelo para su hijo, entonces. Andrés llegará a to- uuu
conciencia de esta diferencia entre sus tendencias pro-
funduN \ será ingeniero. Si, en cambio, el padre no asume . I pi
oí eso de Andrés, éste no notará la leve disparidad en- 11 •
.mili.r. inclinaciones y terminará por abrazar la carre- I.I di
medicina. CI padre, en este caso, no buscó desintere- iiiliimcnle
el bien de su hijo. No se limitó a acompañarlo

34
para que él elaborara desde sí mismo, lo que tiene que
ser. No se puso a disposición de la autonomía de su hijo.
Esto sucede cada vez que alguien ayuda para clarificar
un asunto no puramente con objetividad, sino que está
subjetivamente comprometido. Se precisa equilibrio
emocional para no sugerir, aunque sea con delicadeza,
A algo a lo cual uno está emocionalmente ligado.
El segundo aspecto que interviene de la madurez es
poder mantener relaciones cálidas sin que eso se
transforme en una relación posesiva. Cuando uno crea
un ambiente de confianza y de comunión con una
persona habitualmente insatisfecha, ésta siente tal
necesidad de afecto que entrega, sin más, todos sus
derechos y responsabilidades con tal de poder sentirse
querida. Literalmente implora que uno tome en sus
manos la dirección y asuma todas sus responsabilidades.
Eso provoca en uno el deseo de poseer, de proteger y de
guiar. Para que uno pueda dejar al otro en búsqueda
autónoma, es preciso que goce de una gratificación
general en su vida. Es decir, que sea un hombre ubicado
y fundamentalmente satisfecho. Una persona
afectivamente insatisfecha no puede resistir a la tentación de
proteger y de ser posesivo.

35
36
Capitulo 3

La práctica del comprender

En el capítulo anterior hemos visto la necesidad de


comprender. En éste quiero enseñar la práctica. Cuando empieza
una intercomunicación religiosa, se debe establecer un contacto
con la persona con quien uno se desea comunicar. |*or eso, hay
que empezar por captar los mensajes qúe el otro va emitiendo.
Más aún, es necesario mostrar al interlocutor que sus mensajes
están correctamente comprendidos y plenamente aceptados. Hay
que expresarlos con tanta fidelidad que el interlocutor tenga
constancia de que sus i Mensajes son recibidos sin
malentendidos y sin rechazos. Sólo en este caso se atreverá a
seguir expresando algo de sí mismo, de su esfera religiosa, de su
relación con el Señor.
Aquí se trata de una actitud, pero como esta actitud de- ju
sus impresiones digitales en la respuesta que uno da a MI

interlocutor, nosotros vamos a dirigir nuestra atención . 1 las


respuestas'que damos a los mensajes recibidos. Si nos
sometemos, por tanto, a una práctica tan analítica, es miii ámente
para contar con un medio para desarrollar una 1 1 1tul pastoral
profunda. Desarrollada plenamente la actitud, las reglas
prácticas pueden ser olvidadas. De todos modo aun después de
adquirirlas, pueden servir de termóme- n para seguir teniendo
conciencia del grado de nuestra comprensión.
Las características generales de
las respuestas

Escuchemos ahora a una chica que expresa algo con


respecto a su asistencia a la misa dominical. Voy a dar cinco
respuestas diferentes que corresponden a otras tantas actitudes
pastorales frente a ella. Elija la respuesta que más le gustaría dar
y luego ponga las cuatro restantes en orden de su preferencia
personal. No se trata de un orden objetivo sino de señalar con

37
cuál siente más afinidad, cuál le es más simpática.

Primer caso
Marcela, diecinueve años, estudiante

Hace mucho que no voy a Misa. Es muy larga y aburrida.


No veo sentido en un rito tan vacío. Los sacerdotes que predican
están tremendamente lejos de la realidad y la gente va por rutina
o por obligación. Se distraen y se aburren. Por eso, casi nunca
voy. Antes me gustaba ir pero hace ya mucho que no significa
nada para mí. Pienso que es más auténtico no ir.
Aquí siguen las cinco respuestas:

1. Comprendo que no sientas ganas pero nosotros,


católicos, tenemos obligación de ir. Omitirla es un
pecado y un alejamiento de Dios.

2. Lo que pasa es que te has alejado de Dios y por eso no


te gusta más la Misa. Tu resistencia interna se debe
ciertamente a otros conflictos que tenés. 3
4. ¿Nunca probaste ir a una iglesia donde hay buena
predicación?
5. No te gusta ir a Misa.

Anote ahora, su orden preferencial entre estas cinco


respuestas. Cuáles le gustaría dar y en qué orden. He aquí la
significación de las cinco respuestas:
La primera respuesta es estimativa. Confronta el
comportamiento de Marcela con la moral católica objetiva. Indica
su defecto respecto a lo que la Iglesia entiende por
comportamiento cristiano sano. Es un juicio.
Marcela se sentirá juzgada conforme a una ley, la que a ella
en este momento no le importa. El que pronuncie este juicio

3 Todos hemos tenido momentos de alejamiento de Dios.


Pero la crisis pasa y, luego volvemos a encontrar el
camino, a lo mejor, de una manera más profunda que
antes. Lo que te pasa no es tan grave.

38
aparece ante ella como juez. Por tanto, superior. Ella, a su vez,
inferior, condenada, mala. Lejos de sentirse comprendida, se ve
amenazada por el juez y por su orden moral. Lo vivirá, pues,
como una amenaza que la hace insegura. Desvanece su confianza
y su relación con el interlocutor se vuelve tensa. Difícil que
pueda manifestar algo más de lo que vive.
La segunda, es una interpretación. No se pronuncia acerca de
la bondad o maldad del comportamiento. Tiende a instruir a
Marcela acerca de sí misma. Quiere ayudarla para que tome
conciencia de algo que está viviendo sin darse cuenta. Muestra
cómo Marcela tendría que ver su propia situación, cómo tendría
que reconocer los factores profundos que gravitan sobre su
actuación.
Esta respuesta es más amenazante aún. Sobre todo, porque
hace peligrar su independencia y su responsabilidad personales.
Se la instruye acerca de algo que ella no siente. Si otro tiene que
decirle lo que le pasa sin que ella pueda darse cuenta de lo que
le ocurre, está expuesta al azar y pierde toda la seguridad en sí
misma.
La tercera respuesta es un apoyo que tiende a darle
seguridad. Quiere tranquilizarla y quitarle la angustia. En <•1
fondo, dice que la preocupación de Marcela no es justi lirada. Se
hace más problemas de lo que sería necesario.

39
I-I problema no es tan serio como ella se lo imagina. Ya va a
pasar porque a otros también le ha pasado.
Su efecto consiste en adormecer a Marcela respecto a su
problema. Pero ella lo siente. La tranquilidad que se le propone
tiene un precio muy elevado: renunciar a su propia percepción, a
su propia autonomía, y apoyarse en la seguridad que el otro le
presta, pero que ella no siente. Esta desautorización de lo que
ella siente crea una inseguridad muy grande en relación con
todas sus percepciones y la induce a vivir apoyándose en
percepciones ajenas incomprobables para ella.
La cuarta, es explorativa. Es una pregunta. Trata de averiguar
otros datos. El que pregunta indica que el problema es más
complejo de lo que Marcela se lo representa.
La actitud de exploración puede ayudar, oportunamente;
pero puede, también, impedir que se establezca una relación de
mayor seguridad. Si la pregunta toca un punto delicado, que ella
aún no quiere manifestar, se transforma en amenaza directa. Por
lo menos, expone a Marcela a lo imprevisto.
La quinta respuesta es la más positiva. Refleja la percepción
que Marcela tiene de su propio problema. El que responde se
pone al lado de Marcela con los ojos de ella. Trata de percibir y
de captar su mensaje. Atestigua la receptividad: recibe el mensaje
tal como ella quiere que sea recibido. No forma un juicio, no la
condena, no la compara, no interpreta lo recibido, sino acoge el
mensaje y, con eso, acompaña a Marcela en su búsqueda.
Con eso, Marcela se siente comprendida. Se siente más en
confianza para ir expresándose. Se siente más libre para expresar
sus sentimientos. Con eso, toma conciencia de su situación y
puede empezar a reorganizar sus valoraciones. En una palabra, se
siente comprendida, aceptada, querida. No experimenta ninguna
amenaza y su angustia tiende a disminuirse.
Tomemos ahora algunos casos más. Cada uno de los lies
siguientes casos tiene cinco respuestas: estimativa,

40
Interpretativa, explorativa, apoyo y reflejo. Las respuestas no
están en este orden para que el lector pueda reconocer y anotar
qué respuesta corresponde a cada actitud. Al I innl de los tres
ejemplos encontrará la solución.

Siguttdo caso
Juan, treinta años, abogado, casado, con tres hijos.

No estoy conforme con las determinaciones de la Iglesia.


Los curas que no tienen experiencia matrimonial dictan la norma
para los cónyuges. Ahí está por ejemplo, la encíclica Humanae
Vitae. ¿Cómo es posible que en el siglo veinte, la Iglesia se
muestre tan rígida? Estas son actitudes medievales. Hoy ya nadie
les hace caso.
Siguen las respuestas:
1. A lo mejor querés rebelarte de una manera mu
cho más general y eso se debe más bien a la relación
con tu padre. Contra él, también, sentiste siempre
rebeldía. *
2. ¿Estudiaste, realmente, lo que dice la encíclica y viste
todas las posibilidades que deja abiertas?
3. Comprendo que estés en una situación muy especial pero
la fidelidad a la Iglesia pide una aceptación. La rebelión no es
Cristo.
conforme al espíritu de
4. Sentís un rechazo contra la encíclica. ,
<zyp >v )
:

5. Comprendo lo que decís pero no hay que exagerar su


importancia porque la Iglesia deja muchas puertas
abiertas.

Tercer caso
Podro, dieciséis años.

¡Nuestro grupo juvenil es bárbaro! Nos reunimos se-


III.m.límenley nos sentimos tan bien. Charlamos y discuti-

41
M Í O S . Siempre tomamos algún tema: la amistad, el noviazgo,

la le, etc. ¡He aprendido tanto en estas reuniones! En el verano


del año pasado hicimos un campamento en las sierras de
Córdoba. Este año queremos ir a trabajar y hacer algún servicio
útil a los pobres.

Las respuestas:
1. ¿Quién dirige este grupo juvenil?
2. Sigan adelante. Deseo que les vaya muy bien.
3. Te sentís muy contento con este grupo.
4. Ustedes, los jóvenes, tienen necesidad de estar juntos
para no sentirse solos.
5. Es realmente bueno tener un grupo juvenil; más aún si
hacen un trabajo útil en el verano. Así van aprendiendo
a servir a sus hermanos.

Notemos que Pedro no tiene problemas, no se queja, no


quiere solucionar nada. Sólo comparte su alegría. Eso hace que la
respuesta estimativa consista en un juicio positivo. Será menos
amenazante que un juicio negativo pero seguirá siendo un juicio:
el que lo pronuncie, se pone en superior y se erige en juez,
porque lo confronta con un orden normativo. La respuesta
interpretativa puede parecer desacertada o fuera de lugar. El
reflejo, en cambio, es igualmente benéfico porque testimonia la
recepción y la aceptación del mensaje.

Cuarto caso
Susana, casada, cincuenta y tres años, con tres hijos grandes.

La juventud de hoy es tremenda. No tiene fe. En mi época


Íbamos a Misa todos los domingos con nuestros padres, pero
ahora. . . la desprecian. Se creen superiores y no respelan ni los
mandamientos de Dios ni al mismo Dios Padre. Creen que por el
hecho de ir a la universidad ya saben todo. Hasta se burlan de
uno porque uno quiere cumplir con Dios.

Las respuestas:

42
1. Señora, no tenemos que condenar a la juventud.
Los jóvenes viven en un mundo distinto del nuestro. Si
los comprendemos, van a poder cambiar su actitud.
2. ¿A qué atribuye usted que los jóvenes piensen así?
3. Usted se siente rechazada por los jóvenes.
4. Bueno, señora, la cosa no es para tanto. Los jóvenes
hablan mucho, pero en el fondo, no son tan radicales
como parecen. Cuando salen de la universidad y se
tienen que ganar la vida, cambian mucho su actitud.
5. Señora, a usted le parece tremenda la juventud pero
tendría que ver si los jóvenes no se burlan de los
mayores porque perciben en ellos cierta "intolerancia.

Las respuestas se encuentran en el siguiente orden:

Estimativa Segundo caso


3 Tercer
5 caso Cuarto1caso
Interpretativa 4 5
1
Apoyo 5 2 4
Explorativa 2 1 2
Reflejo 4 3 3

En estos ejemplos vemos la diferencia que existe entre una


respuesta que retoma el cuadro de referencia interna y otra que
retoma el externo. El cuadro de referencia in- ii i na es el conjunto
de experiencias, sensaciones, percep- i iones, sentidos,
significados y recuerdos de alguien en cuanto estos aparecen en su
conciencia. La verdadera compren-

43
slón consisto en sumergirse en este mundo de vivencias y
percibirlo como si uno experimentara lo mismo. No se trata de una
identificación total porque queda la conciencia de cfiie uno es
distinto y que uno no es el otro. El cuadro de referencia externa,
en cambio, consiste en percibir el aspecto objetivo del mensaje.
O, mejor dicho, percibir la situación expuesta en el mensaje pero
desde el punto de vista de uno mismo. De este modo percibimos
los objetos materiales porque no tienen un mundo subjetivo.
Mirar a una persona desde uno sin referencia a su mundo
subjetivo es, por lo tanto, mirarlo como a un objeto.
En una conversación religiosa, la continua atención al marco
de referencia interna es muy importante. Supongamos que
alguien dice:
—Yo no creo en Dios.
—Sin embargo, Dios existe —sería una respuesta al cuadro
de referencia externa.
—Vos no creés que Dios exista —sería reflejar el cuadro de
referencia interna.
No es necesario imaginar la diferencia. La primera
respuesta ubica la conversación en el plano de la discusión y crea
inmediatamente una relación antagónica. La segunda, en cambio,
aumenta la confianza porque expresa el mensaje recibido. No se
pronunció sobre ninguna otra cosa.
2. La respuesta tiene que dirigirse a la vivencia dominante y
no a cosas externas o a las vivencias periféricas. La vivencia es
todo lo que se refiere al “yo”: intenciones, impresiones,
creencias, actitudes y sentimientos. Y la respuesta debe estar
dirigida a ellos porque constituyen el núcleo del mensaje. Eso es
lo que uno quiere expresar. Veamos algunos ejemplos:
üuhilo caso Oscar, treinta unos.
Lo más escandaloso de la Iglesia es el oro del Vaticano. Lu
Iglesia se aprovecha de la buena voluntad de los pobres pura
hacerse riquezas. Los sótanos del Vaticano han sido llenados de
oro y le pertenece la mayoría de las acciones de la empresa Fiat.

Respuesta A
Podría ser cierto que el Vaticano posee riquezas, pero es
igualmente cierto que hay muchos sacerdotes y obispos pobres.

Respuesta B
Vos te sentís indignado contra el Vaticano.
Notemos que no niego la posibilidad de conversar acerca
de las riquezas del Vaticano. Pero, antes de hacerlo, conviene
reflejar el aspecto subjetivo. Eso permite crear un ambiente de
comprensión y disminuir la agresividad que el interlocutor
suele sentir en estos casos. He escuchado Innumerables veces la
objeción del oro del Vaticano. Generalmente aparece en forma
de agresión contra aquella persona a la que se identifica con la
Iglesia. Si no me equivoco, fue Carlos Marx quien habló primero
de esos tesoros escondidos. Desde entonces, la instrucción
marxista lo repite como si fuera una evidencia comprobada
todos los días. Es comprensible que detrás de tal objeción se
escondan odios con- I ra la Iglesia. Conviene, por lo tanto,
ayudar a que el odio se exprese y sea reconocido y conversado
como odio y no disfrazado detrás de algo tan lejano como los
sótanos del Vaticano.

Sexto caso
lKmlel, cuarenta y dos años, casado.
I memos un grupo de matrimonios y ya llevamos va n o .
.mus reuniéndonos mensualmente. Nos hicimos muy

45
amigos. El único que no se integró en el grupo es el sacerdote. El
padre Isidoro es, sin embargo, una buena persona. Mientras
estamos comiendo un asado o mientras charlamos libremente, no
hay problema. Pero en la reunión se pone muy autoritario. Quiere
tener siempre la última palabra. No escucha y no admite
opiniones. Ya no sabemos qué hacer con él.

Respuesta A
Sí, de veras, el padre Isidoro es un poco autoritario, pero hay
que comprenderlo. Su intención es que ustedes acepten la
doctrina de la Iglesia.

Respuesta B
Ustedes se sienten molestos por la actitud autoritaria del
padre Isidoro.

La primera respuesta se refiere al hecho exterior, mientras la


segunda refleja cómo Daniel y su grupo lo viven interiormente.
Esta última da un testimonio de que el mensaje de Daniel ha sido
correctamente recibido. Aumenta la confianza con Daniel sin
emitir un juicio acerca del hecho exterior, es decir, acerca del
padre Isidoro. Si Daniel tiene, de veras, este problema, necesita
más tiempo para expresar su estado de ánimo. Durante este
tiempo, cualquier otra respuesta que no sea un sencillo reflejo del
mensaje de Daniel, está fuera de lugar. Aquí, de todos modos,
vemos otra vez, la diferencia entre una respuesta que se ubica en
el nivel de los hechos externos y la otra que se dirige a la
vivencia.

Séptimo caso
Adelina, trece años.
Las clases de catequesis en nuestro colegio son horribles. La
hermana que nos enseña religión es una anciana rígida que no
nos entiende. Nadie puede verla. Ella habla, y nosotras tenemos
que aprender la lección. Nosotras queremos mucho a la profesora
de historia porque es interesante y nos quiere. Juana, mi amiga,
dice que en su colegio hacen grupos y tienen conversaciones muy

46
interesantes en la clase de catequesis. Se divierten y, además,
aprenden montones. Pero en nuestro colegio la catequesis es muy
aburrida.

Respuesta A
Sí, habría que renovar el modo de dar la catequesis.

Respuesta B
Te sentís muy descontenta con la clase de religión.

En estos tres últimos casos se puede observar que para


comprender a alguien y para favorecer sus fuerzas internas sanas,
la respuesta tiene que dirigirse a la vivencia y qo al hecho
externo. El hecho externo puede ser discutido más tarde.
3. La atención y, consiguientemente, la respuesta tienen que
dirigirse a la persona y no a su problema. En el centro de atención
está la persona. Este era el contenido y la conclusión de los dos
primeros capítulos. La persona es más importante que sus
problemas. Los problemas deben ser mirados desde el punto de
vista y a través de los anteojos de la persona.

Octavo caso
Delia, treinta años, casada.
No sé si mandar a mi hija, Magdalena, a la primera
comunión o no. Ella ya tiene nueve años y no quiere ir. Una viv.
ya empezó; pero no se sintió bien en el grupo y dejé - 1 1 u■
abandonara. Ahora pasó un año, hablé con el párroco \ pan-i e que
esta vez el grupo es muy lindo, pero ella ya
perdió las ganas. Sin embargo, es una chica piadosa y buena. No
sé qué hacer.

Respuesta A
Claro, Magdalena no se da cuenta que la situación ha
cambiado y ya no es como el año pasado. Es cierto que a nadie le
hace bien el participar en algo contra su voluntad, pero me parece

47
que se le podría ir explicando más la necesidad de la catequesis y,
sobre todo, hablarle de la comunión que surtirá su efecto. O sea,
hay que crearle las ganas.

Respuesta B
Vos estás dudando de mandarla o no.

En el centro de la primera respuesta está Magdalena y la


catequesis, mientras la segunda coloca a Delia en el centro.
Refleja la relación de ella con el problema. Eso crea un ambiente
de confianza para que ella pueda dar unos pasos más en la
elaboración. Total, el problema no es tan grave que ella no pueda
solucionarlo. Lo que ella quiere recibir no es la solución ya hecha,
sino una mano para que ella misma pueda ver claro y tomar una
resolución.

Noveno caso Eduardo, once años.


Pregunta a su madre
Mami, ¿por qué papi nunca viene a comulgar con nosotros
en Misa?

Respuesta A
Bueno, él dice que no le gusta... yo lo llamo muchas veces...

48
a OJTX -a
He\puesta B
Te preocupa eso. Quisieras que papi viniese con noso-
11 OH.

Aquí, en el caso noveno, se trata de una pregunta directa


que la madre no puede dejar sin contestación. A pesar de eso,
conviene primero dejar al niño un momento en el centro, es
decir, dirigir las primeras respuestas a la persona y no a su
problema. Más adelante veremos un ejemplo mas extenso, que
mostrará cómo se pasa del reflejo a un plano objetivo. Eduardo
tiene una preocupación que para el es importante porque toca a
su relación con su padre y cuestiona profundamente su práctica
religiosa. Además, la pregunta está dirigida a la madre y no al
padre, con quien Eduardo tiene el problema. Eso permite
suponer que Eduardo todavía no ha expresado todo. Si la
respuesta se dirige al problema, es probable que Eduardo no
exprese nada más. Se contentará con mantener la conversación
dentro de los términos conocidos. Si, en cambio, la respuesta se
dirige a él ("Te preocupa eso"), seguirá expresando su problema.
En este caso, hay tres personas que pueden ser puestas en el
medio: el padre ("Dice que no le gusta”), la madre (“Yo l<>
llamo muchas veces”) y Eduardo. Naturalmente, nos resulta más
fácil defendernos (“Yo lo llamó muchas veces”) o pasar la culpa
a otro (“Dice que no le gusta”). Mantener la atención en el
interlocutor que está presente, da prueba di1 una sensibilidad
altruista. 4

4I a respuesta tiene que reflejar el contei i v no lo que-el


interlocutor manifiesta sin querer. Supongamos que un alumno va
a dar un examen. Su cara, su i ti a i io temblorosa, su tono de voz, 49
revelan que tiene miedo. No q u i n e mostrar que tiene miedo pero
lo revela sin que i ‘ i Q u i n e mostrar todo lo que sabe de la materia.
En este • |i 1 1 1 1 • lo, se ve la diferencia entre lo que uno quiere
decir poi I" t a n t o forma parte de su mensaje— y, por otra p ulí lo
que r e v e l a s i n querer. Hemos visto en el capítulo m i que al
hombre le cuesta reconocer todo aquello
«lin- empobrece la imagen de su yo. Por eso, le costará admil ir si ve
reflejado algo negativo de sí mismo, lo que escapó sin querer. En este
caso, el alumno negará con toda facilidad que tenga miedo. Se sentirá
juzgado y se pondrá nervioso.
La respuesta tiene que reflejar, por lo tanto, lo que el otro quiere
manifestar, es decir, el contenido expreso de su mensaje.
Lo involuntariamente revelado puede hallarse en la expresión
verbal, no sólo en los gestos y en la cara, porque una frase puede tener
varios significados que su autor no quiso decir. La respuesta tiene que
reflejar el significado que el interlocutor quiso expresar. El criterio para
verificar cuál de los sentidos forma parte del mensaje es la reacción del
interlocutor al ver reflejado su mensaje. En una reunión alguien
pregunta:

—¿A qué hora termina la reunión?


Esta pregunta puede tener los siguientes significados:
• Estoy apurado.
• Después de la reunión me esperan. Tengo que saber a qué hora
termina.
• Estoy esperando el fin de esta reunión.
• Mi tiempo es valioso.
• Soy una persona importante.
• La reunión no me interesa mucho.
• Esta reunión no anda bien.
• Ya renuncié a poner en marcha la reunión.
• Aquí ya no tengo nada que hacer.
De estos contenidos sólo los dos primeros tienen probabilidades
de ser reconocidos. Los demás dañan la imagen de su autor y, por ende,
en el caso de un reflejo, provocarán tina reacción negativa:
—-No, no quise decir eso.

Estos significados, pues, no formaban parte del mensaje. Puede


ser que sean ciertos pero no había intención de i "mullicarlos. El rol
de la persona que quiere participar de la experiencia de su
hermano», no es confrontarlo con sus propios sentimientos

50
inconscientes, sino crear el ambiente de seguridad para que él
mismo pueda admitirlos espontáneamente.

Décimo caso
Jucobo, cincuenta años, casado.

La gente de mi barrio es muy indiferente desde el punió de


vista religioso. Nadie se interesa por nada. No se puede hacer nada
con ellos. f

Mensajes explícitos
• Deseo que sean más religiosos.
• Tendría ganas de hacer algo.

Mensajes posiblemente no reconocibles


• Soy inepto para emprender algo con ellos.
• Soy el único responsable, los demás no lo son.
• Soy mucho más religioso que los demás de mi barrio.
• La gente de mi barrio no es muy religiosa.
• Tengo interés en que ustedes sepan que soy muy religioso.

( umo en este tipo de conversación la finalidad no es tpm luí


objetivamente la realidad, sino captar cómo el otro »■ Id Den Ibe, n<>
hay interés en concientizarlo. Si creamos el
""i........ti di < ompielisión, él mismo empezará a tomar con-
" a* ia (I. I"', aspectos que por seguridad de su yo, no pudo "
.........i l’m eslas razones, el criterio que determina si el
I (-1 k' jo está bien hecho, es el reconocimiento por parte del autor del
mensaje. En concreto, la respuesta al buen reflejo empieza con estas
palabras:

• Sí, eso es.


• Es eso lo que quise decir.
• Sí, además...
• Claro, porque. . .
• Sí, porque...

51
El “porque” y el “además” que son muy frecuentes, según mi
experiencia, significan que el interlocutor se siente satisfecho y, por
tanto, se anima a expresar algo más. Como su mensaje anterior ha sido
comprendido, siente que puede largarse otro poco. Cuando la reacción
no es positiva, el reflejo no ha sido correcto.

Las formas concretas de las respuestas

1. En el párrafo anterior hemos visto que la respuesta tiene que


centrarse en la persona del interlocutor, en sus sentimientos y, entre
sus sentimientos, en los que forman parte de su mensaje. Ahora
dirigimos nuestra atención hacia la forma de la respuesta: el reflejo.
Cuando brindamos a nuestro interlocutor la oportunidad de
expresarse, no queremos juzgar ni interpretar ni explorar ni asegurar.
Sólo deseamos participar en su experiencia. Por lo tanto, nuestras
respuestas tienen que retomar la experiencia que el otro quiere
comunicar. Tienen que retomarla de tal manera que sea equivalente
con el mensaje dado o, por lo menos, el interlocutor pueda reconocerlo
Como su mensaje. Esta respuesta se llama reflejo. El reflejo consiste en
retomar, resumir o acentuar sea un aspecto expreso, sea un aspecto
implícito del mensaje, conforme con las reglas descritas en el párrafo
anterior.
La simple repetición del mensaje puede parecer simplista y ser
considerada como pura técnica. Sin embargo, produce un efecto muy
positivo. Alivia y estimula al inter- locutor, que en la mayoría de los
casos, está acostumbrado a recibir contradicciones, críticas o, por lo
menos, monólogos que nada tienen que ver con lo que quiere expresar.
1.1 reflejo, en cambio, no crea ni una interrupción ni una desarmonía.
Da la seguridad de sentirse comprendido y eso invita al interlocutor
para que pueda, sin temor alguno, sumergirse en su propia experiencia
y pueda hacerlo de una manera autónoma. No es una técnica. Es una
actitud que nos lleva a perseverar atentamente en la captación dé To s
mensajes vitales que se van siguiendo. Por eso, para que no parezca
algo vacío, es preciso tener verdadero interés en la persona del
interlocutor y en percibir su experiencia como él la percibe.
Más arriba hemos dicho que todo comportamiento puede tener
significados que su autor no quiera darle. Pero además, puede tener
significados tácitos que, aunque no estén cxplicitados, su autor los

52
reconocería como un eco fiel de lo que quiso decir. Veamos algunos
ejemplos. Un cristiano que asiste a Misa dominical, si no se prueba lo
contrario, expresa tácitamente los siguientes mensajes:
• que cree en Dios;
• que cree en Jesucristo;
• que cree en la misión de la Iglesia católica;
• que quiere ponerse en comunicación con Dios (pidiendo,
agradeciendo, o, por lo menos, cumpliendo con un deber
religioso);
• que se siente un miembro de la comunidad cristiana;
• que para él la fe en Dios es tan importante, que es capaz de
sacrificar un rato de su descanso dominical. 5
• Y;i no doy más. Estoy totalmente desanimado.

Si estas palabras representan realmente su experiencia, entonces,


dice al mismo tiempo:
• Hice todos los esfuerzos posibles.
• Hasta ahora tenía esperanza.
• Hasta ahora tenía ánimo.
• Sucedió algo que me quitó el ánimo de luchar.
• Tiré la esponja. No voy a luchar más.
• Me agoté inútilmente.
Estas afirmaciones son inherentes en las palabras. Si uno las
refleja, da posibilidad al interlocutor de que confirme si su mensaje
responde a esta explicitación.
Reflejémosle el primer contenido tácito:
• Ya hiciste todos los esfuerzos posibles para salir a flote.

El interlocutor puede, a lo mejor, darse cuenta de que su desánimo


no se produjo porque había agotado todos los medios para solucionar su
problema, sino porque no había puesto, todavía, ningún remedio para

5 s 11 1 s elementos no son inconscientes sino implícitos .y • I i i Istiano


está dispuesto a reconocerlo sin dificultad. Pa-
....... abura a los aspectos tácitos de una comunicación
verbal. Alguien dice:

53
salir a flote. De todos modos, este reflejo invita a una explicitación. Así
el reflejo permite una verificación, paso a paso, de la experiencia. Las
personas que tienen problemas normalmente no tienen suficiente
conciencia de lo que les pasa. Con otras palabras: representan
deficientemente lo que viven. La conciencia que tienen de los
problemas no concuerda del todo con su experiencia. Es eso
precisamente, lo que les crea la confusión. Otra respuesta:
• Ya no das más, por lo menos en este momento lo sentís así.
Este reflejo explícita otro aspecto: la experiencia es pasajera. El
interlocutor puede tomar conciencia de la relatividad de su problema.
Puede ser, sin embargo, que no lo reconozca como parte de su mensaje:
• No, eso no es un problema del momento. No se trata de
un sentimiento pasajero.

En este caso, expresó más a fondo su desesperación.


Normalmente, cuando hay una expresión muy a fondo, suele
entrar en función la ley del péndulo. Comienza a sentir el
aspecto contrario al de su experiencia. Esta ley es muy
importante. Muchas veces reflejé la falta total de esperanza a
personas que expresaban un desánimo:

• Te sentís desesperado.
• No sentís ninguna esperanza.

La respuesta suele ser:


—No, realmente no.

Pero esta toma de conciencia permtie algo así como un


desenlace. El hecho de haber sido comprendido hasta el fondo,
hace aflorar la esperanza que estaba presente pero negada bajo
la presión momentánea de la aflicción que ensombrecía todo su
panorama. Muchas veces escuché unos minutos después:
—Ahora empiezo a sentir algo de esperanza.
Estos ejemplos nos hicieron ver que cada afirmación
comporta una serie de comunicaciones tácitas. El reflejo da la
oportunidad de explicitarlas, negarlas o precisarlas. Le permite,
en todo caso, sumergirse en su experiencia de una manera más
completa.
La pura descripción tiene, también, aspectos de

54
comunicación tácita:

• Ayer me acosté a las cuatro de la madrugada.

Esta afirmación simple, aparentemente sin ningún


trasloado afectivo y personal, comunica —conforme al contexto
cu que esté pronunciada— lo siguiente:
• Hoy estoy cansado.
• No esperen de mí lo que pueden pedirme otro día.
• Ayer me divertí mucho.
• Podrían preguntarme lo que hice, quisiera contarlo.

Por eso, el reflejo puede retomar cualquiera de estos elementos:


• Estás cansado.
• No tenés ganas de trabajar.
• Te divertiste mucho.
• Querés contar lo que te pasó.

La enumeración de hechos o datos, aparentemente indiferentes,


puede comportar comunicaciones tácitas importantes:
• Mi marido trabaja en la fábrica. Tiene buena posición. Yo me
dedico ahhogar y a mis hijos.
Las comunicaciones implícitas son:
• En eso no hay problema.
• Cada uno está en su lugar.
• Nuestro hogar es normal, desde este punto de vista.

En cambio, si los hechos se cuentan así:


• Yo trabajo en una fábrica. Tengo buena posición.
Mi marido se dedica al hogar y a nuestros hijos.
/\
La comunicación es:
• Esto crea un problema.

55
• En nuestro hogar, hay algo fundamentalmente al revés. /

56
Tener sensibilidad para captar el elemento tácito es
fundamental para que uno llegue al corazón del otro y para
poder sentir la necesidad del reflejo en una conversación.
El reflejo puede causar un impacto muy grande. Cuando
uno define a otros, se define, también, a sí mismo. Alguien
qué'estima que la gente es muy petisa, se define como hombre
alto. Una persona que tiene una opinión muy despectiva de la
gente, muestra que se pone a sí mismo muy encima de los
demás. Entonces, si el reflejo retoma la imagen del que habla de
otros, no introduce nada nuevo en la experiencia del otro. Sin
embargo, le ayuda mucho a tomar conciencia de su yo y de su

experie
No se interesan por nada.

• La gente de mi parroquia no tiene idea de lo que es D^Q_


cristianismo. No va a Misa. Nadie colabora con nada.
La comunicación tácita acerca de su propia persona es:
• Yo soy el único que tiene idea de lo que es cristianismo.
• Yo quiero empujarlos para que vayan a Misa.
• Yo voy a Misa.
• Yo colaboro y quiero que ellos colaboren.
• Yo me intereso por la parroquia pero no puedo lograr
que ellos se interesen.
• Yo soy superior a ellos.

Estamos tocando los límites, entre la revelación y la co-


municación.
Lo revelación es lo que uno no quiere comunicar, pero se le
escapa. La comunicación es lo que uno quiere decir: es el
contenido del mensaje. Este último puede ser explícito o tácito.
Si es tácito y aparece en el reflejo, da la opor tunidad para
precisarlo, explicitarlo o negarlo. En el último de los casos
mencionados, la mayoría de los aspectos que revela de sí
mismo no podrán ser reconocidos. Sin embar-

57
58
(.'.o, se puede buscar un reflejo que, de alguna manera, lo baga
verse a sí mismo en el espejo de su propia afirmación.
• Vos te sentís más comprometido que ellos.
• Vos te sentís muy solo en tu parroquia.
2. Hay tres tipos de reflejos conforme al grado de aporte
que hacen: el reflejo de greiteración retoma palabras
expresamente dichas; el reflejo del sentimiento pxpli- cita el
sentimiento dominante del mensaje y, en tercer lugar, el de
elucidación. No hay un límite preciso entre ellos.
El reflejo de reiteración retoma las mismas palabras del
mensaje. Consiste en repetir o resumir el mensaje. Se lo usa
cuando el mensaje es descriptivo, cuando el mensaje no tiene un
contenido afectivo muy significativo y cuando el contenido
afectivo está muy expresamente formulado. Su función es poner
cierto orden en la expresión. Es como la puntuación en el texto.
Sirve, igualmente, para sintetizar largas descripciones.
Escuchemos una conversación entre dos amigos:
—El otro día vino Enrique y me invitó a una reunión. En la
reunión me sugirieron formar parte del grupo. Es un grupo
juvenil muy interesante. . . No sé si me conviene aceptarlo ...
—No sabes si te conviene.
—No, realmente no lo sé. Porque me entiendo bien con el
grupo. Varios del grupo son muy amigos míos y voy a la casa de
ellos a menudo. . .
—Vas a la casa de ellos.
—Sí, y por eso tengo ganas de aceptar la invitación. Pero,
por otra parte, tengo que estudiar y el grupo lleva mucho
tiempo. Falté mucho y estoy muy atrasado con mis ma- lerias.
Tendría que rendir varios exámenes y eso lleva tiempo. ..
—Te lleva mucho tiempo.
—Sí, eso es lo que más me preocupa, pero puede ser que sea hasta
cierto punto un pretexto. En el fondo tengo un poco de miedo...
—Tenés miedo.
—Sí, miedo porque ya estuve en un grupo que no anduvo. Perdí
mucho tiempo y al final tuve que irme. No quiero un nuevo fracaso. ..
—Tenés miedo de un nuevo fracaso.
—Sí, no quiero. . . Además temo que con el otro grupo haya
pasado algo más... Mi miedo es. .. también, por otra cosa...

59
—Por otra cosa.
—Sí, porque a veces tengo la impresión de que nunca voy a poder
integrarme a un grupo. . .
—Nunca.
—Sí, los otros tienen facilidad de palabra. Yo me quedo callado.
Me cuesta hablar en presencia de otros..". no me sale. ..
Te cuesta.
Esta conversación parece abreviada porque el amigo invitado al
grupo expresa con increíble rapidez sus motivos reales y llega en poco
tiempo a discurrir abiertamente acerca de su timidez. Poniéndose el
otro en una actitud de escuchar y haciendo reflejos, no es algo
excepcional. En esta conversación se puede observar que el reflejo de
reiteración retoma las palabras que se refieren a su vivencia
dominante. Con eso guía,de alguna manera la conversación. En la
primera respuesta retoma la duda de la aceptación. Ha sido
expresamente formulada. Por eso, es reflejo de reiteración. La segunda
respuesta (“Vas a la casa de ellos”) es una reiteración simple.
Aprovecha un momento de silencio para dar testimonio de que lo
sigue. En la tercera reiteración ("Te lleva mucho tiempo”), retoma la
preocupación recien- temente aparecida. Se puede observar que la
reiteración reloma, normalmente, las últimas palabras. Si uno retoma
una li.r.r anterior, interrumpe el hilo de los pensamientos. Pue-
^JlJUUyo <ju_ <^*2
CJ •TI C_ C-<-^ t^iJ> 00
de ser útil cuando, con eso, resume toda una larga descrip- i ion o
cuando retoma el sentimiento que sigue subyacente en las últimas
palabras. Es subrayar este sentimiento. La respuesta siguiente (“Tenés
miedo”) es importante. El miedo como se ve a continuación, es factor
preponderante en la elaboración. Las tres últimas reiteraciones
mantienen la atención sobre el miedo y permiten que se lo explicite.
El reflejo de reiteración da al interlocutor la seguridad de que ha
sido plenamente comprendido, respetado y aceptado. El reflejo del
sentimiento va un paso más adelante: intenta extraer o explicitar la
intención, la actitud o los sentimientos inherentes en el mensaje. Dicho
de otro modo, quiere ayudar a aclarar el fondo del escenario. Integra
algunos elementos del fondo con el primer plano del escenario. Hace
saltar a la vista la intención, la actitud o el sentimiento con los cuales el
mensaje ha sido transmitido. Por esta razón podemos llamarlo reflejo
propiamente dicho. Refleja algo que pertenece evidentemente al
mensaje, aunque su autor no se haya fijado mucho en él. Con eso
quiere desplazar el foco de la atención como un reflector que, en vez de

60
iluminar el primer plano de un escenario, enfoca algo del fondo. La
condición para poder hacerlo con naturalidad, es participar
intensamente en la vivencia del otro. Leonora se queja, por ejemplo,
del comportamiento de su tía.
—Mi tía es insoportable. Critica todo y nunca está contenta. Vive
con nosotros y a cualquier cosa que haga mamá, ella siempre le
encuentra algo negativo. Por supuesto que nunca le gusta lo que mamá
cocina y dice que nosotros estamos mal educados, que en su tiempo
todo era distinto. A mí me reprocha a cada rato que grito demasiado y
que pienso únicamente en fiestas y chicos. No deja de repetirme que
tengo que tener respeto a los mayores.
Un reflejo reiterativo podría ser:
• Es insoportable.

El contenido expreso es ese. Por eso, el reflejo senti- micnto es


más acertado aquí:
• Tu tía te da rabia. (O sencillamente: —Eso te da rabia).

El contenido céntrico del mensaje de Leonora es precisamente la


rabia que su tía provoca en ella. Pero no aparece expresamente. Ella
se sentirá muy aliviada si se la ayuda para expresarlo en forma
directa, mientras tanto no se sentirá expresada, porque habla de la tía
y lo que quiere comunicar es algo de ella misma: su vivencia de la tía,
es decir, su rabia. Ver formulado con claridad lo que ella misma no
pudo ver, le da una sensación muy agradable y hace que pueda tomar
distancia del hecho y reaccionar sin estar bajo el control de su rabia.
Vemos aquí el reflejo del sentimiento'. Si bien se habla" de algo
exterior, de acontecimientos y de personas, el reflejo del sentimiento
está en percibir la vivencia que inspira el mensaje acerca de esos
acontecimientos o esas personas. Es muy importante cuando el fondo
afectivo es muy fuerte como aquí. Cuando hay problemas desplazados,
ayuda para una visión más real. Interesa mucho reflejar el sentimiento
de personas que hablan durante horas sin parar, pero no dicen nada de
sí mismas.
El reflejo del sentimiento pone de relieve elementos que
pertenecen innegablemente al núcleo del mensaje, mientras la
elucidación consiste en captar ciertos elementos que, sin pertenecer
expresamente a la comunicación, pueden, sin_ embargo, deducirse
razonablemente. Por eso necesita una gran participación afectiva para
captar correctamente lo que, no perteneciendo a la comunicación
expresa, la impregna. La elucidación brinda un aporte importante al

61
conocimiento que el interlocutor tiene de sí mismo. Es su valor
principal. Su peligro, en cambio, consiste en que disminuye la
iniciativa y la responsabilidad del interlocutor.
La elucidación se aparta de la percepción del otro y, a causa de
ello, tiene el riesgo de no ser reconocida. Ppr rso, y también por
respeto, se suele solicitar expresamente l.i aprobación del
interlocutor con las frases siguientes que dejan amplia libertad:

62
• Si entiendo bien...
• Me parece que usted quiere decir que...
• Si no me equivoco...
• No estoy seguro de seguirlo bien; me parece que quiere decir...
• ... no sé si es eso lo que usted quiere decir.
La finalidad de estas expresiones, además de la verificación o de
la comprobación, consiste en mantener la estructura de la relación:
escuchar, captar, aceptar y, con eso, acompañar. Como la elucidación se
acerca a la interpretación, recomiendo usarla muy de vez en cuando.
Elucidaciones son, por ejemplo, todos los reflejos que hemos hecho
más arriba a la persona que se quejaba porque en su parroquia nadie
quería colaborar. Eran elucidaciones porque mostraban cómo él se
definía a través de su juicio referente a la gente de su parroquia.

El lugar del reflejo en el diálogo


1. Hemos dicho que esta actitud acogedora, con la cual
acompañamos al hermano recibiendo y reflejando sus mensajes, es
parte constitutiva de todo diálogo. También, dijimos que las personas
autoritarias tienen más dificultad para adquirirla. Ahora quiero
mostrar cómo, en un diálogo donde una persona que tiene autoridad
sobre la otra, puede sin embargo, adoptar esta actitud y expresarla por
me-
ogo que sigue es una conversación

—Todos los chicos de mi clase


tienen una bicicleta —dice Tony.
—Vos sos el único que no tiene —refleja el padre.
—Sí, el único.
—Eso no te gusta.

63
—No me gusta.
—Lo comprendo, Tony.
—Y después de la clase, se van y dan vueltas. Se divierten y
luego, vienen y cuentan lo que han hecho y lo divertido que era...
—Vos te sentís excluido.
—Sí, y ellos me preguntan por qué vos no me comprás una...
Te lo preguntan.

—Hm —pausa.
—¿No podría tener una bicicleta?
—Yo sé muy bien, Tony, que te gustaría mucho tener una
bicicleta. A mí me gustaría regalarte una. Pero en este momento, no
puedo comprártela. Todavía nos faltan muchas cosas de verdadera
necesidad. ¿Lo comprendes? -
—Hm —y después de una pausa— Pero yo quisiera tener una. ..
¿No podrías comprarla y pagarla en cuotas?
—Ya vendrá el momento. Sí, Tony, es posible comprarla en
cuotas. Pero tu padre y tu madre no compran cosas a crédito.
Pensamos que no conviene comprar las cosas cuando uno no tiene
todavía el dinero, a no ser que sean realmente necesarias. Pagarlo
más tarde, no es tan fácil. Lo verás cuando seas grande. (Quedan un
momento en silencio). Pero yo comprendo que, mientras tanto, eso
no te adelanta mucho. Seguís sin bicicleta. Vos sabés que te regalaría
una si tuviera el dinero, ¿no es cierto?
Analicemos este diálogo porque tiene un valor muy grande en
su sencillez. El padre crea un ambiente cálido, i * ‘ ’ a
INCLUDEPICTURE tener una bicicleta no es cosa
"/Users/marcela/Down verbalmente, le da seguridad.
loads/media/image11. Veamos las respuestas una por
jpeg" \* una. Tony propone el hecho: en su
MERGEFORMATINET clase todos tienen una bicicleta. El
padre traslada el centro de la
atención desde los otros chicos a
muy grave. Tony mismo:

64
—Vos sos el único que no tiene.
El mensaje que Tony quiere expresar, no se refiere a los otros
chicos sino a él mismo. Los otros están presente indirectamente. Tony
no se atrevió a expresarle de golpe. El padre capta la situación y
traslada el centro de atención. Es una elucidación. El padre ya está
plenamente participando en su experiencia y toca, indirectamente, el
sentimiento de exclusión.
Tony aprovecha de la oportunidad y confirma y acentúa esta
exclusión.
—Sí, el único.
El padre muestra que capta el estado de ánimo del chico y expresa
la aceptación de este sentimiento:
—Eso no te gusta.
Tony sigue expresando su sentimiento y su padre su
comprensión:
—No, no me gusta.
—Lo comprendo, Tony.
Esta última respuesta no es puro reflejo, es afirmar verbalmente la
comprensión. El padre le da tiempo. Entonces Tony sigue
manifestando su vivencia con una descripción:
—Y después de la clase se van y dan vueltas. . .
El padre traslada otra vez el centro de atención a Tony y formula
expresamente el sentimiento de exclusión:
—Vos te sentís excluido.
Se ha necesitado este tiempo. La expresión de los afectos va
mucho más despacio que la expresión de ideas. La comprensión del
padre da a Tony bastante confianza para empezar a manifestar por lo
menos indirectamente lo que quiere:
—Sí, y ellos me preguntan, por qué vos no me com- prás una
bicicleta.
El padre se muestra genial. No se enoja ni anticipa el deseo de su
hijo. Tony tiene que hacer el esfuerzo de for- millar la petición. Por
eso, el padre hace un reflejo reite- i atlvo,
—Te lo preguntan.
Tony está elaborando en su interior. El padre sigue dándole
tiempo:
—Sí.
—Hm — pausa.

65
Finalmente Tony llega a formular su petición:
—¿No podría tener una bicicleta?
Ahora Tony se ha expresado adecuadamente. El padre puede
abandonar su actitud de escuchar y el diálogo entra en otra frase.
Ahora es Tony quien tiene que escu-
* liar, aunque su padre sigue aún con una actitud comprensiva. Antes
de negarse, manifiesta su comprensión con palabras. En la última
respuesta es notable que no se de- I ¡elida con la imposibilidad de la
compra, sino que asume el hecho de no querer hacer el gasto en las
circunstancias actuales.
liste ejemplo nos muestra que participar en la experien- i ¡a del
otro por medio de reflejos, no imposibilita el diálogo franco, sino que
forma parte constitutiva del mismo. En una misma conversación se
escucha y se expresa. Cada vez que el interlocutor quiere expresar algo,
tengo que ponerme en una actitud receptiva para poder participar en
su experiencia. Tengo que reflejarle su mensaje para que se .mime a
expresarse a fondo. El criterio para pasar del es- i ni liar a la expresión,
no es mi comprensión del hecho. I’iiede ser que yo ya haya captado lo
que el otro quiere ex- pn ai I so no basta. Es más importante que el otro
pueda i xpiesarse electivamente, así como lo vemos aquí en el ejem p l o
I I padre captó la situación muy pronto. Sin embargo, no ■ apuró a
justificarse o a mandar y recordarle su autori- .I ni i . dio tiempo para
que pueda recorrer el camino costoso de In expresión.
' Veamos otro ejemplo muy sencillo. Un sacerdote o. IIH . ii ai
despacho, a una señora del interior del país
• 1 1 o ..... p.u a pedir el bautismo para su hijo:

66
—Buenos días, padre.
—Buenos días. ¿Cómo le va, señora?
—Gracias, muy bien.
—Me alegro. ¿Puedo serle útil en algo?
—Sí, padre, vengo para pedirle que bautice a mi hijo...
—Quiere bautizarlo.
—Sí, porque tiene ya dos meses.
—Le parece que es tiempo.
—Sí; mi suegra insiste también en que lo bauticemos.
—Ella insiste.
—Sabe, hasta ahora no estaban los padrinos y no podíamos
hacer la fiesta.
—Ahora ya están.
—Sí, padre, vinieron de Salta. . . Porque nosotros somos de
Salta.
—Son de Salta.
—Sí y somos muy religiosos. Todos hemos sido bautizados en
la catedral de Salta y asistimos siempre a la novena del Cristo del
Milagro.
—Tienen mucha fe.
—Sí, padre, tenemos mucha fe. Por eso, quiero que mi hijo
sea bautizado. Quiero que aprenda la religión.
—Quiere educarlo en la fe.
—Así es, padre. ¿Conoce usted al padre Roberto?
—¿Al padre Roberto?
—Sí, al padre Roberto de Salta.
—No, no lo conozco.
—El bautizó a mis hijos mayores. Fue muy bueno con
nosotros.
—Ustedes lo quieren.
—Hubiera querido que él lo bautizara a este también, pero no
podemos ir a Salta.
Veumos ahora, lo que pasa en este diálogo. Primero, se
saludun mutuamente. El padre toma la iniciativa preguntándole
cómo le va y, luego, si podía serle útil en algo. Como

67
0 «puesta, la señora expresa su propósito de bautizar a su hijo.
El padre hace el primer reflejo:
—Quiere bautizarlo.
Con eso le da tiempo para que se explicite más y le da el
testimonio de que está escuchando. Notemos que no dice que va
a escuchar, sino escucha. La señora proporciona otro iluto que
podría ser una justificación y, al mismo tiempo, expresión de su
urgencia interior:
—Sí, porque tiene ya dos meses.
La respuesta del padre es prácticamente un reflejo del
sentimiento.
—Le parece que ya es tiempo.
I .a señora retoma el aspecto de urgencia y proporciona otro
dato:
*'
—Sí; mi suegra insiste también en que lo bauticemos.
El padre lo refleja:
—Ella insiste.
Entonces la señora da más datos:
—Sabe, hasta ahora no estaban los padrinos y no podíamos
hacer la fiesta.
I ,a fiesta es algo muy importante para ella. Para el sa-
( enlute puede no revestir tanta relevancia. Pero lo capta.
1 lia se siente mucho mejor por haber podido expresar eso.
Asi, el padre participa más de su vivencia; lo refleja indicando
lu parte positiva:
Ahora ya están.
sí, padre, vinieron de Salta.
r.o a i lla significa muchos recuerdos. Como se verá más id.
lanie, significa arraigo: de allí elige a los padrinos. Sig- inlo a.
ademas, arraigo religioso y tradición. Es como un .1." min mu de
identidad, acredita que son católicos. El pallo lo i el leja
pacientemente.
—Son de Salta.
Millonees, ella empieza a dar directamente un testimonio
explícito de su fe:
—Sí, y somos muy religiosos. Todos hemos sido bautizados
en la catedral de Salta y asistíamos siempre a la novena del Cristo

68
del Milagro.
Ya están haciendo confidencias de su vida religiosa. Cuando
un sacerdote quiere bautizar un niño le interesa si sus padres
tienen fe o no. Tendría que preguntárselo. Pero, aquí eso brota
naturalmente. Basta que la escuche de veras. Por eso, lo explícita
con un reflejo:
—Tienen mucha fe.
En la frase siguiente, la señora explícita su firme decisión de
la educación religiosa:
—Sí, padre, tenemos mucha fe. Por eso quiero que mi hijo sea
bautizado. Quiero que aprenda religión.
El padre lo traduce a la terminología eclesiástica:
—Quiere educarlo en la fe.
La señora ya se siente tan en confianza que lo une con el
padre Roberto. Piensa que, a lo mejor, se conocen:
—Así es, padre. ¿Conoce usted al padre Roberto?
El reflejo sería:
—Usted quiere saber si yo conozco al padre Roberto.
Pero eso no tiene sentido aquí, y por eso, el padre abandona
su actitud y contesta que no lo conoce. Después, la señora dice que
el Padre Roberto ha sido muy bueno con ellos. El padre hace un
reflejo del sentimiento:
—Ustedes lo quieren.
La respuesta es afirmativa: tanto lo querían que tenían
intención de ir hasta Salta para que bautizara al hijo. La señora ya
no se siente en un despacho. En cinco mi- imíos expresó su fe, su
arraigo en Salta y en la tradición religiosa de sus pagos, su decisión
de transmitir la fe recibida de sus padres, el cariño que la familia
tiene al pa- (lu Roberto, la fiesta que van a hacer. El padre no le
preguntó nada y en cinco minutos salió todo eso. Aun en el tuso en
que el padre tenga que pedirle que asista a algu nn reunión o
instrucción, ya sabrá dónde asentar su exigencia. Es muy valioso
que la señora haya podido expresar todo eso ella misma. Se irá,
además, convencida de que este sacerdote es por lo menos tan
bueno como el padre Roberto.
¿Cuándo y ante quién conviene reaccionar únicamente con
reflejos, limitándose a recibir fielmente sus mensajes?
Se puede afirmar que la respuesta de reflejo es necesaria cada

69
vez que el interlocutor esté expresando algo suyo. Eso, sin duda, le
cuesta. El reflejo le da tiempo, le aumenta la confianza.
Normalmente hay que suponer que el interlocutor tiene toda una
riqueza interior y conviene, por lo tanto, hacerle reflejos hasta que
haya signos positivos de que no tiene intención de expresar algo
más. A eso hay que añadir que la comunicación en el nivel
religioso es siempre algo muy íntimo y muy profundo que sin un
ambiente de gran confianza no se establece. Por eso, hablando de
temas religiosos es imprescindible prolongar bastante tiempo el
reflejo.
Tengo por costumbre seguir reflejando antes de enseñar algo.
Hasta que no haya un interés expreso por lo que uno quiere decir,
es más didáctico no decir nada. Es más cristiano interesarse por lo
que dice el otro. Hay que hacer reflejos a los agresivos y a los
criticones. Suelo hacer algunos reflejos cuando en público me
preguntan algo con doble intención o, por lo menos, cuando
sospecho que la pregunta esconde el verdadero problema. El
reflejo lo hace aflorar muy pronto. Generalmente hago reflejos de
sentimiento a las personas que hablan sin parar pero sólo para no
decir nada. Con eso traslado la conversación a un terreno más real.
En general, conviene hacer reflejos cuando el grado de
comunicación en una conversación no es elevado.
Creo que para adquirir el hábito de escuchar, es nece-
■ . ....ejercitarlo con cierta autodisciplina. Pero el reflejo
■ -.oí;míenle la concretización de la sensibilidad social, y cuando
va es un hábito adquirido, el reflejo se hace espontáneo y uno pasa
sin darse cuenta del recibir mensajes al dar mensajes y viceversa.

Sugerencias

No es fácil describir el bien inmenso que uno puede hacer


cuando se pone en esta actitud acogedora de ir recibiendo, con un
enorme respeto, los mensajes que sus hermanos quieren
transmitirle. La gente que está alrededor de uno, se da cuenta
enseguida, se siente en confianza y empieza a abrirse. Se siente
persona liberada. Aprende a conocerse a sí misma. En una palabra,
empieza a vivir. Sintiéndose a sus anchas, le resultará natural
hablar de Dios. Lo comprobé miles de veces.
El secreto para poder apreciar esta actitud, para poder desearla

70
o para poder gustarla, consiste en una cierta actitud contemplativa.
Tener tiempo, no estar apurado. Poder mirar la naturaleza con paz.
No tener siempre cosas urgentes que hacer y no obcecarse con
ideas y objetivos que uno se propone. No pensar que uno tiene que
salvar al mundo. Poder relajar su cuerpo y poder permanecer sin
grandes tensiones emocionales. Y, con eso mismo, va creciendo
cierta sensibilidad por los seres humanos que viven cerca. Uno no
busca corregirlos, no busca ahorrarles todo sufrimiento, aun los
que no pueden ser evitados. Con la contemplación nace un amor
más desinteresado que se contenta con acompañarnos.
Encontré excelentes sacerdotes, intelectualmente actualizados,
que eran capaces de hablar durante horas de esta actitud respetuosa
y de la caridad centrada en el otro. Luego, cuando me contaban
algunas conversaciones que habían tenido con personas que
venían a pedirles consejos, vi que ellos mismos no ponían en
práctica lo que predicaban ni tenían conciencia de proceder de una
manera contraria a sus convicciones. No es fácil ponerse en una
actitud con- leinplativa frente al hermano. Los que tienen gran
entusiasmo para ayudar llegan, con toda facilidad, a una actinal de
apoyo o de tutela. Otros, que tienen mucha expe- rienda, ven muy
claramente la solución y empiezan a dar consejos, sin darse cuenta
de que con eso cambia la relación humana. Por eso, traté de
mostrar, en lo concreto, las condiciones de una conversación
acogedora y contemplativa. Aquí cada uno puede hacerse el test y
verificar si sus reacciones frente a las personas son o no altruistas.
En lo siguiente, quiero sugerir algunos ejercicios para que los
interesados puedan aprenderlo. Mejor dicho, voy a describir cómo
lo adquirí yo mismo y cómo lo enseñé a otros. Pienso que ningún
joven sacerdote debería ser admitido al ejercicio de la pastoral sin
estar versado en ella. Me parece, además, que todos los cristianos
que, de una u otra manera, se ponen en contacto con problemas
religiosos tendrían que estar capacitados a acoger a sus hermanos
con seriedad y profundidad. Se podría seguir y afirmar que esta
actitud contemplativa es muy necesaria en cualquier conversación
sobre fe y religión.
Cuando estuve convencido de que esta actitud contemplativa
y receptiva hace un bien muy grande, me decidí a aprenderla.
Tomé el libro mencionado en el que figuran ejemplos muy
parecidos a los que se hallan en éste, pero tomados de sesiones de
tratamiento sicológico. Elegí un ejemplo, lo leí atentamente y, sin

71
mirar la respuesta, traté de darla yo mismo. Es un ejercicio muy útil
para empezar y puedo recomendarlo. Tome, por ejemplo, el
comienzo de este capítulo. Lea atentamente los cinco tipos de
respuestas: estimativa, interpretativa, explorativa, apoyo y reflejo.
Después de haberse fijado bien en el sentido de cada uno, lea un
ejemplo y, luego, trate de dar, por escrito, las cinco respuestas a
cada uno de los casos, sin haberlas mirado en el texto. Finalmente,
compare con las respuestas que figuran en el libro. Después de
haberlo hecho varias veces, puede pasar a los párrafos siguientes y
hacer lo mismo.
Me resultó más fácil hacer los ejercicios en grupo. Me puse en
el lugar de un personaje y, con algunas frases, empecé a quejarme o
a expresar algún problema o estado de ánimo ficticio o real. Pedí
que cada uno escribiera las cinco respuestas. Al terminar, hice leer
las primeras y, luego, las analizamos en grupo. Después todos
leyeron la segunda y la analizamos. Así seguimos hasta terminar
las cinto. Repetimos con casos diferentes hasta que todos lo
aprendieron.
Después de estos ejercicios, pedí que alguien del grupo
hablara de un problema que pudiera ser tratado cómodamente ante
todos y yo le hice los reflejos. Así, pudieron ver cómo se hace un
diálogo más largo, solo reflejando. Luego, uno del grupo
comunicaba algo y otro le hacía reflejos durante un cuarto de hora
más. Después de cada ejercicio, hicimos un comentario de la
conversación.
Simultáneamente, hay que empezar a hacer observaciones en
la vida misma. Observe, por ejemplo, durante las conversaciones,
la relación que se establece entre las personas. Puede ser que se
trate de una discusión acerca de algo muy sagrado, pero que, al
mismo tiempo, la relación entre las personas sea de oposición.
Cada una niega lo que afirma la otra. Será una conversación muy
estéril. Para adquirir la actitud contemplativa es imprescindible
aprender a tener conciencia simultánea del tema de la conversación
y de la relación que se crea durante la conversación. Observe
pacientemente durante mucho tiempo una discusión en la cual
nadie escucha al otro. Aprenda, por medio de ello, a tener
conciencia paralelamente de dos cosas: del tema y de la relación
entre las partes que discuten. Retomaremos este hecho más
adelante.
Un paso siguiente sería la observación de estos dos elementos

72
en conversaciones en las que usted mismo es el protagonista.
Puede, luego, observar en sus conversaciones, los diferentes tipos
de respuestas que usted da.
¿Suele apoyar a los que tienen alguna dificultad? ¿Es usted el
representante de la moral? ¿Es el sicólogo que interpreta? ¿Es el
detective con gran habilidad de averiguar todo? ¿Es la persona que
mezcla continuamente sus propios problemas en asuntos que no
tienen nada que ver ton ellos? ¿O es el amigo que escucha y
acompaña? Antes tlt* querer cambiar de actitud, conviene conocer
sus propios hábitos. El cambio va a resultar más natural.
Observe el sentido de una persona que habla. No se quede en
sus palabras o en el tema que lo preocupa. Trate de sumergirse en
su experiencia. Eso aumenta mucho la sensibilidad por el otro. Por
ejemplo, cuando usted participa en una conversación como tercero
que interviene poco, trate de adivinar el sentimiento que impregna
a la persona que habla. En la vida emocional hay muchos matices.
Hablando, por ejemplo, de un difunto uno siente tristeza y otro
depresión, dolor o angustia. El tercero siente resistencias a hablar
del tema. Otro, a lo mejor, siente cariño y siente al difunto muy
cerca. Otro más, reprime sus sentimientos y solamente revela
indiferencia. Al hablar, raras veces suelen explicitar este
sentimiento de base. Sin embargo, su captación da la posibilidad
de comprender. Por eso, conviene aprender a adivinarlo. Cuando se
habla de una experiencia pasada —de un paseo, por ejemplo—
cada uno lleva en sí un recuerdo con un sentimiento distinto.
Aprenda a leerlo en las palabras y en las caras.
Finalmente, empiece a hacer reflejos. Si al comienzo le resulta
costoso y artificial, escuche en silencio y conteste solo con un "Sí” o
con un "Hm” afirmativo. De a poco, le vendrán los primeros
reflejos reiterativos o las fórmulas largas que corresponden a la
elucidación: "Si te entiendo bien querés que. . .”. Así, de a poco,
aprenderá a no interrumpir con sus vivencias a alguien a quien le
cuesta la expresión de sus sentimientos. Suponga siempre que su
interlocutor tiene muchísimos sentimientos, actitudes que no
puede expresar todavía. Tiene además, un fondo religioso i|uc le
cuesta comunicar. Sólo si encuentra un acogimiento muy intenso y
cordial va a empezar a soltarse. Eso le permi- lirá a usted mantener
su interés por el otro. Más tarde, puede aprender a mantener esta
actitud acogedora durante un tiempo más prolongado.

73
74
Capítulo 4

Dar testimonio

La manifestación de lo que uno vive

1. Hasta ahora hemos visto que para compartir la fe hay que


aprender a escuchar, a comprender, a aceptar y a reflejar el mensaje
que el otro está manifestando. Ahora, vamos a ocuparnos del
mensaje que nosotros mismos deseamos transmitir. Los apóstoles
anunciaron el mensaje de la salvación. Hablaron de Jesucristo.
Eran testigos de su muerte salvífica en la cruz y de su resurrección
gloriosa. Si queremos compartir la fe, es necesario que
encontremos la manera de dar este testimonio de Jesucristo.
En su primer sentido más obvio, dar testimonio significa
afirmar con palabras que uno cree en Jesucristo, que cree en su
resurrección y en lo que él significa para nosotros, aquí en la tierra
y en la vida futura. Si imaginamos el testimonio de los apóstoles
ante el sanhedrín o en medio de una persecución, entendemos su
tremenda fuerza. Durante los primeros siglos, el testimonio de la
fe en Jesucristo significó la persecución y la muerte. Era un
compromiso radical, una entrega total.
Desde el siglo^cuarto en adelante, cuando todo el mundo
romano se hizo cristiano y un no cristiano ni siquiera podía
obtener un empleo público, o cuando se empezó a perseguir a los
no cristianos, la afirmación de ser cristiano c ambió de sentido.
Perdió su fuerza y, en muchos casos, ha significado un beneficio
material, político y hasta comer-
cial. Puede ser muy vacía de todo contenido religioso. Para estar
seguro de una fe verdadera había que pedir otros signos que la
pura afirmación verbal. Nosotros hablamos, en este sentido, del
testimonio de vida. Consiste en una vida llevada en armonía con
la afirmación verbal. Si anunciamos que Dios es amor, el
testimonio de vida consiste en amarnos los unos a los otros. No

75
amarnos sería negar con nuestra vida lo que anunciamos con
nuestras palabras.
En nuestro tiempo, el testimonio, en su sentido pleno,
consiste en revelar lo que uno vive. El apóstol san Juan
caracteriza su testimonio de esta manera:

Lo que hemos oído,


lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que hemos mirado
y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es
vida...
Lo que hemos visto y oído
se lo damos a conocer
para que estén en comunión con nosotros,
con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
(1 Juan 1, 1-3)

Juan nos dice que él da a conocer su experiencia, es decir,


algo de sí mismo. Se puede formular más expresamente: dar
testimonio es dar testimonio de sí mismo: revelarse, manifestarse.
..
El primero que se revela es Yavé. Aparece ante Moisés en la
zarza ardiente y se revela a sí mismo y sus intenciones
salvíficas. Jesucristo hace lo mismo. Se muestra a sus apóstoles.
En el monte Tabor, se mostró en su gloria. Durante los años de
su vida pública iba haciendo confidencias a sus apóstoles que,
paulatinamente, permitían intuir la riqueza de su personalidad,
la trascendencia de su ser y el amor que les tenía. Comunicando
lo que él vivía, apareció como el enviado por el Padre, unido a él
hasta manifestarse como una sola cosa con El:

76
Sciior, muéstranos al Padre —dijo Felipe a Jesús— y eso nos
basta.
Mace tanto tiempo que estoy con ustedes —contestó Jesús- -,
¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre (Juan 14, 8-9).
El testimonio que Jesús da del Padre no aparece como un
testimonio de una tercera persona, sino como el testimonio que El da
de su propia interioridad, de su misión, de sus pensamientos y de
sus relaciones. Se revela a sí mismo, y en esta revelación aparece el
Padre.
Dar testimonio es siempre revelar nuestra vida, comunicar lo
que nosotros somos y lo que nosotros vivimos. Dar testimonio es dar
testimonio de uno mismo, contar con palabras lo que uno vive. Es
comunicar su experiencia, sus preocupaciones, sus dolores y alegrías.
Es expresar el sentido que encuentra en la vida y en los
acontecimientos. Es abrir el corazón. Cuando alguien abre su corazón
y su corazón está lleno de la fe en Jesucristo, da testimonio de El.
Esta revelación personal, esta comunicación humana gratuita, es la
infraestructura para que uno pueda comunicar la fe.
Recuerdo que hace años, un amigo, misionero en Zai- re, Africa,
me describió con vivos colores cómo tenía que llegar a su pueblo
atravesando miles de peripecias. No había ferrocarril ni rutas ni
aeropuertos en toda la zona. Debía ir con barcos y lanchas, por
senderos y barro, buscando guías y transportes ocasionales, cuando
los encontraba, o esperar mucho tiempo hasta que se le presentara
alguna caravana. Tardaba una eternidad en llegar a su pueblo porque
no había infraestructura para el transporte. Tampoco había
comunicación entre las diferentes tribus. No había pavi mentó ni
puentes ni rieles ni correo ni telégrafo ni te- lex. Nosotros estamos
tan acostumbrados a esta infraestructura que ni siquiera lo notamos.
Es interesante observar la necesidad de esta infraestructura en
nuestros ambientes. Donde no hay pavimento, no entra el camión
lechero cuando llueve, l.os almacenes quedan sin abastecimiento
cuando hay barro. El basurero no lleva la basura. Cuando llega el
pavimento, empieza un continuo movimiento de comunicación e
intercambio. Entonces se instalan talleres o fábricas que no pueden
vivir sin ruta. O hay que ver lo que es un barrio en un día de lluvia
cuando ni siquiera tiene veredas. Para que un barrio pueda estar
comunicado, precisa una infraestructura. El manifestarse es la

77
infraestructura para la transmisión de la fe.
¡Qué desagrado sentimos^cuando alguien quiere comunicarnos
la fe sin buena relación humana! Pensemos únicamente en algunos
evangelistas o testigos de Jehová que llaman a la puerta e insisten
con su mercadería religiosa. Están haciendo sus horas obligatorias de
apostolado sin dar nada de sí mismos y sin entrar en comunicación.
Quieren imponer su convicción pero no se interesan en tomar
contacto humano. Se podrían buscar algunos ejemplos parecidos en
nuestros ambientes católicos donde se propone enseñar la doctrina
pero sin comprometerse con un testimonio personal. >■
La comunicación humana consiste en recibir y dar. Recibir
mensajes y dar mensajes, recibir testimonios y dar testimonios.
La manifestación de lo que uno vive es un testimonio muy
positivo, aun en el caso de compartir cosas negativas o cuando se
confiesan defectos o insatisfacciones y hasta faltas de fe. Hace poco,
en un curso de teología en la universidad, que funcionaba como un
grupo de reflexión, participaron entre diez estudiantes de sicología,
cuatro ateos. Compartimos las experiencias de fe. Los ateos contaron
por qué y cómo llegaron a su convicción. En la evaluación final del
curso tres de los cuatro ateos confesaron que habían empezado a
creer en Dios. Una de ellos, una judía de unos treinta años, explicó
que se había formado en el grupo un ambiente de mutuo respeto, de
mutua aceptación y eso permitió que los participantes que se
conocían desde hacía ya tres años, empezaran a tratarse y a quererse
como personas. Y donde la gente se quiere —añadió— allí no se
puede negar a Dios. Tanto los aportes de fe, como también la
expresión sincera y respetada de los ateos, aumentó la fe de
lodos. Por eso, estoy convencido de que compartir lo que uno
vive, lleva a otros hacia la fe, aunque uno dé testimonio de que
no cree en Dios. Si el contenido del mensaje es lo que uno vive,
es un mensaje real, un mensaje que habla de la vida y la Vida es
Dios. Si este mensaje es recibido con respeto, hay comunicación
y la comunicación es amor. Donde hay amor allí está Dios
presente.
Reconocer un defecto cuesta mucho porque uno cuida su
imagen. El reconocimiento de algún defecto mío que tuve que
hacer en alguna que otra oportunidad ha contribuido para que
se aceptara mi testimonio de fe porque dejé de mostrarme
perfecto. El testimonio de los perfectos, que solo se atribuyen

78
virtudes, da la impresión de algo ficticio e irreal en un mundo
humano siempre mezclado con debilidades. Creo que por eso
vino Jesucristo como un niño indefenso, en un país pobre, sin
poderes políticos, y se dejó tomar preso como cualquier hijo de
vecino. Quiso mostrarse vulnerable porque sin eso, su mensaje
tan increíble como el amor inmenso de un Padre, no hubiera
sido accesible a los hombres. Me acuerdo de que en grupos de
reflexión de fe, conté a veces, que yo también había tenido
dudas. Confesé con detalles cómo las había vivido. Casi siempre
fue un bálsamo para los que se debatían con incertidumbres. Si
un sacerdote podía vacilar en su fe, decían, ellos tampoco
estaban perdidos. Luego, al escuchar cómo había superado mis
dudas, se sentían más orientados y reconfortados que con
cualquier afirmación teórica acerca de la posibilidad de superar
las incertidumbres respecto a la fe.

©
2. El poder dar testimonio tiene sus condiciones. La
primera es un ambiente de gran confianza. Uno no puede
comunicar toda su vivencia a todos. Nunca hay que esforzarse
por decir más de lo que uno buenamente puede o quiere manifestar.
Uno empieza por sondear el ambiente. Tiene deseo de manifestar
algo pero no sabe cómo va a ser acogido: insinúa algo, por sí
insignificante, para explo- r:ir cómo se lo recibe, y para observar si
hay interés por escucharlo. En caso de que el resultado sea positivo,
larga algo más y vuelve a observar el grado de interés y el grado

79
de aceptación que le brindan. Si la aceptación, el respeto y el
interés no son muy satisfactorios ni mueven a la confianza, no
va a expresar lo que iba a decir. La única manera de poder dar
testimonio en este caso, es realizar una labor previa muy ardua y
lenta, de transformar el ambiente. Consiste en ponerse uno a la
escucha de los demás e ir logrando esta actitud de aceptación, de
respeto y de interés que son necesarios para que se pueda
expresar con confianza. El modo de hacerlo era el tema de
nuestros tres primeros capítulos.
(\ ] — Otra condición de poder dar testimonio de sí, es querer
manifestarse. Querer comunicarse con el otro^En el noviciado
me enseñaron que uno nunca tiene que hablar de sí mismo.
Sería darse demasiada importancia y falta de humildad. Hay
algo de cierto en eso. Pero es igualmente cierto que si uno no
habla de sí mismo, permanece desconocido, aislado, ignorado e
incomunicado. En cambio, hablando uno de sí mismo, es decir
compartiendo con otros sus sentipiien- tos, sus vivencias, queda
descubierto y vulnerable. Se expone al riesgo de que lo
entiendan mal o que usen en su contra lo que manifestó. Pero
estableció contacto con otros.
El deseo de dar testimonio de sí mismo corresponde a una
necesidad humana de amar y de compartir. Pero existen
situaciones humanas en las cuales conviene manifestarse lo
menos posible. Son las situaciones en las cuales las relaciones
humanas no son gratuitas, sino que existe algún interés de por
medio. Puede ser un interés material, un interés de poder o de
dominio o cualquier otro interés que crea cierta oposición entre
los hombres. Tomemos dos contextos característicos: la situación
del militar y la del político.
El militar, al enfrentar al enemigo, adopta una actitud
bélica. Ouiere vencer a su adversario. Concibe una estrategia
para triunfar sobre él. Pero, mientras hace sus maniobras, el
enemigo no tiene que saber lo que está preparando. Sus
intenciones son secretas. Hasta hace maniobras en falso para
despistarlo. Manda espías para obtener datos acerca de su poder,
de sus posiciones y de sus planes, pero tiene
que procurar que no trascienda nada de lo que podría servir para
frustrar su plan o para descubrir sus lados flacos. Si puede llevar
adelante su proyecto y tomar al enemigo de sorpresa puede arrollar

80
ejércitos mucho más fuertes que el suyo. Se ve hasta qué punto una
situación exterior de oposición puede anular cabalmente el deseo y la
posibilidad de la revelación espontánea de lo que uno vive y lo que
uno piensa.
El político tiene también su proyecto, pero la actitud que adopta
es parcialmente diferente. Aparece siempre muy educado, sonriente
y pone buena cara a todo. Para convencerse de eso, es suficiente
mirar sus fotos en los periódicos. Cuidan su imagen. Proceden de
una manera “política”. Están dispuestos a aguantar o a hacer
sacrificios y postergar ciertos objetivos si, con eso, consiguen algo a
plazo más largo. Tienen su propia estrategia. Llevan su lucha política
con conversaciones, discursos, pactos y alianzas. Son grandes
maestros en no manifestarse más allá de lo necesario. A uno le cuesta
saber lo que piensan. Imaginemos, por ejemplo, a un político
declarando que es cristiano y que cree en Dios o en Jesucristo. Lo
primero que a uno se le ocurre es preguntarse qué intenciones tiene
con esta proclamación. ¿Quiere conseguir el apoyo de las autoridades
eclesiásticas o quiere hacerse popular? ¿Qué conyunturas quiere
aprovechar? La situación política misma pide que uno se manifieste
hasta cierto punto, pero que sus adversarios y hasta sus aliados, no se
den cuenta de todo lo que piensa.
Nos encontramos todos los días en situaciones políticas, en la
familia, en el comercio, en las instituciones, en el gobierno, etc.
Todas estas situaciones nos obligan a tomar cierta actitud política
porque perseguimos nuestros objetivos y queremos realizarlos en
ambientes donde otros luchan por objetivos, a menudo, contrarios.
El testimonio de vida puede darse siempre, pero no en su
sentido pleno. La manifestación de lo que uno vive surge solamente
en una esfera de las relaciones gratuitas, donde ninguno pretende
obtener algo del otro, ni quiere obligarlo a nada. Si alguien se
manifiesta, lo hace porque quiere compartir gratuitamente su
riqueza interior. Se revela porque ama y no porque quiere lograr
algo.
NoIemos que cuanto un apostolado es más organizado, Imito
más intervienen los intereses y, por tanto, la actitud política. Un
director de colegio, un párroco, hasta un pro- ¡csor o un catequista,
están continuamente en situaciones interesadas y, por lo tanto,
políticas. Tienen que reservar mucho terreno de su recinto interior
donde se juega la fe. l a dificultad de los apostolados organizados

81
consiste precisamente en crear, pese a las instituciones interesadas,
momentos de relaciones gratuitas. Sólo en ellos, podrá darse
testimonio en el sentido estricto. En las otras se podrá dar un
testimonio de vida, predicar una doptrina, cumplir un deber; pero un
testimonio, el medio más propio y evangélico de la transmisión de la
fe, únicamente es posible, en un momento de relaciones gratuitas.
Podemos hacer una consideración parecida si nos fijamos en la
función de los roles. En la vida diaria todos'cum- plimos ciertos
roles. El mozo del restaurante sirve la comida. l is su rol. El mecánico
repara motores. El médico cura enfermos. El abogado, el empleado
del banco, el vendedor de diarios, el presidente de la Nación, todos
desempeñan MIS roles. En los roles, representamos intereses de una
comunidad o de una institución. Lo personal está relegado al
segundo plano. La palabra rol viene de la representación leal ral. El
actor representa un rol. Debe tener una afinidad ‘i'ii este papel que
cumple para poder compenetrarse con « I v representarlo bien.
Asimismo, el policía tiene que de- '•< ai c| orden que impone en
nombre de la ley. Pero, al mismo limpo, el actor no se pierde en su
papel y guarda
.....pie cierta distancia entre lo que representa y lo que
|| almcnlc es. El actor no es el personaje a quien interpreta.
1
I pirsideute de la Nación representa los intereses de la
' ¡............. pero no es la Nación. Tiene sus asuntos familiares
i"•1 I" lauto, puede sentir a veces, cierto conflicto entre " luí
................. presidencial y sus preocupaciones caseras. Cuan-
" loa > n su rol, puede decir o hacer algo que interior-
...............
...acule Un policía tiene que representar la ley aun

82
que piense que una ley determinada no es justa. Su sentir
personal está relegado en este caso al segundo plano. Un testimonio
personal de lo que siente puede estar fuera de lugar.
Hay cierta dinámica entre el rol y la manifestación per sonal.
Todos necesitamos momentos espontáneos libres de todo rol. El
médico, el mecánico y el empleado del banco vuelven a sus casas y
allí, junto a sus mujeres, a sus hijos y a sus amigos, pueden ser
ellos mismos sin representar ningún papel. Pueden expresar lo que
sienten. Su relación es gratuita, sin intereses y pueden dar más
fácilmente testimonio de lo que viven, sienten o piensan, a no ser
que allí también las tensiones internas, creadas por la oposición de
los intereses, obstaculicen la manifestación espontánea.
Se habla del rol, de vez en cuando, en un sentido peyorativo,
cuando en una familia o en otros momentos gratuitos, alguien no
puede manifestarse con libertad y quiere representar algo mejor de
lo que es porque tiene miedo de que lo desvaloricen y no lo
quieran. Dicen que se pone una careta, o que levanta una fachada
ante su verdadera personalidad. Pero el rol por sí consiste en algo
positivo: un servicio social, una función, representando algún
grupo o alguna institución.
El lugar más propio de la transmisión de la fe son las
relaciones gratuitas donde nadie representa ningún rol sino que se
manifiesta sencillamente como es. Sin embargo, la Iglesia tiene sus
instituciones y el apostolado está con frecuencia encuadrado en
una organización que supone roles. El párroco desempeña un rol.
El obispo tiene su papel de gobernar la Iglesia local. Ni el
catequista escapa a su rol de representar la Iglesia para los niños a
quienes tiene la misión de catequizar. Un colegio católico, una
asociación cristiana, tienen sus aparatos institucionalizados que
implican el ejercicio de roles. Cuando un joven sueña con hacer
apostolado, piensa en transmitir la fe en Jesucristo, dar tes-
tiinonio personal de él y cuando llega a ser catequista, pá- i IOCO o
presidente de un grupo de Acción Católica, se ve encuadrado t u
un rol con objetivos prefijados, estatutos, le-
yes y se ve exigido por la institución. Está en pleno ejerci- i lo de
un rol. No solo está él mismo desempeñando un rol <|iic le pide
relegar lo personal a un segundo lugar, sino 1 1 mudo, por fin,
puede en un momento manifestarse perso- n,límente, los que se
encuentran a su alrededor se pregun- I.ui qué intenciones tendrá
con su testimonio personal. Es (leí ir, no lo sienten en situación
gratuita sino interesada por el e jercicio de su rol. Por supuesto,
puede dar testimonio de vida si vive lo que predica. Pero,
¿predicará la doctrina de l.i institución que representa o dará
testimonio de lo que \ i v e ’ Dar testimonio de Jesucristo, en su
sentido pleno, es manifestarse personalmente, lo que uno vive,
lo que siente y la fe que tiene con todas sus circunstancias, a
veces demasiado humanas. Existe, continuamente, la,tarea de
asumir un rol y sin embargo encontrar el modo de dar testimonio
personal de Jesucristo dando algo de uno mismo. El rol, al
enseñar, es dar testimonio de la fe de la Iglesia. Pero hay di-
Iciencia —aunque sea de modalidades— entre manifestar lo que
cree la Iglesia y lo que vive uno mismo. >■

Testimonio en la enseñanza

La doctrina de la Iglesia es el resultado surgido de la


reflexión de la Iglesia sobre las experiencias y los hechos de los
comienzos. Los apóstoles empezaron a predicar su desbordante
experiencia de la resurrección del Señor. In- Ici piularon su
propia existencia en función de ella. Su fe en Jesucristo, en el
Padre que lo envió y en el Espíritu que los confirmó el día de
Pentecostés, hizo cristalizar su men- '..i ¡e en torno de los
misterios de la santísima Trinidad. A a surgió el primer núcleo
ordenado que expresaba esa fe: i i.i el símbolo apostólico, que
evolucionó, en varias etapas, IM .la nuestro credo. Bajo el influjo
de la filosofía aristoté- li, .i. n vivida en el medioevo, tomó la
forma de un cuerpo 1 1,,, 1 1 nial racionalmente sistematizado. Me
pregunto si no pudría permitir que cada cristiano o, por lo
menos, los Intímelos que lo necesiten, puedan recorrer este
proceso que parte de los hechos vividos y va evolucionando,
ordenándose y sistematizándose hasta llegar a una fe
racionalmente estructurada.

84
Intenté hacerlo y quiero contarlo. Hubo varios motivos que
me animaron a emprender este camino. Eran los criterios de
respeto y de confianza en la gente, en el sentido explicado en los
primeros capítulos de este libro. Era, también, la necesidad de un
contacto personal y grupal al compartir la fe, y la convicción de
que sin estas condiciones se puede hablar de doctrina, de
ideología, se puede nombrar a Dios, pero no se puede crear un
ambiente religioso en el cual se comparte fraternalmente la fe.
El escenario fue un ambiente universitario de medicina, de
sicología, de letras y de sociología donde daba clases
obligatorias de teología. Cada estudiante tenía que cursar,
durante su carrera, tres materias de teología. Participaban
protestantes, judíos y ateos, pero la gran mayoría estaba formada
por católicos. Había exalumnas de colegios de monjas que
estaban dando catequesis en su parroquia o en los barrios.
Asistían exalumnos de colegios religiosos que guardaban
resentimiento y odio contra la Iglesia. Tenía en estos cursos a
personas muy serenas, equilibradas y generosas, consideradas
como estudiantes muy aplicados y excelentes compañeros, que
afirmaban con seriedad y paz que la religión no les interesaba. Y
había cursillistas fervorosos, estrictos en su concepción religiosa.
Durante mis primeros años de enseñanza, cuando todavía daba
clases catedráticas, me di cuenta de que algunos estudiantes
estaban llenos de agresiones contra Dios, contra la fe, contra la
Iglesia, contra los curas y contra las religiosas. No faltaban entre
los que habían desligado su relación con Dios de toda estructura
religiosa visible de la Iglesia, haciendo serenamente oración y
repudiando todo contacto con el catolicismo u otra agrupación
religiosa. Otros llegaban con un enorme deseo de aprender y de
clarificar su fe. La mayoría manejaba muchos datos religiosos
que les creaban una confusión interior. Me di cuenta de que
existía una necesidad apremiante de dejarlos expresar y de
escucharlos.

85
Presenté a las autoridades un plan que incluía dividir los
en grupos, de tal manera que en cada grupo de diez pudiera estar
presente, por lo menos, un ayudante de cátedra. Primero me
contestaron que era imposible; pero luego, cuantío vieron mi
buena voluntad al ir dos veces por cada clase, para poder dividir
el alumnado en dos y atenderlos separadamente, me dieron
ayudantes y pusieron a mi disposición locales para poder formar
los grupos. Había cada vez dos lloras de clase juntas de manera
que disponíamos de dos horas para cada reunión. Esta división
en grupos era fundamental. Muchos otros profesores que
querían seguir el ejemplo, no le dieron bastante importancia. Me
parece que más de diez personas difícilmente puedan realizar
esta elaboración en un grupo.
En una clase introductoria explicaba la marcha del curso.
Les decía que mi intención era ponerme a dispo sición de ellos
para que ellos mismos pudieran plantearse y elaborar sus
problemas religiosos cualesquiera que fuerán. Después
explicaba mis condiciones de método y la forma de aprobar el
curso. La asistencia a las clases era bastante amplia en la
universidad y no se pasaba lista a los presentes. Respecto al
examen, les dije que consideraba mi curso como "práctico”, lo
cual significaba que no sé aprobaba con un examen final sino
con la asistencia. Pedí noventa por ciento de asistencia para
aprobar la materia. Como eran solo diez estudiantes por grupo,
en dos reuniones aprendí M I S nombres y tomaba la asistencia sin
que ellos mismos se dieran cuenta porque conocía a cada uno
personalmente. I'ai.i mayor respeto a los que no querían hablar
de religión, deje la opción de dar un examen con un temario
determi- n ido sin ninguna asistencia. Hasta ofrecí la posibilidad
de li H i i mi estudio personal sobre algún tema religioso, si eso .
. '.lablería de antemano en una conversación individual.
No Ib . ........... a l ineo por ciento los estudiantes que optaban
i....... i r, do-, últimas alternativas. Todos querían asistir a
i n i p o s l t o s . los que asistían a los grupos, tenían la
..Me i, i........le leer uno o dos libros determinados y yo to-
i.i d i mi ......tml de lectura antes del fin del curso. Era con-
. .......... pai a aprobar la materia. Este libro—que muchas

86
veces lúe mi primer libro escrito para los estudiantes, con la
finalidad de ordenar y clarificar el modo en que ellos podían
entender su fe 6— resultaba una lectura muy útil y retomaba la
mayoría de los temas tratados en el curso.
Algunos objetaron que si en cada clase se elegía el tema, el
curso no iba a tener un programa unificado. Les contesté que el
trabajo en el grupo tendría su unidad vital. Dejaríamos que los
problemas emergieran en orden espontáneo para lograr una
elaboración vital. Puede ser, les decía, que un problema
doctrinalmente insignificante, sin embargo, bloquée la
comprensión de todo un sector doctrinal. Por eso, íbamos a
abrirnos a este camino de la urgencia natural, en vez de seguir
un hilo teórico y abstracto, aunque este último pudiera dar cierta
seguridad tanto al profesor como a ellos.
Expliqué, asimismo, en esta clase de introducción, que
trabajaríamos en grupos de diez, libremente formados, y
terminamos por organizados.
De este modo, en cada reunión me encontré con un grupo
reducido. Nos presentamos, explicaron sus expectativas respecto
al curso, y pasamos, enseguida, a la elección del primer tema.
Daba mucha importancia a la expresión de las inquietudes que
ellos traían consigo. Cada uno propuso varios temas, los
anotamos y, luego, elegimos uno de común acuei'do o por
votación, en la oportunidad en que no se llegaba a una
unanimidad. La participación de cada uno en la determinación
del tema era esencial porque en el caso contrario, no se sentían
protagonistas de la reunión.
Elegido el tema, venía un paso clave de mi parte:
reformular el tema. Elegían, por ejemplo: la fe en Dios. Yo lo
traducía a una pregunta concreta: ¿Cómo cree o no cree en Dios
cada uno de nosotros? ¿Qué acontecimientos lo condujeron a su
posición actual? Con eso, pasaba el tema de un plano abstracto a
un plano testimonial. Eliminé, simultáneamente, la posibilidad
de discusión. Si proponía hablar sobre el sacramento de la
penitencia, lo reformulaba de este modo: ¿Qué experiencias
tiene cada uno de nosotros de la confesión? ¿Cómo la conoció,
qué etapas de evolución ha recorrido y qué siente ahora respecto
a ella? Podían elegir el tema que querían: religiosos o no
6 II encuentro con Dios, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, cuarta edición,
1973.

87
religiosos. En seis años, c'ii todos los cursos, más del ochenta por
ciento de los te mas fueron expresamente religiosos. Pero el
dejar este mareen de libertad, les aumentaba la conciencia de ser
protagonistas de su reflexión.
Después de eso, pedía que todos contaran su experiencia.
Dejamos que hablara cada uno. Les hice reflejos y, a veces,
formulé preguntas pero solamente que estimularan la
cxplicitación: ¿Podrías explicarte algo más?, ¿Podrías ex- plicitar
lo que dijiste? Me cuidé mucho de introducir alguna
problemática ajena a los testimonios. Es comprensible que, al
comienzo, les costara manifestarse. Era muy útil pedirles que
relataran en orden cronológico los acontecimientos exteriores
que iban cambiando sus puntos de vista. No sabían dar una
definición sistemática de lo que creían pero se acordaban de
impresiones, de anécdotas y de vivencias. Después de describir
los episodios en forma históricá, ya era fácil explicitar las
conclusiones que sacaban de ellos.
A veces tenía que ingeniarme para que cada uno diera .ilpo
de su experiencia. Una vez, por ejemplo, hablando de la
confesión, un ateo de fuerte inspiración marxista, dijo que él,
esta vez, por lo menos, no tenía ninguna experiencia para contar,
ni sabía bien en qué consistía la confesión. Lo invité a contar su
experiencia más cercana al tema. Le dije, a mi modo de ver, la
autocrítica de los marxistas era, quizá, la experiencia que más se
aproximaba a lo que es la confesión para los católicos. Terminó
por contar experiencias.de autocrítica y, al’final de la reunión,
quedó él mismo maravillado de cómo había podido participar
con tanto interés en una reunión tan absolutamente ajena a su
problemática, como era la confesión de los católicos.
En pocos minutos empezaban a discutir. Un ateo obje- laba
la experiencia de fe de un creyente, o al revés. De todos modos,
empezaban a debatir la experiencia. Yo lo tole- i aba
pacientemente y me quedaba callado sin intervenir ni

88
manifestar opinión alguna. No censuraba nada. Después de un
buen rato de discusión, los invitaba a continuar la comunicación
de sus experiencias. Si preguntaban qué pensaba sobre el tema,
les contestaba que prefería escuchar primero la experiencia de
cada uno. En casi una hora y media, podía hablar todo el mundo.
En el último cuarto de hora de la reunión, les proponía
hacer una evaluación. Les decía que la evaluación era una
revisión del funcionamiento de la reunión. Si algo no andaba
bien o no les gustaba, podían decirlo y, para la otra reunión,
íbamos a tomarlo en cuenta. Mientras que, si no revisábamos la
reunión, toda la insatisfacción queda para el final del curso,
cuando ya no hay oportunidad de remediarlo. Invitaba otra vez a
cada uno para que formulara un juicio acerca de la dinámica de
la reunión, sin volver al tema.
Esta evaluación era clave. Primero, permitía hablar a los
que no se habían expresado y a decir, por lo menos, que querían
expresarse, pero todavía, no habían podido hacerlo. Los que
tenían alguna queja podían expresarlo. Unicamente al final
hablaba yo. Interpretaba minuto a minuto la reunión, mostrando
a cada uno de los que habían discutido que no respetaban la
experiencia del otro. Estas explicaciones eran para ellos, casi
siempre, una luz que les hacía ver su incapacidad de diálogo y su
falta de sensibilidad por el otro. Se daban cuenta de que
escuchaban únicamente para poder criticar o, mientras
aparentemente escuchaban, ya estaban preparando lo que ellos
iban a objetar. No escuchaban con respeto. Les mostraba también
los momentos en que escuchaban con interés. Estos momentos se
daban cuando el testimonio era fascinante. Señalaba los
momentos en los cuales alguien absolutizaba su experiencia,
excluyendo toda opinión diferente. De esta primera evaluación,
resultaba, a menudo, la gran decisión de aprender a escucharse
seriamente y a respetar la experiencia de cada uno. En tres o
cuatro reuniones aprendían a respetarse. Desaparecieron
completamente las discusiones. Aumentó enormemente el
interés de los unos por los otros. Empezaron a conocerse como
personas y la confianza entre ellos creció día a día. I'so, a su vez,
permitía dar rienda suelta a los testimonios.
En la segunda, tercera o cuarta reunión surgía, con
frecuencia, un ataque contra mí, primero disfrazado y, luego,
cada vez más explícito. Es decir, contra la Iglesia o contra algún

89
sector de la Iglesia pero dirigido contra mí, que para ellos,
representaba a la Iglesia en el momento. Relataban hechos en los
cuales aparecían ciertas culpas de parte de representantes de la
Iglesia. Yo los escuchaba. Me miraban y esperaban mi reacción.
Sin querer, estaban provocándome. Buscaban dialogar con la
Iglesia, de cuyos representantes habían recibido una imagen
perfecta, que no admitía crítica ni diálogo. La mayoría daba por
supuesto que yo estaba esperando para darles después por la
cabeza con la posición oficial de la Iglesia. Me hubieran mirado
como un juez supremo, imagen que muchos de ellos proyectaban
a la Iglesia. Pero eso hubiera impedido la libre expresión y la
libre elaboración de sus problemas religiosos. Me quedaba
callado; cuando terminaba una u otro y me preguntaba, le
respondía que antes de hablar, me gustaría —como habíamos
convenido— escuchar la experiencia de todos. Al final, durante
la evaluación, en vez de defender lo que había sido atacado,
decía con toda franqueza lo que sentía. Les explicaba que yo
mismo había tenido experiencias parecidas. Les contaba algunas.
Y luego les confesaba que tenía vergüenza de que se dieran tales
hechos, y que yo, a pesar de todo, creía en la Iglesia y luchaba
para mejorar lo que se podía. No salía de una afirmación
testimonial. Eso determinó mi ubicación en el grupo. En la
evaluación era un punto importante. Les decía que yo me había
puesto al servicio de ellos, para ayudarles a elaborar, todos
juntos, sus problemas religiosos y que no tomaba una actitud
autoritaria y doctrinaria. Con eso, los ayudaba para relacionarse
de una manera positiva con un representante de la Iglesia. Con el
mismo hecho se planteó la pregunta de mi ubicación en el grupo.
Les decía que mi ubicación en el grupo dependía mucho de ellos.
A medida que el grupo tomaba conciencia de su proceso y
necesitaba cada vez menos coordinación desde fuera, porque la
coordinación se hacía obra de todos, yo quedaba libre para
integrarme en el grupo. Dependía del grupo lo que esperaban de
mí. Eso aflojó mucho las tensio-

90
nos. lili personas eclesiásticas, muchos proyectan una
autoridad moral y doctrinal rígida. Los juzgan incapaces de salir
de un rol y mostrarse como personas. Una persona que se ponía
al nivel de ellos y estaba dispuesto a compartir su lo con ellos,
salía de las categorías que tenían. Empezaron a interesarse más.
Esta situación de ser agredido es tan importante que la retomaré
en el capítulo quinto.
Desde este momento, normalmente, empezaron a
interesarse por mis experiencias. Yo esperaba algún signo de
interés de parte de ellos. Nunca quise, si no era necesario, hablar
antes de que ellos hubieran hablado una hora entera y expresado
sus experiencias. Pero, cuando el ambiente ya estaba caldeado, y
me lo pedían, daba mi aporte. Resultó casi sin querer, que cada
vez que hablé, expresé una serie de experiencias que de una u
otra manera contenían, en forma de experiencia, la doctrina que
ellos, a mi juicio, buscaban o necesitaban. Es bien comprensible
que para cada tema tenía muchas experiencias que podía contar.
No podía contarles todas. Casi nunca quise hablar más de un
cuarto de hora. Pero generalmente menos. Tenía que elegir lo
que iba a decir y se me ocurrían las que iluminaban más las
relatadas en el grupo. No las afirmaba de una manera categórica
y absoluta, sino como conclusiones a las que yo había llegado.
Pero de esta manera, sí, expresaba contenidos de los cuales ellos,
fácilmente, podían sacar conclusiones doctrinales. Por lo menos
los hacía pensar. Por ejemplo, si algunos afirmaban que la
confesión no tenía sentido para ellos, yo podía contarles lo que
yo veía en ella desde mi infancia, cómo su sentido se había ido
enriqueciendo durante los años de mis estudios, qué cosas había
descubierto confesando a mucha gente o enseñando el
sacramento de la penitencia. No omitía, por supuesto, las
dificultades que podía tener, las críticas que hacía a la práctica
actual y mis esperanzas respecto a la evolución de la práctica de
este sacramento. Por último, expresaba que la confesión
significaba para mí una reconciliación y un encuentro con Jesús.
Cuando mi fe aumentaba, la confesión tenía más sentido pata mi,
mientras que en momentos de su debilitamiento, los aspeelos
criticables y costosos tomaban más relieve.
Después de enseñar en esta forma durante años en la
universidad, di algunos cursos para orientar a catequistas de
adultos en este tipo de reflexión. Recuerdo que varias veces pude

»>2
mostrarles que por medio de la experiencia se pude pensar toda
la teología. No quiero negar la posibilidad de un estudio más
detenido. Ni quiero poner este método como único. Solo quiero
comunicar mi experiencia; ella me permite afirmar que
circunstancias como la universidad, donde hay toda una historia
religiosa no elaborada por parte de la mayoría de los estudiantes,
primero se necesita un asentamiento personal y grupal de lo
vivido anteriormente. También puedo asegurar que después de
escuchar una hora o más, cada palabra mía caía en terreno muy
preparado. A menudo la devoraban, y lo que conté en forma de
experiencia les quedará grabado durante muchos años.
Inicié a varios ayudantes de cátedra en este tipo de trabajo.
No todos lo siguieron a la letra. Les pedí que hicieran la
experiencia una vez y me contaran reunión por reunión lo que
ocurría. De allí pude apreciar lo que esto supope en la persona
que lleva un grupo de esta forma. Ante todo, una sensibilidad
grupal. Al comienzo, casi nadie se aguantaba las ganas de hablar
y, con eso, no dejaban hablar a los estudiantes. Solía pedir que
en las primeras reuniones no hablaran más de cinco minutos en
una hora. Era suficiente para coordinar la reunión. Es una
disciplina dura pero necesaria. Luego, les rogué que las
intervenciones fueran solo de coordinación, hasta que los
estudiantes pidieran sus experiencias. Que no manifestaran
ninguna opinión autoritaria sino únicamente compartieran sus
experiencias y manifestaran las conclusiones que habían sacado
para ellos mismos. Nunca resultó con personas que no tenían la
práctica de escuchar y acompañar de la manera que lo describo
en los primeros capítulos. No se trata de una técnica sino de una
actitud de interés por la otra persona. Era interesante que los
estudiantes limitaban el planteo de los problemas conforme a la
vivencia o capacidad del ayudante de cátedra. En el grupo de
uno, ochenta por ciento de los problemas eran preocupaciones
religiosas. En los grupos de otro —él mismo no estaba muy
interesado en lo religioso— casi no

92
aparecieron planteos religiosos. Dependía mucho de que,el
ayudante pudiera o no explicitar sus propias experiencias, es
decir, si estaba acostumbrado a dar testimonio de lo que vivía.
Al comienzo, o después de algunas reuniones, surgió
generalmente la pregunta por las conclusiones. Nuestras
reuniones quedaban aparentemente inconclusas. La elección del
tema duraba de cinco minutos hasta media hora, cuando había
alguna dificultad. El compartir las experiencias duraba alrededor
de una hora y media. Si quedaba tiempo, compartía mis
experiencias durante quince minutos. No hablaba siempre en
último lugar, pero comúnmente sí. A menudo se quedaban
preguntando todavía más acerca de mi experiencia o acerca de la
doctrina de la Iglesia. Luego, terminábamos con un cuarto de
hora de evaluación que, si el tiempo lo permitía, se prolongaba
hasta tres cuartos de hora y era un momento siempre muy bien
aprovechado. Cuando las clases eran las últimas del día se
prolongaban más allá del horario. Muchas veces terminaban
pidiendo que retomáramos el tema en la reflexión siguiente.
Cuando llegaba la próxima reunión, solía sugerir que lo
retomáramos más adelante. La experiencia me enseñó que no
resultaba retomar el tema. Lo proponían por necesidad de una
claridad intelectual, y aquí, el trabajo interesante no se movía
tanto en un nivel de pura inteligencia. De este modo, faltaban las
conclusiones. Les pedía paciencia y prometía que el resultado no
iba a tardar.
¿Qué pasaba con las conclusiones? Cada uno quedaba
impresionado con la experiencia del otro. Eran estudiantes que
habían vivido uno al lado del otro durante tres o cinco años y se
conocían superficialmente. Cada uno era un mundo distinto y, al
nivel de experiencias, mundos bien separados. Creado el
ambiente de confianza, empezaron a comunicarse con más
hondura experiencias, a menudo, emocionantes, de dolor y, a
veces, ejemplos notables de caridad. Comenzaron a comunicarse
el trabajo, la búsqueda de su iden- l idad y, con frecuencia, la paz
en que vivían. Se les abría mi inundo nuevo y los movía a la
reflexión. Junto a la expe- i ir ni ia de un atc'o que había
despreciado toda religión, surgían signos tan evidentes de sana
religiosidad que los conmovían. Descubrían que detrás del
ateísmo pueden esconderse muchas cosas humanas y por su
parte los ateos se dieron cuenta de que existe, a su lado, gente a

93
la que ellos ya desde hacía años estimaban como los mejores
compañeros y que resultaban ser personas profundamente
religiosas. Al lado de experiencias que mostraban como un
absurdo la vida futura, surgieron experiencias de la fe en la vida
eterna, pelo con tanta convicción y tanta sencillez, que todos
quedaban pensativos. Es la expresión correcta: quedaban
pensativos. Empezaban a pensar. Muchas veces me dijeron que
después de la reunión habían bajado al bar y habían continuado
la conversación. Pero, más frecuentemente aún, confesaron en las
reuniones que habían rumiado sobre el tema anterior durante la
semana entera. Estos signos me daban la garantía de que estaban
reflexionando así como yo lo había deseado. Hacia el fin del
curso o en la evaluación final, recibí muchas veces el testimonio
de que el curso había producido en ellos una profunda
clarificación. No era una clarificación en nivel nacional, como
estaban acostumbrados a hacer en la universidad. Era una
clarificación interior más honda. Podían vivir su religión más
conscientemente y veían más claramente muchos problemas.
Este asentamiento constituía la conclusión del curso. No era una
conclusión intelectual, medible con un test o con un examen.
Pero caminando junto a ellos puedo asegurar que era un
crecimiento real.
Fuera de eso, el resultado del curso era múltiple. Habían
percibido en concreto lo que era una actitud religiosa, la fe, la
vivencia de los sacramentos. No pocos cursos terminaron con una
misa celebrada en grupo, en la que muchos tuvieron una
vivencia nueva. Escuchándose mutuamente habían tenido
experiencias religiosas. Empezaron a tener una imagen más
humana y más real de la Iglesia. Muchos de ellos hablaban la
primera vez con un sacerdote. Vieron en la experiencia de los
grupos cómo la amistad está unida a la fe y la fe a la amistad.
Aprendieron a escucharse y a interesarse unos por otros y hasta
estudiantes de sicología dijeron que habían adquirido más
sensibilidad grupal que en

94
los cursos de dinámica de grupos. Otros afirmaban que el curso
los había acercado a Jesucristo.
Creo que el éxito se debe a la creación de un ambiente
nuevo, a un estilo de interrelación grupal que se caracteriza por
el escuchar de todo el grupo a uno que expresa algo suyo. Se
caracteriza por el respeto, concretizado en no interrumpir ni
discutir, no juzgar, sino escuchar, acompañar y compartir. Se
caracteriza por la integración muy especial en el grupo del
profesor o catequista, por el continuo recurso al reflejo para
hacerse cargo del mensaje de cada uno. De este modo, el ritmo
de la conversación grupal se vuelve más lento porque pasa de un
intercambio intelectual a la comunicación de vivencias que, por
su propia naturaleza, es más lento. Con una palabra, creo que el
éxito se debe a que, por medio de estos elementos, logré
trasladar la intercomunicación de un plano intelectual a un
plano real y plenamente vivencial. La reflexión y el aspecto
doctrinal no estuvieron ausentes. No fueron desvalorizados, sino
que se alimentaban ininterrumpidamente de la experiencia y
permanecieron en continua dependencia de ella. Se reflexionaba
sobre la vida y no sobre teorías u opiniones. De este modo, la
fuerza del testimonio empezó a actuar plenamente. Y creo que es
el modo de compartir la fe.
Una última palabra acerca de la fuerza del testimonio. Hay
ciertos problemas vitales donde mi testimonio no tenía peso,
pero el testimonio de ellos mismos hacía un impacto enorme.
Podía impresionarles cuanto yo hablaba del celibato sacerdotal,
que siempre planteaban; pero cuando se trataba de las relaciones
prematrimoniales, el ejemplo que daban entre ellos pesaba
mucho más. Mi testimonio valía en la medida en que expresaba
algo verdaderamente vivido.
No creo que este tipo de enseñanza sea exclusiva ni
completa. Es solo un intento de reflexión en una esfera muy
especial y con jóvenes entre los cuales varios han vivido lo
religioso en una forma conflictiva, que por su crecimiento
intelectual en el ambiente universitario, necesitaban repensó r su
fe. Antes de eso, ni siquiera tenían ganas de estudiar religión. Un
estudio posterior o más sistemático necesitaría
integrar el estudio expreso de las fuentes teológicas: la Biblia, los
documentos de la Iglesia y los escritos de los teólogos a lo largo

95
de los veinte siglos de historia eclesial. Pero me pregunto si
incluso las fuentes teológicas más remotas no tendrían que ser
asimiladas en constante contacto con la realidad existencial, o
sea, en un ambiente testimonial.

Meditación y clima testimonial

Para mostrar que el testimonio puede penetrar todo tipo de


apostolado, quiero proponer al lector otro ejemplo. Durante mis
años de sacerdocio, me tocó' dar retiros espirituales. Hay muchos
tipos de estos retiros, desde los encuentros en los que
principalmente se conversa sobre temas de formación humana y
espiritual, hasta los que apuntan a la meditación y a la oración.
En los encuentros, no era tan difícil introducir el testimonio
porque se necesitaba, como lo hemos visto, únicamente bajar la
conversación de un nivel intelectual a un nivel concreto y
enseñar a escuchar. Los testimonios brotaban solos.
En el retiro, en cambio, cuyo objetivo era meditar, parecía
que el testimonio no tenía lugar. El deseo de los participantes era
el silencio y la soledad para estar solos con el Señor. Este silencio
era, sin duda, esencial. Sin embargo, en estos mismos retiros, el
sacerdote daba charlas y, a veces, demasiadas. Generalmente
tenía un temario determinado y exponía diferentes
consideraciones para que medita ran sobre ellas, fiaba charlas
desde un púlpito y los partici- pantes lo escuchaban. Si era buen
orador, podía establecer l ierlo contacto, pero no tenía una
relación personal con cali, i participante. Todos podían pedirle
hora e ir a conversar con el, pero no todos ni siempre
aprovechaban esta ocasión. Con frecuencia, demoraban hasta
los últimos días hasta saber si el sacerdote inspiraba suficiente
confianza. A través de una larga experiencia, llegué a dar esos
mismos retiros de oración en una lonna compartida que quiero
contar.
96
mi imimii , ro que sipmnrn qur ios pnrnripnílTPS VIVOI)

allí mismo sin volver a casa para la noche. Tiene lugar en una
casa de retiro o en alguna residencia en el campo. El número de
participantes oscila entre quince y cuarenta, pero no me gustan
grupos muy numerosos.
La primera noche, los convocaba y les explicaba que venía
para ayudarles a hacer lo que querían hacer. Ellos eran los
protagonistas y los responsables de su propio retiro. Ellos sabían
lo que querían hacer. Si alguien quería descansar, podía hacerlo.
Si otro venía con la intención de leer o de conversar, yo iba a
crearle la posibilidad. Iba a ayudarles para realizar lo que ellos
deseaban lograr. Por eso mismo, decía, necesitaba saber por qué
habían venido y qué expectativas alimentaban. Para mí era
fundamental. (Conforme a lo que llevo explicado hasta ahora,
estaba interesado en recibir los mensajes que ellos tenían: quería
escuchar, para establecer el primer contacto realmente personal y
poder acoger personalmente a cada uno. Quería ponerme de
veras, a disposición de ellos). La casa era bastante grande —les
decía— para que si había diferentes deseos, se pudiera buscar la
solución que conformara a todos sin molestar a nadie. Les pedía
la respuesta, a veces por escrito, a veces escuchando ante el grupo
entero a cada uno y, a veces, de ambos modos para mayor
comunicación en el grupo y para mayor libertad al escribir.
Si las respuestas, en su mayoría, indicaban que deseaban
orar, buscar a Dios en el silencio, revisar su vida o prepararse
para un período nuevo de la vida, entendía que iba a ser
efectivamente un retiro de oración. Pero consideraba importante
que ellos formularan expresamente su determinación. Procuraba
que cada uno pudiera realizar lo que quería, deslindando
siempre el tiempo y el espacio para que no se interfirieran.
Tomaba muy en serio las respuestas. Tanto las respuestas
dadas en el grupo como las escritas, me daban el primer contacto
personal con cada uno. Aprendía los nombres y tenía motivo para
hablar con cada uno, para precisar sus

97
*»l Imdiuinbim el deseo dé esclarecer un problema.
I labia «pie ponerse de acuerdo sobre algunos elementos
inmunes: la distribución del día, la hora de la misa, la or- i uiil/m
lóu ile los cantos y la hora de la única charla que iliiba a (culos.
Atribuía mucha importancia a determinar tollo mu de común
acuerdo y, si no se lograba, decidirlo por culac Ion, para que cada
uno se sintiera responsable por la man lia del retiro.
I I primer día, proponía varios tipos de oración, recor-
cl,linio c 1 1 le cada uno hacía su retiro propio. Cada uno empeló. i
,i hacer oración con su método acostumbrado. Para I.. .mu no
iniciados en la oración, aportaba más sugeren- i i r i c inercias.
Luego, dejaba una mañana libre para que ya lin i,ni meditando.
I’oi la tarde, o cuando la situación lo dictaba, proponía Ioí
m.ii grupos para compartir sus experiencias. Les prome- i la (iiic
no iba a haber discusión, ni iban a perder el tiempo i II.II lando.
Tendrían una reunión por día con una hora y media de duración.
La participación era voluntaria y los gnipos se formaban
libremente. Solamente escribía sobre una cartelera o en un
pizarrón, según el número de los parla 1 pan les, dos, tres o
cuatro posibilidades de horario^ para • 1 1 o va pudiera asistir a
la reunión de cada grupo. En cada mía de las alternativas podían
inscribirse diez participantes.
I D la primera reunión, pedía que cada uno contara có mo
hacía oración. Cómo la había aprendido, qué evolución había
tenido y qué circunstancias habían cambiado su ma- iiera de
hacerla. Los que no querían hablar, podían asistir i II silencio
para mayor libertad y para evitar toda tensión. Cada uno
comunicaba algo de su vida de oración y se creaba el clima
testimonial.
lis comprensible que tuve que experimentar las mismas
dificultades que habían encontrado en los grupos de i el lesión:
el respeto por la experiencia del otro no era siem- t * i e sin
eclipses. Algunos empezaban a dar lecciones, corri- i' leudo lo
contado por un hermano, o interrumpían el balbuceo del otro
que se esforzaba por dar algo de sí mismo.

98
Muchos hacían preguntas sin relación con la experiencia narrada.
Eran pretextos para exponer sus propias opiniones.
Pacientemente, empecé a enseñar el respeto por la experiencia
del otro, su aceptación, hacía reflejos para que aumentara la
confianza, etc. Me permitía al final, sugerir algunas cosas
respecto al método de la meditación dirigiéndome a cada uno
personalmente.
Entrando más en el retiro, proponía nuevos métodos de
oración. Uno de ellos era la contemplación en la naturaleza
Ilustraba cómo se podía hacer con provecho y cuáles eran sus
ventajas. Después de intentarlo durante el día, daba material a
los grupos y contaban cómo les iba resultando. De este modo, las
reuniones grupales se alimentaban día por día del proceso que
cada uno recorría en su meditación. Iban compartiendo sus
descubrimientos. Fuera de los tiempos de la misa, de una breve
charla que daba a todos y de la reunión del grupo, todo el resto
quedaba a la libre disposición de los participantes y podían
hacer oración. Les quedaba suficiente tiempo para ir meditando
todo el día. Me comunicaba todos los días con todos. Vivía su
retiro con ellos. Les daba más orientación o indicaba más temas,
si les hacía falta, y aconsejaba que dejaran de asistir a mi charla a
los que no precisaban ni en eso. Siempre abundaban las
vivencias para compartir y con frecuencia surgían testimonios
muy lindos. Estos testimonios creaban intensa unión y daban
abundante devoción. He sustituido, por tanto, las conferencias
por el testimonio de cada uno. El resultado fue muy satisfactorio,
pero lograrlo tiene sus leyes. Ya las hemos visto repetidas veces:
eliminar todo tipo de discusión, de juicio, de afirmaciones
catedráticas, de interrupciones y consejos; enseñar el respeto, la
aceptación del otro, el interés por lo que el otro vive y el reflejo.
Numerosos grupos y asociaciones o comunidades piden a
los sacerdotes que les den una charla, una exhortación o una
plática. Creo que todas estas situaciones o gran parte de ellas,
podrían ser transformadas en compartir lo que los participantes
de estos grupos viven. No niego que alguien que venga de fuera
de una comunidad, pueda aportar una luz nueva o un testimonio
constructivo. Pero creo también

99
lint mlrnlrns los miembros de un grupo o de una comunidad no
liiiu aprendido a compartir lo que viven, por medio di la
miiiiilcslución de sus vivencias, no se han constituido i n IIIIII

inmunidad de fe. El testimonio proporciona siempre un notable


provecho personal y es formativo porque uno ii|iii'iidc a
compartir y se renueva con el ejemplo del otro.
Míre retiros espirituales con sacerdotes de una forma mu',
simplificada aún. Cada uno hacía su retiro espiritual
< oiuo le parecía, meditaba lo que le convenía y dedicaba l inio
tiempo a la oración cuanto le gustaba, pero sin tener nlnimuii
exposición. Pasamos todo el día en oración o en meditación. A la
noche, nos reuníamos por una hora y me- di• i v nula uno
contaba lo que había vivido durante el día \ lo que le había
pasado en la oración. Cuando se presenta b a alguna duda, la
conversábamos fraternalmente. De este modo, compartíamos el
proceso que recorría cada uno. De vi > en cuando, el interesado
pedía opiniones o una conver- <m Ion acerca de un problema o
situación; entonces, la llevábamos con gran caridad y respeto.
Este modo de hacer un u Uro, daba mucha libertad porque cada
uno podía andar 1 1 < a caminos diferentes, seguir su propio estilo
de oración \. .ni embargo, compartir todos el retiro de todos.
lauto en este tipo de retiros como en las experiencias que
conté de la universidad reinaba un ambiente de gran libertad.
Libertad de pensamiento, libertad de expresión y libertad de
acción. Pero no se permitía la desorganización ul el caos. Existía
la respetuosa disciplina de un método bien claro y aceptado de
antemano. Este método, pide un
< ul re na miento en cuanto al respeto y al interés por el otro,
llevados a la realización concreta en cada frase y en cada gesto. El
resultado es la sensación de confianza y de libertad que crea un
ambiente donde escuchar es apasionante y manifestarse, un
placer.

100
Sugerencias

Terminaré este capítulo con algunas sugerencias que


resumen y traducen en conclusiones prácticas lo que hemos
elaborado hasta ahora.
Aprenda a calibrar y a tener conciencia hasta qué punto
usted y sus interlocutores están, en determinado momento, en
una situación política sin poder manifestarse más allá de los
intereses que imponen sus roles y cuándo gozan de relaciones
gratuitas con más posibilidad de dar algo de sí mismos.
Sepa hasta qué punto, en situaciones de suyo gratuitas, se
reserva demasiado, disminuyendo innecesariamente su
comunicación con sus amigos.
Observe si al expresar algo que usted ha vivido, lo formula
con frases de valor universal o si se atreve a dejarlo en forma
testimonial. Dicho de otra manera: observe si relata las
conclusiones teóricas que ha sacado de una experiencia o si
cuenta el acontecimiento mismo y las sensaciones que ha tenido
al vivirlo. La diferencia es enorme porque los que lo escuchan,
solamente en el segundo caso comparten su experiencia. En el
primero se sentirán invitados a una discusión.
Atienda al grado de confianza que siente ante sus
interlocutores. Nunca exprese más de lo que siente que puede
confiarles con naturalidad. Pero si no siente suficiente confianza,
deje de manifestarse y dediqúese a transformar el ambiente
porque en este caso, nadie puede dar nada de sí mismo. Empiece
a escuchar en serio, pedir que los demás escuchen con usted
hasta que se cambie el tono de la conversación.
Adquiera el hábito de decir algo positivo de sí mismo, si
siempre se disminuye, y de reconocer alguna leve imperfección,
si siempre se alaba. La vida no es exclusivamente de color rosa ni
pura calamidad.
Acostúmbrese a manifestar algo religioso que usted vive.
Experimente modos de introducir en su catcquesis, en
Mit reuniones y en cualquier ambiente de apostolado en el ■ |iii
se desempeñe, el clima testimonial con todo lo que exi- IH de
preparación, capacitando a los presentes para escu- i IMI v para
aceptar lo que comunica. Intente manifestar al- i<ii tvlii’ioso que
usted ha vivido. Aprenda a hablar de Jesús.

101
102
Capítulo 5

Algunas conversaciones

Nos encontramos día a día conversando con personas. No


hablo únicamente de las que piden hora con varios días de
anticipación para una entrevista más larga, ni sólo de las charlas
surgidas durante una clase de religión. A veces, la conversación
empieza en la esquina o en el colectivo. Otras veces, uno se
entretiene en una fiesta o comiendo un asado con sus amigos. En
otra oportunidad, alguien cuenta un acontecimiento insignificante
tanteando la posibilidad de abordar algo más profundo, si acaso
encuentra un acogimiento que le inspire confianza. La actitud que
uno adopta al escuchar determina el curso de la charla. Si el otro
intuye mi interés personal y se siente plenamente aceptado, volverá
a hablar, aunque en el momento tenga que bajar del colectivo. ¡Es
tan cristiano captar que un amigo intenta decir algo que con otras
personas no se atreve a comentar!
En los capítulos precedentes hemos visto cómo recibir
testimonios y cómo darlos. Aquí veremos cómo ambos se
armonizan. Coinciden en mantenerse alejados de las afirmaciones
racionales y universales. Pero entre ellos se complementan como el
dar y el recibir. Los temas que tocaremos representan situaciones
importantes, pero solamente son elegidos al azar para ilustrar el
modo de proceder. Lo que importa es adquirir un modo de pensar
áltero-céntrico: tener gran respeto ante el misterio personal del
interlocutor, asumir plenamente su realidad, dejar que se
manifieste y entrar en comunicación con él, dando algo de uno
mismo. Quiero ilustrar esta actitud contemplativa de comprender al
otro
• Irsele adentro, desde su propia experiencia y comunicar con
• I por medio de un vivo testimonio de fe.

103
Con los exageradamente fervorosos
Hay cristianos que sienten una excesiva exigencia reli- >•
losa, una responsabilidad exagerada o una pesada obliga- • ion
religiosa. Son muy fervorosos; se dedican, a menudo, al
apostolado, son muy serviciales y de enorme buena voluntad.
Desean ser muy fieles a Dios, responder a sus exigencias; pero
lo hacen con cierta ansiedad y siempre terminan sintiendo una
insatisfacción. Poseen una idea severa de la voluntad de Dios y
se quejan de falta de voluntad respecto a sí mismos. Piensan
que su voluntad se ha debilitado por culpas anteriores y por
adquirir malos hábitos. Se proponen metas irrealizables y,
luego, cuando no pueden cumplirlas, se sienten culpables.
Entonces, quieren fortificar §u voluntad y se empeñan en
realizar más y más esfuerzos. Lo halen con una supuesta
motivación religiosa y solo piensan en que Dios les pide todo
eso. Su esfuerzo central es responder a las exigencias que Dios
les pone: ser fieles a Dios. Unieren cumplir reglas,
mandamientos, leyes, consejos u obligaciones de apostolado, y
cuando no lo pueden, recaen en la desvalorización de sí mismos.
Supongamos que uno se encuentra con una persona que I
¡ene esta actitud religiosa de fervor incondicional, de
colaboración apostólica y gran dedicación, pero en cuya actitud
se siente tensión, ansiedad y culpabilidad. En el apostolado, por
supuesto, hace mucho, pero al mismo tiempo transmite esta
angustia de ser fiel, esta desesperación de querer responder a
Dios. Y entonces, uno se pregunta de qué manera podría
ayudarle.
Esta persona estará muy agradecida si uno la escucha. I’or
eso, el primer paso es escucharla y reflejarle, justamente, estas
expresiones de su fervor. Luego, de a poco, hacerle reflejos de
sentimiento. De este modo aflorará, progresivamente, el otro
lado de su vivencia: en vez de la fidelidad,
aparecerá la sensación de aplastamiento. En lugar de hablar de la
voluntad de Dios, tomará conciencia de que se angus tia por sí
misma. En vez de las exigencias del Evangelio, sentirá culpabilidad.
Como contrapartida de su esfuerzo, de buena voluntad, surgirá su
sentimiento de continua frustración e impotencia. Eso ya es un
buen aporte porque la hará sentirse más en la realidad.
Cuando, después de una larga conversación, haya tomado

104
conciencia de sus sentimientos, puede hacérsele un reflejo general.
Mostrarle que, durante la conversación, empezó con la explicitación
de un deseo de fidelidad, por ejemplo, y terminó por darse cuenta
de su culpabilidad.
En estos casos suele haber un desplazamiento de la relación
que tienen con sus padres hacia su relación con Dios. Puede haber
padres demasiado exigentes con sus hijos, a quienes reten
continuamente. Por lo tanto, los culpabilizan. Los hijos quieren
ganar, en este caso, el cariño, la aceptación y la aprobación de sus
padres; se dedican a reparar sus culpas y, por eso, no ahorran
esfuerzos para cumplir sus exigencias, o para contentarlos con
servicios continuos. Realizan esfuerzos excesivos, sin lograr los
resultados esperados y, entonces, se quejan por su falta de
voluntad. Se cargan incondicionalmente con propias exigencias y se
llenan de culpa. Sin darse cuenta, viven a sus padres como
opresores.
Esta situación se traslada a lo religioso. Piensan que Dios es
incondicionalmente bueno. Exige para nuestro bien. Pero esas
exigencias —el Evangelio, los mandamientos, la perfección, etc.—
son inalcanzables para ellos. Viven torturados por el temor de la
desaprobación, del rechazo de Dios, del castigo y, principalmente,
del infierno. Realizan esfuerzos cada vez más grandes para expiar
la culpa y obtener el perdón.
El hecho es que la imagen que tienen de Dios está deformada
por influjo de las imágenes parentales. No quiero pronunciarme
acerca del comportamiento objetivo de los padres. Basta con que la
persona haya vivido las exigencias del hogar de un modo exagerado
y sufrido sus consecuencias. No pretendo afirmar tampoco que no
se tenga que ser exigente con los hijos. Aquí se trata de cierta
desviación.
I a imagen que esta persona se forma de Dios es, aparentemente,
muy buena. Según esta imagen, Dios quiere el bien, por eso exige
tanto de nosotros. Es un Dios excelente. Pero debajo de esta
bondad, se esconden sus defectos. No la deja vivir, la culpabiliza, la
sobreexige, la aplasta, la hace desvalorizarse, la amenaza con
castigos e infiernos. No se lo vive como bueno pero por el momento
no tiene la posibilidad de hacerle esta crítica: le parecería una
blasfemia. Se lo reprocharía como un pecado contra el primer
mandamiento, el cual prescribe amar a Dios con todo nuestro
corazón. En el fondo viven a Dios como malo.

105
¿De qué otra manera se podría ayudarle? Supongamos que ya
se hizo un largo proceso de reflejo, en el cual la culpabilidad, la
exigencia vivida exageradamente, han aflorado. Se puede hacer un
acercamiento más, pero con mucho cuidado. No hay que hacer
demasiado fácilmente una interpre- l ación sicológica que relacione,
de manera directa, la situación religiosa con lo sucedido en el
hogar. Podría ser vivida como una agresión. En situaciones
apostólicas, la caridad y el ambiente cordial son de un valor muy
superior a todo lo demás, porque Dios nuestro Señor se revela en la
caridad. En una atmósfera de asperezas, se queda ausente.
Pero si la relación es buena y la confiánza es suficiente, es
posible intentar algo. Se le puede preguntar si su padre o su madre
no eran demasiado exigentes. Pedirle que narre hechos. Si hay
conciencia de esto, también, señalar lo parecido: padres exigentes,
Dios exigente; padres culpabilizan- les, Dios culpabilizante.
Preguntar si no ve una conexión en- Irc lo que le pasó con sus
padres y lo que vive respecto a Dios. No importa si la respuesta es
negativa. Hay que reflejarla, nada más: “No ves ninguna relación”.
La semilla está sembrada. Hay que darle tiempo. Tiene que
descubrirlo él mismo. No hay que enfrentarlo con un juicio hecho.
Además, aunque uno sospeche algo, siempre queda el misterio de
la persona ante el cual se debe tener respeto.
Cuando el clima de confianza lo permita, puede ser
conveniente preguntar si cree que Dios lo quiere. En el caso de una
respuesta afirmativa, es lógico preguntar si un Dios tan exigente,
que hace a uno sentirse culpable, ama de veras. Esta pregunta es
como una elucidación. Porque hay cierta contradicción en decir que
Dios lo quiere a uno y, sin embargo, sentirse ante El angustiado por
la culpa, después de haber hecho por El tantos esfuerzos de buena
voluntad. La elucidación consiste en poner de relieve esta
incongruencia. Si, en cambio, se da cuenta de que no cree que Dios
lo quiera personalmente, ya alcanzó a entrever algo esencial.
Hay que llegar hasta este punto sin pronunciar ni una sola
afirmación objetiva acerca del Evangelio, ni formar un solo juicio
acerca de la situación de la persona. Unicamente ahora conviene dar
un testimonio. Ahora es lícito dar lugar a la Palabra salvadora de
Dios porque hay conciencia de la miseria y hay conciencia de cierta
deformación de la imagen de Dios. El mensaje del Evangelio es que
Dios es amor. Dios nos quiere en serio y no sólo fingiendo amor

106
para imponernos exigencias exageradas. Pero no conviene decirlo
de una manera universal porque sería un juicio. Conviene dar un
testimonio porque eso le deja más libertad y es más personal. El
testimonio consiste, en primer término, en manifestar que uno cree
en la bondad de Dios. Sería algo así:
• Creo que Dios es bueno. No me pesan sus exigencias. Me
quiere y me deja vivir. Me acepta como soy. Aunque fuera
peor, me aceptaría. Siento que no podría aplastarme. Lo que
El desea es que yo sea feliz, que tome mi vida en mis manos
y acepta lo que yo haga de mi vida. Si quiero ser mejor
porque me gusta, se alegra, pero dispone de tiempo y no me
apura.
Si uno ha tenido experiencias negativas, es bueno que dé
testimonio de ellas. Puede decir, a lo mejor, que también ha sentido
a Dios algo exigente y, más tarde, descubrió que las exigencias
venían de sí mismo, por influjo de situaciones anteriores en su
vida. Y que pudo o no pudo superar la situación. Pero que ya no
atribuye a Dios lo que antes había proyectado en El y, ahora, ya
sabe que radica en sus

107
propios sentimientos. O puede decir que, a pesar de sus
sentimientos de culpa, cree que el Señorío quiere personalmente,
aunque todavía no lo siente, pero lo cree porque eso es el mensaje
del Evangelio.
Luego se podría explicitar el testimonio respecto al otro:

• Yo creo que Dios te quiere, te acepta, te estima. Te acepta así


como sos. No tiene mucho apuro para que te portés mejor o
que hagas más y más cosas. Le gusta que estés feliz. Si desea
algo, es que seas feliz. Estoy convencido de que te quiere
gratuitamente aunque tengas poca voluntad, aunque no
llegués a responder a ciertas exigencias. Te quiere porque
tiene esta debilidad de quererte y nada más.

Se le puede recordar que Jesús perdonó gratuitamente al buen


ladrón y que quiso compartir con él la vida eterna desde ese mismo
día. Se le puede recordar el cariño de Jesús con la pecadora, en la
casa de Simón, cuando manifestó claramente que basta amar porque
el amor borra los pecados. Recordarle cómo perdonó a Pedro y cómo
dio continuo testimonio de que el Padre no guarda rencor ni exige
venganza, sino que perdona y nos quiere con un amor inmenso,
mayor que el afecto del padre en la parábola del hijo pródigo.
Creo que este testimonio es el anuncio de la buena noticia del
Evangelio. Eso es anunciar la Palabra salvadora de Dios en una
conversación. En confesiones suelo transmitirlo más
incondicionajmente de parte de Jesucristo y en su nombre, diciendo
que lo quiere y está contento con él, si así lo siento. Nunca se debe
eregir esta actitud en rutina. Es algo sagrado y el mensaje del
Evangelio ha de pasar por el corazón del que lo pronuncia.
Imaginemos ahora este mismo encuentro de otra manera.
Alguien, sin escuchar a esta persona de antemano, le dice- que Dios
es bueno y Dios “quiere a todos los hombres”.
* Como ella misma hace apostolado, ya lo sabe y lo había, tal vez,
dicho muchas veces a otros. No va a representar para ella un
mensaje vivo del amor de Dios. Falta el contacto humano previo.
Falta que su situación humana sea expresada y compartida.
Escuchándola, en cambio, se llevó a advertir que no cree que
Dios es bueno con ella. Por lo tanto, no cree en el amor de Dios.

108
Está persuadida de la doctrina de que “Dios es amor”, de que
"Dios quiere a todos los hombres” pero teniendo tanta
culpabilidad, sintiendo tanta exigencia de parte de él y
desvalorizándose de tal manera, muestra que no cree que Dios
la quiera personalmente. Para anunciarle el Evangelio, para
compartir con ella la fe, se debe llegar primero a ésta, su
realidad. Es preciso brindarle la oportunidad de revelarse con
alguna profundidad para que eso aparezca. Entonces, el anuncio
de la buena noticia del amor de Dios en Jesucristo significará
para ella un nuevo panorama, sin contar lo que se gana por la
comunicación humana que se estableció. Eso es compartir la fe.

Con los agresivos 7


embargo, encontrar una entrevista fielmente reproducida, entre un
sicólogo y su paciente l . La paciente empieza, directamente, con una
agresión contra la sicología. Ataca tanto al sicólogo en persona, como
a toda su profesión. El sicólogo se mantiene imperturbable. Es cierto
que la relación entre ellos es muy especial y que en la vida diaria
nunca se reproduce idénticamente. Pese a esta circunstancia,
podemos observar cómo el terapeuta da vuelta la tortilla con su
actitud pacientemente receptiva.

7 Acontece a menudo que en grupo de amigos, en una


comida, en una conferencia o en cualquier otra conversación,
alguien se enoja y suelta algunas afirmaciones agresivas o que
empieza a discutir de una manera crítica o provocativa. La
reacción espontánea de uno es bajar al campo de batalla y
defenderse y contraatacar. Con eso, nos ubicamos al mismo
nivel y sucumbimos al clima de oposiciones En tal ambiente no
puede surgir nada religioso. ¿Cómo escapar, pues, a esta
situación? De todos modos, me parece que, aun en el caso de que
el ataque sea injusto, muy pocas veces es conveniente salir a la
defensa, si el agresor está apasionado, porque no está en
condiciones de razonar.
Me hubiera gustado muchas veces grabar conversaciones.
Sin embargo, nunca trabajé científicamente, ni quise hacerlo
porque es incompatible con una relación personal. Por eso, no
dispongo de conversaciones grabadas. Pude, sin

109
Paciente 1:
Sé que usted no va a estar de acuerdo conmigo en este punto.
Sé muy bien que sicólogos y siquiatras no aprueban este tipo
de opiniones. Todo lo que se publica en sicología predica que
hay que dejar hacer todo, predica un relativismo moral. Sé muy
bien que mis ideas no están de moda. Pero, en eso, la moda no
me interesa.
Terapeuta 1:
Usted tiene la sensación de que todo lo que se publica en la
sicología, tiende, de alguna manera, a socavar la moral.
P. 2: ¿La impresión? ¿Le parece que se trata de una sim
ple impresión, de una mera opinión?
T. 2: Hhm. Eso no es una impresión: se trata de un he
cho.
P. 3: Por supuesto.
T. 3: Hhm.
P. 4: Tome no importa qué libro. Vaya a la librería X
(librería universitaria). Muéstreme un solo libro que no
sea más o menos subversivo desde el punto de vista moral.
/'. 4: Todo lo que usted ha leído es más o menos sub
versivo. 8

8 C. Rogers y Marian Kinget, ib., II, pp. 83-87.

110
P. 5:

T. 5: ¿Hay una razón para pensar que todo lo que se vende


P. 6: en la librería X, no sea representativo en su campo?
Usted, no ve ninguna razón.
Si los de la librería universitaria no son representa
T. 6: tivos, me pregunto dónde se venden los libros
representativos.
P. 7: Si estos libros no son una muestra verdadera, ¿Dónde
hay que buscarla?
T. 7:
Y, sí.
Sobre este asunto, usted se ha documentado
P . 8: suficientemente para no tener ninguna duda.
Bueno, escúcheme, no soy especialista en este ramo.
Pero lo que me llama la atención, es que cada vez que
... un libro de sicoanálisis cae entre mis manos está lleno
T. 8: de referencias, de indirectas y de ataques disimulados
contra la moral tradicional.
P. 9: Cualquier libro que usted tome, siempre se encuentra
con la misma tendencia subversiva.
T. 9:
Decididamente.
P. 10: Hhm.
Evidentemente, comprendo que usted, no lo vea de la
misma manera. Por ser sicólogo podría no ver ataques
donde yo los vea. El hecho de ser especialista en el
mismo campo, puede influir en su punto de vista.
Tenemos que reconocer que, de una manera o de otra,
todos somos prisioneros de nuestra especialidad.
Entiéndame bien, no quiero decir que usted mismo —
sus teorías o sus escritos— sean subversivos.
Usted no me pone entre los autores subversivos, pero
piensa que no puedo escapar a los efectos de mi
especialidad. Los que se encuentran dentro de un
círculo son menos aptos para ver las cosas de adentro.
T. 1 0 :

111
p. 11:19:
Sí, eso es. . . después de todo, usted no puede sustraerse
T. 11: a los efectos de su profesión.
Dicho de otro modo, el que no está especializado puede
juzgar las cosas con más objetividad.
P. 12:
Desde cierto punto de vista, sí. No desde todo punto de
vista. Desde el punto de vista técnico no tengo ninguna
T. 12: competencia. Lo adelanto.
Pero desde otro punto de vista, usted está mejor
ubicada.
P. 13: Sí, pienso que sí.
T. 13: Hhm.
P. 14: Me doy cuenta de que, al decir esto, doy una imagen
terriblemente pretenciosa. Sin embargo, pienso que es
un hecho.
T. 14: No le gusta parecer pretenciosa pero le parece que se
trata, innegablemente, de hechos.
Innegablemente, por supuesto, así como lo expresé,
P. 15:
muchos no estarán de acuerdo. Eso es inevitable. Que
diferentes personas puedan ver el asunto de diferente
T. 15: manera.
Ciertas personas no encontrarán nada malo en estos
P. 16: libros. Más aún, encontrarán la justificación a su mala
conducta.
Los que son... es decir, la gente mala lo encontrará muy
T. 16: natural. (Pausa).
No digo que todos los que ven estos libros de otra
P. 17: manera que yo, sean gente mala.
Eso no es justamente el nombre que usted les daría.
T. 17: No sé qué calificación les daría. Los que los leen v
P. 18: aquellos a quienes les gustan estos libros no son todos
corrompidos. Ni, necesariamente, los que los escriben.
Hhm.

T. 18:
Una cantidad muy grande de gente es ingenua,
supongo. No se da cuenta de las implicaciones de lo que
dicen o creen. Muchísima gente es ignorante y
superficial. No es que sea mala. Pero se deja conducir de
la nariz. A eso se debe el desastre moral que vivimos.
Cuando usted observa la situación mundial del
T. 19: presente, comprueba que la tierra está poblada de
crédulos, ignorantes, superficiales... y algunos podrán
ser peores.
No creo que eso ocurra únicamente en el momento
P. 20: presente. Según que yo sepa siempre ha sido así.
Hhm. Los buenos y los justos han sido siempre minoría.
T. 20: Una pequeña minoría.
Hhm.
P. 21: Sería pretencioso contarse uno a sí mismo entre esta
T. 21: minoría.
P. 22: Usted no quiere parecer pretenciosa, si entiendo bien...
sin embargo, no puede no contarse a sí misma entre esta
T. 22: minoría.
Muy bien, doctor. Muy bien. Me doy cuenta de que caí
en un dilema.
P. 23: Un dilema.
Si digo que sí, soy pretenciosa. Si digo que no, me
T. 23: contradigo a mí misma.
P. 24: Le parece difícil elegir entre los dos males.
Oh, supongo que. . . podría salir del paso.
T. 24: Hhm.
P. 25: No sé si es una solución. Temo que sea una conclusión.
Una conclusión, probablemente, correcta. Soy,
T. 25: posiblemente pretenciosa. Sin quererlo, por supues to.
P. 26: Sin darme cuenta, sin darme, plenamente cuenta. Es una
conclusión dura... pero.

T. 26:
114

113
19:
/' .’7: Oh, usted lo sabe.
/ 77: Le parece que no es posible evitarla.
I‘ 2S: No tengo la mínima intención de evitarla. Quiero mi
rar mis errores de frente. Estoy dispuesta a
reconocerlos. A lo que resisto, es a reconocer cosas que
no son errores míos. Los que son errores de otros. . .
(Pausa). Sí, eso es, ese es quizá mi error. . . Eso es lo que
me enfrenta a mi jefe... y a mis compañeras . . . Parezco
orgullosa... Lo soy.
/ 2H: Le parece que eso es un descubrimiento clave res
pecto a usted misma. Algo de lo que usted no era
plenamente consciente.
/’ 29: Sí... es decir... es un problema clave. No es tanto
un descubrimiento. De alguna manera...
inconscientemente . .. bueno, no del todo
inconscientemente.. . me daba cuenta... de que tenía la
necesidad de afirmarme, de dominar, de parecer mejor-
que los otros. La primera de la clase. Siempre tuve esta
necesidad. Ya cuando estaba en el colegio —donde todo
era disciplina y memoria—... no todo de disciplina sino
una cierta disciplina y adhesión a las prescripciones. ¡Y
ahora! ¡Ah! Estoy lejos de ser la primera. La primera de
los fracasados. No estaría aquí si fuera de otro modo. Y
es eso, probablemente, que me hace tan criticona, casi
arisca, a veces. ¡Y con ocasión de todo!
Así, por ejemplo, el otro día, una señora visitaba
las -casas en nuestro barrio con una petición por la
instalación de una pileta de natación en el colegio. Y
me puse a discutir con esta mujer a quien nunca había
visto y posiblemente no la veré nunca más. ¡Y es a
propósito de una pileta de natación! ¿Usted se da
cuenta? Y fíjese que no era por el dinero porque solo
los propietarios tendrán que pagar. Y aunque obliguen
a pagar a todos, es muy probable que nosotros ya no
estemos en el barrio cuando la instalen.

115
T. 29: Usted se da cuenta de que hay cierta relación entre
su actitud crítica, su necesidad de ser la primera, su
necesidad de afirmarse y por otra parte, sus
dificultades en su trabajo.
P. 30: Sí, eso es claro. Eso ha llegado a ser un hábito, una
obsesión. Antes de darme cuenta, ya me encuentro a
mí misma lanzada a algún ataque directo o indirecto.
Por otra parte, ¿qué hice durante toda esta entrevista?
Perdón, veo que ya es hora. ¿En vez de discutir mis
problemas, mi personalidad, qué hice? Me lanzo a un
ataque inútil contra la sicología. Y no sólo contra los
sicólogos, o un sicólogo determinado, sino contra toda
la sicología misma. Y eso, ante un representante de la
profesión. A propósito, usted ha sido muy atento. (Se
levanta). Porque. . . lo que es curioso es que yo me
daba cuenta durante toda la entrevista de que estaba
en una actitud incorrecta. Pero no podía parar. Eso
llegó a ser una obsesión. Se hizo automático (saliendo
por la puerta). Pero sabe, en lo que se refiere a la
sicología es, a pesar de todo, mi opinión. Bueno, eso no
tiene importancia. Hasta el jueves.

En esta entrevista, pese al ataque de la paciente, hay un


intercambio continuo. El sicólogo nunca reacciona en función del
ataque, sino que refleja el mensaje recibido.
La paciente inicia la conversación con una afirmación
universal juzgando inmoral a la sicología (P. 1). El terapeuta (T.
1) refleja lo dicho como una “sensación” de ella. Es decir, que
ella siente como algo evidente que todas las publicaciones
sicológicas son inmorales. Ella percibe la diferencia (P. 2) pero
no quiere pasar al marco de referencia interna y con una
pregunta indica que habla del hecho objetivo. Es su mensaje en
este momento. El terapeuta, por lo tanto, lo refleja y no insiste
(T. 2). El “Hum” (T. 3) significa que lo entiende y que lo acepta
como su mensaje y cinc no entra en discusión ni quiere
manifestar su opinión en este momento. Es un asentimiento.
Notemos que la se
lló
OíM ii lm planteado una pregunta (P. 2). Ante una pregunta leí
gante se apura a contestar. En la vida diaria insistimos t n la
manifestación de nuestros pensamientos. Aquí, el te- inpeutii
tiene otra actitud. Su interés se centra sobre la pa- i (ente. Ni la
sicología ni su propia persona ni la pregunta ni l,i verdad
objetiva lo distraen de ella. Es capaz de mante- in i su atención
5
en lo que ella quiere expresar. Eso se repite tn (P. ):
-¿Hay una razón para pensar que todo lo que se venda en
la librería X no sea representativo en su campo?
Usted no ve ninguna razón —dice el terapeuta—. El
sentido de la pregunta, de hecho, es una afirmación positiva de
que no hay razón para ello. El terapeuta la capta, la i el leja, sólo
añade que es ella la que no ve ninguna razón,
0 sea, vuelve a remitirla a su marco de referencia interna.
En (P. 8), ella vuelve a notar que el terapeuta reserva su
opinión acerca del hecho objetivo. Ella a su vez, se resiste a
apartarse de los hechos objetivos y a admitir su crítica tomo su
punto de vista. El terapeuta sigue reflejando el mensaje (T. 8).
En (P. 10), ella empieza a notar cierta oposición entre dos
factores que ella misma sostiene. Reafirma su oposición anterior
y se excusa diciendo que no quiere tildar de subver sivos los
escritos de su terapeuta. El retoma esta disarmo- nía entre dos
afirmaciones de ella (T. 10):
—Usted no me pone entre los autores subversivos, peto
piensa que no puedo escapar a los efectos de mi especialidad.
Ella vuelve a afirmar su juicio sobre los especialistas (P.
II). Entonces, él le muestra el reverso de esta afirma-
1 ion. Si el especialista está en peores condiciones, signifi- i ¡i
que el lego está en mejores condiciones. Es la primera
elucidación. Pertenece a la tercera categoría de los reflejos,
después de la reiteración y el reflejo del sentimiento. En (T. 12)
llega a reflejar más claramente que ella se declara más
competente:
Pero desde otro punto de vista, usted está mejor ubi-
nula.
Ella consiente (P. 13) e inmediatamente después toma
conciencia de estar dando una imagen de superioridad (P. 14):
—Me doy cuenta de que, al decir esto, doy una imagen
terriblemente pretenciosa. . .

117
El terapeuta refleja que ella mantiene los dos polos de la
oposición (T. 14). Ella advierte que ha lanzado una acusación y
tiene que limitarla. Atribuye el mal a la ingenuidad e ignorancia de
la gente (P. 15-21). Con eso se comparó con la gente y, sin querer,
recalcó su superioridad, por lo menos con respecto a esta “gente”.
Esta vez, es ya superior a la mayor parte de la humanidad. El
terapeuta refleja la nueva situación (T. 22).
—Usted no quiere parecer pretenciosa, si entiendo bien, sin
embargo, no puede no contarse a sí misma entre esta minoría.
En esta frase, la afirmación del terapeuta es condicional: "Si
entiendo bien”. Es que en este momento la enfrenta con su
afirmación de ser pretenciosa. Como eso significa una disminución
del yo de ella, puede ocurrir que no sea capaz de reconocerla y
buscará otro subterfugio. Con esta condición le da la libertad de
reconocerla o no. Por otra parte, indica que la afirmación quiere ser
sólo un reflejo. Ha venido bien porque ella en (P. 23) cae en la
cuenta, definitivamente, de su contradicción.
Desde (P. 25) cambia completamente su actitud y, desde (P.
28), empieza a aportar elementos para elaborar su orgullo
reconocido. Cuando ella comienza a trabajar en lo que tenía que
trabajar, el terapeuta interviene menos y ella va relatando
acontecimientos y descubriendo conexiones entre ellos. En (T. 20),
el terapeuta hace todavía una elucidación indicando la correlación
de los elementos que ella aportó espontáneamente.
Notemos que al despedirse reafirma su opinión sobre los
sicólogos. No pudo consigo misma. El terapeuta no pudo no darse
cuenta, sin embargo, no lo comenta. Sería ino- portuno. Ella se dará
cuenta sola, quizá durante la noche.
(Mui rosa interesante de notar: el terapeuta se habrá senti do a
lacado por opiniones que él no sostiene, pero no ha caí do en la
trampa de clarificarlas. La señora dice en (P. 30): ' IJsled ha sido
muy atento”. Eso prueba que no se sintió contraatacada. Por lo
contrario, se reconoce bien acogida. I I terapeuta desarmó su
agresividad.
Eso era una sesión de sicoterapia. Hay una diferencia entre
ella y nuestras conversaciones en un ámbito religioso. I sie
terapeuta, por principio, no saldría nunca del reflejo. Uniere
curar y está convencido de que su paciente es capaz ile
solucionar sus propios problemas si puede expresarse

118
adecuadamente y, de esta manera, tomar conciencia de su mal.
Nosotros, en cambio, no tenemos inconvenientes en salir del
marco de referencia interna y tratar, desde un punto de vista
objetivo, cualquier tema. Pero con una condi- i Ion, y ella es el
indicador cuando salimos de una actitud de puro acogimiento a
un diálogo bilateral. Cada vez que nuestro interlocutor no está
del todo sereno, nos conviene volver a acogerlo y reflejarle sus
mensajes. No importa si está enojado, si está afligido, perplejo,
quejoso, desborda do de euforia o rencoroso, si está furioso o
deprimido, apasionado o dolorido. Si está dominado por alguna
emoción, nos conviene acogerlo y acompañarlo hasta que la
haya ex presado y se haya calmado. Cuando está sosegado y
plácido, entonces, podemos abandonar nuestra actitud y pasar .i
los hechos exteriores, al diálogo bilateral, al testimonio o
cualquier otra forma de la comunicación humana. Antes, no vale
la pena intentarlo.
2. Los que,por su función de sacerdote, de religiosa, de
catequista, o los que por su actitud abiertamente católica, viven
comprometidos con la Iglesia, a menudo se encuentran con
personas que los agreden verbalmente identificándolos con la
Iglesia. A veces, es una agresión ateísta contra Dios y contra la
religión en general. Otras veces se habla globalmente contra la
Iglesia. Una vez es porque la Iglesia impone la confesión que,
en este caso, se estima injustificada y repugnante. Otra vez es
un divorciado que critica a la Iglesia “por sus leyes imposibles”
y no entiende
por que no permite casarse por segunda vez. En la universidad
encontré muchas personas que tenían alergia a todo lo católico
porque en un colegio secundario habían sufrido injusticias o se
habían tenido que someter a disciplinas arcaicas. Me encuentro,
continuamente, con gente que ha recibido muchísimo en las
mismas instituciones, pero ahora hablamos de los otros. Muy
frecuentes son los conflictos con la institución de la Iglesia por el
mal trato recibido de uno u otro de sus representantes. Unos,
recriminan que hubo demasiados cambios en la Iglesia y otros, que
no fueron suficientes. Existen miles de reproches y críticas de muy
variado origen.
La primera reacción que surge espontáneamente es encuadrar
la crítica en su justo lugar: “Bueno, no todos los curas son así”. O:

119
"Eso pudo pasar, es lamentable, pero hay que considerar todo el
bien que realizan otros”. Es una equivocación lamentable contestar
de esta manera porque es una defensa. Se ubica en el campo de
batalla y es como si quisiera cubrir la retirada, aunque el tono sea
todavía más pacífico.
Una reacción mucho más sana es tomar un poco más de
distancia y preguntarse dónde se ubica el problema del
interlocutor. Normalmente, el primer ataque está algo desplazado.
Hay que intuir qué hay detrás de él. Supongamos que alguien ha
sido realmente tratado mal por un sacerdote. Hablará contra “los
curas” o contra "la Iglesia”. Los reproches van a ser bastante
universales. Se impone la necesidad de que se exprese más, baje a
los pormenores y cuente la anécdota. Es preciso escucharlo y
reflejar lo que dice para que, en vez de ponerse furioso contra la
Iglesia, pueda sentirse comprendido y hable con confianza. Se
repite la misma ley que hemos visto: mientras está sumido en
pasiones, necesita acompañamiento. Eso pide paciencia y tiempo.
Exige mucho tiempo.
Cuando se haya explayado en lo que realmente lo molesta, se
puede dar un testimonio de que uno ha encontrado igualmente,
fallas en la Iglesia. En grupos, o si alguien cuenta debilidades
reales de la institución eclesiástica, suelo contar algo de los
conflictos que yo mismo tuve que afrontar y de las críticas que yo
mismo hago a diferentes sectores de la Iglesia o a algunos de sus
representantes, con la discreción que en estos casos se impone.
Hasta ahora nunca me faltó material. Explicito que lucho contra
estos defectos. Admito que la Iglesia, los curas, las instituciones, las
leyes, las costumbres tienen sus lados flacos. Y, en una u otra
oportunidad, sufro a causa de ellos. Eso nos lleva a tina situación
más humana. La Iglesia deja de ser una entidad intocable, y yo
mismo un ser perfecto. Bajo del pedestal, pero puedo, asimismo,
relacionarme de una manera más iiumana con ellos. Empiezo a ser
un pobre hermano que, a lo mejor, cometió errores, que lucha con
dificultades y puede ser que en algún momento necesite Una mano,
si la situación lo aprieta demasiado. Al mismo tiempo, el
interlocutor va comprendiendo a la Iglesia y va relacionándose con
ella a través de uno.
Después de esto, puede venir un testimonio donde aparezca
que, pese a sufrir por las debilidades en la Iglesia, creo que
Jesucristo vive en ella. Creo que ella es la Iglesia de Jesucristo y

120
creo en su jerarquía. Rezo por ella. La acepto junto con sus
defectos. Lucho para que se renueve, pero acepto que no sea
perfecta. Doy testimonio de que he conocido a sacerdotes
extraordinarios, que presencié ejemplos muy lindos y que estos
ejemplos me alientan mucho.
Se puede notar que hasta el momento no hubo necesidad de
ninguna afirmación universal o doctrinal, que por su naturaleza se
prestan a iniciar un combate. En vez de eso, hubo comprensión
mutua y un contacto humano: buena base para abordar la
interpretación de los acontecimientos y de las doctrinas. En este
momento —no antes— suelo proporcionar información o
elementos de juicio, si veo que hacen falta. A esta altura, ya suele
estar asegurada la receptividad de la otra parte. Las críticas se hacen
ya desde aden- I ro de la Iglesia. Se hacen con comprensión y con
medida. 9 guilla puede ser una crítica. Tómela en serio y renuncie a
lo que tenía intención de hacer o decir. Si está en clase o en
reunión, renuncie a seguir con el temario: va a lograr algo mucho
más valioso. Si está en una conversación espontánea, en una fiesta
o asado, por ejemplo, renuncie a decir lo que iba a explicar.
Observe bien hasta qué punto usted mismo se siente atacado
personalmente por su identificación con la Iglesia. Debe elevarse
por encima de esta susceptibilidad que, por otra parte, es natural.
Elimine todo juicio y haga estrictamente reflejos para que el
otro pueda expresarse a fondo. Se trata de un tiempo más largo.
Diría veinte minutos lo mínimo, pero puede durar una hora o más.
Intente sumergirse en la vivencia del otro: indignación, burla,
insatisfacción o lo que fuera. Observe cuándo su interlocutor llega
a expresarse a fondo y, con eso, recobra la serenidad. Hasta
conviene dejar cierta pausa o un momento de vacío en la
conversación por si acaso aparece algo más. Luego, sin pronunciar
juicio dé un testimonio, si puede, de algún roce personal del mismo
tipo; un testimonio donde aparezca que, pese a todo, cree en la
Iglesia y en su jerarquía. Eso, por supuesto, sólo si así lo siente.
Deje otra pausa. Si le preguntan algo, conteste pero, si es posible,
en forma de testimonio o subrayando que es su opinión, que ha
llegado personalmente a esa convicción. Esto último en vistas a
mantener el sentimiento de libertad del otro; favorece que el otro
9 Ordenaría las sugerencias en la forma siguiente. Ob serve
cuándo surge a su alrededor alguna crítica contra algún sector de la
Iglesia, no importa cuál. Hasta una pre-

121
revise sus opiniones dadas como evidentes.
Solo después le conviene aclarar errores o dialogar sobre los
acontecimientos objetivos. Pero no se apure. Si usted escuchó a
alguien hasta que terminó de expresarse y, luego, pudo decirle lo
que le pasa a usted, no queda duda alguna de que le preguntará. Lo
que usted dice en este momento, caerá sobre terreno muy
preparado y permanecerá vivo en su memoria durante largo
tiempo. No dé mucha explicación. Su doctrina está inscrita en su
amor fraternal, demostrando al escuchar sin jactarse de que
escucha, en su testimonio humano expresado por estar sujeto a las
peripecias de la vida cotidiana y en su testimonio de creer en la
Iglesia. Los hechos enseñan más que las palabras.
Con los que sufren

El problema que más conflictos religiosos crea, es el problema


del mal. En concreto, es el sufrimiento físico, la impotencia ante las
injusticias, los disgustos en el amor, las tensiones irreductibles
entre personas muy cercanas en el trabajo y en el hogar, y el
enfrentamiento con la muerte, l odos los cristianos nos
encontramos de tanto en tanto, en un velorio por ejemplo, con
amigos o parientes afligidos por la partida de un ser querido. O nos
hallamos ante un enfermo que acaba de enterarse de que su mal es
incurable. Es joven y tiene cáncer: es padre o madre de varios
chicos de poca edad. Son tragedias y a uno se le parte el corazón. En
otras oportunidades, vienen a pedir consuelo en su dolor, en su
indignación o en su rebeldía. ¿Cómo llevar la conversación en estas
circunstancias?
Siempre lo primero es ayudar con los hechos. Si alguien cae
en el pozo, hay que sacarlo y sólo luego lamentarse del hecho. En
presencia de un accidente, se debe' llamar a la ambulancia. Pero
cuando no se trata de un auxilio exterior, el servicio más efectivo es
aceptar uno mismo el dolor del otro. Aceptar que tenga que sufrir.
Hablando con un matrimonio amigo, me contaron que el
último parto de la señora había sido muy doloroso. Al comienzo,
no había ningún médico cerca y no podían suministrarle calmantes.
Ella estaba ahora otra vez esperando un hijo y tenía mucho miedo
de afrontar este nuevo parto. Seguimos hablando y mencioné que
existía la costumbre de que los médicos invitaran al marido a
presenciar el parto, para prestarle apoyo, para mayor unión de la
pareja y para que juntos asumieran más plenamente la paternidad

122
y la maternidad. Ella dijo que de ninguna manera quería que su
marido estuviera presente. Me extrañó su afirmación tan decidida.
Para explicarse, dijo que Rodrigo, su marido, la quería tanto que no
aguantaba verla sufrir. Ella, en el último parto, había sufrido
dolores tan agudos y persistentes que quedó completamente
agotada. Al terminar la intervención, empezó a sollozar con una
agitación tan profunda que los médicos ordenaron no retirarla de la
sala de operaciones hasta que no se tranquilizara. Hicieron entrar a
Rodrigo. Cuando él la vio, se impresionó mucho, la tomó de la
mano y le dijo con fuerza de convicción: "Alicia, ¡No llorés!”.
—Rodrigo no puede verme sufrir —repite ella—, me quiere
tanto que no lo soporta.
El deseo de él, de que ella no llorara, le hizo mal a ella. El no
aceptaba interiormente el sufrimiento de ella. Esta no aceptación le
hizo mal a ella y por eso no quiso que en el momento de un nuevo
dolor él la acompañara.
Seguimos conversando y les dije que, ciertamente, era un
signo de amor muy grande el sufrir tanto, o más, por la pena de
ella, que por la propia. El compartir es la medida del amor. Sin
embargo, lo mejor que él hubiera podido hacer era tomarle
suavemente de la mano, hacer sentir su presencia con firmeza y
aceptar interiormente que ella padeciera esa aflicción. Ella se
hubiera sentido comprendida, acompañada y sostenida.
Prohibiéndole que llorara no se sintió aceptada ni sintió aceptado
su dolor que en este momento formaba parte de su realidad
inevitable. A ella misma, le costaba conformarse con su suerte. La
aceptación del marido hubiera sido un nido donde reposar e ir
logrando la aceptación de sí misma. El, comunicándole su angustia
por el dolor de ella, aumentó en ella la sensación del dolor y de la
soledad.
El ejemplo de la Virgen María es elocuente. Durante la vida
pública de Jesús, ella lo acompañaba inadvertidamente y desde
cierta distancia. Apareció en el camino hacia el Calvario. Lo
esperaba al costado del camino; le miró a los ojos y lo abrazó.
Estaba presente y lo acompañaba. Ya había aceptado anteriormente
su muerte ignominiosa. Por eso su presencia no transmitía
angustia. La Iglesia la llama Madre Dolorosa. No la llama Madre
Angustiada. El dolor sin aceptación causa angustia y con aceptación
sigue doliendo pero sin angustia. La aceptación de ella fue la única
ayuda efectiva que El recibió de los hombres en este momento.

123
Cuando alguien acepta la desgracia del otro, y deja de sentir
angustia, puede mantener su mirada sobre la persona atribulada,
sin interponer algo evasivo, sin prohibir la expresión de amargura,
sin protesta, sin lamentación, sin emi- tir consejos y sin palabras
vacías como: “¡Ya va a pasar!” u “¡Olvídalo!” o "¡No es para tanto!”.
Acompaña con su simple presencia y eso hace posible que el otro
pueda ir asumiendo su destino.
Jesucristo hizo con nosotros lo mismo. Muchas personas me
han preguntado qué explicación daba el Evangelio al hecho de que
existieran injusticias, sufrimientos injustificables, como el hecho
de que mueren niños inocentes y, por otra parte, los que han
causado males incalculables viven felices. A veces contesto que no
sé. Quedan sorprendidos. ¿Cómo un sacerdote no sabe dar una
explicación? No hay explicación, digo a veces. Lo único que sé es
que Jesús, en vez de dar explicaciones o justificar el sentido del
dolor, lo compartió. Nos acompañó. En Getsemaní se angustió
mientras estaba logrando su conformidad con su dolor. Quiso
compartir nuestras penas.
Me acuerdo que durante mis primeros años dg sacerdocio, me
encontré con innumerables tragedias humanas. Gran parte de ellas
se presentaron en el confesionario. Descontando raras excepciones,
no pude cambiar el curso de los acontecimientos. En algunos casos,
hubiera sido posible ayudar pero sólo con una dedicación asidua.
Pero mis estudios y mis obligaciones me absorbían por completo y
no podía brindar esa dedicación. El conocimiento de más y más
tragedias significaba un desgaste que iba en aumento porque cada
una de ellas me angustiaba y me hacía sentir mi impotencia para
solucionarlas. No quería hacerme insensible ante los infortunios.
Ya había conocido la rutina de algunas personas que, neutralizando
sus sentimientos, podían pronunciar palabras estereotipadas y
repetirlas invariablemente en cada caso. No quería seguir su
ejemplo y, por otra parte, la angustia tampoco era solución. Luego
de dos o tres años, aprendí que no era necesario angustiarme para
compartir. Sólo hacía falta aceptar que no podía suprimir lodo
sufrimiento y que había gente que tenía que padecer aunque yo
quisiera ahorrarles el dolor. Con esta actitud, pu de brindar un
favor muy importante a muchos. Me sentí haciendo un servicio
fraternal muy útil para los que sufrían y hasta para los moribundos.
Los acompañé.
La miseria suprema es la soledad. El infierno es la an- gustia

124
de los eternos solitarios, de los recluidos en la incomunicación
definitiva sin Dios, sin un sentimiento humano de compasión o de
amistad, sin recibir ni dar el menor gesto de amor. El bien supremo,
por lo contrario, es la plenitud de comunicación: el banquete
celestial. Cuando alguien se siente acompañado, su amargura se
derrite como la nieve en la primavera.
¿Cuál es la expresión propia de este acompañamiento? No
consiste en verbalizar que uno acepta la tribulación del otro. Hace
falta un hecho y no una explicación. Sugerirle que acepte su
desconsuelo es más desaconsejable aún, porque lo haría sentirse
incomprendido y juzgado. Efectivamente, este consejo implica el
juicio de que el otro no está aceptando su pena. Lo cual puede ser
cierto, pero como disminución de su yo, añade dolor sobre dolor y
puede no ser aceptado. Entonces, ¿cuál es la forma de expresar el
deseo de acompañar? ¿Decirle que llore tranquilamente? Lo hice
muchas veces y no da buen resultado. Tiene, además, cierto tinte de
ostentación. Uno aparece como el héroe que acompaña. Es
conveniente desaparecer algo más. Puede simple y llanamente
dirigir su atención a la persona que sufre, a su dolor, y a sus
mensajes. Lo hemos visto; consiste en reflejar lo que el otro está
viviendo y transmitiendo:
—Te duele —si es eso, lo que expresa.
—Has sufrido mucho —o algo parecido según el caso y los
mensajes que va emitiendo.
—Te cuesta aceptarlo.
—Te rebelas contra eso.
Acompañar consiste en poder mantener la mirada sobre la
amargura, la rebeldía o la tribulación, sin juzgar, sin aconsejar y sin
angustiarse. Es el gesto del amigo. La necesidad de permanecer con
esta atención, perdura mientras si- gne el desconsuelo. Hasta que
no se sienta cierta serenidad, signo de la aceptación, es prematuro
abandonar la actitud de acompañamiento y decir algo diferente que
no sea el darle, constantemente, garantías de que sus mensajes son
acogidos con fidelidad y aceptados con amor. Todo lo demás sería
salir del tema, divagar, perder contacto y gastar la confianza. Sería,
asimismo, signo de angustia propia. Se debe mantener una mirada
serena sobre el dolor y la pena, hasta que esta mirada haya disuelto
la angustia del que sufre. Solamente entonces conviene dar un
testimonio de que Jesús lo quiere, lo acompaña, está con él. Si el

125
que sufre ha experimentado la presencia del amigo que lo
comprende, puede abrirse a la fe en la presencia de Jesús. Puede
parecerle plausible que lo quiera de veras y que con su dolor esté
íntimamente unido a su pasión. Puede creerlo porque ya había
recibido un signo de amistad. Antes de sentirlo, tal afirmación
correría el riesgo de ser rechazada como un slogan. El gesto de
comprender, aceptar y perseverar al lado del que pena, es la
infraestructura que permite compartir la fe.
El testimonio consiste en manifestar lo que uno vive. Aquí lo
que uno vive es la fe en que el sufrimiento humano es un misterio.
Que el amor crece en el dolor y la manifestación del amor más
grande, la manifestación del amor de Dios, termina,
incomprensiblemente en la cruz. Que nosotros tenemos que ser
bautizados en la muerte del Señor. Que tenemos que morir con
Jesús pero que esta muerte lleva a la vida. Se debe dar testimonio
de eso, y no de que uno lia sufrido también. Una persona afligida
no está en condiciones de escuchar que uno, también ha tenido sus
pruebas. Decírselo, significaría pedirle un esfuerzo de
comprensión en el momento en el cual su situación la absorbe
cabalmente. Basta acompañarla y compartir con ella la fe de que Je-
M i s está con nosotros.

Con los que buscan

Cuando uno tiene que tomar una decisión y todavía no \c i


laro, le gusta conversarla con un amigo. Por lo tanto, lo . i l istianos
comprensivos son, a menudo, invitados para ayudar a otros que se
encuentran en un estado de deliberación, buscando clarificarse.
Este recibió un ofrecimiento de trabajo muy promisorio pero que
implica sacrificios quizá demasiado costosos: dejar el lugar y la
casa, cambiar de ambiente social, ir al interior del país, etc. No sabe
si aceptar o no. El otro es un joven que está en segundo o tercer año
de la universidad y no se siente ubicado en su carrera, piensa pasar
a otra facultad sin estar decidido aún. Aquél es un hombre que
después de un par de años de casamiento alimenta ideas de
divorcio. La situación en su casa es deprimente y sin esperanza. En
la separación tampoco ve solución. Hoy se presenta un joven
profesional a quien se le abrió un nuevo panorama: ir a los Estados

126
Unidos, especializarse, pero con el peligro de no volver nunca.
Mañana puede venir un muchacho, o una chica, que considera la
posibilidad de romper su noviazgo el cual, luego de varios años, no
anda del todo bien, aunque se quieren y sus familias se habían
hecho la ilusión de que se casaban. Otro quiere conversar sobre la
conveniencia de seguir o no un apostolado o de dejar un
movimiento que le absorbe mucho tiempo.
La actitud que se suele tomar ante esta invitación a conversar,
es suministrar información y, luego, criterios para la decisión: hay
que fijarse en tal cosa; es importante tomar en cuenta tales
circunstancias; todo depende de esto o de lo otro; objetivamente es
mejor optar por tal cosa; hay una necesidad general de que se elija
tal alternativa por tales y tales razones, etc.
No hay duda de que la información en ciertos casos como, por
ejemplo, la elección de una carrera o de un tipo de trabajo, es de
capital importancia. Sin embargo, me parece que es una
equivocación empezar con ella. La razón es que si un amigo viene a
conversar, pide normalmente una ayuda de otro género bien
distinto.
La intención del que viene a conversar acerca de una opción,
puede ser consciente o inconscientemente doble. Si, de alguna
manera, va escapándose de su responsabilidad, busca apoyarse en
la opinión del amigo a quien consulta. En este caso, la opinión, los
elementos de información y

127
todo consejo sirven para sentirse seguro apoyándose en el otro.
Posiblemente, mostrará cierta avidez por recibir consejos, criterios,
información y protección. Pero esta seguridad lo hace dependiente
de su amigo que lo aconseja. No conviene, por lo tanto, satisfacerla,
sin más.
Si, en cambio, el que viene a conversar quiere asumir su
responsabilidad y quiere tomar la decisión él mismo,
personalmente, se sentirá molesto con todo tipo de consejos. Por
eso, escuché de muchísima gente que no quiere conversar sus
alternativas con nadie. Es que nunca encontraron a alguien capaz
de asesorar sin interferir en su responsabilidad. Y en eso, no
cuentan las palabras sino los hechos. Muchos dicen:
—No quiero presionarte, pero me pafece que te conviene
hacer tal cosa.
Es inútil que lo desmienta si, de hecho, está haciéndolo. Vino
porque su amigo le importa. Cree en su amistad, cree que le desea
el bien; cree que tiene sentido común. Entonces, su opinión tiene
que pesar. Es completamente ridículo añadir que no quiere
influenciarlo si en la misma frase se contradice. Otros dicen:
—En tu lugar, yo obraría de esta manera.
Es otra ficción. Los que hablan así parecen testimoniar una
gran simpatía y ubicarse en el pellejo del otro. Lejos de eso, se
substituyen a su decisión. Se introducen en el otro, pero no para
aprender sino para mandar.
Es necesario comprender la actitud que uno debe adoptar en
este caso. La finalidad del auxilio consiste en que el amigo realice
un-acto humano pleno, responsable y autónomo; que se haga más
él mismo. No se debe mirar la decisión del amigo sino al amigo
mismo. Lo importante no es tanto la decisión en sí, sino que la
resolución vaya brotando del amigo como algo propio. Todo lo que
conduce a que el amigo vaya tomando la determinación él mismo
es acertado. Lo que se dirige, directamente, a una u otra alternativa,
no es la asistencia óptima. Más que balancear los motivos, hay que
estimular el proceso de la deliberación. Eso es dar vida al amigo y
no suplantarlo.

128
Supongamos que alguien aconseja a un muchacho que
duda respecto a su casamiento inminente: “Vos tenés que elegir
porque vos tendrás que vivir con ella”. Este caso ilustra, de una
manera práctica, que la decisión tiene que salir de la realidad
profunda del que opta. Su gusto y sus sentimientos son la base
de la elección. Eso vale en toda elección. Conocí a quien
practicaba orientación profesional, hacía un test de las
cualidades del interesado y, conforme a los resultados,
pronunciaba opiniones bastante tajantes acerca de la necesidad
de ubicarse en tal o cual profesión. Lo único que no preguntaba
era por la aspiración y las ganas del interesado. Habrá pensado
que no importaba tanto porque con el tiempo, le vendrían los
deseos, ya que tenía la capacidad para la profesión. Creo que no
yerro mucho si afirmo que es mejor que alguien elija mal y luego
cambie de profesión, pero que en la primera elección haya
ejercido su responsabilidad y aprendido a tantear, a correr el
riesgo, y hasta a equivocarse, si por medio de eso, se hace
persona en el sentido pleno. Con eso, no quiero negar la enorme
utilidad de una buena información.
Conozco un solo caso en el cual me parece que es
conveniente intervenir con consejo referido a la decisión misma.
Es cuando, apasionada o prematuramente, alguien se lanza a una
determinación de consecuencias, posiblemente, fatales. Tales
son, verbigracia, casarse con demasiado corto y accidentado
noviazgo; tomar una decisión bajo una pasión obsecada; querer
divorciarse en un conflicto conyugal posiblemente pasajero. En
otras oportunidades, creo que hay que limitarse a fomentar el
proceso de la elaboración. No hablo, por supuesto, de casos de
desequilibrio mental. El amigo tiene que tomar conciencia de lo
que quiere, de lo que siente y tiene que decantar los motivos que
lo mueven. Habrá pensado y repensado miles de veces las
alternativas, sus circunstancias y sus motivos. Los motivos en pro
y en contra le vienen a la mente complicándose cada vez más. Si
puede bajar su elaboración desde un nivel racional al nivel de su
vivencia, su panorama irá aclarándose. Por eso se le debe
fomentar la expresión. Conviene escucharlo y acompa- mu l o en
su búsqueda. Sabemos muy bien que eso se hace KÍII'IMIUIO sus
mensajes.
Si el amigo que lo escucha aporta esta atención, enton-

129
ii puede aconsejarle que adquiera más información o pa- u le
dalos, pero solamente en combinación con ciclos de
en presión.
I n muchos casos, en que el proceso de clarificación se demoraba
más allá de loque la situación pedía, complemen-
i, los reflejos con preguntas. Me parece muy provechoso
piil'iinlni por el gusto y las ganas. Supongamos un joven ipie
delibera entre seguir la carrera de médico o la vocación
incerdolal. Está considerando la necesidad objetiva, está bien
.nido la voluntad de Dios, lo más perfecto, etc. Convie-
iii piegimtarle por su gusto. ¿Qué le gusta más? Esta incli-
n.irlon interior que llamamos gana o gusto, es la sensación ipir
loializa los factores vitales y representa un equilibrio i onerelo
de las tendencias que gravitan en él. Por lo tanto, es la expresión,
también, de la voluntad de Dios, a condición ríe que la gana
incluya los factores más elevados, no solo su sentido peyorativo
de comodidad y fiaca. Esta incli-
II. II ion interior que llamamos gana es lo que totaliza nues- 1 1 a
elaboración. Da la última palabra, antes de asumir la decisión
responsable. Por lo tanto, preguntar por ella y dar- |,
Importancia al hecho de que se aflore/ es muy útil. Da ■.i
(•lindad a la elección y proporciona la sensación de li- heiInd.
Oirá ayuda suele ser una imaginación. Aconsejo que el
nmigo que duda entre dos alternativas elija una y du- i.míe
varios días vaya haciéndose la imagen de que ha iipindo por
ella.-Deje su fantasía suelta para ver qué va a li.is.ir, bagase la
idea de que ya está decidido. Conjeture ¡nena de los detalles. Por
ejemplo, si tiene que optar en- 1 1 e ii al extranjero o no, imagine
que aceptó la ida. Ima- eiiie como reacciona su esposa, cómo
venden la casa o qué
11 ...... con ella. Suponga que se despide de sus parientes y
d i M I S amigos, que tiene que hablar todo el día el idioma di I
nuevo país, cómo vive en su nuevo ambiente, qué sa- le.lm i
iones encuentra, cómo es su nueva casa, sus relacio- ncs, qué
alegrías y qué añoranzas sentiría. Al cabo de un liempo, observe
lo que siente, si le gusta, si está contento, si le crea una sensación
agradable. Deje que afloren todos sus sentimientos. Luego tome
la otra parte de la alternativa y haga lo mismo. Imagine todas las
circunstancias durante un tiempo previsto y observe qué pasa.
Tome conciencia de sus sensaciones y hasta qué punto está

130
contento con esta determinación. Luego, compare las dos
sensaciones y trate de percibir cuál de las dos lo deja más
contento, con más paz, con cuál siente más afinidad. Esta
imaginación puede cristalizar y asentar los motivos que están en
juego.
Una persona que está debatiéndose con una opción, está
absorbida consigo misma. Hablarle de lo que a uno le pasa, es
interferir su proceso inútilmente. De la misma manera, no es el
momento para darle testimonio. Lo más que se puede hacer, es
preguntarle cómo siente las alternativas cuando se pone en la
presencia de Dios.

Lo que acontece en ei silencio

Antes de terminar este capítulo, quiero decir una palabra


acerca del silencio; un momento esencial en el diálogo. Es
necesario para los momentos densos de elaboración interior. La
Biblia lo conoce muy bien. El desierto es su lugar y su símbolo.
En la revelación cristiana, el silencio del desierto está
íntimamente unido a los grandes cambios interiores: con la
conversión y con la recepción de una vocación divina. San Juan
Bautista predica la conversión en el desierto, cerca del mar
muerto. Moisés recibe su misión en el desierto de Sinaí y Jesús,
entre la manifestación de su misión y su realización, permanece
cuarenta días en el desierto. Todos ellos son silencios largos, en
plena soledad. Nosotros nos ocupamos ahora del silencio en el
diálogo Es igualmente importante y tiene prácticamente el
mismo rol.
I ii el diálogo, hay tres tipos de silencio. El silencio de
Incomunicación, el de la comunicación y el silencio de
tlnhoiación.
Rec uerdo que, durante la guerra, los soldados tenían miedo
del silencio. El continuo murmullo de los cañones y
■ I mido de las ametralladoras delataban con precisión la
ubicación y las intenciones del enemigo. El silencio, en
■ amblo, daba miedo. No se sabía dónde estaba el enemigo ni se
podía adivinar su intención. El silencio hostil también da miedo

131
en el diálogo. Cuando el interlocutor se en-
.......a en el mutismo es porque siente desconfianza o por-
qiu- no quiere proporcionar datos, pero interiormente está > itlii
ando y hablará ante otras personas.
El silencio de incomunicación, en el mejor de los ca s o s , es
una penosa incapacidad de expresarse. Siempre es nm ivo
porque deteriora las relaciones personales. Hay • Im romper su
hielo. La distensión más simple puede ser la expresión del hecho
del silencio:
-Estamos callados —verbigracia.
En eso no hay crítica, no hay una determinación de la causa:
ayuda a la toma de conciencia y, por lo tanto, es muy constructivo
en grupos incomunicados. Alguna obser- vai ion divertida
puede, también, aliviar el clima, si no i omporta nada de
agresividad.
1.1 silencio de comunicación no necesita comentario.
Cuando lino se siente cómodo, cuando ya se ha expresado lodo lo
que había que comunicar, cuando ya no hay barre- ce. sino una
atmósfera cordial, entonces, el silencio es i oimmicación. Una
vibración armoniosa penetra el am- liíeule y los corazones
siguen comunicándose sin palabras. I I silencio, en este caso, es
portador de amor.
En una conversación sobre algo religioso u otra
comunicación humana, es fundamental el buen manejo del
silencio de elaboración. Lo exige el respeto y la captación de la
olía persona. Toda reflexión y, en especial, en la cual uno está
personalmente comprometido, lleva consigo mo mentos de
introspección. Cuando alguien descubre algo.

132
aunque la luz venga de fuera, necesita un tiempo de elaboración
que supone una pausa. Una palabra en este instante interferiría
la elaboración interior y, por lo tanto, o no sería escuchada o
introduciría una distracción. La presencia de la otra persona no
es indiferente. La elaboración es más intensa en su presencia.
Colabora acompañando con su respeto, pero sin palabras. Es
importante que pueda callarse y no rompa el silencio con su
ansiedad por querer saber lo que el otro va pensando. Se precisa
una actitud áltero-céntrica para caer en la cuenta de que en el
otro acontece algo. No se trata de una deducción intelectual. Se
debe percibir la dimensión emocional del que se calla. Hay que
intuir lo que está pasando en él. Para eso, hay que abandonar el
mundo de las ideas para ubicarse en el mundo de las personas y
hay que salir de la vivencia propia para ajustarse a lo que pide el
proceso interno del otro. Esta es la actitud que dictará el silencio
cuando el otro está elaborando algo. En conversaciones sobre
algo sagrado, es más imperioso aún no apurarse, en estos
momentos, sino callarse con paciencia.
Por si acaso pudiera revestir algún interés, formularé
algunas sugerencias. Observe los momentos de silencio en una
conversación. Preste atención al ritmo de las conversaciones
rápidas. Normalmente son intelectualizadas o de temas
corrientes, sin mayor necesidad de elaboración. Las
conversaciones en las cuales hay un acontecimiento al nivel de
los sentimientos, son de un ritmo mucho más lento: las
condolencias en un velorio, las disculpas por un error o por una
ofensa, la manifestación de algo personal que cuesta expresar.
Siga el ritmo y las pausas en conversaciones religiosas. Aprenda
a sentir si en un instante de silencio su interlocutor o el grupo
está aburrido, distraído, tenso o está elaborando. Trate de
calcular el grado de intercomunicación durante estos intermezzos.
Puede verificarlo por lo que dicen, luego, al retomar la palabra.
Cuando una afirmación o una pregunta suya ha caído bien, deje
al otro en silencio y no lo interrumpa hasta que él mismo
comience a hablar. Afloje los silencios tensos con alguna frase
simpática y agradable. Hablar de Dios o de Jesucristo

133
Apren- (1 , 1 ii i
t i p o i i c , ni el interlocutor, una capacidad de callarse.
mu este clima de receptividad. Observe si usted mis-
...... llene la costumbre de sentir cuándo su interlocutor ne-
i, l i a una pausa en las palabras para mirar hacia sus aden- 1 1 <> l a
actitud contemplativa inspira esta sensibilidad aun- 1 1 1 ii uno sea muy
conversador.

I[| orador

I I buen conferencista y el predicador se comunican ..MI -ai auditorio.


Esta comunicación supone miradas muñía. i * incluye una actitud humana de
parte del orador . 111, consiste en dirigir a su público. Existe todo un miste- i lo
de las relaciones humanas que hace que uno sienta , nandú existe y cuándo falta
comunicación. Pero la predi-
, a....... v la conferencia tienen que ser, además, un diálogo
, OH el auditorio. En ellas también, vale el principio de que los oyentes deben
expresarse primero si el predicador quie- i , 11 aiismitii les un mensaje. Por
eso, algunos piensan^que la lioinilfa tiene que ser siempre compartida, es decir,
han d< hablai varios de los asistentes. No quiero discutirlo. IVio coste una
manera, quizás más profunda, de lograr ,11 1 < el publico se exprese. El
buen orador conoce a sus o \ e n i e s \ vil>ia i o n ellos Se identifi ca con
ellos e intuye, llllvlnn ) pulpa loque viven Se trata de una sensibilidad pai
a t apial ai di ama humano. Camina por el mundo con jos o|ie. .lempo
nbíeiios paia leer en su alma. Cuando |ii edil a emplt /a poi de a iibu sus
vivenc ias y su problemá-
i, ................. a e l l o s Inibieiaii hablado antes y él, ahora, hi-
, i, i a o Ile|o . de n mensaje Dramatiza su problemática
, 1, i d i i • i 1 1 ‘ *c sientan expresados v reconozcan su
, . , , . 111 i .Huía Ion < liando un predicador reta a sus fieles, , ada mili '
i n toldando, uno por uno, todos los pecados ,|e ai \et tildad y de sus
parientes y se alegra con malicia I io i un
............ tle lo-, i leí et los que a él también le mo
lí ..tan l n i amblo, si ve pintadas sus propias vivencias y , s i e n t e e s p o
sado poi el orador, se pone en comunica-

134
ción con él. Consideré siempre como la alabanza más grande
cuando, después de una conferencia mía o después de la lectura de
mis libros, alguien me decía: "Me siento expresado por tu libro.
Tomé conciencia de cosas que siento desde hace ya tiempo pero
que nunca había podido formular”. Si uno se siente expresado y
comprendido, se abre y se pone receptivo. Por eso, si el predicador
ha reflejado la vida de la planta que crece en el alma de su
auditorio, puede regarla con la lluvia benéfica del Evangelio. No se
trata de una técnica ni de una ideología; es solo una actitud áltero-
céntrica, una sensibilidad social que hace mantener la mano sobre
el pulso de sus fieles, de su auditorio o de su interlocutor. Si el
orador mantiene su mirada sobre lo que ellos viven, no tanto sobre
lo que ellos cumplen, nunca le faltará material de predicación y
nunca se dedicará a retar desde el púlpito. Hará, asimismo, grandes
adelantos en la comprensión del Evangelio que se dirige a esta
misma existencia humana que ellos protagonizan. Creo que esta
actitud era el secreto de los grandes y auténticos oradores.
('<ii>íltilo 6

1 lacia una sensibilidad grupal

La fe cristiana es comunitaria. Los cristianos forman el


cuerpo místico, que es la Iglesia. La comunidad cristia- II.I se
compone de millares de subgrupos. La fe vive y se comunica en
ellos. Los fieles que asisten a una misa, en esc momento, forman
un grupo. Una familia es un grupo. Hay grupos juveniles,
grupos de matrimonios, grupos de i aloquistas y de catcquesis.
Los sacerdotes de una diócesis, de tm decanato, constituyen un
grupo. Los participantes de mi congreso, de un retiro, de un
campamento, forman un grupo. En un asado surge una
conversación agradable: en esle instante, los que atienden
constituyen un grupo. Donde dos o más personas se
interrelacionan, existe un grupo, .Hinque fuera por algunas
horas o sólo por pocos minutos V ¡Hinque estuvieran
relacionadas solamente por una circunstancia pasajera y sin
trascendencia. Pero mientras es- l.ni interrelacionadas, y por
tanto, componen un grupo, allí gravitan sobre ellas las leyes
grupales. La comunicación grupal es una infraestructura para la
comunicación de la le Si el grupo está bien relacionado y
funciona bien para su objetivo, existe un campo abierto para
que se comparta la fe. Cuando, en cambio, la relación grupal no
anda bien, la fe tampoco se comparte, aunque el único objetivo
que se proponga fuera precisamente compartirla. Por lo tanto, a
los que quieren compartir la fe, les conviene ad- quiiir una
exquisita sensibilidad grupal para sentir en cada momento el
estado de la intercomunicación y, de este modo, poder calcular
la posibilidad de compartir la fe. En
el caso de que la comunicación esté obstruida, sabrán que sería
inútil insistir en la transmisión de la fe. Deberán mejorar la
infraestructura. Es la razón por la cual quiero ocuparme más
expresamente de algunas experiencias grupales, que pueden
despertar el interés para desarrollar esta sensibilidad grupal.

136
En todo grupo existe algo sagrado, de la misma manera que el
amor es sagrado. El Señor está presente en el amor. El grupo es el
lugar del amor entre varias personas. Tradicionalmente se ha
hablado mucho del amor pero suponiendo, generalmente, la
relación entre dos personas: dar un vaso de agua a un pobre. Hoy
pensamos que el lugar más propio del amor es la comunidad: el
grupo. El Evangelio nos describe el objetivo final de la Iglesia como
el banquete celestial: un grupo. Nuestro destino final es amar en
comunidad. Por lo tanto, todo acontecimiento grupal es un peldaño
hacia esta plenitud sagrada y promoverlo es trabajar para la venida
del Señor entre los hombres.

La creación de la conciencia grupal

Escuchemos a tres catequistas que empiezan a conversar


sobre su trabajo del año.
Pablo: La catcquesis no anduvo muy bien este año.
Josefa: No, no seas tan pesimista.
Pablo: No, no soy pesimista, pero ¿por qué no se puede
admitir que no hemos trabajado muy bien?
Josefa: No es que no hayamos trabajado bien, sino que hemos
empezado muy tarde.
Héctor: El problema no es empezar o no empezar, sino que había
menos catequistas.
Josefa: No es el número de catequistas sino la ausencia de José y
Marisa, que nos habían animado siempre con su buen
humor.
¡•ublo: Vos pensás que sin José y Marisa no se puede dar catcquesis.
Son ideas tuyas.
toseja: No querés admitir que José y Marisa habrían dado mucho
ánimo al grupo.
1‘ablo: Sí, pero lo que pasa es que cada uno ha tenido más
chicos y, por lo tanto, los grupos eran más numerosos y
dieron más trabajo.
Héctor: Claro, yo les había dicho hace tiempo, pero no me han
creído. Por fin, lo reconocen.
toseja: Sí, pero aún con más chicos habría ido mejor si nos

137
hubiéramos comunicado más entre nosotros.
Héctor: Ya se lo había dicho a mediadoá del año, pero no me
hicieron caso.

En esta conversación, hay una oposición entre las perdonas.


Nadie acepta lo que dice el otro. Muy al contrario, lo i i-lina. No
están construyendo juntos, poniendo ladrillo sobre ladrillo, sino
que cada uno quita el ladrillo que ha pues- lo el otro y pone en su
lugar el suyo. Se juzgan mutuamente:
—No seas pesimista.
—Vos pensás que sin José y Marisa no se puede dar
cutequesis.
No querés admitir. . .
Se hacen reproches:
—Claro, yo les había dicho. . .
Algunas de las frases empiezan con una negación:
—No, porque. . .
—El problema no es que. . .
—No es el número. . .
—No seas pesimista.
—No soy...

138
Otras empiezan con una aparente aprobación: "Sí, pero . . .La
significación, sin embargo, del "Sí, pero...” suele ser la siguiente:
"Lo que vos decís es cierto, pero no tiene importancia. Vos no
acertás; el problema no está en eso. Lo importante es lo que yo voy
a decir”.
Si uno analiza las relaciones entre los participantes, tiene que
descubrir que cada uno piensa que sabe todo y por tanto se siente
con derecho a desaprobar al otro. Cada uno es maestro. Nadie
quiere aprender. Las opiniones chocan y la opinión de cada uno
está considerada por el otro como obstáculo, como amenaza y como
error que hay que combatir. Cada uno, además, se ubica en un
plano de afirmación absolutamente segura. Piensan en la verdad,
no piensan en las personas. O mejor dicho, piensan en sí, en su
opinión y no piensan en los otros participantes.
¿Qué habría que hacer con este grupo? Tendrían que aprender
a tener conciencia simultáneamente, del tema conversado y, al
mismo tiempo, de las relaciones que existen entre ellos. Cuando
hablan pierden totalmente la atención a sus relaciones mutuas: se
ofenden, se juzgan y se rechazan sin darse cuenta, por supuesto,
porque cada uno vive en su mundo y no atiende a lo que pasa en el
grupo. La conciencia de lo que sucede en el grupo se aprende con la
evaluación. Después de un rato de conversación de este estilo,
tendrían que hacer una evaluación y analizar cómo han conversado.
Entonces, caerían en la cuenta de su incomunicación.
Por medio de la evaluación deberían aprender a escucharse
seriamente. Todos están en una actitud negativa ante el otro.
Tendrían que tomar conciencia de que así no se puede conversar.
Deberían empezar a escucharse y a hacerse reflejos. Sería una etapa
muy constructiva, aun sin adelantar con eso su tema. Luego,
podrían conversar sobre un acontecimiento objetivo, como la
revisión de su catequesis. Una conversación no puede andar bien si
los participantes o no se quieren espontáneamente o no tienen por
lo menos, conciencia simultánea del tema y de la relación que existe
entre ellos. Imaginemos ahora que el diálogo anterior se hace en
esta forma:
I'ablo: La catequesis no anduvo muy bien este año.
Josefa: Realmente. . . hemos tenido problemas.
Héctor: Yo me quedé, también, con cierta insatisfacción. I'ablo:
Convendría hacer una revisión.
Josefa: Sí, habría que analizar lo que pasó.
¡'tibio: Nos serviría de experiencia para el año que viene.
Héctor: Me parece que este año las circunstancias han sido muy
difíciles.
Josefa: Sí, hemos empezado muy tarde.
Héctor: Se nos había ido el tiempo y, cuando nos dimos cuenta, ya
era bastante tarde. ,
I’ablo: Además, han venido más chicos que el año pasado.
Josefa: Y, justo este año, nosotros hemos sido menos numerosos para
la catequesis.
Héctor: Sí, nos dejaron varios catequistas.
Josefa: Se sintió la ausencia de José y Marisa, que siempre habían
dado una atmósfera de alegría.
I'ablo: Y tenían mucha iniciativa.
Josefa: Es verdad; por eso hubo menos comunicación entre nosotros.
Héctor: Sí, y recién a mediados del año empezamos a darnos cuenta.
Josefa: De veras, hemos tardado mucho porque recién en julio
hablamos de eso por primera vez.
I'ablo: Claro, cada uno estaba absorbido con sus propios
problemas.
Héctor: Como los grupos eran más numerosos, había más problemas
con ellos.

En esta conversación comentan los mismos hechos pero en


una atmósfera muy distinta. La relación entre ellos es muy buena.
Cada uno acepta lo que dice el otro y añade un elemento nuevo, un
dato que aclara, confirma o justifica y complementa lo anterior. Van
poniendo ladrillos sobre la-

140
chillos para construir juntos la casa. Se comunican entre ellos
compartiendo sus puntos de vista y cada uno se enriquece.
2. En estos dos ejemplos, no hubo una verdadera diferencia
de opiniones. Cuando la hay, se debe tener en cuenta un
elemento más. Entre nosotros, seres humanos, nadie posee la
verdad absoluta. Solamente Dios es la verdad. Existe una única
realidad. Pero nosotros vamos acercándonos a ella desde
diferentes puntos de vista. Ni siquiera nos podemos imaginar un
cerro sin enfocarlo desde algún ángulo determinado. Uno se
acerca a él desde adelante; otro, desde un costado y el tercero lo
ve desde un avión o un helicóptero. Cada uno se formará su
propia imagen del cerro. Si uno se olvida de que lo ve
únicamente desde un punto de vista, va a hacer afirmaciones
apodícticas. Pensará que posee la única imagen. El que se acerca,
por ejemplo, desde adelante, no ve un bosque situado detrás y
dirá que no hay bosque en el cerro. El otro, en cambio, que lo ve
desde atrás, va a decir que hay un bosque, y se encontrarán en
una discusión irreductible mientras el primero no se ponga más
humilde y no admita la relatividad de su punto de vista.
La realidad es una, pero los puntos de vista son diferentes.
Tenemos que componer y completar nuestras maneras de ver
para ir acercándonos cada vez más a un conocimiento más pleno
de la realidad. Cada uno tiene parte de la verdad. Cada uno
puede aprender algo nuevo. Aunque alguien supiera todo —
supongámoslo, por imposible que sea—, mientras su interlocutor
está buscando y aprendiendo, conviene que le dé la posibilidad
de expresar su punto de vista.
Con esto llegamos a un punto que me costó largos años
aprender. Me habían dicho a menudo que hago afirmaciones
tajantes. Pero yo no tenía conciencia de ello. Interiormente,
estaba convencido de que todas mis afirmaciones eran relativas y
que sólo proponía mi punto de vista. Exte- riormente, sin
embargo, tenían una forma simple y universal: “Esto es así” o
"En este asunto pasa tal cosa”. Si me preguntaban, admitía
enseguida la relatividad de esa afirmación, pero en las
conversaciones, mis afirmaciones pare- i mu demasiado seguras
y cxcluyentes. Hasta que un día descubrí por qué daba esta
impresión. Cuando varias per- >,< mas se ponen a comentar un
hecho y una de ellas da una opinión un tanto segura, las demás

141
se sienten cortadas. Les parece que ya no les queda nada por
decir porque todo es- la ya dicho y de una manera definitiva. Me
di cuenta que una afirmación segura y tajante quita la libertad a
los demas para manifestar sus opiniones todavía inseguras,
destinadas a tantear una interpretación del hecho que comentan.
I .xpresar estas opiniones les sirve para ir elaborando sus
opiniones.
Por eso, en una conversación, en vez de quitar la libertad de
los otros, se debe, más bien, estimularla. Conviene promover que
el otro pueda reflexionar y expresar aspectos liasta ahora no
aclarados. Por lo tanto, conviene subrayar expresamente que la
opinión pronunciada es sólo una tentativa de explicación pero
que uno está esperando otros puntos de vista. Cuando el
comentario de algún hecho, pues, se está haciendo y todos están
tratando de expresar algo, conviene indicar la provisoriedad de
nuestra opinión con alguna fórmula atenuante: “Estoy inclinado
a pensar que...”, "Me parece que. . .", "A lo mejor. ..” o "Me
parecería, pero no estoy seguro...”. Se puede preguntar
expresamente: “¿Qué te parece a ti?”. Cuando se trata de la fe, no
es necesario atenuar la seguridad de la adhesión. La relatividad
se expresa con el testimonio, que no es universal y, por eso, no
afecta la libertad de otros.
La conversación así descrita pertenece a la infraestruc- lura
que hace posible que la fe se comunique. ¡Cuántas veces se
escucha discutir, acerbamente, sobre temas religiosos, sobre los
sacramentos, sobre la planificación de la pastóla!, sobre
disposiciones eclesiásticas, sobre modos de apostolado o sobre la
renovación de la liturgia y de otras estructuras! La discusión
combativa con personas atrincheradas en su propia verdad, que
demuestran su superioridad y cieñ a n los oídos ante el otro,
destruye el ambiente religioso. I n t a l ambiente, el Señor se
calla. La buena relación human a es como el lecho del río donde
el agua puede correr. Sin ella no se comparte la fe.
La evaluación después de cada reunión es el lugar
apropiado para que un grupo tome conciencia de las deficiencias
de su funcionamiento y las vaya corrigiendo.
Años atrás, en una institución de altos estudios, donde
estaba enseñando, teníamos dificultades de comunicación en el
cuerpo de profesores. En aquel tiempo, se empezaba a hablar de
cursos de dinámica grupal. Invitaron, pues, a alguien para que

142
nos diera una iniciación y, de este modo, se encaminara ese
grupo docente. Un día, vino el profesor invitado y unos quince
profesores asistimos al curso. En la introducción, el profesor
exponiendo su plan nos explicó que quería guiar algunos
ejercicios prácticos en vistas a una sensibilización grupal. Antes
de eso, iba a proporcionarnos algunos elementos teóricos
sumarios acerca del funcionamiento del grupo. Nos dejaba la
opción entre dos modos diferentes de exponer estos principios
básicos. Un modo concreto, dijo, partiendo de observaciones
experiencia- les y otro más teórico y sistemático. Nos pidió que
nosotros, el grupo de los quince profesores, optáramos entre los
dos caminos a seguir. Añadió que la diferencia entre las dos
posibilidades no era muy grande. Con eso, se quedó callado y
nosotros empezamos a conversar para tomar la resolución. No
podíamos ponernos de acuerdo. Unos elegían el primer modo y
dijeron que el segundo no era conveniente y de ninguna manera
admitían que se lo eligiera. Otros tiraban para el otro lado.
Surgió una voz conciliadora y fue rechazada por ambos bandos.
Discutimos una hora entera. Me dio una vergüenza muy grande.
El profesor no se inquietó. Yo pensaba que él iba a intervenir
para apurar la decisión, pero se quedó en el molde, con una cara
inmutable, aunque muy atenta. Al cabo de una hora y media,
tomó la palabra. Comenzó a interpretar lo que había sucedido en
el grupo. Retomó las afirmaciones de cada uno y mostraba, una
por una, qué actitudes con respecto al grupo se escondían detrás
de ellas. Había gente empacada cien por ciento con su opinión,
sin poder hacer concesión alguna. Otros habían quedado mudos
todo el tiempo. Uno había aprovechado una pausa para
levantarse y desaparecer. Explicó el profesor lo que eso
significaba para la marcha cotidiana de ese grupo. Sin perder
detalles, describió todo el proceso que el grupo había recorrido
en una hora y media. La reunión fue un fracaso rotundo pero el
comentario del profesor me dio mucha luz. Se me abrió un
mundo nuevo. Caí en la cuenta de lo que son las relaciones
grupales. Yo había vivido la reunión completamente sumergido
en la tarea de la elección. El profesor, en cambio, empezó a
mostrarme lo que ha pasado durante este tiempo entre nosotros.
Mostró cómo nosotros nos relacionábamos, mientras cada uno
discutía las razones y los argumentos de la resolución a tomar.
Para mí fue una lección esencial. Pero sucedió algo más

143
vergonzoso. La semana siguiente se repitió lo mismo. El profesor
nos invitó a continuar la elaboración. Iniciamos el trabajo y, otra
vez, resultó una reunión ipuy dura y sin resultado positivo. Ya
era una situación grotesca porque no valía la pena perder tanto
tiempo por un asunto tan insignificante. El profesor no se
indignó. Por lo contrario, le habíamos suministrado bastante
material. Pudo ilustrar, de nuevo, un proceso muy torturado pero
muy rico en enseñanzas. Aprendí muchísimo. Cuesta confesarlo
porque es increíble: repetimos lo mismo en las cinco reuniones
siguientes. Ya nos desesperábamos. Algunos nos pusimos de
acuerdo de antemano para aceptar cualquier alternativa, con tal
que terminara esta oposición irreductible. No hubo caso. En la
sexta o séptima reunión, el profesor dio por terminado el curso.
Fue uno de los cursos donde más aprendí. Comprendí cuándo un
grupo no puede andar y hasta qué punto puede existir una
inconciencia grupal. Aprendí, además, a observar lo que pasa en
el grupo mientras todos están perdidos en la tarea o en la
discusión de algún tema. Una vez dado este primer paso, me
puse a observar el funcionamiento de otros grupos. Me di cuenta
que esa revisión, que normalmente se llama evaluación, es algo
muy importante en los grupos. Es ella la que crea la conciencia
de lo que pasa en el grupo, la que forma la sensibilidad grupal y
es, prácticamente, la única garantía de que un grupo pueda
funcionar bien y logre corregir sus defectos.
Si un grupo no ha funcionado muy bien en una reunión, el
problema seguirá. Al cabo de seis meses, habrá descontentos y
aparecerán las críticas o el grupo se disolverá. Si, en vez de
esperar seis meses, el grupo toma conciencia del defecto después
de tres meses, dispone de tres meses para corregirse y, quizá, no
se deshace. Si tienen aún más sensibilidad y, después de la
primera reunión, alguien se da cuenta y propone que se haga una
evaluación, entonces perdieron una sola reunión. Puede suceder
que alguien del grupo sea tan perspicaz que advierta la falta a los
cinco minutos y que el grupo pueda reaccionar en el acto. En este
caso, no malograron ni siquiera la reunión. La sensibilidad
grupal consiste en la percepción de lo que acontece en el grupo.
El buen funcionamiento grupal depende de ella. El grupo en el
que todos tienen una sensibilidad grupal bien formada camina
sin tropiezos.
La evaluación es el medio por el cual un grupo revisa su

144
funcionamiento y, al mismo tiempo, va desarrollando su
sensibilidad grupal. Es un balance, un examen de las relaciones
grupales.
Me acuerdo de un grupo que se reunía mensualmente; lo
hizo durante seis años sin haber aceptado tener evaluaciones. No
se disolvió —por ciertas circunstancias externas— y se trabajó
muy bien, pero el grupo nunca pudo aclarar propiamente, las
relaciones mutuas y, por eso, nunca pudo llegar más allá de cierta
comunicación superficial. Había comentarios y críticas mutuas
fuera del grupo. Es la característica de los integrantes que no
pueden hablar en el grupo mismo de lo que pasa en él. Se critica
fuera del grupo y detrás de los interesados. La interrelación no es
sincera y se pierde mucha energía en absorber las tensiones que
se crean continuamente. La insatisfacción que aparece en el
grupo es, siempre, un buen motivo para la evaluación si un
grupo, en principio, resiste a ella.
4. El modo de hacer la evaluación es muy simple. Al
terminar la reunión, el grupo se pone de acuerdo en hacer una
evaluación. En grupos que empiezan y en grupos que no andan
muy bien conviene hacer evaluación después de cada reunión.

145
I ti primero que hay que entender en la evaluación es que
un se habla más del tema tratado, sino de lo que acon- i« i lu
durante la reunión. Eso se entiende sin más en los i'iupos que
tienen interés y práctica de la evaluación. En uliUN, en cambio,
que no tienen conciencia grupal, se recae m cesar en la discusión
del tema. Es el signo de que du- i mili' la reunión tampoco
seguían, con atención, el proceso riupiil. No poseen todavía la
sensibilidad para captar lo que sucede.
Suelo introducir la evaluación con dos preguntas: ¿cómo se
sintió cada uno personalmente en la reunión? y ¿qué paso en el
grupo? La primera corresponde a la evaluación peisonal y la
segunda plantea ya el punto de vista grupal.
I . 1 primera es importante para que cada uno exprese o
Integración en el grupo. Tiene que expresar la gratifica- i Ion o el
descontento que ha experimentado. ¿Por qué no si sintió hien?
¿Qué cosa no le gustó? Cuando alguien ma- 1 1 11 u-sla que se
sintió bien, es el grupo entero que se ve gra- iilleudo. El grupo se
fortifica con el conocimiento de que s u s miembros están
satisfechos. Es un elemento valioso en l.i i mu ¡encía grupal. La
expresión del descontento y de sus in/oues, son igualmente
importantes. Son los indicios de que .tipo no anda bien. Abre los
ojos y da una tarea al grupo pai n (pie discierna lo que sucede. A
lo mejor, es sólo un piiihlema personal, pero al grupo le
incumbe asumir el he- . lio de que uno de sus miembros no se
siente integrado y 11 Hílenlo. En grupos poco iniciados, sucede
con frecuencia, que alguien no habla durante toda la reunión.
Este silencio i . algo amenazante para el grupo. El grupo no sabe
qué piensa el que está callado y, de a poco, va a suponer que i ><i
á descontento*, y que oculta sentimientos críticos. Mu- • lias
veces, sin embargo, es meramente la timidez con intención de
intervenir.
De una manera más general, da gran seguridad al grupo el
saber cómo se siente cada uno en él; aumenta el grado de
comunicación, hace sentir a sus integrantes muy unido-. y hace
asumir comunitariamente la queja o el malestar d uno u otro.

146
La segunda pregunta se refiere ya al grupo. Es una
invitación para que todos los miembros comiencen a asumir la
responsabilidad por la marcha del grupo porque la conducción
del grupo se delega con demasiada facilidad al coordinador. En
grupos con poca experiencia, es más difícil que se den juicios
suficientemente explícitos. Entonces, suelo preguntar algo más
acerca de los momentos importantes de la reunión, si hubo
progreso, si la reunión dio resultados, si los resultados fueron
mejores o peores que en otras reuniones, si el ambiente fue
cordial, si se notaron tensiones ocultas u otros obstáculos que
frenaban la marcha del grupo u otras preguntas por el estilo.
Todas ellas son ocasionales y pretenden ayudar la expresión sin
predeterminar las respuestas.
En grupos sin mayor práctica, suelo pedir que la evaluación
la haga primero uno por uno, en rueda, contestando a las dos
preguntas. Así todo el mundo tiene ocasión de hablar y, sobre
todo, es más fácil conseguir que se escuche a cada uno con la
seriedad de que hablamos en la primera parte del libro. En
grupos con más sensibilidad, la evaluación es algo muy
espontáneo, muy interesante y agradable. Uno aprende siempre
mucho. Alguien empieza a comentar lo que sintió y se entreteje
una conversación tranquila y animada. Aporta un efecto muy
benéfico al ambiente. Un grupo que ande bien, que tenga deseos
de comunicación, nunca tiene miedo de la evaluación porque ella
estrecha las relaciones, hace sentir la unión, desarrolla la
comprensión y la aceptación de las debilidades confesadas y crea
un clima de comunicación. Es compartir la vida y pasa,
naturalmente, a ser un compartir la fe.

El rumbo

Hace años fui invitado a dar un retiro espiritual a


sacerdotes y seminaristas. El responsable que me había invitado,
me explicó que el grupo, de unas treinta personas, quería hacer
ejercicios espirituales de san Ignacio. Venían reu- nléndose
anualmente y, en las últimas oportunidades, ha- l>iiit) cambiado
el retiro espiritual por aggiomamentos. Por i MI seguía diciéndome
—, todos deseaban volver a hacer • |t-n ic ios ignacianos. La

147
primera noche expresé ante todo i I guipo que me ponía a
disposición de ellos y que, conforme al deseo de ellos, expresado
por su superior, aceptaba ion gusto guiar el retiro siguiendo el
método ignaciano. Asintieron. Todo empezó muy bien pero al
tercer día, me enteré de que cundía cierto descontento y que se lo
co- menlaba por aquí y por allí. Me dijeron que algunos no de- M
aban seguir el método adoptado. Cuando me aseguré que las
quejas eran ciertas, convoqué a la asamblea y les pregunte qué
pasaba. Les recordé que mi intención había sido ponerme a
disposición de ellos y que yo había elegido es- ie camino por
deseo del grupo, que en la primera noche había ratificado el
plan. Manifesté mi disponibilidad para i ai tibiar el rumbo.
Resultó que casi nadie deseaba hacer el i •'tiro como lo
habíamos empezado. Insistí en que cada uno volviera a explicitar
su deseo y, en breve tiempo, reorienta- mos la marcha del retiro.
Todo lo demás ya fue sin tropie- f o', v disfrutaron de una
renovación espiritual reconfortante.
lista experiencia me clarificó mucho la importancia y i I
funcionamiento del objetivo grupal. El responsable, que
■ I.I superior de ellos y quien me había invitado, no había
iludo interpretar el objetivo de los participantes. El era
■ I que tenía deseos de que los ejercicios fueran ignacianos, pero
como me lo aseguró posteriormente, de ninguna ma lí. Ihabía
.I

querido imponerlos. Entonces, yo estaba equi- 1 1 .. ado respecto a!


objetivo real del grupo. En la primera
...lie, como si fuera la cosa más normal, expresé el objeti-
io supuesto. El grupo se fue al mazo sin hacer notar su de-
i. uerdo. Puede ser que yo me haya expresado demasiado i
alegóricamente y, por esta razón, no se animaron a mani- I . l a r
su disconformidad. Es posible, también, que ellos mi .mus hayan
desestimado la importancia del esclarecimien- lu ii que no hayan
tenido conciencia clara de lo que bus- . .ih.ui. No se puede
descartar que, teóricamente, hayan de- . ido liad-río como su
superior me había dicho, pero que •ai di -.ro vital lucra distinto.
De todos modos, vemos un

148
ejemplo en el que se empieza a trabajar sin que el objetivo
grupal haya sido clarificado suficientemente.
El objetivo del grupo es el contrato inicial entre todos los
miembros del grupo. Determina lo que el grupo busca, lo que
pretende lograr y a lo que cada uno se compromete. El grupo es
como una persona. Tiene que saber lo que quiere. Si no lo sabe,
está confundido y toda su labor anda sin rumbo o padeciendo
tiranteces antagónicas. El objetivo del grupo consiste en la
finalidad hacia la que apuntan, de común acuerdo. ¿Qué esperan
del grupo? ¿Dónde quieren llegar? La respuesta a estas
preguntas indica el objetivo. Es tan importante que entra como
factor dominante en la definición misma del grupo. Un grupo es
una asociación de personas con un objetivo común. El estado es
una unión de los ciudadanos con el fin de procurar el bien
común público. El objetivo de la Iglesia es el banquete celestial:
el bien espiritual común y definitivo. Hay asociaciones con fines
lucrativos. El lucro rige toda su actividad. La determinación del
objetivo ha de ser el punto de partida de todo trabajo grupal
porque gobierna toda la actividad posterior. Cuando aparecen
síntomas de mal funcionamiento se debe replantear el objetivo
inicial. En el ejemplo arriba mencionado, vemos que el grupo no
expli- citó suficientemente su objetivo al comienzo, hecho que
originó el conflicto. El remedio consistía en volver a plantear el
objetivo y conversar hasta llegar a un acuerdo.
El objetivo grupal se compone de dos factores. Por una
parte, existe lo que el grupo ha conversado y lo que se propuso
de común acuerdo. Por otra, está lo que cada uno busca
efectivamente. No siempre coinciden. La elaboración de los
objetivos consiste en que cada uno exprese lo que espera y,
luego, el grupo trate de establecer un denominador común que
todos aceptan. Hay que hacer coincidir la imagen que el grupo
tiene de sí mismo con los factores vitales que gravitan en él. La
estrategia no debe ser tanto decidir algo y luego forzar a todos a
atenerse a ello, sino más bien crear las condiciones para que
afloren las intenciones reales y que el grupo pueda calcular con
su propia realidad.
Supongamos que hay un conjunto de jóvenes que se consti- I
uVi' en grupo de catequistas. El objetivo de cada uno es
l l g n .miente divergente. Uno quiere dar catcquesis porque busca

149
una formación humana y docente, y espera lograrlo pui el
contacto con los chicos. Otro busca una formación ■ Hpii ilual
para aumentar su fe. Un tercero busca únicamen- l< relacionarse
con sus coetáneos y hacerse amigos. Alguien viene porque
quiere acompañar a su novia, muy deseosa «!• colaborar con la
Iglesia. El siguiente participa por puro deseo de servir a los
demás. Se presenta alguno porque lo Invitaron y no se atrevió a
decir que no. En un primer mo- nlento, este grupo puede andar
porque hay un objetivo común: la catcquesis. Las diferencias
pueden sin embargo, i misar tensiones más adelante. El que
busque una forma- > Ion espiritual va a insistir más en la
preparación y en el * .ludio. Otro verá la necesidad de más
intercambio entre i líos. El que venga por su novia, va a
manifestar, temprano
0 larde, cierto desgano o le faltará dedicación.
I .o acertado en este caso no es tanto convencer a cada mío
para que todos quieran lo mismo, sino tomar concien-
1 ia de la diferencia de los proyectos subyacentes, aceptar la
modalidad de cada integrante y llegar a un acuerdo míni mo a
base de la situación real. Eso es tener conciencia del riado de la
cohesión grupal. No exigir de nadie lo que no puede o no quiere
dar. El grupo consciente de su propia n aliilad disfruta de buena
salud, al igual que una persona i uva imagen de sí misma
coincide con lo que ella es.
Los objetivos pueden cambiar. Un hombre casado, verían
aria, empieza a simpatizar con su secretaria. Se hacen amigos. Su
expectativa respecto a su grupo familiar sufre mía
Iransformación notable. La esperanza que había colo- i ado en el
hogar, declina visiblemente. Los hijos le parece- i an
insoportables y experimentará una marcada desazón. La Iamilia
lo sufrirá en su conjunto. Es un ejemplo, quizá, muy especial,
pero puede indicar algo que sucede en todo riupn i iiando
cambian los intereses de un participante. Una modificación tal
debilita notablemente la cohesión grupal.
I preciso, por tanto, palpar continuamente el grado de la
II tliesión.

150
Una misa de domingo es, también, un hecho grupal. Alguien
va para cumplir un precepto. Es su objetivo. Su entusiasmo y su
colaboración están condicionados por eso. Si va para escuchar una
buena homilía y las palabras del sacerdote son mediocres, quedará
insatisfecho. Otro va para alabar al Señor. Su participación en el
canto y en toda la liturgia será muy distinta. Si en una misa no llega
a crearse un ambiente de gran fraternidad para alabar juntos a Dios,
se impondría revisar los objetivos. Claro está, en una misa no se
elaboran grupalmente los objetivos. Sin embargo, existen. El
objetivo real se constituye con lo que tiene de común el objetivo de
cada participante y con el grado de conciencia que los integrantes
tienen de él.
Un muchacho se había establecido en la ciudad y empezó a
formar parte de un grupo de oración. Poco después apareció cierta
tensión en el grupo. Varios tenían un interés muy grande en
aprender a meditar y a contemplar. Sin embargo, las conversaciones
se prolongaban y, en cada reunión, se comprobaba la resistencia
para iniciar el trabajo. No se sabía por qué. Después de varias
evaluaciones, en ías que cada uno trató de explicitar su objetivo
respecto al grupo, el muchacho mencionado manifestó que venía al
grupo porque pasaba por un momento crítico, se sentía desarraigado
de su ambiente natal. Se había acercado al grupo para encontrar
amigos, pero no tenía interés en la oración. Todos se dieron cuenta
de que su objetivo era completamente ajeno al del resto del grupo.
Debía crear tensiones y frenar el proceso de lograr los objetivos
propuestos. Sin embargo, el grupo no quiso excluirlo justo en el
momento de su intento de arraigarse en un ambiente urbano nuevo.
Además, lo querían. Es una situación típica en grupos católicos. En
un grupo industrial que tenga fines lucrativos y de producción, es
relativamente fácil eliminar tales faltas de coincidencia en el
objetivo. En movimientos religiosos, en cambio, la amistad juega un
rol importante. Generalmente, ejerce una gravitación en favor del
logro de los objetivos, pero no raras veces en desmedro de ellos. Lo
importante, lo repito, no es eliminar radicalmente tales
incongruencias, sino tener coincidencia de ellas, admitir su
expresión y elegir, aceptando de antemano las limitaciones que tales
opciones Implican, sea la separación dolorosa de personas, sea la
ine- lic ¡encía de lograr los objetivos. El grupo tiene que asumir MI
destino.

151
liemos observado que el objetivo es un factor neurálgico en la
vida grupal. Por esta razón, me gusta plantearlo .il comienzo de cada
reunión. No siempre el objetivo gene- i.1 1 del grupo, sino el
objetivo de la reunión. ¿Qué queremos hacer hoy? No importa si en
la reunión anterior ya se luibía puesto de acuerdo. Conviene
retomarlo. La situación del grupo puede cambiar. No es
sorprendente si, de repen- lo, emerge algo que en la reunión anterior
aún no se divisaba. No perjudica refrescar la memoria para aunar las
fuerzas y ci car la conciencia actual de lo que el grupo se propone t o
este momento. Tal actualización del objetivo ayuda, ade- mas, para
que cada uno asuma la tarea común. Me ha pa- s.ulo, con frecuencia,
que descubrimos en la evaluación que el objetivo perseguido por el
grupo no interesaba a nadie, pero como cada uno pensaba que a los
demás les importa- lía, o porque pensaban que había que atenerse al
plan pre- eslablecido, no querían manifestar su indiferencia. Otras
veces, sucede que aprueban la primera proposición con tal de
empezar ya. Por eso, cuando coordino una reunión, en vez de
proponer el objetivo decidido anteriormente, solamente hago una
pregunta general invitando a que el grupo reaccione: "Aquí estamos.
¿Dónde hemos dejado nuestro li abajo? ¿Qué les parece que
podemos hacer hoy?”. Prefie- 1 1 1 demorar con este contrato inicial,
incluso objetar la me- la propuesta, hasta que vea que el grupo
empiece a despertarse y a asumir Su tarea. Todo el trabajo va a ser
más responsable. Se puede volver a plantear este compromiso
mutuo cuando surgen obstáculos. Es posible retomarlo, modi- I ic
ario o adaptarlo al nuevo estado de ánimo de los miem lucís pero,
siempre tienen que aunar las fuerzas, por lo menos, de una manera
tácita.
El grupo vive con la vitalidad de sus objetivos. Nace c liando hay
algo común. Se fortifica a medida que se inten- i!lean las
coincidencias. Cuando los corazones se aúnan,
lodos ponen el hombro y el grupo anda bien. Se debilita con la
discrepancia de intereses. Cuando no existe suficiente convergencia,
el grupo se muere. Es lindo cuando algo muere en el momento en
que termina su vida. Es desgarrador cuando muere antes, y es
penoso cuando sigue prolongando una agonía sin esperanza. La
vida no depende siempre de la voluntad humana. A veces, termina
aunque uno no lo quiera. Aceptarla es signo de un gran espíritu. Los
médicos, de vez en cuando, logran mantener en vida vegetativa

152
organismos humanos sin posibilidad de recuperación. Algunos
grupos hacen lo mismo. Se reúnen y tratan de reanimar lo que ya se
ha apagado definitivamente. Sólo tienen en común los estatutos
muertos o los recuerdos agradables de otros tiempos cuando el
grupo todavía disfrutaba de vitalidad. Los miembros de este grupo
formarán, tal vez, otros grupos, en otra parte, con otras personas y
con otros objetivos, pero prolongar la agonía de éste, puede no tener
sentido en absoluto.
El objetivo del grupo determina, normalmente, el número de
personas que pueden participar en él con provecho. Si pretenden
alcanzar una relación personal estrecha, pasar de diez puede causar
inconvenientes serios. Tales son los de convivencia, de reflexión,
grupos que comparten o elaboran sus procesos personales, grupos
de revisión de vida y otros por el estilo. Me acuerdo de un grupo,
con alrededor de dieciséis miembros, que trataba de compartir un
proceso relativamente hondo de las experiencias. Con regularidad
matemática, las reuniones en las cuales faltaban participantes, eran
siempre, las que andaban mucho mejor. Su número era excesivo. En
momentos muy breves, sin embargo, como en un congreso formado
por personas que se unen sólo para unos días, se puede tener
contactos y testimonios con muchos más participantes. Para la
catcquesis, por ejemplo, si se pretende compartir algo religioso y
personal, conviene no exceder el número de siete u ocho. En el caso
de catequistas jóvenes y sin experiencia docente, convendría
reducirlo más aún. Darles solo cinco chicos. Se necesitarían más
catequistas, pero daría un resultado más religioso y un mayor
número de jóvenes aprovecharían la experiencia muy gratificante de
compartir personalmente su fe. Es Iris lo cuando un joven que
empieza a dar catcquesis, en ve/ de poder compartir cómodamente
su fe, tiene que debatirse con problemas disciplinarios porque su
grupo es más numeroso di- lo que él puede abarcar holgadamente.
Con eso, no quicio descartar que grandes movimientos populares
puedan aportar importante crecimiento de fe o que el sentirse en
Iglesia abierta no sea necesario.

Ln dinámica de la conducción
Una catequista me contó que daba clases de religión en dos

153
colegios distintos. En uno de ellos, existía una disciplina férrea. Lo
que no era prescrito era prohibido. En los corredores y en las clases
reinaba un orden perfecto. Era muy cómodo dar clases porque no se
presentaba ningún problema disciplinario. En el otro colegio, en
cambio, todo era espontaneidad y desorden. Perdía mucho tiempo
en conseguir que cada alumna se ubicara en su asiento y, si lo
conseguía, no duraba mucho tiempo. Sin embargo, me decía que
prefería dar catcquesis en este segundo colegio.
—¿Por qué? —le pregunté maravillado.
—Y, sí —respondió—, porque les pido que dibujen una escena
del Evangelio, que anoten algo en su cuaderno y, en- l(mees, se
manifiesta la diferencia. En el primer colegio, me preguntan en qué
cuaderno tienen que dibujar, en qué pá p u l a , con qué color y no
hacen nada que no les haya indi- i ado expresamente. Temen ser
desautorizadas si emprenden algo por cuenta propia. En el segundo
colegio, por lo contrario, todo es vida. Apenas les digo que dibujen
algo, loman el cuaderno, se ponen a trabajar y crean cosas ori-
ginalcs. Y eso me encanta. Prefiero luchar con la disciplina, p e r o me
agrada que tengan iniciativa, emprendan, inventen v colaboren.
Escuché atentamente y me gustó lo que había dicho. Veía que
se relacionaba con sus alumnas. Los chicos con mucha iniciativa
entran en cierto orden por medio de una relación personal. Los que
sólo buscan el orden objetivo pero sin crear un verdadero contacto
personal, no pueden nunca conducir un grupo dinámico, original o
fuerte.
Pero más que nada, en este relato de la catequista, vi llevado
hasta su extremo una ley que gravita sobre todos los grupos. Los
muy dirigidos corren el peligro de perder iniciativa. En cambio, los
que tienen mucha iniciativa, no se sienten bien con una dirección
muy vertical. Un grupo de médicos, de profesionales, de
matrimonios o de universitarios que en su vida se gobiernan de una
manera autónoma, no ingresan en grupos muy digitados. Están
acostumbrados a la independencia en la vida cotidiana y desean
ejercerla, también, en sus grupos de índole religiosa. Otros, en
cambio, necesitan una dirección estricta.
Los miembros de un grupo, cuanto más independientes son en
su vida privada y en su trabajo, tanto más se inclinarán a un
régimen democrático. La conducción democrática tiene sus leyes
propias. La iniciativa del gobierno y de la dirección proviene de
todos en una forma distribuida. Una iniciativa de conducción se

154
llama moción de orden. Si en plena discusión alguien propone que
se cambie de tema, o que se dé otro rumbo a la conversación, es una
moción de orden. En un grupo democrático, las mociones de orden
proceden de todos. Cada uno muestra, de este modo, que mientras
participa en la tarea grupal, está sintiéndose responsable por la
marcha del grupo. Participa en la conducción. Después de surgir
una moción de orden, el grupo delibera un momento para
considerar si la acepta o no. En este momento, el grupo entero
realiza un acto de conducción. En un grupo dirigido, o no vienen
mociones de orden fuera de las del líder o son aceptadas y
rechazadas sólo por él. Se puede observar, por ejemplo, cuando
surge una moción de orden, si es el líder que responde o si es el
grupo entero. En el instante de la deliberación, si el grupo es
democrático, todos miran la cara de todos para ver las reacciones. En
el otro caso, todos miran la cara del líder. La democracia, en este
sentido, es una mentalidad, no un sistema. No excluye, por tanto, ni
la existencia de un líder ni la pertenencia a un movimiento o a una
organización.
Cuando estuve en Bélgica y tomé contacto con el movimiento
de la Juventud Obrera Católica (J.O.C.), se insistía mucho en la
diferencia entre el director y el asesor. Eran los años cincuenta,
cuando los movimientos católicos se esforzaban por liberarse de un
excesivo predominio clerical. I )ecían que el director conduce al
grupo. El asesor, en cambio, aporta su opinión y un esclarecimiento
doctrinal o un testimonio, sin intervenir directamente en la
conducción. Admitían una intervención indirecta sobre todo en
grupos de jóvenes. Consistía en inspirar; crear la conciencia y el
Animo para que una iniciativa nazca del grupo. La diferencia de
fondo consiste en que los actores responsables, los protagonistas,
son los unos o los otros. Si una fábrica, de repente, da pérdidas y los
responsables ño saben por qué, llaman a un experto, es decir, a un
asesor técnico, para que dé una diagnosis y proponga una solución.
El asesor no es propietario y no toma decisiones. Da su opinión
técnica a los responsables y, si le piden, presta un servicio dentro de
mi marco muy determinado.
Creo que en los últimos cincuenta años, los movimien- los
católicos pasaron por una evolución notable respecto a su dinámica
para asumir su propia conducción. Antes de los años treinta,
prácticamente todas las organizaciones habían sido dirigidas por el

155
clero y las autoridades ecle- •.iáslicas. Asimismo, sus objetivos
apostólicos eran fijados por los mismos. En la década del treinta
apareció la Acción Católica. Con sus cuatro ramas, representaba la
prolongación del apostolado de la jerarquía, pero ya con una
conciencia mayor, de los laicos. Tenían participación en la
conducción y eran nombrados por la jerarquía para puestos
directivos importantes.
En la década del cincuenta se dio otro paso. Hubo una gran
controversia en la Acción Católica francesa. Un sector de ella
pretendió dar al movimiento otro objetivo. Decían que no querían
ser la prolongación del apostolado clerical, sino que proponían que
el objetivo de la organización fuera la formación de sus miembros
para que cada uno, en su familia, en su ámbito de trabajo cotidiano,
bajo su propia responsabilidad, irradiara la fe como a cada uno le
parecía. Era evidente que, de esta manera, el movimiento habría
cambiado su objetivo. La Acción Católica ejercía hasta entonces su
actividad dirigida por el clero. Organizaba manifestaciones y
campañas como, por ejemplo, contra la blasfemia o en favor de la
enseñanza cristiana, etc. El movimiento como instrumento de acción
conjunta iba a acabar. El nuevo estilo lo hubiera puesto al servicio
de la vida cristiana de sus miembros. La dirección también iba a
cambiar. En vez de directores, necesitaban asesores que ayudaban a
tomar conciencia sin imponerse en la acción. Este grupo que
proponía el cambio, se apartó de la Acción Católica y formó su
propio movimiento. En la misma época nació el Movimiento
Familiar Cristiano que tenía el mismo espíritu. Realizaban poca
actividad común. Se proponían formarse y tomar conciencia para
actuar como cristianos donde la vida los ponía. La jerarquía lo
aceptó y nombró sus directores laicos y sus asesores sacerdotes.
Creo que no me equivoco mucho si afirmo que en la década
del sesenta se pudo observar otro cambio. Después de sus
respectivos apogeos, muy interesantes, los movimientos
mencionados pasaron por cierto período de menos expansión y
hasta de estancamiento. Tenía que venir otro movimiento joven,
más dinámico, con un nuevo mensaje, que respondiera a las
expectativas que estaban despertándose en la gente. No se trataba
tanto de otro movimiento numéricamente distinto, como de otro
estilo, de otra mentalidad, de otra manera de relacionarse. No
apareció nada. Hasta tenía la impresión que existía cierta

156
desorientación y cierto vacío. Viajando por aquí y por allá,
empezaba a darme cuenta de que el vacío era más aparente que real.
Como hongos, habían surgido grupos juveniles, grupos de
matrimonios, grupos que no tenían ni nombres ni pertenecían a
ningún movimiento. Pululaban por dondequiera uno miraba.
Nacían de improvisto, no querían encuadrarse en ninguna
organización, luchaban buscando sus objetivos, se nucleaban en
torno de una o dos personas, casi siempre los unía un lazo de
amistad, daban lindos momentos de convivencia y trataban de
esclarecer su fe, pero raras ve- ccs tenían una acción común.
Fácilmente, como habían nacido, desaparecían sin dejar otro rastro
que el hecho de haber compartido, de haber vivido y crecido juntos.
Reclamaban un estilo democrático de autogobierno sin, por eso,
disminuir en absoluto su respeto y su fe en la jerarquía.
Es sintomático que los movimientos que más prosperan en este
momento, como los Cursillos de Cristiani- dad, ostentan las
características comunes que reposan sobre los hombros de los laicos
y poseen estructuras muy sueltas. Es cierto que dan una iniciación
densa e intensamente dirigida que logra numerosas conversiones.
Luego, proponen alguna ayuda para mantener un contacto y
alimentar el fuego inicial pero fundamentalmente sueltan las
riendas porque más que dirigir una organización, desean dejar lugar
a la iniciativa y a la responsabilidad personales. Es que no buscan
adeptos sino que desean despertar el espíritu en un pueblo
responsable. Se puede observar, por ejemplo, hasta qué punto el
movimiento carismático se mueve con estructuras aflojadas.
Me sucedió al comienzo de mis experiencias grupales que un
grupo recién formado quería entrar en el Movimiento Familiar
Cristiano. Eran matrimonios de profesionales. Fui a la secretaría
general, pedí los estatutos y el programa de varios años. Los estudié
y los presenté. Ya de eilirada, los estatutos no suscitaron ninguna
simpatía. Los temarios, sí. Elegimos uno y empezamos a trabajar
pero algo no andaba bien. No era fácil diagnosticar la causa del
malestar y nos debatimos un año entero sin dar en la tecla. Lo
curioso era que el interés se mantenía a pesar de l o s continuos
fracasos y la reunión se hacía con regularidad y sin ausencias. Al
final les pregunté qué querían hacer. Cada uno propuso un tema
distinto. Muy bien, les contesté, anotamos todos estos temas para
tomarlos uno por uno. Pasamos un año entero recorriéndolos con

157
éxito. A l l í me di cuenta que este grupo de profesionales sabía lo
que buscaba, planteaba sus interrogantes y quería hacer mi proceso
propio de elaboración. Los temas surgían del grupo en el orden y
según el ritmo de su propia necesidad. Su expectativa respecto a mí
era que intuyera este proceso, lo respetara y los acompañara con mi
conocimiento religioso pero que no introdujera elementos o
programas ajenos a su búsqueda ni tratara de empujarlos a ninguna
acción. Creo que la historia de los grupos católicos en los últimos
cincuenta años nos enseña que fueron apareciendo grupos cada vez
más conscientes y más responsables, que descubrieron la
posibilidad de seguir su propia dinámica interna.
Me pregunto a veces, si estos grupos no son tan individualistas
que no puedan constituir un movimiento. No sé si mi respuesta es o
no acertada porque todavía estamos muy al comienzo de su
evolución como para pronunciar la última palabra. Creo que pueden
aglutinarse en movimiento pero su manera de unirse será muy
diferente a la organización de los movimientos existentes. Como son
muy democráticos, creo que su integración en un movimiento
tendrá que ser de la misma índole. Es decir, querrán confederarse.
Querrán mantener su participación autónoma en el movimiento y
confederarse a medida que haya un aporte mutuo y tangible. No
toleran una dirección verticalista, no necesitan programas, por eso,
no ven por qué integrarse en movimientos que les acarree un lastre
de administración u otras obligaciones. Todo eso no les impide que
puedan tener muy buena relación con la jerarquía y aceptar las
limitaciones que ella por su vocación les deba imponer. Lo que les
falta, es cierto, es esa gran sensación de Iglesia que se crea, por
ejemplo, en congresos donde llegan cientos de personas de todas
partes de la República, del continente y a veces del mundo entero.
La experiencia me inclina a pensar que nosotros, sacerdotes,
sin darnos cuenta, tenemos una fuerte inclinación a dominar grupos.
Cuando participaba sin estar comprometido en un rol directivo,
generalmente, en grupos de sacerdotes, me hicieron muchas críticas
muy sinceras respecto a mi actitud de imponerme y de no respetar el
ritmo grupal. Eso me hizo mucho bien, y me di cuenta que en otros
grupos, en los que sí ejercía una función directiva, no se atrevían a
expresar sus críticas. Habrá sido

158
por respeto o porque no pude recoger la primera insinuación
cuando cuestionaban mi modo de proceder. Por eso, comentamos a
menudo entre compañeros que a los asesores les conviene participar
en algún grupo de iguales, donde mutuamente, hagan notar los
defectos en el comportamiento grupal. Eso se puede hacer, por
ejemplo, en grupos de revisión de vida.
Hablando con un amigo sobre sacerdotes, es decir, acerca de
personas que por su vocación están llamadas a irradiar la fe, me dijo
que les tenía cierto miedo porque es muy difícil tener relaciones
gratuitas con ellos. Temprano o tarde, me decía, aparecen con algún
interés. Necesitan dinero, piden colaboración para una rifa o algo
por el estilo. Entonces, uno entra en su esfera y se siente usado para
su obra, me decía mi amigo. Me hizo pensar y quizá tenga algo de
razón. Los que son llamados al apostolado tienen la vocación de
irradiar su fe. Están, por eso mismo, enrolados en actividades y
viven ocupados durante el fin de semana cuando otros descansan.
Están expuestos al activismo más que los demás. Por eso les cuesta
mantener relaciones gratuitas y corren el peligro de ser ejecutivos
dominantes.
Hay grupos que necesitan una dirección fuerte. En un congreso
de tres o cuatro días con la participación de numerosa gente, debe
existir una conducción clara, ágil y rápida. El constituirse en grupo
toma mucho tiempo. Grupos de breve duración necesitan más
conducción. Grupos de adolescentes necesitan recibir ideales,
información y piden, normalmente, una conducción más dirigida,
aunque reclamen decididamente el ambiente de libertad que
merecen y aunque exijan la posibilidad de expresarse. Conocí los
cursillos de Cristianidad que son dirigidos enérgicamente —y
necesitan serlo— porque tienen un plan de trabajo determinado.
Todos los grupos de acción, piden, generalmente, más dirección;
como una fábrica, por ejemplo, que tiene que manufacturar sus
productos en plazos determinados. Por eso, los grupos dirigidos son
necesarios. Son las circunstancias Jas que dicen hasta qué punto un
grupo tiene que ser dirigido. Pero podemos establecer algunas
reglas generales.
Me parece que los grupos, en general, tienden hacia una
participación cada vez más grande en la conducción. Por esta razón,
si un grupo puede asumir con responsabilidad una conducción más
democrática, conviene que lo haga. Un grupo que va asumiendo su

159
conducción pierde cierta eficiencia externa mientras se arma como
unidad. Por eso, si un grupo o si un líder nunca permite, ni parcial
ni escalonadamente, cierto vacío en la conducción y cierta
declinación en la eficacia, el grupo nunca podrá asumir su gobierno.
Unos grupos buscan apoyarse en su líder y se sienten cómodos
haciéndolo. Siempre conviene ofrecer opciones al grupo porque por
ellas ejercen gradualmente su gobierno propio. Los primeros pasos
de autonomía son dialogados. El grupo elige o decide algo y luego,
lo hace. Si da un paso en falso hay que dejarlo y conversarlo
después para que tome conciencia de sus errores. Si a un grupo no
se le permite equivocarse, no va a ser nunca independiente. Lo
importante es permitirle que cometa errores corregibles. Con eso, va
reuniendo experiencia. La independencia no excluye el diálogo.
Todos los grupos están abiertos al diálogo pero no todos los grupos
permiten que un líder se les imponga.
Es muy provechoso plantear alguna vez la relación del grupo
con su coordinador, con su líder o con su asesor. ¿Qué rol le
asignan? ¿Qué expectativas tienen respecto a él? ¿Cómo quieren
integrarlo en el grupo? Al revés también. Conviene que el asesor
exprese con claridad lo que ofrece y lo que pide. Así, convienen en
el modo de relacionarse y cada uno podrá notar cuándo la otra parte
se sale de los marcos preestablecidos.
Dios es Padre. Ejercer una paternidad se ejerce de una manera
distinta con un bebé, con un niño, con un adolescente, con un hijo
casado y con un hijo que, en su plenitud de hombre, viene a
consultar al padre anciano pero de gran experiencia. El anciano sabe
tolerar y sabe comprender. No tiene apuros. Tal vez sonría cuando
su hijo ya adulto emprende algo que él estima equivocado. Su
sabiduría consiste, con frecuencia, en callarse hasta que lo
consulten. En esta paternidad, la confianza y el intercambio pesan
más que la eficacia y los resultados objetivos.
I a» tros fases de la reunión

( i co que era el cardenal Cardijn, fundador de la JOC, quien


por los años treinta, explícito las tres fases de la reunión de su
movimiento: ver, juzgar y obrar. Su aplicación -,e extendió con
rapidez y alcanzó mucha difusión por su •.cutido práctico. He visto
aplicarlo en congresos y en las i enmones más diversas. Pude hacer
algunas observancias o -.pecio a él que, me parece, explican ciertas
deficiencias en

160
- I funcionamiento de las reuniones grupales. La primera
observación es que cada fase, además de tener una finali- il.nl
diferente, tiene sus propias leyes y, consiguientemente, pide una
actitud distinta. Quiero decir que, al entrar en una de estas fases, no
solo cambia la materia de la reunión sino que se precisa una nueva
actitud, muy diferente de la • interior y eso se requiere de parte de
cada participante so p e n a de no obtener los resultados esperados.
Cada fase tien e sus leyes propias que si no son respetadas, la
reunión se estanca, Observemos, pues, en qué consisten las fases,
sus leyes y la actitud que piden.
1. La primera fase consiste en ver. La asimilación de nueva
información objetiva es esencial. Se ha dicho innum e r a b l e s veces
que el gran peligro de la mentalidad católi- < a es i i o necesitar
información. Pensamos que la revelación divina nos enseña lo que
tenemos que saber y, como si eso l u n a poco, el Espíritu Santo nos
inspira lo que nos hace talla para obrar bien. Por estas razones
corremos el peligro d e descuidar la información. La mentalidad
eclesiástica es m a s deductiva que inductiva. Más que partir de los
signos de l o s tiempos y de la complejidad contingente de las co s a - . ,
le gusta basarse en sus conocimientos absolutos. Parte d e l o
inmutable, de lo esencial. Deduce lo posible de ver d a d e s eternas.
Por eso, tiene la inclinación a no dar mucha Importancia a los datos
concretos y a no preocuparnos por recibir suficiente información.
Pero, además, en los grupos interviene la mutua rela-
- Ion de los miembros con su enorme campo de vivencias. Pin lo
tanto la información por medio del testimonio tiene en ellos
importancia primordial. Nos hemos ocupado bastante del
testimonio como expresión de lo personalmente vivido y de la
actitud que exige en quienes lo escuchan: una actitud muy especial,
de receptividad, de interés, de respeto sin formar juicios, sin dar
consejos, sin alabar o apoyar, sin querer hacer otra cosa que
comprender, aceptar y acompañar. Cuando una reunión grupal está
en la fase de "ver” e interviene el testimonio, existe la necesidad
ineludible de ponerse en actitud de escuchar. La manifestación
natural de este grado de escuchar, ya lo sabemos, son los reflejos. La
incapacidad de adoptar esta actitud constituía el noventa por ciento
de los problemas grupales que encontré en mi vida.
En grupos chicos, donde hay una relación personal entre los
miembros, la información objetiva, también tiene que venir
presidida, acompañada e imbuida de testimonio. Por más objetiva

161
que sea la información, se la debe traer tal como la persona la
descubrió y la vivió. Hay que proponerla de una manera personal, si
se pretende que el ambiente grupal no se ponga más distante y
formal.
En un grupo, cuando se atienden a las reglas del juego, esta
fase de la reunión fomenta la buena relación, aumenta la confianza,
la amistad y el conocimiento mutuos. Crea un ambiente de libertad
y de gratuidad. Se abren los corazones. Es la fase donde más se
comparte la fe.
2. La segunda consiste en juzgar. En ésta se está buscando una
interpretación de la información recibida en la primera fase. Mejor
dicho, una interpretación de la situación objetiva acerca de la cual se
informó. Consiste en la confrontación de las diferentes
interpretaciones y, por eso, aparece con claridad la diferencia de las
mentalidades, de las opiniones y de los puntos de vista. Es un
intercambio de ideas. Se da por descontado que los testimonios no
se interpretan sino solo la situación objetiva.
En la primera fase hubo un compartir de testimonios de
información. Existe, por lo tanto, un patrimonio común de elementos
conocidos. Se intenta, ahora, llegar a una interpretación en la cual
todos coincidan. Los resultados dependen en gran parte del grado
de comprensión a la cual *.!' había llegado en la primera fase.
Aunque se intente una Interpretación común, importa saber que no
es necesario alcanzarla. Esta situación de querer llegar a una
coincidencia, sin que sea imprescindible, determina las leyes y las
actitudes de esta fase. Ya hemos visto algo de eso cuando hablamos
de la discusión. Hay que escuchar y tratar con gran respeto la
opinión del otro. Hay que rescatar de ella todo lo que se pueda. Hay
que continuar y completar su linea. Para crear un diálogo donde
todos juntos ponen ladrillo sobre ladrillo. Donde todos juntos
construyen la casa. Se debe evitar la discusión. Por eso, conviene
proponer l a s opiniones con palabras que las atenúen, indicando su
provisoriedad y para dar lugar a opiniones contrarias. Se está en
búsqueda. Normalmente, no se deben impugnar las opiniones
desatinadas sino dejarlas caer en el vacío. La verdad tiene su fuerza
y hay que contar con ella.
Aparecen las diferencias de mentalidades. Unos serán mas
conservadores y otros más avanzados. Cada tema y cada
acontecimiento hará aflorar la diversidad de posiciones. Ni hay que
combatir a esas posiciones ni hay que conven- i er las personas. Se

162
las debe conocer, aceptar y respetar. Si luego de esa fase, no se llega
a una acción común, respetar l.e, diferencias no es tan dificultoso.
Si, en cambio, la segunda fase va preparando la decisión, es mucho
más arduo mantener la conversación en un nivel desinteresado y
desapasionado pero hay que intentarlo. De todos modos, es muy
conveniente atender simultáneamente a que las relaciones
personales en el grupo no sufran daño.
Observemos, por ejemplo, un debate después de una pela ida.
Primero, se dan los testimonios contando cómo la lia vivido cada
uno. Luego, se puede intentar una interpreta! ion de la película. A lo
mejor, se llega a coincidencias pero si no se logran, no importa: cada
uno va enriqueciéndose con el aporte de los demás. No hace falta
alcanzar una i (inclusión uniforme.
.b l.a tercera fase consiste en obrar. En la primera se .i imdo
información. En la segunda se la interpretó, tratando de obtener una
visión común y, ahora, en la tercera, se propone determinar la
estrategia del grupo. Es la fase más explosiva porque en ella se
decide la acción. Es una fase muy diferente de las demás; aquí
entran en juego la vitalidad, el empuje, las pasiones, los intereses
económicos y las presiones ideológicas. Aparecen las luchas y las
alianzas. Es el momento de la actitud política entendiéndola en el
sentido más amplio. Empieza la lucha por el poder. La decisión es la
suma del poder. Es muy importante porque se trata de la realización
misma. Los diferentes subgrupos, las diferentes mentalidades y los
diferentes intereses se enfrentan para imponerse. Por eso era
necesario mantener la primera y la segunda fase sin las pasiones
desatadas porque hubieran entorpecido la posibilidad de conversar
con paz y lograr los acercamientos posibles. Imaginemos unas
elecciones políticas o elecciones de un partido. Observemos una
reunión parroquial donde se debate si se hará una rifa o si conviene
cambiar al tesorero. Pensemos en la agitación de los ánimos que
provocan los capítulos de las congregaciones religiosas o en la lucha
que tuvo lugar en el Concilio Vaticano II para que una u otra
orientación se impusiera en las votaciones. Otro tipo de situación
tensa se produce en grupos u organizaciones católicas donde el
párroco o el presidente de la asociación trata de empujar a los
miembros hacia una acción que la organización pide, pero a la cual
todos quieren sacarle el cuerpo.
Al entrar en la tercera fase cambian las reglas de juego. En un

163
grupo más o menos democrático la decisión se hace por votación o
en grupos más chicos, si es posible, se ponen de acuerdo sin
formalidades. En la deliberación que prepara la decisión es
importante proponer los motivos con claridad. Más importante, aún,
es la claridad del procedimiento, para evitar que los ánimos se
exarcerben en la lucha.
La unificación de las opiniones no es necesaria. Basta con que
todos acepten que la votación determina la manera de obrar. Con
eso, cada uno acepta que la opinión de la mayoría decida la acción,
pero cada uno puede reservarse la opinión de que la solución que él
había propuesto habría sido más conveniente. Las opiniones se
respetan hasta el fi- n.d. Sólo se impone una decisión grupal
respecto a la con- i i el ¡/.ación de un plan. Sin embargo, en grupos
homogéneos, donde las mentalidades son afines y los intereses
convergen- íes, la decisión no crea hostilidades y la ejecución es más
dinámica porque cada uno se identifica con lo decidido.

Los estilos grupales

1. Hace un par de años, me invitó un grupo directivo ilc


religiosas. Era el consejo general, que congregaba a va- i ios
centenares de hermanas. La generala residía en el país y estaba
presente. Casi todas las religiosas eran docentes. I as habían
convocado para el verano habiendo planificado dos semanas de
asamblea general, que se llamaba capítulo V que estaba destinada a
la renovación de sus estatutos. Es- l.i reunión general había sido
preparada durante el añp en comisiones que funcionaban
permanentemente. Me pregun- I íiron cómo organizar estas semanas
y cómo estructurar los debates acerca de los diferentes puntos del
estatuto que iban a cambiar.
—Miren —les dije—, el capítulo es un tipo de reunión v el
encuentro es otro. El capítulo gira en torno de las de- ( r.iones que
dependen de los votos. Debe haber una buena información pero no
demasiada discusión. Hay que propo- iler brevemente las opiniones
y sus motivos, y pasar, ense- i'iikln, a la votación. En el capítulo se
desarrolla una lucha en! re las diferentes fracciones y entre las
mentalidades anta- ron ¡cas. Los ánimos se excitan, y cuesta
controlar las ten- .iones y las rivalidades. Al final, hay vencedoras y

164
vencidas. Eso por sí, no fomenta la unión. Hay que hacerlo porque
desean renovar los estatutos y deben asegurar que la opinión de
cada una pueda influir en las decisiones. Durante lodo el año
trabajaron en comisiones y elaboraron los motivos en pro y en
contra, por lo tanto, la colaboración ya esta hecha. Lo que les
conviene hacer ahora, es un encuendo. Si ustedes realizan el
capítulo con todo el mundo, va a ser un desencuentro: una lucha.
Convoquen, en su lugar, a un encuentro, que es muy distinto.
Hablen de sus experiencias. Narren lo que cada una ha vivido, en lo
que está trabajando, cuenten sus dificultades en su labor, relaten
sus éxitos y expongan sus planes. El conocimiento mutuo las acerca
y se sentirán unidas. Durante el año están lejos unas de otras.
Ahora, en el verano, hagan algo que las una, que aumente el
conocimiento mutuo y que fomente la amistad entre ustedes.
Descarten toda lucha. Busquen una experiencia de unión y de
fraternidad. Organicen una convivencia gratuita sin necesidad de
criticar a las demás. Aprendan a aceptarse y a respetar las
diferencias. Después, terminado el encuentro, las representantes
oficiales, las que tienen voto, se quedan por unos días más y con
una breve deliberación realizan las votaciones.
Así lo hicieron y se quedaron muy satisfechas. Fue un gran
alivio para el ambiente colmado de antagonismos. En este ejemplo
se ve mi segunda observación respecto a las fases de la reunión. No
en todos los grupos y no en todas las reuniones tiene igual
importancia cada una de las fases. Hay grupos en los cuales domina
la primera fase: el compartir, el testimonio, la información. No
importa la reflexión, no se pretenden conclusiones, ni decisiones. Su
objetivo es compartir, comunicarse y amarse. En esos grupos se
forma con facilidad un ambiente cordial y unido a condición, por
supuesto, de observar estrictamente sus leyes: no formar juicios. De
este tipo son muchos grupos juveniles que buscan amistad, buscan
compartir, desean conocerse, relacionarse y crecer juntos. De este
estilo son las "patotas” de los barrios, ciertos encuentros y retiros de
adolescentes, los grupos de revisión de vida y los grupos de oración.
Suele ser el clima de los congresos. En ellos, aportan información,
hay conferencias, pero la gente, más que de las conferencias,
aprovecha del contacto personal y de los pequeños grupos.
Intercambia experiencias con personas que trabajan en lo mismo
pero a quienes nunca había conocido. Descubre que los demás

165
tienen los mismos problemas y los mismos éxitos. Hacen contactos
interesantes y se crea un clima de comunicación. No tienen que
ponerse de acuerdo
ni licnen que tomar resoluciones importantes. La segunda V la
tercera fase, si las hay, no tienen tanta importancia pa- i ¡i la
mayoría de los participantes. Hay una atmósfera de gratuidad. Lo
importante es compartir y el secreto es no discutir, no juzgar, no
oponerse sino aprovechar la oportuni dad para recibir y para dar
testimonios gratuitos.
2. En otros grupos domina la acción. Tales son los consejos
directivos, como ya lo hemos dicho, los grupos polí- l icos,
económicos, los parlamentos, las campañas electorales, etc. La
Acción Católica es de suyo un grupo operativo: ayuda a la
jerarquía, aunque tiene también fines de formación. El presbiterio
de una diócesis, aun cuando fuera sólo consultivo, es un grupo de
acción. Un grupo cuyo objetivo sea el apoyo económico de un
colegio, un grupo de catequis- las y hasta de monaguillos son de
acción. Deben poner manos a la obra, lo que implica un acuerdo
previo cuya elaboración puede generar tensiones. En estos grupos
de acción las tres fases de la reunión llegan a enlazarse
orgánicamente. Su buen funcionamiento depende de varios
factores. El'primero es no juntar en un solo grupo de acción gente
que tiene proyectos muy divergentes o mentalidades
incompatibles poique se producen luchas intestinas y se pierde la
eficiencia, que es clave en estos grupos. El segundo consiste en
llegar a deslindar las tres fases de la reunión con bastante nitidez
y lograr que el tono en cada fase sea efectivamente el apropiado.
Ahora dejamos fuera de consideración los grupos de acción ya
mencionados, cuyo problema consiste en que los dirigentes tratan
de activar un cuerpo desganado. I os grupos apasionados, para
hacer algo, raras veces son capaces de ponerse en la actitud de las
dos primeras fases. I a tensión que existe entre los diferentes
intereses rivales impide escuchar y recibir. Cada uno está
obsesionado con su proyecto y su voluntad. Si escuchan o si
intercambian ideas, lo hacen en función de lo que quieren hacer.
Miran toda afirmación con la pauta de su propio plan. No pueden
escuchar gratuitamente ni pueden asimilar ideas; en todo caso, su
receptividad es mínima. La finalidad de las dos primeras fases de
la reunión es sacarlos de esta ofuscación, volverlos receptivos y,

166
de esta manera, acercarlos los unos
a los oli os. Este acercamiento por más que se esfuercen no se logra
mientras no aprendan a ponerse en una actitud receptiva durante las
dos primeras fases de la reunión y de hacer un esfuerzo de
desprenderse interiormente de su propia voluntad para intentar
abrirse a lo que quieren los otros.
3. Fuera de los grupos de convivencia y de la acción, hay
grupos de reflexión. Difieren tanto de los unos como de los otros. Su
objetivo es el conocimiento, la reflexión, la formación de sus
miembros o la interpretación de los signos de los tiempos. Un
movimiento típico de reflexión, en cuanto yo lo conozca, es el
Movimiento Familiar Cristiano. Su finalidad es comprender e
interpretar cristianamente el hecho familiar, los deberes familiares y
el mundo de sus miembros. No se niegan a la acción pero no la
ejercen en grupo. Juntos, quieren únicamente entender, darse
cuenta, apoyarse mutuamente y, como consecuencia natural, cada
uno puede vivir su existencia familiar con más sentido cristiano. El
objetivo del grupo es pensar. La acción es ya personal. Existen
muchos grupos de esta índole, como el panel y el debate después de
una conferencia. Los grupos de estudio tienen una finalidad
parecida. La gran ventaja de estos grupos es que personas de
mentalidades relativamente distantes pueden participar en el
mismo grupo sin graves inconvenientes y, a menudo, contribuyen
mutuamente a descubrir nuevos horizontes y a comprender modos
de pensar. Eso sería mucho más dificultoso en un grupo de acción
porque en éstos han de llegar a decisiones comunes, lo que en
grupos de reflexión no es necesario.
Muchas veces escuché quejas con respecto a estos grupos de
reflexión porque —dicen— en ellos se habla interminablemente, se
pierde el tiempo y no se obtiene ningún provecho. Es que tienen,
también, su secreto. No es necesario que se pongan de acuerdo
porque el progreso se hace por mutuo enriquecimiento. La
discusión las demuele porque empeora las relaciones grupales. Su
éxito depende, en primer lugar, de la primera fase: el testimonio.
El hombre no vive de afirmaciones universales, sino de
percepciones concretas. Percibe lo universal en el ejemplo
individual. Luego, las unlversaliza. Entiende todo en la si- I nación
singular: en un ejemplo, en un testimonio, en algún acontecimiento
vital. Luego, formula su ley universal. Pero, cuando quiere

167
transmitirlo a otro, debe volver a mostrarlo así como existe en la
vida y como lo descubrió. Debe infundirle vida y observarla en un
acontecimiento singular y único. El testimonio de algún suceso
vivido tiene fuerza y hace pensar. Muchas afirmaciones teóricas no
inspiran al pensamiento sino a la discusión. La fuerza de los grupos
de reflexión está en la experiencia compartida. Eso era notable en
los grupos de reflexión en la universidad, como lo hemos visto
hablando del testimonio. El relato de la experiencia personal hacía
pensar durante la semana entera. No solo hacía pensar sino
cambiaba las ideas y modificaba las actitudes. Estos grupos tienen la
ventaja que es bastante fácil descartar el ambiente de oposiciones
porque no es necesario llegar a una conclusión uniforme. La
manifestación de las experiencias termina con la aceptación. El error
es querer llegar a conclusiones ideológicas y poder formular "la
verdad”. Desde las experiencias, se explicitan las ideas y los
pensamientos y queda como una opinión. Me parece que un grupo
de reflexión tiene que aportar, por lo menos, el ochenta por ciento
de su tiempo en experiencias y, puede, en el veinte por ciento
restante hacer reflexiones valiosas y constructivas. Cuando
empiezan por proponer opiniones sin fin, pierden el tiempo. Estos
grupos de reflexión o de estudio tienen que aportar, con frecuencia,
información objetiva. En esos mismos casos, conviene incluir la
vivencia subjetiva de estas informaciones objetivas.
Para terminar esta consideración acerca de los grupos, quiero
decir que el grupo es como una persona. Si puede expresarse, toma
conciencia de su situación y es capaz de solucionar sus problemas.
La actitud de respeto que toma uno frente a una persona
concentrándose de una manera al- truista en ella para sumergirse en
su experiencia, es la misma actitud que conviene adoptar frente a un
grupo. En presencia de una actitud de respeto contemplativo, el
grupo rejuvenece.
Capítulo 7

Bendecir con el corazón

1. San Pablo habla a los corintios del amor, justamente en una

168
situación parecida a la nuestra: al terminar su instrucción acerca de
las diferentes funciones pastorales. Escuchémoslo:
Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los
ángeles y me faltara el amor, no sería más que bronce
que resuena y campana que toca.
Si yo tuviera el don de profecías,
conociendo las cosas secretas
con toda clase de conocimientos,
y tuviera tanta fe como para trasladar los montes,
pero me faltara el amor, nada soy.
Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego
hasta mi propio cuerpo para ser quemado,
pero sin tener amor, de nada me sirve.
(1 Corintios 13, 1-3)
En el texto, como hemos dicho, Pablo retoma las funciones
pastorales que se ejercían en Corinto y que él acaba de comentar:
hablar en lenguas, ser profeta, tener conocimientos religiosos y
servir a los pobres. Añade la irradiación de la fe y el padecer el
martirio. Afirma que estas funciones que son, en sí mismas, los
signos más notables del amor, pueden, sin embargo, carecer de él,
hecho que las priva totalmente de su valor. Aplicándolo a nuestra
situación, podemos decir que ni el escuchar ni el acompañar ni los
rel ie- jos o los testimonios ni siquiera una gran sensibilidad grupa
1 tienen sentido, si no se inspiran en el amor. Parecería obvio que el
acompañar, el escuchar y las demás actitudes que hemos analizado
estén inseparablemente ligados al amor porque son sus expresiones
más genuinas. Se ve que Pablo está tocando un misterio hondo y, al
mismo tiempo, muy concreto y práctico. Quiere explicarse más y,
por eso, prosigue:

El amor es paciente, servicial y sin envidia.


No quiere aparentar ni se hace el importante.
No actúa con bajeza ni busca su propio interés.
El amor no se deja llevar por la ira sino que olvida
las ofensas y perdona.
Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada
la verdad.
El amor disculpa todo, todo lo cree,
todo lo espera y todo lo soporta.

169
(1 Corintios 13, 4-7)

Enumera algunos rasgos de amor que contrastan con los


intereses pastorales. Muestran el lado débil del amor. Dan la
impresión de que el amor es ingenuo e ineficiente. ¿O no es acaso
ingenuidad creer todo? ¿No conduce a la ineficiencia el soportar
todo? Para entender el sentido de este pasaje, es preciso ubicarse en
la sicología de los dirigentes de obras pastorales y de los apóstoles
fervorosos y activos. Se lanzañ a la actividad pastoral o a llevar
adelante una obra. Lo hacen con un empuje vigoroso, con sentido
práctico de eficiencia pero, como consecuencia, corren el riesgo de
perder de vista a las personas. Unos las usan para el buen
funcionamiento de su organización como si fueran simples
engranajes. Otros, en su fervor ejecutivo crean rivalidades o se
ponen envidiosos. Convencidos de que sus intereses son sublimes,
se permiten usar medios eficientes pero de poca caridad. Si algo se
opone a sus fines, recu- non a su poder y se dejan dominar por la
pasión de concentrar el poder en sus manos. Contra este fervor santo
y contra esta eficiencia apostólica, hace notar Pablo la paciencia, la
debilidad y la gratuidad del amor. Afirma que el amor es capaz de
ceder un espacio vital a las personas que no encuadran en la línea de
sus proyectos. El amor es comprensivo y condescendiente con los
intereses ajenos. Eso le da un tinte de debilidad, de ineficiencia, de
ingenuidad y de gratuidad. Pero en eso mismo aparece su grandeza.
En su aparente debilidad es una fuerza extraordinaria. Luego
prosigue:

El amor nunca pasará.


Algún día,
las profecías ya no tendrán razón de ser
ni se hablará más en lenguas
ni se necesitará más el conocimiento.
Pues conocemos algo, no todo, y tampoco los
profetas dicen todo.
Pero cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto
desaparecerá.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba y
razonaba como niño; pero cuando ya fui hombre,
dejé atrás las cosas de niño.
Miren que al presente vemos

170
como en un mal espejo y en forma confusa,
pero entonces le conoceré a El
como El me conoce a mí.
Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor, los tres.
Pero el mayor de los tres es el amor.
(1 Corintios 13, 8-13)

Pablo se empeña en marcar la diferencia entre el amor y la fe.


Hasta los opone de alguna manera. Asigna a la fe en Jesucristo un
lugar céntrico en todos sus escritos. Anuncia que hemos sido
llamados a la fe en el Señor, pero a una fe inspirada en el amor que,
a su vez, es el compañero inseparable de la fe. Se complementan y,
con la esperanza, forman una única actitud que dirige la mirada y el
corazón directamente hacia el Señor. Aquí, sin embargo, está
interesado en delimitarlos mutuamente. Parece que la fe en
Jesucristo, que en las persecuciones tuvo que engendrar una firmeza
capaz de sufrir el martirio, ha producido, en el seno de la
comunidad, ciertas posiciones tan firmes —y hasta excluyentes—
que degeneraron en faltas de caridad. Por eso, Pablo sugiere a los
corintios que el amor ablande su fe. En vista de eso, quiere
demostrar que el amor es superior a la fe por ser definitivo, mientras
que la fe tiene algo de provisorio. Menciona de paso que el hablar
en lenguas y la función profética son del todo pasajeros y fugaces.
Eso se entiende, pero la fe por la cual estamos salvados y que
comunica cierta connaturalidad en el conocimiento de lo divino, es
demasiado sublime como para que sea simplemente transitoria. No
terminará con esta vida pero tendrá que pasar por una modificación.
Se le ocurren dos imágenes para ilustrarlo. La fe es como el
pensamiento del niño: tiene que evolucionar. El adulto ya no razona
de una manera infantil. De la misma manera, nues- 1ro
conocimiento de Dios ni es pleno ni es definitivo. Esta fe se parece,
también, a un espejo empañado que devuelve una imagen opaca. En
la vida eterna, en cambio, veremos con claridad meridiana.
Conoceremos a Dios cara a cara. El amor es distinto. Es ya la vida
eterna palpable y presente. La muerte ya no tiene poder sobre El.
Los corintios deben entenderlo y enternecer su fe con su amor. En
toda esta explicación, el amor aparece como una fuerza misteriosa,
honda y poderosa. El Cantar de los Cantares nos enseña, también, la
energía extraordinaria del amor y su realización con la muerte:

171
Grábame como un tatuaje sobre tu corazón, como un
tatuaje en tu brazo.
Porque es fuerte el amor como la muerte y la
pasión, tenaz, como el infierno.
Sus flechas son dardos de fuego como
llama divina.
No apagarán el amor ni lo ahogarán
océanos ni ríos.
(Cantar de los Cantares, 8, 6-7)

Estos versículos describen con plasticidad la energía


excepcional y la fuerza pasional del amor. Ni los ríos ni los océanos,
que simbolizan la fuerza elemental de la naturaleza, pueden contra
el fuego del amor. Ni siquiera la muerte es capaz de apagarlo. Es la
misma afirmación de Pablo, según la cual el amor ya es definitivo y
no precisa la transformación por la que la fe ha de pasar cuando uno
muera.
El primer mandamiento, en el cual Jesús hacía hincapié, nos enseña
algo nuevo acerca de la fuerza del amor:

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu


alma, con toda tu fuerza y con todo tu espíritu.
(Lucas, 10, 27)

Este mandamiento ha sido interpretado, a menudo, en el


sentido de la exclusividad, o sea, que se debe amar a Dios sin
reservar una parte del corazón a otros dioses. Pero se puede percibir
en él la exhortación a desarrollar las potencialidades de nuestras
energías y encausarlas hacia Dios. Subyace la idea de que se puede
amar de una manera inerte y lánguida o, por lo contrario, de una
manera poderosa y apasionada. Pide que amemos a Dios con
intensidad y energía. Indica una tarea: aprender a querer
desarrollando nuestras energías de benevolencia y cariño. Está claro
que se trata de una energía muy sublime y pcrso nal, pero de algo
que exige la totalidad de las fuerzas emocionales, mentales y
espirituales. Lo que se puede decir del amor de Dios, vale del amor
fraterno con muy pocas modificaciones. Amamos a Dios con la
misma capacidad humana de querer, con la cual amamos a nuestros
hermanos.

172
2. El amor viene de una profundidad insondable del hombre
pero se expresa en hechos muy concretos. Tiene como dos polos. Por
una parte, es tan invisible, que todas sus expresiones pueden darse
sin él, como lo acabamos de ver en la carta a los corintios. Por otra
parte, tiende a expresarse en gestos muy serios: socorrer a los
necesitados, perdonar a los enemigos, restablecer la justicia,
soportar los defectos de los familiares. Sin ésta, su seriedad exterior,
conviene desconfiar de él. Puede existir como al- * go más interior y
reposado, sin que los hechos materiales y muy medibles estén en su
epicentro. El amor puede poner al otro en el centro y girar en torno
de él sin demostraciones ostentosas. Lo que hemos elaborado en el
libro lo ejemplifica con claridad. El amor, en este caso, es algo más
interior sin perder su seriedad y pudiendo volver, en cualquier
momento, a la expresión material cuando las circunstancias así lo
pidan.
Su fuerza invisible puede crecer más allá de lo visto en este
libro y expresarse de una manera más espiritual aún, en el poder
de la oración. Nosotros, cristianos, creemos en la fuerza de la
oración y rezamos por nuestros seres queridos, por los
indigentes y por nuestros enemigos.
La oración consiste en dirigirnos al Señor, a la Virgen o a los
santos para alcanzar una gracia. Implica tener una fe muy
vigorosa en que el Señor interviene en nuestra historia humana
y obra maravillas por el amor de los que creen en El. Esta fe
trasciende la concepción materialista del mundo que no es capaz
de imaginar que la fuerza salvadora de Jesucristo pueda realizar
milagros en nuestro universo. Es muy cristiano contar con el
Señor e invocar su ayuda en nuestros menesteres o para que El
prolongue el bien que realizamos con otros.
La oración no consiste fundamentalmente en la petición sino
en i a comunicación gratuita con el Señor sin espe rar de El más que
a El mismo. Pero la súplica forma parte esencial del trato con el
Señor. Expresa nuestra indigencia ante El y muestra nuestra
confianza en su amor.
La petición tiene que surgir junto con el esfuerzo de realizar
nosotros lo que está dentro de nuestras posibilidades.
La respuesta a nuestra súplica viene de una manera gra-
Iiiila, sin que podamos obligar al cielo. Pedimos humildemente
como los pobres, pero con fuerza y con insistencia, si es necesario,

173
porque el Señor mismo así lo ha enseñado.
Los que suplican por algo tienen que purificarse
constantemente pero sobre todo en lo que se refiere a sus
intenciones. Cuando rezamos por alguien, a menudo, se nos ocurre
suplicar por su conversión de un defecto que nos molesta. Es una
oración demasiado interesada. Se debe desear el bien de una manera
más gratuita. Nuestra intención es más pura si deseamos el bien, no
en relación con nosotros mismos, ni siquiera conforme a nuestro
juicio, sino de una manera gratuita, suplicando por su felicidad y
por la realización de sus aspiraciones profundas, las que el Espíritu
le inspira.
Muchos no creen en la fuerza de la oración. No importa. Su fe
no es tan viva en la presencia del Señor que puedan atribuir la
intención de dar signos concretos de su amor. Cuando ella se
fortifique, se persuadirán con naturalidad.
3. Existe una suerte de súplica que une la ayuda gratuita de la
gracia con las fuerzas vivas del hombre. Es la bendición. Antes de
que la energía de la gracia haya llegado a la mujer que sufría de
flujo de sangre, esta misma energía estuvo en el cuerpo y en el
vestido de Jesús. La gente percibía que de El salía una fuerza que
curaba a los enfermos. La bendición que Jesús confió a los niños
surgió de su corazón e inspiró sus sentimientos, llenó sus miradas y
recorrió sus manos hasta reposarse sobre ellos. Dios instaló una
economía de encarnación, lo que significa que al Señor le gusta
comunicar la gracia de una manera encarnada, es decir, por medio
de otros seres humanos. La gracia, en este caso, aparece brotando de
las profundidades de un ser humano, empapa su mente, enciende su
corazón, inunda sus gestos y miradas antes de llegar a la persona a
quienes está destinada. Antes de curar los enfermos, Jesús sintió
amor por ellos y un deseo irresistible de conferirles algo de su
propia riqueza. Este amor suyo le inspiró los gestos de tocarlos, de
poner sus dedos en sus oídos.
Jesús enseñó a sus apóstoles a echar demonios y a sa- ii.ii
enfermos con la imposición de las manos y con la unción. l es
otorgó poder para realizarlo. De una manera más general, les
enseñó a dar bendiciones:

Un la casa que entren digan como saludo: Paz para esta casa.
Si hay en ella alguno digno de la paz, recibirá la paz que

174
ustedes le traen, pero si no es digno, le bendición volverá a
ustedes.
(Lucas 10, 5-6)

Jesús atribuye a esta bendición que otorgan los após- loles


el poder de transmitir la paz. Por si acaso alguien dudara de que
se trata de una fuerza concreta, añade que la energía no se pierde
en el caso de que no pueda ser recibida por indignidad. Vuelve a
los apóstoles. Ellos emiten esta energía como algo propio
haciéndola salir de su corazón.
*
La bendición junta la fuerza del hombre con la gracia de
Dios. Ante todo, existe alguien que siente una abundancia. Se
siente inundado de amor, de paz o de felicidad y experimenta
que su riqueza se desborda. Por eso, quiere comunicarla. Desea
vivificar, hacer feliz y consagrar. Quiere que Dios se haga
presente en aquellos a quienes él quiere enriquecer. Tiene la
convicción de que él mismo posee una fuerza, una luz, una paz o
alguna riqueza que es capaz de infundir en otros por medio del
deseo de su corazón, por medio de la fuerza de su mente, de su
alma y de su espíritu. El que .da una bendición está
profundamente per- si ind ido de su capacidad de concentrar
energías y traspasarlas a otros. Tiene, además, la convicción de
que la energía que otorga es una energía sagrada. La ha recibido
de Dios como un don natural o la posee en virtud del Espí- ritu,
quien descendió sobre él en el bautismo, en la confirma! ion o en
la ordenación sacerdotal u otros sacramentos. I la persuadido de
que posee esta energía por la presencia de Cristo resucitado y
que puede dirigirla con su mente y con el amor que brota de su
corazón. Sabe, además, que
lesuciisto puede tomar esta bendición y encarnar en ella u n a
bendición mucho mayor aún. Por eso, la súplica polla bendición de
Dios, forma parte esencial de ella.
Observemos el rito de la bendición. Hay dos signos que la
Iglesia acostumbra a aplicar en ella porque visualizan la
transmisión de la fuerza. Uno es la imposición de las manos. Es un
signo muy conocido en el Antiguo Testamento. Jesús impuso sus
manos a los niños y a los enfermos. Los apóstoles conferían el
Espíritu por la imposición de las manos. Hoy, la practicamos en la

175
Misa antes de la consagración cuando el sacerdote impone sus
manos a las ofrendas; en la ordenación sacerdotal, donde es signo de
la transmisión del Espíritu y forma parte del signo sacramental; en
la confirmación; en la confesión y en el bautismo. Es un signo
connatural de la bendición porque nosotros, seres humanos,
transmitimos objetos y energías con nuestras manos. El que impone
sus manos se concentra y hace pasar su fuerza por medio de sus
manos a la cabeza del otro a quien bendice. Este signo subraya que
el hombre que da la bendición transfiere algo propio. Pone de
relieve que la gracia que transmite primero surge de él y, no
obstante su gratuidad, la envía desde su corazón como si fuera una
energía propia. La gracia eleva a la energía propia en signo eficaz de
una fuerza mayor. Esta sacra- mentalización del signo, está
expresada en la relación que existe entre la súplica y el signo mismo.
Mientras se imponen las manos se pronuncia la súplica que en
la bendición simple suena así:

La bendición de Dios todopoderoso, del Padre, del Hijo y del


Espíritu Santo descienda sobre ti y permanezca siempre.

Esta unión entre la imposición de las manos y la súplica por la


gracia del cielo, caracteriza la bendición. Es el hombre quien
bendice, pero suplica que la fuerza que él transmite sea llenada de
una fuerza mayor y sea signo visible y eficaz de una gracia.
Junio con la imposición de las manos aparece en la bendición
el segundo signo connatural de ella que es la sena I de la cruz. Es un
signo muy parecido a la imposición de las manos pero visualiza más
patentemente el hecho de que la bendición es de Jesucristo nuestro
Señor, quien nos irdimió con su Muerte y Resurrección.
El cristiano está llamado a bendecir. Algunos padres de familia
tienen la costumbre de hacer una señal de la cruz en la frente de sus
hijos cuando estos vienen a desped i r s e por la noche para ir a
dormir. Otros bendicen el pan y la mesa. Tendríamos que aprender
a bendecir con más 1 1 venencia. Cuando sentimos un amor fuerte —
como lo dice el primer mandamiento— deberíamos concentrarlo y
pasarlo, junto con una súplica por la bendición, al hermano a quien
queremos. Eso sería bendecir con el corazón, aun sin ningún signo
exterior. En ella se uniría la transmisión de la fuerza propia con la
entrega de la gracia que en este momento, por nuestra súplica,

176
descendería ,en la bendición. Como Jesús encarnó su energía de
bendición y ilc curación en pequeños gestos, podríamos nosotros
encarnar la bendición de nuestro corazón en pequeños signos como
el apretón de manos, el abrazo o el beso. Un médico puede
infundirla con el remedio que entrega. El deseo de dar, de servir, de
comunicar riquezas y de amar, puede, de este modo, obrar
maravillas. La madre puede convertir en bendición el gesto de
cambiar los pañales de su bebé; el docente, su exposición; el
comerciante, la entrega de su mercadería y hasta el cliente, su gesto
de pagar. Conocí a un sicólogo que diariamente se ponía en
meditación y se concentraba con regularidad en cada uno de sus
clientes pura pedir por ellos y para conferirles energía. Los hende r í a
desde su corazón y desde su mente. Deberíamos desa- i rollar esta
capacidad de obrar el bien. Los que, alguna vez, lian sentido que sus
pulmones se llenaban con aire limpio y han mirado hacia la
grandeza del cielo, del mar o baria el infinito del horizonte de un
paisaje, o han sen- l u l o < 1 1 ii* la vida es linda, que el Señor está cerca
y sentían n i r ' . i s t ¡lilemente el deseo de amar, de irradiar bondad y
de •vivir a los demás, tendrían que aprender a irradiar es- la bondad
por medio de la bendición que Dios pone en su corazón. Es algo
muy sencillo. Consiste en amar con la f uerza de la fe que es capaz
de trasladar montañas y en amar eon la firme persuasión de que
nuestro Señor puede hacer realidad nuestros deseos. Los que están
convencidos de la fuerza de la bendición que el Señor deposita en
los que aman, saben que el hombre tiene, también, la fuerza para
maldecir. Los que dicen que desean que el otro sufra daño, “que
reviente” que se enferme o que se muera, desparraman veneno que
va haciendo el mal deseado. El grado del mal depende de la fuerza
con la cual lo desean y de la fuerza que su autor es capaz de
concentrar. Depende, también de las fuerzas nefastas que invoca. El
odio es capaz de herir y de matar. Tal vez, todos hemos sentido
alguna vez en la vida que la rabia apasionada y cegada de alguien,
nos agredía como una fuerza que ahogaba. He visto gente que
deseaba el mal y el mal se realizaba. Por eso, el cristiano debe
purificarse constantemente de sus deseos destructivos para poder
bendecir y no maldecir. Hemos recibido vida para edificar y no para
destruir. Se puede impedir con la misma fuerza mental y del
corazón que otros hagan daño, pero nunca hay que maldecir o
desear el mal. Es muy diferente cuando uno por alguna razón lleva
en sí un odio inconsciente y permite sentirlo para que se haga

177
conciente y pueda disolverse porque así está en condiciones de
descartar expresamente la intención de realizar los malos deseos que
se le ocurran.

4. Lo que sucede en la bendición acontece de una manera


parecida en la celebración de los sacramentos. Todos ellos
transmiten un don gratuito que toma cuerpo en una celebración
donde todos somos actores. La celebración del sacramento del
matrimonio es la que más se asemeja a la simple bendición que
acabamos de observar. Los ministros del sacramento son los
contrayentes. El sacerdote bendice la unión. Los fieles que asisten
vienen para acompañar a la pareja y para compartir su alegría.
Concurren para enriquecerse con esta nueva felicidad humana.
Vienen, para ser testigos y con su presencia quieren confir- m¡n el
hogar que se constituye. Su intención es manifes- lar que asistirán a
la vida de la pareja como presencian el nacimiento de su hogar.
Estarán dispuestos a darles una mano cuando lo necesiten. Los
regalos de casamiento que equipan el hogar son signos elocuentes
de esta intención. Quieren, sobre todo, desearles que sean felices.
Todo eso, es justamente lo que se necesita para bendecir. Por lo
tanto, suelo invitar a los presentes que me ayuden para implorar la
bendición de Dios, o sea que ellos mismos bendigan a la pareja con
su corazón. El sacerdote da la bendición de la Iglesia pero su
bendición puede ser plenificada por la súplica de los presentes. En
realidad, la bendición del sacerdote, igualmente que la de los fieles,
solo plenifica el sacramento que los cónyuges mismos se.
administran. Los que aman poseen la fuerza del Espíritu y pueden
brindar de ella a los demás. Debemos unificar toda esta energía de
amor que se halla presente en el templo y dirigirla hacia ellos. Es
cierto que el sacramento se realiza ya con el mínimo que se necesita
para su validez, pero es un signo „más pleno, mucho más
significativo y una realidad mucho más consistente si todos se unen
y bendicen con el deseo y con la fuerza de su corazón. Los cristianos
deberían acostumbrarse a caminar en el mundo derramando su
bendición pero, más aún, deberían aprender a bendecir con la
fuerza de los sacramentos.
Otro ejemplo que ilustra nuestra participación activa en los
sacramentos es la ordenación sacerdotal. Su forma sacramental es
eminentemente una bendición. El obispo impone sus manos a los

178
nuevos sacerdotes simbolizando que transmite la-fuerza del
Espíritu que él posee en su corazón y pronuncia una oración para
que el conceda la bendición implorada a los ordenandos. El obispo
que ordena se pone en oración, se concentra y desea, suplica,
transitóle y bendice, sabiendo, por supuesto, que además de dar
algo de sí, es un instrumento de una gracia que lo trasciende.
Apenas el obispo ha impuesto sus manos y pronunciado la
bendición, se levantan los sacerdotes presentes, se acercan uno por
uno e imponen su manos. Van pasando y, luego, mantienen sus
manos levantadas, expresando que si >.•1 u‘ii transmitiendo una
bendición y mostrando que quieren unir toda la fuerza del Espíritu
que vive en ellos y cómo aunar esta energía. No tienen el poder de
ordenar y, sin embargo, cuando se ordenan nuevos sacerdotes, sus
compañeros y amigos ya ordenados están convencidos que deben
integrarse en esta celebración porque creen que confiriendo su
bendición, el nuevo sacerdote queda revestido de una mayor fuerza
del Espíritu. En todos los sacramentos existe la misma posibilidad
de que los asistentes se unan a la bendición celebrada.
Cada sacramento tiene un signo principal que asegura su
validez, pero su celebración se injerta en toda una serie de signos
que van desarrollando la significación de su gracia. Así, por
ejemplo, en la ordenación sacerdotal el signo principal es la
imposición de las manos, pero la Iglesia injerta esta celebración en
otros signos que van desplegando la riqueza de la gracia que se
otorga. Al nuevo sacerdote, el obispo le entrega el cáliz y la patena
dándole el poder de celebrar la Misa, le entrega el misal, le unge las
manos para que pueda bendecir, le entrega el poder de perdonar los
pecados y varios signos más. En el bautismo —fuera del rito
principal, que consiste en vertir agua sobre la cabeza—, el sacerdote
unge al bautizando con el óleo y con el crisma para significar el
Espíritu y su fuerza. Lo marca con la señal de la cruz para desear que
Dios viva presente en él como en el templo que lleva la cruz en su
torre. Le impone sus manos y celebra un pequeño rito de exorcismo.
Le entrega una vela pidiendo por la luz de su fe y lo reviste de una
ropa blanca deseando la pureza de su alma. Son gestos y signos que
abren la posibilidad de que el celebrante, junto con todos los
asistentes, pueda ir confiriéndole la bendición con plenitud.
El signo de una actitud contemplativa es sentir un deseo de
dar, de amar, de respetar y de comunicarse. Es indudable que este
deseo tiene que tomar cuerpo, antes que nada, en actos eficientes de

179
caridad: socorrer al necesitado, consolar a los afligidos, librar a los
presos, restablecer la justicia, perdonar, respetar la vida y muchos
otros, según la situación concreta. Pero la actitud contemplativa
implica un deseo de hacerlo con una fuerza interior como Jesús lo
hizo. Para eso, es preciso aprender a amar con fuerza, es decir a
bendecir. Las bendiciones mayores son las que ejercemos en los
sacramentos y por medio de ellos.
En el sacramento de la reconciliación hay, también, una
bendición y originariamente hubo una imposición de las manos,
signo evidente de que el sacerdote transmitía el perdón y la paz. Si
el sacerdote no impone sus manos, la mantiene, por lo menos, un
rato levantada. Cuando me confieso suelo buscar sacerdotes con
quienes pueda comunicarme y sean capaces de comprenderme para
que el signo de la reconciliación no caiga sobre una incomunicación
humana: sobre un contrasigno. Pero más que nada, busco sacerdotes
que posean la fuerza santa del Espíritu: sacerdotes que vivan en
Dios y de cuyo corazón y de cuya mente pueda surgir la paz y el
amor de Dios; sacerdotes decididos a dar una bendición, capaces de
ser cuerpo de una paz y de un perdón mayores. Hasta en la
confesión deberían participar los cristianos y mientras un hermano
se confiesa podrían suplicar por el perdón y por la paz que desea
obtener.

5. Jesús pronunció una bendición en la última cena y dijo que


nosotros hiciéramos lo mismo. A veces vamos a Misa para recibir a
Jesús pero nos olvidamos que es bendiciendo como uno es
bendecido. La celebración de la Misa implica una actitud de
concelebración de bendecir junto con el sacerdote y junto con Jesús.
Consiste en suplicar para que la bendición que nos damos, sea, por
una gracia gratuita del Señor, portadora de la gracia eucarística.
Como el padre en su hogar bendice el pan con la fuerza de su
corazón, conviene que aprendamos a bendecir el pan cucarístico en
la Misa con la fuerza del amor que reside en nosotros. El sacerdote
pronuncia una bendición del pan eu- carístico inmediatamente
antes de la consagración:

Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu


Espíritu para que sean para nosotros el cuerpo y la sangre de
nuestro Señor Jesucristo.

180
Mientras lo dice, impone sus manos a las ofrendas y les da la
bendición con la señal de la cruz. La Misa, como los demás
sacramentos, tiene muchos signos que rodean su signo principal.
Todos ellos van desplegando la gracia de la Misa El saludo de la paz
es una bendición como lo hemos visto al citar la enseñanza de Jesús
a sus discípulos cuando los había mandado a predicar y a saludar a
los habitantes con el saludo de la paz. Cada cristiano tiene que
bendecir a su vecino cuando le da la paz. Cuando el sacerdote da la
bendición final, todos tendrían que unirse a él en la súplica,
bendiciendo junto con él a los presentes. El que da la comunión
podría bendecir con su corazón a cada cristiano a quien entrega el
cuerpo de Cristo. Las súplicas de la Misa tienen que ser
acompañadas con la fuerza de la fe y del espíritu. La misma lectura
tiene que ser leída con la convicción y la fuerza de una bendición
porque en ella baja el Verbo surgiendo del corazón del lector. Se
reviste de sus palabras y entra por nuestros oídos. Por eso, el que
pronuncia las palabras de las lecturas tiene que hacerlo desde su
corazón y con la persuasión de la fe de que transmite una bendición.
El lector podría preguntarse por qué un libro acerca la
transmisión de la fe termina con un capítulo sobre la bendición y
los sacramentos. El tema de este capítulo tiene una unidad vital con
el conjunto del libro. La actitud pastoral que hemos analizado pide
cierta interioridad, desprendimiento, altruismo y profundidad que,
si se dan, surge, al mismo tiempo, el deseo de completar la caridad y
la pastoral de una manera más honda y más fuerte aunque menos
visible para el espectador superficial.
Terminaré contando un hecho trivial y cotidiano. Estaba yo
sentado en el colectivo 75 y venía del barrio de Boe- do. Pasando ya
la plaza Once, sobre Pueyrredón, subió una chica menor de diez
años. Venía, posiblemente, del colegio porque vestía uniforme pero
estaba sin compañeras. Me sorprendió que viajara sola. Compró el
pasaje y se quedó parada entre la gente porque el colectivo ya estaba
medio lleno. Volvía a sumirme en mis pensamientos y con mis ojos
seguía, con rutina, a la gente, los edificios, los coches y todo el
movimiento de la calle. Cerca de Callao, me levanté para bajar, fui
hacia atrás y me paré ante la puerta. La chi ca que había subido,
llegó antes y esperaba que el colectivo se detuviera. Veníamos con
cierta velocidad por Viamon- te y, cruzando Riobamba, el colectivo
empezó a frenar suavemente. Varios pasajeros más estaban
acercándose a la salida. El chófer abrió la puerta mecánica pero,

181
luego, de repente, hizo un movimiento lateral muy brusco,
posiblemente para evitar un choque, y clavó los frenos. Fui lanzado
contra la baranda metálica, pero pude, desde atrás, extender
instintivamente mi brazo derecho para impedir que la chica que
estaba bajando al estribo, cayera. Ella se agarró a tiempo y ni
siquiera la toqué. El colectivo se paró, ella descendió y detrás de ella
bajé yo rutinariamente olvidándome del episodio. Yo estaba sin
distintivo de sacerdote y creo que iba a una reunión o a dar clase.
Caminaba por la vereda en dirección a Callao, cuando noté que
alguien caminaba a mi lado y me miraba. Volví la cabeza y nuestras
miradas se encontraron. Era la chica y con una sonrisa amable y
llena de un espontáneo agradecimiento me dijo: "¡Gracias, señor!”.
Me dio una sensación muy linda, algo de frescura y algo de la
grandeza del cielo, del aire libre y de mucha belleza. Hubiera
querido abrazarla y darle un beso pero me pareció más delicado
retribuirle con otra sonrisa y con un: "No hay de qué”. Pero en este
"No hay de qué” le había dado una bendición con toda la grandeza
que sentí en ese momento. Y sé que la bendición de Dios descendió
sobre ella.
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183
SUMARIO

INTRODUCCION ............................................................................... 5
1. HACIA UNA ACTITUD DE ACOGIMIENTO............. 9
2. APOYAR EL CRECIMIENTO AUTONOMO................ 19
1. El yo y la imagen que uno tiene de sí mismo . . 19
2. ¿Cómo ayudar a la autonomía?.................................. 26
3. Las actitudes que permiten que el otro
pueda expresarse y ser autónomo ............................. 33
0*
3. LA PRACTICA DEL COMPRENDER................................... 39
1. Las características generales de las respuestas 40
2. Las formas concretas de las respuestas..................... 54
3. El lugar del reflejo en el diálogo................................. 64
4. Sugerencias ......................................................................... 72

4. DAR TESTIMONIO ................................................................. 76


1. La manifestación de lo que uno vive.......................... 76
2. Testimonio en la enseñanza.............................................. 85
3. Meditación y clima testimonial......................................... 97
4. Sugerencias ....................................................................... 102

5. ALGUNAS CONVERSACIONES ....................................... 104


1. Con los exageradamente fervorosos ......................... 105
2. Con los agresivos.............................................................. 110
3. Con los que sufren............................................................. 123
4. Con los que buscan........................................................... 127

184
5. Lo que acontece en el silencio ......................................... 132
6. El orador ............................................................................ 135

6. HACIA UNA SENSIBILIDAD GRUPAL ...................... 137


1. La creación de la conciencia grupal ............................... 138
2. El rumbo ............................................................................ 148
3. La dinámica de la conducción......................................... 155
4. Las tres fases de la reunión ............................................. 163
5. Los estilos grupales .......................................................... 167

7. BENDECIR CON EL CORAZON ................................... 172


Impreso el 19 de agosto de 1983 en los talleres de la
PIA SOCIEDAD DE SAN PABLO 5149 RIVERA
INDARTE (Córdoba) República Argentina / Es
Industria Argentina

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