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El Renacimiento en España

A finales del siglo XV España estuvo invadida de artistas extranjeros. Los Reyes Católicos, así como
también magnates y grandes eclesiásticos, llaman o admiten a arquitectos, escultores y tallistas
neerlandeses, borgoñones, alemanes y franceses. Ese trasiego de artistas no fue una singularidad española
sino que se convirtió en un fenómeno general en la Europa de entonces. Hasta mediados del siglo XVI
vemos a flamencos e italianos acudir a las cortes de los monarcas de Inglaterra y Francia, tan numerosos
como lo fueron en España. Una sola tradición artística de antigua raigambre peninsular se mantuvo por
aquellos años incólume: el arte mudéjar en sus formas de aplicación a la arquitectura, la carpintería de lo
blanco, en la que los artífices moriscos seguirán todavía desplegando una gran actividad, y siguieron
destacando en especial en la construcción de arte-sonados y puertas. Dará idea de lo arraigadas que
estaban las formas mudéjares en el sur de España el tratado titulado Carpintería de lo blanco de Diego
López de Arenas, con abundantes grabados de lacerías mudéjares, que fue reimpreso todavía en 1727. Ya
puede comprenderse, pues, que durante el reinado de los Reyes Católicos, cuando los artistas fluctúan aún
entre lo viejo y lo nuevo, este arte híbrido neomusulmán les obsesiona, y triunfa en las restauraciones del
Alcázar de Sevilla y de la Aljafería de Zaragoza, y, sobre todo, en los techos del palacio de los duques del
Infantado, en Guadalajara.

En la decoración arquitectónica, blasones y motes heráldicos adquieren, al finalizar el siglo XV,


enorme importancia. Ésta es una característica que perdura hasta bien entrado el XVI, y que da al exorno
evidente altisonancia. Grandes escudos flanqueados por figuras hercúleas y sostenidos por el águila de San
Juan, en tiempos de los reyes, o por el águila imperial (de alas desplegadas) bajo el emperador Carlos,
campean en las fachadas, a las que imprimen, de este modo, un magnífico sello de majestad. El repertorio
decorativo era al principio totalmente gótico, como góticas eran las molduras, aunque se combinaban en
sinuosos enlaces de líneas, que se separan ya del gótico flamígero, para adquirir así acusada significación
de barroquismo. Ello puede comprobarse, por ejemplo, en las grandes fachadas, ornamentadísimas, del
antiguo Colegio de San Pablo y del Colegio de San Gregorio, en Valladolid, atribuidas, respectivamente, a
Simón de Colonia y a Gil de Siloé.

De varios arquitectos, tallistas y escultores extranjeros que trabajan en Castilla en los primeros años
de esta época se habla al tratar de la última etapa del gótico español. Son, además de Gil de Siloé y de Juan
de Colonia y su hijo Simón, Juan Guas, Enrique Egas, el escultor francés Felipe Vigarny o Biguerny, etc.
Junto a ellos, o colaborando con ellos, sobresalen españoles tales como Juan de Badajoz y su hijo y
homónimo (que trabajaban en León), Juan de Álava, la gran figura italianizante de Lorenzo Vázquez, Juan
Gil de Hontañón, padre de Rodrigo Gil de Hontañón, que con Pedro Machuca comparte la gloria de haber
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fijado un estilo claramente renacentista español, que se desarrolló con anterioridad al estilo rigorista de
Juan de Herrera.

Enrique Egas, hijo del bruselense Annequin Egas, fue el asesor e inspector de las obras pagadas por
los Reyes Católicos. La labor de este artista resulta en gran parte anónima; aunque intervino en todo poco
puede atribuírsele. Por ejemplo, fue él quien diseñó la traza de la última gran catedral gótica realizada en
España, la catedral nueva de Salamanca, cuyas obras, comenzadas en 1513, se interrumpieron varias veces
para continuarse, aún en aquel estilo, en 1560, cuando ya se habían construido en el renacentista las de
Granada y Málaga. Por cierto, hay que señalar que habiéndose reunido los canónigos de Salamanca en una
especie de congreso para decidir si debía continuarse aún en el estilo gótico, la mayoría -y entre ellos se
contaba Herrera, el arquitecto de Él Escorial- aconsejó que se acabara de acuerdo con el plan gótico
primitivo.

Por otro lado, cabe dudar del origen extranjero de los hermanos Enrique y Juan Guas (o de Guas).
Autores del palacio de los Mendoza (o del Infantado) en Guadalajara. Por la leyenda de su sepulcro
sabemos que Juan de Guas fizo San Juan de los Reyes, la vasta capilla real, en los Franciscanos de Toledo,
que los Reyes Católicos habían destinado para su sepultura antes de decidir que se les enterrase en
Granada, la ciudad tan deseada por ellos y que después prefirieron para que guardara sus restos mortales.
Pero la posteridad ha de admirar a San Juan de los Reyes como un panteón real. Su decoración interior,
llena de las cifras coronadas de Fernando e Isabel, con sus motes y con enormes escudos sostenidos en
alto por águilas gigantescas, quedó del color blanco de la piedra, sin policromarse ni dorarse. Faltan, pues,
el negro de las águilas y el oro y rojo salpicando aquellos muros con sus colores heráldicos. Asimismo, cabe
destacar que a excepción de las ya citadas catedrales de Granada, Salamanca y Málaga, éste no fue tiempo
en que se construyeran grandes iglesias, por otro lado. Una razón bien sencilla explica esta singularidad, y
no es otra que el hecho de que las viejas ciudades del centro de la Península tenían ya sus enormes
catedrales góticas, más que suficientes. De este modo, los reyes se dedicaron sólo a erigir capillas junto a
monasterios, que visitaban con frecuencia.

Algunos magnates, sin hacerse erigir edificios especiales para panteón, abrieron en los ábsides de
viejas catedrales capillas sepulcrales, en que se hace gala de una decoración soberbia. Así, la que,
transformando dos antiguas capillas con sepulcros reales, hizo disponer en el ábside de la catedral de
Toledo un Mendoza, el Gran Cardenal, antecesor de Cisneros en el favor de los Reyes Católicos. El sepulcro
del cardenal Mendoza ocupa el centro del espacio, mientras que los restos reales fueron colocados en
grandiosos nichos practicados en el muro a modo de camarotes, por lo que el panteón del cardenal siguió
llamándose Capilla de los Reyes Viejos. Pero su profusión de molduras y relieves queda superada por la
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Capilla del Condestable, de cuya edificación en la catedral de Burgos cuidó doña Mencía de Mendoza,
durante los años que su marido, Pedro Hernández de Velasco, condestable de Castilla, pasó en la guerra de
Granada. Esta construcción se proyecta hacia fuera de la planta de la catedral, cual si fuese un monumento
aparte, y su cimborio constituye una de las características externas del enorme templo. Simón de Colonia,
su autor, era hijo de Juan de Colonia, alemán, director de la obra catedralicia ya en 1466. La Capilla del
Condestable de la catedral de Burgos reúne a la suntuosidad de la capilla de Mendoza, el gusto aparatoso
de las obras flamígeras borgoñonas y alemanas. Dos sepulcros se hallan en el centro, como ricos
sarcófagos, sobre los cuales descansan tendidas las estatuas del condestable y de su esposa. La
composición general resulta también mucho más ordenada que la de la capilla de Mendoza, en Toledo; las
paredes están decoradas con grandiosos escudos de piedra, y en lo alto corre una enorme y decoradísima
galería de circulación. Sus retablos de piedra son de Gil de Siloé (quizá también autor del cimborio), a quien
la reina Isabel había encomendado la erección de la capilla sepulcral de sus padres, Juan II e Isabel de
Portugal, en la cartuja de Miraflores.

Quien con atención contemple esos monumentos, comprobará que poco o nada tiene de las formas
clásicas que había ya restaurado el Renacimiento en Italia. No obstante, el impulso con que se
construyeron era ya renacentista en sus ambiciones. No tardaría empero en aparecer, al lado de este
ostentoso gótico tardío que ha recibido el nombre de estilo Isabel, una fórmula arquitectónica inspirada en
el Renacimiento bolones o lombardo. Este adornado estilo renacentista es el que se ha
denominado plateresco, calificativo que le adjudicó en el siglo XVII el erudito y tratadista andaluz Ortiz de
Zúñiga, porque este estilo nuevo parecía aplicar a las grandes arquitecturas de piedra las formas de los
orfebres o plateros.

De todas formas, es punto algo oscuro todavía saber cómo se produjo este estilo. Se ha sostenido
por parte de algunos que fue el mismo Enrique Egas quien aprendió la gramática decorativa de los
marmolistas italianos, principalmente lombardos, que venían a España a vender sepulcros o esculpir
relieves, y aplicó estos motivos decorativos a sus composiciones de líneas borgoñonas. Según otros, fue
siempre Egas quien se entusiasmó con la técnica de un platero alemán, Enrique de Arfe, establecido en
Castilla a principios del siglo XVI, cuya fama y habilidad hicieron que se le encargaran un sinnúmero de
cruces y custodias para las grandes catedrales y colegiatas de dicha región.

Una de las primeras y más características obras del estilo plateresco fue la fachada del Hospital de
la Santa Cruz de Toledo, iniciada por Enrique Egas en 1504, en virtud de un legado testamentario del
famoso cardenal Mendoza. La puerta encuadrada por pilastras que se encorvan en la archivolta, tiene un
remate a manera de templete con figurillas y candelabros, igual que una obra de platería; así también

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las dos ventanas superiores, que parecen compuestas de piezas aplicadas, pequeños elementos metálicos
retorcidos y afinados por el buril, que se han unido formando un marco de piedra en miniatura. Al mismo
Egas se atribuyó también una de las obras más características de Salamanca: la fachada de la universidad,
que semeja un tapiz de piedra totalmente esculpido con escudos y cuajado de motivos ornamentales, cuyo
autor, o autores, en realidad se ignoran. La doble puerta inferior es aún de arcos rebajados, gótica en su
trazo y en sus molduras; sus curvas bajas aumentan el efecto de la magnitud del relieve superior, dividido
en recuadros por frisos y pilastras. En lo alto hay una crestería interrumpida por candelabros, dibujada
como la crestería metálica en miniatura que un platero pudiera labrar para una custodia. Asimismo, los
relieves también parecen repujados sobre plancha de plata.

En la arquitectura plateresca, los temas decorativos son principalmente lombardos, del estilo de
decoración usado en los alrededores de Milán a fines del siglo XV. De este modo, en un principio se ven
aparecer sobre todo las columnas de fustes con ensanchamientos y collares, como los empleados en la
cartuja de Pavía y en otros monumentos milaneses. Por otra parte, los grutescos o arabescos recuerdan
más fácilmente la decoración lombarda que la romana. Los nichos con bóvedas en forma de pechina; las
peanas y los recuadros, y sobre todo los candelabros decorativos, están repartidos profusamente en
cresterías y coronan las pilastras.

Cabe destacar, además, otros nombres, como Lorenzo Vázquez, artista que realizó sus obras más
importantes para miembros del linaje de los Mendoza. Entre las obras más relevantes que pudo llevar a
cabo hay que señalar el Colegio de la Santa Cruz, en Valladolid, y el Palacio Medinaceli, en Cogolludo, de un
decidido italianismo y que, por las fechas de su construcción (entre 1492 y 1495), hay que situar en la base
de la arquitectura española del Renacimiento. En efecto, la fachada del Hospital de la Santa Cruz de Toledo
fue iniciada por Enrique Egas sólo en 1504, y el italianismo de su estilo aparece más sazonado en su
interior, que hoy se da por obra de Lorenzo Vázquez.

Otros edificios en los que brilla con esplendor el plateresco, y que parecen influidos por la manera
de Vázquez, son el palacio de Peñaranda de Duero, que se hizo erigir el virrey de Navarra, don Francisco de
Zúñiga y Velasco, y la llamada Casa de las Conchas, en Salamanca, construida con motivo del enlace de don
Rodrigo Arias y doña María de Pimentel.

Hay que tratar de nuevo de una obra edificada por iniciativa real. Carlos V deseaba una residencia
acorde con el prestigio de la Corona. Su primera iniciativa en este sentido es la construcción del palacio
nuevo en los jardines de la Alhambra, al lado del viejo alcázar musulmán. El arquitecto de esta obra fue un
español educado en Italia, llamado Pedro Machuca, que había aprendido en la Ciudad Eterna de dos
grandes maestros como eran Bramante y Rafael y que regresó a España en 1520. La disposición quiere ser
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la característica de la escuela romana: tiene una planta cuadrada, con un patio central circular y dos pisos
de columnas. Recuerda, pues, la disposición del patio semicircular de una importante construcción: la villa
del papa Julio II, en Roma, y la del Palacio Farnesio, en Caprarola. Pero el gran edificio de Carlos V, en la
Alhambra, quedó sin terminar; por ejemplo, la crujía superior no llegó a cubrirse. Pedro Machuca se olvidó,
en Granada, de que estaba en España: ni un solo instante se impresionó con las maravillas que dejaron los
árabes a pocos pasos de su nueva obra. Es un convertido; no piensa más que en Italia y en los modelos que
ha visto en Roma.

Al ocurrir su muerte, hacia la mitad del siglo, aún faltaba mucho para concluir el palacio imperial de
la Alhambra; Luís Machuca, su hijo, prosiguió la obra con el plan de su padre, pero el colosal edificio estaba
destinado a no ver nunca su terminación. El muro exterior es también regularísimo y monótono, con las
ventanas todas iguales; pero hay un cuerpo de fachada, plano, con una gran puerta y ventanas, que no
carece de dignidad.

Este palacio de Carlos V, en la Alhambra, es el primer monumento de estilo italiano del siglo XVI que
se levantó en el sur de España. Tal es su novedad y su contraste con el castizo plateresco español, que se
siente la necesidad de darle un nombre, y los tratadistas castellanos, que ven allí algo más clásico de lo que
era común en la Península, lo bautizan con el nombre -más que poco acertado, infelicísimo- de
estilo grecorromano, denominación desdichada.

Más español que el estilo de Pedro Machuca, pero denotando claridad y profunda comprensión de
los principios de la arquitectura del Renacimiento de Italia, es el que acredita Rodrigo Gil de Hontañón,
quien puede considerarse como una de las más puras encarnaciones del espíritu castellano en
arquitectura, y cuya actividad se prolonga hasta su muerte en 1577.

Este arquitecto intervino en numerosos proyectos, y entre los de renombre destacan las catedrales
de Segovia, Plasencia y Astorga, pero sus mejores obras son, sin lugar a dudas, el Palacio Monterrey y la
universidad de Alcalá. El Palacio Monterrey, que se encuentra en la ciudad de Salamanca, fue proyectado
en 1539 y en él contrasta la valiente desnudez de los cuerpos bajos con la florida ornamentación de la
parte alta, derivada de los palacios mudéjares e isabelinos. La universidad de Alcalá de Henares, por otra
parte, (construida entre 1541 y 1553) es su obra maestra. Su famosa fachada, quizá el elemento más
interesante de toda la construcción, no es la simple decoración de una superficie plana, sino que sugiere la
articulación volumétrica del interior del edificio; en ella, la ornamentación nerviosa y dinámica alterna con
silencios murales amplísimos, medidos musicalmente. Asimismo, obra suya tardía es el palacio de los
Guzmanes, en León, construido en el período que va de 1559 a 1566, en el que aparece por primera vez un

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elemento que habría de ser muy frecuente en los años siguientes: el motivo típicamente castellano del
balcón volado de rejería.

Casi al mismo tiempo que su palacio de la Alhambra, Carlos V empezó la reconstrucción del Alcázar
de Toledo, en situación dominante.

Su arquitecto difícilmente podía olvidar la tradición; llamábase Alonso de Covarrubias, y era yerno y
sucesor de Enrique Egas. El Alcázar de Toledo, destruido durante la guerra civil española (aunque ahora,
por fortuna, reconstruido), tiene una forma más regular que el abandonado palacio de la Alhambra; es de
planta rectangular, con cuatro elegantes torres en los ángulos. Monumento grandioso, es lástima que
Toledo no pudiese ofrecerle grandes espacios abiertos que facilitaran su perspectiva. Los detalles de la
puerta, con sus heraldos y escudos, los de las ventanas y el patio son de un plateresco concebido y
planeado pensando lo mismo en los detalles que en las grandes masas.

La fachada, proyectada por Covarrubias, tiene la disposición general de los palacios de la época: dos
pisos inferiores con ventanas y un orden superior que forma loggia; sólo que sus aberturas alternan con un
espacio liso, lo que da más solidez y severidad al remate. Covarrubias no pudo terminar la obra; puede
decirse que de él sólo son la fachada y el patio. A su muerte le sucedieron en la dirección un italiano, Juan
Francisco Castello, de Bérgamo, quien hizo la crujía del mediodía -atribuida por algunos a Herrera-, y
Francisco de Villalpando, que construyó la monumental escalera, que ocupa todo el espacio interior de una
ala del patio.

Casi simultánea es la construcción en Madrid de otro alcázar real (en el sitio, poco más o menos,
que hoy ocupa el Palacio de Oriente). Destruido por un incendio, quedan del Alcázar de Madrid muy pocos
recuerdos gráficos. No sería, con toda seguridad, tan suntuoso como lo fuera el de Toledo.

Pero todas estas construcciones reales quedan eclipsadas por el colosal palacio panteón construido
por orden de Felipe II en El Escorial. La obra fue comenzada en 1563 y se terminó en 1584. En el período de
unos veinte años se hizo la excavación en la vertiente de la montaña (una estribación del Guadarrama) y se
construyó el edificio, que por sus proporciones y unidad de estilo es asombroso. Casi todo él está
construido en granito de aquella montaña. Las crestas desoladas de sus alrededores, el paisaje sin término
que desciende hacia el llano, todo contribuye a la misma impresión, y aunque en la dirección de las obras
se sucedieron varios arquitectos, todo en El Escorial responde a una nota igual: el clima, el aire y el cielo. La
piedra dura de la meseta castellana, el alma de Felipe II interviniendo en todos los detalles, fueron las
verdaderas causas de su unidad, que tanto sorprende. Lo más singular es que los dos principales directores

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de esta obra, la más castellana de todas las construcciones edificadas en el reino de Castilla, habían llegado
recientemente de Italia y regresaban con el propósito de imitar las últimas creaciones de la escuela
romana.

El primer director fue Juan Bautista de Toledo, que había trabajado en Nápoles a las órdenes del
ilustre virrey don Pedro de Toledo, empezando el esventramento del barrio antiguo de aquella ciudad con
una calle de reforma que todavía hoy es su arteria principal. En El Escorial circunscribió todo el conjunto
dentro de un rectángulo, del cual sólo se proyectan hacia fuera los aposentos reales. La basílica está en el
centro, en el eje, y a cada lado se distribuyen con absoluta simetría los patios y dependencias, el convento,
la biblioteca y la pinacoteca. Felipe II, a pesar del carácter austero que todo el mundo le atribuye, quería
que el que había de ser panteón de la monarquía fuese también un gran centro del arte y de las letras;
para lograrlo no desperdició las ocasiones de trasladar a El Escorial los manuscritos árabes que no quemó
Cisneros y los códices griegos de Antonio Agustín, de don Diego Hurtado de Mendoza, y otros traídos de la
universidad de Besarión, en Mesina. Sin embargo, El Escorial es un mausoleo, un panteón real, con su
templo funerario y dependencias anexas (contando entre éstas los aposentos del monarca).

Juan Bautista de Toledo murió en 1567, cuando la obra sólo estaba comenzada, y aunque
temporalmente le sucedió aquel bergamasco que hemos visto trabajar en el Alcázar de Toledo, el
verdadero continuador fue Juan de Herrera, quien había asistido a Toledo en la dirección desde los
primeros días. Había estado también en Italia, pero no con carácter permanente. Era más netamente
español y su intervención en los trabajos de El Escorial fue decisiva. La fachada es un inmenso muro de
granito, sin adornos; termina con dos torres en los extremos, pero sin avanzar del paño del muro, para que
no produzcan efecto de cuerpos salientes. Las ventanas, talladas geométricamente, sin molduras ni
cornisas, se suceden en línea interminable; sólo en el centro del muro, para que la austeridad no resulte
pobreza, se decora la entrada con ocho pilastras dóricas, que sostienen un pequeño cuerpo central, más
alto, con cuatro pilastras menores y un frontón.

Pasada la primera crujía, un patio forma como el vestíbulo o atrio de la iglesia. Aquí, el ambiente
más reducido exige otro estilo; la severidad, que en la fachada exterior se compensa por su masa, en el
patio sería mezquina. Herrera tuvo que aplicar sus conocimientos del clásico grecorromano en la fachada
de la iglesia, sin salirse del dórico, encuadrando su silueta sólo con molduras y ventanas. Seis figuras, de
seis de los reyes de Judea, sobre altos pedestales encima del entablamento del primer piso son las únicas
esculturas. En el interior de la iglesia continúa sin vacilaciones el mismo orden dórico; unas pilastras
gigantescas llegan hasta el arranque de las bóvedas. Nada de estuco ni de revestimiento de mármol, todo
el despiezo de granito, que, visible con regularidad geométrica, acaba de dar a la iglesia el aspecto solemne
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de un panteón. Aquel interior con sus altas pilastras dóricas y anchos arquitrabes con triglifos solamente,
por sus acertadas proporciones es muy digno de contarse entre las más importantes obras de arquitectura
del Renacimiento. Bramante no habría podido hacer nada más noble. En las dependencias interiores, ya no
es Herrera tan original. El patio llamado de los Cuatro Evangelistas –un claustro que quiere ser amable-
resulta triste a pesar de sus estanques y de sus verdes jardines recortados; la arquitectura del claustro, y
hasta la del templete que ocupa su parte central, son de un grecorromano acertado a medias solamente.

Herrera ejerció, durante el reinado de Felipe II, una especie de dictadura artística, como inspector
áulico de monumentos, cargo análogo al que ejercía Enrique Egas en tiempo de los Reyes Católicos.
Herrera, que había militado en los tercios de Italia, impuso una organización casi militar en los trabajos de
El Escorial; sus cartas y escritos son siempre lacónicos y precisos. Visitaba a Felipe II dos veces por semana,
y el monarca dictó una orden por la cual Herrera debía revisar y aprobar los planos de todos los edificios
públicos que se construían en España.

Este admirador de Vignola, gran estudioso de la arquitectura, de las matemáticas y la filosofía, con
vocación de humanista, concentró su principal esfuerzo en la edificación de El Escorial, pero intervino
también en la prosecución de las obras del alcázar toledano y en las del palacio de Aranjuez, y a instancias
del arzobispo Cristóbal de Rojas y Sandoval, hizo la traza de la Lonja de Sevilla, y desde 1589 dirigió la
nueva catedral de Valladolid, de cuyas obras le apartó en 1594 una grave enfermedad que le dejó achacoso
hasta su muerte, acaecida en Madrid en 1597. Había nacido en 1530, en el seno de una modesta familia
hidalga, en Mobellán, en el valle de Valdáliga (Santander).

Herrera encauzó la arquitectura del centro de la Península por la senda de las formas austeras de
tipo escurialense. En Madrid, sobre todo, sus discípulos e imitadores repiten la disposición de las fachadas
sin molduras, con torres en los ángulos, que aparece y reaparece en edificios públicos y casas privadas
hasta pleno período barroco. De tiempo de Felipe III y Felipe IV son la Plaza Mayor, con el Palacio del
Ayuntamiento, ejecutado por Juan Gómez de la Mora, el palacio de Santa Cruz (actualmente Ministerio de
Asuntos Exteriores), y no pocos conventos e iglesias como las Descalzas Reales.

En los países de la corona de Aragón, en cambio, siguió empleándose durante el siglo XVI el
plateresco. En Valencia, sobre todo, donde desde el siglo XV era tradicional el gusto por lo italiano, se
construyeron edificios de estilo plenamente clásico, como el Colegio del Patriarca o el edificio de la
Diputación. En Cataluña, donde el Renacimiento pasó de refilón, las corporaciones populares se
mantuvieron fieles al gótico, y así siguen construyéndose, durante el siglo XVI, en aquel estilo, partes
importantes del Palacio de la Generalidad, en Barcelona. El único edificio verdaderamente notable que

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del estilo plateresco tenía la capital catalana, la Casa Gralla (que, sin embargo, tenía gótico el patio) fue
derribado, en una reforma urbana, a mediados del siglo XIX.

Contemporáneo del estilo plateresco español fue, en Portugal, el manuelino, otra derivación del
gótico flamígero. Portugal había tenido en los años de oro del rey Duarte y de don Juan un estilo gótico
injertado de elementos y fantasías orientales. Sus grandes navegantes, descubridores de la ruta de la India
a través del Cabo de Buena Esperanza, coincidieron con una época de gran empuje constructivo en la que
se quisieron levantar edificios que inmortalizaran estos famosos hechos. Un gótico extraño y lleno de
fantasía, pues, se desarrolla en Portugal a fines del siglo XV, y en él los múltiples pináculos del arte
flamígero del norte de Europa se convierten en un bosque de troncos y ramas apenas estilizadas, con
cargazón de motivos marinos, en alusión a la exótica fertilidad de los mares y de las selvas de África y la
India. Esta tendencia del final del gótico recibe el nombre de estilo manuelino por coincidir con el largo
reinado de don Manuel, desde el 1495 al 1521, y sus obras más típicas son las capillas imperfeitas del
monasterio de Batalha, el claustro del convento de monjes Jerónimos de Belém, en las afueras de Lisboa, y
el convento de Cristo, en Tomar.

 Una escultura renovadora

La escultura renacentista española es tan rica en nombres de artistas nacionales como extranjeros.
Al lado de Vigarny (un francés de Langres, pero españolizado) -autor del trascoro de la catedral de Burgos
(1498), y que en 1502 intervenía en las tallas del altar de la capilla mayor de la de Toledo, cuyo coro,
treinta años después, labraría con Berruguete, y autor también (hacia 1521) del retablo de la Capilla Real
de Granada- hallamos a Copín de Holanda (autor principal, con Sebastián de Almonacid, del mentado altar
toledano), a Juan de Malinas y a otros varios nórdicos. Hasta aquí los nombres más relevantes de la
nómina de escultores llegados de fuera de España. Pero bien españoles son Diego de Siloé (hijo de Gil),
Juan de Valmaseda, el aragonés Gil Merlanes, el valenciano Damián Forment. Este fue el tallista de los
grandes retablos de Huesca y del Pilar y San Pablo en Zaragoza, así como del labrado en alabastro para
Poblet, y al morir, en el año 1547, dejó inconcluso el de Santo Domingo de la Calzada. Otras dos grandes
figuras trabajaron principalmente en mármol: Vasco de la Zarza, autor del sepulcro del Tostado, en el
trascoro de la catedral de Ávila, y el burgalés Bartolomé Ordóñez, que después de dejar buenas muestras
de su arte en Nápoles, fue a trabajar a Falencia y Zamora y se vinculó también a Barcelona, de cuya
catedral proyectó y labró en gran parte el trascoro, así como talló las cabeceras del coro.

Sucedió al toscano Doménico Fancelli, autor de los túmulos marmóreos del príncipe don Juan, en
Santo Tomás de Ávila, y de los Reyes Católicos, en Granada, pero Bartolomé Ordóñez realizó ya el de los

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reyes don Felipe y doña Juana en aquella capilla real granadina, y prosiguió el del cardenal Cisneros, en
Alcalá, que tampoco él pudo terminar. Todos estos sepulcros responden al tipo de lecho mortuorio, para
exposición del cadáver, como catafalco permanente. Este tipo, imperante durante el reinado de los Reyes
Católicos, se continuó usando hasta bien entrado el siglo XVI, cuando ya se había difundido el tipo con la
estatua orante del difunto, del que trataremos más adelante.

Alonso Berruguete, hijo del pintor Pedro y pintor también él mismo, está considerado como el
primer escultor español genial del Renacimiento. Nacido hacia 1488 en Paredes de Nava (Palencia), a los
veinte años de edad marchó a Florencia, y habría acompañado a Roma a Miguel Ángel. En 1517 estaba de
regreso en España, y había sido ya nombrado pintor de Carlos V. Una llameante espiritualidad es, sin duda,
su nota característica en la escultura, y por sus tallas de imágenes se le puede tener sin riesgo a incurrir en
equivocación como el primer gran imaginero español; de 1525 data su retablo de La Mejorada, y en 1526
iniciaba el de San Benito, de Valladolid, que no se terminó hasta 1532 (hoy ambos se exhiben en el Museo
de Escultura de Valladolid).

Una nueva etapa de su carrera de escultor se inicia en 1539 con su labor de talla de madera y
mármol del lado de la Epístola del gran coro de la catedral toledana, obra en cuyos relieves se acusa a
menudo su fogosidad miguelangelesca, de la que debía de quedar prendado en su estancia italiana.
Compartía las tallas de este coro con Vigarny, que realizó el lado opuesto; pero fallecido Vigarny en 1542,
realizó también la silla arzobispal con su gran remate en mármol presidido por el grupo de la
Transfiguración, sin duda su obra más perfecta. En el año 1554 contrataba, finalmente, el sepulcro
marmóreo del arzobispo Tavera, para el Hospital de Muera, y en Toledo moría en 1561. Con pujos de
nobleza, había adquirido el señorío de Ventosa de la Cuesta, donde consta que recibió sepultura su
cadáver.

El otro gran escultor tallista del segundo tercio del siglo XVI, e iniciador, como Berruguete, de una
tradición, es Juan de Juni, un francés (nacido quizás en Joigny) cuyo estilo es plenamente monumental, y
en esto difiere esencialmente del estilo mucho más espiritual de Berruguete, al que se alía, sin embargo,
por la profundidad del fervor y del sentimiento. Su intenso dramatismo y el movimiento de pliegues de sus
ropajes trascenderán, todavía, en los imagineros castellanos del siglo XVII. Trabajó, en 1533, en San Marcos
de León, en los medallones de la fachada, y en la talla de la sillería del coro (con Guillen Donzel y Juan de
Angers). Hacia 1540 se trasladó a Valladolid, donde cuatro años después terminaba la que es una de sus
obras más famosas, el Santo Entierro. Por otro lado, cabe destacar que acerca del retablo de la iglesia de La
Antigua sostuvo por aquellos años un pleito muy ruidoso con un discípulo de Berruguete, Francisco Giralte.
De su última época (comprendida entre los años 1570 y 1575) es su patética imagen de la Virgen de las

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Angustias, así como su otro magnífico grupo del Santo Entierro, situado en la catedral de Segovia.
Otra gran figura que hay que hacer constar aquí de la escultura religiosa del quinientos es Gaspar Becerra,
autor del retablo de la catedral de Astorga, en el que triunfa netamente el estilo del
manierismo escultórico. Pero son numerosísimos, en casi toda España por aquella época, los buenos
escultores.

Un arte de otro aspecto, una escultura plenamente áulica es la de los broncistas italianos Leoni
(León y su hijo Pompeyo), que trabajaron para Carlos V, y para Felipe II después. Nacidos en Arezzo y
establecidos en Milán, el padre había trabajado anteriormente para el emperador como medallista, y
desde 1555 recibieron ambos casi todos los encargos hechos en aquella clase de escultura por el
emperador. Su mayor actividad coincide, pues, con el momento en que aquél decidió retirarse del
gobierno. León (que murió en 1590) estuvo poco tiempo en España, donde quedó el hijo, que murió en
1608. Repartíanse el trabajo y, de este modo, el padre realizaba en Milán las principales obras para España,
de cuyo retoque e instalación cuidaba Pompeyo. Sus mejores estatuas de retrato en bronce son de 1564;
pero algunas, como la también muy meritoria Carlos V hollando al Furor (hoy en el Prado) son de fecha
anterior. La habilidad de estos excelentes broncistas se muestra en el hecho de que esta estatua de
tamaño natural, revestida de la armadura, pueda despojarse dejando la figura desnuda. La estatua de la
emperatriz Isabel (sobre la base del retrato por Tiziano), de cuerpo entero, así como también las de María,
reina de Hungría, y de Felipe II, con el busto de este rey, son de gran belleza.

Después realizó en mármol varias estatuas sepulcrales orantes; la mejor de ellas (de hacia 1574) es
la que representa a doña Juana de Austria, en su sepulcro de las Descalzas Reales de Madrid. Pero sus más
importantes obras en bronce son los dos grupos del mausoleo imperial y real, de El Escorial, iniciados en
1590 y en los que Pompeyo Leoni trabajó durante largo tiempo, unos diez años. Estas estatuas son
realmente magníficas y sobre todo impresionan por su majestad y perfección. El del lado del Evangelio
contiene las figuras del emperador y la emperatriz, con las de las hermanas de Carlos V, Leonor y María, y
su hija María. En el lado opuesto, el grupo sepulcral de Felipe II contiene, además de la figura de este rey,
la de Ana de Austria, a las que siguen las de Isabel de Valois, María de Portugal y el príncipe Carlos.
Ambos grupos, de bronce dorado con incrustaciones de piedras coloradas, son la única nota brillante en la
inmensa iglesia de El Escorial, de sobrio granito desnudo. Producen, realmente, un maravilloso efecto en
contraste con el carácter austero que emana de la fabulosa construcción que es el monasterio.

Herrera construyó un marco magnífico para estos dos grupos funerarios: a cada lado del presbiterio
abrió unos arcos de toda la altura de la iglesia, donde, sobre un basamento alto, se levantan robustas
columnas que sostienen un gran escudo real; entre estas columnas, como aparecidos, se encuentran los

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dos famosos monarcas, uno a cada lado, con las manos juntas y rezando arrodillados; a cada uno le
acompañan las cuatro figuras citadas, también arrodilladas en la penumbra del intercolumnio. Desde el
año 1579 los Leoni habían también ejecutado para la misma iglesia el magno retablo mayor.

 La influencia renacentista en la pintura

Para hacer un poco de historia de la pintura española durante el siglo XVI hay que volver a los
últimos años del siglo anterior, en los que la escuela valenciana tuerce ya su rumbo hacia el renacentismo
italiano, primero tímidamente en pintores como Rodrigo Osona el Viejo, y su hijo y homónimo.

Por otro lado, en esta misma época contribuye a este cambio de dirección, que contrasta con el
flamenquismo antes predominante, un pintor de Ferrara que se instaló definitivamente en Valencia: Pablo
de San Leocadio. Como se verá, la escuela valenciana proseguirá por esta senda italiana durante todo el
siglo XVI.

En contraste con ella, la escuela catalana, aunque bien es cierto que asimila en buena parte la
nueva corriente, se provincianiza. Sus pintores más estimables no residen, a comienzos del XVI, en
Barcelona: son Joan Mates y el llamado Maestro de San Félix, ambos gerundenses, o que, por lo menos,
pintan en Gerona. En Barcelona desempeñó, no obstante, importante papel un portugués de no poca
calidad y que respondía al nombre de Pedro Núñez.

El primer gran pintor castellano plenamente imbuido del Renacimiento es Pedro Berruguete, el
padre de Alonso, del que ya se ha hablado al tratar la escultura. Nacido como él en Paredes de Nava, antes
de 1477 (ya formado) había estado en Italia, en la corte del duque de Urbino Federico de Montefeltro, y allí
pintó probablemente en colaboración con Justo de Gante y con Melozzo da Forli. Uno de sus rasgos más
definitorios, su renacentismo vigoroso, acaso tuvo en cuenta a Fiero della Francesca, y esta influencia venía
en él a sobreponerse a su anterior realismo, típicamente hispano-flamenco. En lo que realizó de vuelta a
Castilla fluctúa entre su primera tendencia flamenquizante y aquella modalidad italiana.

Conocidas son sus tablas y altares que pintó para Santo Tomás, de Ávila, sobre San Pedro Mártir, y Santo
Domingo (ambos conjuntos hoy en el Prado). En Ávila queda el altar mayor de aquella iglesia conventual, y
las tablas por él pintadas en el altar mayor de la catedral desde 1499 hasta su muerte, en 1506, que vino a
interrumpir esta labor, continuada por dos pintores, primero el llamado Santa Cruz, muy flamenquizante, y
después Juan de Borgoña, cuyo finísimo arte contiene evidentes resonancias de la pintura toscana
contemporánea.

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Pero ahora regresando de nuevo a Valencia, donde surgen en el año 1506 dos pintores nacidos en La
Mancha, pero llegados de Italia. Se llamaban Fernando de Llanos y Yáñez de Almedina y traían influencias
leonardescas directas, que se patentizan en el retablo mayor que pintaron para la catedral entre aquel año
y 1510. Llanos pintó, posteriormente, en Cuenca.

Después se impone, en esta escuela levantina, un italianismo que se ha definido como derivado del
arte de Rafael, gracias principalmente a Vicente Masip, el padre de Juan de Juanes, y a este pintor (que en
realidad se llamó Vicente Juan Masip). Aquél trabajaba ya en Valencia en 1513 y en 1530 pintó el retablo
de la catedral de Segorbe. Padre e hijo pintaron, con toda evidencia, en colaboración durante muchos
años, y su italianismo es bien claro, aunque menos claro resulte, sobre todo en las obras juveniles de Juan
de Juanes, un decidido acatamiento a lo de Rafael.

El propio Juan de Juanes, después, aproximadamente en el año 1550, concreta mucho más su
estilo, siempre dentro de esa misma tendencia italianizante que parece basarse en lo toscano influido por
Leonardo, con dejos ya de un manierismo que no dejaba de ser algo dulzón. Este Juan de Juanes dejó un
excelente retrato, el de don Luís de Castellá de Vilanova, que se puede contemplar en el Museo del Prado.

En Toledo, contemporáneamente, Francisco de Comontes y Juan Correa del Vivar rafaelizan con la misma
tendencia que en el ámbito valenciano se ha señalado, y también mostrando finezas propias de la pintura
del manierismo.

Mucha más independencia denota lo que ocurría en Sevilla desde los comienzos del siglo.
La ciudad de Sevilla alcanzaba entonces gran importancia gracias al tráfico con América. Pronto allí existirá
un clima de cosmopolitismo, sumamente favorable a la prosperidad del arte de la pintura. En 1496 había
llegado a la capital andaluza, viniendo de Córdoba, un pintor que en aquella ciudad había casado, y que
acaso había adoptado el apellido de su mujer, porque a pesar de llamarse Alejo Fernández, se le denomina
a veces como "pintor alemán". Es un pintor de gran talento, uno de esos artistas que por los años de la
primera mitad del siglo XVI aparecen con flamenquismos e italianismos a la vez. Sus Vírgenes: la de los
Navegantes (Capilla de la Casa de Contratación de Sevilla), la de la Rosa (iglesia de Santa Ana), la que pintó
para la capilla de Maese Rodrigo, también en Sevilla, son versiones distintas, pero todas ellas de un estilo
refinadísimo, del tema de la Madre de Dios. Su italianismo aparece más claro en el Tríptico de la Cena, del
Pilar de Zaragoza. La importancia comercial de Sevilla atrajo sin duda a otro extranjero en 1537. Fue el
bruselense Pedro de Campaña (o Kempeneer). Se lo encuentra en Sevilla en 1537, pintando para la
catedral; pero antes había residido en Bolonia. Tras sus años sevillanos regresaría en 1563 a su patria. La
característica que mejor define el estilo que impera en su obra es que se trataba de un pintor de claro

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temperamento dramático. Lo revelan sus dos famosas Crucifixiones, una en Bruselas y la otra que se halla
conservada en la sacristía de la catedral sevillana.

En otras pinturas que dejó en Sevilla (como, por ejemplo, el retablo mayor de la iglesia de Santa
Ana, pintado en 1557), muestra también otras calidades dignas de reseñar, sobre todo de iluminación y
tierno realismo, que serán, por otro lado, típicas de la escuela pictórica de Sevilla durante la centuria
posterior. Otro gran pintor italianizante de la escuela sevillana del XVI es Luís de Vargas, al que Pacheco en
su Libro de Retratos llamará "luz de la Pintura y padre dignísimo della en esta patria suya Sevilla". Nació,
hijo de pintor, en 1566, y a los veintiún años se hallaba en Roma, en donde hubo de presenciar el saqueo
de la ciudad por las tropas de Carlos V. No regresó definitivamente a su patria hasta el año 1553, y murió
en 1568.

Según Pacheco es probable que hubiese sido discípulo de Pierin del Vaga, que a su vez lo fue de
Rafael. En Andalucía, la catedral de Sevilla conserva de él dos obras muy famosas: una de ellas es el retablo
del Nacimiento, fechado en 1555; la otra es el retablo titulado Generación temporal de Cristo, del año
1561, obra que a causa de la pierna (pintada en escorzo) del Adán, que figura en su tabla central, es
universalmente conocida bajo la denominación de La Gamba. Es una movida composición de gran
suavidad de formas, inspirada, a lo que parece, en una pintura de Vasari.

Gran importancia reviste la pintura española de retrato durante la época que se examina. Carlos V
se valió para esto del Tiziano, quien jamás se movió de Italia, y bajo Felipe II el retratista real fue, al
principio, el neerlandés Antonio Moro, que sí estuvo en la Península y en Lisboa. De él había de aprender
directamente Sánchez Coello.

Alonso Sánchez Coello nació en 1531 en el pueblecito de Benifayó, en el reino de Valencia. Se ha


barajado la hipótesis de que seguramente su ascendencia materna fuese portuguesa; el caso es que sí que
está demostrado que cuando tenía diez años se trasladó con sus padres a Portugal, donde se hallaba
establecido su abuelo al servicio del rey don Juan III. Sus contactos con Antonio Moro posiblemente
empezaron en 1550; y es seguro que se trasladó a Mandes, pero en 1555 trabajaba ya para la corte de
Castilla, en Vallado-lid, y pasó después a Toledo, y finalmente a Madrid, siendo ya "pintor de cámara" del
rey. Si como retratista aprendió de Moro, ejerció en él gran influencia el arte del Tiziano, algunas de cuyas
obras consta que copió.

Entre sus retratos de personajes de la familia real española destacan los del príncipe Carlos, el
desventurado hijo de Felipe, y los de las princesas. Retrató a Isabel Clara Eugenia y a su hermana Catalina

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Micaela. No se conservan, en cambio, retratos de Felipe II hechos de su mano. Pero lo más probable es que
sí hiciera varios retratos de este monarca; de este modo, según explica Pacheco, los hizo y seguramente
debieron desaparecer en el incendio del Palacio del Pardo. Entre los que realizó fuera de la corte sobresale
por su profunda simplicidad el del padre Sigüenza, que ostentaba el cargo de bibliotecario de El Escorial.

Además de ser retratista cultivó la pintura religiosa. Su Martirio de San Sebastián, del Museo del
Prado, data de 1582, año en que pintó cinco de los altares de El Escorial con un par de santos en cada uno.
Las relaciones entre el monarca y el artista parecen haber sido muy cordiales. Felipe II visitaba su taller y se
distraía viéndole pintar, y algunas veces le sorprendió comiendo con su mujer y sus hijos. Sánchez Coello
murió en 1588 dejando una gran fortuna y varios discípulos.

Su continuador en el arte cortesano del retrato fue otro artista no menos importante, Juan Pantoja
de la Cruz, nacido en el año 1553. El estilo de este pintor sigue el de Sánchez Coello; por ejemplo, pintó a
Felipe II y a su última esposa, Margarita de Austria, así como a Felipe III, como príncipe y como rey. El
retrato que realizó de Felipe II, cuando éste ya era viudo, es impresionante en su aparente sencillez.
El pintor murió en 1608. En dos de sus pinturas religiosas, la Natividad de la Virgen y la Adoración de los
Pastores (ambas obras se hallan hoy en el Museo del Prado y datan, respectivamente, de 1603 y 1605),
retrató en forma de personajes de los cuadros a miembros de la familia real.

El traspaso (al que se ha aludido ya en estas páginas) entre el rafaelismo y el manierismo en la


pintura española del siglo XVI se evidencia por completo en Luís de Morales, pintor apodado elDivino. Era
extremeño (nacido en el año 1510) y es probable que su formación hubiese tenido lugar en Sevilla.

Antes de entrar a conocer con detalle su obra vale la pena que nos detengamos en algunas
circunstancias extrapictóricas que ayudan a hacer un esbozo de este pintor extremeño. Conocidas son las
anécdotas que acerca de su relación con Felipe II refiere Palomino. Según este pintor y comentarista de la
pintura, Morales se presentó en una ocasión ante el rey con excesivo lujo, siendo criticado por los
cortesanos. La otra anécdota contada por Palomino refiere que el rey, en viaje hacia Portugal le visitó, y
hallándole viejo y pobre, ordenó que se le concediera una pensión. En todo caso, Morales parece haber
llevado una vida retirada, aunque, sin embargo, le menudearon los encargos, sobre todo conventuales, y
algunos le obligaron a trasladarse a Portugal.

Este pintor, que fue por antonomasia el pintor de los Ecce Homo (como Juan de Juanes lo fue por su
parte del Jesús Eucarístico), fue además de un artista acendradamente religioso, un singularísimo pintor.

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Ignoramos por qué caminos adoptó la maniera de inspiración italiana que tanto lo acerca a los resultados
del Parmigianino, cuando pinta La Virgen y el Niño, pero sin duda ese modo de pintar se avenía a su
sensibilidad espiritualizada. Los alargamientos y los retorcimientos, él los supo combinar con maravillosos
efectos luminosos, en un cromatismo rico y variado, suave muchas veces, pero que puede circunscribirse a
una paleta estrictamente agria, como cuando se trata de acentuar el sentido trágico que tienen algunas de
sus pinturas de la Piedad. Aunque es preciso señalar que más que sus composiciones de escenas religiosas,
emocionan sobre todo sus figuras de Jesús adolorido y la ternura de sus Vírgenes con el Niño. Además, Luís
de Morales tuvo el honor de ser el pintor predilecto de San Juan de Ribera. Prueba de ello es el lienzo que
se conserva actualmente en el Museo del Prado, y que años atrás no estaba catalogado como un retrato
del citado santo, pues se suponía que era una evocación de la efigie de San Ignacio de Loyola.

Este era, por tanto, el estado general de la pintura española en el no poco fecundo siglo XVI cuando
en ella vino a incidir un hombre de destacaría sin lugar a dudas por encima de todos los demás. Se trata de
la genial figura de El Greco, que se estudia en profundidad en el siguiente capítulo.

A continuación se pasará a reseñar un apartado del arte español de la citada centuria y que también
merece atención. En las artes aplicadas, el siglo XVI español fue brillantísimo. Los plateros y orfebres, por
ejemplo, dejaron entonces obras portentosas y que aún hoy no pueden por menos que dejar admirados
por la sensibilidad que desprenden y la maestría técnica que demostraron sus autores. Los artistas que se
dedicaban a estas labores en aquella época eran numerosísimos y, por ejemplo, cabe destacar a los
Becerril, los Cosida, de Zaragoza, etc., por citar sólo algunos. El tronco de la familia de los Arfe fue Enrique,
platero alemán a quien Cisneros encargó la suntuosa custodia de la catedral de Toledo. Su hijo Antonio
realizó en 1554 la que posee la catedral de Santiago, y el nieto de Enrique, Juan, ha sido considerado como
el águila de la familia. Como Herrera, fue un apasionado del arte grecorromano, y teorizó sobre su oficio en
un librito escrito en octavas reales. En él describe la custodia que realizó para El Escorial y que más tarde
desapareció en los avatares de la guerra napoleónica. Los Becerril, de Cuenca, fueron también tres: dos
hermanos, Francisco y Alonso, y el hijo de este último, Cristóbal.

Otra especialidad brillante de la época aparte de las ya mencionadas fueron las grandes rejas
catedralicias, que en España conforman un patrimonio verdaderamente interesante. Por ejemplo, la
hermosa reja que puede observarse en la capilla mayor de la catedral de Toledo es obra de Francisco de
Villalpando; tiene siete metros de alto, y se invirtieron nada menos que diez años en labrarla. La del coro
de la misma catedral, asimismo, es del maestro Domingo. Se comprometió a hacerla, en el año 1540, por
cinco mil ducados, si se le proporcionaba todo el oro y la plata necesarios para su embellecimiento. Eso da
idea de la monumentalidad de tales obras.
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Por otra parte, como no podía ser de otra manera en un país en el que la religión jugaba un papel
tan relevante, los bordados de ornamento religioso fueron entonces fastuosos y también merecen
pertenecer a la categoría de obra de arte. Sobresalieron, sin lugar a dudas, los bordados que con tan buen
oficio ejecutaron los monjes Jerónimos de Guadalupe.

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El Renacimiento en Francia

Los derechos de Francia a intervenir en los asuntos de Italia derivaban aún de la investidura del
reino de Nápoles que dio el Papa en el siglo XII a Carlos de Anjou, hermano de San Luis. La rama napolitana
de la casa de Anjou había reinado en Nápoles hasta mediados del siglo XV, en que el astuto rey de Aragón,
Alfonso V el Magnánimo, había tratado de justificar la usurpación y conquista del suelo napolitano
haciéndose declarar hijo adoptivo y heredero de la famosa reina Juana, último representante,
completamente incapaz, de la dinastía angevina de Nápoles.

El abuso y el atropello que para la casa de Francia representaba la con quista de Nápoles por
Alfonso V movieron a Carlos VIII y a Luis XII a acudir a Italia para recobrar aquel reino, y además, el último,
para hacer valer sus derechos sobre el ducado de Milán, que derivaban de la herencia de Valentina
Visconti, madre de Luis XII.

Los dos primeros Valois, Francisco I y Enrique II, repitieron las expediciones a Italia con suerte
variable en los hechos de armas, pero con grandes resultados para la cultura y el arte. Ya Carlos VIII en
1495, durante su primera incursión, había despachado a Francia, por mar, un grupo de artistas en número
de veintidós, "para construir y trabajar a las órdenes del rey, según la moda de Italia". Se les instaló en el
castillo de Amboise, proponiéndoles su reedificación. La colonia italiana de Amboise tenía por figura
principal a un tal fray Giocondo de Verona, arquitecto de mérito, que había trabajado en Nápoles al
servicio del rey aragonés y que Carlos VIII contrató para que fuera a Francia con el sueldo de 562 libras
anuales. Los demás, a excepción de Doménico de Cortona, también arquitecto, parece que eran escultores
y decoradores, y alguno de ellos excelentes, como el escultor de Módena Guido Mazzoni, a quien Carlos
VIII hizo caballero y le asignó un sueldo todavía mayor que el de fray Giocondo.

No puede comprenderse que un arquitecto como fray Giocondo, de edad madura, y que antes
había editado por primera vez el Vitruvio, construido un monumento de puro carácter clásico, como la
Logia de Verona, y que aún, a su regreso en Italia, se asoció a Juliano de Sangallo para la prosecución de las
obras de la basílica de San Pedro de Roma, pudiera llegar a prestar su colaboración activa en edificios como
el castillo de Gaillon, edificado entre 1502 y 1510, en Normandía, para el cardenal obispo de Rúan, ministro
de Luis XII, morada suntuosísima, pero de características casi góticas.

El castillo de Amboise, lo mismo que el de Gaillon, del que sólo quedan restos, y la nueva ala construida
por Luis XII en su castillo de Blois, tienen casi nada de carácter clásico en sus formas generales; son aún de
gótico francés, combinado tan sólo con cierto orden que hace presentir el Renacimiento, pero decorados
con escultura de gusto italiano. Por ejemplo, se supone que la estatua moderna a caballo de Luis XII, que

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adorna la entrada principal de su castillo de Blois, debió sustituir a otra estatua ecuestre labrada por el ya
citado Guido Mazzoni, y en los frisos y relieves de Gaillon hay medallones al antico, evidentemente obra de
los italianos.

Acaso las diferentes prácticas de construcción y el clima de la Francia Central, que exigía tejados
altos con lucernas, cohibieran a los italianos de la “colonia” de Amboise, por lo que, aceptando el arte
francés en sus líneas generales, crearon un arte híbrido, más asimilable para los constructores nacionales
que el puro arte italiano de finales del siglo XV. Por lo menos esto ocurre con Doménico de Cortona, quien
permaneció en Francia mucho más tiempo que fray Giocondo.

No cabe duda que Doménico de Cortona, después de la partida de fray Giocondo, que hubo de
regresar a Roma llamado por el Papa, quedó en Blois, donde residía la corte, como intendente general de
los trabajos que se efectuaban en los edificios reales, dirección que conservó quizá durante los primeros
años del reinado de Francisco I. El ala del tiempo de Francisco I, en el castillo de Blois, construida entre
1515 y 1525, se proyecta perpendicular-mente a la de Luis XII, en la que intervino fray Giocondo de Verona
entre 1499 y 1501, v su simple comparación deja ver como el estilo se ha ido caracterizando en sólo una
docena de años. En la fachada del patio del tiempo de Francisco I ya no hay ventanas góticas, y el edificio
remata con un camino de ronda, sostenido por una singular cornisa de cartelas semiclásicas. Tiene aún los
altos tejados con las lucernas tradicionales y las chimeneas, y, sobre todo, la gran escalera monumental
que se proyecta fuera de la fachada, tan característica de los castillos franceses (parece ser que el viejo
Louvre ya tenía una escalera de este tipo en el siglo XIV, y todavía hoy se conserva la del palacio de Jacques
Coeur, en Bourges, del siglo XV) y tan poco clásica, rompiendo todas las líneas con sus rampas inclinadas.

En la fachada que da al exterior, el contraste entre los dos castillos resulta mucho más evidente: los
arquitectos italianos o italianizados que construyeron el ala de Francisco I, en el castillo de Blois, entre los
que al parecer jugó un papel importante el maestro de obras Jacques Sourdeau, deseaban aprovechar
seguramente la situación del edificio sobre los altos bastiones medievales para hacer una fachada abierta,
con galerías o logias. El resultado fue muy distinto de lo que podía esperarse: las galerías son realmente
series de balcones cubiertos, unos sobre otros, que dejan la fachada dividida en una serie de cuerpos
verticales, como contrafuertes, entre los cuales el espacio intermedio se aprovecha para estos miradores.
Se encuentra aplicada esta misma solución en el llamado de Madrid, en Boulogne, y en el de Saint-
Germain, cerca de París.

Pero la decoración del ala del castillo de Blois construida por Francisco I es ya típica del
Renacimiento, un renacimiento extraño que no puede llamarse toscano, pero que recuerda algo de los
órdenes antiguos; que no puede llamarse milanés, aunque recuerda la profusión ornamental de la cartuja
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de Pavía; un renacimiento especial, francés áulico, de Francisco I; su inicial con la corona y con el emblema
suyo de la salamandra forma frisos y medallones y decora las barandas.

Francisco I, terminada la reforma de Blois, empezó la construcción del castillo de Chambord, que es
la verdadera obra característica de su reinado. No se sabe gran cosa de sus arquitectos. Para unos, su
dirección debe atribuirse a Doménico de Cortona, cuyo nombre figura aún en las cuentas; para otros, los
directores son ya Fierre Trinqueaux, que desde el año 1519 trabajaba en él, Denis Sourdeau y Pierre
Nepveu; pero sólo con aquel rey y aquella corte podía haberse concebido un edificio tan singular. Las
sombras de Francisco I, de su favorita la duquesa de Etampes y de su hermana Margarita de Navarra, viven
todavía en las estancias de Chambord.

Nadie más que Francisco I podía haber propuesto aquel sitio para residencia real y haber aceptado
aquel plan, sea quien fuere el que lo proyectara. Las aficiones de Francisco I eran la caza y las grandes
fiestas. Así se explica que el nuevo castillo se asentara en un claro de la selva pantanosa de Sologne y que,
en su planta, se supeditara todo a la gran escalera central, con su doble rampa, por la que podía descender
toda la corte en dos comitivas independientes. Es el mismo tema de la escalera de Blois, sólo que aquí está
en el centro del palacio y remata al exterior con una linterna fantástica entre multitud de lucernas y
chimeneas. La visión lejana, desde el bosque, de estas mil lucernas de los tejados de Chambord parece el
sueño de un edificio pantagruélico; la gran mole del castillo desaparece entre los árboles y no se ven más
que las chimeneas y remates sobresaliendo de la línea horizontal del tejado, ya en forma de azotea, como
en Italia. La decoración es más avanzada de estilo que la parte del castillo de Blois construida por Francisco
I: las pilastras son clásicas, los adornos y las molduras irreprochables, con curiosas combinaciones de la
piedra blanca natural y una caliza negra que llena los cuadros. La inicial de Francisco I aparece por todas
partes, con una corona. Allí el rey caballero pasó sus últimos años y murió. El castillo de Chambord
representa realmente una época. Es un episodio arquitectónico que se comprende mejor si se lee a
Rabelais o a Margarita de Navarra.

El estilo de la arquitectura de los palacios reales fue aceptado con limitaciones por Francia.
Chambord quedó único, nadie se atrevió a seguir aquel camino; pero las combinaciones más lógicas de
Amboise y Blois fueron imitadas con entusiasmo primero en las orillas del Loira, que era el país de moda de
aquel tiempo, y después en París, donde Doménico de Cortona proyectó el antiguo Hotel de Ville; en Caen,
en Toulouse, en la vecina Orleáns...

El castillo de Chenonceaux, en una isleta del río Cher, también en la cuenca del Loira, es otro de
esos emplazamientos singulares que preferían las gentes del tiempo de Francisco I. El magnífico palacio se
construyó en 1520 para el ministro Tomás Bohier, y sustituyó a un viejo molino que se levantaba sobre
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unos muros medievales de piedra. Con el tiempo fue propiedad de Diana de Poitiers y, después, de
Catalina de Médicis. Philibert Delorme construyó en Chenonceaux, a mediados del siglo XVI, para Diana de
Poitiers, el ala sobre un puente que atraviesa el río, y Catalina de Médicis, más tarde, se propuso añadirle
una plaza rodeada de pórticos y jardines en la otra ribera del Cher, formando todo un conjunto
monumental. Este último proyecto no llegó a realizarse.

El castillo de Azay-le-Rideau, construido entre 1518 y 1524 por Gilíes Berthelot, consejero de
Francisco I, se halla también en una isla del Loira. Su planta tiene la forma de una L, con torres circulares en
los ángulos y un camino de ronda en lo alto, sobre el cual descansa el tejado en gran pendiente con
lucernas elegantísimas. Los detalles de ornamentación son del gusto más refinado. Es famosa la escalera,
con su bóveda decorada con medallones y claves colgantes en medio de los arcos que atraviesan el tramo
a distancias iguales.

Aunque Francisco I pasaba la mayor parte de su tiempo en las orillas del Loira, sentiría la necesidad
de aproximarse a su capital, y por esto mandó construir castillos cerca de París, que fueron también,
naturalmente, grandes apeaderos de caza. El primero era el castillo llamado de Madrid, en el Bois de
Boulogne, construido inmediatamente después del regreso de su cautiverio y hoy desaparecido, pero del
que quedan dibujos, publicados a fines del siglo XVI por Du Cerceau en su obra Les plus excellents
bátiments de France, y una descripción bastante detallada de Tevelyn, publicada en 1650. El cháteau de
Madrid tenía un plan muy regular, de una simetría en la planta que debía de hacerlo bastante incómodo,
todo él dividido en salas cuadradas y antecámaras. En el exterior, con poca diferencia, aparecían las
mismas galerías que en el castillo de Blois, pero acá so algo más italianizadas, según se comprende por los
dibujos. Después, siempre cerca de París, construyó Francisco I su castillo de Saint-Germain-en-Laye en la
selva de este nombre y el de Fontainebleau, que dejó sin concluir y se encargaron de engrandecer sus
sucesores.

El castillo de Saint-Germain-en-Laye, que se ha conservado hasta hoy y sirve de museo, ocupa el


lugar de una antigua fortaleza medieval que dominaba el curso del Sena. Las fachadas, tanto las del
exterior como las del patio poligonal, tienen la misma subdivisión que la fachada exterior del castillo de
Blois, con pilastras unas sobre otras (formando contrafuertes), y con terrazas como balcones, a manera de
logias, alrededor de todo el edificio. El castillo de Saint-Germain parece que fue obra de un maestro
francés, llamado Fierre Chambiges, que trabajó en Fontainebleau y que había estado a las órdenes de
Doménico de Cortona cuando éste construía el Hotel de Ville de París. Por esta época se efectuaron
también obras en el castillo de Chantilly, comenzando a fines del siglo XV por los Montmorency. Su capilla,

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aún del estilo de transición, fue englobada después por dos alas en el estilo del renacimiento francés,
dibujadas ya por el arquitecto Jean Bullant en el año 1542.

Pero simultáneamente con los castillos de Madrid y Saint-Germain, tan característicamente


franceses, comenzaba en 1528 a edificarse Fontainebleau, donde Francisco I instaló una nueva colonia de
italianos, que más tarde intervinieron en las obras de su sucesor y dieron nuevo impulso a
la Renaissance francesa. De la colonia de artistas italianos de Fontainebleau tenemos más datos que de los
de la primera colonia de Amboise. Además de estucadores y pintores al fresco, había arquitectos ilustres,
como Serlio, el tratadista de arquitectura y comentador de Vitruvio; un gran escultor, Benvenuto Cellini;
pintores de mérito, como el Primaticcio (que también trabajaba como arquitecto; a él se debe la puerta del
Patio del Caballo Blanco, que realizó a partir de 1561) y el discípulo de Miguel Ángel, llamado Rosso, que,
asociado al Primaticcio, decoró la gran galería de Francisco I en Fontainebleau entre 1531 y 1539. Todos
tenían pingües sueldos y además les habían asignado canonjías y rentas. Por ejemplo, el Primaticcio
cobraba 600 libras al año y además gozaba el beneficio de abad de San Martín. De sus pendencias,
querellas y moralidad informa asimismo, con detalles vivísimos, el libro autobiográfico del propio Cellini,
uno de los italianos de Fontainebleau.

Estos fueron los que construyeron los edificios reales más lujosos y visibles, residencias famosas,
cuyos nombres evocan por sí solos toda una época; pero en las ciudades de provincias los ricos burgueses
seguían con sincero entusiasmo el impulso que daba la corona. En Francia, las primeras manifestaciones
del Renacimiento, en las construcciones privadas, pueden hacerse comenzar por una casa de Orleans,
llamada de Agnés Sorel, que tiene ya en las lucernas, pilastras con relieves de estilo clásico. En Blois, una
casa construida en 1512 por Florimont de Robert, ministro de Luis XII, tiene en el patio dos pisos de
órdenes clásicos y en un antepecho hay medallones de cerámicas italianas. En Toulouse, el palacio Bernuy
tiene un patio del gusto de la época de Francisco I.

Como obras públicas de carácter general de esta primera época del Renacimiento en Francia hay
que citar el puente de Notre-Dame, en París, construido por el viejo fray Giocondo; el Hotel de Ville de
París, por Doménico de Cortona; otro Hotel de Ville de Rúan; el Capitolio de Toulouse, etc. Sin embargo,
toda la atención de los reyes está concentrada en sus residencias personales. Ya se comprende, por lo
tanto, que por más que los Valois fuesen católicos y vivieran en pugna con el protestantismo, que se
infiltraba perezosamente en Francia, no debía de ser ésta una época de grandes construcciones religiosas.
Pocas iglesias se construyen; a lo más se decoran ciertas capillas con nuevas bóvedas y monumentos
funerarios, o se reconstruyen fachadas, dotándolas de puertas adecuadas al estilo nuevo, pero el armazón
de la iglesia queda siempre gótico; no hay manera de hacer cambiar en un solo siglo a los constructores

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franceses, familiarizados tan profundamente con las bóvedas por arista. El ejemplo más notable de iglesia
del tiempo de Francisco I es la de Saint-Eustache, de París, que tal vez fue proyectada por el propio
Doménico de Cortona en 1532, quien por esta época ya haría más de treinta y seis años que estaba en
Francia. Parece, sin embargo, haber tenido un colaborador o continuador francés, llamado Fierre
Lemercier. Saint-Eustache, de París, tiene cinco naves. En dimensiones es igual a cualquiera de las más
grandes catedrales góticas, y las supera, si no en gusto, en abundancia y riqueza de decoración; por todas
partes, tanto en el interior como en el exterior, suben pilastras decoradas, que se superponen del modo
más gracioso. Las bóvedas son góticas, y, por fuera, los contrafuertes se disfrazan con vestiduras clásicas,
pero el conjunto es aún muy análogo al de las grandes catedrales. Otro ejemplo notable de aplicación de la
decoración renacentista a un edificio estructuralmente concebido todavía al modo gótico es Saint-Michel
de Dijon. Su fachada, construida en 1535-1550, pese a la superposición de pilastras y columnas clásicas,
obedece a la estructura medieval encuadrada entre dos torres y tiene aún tres profundos portales oscuros
como las grandes catedrales góticas.

El sucesor de Francisco I se iguala a su padre en una sola cosa, en la moladle de batir de los Valois;
hasta los dos últimos padecieron aquella manía de construir que fue para ellos como una enfermedad. El
reinado de Enrique II, que duró doce años, desde 1547 a 1559, no fue tan largo como el de Francisco I,
pero le dio tiempo de empezar construcciones importantes que se encargó de concluir su viuda, la famosa
Catalina de Médicis. Sin embargo, la reina tuvo un papel muy secundario en vida de Enrique II; el monarca
estuvo sujeto hasta su muerte a Diana de Poitiers, con la cual compartió positivamente el trono. Diana y
Enrique se propusieron, por de pronto, la reconstrucción del Louvre, que era absolutamente necesaria.
Mientras en las orillas del Loira la corona tenía aquellos magníficos castillos, edificados a la nueva
"manera", y en los bosques que rodeaban a la capital poseían grandes palacios, como los de Madrid y de
Saint-Germain, en el interior de París el viejo Louvre era aún, con poca diferencia, un donjon de piedra
negra, tal como lo habían dejado Felipe Augusto y sus sucesores. Enrique II y Diana de Poitiers encargaron
la continuación del nuevo Louvre al maestro ya señalado por Francisco I, Fierre Lescot, consejero en el
Parlamento y posesor de un regular patrimonio, para quien el arte, si no era cosa natural, llegó a serlo por
el estudio. Fierre Lescot es, sobre todo, arquitecto y hasta podría decirse que tan sólo él es el arquitecto
del Louvre, donde empezó a trabajar en 1546. Toda su vida parece haber estado absorbida por esta obra,
edificio admirable, con una personalidad plástica poderosísima, pero en el que no se ve el arte fácil de un
genio espontáneo, la ligereza de producción de un artista de fecundas inspiraciones. El Louvre impresiona
por su gran masa, pero más aún por su noble aspecto. Nada del bullicio pantagruélico de Chambord, con su
danza de lucernas en los tejados; las ventanas del Louvre se suceden entre pilastras, alternándose,
concienzudamente dibujadas. Los detalles de la cornisa, los medallones y los relieves de las lucernas son a

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veces, si se quiere, de dudosa inspiración, pero siempre trazados con mano fina que no descuida nada en
los contornos. Lescot tuvo a su lado, en la obra del Louvre, al escultor Jean Goujon, de quien será necesario
hablar más adelante, al tratar de la escultura de esta época. Goujon fue propuesto acaso por Diana de
Poitiers, pero se aviene perfectamente con Lescot, que es el que aparece siempre dominando en la obra.
Enrique II y Diana de Poitiers conocieron su singular valía y le colmaron de beneficios; su salario, sin contar
algunos otros emolumentos, ascendía a 1.200 libras anuales.

A la muerte de Lescot, en 1578, sólo una pequeña parte del Louvre estaba terminada: dos alas del
primitivo proyecto para formar un patio cuadrado.

Las otras fueron concluyéndose, siguiendo su estilo, después de su muerte, y aun al prolongar el
palacio con unas alas exteriores, para reunirlo con las Tullerías, el espíritu de Lescot dominaba sobre el de
sus sucesores; podían éstos cambiar las formas de la arquitectura y la decoración, pero planeaban como
Lescot, con aquellas mismas disposiciones de cuerpos salientes, con remates monumentales enlazados por
alas de fina composición.

Mientras Enrique II y su favorita Diana de Poitiers aplicaban profusamente, en la decoración del


Louvre, sus iniciales entrelazadas, la reina Catalina de Médicis, cerca de allí, iniciaba con su pequeña corte
la construcción de las Tullerías en lo que entonces eran las afueras de la ciudad. Su arquitecto era también
un francés, Philibert Delorme, pero no de noble alcurnia como Lescot, sino hijo de un simple albañil de
Lyon. No se sabe por qué lo escogió Catalina de Médicis para dirigir las obras de su palacio, a no ser porque
había residido largo tiempo en Italia protegido por el cardenal Du Bellay, y porque la reina, que era italiana,
siempre demostró gran preferencia por las cosas de Italia; pero lo cierto es que Delorme, además de dirigir
las Tunerías, estaba ocupado por la favorita en la construcción del castillo de Anet, que pretendía eclipsar
todas las demás residencias reales, y esto no podía ser para la reina una recomendación.
A la muerte de Enrique II, Delorme fue retirado de su cargo en las Tullerías, como si se le quisiera castigar
por haber trabajado para la favorita, y sustituido por un italiano, el Primaticcio, de la colonia de
Fontainebleau. Diana fue desterrada de la corte y tuvo que hacer entrega de Anet y Chenonceaux, que le
cambiaron por el castillo menos vistoso de Chaumont, también en el Loira. Philibert Delorme entonces se
dedicó a escribir obras de arquitectura y folletos de polémica. De esta época son sus tratados
de L'Architecture y Nouvelles inventions pour batir a petits frais, en que propone nuevos sistemas para
todo. Delorme forma contraste con Lescot hasta en la suerte que cupo a sus obras: el castillo de Anet, que
construyó para Diana de Poitiers en 1547-1552, está mutiladísimo; las Tunerías, residencia predilecta de
Napoleón III, fueron quemadas bajo la Commune y sólo quedan de ellas algunos restos.
A pesar de la decidida protección que dispensó Catalina de Médicis al arte italiano, la mayoría de los

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arquitectos de su tiempo son franceses. Du Cerceau, autor de la obra ya citada, Les plus excellents
bátiments de la Frunce, hace la apología del estilo francés de la época; Delorme es también un tratadista
como Bullant. Sus principios son aplicados por los continuadores de Lescot en el Louvre, y hasta por
arquitectos de provincias, como el llamado Bachelier, a quien se atribuyen la mayor parte de los edificios
de Toulouse construidos por esta época, especialmente el palacio de Assezat, edificado en 1555 por orden
de Fierre de Assezat, ex consejero del Capitolio, edificio que parece impregnado de las ideas de Lescot,
formando como un pequeño Louvre de provincias.

Después del terrible período de guerras religiosas, que ensombrecen los reinados de los últimos
Valois, renace el arte en Francia con el advenimiento de la nueva dinastía de los Borbones en la persona de
Enrique de Navarra, que fue titulado Enrique IV. Aunque gascón en cuerpo y alma, supo adaptarse al
temperamento francés acaso mejor que los últimos monarcas que le habían precedido. Se propuso
completar el Louvre, que se hallaba tal como lo dejara Lescot. Los arquitectos de Enrique IV prolongaron la
galería que corría paralela al Sena hasta enlazar con las Tullerías.

Así como Catalina de Médicis había iniciado la construcción del Palacio de las Tullerías, otra italiana
ahora, la esposa del nuevo rey, María de Médicis, construyó el Palacio del Luxemburgo. Esta reina
florentina había querido imitar en París el Palacio Pitti, pero el arquitecto francés encargado de la obra,
Salomón de Brosse, tenía una personalidad demasiado acentuada para contentarse con una simple
imitación de un edificio italiano. Era el mejor arquitecto francés de su siglo, y, además, hugonote, y como
tal hubo de construir el templo protestante de París.

La planta del Luxemburgo está dispuesta alrededor de un patio cuadrado; uno de los lados es la
crujía de entrada, que forma la fachada; ésta tiene la disposición francesa característica: un pabellón
central con la puerta. Las alas son un simple muro de cerramiento decorado con pilastras, y en los
extremos hay pabellones, con tejados altos de gran pendiente. Este palacio es la joya de la arquitectura
francesa del período final del Renacimiento. Sus jardines son de una distinción incomparable.
Las residencias reales de la época de los Valois y los dos primeros Borbones, así como los castillos privados
se completan en lo posible con jardines. Ya hemos visto en el castillo de Blois cómo se apreciaba la vista de
los jardines desde el palacio de Francisco I, abriendo sus fachadas con galerías para poder disfrutar de su
perspectiva; pero Delorme había de ser el que fijara los caracteres de los jardines franceses, tanto con sus
escritos como con sus propias creaciones. En Meudon, aprovechándose de la situación del castillo sobre la
ribera del Sena, donde el terreno desciende en pendiente hasta el río, había trazado una serie de terrazas,
escaleras y pabellones con galerías cubiertas y grutas con estuco. Lo mismo dispuso en Saint-Germain.

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También quedan vestigios de un jardín bajo, rodeado de pórticos, en Anet, al final del cual había un
pabellón para conciertos, con una gruta para baños en los sótanos.

Bernard Palissy, en su Jardín deléctetele, describe su ideal de jardín como un lugar cerrado, donde
la más salvaje vegetación se combinara con árboles a los que se hubiese obligado a tomar las formas de
columnas, arquitrabes y cornisas. Ceramista y hombre universal, Bernard Palissy construyó grutas famosas
en el castillo de Ecouen y en las Tullerías, en las cuales, dentro de las cavernas caprichosas de estalactitas,
se veía la más fenomenal población de reptiles de cerámica de colores, en cuya ejecución no tenía rival.
Sin embargo, lo característico de los jardines franceses son los parterres y avenidas de árboles, en cuyos
cruces se disponían fuentes con esculturas. Mientras en Italia la Naturaleza se urbanizaba sin deformarse,
en Francia se la hacía arquitectónica y geométrica. Los resultados, no obstante, hacen perdonar la
artificiosidad del propósito; en los grandes espacios llanos de la Francia Central hay vastas extensiones
para las largas avenidas bordeadas de parterres; realmente, jardines como los del Luxemburgo, en París, o
los de Versalles, tienen el mismo interés espiritual, aunque en otro sentido, que el jardín Bóboli, en
Florencia, o la Villa Borghese, en Roma.

 Jean Goujon y la escultura de la época

Para acompañar al arte monumental, la escultura se aplicó con ardor a imitar los modelos italianos,
pero es principalmente en los monumentos sepulcrales donde se encuentran algo más que esculturas
puramente decorativas. En general, los mausoleos de los Valois forman un templete abierto con columnas
clásicas, en cuyo interior se halla la caja marmórea. En lo alto, arrodillados, están el monarca y su esposa;
sobre las gradas del pedestal hacen guardia alegorías de las virtudes. Así era el mausoleo de Luis XII y Ana
de Bretaña, en Saint-Denis, y así fueron también los de Francisco I y Enrique II, y hasta los de algunos de
sus consejeros, como el cardenal Duprat. Es un modelo que hizo fortuna y realmente estaba dentro del
espíritu de la época. Hay que recordar que Miguel Ángel también proyectaba el sepulcro del papa Julio II
como una logia abierta, con estatuas de profetas y virtudes.

En su origen, cabe destacar que el impulso renacentista en escultura fue debido a artistas italianos:
los hermanos Antonio y Giovanni Giusti (llamados Juste, pues estos florentinos se naturalizaron
completamente como franceses) a quienes se debe la citada tumba de Luis XII y Ana de Bretaña, realizada
entre 1517 y 1531. En ella es visible, por ejemplo, la influencia del mausoleo de Gian Galeazzo Visconti en
la cartuja de Pavía. Sin embargo, un tipo de sepulcro completamente distinto es el que, ya en la segunda
mitad del siglo XVI, realizó para Enrique II y Catalina de Médicis el escultor Germain Pilón. La cruda y noble
evidencia de estas dos figuras yacentes, semidesnudas, recuerda la tradición gótica francesa de
los gissants, pese al áspero realismo que la caracteriza.
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Pero el escultor verdaderamente genial de la época es Jean Goujon, que fue colaborador de Lescot
en el Louvre. Suya es probablemente la deliciosa tribuna de las cariátides, destinada a los músicos, en el
bello salón de baile del Louvre. Hoy este salón sirve de museo de esculturas antiguas, y, sin embargo, las
obras de Jean Goujon soportan maravillosamente la compañía. En colaboración también con Lescot, labró
Jean Goujon, en 1549, la fuente llamada de las Ninfas, situada en el solar del antiguo cementerio de los
Inocentes, en París, que es un magnífico modelo de gracia decorativa. Primero estaba adherida a un
edificio, después se la aisló de todo lo que la rodeaba, reproduciendo su misma fachada en la parte
posterior, y, más tarde aún, los relieves de la Fuente de las Ninfas fueron sustituidos por copias y los
originales pasaron al Louvre. Tienen toda la gracia de las obras de los grandes días del arte, cuando se llega
a dominar la técnica y no se sienten todavía deseos de virtuosismo. Las ninfas de Jean Goujon son bellas y
jóvenes, como los frisos del Partenón o los relieves del Ara Pacis, aunque no los igualen en profundidad de
contenido. Pero hay que señalar que Jean Goujon es, sobre todo, un artista esencialmente francés. Ello lo
vemos en su tipo de belleza aristocrática, en su cultura y refinamiento, que no pueden ser más que de un
francés; los gestos de sus personajes femeninos no sabe imaginarlos más que con formas y cuerpos de la
Francia eterna, perenne, real. Es, principalmente, la Francia de Ronsard, Marot, Du Bellay y hasta de
Montaigne. A pesar de las pocas obras que se conservan actualmente de Jean Goujon, su manera se ha
mantenido hasta casi nuestros días.

De todas formas, poco se sabe de la persona y la vida de Jean Goujon. Una de las hipótesis más
probables que se barajan sobre su origen es que acaso fuera oriundo de Normandía, como también lo
fuera, por ejemplo, Diana de Poitiers; al menos se cree obra suya la tumba del marido de Diana, que puede
admirarse en la catedral de Rúan. Lo que sí que se ha podido comprobar es que en 1542 se encontraba en
París, donde, por haber asistido a un sermón hugonote, se le condenó a un paseo infamante por las calles
de la capital y a presenciar después la muerte en la hoguera del predicador protestante. En el año 1544
trabajó por encargo del condestable de Montmorency en Ecouen y en seguida, acaso protegido por Diana
de Poitiers, ya elevada al rango de favorita del rey, fue asociado al arquitecto Fierre Lescot para las obras
del palacio del Louvre.

Como testimonio de las relaciones de Jean Goujon y Diana de Poitiers queda su famoso retrato de
la favorita representada como Diana, con el ciervo y los perros. Es una de las obras más excelentes de la
escultura francesa de todos los tiempos; el cuerpo eternamente joven de Diana tiene proporciones bien
francesas y está colocado con singular elegancia. Diana, completamente desnuda, está recostada sobre el
ciervo. Este retrato parece haber sido estimado como una maravilla desde sus primeros días. Estaba en el
castillo de Anet, residencia de la favorita; en los dibujos de Du Cerceau se ve trazado en medio de un

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patio, la cour de la Diane, que parece haber sido construido expresamente para la escultura. Después,
cuando Anet fue destruido por la Revolución, esta escultura se salvó de milagro, y ha pasado al Louvre.

 Pintura italianizante y la escuela de Fontainebleau

La pintura francesa del Renacimiento se italianizó aún más lentamente que la arquitectura y la
escultura; en realidad, sólo puede citarse un pintor francés de esta época que fuera con provecho a Italia,
realizando un largo viaje (1445-1448) todavía en pleno siglo XV. Estudió con el Filarete en Roma y se
nombró a sí mismo:" el buen pintor del rey Luis XI, Jean Fouquet". Se dedicó aún a la iluminación de
manuscritos (el Josefo de Jacques d'Armagnac, el libro de horas de Etienne Chevalier y el Boccaccio de
Munich), pero pintaba también retratos al óleo siguiendo la técnica que había visto en los grandes pintores
flamencos.

Fouquet pasó la mayor parte de su vida en Tours, siendo ya reconocido como un gran artista por
sus contemporáneos: "Fouquet empieza a volar tan alto -dice De Bastard-, que su lugar está entre los
grandes maestros". El fue el creador de la escuela del Loira, de la que surgieron los grandes retratistas del
siglo XVI. Los retratos de Fouquet sobre tabla son obras maestras que muestran personajes penetrados de
una serenidad tranquila, cubiertos con los ampulosos drapeados del gótico flamenco: Carlos VII, Juvénal
des Ursins y, sobre todo, la maravillosa Virgen del díptico de Melun, representada bajo los rasgos de Agnés
Sorel, prototipo de la belleza femenina de la época. Fouquet murió hacia 1480, antes de la llegada de los
primeros pintores italianos.

La infiltración del arte italiano en la pintura francesa se intentó no sólo por la acción de las colonias
de italianos de Amboise y Fontainebleau, sino también mediante la importación de pintores ilustres. Por
ejemplo, Francisco I llamó a Andrea del Sarto y a Leonardo de Vinci, pero el primero permaneció poco
tiempo en Francia y es fácil que en sus últimos años Leonardo sintiera más acentuada su antigua inquietud
y deseo de perfección, que le convertían en un alquimista de la pintura. Leonardo murió en Cloux, cerca de
Amboise, el 2 de mayo de 1519, apenas a los dos años de su llegada a Francia, circunstancia por la cual no
es de extrañar que ningún edificio francés conserve rastro de sus obras.

De este modo, la verdadera influencia italiana se produjo cuando Francisco I y luego Enrique II organizaron
grandiosos trabajos de decoración en el castillo de Fontainebleau. En 1530 llegó el florentino Rosso y dos
años más tarde el boloñés Primaticcio. Ambos agruparon en torno a sí a gran número de pintores franceses
que formaron con ellos la que se ha llamado escuela de Fontainebleau. Rosso murió en 1540, pero el
Primaticcio siguió trabajando durante casi cuarenta años, hasta su fallecimiento en 1570. Al estilo que se

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creó en Fontainebleau, Rosso aportó ciertas reminiscencias miguelangelescas, el Primaticcio una languidez
derivada de Rafael, y Nicoló dell’Abate (llegado en 1552) una gracia sofisticada que recuerda las figuras del
Parmigianino.

Así Fontainebleau se convirtió en uno de los focos principales del manierismo europeo, con la línea
grácil y alargada de sus figuras femeninas y con una fantasía intelectualizada muy francesa que selecciona
voluptuosos temas mitológicos para representarlos con un sensualismo tan sutil que acaso puede
calificarse de frígido. Las damas de la corte de los Valois se disputaban, sin sonrojarse, el honor de ser
reconocidas bajo la figura de las diosas desnudas y complacientes. Este erotismo frío de Fontainebleau
produce obras célebres como la Diana Cazadora (Louvre), cuya silueta es casi la de un efebo, la Alegoría de
la Paz (Museo de Aix), el retrato de Diana de Poitiers (Museo de Basilea) y Gábríelle d'Estrées con la
duquesa de Villars, en el baño (Louvre) en las que el preciosismo de los detalles y la interpretación frígida y
elegante del desnudo femenino se mezclan con una especie de erudición clásica, todo lo cual recuerda
intensamente la poesía contemporánea de Ronsard y del grupo de la Pléyade.

Entre los pintores franceses de la escuela de Fontainebleau hay que citar a Antoine Carón y a los
dos Jean Cousin, padre e hijo. Este último, fallecido hacia 1594, fue probablemente el autor de las dos
sorprendentes medias figuras de Gabrielle d'Estrées con la duquesa de Villars.

Pero los pintores de cámara de los Valois son los Clouet, que se mantienen ajenos a las novedades
de estilo introducidas por la escuela de Fontainebleau. El primero de ellos, Jean Clouet (hacia 1485-1541),
venía de Bruselas. Era, pues, flamenco, y así podemos decir que con la presencia en Francia de los Clouet
se continuaban las tradiciones de la relación secular entre el arte francés y el de Flandes y Borgoña. A éste
le sucedería su hijo Frangois (hacia 1516-1572). Jean era valet de chambre y pintor del rey Francisco I, y en
la corte le llamaban maítre Jean, Jeanet o simplemente Janet. El renombre de que gozaba le hacía
indispensable cuando se necesitaba un pintor para retratar a las personas reales. De él queda un retrato al
óleo de Diana de Poitiers, de estilo todavía muy flamenco. Brantóme dice en sus Crónicas: "Hoy se ha
presentado María Estuardo vestida de escocesa, pero, siendo una verdadera diosa, ha sido necesario que
Janet la pintase". Sin embargo, la mayor parte de los retratos que tenemos de los Valois no son de Janet,
sino de su hijo François. Este parece haber estudiado a Holbein y produjo multitud de retratos de la corte
de los últimos Valois. Al igual que Jean Goujon supo interpretar maravillosamente el alma francesa.
Ronsard llama a Frangois Clouet l'honneur de notre Frunce. Se revela así, sobre todo, en sus últimos dibujos
a la punta de plomo con toques de sanguina, en los cuales realmente Clouet hace maravillas de elegancia
francesa.

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De todos modos, es preciso señalar que el arte francés de la época de los Valois no nos ha revelado
ningún genio de gran magnitud como los que, por otra parte, se encuentran contemporáneamente con no
poca abundancia en Italia. Pero si bien no hubo grandes nombres, sí que se dieron muy importantes obras.
Los castillos del Loira, la pintura de la escuela de Fontainebleau, la escultura de Jean Goujon y los retratos
de los Clouet, por ejemplo, tienen algo que los hace preciosos y ciertamente estimables: descubren el
espíritu francés como ninguna otra manifestación artística. Esto parece exageración, porque a Francia se le
debe el estilo gótico en arquitectura y escultura, y la excelencia de las catedrales francesas con su
estatuaria podría creerse que debe considerarse como resultado supremo del genio francés. Pero en los
siglos de la Edad Media que llamamos siglos góticos, Francia es algo más que Francia porque personifica a
Europa; es el occidente europeo que ha escogido a Francia como "solar" universal.

En esta época de los Valois, el arte francés lo parece quizá más que lo fue en tiempo de los Capetos
y que lo será con los Borbones. La arquitectura de los castillos de la región del Loira, el Louvre de Enrique II
y sobre todo Chambord, no puede concebirse más que en Francia.

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Pintura flamenca y holandesa del siglo XVI

Las intensas relaciones mercantiles que en el siglo XV enlazaron a Brujas con los más activos
centros comerciales y culturales italianos habían contribuido a dar a conocer en Italia la pintura
cuatrocentista flamenca. Esto se puso de manifiesto de modo muy patente cuando recién llegado de
Flandes, en 1478, se instaló en la iglesia de San Egidio de Florencia el Tríptico Portinari de Hugo van der
Goes (hoy en los Uffizi), cuyo realismo y emotiva expresividad influyeron en varios maestros florentinos,
tales como Botticelli y Filippino Lippi. Un influjo ejercido a la inversa determinaría, treinta años después,
una cabal apreciación por parte de los pintores flamencos de entonces de las novedades de la pintura
contemporánea italiana. Este fenómeno se produjo cuando la primacía del comercio de Flandes había
pasado de Brujas a Amberes a consecuencia del cegamiento, por la arena del mar, en el estuario del
Escalda, del Sluys, el puerto que hasta entonces había sido la meta del tráfico marítimo con aquella
primera ciudad.

Pronto la próspera ciudad de Amberes se convirtió en un centro pictórico de primer orden, en el


cual Quentin Metsys acogió plenamente en muchas de sus obras características propias del arte de
Leonardo que afectaban tanto a los fondos de paisaje como al dibujo e índole monumental de las
composiciones y a las calidades del color. Así quedaba impresa en la pintura flamenca de la época una clara
impronta del Renacimiento italiano, que fijaría el rumbo seguido en todo el siglo XVI por la actividad
pictórica, no sólo de Flandes, sino también en el área de Holanda.

Esta mutua apreciación entre dos producciones artísticas: la de los Países Bajos y la italiana, que en
sus orígenes habían ofrecido muchas divergencias, fue, sin duda, consecuencia de la difusión, desde la
segunda mitad del siglo XV, del espíritu humanista.

Fenómeno característico de un período histórico de honda crisis, el Humanismo no se limitó a ser


un acercamiento consciente y sistemático a los textos de los escritores de la antigüedad clásica. Fue una
corriente que logró ir mucho más allá, alterando todo el anterior cuadro de valores y estimulando la rápida
difusión de nuevos ideales. De esta forma, logró algo de gran calado, pues determinó en la mentalidad
colectiva de toda Europa un radical cambio que significa en la historia política y de la cultura el inicio de
una nueva época.

La penetración del gusto nuevo, es decir, el renacentista, se mezcla al principio, como es lógico, con
las concepciones complicadamente elegantes, propias del goticismo tardío que estaba llegando a su fin.
Este hecho, el que convivan por un tiempo el estilo antiguo que se resiste en desaparecer y la nueva

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corriente que llega con fuerza, es algo que sucede, como hemos visto, con no poca frecuencia en la
Historia del Arte.

En el caso concreto que justifica estas líneas ello es visible en los artistas a caballo de los siglos XV y
XVI como dos holandeses que fueron estrictamente contemporáneos y prolongaron su actividad durante
todo el primer tercio del siglo XVI: Cornelis Engelbrechtszen, de Leiden (1468-1533) y Jacob van Oostsanen
(1470-1533). Este último desplegó su arte en Amsterdam, y aquél fue el maestro de Lucas de Leiden (1489-
1533), gran pintor, grabador y dibujante, figura en cierto modo comparable a Durero por su sensibilidad
nórdica. Lucas de Leiden, sin llegar nunca a salir de su patria, supo capacitarse del sentido de la
espacialidad y del dominio de la figura humana propios de obras italianas que debió de conocer
seguramente a través de grabados, según lo demuestran, en este sentido, su tabla de la Adoración del
becerro de oro, del Museo de Amsterdam, y también el gran tríptico del Juicio Final del Museo de Leiden.
Por otra parte, en el cuadro que recibe el nombre de Lot y sus hijas, que se encuentra actualmente en el
Musée du Louvre, Lucas de Leiden aparece como un visionario que ilumina con extrañas luces de pesadilla
la escena del fuego cayendo del cielo sobre Sodoma. El terreno se hunde y el lago engulle puentes y
embarcaciones mientras, lejos del peligro, junto a su tienda, el patriarca Lot se divierte con sus hijas.
Correspondió, pues, a este importante maestro incorporar el formalismo renacentista a la naciente escuela
holandesa, tarea que completarían los llamados pintores "romanistas", con sus estancias en Italia que
asegurarían de un modo definitivo la identificación con las características propias del Renacimiento.

 El Bosco, una excepción en la pintura de su tiempo

Muy diferente es el alcance y el sentido intencional de Hieronymus Bosch, o El Bosco, como se le ha


designado en España. Según los escasos documentos que a él se refieren, se llamó Jeroen (esto es,
Jerónimo) Anthoniszoon, y nació en 's-Hertogenbosch (Bois-le-Duc, en francés). Debió de nacer, según
apuntan todas las hipótesis, hacia 1450 y murió en su ciudad natal en 1516; asimismo, era nieto de otro
pintor: Jan van Aeken.

Su actuación estuvo íntimamente relacionada con el espiritualismo de la Devotio Moderna, doctrina


derivada de la mística de ciertos autores de los siglos XIV y XV. Este hecho lo confirman los pocos datos
biográficos que de él se poseen según los cuales perteneció, por lo menos desde el año 1486, a la Cofradía
de Nuestra Señora de su ciudad, relacionada con la Congregación de Windesheim, asociación religiosa que
seguía la inspiración mística señalada por Ruysbroeck, y que también influyó en la formación de uno de los
grandes personajes de la historia, el gran humanista y eclesiástico Erasmo de Rotterdam.

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El arte singularísimo de El Bosco parece partir, estilísticamente, del humorismo de las miniaturas y
viñetas satíricas del siglo XV. Con él se dedicó aquel artista no sólo a zaherir los vicios de la sociedad
contemporánea y la relajación que se había apoderado de las órdenes monásticas, sino a describir las
debilidades a que el hombre está constantemente expuesto, y que lo convierten en fácil presa de las
asechanzas del Maligno, lo cual sitúa la producción de este pintor, a menudo muy virulenta y repleta de
elementos imaginativos propios de un excepcionalísimo temperamento de visionario, en un plano moral e
intelectualmente superior a la de la mayoría de los artistas de su tiempo.

Mal comprendería, pues, los propósitos que tenía en mente El Bosco quien viese tan sólo en sus
magníficas obras una mera complacencia en la representación de los extravíos humanos. Como ya supo
intuir en el siglo XVI fray José de Sigüenza (su primer comentarista español), la intención del Bosco surge
de sincerísimas convicciones cristianas, y su actitud fustigadora de las frivolidades y vicios que degradan al
hombre es la misma que adoptó en muchos de sus escritos Erasmo, la gran figura humanista que, dentro
de la ortodoxia católica, trató durante el primer cuarto del siglo XVI de poner remedio a la prolongada
crisis moral y religiosa que turbaba a Europa, y de evitar el rompimiento de la agitación religiosa alemana
con Roma.

Ahora bien, El Bosco empleó en la campaña por él emprendida a través de sus pinturas un cúmulo
de conocimientos esotéricos que tampoco desdeñó el Humanismo: la antigua ciencia cabalística que la
tradición medieval hebrea había conservado, y la alquimia (base de la moderna química), a la que entonces
se daba alcance universal como interpretación de la potencia de las energías naturales, con las
características, también, de un saber sólo accesible a los iniciados.

Fue, entonces, El Bosco un pintor de mentalidad grave y complicada, que se sintió capaz de evocar
en su pintura, en todo su insidioso carácter, las fuerzas del mal, y no se privó de representarlas incluso en
su propia morada, el Infierno, valiéndose para ello de toda la caterva de seres malignos imaginarios que en
sus figuraciones plásticas había creado el arte de la Edad Media.

Faltos de una base cronológica cierta, los modernos estudiosos de su arte sólo por deducción han
podido establecer en él varias etapas. Se atribuyen a la primera, con la tabla satírica de laCuración de la
locura, del Museo del Prado, que representa la fingida extracción de una piedra del cerebro de un loco
(tema repetidamente tratado en las pinturas de los Países Bajos), la de laNave de los locos del Louvre,
basada en el opúsculo del mismo título escrito por Sebastián Brandt, la escueta Crucifixión del Museo de
Bruselas, con el Escamoteador del Museo de Saint-Germain-en-Laye, y la célebre tabla de forma discoidal,
llamada Mesa de los siete pecados capitales, del Prado, en que aquellos pecados se representan a través

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de pequeñas escenas de sabroso realismo, repartidas en los círculos concéntricos que, alrededor de su
pequeña circunferencia central (su pupila), forman el ojo de Dios, que, según advierte una inscripción,
constantemente nos mira. Pudo pintar también El Bosco durante aquel período, las Bodas de Cana del
Museo de Rotterdam, con otras obras de menos importancia.

Cierra este ciclo en su producción (o abre en ella otra etapa) el tríptico del Carro del Heno, también
en el Prado, cuya tabla central versa sobre un tema simbólico lleno de dinamismo: el espectáculo que la
humanidad ofrece al lanzarse con su insaciable codicia al asalto de los bienes materiales, representados, en
este cuadro en forma de colosal carga de heno que lleva el carro que en él se halla pintado, hacia la que se
precipitan gentes de todas las condiciones, atropellándose entre sí (e incluso matándose) para tomar cada
cual, cuanto más pueda de los aparentes bienes que constituyen aquella carga.

La fluidez compositiva y los purismos cromáticos que se aprecian ya en esta obra se fueron
perfeccionando, en la carrera de El Bosco, con la realización de una serie de pinturas de temas
multitudinarios, en las que, en la progresiva complicación de sus concepciones, fue añadiendo el autor una
estupenda riqueza de aciertos expresivos y de color, e impresionantes fantasmagorías. Así, el tríptico de
las Tentaciones de San Antonio ermitaño, del Museo de Lisboa (datable del año 1500), es una creación
magistral tanto por la tétrica escena de las visiones sacrílegas con que los seres malignos tratan de
estorbar la devoción del santo -al que una figurita de Jesús, apareciéndosele y señalándole un altar
eucarístico, infunde valor para que pueda resistir aquella prueba-, como en la pintura del panel lateral que
representa un aspecto indeciblemente lóbrego y deprimente de la morada infernal.

Con otra obra de alta fantasía alcanzó El Bosco su momento culminante. Se trata del gran tríptico
vulgarmente llamado el Jardín de las Delicias, que, como todas las obras de este maestro que se hallan en
el Prado, perteneció al rey Felipe II. El tema que aquí fue tratado (difícil de interpretar a causa de la
profanidad que en esta obra domina) es un examen crítico-moral (y aun satírico) de los extravíos eróticos
por los que los seres humanos se dejan dominar cediendo a los impulsos de su propia sensualidad. La
pintura que hay en su hoja lateral de la izquierda representa la Creación de Eva en una extraña concepción
del Paraíso Terrenal, y en la tabla del centro pintó El Bosco, con habilísimo dibujo y encantador
cromatismo, un exuberante conjunto de escenas de devaneo y de apasionado abandono a los goces
carnales (tratados con innegable vena humorística), dentro de un ambiente de sueño sensual, poblado de
rutilantes simbologías que denotan una inigualable potencia poética, en su delicada formulación plástico-
imaginativa. Varias son las interpretaciones que se han intentado dar a este singular conjunto de
situaciones de tipo erótico, en el que una cabalgata de jinetes desnudos desfilan alrededor de una

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inquietante estructura monumental (especie de Fuente de la Juventud) que surge de la laguna situada en
el centro de la obra.

A comprender el verdadero sentido de este tríptico se llega cuando se contempla lo que hay
pintado en su portezuela, situada a la derecha del espectador, una evocación panorámica del mundo
infernal sapientísimamente realizada, en forma de un paraje oscuro y fosforescente con estallidos
luminosos, que entre los horrorosos tormentos de los condenados (que El Bosco diseñó con las excelencias
de su inventiva), preside la horrible figura de Lucifer que, acomodado en su alto sitial, defeca
continuamente, de un modo pintoresco, los cuerpos de los condenados que va devorando.

No menor es la originalidad de El Bosco en los cuatro paneles que de él se conservan en el palacio


ducal de Venecia, uno de los cuales, el que representa el Acceso del alma al Empíreo, trata este elevado
tema con una sublimidad lírica digna del poema de Dante.

Ninguna seguridad hay respecto a la cronología de otras obras del pintor, como la tabla
del Gólgota del Museo de Viena, el sereno San Juan en Palmos del Museo de Berlín o la emotiva tabla
circular que representa a Cristo llevando la Cruz, en El Escorial, y la de Jesús ultrajado de la Galería Nacional
de Londres, que le es similar por el estilo, aunque todas estas pinturas parecen corresponder al período en
que El Bosco hubo de pintar el hermosísimo tríptico de la Adoración de los Magos, del Prado, obra realista
y que sigue dentro del inquieto proceder de su autor la tradición de las anteriores representaciones de
aquel episodio.

La calidad, absolutamente original, del estilo de El Bosco le sitúa, en cierto modo, fuera del alcance
de cualesquiera influencias. En efecto, su caso constituye en este aspecto una excepción en la pintura de
su tiempo.

 Adopción de los principios de la pintura italiana

Mientras tanto, proseguía en Flandes la penetración del italianismo pictórico, favorecida por el
ambiente humanista que era estimulado por la universidad de Lovaina y por contactos directos con Italia. A
la actuación de Metsys en Amberes, que había determinado la aparición en la pintura flamenca del retrato
concebido según la mentalidad humanista, siguió la actuación de Jan Gossaert (apodado Mabusé). Este
pintor (que moriría en 1535) había ingresado en 1503 en la corporación de pintores de Amberes y, tras
emplear un decorativismo ornamental con el que enriquecería los temas por él pintados, hallándose al
servicio del príncipe Felipe, realizó una breve estancia en Italia, a cuyo influjo, así como al estudio de
reproducciones grabadas de las obras de Rafael, se debió que cultivase, además de retratos que reflejan
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fuertemente el concepto humanista, diversas versiones de la Virgen con el Niño que son como una graciosa
variación flamenca de la típica Madona manierista italiana.

Sus cuadros con figuras mitológicas marcan en la pintura de Flandes, el comienzo de una tradición
"romanista" que se perpetuará incluso hasta más allá de Rubens, ya en desnudos como los deNeptuno y
Anfitrite del Museo de Berlín y Hércules y Deyanira de la Universidad de Birmingham, ya en versiones de
otra índole, levemente picante, como la representación de la jovencita Dánaede la Pinacoteca de Munich.

Muy distintas de esas pinturas son las obras de retrato o de varios asuntos del holandés Jan
Mostaert (1475-1569), que desde su juventud pintó en Amberes, y después en Malinas, mientras Jóos van
Cleve (1485-1560) seguía en sus composiciones sobre temas religiosos y en sus cuadros de retrato aquella
tradición que se basaba, conjuntamente, en el manierismo a la italiana y en el realismo de inspiración
humanística.

Malinas, que fue la capital de los Países Bajos durante el gobierno de Margarita de Austria, tía y
tutora del futuro emperador Carlos V (entre 1507 y 1530) fue, como corte de esta provincia, un floreciente
centro de actividades artísticas que temporalmente rivalizó con Amberes. Allí se inició como pintor de
retratos (Retrato del médico y humanista Celtes, del Museo de Bruselas, entre otros) el bruselense
Bernaert van Orley (1488-1541), que sin visitar Italia supo asimilar de un modo magistral, en su posterior
etapa que transcurrió en Bruselas, la plenitud de la pintura italiana del pleno Renacimiento (por ejemplo,
en la Sagrada Familia del Prado, y en el estupendo tríptico de las Pruebas de Job, del museo bruselense).
Van Orley proyectó también cartones para importantes series de tapices, y diseñó notables vitrales para la
catedral de Santa Gúdula. Su estilo, de intenso colorido, ofrece similitudes con el de Jan Sanders van
Hemersen, con el de Pieter Kampener (que no es otro que el Pedro de Campaña que, tras su estancia
romana, dejó en Sevilla lo mejor de su producción), y con el del holandés formado en Amberes Pieter
Aertsen, introductor en su país de una pintura de asuntos domésticos propios de la clase rústica.

Pero la definitiva incorporación al arte de los Países Bajos de los principios de la pintura italiana de
aquella época fue fruto de la generación siguiente, la de los romanistas flamencos (Michel Coxie, Pieter
Coecke van Aelst y Jan Vermeyen) u holandeses (Jan van Scorel, Cornelis de Haarlem, Merteen van
Heemskerk).

De Van Scorel fue discípulo el pintor a quien cabe considerar, quizá, como el más profundo y sobrio
representante, en su época, del arte del retrato, Anthonis Mor van Dashorst, en español llamado Antonio
Moro (1519-1576). Natural de Utrecht, después de su primer aprendizaje artístico estuvo en Roma y, tras

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residir en Bruselas al servicio de Carlos V, pasó a servir en Lisboa y en Madrid a su hijo Felipe II, para volver
a Flandes y morir en Amberes. De temperamento aristocrático y sagaz lector de psicologías, además de
hábil captador de las formas y de las calidades, en el retrato rayó a la misma altura que los más grandes
retratistas venecianos. Dejó una nutrida serie de retratos magistrales; entre los que cabe citar
el Autorretrato de los Uffizi, el del Cardenal Granvela del Museo de Viena, el Metgen, esposa del pintor y el
de María Tudor ambos del Prado, el portentoso Retrato de un orfebre del Mauritshuis de La Haya, el de Sir
Thomas Gresham del Rijksmuseum de Amsterdam, etc. En España su influencia fue perdurable por haber
sido discípulo suyo Alonso Sánchez Coello, que perpetuó su estilo en los retratos pintados para la corte
española.

Buen retratista fue también Lambert Lombard, uno de los característicos pintores "romanistas"
flamencos, que tuvo como discípulo a Frans Floris de Vrient (15177-1570), la figura más sobresaliente de la
escuela de Amberes en su época y autor de una célebre imitación de Miguel Ángel: la Caída de los ángeles
rebeldes del Museo de Amberes (1554), en tanto que su hermano Cornelis Floris (1514-1575)
experimentaría el triunfo del gusto italiano en la arquitectura con su bella fachada del Palacio Municipal de
Amberes (1561-1565).

Contemporáneo de Frans Floris fue Jan Metsys o Massys (1505-1575), que, acusado de herejía, tuvo
que huir en 1544 y residió muchos años primero en Francia y después en Italia. Este exilio tuvo resonantes
consecuencias para el arte de su país, puesto que al regresar a Flandes en 1558, contribuyó a implantar el
gusto manierista que entonces triunfaba en Italia y Francia. Jan Metsys realizó una serie de desnudos
gráciles, de rostro muy particular caracterizado por los ojos oblicuos y una sonrisa sofisticada, que
expresan una sensualidad muy cercana a la francesa de la Escuela de Fontainebleau. Así lo demuestran,
entre otras, sus dos figuras de Flora, en el Museo de Estocolmo y en la Kunsthalle de Hamburgo, la primera
de las cuales tiene como paisaje de fondo la bahía de Nápoles, y la segunda la ciudad de Amberes.

Este manierismo nórdico produjo sus artistas más importantes en la segunda mitad del siglo XVI. En
primer lugar, Bartholomeus Spranger (1546-1611), nacido en Amberes y que marchó muy joven a Francia,
siendo influido por el Primaticcio y por Nicoló dell’Abate, y luego a Italia donde residió diez años,
realizando trabajos para Pío V y el cardenal Farnesio. En 1575 se trasladó a Viena, en la corte de
Maximiliano II, donde ya aparece formado totalmente su estilo sobre la base de reminiscencias del
Parmigianino orientadas hacia un erotismo extraño y turbador. Unos años después fue llamado a Praga,
donde el emperador Rodolfo II, nieto de Carlos V, un príncipe inquietante, fascinado por la alquimia y la
astrología, constituyó el foco más importante del manierismo europeo. Allí Spranger desarrolló sus
composiciones de altas figuras femeninas, tanto desnudas como semidesnudas, cuya elegancia sutilmente
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sensual es servida por una gama colorística que emplea extraños efectos contrastados de tonos perla,
verde ácido, turquesas y carmines.

El lenguaje manierista de Spranger fue revelado en Flandes por el grabador Hendrik Goltzius, quien
a partir de 1585 difundió gran cantidad de grabados reproduciendo óleos suyos. La influencia ejercida
puede verse en las obras de Cornelis Cornelisz (1562-1638) y de Abraham Bloemaert (1564-1651), cuyas
vidas ya penetran profundamente en el siglo siguiente. Cornelis Cornelisz estudió en Amberes y conoció al
grabador Goltzius y al pintor-escritor Van Manden (verdadero Vasari nórdico), que le revelaron su
entusiasmo por la obra de Spranger. Con ellos fundó, en 1587, la Academia de Haarlem, desde la que
difundió su preciosismo cromático y sensual tan visible en sus Bodas de Thetis y Peleo, tela en la que
abundan los desnudos captados en escorzos atrevidos e iluminados por luces irreales. La misma
sofisticación manierista guió la mano de Abraham Bloemaert en sus numerosas escenas mitológicas que
acostumbraron a los príncipes y grandes de aquel tiempo a frecuentar un mundo ambiguo,
simultáneamente terrestre y olímpico.

 La pintura innovadora de Brueghel

Junto a esa evolución general que experimentó durante el siglo XVI la pintura, tanto en Flandes
como en la parte septentrional de los Países Bajos, se dio un importante fenómeno individual que de ella
discrepó notablemente y que tendría fructíferas consecuencias para el arte pictórico posterior, sobre todo
en la pintura que durante el siglo XVII se dedicó a evocar escenas de la vida campesina en las escuelas
flamenca y holandesa. El protagonista y promotor de esta innovación fue un artista holandés por su
nacimiento pero que, formado en Amberes (no precisamente como pintor, sino como dibujante), anduvo
asimismo por Italia como hicieron los pintores llamados "romanistas" antes de que se dedicase con
preferencia a pintar.

Se trata de Pieter Brueghel, conocido en la historia del arte como Brueghel el Viejo, por ser el
tronco de una duradera familia de pintores que prolongó sus actividades hasta finales del siglo XVII. Nacido
probablemente en la ciudad holandesa de Breda, entre 1525 y 1530, murió en Bruselas el año 1569.

Por su idiosincrasia, e incluso por el modo como revaloró en sus obras aspectos característicos de
las pinturas de El Bosco (lo que demuestra en él hondas preocupaciones de tipo humanístico), este
dibujante y pintor se colocó por completo aparte del ambiente artístico que dominaba durante su época
en el país donde residió.

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El primer documento conocido que a él se refiere concierne a su aprendizaje en Amberes, junto al
pintor "romanista" Pieter Coecke van Aelst, y a su ingreso en la corporación de pintores antuerpiense.
Brueghel realizó en 1552-1553 su viaje a Italia, durante el cual llegó a Sicilia y residió durante un año en
Roma, donde estuvo en relación con el iluminador Giulio Clovio. En el curso de dicho viaje llevó a cabo
algunas pinturas a la aguada sobre papel o pergamino. Se trata de vistas marítimas del golfo de Nápoles y
otros aspectos italianos de paisaje.

Estaba de nuevo en Amberes en 1555, y desde el año siguiente se dedicó a dibujar composiciones
de intención satírica o moral, sobre temas grotescos o fantásticos destinados a ser grabados que recuerdan
mucho el estilo que El Bosco empleó en sus realizaciones simbólicas. Tales diseños fueron grabados por
Hieronymus Cock, el más famoso estampador de grabados que en aquella época estuvo establecido en
Amberes, con quien Brueghel colaboró hasta el final de sus años.

Así empezó Pieter Brueghel a exhumar el estilo de El Bosco, que no había tenido durante el siglo XVI
otra resonancia que algunas superficiales imitaciones de aquella pintura, de sentido tan profundo, que hizo
Jan Maudyn y algún otro pintor de poca importancia.

La reputación de Brueghel como grabador quedó confirmada al publicarse en 1588 la serie grabada
de sus dibujos de Los siete pecados capitales, que evocan escenas de carácter popular. Tal actividad se
prolongó en él hasta 1565.

En 1563 se casó con la hija de su maestro (fallecido en 1550) y se trasladó a vivir a Bruselas acaso
con el propósito de acercarse al círculo de amistades del cardenal Granvela, entonces presidente del
Consejo de Estado de los Países Bajos, ambiente que le había distinguido con su protección. Brueghel, que
al parecer estuvo adscrito a la secta Schola Caritatis, sospechosa de herejía en aquellos años de represión
ideológica, ya en Amberes había trabado amistad con intelectuales tales como el humanista Abraham
Ortelius y el impresor y editor Plantin. En Bruselas desarrolló, paralelamente a su labor de dibujante, su
actividad de pintor que, iniciada unos años antes, había hallado en el estudio de las antiguas pinturas de El
Bosco su mejor estímulo.

El ejercicio que practicó tan largamente como autor de dibujos sobre tipos populares destinados al
grabado, había encaminado su interés hacia la figura humana, sobre todo en composiciones en las que se
reproducían grupos con numerosos personajes, y aunque nunca desdeñó el estudio del paisaje, su afición
al arte de El Bosco y su interés por los problemas del color, con una clara preferencia por los matices puros,
reforzaron el atractivo que sentía por la representación del hombre, no como individuo sino, en su aspecto

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colectivo, como ente formando parte del conjunto de la sociedad. Se trata de cuadros que por lo común
tienen el significado de representaciones plásticas de parábolas, moralejas o refranes populares; de ahí
que gran parte de sus obras pintadas tengan el carácter gnómico que evidencian también muchos de sus
grabados.

La producción pictórica de Brueghel el Viejo parece haber sido muy nutrida, pero actualmente sus
obras originales se conservan en reducido número; quizá no pasen de una treintena. Sabemos que pintó
otras obras gracias a antiguas copias, como el cuadro de la Caída de Ícaro, conocido a través de dos
versiones, una de ellas en el Museo de Bruselas.

Trató temas religiosos de un modo que recuerda el estilo de El Bosco, pero en varios casos el
sentido de sus asuntos evangélicos se diluye en el valor panorámico del paisaje y el bullicio de las
muchedumbres representadas en los cuadros. Buenos ejemplos de ello son la Inscripción en el censo, en
Belén, de Bruselas, o la Conversión de San Pablo, de Viena, obra en la que la anécdota hagiográfica es
apenas perceptible, ante la grandiosidad del paisaje montañoso y la multitud de guerreros que por él van
desfilando en la ruta que conduce hacia la ciudad de Damasco.

Sin embargo, lo dominante en su producción es (aparte la hermosísima serie dedicada a los meses
del año, con sus mejores muestras en el Museo de Viena: Retorno de los cazadores en un paisaje
pueblerino nevado, Retorno de los rebaños, Día nublado) la pintura de parábolas o refranes fácilmente
inteligibles, en la que el ambiente natural tiene tanta importancia como el hecho simbólico narrado:
la Parábola de los ciegos, en las versiones de Nápoles y del Louvre, la Parábola del sembrador, de
Washington, el Ladrón de nidos, de Viena. O bien son cuadros de amplio asunto y de significado
paremiológico, con mucha gente: los Proverbios neerlandeses, de Berlín, los Juegos infantiles, de Viena; o
magistrales evocaciones bulliciosas de fiestas campesinas:Comida de la Boda y la Danza de campesinos, de
Viena.

Algunas obras de Brueghel el Viejo son de doble sentido por su tumultuoso aspecto, como ocurre
en la Batalla entre el Carnaval y la Cuaresma, de Viena, o en el gran cuadro titulado Dulle Griet,del Museo
Mayer van den Bergh de Amberes.

Valor excepcional en su simbolismo terrible que se aproxima a las visiones que antes pintó El Bosco,
es el que ofrece el gran cuadro del Triunfo de la Muerte, con su conjunto de escenas horripilantes, del
Prado. Otras obras de Brueghel resaltan por la novedad de su asunto fabuloso, como las dos versiones de
la Construcción de la Torre de Babel (en el Museo de Rotterdam y en el de Viena), o destacan por la

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crudeza de su anécdota, como la lastimera visión de los Lisiados (o mejor, los Leprosos) del Louvre, triste
asunto humano que su autor supo tratar casi humorísticamente y con esplendoroso color.

De los pintores descendientes directos de Brueghel el Viejo, sólo podemos tomar en consideración
aquí a sus dos hijos: Pieter Brueghel el Joven (1564-1637), llamado Brueghel d'Enfer, y Jan Brueghel de
Velours (1564-1625), simplemente porque, aunque no pudieron conocer a su padre, realizaron varias
copias de cuadros suyos, hoy desaparecidos. Pero ambos son artistas que pertenecen a otra época y cuyas
producciones, a pesar del ejemplo paterno, se hallan alejadas ya por completo del clima mental en que se
desarrolló el arte de su progenitor en el siglo XVI.

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El Renacimiento en Europa Central

El renacimiento artístico que agitó a Europa durante el siglo XVI repercutió en muchos países. Pero
también lo hizo, aunque de un modo particular, en Alemania. No fue en ella, igual que en Italia, una
tentativa feliz de resurrección del arte clásico, ni fue, como en Francia y España, una penetración del arte
italiano. El Renacimiento que tuvo lugar en Alemania no fue sino una renovación intensa del espíritu
germánico, que resurgía con gran intensidad sobreexcitado por la Reforma y por el afán de conocimientos,
tan intenso en todo el mundo por aquellos tiempos en los que los cambios se producían a gran velocidad,
en comparación con la relativa inmovilidad de siglos anteriores.

Mientras en la odiada Roma de los papas, en la Babilonia apocalíptica de los dibujos de Durero, se
levanta la colosal obra de San Pedro y tantas otras iglesias y palacios maravillosos, en Alemania, agitada
como pocas naciones por las luchas políticas y religiosas, apenas en algunos edificios públicos, casas
gremiales y palacios municipales hacen aparición las formas de una nueva arquitectura.

Y no es porque la Reforma de Alemania fuese deliberadamente contraria a los asuntos de arte. Las
grandes iglesias y las catedrales góticas se conservaron casi intactas; por otra parte, Melanchthon
recomienda conservar también las vidrieras,"porque ellas nunca fueron objeto de culto". En muchas
ciudades la Reforma se operó gradualmente, lo mismo que en los espíritus. Los resultados y la
trascendencia de la Reforma no se hicieron patentes sino hasta más tarde. Como es lógico, la ruptura con
Roma no hubiera sido completa si no hubiese convenido por razones económicas y políticas.

De este modo, en Alemania lo más singular es la insignificante penetración del arte italiano, que, sin
embargo, se reconoce como superior a todos los demás. Por ejemplo, la mayoría de los literatos y artistas
alemanes del siglo XVI han viajado por Italia, y Alemania, a su vez, está llena de arquitectos italianos, cuya
eficacia, en el sentido de hacer prosélitos, parece mucho menor que la de los italianos que trabajaron en
Francia y España. La corte nómada de Maximiliano y de Carlos V tiene su residencia oficial en Augsburgo,
en la Alemania del Sur, y por esto la influencia italiana resulta allí más sensible; en cambio, en el Norte se
deja sentir mucho más la influencia de los Países Bajos.

Vistas estas ideas generales sobre el arte del Renacimiento en el país germano, hay que pasar a
analizar las obras que le son propias en este período de tanta trascendencia. En Alemania, el más famoso
monumento del siglo XVI es el castillo, hoy desgraciadamente en ruinas, de Heidelberg, incendiado por los
franceses durante las guerras de la Revolución y restaurado sólo en parte años después. La situación del
edificio, en la vertiente de una verde colina que se alza sobre el curso lento del río Neckar, todo un lujo

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para la vista, es ciertamente admirable. El edificio tiene una planta cuadrada alrededor de un patio, y es
una reunión de construcciones de diferentes épocas. El ala del tiempo del elector Otón Enrique,
llamada Otto-Heinrichsbau, de mediados del siglo XVI (1556-1559), que da fisonomía al castillo, fue
añadida a construcciones anteriores y es de gusto flamenco muy acentuado; escultores de los Países Bajos
fueron contratados para labrar las estatuas de las fachadas. El ala del tiempo de Federico IV, que ha sido
restaurada, es una imitación de la anterior, pero resulta más sensible la influencia flamenca; los altos
piñones de las fachadas rematan en una silueta curvilínea, como los edificios de Flandes y Holanda.
Este es casi el único edificio principesco de la época que se conserva en Alemania, pero las grandes
ciudades libres poseen aún espléndidas casas comunales en las que se percibe también algo del estilo del
Renacimiento. De este modo, algunas tienen logias o pórticos inferiores (que en alemán se
denominan "Lamben"}, con una terraza o balcón en el primer piso; en los pisos altos, entre grandes
ventanales, aparecen las estatuas de reyes y héroes semimitológicos. Entre otros Rathaus o palacios
comunales deben citarse los de Schweinfurt, Leipzig y Bremen.

Las casas gremiales son asimismo en ocasiones de grandes dimensiones y acaso conservan con
mayor persistencia todavía el antiguo carácter germánico. La decoración italiana se aplica sólo en los
detalles y quedan a veces algo diluidas en un conjunto de clara inspiración y espíritu autóctonos; además,
los pisos se superponen sin respeto a la proporción clásica y terminan en complicados piñones (en
alemán Giebel) llenos de esculturas y relieves, muy lejos de los edificios que se podían levantar, en la
misma época, en Italia, por ejemplo.

Las viviendas particulares, por el contrario, conservan la disposición alargada y alta de las casas de
la época gótica, y en ellas el influjo del Renacimiento es menor; sólo cambia en ellas la decoración, con
cariátides y volutas complicadas; unas veces la parte superior es de madera; otras, la fachada está
revestida de estuco con una ingenua policromía de gusto más o menos clásico. Son característicos
también, como motivos típicamente alemanes de decoración, los obeliscos que se aplican por remate de
los contrafuertes y pilastras.

Fuera de Alemania, en otros países de Europa Central, la arquitectura del Renacimiento italiano
dejó hermosas construcciones en Praga y Cracovia. En la primera ciudad, Fernando I, cuando sólo era rey
de Bohemia-Hungría, antes de ser emperador, llamó a Paolo della Stella para que construyera en 1536 el
llamado Belvedere, pabellón de recreo con una "loggia" que recuerda el estilo de Brunelleschi. En Cracovia,
capital de los reyes polacos de la dinastía Jagellón, Segismundo I (1506-1548) hizo construir una capilla
italiana y un patio de honor de tipo toscano en el interior de la fortaleza medieval del Wawel, una
ciudadela eslava que -como el Kremlin- reúne la catedral y la residencia del príncipe. Segismundo I estaba
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casado con una princesa Sforza, italiana, y no resulta demasiado sorprendente encontrar aquellas obras
tan renacentistas en Polonia, el país del canónigo Copérnico, el primero que expuso el concepto moderno
del sistema solar.

Ya en el terreno de la escultura, los artistas alemanes continúan en sus temas medievales, casi
ajenos a las nuevas concepciones y motivos que se están imponiendo en otras partes de Europa, y
persisten en la complicación de las ropas y en las decoraciones policromas y doradas, con las cuales
consiguen a veces importantes resultados. El exagerado sentimentalismo que caracteriza la escultura
alemana en el tránsito del gótico al Renacimiento halla un punto de equilibrio que ofrece gran interés en
algunos escultores de talento, en quienes la expresión del sentimiento logra formas de una graciosa
serenidad ingenua; tales son, por ejemplo, Veit Stoss, autor del maravilloso retablo dedicado a la Virgen,
de Cracovia, y de la Anunciación de San Lorenzo, de Nüremberg; Bernt Notke, autor del famoso grupo de
San Jorge y el dragón que corona el sepulcro de Sten Sture, terminado en 1489, de la catedral de
Estocolmo; Tilman Riemenschneider, quizás el más sensible y delicado de estos escultores del gótico
tardío, y aun Michael Pacher, a quien se hará mención en otras páginas de este sitio como pintor. Después,
las influencias renacentistas se concentran sobre todo en los hábiles fundidores en bronce, principalmente
en Peter Vischer y sus hijos, que labraron el mausoleo de Maximiliano en Innsbruck.

Este gigantesco mausoleo, rodeado por una complicada reja, tiene a cada lado dos filas de figuras,
que representan personajes de la corte de Maximiliano y diversos reyes germánicos históricos y
legendarios. Pese al carácter renacentista de los elementos decorativos, el conjunto recuerda todavía las
estructuras góticas. Peter Vischer el Viejo terminó el mismo año de su muerte (1519) el arca de bronce de
San Sebaldo, en la iglesia de este santo en Nüremberg, que había iniciado en 1488. Esta obra, como el
mausoleo de Innsbruck, revela que la influencia italiana no pudo borrar nunca la tensión romántica, típica
del Renacimiento germánico.

 La pintura, una excepción notable

La pintura tenía antecedentes más considerables, y acaso por esto produjo en la hora de la Reforma
obras de extraordinaria excelencia.

El llamado estilo gótico internacional, que originariamente es una fase germánica de la pintura
gótica, había producido escuelas cuatrocentistas regionales importantes en Suabia y a lo largo del Rin,
sobre todo en Colonia, ciudad cuya tradición pictórica culminó, en los últimos decenios del siglo XV, en el
taller del maestro Stephan Lochner, autor del altar mayor de la catedral. Se trata de un tríptico, pintado en

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1442-1444, que se conserva todavía en perfecto estado en la misma catedral. Sobre el fondo de oro, sus
tonos, brillantes pero suaves, casi sin veladuras, tienen aún el colorido de los esmaltes más que el de la
pintura al óleo. Pero, además, la pintura germánica contó durante el siglo XV con otras muy importantes
figuras, como Konrad Witz, autor que destaca con trascendencia parecida a la que tuvieron en la escuela
contemporánea florentina Andrea del Castagno o Paolo Uccello.

Se sabe que Witz viajó por Borgoña y Flandes, donde debió ver obras de Van Eyck, y que en 1434 ya
aparece establecido en Basilea. Allí pintó el retablo mayor de la catedral, destruido durante la Reforma en
el siglo XVI y del que todavía hoy se conservan doce fragmentos dispersados entre los museos de Basilea,
Berlín y Dijon. En 1444 pintó el retablo de la catedral de Ginebra y lo firmó Magister Conradus
Sapientis (forzando un poco la traducción literal al latín del apellido alemán Witz). El cariño que sintió por
la ciudad y el cantón de Ginebra se revelan en los paisajes absolutamente reales que introduce como fondo
de las escenas de este retablo. Es famoso el Episodio de la pesca milagrosa, que Witz sitúa en la misma
orilla del lago Leman donde está Ginebra.

Más tarde, aún en el siglo XV o ya en el XVI, destacarían el tirolés Michael Pacher, en quien se
encuentra un sentido de la monumentalidad que hace pensar en ciertas obras de Mantegna; Michael
Wohlgemuth, de Nüremberg, primer maestro de Durero, y, en Colmar (Alsacia, hoy en Francia), Martin
Schongauer, pintor y grabador, de quien Durero fue también discípulo. Estos dos últimos autores son,
pues, un precedente inmediato de Alberto Durero, uno de los genios más complicados de Alemania y aun
de la Humanidad. Con Durero se manifiesta una figura de primer plano, no sólo por su obra, sino por sus
meditaciones teóricas. Una y otras muestran que el renacentismo de Durero no es un resultado de la
influencia exterior del clasicismo italiano, sino una recreación de todo su proceso interno, sanamente
enraizado en la tradición germánica. A este gran artista se dedica un próximo capítulo.

Durero dejó un discípulo importante, cuyas obras traducen bien el desasosiego y la profunda crisis
espiritual de su tiempo. Es Hans Baldung (apodado Gríen porque, al parecer, se vestía con trajes de color
verde), cuyos temas (La Muerte y la Doncella, del Museo de Basilea, por ejemplo) reflejan la agitación
intelectual y afectiva, típica de aquel tiempo. Hans Baldung Grien había nacido en Weyersheim, cerca de
Estrasburgo, en 1480. Gran parte de su actividad se desarrolló en Estrasburgo, la capital del Alto Rin, donde
murió en 1545. Su sensualidad, unida a un sentido muy vivo de lo grotesco, se hace patente en la serie de
alegorías sobre la vida y la muerte que pintó en su madurez. A esta serie pertenece la obra ya citada y
otras, como Las Edades y la Muerte, del Museo del Prado, en las que aparece como una obsesión el tema
medieval de la Danza de la Muerte. Tema que también surge en Durero y se verá reaparecer en otros
artistas germánicos.
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Durero tuvo también otro artista contemporáneo ilustre en la persona del pintor y grabador Hans
Burgkmair (1475-1531), que perteneció al bando católico y en 1495 estuvo en Italia. Trabajó como
grabador para el emperador Maximiliano, y en sus pinturas recogió suavidades propias de la entonces
naciente escuela veneciana. Incluso el flamenquismo evidente de su Crucifixión, de la Pinacoteca de
Munich, aparece temperado por la suavidad veneciana. Su tabla de San Juan en Palmos (también en
Munich) es una de las primeras evocaciones directas de la naturaleza tropical.
Por lo demás, los grabados y los escritos de Durero influyeron sobre manera en los maestros de la
generación siguiente.

El más popular de todos ellos, en su tiempo, fue Lucas Cranach el Viejo, cuyo taller de Wittenberg
era centro de gran actividad artística, donde trabajaron él y su hijo con algunos discípulos. Amigo íntimo de
Lutero, este artista encarna todas las tendencias expresionistas y humanistas (es decir, antiitalianas) de la
cultura alemana del siglo XVI.

 Lucas Cranach, el pintor de la Reforma

El retrato de su padre que Lucas Cranach el Joven pintó probablemente el año 1550 (Uffizi, Florencia),
presenta al maestro como un robusto y probo anciano de setenta y siete años que contempla al
espectador con rostro grave y altivo, sereno y penetrante. Se trató de una imagen de gran intensidad en la
que se ve a un Lucas Cranach el Viejo que tenía entonces tras él una vida fecunda y colmada, transcurrida
en una época agitada por la Guerra de los Campesinos, la Reforma y las luchas de la Contrarreforma. Por
tanto, este retrato es, de alguna forma, una imagen de ese fundamental periodo de cambio que se está
produciendo en buena parte de Europa. En el ambiente artístico se operaba entonces el cambio de
mentalidad que, renunciando a los ideales del Renacimiento alemán, asimilaba las nuevas tendencias
manieristas internacionales. A su muerte, Cranach el Viejo dejó una obra muy variada: pinturas, retratos,
temas religiosos y mitológicos y cuadros de género, además de grabados en madera y cobre y una serie de
dibujos. Pintor de la corte de tres príncipes sajones y fundador de la escuela sajona de pintura, poseyó un
gran taller, fue miembro del Consejo de su ciudad y burgomaestre, personaje muy influyente y amigo de
Lutero. Es, por lo tanto, el pintor alemán de la época de la Reforma.

Lucas Cranach nació en Kronach, pequeña población que se encuentra situada a 25 Km. al este de
Coburgo (Alta Franconia), en octubre del año 1472, un año después de que naciera Durero. Su padre era
pintor. Desgraciadamente, las noticias sobre su juventud son muy escasas por lo que poco podemos añadir
al dato de que tomó el nombre de su ciudad natal, en la grafía usual de la época, aunque, por otro lado,
tampoco ha sido posible aclarar si su verdadero apellido era "Sunder", "Müller" o "Maler".
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Su padre, de quien no ha llegado ninguna obra y que fue asimismo su maestro, se llamaba "Hans Maler"
(en alemán, Moler significa pintor), pero se pudo dar el caso de que éste hubiera adoptado como apellido
el determinativo del oficio. Lo que sí que parece bien establecido es que entre los años 1495 y 1498 trabajó
en Kronach y comarcas vecinas, aunque sus viajes de estudios le llevaron a la Alemania meridional. Hacia
1500-1502 se trasladó a Viena, después de haber estado probablemente en Nüremberg, Regensburg y
Passau. En todo caso, a juzgar por sus grabados realizados en Viena para el impresor Winterburger,
conocía la obra coetánea de Durero, la cual le interesó e influyó sobre él en gran medida. De este modo,
exceptuando sus realizaciones artísticas, no existe ningún documento que testimonie la presencia de Lucas
Cranach en Viena durante el período de 1500 a 1504. Hasta 1502 no se tiene la primera fecha segura de
una obra suya; en 1504 firma por primera vez con el monograma LC, y en 1505 aparece su nombre en
documentos oficiales.

Un relato del Maestro Gunderam sobre Cranach, aparecido en 1556 con ocasión de colocar las
agujas de la torre de la iglesia de la ciudad de Wittenberg, prescinde de su época juvenil.

Pero estos años que pasa el joven Cranach en la capital de Austria habrían de resultar muy decisivos
en la posterior evolución de su arte y de su obra. Así, la época vienesa significa un corte muy significativo
en el arte de Lucas Cranach, una novedad y evolución tales, que no ha sido posible descubrir sus obras de
juventud haciendo un estudio crítico de su estilo. Es como si se tratase de un maestro de unos treinta años
que ya aparece en la historia con obras capitales realizadas en Viena.

Se considera a Lucas Cranach como uno de los iniciadores de la llamada "Escuela del
Danubio", corriente pictórica del Renacimiento caracterizada por una nueva visión del mundo que intenta
expresar la grandeza del paisaje mediante la forma y el color, integrar la visión de las figuras en el paisaje y
describir el conjunto con un patetismo exaltado o un lirismo de leyenda. Este estilo tuvo un importante
desarrollo y halla sus exponentes cimeros y su perfección en artistas como Albrecht Altdorfer, de Ratisbona
(Regensburg en alemán), y Wolf Huber, de Passau.

Ya en su primera obra conocida, una Crucifixión (Kunsthistorisches Museum, Viena), aparecen las
tendencias estilísticas de la "Escuela del Danubio": aunque bien es cierto que el grupo de las cruces todavía
está dispuesto simétricamente, algo ya ha cambiado, algo se muestra de una forma que es claramente
diferente, y es la expresión violenta de los dos ladrones atormentados, el movimiento del grupo de figuras
debajo de la cruz, la arrebatadora fusión de lo que acaece con la naturaleza y la suntuosidad del colorido
demuestran su pertenencia a la citada escuela. Un paso más allá en este sentido se da en otra obra en la
que el paisaje es ya un elemento dominante en la composición. Este cuadro responde al nombre de San

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Jerónimo Penitente (Kunsthistorisches Museum, Viena) y está fechado en el año 1502. El gesto
patéticamente apasionado del santo contrasta con la placidez del bosque y de los animales, representados
de manera idílica sobre un fondo de colorido vaporoso en el que apunta un panorama alpino idealizado.

De la misma época son las dos pinturas sobre tabla La estigmatizarían de San Francisco y San
Valentín y el donante (ambas en la Gemáldegalerie der Akademie der bildenden Künste, Viena). Una
segunda Crucifixión (Bayerische Staatsgemáldesammlungen, Munich), pintada en 1503, presenta la más
fuerte dinámica expresiva: los dos ladrones sirven de contrapunto al crucificado y debajo de la cruz están
de pie María y San Juan. Cranach eligió un punto de vista muy desplazado hacia la base del cuadro; así, el
paisaje sólo ocupa una tercera parte de la superficie pintada, con lo que el firmamento, cruzado por nubes
lívidas y tétricas, junto con la estructura asimétrica de la pintura, crea el ambiente.
Totalmente opuesto, y con el encanto de las leyendas antiguas, pinta Cranach de modo magistral El reposo
en la huida a Egipto (1504; Stiftung Preussischer Kulturbesitz Staatliche Museen, Berlín), la primera obra
firmada. Cranach sitúa a la Sagrada Familia, rodeada de ángeles músicos, en un paisaje de bosques y
montañas. Con un colorido luminoso destaca las raíces nudosas de los árboles, los espesos abetos, las
delicadas ramas de los abedules y los picos lejanos de las montañas. El color está lleno de luz. La unidad
ambiental y la armonía entre fondo y contenido convierten a esta obra, perteneciente a los últimos años
de la estancia de Cranach en Viena, en una de sus creaciones capitales.

Asimismo, no toda la pintura de Cranach está circunscrita a la representación de paisajes, pues el


pintor también quiere y sabe dar protagonismo en sus cuadros a otros elementos. Deben mencionarse
también dos pares de retratos que son de gran calidad: Cranach pintó al joven historiador Dr. Johannes
Cuspinianus y su esposa Ana (Colección Oskar Reinhart, Winterthur), y al rector de la universidad de
Viena Johan Stephan Reuss y su esposa, fechados ambos en 1503 (Germanisches Nationalmuseum,
Nüremberg; Stiftung Preussischer Kulturbesitz Staatliche Museen, Berlín). Johan Stephan Reuss, nacido en
Constanza, pertenecía a la universidad de Viena desde 1497 y era un hombre de gran importancia en su
época; en el año 1500 fue nombrado decano de la Facultad de Derecho y en 1504 ya era rector. Cranach
coloca a Reuss casi de perfil delante de un paisaje; sus manos descansan en un libro abierto sobre su
regazo. Con la mirada perdida en la lejanía parece meditar sobre lo que ha leído. Ya en el siglo XV se había
conseguido la unión del retratado con el paisaje de fondo, pero sólo con Lucas Cranach queda realmente el
personaje integrado en el paisaje. El rostro del retratado está colocado entre un árbol desprovisto de hojas
y un grupo de árboles frondosos a la derecha; nubes claras y transparentes surcan el cielo. Su mirada cruza
por delante del paisaje del fondo, lleno de luz y en el que las cimas nevadas forman un marco para el
semblante del retratado. La figura queda unida a la naturaleza con un lirismo contenido. Completa este

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retrato el de la esposa de Reuss, en el que el paisaje es continuación del anterior; de este modo, habiendo
colocado la figura mirando hacia la izquierda, consigue dar un carácter de díptico a los dos retratos de
medio cuerpo.

A la época vienesa pertenecen también una serie de grabados en madera y varios dibujos, entre
ellos una Crucifixión de 1502, muy influida por la de la "Gran Pasión" de Alberto Durero, no sólo por el
tamaño, de grandes dimensiones, sino también por algunos detalles que evocan de una forma bastante
evidente la obra de este último. Sin embargo, se advierten las diferencias de concepción entre ambas
obras: mientras que la composición de Durero se caracteriza, a pesar de la abundancia de hechos
relatados, por una disposición que delimita los grupos entre sí, conserva la cruz como eje central de
simetría y acentúa la rígida estructura de la composición, Cranach decide desechar, en cambio, tal
equilibrio y opta por desplazar el eje con la cruz y hace aparecer a la derecha la cumbre de una montaña,
coronada por un castillo, y el buen ladrón, retorcido sobre la tosca madera de su cruz, sufriendo sus
minutos supremos. Por otro lado, más tranquila resulta la composición del grabado en madera Cristo en la
cruz entre la Virgen y San Juan, realizado en 1502-1503 para el Misal Pataviense, aunque también el trazo
inquieto traduzca la agitación y la pasión interior.

El año 1504 regresó Cranach a Alemania y se dirigió a la región de Turingia. En ese mismo año
contrajo matrimonio con Bárbara Brengbier, hija de un relevante miembro del Consejo y burgomaestre de
Gotha. También en 1504, el príncipe elector Federico el Sabio, el mismo que había hecho numerosos
encargos años antes a Durero, lo empleó como pintor de cámara, lo que supuso una gran ayuda económica
para Cranach a la vez que le hacía ganar más prestigio. De este modo, en 1505 se instaló Cranach en
Wittenberg, donde se encontraba la corte del príncipe. La ciudad se convirtió bajo este príncipe elector en
el centro de la vida cultural de Alemania y Cranach permaneció hasta su muerte, que todavía tardaría
mucho tiempo en llegar, al servicio de aquél. Otro logro importante desde el punto de vista simbólico
acontecerá en la vida del pintor poco tiempo después de ser nombrado pintor de cámara, pues el 6 de
enero de 1508, Federico el Sabio concedió a Cranach el uso de escudo de armas; a partir de entonces, el
pintor podrá firmar usando el famoso emblema de la serpiente con alas de murciélago verticales, propio
del escudo real. En 1519 Cranach formó parte del Consejo municipal de Wittenberg en calidad de
gentilhombre de cámara, en 1520 el príncipe le concedió un privilegio para poder establecerse como
farmacéutico y entonces compró la farmacia de Wittenberg. Fue elegido miembro del Consejo en 1525, en
1526 y, otra vez, en 1528-29; entre 1537 y 1545, fue elegido cada año miembro del Consejo y
burgomaestre.

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En Wittenberg, el estilo de Cranach experimentó otro cambio. Pero no fue una evolución más o
menos importante como la que sufren las obras de muchos artistas al llegar a cierta edad. El cambio fue
tan importante, tan radical, que durante mucho tiempo no se atribuyeron al mismo artista las obras
realizadas en Viena. Ese cambio se significó por desarrollar un estilo que llegaría a ser específico de él y su
escuela: decorativo, pictórico, amplio, liso, cortesano y manierista. Junto a los temas religiosos aparecen
también ahora temas profanos: cuadros de costumbres, escenas mitológicas y, sobre todo, retratos,
generalmente figuras de medio cuerpo sobre un fondo neutro.

En el grabado en madera Adoración del Corazón de Jesús (1505), realizado ya en Wittenberg sobre
un antiguo tema alegórico del amor de Cristo a la Humanidad, aparecen huellas de las tendencias futuras.
La construcción es de un equilibrio simétrico, con contornos definidos, alejada de todo ambiente idílico. Lo
que ya anuncia este grabado, se hace efectivo en grado sumo en la obra pictórica de Cranach. Un primer
ejemplo de ello es el Retablo de Santa Catalina, pintado en 1506 (Staatliche Gemáldegalerie, Dresde). En
él, vemos a la santa de rodillas, rezando sumisa, con la mirada elevada hacia el cielo, vestida
suntuosamente a la moda y rodeada de una muchedumbre cuya disposición y estructura es confusa y
problemática. Dos figuras resaltan del conjunto: el verdugo, alto y erguido, que empuña la espada para
cumplir la sentencia, y el paje del extremo izquierdo del cuadro, vestido con rebuscada elegancia y cuyo
rostro expresa indiferencia. El paisaje no completa ni acaba la composición: falta la voluntad de unir y el
impulso arrollador de sus obras de juventud. La pieza central del retablo denota que fue realizado en una
época agitada de Cranach. En el Retablo de Santa Ana, de Torgau, pintado en 1509 (Stádelsches
Kunstinstitut, Frankfurt) y en el Retablo del Príncipe (1509; Dessau, Staatliche Kunstsammlung und
Museen) llega el pintor a una composición más serena y clásica que distribuye con mayor claridad el
espacio. La relación de los personajes entre sí también corresponde ahora a la construcción exterior.
Además, en los personajes existen rasgos claramente individualizados y el tema se presenta con gran
riqueza de detalles.

Sin lugar a dudas, las obras de esta época están marcadas por los conocimientos obtenidos por
Cranach durante su viaje de 1508 a los Países Bajos. El príncipe elector Federico el Sabio envió a su pintor
de cámara al campamento del emperador Maximiliano, que estaba en Malinas.

El sentido del espacio, el equilibrio de la composición, el tratamiento del color y el dominio de la


línea demuestran su conocimiento de la pintura neerlandesa y también de la pintura italiana, el cual debió
adquirir, en parte, a través del veneciano Jacopo de Barban. De aquella época proceden numerosos
grabados en madera, como el Santoral de Wittenberg, con 117 xilografías, y laSerie de la Pasión, de 14
grabados, comenzada el mismo año en que Durero empezaba la "Pequeña Pasión". Sin embargo, la de
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Cranach utiliza una exposición totalmente independiente de los textos bíblicos y emplea grabados en color
y los primeros grabados en cobre. Si se considera que, además de su actividad de pintor y grabador en
cobre, Cranach también realizaba esbozos para grabados en madera, para pinturas sobre vidrio y para
tapices, colgaduras y armas, se comprende muy bien la admiración de sus contemporáneos por la rapidez
con que era capaz de trabajar. De todas formas, Cranach poseía un gran taller en el cual colaboraban hasta
diez ayudantes, además de sus hijos Juan, muerto prematuramente en Bolonia en 1537, y Lucas, que más
tarde tomó el taller a su cargo. Muchos temas se repetían en dicho taller en diferentes variantes (hay más
de treinta de ellas sobre los temas Lucrecia, Venus y Eva).

Después del viaje a los Países Bajos adquirieron cierta importancia en la obra de Cranach los temas
de la Antigüedad, los temas históricos y las típicas escenas de género. El ambiente culto y humanista de la
corte favoreció, al igual que los coleccionistas, la realización de composiciones que evocaban conceptos
morales y la representación del desnudo. En aquel tiempo se apreciaba mucho el tema de "Venus y el
Amor","mientras el niño Cupido roba la miel de la colmena, una abeja clava su aguijón en el dedo del
ladronzuelo; así también, a menudo buscamos ansiosamente placeres efímeros que están mezclados con el
dolor y sólo nos procurarán daño", reza con frecuencia la leyenda justificativa que acompaña la figura de
ciertos desnudos femeninos de extremada esbeltez y refinamiento (Venus y Cupido, 1509, Ermitage,
Leningrado; 1520-1530, Germanisches Nationalmuseum, Nüremberg). Los límites entre los temas
religiosos y profanos son confusos; los temas religiosos de Cranach suelen mostrar las mismas tendencias
que los de la Antigüedad. De esta manera, en el cuadro Santa Magdalena con el tarro de perfumes, pintado
en 1525 (Wallraf-Richartz Museum, Colonia), existe un absoluto contraste entre el ropaje cortesano, la
afectación del gesto, el paisaje idílico del fondo y el tema propiamente dicho.

Lucas Cranach no se contentó con su posición privilegiada en la corte de Wittenberg, donde le unía
una amistad personal con la familia del príncipe elector, ni con su calidad de representante notable de sus
conciudadanos, con los que colaboraba en las decisiones sobre la ciudad como miembro del Consejo y
burgomaestre. Cranach tomó partido, además, en las luchas de la Reforma. Le unía gran amistad con
Martín Lutero y fue quien hizo para sus contemporáneos los retratos del reformador. Lutero había sido
padrino en el bautismo de Ana, hija de Cranach; el pintor, a su vez, pidió para su amigo la mano de la
futura esposa de Lutero, Catalina de Bora, y fue padrino en la ceremonia nupcial.

En 1526, nuestro artista se ofreció como padrino para el primer hijo de Lutero. En 1520 ya había
grabado en cobre el primer retrato de Lutero, con hábito de monje; en 1521 realizó un segundo grabado
del mismo, visto de perfil, con el birrete de doctor en filosofía; poco tiempo después, un grabado en
madera, conocido por Lutero como Junker ]org, en el que aparece el reformador disfrazado de caballero,
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tal como vivió en Wartburg entre el 4 de mayo de 1521 y el 1 de marzo de 1522. En el taller de Cranach se
realizaron las ilustraciones para el Testamento de septiembre de Martín Lutero y, con la ayuda de un
miembro del Consejo, Doring, el propio Cranach realizó la venta de la traducción del Nuevo Testamento de
Martín Lutero. En estrecha colaboración con éste y Melanchthon -el cual dio al poeta Stiegel en 1544
consejos referentes a imágenes dogmáticas-, Cranach pintó una serie de retablos según el espíritu de la
Reforma: el de la iglesia del castillo de Dessau, el de la iglesia mayor de Weimar y el de la iglesia mayor de
Wittenberg. El Retablo de la iglesia mayor de Wittenberg fue consagrado en 1547; consistía en ocho
pinturas formando dos grupos de cuatro tablas: una gran tabla central, dos laterales y una predela. La
composición temática del retablo está basada sobre un programa manifiestamente surgido de las nuevas
reformas eclesiales: el bautismo como admisión en la comunidad, la comunión como una realización de la
unión con Cristo y la confesión como preparación al sacramento de la Eucaristía. La predela representa la
predicación del Evangelio, con la Crucifixión en el centro, a la izquierda la comunidad, y a la derecha Lutero
desde el pulpito, señalando con la diestra al Crucificado. Tal serie de imágenes era la confesión de fe de la
comunidad y estaba fuera de lo tradicional. Los iniciadores de la Reforma que aún vivían están incluidos en
el relato pictórico: Melanchthon bautiza a un niño, Bugenhagen está confesando bajo el símbolo de la
llave, Lutero predica desde el pulpito.

Cranach dispuso el mismo fondo para las dos alas y para la predela: un muro de piedra. Sólo la tabla
central que representa la comunión y es la composición sobre este tema mejor resuelta artísticamente por
Cranach tiene un fondo de paisaje; la disposición de la ceremonia del sacramento, dentro de un óvalo
cerrado, se abre sólo en la figura de Cristo con la escena del escanciador, referencia especial al cáliz y a la
comunión puesto que el apóstol cercano al que llena el cáliz tiene los rasgos de Lutero como ]unker Jorg. El
reverso completa la parte delantera con la visión de la Iglesia como comunidad.

Los retablos de Cranach de la época de la Reforma no se deben interpretar sólo desde el punto de
vista estético, sino teniendo en cuenta el concepto de la Reforma sobre la representación de temas de la
Historia Sagrada.

Cranach alcanzó gran renombre con sus retratos. Los de la época vienesa ya fueron obras capitales
de la pintura alemana, los de su última época demuestran la posición inalterada del pintor ante el ser
humano. Además de los muchos retratos oficiales y cortesanos, como el de Federico el Sabio, de 1519-
1520 (Kunsthaus, Zurich), el de la Princesa Catalina de Sajonia, de 1514 (Staatliche Kunstsammlungen,
Gemáldegalerien, Dresde), el del joven príncipe Mauricio de Sajonia, de 1526 (Grossherzógliche Sammlung,
Darmstadt), alcanzan aún mayor impacto los retratos de burgueses como, por ejemplo, el de los padres de
Lutero Margarita y Hans Lutero, de 1527 (Wartburg, cerca de Eisenach). Se han conservado varios estudios
52
de los retratos de Cranach que son dibujos coloreados al pincel. Estos esbozos demuestran que este pintor,
al contrario que Durero, no consideraba sus dibujos como obras acabadas y completas.

El destino de Cranach estaba muy unido a los acontecimientos políticos de su época y a su posición
como pintor de cámara. En la batalla de Mühlberg (1547), el príncipe elector Federico de Sajonia cayó
prisionero del vencedor de los protestantes, Carlos V. El Maestro Gunderam cuenta en su relato de 1556
que Carlos V hizo venir a Lucas Cranach a su campamento y estuvo comentando con el pintor uno de sus
cuadros, haciéndole la pregunta, bastante significativa, de si era él o su hijo el autor, y que Cranach había
solicitado clemencia para su príncipe. En 1550, Cranach acompañó a Juan Federico de Sajonia a su
cautiverio en Augsburgo, después de haber hecho testamento y renunciar a sus cargos. En Augsburgo
conoció al Tiziano, que estaba realizando el famoso retrato ecuestre de Carlos V, además de otro retrato
del príncipe cautivo. En 1551 Cranach siguió al príncipe a Innsbruck, y cuando Juan Federico fue repuesto
como duque en 1552, el artista regresó con él a Weimar, a la nueva residencia del elector. A los 82 años
volvió a ser nombrado pintor de cámara, pero murió el 16 de octubre de 1553 en esa última ciudad.

Se puede comprobar que, a partir de 1537, el signo de la serpiente con alas verticales contenido en
el blasón de Cranach se ha modificado y las alas aparecen en posición horizontal. Se deduce que Lucas
Cranach el Joven, que ayudaba cada vez más a su padre en la dirección del taller, lo tomó totalmente bajo
su responsabilidad a partir de 1550, cuando su padre siguió al príncipe a su exilio en Augsburgo e
Innsbruck. Continuó el trabajo según el estilo del padre y probablemente alcanzó su mayor perfección en
los retratos, que, en general, son simples por su disposición, pero frecuentemente vacíos por un
amaneramiento que confiere a los personajes cierto aspecto de marionetas. La importancia del taller de
los Cranach se mantuvo en Sajonia hasta la muerte de Cranach el Joven, ocurrida en 1586.

 Otros pintores de la escuela germánica de la Reforma

Albrecht Altdorfer (1480-1538) fue un gran pintor y un buen burgués de Ratisbona (en alemán,
Regensburg). En 1519 era miembro del Consejo Municipal y en 1528 rechazó el cargo de burgomaestre.
Parece ser que conoció a Durero en sus años de viaje y que después conservaron siempre fiel amistad. Su
obra, no exenta de importantes méritos técnicos, es de gran relevancia en el sentido de que es el más
romántico de los pintores alemanes. Sus cuadros religiosos están llenos de luces extrañas, grandes lagos,
montañas..., a veces la luna se ve a través de nieblas y árboles. Esta inclinación que Altdorfer muestra sin
tapujos por el romanticismo se aprecia, por ejemplo, en su obra San Jorge, que se halla actualmente en el
Museo de Berlín, en el que representa al santo perdido en una floresta de arces, que parece Sigfrido en la
selva, antes de matar al dragón. Hacia 1525 su estilo sufrió una trasformación de tal magnitud que más que

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hablar de evolución debemos referirnos, en todo caso, a una ruptura. No se sabe con seguridad cuáles
fueron los motivos de que desechara su anterior concepción de la pintura. Parece ser, según apuntan
algunas hipótesis, que quizá tal cambio pudo ser el resultado de un viaje a Italia. En todo caso, el nuevo
Altdorfer que surge a partir del año 1525, aproximadamente, decide conceder mucha más importancia a
las figuras humanas y a la acción que al escenario, a la inversa de cómo había obrado anteriormente. A
este período pertenecen las diversas tablas del altar de San Florián, cerca de Linz, y Lot y sus hijas, del
Museo de Viena. Al final de su carrera volvió a cambiar: le interesaban masas de gente agrupadas. En 1528,
el duque de Baviera le encargó su célebre Batalla de Alejandro en Issos. En este cuadro centenares de
figuras se estrujan para combatir. En el fondo se ve un paisaje lacustre danubiano y en el cielo fulgores que
parecen indicar que la naturaleza participó también en la lucha.

Mas por encima de todos los artistas alemanes de esta época se destaca, sin lugar a dudas, Mathias
Grünewald, a quien podría definirse como el autor de una sola obra. Pintó algunas más, bien es cierto,
pues hay cuadros suyos en otros museos que no están exentos de méritos artísticos; sin embargo, todo se
olvida delante de su tríptico, hoy restaurado, del Museo de Colmar, toda una joya del arte de la época. Esta
magnífica obra fue pintada para el convento de Isenheim, en los Vosgos, con escenas de la vida de San
Antonio, en las tablas interiores, y en las puertas la Crucifixión, con el entierro en la predella. En esta
representación una de las características que llama poderosamente la atención es el empleo del color, que
no puede calificarse de otra manera que no sea la de magnífico. Así, Grünewald muestra su dominio del
mismo con sorpresas de luz en los mantos y en los cielos; por otro lado, las composiciones son, además, de
un realismo terrible.

Esta obra es la que permite a Mathias Grünewald pasar con todos los honores a la Historia del Arte
y ocupar un apartado no poco importante. Y lo que hace realmente singular al pintor es que, en realidad,
de él sólo nos ha quedado una gran obra. Por tanto, cabe preguntarse lo siguiente: ¿quién era este gran
pintor del que apenas si sabemos sólo su nombre? Una crónica antigua ya lo lamentaba diciendo: "Es una
gran pena que este hombre, con sus obras, haya sido olvidado de tal manera que no encuentro persona
alguna que sepa darme noticia de él, ni hay tradiciones de su memoria, ni los escritos hablan de
Grünewald. Vivió la mayor parte de su vida en Maguncia, triste y solitario, arruinado por un casamiento
desgraciado..”

Quien se expresa no es otro que Joachim von Sandrart, que publica en Nüremberg, en 1575,
su Deutsche Akademie, con la ambición de ser el Vasari del arte alemán. Los investigadores modernos han
logrado averiguar que Grünewald se llamaba en realidad Mathis Gothard-Nithard, que debió nacer hacia
1470 en Wurzburgo y que murió en 1528 en Halle. El retablo de Isenheim debió ser pintado alrededor de
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1510. Es una obra absolutamente alemana por el hecho de subordinarlo todo a la expresión, hasta tal
punto que se ha dicho es la pintura religiosa más impresionante de Occidente. Todo en ella es extremado:
tanto la ternura de María con el concierto de ángeles luminosos que la acompaña, como la escena
pavorosa de la Crucifixión, en la que el cuerpo de Cristo es un cadáver lleno de marcas atroces de tortura.
Por fin, el último pintor importante de esta escuela germánica de la Reforma, Holbein, llamado el Joven, es,
sobre todo, un retratista. Aunque nacido en Augsburgo en 1498, Holbein pasó todo el tiempo que le
dejaban libre sus viajes, en Basilea, donde se encuentra hoy una célebre colección de sus obras, reunidas
en el Museo. Al final de su vida pasó a Inglaterra y acabó por avecindarse allí, donde murió en 1543. Pero
fue en Basilea donde se formaron su espíritu y su arte.

La pequeña ciudad suiza de las orillas del Rin era entonces un importante centro de estudios, por su
universidad y sus imprentas. Allí residía Erasmo, del cual Holbein pintó varios retratos que se han hecho
muy populares, y sus editores, como Froeben y Amerbach, eran no sólo industriales impresores, sino
notables coleccionistas. Holbein recibió varios encargos del Consejo municipal y de burgueses
acomodados, quienes solicitaban que les decorase sus casas o pintase retablos para sus capillas. Muchas
de estas obras, sobre todo los frescos, han desaparecido; para dar idea no queda más que la predella, con
Cristo en el sepulcro, de un famoso retablo de la Pasión, reputado la obra maestra de Holbein. Aquella
figura del Cristo muerto, con los ojos y la boca abiertos como los de un ajusticiado, causa dolor y pasmo,
casi espanto, al contemplarla en la sala del Museo de Basilea. Cristo ha muerto, era hombre mortal; cuanto
más humana sea la representación del cadáver, más grande será la gloria de su resurrección. El
naturalismo del hombre muerto del Museo de Basilea se halla perfectamente de acuerdo con la crítica de
los reformadores; allí enfrente está el Retrato de Erasmo, acaso traduciendo del griego, por primera vez, el
Evangelio de San Juan; allí está también el Retrato de Amerbach, el impresor culto e inteligente, con su
elegante gorra negra y la inscripción que le acredita de erudito.

No todos en Basilea estaban por la Reforma, ni había aquella unanimidad que rodeaba a Durero en
Nüremberg o a Cranach en Wittenberg. El burgomaestre, Jacob Meyer, hacía alarde de fidelidad a la Iglesia
romana encargando a Holbein un altar con la Virgen y, a sus pies, él con su esposa y sus hijos, obra que es
hoy una de las más excelentes del artista. Del burgomaestre y su familia hizo Holbein varios retratos de un
gran naturalismo.

Diez años antes había pintado otro retrato del propio Meyer y su esposa en un hermoso plafón
apaisado. Estos dos tipos suizos, el buen burgomaestre y su hacendosa mujer, todavía bella, están
admirablemente retratados. Pero los esfuerzos de Meyer y de otros no pudieron conseguir que la

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contienda entre los reformadores y los partidarios de Roma fuese puramente intelectual, y los dos bandos
enemigos llegaron a tal apasionamiento, que la vida en Basilea se hizo imposible.

Erasmo emigró entonces, y Holbein no tuvo más remedio que hacer otro tanto, y dejando en
Basilea a su esposa y sus hijos, marchó a Inglaterra en 1526, recomendado al gran erudito y reformador
Tomás Moro. Pintó primeramente el retrato de Moro y su familia, retrato que por cierto ha desaparecido.
Después, poco a poco, se fue introduciendo en la corte y llegó a pintar los retratos de Enrique VIII, los de
sus esposas y los de sus consejeros. Por Holbein conocemos, mejor que por nadie más, la aristocracia
inglesa de la época.

Algunos retratos Holbein los dibujó a la punta de plomo, pero con una precisión y arte que
sorprende. Fijó en ellos lo que podríamos llamar la "silueta moral" del personaje retratado.

Resumiendo, en Alemania no hubo monarca del tipo de los franceses Carlos VIII y Francisco I, que se
empeñaron en italianizarse; todo lo contrario. El arte italiano del siglo XVI, que tenía su centro de difusión
en Roma, era considerado peligroso por los príncipes, porque envuelto en un manto de belleza encerraba
todo lo que representaba la jerarquía católica, enojosa hasta para los que no se habían vuelto
protestantes. Acaso por la repulsión que se sentía en Alemania hacia la ideología de la Curia romana, los
grandes artistas que se han ido presentando tienen un carácter germánico tan acentuado, que ni aun en la
época romántica se manifestaron los artistas alemanes con tanta fuerza racial como en ésta.

La ciudad de Praga, la más occidental de las ciudades eslavas, se convirtió durante el último cuarto
del siglo XVI en el foco más importante del arte manierista cuando estableció su residencia en ella el
emperador Rodolfo II, medio astrólogo y alquimista. Además de los artistas flamencos ya citados, otros,
alemanes, como Hans von Aachen y Joseph Heintz, desarrollaron con ellos un extraño repertorio de
alegorías y escenas mitológicas en las que, como ha observado F. Zeri, "se nota un satanismo a flor de piel,
una voluptuosidad retenida en la punta de la lengua. Sin el nimbo o la palma, sus santas parecerían
protagonistas del Arte de amar o diosas que asisten a una bacanal".

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Reminiscencias góticas en los pintores suizos

Antes de terminar este capítulo sobre el Renacimiento en los países de Europa Central, hay que hacer
referencia a los pintores suizos de este período en los que se funde el gusto caballeresco del gótico
internacional con las formas complicadas, casi barrocas, del gótico tardío y con una finura alegórica de tipo
humanístico que a veces recuerda a Botticelli. El primer tercio del siglo XVI fue enormemente agitado para
los cantones suizos situados entre Francia y el Imperio. Los suizos veían sus tierras saqueadas, ocupadas y
libertadas alternativamente por los beligerantes. Luchaban para conservar su independencia y utilizaban la
vida militar como un medio de hacer fortuna. Sin preferencias políticas, igual formaban un batallón para
ayudar a Francisco I que a Maximiliano de Austria. Los mercenarios suizos se hicieron célebres por su
resistencia física y por su fidelidad al príncipe que los contrataba. Todavía una reliquia de este tipo de
servicio se conserva en la Guardia Suiza del Vaticano.

No es sorprendente, pues, que los artistas de este período fuesen simultáneamente mercenarios.
Nikolaus Manuel-Deutsch, Urs Graf y Hans Leu pintaban sus retablos religiosos, sus composiciones
mitológicas y alegóricas y trazaban sus dibujos, que en ocasiones parecen desenfadadas confesiones de
aventuras de mercenario, en los intervalos que les dejaban libres la guerra y la captura del botín. Los dos
primeros firmaban colocando junto a sus iniciales un puñal desenvainado. El más interesante es quizá
Nikolaus Deutsch (1484-1530), nacido en Berna, cuyo extraño expresionismo, dominado por el demonio de
lo insólito, le llevó desde el siniestro tema de La muerte y la muchacha (1517), tema obsesivo del que ya se
ha hecho referencia también en Baldung Grien, hasta sorprendentes composiciones mitológicas tales como
el Juicio de París y Píramo y Tisbe, rutilantes de luminismo.

El maestro Durero

Los documentos que se conservan sobre Alberto Durero (en alemán: Albrecht Dürer) son la Crónica
Familiar, que incluso contiene algunas anotaciones de su padre con información sobre la historia de su
familia, algunas copias de su diario de viaje por los Países Bajos, una hoja original de su "Libro de
recuerdos", numerosas notas manuscritas y un fragmento de su testamento.

Sus antepasados, probablemente de origen alemán, procedían de Ajtós, un pueblecito situado


cerca de Guyla en Hungría. Ajtós significa puerta, que en alemán es Ture; por tanto, Thürer quiere decir: el
que viene de Ajtós. Del padre de Durero, Alberto el Viejo, se tiene la primera noticia en Nuremberg el año
1444; antes había estado en los Países Bajos en viaje de estudios. En 1467 logró la ciudadanía de
Nuremberg y se casó con Bárbara, hija del orfebre Jerónimo Holper; en el año 1468 obtuvo el diploma de

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maestro orfebre. De esta unión nacieron dieciocho hijos, siendo el tercero Alberto Durero, que nació el 21
de mayo de 1471. Como su padre y abuelo, aprendió el oficio de orfebre; su padre fue su maestro y toda
su obra llevará el sello de este primer aprendizaje.

Por deseo propio, ingresa el 30 de noviembre de 1486 en el taller del pintor Michael Wolgemut,
vecino de la familia de Durero, en calidad de aprendiz. Era Wolgemut en aquel entonces el pintor de más
fama de la ciudad, y en su taller, que se convirtió en un centro de actividades muy influyentes en
Nuremberg, trabajaban numerosos colaboradores. Practicaba un estilo sobrio y narrativo, naturalista en
los detalles, con un concepto realista del espacio que acusaba la influencia de la pintura de los primitivos
flamencos.

En relación con el taller de Wolgemut empezó entonces una amplia actividad gráfica el editor e
impresor Antón Koberger. Entre otras obras imprimió las planchas en madera para un “Tasionark” en prosa
(1491) y la famosa Crónica Mundial de Schedel, el libro con la más rica ilustración del gótico tardío alemán,
a base de grabados en madera. Es muy posible que colaborara el joven aprendiz en ambas obras, ya que
Antón Koberger era padrino de bautismo de Durero y tal vez tuviera un interés especial en ello.

En el taller de Wolgemut predominaban los encargos de temas religiosos: altares y epitafios que
seguían estrictamente el canon de la época. En cambio, las xilografías para libros y la creación de retratos,
que se habían iniciado en Alemania a mediados del siglo XV, permitían el desarrollo de un ímpetu
innovador para el arte. Casi las tres cuartas partes de los retratos de la época que han llegado hasta
nosotros proceden de Nuremberg. Los dibujos anteriores a su época de aprendizaje en el taller de
Wolgemut nos confirman el enorme talento de Durero para el dibujo. No se ha conservado el estudio con
tres cabezas del niño de nueve años; sí, en cambio, su famoso autorretrato a punta de plata, que se
conserva en Viena (Albertina), hecho a los trece años y que revela una enorme capacidad de observación.
El paso por el taller de Wolgemut sólo proporcionaría a Durero una sólida formación artesana; allí
aprendería especialmente a conocer la técnica del grabado en madera. Para obtener planchas de madera
inastillables se usaba generalmente madera de peral, que era tallada con el sistema llamado de impresión
en relieve, consistente en eliminar con la gubia lo que la tinta no debe recubrir. Las líneas se perfilaban con
un cuchillo fino y afilado.

El artista acostumbraba a entregar sólo el esbozo, que había copiado en sentido inverso sobre la
plancha de madera. Una rama especial de artesanos, los tallistas, concluía el trabajo. Durero ya había
aprendido antes, en el taller de su padre, el manejo del buril para el grabado en cobre. Posteriormente, en
el taller de Wolgemut, conoció, a través de grabados, el arte de Martin Schongauer y el del llamado

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Maestro del Dietario, que eran los grabadores alemanes de más fama durante el gótico tardío y cuya
influencia sobre Durero se refleja claramente en sus dibujos de esta época.

Por la Pascua del año 1490, Durero dejó el taller de Wolgemut para emprender un viaje. Se supone
que estuvo en el Rin central, y tal vez también en los Países Bajos. En otoño del siguiente año llegó a
Colmar, la ciudad alsaciana donde vivía y trabajaba Martin Schongauer, que había muerto en febrero del
año de la llegada de Durero (1491). En la testamentaría de aquél adquirió varios dibujos, cuyo estilo
traduciría a su manera. La obra de grabador de Durero, después de su regreso, es inconcebible sin los
rayados a punta seca del Maestro del Dietario, y también lo es el estilo de su dibujo sin la concepción
formal de Martin Schongauer.

Al terminar su estancia en Colmar, Durero se trasladó a Basilea, donde se le puede situar por la
inscripción que grabó en el reverso de la plancha de madera que representa un San Jerónimo: Albrecht
Dürer von Nórmergk (Alberto Durero de Nuremberg), de finales del año 1491 o principios de 1492. Por
recomendación de su padrino, Antón Koberger, el joven operario debió ser aceptado por las casas editoras
de Basilea. Durante esta estancia trabajó para el editor Martin Amerbach, quien le encargó la ilustración de
las Comedias de Terencio, que no se llegarían a publicar. Sin embargo, se conservan 125 planchas
dibujadas, 6 planchas talladas y 7 grabados. Además, parece ser cierta su colaboración en la ilustración
de La nave de los locos, de Sebastián Brant.

En 1493 fue a Estrasburgo, donde probablemente trabajó en el taller de un pintor. De esta época se
han conservado dos pinturas capitales, el Autorretrato con flor de cardo (hoy en el Museo del Louvre, París)
y una Santa Faz (Karlsruhe, Pinacoteca del Estado). La primera obra mencionada es el primer autorretrato
autónomo del arte occidental, y con este cuadro daría Durero el paso decisivo que va del autorretrato
dibujado a la pintura. La inscripción que lleva, My sach die gat/Als es oben schtat, está relacionada con el
tema religioso del fondo. De los tres autorretratos que pintó en el transcurso de siete años, es el primero
de afirmada personalidad. La segunda obra es la pequeña tabla de la Santa Faz, descubierta en los últimos
años, de un realismo cruel y profundo, cuyo fondo dorado y repujado recuerda el aprendizaje del pintor
como orfebre.

En mayo de 1494 volvió a Nuremberg, donde se casó el 7 de julio del mismo año con Agnes Frey,
hija de Hans Frey, que gozaba de cierto renombre en la ciudad. El recién casado fijó los rasgos de su joven
esposa en un dibujo a pluma de trazos rápidos e impulsivos que lleva una inscripción que dice: mein
Agnes. En este testimonio personal y humano, Durero realiza una composición llena de vida y a la vez
íntima y soñadora (Viena, Albertina). Sus primeros dibujos de paisajes remontan probablemente al verano

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de 1494 y con ellos inicia Durero el género de pintura que tiene como tema el paisaje. Entre ellos se
encuentran La noria (Berlín, Kufferstichkabinett de los Staatliche Museen) y El cementerio de San Juan.

En este momento, el ambiente pictórico de Nuremberg sólo podía serle de estímulo en el detalle.
Hasta entonces, la naturaleza y el paisaje habían figurado siempre como fondo de la composición, sin
lograrse casi nunca la unión de persona y paisaje. Durero combinará la visión real del conjunto con la
reproducción minuciosa del detalle, graduará la profundidad, diferenciando los planos entre sí, y,
partiendo de una verdadera observación de la naturaleza, animará el paisaje con seres humanos. La noria
que le sirvió de modelo se hallaba en las cercanías de la Hallerwiesen, al oeste de la ciudad, y el
cementerio, que todavía existe, aunque ahora es de mayores dimensiones, se encontraba al noroeste de la
noria. En un período de unos siete años realizó una docena de acuarelas con tema de paisaje, y anticipó
ciertos temas sobre los cuales no volvería hasta mucho más tarde.

 Encuentro con el arte italiano

Durero emprendió su primer viaje a Venecia en otoño de 1494. El encuentro con el arte italiano y
con la cultura de los antiguos fue decisivo para su obra. Las primeras emociones y contactos ya los tuvo en
Nuremberg. Había visto grabados y estampas italianas en el taller de Wolgemut, e incluso había copiado
algún grabado de Andrea Mantegna. Sus copias de juegos de naipes italianos confirman el interés de
Durero por este todavía desconocido nuevo arte. En Italia, gracias a su relación con Gentile y Giovanni
Bellini, conoció las obras de Lorenzo di Credi, Pollaiuolo, Mantegna y Leonardo da Vinci. Le interesó en
especial el desnudo, la perspectiva en la composición del espacio, la búsqueda de la belleza y los preceptos
que la rigen.

Durante su estancia entró también en contacto con la cultura de los antiguos, para lo cual hubo de
aprender la comunicación con la Antigüedad, que los italianos desde hacía tiempo habían asimilado.
Durero quedó hechizado por las figuras desnudas en movimiento, por el antiguo pathos de los gestos, por
la esencia mixta de su mitología (lo demuestra su estudio para el Rapto de Europa, dibujo a pluma; Viena,
Albertina). Durero grabó en cobre sus composiciones mitológicas, cuyas láminas eran objeto de colección
por los entendidos, mientras que los grabados en madera interesaban a un público más extenso y
heterogéneo. En Italia, Durero superó al artesano, ambientado en el arte del gótico tardío, que llevaba
dentro y se liberó el artista que ya era. La estancia en ella le indujo una visión totalmente nueva en su
composición más acabada, una disposición clara en perspectiva y una exposición más ambientada. Un
momento cumbre de su evolución artística es la acuarela titulada Weidenmühle (Molino) (Bibliothéque
Nationale, París) pintada entre 1495 y 1500. Con un gran virtuosismo reproduce Durero lo que ven sus
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ojos: un árbol monumental en el primer plano, de un colorido matizado con gran sensibilidad, detrás del
cual, en un cielo con nubes que se rasgan, presenciamos la puesta de sol. Es la influencia del arte italiano la
que llevó también entonces a nuestro pintor a un estudio más naturalista de los animales, según la
tradición que se remontaba en Italia a finales del siglo XIV. (Cangrejo, acuarela, entre los años 1494 y 1495;
Rotterdam Museo Boymans van Beuningen).

 Teórico del arte

Aproximadamente a partir de 1500 y hasta su muerte, le preocuparon los problemas relacionados


con la teoría del arte, y en especial el estudio de las proporciones, tema de gran actualidad para los
humanistas de la época, que, también en esto, seguían el ejemplo de Italia. Al lado de sus actividades e
interés por los problemas religiosos, Durero trató de hallar una respuesta al problema de las proporciones
que deben tener los miembros humanos para ser bellos. Buscó las leyes para la ejecución de formas
perfectas. En 1500, Jacopo de Barbari llegó a Nuremberg procedente de Venecia, y a través de este
veneciano Durero conoció a los teóricos de la Antigüedad, entre ellos Vitruvio; el mismo maestro le puso al
corriente de las nuevas tendencias artísticas que se desarrollaban en Venecia.

Por aquel entonces estaba expuesto en Roma el Apolo del Belvedere, que para los coetáneos de
Durero era la esencia de la belleza del arte de la Antigüedad; Durero, que probablemente ya conocía esta
importante obra por dibujos, quedó también influido por ella. Impulsado por el arte clásico y por los
ejemplos italianos, realizó una serie de estudios de proporciones. El resultado final de estos ensayos fue el
genial grabado Adán y Eva (1504), en el que ha quedado totalmente superado el lenguaje formal gótico.
Después de su segunda estancia en Venecia (1505-1507), abandona la idea de un único ideal de belleza,
procurando encontrar la perfección en la pluralidad de las posibilidades (Adán y Eva, pinturas sobre tabla;
Museo del Prado, Madrid). Acabada en el año de su muerte, y fruto de veinte años de estudios, es
su Teoría de las proporciones (1528), que junto con Instrucción para la medición (1525) y Teoría de la
fijación (1527), constituyen un hito en la teoría del arte.

 Grandes retablos

Fueron pocas las obras de gran tamaño, para retablos, en el conjunto de sus composiciones.
El Retablo Paumgartner (Munich, Bayerische Staatsgemaldesammlungen), probablemente realizado entre
1498 y 1504, es de una perfección pocas veces superada en la fusión de las formas del arte alemán
primitivo con lo italiano. Durero ensaya unas formas libremente ponderadas y presenta una escena de
rebuscados efectos de perspectiva con el deseo de fundir lo profano con lo divino. En las puertas del

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retablo ofician los santos Eustaquio y Jorge, que tienen los rasgos de los hijos del patricio Martin
Paumgartner; aquellos santos, monumentales por su forma, están relacionados estrechamente con la tabla
central del retablo.

En 1494, durante la estancia en Nuremberg del príncipe elector de Sajonia, Federico el Sabio,
conoció Durero a quien iba a ser su mayor comprador hasta su muerte. Por encargo suyo, se realizó en
1504 el gran retablo para la capilla del palacio de Wittenberg, cuya tabla central con la Adoración de los
Reyes (hoy en Florencia, Uffizi) es un buen ejemplo de la obra pictórica de Durero; los colores tienen una
intensa luminosidad, realzada por el brillo metálico del oro utilizado en la tabla y asociado al paisaje de
ruinas del fondo, de acertada disposición escénica. Los cuatro personajes principales se hallan en primer
plano, y su inconfundible calidad estatuaria sería impensable sin el estudio de los modelos italianos.

Entre sus dos viajes a Venecia, los contactos con Italia no se habían interrumpido y a finales del
verano de 1505 volvió a ella, en la que permaneció hasta enero de 1507. Esta vez, ya precedido por la
fama, visitó Venecia, Bolonia, Ferrara, y quizá también Roma. De esta época se conservan diez cartas del
pintor al humanista amigo suyo Willibald Pirckheimer. Durante su estancia en Venecia pintó para la iglesia
de San Bartolomé, oratorio del gremio de los mercaderes alemanes, el magnífico cuadro, actualmente muy
deteriorado, de la Instauración de la fiesta del Rosario (hoy en Praga, Narodni Galerie), para el cual trazaría
a la manera italiana varios cartones de estudio. La Virgen con el Niño, acompañada de santo Domingo, está
sentada bajo un baldaquino y ante un paisaje; postrada a sus pies figura la Humanidad, representada
desde el Papa y el Emperador hasta los artesanos, para recibir el rosario, cuya devoción recomendaba la
Orden de los dominicos; de ahí la situación privilegiada de su santo patrón. El cuadro provocó la
admiración de toda la ciudad, y cuenta Durero, en una carta del 8 de septiembre de 1506 a su amigo
Pirckheimer, que incluso el Dux y el Patriarca de Venecia habían contemplado su tabla. También en esta
época trabajaba en la composición del cuadro Jesús entre los doctores (Castagnola, Colección Thyssen),
pintura que presenta problemas no resueltos hoy todavía, para el cual también trazó numerosos cartones
de estudio, elaborados y grandiosos.

Al regreso de Italia, recibió del comerciante de Frankfurt Jacob Heller el encargo del retablo del
altar de la Asunción de María (Altar de Heller). Desgraciadamente, la tabla central se quemó en un
incendio, en el siglo XVIII; por tanto, sólo en copias de ella puede verse la evolución del arte de Durero
hacia formas más simples y grandiosas. En el año 1511 pintó por encargo del donante, el patricio de
Nuremberg Matias Landauer, y para el hospital de su ciudad, la tabla de Todos los Santos (Viena,
Kunsthistorisches Museum). La composición se inspira en la visión de San Agustín de la comunión de los

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santos y adoración de la Santísima Trinidad por toda la cristiandad. La obra recuerda, por su disposición,
la Disputa de Rafael (Roma, Vaticano).

Durero legó al Consejo de la ciudad de Nuremberg, en 1526, como testamento espiritual, dos
tablas, llamadas comúnmente Los cuatro Apóstoles, que representan a San Juan, San Pedro, San Pablo y
San Marcos; en ambas anotó versículos del Nuevo Testamento en la traducción de Lutero. Con este gesto
pretendía contrarrestar exaltados fanatismos y a ciertas sectas, especialmente las corrientes iconoclastas
alimentadas por los escritos de Andreas Bodenstein, llamado Karlstadt. Durero había tenido que presenciar
cómo compañeros de estudios y amigos suyos, los tres pintores Sebald, Barthel Beham y Georg Pencz,
fueron acusados de blasfemia y expulsados de la ciudad. Con el regalo de las tablas de Los cuatro
Apóstoles pretendió crear un signo admonitorio en aquellos tiempos tan agitados.

 Encargos imperiales

A principios del siglo XVI se forma en Alemania, especialmente entre los humanistas, una nueva
conciencia nacional; su meta es la realización del concepto tradicional de Imperio: la unidad del Imperio y
el Emperador. En Nuremberg surge además la noción de la nueva dignidad ciudadana. De Nuremberg,
decía Lutero que era "los ojos y oídos de Alemania" y Eneas Silvio Piccolomini la llamaba "el centro del
Imperio". Desde 1424 albergaba la ciudad las insignias imperiales: la corona, el cetro y la espada -signos del
poder terrenal- y, con ellas, las reliquias del Imperio, que se guardaban en la iglesia del Hospital del Espíritu
Santo, desde donde una vez al año salían para ser expuestas al pueblo en la plaza del mercado central. La
ciudad encargó a Durero la decoración de dos grandes puertas del armario destinado a guardar estas joyas
imperiales, del que se sacaban para llevarlas a la Plaza Mayor.

Para la composición de las dos grandes tablas (Nuremberg, Germanisches Nationalmuseum),


Durero realizó varios cartones de estudios. Una tabla muestra al emperador Carlomagno, el legendario
fundador del Sacro Imperio Romano Germánico; en la otra, al emperador Segismundo, de la casa de
Luxemburgo, quien había hecho llevar las joyas a la ciudad. Para las facciones de este último, Durero se
guió por un retrato del siglo XV; para las correspondientes al emperador Carlomagno, por el contrario,
adoptó las de Johannes Stabius, cronista de la corte, que en 1512 residía en la ciudad. Este encargo del año
1512 fue el único que hizo su ciudad natal al pintor.

La presencia en Nuremberg, a partir de ese año, del emperador Maximiliano, colocó a Durero en
posición preferente para la realización de encargos imperiales. El emperador encontró en Durero al artista
capaz de comprender e interpretar sus ambiciosos proyectos para la crónica historiográfica y genealógica

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en que pensaba; con ello, el emperador quería transmitir a la posteridad su gloria y la de su estirpe. De los
numerosos artistas que trabajaban para él, fue Durero el único que obtuvo una pensión vitalicia. En la
monumental Puerta Triunfal del emperador Maximiliano, realizada en 1515, también colaboraron Durero y
su taller; medía esa puerta más de tres metros de altura y estaba compuesta por 192 tallas de madera que,
unidas, formaban un arco triunfal al estilo romano. La monumental composición narraba las hazañas de
Maximiliano y daba detalles sobre su genealogía. De igual modo estaba concebido el Cortejo Triunfal, del
que Durero sólo realizó la carroza. Entonces, Durero y su taller trabajaban en la ilustración de los libros del
emperador con grabados en madera: Weisskunig, Freydal, Teuerdank, son novelas autobiográficas del que
se llamó "el último caballero". El conjunto de ilustraciones del breviario del emperador lo hacen uno de los
más bellos que jamás se hayan realizado. En ellas colaboraron, además de Durero (que con sus 50 láminas
superó en número a los demás artistas y determinó, en lo formal y en el estilo, el conjunto de la obra):
Lucas Cranach el Viejo, Hans Baldung Grien, Hans Burgkmair, Jórg Breu el Viejo y Albrecht Altdorfer
(Munich, Bayerische Staatsbibliothek, Besançon, Bibliothéque Municipale). La ilustración que acompaña al
texto está compuesta por dibujos a pluma sobre pergamino, llenos de fantasía y color (rojo, verde, violeta).
La ornamentación decorativa se mezcla con seres fabulosos, combinando lo grotesco con lo sagrado.
Durero trabajó en tres retratos del emperador: el primero es un dibujo al carbón hecho en Augsburgo el 28
de junio de 1518, cuando visitó la Dieta Imperial, enviado por el Consejo de la ciudad de Nuremberg.
Estrecha relación con este dibujo tienen dos pinturas y un grabado en madera sobre el mismo tema que
compuso después de la muerte de Maximiliano, en 1519 (Nuremberg, Germanisches Nationalmuseum;
Viena, Kunsthistorisches Museum).

 Su interés por el retrato

La xilografía con el retrato del emperador sería el primero de la serie de retratos grabados que,
como privilegio de los grandes personajes, tenía por objeto la difusión de las facciones del retratado. Así,
los grabados en cobre del cardenal Alberto de Brandemburgo (1519 y 1523), del príncipe Federico el Sabio
de Sajonia (1524), de Willibald Pirckheimer (1524), de Felipe Melanchthon (1526), de Erasmo de
Rotterdam (1526) y el grabado en madera de Ulrich Varnbühler (1522). Con ello, el retrato se libera
definitivamente de la dependencia de los temas religiosos, a los cuales permanecía unido todavía. El
retrato pintado, como género autónomo, no hizo aparición hasta el final de la Edad Media, y en Alemania
hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XV, al surgir una nueva conciencia ciudadana: la de la
burguesía. En toda la obra de Durero se encuentra continuamente su especial interés por el retrato. Ello ya
es visible en los retratos de su padre, de 1490 y de 1497 (uno en los Uffizi, Florencia; y el otro en la
National Gallery, Londres); en el del príncipe elector Federico el Sabio, entre 1495 y 1500 (Berlín, Stiftung

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Preussischer Kulturbesitz Staatliche Museen); y en el de Oswolt Krel, de 1499 (en Munich, Bayerische
Staatsgemaldesammlung). En estos primeros retratos Durero persigue sobre todo una concepción plástica
de la figura, sin llegar siempre a penetrar en la complejidad psicológica del individuo. En 1498 pintó su
segundo

Autorretrato al óleo, donde, ante un paisaje alpino, se presentó seguro de sí mismo y con elegante
indumentaria (Madrid, Museo del Prado), y en la tabla pintada el año 1500 se representó en posición
frontal absoluta, prerrogativa hasta entonces del rostro de Cristo, con una simetría exacta e idealizada
(Munich, Bayerische Staatsgemaldesammlung).

Tras su segunda estancia en Venecia (1505-1507) y bajo la influencia de la pintura contemporánea


veneciana, Durero alcanzó una convincente interpretación individual del retratado, como sucede así
mismo en el retrato inacabado de la Joven veneciana (Viena, Kunsthistorisches Museum). Pero es en el
retrato de su venerado y ya viejo maestro, Michael Wolgemut, en 1516, donde el discípulo manifiesta su
comprensión personal de las características individuales del sujeto. Con trazos seguros, Durero ha dado los
rasgos fuertes del anciano, acentuando menos el factor plástico-lineal que el matizado pictórico. En este
huesudo semblante resaltan las arrugas, las mejillas hundidas, la curva prominente de la nariz y los ojos
azules y transparentes del hombre de 82 años, que son descritos con la máxima intensidad. El retrato lo
representa dotado de una gran fuerza interior y una profunda gravedad (Nuremberg, Germanisches
Nationalmuseum). Con el viaje a los Países Bajos, de 1520 a 1521, empieza la serie de retratos grandiosos
de su época madura: por ejemplo, el retrato de Bernhard von Resten, de 1521 (Dresde, Gemaldegalerie);
el Retrato de un desconocido, de 1524 (Madrid, Museo del Prado); los de Hieronymus Holzschuher y
de Jakob Muffel, ambos de 1526 (Berlín, Stiftung Preussischer Kulturbesitz Staatliche Museen); y el
de Johann Kleberger, de 1526 (Viena, Kunsthistorisches Museum). Estos retratos son obras capitales de
Durero. Más tarde, cuando haya alcanzado ya la última etapa de su vida, volverá a la forma clara y
puramente plástica de su primera época.

 El pensamiento humanista

El humanismo alemán de la época de Durero se desarrolló a través del redescubrimiento de la


cultura antigua, del estudio de la teología y de la nueva toma de conciencia nacional. Su amigo Willibald
Pirckheimer era el humanista laico más erudito de su época, y seguramente aconsejó e influyó en el artista.
Este introdujo en sus asuntos religiosos un especial matiz humanístico de tema cristiano, como se aprecia
en sus grabados en cobre Adán y Eva y Némesis (o "Grossen Glücks").

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El primero es la expresión de la belleza de la primera pareja humana, la armonía del género
humano con la Naturaleza; el segundo presenta una visión del mundo según los cánones de la Antigüedad.
La cúspide del pensamiento humanista de Durero se halla, sin embargo, en el grabado en cobre más
famoso del artista, Melancolía, junto con los también célebre San Jerónimo y El caballero, la Muerte y el
Demonio. El caballero simboliza la decisión enérgica, activa, de los cristianos. San Jerónimo está
representado como un pensador que halla la satisfacción de su vida en la especulación metafísica
cristiana. Melancolía expresa el problema de la apatía y el desaliento por un lado, y por otro la paz que
confiere una sabiduría profunda.

Se contempla una figura alada, sentada junto a un edificio inacabado, cuya cabeza se apoya en la
mano izquierda en actitud pensativa, mientras que la derecha descansa sobre un libro y sostiene un
compás. Sola y ensimismada, rodeada de símbolos de los principios científicos y de instrumentos
artesanos, representa la investigación humana. El melancólico, que es capaz de espíritu creador a pesar de
su tristeza, está bajo la influencia del planeta Saturno. Todas las actividades y todos los oficios de los
instrumentos esparcidos por el suelo están supeditados a la melancolía. El compás en la mano de la figura
simbólica quiere demostrar que la geometría, la ciencia de la medición, y las matemáticas dependen de
Saturno. Cuando se contempla en la actualidad esta estampa, seguramente no se comprende sus muchos
simbolismos, para los que es probable que Durero tomara consejo de Pirckheimer. Tal vez, Durero tenía
planteada en un principio una serie de caracteres que, evidentemente, no pudo realizar con la perfección
de Melancolía. El carácter y el modo de ser de Durero estaban cerca de la melancolía. Esta estampa es, en
cierto modo, su autorretrato interior: la imagen de un hombre creador, expuesto, en su soledad y tristeza,
a dudas e incertidumbres.

 Hacia el final de su vida

Aparte de pequeños viajes, por ejemplo a Augsburgo y a Bamberg, o a Suiza, en compañía de


Willibald Pirckheimer y del patricio nuremburgués Martin Tucher, Durero emprendió solamente tres viajes
de importancia para su desarrollo artístico: dos visitas a Italia y un viaje a los Países Bajos. En junio de 1520
estuvo con su esposa, Agnes, en los Países Bajos. El motivo real del viaje era hacer ratificar en Amberes,
por Carlos V, la pensión que le concediera en su día el emperador Maximiliano. Su diario de viaje da cuenta
de los altos en el camino, encuentros e impresiones; se han conservado, además del texto, varios dibujos
de paisajes, retratos, etc. Este viaje llegó a ser el mayor acontecimiento artístico de sus últimos años para
el artista maduro y ya célebre. Conoció a los pintores neerlandeses más famosos que vivían entonces,
visitó ciudades conocidas por su riqueza y prosperidad: Amberes, Malinas, Bruselas, Brujas y Gante. Le
conmovieron de igual modo las obras de los maestros del siglo XV, como Van Eyck, Rogier van der Weyden
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y Hugo van der Goes, que las de Lucas de Leiden, Jan Provost, Joachim Patinier y Quentin Massys, dejando
huella en su obra tardía la sorprendente técnica pictórica, el estilo de la composición y el colorido de los
pintores de los Países Bajos. Pintó Durero un San Jerónimopara el comerciante portugués Rodrigo
Fernández d'Almeida, a quien ya había retratado en un dibujo a la tinta en 1521. Esta magnífica pintura
religiosa es la primera obra, desde 1520 o 1521, en la que se combinan las influencias del arte neerlandés
con las propias experiencias y hallazgos. Durero había hecho varios estudios para preparar esta
composición. Los dos dibujos de un anciano de noventa y tres años son de lo mejor de la época madura del
artista (Viena, Albertina; Berlín, Stiftung Preussischer Kulturbesitz Staatliche Museen) y ambos fueron
realizados como proyecto del San Jerónimo. En ellos, con el mayor realismo y profunda penetración
psicológica, creó Durero una prodigiosa riqueza de formas; los rizos de la barba y el modelado de los surcos
del rostro llegan a evocar, bajo la superficie visible, la verdadera grandeza y serenidad de este anciano. El
colorido del cuadro es suntuoso y está maravillosamente matizado.

A finales de su vida, Durero se dedicó intensamente a la publicación de sus obras teóricas: en 1525
apareció la obra Instrucción para la medición, dos años después la Teoría de la fijación y en 1528 los cuatro
libros de su Teoría de las proporciones. Estos trabajos, portadores de nuevos impulsos, influyeron mucho
en sus coetáneos. En la Instrucción para la medición, obra a la que dedicó 16 años de su vida, Durero
pretendió realizar un tratado para los artistas de su tiempo, recopilando en ella los conceptos básicos de
las matemáticas, así como explicaciones detalladas de geometría aplicada y de estereométria. La Teoría de
la fijación es la primera explicación teórica impresa sobre este tema y tuvo su origen en sugerencias
múltiples. Como ya se ha dicho antes, Durero se ocupó desde aproximadamente el año 1500 de la
construcción y proporciones de la figura, planteándose el problema de la belleza del cuerpo humano
expresada en dimensiones mensurables. En principio había planeado una teoría de la pintura, en la cual su
trabajo sobre las proporciones no iba a ser más que un capítulo. Dada la extensión de este capítulo, Durero
decidió profundizar más en estos problemas y publicar por separado la Teoría de las proporciones. En ella
desarrolló un sistema dotado de bases científicas; en el curso de sus estudios teóricos pasó de la búsqueda
del ideal único de belleza a la "teoría de la variedad en la perfección", publicada en 1528. Su obra se
publicó en latín en 1523 y 1534, en francés en 1557, en italiano en 1591 y en holandés en 1622.

Alberto Durero murió el 6 de abril del año 1528 y fue enterrado en la tumba familiar de los padres
de su mujer en el cementerio de San Juan, en Nuremberg. En el libro de fallecimientos ilustres de
Nuremberg (Nuremberg, Germanisches Nationalmuseum), hoja "von mituoch nach invocavit bis uffmituoch
nach Pfingstert" (del 4 de marzo al 4 de junio del año 1528), consta: "Alberto Durero, pintor en la
Zystlgasse" y, añadido por otra mano,"el artista insigne". Dice Willibald Pirckheimer en su lamento por la

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muerte del amigo (impreso en la edición de la Teoría de las proporciones de Durero, publicada el 31 de
octubre de 1528) que la muerte se le había llevado todo menos su gloria, y que ésta perduraría mientras
existiera la Tierra.

Hacia finales del siglo XVI y comienzos del XVII se observó un renacimiento de la obra de Durero
como fuente de inspiración de la nueva generación de artistas: se citaban sus libros, se realizaban obras
inspiradas en su estilo y, sobre todo, se coleccionaban con entusiasmo sus obras o, cuando faltaban éstas,
buenas copias. El emperador Rodolfo II, en Praga, y el duque de Baviera y príncipe elector Maximiliano I
fueron los coleccionistas de mayor importancia. Adquirieron las obras más relevantes, y por esta razón se
encuentran en Praga la Instauración de la fiesta del Rosario, y en Munich el Altar Paumgartner, los Cuatro
Apóstoles y la tabla central del Altar de Heller, hasta que fue destruida por un incendio en 1729. También
existieron, sin embargo, coleccionistas entre la burguesía, especialmente en Nuremberg, que pudieron
enorgullecerse de poseer obras de Durero en sus colecciones.

Los primeros aniversarios de su muerte y nacimiento se celebraron con entusiasmo, pero fueron los
románticos alemanes quienes popularizaron la figura de Durero. Éll fue el primer artista a quien se erigió
un monumento en bronce, proclamándolo" el padre del arte alemán".

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