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La historia que se narra en este texto se puede relacionar con facilidad a un suceso de
corte autobiográfico que pudo tener lugar en la infancia de la autora, aun lejos de
conocer la biografía de Matute. Esta primera sensación viene dada por la descripción
hipersensorial del ambiente y la vivencia a través de la primera persona (el calor del sol
incidiendo sobre el paisaje, la polvareda levantada por la carrera de los chicos, los gritos
y el sonido de los golpes secos, el tacto de la tierra y el crujido de las cigarras, el latido
acelerado de unos corazones jóvenes desbocados por el nerviosismo…) y por el
acercamiento profundo y, al mismo tiempo, llano a la psicología de la misma narradora,
de Efrén y del joven derrotado. De alguna manera, el texto es capaz de trasladar por
completo al lector a los ojos de la niña que observa la barbarie circundante.
La mirada inocente y distorsionada de unos niños 1 que observan con temor a otros
niños, y que se enfrentan a ellos, al fin al cabo, es el reflejo más claro de la época de
crueldad que vivieron: niños ricos huyendo de niños pobres de los que sólo creían saber
que en ellos se alojaba el más terrorífico de los males, mientras que otro pudiente,
aprovechándose de la fragilidad física causada por la hambruna y la falta de recursos,
sin ningún tipo de moral, le somete a una brutal paliza orgullosamente. Este episodio de
división entre un mundo y otro separado por una muralla de cristal nos recuerda al
poblado chabolista frente a los laboratorios que se retrata en la novela Tiempo de
silencio (1962, Seix Barral) de Luis Martín-Santos.
1La mirada inocente y distorsionada, por supuesto, de unos más que de otros, véase el grado de
corrupción de Efrén frente al del resto de niños, especialmente de la narradora.