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FORNICAR Y MATAR

LAURA KLEIN

FORNICAR Y MATAR
El problema del aborto

p
Klein, Laura
Fornicar y matar.- 1ª ed. – Buenos Aires : Planeta, 2005.
312 p. ; 23x15 cm.

ISBN 950-49-1351-2

1. Aborto-Ética 2. Filosofía I. Título


CDD 179.76

Diseño de cubierta: Mario Blanco


Diseño de interior: Orestes Pantelides

© 2005, Laura Klein

Derechos exclusivos de edición en castellano


reservados para todo el mundo
© 2005, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Independencia 1668, C 1100 ABQ, Buenos Aires, Argentina
www.editorialplaneta.com.ar

1ª edición: abril de 2005

ISBN 950-49-1351-2

Impreso en Talleres Gráficos Leograf S.R.L.,


Rucci 408, Valentín Alsina,
en el mes de marzo de 2005.

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723


Impreso en la Argentina

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A mis padres,
no porque me dieron la vida
sino por la vida que me dieron

A los amigos
con quienes tanto quiero
Índice

PREFACIO ................................................................................... 13
Perturbaciones ............................................................... 17
La Esfinge de los derechos humanos ............................ 25

I. UNA DECISIÓN TRÁGICA NO ES UNA ELECCIÓN LIBRE ............... 27


Madres que abortan....................................................... 33
Aborto terapéutico: parir un huérfano ♣ Aborto eugené-
sico ♣ Ciencia y ética: desproporciones
El aborto del debate....................................................... 41
El aborto no es libre ♣ El aborto elegido ♣ Lo personal es
político ♣ El aborto privado ♣ El aborto en legítima de-
fensa ♣ El aborto alegre ♣ El aborto sádico ♣ El aborto hi-
potético ♣ El aborto autónomo ♣ ¿Qué quieren?

II. DOBLE DE CUERPO (LA AMBIGÜEDAD DEL EMBARAZO) ........... 69


Historia del embarazo (patología de la femineidad) ... 72
Abortos fallidos.............................................................. 76
Analogías imperfectas.................................................... 80
El Otro y el Mismo ........................................................ 88

III. EL ABORTO Y EL CÓDIGO CIVIL ............................................ 95

¿LA VIDA ES SAGRADA… O DEBERÍA SERLO?................................. 107


10 fornicar y matar

IV. EL ÓRGANO DE LA ÉTICA ....................................................... 115


La burguesía es infinita.................................................. 120
Demasiado en común.................................................... 126
La farsa ♣ Pruebas para una intuición ♣ Desventajas pro-
gresistas

V. EL ABORTO Y EL CÓDIGO PENAL ............................................. 141


Aborto y homicidio ....................................................... 147
El aborto y la Ley del Talión ♣ Aborto e infanticidio hono-
ris causa ♣ Aborto y consentimiento ♣ Aborto y eutanasia
♣ Aborto y esterilización
Abortos no punibles ...................................................... 165
Aborto terapéutico ♣ Aborto eugenésico ♣ Aborto “senti-
mental” o “ético” ♣ Leyes y moral sexual
El aborto como derecho reproductivo.......................... 176
Optimismo de la razón, pesimismo de la voluntad ♣ Pre-
fiero enemigos

VI. EL ABORTO Y LA IGLESIA CATÓLICA ...................................... 185


1. Seréis como dioses ......................................................... 194
El Mesías o la Familia ♣ Los casados se distraen de Dios ♣
Mejor casarse que quemarse ♣ Las rosas se recogen de las
espinas ♣ Dichosas las estériles ♣ Multiplicaréis mi alma
♣ No tener hijos, no copular ♣ Celo y placer ♣ Paraliza la
razón
2. La condena ..................................................................... 213
El infanticidio, una condena hebrea ♣ La animación retar-
dada, una tesis griega ♣ La anticoncepción, un “homicidio
anticipado” ♣ Se debe tomar mucho en cuenta ♣ A pan y
agua ♣ El sacrilegio de la concepción
3. Iglesia, hoy...................................................................... 226
índice 11

VII. DE NO FORNICAR A NO MATAR............................................. 231


1. El ataque del presente al resto de los tiempos .............. 233
La vida desnuda como razón de Estado
2. Luchas por el control de la reproducción..................... 243
En el siglo equivocado ♣ La mano que no mece la cuna...
♣ La conspiración de los cónyuges ♣ El mercado del abor-
to en el siglo XIX ♣ Los médicos golpean las puertas de los
cuarteles ♣ Feministas contra el aborto ♣ Pornografía y
planificación familiar ♣ Procreación consciente y
conciencia de clase ♣ El control patronal de la reproduc-
ción ♣ Endurecimiento de la Iglesia Católica ♣ La cuna de
Mambrú está vacía ♣ La vida, una revelación de posgue-
rra
3. La contradicción de los derechos humanos en
el debate del aborto ....................................................... 268

VIII. AUTÓMATAS DEL BIEN ....................................................... 275


Nuestro grito silencioso................................................. 279
Apuntes para una distancia........................................... 282
¡Basta! ............................................................................. 287

IX. PODERES Y DERECHOS .......................................................... 299

Agradecimientos...................................................................... 307
Prefacio

Este libro, como defensa de la legalización del aborto, es una ca-


lamidad: desactiva los argumentos para legalizar el aborto como
derecho humano, y repudia ––no desautoriza–– sus razones. Bajo
la misma consigna se congregan distintas luchas cuyos objetivos
trascienden el del aborto en la ley. Pero confluir en una medida no
significa compartir los mismos valores; demasiado sabemos que
una cosa es coincidir en una reforma jurídica puntual y otra co-
mulgar con el espíritu de todos los aliados en esa coyuntura. Y no
deberíamos confundirnos. Si, para ser operativos, me sumo a quie-
nes dicen que el embrión es como un intruso o una mera célula,
todo el sentido de mi lucha se pierde en ese argumento.
Entonces, en lugar de buscar acuerdos, encontrar y consolidar
afinidades. Porque calamidad es creer que un acuerdo alcanza pa-
ra determinar un “nosotros” sin saber si hay un nosotros o de qué
constelación formamos parte.
Calamidad es confiar en que el derecho puede resolver las tra-
gedias de la vida.
Calamidad es suponer que no debe haber dolor y que si lo hay
alguien es culpable.
Calamidad es pensar que vivir es siempre bueno y morir siem-
pre malo o que sería mejor la vida sin la muerte.
Calamidad es sentir que el paso del tiempo es una maldición.
14 fornicar y matar

Escribió Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra: este


libro es peligroso, no les habla a sus enemigos sino a sus compañe-
ros. Fanon es peligroso: aumenta la distancia entre los condenados
y sus opresores, quiebra ese diálogo siempre represivo. Muchos de
los modos en que se presentan las defensas del aborto legal no son
peligrosos: intentan convencer al enemigo, pillarlo en flagrante
contradicción, demostrar su mala fe.

En 1994, en un programa televisivo, un grupo de profesionales


discutía encarnizadamente acerca del aborto. Unos opinaban que
es un crimen porque los no nacidos son tan humanos como los na-
cidos y con igual derecho a la vida, de modo que no habría dife-
rencia entre abortar y asesinar. Otros replicaban que no es la bio-
logía lo que otorga valor a la vida humana, y que abortar no es
equiparable a matar una persona. El debate era áspero pero con
fundamentos; los invitados mostraron un gran caudal de conoci-
mientos científicos, datos de investigaciones sociológicas e inter-
pretaciones políticas y éticas.
En un segundo plano, apartadas del centro de la escena, unas
cuantas mujeres callaban y escuchaban. Eran las que venían a ates-
tiguar de sus abortos. Ellas habían sido invitadas también para ha-
blar, pero no para decir lo que pensaban sino para testimoniar lo que
habían hecho. Subido ya el tono de la controversia, la animadora del
programa se dirigió a estas mujeres y les preguntó qué opinaban
acerca de lo que se estaba discutiendo. Una de ellas respondió, mien-
tras las demás asentían: “No entiendo de qué están hablando”.
No entiendo de qué están hablando: la frase refleja perplejidad
más que incomprensión. Estas mujeres se negaban a reducir su ex-
periencia a los términos con que los expertos pretendían explicar-
la. Para ellas, el conflicto no era definir al ser humano sino decidir
si tendrían o no un hijo. Cada una, en distintas circunstancias, ha-
bía tenido relaciones sexuales con un hombre, se había quedado
prefacio 15

embarazada y había decidido abortar. Los intereses políticos o las


definiciones de la ciencia en ese momento quedan eclipsados. Es
que la experiencia de abortar está tan lejos del debate de ideas, que
las mujeres que abortan no se reconocen en los términos de esa
controversia donde unos las amonestan por criminales y otros las
perdonan por ignorantes. De modo que, aquellas que podrían, con
la razón que asiste a la experiencia, llamarse “expertas” no son con-
sideradas como tales por nadie, ni siquiera por ellas mismas.
Pensar el aborto es moverse siempre en zona fronteriza. Si un
embrión tiene derecho a vivir o una mujer tiene o no derecho a
elegir ser madre, es un modo de encauzar temáticamente el oscu-
ro magma de la reproducción sexual y de la muerte. No se puede
hablar o entender el aborto sin reflexionar sobre la maternidad. La
mayoría de las mujeres que abortan son, o serán, madres, un altí-
simo porcentaje de ellas están casadas, son de mediana edad y ya
tienen hijos, ¿cómo decir entonces que abortar es la vía para ocul-
tar una sexualidad ilegítima o para sustraerse a la maternidad?
Abortar es una experiencia compleja que hay que pensar cada
vez y su sentido es ambivalente incluso para quien lo decidió. La
pregunta por el sí o el no al aborto no invita a la reflexión. Cual-
quier respuesta deja fuera la experiencia, definida por el conflicto
entre no querer abortar y no querer tener un hijo. Sobre esta proble-
mática hoy cada uno se forma una posición personal y todos nos
sentimos ––y estamos–– autorizados a opinar. Saber de nadie, ma-
teria para todos, en el cruce de las verdades de la moral, la ciencia,
el derecho y la filosofía, abortar nos habla de sexo, de vida y de
muerte. Legal o clandestino, el aborto significa decidir sobre una
vida posible, no darla a luz. Es en ese sentido que todos somos so-
brevivientes del aborto.
No hay nadie que no haya tenido en su vida o cerca un caso de
aborto, tuvo que vérselas por tanto con la rigidez de sus propias po-
siciones ideológicas y encontró razones para matizarlas. Historias y
16 fornicar y matar

opiniones, producto personal de la experiencia, se dicen en la casa o


el mercado pero no se llevan al escenario de la opinión pública. Las
encuestas de opinión no revelan esos matices, los excluyen de cuajo
del interrogatorio. Al preguntar “¿a favor o en contra?” consideran
el aborto como una cuestión de principios y no como una experien-
cia. En muchos casos, la enorme diferencia entre la cantidad de per-
sonas que se ha realizado o ha participado en un aborto y las que
apoyan su legalización se interpreta como hipocresía. Sin embargo,
este juicio es algo apresurado; muy frecuentemente esa distancia se
debe a que cada cual considera su propio caso como excepcional
mientras mantiene para el resto la regla general. En tales condicio-
nes, que los principios resistan la experiencia no dice nada contra los
principios, sino más bien contra la experiencia.
Si vivimos los acontecimientos de nuestras vidas de una manera
algo diferente de como suponemos que lo hacemos y persistimos en
creer que coincidimos con nosotros mismos aunque la angustia nos
devore el alma, peor para la vida: apropiarse de la propia experiencia
es más difícil y doloroso que desprenderse de la propia imagen.
En las dos últimas décadas, el debate sobre el aborto ha creci-
do: el tema se globalizó a la sociedad toda, se convirtió en una pro-
blemática sobre la cual cada uno toma una posición pero, al pasar
a la escena pública, el antagonismo parece pasar por un solo sitio:
cómo conseguir o impedir que el aborto se legalice.
¿Usted está a favor o en contra del aborto? La pregunta es a que-
marropa y no siempre queremos contestar. Pide un sí o un no sin
vueltas. Además, ésa no es una pregunta: no hay nadie “a favor” del
aborto. Todos están “en contra”, quienes lo condenan, se oponen al
aborto legal ––y favorecen, de hecho, su clandestinidad–– y quienes
defienden su legalización, se oponen al aborto clandestino. En este
libro llamaremos a los primeros antiabortistas y a los segundos proa-
bortistas, dando por sentado que esta convención responde a la pre-
gunta real del debate: ¿a favor o en contra del aborto legal?
prefacio 17

El debate sobre el aborto ya no tiene la forma clásica de la mo-


ral sexual, ahora se plantea como conflicto entre el derecho a la vida
o el derecho a la libertad. La pregunta crucial, entonces, parece ser si
puede hablarse de asesinato, es decir, si existe persona desde antes de
nacer. Sea cual fuere la respuesta, ese debate esquiva el bulto del pro-
blema, lo aleja de nosotros y de la experiencia. Porque todos cono-
cemos, aunque sea de mentas, a alguna mujer que abortó, pero muy
pocos conocen a alguien que haya matado a alguien. Asimismo to-
dos sabemos que, incluso en los países donde abortar está totalmen-
te prohibido por la ley, cualquiera consigue el teléfono o la dirección
de un abortero clandestino. Pero son muy pocos (y se ubican sobre
todo entre los marginales o los poderosos), en cambio, los que tie-
nen la posibilidad de contactarse con un asesino a sueldo, un profe-
sional desconocido que, a cambio de dinero, está dispuesto a pres-
tarnos el servicio de dar muerte a un inocente.
Tomemos nota, entonces, al comenzar este libro (que no inten-
ta convencer ni desautorizar a nadie, que no invita a acordar sino
a pensar), de estas especiales características que enajenan el abor-
to de nuestras experiencias en el momento mismo en que se pro-
ponen encarar su discusión.

Perturbaciones

El aborto es una materia moralmente problemática,


pastoralmente delicada, legislativamente espinosa, cons-
titucionalmente insegura, ecuménicamente conflictiva,
sanitariamente confusa, humanamente angustiosa, ra-
cialmente provocativa, periodísticamente explotada,
personalmente sesgada y ampliamente ejecutada.
John Mc Cormick
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El aborto se ha convertido en una pieza clave del ajedrez polí-


tico de muchas naciones. En Estados Unidos, “la guerra entre los
grupos antiabortistas y sus adversarios ––asevera Ronald Dwor-
kin–– es la nueva versión americana de las terribles guerras de re-
ligión de la Europa del siglo XVII. Los ejércitos enfrentados mar-
chan por las calles y se aglomeran para protestar en las clínicas
donde se practican abortos, en los juzgados y en la Casa Blanca,
gritando, insultando y odiándose los unos a los otros. El aborto es-
tá lacerando a Estados Unidos.”1 El aborto es tal vez la conducta
más discutida y polémica del Derecho Penal. En 1973, en el caso
Roe vs. Wade, el más famoso de la historia jurídica norteamerica-
na, la Corte Suprema interpuso la Constitución en el debate. El ca-
so era el de una joven camarera de Dallas que, no pudiendo cos-
tear los gastos del viaje a otro Estado para abortar sin violar la ley,
cuestionó ante el Tribunal Supremo la legislación de Texas que só-
lo permitía el aborto si la vida de la mujer estaba en peligro. La tar-
danza del veredicto obligó a Jane Roe a proseguir con el embarazo
y cuando dio a luz entregó en adopción a su hijo. Pero el resulta-
do de su caso cambió la vida de millones de mujeres; dos años des-
pués, la ley era modificada, prohibir el aborto fue declarado in-
constitucional en todos los Estados de la Unión.
En 1992 el aborto fue un punto esencial en las plataformas elec-
torales de Clinton y Bush. Y en el año 2000, el primer paquete de
medidas tomadas por Bush hijo fue recortar los subsidios a las fun-
daciones que apoyaran esta práctica en el resto del mundo. Antes
de la reunificación alemana, el aborto libre era un método común
de control de la natalidad en Alemania Oriental, mientras que en
la Occidental su práctica estaba más restringida, y se exigía a las

1 Ronald Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eu-
tanasia, y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1998, p. 312.
prefacio 19

mujeres presentar un certificado médico que lo avalara. Después


de la caída del muro, esta divergencia entorpeció a tal punto el pro-
ceso de reunificación, que se decidió transitoriamente mantener
las viejas condiciones en cada territorio.
La cuestión del aborto es una especie de grieta en el mapa de
los alineamientos políticos convencionales, las posiciones a favor
o en contra de legalizarlo exceden el marco de coincidencias ideo-
lógicas que caracterizan las alianzas entre los grupos de derecha o
los de izquierda, entre las potencias imperialistas y las institucio-
nes religiosas. El debate sobre el aborto traba la homogeneidad en
el seno de cada postura frente a la sociedad: ideologías políticas,
decisiones legislativas, instituciones religiosas, movimientos socia-
les, disciplinas científicas, etc. Las tendencias de conservadores y li-
berales se confunden aquí, y dentro de cada partido político exis-
ten ácidos desacuerdos pero también conciliadoras estrategias.
Reagan, expresamente a favor de la cruzada antiaborto, nombró en
1981 como juez del Tribunal Supremo a una mujer, Sandra Day
O’Connor, conservadora en otros aspectos pero decididamente li-
beral en la cuestión del aborto. También dentro del bloque comu-
nista se vio con creces la poderosa ubicuidad del aborto. Si Alema-
nia Oriental mantuvo el aborto legal hasta la caída del muro, la
Rumania de Ceaucescu lo castigó con la muerte. Lenin lo había le-
galizado en 1922 y Stalin lo volvió a prohibir en 1936. En la Argen-
tina, el dictador Videla y el demócrata Alfonsín presentan posicio-
nes inversas a las esperadas2: el militar es más flexible a la hora de
condenar el aborto de una mujer que quedó embarazada produc-
to de una violación ––es cuestión de honor–– mientras que el po-
lítico de la democracia no tolera excepciones al derecho a la vida.
Las mismas leyes que lo prohíben autorizan, según la reforma la-

2Enrique Vera Villalobos, “La política del avestruz”, La Nación, Buenos Aires,
19/8/1994.
20 fornicar y matar

boral de 1999, a los empresarios a realizar un test de embarazo an-


tes de contratar a una mujer que si está encinta quedará fuera de
competencia en el mercado laboral.
Los motivos por los cuales el aborto fue prohibido o permiti-
do en distintos países y en distintos momentos son también diver-
sos, cuando no contradictorios. Francisco Carrara, el penalista más
importante del siglo XIX, lo tipifica como “delito contra el orden de
la familia”. Con el mismo argumento de defensa de la familia se
procedió a despenalizarlo en 1934 en Uruguay: reducir el número
de nacimientos significaba, “en el contexto de una sociedad ame-
nazada por la desocupación y la crisis económica”, proteger a “la
mujer y la familia”. De ninguna manera esto significaba su acepta-
ción moral, según afirma el mismo redactor de la ley de despena-
lización uruguaya el aborto es “uno de los actos más repulsivos, ve-
jatorios y contra natura” que se puede cometer; y aunque no fuera
“jurídicamente un delito”, el hombre que lo comete deja de ser un
hombre de honor y la mujer se rebaja al nivel de “una prostituta”3.
En China el aborto legal tampoco fue una conquista de las liberta-
des individuales, se impuso frente al riesgo de sobrepoblación un
estricto control de la natalidad penalizando a las familias que tu-
vieran más de un hijo, haciendo del aborto no un derecho sino ca-
si una obligación.
El “perfeccionamiento de la raza” o “eugenesia” sirvió tanto pa-
ra prohibir el aborto en general como para permitirlo. Hitler lo
condenó severamente entre los arios pero era indiferente frente al
aborto de judías o gitanas. El código fascista italiano sacó al abor-
to de los delitos comunes contra la vida y lo ubicó entre los come-
tidos “contra la integridad y la salud de la especie”. Y aunque resul-
te increíble, el “perfeccionamiento de la raza” fue en la Argentina

3José Irureta Goyena, Diario de Sesiones de la Cámara de Representantes. Año


1937, Montevideo.
prefacio 21

de 1913 el motivo para exceptuar, a través del Inciso 2 del art. 86


del Código Penal argentino ––en vigencia––, la penalización de los
abortos realizados a mujeres con deficiencias mentales.
En la Argentina se intenta que la condena obtenga un funda-
mento en la letra de la Constitución Nacional. En Estados Unidos,
en cambio, obtuvo su credencial legal como asunto constitucional.
Fue invocando en su defensa la Enmienda 14 de la Carta Magna
que establece el derecho de todo individuo a su vida privada y por
tanto a sexo y reproducción, que el uso de anticonceptivos y la li-
bertad de elección entre el aborto y maternidad fueron considera-
dos asuntos privados sobre los cuales son los individuos y no el Es-
tado los que tienen derecho a juzgar.
En el mismo seno de la Iglesia Católica no hay consenso, ni en-
tre teólogos ni entre creyentes. A lo largo de la historia del cristianis-
mo las posturas sobre la inmoralidad del aborto sufrieron cambios
radicales. Hasta 1869 el embrión no era considerado vida humana
antes de los 40-90 días de la concepción ––cuando el alma animaba
el cuerpo–– y la principal culpa del aborto no consistía en matar si-
no en fornicar. Hoy el Papa condena el aborto apelando a los dere-
chos humanos y afirma que este respeto por la vida se halla en el ori-
gen del cristianismo. Por otro lado, la agrupación Católicas por el
Derecho a Decidir surgida en Estados Unidos y expandida a todo el
mundo subraya que la posición del Papa sobre el aborto no consti-
tuye “doctrina infalible” en la Iglesia. Se apoyan en una interpreta-
ción no sexista de los Evangelios para mostrar que abortar debe ser
una decisión personal y nunca crimen o pecado en general.

Ante el caos de opiniones, se le pide a la ciencia que dictamine.


Pero tampoco los científicos se ponen de acuerdo. Las disciplinas
científicas que rodean el aborto ––medicina, biología y genética––
presentan el mismo campo de conflicto interno. Desde los cono-
cimientos más avanzados de la embriología y la genética no se des-
22 fornicar y matar

prende una posición unívoca respecto de cómo se define la vida


humana, la “verdad objetiva” parece ser difícil de encontrar respec-
to del aborto aunque los datos sean precisos. Frente a esta situa-
ción algunos jueces optaron, a veces asumiendo que eran arbitra-
rios y otras amparándose en la objetividad de la ciencia, por una o
por otra posición. Por ejemplo Harry Blackmun, el juez que pre-
sidió la Corte Suprema de Estados Unidos cuando el fallo de 1973,
dijo que “el feto no es una persona”. Mientras que, en una medida
sin precedentes, un fiscal italiano reconoció la personalidad jurí-
dica de un feto en un juicio por indemnización de daños y perjui-
cios. En cada uno de nosotros se reproduce de alguna manera es-
ta disonancia.
A otro nivel, muchos que se oponen públicamente al aborto
legal, en el seno de su vida privada aplican principios menos ta-
jantes o absolutamente opuestos. Durante la campaña presiden-
cial de 1992 tanto el presidente Bush como el vicepresidente
Quayle, habiendo expresado sus opiniones en contra de la legali-
zación del aborto en los términos ortodoxos más duros, dijeron
que apoyarían a su propia hija o nieta si decidieran abortar. En
1999, después de proponer al Sumo Pontífice la idea de hacer del
25 de marzo el Día del Niño por Nacer, Carlos Menem lanzó su
campaña parlamentaria acusando a la oposición de “proabortis-
ta” y tuvo que abandonar esa consigna cuando su ex esposa, Zu-
lema Yoma, declaró a la prensa haber sido apoyada e inducida por
su marido a abortar.
En el otro extremo, Pier Paolo Pasolini, cuyas obras y escritos
subversivos alentaron a muchos jóvenes a oponerse a la sociedad
de consumo y a la lógica capitalista de una moral sexual calcula-
dora y exitista, resistió las presiones de su propio espectro ideoló-
gico con las siguientes afirmaciones que vale la pena citar in exten-
so: “Está de por medio la vida humana ––hablo de esa vida humana,
esa individual y concreta vida humana–– que en ese momento se
prefacio 23

encuentra en el vientre de la madre… En sueños, y en el compor-


tamiento de todos los días ––como les pasa a todos los hombres––
vivo mi vida prenatal, mi feliz inmersión en las aguas maternas: sé
que existía allí. Me limito a decir esto porque, sobre el aborto,
tengo cosas más urgentes que decir… ¿Es popular estar con los
abortistas en modo acrítico y extremista? ¿No hay ni que dar ex-
plicaciones? ¿Se puede tranquilamente pasar por alto un caso de
conciencia personal que afecta la decisión de hacer o de no hacer
venir al mundo a alguien que quiere venir (aunque luego será un
poco más que nada)? ¿Hay que crear a toda costa el precedente in-
condicionado de un genocidio sólo porque el status lo impone?…
considero que el aborto es una culpa, pero no moralmente, esto no
se puede discutir. Moralmente no condeno a ninguna mujer que
recurra al aborto ni a ningún hombre que esté de acuerdo con ello.
No trato de hacer ni he hecho una cuestión moral sino jurídica. La
cuestión moral afecta sólo a los ‘actores’, es un asunto entre quien
aborta, entre quien ayuda a abortar, entre quien está de acuerdo
con abortar y la propia conciencia. En lo que yo no quiero entrar
y, si lo he hecho, he escogido siempre el mal menor, es decir, el
aborto. O sea que he cometido una culpa. En la vida, en lo prag-
mático, la moralidad es práctica, no hay más alternativa… No hay
ninguna buena razón práctica que justifique la supresión de un ser
humano ni en las primeras etapas de su evolución. Sé que en nin-
gún otro fenómeno de la existencia hay una voluntad esencial de
vida tan furiosa y total como en el feto. Su ansia de ejercer su pro-
pia potencialidad, recorriendo nueva y fulminantemente la histo-
ria del género humano, tiene algo de irresistible y por eso también
de absoluto y de alegre. Aunque luego nazca un imbécil… el abor-
to es una culpa aunque la práctica aconseja despenalizarla.”4

4 Pier Paolo Pasolini, Escritos Corsarios, Barcelona, Planeta, 1983.


24 fornicar y matar

Se dice que abortar está mal y en consecuencia debe prohibir-


se. O se dice lo contrario, hay que legalizarlo puesto que no tiene
nada de inmoral. En ambos casos el conflicto queda suprimido. Lo
que dice Pasolini es que el aborto es una culpa, un homicidio, y que
a pesar de ello debe ser legal. Pocos admiten esto: la separación en-
tre moral y derecho. El supuesto común es que las leyes son ––o
deben ser–– una medida de la moral social, apoyar lo bueno y con-
denar lo malo donde el premio significa la ausencia de castigo. Sin
embargo, todos sabemos que el hecho de que un acto sea inmoral
no implica que sea punible. Ejemplos sobran: la explotación capi-
talista con toda suerte de estafas legales, la traición de un amigo,
etc. Tampoco legalizar un acto garantiza su justificación ética, ¿lo
fue, entonces, amnistiar a los genocidas? Ni todo acto penado por
la ley resulta necesariamente inmoral; Simón Wiesenthal “cazaba”
nazis, las Madres de Plaza de Mayo surgieron como tales violando
los reglamentos de la dictadura militar. Que un acto sea inmoral
no implica que deba sancionarse como ilegal: ésta es la base del sis-
tema democrático, esto significa libertad de culto, de opinión y de
pensamiento. Aunque la premisa fundamental de la democracia
diga que lo que está mal puede ser legítimo y lo que está bien, cri-
minal, el piso social teme y tiembla. Que un acto no sea inmoral
tampoco implica que sea bueno. Bueno y malo tal vez no sean, al
fin y al cabo, cuestiones de rango general.
Actualmente, el debate se desplazó hacia el terreno de los De-
rechos Humanos. Pero éstos también son ambiguos. En la Argen-
tina se da por sentado que entran en oposición derecho a la vida
(del feto) y derecho a la libertad (de la mujer). En Estados Unidos
o en Francia se legalizó por el derecho individual a la privacidad o
a la libre elección. Pero donde está prohibido, ese mismo derecho
se desplaza de las mujeres a los embriones y se recicla el conflicto
desde la perspectiva de la mujer como ciudadana y ser moral, en-
tendida como derecho a la calidad de vida y la dignidad humana.
prefacio 25

Aquí es donde el debate sobre el aborto alcanza su paroxismo. En


tal terreno se enfrentan a muerte Vida y Libertad. Dicho de una
manera más íntima de enlace, el derecho del feto a la vida y el de-
recho de la mujer a la libre elección sobre su propia vida. Los re-
clamos que nos interpelan desde ambos dramas son justos. El con-
flicto es tan irresoluble como inesperado. ¿Cómo comprender que
el mismo fundamento sirva para avalar prohibición y legalización
del aborto? Oponerse a la inmoralidad del enemigo no es oponer-
se al enemigo.

La Esfinge de los derechos humanos

En general, los defensores de los derechos humanos son tam-


bién defensores de la legalización del aborto. Esta doble pertenen-
cia es conflictiva. Contra el aborto legal, se esgrime el descubri-
miento de las cualidades indudablemente humanas del embrión
como prueba concluyente de su dignidad y se denuncia que el de-
recho a matarlo legitima la violación del derecho a la vida. Frente
a esta acusación, toda posición a favor del aborto legal se encuen-
tra en un aprieto: cómo defender el derecho a destruir vida huma-
na sin impugnar automáticamente el “No matarás”.
Luchar por despenalizar el aborto fuerza a afrontar el cargo de
violar el derecho a la vida. A algunos esto les parece un sofisma, a
otros un malentendido, a unos terceros un cargo injusto e infa-
mante. Sin embargo, la simultánea denuncia contra el terrorismo
de Estado y contra la opresión de las mujeres encierra un dilema
auténtico. No se trata de un escollo argumental que pide ser resuel-
to por la lógica. Se trata de un desafío del pensamiento, un desafío
que implica un tremendo riesgo político.
Para hacer hablar a la Esfinge, hay que interrogar la lógica dis-
cursiva de los derechos humanos. En un país como la Argentina
26 fornicar y matar

esto es difícil. Cualquier intento de cuestionarlos puede ser leído


ambiguamente como una justificación de los genocidas. Pero su
interrogación es necesaria, precisamente, para que los derechos hu-
manos dejen de ser un discurso de la derrota. ¿Dónde buscar el sé-
samo que justifique abortar sin violar los derechos humanos? Pa-
radójicamente, en los mismos derechos humanos. Pero este recurso
implica compromisos que la experiencia del aborto rehúsa sopor-
tar. Los derechos humanos no tienen sexo ni edad. No toleran los
matices que el sentido común reconoce entre perder un embarazo
y perder un hijo. Esos principios no tienen “madre”, son el motor
inmóvil del Estado. Bajo su mira, ser humano antecede a ser hijo,
la vida como derecho no supone ni el sexo ni la muerte.
Quienes ansían fundir en un mismo nudo libertad política y li-
bertad sexual quedan entrampados en argumentos en los que no
creen. Echan mano a las categorías liberales de libertad personal,
autonomía individual o vida privada; y por una suerte de mime-
tismo de jerga terminan creyendo en ellas. Terminan excluyendo
cuerpo, sexo y muerte, las coordenadas esenciales del aborto, y se
ven obligados a desdoblar el acto de abortar del acto de matar.
El intento con frecuencia se doblega ante la Esfinge, porque
apelar a los Derechos Humanos implica decir que abortar no ata-
ca la vida. Se trata de persuadir ¿a quién? No a las mujeres que
abortan sino a los que las acusan. Los que defienden la
legislación del aborto como derecho humano son abogados de las
mujeres que abortan, no sus aliados. Las justifican (como víctimas
de una ley sexista, poco democrática o clasista), las representan
(elaboran proyectos de ley y traducen a términos políticos expe-
riencias que los exceden). No hacen peligrar al sistema, quieren ser
reconocidos por él. ¿Entonces?
I

Una decisión trágica


no es una elección libre
Hablamos de aborto en muchos sentidos. En la vida cotidiana,
olvidados del “tema” en debate, este vocablo tiene muy diversas
acepciones: malograrse, fracasar, interrumpir, producir alguna co-
sa deforme, fea y repugnante (María Moliner). Etimológicamente,
“impedido de nacer / no dejar nacer”, del latín abortare, derivado
de aboriri “perecer”, “abortar”, y éste de oriri “levantarse”, “ser
oriundo”, “nacer” (Corominas).
Se habla de proyectos abortados como proyectos que han fra-
casado, que han muerto antes de nacer. Pero aborto también se usa
para designar algo monstruoso: se habla de “aborto de la natura-
leza”, un “engendro”. Se trata de una contradicción viva, la horro-
rosa metáfora de estar frente a lo que nunca debió haber nacido, el
borde insano de lo que no debió franquear la puerta de una reali-
zación. Y en este sentido, habría que preguntarse cómo llegó a si-
nónimo de lo siniestro.
En ausencia de todo contexto, la palabra nos remite automáti-
camente a “la cuestión del aborto” que copa el debate público y,
obviamente, en este caso no se trata de cualquier aborto sino sólo
de los intencionales.
Suele considerarse protagonistas del aborto a la mujer y su em-
brión. Sin embargo, todos sabemos que en el teatro del aborto hay
otros personajes imprescindibles: el varón que fecundó a la mujer
30 fornicar y matar

y el especialista que realiza la intervención, médico, partera, curan-


dero, etc. Pero los hombres casi no aparecen en los discursos que
discuten sobre el aborto, en todo caso están en la sombra de la de-
cisión. Los códigos penales que prohíben el aborto no contemplan
a los varones ni como cómplices ni como instigadores (aun cuan-
do haya sido el hombre quien decidió el aborto en contra de la vo-
luntad de la mujer); y donde el aborto es legal, tampoco: el con-
sentimiento masculino nunca es necesario.

Las opiniones en pugna respecto del aborto se refieren al pe-


queño ser que vive sus primeros meses en un vientre de mujer con
un lenguaje poco afín a como hablamos mujeres y hombres de la
vida surgida de la fusión sexual. Desde el punto de vista médico, se
habla del óvulo fecundado, huevo-zigoto, preembriones, embrio-
nes, fetos y nonatos. Igualmente asépticos resultan los términos
producto de la concepción, nasciturus, vida intrauterina, corrien-
tes en las profesiones que rodean al aborto. En el campo ideológi-
co, la batalla por su nombre es crucial. De un lado seres humanos,
niños o personas inocentes; del otro seres humanos potenciales,
personas futuras, un puñado de células. Y se usa casi siempre una
forma neutra, genérica y masculina. Se habla de el feto, el ser hu-
mano, sustantivos y adjetivos extraños al lenguaje usual con que se
lo considera cuando la mujer embarazada decidió por la materni-
dad. Nunca hay “hijos” en la otra historia, ni siquiera en la acusa-
ción contra las “madres asesinas” que destruirían la vida de “un ni-
ño” abstracto. Frente a este roto rompecabezas, pero sobre todo por
evitar lo que sería de mal gusto escribir y dar a leer, en lugar de la
terminología técnica o ideológica, de aquí en más en este libro va-
mos a llamarlo simplemente “Zigoto”.

Aborto, definición médica: Interrupción del embarazo antes de


que el feto sea viable, es decir, capaz de sobrevivir fuera del útero.
una decisión trágica no es una elección libre 31

Los textos clásicos de obstetricia y ginecología por lo habitual con-


sideraban como aborto todo feto nacido antes de las 24 semanas
de gestación y pesando menos de 1.000 g. Actualmente los crite-
rios han variado y se considera como aborto la interrupción del
embarazo hasta el final de la 19ª semana de gestación, en tanto que
de la 20ª a la 28ª se clasifica como parto inmaduro, nazca vivo o
muerto. De esta movilidad y revisión de criterio se habría valido
Perla Prigoyin en el caso que ocupó las primeras planas de los dia-
rios argentinos en el verano del 2000, cuando una mujer embara-
zada de una criatura anencefálica solicitó en un hospital suprimir
el embarazo de un hijo condenado a morir unos momentos des-
pués de nacer.
Si los límites que definen cuándo un aborto se convierte en par-
to no son evidentes, tampoco lo son los que definen cuándo la ex-
tinción de un embrión comienza a considerarse como un aborto.
Verdades inamovibles y fuera de discusión eran la meta tradicional
de todo conocimiento, una ciencia que atrape los procesos y haga de
los sueños racionalistas el destino y mejoramiento de la humanidad.
Pero ese prejuicio a favor del intelecto como instrumento se derrum-
bó completamente; hoy nadie duda de que, cuanto más progresan
los conocimientos, menos claros resultan sus objetos.
La definición de aborto no habla de la finalización de la vida
del feto sino de la finalización del embarazo. Aunque en prime-
ra instancia no se vea el sentido y parezca una proposición quis-
quillosa, es importante observar que recién puede haber un abor-
to cuando la existencia del óvulo fecundado dio lugar a un
embarazo. Éste se define, desde el punto de vista médico, como
el período que comienza al terminar la fase de implantación. Nó-
tese que antes de anidar en la matriz no se considera que hay em-
barazo, y por lo tanto no se define la pérdida de un óvulo fecun-
dado como un “aborto”. De aquí que, respecto de los embriones
de probeta, su destrucción queda fuera del alcance de la Justicia
32 fornicar y matar

y, con mayor razón, respecto del dispositivo intrauterino o la


“pastilla del día después”.
En inglés, francés y alemán, dos términos distintos designan la
diferencia entre aborto espontáneo y aborto intencional: miscarria-
ge (literalmente: perder la carga) y abortion, fausse couche (falsa cu-
na) y avortement. En español se usa el mismo término y sólo un
adjetivo separa la muerte natural de la intencional de un embrión.
Sin embargo, las mujeres no los nombran igual: perdí un embara-
zo o me hice un aborto.
El aborto espontáneo, como la muerte natural, no involucra
sospechosos. Un feto abortado espontáneamente no tiene entidad
comunitaria ni se inscribe en los registros de los vivos y los muer-
tos, ni sirve para hacer política. El aborto espontáneo provocado
por malos tratos del marido escapa al interés de la ley (sólo en los
últimos años se reconoce la violencia doméstica como un delito, y
pocas veces obtiene más que la sorna del comisario o los paterna-
les consejos matrimoniales de un juez). Los abortos espontáneos
causados por condiciones laborales de riesgo también quedan im-
punes. En muchos casos en que las mujeres trabajadoras pierden
los embarazos o quedan infértiles por la intoxicación de sustancias
químicas o las pesadas exigencias físicas laborales, aunque empre-
sas o patrones difícilmente puedan ser considerados partes respon-
sables por esa vida que no fue y ninguna ley ampare a las mujeres
de verse sometidas a perder un embarazo tras otro merced a su ex-
plotación, los culpables existen.
Aborto, definición jurídica: El aniquilamiento del producto de
la concepción en cualquiera de los momentos anteriores al térmi-
no de la preñez ya sea por la expulsión violenta del feto o por su
destrucción en el vientre de la madre.
El discurso jurídico se ocupa, por definición, de los abortos
intencionales. Entre los producidos por accidente, sólo le com-
peten si tuvo injerencia la mano o la voluntad humana, pero que-
una decisión trágica no es una elección libre 33

dan fuera de su esfera los provocados por causas externas a lo hu-


mano, ajenas a su accionar. Sin embargo, sí contempla algunas de
las circunstancias que empujan a una mujer a hacerse un aborto
contra su deseo pero por su propia voluntad. Por ejemplo, los ca-
sos en que continuar el embarazo pone en peligro la vida o la sa-
lud de la madre. La intervención se llama “aborto terapéutico” o
“médico” y las leyes, coincidiendo con el sentido común, gene-
ralmente lo justifican; pero qué debe entenderse por “peligro pa-
ra la vida o daño a la salud” generalmente no se explicita en el
texto. O también ciertos casos cuando, interrumpiendo el curso
del embarazo como perspectiva de un hijo con plena posibilidad
de desarrollar las facultades humanas, se detectan en el feto gra-
ves malformaciones congénitas y se anuncia una perspectiva de
angustias y dolor.

Estos abortos intencionales no son punibles en muchos países.


Las leyes reconocen en esos casos una dimensión específica que los
separa del resto de los abortos provocados, cuyo supuesto paradig-
mático es la figura de una mujer que aborta porque no quiere te-
ner un hijo. Las excepciones reconocidas por la ley tienen sentido
común: estas mujeres abortan para no morir. Están más cerca de
las que pierden el embarazo que de las que abortan para no tener
un hijo. En rigor, desde la perspectiva de su experiencia, cabe lla-
marlas “madres que abortan”.

Madres que abortan

Madres que abortan parece una contradicción en los términos


pero describe con palabras simples una experiencia compleja. Si
hay aborto, no hay maternidad. Pero en estos casos particulares
llamarlas “madres” rescata que estas mujeres quisieron tener un
34 fornicar y matar

hijo pero perdieron el embarazo o se vieron obligadas a abortar,


bajo amenaza de muerte o daño físico o de tener un hijo con gra-
ves discapacidades. En estas situaciones las mujeres querían tener
ese hijo abortado contra su voluntad y ya se sentían sus madres.
Por eso, aunque no sea políticamente correcto ni legal o científi-
camente consistente, vamos a llamarlas así aunque no lleguen a
serlo. No adoptamos el discurso antiabortista, nos apropiamos de
las palabras confiscadas por ese discurso que las condena sin pen-
sarlas, para abrir la zona donde se mezclan y distinguen abortos
y abortos.
“¿A partir de qué momento la mujer es madre? ¿Se puede ha-
blar de madre de un embrión? Las adoptantes, ¿qué lugar ocupan
en el circuito de las madres? Concebir y parir ¿inauguran a una ma-
dre?” Las preguntas que se hace Eva Giberti son violentas, tan vio-
lentas como la experiencia que está intentando sacar del mutismo
de las nuevas certezas teóricas y articular en palabras.
¿Qué significa ser madre… qué significa para quién? “Si escu-
chamos al hijo, éste no duda acerca de quién fue su madre aunque
no la haya conocido o la descalifique: aquella que lo contuvo en su
vientre.” Giberti nos llama a escuchar, a escuchar al que habla ahí
donde intenta simbolizar una experiencia que no conviene a nin-
gún discurso. Quiere escuchar qué dicen las mujeres, no lo que (se
supone) han sido despojadas de poder decir (o sentir).
Si las escuchamos, a veces encontramos una desazón que no
tiene nombre: “Una complejización del tema se presenta cuando
un niño muere antes de nacer y debe ser mantenido in utero has-
ta el momento de la intervención clínica necesaria. ¿Cuál es la po-
sición de quien concibió y atravesó por un parto (con caracterís-
ticas propias) e introdujo una criatura muerta en el mundo y por
lo tanto no podrá actuar como madre? Máxime cuando una cria-
tura en esa circunstancia no se inscribe legalmente como hijo; pa-
radójicamente, se inscribirá en el registro del hospital. Sin em-
una decisión trágica no es una elección libre 35

bargo la madre lo considera hijo y como tal genera su simbólica.


La experiencia permite colegir que la comunidad no la vive co-
mo madre sino como una mujer que perdió a su bebé al nacer (lo
cual no es exacto ya que murió previamente) y el consuelo suele
prometerle ‘rápidamente podrás encargar otro’ ya que no se ima-
gina que ella pueda extrañar a quien no crió. Nominarla madre
implicaría un vuelo rasante sobre las categorías de madre puesto
que en este ejemplo se trasplanta lo social en el morir y se agota
en lo simbólico. ¿Cuándo esa criatura dejó de ser hijo para esa
mujer? ¿Al morir? ¿Dónde se extravió su ser madre que había sur-
gido en la concepción, en el embarazo y en el deseo de criarlo?
Parecería que se desinvistiese a la madre ––cuando el hijo clau-
dica temprano–– porque lo que nace es la ausencia de quien la
nomine mamá.”1
Lo importante no es la claridad de las consecuencias que se
pueden extraer de este reconocimiento de la experiencia de las mu-
jeres, sino la actitud donde el otro no es un ente teórico, no fun-
ciona para confirmar mi idea de la realidad o mi crítica de la mis-
ma sino que existe en tanto otro que dice algo único e inexpresable.
Eva Giberti, con una obstinada, delicada escucha, logra hacerle lu-
gar incluso en el discurso social.
“Para hablar de la madre precisamos aliviarla del peso de la ma-
ternidad como derivado idealizado; hace falta crear un espacio va-
cío donde puedan acumularse las sombras. Esas sombras permiti-
rán el registro de lo que la madre tal vez sea, alternando lo oscuro
y lo luminoso, sin estrujar a ese ser dentro del cono de luz.”
Si bien el éxito ideológico de aplicar el mote de “madres que
asesinan a sus hijos” a las abortantes consiste en equiparar aborto
e infanticidio, su fuerza de verdad proviene de que es durante el

1 Eva Giberti, “El lado oscuro de la maternidad”, en Actualidad Psicológica, Bue-

nos Aires, diciembre 1996.


36 fornicar y matar

embarazo que el embrión despunta como hijo en el sentimiento


de maternidad. Temiendo que se les vuelva en contra para defen-
der los porqués del aborto legal, muchos rechazan esta experien-
cia como verdad.
El razonamiento defensivo dice más o menos así: si acepta-
mos que hay o puede haber “madre” antes de que termine el pe-
ríodo del embarazo exigido para el aborto legal, cómo seguir afir-
mando que aquí el único individuo involucrado es cada mujer
con sus derechos. De ser válido considerar como madres a las em-
barazadas que aún podrían ser dueñas de abortar, habría que to-
mar en serio la premisa central antiabortista que considera como
niños-personas-hijos a los embriones sobre los cuales los proa-
bortistas afirman que toca a las mujeres ejercer su legítimo po-
der de privarles de nacer. Y adiós a la ecuación simple ley no se-
xista = aborto legal.
Pero un argumento nunca destruirá una verdad. Aunque la
impugne. Aunque se imponga para modificar un artículo de ley.
Porque validez y verdad se separan en la rueda del relato, mez-
clando paja y lógica de la existencia con el trigo de la vida. A qué
disputar un botín que no podremos digerir. Mejor dejar de re-
fractar la maternidad que sangra en el aborto y asumir la parte
maldita del embarazo.

Aborto terapéutico: parir un huérfano

Esta mujer aborta no para no tener un hijo sino para no mo-


rir. Si esa tragedia sucede, se quiebra la representación clásica del
debate del aborto como conflicto de intereses heterogéneos donde
se enfrentan los derechos de las mujeres a la maternidad libre con-
tra las prerrogativas del Estado como protector del derecho a la vi-
da. Ya no se oponen Vida y Libertad, obligando a sopesar cuál de
una decisión trágica no es una elección libre 37

los dos valores fundamentales sería lícito violar en cumplimiento


del otro. El eje ideológico de la controversia se ha desplazado. Pues-
to que su salud peligra, esta mujer no invoca su libertad de elec-
ción ni como motivo ni como justificación para abortar: no seguir
el embarazo significa en su caso hacer valer su derecho a la vida, y
ella lo merece tanto como el no nacido.
Muy pocos entre los convencidos de que Zigoto tiene iguales
derechos que cualquiera, optarían por salvarlo a costa de la muer-
te de su madre. La primacía de la vida de la mujer que se manifies-
ta en el aborto terapéutico muestra la asimetría del embrión fren-
te a los nacidos. Que la balanza se incline por ella es más que
comprensible. Quienes la habrían tachado de “asesina” si hubiera
abortado sin mediar el peligro de muerte personal se muestran re-
nuentes a equiparar la vida de una y otro. Cuando el punto consis-
te en juzgar a una mujer concreta que morirá por estar embaraza-
da, el valor sagrado de la vida se revela débil. Las leyes del mundo
entero absuelven de crimen a las mujeres que, entre dar a luz y mo-
rir, deciden seguir viviendo y no traer al mundo a un huérfano de
madre, un hijo cuyo nacimiento fue la sentencia de su muerte. Los
códigos la liberan explícitamente dentro mismo del articulado de
la prohibición, como una excepción específica y única en su caso,
y no como un caso particular de autodefensa.
Las recientes tendencias legales surgidas en todas partes del
mundo muestran, señala Rebecca J. Cook2, que el pensamiento
moderno acerca del aborto ha pasado de una concentración en la
criminalidad a un interés por la salud de la mujer y el bienestar de
la familia. Técnicamente, la liberalización prevista en gran parte de
los proyectos de ley consistió en extender las indicaciones ya ad-
mitidas legalmente para el aborto terapéutico a un mayor núme-

2Rebecca J. Cook, “Leyes y políticas sobre el aborto: retos y oportunidades”, en


Debate feminista, México, marzo de 1991.
38 fornicar y matar

ro de casos. Preservar la vida significa no sólo conservarla sino


también proteger la calidad de vida.
Salvar a la mujer embarazada, pero no sólo de la muerte o de
graves daños físicos, sino de la infelicidad o la angustia. En el lími-
te, nada impide incluir todos los abortos ––absolutamente todos––
como salvando la vida o la salud de la madre. Depende de qué en-
tendamos por “vida” y “salud”.

Aborto eugenésico

Cada vez más los progresos médicos palian o incluso revierten


algunos de los males congénitos que provocan graves malformacio-
nes desde la vida intrauterina. Pero en muchos otros casos la medi-
cina es impotente, nada puede hacer para que sobreviva más allá de
unas pocas horas un bebé anencéfalo o aliviar el padecimiento de
uno con espina bífida. La detección de anormalidades ha avanzado
y las mujeres cuyas posibilidades económico-culturales les permiten
acceder a un seguimiento médico del embarazo se realizan pruebas
diagnósticas como la ecografía o la amniocentesis. Así se enteran si
el hijo que concibieron será anormal. Y de este modo se ven enfren-
tadas a tomar una decisión: dar a luz un hijo condenado a muerte,
al sufrimiento o a la discapacidad, o abortar. En este último caso, esas
mujeres abortan pese a ya haber adoptado a Zigoto como Hijo. No
tuvieron la suerte de que Natura se lo llevara ni que las amenazara
con morir. El duelo que las envuelve suprimiendo ese futuro ya ve-
tado desde el presente constituye una de las experiencias más duras
y desoladas que puede vivir una mujer.
Engendrar una criatura anormal es una desgracia que destro-
za la perspectiva futura de paternidad y maternidad y obliga a
construir otra harto diferente. El predicador más célebre en el cris-
tianismo del siglo XIII, lo expone sin piedad.
una decisión trágica no es una elección libre 39

Los hijos concebidos en ese tiempo (el período menstrual) no te


darán ninguna alegría porque o estarán poseídos por el demo-
nio o serán leprosos o epilépticos o jorobados o ciegos o contra-
hechos o mudos o idiotas o tendrán una cabeza deformada co-
mo un mazo… Sed personas honestas y ved que hasta un
maloliente judío pone todo el empeño en evitar ese tiempo.
Bertoldo de Ratisbona († 1272)

La brutal descripción de Ratisbona, absolutamente inverosímil


frente a la imagen contemporánea de la Iglesia Católica y de la de
sus tradiciones científicas y éticas, no es una opinión aislada. Su re-
pugnancia por los deformes de nacimiento retoma y repite las te-
sis de los grandes teólogos del siglo: Alberto Magno, Tomás de
Aquino y Duns Scoto. Desde Jerónimo en el siglo IV hasta los co-
mienzos del siglo XVII, la tesis dominante y generalizada en el mun-
do cristiano sostiene que aquellas criaturas concebidas mezclando
el semen con la sangre menstrual tienen desde la concepción “el
cuerpo apestado por la sangre corrompida” que envenenó al semen
y dispuso su fruto a que sea “poseído por el demonio”.
Es sabido que griegos y romanos permitían y recomendaban
deshacerse de las vidas nacidas con pocas fuerzas o aptitudes para
vivir o vivir bien. Y que el cristianismo prohibió, aunque no logró
erradicarlo, el infanticidio y los abortos y otras prácticas ligadas al
sexo y a la reproducción. Lo que resulta inverosímil, frente a la ima-
gen que tenemos hoy de la Iglesia Apostólica Romana y sin deses-
timar la culpa que las mujeres encarnan por ser las encargadas de
procrear la especie, es esa repugnancia apasionada y visceral hacia
los nacimientos de anormales y los niños cuyo nacimiento es una
maldición. Repulsión violentamente sensual que no tenían ni grie-
gos ni romanos, y que seguramente no encuentra parangón en la
historia de las culturas humanas. Pistas quedan: por ejemplo, de
40 fornicar y matar

que los niños con síndrome de Down no eran dignos, hasta hace
pocos años, de atravesar el ritual católico de la comunión y sus ma-
dres, de nuevo doblemente castigadas.
No es interesante ni serio denunciar que la Iglesia, otrora, no
pensaba como hoy. Pero resulta estremecedor constatar la impu-
nidad con que acusa a las mujeres por el aborto eugenésico y da
por sentada la plena dignidad y calidad espiritual de las vidas hu-
manas por éste amenazadas. En consonancia con esta tónica, los
discursos contra toda discriminación se reproducen vertiginosa-
mente desde los años ochenta, sin que ello traiga consigo políticas
de asistencia, rehabilitación y sostén social de las familias con
miembros discapacitados.

Ciencia y ética: desproporciones

Ciertos avances tecnológico-científicos nos colocan brusca-


mente en una posición de soledad ética temible, al tiempo que
ofrecen alternativas a la fatalidad nos compelen a optar. Nos arro-
jan el destino a la cara para que seamos nuestros propios demiur-
gos. ¿Dejar que el ser querido vegete o desconectar al muerto cere-
bral? ¿Donar o no donar un órgano para trasplante en vida? ¿Hasta
dónde insistir con tratamientos terapéuticos esperando el milagro
o un minuto más para el desahuciado? ¿Después de cuánto esfuer-
zo y dinero desistir del novísimo sueño de la paternidad genética
o de la panza propia? ¿Cómo negarse a saber el adoptado quién fue
su madre biológica, y qué hacer después con eso?
Todas éstas son alternativas posibles gracias a la ciencia. Todas en-
crucijadas ineludibles a las que nos enfrenta. Creció la oferta hecha
al individuo para tomar decisiones sobre su propia vida y su cuerpo.
Pero en la misma medida se achicó frente al desmesurado poder mé-
dico tecnológico y la carencia de un poder simbólico correlativo.
una decisión trágica no es una elección libre 41

Abortos terapéutico y eugenésico son hoy intervenciones cuya


ampliación numérica y excelencia quirúrgica va ligada al avance de
la ciencia. En ambos casos la decisión es indeclinable e irreversible,
se trata de hacerse responsable de un acto sin retorno sobre otro.
En una sociedad anónima que delega en el engranaje del siste-
ma la responsabilidad del sujeto que apretó el gatillo para matar,
tener un rostro es peligroso por asumir por sí solo el ejercicio del
poder sobre la muerte, poder que evade el poder del Estado de ad-
ministrar la vida. Aborto, relaciones carnales y parto son violen-
tos. Vivir es violento.

El aborto del debate

Cada uno para sí, y Dios contra todos3

La experiencia de las mujeres que abortan no tiene nada que


ver con el “aborto” del debate. El aborto es siempre una experien-
cia trágica (condición que la necedad contemporánea rebajó a “te-
rrible” o “espantosa”). Cuando se trata de un aborto espontáneo
o terapéutico, es decir, cuando la mujer quería tener ese hijo, re-
sulta obvio. Pero abortar es una experiencia trágica también cuan-
do una mujer no quiso ser madre y decidió abortar, se arrepienta
más tarde o no.
¿Qué mujer “quiere” abortar? En todos los casos, está en un
trance ético, se ve coercionada a tomar una decisión en el aquí y
ahora, no hay retirada ni paz. Se encuentra en una situación de la
cual no hay evasión posible ya que no decidir implica continuar
embarazada. Cada aborto es un fenómeno único, excepcional, ab-

3 Jeden für sich, und Gott gegen alles: título original del film de Werner Herzog
traducido al mundo hispano bajo el nombre El enigma de Kaspar Hauser.
42 fornicar y matar

solutamente singular en cada mujer en cada momento de su vida.


Tanto si tiene hijos como si no, se enfrenta al fantasma de quedar
estéril después de la operación. Cuenta o no cuenta con el apoyo
del hombre que la dejó encinta, tanto si decide tener un hijo como
si decide abortar. Y por más firmes que sean sus principios religio-
sos o ideológicos, no la liberan de tomar ––aquí y ahora–– una de-
cisión. No puede saber qué valor tendrá esa decisión para ella en
el futuro… pues nunca se sabe del todo qué nos espera del otro la-
do de los cortes que hacemos cuando vivimos.
En el debate ideológico, los términos para designar la experien-
cia se confunden con los valores jurídicos. Aun por quienes aprue-
ban su condena penal, la mujer que aborta es vista como víctima;
porque todos saben que es ella la primera que no quisiera pasar
por esa situación, y no la sociedad que se lo prohíbe. Entonces, se
habla de aborto pero no de las abortantes; un sustantivo y no un
verbo que implica un agente de la acción. Y es interesante obser-
var que la mayor parte de las mujeres con hijos que apoyan su le-
galización tienen cierto pudor en expresarlo pública o privada-
mente ante el albur de que éstos se vean involucrados en la
alternativa posible de haber sido abortados. Frente a la muerte pro-
hibida que, en los términos de Philippe Aries, caracteriza nuestra
época, la muerte involucrada en el aborto lo vuelve nefasto o al me-
nos objeto de rechazo.
Es frecuente escuchar, por parte de quienes buscan legalizarlo,
que el sentido negativo del aborto desaparece con su legalización.
Por ejemplo, que si el aborto dejara de ser un crimen sería sólo un
acto médico como cualquier otro. Pero, concluya en aborto o en
maternidad, el embarazo no es equiparable a una enfermedad. La
experiencia del aborto, aun cuando la ley lo permita, no es la de
cualquier otra intervención médica. Se dice que su complejidad
quirúrgica es menor que la de la extracción de una muela, que es
peligroso sólo si se realiza bajo las inseguras condiciones de la clan-
una decisión trágica no es una elección libre 43

destinidad. Así se pretende despojar al aborto de la densa carga


existencial que lo rodea. Pero para las mujeres nunca es una ope-
ración banal, se juegan no sólo el carácter legal y la complejidad
médica, sino la fuerza simbólica del acto de abortar.
La fuerza material del cuerpo del amor. Todos los esfuerzos del
alma no han podido conjurar el maligno mal venido sobre una mu-
jer y un hombre, una pareja en edad de traer hijos al mundo que
aún no lo había hecho y que no pensaba no hacerlo, cuyo amor ter-
minó en el aciago destino de un embarazo abortado. La observa-
ción es empírica: arduamente sobreviven esas parejas a un aborto.
Los elementos que configuran el conflicto del aborto son di-
versos y cada uno de ellos constituye por sí solo una situación de
conflicto, pero muchas veces sólo el aspecto jurídico está presente
en gran parte del debate actual. Con su despenalización, no se “re-
suelve” el problema del aborto. Es que el “problema del aborto” no
es resoluble. Como todas las cosas que realmente nos importan en
la vida, nunca dependen solamente de su carácter legal (aunque és-
te determine, como en este caso, el pavoroso incremento de muje-
res que mueren “sacrificadas” por la clandestinidad).
Detengámonos a reflexionar sobre cuáles valores se hallan im-
plicados en esa defensa. Los derechos a la libertad de elección, la
autonomía personal, la autodeterminación, el control del propio
cuerpo, tanto legitiman el derecho a abortar cuanto traicionan
las experiencias de sexo, anticoncepción, embarazo, aborto y es-
terilidad.
Y aquí nos hacemos cargo de que invitar a esta reflexión es “ti-
rar una bomba” sobre lo que creemos que es lo mejor de nuestros
valores, nuestras creencias y nuestros ideales. ¿Quién se siente afue-
ra del ideal de la libertad y la autonomía? ¿Cuántos de nuestros
contemporáneos nos ponemos a pensar qué significan estos tér-
minos? Fácilmente pasamos de un plano al otro, como si lo que de-
fendemos como derecho individual fuera también lo que buscamos
44 fornicar y matar

como valor vital. La confusión se hizo masiva en las últimas dos


décadas, durante las cuales se operó un sintomático deslizamien-
to, pasamos de decir “quiero” o “necesito” a decir “tengo derecho
(a lo que quiero, necesito o disfruto)”.

El aborto no es libre

El aborto, ¿es fruto de la libertad? ¿En qué condiciones podría


llamarse “libre” una mujer que lo decide? ¿Existe acaso alguna situa-
ción donde abortar voluntariamente consista en actuar libremente?
Suspendamos unos instantes el rumor polémico, tratemos de pen-
sar sin tratar de ganar. En primera instancia,“el aborto” no existe en-
tre las cosas, abortar es un verbo, ahí hay alguien que actúa, una mu-
jer que lo hace movida por la violenta irrupción de un embarazo que
no buscó pero sobre todo no quiere continuar y que la compele a to-
mar una decisión también violenta. La voluntad no es libre.
Esa mujer está entre la espada y la pared, ni quiere tener un hi-
jo ni quiere abortar. Le está vedado batirse en retirada, quisiera no
haberse embarazado, quisiera perderlo espontáneamente. Como
en muchas otras cosas de la vida, decide hacer algo que no quiere.
Signifique para ella una experiencia traumática o solamente desa-
gradable, su situación tiene un sesgo trágico. Como en las trage-
dias antiguas, todos llevan parte de razón y todos pierden algo.
Al oír que no fueron ––exactamente–– libres al abortar, muchas
mujeres se tranquilizan. Como si supieran ––lo sabían–– sin saber-
lo, sin animarse a ponerle palabras, mejor dicho, sin tener las pa-
labras para decirlo. ¿Qué produce alivio? La conciencia de que en-
tre lo jurídico y lo existencial, entre mis derechos y mis poderes,
hay una enorme diferencia y esta “diferencia” es todo lo que soy:
me distingue, me hace singular entre todos los demás a quienes soy
igual en derechos.
una decisión trágica no es una elección libre 45

Que a una mujer se le conceda la libertad de abortar significa


estrictamente que no comete delito (del mismo modo, todos so-
mos “libres” de recorrer el mundo o de hartarnos como sibaritas,
nadie lo prohíbe). La libertad otorgada por la ley para interrum-
pir su embarazo no la libera de ese trance angustioso, sórdido o in-
cómodo. No eligió quedar preñada; está forzada ahora por esa fal-
ta de libertad original.

El aborto elegido

Una decisión nunca es el producto de un razonamiento, es


siempre una encrucijada ética, siempre implica el compromiso y
la responsabilidad de alguien que no se puede evadir de tomarla y
actuar. El lenguaje del amor no usa las palabras que se usan en la
teoría del aborto. ¿Alguien elige libremente, voluntariamente,
quién lo volverá loco, quién lo hará temblar? Se dice “caer enamo-
rados” (fall in love), “perdidamente enamorados”, “no puedo vivir
sin ti”, “sin vos me muero”. El deseo no se parece a la voluntad, pe-
ro la voluntad que se juega en el aborto tiene más que ver con el
deseo que con la racionalidad invocada como fundamento para el
aborto legal.
El “derecho a decidir” no existe. En la jerga técnica, ese verbo
cae dentro de otros, en el caso de aborto, queda englobado en el
“derecho a elegir”. Tales traducciones no implican de por sí limitar
el poder de decisión legitimado bajo un derecho con otro nombre.
En este sentido, la diferencia semántica sería un entretenimiento
de literatos, un matiz sin consecuencias fácticas por el cual no va-
le la pena luchar.
Pero no todo es luchar en la pulsión de subvertir el estado mi-
serable de las cosas, pelear cansa y no siempre hay objetivos pro-
picios (vivificantes) ni alegría de la voluntad para taimar una es-
46 fornicar y matar

trategia cuya eficacia no sume resultados sino que subvierta el ta-


blero. No se trata de abandonar el juego donde el enemigo se hizo
invencible porque son suyos los dados y están cargados; denunciar-
lo es estúpido, ni siquiera que lo reconozca le quita ese poder. Más
nos vale, entonces, seguir el juego pero jugando también el nues-
tro, para desparramar la carga y manchar el tablero.
La superposición entre “elegir” y “decidir” tiene efectos difusos
pero insidiosamente penetrantes. El peor consiste en minar la con-
fianza del sujeto en sí mismo, debilitando el poder de afirmarse por
la dificultad de cuestionar el repudio de toda violencia. Estamos
constreñidos por aquello que nos obliga a tomar una decisión. En
cambio, se puede elegir algo pero también se puede optar por irse
sin elegir nada. Elijo una hamaca, un vestido, un lugar de vacacio-
nes, ir al cine o a bailar. Pero también puedo elegir no elegir. Esca-
samente puedo decir lo mismo respecto de cómo llegué a mi pro-
fesión, tal vez ni siquiera de cambiar el look. No elijo al ser amado
ni al amigo; decido, al provocarse el encuentro, dejarme o huir. Las
decisiones, de algún modo, siempre son violentas. La situación de
una mujer embarazada que no quiere tener un hijo no es una elec-
ción sino una decisión.
Presentar las defensas del aborto legal en términos de mera
elección ablanda el relato del aborto, reforzando las frívolas con-
denas que representan a la mujer que aborta como una caricatu-
resca señora o señorita burguesa sopesando placeres y sacrificios
de la maternidad, con la liviandad de quien planifica la actividad
de los próximos meses calculando tiempos, esfuerzos y convenien-
cias con la frente limpia y total racionalidad. Pero la que no sabe
aún si va a abortar tiene miedo. Actora y testigo involuntaria de
aquello que no puede saberse porque no hay qué saber, la que va a
abortar transita un estadio de máxima tensión respecto de la mis-
teriosa condición humana.
una decisión trágica no es una elección libre 47

Lo personal es político

En los años sesenta o setenta el eslogan “hijos si quiero y cuan-


do quiero” estaba fuera del campo imaginativo de las mujeres que
fundaron los movimientos de su liberación. Sus consignas princi-
pales eran “aborto libre y gratuito”,“mi cuerpo es mío”,“libertad se-
xual”. En 1950, en El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: “la
libertad de las mujeres comienza por el vientre”, e inició el fuego
que años más tarde tiró abajo el mito de las barreras naturales su-
puestas por la división burguesa entre el mundo privado y el públi-
co. Lo personal es político. Llevemos los trapitos al sol, y veremos que
todas éramos temerosas, complacientes, dependientes, maternales,
hermosas e idiotas. Tanto trabajo secreto para curar la vergüenza,
tantos años invertidos en forjar una aceptablemente femenina y
moderna imagen de sí, esa aptitud para inexistir o para acumular
como si fueran basura terrores y deseos, tanta producción personal
para terminar descubriendo, frente al río, con las otras, que eso que
cada una creyó que era falla exclusiva de su propio mundo interior
no provenía de adentro porque el adentro no está fuera de la polí-
tica, es más, es un asunto político. ¿Cómo va a ser político lo que es
personal y privado? Estamos frente a un fenómeno histórico que
genera su propio velo invisible, de modo que la estrategia de opre-
sión penetró aisladamente, por goteo, en cada niña, cada mujer,
abarcando sin que ellas lo sepan a todas las del sexo débil.
Tras las paredes del hogar, cerrada la puerta del cuarto de los
niños y del dormitorio conyugal, perduran ––y no pocas veces se
intensifican–– las cadenas del individuo-mujer. Nada que ver con
el delito, pero asfixia y hiere. Más profundo que el impedimento
de elegir libremente es la dificultad de saber qué elegir, o incluso
cómo llegar a ser lo bastante libre como para planteárselo. Menos
autonomía y más conciencia: la lucha por el aborto legal partió de
48 fornicar y matar

la crítica de lo individual. Y cuestionando la privacidad como lu-


gar de libertad lo lograron.
Paradójicamente, una conquista político-sexual se inscribió co-
mo derecho de las personas en general, sin especificación de sexo,
solas en su libertad, aisladas de las otras. La vía fue el derecho a la
vida privada, el derecho a la propiedad personal, el derecho a la li-
bertad individual. En Estados Unidos se transformó en cuestión
constitucional: “todas las personas tienen derecho a decidir por sí
mismas los asuntos éticos y personales que surgen del matrimonio
y la procreación”. Con estas palabras de la Constitución, los jueces
de la Corte Suprema de Estados Unidos determinaron que llevar o
no adelante un embarazo es un asunto personal, de lo cual deriva-
ron la inconstitucionalidad de prohibir el aborto.
Ironías de la historia: la conciencia de que lo personal es polí-
tico llevó a los movimientos de mujeres a luchar para obtener
aborto legal; pero aquello que ganó la batalla fue que lo personal
no es mío pero es privado.
Veámoslo a la luz de esta otra ironía de la historia, en torno a
la consigna ¡separación sexo-reproducción! Sobre las consignas de-
mocráticas de libertad e igualdad de los Estados modernos, las mu-
jeres montaron las suyas, una cosa es la capacidad de procrear, otra
la obligación de hacerlo. Contra el mito de que todas las mujeres
desean ser madres, contra Hipócrates, contra San Pablo, contra
Rousseau, incluso contra Freud, contra todo aquel que quisiera im-
ponerles un deber ser, mujeres hartas de ser expropiadas de sus po-
deres ––o sometidas a ellos–– dijeron: la anatomía no es destino.
Queremos anticonceptivos y aborto libre. Mientras no haya liber-
tad sexual la igualdad será una frase hueca. Y esa libertad se llamó
“separación entre sexualidad y reproducción”.
La consigna se ha cumplido, el anhelo no se ha satisfecho. Nin-
guna dificultad, empero, en descargar el eslogan anticonceptivo de
cualquier conexión con su irónico triunfo en un hijo a toda costa.
una decisión trágica no es una elección libre 49

Sólo a la luz de los acontecimientos posteriores podía verse mal


formulada la consigna de separar el sexo de la reproducción; en el
momento de su creación, la única manera de separarlos era por el
extremo no reproductivo del sexo. Nadie hubiese imaginado su
cumplimiento por el extremo no sexual de la reproducción. Los
juicios retrospectivos anulan tiempo y contexto, es necio e injusto
cuestionar la génesis de una consigna a partir de hechos posterio-
res que la hicieron caer en desgracia. El problema es el lenguaje:
haber traducido una exigencia política de las mujeres a la jerga
neutra de la ciencia, haber disimulado bajo una fórmula universal
y sin sujeto la vieja lucha por sexo sin ––tanto–– riesgo de emba-
razo. La asepsia del lenguaje científico sirve para dar una fachada
respetable a una política subversiva. No irritar también tiene sus
costos. Los interlocutores del discurso “verdadero” no reciben el
“político”. Quien recibe un mensaje subversivo bajo un camuflaje
descriptivo no recibe un mensaje subversivo. Cuando uno busca
una fachada aceptable encuentra una fachada reaccionaria. Guar-
dando las formas del enemigo con la astuta intención de disputar-
le la hegemonía, se guarda su quinta y se hace del rebelde el futu-
ro hijo pródigo. La conciencia ingenua obvia la perversión del
lenguaje. Política es lenguaje. Hay que dejar de ser inocentes para
ejercer un poder. Fin del paréntesis: el poder es doloroso.

El aborto privado

Vida privada, propiedad privada: privados ¿de qué? De los otros,


convertidos en los demás, impedidos de afectarnos, prójimos pa-
ralíticos. “El derecho a ser dejado solo”: así fue considerado el de-
recho a la privacidad. Curiosa prerrogativa del individuo moder-
no, recibe como derecho una privación. Y la mujer, ¿quiere eso
cuando exige aborto legal?
50 fornicar y matar

Intentemos pensar cómo funciona el derecho a la privacidad


en tanto pieza clave para legalizar el aborto, es decir, qué dice y qué
obliga a decir:

El derecho a la privacidad es el derecho del individuo para deci-


dir por sí mismo en qué medida compartirá con los demás sus
pensamientos, sus sentimientos y los hechos de su vida personal.
En suma, el derecho de privacidad establece un área excluida de
la vida colectiva, no gobernada por las reglas de la convivencia
social.4
Nueva York, 1970

La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues,


uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la perso-
na y un rasgo diferencial entre el estado de derecho democráti-
co y las formas políticas autoritarias y totalitarias. Cuando la mu-
jer decide interrumpir el embarazo es una decisión íntima y el
Estado no puede intervenir y sólo limitadamente puede actuar
como garante de la salud e integridad de esa mujer. No estamos
de acuerdo con que el aborto es algo único y tolerable excepcio-
nalmente; ya que este concepto no sólo restringe el derecho a de-
cidir de la mujer, sino que invade su derecho de interrumpir su
embarazo.5
Buenos Aires, 2000

Estos dos párrafos forman parte de un artículo para defender


el aborto legal que reproduce textualmente treinta años después el
primer párrafo de esta cita, tomado de otro artículo totalmente aje-

4 Thomas I. Emerson, The System of Freedom of Expression, Nueva York,


Random House, 1970, pp. 544-47.
5 Marcelo Antonio Ávila, y Claudia Nora Laudano, “Deber del Estado y dere-

chos reproductivos. Marco jurídico y social”, en Aborto no punible, editado por


el Foro por los Derechos Reproductivos, Buenos Aires, 2000, pp. 51-53.
una decisión trágica no es una elección libre 51

no al tema del aborto y escrito por un ultraliberal del Norte, pero


que le sirve para fundamentar que el aborto no cruza la valla de lo
privado y pertenece por tanto a la esfera del derecho individual. Lo
cita como fuente de autoridad, y prueba de que el feminismo no
exige nada que no pudiera aceptar un (honesto) liberal.
El argumento del derecho a la privacidad, sostiene en cambio
la aguda feminista norteamericana Catharine MacKinnon6, presu-
pone una distinción falaz entre cuestiones que son en principio
privadas (actos y decisiones sexuales de las parejas, que el gobierno
no debería regular o supervisar) y otras que son en principio pú-
blicas, como la política económica exterior, sobre la cual el gobier-
no debería legislar. MacKinnon rechaza tal distinción por equivo-
cada y nociva para las mujeres. Se presupone que las mujeres son
realmente libres de tomar decisiones por sí mismas dentro de su
ámbito privado cuando, de hecho, son a menudo muy poco libres
en dicho ámbito; con frecuencia sus hombres las fuerzan sexual-
mente en privado, lo que refleja y sustenta la subordinación eco-
nómica y política de las mujeres en la comunidad pública. Apelar
a un derecho de privacidad resulta peligroso en dos sentidos. En
primer lugar, si el sexo es una cuestión privada, no es competencia
legítima del Gobierno lo que les ocurra a las mujeres tras la puer-
ta del dormitorio, donde pueden ser violadas o apaleadas. Por otra
parte, si el aborto es una cuestión privada, el Gobierno no tiene
ninguna obligación de ayudar a financiarlo en el caso de las muje-
res pobres, del mismo modo como las ayuda a financiar el parto.
Afirmar la privacidad para proteger la decisión de abortar asi-
mila el embarazo a otras situaciones muy distintas, asimilación que
oscurece el especial sentido del embarazo para las mujeres e igno-
ra su carácter peculiar. El argumento de la privacidad trata el em-

6 Catharine A. MacKinnon, “Abortion: on public and private”, Towards a Feminist

Theory of the State, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1989.


52 fornicar y matar

barazo como si mujeres y zigotos fueran entidades separadas. Lo


trata como un caso en que dos seres separados han entrado en con-
tacto, deliberada o accidentalmente, y en que uno tiene el derecho
soberano de cortar la conexión si así lo desea. Tal abordaje remite a
relaciones entre empresario y empleado, arrendatario y casero, y ya
veremos en el próximo capítulo analogías aún menos normales.
Por ignorar la relación singular entre la mujer encinta y su zi-
goto, por suprimir la perspectiva de la madre y asimilar su situa-
ción a la de un casero o un cuerpo atacado por un tumor, la tesis
de la privacidad oscurece, en particular, el especial papel creativo
de la madre en el embarazo. La experiencia de una mujer embara-
zada ––todo lo que es especial, complejo, irónico y trágico en el
embarazo y el aborto–– es aplastado cuando se busca justificarlo
con los principios de la ideología liberal.

El aborto en legítima defensa

Imagine que se encuentra usted atrapado en una casa diminuta


con un niño. Me refiero a una casa realmente diminuta y a un ni-
ño que crece muy deprisa. Usted se encuentra ya totalmente pe-
gado a la pared de la casa y en pocos minutos se verá aplastado.
El niño no resultará aplastado; si no se hace nada para detener
su crecimiento, resultará herido, pero al final la casa simplemen-
te reventará y él saldrá convertido en un hombre libre.7
Judith Jarvis Thomson, “Una defensa del aborto”

Imagine que usted se encuentra leyendo un libro sobre la mora-


lidad del aborto y se topa con esta comparación, que tiene como ob-

7 Judith Jarvis Thomson, en Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía mo-

ral, Cátedra, Madrid, 1983.


una decisión trágica no es una elección libre 53

jetivo manifiesto adecuar la situación del aborto a cualquier otro


conflicto donde no caben dudas sobre quién tiene prioridad en sus
derechos. Judith Jarvis Thomson, profesora feminista del Instituto
de Tecnología de Massachusetts, se hizo conocida en el mundo aca-
démico del aborto con esta y otras figuras “pedagógicas” de dudosa
transparencia educativa. A continuación, un extracto de ese rastre-
ro ingenio con que cierta filosofía pretende reparar lo irreparable:

Usted se despierta una mañana y se encuentra en la cama con un


violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se le
ha descubierto una enfermedad renal mortal… y por la noche
han conectado el sistema circulatorio del violinista al suyo, para
que los riñones de usted puedan purificar la sangre del violinis-
ta… Desconectarlo significaría matarlo… ¿Le incumbe a usted
moralmente acceder a esta situación?… ¿tiene usted que acceder?
¿Qué pasaría si no fueran nueve meses, sino nueve años? ¿O más
aún?… Creo que usted consideraría que esto es una monstruo-
sidad, lo cual da a entender que hay alguna falla en este razona-
miento, que suena tan plausible.

El paralelismo desorbitado apunta a mostrar el contraste entre


pérdidas y sacrificios de ambas situaciones, la falta de culpa del in-
vasor-feto-violinista y la falta de obligación de la mujer o el dur-
miente respecto de esa vida que ahora depende de ellos y cuyo le-
gítimo derecho a negarse nadie puede poner en cuestión. La
estrategia narrativa tiende a provocar un alejamiento de lo viven-
cial, efecto retórico buscado por la autora para despejar la emoti-
vidad del aborto. Este componente afectivo que, según Thomson,
no permitiría pensarlo correctamente y juzgarlo según los estric-
tos principios de los derechos del individuo, moral individual e
igualdad ante la ley.
Donde lo cotidiano es interrumpido por lo real, Thomson de-
cide salvar el propio pellejo a cualquier precio “legítimo” (con tal
54 fornicar y matar

que no sea ilegal actuar bien o mal). En esta primera metáfora


construida para legitimar el aborto nos convoca a imaginar que se
trata, en esencia, de la misma situación en la que alguien (“usted”,
sea o no mujer) está “atrapado” (está encinta) en una “casa dimi-
nuta” (¿el útero?) y arrinconado por un niño monstruoso (¡el em-
brión!) que crece a ojos vista como uno de los personajes de Alicia
en el País de las Maravillas y que terminará, si el anonadado habi-
tante (mujer o no: “usted”) no lo detiene, haciendo “reventar”
(¡¿parir?!) la casa y saliendo como “hombre libre” (sic: nunca mu-
jer… y menos libre).

Entiendo perfectamente que haya un tercero que diga “No pue-


do hacer nada por usted. No puedo elegir entre su vida y la de
él, no puedo ser yo quien decida quién ha de vivir. No puedo in-
tervenir”. Pero no se puede llegar a la conclusión de que tampo-
co usted puede hacer nada, de que no puede atacarlo para sal-
var la vida. Por muy inocente que sea el niño, usted no puede
esperar pasivamente mientras él la aplasta. Puede que una mu-
jer embarazada sienta vagamente que tiene el status de casa, a la
que no concedemos el derecho de autodefensa. Pero si la mujer
alberga al niño, deberíamos recordar que es una persona quien
lo alberga.

El desenlace argumental desvía la tragedia hacia la inercia jurí-


dica: el derecho de autodefensa suspende la culpabilidad del “niño
inocente” y libera a “los terceros” de toda responsabilidad de elec-
ción, otorgando de lleno al sujeto (¿“segundo” o “primero”?) ame-
nazado por el cambio de la vida el derecho a disponer según así lo
interprete. Entonces, no olvidar que “persona” significa derecho de
autodefensa y “autodefensa” significa justificar (exigencia tomada
del contexto de la verdad científica) la “seguridad individual”, se-
gún el régimen que sigue de la violencia explícita y deliberada a la
que nos depara el azar.
una decisión trágica no es una elección libre 55

En el momento en que una posesión cualquiera, tierras, escla-


vos, casa, vientre, óvulos, espermatozoides, órganos o sangre, de-
viene propiedad privada, pasa a ser algo pasible de expropiar, alie-
nar e intercambiar. Si hay cerco privado, automáticamente habrá
intrusos potenciales. Desde el momento en que una mujer se que-
da embarazada, habría que discriminar si ha abierto o cautelado lo
suficiente las barras que la protegen del exterior y juzgar si es res-
ponsable de haber dejado entrar, por negligencia, aquello que re-
presenta una amenaza de la cual tiene que defenderse para conser-
var su integridad y para lo cual está autorizada sin duda alguna por
las leyes que protegen los derechos de cualquier individuo habili-
tándolo a actuar en defensa propia. Imagine usted, ahora, por ejem-
plo, zigotos como ladrones de propietarios irresponsables:

En el caso de embarazo debido a violación, la madre no ha con-


cedido a la persona no nacida el derecho al uso de su cuerpo. A
decir verdad, ¿en qué embarazo puede suponerse que la madre
ha otorgado a la persona no nacida tal derecho? No es como si
hubiera personas no nacidas flotando a la deriva por el mun-
do, a quienes la mujer que desea un niño dijera “Te invito a pa-
sar”… Porque hay casos y casos, y los detalles diferencian a
unos de otros. Si la habitación está cargada y abro una ventana
para airearla, y un ladrón entra por ella, sería absurdo decir:
“Ah, entonces puede quedarse, porque se le ha dado el derecho
de usar la casa, el dueño es en parte responsable de su presen-
cia al haber hecho voluntariamente lo que le permitía entrar,
con pleno conocimiento de que existen ladrones y de que los
ladrones roban”. Aún más absurdo sería decir esto si hiciese ins-
talar barras en las ventanas, precisamente para evitar que en-
traran ladrones, y pudiese entrar uno porque había un defecto
en las barras. Igualmente absurdo seguiría siendo si imagina-
mos que no es un ladrón quien entra, sino una persona inocen-
te que tropieza y cae dentro.
56 fornicar y matar

Es descorazonador ver el entusiasmo infantil con que muchas


feministas abrazan este y otros argumentos similares, pretendien-
do haber encontrado una herramienta incontestable, jurídicamen-
te perfecta, con una larga historia de precedentes aprobados por la
ley para la resolución definitiva del tema. Quien se aparte un ins-
tante y contemple la escena queda perplejo: ¿de qué se alegran es-
tas mujeres con conciencia de género? ¿Alguna se siente, acaso, re-
flejada en esa situación que aplaude?
Negligencia, utilitarismo, urgencia o ansiedad políticas no al-
canzan para comprender cómo puede apropiarse una mujer de ra-
zones que la liquidan en su experiencia como tal. Aquí otra mues-
tra del liberalismo académico:

Aunque el feto es en sí mismo inocente, puede plantear una ame-


naza para el bienestar, los proyectos de vida o la salud, mental o
física, de la embarazada. Si la gestación presenta una amenaza
mínima para sus intereses, parece que la autodefensa no justifi-
ca el aborto. Pero si el riesgo está a la par de una seria paliza o de
la pérdida de un dedo ella puede matar al feto que plantea tal
amenaza aun si es un ser inocente.8
Jane English

Las lesiones como mercancías intercambiables en el conflicto


de derechos individuales convertido en mercado. Una buena tun-
da o un dedo mutilado equivalen a un embarazo que no se quiere
seguir. Si esto es una defensa (¡y para colmo, feminista!) del abor-
to, tenemos que asumir que la defensa del aborto legal no necesa-
riamente defiende a las mujeres, y menos a las que lo necesitarían.

8 Jane English, “El aborto y el concepto de persona”, en Florencia Luna y Arleen

Salles (comps.), Decisiones de vida y muerte. Eutanasia, aborto y otros temas de


ética médica, Sudamericana, Buenos Aires, 1995, p. 209.
una decisión trágica no es una elección libre 57

El aborto alegre

Yo estoy contra el otro aborto, el aborto alegre. Lamentablemen-


te tengo que decirles que sí, que hay abortos alegres. ¿A qué lla-
mo aborto alegre? A una mina que en cuatro años se hace ocho
abortos; eso es un aborto alegre. Vos podés tener un traspié, dos
traspiés y no querer más hijos pero no podés tener ocho abortos.
Contra eso estoy yo.9

Lo dijo Mabel Manzotti, en una mesa redonda organizada


por la Red Nacional de Salud de la Mujer en 1994. Después de
aceptar el aborto para las mujeres violadas, la actriz expuso an-
te la audiencia las vivencias personales que la llevaron a esta po-
sición: abortó una vez y años más tarde quiso y no pudo quedar
embarazada nunca más. Y se ensañó con las casadas que parecen
ostentar su fertilidad haciéndose un aborto tras otro. ¿Pero qué
deberían hacer esas mujeres: parir si no se ocuparon de usar an-
ticonceptivos, dejar de tener sexo si fallaron pese a sus cuidados?
La crítica del “aborto alegre” se queda en la pura increpación.
Parece decir: contra los abusos de la vida, no exageremos el de-
recho al aborto.
El llamado al “justo medio” es un ingrediente frecuente en
ciertos autores que sostienen una posición favorable a la legali-
zación del aborto pero mantienen cierta reserva en el plano del
comportamiento moral frente a la obtención de una ley tan con-
trovertida. Todos podemos evocar alguna situación donde nos

9 ¿Qué pensamos las mujeres del aborto, hoy? Mesa Redonda integrada por Gracie-

la Fernández Meijide, Florentina Gómez Miranda, Laura Klein, Juliana Marino,


Tununa Mercado, Mabel Manzotti, Mabel Belucci y Zulema Palma, organizada y
editada por la Red Nacional por la Salud de la Mujer, Buenos Aires, 1994.
58 fornicar y matar

hayamos molestado frente a alguien que tropieza una y otra vez


con la misma piedra, pero en esas palabras parece que la irrita-
ción se produce frente a la condición humana misma más que
por su incidencia en el aborto.
Menos emotiva es la reserva de los profesionales públicamen-
te perfilados por su compromiso con el aborto legal. Expertos en
dar fundamentos sólidos según las reglas de la democracia sin he-
rir la sensibilidad pública, tienen especial cautela en no azuzar
––innecesariamente–– al oponente. Y es usual que su defensa del
aborto legal venga acompañada de alguna ofensa contra las muje-
res que abortan.

Un aborto frívolo o no justificado (sic) muestra un desprecio por


toda la vida humana, una reducción del respeto por cualquier vi-
da, y queremos que todos, si pueden elegir, mueran de una ma-
nera de la que pensemos que muestra autorrespeto.10
Ronald Dworkin

Que lo “no justificado” sea “frívolo”. Y para que la indignidad


de la muerte no se cobre en nuestra vida su venganza, las mujeres
tendrían que hacerse responsables de que todos, incluso los em-
briones, mueran dejándonos creer que se respetan a sí mismos. No
es un ideal, ni siquiera una utopía. Porque no pone límites a la le-
galidad del aborto sino a la legitimidad moral de las mujeres que
deciden abortar. La misma desconfianza de las inclinaciones éticas
femeninas que ostentan muchos activistas contra el aborto legal.
Por ejemplo, respecto del Código Penal uruguayo que despenalizó
el aborto en 1934, Salvador García Pintos:

10 Roland Dworkin, op. cit., p. 312.


una decisión trágica no es una elección libre 59

En sus medidas defensivas de los intereses sociales suprimía la


defensa del niño que se gesta, entregándolo inerme al azar de las
veleidades maternas.11

¿Qué entender por veleidades?

Abortan por no afear la esbeltez del talle, o no perder una tem-


porada de Ópera.

Pero ¿existen abortos frívolos? Puede ser que haya mujeres que
declaren motivos que juzgaríamos superficiales; pero donde pone-
mos el propio cuerpo se borra la frivolidad. Y siempre, diga lo que
diga la mujer que aborta, es ella quien más lo padece.

El aborto sádico

Abortar sí, pero con saña no. Los pasquines antiabortistas


abundan en detalles quirúrgicos a través de los cuales exponen al
buen y mal lector los horrores producidos por la cureta desde el
primer instante en que se introduce en el útero, para arrancar al
embrión que está adherido, hasta su muerte final, por despedaza-
miento, agónico desangrarse entre estertores ya afuera del cuerpo
de la mujer. Esos textos, y sobre todo sus gráficos, son espeluznan-
tes, inteligentemente sencillos. Donde “mienten” no es en la des-
cripción del acto sino en la intencionalidad de los actores. Porque
el aborto es una acción violenta.
En un aborto no hay saña pero indudablemente hay una muer-
te, aunque eufemísticamente la mayoría de los discursos proabor-

11Salvador García Pintos, El derecho a nacer y el niño concebido como persona


jurídica, Ed. Juan Zorrilla de San Martín, Montevideo, 1932.
60 fornicar y matar

tistas hoy prefieran llamarlo “interrupción (voluntaria) del emba-


razo”. Esos términos políticamente correctos fácilmente se deslizan
hacia compromisos con visos siniestros. Por ejemplo, la perversa
imagen que invoca Mary Anne Warren al establecer una distinción
moral entre los abortos de “fetos que carecen de capacidad de sen-
tir” (primer trimestre) y “aquellos cuya capacidad de sentir está
más desarrollada”, de donde concluye, que puesto que “la sensibi-
lidad sin duda determina la posesión de un status moral diferen-
te, no deben ser sometidos a tratamiento cruel o dañados en au-
sencia de una buena razón.”12
El texto de Warren justifica el aborto remitiéndolo simultánea-
mente a la tortura. Al defenderse de las chicanas antiabortistas, re-
pudiando vehementemente toda violencia “innecesaria” ejercida
durante el aborto, logra exactamente lo contrario de lo que pre-
tende; en vez de desautorizarlas, las refuerza. Quien toma en serio
la acusación de aborto con alevosía, le da existencia. El aborto es un
acto sangriento, pero no sanguinario.

El aborto hipotético

Son muchos los que advierten (¿a quién?) que su defensa del
aborto legal no implica de ninguna manera una aprobación moral
indiscriminada de cualquier aborto, y se cuidan de aclararlo muy
bien. Derechos sí, loquitas no. Como dice el dicho popular: “tu li-
bertad termina donde empieza la de los demás”. El alambrado que
indica dónde termina la propiedad privada de un individuo y em-
pieza la de otro también impulsa la reacción alérgica entre ellos.

12Mary Anne Warren, “Sobre el status moral y legal del aborto”, en Florencia
Luna y Arleen Salles, op. cit., p. 175.
una decisión trágica no es una elección libre 61

Al sostener que “el aborto es permisible” pero “no sostener que


lo es siempre”, Judith Jarvis Thomson se precia de invitar a los lec-
tores a un análisis ecuánime y razonado. Su promesa de “no dar ni
un sí ni un no general” culmina, en la última carilla del citado ar-
tículo, con una hipótesis cuya ferocidad muestra el signo de tal me-
sura. Por ejemplo, vale para:

una colegiala de catorce años embarazada como consecuencia


de una violación, y asustada de muerte [pero] sería desprecia-
ble que una mujer solicitase un aborto en el séptimo mes de
embarazo, sólo porque quiere evitar la molestia de posponer un
viaje al extranjero.13

Con este caso hipotético, Thomson pretende probar que su exi-


gencia de legalizar el aborto responde a la “defensa razonable” de
los derechos legítimos de las mujeres como personas. Aunque aquí
está referida a un caso ficcional que cruza el límite de la experien-
cia vivida por las mujeres que abortan, recordemos que esta mis-
ma hipótesis es una de las preferidas por los fanáticos antiabortis-
tas para repudiarlo siempre.
Condenando un aborto de una mujer embarazada de ocho me-
ses se busca, con esta u otras hipótesis menos beligerantes, la oca-
sión para mostrar una conciencia recta que no se opone al esta-
blishment porque sí, sino que pone los puntos sobre las íes ante la
virtual posibilidad de mujeres que pretenderían ampararse en bue-
nas razones para un aborto inmoral. Unos piensan en el feto, otros
en la propuesta hecha a la ley, la gran mayoría en nada ––ejempli-
fican un caso extremo para contrarrestar el posible cargo de libe-
ralidad a ultranza, de aborto sin límites, indiscriminado. Pero de
presentarse en la realidad el caso hipotético que, livianamente, re-

13 Judith Jarvis Thompson, op. cit.


62 fornicar y matar

chazan con indignación, se verían en aprietos: ¿condenarían por


homicida a una mujer cuya situación límite roza la muerte o la lo-
cura? Sólo una mujer atacada por un dolor o un terror extremos,
por la causa que fuere, puede solicitar deshacerse del hijo que lle-
va en su vientre desde hace tantos meses. ¿De quién están hablan-
do cuando imaginan casos excepcionales que anticipadamente re-
pudian? ¿No se paran a pensar un instante que esas situaciones que
virtuosamente proponen prohibir son intolerables, las peores en
que se puede hallar una mujer encinta?
“El fingir hipótesis constituye un flaco consuelo para la filoso-
14
fía” , Immanuel Kant ya hace dos siglos nos previno de este tipo
de operación intelectual. Propuestos como trofeos de librepensa-
miento, estos casos de aborto hipotéticos condenados cumplen la
función de “demostrar” que la defensa que se hace del aborto legal
es imparcial, asexual e inapelable.

El aborto autónomo

Estos discursos pro legalización instalan el aborto en un terre-


no helado, se trataría de un conflicto de intereses entre dos indivi-
duos anónimos, no vinculados entre sí por otra cosa que la super-
posición de sus derechos recíprocos. Incorpóreos e impersonales,
no suponen venir de una madre ni haber sido concebidos en un
acto sexual: dos personas autónomas tipo que exigen reconoci-
miento y protección ante el tribunal del Estado.

Se habla del feto en términos de persona y se presenta al emba-


razo como una posibilidad de enfrentamiento de intereses en-

14Immanuel Kant, “Definición de la raza humana”, Filosofía de la historia, No-


va, Buenos Aires, 1958.
una decisión trágica no es una elección libre 63

tre dos personas. Pero éste es el mecanismo inaceptable: un fe-


to no es una persona; un feto no es autónomo respecto de la
mujer que lo cobija. Una mujer embarazada es una sola y úni-
ca persona: la mujer.15

Ella está sola en sí misma, embarazada y sola con su habeas cor-


pus personal, únicamente mujer, una autonomía rayana en la be-
ligerancia frente a todo intento de prohibirle abortar. Pero si qui-
siera parir, si quisiese dar a luz a esa criatura hecha durante aquella
siesta estando con su hombre, entonces el cartel de autonomía no
tendría razón de ser.
Si la mujer es autónoma, ¿lo es cuando aborta? Autónoma ¿de
qué?, ¿de quién? ¿Cuántos de nosotros, en la soledad de la vida in-
terior, afirmaríamos, en ausencia de cualquier preceptor, que so-
mos “autónomos”?
El abismo entre abstenerse de obstruir las acciones de otro y
respetarlo sigue siendo, afortunadamente, para el común de la gen-
te, la distancia que separa la indiferencia de la generosidad del
amor. Una cosa es respetar la ley y otra al prójimo. Los argumen-
tos proabortistas prefieren, en general, antes que cuestionar la fi-
gura del individuo moderno surgido de la nada inviolable, cues-
tionar la poca autonomía de Zigoto como para formar parte del
conjunto de las personas.

Aceptando como principio ético radical que el control del pro-


pio cuerpo es condición para ser una persona y para comprome-
terse con otros en actividades conscientes, es ineludible que la
mujer tenga que tomar decisiones en lo que respecta a su sexua-
lidad, a su capacidad reproductiva, a los modos en que ejerce la
anticoncepción, a los modos que elige de criar a sus hijos, a cuán-

15 Mabel Alicia Campagnoli, “María Ester en el país de las pesadillas o de cómo

rescatar nuestros cuerpos”, en Aborto no punible, op. cit., p. 80.


64 fornicar y matar

tos hijos quiere tener, etc. Todas estas notas, estas condiciones
que se requieren para ser persona, no las reúne el embrión. El
embrión no está en condiciones de comprometerse con otros en
actividades conscientes.16

Pero el argumento de la autonomía servirá tanto para legitimar


como para condenar el aborto: en un caso aduciendo los derechos
de las mujeres; en el otro, los del embrión.

Este efecto boomerang se pone en evidencia en los últimos


años con el devenir irónico que puede leerse en la reivindicación
¡Mi cuerpo es mío!
La consigna primero condensó la rebelión: la anatomía no es
destino, la mujer no es un vientre, ser madre no es una fatalidad
de toda hembra sino un acto libre. Décadas más tarde, mostraría
un aspecto sombrío. Inesperadamente, el mismo principio sosten-
drá el derecho femenino al aborto y a la maternidad subrogada. Lo
mismo que legitima a una mujer para apropiarse de su poder de
gestar permite, paradójicamente, su retorno voluntario a su fun-
ción de incubadora. El vientre como prolongación de la probeta,
la matriz como “medio ambiente” fetal. La “maternidad subroga-
da” es el oficio más nuevo del mundo, hace del útero un capital
productivo y de la gestación un modo de ganarse el pan. Si la ma-
nufactura hace de las manos del obrero una prolongación de la má-
quina, la tecnología hace esa operación con el cuerpo mismo de la
mujer. Donde está permitido alquilar un vientre está prohibido,
empero, vender un bebé. Si el derecho de propiedad sobre el cuer-

16 Martha Rosenberg, en Mesa Redonda “El aborto”, coordinada por Ana Ma-
ría Fernández, Teórico nº 2 de la Cátedra “Introducción a los estudios de la Mu-
jer”, Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Buenos Aires, 23 de agos-
to de 1994.
una decisión trágica no es una elección libre 65

po sirve para producir otros cuerpos, si la vida es inalienable y no


tiene precio, es demasiado inquietante que la maternidad sea una
mercancía. La operación simbólica es compleja: se amenaza la sa-
cralización de la maternidad para satisfacer un deseo surgido pre-
cisamente de ese imaginario sacralizado que se pretendía derribar.
Al mismo tiempo que se enaltece el tener hijos, se los convierte en
productos. Dando a la mujer el ejercicio sobre la autonomía per-
sonal de gestar, se la expropia de nuevo, esta vez intercambiándo-
la por dinero. Cumpliendo literalmente el principio de propiedad,
el vientre se alquila y el hijo se produce.

¿Qué quieren?

Si el debate del aborto nos lleva por mal camino, no es porque


el aborto sea enemigo de la maternidad sino porque la moderni-
dad ha opuesto erotismo y maternidad, separando el sexo de la re-
producción y dando a la materialidad de los cuerpos una ley con-
tranatura. Si entendemos por naturaleza lo que es y no lo que
desearíamos que fuera, es inconcebible quitar a la reproducción de
lo vital la descomposición que implica la muerte. Del mismo mo-
do, juzgar a la mujer que decide su aborto como una mujer que re-
chaza la esencia de la maternidad suspende la experiencia del abor-
to para introducirla en el corsé bidimensional y binario de la lucha
ideológica entre discursos. El aborto, en principio, no es un dere-
cho de las mujeres ni un sabotaje a la ley de la vida. La experiencia
y el poder que separan a las mujeres de las hembras, es exactamen-
te el mismo que, teniendo como paradigma la maternidad adop-
tiva, separa la reproducción biológica de la filiación.
¿Tiene valor moral unirse en una sola carne? El acto sexual en-
traña cierto grado de fusión, la violación o la pérdida de la integri-
dad personal. Los Santos Padres lo sabían con certeza y por eso tu-
66 fornicar y matar

vieron éxito en hacerlo maldito (es decir, sagrado). Según Santo


Tomás, el orgasmo es inmoral porque atenta contra lo más propio
de la naturaleza humana, nos hace perder el control de los senti-
dos, paraliza la razón17 (por eso lo queremos). Ahí se pierde la in-
dividualidad, el control del propio cuerpo, todo lo que en los dis-
cursos a favor del aborto legal ––y del ilegal–– indica la presencia
de una “persona con valor moral intrínseco”. Moral, quién sabe,
pero “intrínseco” seguro que no lo es.
Inviolable autonomía: en nuestros mejores momentos la abue-
la de Caperucita no está y somos vulnerables. No inviolables, ¿in-
morales? Esto implicaría condenar la condición humana. Sexo y
locura, hay quienes se matan en el acceso (así se llama) carnal por
tensar el goce un poco más y más. Esa fusión, cuerpo sin órganos,
es locura. El embarazo, profana trinidad, es locura. La reproduc-
ción sexual introduce la muerte en el mundo, se suceden las gene-
raciones; el erotismo introduce la vida en la muerte, nos trastorna
la vida, la torna sagrada.

La deformación corporal en el erotismo y la muerte, en el em-


barazo y el parto, siempre ha sido tabú en las sociedades que te-
nían la experiencia de lo sagrado o lo sagrado como experiencia,
había que purificarse de esa transgresión donde entran en contac-
to lo de arriba y lo de abajo.
Nadie desconoce lo que Tomás de Aquino enunció condenando.
En el lecho de Afrodita somos poseídos por Dionisios y Liliths, de
ahí los exorcismos (que no eran sólo barbarie). ¿Y seguimos afir-
mando que somos autónomos? ¿Y seguimos creyendo que quere-
mos ser “libres” autodeterminados y dueños del control de nuestro

17Tomás de Aquino, “El placer sexual, en su inestabilidad, paraliza la razón”,


Summa Theologica III.
una decisión trágica no es una elección libre 67

propio cuerpo? ¿O sea que hacer el amor no libremente pero obli-


gadamente sí? ¿O embarazo no pero aborto sí? La menstruación, el
parto, la menopausia, amamantar, ¿no son sexuales? ¿Y abortar es…?
Todos sabemos que el embarazo es un riesgo implícito en el
coito. Riesgo, vale la pena aclararlo, no es sinónimo de peligro ni
de amenaza. Quien no arriesga no gana, dice el dicho. Propp ha in-
dicado cómo esta experiencia forma parte de nuestros comienzos,
como especie y como individuos (los mitos de origen, los cuentos
infantiles). Tener contacto sexual es arriesgarse, gozar del sexo pue-
de tener como consecuencia hacerse cargo de un embarazo, en
igual medida que pasar por esa experiencia con otro goce, la an-
gustia de la insatisfacción o la indiferencia. A veces la consecuen-
cia del sexo no es la reproducción ni el placer sino el amor.
Normalmente se supone que ese riesgo es exclusivo de los emba-
razos no deseados, como si la realización de los deseos no fuera tam-
bién una experiencia de alto riesgo, no pocas veces mayor que aquél.
II

Doble de cuerpo
(la ambigüedad del embarazo)
Antes que los hombres descubrieran su función en la pro-
creación, el embarazo constituía un fenómeno misterioso y algo
amenazante para la comprensión humana, especialmente para
los varones. Pero, desde la escuela de Hipócrates y Galeno hasta
Aristóteles, los griegos aventaron el fantasma, estableciendo “cien-
tíficamente” que el vientre materno sólo da cobijo y alimento a un
embrión que se desarrolla a partir del semen y cuya autoría es ex-
clusivamente masculina. La idea se inmortalizó en la didáctica fi-
gura de la “semilla” (paterna) sembrada en la “tierra” (materna)
donde germina “el fruto” (el hijo). Moralistas y teólogos cristianos
acudieron ocasionalmente a la siembra y el arado como metáforas
del trabajo de la gestación, vegetal o filial, adecuados al orden di-
vino, natural y moral. Con el descubrimiento, en el siglo XVI, de la
existencia de los ovarios y la participación del óvulo en la forma-
ción del nuevo ser, esa imagen no desapareció. Por el contrario, pa-
rece haberse reforzado: no olvidemos que, hasta hace no tanto, la
semilla y el surco protagonizaron el récord didáctico donde se con-
densaban verdad y decencia en la enseñanza sexual infantil.
Desde el inicio de su constitución en la modernidad, el poder
médico se interesó vivamente por introducirse, conocer y contro-
lar el misterioso proceso de generar vida que sucedía en lo oscuro
de la matriz. Según el Diccionario de Ciencias Médicas de Murat:
72 fornicar y matar

“Esa víscera actúa sobre todo el sistema femenino de una manera


bien evidente, y parece someter a su imperio a la suma casi total de
las acciones y de las afecciones de la mujer”. Un ginecólogo, en
1840: “como si el Todopoderoso, al crear a la hembra, hubiera crea-
do la matriz y construido la mujer a su alrededor”.
A la luz de las innumerables metáforas que intentaron desde
siempre explicar el fenómeno del embarazo, percibimos fácilmen-
te que eso tan cotidiano es un fenómeno bien complejo. Fijémo-
nos en algunas expresiones populares. “Estado interesante”, “estar
de compras”, “estar de encargo”, “la dulce espera” y otras ya en de-
suso. El término más común en español es “embarazo”, palabra
que, fuera de este contexto, remite a una situación incómoda
(“embarazosa”), o a algún aspecto vergonzoso. Tan corriente se ha
vuelto esta palabra que, aunque nadie ignora esa raíz común, tal
asociación no es inmediata ni salta por su significación machista
o patriarcal. “Estar encinta”, en cambio, tiene un origen etimoló-
gico desconocido para la mayoría: proteger. Una expresión poco
elegante, inusual, “estar preñada”, se dice de las hembras, indica el
estado animal de la reproducción. “Grávido” dícese de lo abun-
dante, cargado, lo que pesa. Por extensión y aspecto visual “grue-
sa”. Véanse modismos en distintos idiomas, como éste del slang
norteamericano: “to be caught” ––participio pasivo de to catch =
estar atrapada.

Historia del embarazo (la patología de la femineidad)

Los médicos modernos buscaron y encontraron en el embara-


zo (al menos, de las humanas) los signos para denominarlo “enfer-
medad”, “el particular estado fisiológico o patológico de la mujer
en la que se desarrolla un óvulo fecundado”. En su obra De la im-
becilidad fisiológica de la mujer, Moebius afirma el espíritu cientí-
doble de cuerpo 73

fico del siglo XIX explicando que “el embarazo entorpece el espíri-
tu y disminuye la capacidad intelectual. De modo que la debilidad
del intelecto de las mujeres no es un dato de su inferioridad sino
un signo de su perfecta adaptación a sus funciones, y debe negár-
sele el derecho a estudiar para no deteriorar su sensibilidad. Los es-
tudios superiores se consideraron perjudiciales para las mujeres,
ya que un excesivo desarrollo del cerebro podría atrofiar la matriz”.
Las tesis de Spencer y Darwin fueron interpretadas como una jus-
tificación científica de que la igualdad entre ambos sexos es impo-
sible, dado que la vocación femenina por perpetuar la especie di-
ficulta e incluso impide por completo su acceso a las funciones
superiores. Entre reproducción y producción, fertilidad y activi-
dad mental, existiría una contradicción natural. Las mujeres, hem-
bras dominadas por su papel en la especie, no desarrollarán ni su
yo ni su cerebro y carecen de la capacidad moral de discriminar en-
tre bien y mal. De aquí su exclusión de la vida política, académica,
profesional y empresaria; o que sólo a mediados del siglo XX obtu-
vieran el derecho al voto.
La hegemonía médica se quiebra ––más correcto sería decir, se
diversifica–– cuando el incipiente psicoanálisis describe los tras-
tornos fisiológicos y mentales que atacan a las mujeres que no tie-
nen hijos: fiebre uterina o histeria (hystero = útero), un estado pa-
tológico cuyo remedio es la maternidad. Más tarde, ese ideal de
completud psíquica y natural del embarazo hizo insoportable es-
cuchar cualquier angustia, cualquier miedo o fastidio de una mu-
jer ante la perspectiva de ser madre, todos detectores de una femi-
neidad que desvió su instinto. La inclinación a la maternidad
formaría parte del sexo-mujer. El amor a la cría está inscripto en la
anatomía, la unidad corporal del embarazo (que premoldea la fun-
ción familiar y social) tiene en la leona y sus cachorros la más ex-
presiva prolongación vital. Se les enseñó a las mujeres a desear ser-
lo, se las instruyó en el subconsciente maternal del sexo débil, se les
74 fornicar y matar

dio la oportunidad de ejercer un poder inédito mediante el amor


y la crianza. Fue costoso pero las persuadieron de que eso era la fe-
licidad, su condición sine qua non para realizarse como seres tras-
cendentes. Durante tres siglos, de generación en generación, las
mujeres transmitieron a sus hijas y hermanas ese deber y ese goce
exclusivos: ser madres. Reinas del hogar burgués, amas de casa do-
mésticas, conserjes y responsables de la paz familiar, centro afecti-
vo de hijos y maridos, la nueva figura de la mujer en la moderni-
dad fue borrando la vieja huella del intercambio entre varones y se
evaporó en cirios la supremacía del convento, esa liberación. En-
tre abuelas y nietas el olvido abrió el presente eterno femenino de
la mujer-madre.
Pero la elevación social de la función materna no elevó a la ma-
dre sino a la madre legítima: sólo las esposas se vieron coronadas
por la maternidad. Las madres solteras fueron condenadas ruda-
mente. Las estériles lo padecieron casi como una maldición. Y las
que decidieron no ser madres fueron expulsadas del imaginario so-
cial: si no es posible ser mujer y carecer de deseos maternales, aque-
lla que además de no cumplir el mandato afirma tal desvío es más
que una transgresora, una enemiga de la sociedad. Definida desde
la “norma”, la mujer desnaturalizada sería una anormal; si se iden-
tifican naturaleza y virtud, será una amoral o una mala madre. El
movimiento es complejo: por un lado valoriza a la mujer que se
hace madre, por otro, no le deja alternativa.
Paliativo o sustituto de la anticoncepción, el aborto no fue ––ni
es–– necesariamente la antítesis de la exaltada maternidad, sino
muchas más veces el instrumento para cumplir mejor esa misión,
dando a pocos hijos mejores condiciones de vida y educación. La
naturalización de la maternidad en la era burguesa tiene un carác-
ter paradójico en cuanto la expresión hijos naturales se aplica exclu-
sivamente a los bastardos. Esto muestra cómo el discurso patriarcal
sobre las madres sin marido “equivale a admitir, conscientemente
doble de cuerpo 75

o no, que las mujeres son las únicas que responden de sus hijos,
que la pareja madre-hijo puede ignorar al padre y prescindir de
él; equivale a derribar el pilar central del orden familiar y del or-
den social”.1
La relación madre/hijo y su antecedente inmediato mujer en-
cinta/embrión hoy ocupa un rol fundamental en el debate cienti-
ficista que hace depender el status jurídico-moral del aborto del
status biológico del embrión: ¿es una individualidad o es aún una
parte de otro cuerpo?
La tesis romana, compartida también por los antiguos judíos,
de que el feto es una parte del cuerpo materno durante todo el pe-
ríodo del embarazo había cedido en el mundo cristiano a la tesis
griega de la animación retardada, que establecía al fin del primer
trimestre el significativo pasaje a la adquisición del alma espiritual
o racional. Aunque los investigadores del siglo XVII lograron indi-
vidualizar al embrión, la modernidad ideológica lo fusionó, en la
hipóstasis del útero, con la realización esencial de la mujer-madre.
Una mujer sin hijos no es una verdadera mujer. La individualidad
femenina consistía en su complementariedad con el hombre y su
función en traer al mundo otro individuo. Se los quiso ver entra-
ñablemente unidos, como las dos partes de un todo, como los
miembros de un mismo cuerpo. Surgió la metáfora del cordón
umbilical y la tesis de que el desgarro del nacimiento o parto es la
raíz del trauma humano, con el “grito primal” la separación del
vientre materno. Crecer e independizarse señalaban la pertenencia
al mundo fuera del seno materno, esa primera morada era visua-
lizada como el paradigma de una existencia no individual.
Hace unos pocos años, esa figura tradicional de la sociedad mo-
derna fue clavada en la cruz del debate del aborto, vampirizado por

1 Yvonne Knibiebler, “Cuerpos y corazones”, en Historia de las mujeres, tomo 4,


Taurus, Madrid, 1993.
76 fornicar y matar

la alternativa de hierro “parte o individualidad”. Desde que no te-


ner hijos dejó de ser un estigma para las mujeres, aquella íntima
conexión entre madre e hijo pegó un giro y se volcó en la inversa.
Tanto que, ahora, no importa qué posiciones se mantengan respec-
to del aborto, se ha abandonado aquella imagen idílica no sólo en
apoyo del aborto legal sino especialmente en su contra. De la in-
discriminación biológica y sentimental entre madre e hijo nos ale-
jamos a través de diversas imágenes que presentan esta relación co-
mo movimientos instintivos de defensa y ataque recíprocos.

Abortos fallidos

Durante mucho tiempo, el embarazo constituyó un enigma in-


munológico. El sistema inmunitario de cualquier organismo lo de-
fiende de las células que reconoce como extrañas. En la mujer en-
cinta, este sistema de defensas muestra una tolerancia excepcional,
las células embrionarias son células extrañas (su material genético
proviene en un 50% de otro individuo) y sin embargo no son ata-
cadas. Desde este punto de vista, el feto se podría considerar como
un trasplante difícilmente compatible pero especialmente apto pa-
ra sobrevivir. ¿Por qué el cuerpo de la madre “no ataca” las células
del embrión? Dicho de otra manera, ¿cómo logra el embrión “es-
capar” a las defensas del sistema inmunitario materno? La respues-
ta está en que el embrión se “invisibiliza” ante ese sistema, su capa
externa ––el trofoblasto–– no expresa en su superficie celular los
marcadores proteicos, los antígenos que delatarían su pertenencia
a un organismo distinto; con la fecundación ha surgido un orga-
nismo nuevo que se comporta, empero, como si formara parte del
cuerpo de la mujer.
Estas investigaciones biológicas nos dicen algo extremo: lejos
de acoger el cuerpo materno el embrión como un acontecimien-
doble de cuerpo 77

to gozoso, lo rechaza tanto como puede, no siendo el embarazo


otra cosa que un aborto fallido. En Álbum sistemático de la infan-
cia, Schérer y Hocquenghem llevan el descubrimiento a un plano
artaudiano. “El niño es, pues, se nos dice con la seguridad de quien
afirma una evidencia, un cuerpo alógeno, una carne perfectamen-
te extraña, un ‘trasplante’ que por sí solo es capaz de bloquear el
sistema inmunológico de la madre. Ésta no solamente no es neu-
tral, sino que ni siquiera puede atribuírsele al útero la cualidad
particular de mostrarse acogedor con el feto. El útero, como cual-
quier otra parte del cuerpo, dispone de un reflejo inmunológico,
rechaza los cuerpos extraños. La invulnerabilidad es cosa del feto
como tal, que contiene en sí el poder de imponerse a los mecanis-
mos de defensa del organismo… Lo primero en el individuo es,
pues, lo aleatorio. El niño no es el hijo de su madre, nadie lo ha
concebido, ha crecido como un ladrón o un chancro y sale a la luz
como un niño expósito.”2 Interpretando que la ajenidad entre los
hijos y sus progenitores es un dato inscripto en nuestra naturale-
za biológica misma y que esto resulta insoportable para el siste-
ma, los autores predicen que el descubrimiento será pronto silen-
ciado. Fueron optimistas.
En un texto clave en la propaganda antiabortista a nivel mun-
dial, el doctor Nathanson toma los mismos datos para llevarlos a
otra guerra. Este ginecólogo norteamericano ––si hay que creerle,
abortista confeso y redimido–– dice que, tras haber realizado arri-
ba de cinco mil abortos con enorme éxito lucrativo, se ha dado
cuenta, gracias a los descubrimientos científicos, que Zigoto es un
ser humano como nosotros (¿querrá decir, entonces, que él es un
verdadero asesino?) y construye un relato del embarazo como una
lucha abierta donde la madre ataca y el embrión se defiende.

2René Schérer y Guy Hocquenghem, Álbum sistemático de la infancia, Anagra-


ma, Barcelona, 1979, p. 120.
78 fornicar y matar

“Cuando un embarazo se implanta en la pared del útero el octavo


día de la concepción los mecanismos de defensa del cuerpo… sien-
ten que esta criatura que se está instalando por una larga tempo-
rada es un intruso, un alien, y debe ser expulsada. Por lo tanto un
intenso ataque inmunológico se monta sobre el embarazo por me-
dio de los glóbulos blancos, y a través de un ingenioso y extraor-
dinariamente eficiente sistema defensivo el niño no nacido triun-
fa en repeler el ataque. En el diez por ciento aproximadamente de
los casos el sistema defensivo falla y el embarazo se pierde como
un aborto espontáneo o un ‘miscarriage’. Piensen cuán fundamen-
tal es tal lección para nosotros aquí. Incluso en la más diminuta es-
cala microscópica el cuerpo está entrenado por sí mismo, o de al-
gún modo en alguna ‘rudimentaria’ manera sabe cómo reconocer
el yo del no-yo”.3
Como vemos, la especularidad entre posiciones opuestas se re-
pite con insistencia a lo largo de todos los ítems del debate. Desde
ambas se aduce que la mujer recibe los embates de un ser que cre-
ce “autónomamente” en su interior. La agresividad de Zigoto es
funcional a ambos argumentos. Contra el aborto se la invoca co-
mo signo de que no pertenece al cuerpo materno, pero esa misma
característica justificará expulsarlo cuando constituye una amena-
za para la mujer. En ningún caso el coito aparece como elemento
pertinente en el fenómeno del aborto. Y termina desapareciendo
en toda la variedad de sus analogías, como la siguiente, que asimi-
la el embarazo a un cuerpo donde se introdujo un parásito.

El embarazo es un tipo peculiar de relación entre una mujer y


una suerte de ser muy especial. Es una relación peculiar porque
el feto se aloja temporariamente dentro del cuerpo de su madre,

3Cit. por Cynthia R. Daniels, At Women’s Expense. State Power and the Politics
of Fetal Rights, Harvard University Press, Estados Unidos, 1993.
doble de cuerpo 79

con el cual está físicamente conectado y del cual depende para


vivir. La experiencia más cercana a este tipo de dependencia es
aquella de un parásito alojado en el cuerpo. Pero la relación en-
tre un parásito y la persona que lo tiene se diferencia del emba-
razo en ciertos aspectos concretos y por ende es sólo una analo-
gía imperfecta.4
Wayne Sumner

Baste evocar la imagen de una mujer encinta deseosa de criar


a su bebé, empeñada en reforzar su dosis de calcio cotidiana e in-
cluso dispuesta a sacrificar parcialmente su salud corporal para
darlo a luz (un hijo, un diente reza el dicho popular). Si alguien le
explicara que “la experiencia más cercana” que tiene es la de alojar
en su vientre un organismo que, biológicamente hablando, se com-
porta a la manera de un parásito, ella lo miraría con sorna, o con
profunda pena.
“Una persona flotando libremente en un medio ambiente flui-
do… tan libre de la gravedad como cualquier astronauta en la ór-
bita espacial.” La primera morada quedó suspendida en el espacio
interestelar, la mujer encinta se ha evaporado y ahora se cuenta co-
mo espacio vacío. El pequeño va a nacer, no parece que la mujer
vaya a parir. “Cuando el saco amniótico se rompe en el trabajo de
parto, él siente la presión de la gravedad por vez primera, como un
astronauta reentrando en el inexorable abrazo de la Tierra.” Es el
mismo Bernard Nathanson que le dio al embrión las armas para
sortear las defensas inmunológicas de su progenitora, el que aho-
ra la borra literalmente del mapa y extrae la placenta como la cáp-
sula espacial que prefigura al individuo que vendrá a la sociedad
de mercado como mónada aislada.

4 Wayne Sumner, “El aborto”, en Florencia Luna y Arleen Salles (comps.), op.
cit., p. 216.
80 fornicar y matar

Chocante como pocas es la asimilación del embarazo no desea-


do al cáncer; la figura del tumor parece haber accedido, hace apro-
ximadamente veinte años, a la altura de un clásico en la literatura
del aborto. Como se comporta biológicamente un tumor, la vida
embrionaria también sería producto de un crecimiento celular a
expensas del organismo en el cual se originó y, si aceptamos ope-
rar aquél, habría que justificar extraer ésta.
¿Cómo se ha convertido, se pregunta el presidente de Caritas,
“el niño en el vientre de su madre en un tumor canceroso que hay
que extirpar”? Y se responde: debido “al hedonismo, el individua-
lismo y la inmoralidad de hoy”, que han llegado a que “uno pien-
se que lamentablemente el embarazo se ha convertido, para esas
personas y pueblos sin escrúpulos, en una enfermedad de transmi-
sión sexual.”5 ¿Cómo no leer que no es el embarazo sino el hedo-
nismo la venérea a la que se refiere monseñor Musto al describir-
lo como esa enfermedad que se transmite por vía sexual?

Analogías imperfectas

Viva encarnación del mecanismo animal del dos en uno de la


preñez, la mujer embarazada corroe la figura básica de la sociedad
moderna: el Individuo. Por eso necesita ser analogada a otra cosa,
otros fenómenos signados también por algún tipo de relación asi-
métrica entre dos seres vivos de distintas especies, e inclusive a
otros vínculos no biológicos como un contrato de alquiler o litigio
por una propiedad, o, en un registro absolutamente diferente, a un
ecosistema o un hospital.
Tal serie de aproximaciones comparte, en su descabellada he-

5 Monseñor Musto, “No maten a los niños”, Clarín, Buenos Aires, 8/8/94.
doble de cuerpo 81

terogeneidad, una notable, visible pero opacada, característica co-


mún. En todos los casos, se trata de metáforas que remiten el em-
barazo a otros fenómenos nunca sexuales ni reproductivos. Pare-
ce ser que esta “limpieza” es la única exigencia requerida para su
inteligibilidad.
El conflicto se plantea a nivel de la materia, como si un lamen-
table accidente de la biología fuese el responsable del encuentro de
las mujeres embarazadas y las vidas no nacidas en el vientre preña-
do donde pueden chocar los intereses de unas y otras. Esta patética
utopía de independencia atraviesa los argumentos y metáforas con
que las posiciones en debate se oponen y no pelean, se excluyen pe-
ro no se contradicen. El requisito necesario es desencajar del sexo al
individuo con derechos; la operación, negar el embarazo.
¿Cómo hablar de aborto sin hablar de embarazo? Aunque pa-
rezca increíble, esto es lo que consiguen muchos estudiosos del te-
ma respetados en el mundo entero. El mismo Wayne Sumner, que
dos páginas atrás había comparado al feto con un parásito, ahora
liquida el embarazo quitando del asunto las nueve lunas que cons-
tituyen precisamente la situación específica definida como emba-
razo y suprimiendo, por tanto, de esta manera, el motivo que dio
origen a toda la discusión:

Un feto (humano), entonces, es un individuo humano durante ese


período cuyos límites son la concepción por un lado, y el naci-
miento por el otro. Nuestra experiencia más cercana a este tipo de
ser son los gametos (el esperma y el óvulo), que lo preceden antes
de la concepción, y el niño que lo secunda después del nacimien-
to. Pero los gametos y el niño se diferencian del feto en aspectos
concretos y son, también, sólo una analogía imperfecta.

Algo ha cambiado profundamente en la lucha y en los valores,


en la experiencia afectiva y en la experiencia de la falta, de modo
82 fornicar y matar

tal que el individuo en peligro vuelve el rostro no hacia la familia


sino hacia el estado de ley.
Una reciente sentencia de la Constitución alemana lo confirma
al reconocer la consulta obligatoria como eficaz medio de control
y a la vez afirmar el derecho de la vida nonata a “protección legal
también en contra de su propia madre”6. Invitan a esa “venganza
previa”, sacrificando así el misterioso vínculo entre sexo y procrea-
ción que está en el comienzo de la existencia.
En esta etapa del debate, nos encontramos con argumentos que
llegan a conclusiones opuestas a partir del mismo razonamiento
pero coinciden en el imaginario social y en los procedimientos a
seguir para llevar el molino a sus aguas. En la actual fase de desa-
rrollo científico, afirma Priscilla Cohn, el embrión es una realidad
absolutamente dependiente del cuerpo de la madre y nadie, salvo
ella, puede asegurar su vida. El hecho de que una mujer se encuen-
tre embarazada ––consecuencia de un acto voluntario o involun-
tario–– ¿lleva consigo la pérdida de los derechos a su propio cuer-
po? Quienes se oponen a que aborte parecen sostener que una
mujer posee su propio cuerpo siempre que no se halle embaraza-
da. Este estado ––exclusivamente femenino–– sería la única excep-
ción a la convicción de que el cuerpo es propio en un sentido…
más intimo y vital que cualquier otra propiedad7. Las pertinentes
reflexiones de Priscilla Cohn invitan a profundizar esta crítica del
sistema democrático patriarcal y dar un paso más. En lugar de de-
tenerse a las puertas de las injusticias de género, iluminar, bajo esa
luz, las del sistema mismo, interrogando cuán “humana” o “ética”

6 Anne Huffschmid, “¿De quién es el feto? El aborto y las nuevas tecnologías re-

productivas en la República Unificada de Alemania”, en Debate feminista, Mé-


xico, sept. 1993, p. 155.
7 Priscilla Cohn y José Ferrater Mora, Ética aplicada. Del aborto a la violencia,

Alianza, Madrid, 1982.


doble de cuerpo 83

es la idea corriente, naturalizada como esencial a los humanos, de


que “libre” es aquel que tiene derechos de propiedad sobre sí mis-
mo, en primer lugar, de su propio cuerpo. Dado que el embarazo
sería “la única excepción” al derecho a la propiedad del propio
cuerpo tomémoslo como punto de partida para realizar una lec-
tura insurreccional acerca de los valores y principios que se ponen
en juego. Porque esa “única excepción” no es una excepción cual-
quiera, es el suceso que permite perpetuar la especie. Entonces, a
partir de ese desvío, poner sobre el tapete el carácter y la validez de
nuestra irreflexiva convicción sobre la propiedad corporal. Más
aún teniendo en cuenta que este argumento, aquí argumento fe-
minista, puede darse vuelta para condenar a las mujeres cuando se
adjudica el mismo derecho al embrión. A continuación, una mues-
tra enfática de cómo la misma convicción puede servir para defen-
der la posición opuesta: “El embrión, aun después de la implanta-
ción, sigue siendo un ser autónomo, un ‘cuerpo extraño’ en el útero
materno, que posee sus propios sistemas enzimáticos y una circu-
lación sanguínea propia. En pocas palabras, se trata de un ser de-
pendiente de la madre, pero que al mismo tiempo conserva una
indiscutible independencia, que le permite desarrollarse en virtud
de un dinamismo interno propio, que no le viene comandado des-
de la madre, sino que ya existía desde la fecundación, en su códi-
go genético. No solamente está ya presente su individualidad ge-
nética… sino que este diminuto embrión, de un tamaño total de
1,5 mm, puede, en el 6º o 7º día de su vida, determinar su propio
destino. Él, y sólo él, estimula mediante un mensaje químico la fun-
ción del cuerpo lúteo e impide la menstruación de la mujer. De es-
te modo, obliga a la madre a prestarle atención.”8

8 ¿Cuándo comienza la vida humana?, mimeo de seis páginas distribuido y firma-

do por Pro-Familia, Asociación para la defensa y la promoción de la familia, Filial


Argentina de Human Life International, Buenos Aires, s.f. (aprox. 1994).
84 fornicar y matar

Considerar a la Mujer Encinta como si fuesen dos seres se-


parados ––Mujer + Zigoto–– habilita a narrar su relación corpo-
ral como un litigio entre dos individuos por sus respectivos de-
rechos al propio cuerpo. Insensiblemente, el cuerpo-propio se
desliza a cuerpo-cosa-casa, como si se tratara de un objeto más
cuya propiedad se halla en litigio entre dos individuos anónimos
cualesquiera.

La mujer es dueña de su seno materno, pero el hecho del subli-


me asilo no le otorga el derecho absoluto sobre su ocasional
huésped.
Víctor Martínez

Debemos tener presente que la madre y el niño no nacido no son


como dos inquilinos que ocupan una casa pequeña que, por un
lamentable error, ha sido alquilada a ambos: la madre es la due-
ña de la casa.
J. J. Thomson

En estas dos frases encontramos la misma ecuación, la mujer


dueña del vientre y el nonato su inquilino. Antiabortista y proa-
bortista hablan con el mismo lenguaje, usan los mismos métodos,
pero opinan distinto y es así de simple cómo del mismo argumen-
to cabe sin esfuerzo demostrar posiciones contrarias. El ex vicepre-
sidente argentino V. Martínez y la citada especialista en filosofía
moral J. J. Thomson no están en desacuerdo, quieren cosas distin-
tas respecto de la legalidad del aborto. Martínez reconoce sin pro-
blema que la mujer es la dueña de su seno, pero niega que esto la
habilite para echar a Zigoto y hacerlo morir. Thomson reconoce
que el no nacido tiene derechos a quedarse en el vientre materno,
pero niega que la madre tenga el deber de satisfacerlos o que coar-
ten los suyos.
doble de cuerpo 85

El paradigma de la mujer enfrentada con su embrión ya fue


adoptado por algunas leyes ambiciosamente represivas. El Estado
norteamericano, como garante de la salud del feto durante su ges-
tación, se ha arrogado el derecho a controlar la intimidad de las fu-
turas madres desde que vence el plazo del aborto legal hasta el día
en que darán a luz. El análisis de Cynthia R. Daniels en At Women’s
Expense. State Power and the Politics of Fetal Rights, de 1993, des-
pliega una nueva configuración de fuerzas. “La noción de que el
feto tiene derechos, como paciente y como ciudadano, separado de
la mujer embarazada, ha generado una profunda crisis en las rela-
ciones reproductivas en los Estados Unidos… En la segunda mi-
tad del siglo XX, los desarrollos tecnológicos, sociales, políticos y
económicos, han desafiado la ‘unidad orgánica’ de la mujer emba-
razada y el feto… El feto ha emergido como el más nuevo ‘actor
social’ en la imaginación conservadora americana… Así el feto
emergió como persona, la mujer embarazada comenzó literalmen-
te a desaparecer de la vista… Una vez que la unidad biológica de
madre e hijo fue rota, los hombres pudieron comenzar a controlar
el embarazo por sí mismos, modernas imágenes del feto como au-
tónomo de la mujer coincidieron con asunciones antiguas de que
el feto era una ‘semilla masculina implantada en el vientre’. ”9
Giro del infierno, ahora que las mujeres tienen libertad de
abortar, se convierten en rehenes del Estado si quieren ser madres.
Aquella desconfianza de pacotilla inventada como argumento del
aborto legal, instaura por la violencia de las armas (cárcel o inter-
naciones compulsivas para las madres irresponsables) la relación
madre-hijo desde el otro lado del deseo de embarazo.

9 Cynthia R. Daniels, op. cit., pp. 1-23.


86 fornicar y matar

Es posible que la educación sexual infantil haya comenzado con


la vieja versión del embarazo como la semilla (del padre) planta-
da en el campo arado (el cuerpo de la madre) para sembrar un
nuevo fruto (el embrión). La cigüeña y el repollo han quedado
atrás con la crítica de las mitologías pero la metáfora de la semilla
sigue siendo un modelo de cómo crece lo vivo en lo viviente y re-
tiene la heterogeneidad y la jerarquía entre los dos sexos. El autor
de la vida es el varón, como dijeron los antiguos griegos, la mujer
sólo da alimento y cobijo.
Nuevamente contamos con la misma imaginería para defen-
der posiciones opuestas. A favor de legalizar el aborto tenemos,
por ejemplo, a José Luis Ibáñez y García-Velasco: “Tres momen-
tos biológicos ––zigoto, embrión y feto–– al menos en el proceso
continuado de la vida tras la siembra.”10 Del otro lado Pro-Fami-
lia lo describe así: “Entre el instante inefable en que un esperma-
tozoide perfora la zona pelúcida de un óvulo y el decisivo mo-
mento en que el fruto de esa fusión se implanta en el útero,
ocurre una dramática lucha por la existencia… Hacia el final de
los siete días la ‘bola de vida’ (sic), aún no más grande que un
punto, desciende en la suave pared del útero, donde se planta, en
forma muy parecida a una semilla que cae en un surco de un
campo húmedo y recién arado”.
Con el auge de los movimientos ecologistas, la semilla se con-
virtió en vida genérica y el campo en su medio ambiente natural.
En cuanto se lo considera desde el punto de vista de la semilla, el
campo se vuelve únicamente función de lo “arado”, abstraída del
coito la fecundación se ha convertido en “cosecha”. Entonces Car-
los Menem pudo afirmar el derecho “a gozar del primer medio am-
biente humano natural: la panza de su mamá” y su ministro de Jus-

10 José Luis Ibáñez y García-Velasco, La despenalización del aborto voluntario en

el ocaso del siglo XX, Siglo Veintiuno, Madrid, 1992.


doble de cuerpo 87

ticia referirse al aparato reproductor de la madre como “su ambien-


te o medio natural de supervivencia (que) se genera con el emba-
razo que ocurre en el seno materno” (La Nación). Tensando el sí-
mil del medio ambiente, intelectuales antiabortistas crearon un
eslogan siniestro que pone en jaque a la maternidad.

Actualmente el lugar más peligroso para un niño es el útero de


su madre.11
Presidente de Human Life International

Socios activos de la virulenta campaña que, desde los noventa,


complementa la batalla simbólica con ataques físicos contra los ci-
viles que osan practicar abortos amparados por la ley, antes Rea-
gan y ahora Bush, junto con el Papa, la Madre Teresa, Julián Ma-
rías y muchos otros jerarcas, elevan a primer plano no el aborto
sino el embarazo como amenaza contra la vida humana.

La grave incongruencia que ofrece una sociedad empeñada en


salvar ballenas, lobos salvajes, águilas en extinción y, simultá-
neamente, obsesionada por facilitar el homicidio de quienes se
encuentran en el claustro materno, hasta el extremo de ser és-
te uno de los lugares donde más peligra la vida en el mundo
contemporáneo.12
Ronald Reagan

11 Volante distribuido y editado por Pro-Familia, Asociación para la defensa y


la promoción de la familia, Filial Argentina de Human Life International, Bue-
nos Aires, s.f. (aprox. 1994).
12 “El aborto y la conciencia nacional”, en The Human Life Review, Spring 1983,

vol. IX, núm. 2, p. 7/16, cit. por Alberto Rodríguez Varela, “Vicisitudes del de-
recho a nacer”, La Ley, lunes 5 de marzo de 1990, mimeo de cuatro páginas dis-
tribuido y editado por Pro-Familia, Asociación para la defensa y la promoción
de la familia, Filial Argentina de Human Life International, Buenos Aires, s.f.
(aprox. 1994).
88 fornicar y matar

El mayor destructor de la paz es el aborto, porque es una guerra


directa, una matanza directa: es un asesinato llevado directamen-
te a cabo por la misma madre.13
Teresa de Calcuta

Con los tratamientos tecnológicos, el feto devino, en la litera-


tura médica y popular, un segundo paciente, separado de la mujer
encinta que habría quedado reducida a vehículo de sus intereses.
De “medio ambiente materno” a “la mejor unidad de terapia in-
tensiva posible”, en todo caso, un lugar del que hay que escapar.

Legalizar el aborto es discriminación sobre la base de un lugar de


residencia. Si el niño que se encuentra en el seno de su madre
puede escapar de su primer lugar de residencia (el útero) un día
antes de la fecha programada para su ejecución, entonces su vi-
da estará protegida por toda la fuerza de la ley. Pero mientras per-
manezca en el útero, puede ser muerto a pedido de su madre.14

El Otro y el Mismo

Decir sí a la postura del embrión como individualidad forma


parte del sentido común tanto como decir sí a la que lo considera
como parte del cuerpo de la mujer gestante. En una primera ins-
tancia este diferendo parece un error o un dilema. El problema no
está en las confusas nociones de la vida ordinaria sino en la rigidez

13 El aborto: Mensaje de la madre Teresa de Calcuta, volante distribuido y edita-


do por Pro-Familia, Asociación para la defensa y la promoción de la familia,
Buenos Aires, s.f. (aprox. 1994).
14 Jack y Barbara Willke, Aborto, preguntas y respuestas, Editorial Bonum, Bue-

nos Aires, 1992, p. 17.


doble de cuerpo 89

de ciertos discursos teóricos, que prefieren sacrificar la compleji-


dad de la existencia humana a renunciar a la supuesta elegancia de
un discurso conceptual transparente, lineal e incuestionable. El
principio de no contradicción es impotente para comprender la
significación de los procesos de la existencia humana: excluye to-
da ambivalencia. Y las “ciencias duras” del siglo XX lo han dejado
atrás, desde 1918, podríamos fecharlo en la formulación del Prin-
cipio de Incertidumbre, la ambivalencia de los fenómenos natura-
les ––ya no morales o simbólicos–– pertenece a la lógica de una
ciencia mucho más “estricta” que la biología: la física. La teoría de
la relatividad incorpora una cuarta dimensión, el tiempo (que es,
en palabras de San Agustín, “una distensión del alma”).
Considérese el embrión como parte del cuerpo materno o in-
dividuo cabal, la mujer embarazada se encuentra en una situación
única. Optar por un embrión mera parte significa mutilarlo tanto
como considerarlo ya individualidad. Pero esta disyuntiva de hie-
rro no es la de Zigoto. El embrión atrapado en esa alternativa no
es un embrión cualquiera, es el protagonista del aborto. Fuera de es-
te debate, nada conmina a clasificarlo como una parte del cuerpo
gestante o una individualidad viviente en él.
Hablar de la mujer encinta como si no fuesen dos cuerpos en
uno, no anula la indiscriminación transitoria entre ambos pero sí
oscurece el fenómeno y la significación del embarazo. Mancha de
origen que echa por tierra la ilusión de generación espontánea del
yo, la mujer encinta es lanzada fuera del ciclo de la reproducción
sexual, que comienza con el coito y termina con el parto. Sea para
prohibirle o permitirle abortar, se invocan diversas figuras que se-
paran y descomponen la esencia mixta del embarazo según térmi-
nos menos confusos que los cuerpos sexuados, imposibles de dis-
cernir entre la parte y el todo.
“Pensemos ––propuso Mario Bunge como invitando a esa or-
denación simplificante–– en la posibilidad de reformular todo sis-
90 fornicar y matar

tema de normas en un lenguaje enunciativo. Dado que su función


seguirá siendo exhortativa, nada se perderá; se ganará, en cambio,
al convertir el precepto en proposición verificable… La metaética
también deberá proponerse ––si no quiere eludir problemas tradi-
cionales–– analizar algunos de los predicados que suelen figurar en
las frases de efecto moral; por ejemplo, ‘bueno’, ‘bien’, ‘valioso’ y
‘preferible’. Estos predicados oscuros y ambiguos, que hemos he-
redado del lenguaje vulgar, no bastan para constituir la ética como
ciencia: es preciso refinarlos, construyendo elucidaciones o expli-
cata de ellos, o aun definirlos en función de términos más funda-
mentales, menos ambiguos y más fácilmente escrutables. Sólo así
se podrá librar a la ética y a la teoría de los valores de las comple-
jidades y oscuridades que comparten con el lenguaje ordinario; só-
lo así podrán aspirar a dar cuenta de lo moral.”
¿Cómo puede algo formar parte de otra cosa y ser al mismo
tiempo una individualidad? La contradicción lógica es flagrante;
pero el problema no es para Zigoto ni para la mujer que decide cor-
tar o seguir ese embarazo, sino para quienes pretenden reducir la
lógica de la vida a la categoría del Individuo.
Ludwig Wittgenstein abrió otra puerta. La mayor parte de los
problemas filosóficos son seudoproblemas, es decir, problemas que
no dependen sino del lenguaje en que se juega. Cambiando la for-
mulación del problema, éste no se resuelve sino que se disuelve. Es-
to es lo que sucede con el interrogante filosófico sobre el embrión
como parte o individualidad. Las posturas enfrentadas en torno
del aborto toman partido por uno u otro. Pero no es falsa o una o
la otra. Lo falso es la disyunción que las vincula. El problema se di-
suelve poniendo en su lugar una conjunción.
Porque, ¿cómo negar que la vida que se desarrolla en el útero
es una vida humana individualizada, distinta y distinguible de
cualquier otra, inclusive de la mujer o madre? Pero también ––y
con la misma fuerza de persuasión y de experiencia–– ¿cómo ne-
doble de cuerpo 91

gar que el cuerpo vivo del embrión forma parte del cuerpo de la
mujer gestante, futura madre o próxima abortante?
Esta experiencia es una experiencia exclusivamente femenina.
Lo sabemos. Pero no cuenta casi en el debate. Entonces ¿qué signi-
fica saberlo? Si lo irreductible de la diferencia sexual en embarazo,
aborto y parto es evidente pero queda fuera del campo donde se
libra su debate, pensemos de qué nos sirve saberlo si somos impo-
tentes para situarlo como parte de nuestro mundo vital y preferi-
mos cubrirlo de argumentos aptos para condenarlo o defenderlo.
Son escasos los intelectuales, ensayistas, escritores que a través de
experiencias límite penetran, terrible incomodidad, a pensar un pen-
samiento que no puede dar flor. Es el caso de María Moreno, filóso-
fa de barricada y poeta de la lengua viva, que se atreve a reflexionar
la realidad allí donde no hay ninguna respuesta decisiva y donde las
preguntas son siempre inconvenientes, incomodan el sueño propio
y la vigilia de los amigos. En el artículo que escribió sobre Ana María
del Carmen Pérez, una detenida-desaparecida que, estando embara-
zada de ocho meses, fue fusilada con un tiro en el vientre, encara una
lectura de alto riesgo. Al cuestionar la decisión de la Cámara en lo
Contencioso Administrativo que no considera más que una única
víctima en esas dos muertes, María Moreno suspende a conciencia el
argumento central por la legalización del aborto y plantea “recono-
cer la especificidad de un caso ––no el único–– que exigiría una lec-
tura menos mecánica de la ley y al pie de su letra. No diferencia en-
tre el embrión abortado, el concebido y guardado en el vientre como
futuro hijo y el asesinado por el Estado terrorista. Obviamente este
caso no tiene nada que ver con el de un aborto pero tratándose de lo
no nacido, es imposible no evocar su figura, ya que esa expresión es
la elegida por los partidarios de la penalización para plantear una
cuestión de derechos (…) ¿Por qué no se escucharon esta vez los cla-
mores indignados de los defensores de la vida desde su concepción?
¿Dónde estaban las niñas de uniforme azul que devinieron doncellas
92 fornicar y matar

guerreras durante el debate de la Ley de Salud Reproductiva? ¿O se


trataría veladamente de sancionar a Ana María Pérez por desear ser
madre y desear al mismo tiempo la tarea militante que pone la vida
en riesgo? Al hacer de la ley letra muerta que se aplica con cortapisas,
ahorrando y administrando, ¿no se estaría naturalizando el fin vio-
lento del retoño de quien discute con sus acciones el poder desapa-
recedor? El cuerpo guardado en el interior del de Ana María Pérez
sobrevivió madurando hacia su nacimiento hasta que las balas lo bus-
caron expresamente: los antropólogos forenses advirtieron que, con-
trariamente a los otros cadáveres exhumados, donde las ‘lesiones
traumáticas con armas de fuego’ se encontraban en la cabeza, en el
de Ana María Pérez se encontraban en el vientre. Se trataba de la más
brutal aplicación del dicho, matar dos pájaros de un solo tiro. Pero
hasta en el dicho, el tiro no hace de dos pájaros, uno, mientras que en
el dictamen que decretó reparación económica por Ana María Pérez,
se fusionó, sin detenerse en la complejidad del reclamo, dos en uno.
En cambio, en los casos donde se ha solicitado que se cumplan las ex-
cepciones a la ley que penaliza el aborto o en que se demanda la in-
terrupción del embarazo en casos de anencefalia, la retórica conser-
vadora se gasta en parrafadas para separar mujer y embrión y
convertir a ésta en la amenaza de aquél.”15 María Moreno no genera-
liza ––“pensar cada vez” exige también a los jueces–– y se hace cargo
de una posición, aun en una situación como ésta, donde la verdad no
puede ser teórica y la ética comienza cuando la libertad tiene vergüen-
za de sí misma y se descubre asesina.

Tan bueno es sospechar como dejar de hacerlo: tanto empobre-


ce tomar un discurso como en sí verdadero como reducirlo al lu-
gar de enunciación o a su voluntad de poder o a su ideología.

15 María Moreno, “Violeta. Cuando la figura del desaparecido plantea desafíos


a la ley”, Página/12, Buenos Aires, 6/8/2004.
doble de cuerpo 93

La reticencia a conferir a Zigoto la categoría de un individuo


humano pone en crisis nuestro sistema de percepciones y viven-
cias usuales respecto de quiénes somos nosotros y quiénes son los
otros. A la vista de una mujer encinta, excepto ciertos casos en que
la conozcamos ––y que no esté en juego el debate del aborto–– no
se nos ocurre la idea de que nos hallamos frente a dos individuos
más o menos autónomos o más o menos dependientes.
La tendencia a conferir a Zigoto en la panza una individuali-
dad forma parte del fenómeno humano de la filiación. Anticipa el
futuro hijo en la vida uterina. Conscientes de la futura separación
entre la mujer y su zigoto, nos vemos obligados por tales realida-
des imaginarias a pensar ese organismo de vida interna un poco
como si ya estuviese afuera. La salida inexorable del seno materno
tiene fuerza retroactiva. Dimensión virtual, pura proyección sim-
bólica que conmueve lo que los sentidos ven y los somete a otro
registro. ¿Cómo no ver en ese incipiente grupo de células algo más?
Considerar el embarazo según acontece “en la vida real” signi-
fica vacilar ante los mitos más arraigados. Con la filosofía política
moderna, otorgan al individuo aislado la primacía sobre su perte-
nencia a un mundo de lenguaje, es decir, a un mundo donde nece-
sita que haya otros para aprender a hablar y a desear por y para sí.
El fenómeno del embarazo muestra que para ser considerado per-
sona es preciso haber venido de lo oscuro de una madre, de su
vientre preñado por una relación carnal.
Las leyes no hablan de individuos sino de personas. No se pre-
guntan si hay uno o dos individuos o si hay un cuerpo humano
que forma parte de otro, sino cuáles y qué tipo de personas están
involucradas en un conflicto equis. Y, permitan o no abortar, todas
consideran que hay dos personas en juego cuando hay un emba-
razo: una persona nacida y una persona por nacer. Esto es lo que
significa exactamente embarazo. Porque no hay ningún otro caso
en que en un mismo cuerpo convivan o coexistan dos personas.
94 fornicar y matar

Estas dos “personas” ––que definen la situación de embarazo y el


conflicto en la situación de aborto–– no son consideradas iguales
ni con los mismos derechos por ningún código del mundo. Haber
nacido, como veremos en el próximo capítulo, no es indiferente
para adquirir ciertos derechos democráticos: nacer (vivo) es la con-
dición para que se llame homicidio a la muerte intencional; en
cualquier estadio anterior, esa muerte se llama aborto (y, en caso
de ser un crimen, merece una pena harto inferior). O sea que el
embarazo es la condición primera exigida para que se constituya
jurídicamente la figura de aborto (criminal o no) y es lo que sepa-
ra las figuras criminales de aborto y homicidio.
III

El aborto y el Código Civil


Art. 30. Son personas todos los entes susceptibles de adquirir derechos
o contraer obligaciones.

Con este artículo se abre el Libro primero de las Personas, esta-


bleciendo una incómoda ecuación entre los sujetos de derecho y el
Derecho que les confiere tal condición. Muy lejos de la órbita de la
filosofía natural o de las ciencias biológicas, el Código asienta en la
base de nuestra dignidad una tautología, una definición circular.
No todas las personas son iguales ante la ley. Porque hay “las
personas en general” pero esta denominación abarca, a lo largo de
once títulos entre los cuales se divide esta Primera Sección, desde
los municipios o las sociedades anónimas hasta los embriones, los
dementes y los desaparecidos. La equivalencia Persona = Ser Hu-
mano forma parte del acervo común pero no coincide con lo que
dice el Derecho. Para éste, no todas las personas son seres huma-
nos ni todos los seres humanos son personas.

Art. 31. Las personas son de una existencia ideal o de una existencia
visible. Pueden adquirir los derechos, o contraer las obligaciones que
este Código regla en los casos, por el modo y en la forma que él deter-
mina. Su capacidad o incapacidad nace de esa facultad que, en los
casos dados, les concede o niegan las leyes.
98 fornicar y matar

Las primeras designan a “personas jurídicas” públicas o priva-


das tales como el Estado nacional, las provincias, los municipios y
la Iglesia Católica o como fundaciones para el bien común y socie-
dades civiles, comerciales, etc., capaces de derechos y obligaciones.
Las “personas de existencia visible” entran de lleno en el problema
que nos ocupa:

Art. 51. Todos los entes que presentasen signos característicos de hu-
manidad, sin distinción de cualidades o accidentes, son personas de
existencia visible.

Determinar cuáles signos son característicos de humanidad fue


desde siempre el desafío de filósofos y juristas, médicos, físicos y ar-
tistas. Pero la selección de esos signos caracteriza la época más que a
la humanidad en general. Los legisladores de nuestra época se hicie-
ron eco de los conocimientos de divulgación científica. Con la eco-
grafía puede comprobarse la semejanza entre un nonato y un recién
nacido, con la amniocentesis se constató que la información genéti-
ca está ya completa desde la concepción. Con la tecnología médica
pudo diagnosticarse la existencia de actividad cerebral, a partir de la
cual fue redefinida la muerte jurídica como muerte cerebral. Los efec-
tos en la cuestión del aborto no se hicieron esperar. En enero del 2001,
el presidente del Tribunal Supremo de la Ciudad de Buenos Aires
apoya la solicitud de una mujer para interrumpir su embarazo de una
criatura anencefálica sobre la base de que, por carecer de masa ence-
fálica, no presenta los “signos característicos de humanidad”.

Con el título “De las personas por nacer” se abre el espectro del
aborto al horizonte de una ficción que hace posible contenerlo en
la ley. A través de la distinción entre personas nacidas y personas por
nacer, la ley establece que: a) el embrión es una persona por nacer,
el aborto y el código civil 99

b) las personas por nacer no reciben igual consideración que las


personas nacidas.
Esta distinción irrumpió tardíamente, las modernas legislacio-
nes surgidas a principios del siglo XIX no contemplaban de ninguna
manera los derechos de los por nacer. El movimiento revoluciona-
rio que puso en los cimientos de las democracias modernas el con-
cepto de derechos prepolíticos, intrínsecos a todo individuo, consis-
tió en instaurar el acontecimiento biológico del nacimiento como
corte jurídico primordial. Hasta entonces, para ser persona había
que reunir requisitos de cuna, de raza o de sexo. El solo hecho de aso-
mar la cabeza al mundo no significaba nada en sí mismo. Estricta-
mente “nada”,“nadie”: hay que leer más de una vez el diccionario eti-
mológico para convencerse de que la raíz de la palabra “nacimiento”
es “nadería”. Desde la Carta Magna que los revolucionarios france-
ses promulgaron en 1789 hasta el Documento que las Naciones Uni-
das firmaron en 1948, las Declaraciones de Derechos Humanos su-
brayaron su diferencia con los antiguos regímenes estableciendo en
el artículo primero que nacer vale para la ley.

Art. 1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos.


Las distinciones sociales no pueden estar fundadas más que en la uti-
lidad común.
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789

Art. 1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y


derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben compor-
tarse fraternalmente los unos con los otros.
Declaración Universal de Derechos del Hombre, 1948

Ningún código penal equipara aborto y homicidio porque nin-


gún código civil equipara embarazo y parto, personas no nacidas
100 fornicar y matar

con nacidas. Hay una equivalencia rigurosa entre ambos códigos:


la misma diferencia entre persona y persona por nacer del Civil se
refleja en la distinción homicidio/aborto del Penal.
La cuestión es radical para el aborto y sin embargo está sinto-
máticamente ausente del debate. Hablar de nacimiento implicaría,
aun sin decirlo, referirse al parto y con ello involucrar el fenómeno
del embarazo en la cuestión del aborto. Vimos en el capítulo ante-
rior que el embarazo no forma parte del debate, podría decirse “no
debe” hacerlo. El eje parece ser el status de Persona correspondien-
te al embrión; pero ese status de Persona se busca por todos lados
excepto en el único sitio donde se dirime su consideración efectiva
y actual: el Código Civil.

Art. 52. Las personas de existencia visible son capaces de adquirir de-
rechos o contraer obligaciones. Se reputan tales todos los que en este
Código no están expresamente declarados incapaces.

Art. 53. Les son permitidos todos los actos y todos los derechos que no
les fueren expresamente prohibidos, independientemente de su cali-
dad de ciudadanos y de su capacidad política.

Art. 54. Tienen incapacidad absoluta:


1º Las personas por nacer;
2º Los menores impúberes;
3º Los dementes;
4º Los sordomudos que no saben darse a entender por escrito.

Las personas por nacer tienen derechos pero son derechos revo-
cables, sujetos a condiciones futuras: si no nacen, o nacen muertos,
son nulos desde siempre. Nacer, nacer vivo, y estar separado de la ma-
dre, si así no ocurriere, los derechos del embrión nunca existieron.
el aborto y el código civil 101

Art. 70. Desde la concepción en el seno materno comienza la exis-


tencia de las personas, y antes de su nacimiento pueden adquirir al-
gunos derechos, como si ya hubiesen nacido. Esos derechos quedan
irrevocablemente adquiridos si los concebidos en el seno materno na-
cieren con vida, aunque fuera por instantes después de estar separa-
dos de su madre.

Art. 74. Si muriesen antes de estar completamente separados del se-


no materno, serán considerados como si no hubieran existido.

Entre estos dos artículos se consuma una interesante opera-


ción: ambos recurren al “como si” para urdir la trama humana de
la vida intrauterina con el lenguaje de la ficción. Como si ya hubie-
se nacido, como si nunca hubiese existido. Entre estos polos condi-
cionales se anuda el fenómeno del embarazo al derecho individual.
La expresión no es metafórica, pide el concurso de la comunidad
a mantenerse consciente de que vivimos en un mundo simbólico,
el espacio infinitamente lejano de una cercanía. Difícil evitar cier-
to escozor de alegría frente a la llaneza con que la delimitación con-
vencional de las personas por nacer pone de manifiesto que perso-
na es un artefacto técnico jurídico y no un hecho empírico que
espera que su existencia sea reconocida por la ley.
¿Hacemos como si…? La fórmula invita a la comunidad a jugar
el juego del sentido. La complicidad que nos pide el Código Civil
es que participemos de la ficción inventada para contener a Zigo-
to dentro de la ley.
Es llamativo el silencio mantenido al respecto, como un per-
verso pacto, entre la defensa y la condena del aborto legal. Los cin-
co artículos del 70 al 74 subrayan la importancia del nacimiento.
Incluso los comentaristas más reacios al aborto legal se ven obli-
gados a reconocer, a veces con cierta perplejidad, su significación
jurídica y penal. Por ejemplo, Llambías: “Aun en nuestro sistema
102 fornicar y matar

legal el hecho del nacimiento tiene también trascendencia respec-


to de la personalidad adquirida anteriormente por la persona ‘por
nacer’… la personalidad de la persona por nacer no es perfecta si-
no imperfecta en cuanto está subordinada a la condición resolu-
toria de nacimiento sin vida… todos los derechos adquiridos por
él están bajo la amenaza de su nacimiento sin vida… Desde luego
el nacimiento ejerce la mayor influencia sobre tales relaciones ju-
rídicas pendientes cuando tiene lugar sin vida. Pues el hecho del
nacimiento sin vida del concebido aniquila retroactivamente la
personalidad de éste y por consecuencia desvanece los derechos
constituidos en cabeza suya. Es lo que dispone el art. 74.”1
¿Por qué quedan tapiados estos artículos de las leyes? La perple-
jidad de unos compite con el desinterés de otros, aunados en tiro-
near a Zigoto entre los negros y los blancos absolutos exigidos por
el mercado para reducir cualquier ideología a propaganda moral.
¿Cómo explicar que nunca surjan en el debate esas distincio-
nes que los códigos de todo el mundo establecen por los dos extre-
mos temporales del embarazo, separando homicidio de aborto y
aborto de destrucción de embriones in vitro? ¿Por qué tanta insis-
tencia en negar el embarazo? Mi hipótesis: porque pone en riesgo
la categoría de individuo. Pensarlo implica la crítica de este con-
cepto básico del liberalismo en que vivimos inmersos no sólo ideo-
lógicamente sino estructuralmente.
De aquí el traer una verdad de perogrullo: que nacimiento y
aborto no coinciden con el final del embarazo sino que precisa-
mente consisten en esto. Porque abortar no es un medio para des-
hacerse del embarazo ni una consecuencia de interrumpirlo, abor-
tar significa exactamente las dos cosas. Así lo consideraron los
redactores del Código Penal, que exigieron, para constituir la figu-

1 JorgeJoaquín Llambías, Tratado de derecho civil, parte general, tomo 1, Abele-


do Perrot, Buenos Aires, 1993, pp. 253 y ss.
el aborto y el código civil 103

ra del aborto, la existencia de la mujer embarazada antes que la del


embrión. Y todos los comentaristas coinciden en que los elemen-
tos comunes a todas las figuras de aborto son la existencia de un
embarazo en la mujer, que el feto se encuentre con vida en el mo-
mento de la acción del agente, y que su muerte se haya debido a es-
ta acción.
La duda sobre el embarazo, por el contrario, excluye el delito
punible. Si la gravidez es la condición material de toda figura de
aborto, el cuerpo del embrión no es el cuerpo del delito. A diferen-
cia de cualquier caso de homicidio, el feto muerto no sirve como
prueba del delito, es necesario solamente probar que la mujer es-
taba encinta; lo singular del aborto como crimen contra la vida de
una persona consiste en que al cometerlo se borra a la víctima. El
acto que expulsa a Zigoto hace que nunca haya existido para la ley.
El Código Civil estipula que frente a la presencia del cadáver en
cualquier circunstancia y tiempo, vida y muerte quedan probadas.
Pero el Código Penal establece que en caso de aborto debe quedar
acreditada la delictuosidad del hecho y la Cámara Nacional Crimi-
nal y Correccional, Sala II, ha resuelto que, comprobada judicial-
mente la preñez, no importa la falta del cuerpo. “La acción típica
únicamente puede concebirse con la existencia de una mujer em-
barazada, sin que interese el procedimiento por medio del cual se
logró dicho embarazo (fecundación por medio de contacto carnal,
por inseminación artificial, implantación de un óvulo fecundado).
No es una acción abortiva, por consiguiente, la que procura impe-
dir la fecundación del óvulo, como no lo es tampoco la destruc-
ción del óvulo fecundado fuera del seno materno y que todavía no
ha sido implantado en él.”2

2C. Creus, Derecho Penal, Parte Especial, tomo1, Astrea, Buenos Aires, 1993,
p. 62.
104 fornicar y matar

Art. 63. Son personas por nacer las que no habiendo nacido están con-
cebidas en el seno materno.

Cuando fue redactado este artículo, no había posibilidad de


concepción fuera del seno materno. Ni usar anticonceptivos ni des-
truir embriones de probeta constituyen abortos. Es según su rela-
ción con el vientre materno que se definen dos categorías morales
y jurídicas para el embrión: los que viven en él son personas por
nacer y los que se hallan fuera de él, por ejemplo, los óvulos fecun-
dados in vitro que no han sido implantados, no son personas en
absoluto. Mientras el embrión no se ha implantado en el seno ma-
terno no puede considerarse persona por nacer sino simplemente
un “ser viviente” al que por eso no le caben derechos de ninguna
índole. En el caldo de cultivo su destrucción no es aborto porque
no puede hablarse de embarazo.
Tal “discriminación” contra los embriones de probeta echa por
tierra la ilusión de que el aborto está prohibido como consecuencia
del principio de la igualdad jurídica de los nonatos sobre la base de
sus características biológicas. Las vidas engendradas tecnológica-
mente, aunque exhiban esos mismos rasgos individualmente, no re-
ciben protección legal. Frente al impresionante prestigio de la iden-
tidad genética, el Derecho antepone empero el vínculo corporal y
simbólico materno a la dignidad del individuo aislado. Lo que po-
ne sobre el tapete la necedad de la controversia entre parte e indivi-
dualidad es que, cuando un embrión existe como individualidad ab-
soluta e indiscutible ––el embrión en la probeta–– ahí no tiene
ningún derecho en absoluto. O sea que todos los códigos del mun-
do se fijan en el vínculo con la mujer y no en las características del
embrión para definir si éste es persona y si tiene derechos.
La fabricación tecnológica de vida humana puso en crisis el
principio regular de las legislaciones occidentales, que tomaban co-
mo punto de partida indubitable de las personas la naturaleza se-
el aborto y el código civil 105

xual de la reproducción. Todos los comentaristas se detienen a dar


cuenta de los motivos de la exclusión de los embriones de probeta
de los derechos de los ya implantados, irrumpiendo de golpe en el
tema de la persona el problema de la relación entre sexo y repro-
ducción. La irrupción del sexo preocupa a Terán Lomas, Mazzing-
hi y Zannoni. “La fecundación extracorporal in vitro es un paso
más en la disociación entre relación sexual y concepción.” “Se tra-
ta de un alzamiento contra el orden natural, al separarse acto se-
xual y procreación.” “Está en juego la determinación jurídica del
comienzo de la vida, la protección del nasciturus desde el punto de
vista civil y penal.”
Hay proyectos de extender la personalidad del por nacer al em-
brión en la probeta. Zannoni y Mazzinghi propugnan una formu-
lación de nuevo tipo que reprima la destrucción de los embriones
in vitro en las mismas condiciones que la figura que reprime la des-
trucción del feto en el seno materno. “El descarte de embriones es
una forma de destrucción de una vida humana genéticamente ya
perfecta”, afirma Terán Lomas. Y agrega que se trata de una “euta-
nasia eliminadora” 3. La puja por dar a la identidad genética un lu-
gar en la ley choca con el entero edificio jurídico que establece la
filiación y el parentesco según la evidencia del parto. Pese a los cim-
bronazos de la maternidad subrogada, sigue siendo la mujer par-
turienta y no la que aportó el óvulo el criterio para dirimir, en caso
de conflicto, cuál de las dos es la madre legítima. Parto y nacimien-
to: dos nombres para un solo acontecimiento, un acto y dos pers-
pectivas; el fin del embarazo instaura la separación.
Si el precepto naturalista de la democracia no fuese una ficción
cultural, los embriones de probeta habrían entrado automática-
mente dentro del conjunto de los embriones que no se pueden ma-

3Roberto A. Terán Lomas, Derecho Penal-Parte especial, tomo II, Astrea, Bue-
nos Aires, 1983, p. 387.
106 fornicar y matar

tar libremente. Esta tierra de nadie en que se mueven estas vidas


(indudablemente humanas) saca a la luz el punto clave solapado
en el debate sobre el aborto: hacer pasar una interpretación polí-
tica de la biología por una interpretación biologista de la política.
La desigualdad jurídica es evidente. Si el aborto fuera un cri-
men exclusivamente por matar un embrión genéticamente huma-
no, ¿por qué no se juzga de igual manera su destrucción in útero
que in vitro? Parece que lo que humaniza es vivir en un cuerpo de
mujer. Nuestro derecho a la vida depende de ser hijos, es una fun-
ción de la maternidad. Lo que nos hace humanos no es el ADN si-
no que una madre nos quiera tener. Antes de ser individuos, so-
mos hijos.
¿La vida es sagrada…
o debería serlo?
“La vida es sagrada” es más y es menos que una frase. Por las
palabras que alberga, se dirige a lo más caro de lo humano: nues-
tra vida y su sentido. Pero su misma contundencia atenta contra
su poder de significación, lo que dice parece tan importante y ver-
dadero desde siempre que se hace imposible detenerse a pensarlo.
Escucharlo es afirmarlo. La forma es neutral, y en eso se parece a
una definición como quien dice del acero que es duro; pero la po-
tencia de la frase revela una valoración más que una descripción.
La afirmación de lo sagrado de la vida resulta tan pregnante que
lo que importa es únicamente defenderla, y no importan ya las espe-
culaciones eruditas sobre el embrión ni las razones en juego para no
abortar o sí. Lo que importa es no olvidar que nuestra vida vale. Co-
mo por arte de magia ––o del terror––, la invocación al valor sagrado
de la vida de todo individuo consiguió hacer olvidar la cuestión pre-
via sobre el status fetal. El movimiento es inmediato. Mientras el abor-
to se discute en los límites del embrión como Ser Humano, la discu-
sión no avanza. Apenas el ser humano queda investido como
“sagrado”, la pertinencia del carácter de Zigoto pasa a segundo plano
y el protagonista del debate pasa a ser el carácter de nuestra vida, la de
los que se enfrentan en torno a Zigoto y también la de los que callan.
Dicho de otro modo: sea cual fuere el evento que nos arranca del es-
tado biológico-animal resulta insignificante frente al peso simbólico
110 fornicar y matar

de lo que ese instante instaura, haciendo valer nuestra vida por lo que
nuestros antepasados asignaban a su Dios. Aunque la lógica argumen-
tal del repudio del aborto a partir de la frase “la vida es sagrada” sea
primero la implícita inclusión de los no nacidos entre las Personas y
luego la explícita valoración de la sacralidad de su vida, el golpe emo-
cional del encuentro con lo sagrado de la propia vida funciona como
apelación a defender ese valor de los repetidos atentados, múltiples,
con que hoy sufrimos su degradación. Si la vida de Zigoto fuera sa-
grada, cuánto más la nuestra, cuyo derecho a tener derechos nadie pu-
so en duda. Esto no nos da una razón para convencernos sobre la hu-
manidad del embrión, hace algo menos intrincado y más efectivo: nos
compromete en la defensa de nuestra propia vida amenazada, nos in-
terpela como víctimas más reales que potenciales de la violación co-
tidiana de nuestros derechos “inviolables” y ahí nos hace cómplices.
La adhesión es inmediata, espontánea y defensiva: la vida es sa-
grada era lo que necesitábamos oír. En el trajín de los días, esas pa-
labras repentinamente nos traen a colación que, a pesar de las in-
justicias, nuestras vidas son y deben ser miradas ––ellas también––
como sagradas.

****

El impacto político y emocional de la frase “la vida es sagrada”,


¿responde a su obviedad o a su necesidad? Es decir, ¿refleja una rea-
lidad natural, una verdad universal?, ¿o más bien se inscribe como
una demanda cultural, un valor moral, un ideal social? Un joven
mata a otro para robarle una campera o un par de zapatillas o por
simple ejercicio de violencia o poder. Un señor persigue y da muer-
te a dos rufianes que le han hurtado el pasacasete. Un policía ma-
ta a un ciudadano que no se aviene a confirmarle su investidura.
Etcétera. Con la frase “la vida es sagrada” lo que se manifiesta no
es que esas cosas no suceden, sino que no deberían suceder.
¿la vida es sagrada… o debería serlo? 111

El principio de la sacralidad de la vida consiste en una expre-


sión de deseos. De ninguna manera puede inferirse que sea inge-
nua o cínica, o sea, que oculta o ignora cuán frágil valor es la vida
en el mundo de hoy. La frase se repite con un fervor que delata la
necesidad de recordarlo a todos los seres humanos.
La insistencia en enunciar una y otra vez que “la vida es sagra-
da” expresa más bien lo contrario de lo que aparenta decir, lo que
dice es que todos necesitamos que la vida sea sagrada, ahí reside la
fuerza y la urgencia de aquel enunciado.

****

¿Qué queremos significar cuando decimos de la vida que es (o


debería ser) sagrada? Inmediatamente traducimos: la vida es valio-
sa. Con frecuencia esta atribución de valor aparece ligada al derecho,
que considera la vida humana como bien jurídico del individuo tu-
telado por las leyes. Pero otras veces hablamos de lo sagrado como
una dimensión simbólica desigual y espiritual, aquello que hace de
ciertos seres humanos vidas especialmente valiosas para un grupo o
una sociedad. Tal preeminencia valorativa de unas vidas respecto de
otras tiene su máximo exponente en la estimación que hacemos de
la vida de nuestros queridos. Éste es el ejemplo más rotundo de có-
mo estimamos su valor, no por su condición intrínseca, sino por su
significación para cada uno de nosotros. Pese a nuestra buena vo-
luntad democrática, no valoramos por igual las vidas anónimas de
nuestros conciudadanos que las de quienes tienen un rostro y un
nombre y habitan nuestro mundo. Con lo cual no pretendemos ex-
cepciones al derecho que los iguala, sino rescatar el sustrato existen-
cial y comunitario que lo precede. Quizá por esto se acude una y otra
vez, en el mundo desacralizado de la biotecnología, al llamado an-
cestral del calificativo “sagrado”. Con esta palabra, parecería, se quie-
re indicar un plus al valor de la vida como derecho del individuo
112 fornicar y matar

conferido por su propia naturaleza; alude a algo que no puede in-


cluirse en esta noción. Algo más fino y menos indeterminado que el
individuo, un valor que no termina ni empieza en él, de una impor-
tancia cultural, política, personal, religiosa, incluso cósmica o tras-
cendental, algo que hay que proteger porque representa en cada uno
la existencia misma de la humanidad.
Pero el término “valor” tiene en la modernidad un sentido
exasperadamente económico, que aniquila todo sentimentalismo
en las aguas heladas del cálculo egoísta.

****

¿Por qué la insistencia creciente en responder con el dogma de


la sacralidad de la vida a cada uno de los atropellos que sufre? ¿Por
qué no asumir que es un mito y no una realidad natural, no una
historia fallida sino un buen desafío y una fuente de fuerzas para
transformar los supuestos desatinos de la humanidad? ¿Por qué in-
sistir en lo inviolable de un derecho sistemáticamente arrasado?
Parecería que sin esa instancia de apelación, ese amparo, nos que-
dáramos inermes. Lo que es más grave, despojados de ese respal-
do, nos veríamos inmersos en el horror de que el disvalor de la vi-
da forma parte de su condición.

En suma: “la vida es sagrada” es una expresión abreviada y es-


peranzada de decir que “la vida debería ser sagrada” o que “la vida
debería ser tratada como sagrada”. Entre el presente y el potencial
hay un abismo que los políticos se empeñan en ocultar y una ilu-
sión que el común de las gentes en la vida cotidiana no soporta de-
velar. Porque sin ese ocultamiento y esa ilusión, se transforma en
guerra la divergencia entre lo que es y lo que debería ser el valor de
una vida cualquiera.
Debe haber algo oculto en el fondo de todos, yo creo
decididamente en algo abstruso, significante cerra-
do y oculto, que habita lo común.

Stéphane Mallarmé
IV

El órgano de la ética

Los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí


una batalla sin solución posible. Pertenece a la sabiduría
cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aun-
que no sea ni bello ni sagrado ni bueno. No obstante, éstos
no son sino los casos más elementales de esa contienda que
entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y va-
lores. Cómo puede pretenderse decidir científicamente en-
tre el valor de la cultura francesa y el de la alemana es co-
sa que no se me alcanza. También aquí son distintos dioses
los que entre sí combaten. Y para siempre.
Max Weber
En las discusiones en torno del aborto se ponen en juego ar-
gumentos acerca del status del embrión (si corresponde llamar-
lo ser humano, si entra en la categoría de persona); se discute
también qué privilegiar (la vida de la gestante o la del feto); si ser
madre es el destino natural de las mujeres o un mandato patriar-
cal, si prohibir el aborto significa proteger la vida o es un decre-
to de embarazo obligatorio.
Los argumentos son mucho más que argumentos. Conden-
san una trabajosa red de procesos históricos tramada por con-
ciencias en lucha. El blindaje imaginario erigido por las revolu-
ciones burguesas instituye a la familia como célula natural de la
sociedad y hurta la diferencia sexual a la política, enajena al ho-
gar de la vida pública y a la mujer de su libertad.
Contra la creciente tendencia de los países europeos a libera-
lizar el aborto, nació, en los años setenta, el Movimiento Pro-Vi-
da. La Human Life Foundation fue fundada en 1974 por James
Mc Fadden, un año después de la sentencia Roe vs. Wade que le-
galizó el aborto en Estados Unidos y hoy se ha convertido en la
principal fuente de publicaciones e ideas de los movimientos que
quieren ilegalizar el aborto.
Según el circuito, se llama conservadores o reaccionarios a los
118 fornicar y matar

antiabortistas y liberales o progresistas a quienes defienden la le-


galización. Cuando la bandera es la vida inocente, el énfasis está
en Zigoto y su status ético y legal. Cuando el motor es la mujer,
la piedra de toque es el derecho a elegir y la necesidad de recono-
cerle autonomía e integridad, eje sobre el cual se nuclea el movi-
miento Pro-Choice.
Los antiabortistas cuentan con una carta fuerte: el anzuelo del
término “vida”, que genera en todo mortal una adhesión emocio-
nal inmediata, más aún después de un siglo de genocidios en ma-
sa. Las razones de los liberales fueron reconocidas como legíti-
mas sólo hace unas décadas. La opresión de las mujeres no
terminará hasta que ellas, cumpliendo el principio de igualdad
democrática, sean libres de decidir por sí mismas qué hacer con
sus destinos, sus cuerpos, sus embarazos y su maternidad.
La controversia es desigual, cuando los progresistas terminan
de desplegar sus argumentos, los conservadores logran, con una
sola frase ––la vida es sagrada–– un poder de persuasión y un
efecto de verdad que los deja victoriosos antes de empezar siquie-
ra la discusión. Forzados a responder a la acusación de asesina-
to, los intentos de despenalizar el aborto se debilitan. Sea porque
no es buena táctica política, sea porque el chupadero ideológico
es más fuerte que las posiciones puntuales sobre el aborto, hay en
los discursos legalizadores un fuerte rechazo a aceptar que abor-
tar implique de alguna manera matar.
La defensa de la libertad no quería atacar la vida. Se apoyaba
en la defensa de las mujeres a la elección libre y ahora debe levan-
tar el cargo de atentar contra la vida. Inmediatamente hay que
justificar que el embrión no es sino un manojo de células, una vi-
da potencial, un ser vivo pero aún no plenamente humano, un
ser humano pero no una persona. En la convicción de que las
mujeres tienen derecho a decidir sobre tal “algo”, que el Estado
interfiere abusando de su poder, y que nadie más que sus genito-
el órgano de la ética 119

ras pueden dar destino a la vida que gestaron, prohibir el aborto


significa considerar a las mujeres como prestadoras de vientres o
máquinas de parir.
Con estas ideas, el feminismo ha cambiado el mapa político-so-
cial y la existencia concreta de millones de mujeres; incluso ha arras-
trado a la razón liberal en su apoyo. Ha socavado el poderoso mito
de la mujer-madre en su doble faz de la anatomía como destino y
del instinto materno, liberado el sexo de su encierro en la finalidad
reproductiva, y atacado la servidumbre del género mujer.
Sin embargo, las defensas del aborto legal, atrapadas en el
mismo imaginario donde la sacralidad de la vida se ha vuelto un
fetiche, se ven obligadas a abandonar los argumentos sobre la li-
bertad de las mujeres y discutir en el terreno del enemigo cómo
se define la vida humana y cuándo adquiere su valor.
Pero el “derecho a la vida” puede ser también un buen argu-
mento a favor del aborto legal, todo depende de qué se entienda
por “vida”. Porque condenando a las mujeres que abortan, se da
preferencia a la vida potencial sobre la concreta; y no sólo se pri-
vilegia a los embriones frente a las mujeres, también se privilegia
al embrión frente al niño que ha nacido o ha de nacer.
Nos encontramos con que anti y proabortistas se arrogan am-
bos la defensa de la vida, acusándose recíprocamente de violar los
derechos humanos. Es interesante observar que, bajo la disputa,
se juega la adhesión a un mismo valor de base. La oposición in-
conciliable se libra en el suelo común de los derechos humanos
y el principio de la sacralidad de la vida.
El problema, entonces, es anterior a la discusión sobre el abor-
to: ¿qué se dice cuando se dice “vida”?, ¿qué, cuando se la llama
“sagrada”? Es interesante revisar el origen de la valoración de la
vida como sagrada. Aunque parezca extraño, éste es un concep-
to reciente, una noción moderna que recicla lo que era propie-
dad de los dioses hacia una visión humanista.
120 fornicar y matar

La burguesía es infinita

Impregnados por el discurso actual del Vaticano, damos por


sentado que la defensa de la sacralidad de la vida está en los orí-
genes del cristianismo. Así pasamos por alto lo que todos sabe-
mos, que precisamente el cristianismo instauró la separación en-
tre la vida sagrada (eterna) y la vida terrena (un tránsito), y que
más valía la salvación del alma que la del cuerpo. Véanse los idea-
les que santificaron a los mártires, las Cruzadas, la Inquisición,
etcétera.
Ciertamente, esta mirada hacia el pasado ni invalida ni exige
cuentas a la Iglesia Católica que hoy sostiene y no sostiene las
ideas de ayer y anteayer. Si su silencio pudiera no ser olvido, no
puede decirse lo mismo de los autores que, en el contexto del li-
beralismo y la bioética, se ocupan de la cuestión del valor sagra-
do de la vida en función de la fundamentación y la defensa del
aborto legal con una falta de seriedad que resulta llamativa.
En Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética
tradicional, el filósofo de la bioética Peter Singer afirma que el
dogma “la vida es sagrada” tiene dos mil años, que ha entrado
en crisis y que es hora de sustituirlo por uno más flexible. El in-
terés del libro radica en la exposición de las situaciones críticas
creadas a partir del choque ––y potencial alianza–– entre indivi-
duos, tecnologías y derechos. Pero su punto de partida es una
aseveración que no tiene sustento ni en la historia de la Iglesia
Católica ni en la génesis de las democracias modernas. Lo que a
Singer le interesa no son los valores sino el poder del código. Im-
porta más definirlos que crearlos, hegemonizar la comunicación
más que imponerse como voluntad en las conciencias; y en esto
no hay mucha diferencia ––hay que decirlo–– entre las patrañas
el órgano de la ética 121

democratistas del Vaticano y los papers acumulados por la nue-


va rama de la producción que es el conocimiento teórico. Más
que un desacuerdo con la versión católica oficial, Singer propo-
ne, frente a los nuevos problemas generados por las tecnologías
de la vida y la muerte, un nuevo decálogo para reformar a la hu-
manidad.

Después de regir nuestros pensamientos y decisiones sobre la vi-


da y la muerte durante casi dos mil años, la ética occidental tra-
dicional se ha desmoronado… Estamos atravesando un período
de transición en nuestra actitud hacia la santidad de la vida hu-
mana. Esta transición suscita confusión y división… La farsa en
que se ha convertido la ética tradicional [que reverencia el valor
intrínseco de la vida humana sin considerar su naturaleza o ca-
lidad] es también una tragedia que se repite incesantemente, con
pequeñas variaciones, en las unidades de cuidados intensivos de
todo el mundo… La práctica médica se ha vuelto incompatible
con la creencia en que posee el mismo valor.
La prohibición de matar directamente al feto fue el primer as-
pecto en que la ética de la calidad de vida puso en duda la santi-
dad de la vida.1

Singer encara una crítica de la moral actual tomándola por una


tradición de dos mil años. Como conclusión final del libro, Singer
propone destituir los que él denomina “cinco mandamientos de la
vieja ética que hemos visto que son falsos” y “reescribirlos para ob-
tener un nuevo planteamiento ético de la vida y la muerte”. Desde
el primero al último, los cinco supuestos que Singer combate no
son “mandamientos”: ni están en el Decálogo ni pertenecen al

1 Peter Singer, Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradi-


cional, Paidós, Barcelona, 1994, p. 70.
122 fornicar y matar

mundo de valores de la Biblia. Y no son viejos principios éticos si-


no modernos principios jurídicos. Aunque sería interesante anali-
zarlos en detalle, aquí nos limitaremos al primero como ejemplo
de este tipo de operaciones simbólicas.

Primer antiguo mandamiento: considerar que toda vida huma-


na tiene el mismo valor.
Primer nuevo mandamiento: reconocer que el valor de la vida
humana varía.

El “primer antiguo mandamiento” ni es antiguo ni es un man-


damiento. Es el primer enunciado de las democracias modernas,
que declara que todos los seres humanos nacen iguales en digni-
dad y derechos (véase capítulo III). El “mandamiento” propues-
to para sustituirlo, en cambio, sí forma parte del acervo tradicio-
nal, en particular del texto bíblico, pero no en calidad de
“mandamiento”. No lo ordena Yahveh, no lo decreta un rey, sur-
ge de boca de hombres que han vivido y pensado la vida. Es el
primer encontronazo ético, el lugar común de la experiencia, el
secreto de los juicios de valor que caracteriza a la Biblia a través
de muy diversos pasajes, de los cuales citaremos aquí dos para-
digmáticos: Salomón y Job.

Si alguno que tiene cien hijos y vive muchos años, y por muchos
que sean sus años, no se sacia su alma de felicidad y ni siquiera
halla sepultura, entonces yo digo: Más feliz es un aborto, pues en-
tre vanidades vino y en la oscuridad se va; mientras su nombre
queda oculto en las tinieblas. No ha visto el sol, no lo ha conoci-
do, y ha tenido más descanso que el otro.
Eclesiastés, 6:3/5

Quien vive y no es feliz de alguna manera no encuentra des-


canso ni al morir. Según el rey Salomón, más feliz es un aborto que
el órgano de la ética 123

el que vive y no encuentra gozo en su vivir. El valor de la vida no


depende de su sentido biológico, no radica en ser fecundos ni lon-
gevos. El Rey de la Sabiduría hace depender el valor de la vida del
modo en que la vida es vivida.

¿Por qué en la matriz no morí, por qué al salir del vientre no su-
cumbí? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿Por qué hubo dos
pechos para que mamara? Pues ahora descansaría tranquilo, dor-
miría ya en paz… O ni habría existido, como aborto ocultado,
como los fetos que no vieron la luz… ¿Para qué dar la luz a un
desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que
ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que
por un tesoro…, a un hombre que ve cerrado su camino, y a
quien Dios tiene cercado?
Libro de Job, 3:3/23

La Biblia no justifica el sufrimiento con el argumento de la vi-


da. Ni el aborto ––privar de nacer–– ni la vida ––meramente haber
nacido–– son tomados en los dos textos como valores intrínsecos.
Que la vida valga según el modo en que se vive parece hoy un aten-
tado a los derechos individuales, una ofensa a la democracia; pero
nacer no siempre es bueno y morir no siempre es malo.

Singer presenta una visión confusional pero, puesto que sus


preguntas son inteligentes y buscan soluciones pragmáticas a las
cuestiones planteadas muchas veces de manera abstracta por la
bioética, nos hace pensar.
Con una actitud de pensamiento menos recomendable, el ca-
tedrático norteamericano Ronald Dworkin, profesor de filoso-
fía del derecho y autor del ya citado libro titulado El dominio de
la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad
individual, promete encarar la “vaga y misteriosa” idea de lo sa-
grado como contexto de la cuestión del aborto y defrauda al lec-
124 fornicar y matar

tor página tras página hasta el final del libro sin siquiera entrar
en tema.
Dworkin abre su libro con una tentadora tesis: la controversia
del aborto se basa en la idea fundamental de que cada vida huma-
na por separado tiene un valor intrínseco e inviolable siendo el
desacuerdo qué significado darle a esta idea. Pero el meollo con-
flictivo de esta idea no es, como da por sentado el autor, “lo sagra-
do” de la vida sino “lo intrínseco” de su valor. Dworkin dedica a es-
te problema apenas media página:

Deberemos superar una objeción que los filósofos han formula-


do y que niega la posibilidad misma de que algo tenga valor in-
trínseco. David Hume y muchos otros filósofos insistieron en que
los objetos y los hechos pueden tener valor sólo cuando y por-
que sirven los intereses de alguien o de algo. Según esta opinión,
ninguna cosa es valiosa salvo que alguien la desee o salvo que sir-
va a alguien para obtener lo que desea. ¿Cómo puede importar
que una vida continúe, a no ser que esa vida sea importante pa-
ra alguien? ¿Cómo es posible que la continuación de la vida sea
importante simplemente en sí y por sí misma, tal como lo esta-
mos sugiriendo?
Ésta puede parecer una objeción poderosa. Pero gran parte de
nuestra vida se basa en la idea de que los objetos y los hechos
pueden ser valiosos por sí mismos. Si ganar y gastar dinero ocu-
pa la mayor parte del tiempo, debemos reconocer que también
es familiar a la experiencia el presuponer, a través de nuestras
opiniones acerca del conocimiento, el arte o la naturaleza que
“estas cosas” son valiosas por sí mismas y no por utilidad o pla-
cer o satisfacción que proporcionan.2

2 Ronald Dworkin, op. cit.


el órgano de la ética 125

Precisamente, esa espontánea equivalencia es un síntoma de la


desaparición de lo sagrado en un mundo donde impera el valor.
Lo valioso, a diferencia de lo sagrado, no nos somete a un espacio
desconocido y peligroso para los principios que guían la vida de
todos los días. El gesto moderno de otorgar a lo sagrado el título
de valioso entendido como bueno y positivo, lava lo sagrado de to-
da fuerza trascendente. La operación está a la vista: nadie llamaría
“valioso” a lo que nos provoca temor y temblor.
Derivando del significado que “sagrado” reviste en la idea ge-
neral de sacralidad de la vida, Dworkin deduce de allí que “sa-
grado” significa “valioso”, “inalienable”, “inviolable”, “intrínseco”,
“una inversión natural y humana”. En ningún momento se le
ocurre preguntarse si esa idea existió siempre, y especialmente
si la valoración sagrada de la vida humana fue históricamente
un valor intrínseco adjudicado a las vidas individuales. Que los
mártires cristianos dieran la vida por su fe hace tambalear inme-
diatamente esa idea contundente. Inmolarse para dar testimo-
nio de Cristo requiere valorar como sagrado algo que no es la
propia vida y por lo cual vale la pena perderla. Suponiendo que
se mantenga como eslogan la vida sagrada, no podría ser nunca
intrínseca al individuo. Más curioso aún es que no se haya inte-
resado en absoluto tampoco por lo que dijeron al respecto los
pensadores de este siglo, ni siquiera los que investigaron las
transformaciones de lo sagrado como concepto y como expe-
riencia. Los agudos ensayos de Mircea Eliade, de Georges Batai-
lle, de Roger Caillois, y más recientemente de René Girard o de
Giorgio Agamben, no fueron interrogados por Dworkin en su
pregunta por el significado de lo sagrado.
La configuración conceptual de lo sagrado según R. Dwor-
kin aniquila punto por punto el significado que lo sagrado en-
traña según las experiencias de las cuales nos ha dado testimo-
nio la historia.
126 fornicar y matar

He defendido una comprensión particular de la santidad de la vi-


da al discutir el aborto: que una vez que la vida humana ha co-
menzado el aborto constituye un desperdicio ––un hecho inhe-
rentemente malo–– cuando se desperdicia lo invertido en esa vida.

Está claro que nociones como valor, desperdicio e inversión na-


da tienen que ver ni con el concepto ni con la experiencia de lo sa-
grado; ensañarse analizando estos textos es una pérdida de tiem-
po. Lo sagrado, lo profano, y lo mío: la burguesía es infinita.

Demasiado en común

Qué sea lo sagrado o el sentido de la vida no parece ser en el


debate un punto de conflicto ni una cuestión interesante; las ex-
posiciones apuran la copa de Zigoto. El debate se encarniza en tor-
no de esa diferencia, confiere al estatuto del feto el poder del vere-
dicto final. Gran parte del atascamiento y esterilidad de este debate
reside aquí: cabe pensar que se afirma que el embrión es un ser hu-
mano hecho y derecho para gozar de una razón contundente con-
tra el aborto legal, y que quienes lo niegan lo hacen para esgrimir
un motivo suficiente que quite peso moral a su desaparición. Tan
reñida la contienda, y tan especulares los discursos, da que pensar.
Comparten la idea de lo sagrado de la vida y se separan apenas por
un sí o un no. Pero poner un simple “no” delante de una idea no la
destruye. Casi diríamos que la refuerza.
Llama no poco la atención que el negativo de una proposición
que dice mucho no tenga nada absolutamente que decir. Si una
proposición que dice mucho es falsa, el hecho mismo de su false-
dad debería ser interesante. Estas citas dan una idea de esa homo-
geneidad teórica que subyace a la controversia, y de la desorienta-
el órgano de la ética 127

ción moral del debate. Vemos cómo estas voces, que pertenecen a
distintos ámbitos y tienen posiciones opuestas frente al aborto, re-
sultan indiscernibles:

Estoy completamente de acuerdo con el principio básico católi-


co de que nunca nos sea permitido matar a un ser humano ino-
cente. Por lo tanto, si hay un verdadero ser humano desde el mo-
mento de la concepción, el aborto tendría que ser considerado
inmoral en cualquier etapa de la preñez.3
J. F. Donceel

El gran problema sobre el aborto es en realidad si el embrión o


feto es un ser humano o no, es persona o no.4
Pedro Luis Trevijano

Toda la cuestión del aborto, ya sea que se enfoque desde el pun-


to de vista religioso o del médico o del legal, depende del difícil
problema de cómo definir al feto.5
Israel R. Margolies

Si existe verdaderamente una tercera persona indefensa, el abor-


to es un homicidio, sin más. Por lo tanto, se trata de discutir si
verdaderamente existe un tercero indefenso.6
Beatriz Sarlo

3 J. F. Donceel, “El punto de vista de un católico liberal”, en El aborto en un mun-

do cambiante, Extemporáneos, México, 1972.


4 Pedro Luis Trevijano, Madurez y sexualidad, Ed. Sígueme, Salamanca, 1988,
p. 334.
5 Israel R. Margolies, “El punto de vista de un rabino reformista”, en El aborto

en un mundo cambiante, op. cit.


6 Beatriz Sarlo, “Historias de la vida privada”, en Revista Tres Puntos, nº 23, Bue-

nos Aires, 1997.


128 fornicar y matar

Se dijo que ahora se haría posible una resolución neutral del


conflicto, que se disiparían los equívocos inevitables que surgen
del diálogo entre profesionales de distintas áreas (y otros malen-
tendidos menos respetables), y así se habría logrado el ansiado
equilibrio de la deliberación pública. “Ya no se hablan dos len-
guajes distintos, ni se dialoga desde planos paralelos, sin ningún
punto de aproximación”, escribe Javier Gafo, erudito católico es-
pañol, miembro del Comité de Bioética de la ONU y autor de El
aborto y el comienzo de la vida humana, un estudio exhaustivo y
valiente del pensamiento cristiano de ayer y de hoy. “Tanto en la
discusión extraeclesial, como en la que tiene lugar dentro del
campo católico, se tratan los mismos problemas clave y se bara-
jan los mismos argumentos y dificultades.” Esto significa, conti-
núa, “un primer elemento indiscutible y sumamente positivo”,
ahora moralistas, pensadores y católicos “que tratan el problema
del aborto lo hacen con los mismos términos y desde esquemas
similares a los utilizados por los hombres de ciencia o por los me-
dios de información.”7
¿Significa esta unificación un progreso en la discusión? ¿Se-
rá, entonces, que la controversia sobre el aborto no es una gue-
rra de intereses sino un gran malentendido? ¿Será que no hay en-
frentamiento entre valores sino una confusión, una ignorancia
que la ciencia puede resolver dando por finalizado el conflicto y
que entonces no habrá ya lugar para la interminable lucha ideo-
lógica?
Como se verá, el consenso acerca del “punto nodal” del proble-
ma del aborto ––el status de Zigoto–– ha unificado la discusión pe-
ro no la ha hecho avanzar un ápice. Las diversas posiciones pare-

7 Javier Gafo, El aborto y el comienzo de la vida humana, Ed. Sal Terrae,


Santander, 1979, p. 133.
el órgano de la ética 129

cen absolutamente divergentes ––en cuanto al aborto lo son–– pe-


ro están unidas en un mismo horizonte. Invitamos al lector a ob-
servar estas secretas coordinaciones, que responden al imaginario
social contemporáneo, y podremos ver cómo, pese a haber huido
al terreno neutral de la biología, el conflicto sigue siendo un cho-
que de valores encubierto. Recurrir a argumentos cientificistas es
desactivarlo políticamente. Lo dijo Goethe: “El que quiere conocer
y describir un ser viviente, comienza por despojarlo de su espíri-
tu; entonces se queda con los pedazos en la mano, sólo le falta por
desgracia el vínculo espiritual”.

Muy concisamente, presentamos las principales posturas res-


pecto de en qué momento una vida humana adquiere las caracte-
rísticas de Persona y por qué:

• “Concepción”. Desde el primer instante, con la fecundación


que consiste en la fusión de los gametos y la formación del
huevo-zigoto: porque el embrión presenta las características
que le confieren su individualidad, la información genética
completa que seguirá teniendo hasta el momento de su muer-
te y tal combinación, su ADN, es única, original y práctica-
mente irrepetible.
• “Anidación”. Desde la tercera semana comienza el período
embrionario con la implantación del huevo-zigoto en la ma-
triz que acaba con la totipotencia celular y abre el proceso de
formación de la placenta; sólo entonces finaliza el proceso de
individuación que podría haber dado lugar a gemelos mono-
cigóticos y sólo entonces puede considerarse que ha comen-
zado el embarazo.
• “Sensibilidad”. Desde el segundo trimestre, comienza el pe-
ríodo fetal con la formación de órganos y tejidos, un sistema
circulatorio funciona ya con un corazón primitivo y aparece
130 fornicar y matar

el surco neural que dará lugar al sistema nervioso. Sólo a par-


tir de la capacidad de sentir dolor y placer el individuo ad-
quiere la facultad de tener interés en su propio bienestar y por
tanto derechos a ser protegido por las leyes y valor moral a ser
respetado por los demás.
• “Vida cerebral”. Desde el tercer trimestre, con la presencia de
actividad cerebral en el encefalograma. La característica pro-
piamente humana consiste en la actividad racional, la con-
ciencia y la autoconciencia.
• “Viabilidad”. Desde alrededor del séptimo mes, con la posibi-
lidad de vivir fuera del útero materno que permite el parto
prematuro, viva o no la madre. La primera condición para
considerar la existencia de un individuo como tal es la capa-
cidad de vivir independientemente de los otros.

Desde el más riguroso punto de vista científico puedo probar


que un embrión ya implantado puede ser considerado como un
ser individual, pero con igual rigor puedo refutarlo y probar que
puede decirse del embrión que es una “individualidad” sólo a
partir de que es viable. Tan buenos son los fundamentos objeti-
vos que humanizan a Zigoto desde la concepción como los que
le hacen esperar tres meses o más. O sea que esas demostraciones
no demuestran nada. Nada fuera de sí mismas: cada una irrefu-
table, nada dicen del criterio para elegir “la verdadera”, nada de-
muestran respecto del aborto.

La farsa

Los criterios propuestos duran lo que dura la discusión. Fuera


de la escena del debate, ninguno de los participantes recuerda qué
significaba tal o cual acontecimiento biológico para distinguir el
el órgano de la ética 131

bien y el mal. Si el tema no es el problema del aborto = problema


de zigoto, nadie sostiene que los fetos se autodeterminan, o que tie-
nen intereses propios, que piensan o razonan, ni que tienen el des-
tino en sus manos porque poseen desde siempre en el ADN una
identidad única e irrepetible.
Si se quiere que Zigoto sea considerado Persona desde la con-
cepción o sólo después de los tres o seis meses, no basta con cri-
minalizar todo aborto como homicidio o conceder el derecho de
decidir a cada mujer. Es preciso, además de grabarlo en el Códi-
go Penal, modificar por completo el Código Civil sustentado en
un concepto de persona que no admite ninguna de las posicio-
nes arriba planteadas, favorables o contrarias a la legalización del
aborto.
Por ejemplo, si quienes equiparan aborto y asesinato creyeran
lo que dicen, deberían exigir otros importantes reclamos legales
que, junto con la prohibición del aborto, se desprenden del prin-
cipio de la concepción como comienzo absoluto de la vida huma-
na. Aquí una breve lista de medidas concretas para defender esta
tesis: implementación de un Registro Civil de Embarazos; Código
de Procedimientos Especiales para el Registro de la Vida Intraute-
rina y Determinación Prenatal de la Nacionalidad.
Pese a que las leyes y costumbres adjudican a esta fecha un pa-
pel central, el nacimiento como suceso simbólico que inaugura
nuestra vida casi no tiene adeptos en el debate sobre el aborto. An-
ti y proabortistas describen el nacimiento en términos extravagan-
tes, contrarios al sentido común y ajenos, ciegos y sordos, a su rol
en el derecho. Con una displicencia que suena forzada descartan el
nacimiento como un fenómeno irrelevante.

Un niño recién nacido es sólo un feto que ha sufrido un cambio


geográfico y algunos cambios fisiológicos como la respiración.
Un recién nacido alumbrado en su vigésimoquinta semana está
132 fornicar y matar

en una incubadora peor desarrollado físicamente y no más inde-


pendiente que un feto normal en su trigesimoséptima semana en
el útero. ¿Qué diferencia hay que justifique llamar a ese recién
nacido persona pero no a ese feto? ¿Qué diferencia hay que pue-
da utilizarse para justificar matar al niño no nacido cuando es-
taría mal matar al niño ya nacido?8
Roger Wertheimer

Nada será añadido a este ser entre el momento de la fecundación


y su muerte finalmente al llegar a la vejez, excepto tiempo, nutri-
ción y oxígeno.9
Pro-Familia

El nacimiento es un momento importante porque la relación


de la madre con el bebé es diferente de la que tenía con el feto;
también se pueden relacionar otras personas con el bebé de
una forma que no podrían antes. Pero no por ello es un mo-
mento en el que de repente el feto pase de no tener derecho a
la vida a tener el mismo derecho a la vida que cualquier otro
ser humano.10
Peter Singer

No veo ninguna diferencia entre la persona precoz que usted era


en la concepción y la persona posterior que es ahora. Usted era,
y es, un ser humano.11
Jerôme Lejeune

8 Rober Wertheimer, “Comprender la discusión sobre el aborto”, en Debate so-


bre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, op. cit.
9 ¿Cuándo comienza la vida humana?, op. cit.
10 Peter Singer, op. cit., p. 134.
11 Doctor Jerôme Lejeune, “Life Begins at Conception”, en She’s a Child, not a

“Choice”, Human Life Alliance of Minnesota Education Fund. Inc.-Advertising


Supplement, Minnesota, 1999, p. 4.
el órgano de la ética 133

Pues desde que ha comenzado a existir el nuevo ser por la fecun-


dación del óvulo materno, es innegable que se está en presencia
de un individuo de la especie humana que existe antes del naci-
miento ya que este hecho sólo cambia, aunque sustancialmente,
el medio en que se desarrolla la vida del nuevo ser.12
Jorge Joaquín Llambías

Tal vez porque el nacimiento, cuyo instante es inmediatamen-


te accesible para cualquiera y cuyo peso se remonta al pasado le-
jano, sea poco apto para competir con otros hitos más modernos
y sofisticados descubiertos recientemente por los altos estudios
genéticos y embriológicos. Quizás algunos lo descarten por una
cuestión táctica; ante los pasos agigantados con que avanza el co-
nocimiento de la vida prenatal y las posibilidades médicas de in-
tervenir corrigiendo fallas congénitas durante el embarazo, para
qué arriesgarse a disensos más que probables respecto del sexto
o séptimo mes. Además, resultaría provocativo para la opinión
pública y problemático respecto de su legislación. Retrasar hasta
el nacimiento la adquisición de todo derecho obligaría a que el
Estado renuncie a toda injerencia en el embarazo y hasta después
del parto. Todas estas razones empujan a rechazar el momento de
nacer como hito crítico de la persona, pero no compelen a ridi-
culizarlo. Contamos la edad a partir de esa fecha. Quien no na-
ció no figura en el árbol genealógico, nadie lo recuerda por su
nombre ni hay misas en su memoria. Lo que muere en el vientre
de su madre no tiene nombre ni edad. Nadie le da sepultura. Lo
que lo deja fuera de estos ritos que hacen a toda cultura no es ha-
ber sido abortado delictuosa o accidentalmente, sino el no haber
llegado a nacer, el no poder morir.

12 Jorge Joaquín Llambías, op. cit.


134 fornicar y matar

Descartado el nacimiento, no hay otro corte tan abrupto co-


mo el de la fecundación. Frente al resto de las propuestas, el cri-
terio del comienzo absoluto del ser humano goza de una ventaja
cara al espíritu de nuestro tiempo. Este criterio, parecen decir, en-
carna científicamente el ideal de los derechos humanos, no dis-
crimina por defectos físicos o mentales. Tiene a su favor la credi-
bilidad de la genética y las impresionantes posibilidades de la
medicina fetal.
La estrategia es brillante: disputa al nacimiento “clásico” el ho-
nor de los comienzos y lo confronta con el “acto original” de la
concepción. ¿Quién puede decir, sin ser arbitrario, que uno y no
otro de esos saltos evolutivos encarna el pasaje de un embrión li-
so y llano a uno con derechos? Que el proceso es gradual no está
en discusión, ¿cómo delimitar, entonces, una barrera temporal
moralmente relevante entre dos instantes continuos? ¿Bajo qué
concepto cargar un determinado momento de esa evolución con
el peso de la distinción moral entre un ser cuya muerte es inocua
para la sociedad y un crimen?
La réplica no se hace esperar. Es consistente pero sin gracia.
Para dar una idea sensible del estilo que impera en gran parte de
los textos favorables al aborto legal, reproduciremos aquí la cui-
dadosa exposición argumental que M. D. Farrell desarrolla para
desarmar el sofisma planteado. Siguiendo el razonamiento paso
a paso, comprobaremos (sin alegría) que lo que dice es una ver-
dad mucho más cercana a la experiencia pero que, sin embargo,
es pobre en efecto de verdad.

Para intentar mostrar las diferencias entre un feto y un ser hu-


mano ––si las hay––, no es necesario exhibir diferencias moral-
mente relevantes entre dos etapas sucesivas del desarrollo fetal.
Miremos por un momento el esquema que sigue, el cual fue di-
señado por Van Der Veer. El esquema comienza con el zigoto y
el órgano de la ética 135

finaliza con el neonato, y las etapas sucesivas se denominan S1,


S2, S3, etcétera.

zigoto neonato

S1 S2 S3 S4 S5 S6

Puede ser que no existan diferencias relevantes entre las etapas


sucesivas, digamos entre S2 y S3, pero eso no implica que no
pueda haber diferencias relevantes entre dos etapas no sucesi-
vas, digamos S1 y S5. Las diferencias entre dos etapas sucesivas
del desarrollo de un organismo pueden ser moralmente insu-
ficientes como para justificar un tratamiento diferente de esas
etapas; pero ésta no es una razón para considerar injustificable
el tratamiento diferente de etapas no sucesivas. Un ejemplo si-
milar puede encontrarse en el uso del lenguaje en los casos de
vaguedad. Supongamos que un hombre comience a perder sus
cabellos de a uno. Si nos limitamos a estudiar las etapas suce-
sivas de su pérdida de cabello, nunca podríamos encontrar di-
ferencias relevantes entre ellas que permitan comenzar a lla-
marlo pelado. El esquema, que requiere ahora mucho más de
seis etapas, es el siguiente:

con pelo pelado

S1 S2 S3 S4 Sn

Es claro que entre S3 y S4, por ejemplo, no hay diferencia rele-


vante (sólo se produjo la caída de un cabello). Pero hay diferen-
cia relevante entre S7 y Sn, por ejemplo, lo que nos permite de-
cir que el individuo en cuestión no era pelado en S7 pero lo era
en Sn. De ahí que no se necesite buscar diferencias en la evolu-
ción fetal que se refieran a etapas adyacentes de su desarrollo. Es
posible, entonces, que no exista un punto preciso, en un momen-
136 fornicar y matar

to posterior a la concepción, que sea relevante para el razona-


miento moral; aun así, puede haber diferencias morales relevan-
tes entre un aborto temprano y uno tardío.13

¿Por qué demostrar con tanto aparato teórico lo obvio con el


ejemplo del pelado? ¿Ante quién dar examen de lógica? ¿Por qué
gastarse en demostrar un razonamiento válido pero que no se di-
rige a ningún interlocutor? No se busca minar la fuerza antiabor-
tista sino mostrar que no tiene razón. El objetivo es imponer su
criterio al público demostrando que no se trata de un razona-
miento válido. Pero, ¿ante quién se justifican? La idea, que es sim-
ple, se complica en una exposición trivial que acude a las series
matemáticas para demostrar lo que dicta el sentido común. Y,
siendo en sí bastante evidente, se vuelve enjundiosa. Todos sabe-
mos que los cambios graduales también son cambios y que un
lapso no es más vago que un instante, no se precisa tanta artille-
ría para probarlo, basta apelar al interlocutor. ¿Por qué contar con
su ausencia en un libro hacia él dirigido? ¿O sólo se quiere per-
suadir al adversario?

Pruebas para una intuición

Identificar, como hacen los antiabortistas, el inicio biológico


de Zigoto con su advenimiento como persona tiene la ventaja de
trazar un límite preciso, inequívoco, inaugural. Pero tiene la des-
ventaja de no coincidir con la intuición: nadie valora de igual ma-
nera la vida de un óvulo fecundado hace veinticuatro horas que
la de un embrión de tres meses. Que es más valiosa la vida pre-

13Martín D. Farrell, La ética del aborto y la eutanasia, Abeledo Perrot, Buenos


Aires, 1993, pp. 32-3.
el órgano de la ética 137

natal a medida que pasa el tiempo es una intuición no ajena ni


siquiera a quienes pregonan, sin concesiones, la tesis genética de
zigoto-persona desde la concepción. Digan lo que digan, esa ver-
dad científica no les evita experimentar una sensible diferencia
entre la muerte de un “ser humano” de diez células y la de uno de
tres meses. Puede interpretarse este desajuste como hipocresía.
Tal vez haya casos en que así sea. Pero el maquiavelismo es me-
nos común que el sometimiento al imaginario de la época; y el
de la nuestra otorga primacía a la validez lógica de los razona-
mientos por sobre los saberes, a veces irracionales o contradicto-
rios, de la experiencia personal y colectiva. Entonces, más que hi-
pocresía, creencia en la religión del siglo XX: nuestro ídolo es la
ciencia, más precisamente, la verdad que representa. Más que cí-
nicos, devotos sin trascendencia.

El moderno, escribió Walter Benjamin, es el hombre despo-


jado de su experiencia. Fe en el conocimiento, no en la percep-
ción de los sentidos. Preferencia por la precisión de los instru-
mentos técnicos al precario entendimiento que sus ojos y cabeza
le dan. Por tanto, sospechar mala fe de un ciudadano que “sien-
te” que un zigoto de seis meses es “más” humano que uno de tres
días pero “afirma” que uno y otro tienen el mismo derecho a vi-
vir, es una conclusión apresurada. Probablemente padezca en su
corazón las consecuencias del moderno reinado de la ciencia y se
sienta contrito al verse atrapado en falta por “ver” jerarquías don-
de “entiende” que no las hay. Cuántos de nosotros no nos hemos
visto sorprendidos in fraganti inclinando nuestro corazón con-
tra los dictados de la razón. Quién no ha sufrido el tironeo entre
la adhesión al principio de la absoluta igualdad de todos los se-
res humanos y la insidiosa sensación de que no lo son.
Todo esto lejos de hablar del atraso del sentido común respec-
to de los métodos de la ciencia, es síntoma de la devaluación de
138 fornicar y matar

lo simbólico. ¿Por qué es más difícil sustentar algo que todos sen-
timos encarnado en la experiencia que una verdad fríamente
prendida a nuestra vida con los alfileres del dato? Un preocupan-
te cuadro de época.

Desventajas progresistas

Si la realidad última de Zigoto es la realidad última del aborto,


los defensores del aborto legal están perdidos; es mucho más fácil,
qué duda cabe, mostrar la crueldad de un zigoto muriendo bajo
las tenazas del aborto que la de una mujer arrinconada por haber-
lo engendrado. En el primer caso, puesto que se trata de condenar
los abortos, es posible poner el mal sólo de un lado; en el segundo,
en cambio, esta operación es imposible. Sólo a condición de que
legalizar el aborto significara condenar la maternidad, el embara-
zo podría constituirse en la contracara siniestra para las mujeres
de la sobrevivencia del embrión. Mostrar un feto agonizante es
mucho más fácil que mostrar las agonías de una mujer por haber
quedado encinta. El discurso antiabortista puede darse el lujo del
estatismo. Quienes defienden la legalización, en cambio, están obli-
gados a una narración. Y no poder narrar es el problema del hom-
bre y la mujer contemporáneos: o ya no sabemos cómo o ya no te-
nemos qué, en cualquier caso, esa vieja costumbre de marineros
que contaban historias o inventaban aventuras ha quedado atro-
fiada frente al bombardeo de estímulos informativos, ociosos, hi-
giénicos y productivos.
Las representaciones antiaborto ganaron las calles. Desde los
pupitres de las escuelas religiosas hasta las páginas de Internet,
cualquiera sea el nivel cultural del auditorio y el medio de difusión,
vemos reproducirse, en todas las escalas, cruentas representacio-
nes donde un feto ––muy semejante a un bebé–– se retuerce de do-
el órgano de la ética 139

lor bajo las maniobras quirúrgicas. La idea es mostrar los procedi-


mientos médicos, ya no como intervenciones asépticas, sino como
feroces métodos carniceros. Para evidenciar que el aborto mata la
vida embrionaria no era necesario ese despliegue. El detalle apun-
ta a la emoción, es decir, a convertir lo que todos sabemos en lo que
no queremos saber. La “vanguardia reaccionaria” constituye un
modelo inigualable de agit-prop.

Frente al meticuloso estudio del Zigoto de hoy, las teorías de


ayer son un híbrido. Embriología contaminada por el supuesto ri-
guroso del alma y la azarosa infusión en el cuerpo, el conocimien-
to antiguo, medieval y renacentista se nos revela pobre, impreciso,
erróneo. No hay duda de los avances sobre el conocimiento del de-
sarrollo embrionario. No cabe decir lo mismo respecto de sus con-
secuencias, saber todo de Zigoto no garantiza saber nada de qué o
quién es, esos datos no nos informan sobre cómo concebimos al
ser humano. A diferencia de nuestra desproporción, el saber tradi-
cional encarnaba en las proposiciones de su ciencia el sentido de
su ley, divina, política, jurídica o moral. Precarias, ingenuas o fal-
sas, las verdades de la vieja ciencia encontraban consonancia con
los hábitos y creencias de su mundo. Eran menos científicas pero
más pragmáticas. Eran verdades que servían para vivir. Gozaban
de un motor que nos está negado: la convergencia entre verdad
simbólica y verdad objetiva. Moderno es quien sufre este desgarro.
La verdad ha estallado.
Estamos frente a un extraño fenómeno, pese a que la intuición
del valor progresivo de Zigoto en el curso de su desarrollo goza de
consenso general, demostrarlo como un hecho incuestionable resul-
ta muy difícil. Se produce una situación paradójica, entre una pro-
posición acorde con la experiencia general y una contraria a ésta, re-
sulta más sencillo impugnar la intuición que confirmarla. Buscar
pruebas para una intuición: así podría llamarse la empresa.
140 fornicar y matar

Si se puede demostrar con igual rigor que Zigoto es y no es per-


sona desde la concepción, es porque ese interrogante escapa a las
posibilidades del conocimiento, de la lógica y de la ciencia. Así con
el debate científico sobre el aborto sucede lo que Kant vio como la
confusión en la que incurre el escepticismo. Captar las realidades
de las que no tenemos experiencia con el mismo método y catego-
rías con que captamos los fenómenos empíricos. Quien quiere sa-
ber del alma, del mundo y de Dios, debe renunciar a “conocerlos”.
“Esto muestra ––escribió Wittgenstein mucho más tarde–– que es
absurdo decir que la ciencia ha probado que no hay milagros. La
verdad es que el modo científico de ver un hecho no es el de verlo
como un milagro.”14

14 Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, Paidós, Barcelona, 1997, p. 42.


V

El aborto y el Código Penal


Una lectura de los códigos deja claro que el tratamiento jurídi-
co del aborto se plantea en otros términos que los manipulados en
el debate ideológico. Mientras el grueso del debate apunta a incluir
o excluir a Zigoto de la categoría de Persona equiparando el abor-
to con un asesinato o con el uso de anticonceptivos, los códigos
parten de una distinción triádica, que contempla, en el seno de esa
dicotomía, una sutileza vital inscripta en comienzo y final del em-
barazo: la “persona por nacer”.
Como ya dijimos, ningún código penal equipara aborto y homi-
cidio porque ningún código civil equipara personas no nacidas con
nacidas. “Este delito ––afirma Carrara––, por odioso y vituperable
que sea, nunca puede equipararse en gravedad con el homicidio,
pues la vida que en él se extingue no puede considerarse como defi-
nitivamente adquirida; es más una esperanza que una certeza; y en-
tre el estado de feto y el de hombre hay tanto intervalo y se interpo-
nen tantos obstáculos y peligros, que siempre puede quedar en duda
si aun sin la expulsión violenta esa vida hubiera podido llegar a con-
vertirse en una realidad.” El Código Penal nunca dice “causar la
muerte del embrión” sino “causar un aborto”. Elude al embrión, lo
sustrae de la posibilidad de la muerte y habla sólo de la intervención
abortiva, es decir, de la liquidación del embarazo antes que de la co-
rrelativa del embrión. Presentado en 1868, el texto del Proyecto Te-
144 fornicar y matar

jedor pone un énfasis anacrónico y refrescante sobre la sabiduría del


sentido común: “La distinción entre matar al hijo después de naci-
do o bien hacerlo antes del nacimiento, es evidente: la mujer emba-
razada no es todavía madre. No está retenida por el amor de una
criatura que no conoce, y es más excusable cuando se deja arrastrar
por el solo temor del deshonor. Su acción es menos atroz, porque
tiene menos repugnancia por vencer… Entre el feto que aún no na-
ció y el niño que ha respirado y abierto los ojos, encontrará siempre
el buen sentido un abismo de diferencia”.

Código Penal de la Nación Argentina


Capítulo I: Delitos Contra la Vida
Título I: Delitos Contra las Personas
Libro Segundo: De los Delitos

Art. 79. Se aplicará reclusión o prisión de ocho (8) a veinticinco (25)


años, al que matare a otro, siempre que en este Código no se estable-
ciere otra pena.

Art. 80. (Texto según Ley Nº 21,338, vigente por Ley Nº 23.077.) Se
impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua, pudiendo aplicarse
lo dispuesto en el artículo 52, al que matare:
1) A su ascendiente, descendiente o cónyuge, sabiendo que lo son;
2) Con ensañamiento, alevosía, veneno u otro procedimiento insidioso;
3) Por precio o promesa remuneratoria;
4) Por placer, codicia, odio racial o religioso;
5) Por un medio idóneo para crear un peligro común;
6) Con el concurso premeditado de dos o más personas;
7) Para preparar, facilitar, consumar u ocultar otro delito o para ase-
gurar sus resultados o procurar la impunidad para sí o para otro o
por no haber logrado el fin propuesto al intentar otro delito.
el aborto y el código penal 145

8) (Agreg. Ley Nº 25.601.) A un miembro de las fuerzas de seguridad


pública, policiales o penitenciarias, por su función, cargo o condición
(B.O., 11/6/02).
9) (Incorp. por Ley Nº 25.816.) Abusando de su función o cargo,
cuando fuere miembro integrante de las fuerzas de seguridad, poli-
ciales o del servicio penitenciario (B.O., 9/12/03).
Cuando en el caso del inciso 1 de este artículo, mediaren circunstan-
cias extraordinarias de atenuación, el juez podrá aplicar prisión o re-
clusión de ocho (8) a veinticinco (25) años.

Art. 81. (Texto vigente por Ley Nº 23.077.)


1) Se impondrá reclusión de tres (3) a seis (6) años, o prisión de uno
(1) a tres (3) años:
a) Al que matare a otro, encontrándose en un estado de emoción vio-
lenta y que las circunstancias hicieren excusable;
b) Al que, con el propósito de causar un daño en el cuerpo o en la sa-
lud, produjere la muerte de alguna persona, cuando el medio emplea-
do no debía razonablemente ocasionar la muerte.
2) (Derogado por Ley Nº 24.410.)

Art. 82. (Según Ley Nº 11.221, de fe de erratas y Ley Nº 23.077.)


Cuando en el caso del inciso 1 del artículo 80 concurriere alguna de
las circunstancias del inciso 1 del artículo anterior, la pena será de re-
clusión o prisión de 10 a 25 años.

Art. 83. Será reprimido con prisión de uno (1) a cuatro (4) años, el
que instigare a otro al suicidio o le ayudare a cometerlo, si el suicidio
se hubiese tentado o consumado.

Art. 84. (Según Ley Nº 25.189.) Será reprimido con prisión de seis (6)
meses a cinco (5) años e inhabilitación especial, en su caso, por cinco
(5) a diez (10) años, el que por imprudencia, negligencia, impericia
146 fornicar y matar

en su arte o profesión o inobservancia de los reglamentos o de los de-


beres de su cargo, causare a otro la muerte. El mínimo de la pena se
elevará a dos (2) años si fueren más de una las víctimas fatales, o si
el hecho hubiese sido ocasionado por la conducción imprudente, ne-
gligente, inexperta o antirreglamentaria de un vehículo automotor.

Art. 85. El que causare un aborto será reprimido:


1) Con reclusión o prisión de tres (3) a diez (10) años, si obrare sin
consentimiento de la mujer. Esta pena podrá elevarse hasta quince
(15) años, si el hecho fuere seguido de la muerte de la mujer;
2) Con reclusión o prisión de uno (1) a cuatro (4) años, si obrare con
consentimiento de la mujer. El máximum de la pena se elevará a seis
(6) años, si el hecho fuere seguido de la muerte de la mujer.

Art. 86. (Texto original vigente por ley Nº 23.077.) Incurrirán en las
penas establecidas en el artículo anterior y sufrirán, además, inhabi-
litación especial por doble tiempo que el de la condena, los médicos,
cirujanos, parteras o farmacéuticos que abusaren de su ciencia o ar-
te para causar el aborto o cooperaren a causarlo.
El aborto practicado por un médico diplomado con el consentimien-
to de la mujer encinta no es punible:
1) Si se ha hecho con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud
de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros medios;
2) Si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al
pudor cometido sobre una mujer idiota o demente. En este caso, el
consentimiento de su representante legal deberá ser requerido pa-
ra el aborto.

Art. 88. Será reprimida con prisión de uno (1) a cuatro (4) años, la
mujer que causare su propio aborto o consintiere que otro se lo cau-
sare. La tentativa de la mujer no es punible.
el aborto y el código penal 147

Aborto y homicidio

Para el Código Penal abortar no es “matar a otro”. En los ar-


tículos que tratan del delito de aborto, la palabra “muerte” no se
menciona. El Código considera al aborto un delito contra la Vida,
pero lo separa de los delitos referidos como “matar a otro”. ¿Signi-
fica esto que el embrión no es “otro” aunque sea una “persona”? ¿O
que abortar no es matar? En cualquier caso, el aborto se aleja del
homicidio.

homicidio intencional de 8/25 años a perpetua


aborto provocado de 1/4 años

Los “matices” entre abortos y homicidios son tantos y tan va-


riados que vale la pena detenerse en los intersticios que especifican
cada uno de estos crímenes contra la vida de las personas. En prin-
cipio, salta a la vista la desigualdad de la pena: de 1 a 4 años para
la mujer que aborta y el que se lo causa contra 8/25 años para un
homicida.
La distancia entre una abortante y una homicida se torna con-
tundente observando la consideración de las penas según el víncu-
lo entre víctima y criminal. De acuerdo con el inciso 1º del art. 80,
el lazo de sangre es un agravante que convierte un homicidio en
un crimen que merece prisión perpetua. En cambio, aunque el
vínculo filial es inherente al crimen de aborto, éste ni siquiera al-
canza el castigo de un homicidio simple.
Confrontando las otras circunstancias agravantes que elevan la
condena por homicidio a cadena perpetua con las circunstancias
típicas del aborto clandestino, nos encontramos con una situación
donde las líneas divergentes se abren aún más: de los siete agravan-
tes de un homicidio, el 1º, el 3º y el 6º son constitutivos del fenó-
148 fornicar y matar

meno de aborto, y aunque uno solo alcanza para elevar la pena de


homicidio a cadena perpetua, los tres siempre presentes en un
aborto no alcanzan a elevarlo a homicidio:

• abortar siempre implica hacer cesar la vida del incierto descen-


diente, sabiendo que lo puede ser.
• no se reprime con prisión o reclusión perpetua a quien practi-
que esta intervención a cambio de dinero ni la pena aumenta
por esta razón. El profesional abortero ha hecho de esta prácti-
ca médica clandestina un negocio altamente redituable y, salvo
contadísimas excepciones, no se aviene a operar si no recibe la
cuantiosa suma con que lo beneficia ese trabajo criminal “en
complicidad” con una desconocida inesencial, una clienta más
cuyos intereses le son totalmente indiferentes. En este sentido,
ya habría que hablar, más que de remuneración, de codicia.
• desde el momento en que hay dos ––mujeres y aborteros–– se
cumple el requisito de atentar contra una vida humana “con el
concurso premeditado de dos o más personas” ––que usual-
mente son bastante más que dos (en un aborto más o menos
seguro, costo 1.000 pesos por lo menos, el equipo médico cons-
ta de anestesista y enfermeras, amén de que es común que la
mujer que va a abortar llegue acompañada de su compañero o
una amiga o algún familiar).

Nótese que si estos tres agravantes del crimen de homicidio for-


man parte de la estructura misma del crimen de aborto, los otros
cuatro también pertenecen estructuralmente al aborto pero por la
negativa: son opciones imposibles para una mujer que aborta. Pues-
to que abortar implica atacar el propio cuerpo, usar procedimiento
insidioso (2º) o hacerlo por placer, codicia, etc. (4º) quedan invali-
dados automáticamente. La “creación de un peligro común” (5º) se
halla absolutamente ajeno a la situación del aborto: ninguna peli-
el aborto y el código penal 149

grosidad social contra las vidas de los otros o contra la tranquila con-
tinuación de las otras mujeres embarazadas se da jamás, ni siquiera
como efecto colateral. Y nadie aborta como vía para delinquir en
otro campo ni para lograr quedar libre de cargo y culpa por sus pro-
pias acciones o de otros (7º). Puesto que nacimiento y aborto per-
tenecen a la vida privada, el destino de un embarazo compromete el
poder del Estado pero precisamente en esto reside el “peligro co-
mún” que “prepara u oculta” otros y “se asegura” la “impunidad”.
Mientras que el Código Penal no prevé ninguna excepción en
los artículos referidos a homicidio, el art. 86 establece específica-
mente dos casos en los cuales se exime de pena a los causantes de
un aborto. En qué circunstancias no es punible un homicidio se
determina de manera general para el conjunto de delitos como
Inimputabilidad en el art. 34. (entre otros casos, incomprensión de
la criminalidad del acto, cumplimiento de un deber, defensa pro-
pia, obediencia debida). Las excepciones previstas en el art. 86 no
entran en esta figura, invocada, empero, ocasionalmente, como ar-
gumento para defender la legitimidad de su legalización.
Las tentativas de cualquier crimen reciben un castigo atenua-
do pero no son impunes (art. 44). Las circunstancias que rodean
al aborto son distintas; el art. 88 establece específicamente que la
tentativa de aborto no es punible. Así como el Código Civil no da
explicaciones sobre por qué establece tales distinciones y tales lí-
mites entre derechos y personas, tampoco el Penal da cuenta de
los motivos para el tratamiento especial del aborto entre los otros
crímenes contra la vida, por ejemplo quitando toda delictuosi-
dad a su tentativa. “El fundamento de la impunidad dado por la
Exposición de motivos del Proyecto de 1891, es ‘evitar el escán-
dalo y la turbación de la familia’. ”1 “La razón de la impunidad es

1 David Elio Dayenoff, Código Penal, concordancia, comentarios, jurisprudencia,

esquemas de defensa, A-Z Editores, Buenos Aires, 1998, p. 198.


150 fornicar y matar

que el estrépito del foro causaría mayor perjuicio social que la


impunidad de un hecho que, sin haber logrado el efecto busca-
do, queda en la intimidad de la mujer o de su ámbito.”2 Castigar-
lo significaría marcar el inicio de la relación entre esa madre y su
hijo con un elemento tan sórdido, que la ley prefiere soslayar el
delito en favor de una maternidad más propicia: “La reserva del
hecho, la necesidad de no inducir a la mujer a reiterar la manio-
bra mediante este particular perdón legislativo, justifican tal op-
ción política del legislador.”3
El recurso a “emoción violenta” estatuido en el art. 81(a) como
parcial exculpación del homicidio no se aplica a ningún caso de
aborto. Pese a la violenta irrupción de un embarazo en la vida de
una mujer que no lo esperaba ni lo soporta y a la evidente carga
emocional que rodea el aborto, no hay impulsividad que suprima
la planificación de ir a abortar. Análogamente, contra el intermi-
tente reclamo de algunas apólogas feministas, tampoco se acepta
contemplar el aborto terapéutico bajo la figura de la autodefensa.
Complejo resulta el contraste entre la atenuante para el homi-
cida que no tenía intención de matar (art. 81.b) y la ausencia de
sanción para el caso análogo de aborto. El que por negligencia o
imprudencia lleva a la muerte a alguna persona, tiene una gran re-
ducción de la pena ––seis meses a tres años–– pero, ¿nada protege
a una mujer encinta de perder a su hijo por error de cálculo de
quien se propuso dañarla a ella nada más?
El “homicidio culposo” paga, el “aborto culposo” no existe.
Existía en los primeros pasos del derecho, en el código conocido

2 Ricardo Núñez, Manual de derecho penal, Parte especial, Marcos Lerner Edi-
tora, Córdoba, 1988, p. 36.
3 C. Creus, op. cit., p. 78. Véase también Sebastián Soler, Derecho Penal Argenti-

no, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1970, pp. 101-2.


el aborto y el código penal 151

como Ley del Talión cuya mala fama no hace honor al aconteci-
miento histórico revolucionario que fundó en la venganza públi-
ca la primera forma de Justicia.

El aborto y la Ley del Talión

En el capítulo 20 de Éxodo, las Sagradas Escrituras contemplan


cómo ha de ser juzgado el culpable de provocar un aborto no in-
tencional.

Si unos hombres, en el curso de una riña, dan un golpe a una


mujer encinta, y provocan la expulsión de la criatura sin más da-
ño, el culpable será multado conforme a lo que impone el mari-
do de la mujer y mediante arbitrio. Pero si resultara desastre, da-
rás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano,
pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, car-
denal por cardenal.
Éxodo, 21:22/5

Es ésta la única vez que aparece la cuestión del aborto en tér-


minos jurídicos en el Antiguo Testamento. El pasaje se refiere al
aborto producido de manera accidental en una riña donde una
mujer encinta es agredida fortuitamente por el contrincante de su
marido. Si la mujer es herida o muerta, se aplica la Ley del Talión,
cuyo “castigo consiste en sufrir el mismo daño que uno causó”
(Corominas). En cambio, si es el feto el que muere, la pena se re-
duce al pago de una indemnización.
En la base del derecho se encuentra siempre implícita una con-
cepción del ser humano. ¿Quiénes son los sujetos supuestos por la
ley? ¿A quién se le ha hecho un daño que merece qué castigo? Que
baste el dinero para castigar el aborto pone en evidencia que no se
152 fornicar y matar

lo considera como la pérdida de una vida, no se paga con la del


agresor. La distinción cualitativa del castigo expresa una tajante lí-
nea divisoria entre el valor de la vida antes y después de haber na-
cido. Si la vida del feto valiese como la de su madre, su padre po-
dría reclamar la muerte del agresor. El embrión fallecido se cobra,
no se venga. El tratamiento bíblico del aborto es inquietante, nos
enfrenta a un modo de pensar la ley muy diferente del nuestro. Hay
una distancia que separa la agresión al prójimo de la agresión a sus
derechos: si la mujer resulta lastimada, el castigo se cobra sobre el
cuerpo del agresor; si aborta, sobre su bolsillo.
En el párrafo del Éxodo se pena todo daño sufrido por la mu-
jer encinta, excepto el que le provoca el aborto. Si un hombre le
causa el aborto, las exigencias de la ley del Talión no pueden cum-
plirse, la preñez no tiene equivalencia posible. El arbitraje de esta
diferencia entre el hombre y la mujer se resuelve sin resolverse, se
pasa por alto que un aborto implica inevitablemente un trauma-
tismo físico para la mujer (mucho más si es contra su voluntad y
a consecuencia de una riña). Desgarros y hemorragias parecen no
representar lesiones corporales, no son punibles como tales.
El eclipse de la mujer se prolonga hasta que desaparece inclu-
so de la transmisión del relato. No sólo fue borrada como cuerpo
herido en el aborto sino que fue borrada también como protago-
nista del texto clave de la Ley del Talión. La formulación clásica del
Talión no recuerda a la mujer encinta que articula daños y casti-
gos. Quien lo trae a la memoria dice “ojo por ojo, diente por dien-
te”. No aparece “alma por alma”, mucho menos que el alma era de
la mujer, y que esa mujer estaba embarazada.
La mujer que aborta es tan fantasma en la visión bíblica como
en la contemporánea. La diferencia es que en la primera el damni-
ficado era el padre y ahora es el hijo. Las mujeres siguen quedan-
do excluidas.
el aborto y el código penal 153

Aborto e infanticidio honoris causa

Hasta hace menos de veinte años, el Código Penal contem-


plaba un caso especial de homicidio, el infanticidio honoris cau-
sa, que se hallaba atenuado por algunas de las circunstancias
agravantes exigidas por el art. 80. Según el mismo artículo 81
que atenúa el homicidio por emoción violenta en el inc. 1, el inc.
2 atenuaba el infanticidio por causa de honor si se realiza duran-
te el período puerperal. Aunque dejó de estar en vigencia en
1995, su relación original con la fugaz figura del aborto honoris
causa y la posterior separación de sus caminos hasta la actual eli-
minación de ambos, muestra el enroque donde la prohibición
de fornicar y la de matar consuman un interesante desvío de la
lógica con que solemos considerar las decisiones y procedimien-
tos de los códigos.
La inclusión del aborto honoris causa tiene su primer antece-
dente en el Proyecto de Tejedor. En el año 1868 éste considera con
benevolencia a la mujer que aborta: “si fuese de buena fama y co-
metiese el delito poseída por el temor de que se descubra su fragi-
lidad, se le disminuirá la mitad del tiempo”. Desde 1887, según el
capítulo III del Código Penal, se estipula la deshonra como ate-
nuante del delito de aborto:

Art. 104. La mujer que violentamente causare su aborto o consin-


tiere que otra persona se lo cause, será castigada con uno a tres años
de prisión; y si lo hiciere por ocultar su deshonra, con el mínimum
de esta pena.
Código Penal, vigente desde 1887 hasta 1903

La ley de Reformas de 1903, artículo 17, deroga expresamente


esa disposición. Y pese a los diversos proyectos con que varios ju-
154 fornicar y matar

ristas de prestigio y renombre lo propusieron4, no volvió a incor-


porarse este atenuante del aborto en el Código Penal. Como pode-
mos leer en los Comentarios, sus autores insistían por un motivo
razonable, no les parecía que fuera lógico suprimir la causal del ho-
nor del aborto cuando permanecía como atenuante de otro crimen
mayor: el infanticidio.

Hoy ese atenuante ha desaparecido. Pero estuvo en vigencia se-


gún el inciso 2º del art. 81 desde 1921:

Se impondrá pena de prisión de seis (6) meses a dos (2) años o reclu-
sión hasta tres años a los padres, hermanos, marido e hijos que para
ocultar la deshonra de su hija, hermana, esposa o madre, cometiesen
el mismo delito en las circunstancias indicadas en la letra a) del in-
ciso 1º de este artículo [referido a emoción violenta].

En 1968 se modificó como sigue:

Se impondrá pena de prisión de seis (6) meses a dos (2) años o reclu-
sión hasta tres años a la madre que, para ocultar su deshonra, mata-
re a su hijo durante el nacimiento o mientras se encontrare bajo la
influencia del estado puerperal.

Este artículo fue finalmente derogado en 1995.


Cuando una maternidad vergonzosa revelaría la sexualidad ile-
gítima de una mujer, el asesinato del hijo es atenuado al punto de
recibir menos castigo que un aborto. Sólo hace dos décadas fue de-
rogada la prerrogativa de la deshonra sexual para el infanticidio.
En cambio, la causal de honor desapareció de las leyes sobre abor-

4 Proyectos de Gómez y Coll (1937), de Peco (1941), del Poder Ejecutivo (1951),

de Soler (1960) y de Aguirre Obarrio, Cabral y Rizzi, revisado por Soler (1979).
el aborto y el código penal 155

to casi cien años antes. Desde entonces, el aborto aparece en el Có-


digo Penal aislado de todo vínculo con el sexo o la maternidad.
¿Por qué se mantuvo durante casi todo el siglo XX una benevo-
lencia hacia la infanticida y no hacia la abortante en las mismas cir-
cunstancias? En ambos casos, se trata de una mujer que, empuja-
da por la moral social, termina con la vida que engendró. Esta
pregunta preocupó a los juristas, cuya insistencia en reincorporar
la causa de honor para el aborto apela a la coherencia lógica del sis-
tema legal. Sea cual fuere la respuesta, el infanticidio honoris cau-
sa muestra la otra cara del aborto condenado.
El beneficio a la infanticida se basa en las dos puntas que que-
dan excluidas del aborto. La exculpa parcialmente porque su cri-
men anuda lo ilegítimo del sexo en lo ilegítimo de un hijo. Así,
aquel desliz queda relegado por una maternidad infame. La con-
dena del aborto hace silencio sobre el coito que lo precede en el
tiempo y la maternidad que evita en el futuro. El delito se circuns-
cribe a la muerte del embrión; el crimen no tiene contexto. Su de-
finición es estricta, se atiene al instante del acto, un presente des-
pojado de su línea en el tiempo.

En el siglo XVIII Cesare Beccaria, que funda el derecho moder-


no, establece que el derecho debe responder a las realidades socia-
les y tomar en cuenta la ardua disyuntiva en que se halla la mujer
infanticida que, para escapar del estigma y sustraer a su hijo de esa
miseria, comete un crimen.

El infanticidio es también producto de una contradicción inevi-


table, en que se encuentra una persona que se ha entregado por
debilidad o por violencia. Puesta entre la infamia y la muerte de
un ser incapaz de sentir sus males, ¿cómo no ha de preferir esta
última a la miseria ineludible a que estaría expuesta junto con su
desventurado fruto?
156 fornicar y matar

La mejor manera de prevenir este delito consistiría en proteger


con leyes eficaces a la debilidad contra la tiranía, la cual exagera
los vicios que no pueden cubrirse bajo el manto de la virtud. To-
da pena (dice el gran Montesquieu) que no se deriva de la abso-
luta necesidad, es tiránica.5

No se podría encontrar esta benignidad en la doctrina cris-


tiana, evitar las consecuencias de la fornicación nunca podría ha-
ber sido un paliativo. Los penitenciales juzgaban la gravedad de
aborto e infanticidio según si la mujer había sido motivada por
la estrechez económica o para ocultar un pecado sexual. Y en es-
te último caso, la severidad de la condena era máxima. En la mo-
dernidad, en cambio, el infanticidio es más grave que la fornica-
ción. Fornicar ya no es un delito pero pasa a ser tan duramente
enjuiciado por el entorno, que la deshonra social parece motivo
suficiente para cometer infanticidio. Cuando un hijo ilegítimo se
convierte en marca de vergüenza para la mujer, la ley considera
injusto redoblar el castigo. “Benignidad hacia la mujer ilegítima-
mente fecundada que mata a un ser al cual aún no la ligan víncu-
los de afecto, y que, al contrario, se le presenta como un enemi-
go de su honor.”6
Inscripto en la moral burguesa de la decencia familiar del siglo
XIX, Carrara focaliza el infanticidio desde sus efectos perjudiciales
para las mujeres. Mucho después, Molinario:

Existe, por un lado, en los autores de este delito, un propósito in-


discutiblemente elevado: el de ocultar la deshonra de una mujer,
es decir, la pérdida de la honra, supremo capital que la mujer tie-
ne para desenvolverse en la vida, de acuerdo con los conceptos

5 Cesare Beccaria, De los delitos y de las penas, Biblioteca El Sol, Buenos Aires,
1991, p. 67.
6 Francisco Carrara, Programa, III & 1206, p. 251.
el aborto y el código penal 157

sociales ambientes, y que viene a desempeñar el mismo papel que


la probidad en el varón.7

La importancia de la honra sexual de una mujer es tal que se


califica como “indiscutiblemente elevado” el propósito que la lle-
va al infanticidio. Entre nosotros, Ricardo Núñez adjudica “bue-
na fe” a la infanticida que obra creyendo que su acto ocultará su
deshonra:

La exigencia de esta finalidad es tradicional en nuestra legisla-


ción. La madre obra con esa finalidad cuando, de buena fe, ma-
ta al hijo para evitar la mancha que caería sobre ella a raíz de su
falta sexual. La buena fe de la madre presupone su creencia en la
eficacia del medio empleado para evitar su pública deshonra se-
xual. Como toda situación subjetiva, ésta también debe interpre-
tarse a través de las circunstancias objetivas del caso. Si la rela-
ción sexual o la preñez o el parto no han trascendido, será difícil
negar la causa de honor invocada por la madre.8

Puesto que la deshonra de las mujeres podía arruinar en un ins-


tante una sólida reputación familiar, el atenuante de infanticidio
vale lo mismo, lo lleve a cabo la mujer o los hombres de su fami-
lia. Es llamativo que este artículo no haga ninguna referencia al
consentimiento de la mujer. A diferencia de lo que sucede con el
tratamiento de aborto, no se especifica cuál sería el castigo si el in-
fanticidio se cometiera en contra de la voluntad de la mujer.
En 1968, la ley dispuso que los parientes no gozan de ningún
instrumento legal que los habilite para ocupar el lugar de la mujer
en la decisión de matar al recién nacido. Según la Exposición de
motivos de la Comisión Redactora de la ley 17.567, “proviene de

7 Cit. por Roberto Terán Lomas, op. cit., p. 147.


8 Ricardo Núñez, op. cit., pp. 42-3.
158 fornicar y matar

tomar en cuenta los profundos cambios sociales ocurridos en los


últimos cuarenta años, en cuanto a la censura y aun el repudio que
la maternidad irregular acarreaba”.

“El espectáculo de una infanticida excita horror, indignación,


piedad para la víctima, pero no genera espanto y temor con res-
pecto a sí mismos en la generalidad de los ciudadanos, por lo cual
su daño mediato es menor.”9 Aquello que Carrara puntualiza del
infanticidio, sucede igualmente respecto del aborto: la amenaza de
muerte que pesa sobre un embrión es intransferible.
Para recibir el atenuante penal, la figura del infanticidio exigía
un límite temporal. Aunque la reducción de la pena depende del
móvil subjetivo de la deshonra, sólo rige si el crimen se realiza du-
rante el estadio puerperal. Hay desacuerdo respecto de si ese esta-
do fisiológico produce una perturbación psíquica suficiente para
provocar una conducta anómala, si funciona como mero límite
temporal o como circunstancia coadyuvante. La influencia del es-
tado puerperal, como señala Terán Lomas, está siempre supedita-
da al factor más importante y generador del delito, la ocultación
de la deshonra, que es lo que “oscurece el campo de la conciencia,
que sin ser completamente anulada, resulta obnubilada, sin llegar
a la exclusión de la imputabilidad.”10
¿Cuáles son las circunstancias excepcionales que rodean al
puerperio y pueden tener tal influencia en la conducta de una mu-
jer? Distintos juristas se han preocupado por establecerlas en de-
talle a partir de los conocimientos médicos. “Merkel habla de los
acostumbrados apuros materiales y morales que envuelven por lo
regular los nacimientos extralegítimos, y cuyo influjo puede sufrir

9 Roberto A. Terán Lomas, op. cit., p. 144.


10 Ibid., p. 158.
el aborto y el código penal 159

un aumento anormal en las situaciones producidas por el parto…


Pisapia menciona la dolorosa excitación que sigue al parto, y Mag-
giore la perturbación psíquica de la madre, que justifica la degra-
dación del título de homicidio en el de infanticidio… Ciafardo in-
cluye en las psicopatías de la maternidad o gravídicas procesos de
diversa índole, neuróticos y psicopáticos, que se desarrollan en el
curso del embarazo, del parto, del puerperio o de la lactancia… Las
psicosis puerperales o de la maternidad pueden presentarse en for-
ma confusional, maníaca, depresiva, delirante, esquizofrénica, pu-
diendo presentarse, como enseña Bonnet, un trastorno mental
transitorio completo, o raptus delirante (generalmente alucinato-
rio) o por raptus emocional… Para Núñez la fórmula legal es fi-
siopsicológica; el aumento de la sensibilidad produce depresión,
exaltación, sufrimiento, angustia, inestabilidad, debilitándose la ca-
pacidad frenatoria y facilitando la eficacia de la causa de honor co-
mo impulsión delictiva…”11
Estas descripciones no parecen ser una invitación a la mater-
nidad.

Veinticinco años después, las mujeres perdieron este privilegio


que las libraba del cargo homicida y, desde 1995, matar a un hijo re-
cién nacido se sanciona en todos los casos como homicidio agrava-
do por el vínculo.
La anulación del infanticidio honoris causa presenta diversos as-
pectos. Por un lado, el valor de la honra está en crisis, se ha dilui-
do su peso social. Por otro, la liberalización de las costumbres se-
xuales despojó de fundamento a la condena del sexo extraconyugal
(en este sentido las mujeres han accedido a una cierta igualdad con
el varón). En estas circunstancias, sería anacrónico invocar la des-

11 Ibid., pp. 155-9.


160 fornicar y matar

honra sexual como atenuante (de hecho, ya lo era bastante antes


de desaparecer del Código Penal). Sacudido el yugo de la honra se-
xual, queda fuera de juego el estigma de la maternidad ilegítima, y
de ser deshonrosa pasa a ser, en algunos casos, incluso una deci-
sión buscada y sostenida por la mujer. Un hijo sin padre puede ser
ahora un motivo de orgullo.
Desde otro ángulo, el aborto quirúrgico ha desplazado al in-
fanticidio como recurso para evitar un hijo ilegítimo. Sin embar-
go, aun en nuestros días, las practicas infanticidas no han desapa-
recido: con demasiada frecuencia leemos noticias sobre bebés
encontrados en terrenos baldíos, asfixiados dentro de bolsas de ba-
sura, episodios desesperados que no parecen compartir aquellas
circunstancias requeridas para el viejo perdón de la ley.
Con la abolición de los privilegios penales para la infantici-
da se corta el último lazo que ligaba sexo y maternidad con los
crímenes de las mujeres contra la vida. Ahora también el infan-
ticidio ha perdido, como el aborto hace un siglo, todo vínculo
con el carácter sexual de la reproducción y con la perspectiva
permanente de la maternidad. Éste es el último eslabón de la ca-
dena extendida a lo largo de la historia que va de “No fornicar”
a “No matar”.

Aborto y consentimiento

aborto forzado 3/10 años


aborto consentido 1/4 años

Quien fuerza el cuerpo de una mujer encinta para obligarla a


expulsar su hijo en gestación evoca una imagen siniestra, la visión
de una madre que presencia el asesinato de su hijo. El Código lo
refleja triplicando el castigo para el aborto perpetrado contra la vo-
el aborto y el código penal 161

luntad de la mujer. La voluntad de ser madre transforma la muer-


te de un embrión en la muerte de un hijo.

tercero que practica el aborto 1/4 años


mujer que recurre a un tercero para abortar 1/4 años
mujer que se causa su propio aborto 1/4 años

En la gran mayoría de los casos, las mujeres recurren a terceros


para que les practiquen el aborto. La ley los califica como “abortos
realizados con el consentimiento de la mujer”. La acepción común
del término “consentir” significa “aceptar con reticencias”, pero su
uso legal en una práctica médica indica que el paciente se somete a
ella voluntariamente. La mujer decide abortar, por eso, aunque téc-
nicamente lo consienta, es culpable como “coautora”. Y se reserva el
nombre de “autor” para quien realiza materialmente la práctica.

Que abortar, aun por propia voluntad, constituye un riesgo para


la vida de las mujeres, es la primera piedra puesta en el camino del
aborto, para realizarlo y para comprenderlo. En demasiadas ocasio-
nes, pagan con su propia vida el rechazo de esa maternidad. Este do-
ble filo del aborto justifica que aparezca un artículo dedicado espe-
cialmente a los casos en los cuales las mujeres mueren por abortar.

aborto consentido con muerte 6 años


de la mujer máximo
aborto forzado con muerte de la mujer 15 años
máximo

En el caso del aborto contra la voluntad de la mujer, su causan-


te ha cometido dos crímenes, por decirlo así, aborto forzado y ho-
micidio culposo. No es una mera suma, se multiplica su castigo en
162 fornicar y matar

función de la violación de la voluntad de la mujer. En cambio, la


mujer que da su consentimiento y muere, se lleva la parte que le
toca: la responsabilidad de abortar es suya, suyo es el riesgo y com-
parte la culpa por su propia muerte.

Aborto y eutanasia

La distinción es nodal respecto del aborto: con el consentimien-


to de la mujer o sin él, el aborto criminal pasa de 1/4 años a 10/15.
Respecto de la eutanasia ––estrictamente, un “homicidio consenti-
do”––, en cambio, el consentimiento, más bien exigencia y súplica,
no cuenta a la hora de juzgar. Tampoco constituye un atenuante. El
homicidio piadoso pesa, a los ojos de la ley, como homicidio con ale-
vosía. Cuando el que dispara el gatillo contra un semejante lo hace
a pedido de éste, obedeciendo a su última voluntad, llevando ade-
lante esa decisión que no es la suya y que lo destrozará en el alma,
no recibe siquiera el tratamiento con que se juzga y reprime el frío
negocio del abortero. Pareciera que un golpe mal calculado o un es-
tado de nervios son motivos más humanos para matar a alguien que
escuchar, respetar y cumplir el acto humanitario de causar la muer-
te a alguien para quien vivir es un tormento.
Desde la perspectiva con que en este libro intento configurar el
prisma del aborto, mi hipótesis consiste en que aflojar la eutanasia
modifica automáticamente la relación de fuerzas entre sociedad ci-
vil y Estado, legitimando a cualquiera que decide arbitrar sobre vi-
da y muerte, si se trata de la propia. Otra cosa bien diferente suce-
de cuando, remozados los conceptos de ética, calidad de vida y
requisitos orgánicos para una vida propiamente humana, se anti-
cipa el instante jurídico de la muerte posible de una persona a su
muerte cerebral. Toda la diferencia consiste en quién decide.
El art. 83 lo reprime por otro costado. Si se refiere a la eutana-
el aborto y el código penal 163

sia, aquí no busca al amigo homicida sino al asistente del suicida,


y también aquí anula toda distinción entre asistir e instigar. La pe-
na es exactamente la misma que la del aborto (1/4 años), tampo-
co es punible la tentativa, también es una práctica ancestral. Pero
no deja de ser extraño que se hable de instigación al suicidio y ape-
nas dos artículos después, respecto del aborto, ni se lo mencione
pese a la abultada cuenta que se mueve en las sombras del aborto,
legal o ilegal. Porque aquí la figura es más que frecuente, aquí la
instigación es de varios tipos y fuentes: el amante adúltero o solte-
ro, el marido que no quiere ninguno u otro hijo, la madre y/o el
padre de una adolescente que quedó encinta, las presiones de un
jefe de familia que no quiere niñas sino herederos.
Tramando una historia secreta entre las figuras criminales de
homicidio, aborto, suicidio y esterilización, encontramos una se-
rie de deslizamientos sintomáticos. De los sujetos a los actos den-
tro de sus prácticas sociales, derechos y delitos consentidos o for-
zados orillan las penas de otras superposiciones que no se quieren
dejar ver pero se escuchan.

Aborto y esterilización

Art. 91. Se impondrá reclusión o prisión de tres (3) a seis (6) años,
si la lesión produjere una enfermedad mental o corporal, cierta o
probablemente incurable, la inutilidad permanente para el traba-
jo, la pérdida de un sentido, de un órgano, de un miembro, del uso
de un órgano o miembro, de la palabra o de la capacidad de engen-
drar o concebir.
Lesiones, Código Penal, capítulo II

La agrupación de estas lesiones en un mismo artículo sugiere


un criterio muy interesante en el que no podemos entrar en este
164 fornicar y matar

libro. Quien provoque la interrupción irreversible de la posibili-


dad de reproducción tiene una pena mucho más severa que el
aborto. A diferencia de éste, cuya prohibición contempla que exis-
ta consentimiento por parte de la mujer, la esterilización supone
en todos los casos el atentado contra la voluntad de la persona a
quien se le realiza la intervención.
Hasta el año 2000, la ligadura de trompas entraba en nuestro
país dentro de los cargos por esterilización. Los hospitales no se
avenían a realizar la intervención ni siquiera cuando, a través de la
indicación médica, se lo exige la ley (y pese a ser, en los consulto-
rios privados, una práctica común sobre la cual no pesan los obs-
táculos de la clandestinidad). Por ejemplo, en 1992, cuando Alicia
Cacopardo, ginecóloga y militante de la Comisión por el Derecho
al Aborto, recomienda ligarse las trompas a una mujer de 26 años
con cinco hijos, nacidos todos por cesárea. Ésta ya había recibido
una negativa del jefe del Servicio de Obstetricia del Hospital
Thompson cuando, un mes y medio antes de su quinta cesárea, in-
formó su voluntad de que le ligaran las trompas durante el parto.
La prescripción de la Dra. Cacopardo lo justificó con detalle: la jo-
ven no podía regular su fertilidad por otros métodos y un nuevo
embarazo representaba peligro para su salud y la del hijo futuro.
Hay casos en que no se entiende si esta prohibición responde
al control del Estado sobre la reproducción o al misterioso princi-
pio que inhibe ciertas intervenciones sobre el propio cuerpo. ¿Por
qué no está contemplada la esterilización voluntaria? ¿Qué pasa
con las mujeres a quienes se ligan las trompas a sus espaldas, por
ejemplo en el parto, decidido por el marido con el médico? Las
mujeres son dueñas de suspender su facultad reproductiva (usan-
do anticonceptivos) pero no de renunciar a ella irreversiblemente.
Su prohibición no se trata de una estrategia de control demográ-
fico ni tampoco de una cuestión sexual. La facultad de procrear es
una cuestión de Estado.
el aborto y el código penal 165

La prohibición de esterilizarse no existe como tal en el Código.


La de eutanasia tampoco. En ambos casos el crimen cometido cae
automáticamente bajo la violación de un bien (la fertilidad, la vi-
da) protegido como derecho, un bien que los legisladores no han
contemplado que pudiese vivirse como un mal.

Abortos no punibles

Aborto terapéutico

Según el inciso 1 del art. 86, si abortar es el único medio para


salvar la vida o la salud de la madre y la mujer consiente, el acto no
es punible.

Para la ley la vida de la madre es más valiosa, puesto que no la


sacrifica forzosamente a la del hijo [pero que] respeta, sin em-
bargo, la decisión de aquélla, respeta su derecho, heroico si se
quiere, a la maternidad y le reconoce a ella, y sólo a ella el dere-
cho de optar entre su propia vida y la del hijo.12
Sebastián Soler

Cuando el estado de gravidez amenaza a una mujer, se dan dos


situaciones legales excepcionales: a) se permite sacrificar la vida de
un inocente para salvar la de otro; b) se otorga a un particular el
derecho de optar entre dos vidas. Por un lado, ellas tienen derecho
a abortar porque, de elegir entre dos vidas, la ley prefiere la de la
mujer sobre la del no nacido. Por el otro, ellas tienen derecho a no
abortar porque su decisión sobre la vida concebida es más sobera-
na que la del Estado a protegerla de esa decisión.

12 Sebastián Soler, op. cit., p. 146.


166 fornicar y matar

Pese a su aceptación social y legal dominante, esta cláusula que


exceptúa de la condena ciertos abortos es mal recibida en el deba-
te. Cuestionada por anti y proabortistas, la figura del aborto tera-
péutico es presentada como un residuo contradictorio e injusto de
prejuicios morales o antiguallas científicas que quedaron escritos
como ley y sería hora de corregir y modernizar. Contradictorio,
porque dejar pasar un aborto “razonable” abre la puerta por don-
de se precipitarán todos los demás.
La lógica de la no contradicción afecta profundamente el cam-
po entero del debate, soldando otra enorme solidaridad entre los
contendientes. Pocas veces resulta tan equívoca una oposición de
principios, los contenidos se enfrentan a muerte mientras las al-
mas viajan juntas, en connivencia espiritual y estructural. Con la
misma vehemente creencia en el poder persuasivo de la lógica for-
mal, los discursos que rivalizan por arrancar el consenso público
subrayan y repiten que no es posible afirmar la validez de un caso
de aborto sin verse obligados a reconocerla para los demás. El ar-
gumento es imbatible y por eso se utiliza de ambas partes. Si se per-
mite el aborto, por ejemplo, en caso de violación, cómo sostener
luego que Zigoto tiene iguales derechos que cualquier persona; si
se tolera en la embarazada cuya salud peligra, cómo negarlo a la
que tiene pánico de parir; si basta la probabilidad de que nazca una
criatura anormal para no darle la chance, cómo no extender el per-
miso a las mujeres en general.
La causal de aborto no se supone determinante en el valor del
embrión, pero cualquier excepción a éste que no tenga su correla-
to en infanticidio u homicidio en general demuestra cuán frágil es
el andamiaje de la consideración del embrión en las idas y venidas
del aborto en la ley. No se trata de favorecer a esta o aquella mujer
particular, en el debate lo que menos importan son precisamente
esos casos de excepción que la ley tiene a bien especificar y los dis-
el aborto y el código penal 167

cursos aprovechan para llevarlos polémicamente al aborto en gene-


ral. Porque es del aborto en general sobre lo cual usualmente gira
la discusión política e ideológica. Por tanto, también la excepción
establecida en el inc. 1 del art. 86 entrará en cuestión como nudo
argumental de las partes enfrentadas en el debate:
No existe el aborto terapéutico: matar al feto siempre será asesi-
nar. En principio, porque no se puede matar una vida para salvar
otra, ni siquiera cuando no hacerlo se lleva a las dos. Y para calmar
sospechas de sacrificar a las mujeres, se añade que, además, hoy en
día prácticamente han desaparecido, gracias al progreso de la me-
dicina, los casos en que habría que optar entre la vida de la madre
y la del hijo.
Todo aborto es aborto terapéutico: en todos los casos peligran la
salud y la vida de la mujer. Atendiendo a la redefinición de salud
de la OMS y a las recientes formulaciones de derechos sexuales y
reproductivos, no hay aborto que escape a la posibilidad de con-
vertir cualquier motivo en causa de enfermedad. Todas las muje-
res que abortan lo hacen a partir de una situación de grave peligro
físico o psíquico, siendo la continuación del embarazo el estado de
riesgo que amenaza integralmente sus derechos humanos básicos.
Así, incluso los casos que evidentemente se allanarían a otras figu-
ras de posible excepción, quedan engullidos dentro del título tera-
péutico, con todo lo que éste acarrea simbólica y políticamente pa-
ra las mujeres de la humanidad.

Aborto eugenésico

El inciso 2, que permite el aborto de la discapacitada mental ul-


trajada, fue incluido en razón de impedir el nacimiento de niños
deficientes. Así lo justificaron los legisladores que propusieron es-
ta excepción en la época en que, para todos los países civilizados
168 fornicar y matar

de Occidente, “eugenesia” y “progreso de la humanidad” eran si-


nónimos. La Exposición de Motivos del Senado del año 1913 indi-
ca el motivo de este inciso: “el perfeccionamiento de la raza”. For-
mulado por Francis Galton en 1883, el concepto de eugenesia
sostenía que el perfeccionamiento del género humano implicaba
el reemplazo de las razas inferiores por las superiores. Para conse-
guirlo, incitar a procrear a los jóvenes matrimonios de la elite y tra-
bar como se pueda la de los individuos defectuosos. Pero su auge
fue en el siglo XX, antes que con el nazismo en los Estados Unidos
que, entre 1905 y 1930 y con el objeto de “mantener pura la sangre
de América”, definieron su estrategia en las esterilizaciones de huér-
fanos, alcohólicos, delincuentes, enfermos, degenerados, pobres y
débiles mentales, creyendo en el carácter hereditario de estos tras-
tornos, y en las restricciones de la inmigración.13
Pertinente irrupción del tema, que vuelve una y otra vez so-
bre el aborto como una espectral ave incolora que arrancara las
plumas de la pobreza de una muerte. Nuevamente aborto y este-
rilización, y el Estado monitoreando los decibeles del aparato re-
productor. Cuando el control de los nacimientos no depende de
los particulares, la eugenesia se introduce en factor “no punible”
con fuerza de ley. Cuando la decisión está en manos singulares,
amenaza la cohesión moral de la comunidad. El motivo que per-
seguían los legisladores que introdujeron el inciso 2 al art. 86,
mermar los nacimientos de seres humanos anómalos, deformes
o idiotas, hoy lo reclaman las mujeres trágicamente decididas a
abortar el hijo que nacería para sufrir y hacer sufrir. Cien años
atrás, la “semilla del mal” era el bastón de ciegos del diagnóstico
prenatal y las alienadas las víctimas de la codicia estatal. Ahora la
tecnología médica permite ver antes de hacer nacer y son las mu-

13 Silvia Tubert, Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología, Siglo XXI, Madrid,

1991.
el aborto y el código penal 169

jeres y su entorno los que exigen hacerse cargo del control de la


reproducción.
A partir del avance tecnológico del diagnóstico prenatal, el des-
fase entre derechos, poderes y prohibiciones crece sin retorno. Las
mujeres que recurren a la amniocentesis, lo hacen para estar en
condiciones de decidir no tener un hijo si éste será anormal. Los
médicos en consultorio privado lo aconsejan. Las obras sociales cu-
bren este análisis. Todos saben que, aunque el aborto está prohibi-
do, la mayor parte de las amniocentesis se realizan para evitar el
nacimiento de una criatura Down. Entonces, abortar está prohibi-
do pero el método que permite tomar la decisión es un análisis ac-
cesible sobre el cual no pesa ninguna sospecha de preparar un ac-
to criminal. Abortar es un crimen pero el paso necesario para
tomar la decisión es legal. El delito es individual, pero la hipocre-
sía es social.

Cuando el juez Remigio González, en 1986, negó a una mujer


violada la impunidad de abortar, la batalla emprendida por Floren-
tina Gómez Miranda desde el Congreso y por los grupos feminis-
tas desde el llano, fueron estériles. El precedente podría decirse que
inauguró el retroceso de la jurisprudencia del aborto no punible,
sujeto a la aprobación de médicos y jueces responsables de cumplir
esas excepciones de ley. El 17 de noviembre de 1997, un juez de Mi-
siones ordenó se realice un aborto terapéutico en hospital público
a una mujer epiléptica de 41 años con cinco hijos porque, según ha-
bían dictaminado una junta médica de tres peritos judiciales y la
Defensora de Menores, no podía suspenderse la medicación para la
epilepsia sin riesgo de su vida y era nociva para el feto. Pero el jefe
del departamento de Ginecología del hospital Madariaga se negó a
cumplir la orden. El juez amenazó con pedir la detención y proce-
sar por incumplimiento a los médicos del hospital. Para impedir la
intervención, un diputado justicialista solicitó la intervención del
170 fornicar y matar

asesor presidencial sobre “personas por nacer”. Se formó una nue-


va junta médica. Puesto que fue integrada por los mismos jefes de
servicio que se habían negado a la intervención, su dictamen fue
que el aborto no era necesario. El comentario del obispo Delgado
coronó el episodio con estas palabras “¡Quién no daría la vida por
un hijo!”. En el 2002, en Rosario, una médica denunció a una pa-
ciente que llegó al hospital para curar las secuelas de un aborto. Po-
niendo en cuestión el consenso que había sido ganado en 1966 con
el caso Natividad Frías bajo la figura del secreto profesional, provo-
có el virtual impedimento del cuerpo médico a “ocultar” el hecho
delictivo, en buena medida por prevención o temor de ser denun-
ciados por jefes, colegas o pacientes del hospital.

Aborto “sentimental” o “ético”

El inciso 2 ha sido objeto de una controversia que no ha termi-


nado. Se dice que su redacción es ambigua. “Si el embarazo provie-
ne de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una
mujer idiota o demente”: la ausencia de una coma entre los térmi-
nos “violación” y “atentado al pudor” podría marcar su sinonimia,
de modo que no queda claro si la impunidad se restringe a idiotas
o dementes o se extiende su validez para toda mujer violada.
No se reduce a esto la maraña jurídica que envuelve al aborto
por violación, veamos los muy diversos nombres con que fue bau-
tizado: aborto “criminológico”, “jurídico”, “sentimental” o “ético”.
Que se tolere en estos casos tiene consenso social. Este consenso
nos pone frente a una paradoja: cómo comprender esa excepción
a la luz de la condena general del aborto. ¿Cómo comprender esa
condena a la luz de esta excepción? ¿Cómo justificar la prohibición
general del aborto y permitirlo en caso de violación?
Cuando la mujer fue violada el aborto es aceptable porque “es-
el aborto y el código penal 171

capa a su voluntad”: “Si uno toma la decisión de formar pareja y


‘hacer la porquería’, como se le dice, hay que afrontar las conse-
cuencias. Hay formas de cuidarse y por eso no acepto el aborto, sal-
vo en los casos de violación que escapa a la voluntad de las muje-
res.”14 El razonamiento es el siguiente: copular es aceptar el riesgo
de procrear, el embarazo es la consecuencia posible y hacerse car-
go implica llevarlo hasta el final.
Los que afirman que al abortar las mujeres no se hacen cargo de
las consecuencias de sus actos, lo que dicen no es que deberían te-
ner ese hijo sino que no deberían haber tenido esa relación sexual.
Cuando leemos que si una mujer fue violada el aborto “se produce
por causas ajenas a ella”, nadie interpreta que la hicieron abortar a
la fuerza, todos traducimos la elipsis y ponemos sexo donde dice
aborto. La transposición da pie al aborto legal cuando el sexo no fue
consentido pero no cuando el embarazo no fue voluntario. Discul-
par a la mujer violada porque, habiendo rechazado el coito, se em-
barazó contra su voluntad y no hacer otro tanto con la mujer libre
que dijo sí al coito pero también se embarazó contra su voluntad,
significa culpar a las mujeres por separar el goce del sexo del deber
de engendrar. Si la mujer se afirma deseante, se verá compelida a
volver a su jaula “natural”, reducida a ser un vientre.
La justificación del aborto por violación se condensa en una
frase: esa mujer no dejó entrar al embrión. Pero, ¿a quién negó ella
pasar?, ¿a Zigoto o al violador? ¿Se opuso a un hijo o a una relación
sexual? El deslizamiento es evidente, sustituye violador por em-
brión. Penetrada a la fuerza se convierte en embarazada a la fuer-
za. En rigor, las que no dejan entrar a Zigoto no son las mujeres
violadas sino las que conciben pese a haber usado anticonceptivos,

14Declaraciones del boxeador “Látigo” Coggi, en Página/12, Buenos Aires,


12/3/94.
172 fornicar y matar

ellas dejan entrar al hombre pero no a su semen, quieren sexo pe-


ro no hijos. De éstas se dice que deben pagar las consecuencias. Pe-
ro, ¿acaso abortar no consiste precisamente en esto?
La superposición entre violadores y anticonceptivos pone de
manifiesto cómo en la discusión del aborto se eclipsa la distancia
entre sexo y embarazo, por un lado, y entre embarazo e hijos, por
otro: el embrión ocupa el sitio del violador y las “consecuencias”
se llaman maternidad.

El recurso a un léxico impropio señala una laguna en el saber,


o mejor dicho, una irrupción de un sentido a la búsqueda de pen-
samiento. Se llama al aborto por violación “aborto sentimental”. El
adjetivo remite a los asuntos del corazón, se dice de una novela o
de una canción, de una persona o de un estado de ánimo. Haber-
los puesto juntos en el Código Penal es un hallazgo poético y po-
lítico. Estamos frente a una figura paroxística, que tensa los lími-
tes del lenguaje para dar cuenta de la dificultad de juzgar un caso
excepcional bajo una lente común. En contraste con la precisión
descriptiva que designa los abortos “terapéutico” o “eugenésico”,
nos hallamos frente a una intención expresiva que no se conforma
con el escueto y certero nombre de “aborto por violación” (ni con
las otras denominaciones ––más neutras pero intrigantemente re-
feridas sólo a este caso–– de aborto “criminológico” o “jurídico”).
La amenaza de muerte suspende el mundo sentimental. Lo si-
niestro, dice Freud, es lo familiar vuelto extraño (no es un “senti-
miento”, viene “de afuera”, irrumpe más bien como una sensación
que no se puede simbolizar). El adjetivo sentimental realiza una
operación cruel: atribuye a los embarazos forzados un sentimien-
to que más propiamente podría acompañar a los otros embarazos
no deseados. Llamar al aborto por violación “aborto sentimental”
lo injerta en el campo de lo amoroso, es una forma de embellecer
lo siniestro.
el aborto y el código penal 173

También se llama “ético” al aborto por violación. Donde abor-


tar es un delito contra la vida, este adjetivo llama la atención. Que
los abortos por violación sean éticos supone que los otros no lo
son. ¿Los otros abortos no son éticos, o el término ético acusa por
elevación la inmoralidad del acto que dejó preñada a la mujer? El
aborto se llama ético cuando la relación sexual que le dio origen
fue una relación sexual forzada, ilegítima, violatoria, criminal. És-
te es el único caso de aborto cuya causa se vincula directamente al
sexo-crimen. La irrupción de la ética en las leyes contra el aborto
tiene que ver con el sexo.
Violación y aborto, entre uno y otro delito se libra la guerra de
los sexos y la buena voluntad de la ley. El pozo de la apuesta es el se-
xo. Entre la vida y la muerte, una mujer cede a la amenaza de un
hombre, sometiéndose a lo siniestro de un encuentro sexual contra
su voluntad. El hombre, salvo si hay motivaciones políticas o racia-
les, es un violador vulgar: no busca embarazarla, no piensa en la po-
sible descendencia cuando arranca algo al sexo de una mujer. Tam-
poco, claro, se cuidará de que el semen no llegue al óvulo, no es de
su incumbencia, probablemente ni recuerde que los hijos se hacen
copulando. La mujer sí lo tiene en cuenta, angustiosamente. No
siempre puede hacer algo. Alguna vez la mala suerte prolonga esa
desgracia sexual como fatalidad reproductiva. La venia al aborto por
violación es un modo silencioso ––desplazado–– en que la sociedad
se hace cargo de los casos límites de la dominación sexual.
Llamar “sentimental” al aborto por violación convierte a la vio-
lación en un “problema de mujeres”. ¿Se pretende que vivan la ame-
naza de muerte como una cuestión sentimental? Quitando serie-
dad a la violación sexual, la preservan como posibilidad de las
relaciones entre hombres y mujeres. Llamar “ético” al aborto por
violación intenta restituir a la ley su neutralidad frente a la diferen-
cia sexual. La apelación a la ética es un desplazamiento que permi-
te restañar el daño infligido a las mujeres por ser mujeres. Es un mo-
174 fornicar y matar

do de hacerse cargo, desde la ley, de la dominación sexual. La ope-


ración aspira a incorporar la diferencia de los sexos, pero así vuel-
ve a encubrirla bajo su pretendida neutralidad. Operación exitosa
porque fallida: en tanto la ley dígase neutra está destinada a repro-
ducir esa diferencia como injusta. Las nominaciones “sentimental”
y “ética” se sitúan en dos extremos opuestos de la diferencia sexual.
Sentimental como signo indudable de lo femenino; ético como re-
sabio de lo masculino. Ambas expresiones dan cuenta de la inco-
modidad de la ficción jurídica frente a la diferencia sexual.

Leyes y moral sexual

La diferencia de experiencia entre No quiero y No puedo tener un


hijo retorna como estructura moral y jurídica del aborto. Tanto el
sentido común como las leyes reconocen ahí la bisagra del poder en
torno a la reproducción. Límite entre la negativa y la impotencia
frente a la maternidad, determina cuándo hay y cuándo no hay con-
dena al acto de abortar. Su eficacia se pone de manifiesto analizan-
do la dinámica interna entre las tres excepciones más comunes al
aborto condenado: terapéutico, eugenésico y por violación.
La aceptación del aborto terapéutico responde a los designios
de una sentencia de la naturaleza que decretó ese embarazo mor-
tal, y no a la decisión de una mujer que rehúsa convertir su natu-
raleza en destino. Leído en términos de una antropología de la vio-
lencia sexual, el permiso al aborto a una mujer violada responde a
lo mismo. La violación fue interpretada como la expresión de los
impulsos viriles irrefrenables sobre los especímenes hembra de
nuestra especie y no como una práctica de dominación sexual.
Donde la naturaleza las castigó en la potencia cultural de la vida,
la cultura las compensa permitiendo violentar el curso natural.
Es fácil ver que la exención moral en el aborto eugenésico no
el aborto y el código penal 175

se aparta del suelo que da origen a la legitimidad de los abortos te-


rapéuticos y por violación. Estas mujeres también abortan moti-
vadas por un designio que no era el suyo respecto de la materni-
dad, el fantasma del hijo anormal las empuja.
La salvación de la vida de la madre, un embarazo producto de
una violación sexual, o el fundado temor de parir una criatura
anormal, son tres casos que esquivan gran parte de los cargos cri-
minales que soportan las mujeres que abortan por otras razones,
desde la miseria económica al aborto sin explicación. Diversamen-
te tolerados por las leyes y la gente y eximidos cada uno por un mo-
tivo distinto, los tres presentan un rasgo común que ilumina su
consenso mayoritario como efecto de una moral sexual difusa pe-
ro poderosa: ninguno atenta contra el principio de la unidad sexo/
reproducción.
Tomando en cuenta que los tres abortos son voluntarios y que
el sentido del aborto voluntario implica separar sexo de reproduc-
ción (lo dicen los católicos que lo condenan y las feministas que lo
legitiman), esta afirmación puede parecer extraña. Veamos. Las
mujeres del aborto terapéutico quisieron ser madres: dijeron sí al
sexo y a la reproducción, la instancia posterior del aborto no ata-
ca esa unidad. En el caso eugenésico sucede lo mismo: aunque no
haya riesgo de muerte, la opción del aborto responde a la amena-
za de una criatura anormal y no a la negativa ante el hijo implica-
do en la reproducción. En el otro extremo, el acto de abortar rea-
lizado por las mujeres violadas no consiste tampoco en el rechazo
del vínculo sexo/reproducción: si bien se niegan a tener un hijo,
también se negaron al acto sexual donde se concibió.
Por un lado, el eje de la condena del aborto es el estatuto del
embrión, pero por otro, sus excepciones se articulan en torno al
principio de unidad sexo/reproducción y no según las caracterís-
ticas del embrión. Paradójicamente, para que se sostenga el prin-
cipio de unidad entre sexo y reproducción, lo importante es no ha-
176 fornicar y matar

blar de sexo. Para preservar ese vínculo, parece, hay que omitir que
la reproducción está ligada al sexo. La operatoria consiste en sus-
traer uno de los términos, el que causa la cadena.

El aborto como derecho reproductivo

Salud: un estado de completo bienestar físico, mental y social, y


no sólo la ausencia de dolencia o enfermedades.
Organización Mundial de la Salud

Salud: un estado de completo bienestar… no sólo ausencia de


enfermedad. Levantarse cada día como una celebración.
Asociación Panamericana de la Salud

¿Es necesario repetirse que la vida feliz es mejor que la infeliz?


Eso está claro, ¿por qué llamarla “Salud”? ¿También hay que regu-
larlo? ¿Y a quién iremos a reclamar por la insatisfacción y las ga-
nas de celebrar?

Salud sexual: integración de los aspectos somáticos, emociona-


les, intelectuales y sociales del ser sexual por medios que sean po-
sitivamente enriquecedores y que potencien la personalidad, la
comunicación y el amor.
Elementos básicos:
a) La capacidad para disfrutar y controlar el comportamiento se-
xual y reproductivo desde una ética social y personal;
b) Ser libre de miedos, vergüenzas, culpas, falsas ideas y otros fac-
tores psicológicos que inhiben la respuesta sexual y el acopla-
miento en las relaciones sexuales;
c) Estar libre de desórdenes orgánicos, enfermedades y deficien-
cias que interfieran la actividad sexual y reproductiva.
OMS, 1975
el aborto y el código penal 177

No es preciso haber pasado por el lecho de Afrodita o haber si-


do tocado por Dionisios para saber que este ideal, aunque dudo-
samente sea sano, indudablemente no es sexual. El sexo sin afecto,
el amor platónico, el amor loco, el amor imposible, llevan al desas-
tre de la pasión destructiva. El descontrol sería malsano, el pudor
lujurioso y retardatario, el deseo una reacción refleja, la ética un
mecanismo de adaptación del individuo a la sociedad. Un Eros que
se parece más a un manual de educación cívica que a la voluptuo-
sidad del deseo. Con el poder del Mal se ha escurrido el goce por-
que sí, el goce vano.
Notemos cómo “sexual” y “reproductivo” ––otrora en conflic-
to y ahora neutralizados como atributos de la “salud”–– ya casi no
se distinguen más que por su función animal y pasemos a la pró-
xima definición, que permitirá inscribir como un derecho de las
mujeres pero, contra todo sentido común, ¡el aborto como un de-
recho reproductivo!

Salud reproductiva: un estado general de bienestar físico, men-


tal y social, y no de mera ausencia de enfermedades o dolen-
cias, en todas las cuestiones relacionadas al sistema reproduc-
tivo y a sus funciones y procesos. Salud reproductiva implica
por lo tanto que todas las personas estén aptas para tener una
vida satisfactoria y segura, que tengan capacidad para repro-
ducirse y para decidir si, cuando y con qué frecuencia. Implí-
citos en esta última condición están los derechos de hombres
y mujeres a la información y acceso a métodos seguros, efica-
ces, aceptables y accesibles de regulación de la fecundidad a su
libre elección y el derecho de acceder a servicios de salud apro-
piados que permitan a las mujeres gravidez y partos seguros y
proporcionen a las parejas la mejor chance de tener una cria-
tura saludable.
178 fornicar y matar

Objetivos requeridos:
a) Que todas las parejas tengan la posibilidad de reproducirse y
de regular la fecundidad;
b) Que toda mujer pueda gozar de un embarazo y de un parto
con total seguridad de salud;
c) Que su resultado tenga éxito tanto en términos de la sobrevi-
vencia como del bienestar de la madre y del niño;
d) Que todas las parejas puedan gozar de relaciones sexuales sin
miedo a un embarazo no deseado o a contraer enfermedades.
OMS, 1992

Las redefiniciones vienen del Norte, donde la legalización del


aborto fue seguida por un retroceso estratégico y retórico del
movimiento que, para conservarla, se volcó a una postura defen-
siva. Y esta postura defensiva, como dolorosamente afirma Fran-
ces Kissling, presidenta de Católicas por el Derecho a Decidir, “ha
oscurecido nuestros valores básicos, en verdad, los ha socavado.
Por ejemplo, hoy ya no hablamos de derechos, especialmente el
derecho a equivocarnos. Tratamos de coptar conservadores en-
fatizando sus palabras zumbantes ––responsabilidad, familia, co-
munidad. Y en el debate sobre ‘partial birth’ abortos, el argumen-
to de los derechos de las mujeres fue escasamente articulado. En
cambio hablamos sobre la salud de las mujeres y los derechos de
los médicos.”15
Del “aborto libre y gratuito” al “aborto terapéutico”, las nuevas
estrategias feministas dieron un giro menos combativo; de “mi
cuerpo es mío” al “derecho de autonomía personal y control del
propio cuerpo”, corrieron el eje de la liberación sexual a la salud
psíquica de las mujeres que quieren abortar. Para incrementar las

15
Frances Kissling, “Roe v. Wade, the Next Twenty-Five Years”, en Conscience. A
Newsjournal of Prochoice Catholic Opinion, Vol. XVIII, nº 4, Winter 1997/98,
Washington DC, p. 3.
el aborto y el código penal 179

posibilidades de negociar una reforma legalizadora, esta revisión


político-jurídica del asunto las “enferma”.
“Son tan fuertes ciertas derrotas que casi no dejan pensar en las
entrelíneas menos evidentes pero no por eso menos significativas
que podrían llevar a una dimensión crítica, tal vez la única manera
de salir de la impotencia.” Con estas palabras la escritora argentina
Tununa Mercado instala el sesgo político de los discursos por la le-
galización del aborto en una perspectiva trágica. “Cuando oigo de-
cir defensa de, o lucha por, los ‘derechos reproductivos’, siento que
ha habido un cambio: la idea ha sido desplazada del Eros a una Eco-
nomía de los cuerpos que administra la reproducción… En todo ca-
so, tal vez sería preferible que se hablara de derechos contrarrepro-
ductivos o contraceptivos, porque de eso se trata en definitiva.”16

Optimismo de la razón, pesimismo de la voluntad

“Según un creciente número de defensoras del aborto legal, la


excepción que hace no punible al aborto terapéutico “debería am-
pliarse tomando en cuenta las nuevas significaciones de los concep-
tos de vida y salud… El artículo 86 inciso 1 del Código Penal sólo se
refiere a salud, sin ningún tipo de restricciones o especificaciones.
Existe una regla muy antigua en el derecho que ordena ‘ubi lex non
distinguet, nec non distinguere debemus’ (donde la ley no distingue,
no debemos distinguir)… Por tanto, debemos entender que, cuan-
do el Código habla de salud, lo hace en sentido amplio e integral.”17

16 Tununa Mercado,“La batalla perdida”, en Nuevos aportes sobre aborto, nº 12, pu-

blicación de la Comisión por el Derecho al Aborto, Buenos Aires, agosto de 1998.


17 Susana Chiarotti, Mariana García Jurado y Gloria Schuster, “El embarazo for-

zado y el aborto terapéutico en el marco de los derechos humanos”, en Aborto


no punible, op. cit., p. 27.
180 fornicar y matar

La novedosa estrategia responde al viraje de la tendencia incrimi-


natoria a la terapéutica en la perspectiva jurídica y forma parte de la
creciente percepción del Estado como Estado terapéutico. La confi-
guración ideológica del bienestar y la salud se manifiesta a través de
diversos planos de la vida de los individuos y la colectividad, fácilmen-
te constatables en la inclinación diet y light de productos alimenticios
y servicios recreativos o culturales, la vigilancia estética personal de
piel, músculos y gramos, o la búsqueda de justificar la voluptuosidad
de los placeres en la higiene de su equilibrio como condición de la sa-
lud mental y la actividad social. Del Estado benefactor al terapéuti-
co, de los movimientos de liberación nacional, racial y sexual a la ver-
sión que los Derechos Humanos permiten dar a esos objetivos desde
una doctrina universal. Las referencias teóricas que encontraremos
forman parte, entonces, del cuerpo de documentos suscriptos por
profesionales miembros de las instituciones internacionales dedica-
das al bien común, o al menos a paliar en lo que pueden los desastres
producidos por los mismos gobiernos que representan.
Las redes de signos que traman el denso fenómeno del aborto
son un escorzo privilegiado para leer en ese prisma el estado del
mundo. Así esta actual vía de lucha en pro de la legalización del abor-
to muestra algunos de los caminos que han tomado muchos de los
activistas políticos de antaño en las nuevas condiciones represivas
del mundo global. En lugar del sabio adagio gramsciano ––pesimis-
mo de la razón, optimismo de la voluntad–– hoy parece menos dolo-
roso ––no más fácil–– endulzar la realidad y agriar la voluntad.
La política de legalizar todo aborto extendiendo el terapéutico
fue exitosa en España. En 1985, se autorizó abortar para evitar gra-
ves peligros no sólo para la salud física de la mujer sino también la
psíquica, siempre que se contara con la certificación de un médico.
Fue una solución de compromiso, los movimientos de mujeres pre-
sionaron al Estado para obtener la legítima libertad que la democra-
cia debe al segundo sexo, y el Estado la otorgó bajo una máscara te-
el aborto y el código penal 181

rapéutica. Los intersticios de la “salud física o psíquica” son tan am-


plios que todas las mujeres que quieren pueden abortar. El artificio
jurídico se lo permite pero no les reconoce esa libertad.
En España había un fuerte movimiento de mujeres. La fuerza ar-
gumental de esa consigna, por sí sola, no tiene fuerza política. Pre-
tender sustituir la lucha por una definición, como si lo que nos im-
portara fuera el concepto de salud redefinido por la OMS y no su
corolario, la legalización del aborto. ¿Y si la OMS no redefinía vida
y salud? ¿Y si hubiera sido menos pueril?
La estrategia jurídica para legalizar todo aborto como terapéuti-
co tiene para muchos la ventaja de una aplicación inmediata, el abor-
to se legalizaría sin modificar el Código Penal. Con este espíritu se han
presentado en los últimos años en nuestro país varios proyectos pa-
ra implementarlo. Se trataría sólo de reglamentar el artículo 86 y ac-
tualizar su interpretación según las normas de la OMS firmadas por
la Argentina. Pero es imposible hacerlo sin apoyo de fuerza social. No
se trata de una estratagema jurídica sino de una lucha de intereses.
Terapeutizar los abortos confluye, además, con una disposición
sentimental hegemónica: que los enfermos ––los débiles–– tienen
handicap. ¿Cómo saber cuánto engañamos a la ley, cuánto compla-
cemos a las masas, y cuánto avanzamos en los intersticios? El sufri-
miento tiene consenso social.

Prefiero enemigos

La compulsión legal a continuar un embarazo, seguida de pre-


siones sociales a veces difíciles de sobrellevar, puede conducir a
una mujer al suicidio.18

18 Ibid., p. 32.
182 fornicar y matar

Imagen de una mujer imposibilitada de desear que su embarazo


se transforme en hijo. Mujeres gestantes que no pueden asumir
ese embarazo como un hijo posible.19

Estas consideraciones proabortistas del aborto como salvataje


de la locura arrastran frecuentemente consigo una inesperada con-
trapartida: una visión idealizada de la maternidad. La mujer que
“no quiere” ser madre debe traducirse siempre al “no puede”. Pro-
bablemente muchas veces contra la intención de las autoras, los
mismos textos donde defienden el aborto legal lo condenan como
imposibilidad de la mujer:

La maternidad implica, además de la preparación de un útero re-


ceptivo, también la elaboración de un regazo psíquico donde el
niño que nacerá pueda ser esperado, esto es, pensado y amado,
incluso antes de ver la luz. Si esto no ocurre, se hacen operantes
las mismas condiciones de imposibilidad que conciernen al cuer-
po. Una mujer no puede vivir su gestación como una incubado-
ra acéfala, porque eso amenaza tanto su integridad como la del
hijo. Interviene entonces el aborto terapéutico, que realiza una
imposibilidad, por otro lado ya inscrita en la gestación misma,
en su economía psíquica… El aborto no es solamente una ejecu-
ción de imposibilidad, sino que comporta también una cancela-
ción de posibilidad, una falta de potencialidad que ineludible-
mente plantea problemas.20

Resulta sorprendente que estas interpretaciones de manual so-


bre el inconsciente de las mujeres provengan precisamente de las

19 Susana Checa y Martha Rosenberg, Aborto hospitalizado, El cielo por asalto,


Buenos Aires, 1996, pp. 97 y 34-5.
20 Silvia Veggetti-Finzi, “El aborto, una derrota del pensamiento”, en revista El

cielo por asalto, nº 1, Buenos Aires, 1990.


el aborto y el código penal 183

feministas que han sido o dicen ser psicoanalistas. Según el análi-


sis de Veggetti-Finzi, lo Inconsciente gobierna el cuerpo como an-
tes lo hacía el Yo para los liberales, pero ahora peor, manejando a
la mujer a sus espaldas, haciéndola culpable de abortar desde la tri-
pa opaca del deseo identificado absolutamente con los azares de la
vida material, lo real del cuerpo. Antes máquina gobernada por la
mente-conciencia, hoy por el deseo-inconsciente. ¿Por qué lo quie-
ren de todos modos gobernado?
El siglo pasado médicos y psicólogos calificaban la histeria co-
mo la enfermedad de las mujeres sin hijos. Hoy quienes se recla-
man herederas de la crítica feminista de la mujer-madre han dado
toda la vuelta y defienden la legalización del aborto con las mismas
razones que servían para condenarlo y someter a la mujer. Es difí-
cil saber cuánto del deseo oculto hay en un embarazo que se abor-
ta. Pero también en los embarazos que no se abortan y convierten
a las mujeres en madres con hijos. Consideremos como acertada la
idea de que una mujer que aborta espontáneamente o por propia
voluntad ponga en juego su psiquis en el embarazo que no llegará
a alumbrar. ¿Pero no habría que preguntarse también, sobre todo
desde una perspectiva feminista como la de estas autoras, si todas
las madres “asumieron” sus embarazos como hijos posibles? ¿Cuán
dueñas de su deseo son las mujeres “imposibilitadas” de abortar?
Los códigos son más respetuosos de las mujeres, dicen más de
su experiencia que muchas de sus supuestas voceras académicas de
género y, si bien las reprimen, no intentan ocultarlo (tanto). Así
como en la intrincada novela que forman los artículos de las leyes
no existe “la” persona, tampoco existe “el” aborto. El agua del mo-
lino en general se estanca como bilis, da veneno. Al colapsar dos
experiencias radicalmente distintas, se corre el riesgo de que el ar-
ma jurídica, el argumento en principio concebido como mero re-
curso para la batalla legal, termine imponiéndose como verdad po-
lítico-social. Pero un abismo separa a la mujer embarazada que
184 fornicar y matar

decide no tener un hijo y “se lo saca” de aquella que, queriendo dar-


lo a luz, aborta para no morir. No quiero tenerlo, dice la primera.
Y la otra: no puedo. Todo aborto como aborto terapéutico convier-
te el no quiero en no puedo. Borrar la distinción entre ambos en-
mudece la diferencia entre la decisión de tener un hijo y la de no
tenerlo. Y refuerza de este modo el nudo gordiano de la naturali-
zación de la maternidad.
VI

El aborto y la Iglesia Católica

Tiemblo cuando pienso que Dios es justo.


Thomas Jefferson
La cuestión del aborto parece haberse convertido, para la Iglesia
Católica, en un asunto de supervivencia institucional. Su condena
ocupa el primer lugar en las advertencias morales del Vaticano ha-
cia los gobiernos y la población de Occidente. Cristianos, judíos, mu-
sulmanes o ateos son interpelados por el Papa y otros representan-
tes ––regulares o no–– de la poderosa y diversificada estructura
ideológica de la Iglesia Católica moderna. El mensaje no tiene nada
que ver con lo religioso, Roma se dirige a la Humanidad.
No se trata de un llamado a la fe sino a la ética. Afirma con en-
tusiasmo el doctor en filosofía Julián Marías:

De todo cuanto hasta ahora ha dicho en España Juan Pablo II,


las palabras más enérgicas han sido pronunciadas por él el 2 de
noviembre, día de los difuntos, acerca del aborto. ¿Por qué esa
energía excepcional en las ideas, en la voz, en el gesto? Adelanta-
ré mi opinión de que no era tanto Juan Pablo II quien las decía
sino Karol Wojtyla: quiero decir que no hablaba tanto como Pa-
pa cuanto, por debajo de ello, como hombre.
“Hay otro aspecto ––decía–– aun más grave y fundamental que se re-
fiere al amor conyugal como fuente de la vida humana, que ninguna
persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien
negara la defensa de la persona humana más inocente y débil, a la
188 fornicar y matar

persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería


una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar
la muerte de un inocente. Se minaría el fundamento mismo de la so-
ciedad. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus
derechos fundamentales, si no se protege a un inocente o se llega in-
cluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para des-
truir vidas humanas indefensas?”
Lo que más me interesa de estas líneas es que en ellas no hay
ninguna referencia a la autoridad del Papa, ni siquiera una
mención del cristianismo, ni aparece en ellas el nombre de
Dios. Su validez no reside en la condición de quien la dice, si-
no en lo dicho en ellas, sean cualesquiera sus creencias religio-
sas a las que para nada se alude, que no se suponen tampoco
en los que las escuchan. Es un hombre que habla a otros hom-
bres: nada más.1

A mí también lo que más me interesa en las palabras de este Pa-


pa es su nula referencia a su poder y responsabilidad como jefe es-
piritual de la Iglesia Católica, la total ausencia del cristianismo no
sólo como institución sino también como religión, el tachamien-
to (¿pudor o prescindencia?) del nombre de Dios. Absoluta falta de
necesidad de este discurso de colocarse con relación al Evangelio
porque el reino de los cielos no está entre nosotros. Ninguna prefe-
rencia por la Revelación porque Jesús ha resucitado pero su sacrifi-
cio parece muerto. Capacidad para vestir y desvestir los hábitos que
ligan a los creyentes con los incrédulos, para depreciar como irre-
levantes las distinciones espirituales que vivifican a los que siguen
a un Mesías y a los que esperan que venga o que ya no venga por-
que el hombre no nació desnudo.
“No hablaba tanto como Papa cuanto, por debajo de ello, co-

1 Julián Marías, ABC, periódico español, noviembre de 1982, reproducido por


semanario Búsqueda, Montevideo, 10 de agosto de 1983.
el aborto y la iglesia católica 189

mo hombre”, un elogio tal hubiese sublevado a los Santos Padres.


Sin embargo, en las palabras de Julián Marías hay orgullo, inclu-
so un dejo de ostentación. ¿De qué se precian el Sumo Pontífice
y el Filósofo? De una ética desprendida de lo sagrado, indepen-
diente del juicio divino sobre el Bien y el Mal, ajena a Dios y Su
revelación. Hemos visto y es vox populi cómo insiste la Iglesia en
que “la vida humana es sagrada”, pero parece que este valor no
necesita la mano ni la voluntad de Dios. Desde este principio,
irreligioso más que ateo, los más altos representantes de la posi-
ción católica oficial imprecan a las mujeres que abortan y, sobre
todo, a quienes las legitiman y presionan sobre las democracias
de Estado.

Nadie sospecharía, tras el bloque católico, apostólico y roma-


no, el ácido drama religioso que corroe la unidad espiritual del
mundo cristiano. Porque en la condena católica actual del aborto
confluyen dos tradiciones enemigas. Sacrilegio y crimen se han sin-
tetizado en el eslogan por la Vida, de su primacía o su sacralidad.
Esto significa, en la democracia moderna, la defensa del derecho a
la vida del individuo, su sobrevivencia biológica. En la tradición
cristiana, por el contrario, significaba la vida eterna, salir de este
valle de lágrimas, la muerte. Vida verdadera y derecho a la Vida se
han mezclado en una misma fuente. Verdad y Derecho. Religión y
Política. No casualmente el conflicto del aborto cobró en los Esta-
dos Unidos, las dimensiones de una “guerra de religión”.
Fornicar y matar: dos verbos que acompañan toda la historia
del aborto. La Iglesia dice que siempre prohibió el aborto. Tiene
razón. Pero no lo prohibió en consideración a la vida embrionaria
sino como pecado sexual. Porque si, como sostuvo la Iglesia hasta
1869, no se considera al embrión precoz un ser humano, la mujer
que aborta no atenta contra la vida de nadie.
“Fornicar” no significa, como se considera vulgarmente, tener
190 fornicar y matar

relaciones sexuales. Esta equivalencia de uso es hija de una larga


historia, que comienza con el intercambio de sexo por dinero, si-
gue con el adulterio, se continúa con los que copulan evitando la
concepción y avanza, finalmente, sobre todo acto sexual. Su signi-
ficación etimológica es “tener comercio carnal con prostituta” (Co-
rominas). Su acepción académica, “tener alguien trato sexual con
persona con la que no está casado” (María Moliner). Su interpre-
tación más lasciva, los esposos adúlteros.
A partir de esta vieja prohibición cristiana pueden rastrearse
las pistas de la aparente contradicción de la Iglesia actual entre la
defensa de la vida embrionaria y la condena del sexo. Es obvio que
una vía para no abortar es evitar concepciones no deseadas. Pero
la Iglesia prohíbe tanto el aborto como los métodos (“artificiales”)
de anticoncepción; y ni siquiera autoriza el uso de preservativos en
aquellos trágicos casos en que uno de los cónyuges está afectado
de sida. Resulta estremecedor ver que los anticonceptivos llegan a
ser un tabú más fuerte que la muerte.
¿Cómo interpretar que la defensa de la vida sea menos impor-
tante que la condena del sexo? ¿Cómo seguir sosteniendo que Zi-
goto es el protagonista del aborto cuando no se busca evitar su
muerte evitando su formación?
Antes de que el embrión subiera al escenario de la mano de la
ciencia y del individualismo modernos, evitar su concepción era
peor que aniquilarlo. La anticoncepción ocultaba el rastro de la for-
nicación que el aborto obligaba a enfrentar. Por eso, antes de que
los principios democráticos obligaran a declinar la prioridad de
otros, religiosos y antidemocráticos, la Iglesia había denominado
al uso de anticonceptivos con el mismo nombre con el que hoy
acusa los abortos: un “homicidio anticipado”.
Una de las más frecuentes críticas al Vaticano dice que la con-
dena del aborto no se debe sólo a la defensa de la vida sino a la con-
dena del sexo, es decir, a la premisa de que no se pueden separar
el aborto y la iglesia católica 191

sexo y reproducción. De aquí se saca una conclusión apresurada,


si el sexo se justifica sólo por la reproducción, ésta debe ser valio-
sa y también lo será la familia. Sin embargo, en contra de las creen-
cias habituales, los textos y las enseñanzas tradicionales de la Igle-
sia no muestran precisamente una posición a favor ni de la
procreación ni del matrimonio ni de la familia. Por el contrario, la
condena del sexo nace de la mano de una actitud que hoy resulta
sorprendente: la aversión del cristianismo primitivo por la familia
y por la procreación. Así se arma la otra mitad del mapa cuando se
habla de Iglesia y aborto, Iglesia y sexo, Iglesia y anticoncepción. El
recorrido que haremos por la prehistoria cristiana desarticula la
ecuación por la cual prohibir el aborto se deduce de la defensa del
valor intrínseco de la vida humana, así como tampoco de la defen-
sa de la familia.

Imposible hallar en las Sagradas Escrituras una frase que con-


dene el aborto. Aunque en los Diez Mandamientos el “No mata-
rás” ocupa un lugar fundamental, ni en el Antiguo ni en el Nuevo
Testamento se habla del aborto como matar. La posición actual de
la Iglesia, que identifica la muerte del embrión con la muerte de
una persona, es la que hace creer al lector desprevenido que, cuan-
do la Biblia dice “no matar”, incluye “no abortar”.
Mientras la Biblia hebrea no hace del aborto un problema
moral y lo pone como preferible a vivir mal, la Biblia cristiana
ni lo menciona, no corrige el Viejo Testamento, no agrega co-
mentarios. Si la ausencia de la condena del aborto en el Antiguo
Testamento ponía a la Iglesia en una posición incómoda, que ello
ocurra también en el Nuevo Testamento se vuelve francamente
inquietante.
Los más serios estudiosos católicos contemporáneos recono-
cen, con cierta perplejidad, esta ausencia. Javier Gafo, cuya obra El
aborto y el comienzo de la vida humana, no puede ser sospechada
192 fornicar y matar

de una posición anticlerical ni proabortista, dice: “No existe en la


Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, una con-
dena clara del aborto. La condena de los pharmakeia, contenida en
el Nuevo Testamento, podría referirse al aborto, aunque no es cla-
ro que tenga tal significado. No deja de llamar la atención el hecho
de que no exista una clara condena del aborto, a pesar de que era
practicado abiertamente.”2
El asombro de Gafo responde al desencuentro entre una lectu-
ra del fenómeno del aborto realizada con ojos actuales y un con-
junto de textos canónicos que no la confirma. Él ve una incoheren-
cia lógica donde hay un abismo ético. ¿Por qué no pensar, más bien,
que el aborto no representaba ni crimen ni pecado porque la mo-
ral bíblica no era la actual, como tampoco lo era la visión del feto
como ser humano?

Aquí la cuestión del alma es usualmente planteada como proble-


ma: lo que no está formado, se puede interpretar que no tiene al-
ma y por esta razón no es homicidio, porque alguien no puede
ser privado del alma si aún no la ha recibido… Si el embrión no
está aún formado, aunque de algún modo esté animado…, la ley
no establece que el acto sea homicidio, porque no se puede ha-
blar de alma viva en un cuerpo que carece de sensación, si su car-
ne no está desarrollada y no está dotada aún de sentidos.
San Agustín, Quaestiones in Heptateucum, 80

El alma vegetativa, que viene primero, cuando el embrión vive la


vida de una planta, decae y le sigue un alma más perfecta, la cual
es a la vez nutrimental y sensible, y entonces el embrión vive una
vida animal, y cuando ésta decae le sigue un alma racional indu-
cida del exterior… Ya que el alma se une al cuerpo como su for-

2 Javier Gafo, op. cit.


el aborto y la iglesia católica 193

ma, no se une a un cuerpo del que no es propiamente el acto. Y


el alma es el acto [la realización] de un cuerpo orgánico.
Santo Tomás, Summa Contra Gentiles, 2.89

Sólo con los descubrimientos embriológicos del siglo XVII entra


en crisis la teoría griega de la infusión tardía del alma y se reempla-
za por la tesis de la animación inmediata. Paradójicamente, no fue
sino hasta dos siglos más tarde que la Iglesia aceptó las verdades de
la ciencia, reconociéndole alma al embrión en su propio germen. Es-
to sucedió en 1869, con Pío XI. Hasta esa fecha, el aborto temprano
no estuvo en el banquillo de los acusados… a menos que se lo acu-
sara de otro pecado (peor que el homicidio): la fornicación.

Cuando los eruditos católicos rastrean las Sagradas Escrituras


para encontrar alguna frase que legitime su actual cruzada contra
el aborto y no la encuentran, ni siquiera en el Nuevo Testamento,
detienen sus ojos en la palabra pharmakon (de donde proviene el
nombre “fármacos”). Y tienen motivos. La condena a quienes usan
o administran brebajes constituye la única referencia en toda la Bi-
blia que es posible adecuar contra el aborto. Ningún otro pecado
bíblico puede asociarse a la posición sobre el aborto de la Iglesia
moderna. Entonces, lo que la sentencia “No matarás” no prohíbe,
lo prohibirá la condena de los pharmakeia.

Si cualquiera, para satisfacer su lujuria o por odio deliberado, ha-


ce a una mujer u hombre algo que les impida tener hijos o les da
de beber de modo que no pueda él generar o ella concebir, con-
sidérese ello como homicidio.
San Agustín, Matrimonio y concupiscencia 1, 15, 17

Con su énfasis sobre las pociones, su vaga referencia a la ma-


gia, su condena del pecado sexual y su calificación de la anticon-
194 fornicar y matar

cepción como homicidio, el Si aliquis, recogido por el Penitencial


de Regino de Prüm en el siglo X, formó parte del derecho canóni-
co de la Iglesia Católica ¡hasta 1917!

1. Seréis como dioses

Imposible encontrar en los Evangelios una sola huella de la


posterior actitud cristiana contra los peligros de la vida sexual. Ni
una línea, tampoco, sobre la finalidad que la naturaleza habría im-
puesto sobre el coito, la reproducción. Los Evangelios dejan de la-
do al sexo como cuestión moral. Incluso el episodio de la adúltera
que Jesús salva de ser lapidada lo muestra benevolente hacia el de-
sorden sexual (y compromete a los varones en las malas acciones
sexuales de las mujeres). Las otras referencias que pueden leerse en
clave sexual no hablan de moral. “Hacerse eunucos por el Reino de
los Cielos” (Mateo 19:10/123) es interpretada, en general, por los
eruditos católicos, como una frase que alude a la renuncia de Jesús
al casamiento y no como abstinencia sexual. “En la Resurrección
ni los hombres ni las mujeres se casarán” (Mateo 22:23/31) habi-
tualmente se lee en el sentido de que la sexualidad es ajena al Rei-
no de Dios aunque estrictamente Jesús se refiera al matrimonio y
no a la cuestión sexual; y sea lo que fuere que queda excluido de
ese Reino, no implica excluirlo del actual.
El eslogan de la promoción de la familia está tan arraigado en
el imaginario social que parece una de las piedras angulares del
cristianismo. Sin embargo, no hay en sus fuentes conceptuales tes-
timonios de esta alta valoración.
Dos mitos subyacen a la relación entre Familia e Iglesia: la fa-

3 Todas las citas de la Biblia según la versión Biblia de Jerusalén, Desclée de Brou-

wer, Bilbao, 1975.


el aborto y la iglesia católica 195

milia como institución de realización espiritual, y la virtud de la


procreación en el matrimonio. Familia, procreación y matrimonio
forman una alianza que se cierne sobre el aborto, y justifican su
condena a partir de una tradición donde la vida terrena está uni-
da a la celestial. Contra esta visión armoniosa entre Familia e Igle-
sia, los fundamentos religiosos y filosóficos del cristianismo se nie-
gan a convalidar esa leyenda. Afirmar que en su origen la Iglesia
tuvo en poca estima la institución familiar parece un golpe de efec-
to, una interpretación de mala fe propia de un discurso anticleri-
cal, pero los mismos documentos cristianos lo manifiestan.
Desde el siglo II a.C. imperaba entre los judíos un clima de sal-
vación mesiánica. Éste es el contexto religioso en que nació Jesús.
Apocalipsis significa Revelación que anuncia el final del mundo
como estructura de pecado y corrupción. Si el Reino de Dios está
por llegar de un momento a otro, si el fin del mundo está cercano,
si las realidades humanas serán destruidas, es dable pensar que son
relativas y que hay que prepararse para enfrentar el Juicio Final.
Por lo tanto el matrimonio y la familia ––realidades de “este mun-
do”–– pierden vigencia. Quien esté convencido de que el fin del
mundo llegará en una o dos décadas, seguramente verá las cosas
de la vida con otra perspectiva. Al desaparecer el sentimiento apo-
calíptico que dio origen al desprecio por la vida terrenal, la visión
de la familia como traba para el camino espiritual, empero, no de-
sapareció. Un signo de esa renuncia a la familia perdura en la Igle-
sia actual: el celibato obligatorio.
El Nuevo Testamento y los textos de los Padres de la Iglesia nos
muestran que el cristianismo se fundó en el renunciamiento a la
familia: no promovió formarla, recomendó abandonarla, dio su
bendición a los que no procreaban, vio en esposos e hijos una tra-
ba para el camino hacia Dios.
196 fornicar y matar

El Mesías o la Familia

El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de


mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
Mateo 10:37

La disyuntiva es absoluta: el Mesías o la Familia. El mandato


del Amor tiene una dirección única, el Cielo, y esto requiere torcer
la tendencia del corazón sobre la Tierra, especialmente la dirigida
a los seres más cercanos. Lo que resulta inquietante en estas citas
es la condición impuesta por Jesús para sus seguidores. No sólo pi-
de que abandonen a sus familias, sino que les exige una redistribu-
ción del amor inesperada. Mateo pone en boca de Jesús una con-
signa: se lo debe amar “más” que a los propios padres, se debe amar
“más” al Hijo del Hombre que a los propios hijos.

Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su


mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta su
propia vida, no puede ser discípulo mío.
Lucas 14:26

La versión de Lucas va todavía más lejos: muestra un Jesús que


exige “odio”. La palabra odio resulta tan contradictoria con el man-
dato del amor, que invertirla exige un sofisticado ejercicio de in-
terpretación.
La disyuntiva entre los caminos que van a la familia y los que
van a Dios vale para el Mesías mismo. Sus ancestros judíos veían
en la carne el lazo inquebrantable del parentesco (el cuerpo es vo-
luntad encarnada, en la sangre del animal está su alma); Jesús, en
cambio, la deprecia como signo de unión y resignifica el parentes-
co como un vínculo basado en la comunidad de la fe, desvinculan-
do el espíritu de su origen carnal:
el aborto y la iglesia católica 197

Alguien le dijo: “¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos


que desean hablarte”. Pero él respondió al que se lo decía: “¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, extendiendo su
mano hacia sus discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis her-
manos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celes-
tial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Mateo 12:46/50 (véase también Marcos 3:31/5)

La política de los nuevos cristianos se apartó de Judea y, que-


riéndose universal, se volcó a Roma, de la cual heredó la vocación
imperial. Si la política de los hebreos consistía en crecer a partir de
la propia descendencia (eran “el pueblo elegido”), la de los cristia-
nos consistió en crecer atravesando las barreras de origen (raza,
lengua y tradiciones), en predicar la conversión fuera de los estre-
chos límites materiales de la grey de sus mayores. Es el fin de la fa-
milia como genealogía. El desapego por el linaje implica también
renunciar a los propios muertos. En una enigmática expresión, Je-
sús indica a un potencial seguidor liberarse de cumplir un ritual
que está en el origen de todos los grupos humanos: el enterramien-
to de los muertos.

“Sígueme”. Él respondió: “déjame ir primero a enterrar a mi pa-


dre”. Le respondió: “deja que los muertos entierren a sus muer-
tos; tú vete a anunciar el reino de Dios”.
Lucas 9:59/60

Ni por razones familiares ni por costumbres culturales se debe


retrasar la vocación apostólica. Este apresuramiento, aunque no
prescribe abandonar las prácticas funerarias, impugna, sin embar-
go, uno de los pilares de toda cultura. Desde las tragedias griegas
hasta las tragedias bélicas, dar sepultura a nuestros muertos cons-
tituye un mandato insoslayable. Antígona es un mito porque su
198 fornicar y matar

tragedia no ha acabado, su hermano ha muerto en batalla y el rey


prohíbe que se le dé sepultura, Antígona se opone y se enfrenta al
rey aún a costa de la propia vida. Contra las leyes escritas, ella in-
voca leyes no escritas que mandan proteger a los muertos para que
descansen en paz.
Frente a esta serie de renunciamientos afectivos y simbólicos,
el abandono de los bienes materiales resulta en los Evangelios una
conclusión lógica y un esfuerzo menor.

Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre,


madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por
uno y heredará vida eterna.
Mateo 19:29

En la actualidad, de estos textos que podemos llamar revolu-


cionarios se expurga toda huella que haga sospechar una desesti-
mación de la vida familiar. Se ha retenido solamente el mandato
anexo de renunciar a los bienes materiales y, con el tiempo, éste
también se ha suavizado; el peligro de las riquezas puede conjurar-
se dándoles un cariz creyente, la caridad puede ser metáfora del vo-
to de pobreza.
Ni Tradición, ni Familia, ni Propiedad: Jesucristo exige esta tri-
ple renuncia. La Iglesia Católica actual se ha flexibilizado hasta el
punto de convertirla en su triple emblema.

Los casados se distraen de Dios

El matrimonio, escribió San Juan Crisóstomo en el siglo III, es


un nido para los pájaros que no pueden volar. ¿Quién puede hacer
el camino hacia el cielo trabado por una esposa y una familia?
La familia es un obstáculo que atrapa al matrimonio en la red
el aborto y la iglesia católica 199

de las renuncias cristianas. San Pablo extrapola la recomenda-


ción de Jesús de renunciar a la familia y le da una forma extrema:
mejor que abandonarla es no formarla.

El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agra-


dar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de
cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no
casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Se-
ñor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se
preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.
San Pablo, Epístola a los Corintios I, 7:32/4

Los casados se distraen de Dios. Pablo invierte la frase bíblica que


anunciaba la creación de la mujer como compañera del hombre y di-
ce “es bueno que el hombre esté solo”. Nuevamente la disyuntiva es
absoluta, a quién agradar, al Cónyuge o al Señor, rivales en el Amor.
Quiero subrayar que la confrontación paulina entre solteros y
casados no está articulada en torno al sexo. El mérito de solos y so-
las parece consistir en su disponibilidad exclusiva a los asuntos del
Señor, no en mantener la virginidad. Por eso los esposos terrestres,
si bien ya no son vírgenes, pueden cobrar altura de santos si se de-
dican por entero a Dios cuando han perdido a su familia. Éste es
el caso de Ángela de Foligno, una mujer que tuvo, según sus pro-
pias palabras, la afortunada desgracia de quedar huérfana, viuda,
y de enterrar a sus hijos, y que, viéndose así librada del lastre de la
familia, pudo por entero dedicar su vida a servir a Dios.
La valoración de los solteros frente a los casados nos pone en
la huella de la institución del celibato obligatorio para los minis-
tros de la Iglesia. El voto célibe significa, estrictamente, un voto de
soltería (“célibe” significa “soltero”, no virgen). El sacerdocio sólo
secundariamente implica un recorte sexual, el celibato impide atar-
se a un núcleo familiar.
200 fornicar y matar

Mejor casarse que quemarse

El matrimonio, entonces, no representa para los primeros


cristianos un bien en sí mismo y mucho menos una realización
espiritual. San Pablo lo definió por la negativa: “mejor casarse que
quemarse” (I Corintios 7:9). El matrimonio es un remedio para
débiles, una concesión para que los impulsos de la carne no sean
ocasión de pecar. Concebirlo como freno para la concupiscencia
despoja al matrimonio de toda virtud; casarse es un recurso, no
un objetivo. Y un freno es incapaz de generar un valor, ni la des-
cendencia ni la unión afectiva logran elevar el matrimonio a un
estado superior.
El planteo de Pablo fue tolerante: mal menor de la fornicación,
el matrimonio a veces es recomendable. Con los siglos, esta acti-
tud pragmática fue cediendo al empuje doctrinal; la tolerancia de
Pablo debía ser explicada y justificada, el remedio nupcial tenía que
demostrar su necesariedad. Jerónimo dialoga con Pablo a través de
su Carta a Geruquia, 123:

––Quiero que las mozas se casen.


––¿Por qué razón, dime? Porque no quiero que las mozas forni-
quen.
––Que procreen hijos.
––¿Por qué causa? Para que no se vean forzadas, por temor al par-
to, a matar a los hijos de adulterio.
––Que sean madres de familia.
––¿Por qué, te suplico? Porque es mucho más tolerable ser bíga-
ma que ramera.

Fornicar, realizar aborto o infanticidio, prostituirse, tres te-


rribles males que hacen del uso del matrimonio un recurso acon-
sejable. Casarse, tener hijos, ser madre de familia. Tres valores re-
el aborto y la iglesia católica 201

conocidos hoy entre los más altos se limitan en San Jerónimo a


la categoría de paliativos, males menores que evitan otros males
mayores.
Antes de que el empuje de la era moderna trastocara los con-
ceptos cristianos tradicionales sobre la familia, y se borrase del dis-
curso de la Iglesia todo vestigio de la disyuntiva entre el reino de
los cielos y la institución familiar, el matrimonio fue una figura
ambivalente que articulaba una salvación y una perdición.
Junto a la visión del matrimonio como consumidor de ener-
gías debidas al Señor, Pablo introduce en la moral cristiana otro
elemento ajeno al Antiguo Testamento y ausente también de las
enseñanzas de Jesús. Dijo que las prácticas sexuales irregulares se
transforman en pecados contra el propio cuerpo y contra Dios.
El sexo extramarital constituye un nuevo pecado que se llama
“fornicar”.
El defecto del matrimonio es disminuir la atención a Dios. El
defecto del sexo extraconyugal es culpable del pecado de fornica-
ción. De estas dos proposiciones se deducen las siguientes reglas:
antes que casarse, es preferible servir completamente a Dios, pero an-
tes que fornicar, es preferible tener sexo conyugal. El matrimonio
es una institución bifronte, amenaza la vida del espíritu tanto co-
mo lo salva de pecar.
Pero si casarse distrae del espíritu y no casarse hace del sexo for-
nicación, la vía del más santo consiste en quedar soltero y abstener-
se de toda relación sexual. De aquí surgió un valor nuevo, exótico
para el mundo antiguo y ausente también de Jesús: la exaltación de
la virginidad. La cantidad de problemas planteados por este ideal
fueron enormes y altamente heterogéneos, desde el espectro de las
relaciones prematrimoniales hasta el enigma del parto de la Virgen.
Como ideal supremo, la virginidad tuvo un efecto piramidal formi-
dable que influyó en la moral matrimonial. Si los célibes tenían que
ser vírgenes, los casados tenían que ser castos.
202 fornicar y matar

Las rosas se recogen de las espinas

En las antípodas de la Iglesia actual, San Jerónimo adjudica el


pecado original al matrimonio mismo, no al acto sexual:

Eva en el paraíso fue virgen. Pero después que hubo de vestirse


en pieles, tuvo origen el matrimonio (…) Debes saber que la vir-
ginidad fue concedida por la naturaleza, el matrimonio, en cam-
bio, a raíz de la culpa (…) Aprecio el matrimonio, pero porque
hace nacer vírgenes. Las rosas se recogen de las espinas.

Durante siglos, los obispos tuvieron que tranquilizar a la gen-


te que les preguntaba si era pecado casarse. La pérdida de la virgi-
nidad era considerada como una desgracia mayor que la muerte
del cónyuge. El capítulo sobre el matrimonio en el Catecismo Ro-
mano, publicado por orden del papa Pío VI que regirá el quehacer
pastoral prácticamente hasta mediados del siglo XX, comienza con
una invitación a la abstinencia.
Todos los textos que afirman la superioridad de la virginidad
sobre el matrimonio presentan asimismo una disculpa que inten-
ta minimizar el desprecio por el vínculo conyugal. “Lo cual no di-
go en menoscabo del Matrimonio, sino a gloria de la virginidad,
cuyo estado es más excelente que el de los casados. Tome en bue-
na hora la medicina el enfermo que la necesite, que yo bien sé lo
que el precepto manda, y lo que, siendo materia libre, merece nues-
tra admiración… El matrimonio es medicina de enfermos, la vir-
ginidad es gloria de los castos… No condeno a la casada, pero ala-
bo fervorosamente a la virgen, porque las más puras satisfacciones
de aquélla son como despreciable barro en comparación con las de
ésta”, Tratado de las vírgenes, San Ambrosio. “Lo que quiere decir
que para éstos no constituye un pecado el matrimonio, el cual,
el aborto y la iglesia católica 203

contraído para evitar la fornicación, sería sin duda un pecado me-


nor que la fornicación misma; pero que, no obstante, pudiera ser
pecado. En ese caso, ¿qué se podría argüir contra la evidentísima
sentencia del Apóstol cuando dice: Que haga lo que quiera; no pe-
ca si su hija se casa. Y aquel otro texto: Si te casares, no por eso pe-
cas. Y si una doncella se casa, tampoco peca. Es, pues, incuestiona-
ble, que el matrimonio no es pecado”, Del bien del matrimonio, San
Agustín.
Aunque Agustín y Ambrosio, entre otros, insisten en que sus
afirmaciones sobre el matrimonio no significan menospreciarlo,
su misma necesidad de justificarse los delata. La desmentida tiene
la forma de la figura freudiana de la renegación. La insistencia con
que aclaran que el matrimonio no es pecado da lugar a la interpre-
tación opuesta. ¿A cuenta de qué habrían de negar que afirman lo
que no afirman?

Dichosas las estériles

La Iglesia contemporánea sostiene dos ideales contrapuestos,


el elogio de la fecundidad en el matrimonio y el celibato obligato-
rio para el clero. Hijos y virginidad son excluyentes. No hay con-
tradicción sino jerarquía; y la casta sacerdotal, la especie estéril, re-
servó para sí el punto más alto, abstenerse del sexo eleva el espíritu
más que dar a luz.
Que el comportamiento de los monjes se juzgue superior al de
las madres parece ser una consecuencia obvia del repudio cristia-
no al sexo. Sin embargo, en su origen la preferencia por el celibato
tenía motivos escatológicos y no morales. En la atmósfera enrare-
cida por la proximidad del Juicio Final, procrear carecía de senti-
do. En esos días, según los Evangelios, las mujeres habrán de la-
mentarse por haber traído hijos a un mundo sin futuro. En el
204 fornicar y matar

Camino del Calvario, Jesús se dirige a las mujeres que padecen por
él y, volviéndose a ellas, dice:

Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por voso-
tras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Di-
chosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos
que no criaron! Entonces, se pondrán a decir a los montes: ¡Caed
sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos!
Lucas 23:28/30

Entre estas palabras y aquellas que invitan a abandonar a la fa-


milia para seguirlo, el nexo es la cercanía del Apocalipsis. Jesús
anuncia un tiempo de tristeza, en el cual los hijos serán motivo de
pesar y no de alegría. Contra lo que solemos creer, hasta que llegó
la modernidad, la Iglesia Católica no le concedió a la maternidad
un carácter sagrado, ni siquiera feliz. Este texto del siglo IV se mues-
tra conmovido por la poca dicha y el nulo valor espiritual de tan-
to desvelo (y nos convoca a presenciar, en las raíces de una moral
represiva, cómo el espíritu que pulsa por su liberación no invita a
las mujeres a la virginidad sino por un rodeo ––una fuga–– que no
habla de los peligros del sexo sino de la maternidad).

¿Quién ignora que la bella corona de la maternidad, puesta a la


frente de la casada, está tejida de punzadoras espinas, que se mul-
tiplican y crecen, y son más dolorosas cuanto mayor es la fecun-
didad del vientre? ¿Por ventura se compensan en el matrimonio
los duelos con las alegrías? Las de la boda vienen siempre baña-
das en lágrimas. A la deleitosa concepción sigue el dolor, como
forzoso heraldo del soñado parto, que no llega sino después de
la interminable pesadumbre de bascosas molestias del embara-
zo: en una palabra, cortejado de la triste enfermedad. Pues, ¿qué
prenda es ésta, a quien tales quebrantos amenazan sin poder li-
brarse de ellos jamás? ¿Que es esclava del dolor y sin él no arriba
el aborto y la iglesia católica 205

al placer? ¿Que se compra con temor, y no se disfruta en paz?


Y si dominando estos peligros sale a flote la crianza de los hijos,
¿qué de afanes, qué de penas, qué de angustias no rodean a su
educación? ¿Cuántos trabajos y desvelos, para formarlos y hacer
de ellos hombres útiles? ¡Triste felicidad a quien agobian tales mi-
serias, que como alud aplastante oprimen a la infeliz madre al ad-
venimiento de cada nuevo heredero!
Son tantos y tan recios los cuidados anejos a la familia, que si los
hombres se parasen a meditarlos, huirían aterrados de la tremen-
da carga de la paternidad.
Considera, pues, hermana mía, cuán dura cosa es padecer en es-
ta vida lo que no alcanza la lengua a declarar, ni olvides que lle-
garán días tristísimos, en que se tengan por dichosas las estériles
y por afortunados los vientres que nunca concibieron. Las hijas
de este mundo serán engendradas y engendrarán, pero la del rei-
no del Cielo, libre de varón y de estímulos carnales, será santa en
el cuerpo y en el espíritu.
A lo cual has de añadir la servidumbre que las casadas deben a
sus maridos, bajo cuya autoridad las puso Dios con paternal sa-
biduría, según yo creo.
San Ambrosio, Tratado de las vírgenes

Jesús se entristecía por las hijas de la tierra, mujeres encintas cu-


ya amargura por el destino de sus hijos nada podría consolar. El Apo-
calipsis no ha llegado, sin embargo San Ambrosio también habla a
las mujeres con un amor que nos parece más cercano a un espíritu
feminista que a la incomprensión del discurso oficial de la Iglesia.

Multiplicaréis mi alma

La procreación es una respuesta a la muerte, un consuelo para


que el hombre, expulsado del paraíso y condenado a morir, pudie-
ra continuarse en su descendencia. Pero ahora que la muerte ha
206 fornicar y matar

perdido su dominio, existe la forma espiritual de tener descendien-


tes, una clase mejor de nacimientos. La Redención ha instaurado
entre nosotros un “segundo paraíso”. Si el pecado original trajo co-
mo consecuencia la muerte y ésta el impulso a procrear, Cristo, al
habernos redimido de la muerte, ha suprimido la condición de que
sólo los hijos permitan un más allá.
Privilegiar la paternidad espiritual sobre la carnal obligó a los
teólogos a reinterpretar el mandato “creced y multiplicaos” con
que culmina la Creación según el Viejo Testamento. Apenas crea-
dos Adán y Eva, Yahveh los bendijo diciéndoles que fueran fecun-
dos. Dado que esto sucedió en el Edén, el don ––o el imperativo––
de tener hijos no fue consecuencia del pecado original, no fue un
consuelo para la muerte sino una bendición para la vida antes de
toda desobediencia. Por tanto, el mandato de multiplicarse aun
cuando queden abolidos los efectos de la Caída persiste. El texto
es el mismo para judíos y cristianos, ha cambiado la perspectiva.
Conciliar la fecundidad indicada por Yahveh con su innecesarie-
dad después de Jesús fue resuelta por los teólogos resignificando
el texto sagrado. “Creced y multiplicaos”, según Basilio, no signi-
fica engendrar y criar hijos. Esto vale para los animales, que cre-
cen físicamente y por el número de su descendencia; nosotros, en
cambio, “crecemos espiritualmente y nos multiplicamos por las
buenas obras.”

Cuando se dice “creced y multiplicaos” puede entenderse del cre-


cimiento de la inteligencia y de la abundancia de las virtudes,
conforme a lo que se dice en el Salmo: “Multiplicaréis mi alma
en la virtud”. Y esto se puede entender así porque no le fue con-
cedida al hombre la descendencia sino porque la muerte, a cau-
sa del pecado, dejaría su vacío en la naturaleza humana.
San Agustín, Del bien del matrimonio
el aborto y la iglesia católica 207

El énfasis sobre la perfección por medio de la virginidad mar-


ca el más agudo contraste con la valoración de multiplicar la vida
por sí misma. El interés cristiano en la educación de la descenden-
cia, que se hace evidente en la segunda centuria, establece idénti-
co punto de vista. Clemente y Orígenes, los fundadores de la filo-
sofía cristiana, incorporaron los ideales griegos en materia de
educación. Hay premio celestial no para las personas que procrean
indiscriminadamente sino para “quien ha procreado de acuerdo
con el Verbo y ha educado e instruido a sus hijos en el Señor” (Cle-
mente, Stromata, 3, 15). Desde esta perspectiva, imposible hallar
en la procreación un fin en sí mismo. Ningún argumento consis-
tente en favor de la exigencia de que las relaciones sexuales fuesen
fecundas. Contra la fornicación, Santo Tomás argumenta que la lu-
juria no se borra por generar un ser humano más. Y afirma que es
mejor no tener una criatura que tenerla si ha de verse afectada en
sus posibilidades educativas (entre otros, véase Summa I, 6; El Mal
15, 2). El hincapié en la formación espiritual más que en la prolon-
gación meramente biológica de la especie fue en aumento hasta la
Edad Moderna.
El interés cristiano de los primeros tres siglos no estaba pues-
to en el mayor número de seres humanos sino en que las personas
fuesen espiritualmente mejores. “Cuando la Iglesia era pequeña
––reflexiona desde dentro John Noonan––, un mero puñado entre
una multitud, se prefirió la virginidad. Cuando la Iglesia abarcó lo
que sus representantes estimaban que era el mundo entero, tam-
bién se prefirió la virginidad. Las exhortaciones a la virginidad fue-
ron dirigidas a aquellos que más probablemente responderían a las
exigencias espirituales… La Iglesia no debía crecer en número, si-
no en calidad.”4

4 John T. Noonan Jr., Contraconcepción. Desarrollo y análisis del tema a través de

los canonistas y teólogos católicos, Troquel, Buenos Aires, 1967, p. 93.


208 fornicar y matar

Notemos que el mismo San Agustín, quien se dice que redujo


el sexo a su finalidad reproductiva, la desechó como finalidad es-
piritual: “En estos días, verdaderamente, ninguno que sea perfec-
to en piedad busca tener hijos, excepto espiritualmente”. El espíri-
tu procrea hijos liberados de la muerte, hijos del Verbo. El anhelo
cristiano de la paternidad espiritual condensa el desafío que la na-
turaleza se ha impuesto con el animal humano. Generar una he-
rencia simbólica: esto es lo que nos define como humanidad.

No tener hijos, no copular

La reinterpretación cristiana que puso el acento del ser huma-


no en el espíritu y no en la biología, se hizo a costa de la exclusión
de la carne, fundando una dicotomía radical. Podemos ser fecun-
dos de otra manera que los animales sólo si dejamos de serlo. Pe-
ro los hijos de la carne siempre fueron algo más que mera descen-
dencia biológica, el espíritu no se adecua a la disyuntiva, e incluso
aquí esa oposición está atravesada por otra dimensión perturba-
dora que desequilibra la ecuación binaria, el cuerpo.
Con los siglos, la reticencia a procrear se confundió con el re-
pudio a lo sexual. Cuando se impuso la reproducción como fina-
lidad del acto sexual, desviarse de la misma cobró el carácter de pe-
cado mortal. Pero castigo a la anticoncepción no significa elogio
de la concepción; la paternidad terrenal no tiene ningún valor, pe-
ro es lo único que justifica un acto sexual. Así como la virginidad
es preferible al matrimonio, la continencia conyugal es preferible
al uso sexual, y la virtud de contenerse supera la de la procreación.
El lugar que ocupan los hijos en este esquema es análogo al que
tenía el matrimonio en Pablo. Así como casarse implica una me-
nor entrega espiritual pero un buen remedio para no fornicar, pro-
crear no tiene en sí mismo ningún valor pero es la única justifica-
el aborto y la iglesia católica 209

ción de copular. Si el recurso del matrimonio es para San Pablo el


mal menor de la fornicación, la función reproductiva es para San
Agustín el mal menor del sexo conyugal.
Ni casarse ni tener hijos exaltan el espíritu. Es así como antes
del siglo XVI, la Iglesia no alentaba a los cónyuges a procrear. La
promoción de la “familia cristiana” invocada por el catolicismo ac-
tual es un producto de la modernidad.

Celo y placer

En nombre de la naturaleza, la Iglesia restringió el sexo a la re-


producción. Pero antes, en nombre de la sociedad, había restringi-
do ambos al matrimonio. Así en San Pablo, los límites del sexo no
tienen que ver con la reproducción de la especie sino con las leyes
de la sociedad, se trata de la legitimidad del coito y no de su fina-
lidad natural. La introducción de la descendencia en el contrato se-
xual fue obra de San Agustín, que retomó la teoría estoica de las fi-
nalidades naturales y asignó al sexo una función únicamente
procreativa pero derivada del pecado original (La Ciudad de Dios).
Es aquí donde la sexualidad humana se vuelve una esfera esquiva
a la comprensión. Sólo cuando el modelo animal se impone sobre
el comportamiento sexual humano surge el problema del placer,
excede la mecánica de lo viviente.
Mirando a los animales, los teólogos vieron el sexo indisoluble-
mente unido a la reproducción. Si la naturaleza refleja el plan de
Dios, todo en ella tiene un sentido divino y el del sexo sería la con-
servación de las especies. Por lo tanto, dedujeron que, también en-
tre los seres humanos, la finalidad de la cópula es la reproducción.
Dos enemigos acechaban esa idea: la ausencia de celo en la ra-
za humana, la ausencia de placer en el mundo animal. La manera
en que los teólogos definieron la naturaleza del sexo los encerró,
210 fornicar y matar

no lograron discriminar el comportamiento humano del resto del


mundo animal. Los animales copulan sólo durante el período de fer-
tilidad, el sexo se ajusta al ritmo de las hormonas. Entre nosotros, el
deseo sexual se soltó de los ciclos reproductivos. Nunca sabremos
cómo es estar en celo, la disociación sexualidad-reproducción es ca-
racterística de nuestra especie. Por eso se vuelve enigmático el la-
zo entre hacer un hijo y hacer el amor.
“Sólo los hombres ––escribe Georges Bataille en El erotismo––
han hecho de su actividad sexual una actividad erótica, y lo que di-
ferencia al erotismo y a la actividad sexual simple es una investiga-
ción o búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en
la reproducción y en el ansia por tener niños.”5
El cristianismo mantuvo la normativa de una naturaleza co-
mún. Como en los machos y hembras animales, el sexo entre hom-
bres y mujeres debe tener como función y única excusa perpetuar
la especie. El placer no tiene lugar en esta teoría, un exceso que es-
torba, la inclusión del Mal en el plan de Dios. En las bestias no hay
goce, cumplen a la perfección el principio de reproducirse sin vo-
luptuosidad. En consecuencia, entre los seres humanos, quien ac-
túa por placer convierte el medio en fin, va contra el orden queri-
do por Dios y merece eterna condenación (San Alberto Magno y
Santo Tomás). Lo había escrito San Agustín: “lo que no puede rea-
lizarse sin placer, no debe, sin embargo, realizarse por placer”.
La visión cristiana de la naturaleza sexual del ser humano, en-
tonces, plantea una paradoja que presagia la subjetividad moder-
na. Si estamos expulsados de la inocencia del celo, ya no podemos
ser animales; y si el placer inevitable del acto sexual nos degrada
como personas, ya no podemos tampoco ser humanos.

5 Georges Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.


el aborto y la iglesia católica 211

Paraliza la razón

Contra el placer sexual fue necesario emplear de modo especial


una medicina mediante un sacramento. Primero, porque a tra-
vés del placer sexual se corrompe no sólo la persona, sino tam-
bién la naturaleza; segundo, porque el placer sexual, en su ines-
tabilidad, paraliza la razón.
Santo Tomás, Summa Theologica III

Inservible para el fin procreativo pero inevitable, el fenómeno


del placer sexual se constituyó en uno de los mayores desafíos de
la teología. La cantidad de placer determina la magnitud del peca-
do. Y no todas las mujeres proporcionan la misma cantidad. El co-
mercio sexual con una mujer bella, opinó Pedro Cantor (siglo XII),
es un pecado mayor que la relación carnal con una mujer fea, por-
que deleita más. La belleza es un velo:

Considera que la mujer más bella ha nacido de una maloliente


gota de semen; considera luego su momento central, cómo ella
es un recipiente de porquerías; considera después su final, cuan-
do ella sea pasto de los gusanos.

Bellas o feas, todas son sucias. Cinco años más tarde, Alano de
Lille replicó que peca menos el que yace con una fémina bella “por-
que es dominado en mayor grado por la visión de su hermosura”
y “adonde hay mayor coacción, menor es el pecado”. Del deleite a
la coacción, surge en escena el mito del irrefrenable instinto viril.
“El coito nunca acontece sin pecado… porque en la emisión del
semen hay siempre cierta excitación, un cierto deseo, un cierto pla-
cer” (Hugoccio, Summa 2, 32, siglo XII).
En su libro Matrimonio y concupiscencia (I, 12) San Agustín ha-
bía abierto los ojos a cierta inercia del pecado: “Aunque la copula-
ción conyugal para tener descendencia no es en sí misma un peca-
212 fornicar y matar

do… en la práctica del acto generativo está presente, sin duda, la


ofensa del pecado”. Si para el autor de las Confesiones el deseo de
procrear es “hacer un buen uso del mal que es el placer”, con los si-
glos el placer no tendrá perdón. “¿Quién no conoce ––se lamenta-
ba Inocencio III en el siglo XII–– que las relaciones conyugales no
se realizan nunca sin excitación de la carne, y con ardiente y sucia
concupiscencia, donde la progenie concebida es sucia y corrupta?”
Aun si cumplen con la finalidad reproductiva, cuando los esposos
copulan no tienen escapatoria.
En la búsqueda de un antídoto contra lo inevitable del placer
sexual, los teólogos encontraron una solución antinómica, la con-
dición para que no haya pecado en el sexo matrimonial es que el
placer sea desagradable. En escandaloso contraste con los diagnós-
ticos sexológicos y los libros de autoayuda que prometen hacer du-
rar el deseo en el matrimonio, saludemos la idea hegemónica del
siglo XII en las palabras de Guillermo de Auxerre.

Si un esposo santo… tiene relaciones con su esposa y el consi-


guiente placer que se produce en ellas no sólo no le causa agra-
do sino que es objeto de aborrecimiento… entonces esa relación
carnal está libre de pecado. Pero esto sucede rara vez.

La dificultad para controlar el deseo pone en crisis la presun-


tuosa idea de que en el ser humano gobierna la razón. San Agus-
tín sueña con un mundo donde cada órgano sea controlado por la
voluntad, y la cópula no sea ocasión de placer. Para él, la existen-
cia en el Paraíso no conoce esa sensación, en cuya búsqueda se pier-
de el alma de gran parte de la humanidad. El placer sigue siendo
un enigma y un escollo, eterno tema de conflicto. Signo de que he-
mos comido del árbol del bien y del mal, no permite refugiarnos
ni entre los ángeles ni entre los animales.
el aborto y la iglesia católica 213

2. La condena

La condena cristiana es absolutamente inédita, en el contexto


cultural de aquella época, ver el Mal en el aborto constituyó una
verdadera invención. Ni hebreos ni griegos ni romanos condena-
ban esta práctica. Los griegos, que instalaron el alma en la historia
del embrión, no dedujeron que abortarlo significara asesinar; de-
mocracia e infanticidio no eran para ellos una contradicción. Los
romanos hicieron del embrión como parte de las vísceras mater-
nas un artículo de ley y penaron el aborto que mataba a las muje-
res, no el que daba fin al embrión. El mandato “creced y multipli-
caos” no obligó a los judíos, que introdujeron la condena del
infanticidio, a interpretar el aborto como tal. Entonces, ¿cómo sur-
ge esa censura en este contexto histórico?
El primer paso en la condena del aborto resulta de la reelabo-
ración sincrética entre la prohibición judía del infanticidio y la idea
griega de la animación retardada, mediadas por la incipiente figu-
ra que devendrá en la persecución de las brujas: los pharmakeia.
Fornicar y matar. Entre estos dos males se dirimió histórica-
mente la condena del aborto. Antes de que el embrión fuese con-
siderado Persona desde la concepción, había dos variables para juz-
garlo: la definición del ser humano o metafísica del alma y los
crímenes de la carne o moral sexual. Para comprender el nexo en-
tre ambas condenas es preciso correrse del eje del embrión. Y ésta
es la historia que vamos a contar.

El infanticidio, una condena hebrea

El tratamiento del aborto en el mundo antiguo presenta dife-


rencias fundamentales respecto de la discusión actual. En princi-
214 fornicar y matar

pio, los derechos hipotéticos, potenciales o reales del embrión no


cuentan en absoluto. Entre griegos y romanos, ni siquiera los hijos
nacidos tenían derecho a la vida, estaban en todo momento a mer-
ced de la voluntad del pater familiae (el padre de la familia, etimo-
logía: conjunto de esclavos). Y la decisión sobre la vida o muerte de
los hijos corresponde al jefe de familia y no a la mujer. Estos dos
elementos configuran la tradición patriarcal, que ponía a jóvenes
y mujeres bajo la tutela del varón.
Limitar la población y regular la demografía: dos ideales que sos-
tenían tanto Platón como Aristóteles y que los llevaron no sólo a ad-
mitir sino también a recomendar el aborto. Para Platón es una ins-
titución propia del Estado ideal, admite que las comadronas lo
practiquen si lo encuentran conveniente. Entre otras medidas des-
tinadas a mantener en equilibrio las cifras de la población, conside-
raba un deber provocar el aborto de toda mujer mayor de cuarenta
años. Aristóteles extendió el plazo hasta los años cincuenta, expli-
cando que las personas muy jóvenes “engendran seres incompletos
de cuerpo y espíritu”, en tanto que los hijos de las mujeres mayores
poseen una “debilidad irremediable”. Ambos tenían como preceden-
te el modelo de Esparta, donde los recién nacidos eran examinados
por los ancianos de la comunidad con el fin de que no resultaran una
carga para el Estado. Y despeñaban a los niños enfermizos o defor-
mes desde la cumbre del monte Taigeto. Nada más razonable, dijo
Séneca siglos después, que ahogar a los recién nacidos enclenques o
que presentan malformaciones. Las madres bañaban a los recién na-
cidos no en agua sino en vino, convencidas de que los bebés enfer-
mos o epilépticos no resistirían la prueba y morirían.
Para deshacerse de los niños que no eran bienvenidos se admi-
tían en Roma la “exposición”, la venta y el infanticidio. El recurso
más frecuente era la “exposición” o abandono, práctica que cruza-
ba todas las clases sociales; las leyes de Augusto incitaban a conser-
var sólo los primeros tres hijos. A merced de la voluntad paterna,
el aborto y la iglesia católica 215

el recién nacido esperaba en el suelo su decisión, si el padre lo le-


vantaba, ese simple ritual significaba su incorporación a la fami-
lia. Pero podía no hacerlo, para resguardarse de los riesgos de una
nueva situación patrimonial que llevara a una división excesiva
de la herencia. Por eso el Estado otorgaba al padre de familia la
libertad absoluta de abandonar, vender e incluso matar a sus hi-
jos. El derecho a disponer de su descendencia lo conservaba aun
después de su propia muerte (en su testamento podía precisar
que, si nacía un varón, se lo desheredara y se dejara a la madre la
responsabilidad de abandonarlo).6 Veamos cómo expresa Tácito
su estupor ante la costumbre de otros pueblos de conservar to-
dos los hijos:

Ponen cuidado en multiplicar el número de sus descendientes,


pues juzgan pecado matar a los recién nacidos. Consideran in-
mortales las almas de los que sucumbieron en el campo de bata-
lla o perecen ejecutados. Aquí está la razón de su afán de procrear
y su desprecio a la muerte… Un pueblo dado a la superstición y
enemigo de la religión.
Tácito, Historias V, 3-12

El desprecio de Tácito manifiesta el sentir común de los roma-


nos del siglo II, al reprochar a los judíos por no eliminar a los re-
cién nacidos que exceden la prole que debe tener el buen ciudada-
no. En el mismo siglo, Filón de Alejandría, judío helenizado
contemporáneo de Jesús, lo cuenta con espanto:

Existen padres que estrangulan a sus bebés, o que cuelgan de ellos


pesos y los dejan ahogarse en el agua, o que los abandonan en lu-
gares desiertos para ser presa de animales salvajes o de aves de ra-

6Aline Rousselle, “La política de los cuerpos: entre procreación y continencia


en Roma”, en Historia de las mujeres, Taurus, Madrid, 1993.
216 fornicar y matar

piña. Estos padres incurren en el delito de crimen. Su acción cri-


minal es fruto de (haber dado curso a) su deseo de placer.
Filón de Alejandría, Sobre las leyes individuales, 3, 20, 110

El cristianismo tomó del judaísmo la condena del infanticidio y


la impuso sobre el mundo entero. En el año 319 Constantino des-
pojó al pater familiae del poder de matar a sus hijos adultos, que has-
ta entonces le estaba permitido en virtud de la patria potestad. Re-
cién en el año 374, cuando el cristianismo ya llevaba medio siglo
como religión reconocida y privilegiada por el Estado, se prohibió
dar muerte a los recién nacidos pero la condena cristiana no se ex-
tendió a la muerte del embrión. Y ahora veremos cómo y por qué.

La animación retardada, una tesis griega

El interés por fijar cuándo puede llamarse “ser humano” al pro-


ducto de la fusión de dos gametos es hoy uno de los grandes pro-
blemas de la bioética que nació con el Padre de la Medicina. Hipó-
crates describió el proceso de formación fetal, el embrión pasa de
un estadio informe carente de órganos a uno ulterior donde pre-
senta una conformación humana. Integrando los datos embrioló-
gicos a una concepción antropológica, Aristóteles planteó la teoría
de las tres almas ––vegetativa, sensitiva y racional–– y las imbricó
progresivamente en el desarrollo embrionario. Alma vegetativa y
sensitiva también tienen, respectivamente, plantas y animales; lo
que diferencia a los humanos de los animales es el alma racional.
El alma propiamente humana es infundida en el cuerpo sólo cuan-
do éste está lo suficientemente organizado como para recibirla, de-
be haber correspondencia entre materia y forma. La llamada teo-
ría “hilemórfica” (hylé = materia, morfos = forma) dice que el alma
humana es al cuerpo algo así como la forma de la estatua es a la es-
el aborto y la iglesia católica 217

tatua en sí, no puede existir antes de que ésta exista. No es algo que
el escultor hace primero e introduce subsecuentemente en el blo-
que de mármol, puede existir sólo en la estatua terminada. De la
misma manera, el alma humana puede existir sólo en un cuerpo
con forma humana. Esto sucede alrededor de los cuarenta días en
el varón, a los noventa en la mujer.
En el siglo III a. C., en Alejandría, setenta sabios se unieron en
una labor monumental: hacer hablar griego al Antiguo Testamen-
to. De esta asociación nació la traducción de los LXX. En ella, lo
griego no se limitó a la lengua. En su versión de Éxodo 21, los tra-
ductores judíos helenizados introdujeron un elemento caracte-
rístico de la filosofía helénica y ajeno al espíritu hebreo: la tesis
de la “animación retardada” según la cual la infusión del alma en
el cuerpo sucede en algún momento entre la concepción y el na-
cimiento.
Introduciendo la razón griega en la ética judía, el añadido des-
dobla la Ley del Talión. Mientras que el Antiguo Testamento cas-
tiga con la muerte solamente a quien le quita el alma a la mujer
embarazada (la mata), la traducción de los LXX extiende el casti-
go también a quien no mata a la mujer pero le quita el alma al em-
brión (lo mata después de los 40/90 días). A partir de ahí se pro-
duce un corte jurídico y moral en la vida embrionaria, ausente en
el original hebreo. Es interesante observar cómo, a pesar de que es-
tá fuera de discusión que la traducción de los LXX “amplía” el tex-
to bíblico y que esto no se va a repetir en la denominada Vulgata,
traducida directamente del hebreo en el siglo V, la distinción feto
sin alma/feto con alma se introdujo desde los primeros siglos del
pensamiento cristiano hasta fusionarse con su tradición religiosa
y tuvo un peso decisivo en las preguntas y las enseñanzas de la Igle-
sia, y como corolario, también, enormes consecuencias en el trata-
miento del aborto.
218 fornicar y matar

El semen va tomando forma poco a poco en el útero materno y


su destrucción no puede considerarse como asesinato hasta que
cada uno de los elementos adquiera su forma exterior y sus
miembros.
San Jerónimo, Epístola 121, 4

Pero quién no está dispuesto a pensar que los fetos sin forma
mueren como semillas que no han fructificado.
San Agustín, Enchridion

El alma no se mezcla con el fango de la tierra: primero se hace la


casa y sólo después se hace entrar al habitante, de igual modo, pri-
mero se forma el cuerpo y sólo después puede entrar el ánima.
Quaestiones (374), atribuido a San Agustín

Santo Tomás, desarrollando el hilemorfismo griego de mane-


ra sistemática, cohesionó al pensamiento cristiano en torno de la
tesis de la Animación Retardada. No veía en el óvulo fecundado
ninguna dignidad humana, ni siquiera un cuerpo humano (el
cuerpo humano es, para Santo Tomás, la conjunción del alma con
la materialidad). Suponerle al embrión cualidades humanas antes
de tener el alma racional que nos caracteriza significa violar el prin-
cipio divino y natural, es decir, una herejía.

Condenamos como errónea y opuesta a la verdad católica toda


doctrina que se atreva a negar o a cuestionar que la sustancia
del alma racional o intelectual es verdaderamente y por sí sola
la forma del cuerpo humano. Para que todos sepan la verdad de
una fe sincera y para cerrar la puerta a todo error, definimos
que a cualquiera que se atreva a acelerar, defender, o tercamen-
te asegurar que el alma racional o intelectual no es por sí sola y
esencialmente la forma del cuerpo humano, debe considerár-
sele un hereje.
Concilio de Vienne, 1312
el aborto y la iglesia católica 219

Un intento de pasar por alto la distinción entre feto animado e


inanimado para condenar todo aborto indiscriminadamente fue la
Bula Constitución Effraenatam promulgada en 1588 por Sixto V. Su
rigor fue impotente frente a las costumbres y al peso de la tradición
teológica que daba valor de vida sólo al feto formado. Tres años más
tarde una nueva constitución la deroga, advirtiendo que tanto rigor
lleva al fracaso y no a la virtud. “La espada de la disciplina eclesiás-
tica debe ser ejercida de tal manera que sirva para la salud y no pa-
ra la perdición de las almas”, porque es “más útil no imponer (don-
de no se trata ni de homicidio, ni de feto animado) penas más duras
que las exigidas por los Sagrados Cánones y las leyes civiles”. Pero las
sabias palabras de Gregorio XIV en 1591 concluyen, diciendo al
viento, que “Por cuanto a las penas que provocan el aborto del feto
inanimado… derogamos a perpetuidad tanto a lo que se refiere al
pasado como al futuro la citada Constitución” (Sedes Apostolica).
La tesis de la animación retardada fue hegemónica en el mun-
do cristiano desde el siglo IV hasta la modernidad. Sólo con los des-
cubrimientos embriológicos del siglo XVII entra en crisis la teoría
griega de la infusión tardía del alma y se reemplaza por la tesis de
la animación inmediata. Paradójicamente, no fue sino hasta dos si-
glos más tarde que la Iglesia aceptó las verdades de la ciencia, re-
conociéndole alma al embrión desde su concepción. Esto sucedió
en 1869. Hasta esta fecha, el aborto temprano no estuvo en el ban-
quillo de los acusados a menos que se lo acusara de otro pecado
peor que el homicidio: la fornicación.

La anticoncepción, un “homicidio anticipado”

Los primeros cristianos se encontraban en una comunidad


donde los pharmakeia formaban parte de la vida diaria; se recurría
a ellos tanto para conquistar a un hombre como para propiciar un
220 fornicar y matar

aborto o para tener un hijo. No es fácil precisar el significado del


término pharmakeia, eran hierbas que buscaban hacer efectos en
planos totalmente heterogéneos, desde lo fisiológico hasta lo espi-
ritual; bajo un mismo nombre se juntan esterilizantes y fertilizan-
tes, afrodisíacos y anafrodisíacos, abortivos y anticonceptivos, ora-
les o externos, temporarios o permanentes. La traducción latina de
pharmakeia: veneficia, es un término igualmente ambiguo, origen
de la palabra “veneno”. La ambigüedad consiste en que no se pue-
den separar desde el vamos el Bien del Mal; sólo la experiencia per-
mite discernirlos. Los pharmakeia tanto podían curar como enfer-
mar, hacer revivir como matar. Si lo benéfico o lo maléfico de una
sustancia depende de su efecto y no de la sustancia misma, el cri-
terio de su sanción social también es ambiguo. Por ejemplo, para
el derecho romano, administrar una droga abortiva era considera-
do un crimen sólo si la práctica salía mal, o sea, si salía perjudica-
da la mujer.
Los textos del Nuevo Testamento (Pablo, Gálatas 5:19/2, Apo-
calipsis 9:21, 21:8, 22:15) presentan una íntima asociación entre
magia, veneno, aborto y anticoncepción, mostrando cómo la con-
dena de los primeros refuerza la oposición a los segundos. Esto per-
mite aventurar que la condena cristiana de aborto y anticoncep-
ción se origina en la condena global de las prácticas hechiceras.

Algunas toman pociones para hacerse estériles y cometen un ho-


micidio antes de la concepción misma de un ser humano.
San Jerónimo, Epístola 22, 13

“Homicidio anticipado”: bajo este cargo se condenó como ase-


sinas a las mujeres que toman brebajes anticonceptivos. ¿Cómo se
entiende que no se castigue la muerte del embrión (inanimado) y
se considere homicidio al acto que evita concebirlo? El homicidio
forma parte de una narrativa sexual:
el aborto y la iglesia católica 221

Otras, cuando se percatan de las consecuencias de un mal paso,


intentan, a través de brebajes envenenados, provocar el aborto,
con lo cual ellas mismas son, frecuentemente, sus propias vícti-
mas y se dirigen al infierno como asesinas en un triple sentido:
como suicidas, como adúlteras frente a su esposo celeste Cristo
y como asesinas del hijo al que no permitieron nacer.
San Jerónimo, Epístola 22,13

Copular, impedir concebir, dar muerte al embrión, el aborto


es el último eslabón del pecado que comienza en el pecado se-
xual. La figura de la anticoncepción homicida no es un recurso
literario de Jerónimo, fue el modo en que durante siglos los teó-
logos definieron y condenaron esa práctica. “¿Dónde existe el ase-
sinato antes de nacer? ––escribe Crisóstomo–– ¿No veis que de la
embriaguez nace la fornicación, de la fornicación el adulterio, del
adulterio el crimen? En verdad, algunas cosas son peor que un
crimen y yo no sé como calificarlas; ¿cómo llamar al acto no de
matar lo formado sino de evitar su formación?” (Homilía 24 so-
bre la Epístola a los Romanos).

Se debe tomar mucho en cuenta

El dolor de los niños acaba con la muerte, pero el de las madres


se renueva siempre con la memoria.7

San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, pronuncia palabras de


amor que hoy la Iglesia que dice venerarlo no puede soportar. La
Iglesia contemporánea no contempla atenuantes para el aborto, ni

7 Cit. por Santo Tomás en Catena Aurea, Exposición de los Cuatro Evangelios,
I, San Mateo, editado por Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, 1948, p. 64.
222 fornicar y matar

siquiera en casos extremos en los cuales dejar morir a la madre no


permite tampoco salvar a su bebé. Para legislar sobre los excepcio-
nales casos lícitos de aborto terapéutico, la Iglesia se guía sólo por
la llamada “doctrina del doble efecto”, que no distingue resultados
ni intenciones, sólo procedimientos (véanse capítulos V y VII). La
responsabilidad por la regulación de la vida social se ha evapora-
do al escindirse Iglesia y Estado, el rastro de las intenciones se ha
perdido en la libertad de conciencia. Permanecen vivos en los do-
cumentos para cualquiera que los quiera leer.

No es lo mismo el aborto realizado por una mujer pobre (pau-


percula) que por la que pretende ocultar el fruto de su adulterio.

Una madre que mate a una criatura antes de cuarenta días ha-
rá penitencia por un año. Si ocurre una vez que la criatura vi-
ve, ella hará penitencia como asesina. Pero se debe tomar mu-
cho en cuenta si la pobre mujer lo hace porque se le dificulta
sostener a la criatura o si es una prostituta y lo hace para escon-
der su maldad.
Penitencial de Beda

Estas distinciones éticas muestran un siglo VIII inesperadamen-


te tolerante que, en pleno auge de la cristiandad, se niega a juzgar
con la misma vara los abortos de libertinas y miserables.

A pan y agua

La penitencia de una persona que ha tenido relaciones sexua-


les con una mujer (fuera del matrimonio) será de siete años a
pan y agua.
La penitencia del que haya tenido relaciones sexuales con una ve-
cina (adulterio) será de nueve a catorce años.
el aborto y la iglesia católica 223

La penitencia por destruir el embrión de una criatura en el vien-


tre de su madre (aborto), tres años y medio.
La penitencia por destruir carne y espíritu (homicidio), siete
años y medio a pan y agua, sin tener relaciones.
La penitencia para una madre que destruye a su propia criatura
(infanticidio), diez años a pan y agua.
Cánones Irlandeses, circa 675

Siete años de penitencia como castigo para el homicidio inten-


cional y quince para el coito anal (Canon de Gregorio), ciento vein-
te días para el aborto y de siete a quince años para el sexo oral (Ca-
non de Teodoro), de cuatro a cinco años para el asesinato y siete
para la relación anal (Canon de Egbert), diez años por igual para
el coitus interruptus, las bebidas contraceptivas, y el asesinato pre-
meditado (Canon Hubertense).
Los mismos investigadores católicos se ven obligados a recono-
cer, como John Noonan, que “la protección de la vida era para los
autores de los Penitenciales menos importante que el control de la
concupiscencia.”8
El control de la concupiscencia parecía ser, contra toda expec-
tativa burguesa o anticlerical, más difícil en las relaciones matri-
moniales que en las adúlteras. Y no menos pecaminosos la anti-
concepción, el aborto o el infanticidio: “Si una mujer fornicara y
matara al niño que de ello naciera y la que intentara abortar y ma-
tar lo concebido o hiciera por no concebir, bien sea de adulterio o
de legítimo matrimonio, los antiguos cánones decretaron que tales
mujeres recibieran la comunión sólo a la muerte” (Penitencial de
Gregorio III, año 731). “Si no hubo fornicación, esa condena dis-
minuye abruptamente a sólo tres años” (Penitencial de Haligar, co-
mienzos del siglo IX).

8 John T. Noonan Jr., op. cit.


224 fornicar y matar

El sacrilegio de la concepción

Impedir dar la vida es peor que matarla; que este juicio haya
sido sostenido durante más de mil años por el cristianismo nos re-
sulta hoy inconcebible. La indiferencia religiosa frente a las criatu-
ras que aún no tienen alma explica que no haya crimen en el abor-
to temprano, pero no explica por qué evitar la concepción es más
grave que el homicidio.
Tantas concepciones impedidas, tantos asesinatos, la equivalen-
cia se mantuvo hasta 1917. Las prácticas anticonceptiva y abor-
tiva se sitúan, respectivamente, antes y después del coito. Según
los valores actuales, la condena aumenta con el paso del tiempo;
de acuerdo con la Iglesia tradicional, en cambio, la culpa no
acompaña el crecimiento del embrión. No se trata de contradic-
ción sino de una lógica que no es la nuestra. El criterio imperan-
te era que impedir la inseminación era más grave que impedir la
generación.
Un pecado sexual merece más castigo que la violación del “No
matarás”. Pero el adjetivo “sexual” no debe entenderse a la usanza
progresista; en el contexto espiritual del mundo cristiano, las cues-
tiones del sexo no quedaban limitadas meramente a un sentido
moral. Impedir la concepción significa, al tiempo que abrir las
puertas al placer, arrogarse el poder sobre el azar del semen, dispu-
társelo a Dios. Desde tal perspectiva, la dimensión “sexual” es tam-
bién sagrada. Cuando la humanidad no se ciñe a la naturaleza, se
distancia del mundo animal y se acerca a los dioses. A esto se refe-
ría la Iglesia cuando confería a los actos anticonceptivos un rango
sacrílego, otro fruto prohibido del Árbol de la Sabiduría.
La importancia de quién posee el poder de la inseminación
continúa. Hoy el uso de anticonceptivos ya no es para la Iglesia
el aborto y la iglesia católica 225

peor que el aborto, pero sigue siendo pecado. Es corriente inter-


pretar que esta censura deriva de la prohibición del placer sexual
por sí mismo. Si existiera, dice San Agustín, una manera de tener
hijos que no pasara por el túnel del placer, “entonces quedaría
completamente claro que la relación sexual sería una entrega al
placer y, por ello, un mal uso del mal que es el placer”. Pero si (só-
lo) fuera el placer el problema, cualquier manipulación artificial
para conseguir procrear sería mejor que el acto sexual. Sin embar-
go, las nuevas tecnologías reproductivas, con su ofrecimiento de
hijos por vías no sexuales, no satisfacen a la Iglesia pese a concre-
tar la utopía asexual agustiniana. Entre las condenas de la anticon-
cepción y la de los hijos de probeta hay una matriz común. Llá-
mese apropiarse de la “sustancia divina” que es el semen o quebrar
la “unidad sexo/reproducción”, impedir la concepción o forzarla
se inscriben en un mismo sacrilegio, no importa si lo mueve el he-
donismo o la vocación paternal.
Impedir la concepción es peor que el homicidio. E impedirla
entre hombre y mujer casados, mucho peor. El uso de anticoncep-
tivos reúne dos juicios hiperbólicos, imposibles para la lógica for-
mal: a la paradoja de matar lo no existente se agrega la de cometer
adulterio sin salir del lecho conyugal.
Homicidio anticipado y esposos adúlteros constituyen verdade-
ras creaciones poéticas, poderosas metáforas para la fundación de
una nueva ética. El frontal encontronazo con el referente sienta las
bases retóricas ––y filosóficas–– para una moral no naturalista. Ins-
taurar con este golpe simbólico la superioridad del Bien sobre la
Verdad fue una de las conquistas espirituales más significativas de
la humanidad, tal vez el legado más precioso del cristianismo. Tris-
te y agónica paradoja final, fue también el cristianismo el que, más
tarde, comenzó su lenta pero firme destrucción.
226 fornicar y matar

3. Iglesia, hoy

La Iglesia premoderna se dirigía a la comunidad con la prédi-


ca de la salvación, invitaba a celibato y virginidad, alentaba la cas-
tidad matrimonial al punto de preferir la abstinencia a la repro-
ducción, prefería hijos espirituales y no carnales. Hoy estos valores
quedaron restringidos al clero; hacia la sociedad la Iglesia dirige un
discurso más moderno, la prédica es más democrática que religio-
sa. Su actual “defensa de la familia” ––la célula básica de la socie-
dad–– está más cerca de las políticas del Estado moderno que de
las aspiraciones tradicionales cristianas. La crítica de la anticon-
cepción y del control de la natalidad se asocia a los intereses nacio-
nales. En 1913 los obispos germanos lanzaron una carta pastoral
donde decían que el principal fin del matrimonio es la procreación
“en orden a asegurar la continuación de la Iglesia y del Estado”. En
1919, al terminar la Primera Guerra Mundial, los obispos france-
ses, igual que los alemanes, mezclaron religión y patriotismo:

El principal fin del matrimonio es la procreación… Es grave pe-


cado contra la naturaleza y contra la voluntad de Dios frustrar el
matrimonio en sus fines por un cálculo egoísta y sensual. Las teo-
rías o las prácticas que enseñan o alientan la limitación de los na-
cimientos son tan desastrosas como criminales. La guerra ha im-
preso violentamente en nosotros el peligro a que se expone
nuestro país… Es necesario llenar los espacios dejados por los
muertos, si queremos que Francia siga perteneciendo a los fran-
ceses y sea lo suficientemente fuerte como para defenderse y
prosperar.

Analizando la formación de la principal corriente religiosa nor-


teamericana, Harold Bloom circunscribe el pragmatismo de los
sectores que están aliados en un “patriotismo que está a favor de la
guerra, que se opone al aborto y que rechaza la búsqueda de justi-
el aborto y la iglesia católica 227

cia económica y social para sus enemigos doctrinarios.”9 Es inte-


resante observar que este libro, La religión en los Estados Unidos,
lleva como subtítulo El surgimiento de la nación poscristiana.

Entre la Iglesia de ayer y la de hoy hay choques y soluciones de


compromiso, cambios drásticos y aggiornamentos. Denunciar es-
tos cambios como contradicciones ––p. ej., defender la vida y ben-
decir las armas–– es un recurso fácil y una estrategia estéril. Más
fecundo nos parece seguir la huella de cómo permanecen o no
permanecen los mismos valores al encarnar en las mismas o dis-
tintas figuras.
A la vuelta de este viaje por el pensamiento cristiano, nos en-
contramos en una situación interesante frente a la Iglesia actual,
cuyo discurso parecía en su larga historia un bloque sin fisuras res-
pecto de la familia y la procreación, el sexo, el placer, el aborto y la
anticoncepción. El camino recorrido a través de los siglos muestra
variaciones y golpes de timón cuyas huellas están ausentes de la
posición católica contemporánea, un desfase entre lo que se espe-
ra de la historia de la Iglesia y lo que ésta nos muestra.
La condena de la Iglesia actual contra el aborto legal no es una
condena religiosa. No lo son sus razones ni sus argumentos. El “de-
recho a la vida” que invoca a favor del embrión se sustenta en los
principios científicos de la biología y en los principios democráti-
cos de la política; y pese a que (o precisamente porque) lo que se
pretende de esta manera es aclarar los problemas de todo tipo nu-
cleados en torno al aborto sin apelar a “prejuicios” (creencias) re-
ligiosos… lo único que queda claro es que Dios (allí) está ausente.
Desde el siglo XVII la embriología grecorromana, indiscutida
hasta ese momento, entra en crisis. Conocer la naturaleza ya no es

9Harold Bloom, La religión en los Estados Unidos, Fondo de Cultura Económi-


ca, México, 1993.
228 fornicar y matar

un asunto teológico, hay que interrogar a la naturaleza misma y no


especular sus reglas a partir del plan de Dios. Disecciones de ani-
males y observación microscópica de óvulos y espermatozoides hi-
cieron suponer que el nuevo ser no partía de lo informe sino que se
encontraba ya formado desde el comienzo de su desarrollo. Sea que
estuviera preformado en el óvulo, en el espermatozoide o en el hue-
vo, la tesis de la animación retardada se derrumbaba. El establish-
ment católico se opuso a las nuevas direcciones de la ciencia. La te-
sis de la animación inmediata fue rechazada en un principio porque
asignar un alma ––racional, espiritual, humana–– a un puñado in-
forme de células, significaba impugnar el dogma aristotélico-tomis-
ta que exigía la correspondencia entre materia y forma. Fue en 1864
cuando el teólogo Jean Guny planteó su total oposición al aborto
diciendo que “el feto, aunque no haya sido infundido con un alma,
está dirigido a la formación del hombre; por lo tanto, expulsarlo es
homicidio anticipado”. Escuchemos las palabras, cómo transmiten
la historia de una verdad: la figura del “homicidio anticipado” que
antes condenaba el uso de anticonceptivos hoy se usa, sin hacer
mención a ese pasado, para condenar el aborto.
Decir que el espíritu acompaña a la aparición de la vida bioló-
gica era una afirmación hereje para Santo Tomás y en 1869 esa te-
sis hereje se volvió dogma. El papa Pío XI abjuró de la doctrina
aristotélico-tomista y adhirió a la científica. Planteó que el aborto,
en cualquier momento que se realice, es un crimen aberrante. Só-
lo más tarde se impuso en la Iglesia Católica la idea de que la vida
humana lo es absolutamente desde la concepción. Y mucho des-
pués, el descubrimiento del ADN reforzó esta posición: inmutable
y presente desde el inicio, la información genética funcionaría co-
mo argumento de prueba.
Las siguientes palabras del psiquiatra holandés J. H. Van den
Berg, en su aguda introducción a lo que Harold Bloom llamó una
nueva psicología histórica, parecen escritas a propósito de la desespi-
el aborto y la iglesia católica 229

ritualización de la Iglesia: “Si entendemos por naturaleza la realidad


de la ciencia ––en otras palabras, una realidad destilada de otra rea-
lidad total, general y cotidiana, de acuerdo con un criterio circuns-
cripto, inusual, adquirido y artificial desde cualquier punto de vis-
ta––… Dios ha sido eliminado de la realidad de una manera tan
absoluta que le resulta imposible mostrarse… Pues, en primer lu-
gar, la realidad ––que es, por encima de todo, un marco donde se lle-
va a cabo nuestro entendimiento con Dios–– ha sido reducida a un
sistema de hechos científicos, lo cual significa que Dios ha sido apar-
tado de ella. Y, en segundo lugar, si, después de todo, se requiere a
Dios para que vuelva a mostrarse en esta realidad, que se le ha he-
cho ajena, en la forma de un hecho ‘objetivo’ entre otros hechos ‘ob-
jetivos’, esto significa que Dios muere.”10

Afortunadamente, la relación entre alma y cuerpo sigue sien-


do una cuestión polémica en el seno de la Iglesia actual. La tesis de
la animación inmediata impugna, para muchos teólogos católicos
contemporáneos, dogmas aún vigentes.

La tesis tomista fue abandonada por dos presupuestos falsos. El


primero es el preformismo, que creía ingenuamente poder per-
cibir en el embrión de pocos días un cuerpo humano perfecta-
mente conformado. El segundo es el dualismo cartesiano, para
el cual el cuerpo y el alma son dos sustancias diferentes… El hi-
lemorfismo no puede admitir que el huevo fertilizado, la móru-
la, la blástula, el embrión primitivo, estén animados por un alma
racional humana. Espíritu y materia son estrictamente comple-
mentarios; del mismo modo que el alma ocupa un lugar más ele-
vado en la jerarquía de los seres, la materia que la recibe, que es
determinada por ella, debe estar más altamente organizada. Ni
aun Dios puede infundir un alma humana en una roca, una

10 Harold Bloom, Presagios del milenio, Anagrama, Barcelona, 1997.


230 fornicar y matar

planta o un animal inferior, del mismo modo que no puede ha-


cer un círculo cuadrado.11
Jesuita J. F. Donceel

En la práctica, la Iglesia no siempre se rige hoy por la doctrina de


la hominización inmediata: no siempre se bautiza, se aplica la ex-
tremaunción o se ofrece misa de difuntos por un mortinato no
prematuro. Parece que la Iglesia distingue bien entre el ser hu-
mano en potencia y el ser humano real completamente desarro-
llado, salvo cuando se trata del aborto.
Teóloga Jane Hurst

El alma desaparece de la escena como argumento jurídico-po-


lítico, inútil invocarla para incidir en la gestión de la ley (sería un
argumento antidemocrático, imponer a todos las creencias de al-
gunos). Si antes era fornicar el pecado más grave ligado al aborto,
ahora el sexo no forma parte de su condena formal. Para prohibir
el aborto, la Iglesia no invoca a Dios sino al Estado. El infierno es
una pesadilla de creyentes, castigar con ello al aborto dejaría im-
punes a quienes no lo son. El Vaticano prefiere las penas comunes,
pide juzgar el pecado como delito, que la cárcel sea el castigo y no
la excomunión. A diferencia de los viejos tiempos, el alma se vol-
vió superflua para la ley, pero también para la moral. El cargo “re-
ligioso” contra el aborto recurre a los saberes científicos de la vida
y acto seguido inviste el cuerpo en cuestión, no de alma, sino de
derechos. La sobrevivencia es el argumento, el valor de la vida re-
cae sobre el organismo. “Si tengo que creer en algo que no se ve
––afirmamos con Karl Kraus–– prefiero los milagros a los bacilos.”
La Iglesia parece haberse quedado con los bacilos.

11 Cit. por Javier Gafo, op. cit., p. 123.


VII

De no fornicar a no matar
1. El ataque del presente al resto de los tiempos

A fines del siglo XX, la revolución tecnológico-médica puso en


entredicho los fundamentos jurídicos de la democracia, borro-
neando los límites entre la vida y la muerte y obligando así al de-
recho a redefinirlos a través de la categoría de persona.
Las Declaraciones de Derechos Humanos establecen con preci-
sión los límites vitales de las personas: entre nacimiento y muerte se
desarrolla la vida con derechos. Cuando los científicos se atrevieron
a generar la vida y suspender la muerte, crearon zonas de lo vivien-
te sobre las cuales no había legislación. Hasta ese momento un ser
humano era considerado una persona ––es decir, con derechos––
desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte. Hasta ha-
ce tres décadas, era impensable que la “vida desnuda” llegara a ser
tan desnuda que uno pudiera nacer antes de nacer o morir antes de
morir. O que pudiera trasplantarse un órgano ajeno, de otro huma-
no vivo o muerto, o que un organismo siga con vida cuando la Per-
sona ya murió. O que, gracias a la tecnología, sea posible suspender
la vida sin matarla (con el congelamiento de embriones o gametos),
quebrando el orden temporal de las generaciones.
El desarrollo de la tecnología médica sobre la vida y la muerte
cobró un ritmo vertiginoso, que dio a luz un mundo fantástico y
234 fornicar y matar

temerario que absorbió el problema del aborto en los conflictos de


la bioética. El primer fantasma apareció cuando el caso de Karen
Quinlan puso de manifiesto, ante el estupor general, el lado oscu-
ro del milagro científico. ¿Qué pensar, qué desear? ¿Qué había de
siniestro en esa maravilla de mantenernos en vida? Nos habían
prometido darnos una larga vida, no esperábamos ésa.
El uso de respiradores artificiales fue bienvenido como un re-
curso salvador. Sin embargo, rápidamente mostró que la sobre-
vida que ofrecía a veces era peor que la muerte. De todos modos,
no se podía volver atrás, ¿quién sería dueño de decidir una cosa
o la otra? Ni los médicos ni los familiares están autorizados para
juzgar cuándo ya no vale la pena vivir, aunque esto signifique só-
lo vegetar.

En enero de 1983, en Missouri, Nancy Cruzan, de veinticinco


años, tuvo un accidente y quedó en estado vegetativo persistente
(podía respirar sin respirador pero debía ser alimentada median-
te un tubo). Los padres acudieron al Tribunal Supremo de Missou-
ri para que autorizara retirar el tubo de alimentación. Éste se ne-
gó, alegando que puesto que Nancy no era competente para
negarse a un tratamiento que prolongara su vida, y el Estado tenía
interés en preservarla, el Tribunal sólo podía dar permiso para sus-
pender el tratamiento si hubiera pruebas claras y convincentes de
que eso era lo que Cruzan hubiera querido. Los padres recurrieron
al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, aduciendo que su hi-
ja tenía el derecho constitucional a que se le permitiera morir. El
Tribunal juzgó, que puesto que la afectada no era competente pa-
ra decidirlo y no había pruebas de que ésa hubiera sido su volun-
tad, el fallo del Tribunal no violaba la constitución y lo dejó libre
para exigir pruebas antes de aceptar el pedido de desconexión. A
poco, amigos de Nancy recordaron viejas conversaciones que su-
gerían su deseo de morir llegada esa situación. A partir de estos
de no fornicar a no matar 235

nuevos testimonios, el Tribunal permitió retirar el tubo de alimen-


tación y Nancy Cruzan murió pocos meses después. La habían
mantenido con vida durante ocho años. Esto había costado al Es-
tado unos 130.000 dólares por año. Y a sus seres queridos un su-
frimiento que el epitafio expresa mejor que cualquier comentario:

Nació el 20 de julio de 1957.


Murió el 11 de enero de 1983.
En paz el 26 de diciembre de 1990.

¿Por qué tantos obstáculos para autorizar legalmente esta ac-


ción humanitaria? No estaba en cuestión la legitimidad moral
que impulsaba a los familiares para interrumpir la vida de su ser
querido. Nadie los acusaba de desconsiderados, nadie puso en
duda que el móvil era amor y respeto por la vida. Sin embargo,
la Medicina y la Justicia privilegiaron otro criterio, dijeron No a
los padres porque dijeron Sí al Estado. Defraudaron a la familia
para no violar la ley, porque en sentido estricto esa intervención
constituía un homicidio. En nombre del respeto a la vida, tuvie-
ron que no respetarla. En nombre del individuo y su goce del de-
recho a la vida, Nancy Cruzan fue sacrificada a la tecnología de
sobrevivencia, obligada a transitar durante ocho años el camino
entre la muerte y la paz.
Nadie ponía en duda que la familia que pedía la muerte de su
ser querido era la más afectada. Esa familia sufría más que nadie
por la pérdida, era la más interesada en preservar esa vida y la más
comprometida en su cuidado. Sería cínico argüir que el Estado,
prohibiendo tales prácticas, es un defensor más celoso de la vida.
Asimismo son las mujeres que abortan quienes más sufren por la
muerte del embrión; nadie podría sostener que quienes las conde-
nan sienten un dolor mayor.
236 fornicar y matar

En lugar de cambiar las leyes sobre homicidio se modificó la


definición de quiénes son pasibles de homicidio, o sea, de quiénes
son “personas”. Desechando los viejos signos de la muerte, “ya no
respira”, “ha dejado de latir el corazón”, el nuevo criterio fue la
muerte cerebral. Abruptamente, todos los viejos signos vitales que
desde siempre indicaban cuándo había vida y cuándo cesaba en-
traron en una crisis múltiple que involucra en los avances de la tec-
nología médica la columna vertebral del sistema jurídico de las de-
mocracias y conmueve el sistema de creencias filosóficas que lo
soporta. A la vista de la resolución, vemos que el problema, más
que político-ideológico, era filosófico-jurídico. Si había consenso
en desconectar a Nancy, no significaba hacer excepciones a la idea
de que la vida de las personas es un bien moral y un derecho indi-
vidual. No había que repensar la muerte sino legitimarla en estos
casos especiales.
El gran obstáculo era el dogma, cómo dar autorización para
matar a un ser humano inocente y seguir manteniendo que todas
las personas son iguales ante la ley. La prohibición de dar muerte
a un inocente reveló una increíble fuerza dogmática. Y mostró sus
fauces. El impresionante artilugio jurídico dejó al descubierto la
grieta constitutiva entre seres humanos y personas, el problema no
era matar a los primeros sino a las segundas. Ésta no es una deduc-
ción aviesa. Por ejemplo, para Peter Singer “lo que realmente nos
preocupa ––y debería preocuparnos–– es la persona, en vez del
cuerpo”1. El problema sería que estábamos acostumbrados a iden-
tificarlos, y ése fue el significado del Habeas Corpus.
A partir de las técnicas de “resucitación” artificial surgió una
tendencia a considerar la muerte como un proceso y no un acon-
tecimiento puntual. Al otro lado del Leteo está Zigoto. La menta-

1 Peter Singer, Repensar la vida y la muerte, op. cit., p. 55.


de no fornicar a no matar 237

lidad moderna que segmentó el fin de la vida en varias muertes


también segmentó sus comienzos. El punto en que comienza la vi-
da también se ha vuelto evasivo frente al fantástico invento de la
procreación artificial y la congelación de gametos o embriones. Lo
que vale para el fin de la existencia humana, afirman cada vez más
representantes que polemizan sobre el aborto, debe aplicarse tam-
bién análogamente al comienzo de la historia vital. El razonamien-
to es típico (gana en la bioética y en todos lados donde pensar sea
rebajado a argumentar y la verdad se busque ––y, por supuesto, se
encuentre–– en la validez de los silogismos y no en la injustifica-
ble afirmación de los valores): tomando como premisas obvias que
vida y muerte son opuestos y contradictorios, marca la incoheren-
cia de modificar la definición de una sin mover también la otra, su
correlato. Es interesante encontrar, junto a feministas y liberales, a
un jesuita contemporáneo que, para recuperar la legitimidad de
Tomás de Aquino, recurre a descubrimientos tecnológicos y refor-
mas jurídicas: “Porque, ¿se puede hablar allí del fin de la vida per-
sonal, cuando sus bases biológicas están destruidas, y aquí postu-
lar un comienzo de personalidad, aunque no esté ni siquiera
presente su sustrato correspondiente?”2.
Para resolver las inéditas cuestiones morales y sociales (en
cuanto a derechos del individuo y deberes de las instituciones) sur-
gió la necesidad de una perspectiva interdisciplinaria cuyo objeti-
vo sería constituir un terreno racional para conciliar con el dere-
cho los progresos de la tecnología médica. De este modo aborto y
eutanasia, procreación artificial y trasplante de órganos, se inscri-
bieron en la misma disciplina: la bioética. Los une el interrogante
por la ética de lo viviente, encontrar el punto exacto, dónde con-

2 No sólo W. Ruff sino muchos otros católicos contemporáneos comparten es-


ta posición. Véase en Javier Gafo, op. cit.
238 fornicar y matar

fluyen y dónde divergen ––llamándose moral–– lo biológico y lo


jurídico. Vida humana, ser humano y persona no significan lo mis-
mo, éste viene a ser el gran interrogante de la bioética, punto de
partida común en esta discusión.
Cuando vida y muerte humanas son segmentadas, y fractura-
dos artificialmente los procesos cíclicos, sexuales y generacionales,
la figura que la tradición moderna instauró en el centro de la esce-
na política ––el Individuo/Persona–– quiere estallar y no puede.

La vida desnuda como razón de Estado

Si hay algo que caracteriza a la democracia moderna, plantea el


filósofo contemporáneo Giorgio Agamben en su obra Homo Sacer,
es que “se presenta desde el principio como una reivindicación y
una liberación de la zoe, es que trata constantemente de transfor-
mar la nuda vida misma en una forma de vida y de encontrar, por
así decirlo, el bios de la zoe. De aquí también su aporía específica,
que consiste en aventurar la libertad y la felicidad de los hombres
en el lugar mismo ––la ‘nuda vida’–– que sellaba su servidumbre…
Adquirir conciencia de esta aporía no significa desvalorizar las con-
quistas y los esfuerzos de la democracia, sino atreverse a compren-
der de una vez por todas por qué, en el momento mismo en que
parecía haber vencido definitivamente a sus adversarios y haber
llegado a su apogeo, se ha revelado de forma inesperada incapaz de
salvar de una ruina sin precedentes a esa zoe a cuya liberación y a
cuya felicidad había dedicado todos sus esfuerzos”3. Esta aporía, es
la tesis de Agamben, anuda origen y catástrofe de la democracia
moderna. El nazismo, haciendo de la decisión sobre la nuda vida

3 Giorgio Agamben, Homo Sacer, Pre-textos, Valencia, 1998, pp. 19-20.


de no fornicar a no matar 239

el criterio político supremo, muestra que el fundamento de la de-


mocracia es el fundamento del totalitarismo. No antítesis, como
suele decirse, sino culminación. Mientras perduren esas contradic-
ciones implicadas en nuestra política, que no conoce hoy ningún
otro valor ––y, en consecuencia, ningún otro disvalor–– que la vi-
da, seguirán siendo desgraciadamente actuales.
Inquietante visión de la democracia que la compromete de raíz
en los sistemas totalitarios de Occidente, aparentemente contrarios
al respeto por la libertad del individuo y los derechos humanos. En
sus comienzos están también los cálculos económicos sobre costos
y rendimiento de la vida humana (cuántos beneficios se obtienen
al protegerla, cómo debe administrarla el Estado, regulando y dis-
ciplinando los intereses individuales sobre cada vida, que es obliga-
ción de la familia pero riqueza de la Nación). Es inquietante obser-
var que el mismo proceso de liberación que abolió la posibilidad de
tratar al hombre como medio y no como fin (en sí mismo), lo mi-
dió simultáneamente por su utilidad productiva y militar. Dos si-
glos después, los campos nazis de concentración almacenan vidas
humanas, cuerpos numerados y sin rostro, los arrojados del mun-
do jurídico pero objeto privilegiado de la política estatal, exiliados
y capturados, exponentes de una biología de la supervivencia.
La preeminencia de la vida misma (zoe) sobre sus determina-
ciones indujo, progresivamente, a producirla como tal. La intui-
ción fundacional de la ciencia médica, que buscó el órgano para
explicar el mal (la histeria detrás de la matriz), guió los descubri-
mientos criminológicos de Lombroso (el delincuente se recono-
ce por su cráneo), de la eugenesia que en los años veinte dominó
el pensamiento científico de Estados Unidos, Francia e Inglaterra
y que dio lugar al proyecto ario con sus nazis. Más recientemen-
te, espectaculares análisis genéticos explican desde la existencia
de los gays hasta el origen del cáncer, incluso han encontrado el
gen de la alegría.
240 fornicar y matar

Tanto bios como zoe significan “vida” en griego, pero cada tér-
mino remite a un sentido diferente. Bios designa la forma o mane-
ra de vivir propia de un individuo o un grupo. Zoe designa la vi-
da sin marcas, el simple hecho de vivir común a todos los seres
vivos, se trate de animales, hombres o dioses.
La transformación que puso en el centro de la política el he-
cho mismo de vivir y no el fenómeno peculiar del modo de vivir
humano, está en el nudo de las preocupaciones de Marx, Schmitt,
Benjamin y Foucault. Por primera vez se identifica al ser huma-
no biológico con la persona jurídica; en estas condiciones, “el
cuerpo viviente se convierte en el depositario de la vida política”.
El eje es la vida viviente, sin otras determinaciones; la “nuda vi-
da natural” pasa al primer plano de la estructura del Estado y se
convierte en el fundamento terreno de su legitimidad y de su so-
beranía. La zoe es el artificio que sostiene la estructura de la so-
ciedad burguesa. Desde el momento en que la vida desnuda es el
fundamento político, se convierte en razón de Estado, se incluye
en los mecanismos y los cálculos del poder estatal. La política se
transforma en biopolítica. El término “biopolítica” con que Fou-
cault circunscribe el ejercicio del poder en los tiempos modernos
tiene consecuencias tanáticas. La intervención sobre los cuerpos
invade el espacio vital.
“Ahora es en la vida y a lo largo de su desarrollo ––escribe Fou-
cault–– donde el poder establece su fuerza; la muerte es un límite,
el momento que no puede apresar; se torna el punto más secreto
de la existencia, el más ‘privado’. No hay que asombrarse si el sui-
cidio llegó a ser durante el siglo XIX una de las primeras conductas
que entraron en el campo del análisis sociológico; hacía aparecer
en las fronteras y los intersticios del poder que se ejerce sobre la vi-
da, el derecho individual y privado de morir. Esa obstinación en
morir fue una de las primeras perplejidades de una sociedad en la
cual el poder político acababa de proponerse como tarea la admi-
de no fornicar a no matar 241

nistración de la vida4.” El suicida sustrae su vida del control esta-


tal, en el límite de la muerte se evade de las estrategias administra-
tivas del poder. Estaba herido por un balazo el tigre, y se mordía las
garras para morirse de sí mismo. Para morir, hay que tener fuerza.
Producción y detección de las muertes cerebrales hicieron de
la muerte misma un “proceso” que se podía estudiar y controlar;
pero para abandonar el juego hubo que sacudir el límite jurídico,
para que esa vida ya no fuera tan visible, tan desnuda. Mucho más
visibles y mucho menos desnudos, los bebés de probeta estaciona-
dos en el laboratorio carecen de esa fuga y secreto que rodean, “en-
cintan”, al Zigoto del aborto, esa “irrupción de valor” que compe-
te de lleno a los intereses del Estado y nunca deja de escapársele.
Dos momentos privados: el de la vida (coito / fecundación) y el de
la muerte (aborto). Así como concierne al Estado no sólo el no-
matar sino también el no-matarse, su interés sobre la vida incluye,
además del aborto, la anticoncepción. Y el aborto está en el límite,
es la decisión de dar muerte y al mismo tiempo la decisión de no
dar vida.
Frente a la masiva y pública incurrencia en el delito de aborto
sin que haya persecuciones ni estrategias disuasivas intimidatorias
a hacer efectiva la sanción del Código Penal, y dado que su canti-
dad no disminuye cuando aumenta su prohibición, cabe aventu-
rar que el problema no consiste en que las mujeres aborten sino en
que lo hagan legalmente.
Legalizar el aborto entraña un problema mayor que el impli-
cado directamente y a primera vista. Abortar es un acto de violen-
cia que las mujeres ejercen sobre la vida concebida por ellas. De al-
guna manera como la eutanasia, la legitimidad de abortar apunta
estructuralmente a los cimientos del sistema. La una trata de có-

4Michel Foucault, Historia de la sexualidad, tomo 1, Siglo XXI, México, 1977,


pp. 167-8.
242 fornicar y matar

mo combinar el derecho a ser matado con la prohibición de homi-


cidio; el otro, de equilibrar derechos y poderes sobre la reproduc-
ción de la vida entre el respeto por las libertades individuales y el
control estatal. En ambos casos, se habilita de alguna manera el
ejercicio de la violencia a los particulares. Respecto de la eutana-
sia, se distinguió entre activa y pasiva, modificando el concepto de
persona para dejar intacta la prohibición de homicidio. En cuan-
to al aborto, no existe el mismo consenso ni las mismas urgencias
de aplicaciones biotecnológicas, y ya existe la figura convencional
que permite avanzar y retroceder las posiciones en debate a lo lar-
go de los nueve meses de embarazo: la persona por nacer.
Que sea de las mujeres decisión y derecho a abortar atañe al uso
de la violencia sobre esa clase especial de personas, violencia cuyo
monopolio es, por definición, prerrogativa del Estado democráti-
co. De inmediato se puede alegar que el aborto es legal en muchí-
simos países donde ese monopolio no se ha evaporado ni merma-
do e incluso se acrecienta. Ciertamente; pero, ¿por qué, pasados
treinta años de su legalización en esos países, enciende día a día
más guerras y nuevas estratagemas? ¿Qué lo diferencia tan esen-
cialmente de otros derechos adquiridos que, como el divorcio con
el cual suele compararse, accedieron con el paso del tiempo a un
estado de “posesión pacífica”? Pensémoslo, entonces, como un fue-
lle. Como fue conquistado el derecho de huelga. Aborto legal y de-
recho de huelga fueron y son de los pocos que, concedidos, siguen
estando amenazados y fueron drásticamente recortados y retroce-
didos por la fuerza.
Abortar, no cabe duda, implica un derramamiento de sangre. El
problema consiste en saber de quién y cómo se ha constituido ese
poder. Tremenda yunta, el sexo y la muerte, ¿o el sexo y la vida? Afir-
mamos también que abortar es un acto violento que implica ejer-
cer un poder sobre “otro”. Como dice la escritora y bioquímica Ga-
chi Rivolta: ¿qué mayor poder sobre otro que traerlo a la vida?
de no fornicar a no matar 243

Nadie pactó; por consiguiente ningún contrato puede quebrar


el misterioso lazo que une los actos de hacer un hijo y hacer el
amor.

2. Luchas por el control de la reproducción

Cuando hoy leemos en los diarios que un recién nacido ha si-


do abandonado en un baldío o asfixiado dentro de una bolsa de
residuos, estos casos aislados nos conmueven con la fuerza de la
excepción. Suponemos que matar al propio hijo no forma parte de
la esencia humana y lo consideramos un signo de anomalía en to-
da cultura. Sin embargo, el infanticidio es una práctica que acom-
paña a la humanidad a lo largo de toda su historia. Desde los tiem-
pos primeros, el infanticidio constituyó el recurso más eficaz para
controlar la población y evitar las hambrunas. Los métodos anti-
conceptivos y abortivos no eran desconocidos pero su eficiencia
era desigual y muchas veces resultaban letales para la mujer que ya
no podría seguir trayendo hijos al mundo. Los móviles del infan-
ticidio no siempre fueron los mismos, limitar el crecimiento po-
blacional o familiar, privilegiar el nacimiento de hijos varones, evi-
tar la deshonra sexual, no dejar vivir a los bastardos. En cualquiera
de los casos, los costos psicológicos y materiales de nueve meses de
embarazo son tan altos que, cuando se desarrollaron los métodos
médicos modernos de anticoncepción y aborto, suplieron prácti-
camente el duro trance del infanticidio. Si hoy nos resulta escalo-
friante la noticia de una madre que mata al hijo recién nacido, es
porque los métodos modernos de abortar y la progresiva interna-
lización del amor materno como un instinto de la naturaleza fe-
menina, han dejado ese recurso y ese desamor sólo para las muje-
res desesperadas o los monstruos.
En la Roma Antigua las leyes de Augusto incitaban a conservar
244 fornicar y matar

sólo los primeros tres hijos, por lo que el infanticidio estaba insti-
tuido como costumbre social. El responsable legítimo de la deci-
sión siempre era el pater familiae, cuyo poder soberano de vida y
muerte sobre sus hijos se ejercía no sólo en el momento del naci-
miento sino también en la edad adulta.
En el año 319, el emperador Constantino despojó a los padres
del derecho de dar muerte a sus hijos adultos. Pero fue recién en el
374 cuando prohibió el infanticidio. Sin embargo, las prácticas in-
fanticidas continuaron, disimuladas como accidentes o negligen-
cia, los padres siguieron deshaciéndose de los recién nacidos que
no podían o no querían recibir en el límite del olvido o la torpeza.
Los interrogatorios de los párrocos son reveladores: “¿Has coloca-
do a tu hijo cerca de una chimenea y otra persona ha venido a vol-
car sobre el fuego un caldero con agua hirviente de modo que el
niño, escaldado, ha muerto?” (Burchardo de Worms, art. 174). La
preocupación del Obispo de Arrás lo lleva a recomendar el aumen-
to de medidas represivas: “Las sofocaciones son tan frecuentes que
no podemos aportar a un mal tan grave sino remedios fuertes: por
eso se prohíbe, so pena de excomunión a todos los padres, nodri-
zas y otras personas, que acuesten a los niños en su lecho”.
Mil quinientos años sobrevivió el infanticidio a la sombra de
la ley y la moral religiosa. En el siglo XVIII, según William Langer,
“no era un espectáculo poco común ver cadáveres de niños tendi-
dos en las calles o en los estercoleros de Londres y otras grandes
ciudades”. No se podía cortar de cuajo con decretos ni penitencias;
para erradicarlo era preciso hacerse cargo del problema concreto.
En 1764, con la publicación de De los delitos y de las penas, se
abre revulsivamente el indeciso camino del Derecho Moderno.
Beccaria incluye al infanticidio, junto con el adulterio y la sodo-
mía, entre los “delitos de prueba difícil”. “No se puede llamar pre-
cisamente justa… la pena de un delito, cuando la ley no ha procu-
rado con diligencia el mejor medio posible de evitarlo en las
de no fornicar a no matar 245

circunstancias existentes de una nación”.5 Fueron recién las legis-


laciones de los Estados modernos las que implementaron diversas
políticas para cuidar la vida infantil.

En el siglo equivocado

La primera legislación fue para legitimar el abandono de los re-


cién nacidos. A tal fin, se crearon hogares de niños expósitos con
diversos sistemas de recepción de hijos no deseados. Los tornos,
cajas giratorias instaladas en las paredes, permitían pasar a los be-
bés al asilo manteniendo en el anonimato a sus progenitores.
El destino de esos niños, en principio, no mejoró demasiado.
La investigación de Marvin Harris es el relato apasionante de esta
cruenta historia. Como el gobierno no podía sustentar el costo de
criar a los niños hasta la adultez, “rápidamente las inclusas se con-
virtieron, de hecho, en mataderos cuya función primordial consis-
tía en legitimar la pretensión del Estado al monopolio del derecho
a matar” 6.
En Francia, los ingresos se elevaron de 40.000 por año en 1784
a 138.000 en 1822. En 1830 había 270 cajas giratorias (tornos) en
uso en todo el país, con 336.297 niños legalmente abandonados
durante la década de 1824 a 1833. “Las madres que dejaban a sus
bebés en la caja sabían que los estaban condenando a muerte, casi
con tanta seguridad como si los dejaran caer en el río. Entre el 80
y el 90 % de los niños dejados en esas instituciones moría duran-
te su primer año de vida.”
Entre 1756 y 1760 ingresaron en la primera inclusa londinen-

5 Cesare Beccaria, op. cit., p. 67.


6 Marvin Harris, Caníbales y reyes, Salvat, Barcelona, 1986, pp. 232-3.
246 fornicar y matar

se 15.000 niños y sólo 4.400 sobrevivieron hasta la adolescencia. El


recurso al torno, al facilitar el abandono incluso a las parejas legí-
timas y no tan indigentes, lo estimula. Desbordados, los munici-
pios cierran los tornos (en Francia, el último se suprime en 1860;
en Italia, en 1880) y abren, en su lugar, oficinas donde es posible
abandonar un hijo, pero ya no en el anonimato.
Cerradas las inclusas, y frente al brutal rechazo instaurado por
la sociedad burguesa hacia el sexo extraconyugal de las mujeres, se
pierde la última posibilidad legal de ocultar la deshonra de un hi-
jo bastardo. Víctimas de un sistema hipócrita, el estigma cubre a la
madre soltera y al hijo natural como si hubieran cometido una fal-
ta en común. Las madres solteras maltratadas por la sociedad eran
parcialmente protegidas desde el Estado. En el siglo XIX las leyes de
todos los países del mundo contemplan, bajo la figura específica
de infanticidio por causa del honor, una fuerte atenuación de la pe-
na en aquellos casos en que la mujer se haya visto compelida a des-
hacerse del hijo por la amenaza del repudio social (véase capítulo
V). Además, se fundaron sociedades de caridad y se otorgaron sub-
sidios para que las madres solteras, especialmente las adolescentes,
pudieran dar a luz y criar a sus hijos. El poder público reemplaza
al marido inexistente, no sólo ayudando a su sostén económico si-
no también ejerciendo una estricta vigilancia sobre su moral.

La mano que no mece la cuna…

Europa se está despoblando porque las madres


no quieren cumplir con su deber.
J. J. Rousseau (Emilio)

Alrededor de 1780, sobre 20.000 mil niños nacidos por año en


París, 5.000 morían antes de cumplir un año. Los registros oficia-
de no fornicar a no matar 247

les de la época constataban con preocupación que la responsabili-


dad por tan alta tasa de mortandad infantil correspondía a las pro-
pias madres. En las nuevas concentraciones urbanas, los niños de-
jados en la calle o en la puerta de las iglesias se convirtieron en una
realidad cotidiana que exigía una respuesta de las autoridades. Só-
lo en París, 6.000 niños eran abandonados por año y ninguna ins-
titución podía mantenerlos. El problema crucial era el alimento.
De los 20.000 niños nacidos por año, apenas mil eran criados por
sus madres; el resto dependía de nodrizas de diversa calidad. A es-
ta extendida práctica, que privaba al bebé de la leche y los cuida-
dos maternos, se adjudicó que disminuyeran en gran medida sus
posibilidades de sobrevivencia.7

La mortalidad infantil se convirtió en un problema económi-


co y político. Para el capitalismo la vida humana representaba la
riqueza y la defensa de las naciones. “Un Estado es poderoso sólo
en la medida en que está poblado, en que los brazos que manufac-
turan y los que lo defienden son numerosos” (Didelot, 1770). A fi-
nes del siglo XVIII los fisiócratas procuran que el Estado se ocupe
de los niños abandonados e invierta en ellos porque significan un
capital potencial inmenso y desaprovechado.
“Basta considerar al hombre como un ser que tiene precio para
que constituya el tesoro más precioso de un soberano.” Con estas pa-
labras el demógrafo Moheau enuncia el nacimiento de una época: el
valor sagrado de la vida nace del valor de la vida como mercancía.

Se ha calculado el precio de cada hombre según sus ocupaciones:


se calcula que un marinero vale lo que varios agricultores, y al-
gunos artistas lo que varios marineros.

7 Véase información y análisis en el excelente libro de Elisabeth Badinter, ¿Existe

el amor maternal?, Paidós-Ponaire, Barcelona, 1981.


248 fornicar y matar

Según los hombres del siglo XVIII, el despilfarro de vidas huma-


nas del pasado es intolerable en una democracia representativa; esas
terribles fiestas de sangre son una injusticia y un desperdicio a la
vez, ni se detienen ante el hombre como fin en sí mismo ni hacen
rendir ese viviente capital. La vida humana no es un bien cualquie-
ra pero, como cualquier otro, requiere invertir trabajo y energía pa-
ra existir. No hay que malgastarla aunque sea de innoble origen, la
muerte es un lujo que los filántropos van a intentar ahorrar.

Es afligente ver los gastos considerables que el hospital está obli-


gado a volcar en los niños abandonados con tan poco beneficio
para el Estado… La mayoría de ellos muere antes de haber llega-
do a una edad que permita extraerles alguna utilidad… Apenas
una décima parte llega a los veinte años… ¿Y qué es de esa déci-
ma parte, tan costosa si dividimos el gasto invertido en los que
mueren entre los que quedan? Una proporción muy reducida
aprende oficios; los demás salen del hospital para convertirse en
mendigos o vagabundos.

Era el año 1756 cuando Chamousset hizo estos cálculos y pro-


puso transformar la pérdida en beneficio: alimentar a los 12.000
niños abandonados y, cuando tienen 5 o 6 años, exportarlos a las
colonias para emplearlos en cultivos con un beneficio inmenso, y
el rédito no sería sólo económico:

Niños que no conocen otra madre que la patria… tienen que per-
tenecerle y servir del modo que le sea más útil: sin padres, sin otro
apoyo que el que les proporciona un gobierno sensato, no tienen
apego a nada, no tienen nada que perder. ¿Temerían acaso la
muerte hombres como éstos, a quienes parece no haber nada que
los aferre a la vida, y a quienes destinándolos a cumplir la función
de soldados se los podría familiarizar precozmente con el peligro?
de no fornicar a no matar 249

Aunque resulte ingrato al ideal democrático, fue este motivo


poco humanitario el que dio origen a la protección de los niños en
los Estados modernos: no cuidarlos sino usufructuarlos, proteger-
los en vida para explotarlos hasta la muerte.

Observad a los animales, aunque las madres tengan desgarradas


las entrañas… aunque sus crías les hayan causado todos estos
males, sus primeros cuidados les hacen olvidar todo lo que han
sufrido… Se olvidan de sí mismas, les preocupa poco su bienes-
tar… ¿De dónde proviene ese instinto invencible y general? De
Aquel que ha creado todo (Deus sive natura)… Ha impreso en el
corazón de todos los seres vivientes un amor automático por su
prole. La mujer está sometida como los animales a este instinto.
Gilibert (médico), Dissertation sur la dépopulation, 1770

Para que la Patria pueda contar con trabajadores y soldados, las


mujeres no sólo deben parir sino hacer sobrevivir a sus hijos, lo
cual requiere una dedicación que muchas rehuían. El primer ale-
gato se centró en el amamantamiento: era fundamental lograr que
las mujeres dieran el pecho cada una a su propio hijo. Para con-
vencerlas, apelaron a la idea de que todo en la naturaleza tiene una
finalidad y la de los senos es alimentar a la cría.
El incipiente estudio de las poblaciones salvajes venía en apo-
yo de estas ideas. El comportamiento de las mujeres de los “pue-
blos salvajes”, que no abandonaban a sus hijos hasta el destete,
sirvió para estigmatizar a las de la civilización corrompida. Los
hombres de ciencia comprobaron que, cuanto más rica y cultiva-
da es una cultura, más se apartan las madres de su condición na-
tural y dejan la crianza de sus hijos en manos extrañas. Las hem-
bras animales, que “obedecen mejor que ellas (las mujeres) a los
impulsos de la naturaleza” y cuyo instinto maternal no ha sido des-
viado por razones egoístas corroboraban de manera irrefutable esa
hipótesis. Pero la deserción de las mujeres de su “naturaleza” llevó
250 fornicar y matar

a los moralistas y pedagogos a una solución de compromiso: a fal-


ta de instinto, se debe educar para el amor.

La conspiración de los cónyuges

“Los niños pertenecen a la República, no a los padres”, dijo


Danton.
Estado y familia. No sólo garantizar y defender la vida imple-
mentando estrategias concretas para administrar la sobrevivencia
de la población, empujando a las mujeres a amamantar ellas mis-
mas a sus bebés y construyendo hogares de niños expósitos y tor-
nos para erradicar el infanticidio. También controlar lo previo, la
procreación sexual misma, introduciendo los intereses de Estado
en el dormitorio conyugal; anticoncepción, aborto y planificación
familiar. Cuando el niño pasó a ser valorado, aparece la ideología
del control de la natalidad. Aborto y anticoncepción se convirtie-
ron en prácticas de los esposos que ansiaban constituir una “bue-
na familia burguesa”.
El fantasma de la población en el siglo XIX se presentó con dos
filos opuestos. Si su descenso significaba, según el Estado, una mer-
ma de su poder, su aumento engendraba el peligro de una poten-
cial escasez de medios de subsistencia. Thomas Malthus formuló,
en 1798, un principio catastrófico. Si la población crece a un rit-
mo geométrico, puesto que los recursos de subsistencia crecen só-
lo en progresión aritmética, de no limitarse la natalidad, hambre y
miseria serán inevitables. Décadas más tarde, estas ideas darán lu-
gar al movimiento neomalthusiano, que recomienda prevenir el
desastre mediante prácticas anticonceptivas. En 1882 Francis Pla-
ce publica Ilustraciones y Pruebas del principio de población: Si “se
entendiera claramente de una vez que no es vergonzoso que las
personas casadas se permitan medidas de precaución que puedan,
de no fornicar a no matar 251

sin perjudicar la salud ni destruir la delicadeza femenina, impedir


la concepción, ello frenaría de inmediato el aumento de la pobla-
ción más allá de lo permitido por los medios de subsistencia; el vi-
cio y la miseria serían extirpados de la sociedad en proporciones
prodigiosas”.
Con el fin de brindar a los hijos mayor dedicación, mejores
condiciones de vida y una educación más esmerada, los esposos
del siglo XIX buscaron reducir el tamaño de la familia. La abstinen-
cia recomendada por Malthus no tuvo éxito. Sobre otros métodos
anticonceptivos disponibles ––un errado método del ritmo, duchas
vaginales, condones–– las investigaciones históricas registran que
los esposos burgueses adoptaron el coitus interruptus de modo tan
frecuente que los libros de medicina lo calificaron de “fraude con-
yugal” (no sabemos si contra la naturaleza, el poder médico o las
necesidades de la patria). El recurso del aborto era un paliativo que
subsanaba destiempos y negligencias. Distinto era el caso de la mu-
jer obrera para la cual los métodos anticonceptivos, además de in-
cómodos e inseguros, exigían dinero y una cooperación masculi-
na con la que no siempre podía contar. Abortar era barato y, dando
a las trabajadoras la posibilidad de decidir solas sobre la materni-
dad, era el método principal de limitar el número de hijos.

El mercado del aborto en el siglo xix

Se usaban pociones abortivas cuyas fórmulas, heredadas del


viejo saber femenino y de la curandería tradicional, se transmitían
entre las mujeres del vecindario o de la fábrica. Las obreras ingle-
sas, habiendo advertido que las trabajadoras de las fábricas de plo-
mo solían sufrir abortos espontáneos, consumieron píldoras de
plomo. Sangrías, baños calientes y ejercicios violentos también for-
maban parte de los recursos caseros para abortar.
252 fornicar y matar

El surgimiento de profesionales y productos comerciales en


las urbes modernas introdujo el “mercado del aborto”. Los pro-
ductos que hoy llamaríamos abortivos eran publicitados en pe-
riódicos y revistas populares como remedios para “curar la irre-
gularidad” y “devolver la menstruación”. “Las Píldoras de la
viuda Welch… Las únicas y genuinas… tan alabadas por su uti-
lidad en todas las afecciones femeninas… particularmente las
irregularidades de naturaleza femenina”, las “Píldoras Framp-
ton… para uso de las mujeres, verdaderamente excelentes, pues
eliminan todos los estorbos”. A mediados del siglo XIX, pese a no
ser legal, el aborto se había convertido en un “negocio florecien-
te” en los centros urbanos de Europa y Estados Unidos. A fines
del siglo, las comadronas europeas ganaban más con los abortos
que con los partos. En los periódicos parisinos, arriba de cin-
cuenta abortistas profesionales ofrecían sus servicios. En Lon-
dres, en 1898, los hermanos Chrimes tenían por lo menos diez
mil clientes. La existencia de métodos más seguros, menos
cruentos y de fácil acceso hicieron del aborto una práctica pre-
ferible al infanticidio y en muchos casos, por distintas razones,
a la anticoncepción. Así, en la segunda mitad del siglo XIX, el nú-
mero de abortos se elevó considerablemente.

Los médicos golpean las puertas de los cuarteles

La mujer se vuelve desaprensiva respecto del destino que le im-


pone la Providencia y descuida los deberes que le impone el con-
trato matrimonial. Se lanza a los placeres, pero huye de los sin-
sabores y las responsabilidades de la maternidad; y, desprovista
de toda delicadeza y refinamiento, se entrega en cuerpo y alma,
a las manos de hombres inescrupulosos y malvados… Se hundi-
rá en la edad provecta como árbol marchito, desprovisto de to-
de no fornicar a no matar 253

do su follaje; llevando una mancha de sangre en su alma, mori-


rá sin una mano piadosa que ablande su almohada.
Committee on Criminal Abortion
American Medical Association, 1871

Al convertirse en un servicio ofrecido en el mercado y crecien-


temente comercializado, la práctica del aborto también entró en
las reglas de la competencia. Las mujeres acudían a diversos profe-
sionales: médicos, comadronas, boticarios, herboristas, hidrópatas
y curanderos. Pero sólo los médicos ostentaban un certificado ins-
titucional de su saber, constituido en académico, sistemático y ga-
rantizado por el Estado que alcanzó una credibilidad social abso-
luta. Con este título se arrogaron el privilegio de ser los únicos
“profesionales regulares”, emprendieron campañas para reforzar la
legislación represiva, desautorizar a los “irregulares” y expulsarlos
de todo el mercado de la salud.
La cuestión del aborto parecía ideal para constituir al incipien-
te poder médico gestado a su alrededor, en el saber hegemónico so-
bre la curación del dolor y la enfermedad. Cuatro frentes conflu-
yen en el tema del aborto, según el análisis de Mary Boyle: la
legalidad, la vocación de servicio, la autoridad moral y la profesio-
nalización. En cuanto a las leyes sobre el aborto, que éstas fueran
sistemáticamente burladas permitió a los médicos llamar la aten-
ción sobre este hecho y reprobarlo, presentándose a sí mismos co-
mo paladines de la ley y enemigos del crimen. Asimismo, era una
oportunidad incomparable para contrastar la “vocación de servi-
cio” de los médicos respecto del afán de lucro de los otros “profe-
sionales”. Muchos de éstos habían hecho de la práctica del aborto
su oficio, una “especialidad” con la que conseguían sus principales
ingresos. Los médicos, en cambio, aunque también cobraban ho-
norarios, no aceptaban realizar abortos sino sólo bajo condiciones
de extrema gravedad para la salud. Desde esta posición “desintere-
254 fornicar y matar

sada”, determinaron cuáles debían ser las circunstancias médicas


para el aborto legítimo, reteniendo en sus manos la decisión final
y el poder sobre vida y muerte, prerrogativa de los dioses. Por otra
parte, intervinieron sobre el aborto a través del poder de reglamen-
tar los comportamientos sanos y nocivos en materia de sexo y re-
producción en varones y mujeres. Herederos de la investidura
sacerdotal, tanta fue la autoridad moral de la que quedaron inves-
tidos que pocos hoy se atreven a cuestionarla. Por último, el abor-
to “ofrece una oportunidad para que las incipientes obstetricia y
ginecología ganen credibilidad y ascendiente en el mercado, don-
de no se diferenciaban aún de las técnicas y el conocimiento de co-
madronas”.
La esforzada campaña tuvo éxito. Primero en Inglaterra, don-
de la legislación había establecido en 1803 que sólo los abortos
practicados después del quickening (primera señal perceptible de
vida que da el feto) son criminales. Los códigos penales reflejaban
el sentido común de la época, para el cual la mujer no se conside-
raba embarazada hasta sentir al feto moverse en su seno, lo cual
ocurría hacia el cuarto mes, hasta ese momento, se daba a la falta
de menstruación el sentido de “irregularidad”. Cuando los médi-
cos impugnaron el criterio del quickening como margen para el
aborto legal por impreciso y fundado en la percepción, fue modi-
ficada en 1837 la legislación vigente desde 1803, y se condenó el
aborto en cualquier momento del embarazo.
Desde mediados de siglo el principal blanco de las acusaciones
médicas fue la moral conyugal. Alrededor del 80 % de los abortos
los realizaban mujeres prósperas y de buena familia, que no tienen
siquiera la “sombra de una excusa… para su acto cruel y deprava-
do” como las solteras o las indigentes. Mujeres que, llevadas por
“fines egoístas y personales”, rehúyen la maternidad.
Fueron acusadas por los médicos ingleses, franceses y estadou-
nidenses del “Suicidio de la Raza”. Basándose en ciertos elementos
de no fornicar a no matar 255

darwinistas y eugenésicos, esta proposición condensaba un con-


junto de temores racistas, clasistas y sexuales. En Estados Unidos,
los alarmistas temían que las mujeres de “buena estirpe” ––prós-
peras blancas y protestantes–– no tuvieran hijos suficientes como
para mantener la dominación política y social de su grupo. La con-
secuencia en todos lados fue la intensificación de la propaganda
pública y la expansión de las medidas legales represivas. Después
de las guerras (en Estados Unidos, de la guerra civil, en Francia, de
la derrota con Prusia, etc.) recrudecen significativamente las estra-
tegias médicas y estatales para controlar la reproducción y restrin-
gir el poder de decisión de las mujeres sobre su maternidad.
Es curioso que a las mujeres intelectuales o de clase alta, cuan-
do querían evitar tener hijos, se las acusara de egoístas porque só-
lo buscaban su felicidad, justamente en el mismo momento en que
la idea de felicidad coincidía con la de maternidad.

Feministas contra el aborto

Medios artificiales de anticoncepción asociados a sexualidad


fuera del matrimonio y a explotación para la mujer, las mujeres
con conciencia de género se oponen al doble código. Plantean que
la mujer debe controlar su cuerpo, si no, se convierte en esclava de
impulsos sexuales del marido y queda sometida a la cadena sin fin
de partos e hijos. Aunque los médicos solían acusar a las mujeres
“fuertes de espíritu” y al influjo del feminismo de estimular a las
mujeres a que huyeran de la maternidad, las líderes del movimien-
to de mujeres no estaban en absoluto de acuerdo con la elección
del aborto.8 Por el contrario, las feministas norteamericanas res-

8Judith R. Walkowitz, “Sexualidades Peligrosas”, en Historia de las mujeres, to-


mo 4, Taurus, Madrid, 1993.
256 fornicar y matar

pondían favorablemente a la campaña que conducían los médicos


a favor de su prohibición a fines del XIX. Condenaban el aborto
como parte de la degradación sexual de la explotación de las mu-
jeres, pero tendían a centrarlo en sus causas antes que en sus
consecuencias. La oposición feminista tanto al aborto como a la
anticoncepción reflejaba una complicada posición. Si bien se di-
ferenciaban del poder médico con relación a la regulación estatal
de la prostitución y disputaron con ellos en tanto principales ad-
versarios de los derechos de las mujeres, coincidían con ellos en la
reticencia a separar sexualidad femenina de reproducción. Tam-
bién ellas creían que el acceso a la anticoncepción y el aborto vol-
vían impuras a las mujeres asemejándolas a las prostitutas manci-
lladas por el deseo sexual y vulnerables a las demandas sexuales
masculinas. En cambio, las feministas británicas y las norteameri-
canas celebraban la maternidad como el supremo deber de la mu-
jer y abogaban por una estrategia sexual de maternidad volunta-
ria que les permitiese controlar la reproducción a través de la
abstinencia. Cuando las feministas vincularon la maternidad vo-
luntaria con el interés en que las mujeres “mejoraran la raza” y
“produjeran menos y mejores hijos”, enunciaban algunas de las
mismas preocupaciones de clase y raza que movían a las campa-
ñas médicas contra el aborto. Inclusive las que luego se unieron a
los neomalthusianos en la promoción del control de la natalidad
defendieron la anticoncepción y no el aborto.

Pornografía y planificación familiar

En 1877, se abrió un proceso contra Annie Besant y Charles


Bradlaugh, editores del libro de Francis Place sobre control de la
natalidad, bajo la acusación de que era un libelo obsceno. El mo-
mento elegido para publicarlo era favorable, la industrialización
de no fornicar a no matar 257

y la caída en la tasa de mortalidad habían causado un gran au-


mento de la población por la gran depresión económica de 1873-5.
Las mujeres eran reacias a cargar con familias numerosas y las le-
gislaciones que limitaban el trabajo infantil habían reducido el
valor de los menores y, con ello, su contribución al mantenimien-
to de la familia. “El niño está mejor muerto que vivo”, dijo su ma-
dre al forense según relata un informe a la Comisión de Trabajo
Infantil, de la ciudad de Nottingham (1863) y en 1880 se estable-
cía por vez primera la instrucción obligatoria, que significaba un
gasto más.
El proceso a Besant y Bradlaugh tuvo un efecto boomerang y
la circulación del libro aumentó vertiginosamente. Mientras que
en 1867 se vendían 1.000 ejemplares anuales, en 1881 se habían
vendido no menos de 185.000.
También en Estados Unidos las luchas por el control de la na-
talidad fueron reprimidas por el Estado. Anthony Comstock, fun-
dador de la Sociedad para la Supresión del Vicio, convenció al
Congreso en 1873 de que prohibiera el envío por correo de infor-
maciones relativas a control de natalidad por considerarlas obs-
cenas, y se prohibió en distintos Estados la venta y distribución de
anticonceptivos. El tema se transformó en centro de apasionados
debates, y aunque todos coincidían en que el control de la natali-
dad era un problema que tenía que ver con la sexualidad, diver-
gían en cuanto a si el deber sexual matrimonial era cumplir con
el sexo reproductivo o limitar los nacimientos.
George Drysdale acusa a la institución del matrimonio indiso-
luble como instrumento principal en la degradación de la mujer y
redacta una nueva definición de deberes sexuales “que no consis-
ten, como se cree habitualmente, en la mutua fidelidad y en la abs-
tención de todo comercio sexual fuera del matrimonio. Son más
bien de naturaleza muy difusa. El deber más importante, la más sa-
grada de las obligaciones sexuales, debería ser la de limitarse a te-
258 fornicar y matar

ner un número racional de hijos”. “La pobreza es una cuestión se-


xual y no una cuestión de política y de caridad. Sólo puede reme-
diarse con medidas sexuales.”
Vinculado con la evolución de los ciclos demográficos, el desa-
rrollo económico, la modificación de las estructuras familiares, los
procesos ideológicos y los niveles de conciencia adquiridos por la
mujer, el neomalthusianismo fue un movimiento social inserto
plenamente en la dinámica histórica de los dos últimos siglos, don-
de se observa un marcado declive de la tasa de natalidad.9
El contacto diario impuesto por su misma profesión con madres
de familia agotadas por repetidas maternidades, lleva a Margaret
Sanger, enfermera estadounidense, y a Mary Stopes, médica en Lon-
dres, a emprender la lucha en favor del control de la natalidad a ries-
go de ser perseguidas por la justicia. La primera fue convicta y arres-
tada en 1912; el fiscal, teniendo en cuenta la ley Comstock, pidió para
ella 45 años de cárcel. En 1913, por haber hecho circular su folleto
La limitación de la familia, también su marido fue perseguido y pa-
só breve tiempo en la cárcel. En 1916, Sanger inaugura la primera
clínica de control de natalidad de Estados Unidos orientada hacia la
salud de la madre, clausurada poco después por la policía. En 1917,
Sanger fue condenada a un mes de prisión. Al ser liberada, ya se per-
mitía a los médicos recetar métodos para la anticoncepción. La pri-
mera clínica destinada a este fin se abre en 1923. Poco después San-
ger funda un instituto para la Planificación Familiar en el que agrupa
a sociedades similares de todos los países.
En Suecia, la doctora Otantaesen-Jensen orientó su ejercicio
a una actividad militante contra los prejuicios, los convenciona-
lismos, las leyes obstinadas y la moralidad, que no tienen nada
que ver con los hechos reales de la vida, ni con los pobres. Mary

9 Armand Mattelart, ¿Adónde va el control de la natalidad?, Universitaria, Chi-


le, 1967.
de no fornicar a no matar 259

Stopes continuó su labor basándose más que en Malthus en los


sufrimientos de las mujeres. En 1929, vuelven a allanar la clínica,
la arrestan, le levantan los cargos, y la clínica continúa con su la-
bor; la opinión pública se fue inclinando gradualmente por el
control de la natalidad.
En 1925 la sección ginecológica de la Asociación Médica Nor-
teamericana aprobó la moción para recomendar que se modifi-
cara la ley para que los médicos pudieran aconsejar sobre anti-
concepción. En 1931 se levantó el cargo que impedía importar,
transportar y enviar por correo libremente libros o folletos sobre
control de la natalidad.
El cargo de obscenidad contra Mary Stopes fue desechado por
el juez Wolsey mediante esta declaración: “Es un libro científico es-
crito con evidente seriedad y gran decencia, y les brinda informa-
ción a los médicos sobre el funcionamiento de las clínicas de con-
trol de la natalidad y sobre las instrucciones que se les deben dar
en esas clínicas a las mujeres que lo solicitasen. No es obsceno ya
que su lectura no excitaría los impulsos sexuales en ninguna per-
sona de mentalidad normal”.

Procreación consciente y conciencia de clase

El hombre que nace en un mundo ya ocupado no tiene el menor


derecho a reclamar una determinada porción de comida, si su fa-
milia no puede alimentarlo o si la sociedad no puede utilizar su
trabajo, y por lo tanto, está realmente de más en este mundo. En
el gran festín de la naturaleza, no se dispuso cubierto para él. La
naturaleza misma le ordena desaparecer y ella se encarga de lle-
var a cabo esta sentencia.

No está en el poder de los ricos asegurar a los pobres ocupación


ni pan, y por consiguiente, por la naturaleza misma de las cosas,
260 fornicar y matar

los pobres no tienen derecho a exigirlo. Éstas son las importan-


tes verdades que trascienden del principio de la población.
Thomas Malthus, Ensayo sobre el principio de la población

Si la escasez de recursos amenazara la subsistencia, obviamen-


te serán los pobres los que sufran las consecuencias. En pleno de-
sarrollo de los movimientos revolucionarios, socialistas y liberta-
rios llamaron a la clase obrera a tomar las riendas de su destino a
través del control de la natalidad. Se organizaron en ligas naciona-
les e internacionales, publicaron informaciones sobre las ventajas
de la “procreación consciente”, difundieron los métodos adecua-
dos, y dieron conferencias para los trabajadores de los centros in-
dustriales y mineros. Según los informes la reacción patronal fue
adversa: “hay ciertos libros que se han excedido en informar a de-
pravadas personas de cómo dar rienda suelta a sus corrompidas
pasiones y evitar tener hijos.”
En otro tiempo y otro lugar distantes, esas críticas vienen de
otras bocas y van a otros interlocutores con quienes mantienen una
relación diametralmente distinta. Preocupado por los peligros de
la anticoncepción, inquieto por el surgimiento de una clase media
que no podría dominarlos, Gandhi ataca las primeras clínicas an-
ticoncepcionales fundadas en Mysore hacia 1930.

El dominio de sí mismo es el único medio de regular la natali-


dad y el más seguro. El control de la natalidad por la anticoncep-
ción equivale al suicidio de la raza. Predicar los medios artificia-
les es premiar el vicio. El empleo de ellos hace que los hombres
y las mujeres se tornen moralmente indiferentes… El divorcio
entre el acto sexual y sus consecuencias naturales traerá consigo
una promiscuidad repugnante.

Los anticonceptivos son un insulto contra la femineidad. La dife-


rencia entre una prostituta y una mujer que emplea anticoncep-
de no fornicar a no matar 261

ción consiste en que la primera vende su cuerpo a muchos hom-


bres, la segunda a uno solo. El hombre no tiene derecho a tocar a
su mujer mientras ella no desee un hijo y la mujer debe tener su-
ficiente fuerza de voluntad como para resistir a su marido.
Mahatma Gandhi

El control patronal de la reproducción

A los nobles no les interesaba la vida sexual de sus inferiores.


Libres y señores lo eran por esa indiferencia, no por el poder de fis-
gonear y moralizar, disciplinar y educar, vigilar y relevar las cos-
tumbres y deseos íntimos de sus siervos y esclavos. Antes de la mo-
dernidad, ocuparse de la moral de los no-iguales habría sido tan
despreciable como absurdo, ¿gastar los privilegios de estar arriba
en investigar cómo se portan, en la intimidad, los de abajo? En
principio hubo que considerar un pacto entre su moral y la nues-
tra, una íntima solidaridad entre sus vicios y nuestras virtudes y,
por muchas que sean las ramificaciones, rey y mendigo están cons-
treñidos desde adentro de un mismo relato, un entramado para di-
versificar condenas hasta condenarse.
Las damas de caridad de principios del XX tomaron a su cargo
la “responsabilidad” de salvar a los niños desamparados por sus
propios padres y en su propio hogar. Madres sin dinero para ali-
mentarse y calefaccionar una habitación son visitadas por las se-
ñoras de las sociedades de beneficencia que se llevan a los bebés
mal cuidados y los encierran en un orfanato. En hogares de baja
estofa se perpetúa la “semilla de maldad”, por lo general adjudica-
da a mujeres de dudosa moral y a jóvenes inadaptados o rebeldes,
típicos engendros de uniones ilegítimas, de clase baja, con prefe-
rencia inmigrantes, vagabundos, prostitutas y muertos de hambre.
Ahí nacen, peor que los comúnmente llamados desamparados, en-
262 fornicar y matar

tre un padre violento borracho y golpeador y una madre desaliña-


da, inepta o irresponsable, los futuros delincuentes sociales. Según
doctores y filántropos, esas mujeres parieron en la inmoralidad de
la pobreza económica y la ignorancia cívica hijos que no pueden
mantener pero que no quieren ––y cómo la pelean–– que se los lle-
ven de su lado. Las madres de buena familia se armaron para ir al
rescate de esos niños.
A la vuelta del siglo la cruzada moral se repite sardónicamen-
te en términos de higiene. También son alcohólicas o adictas a las
drogas, también se encuentran en las clases bajas, y también ese ex-
traño contraste entre su voluntad de ser madres y su falta de res-
ponsabilidad como tales. Pero ahora, en lugar de buscar poner ba-
jo custodio al bebé se lo persigue adentro de la mujer antes de que
lo dé a luz. El avance de los “derechos fetales” los resguarda con-
trolando la salud de la gestante: que no se dañe a sí misma la mu-
jer que tomó la decisión de no abortar.

Endurecimiento de la Iglesia Católica

El 28 de mayo de 1884, el cardenal Caverot de Lyon sometió al


Vaticano a una consulta por la operación quirúrgica conocida con
el nombre de craneotomía, aclarando que sin esta intervención mo-
rirían tanto la madre como el hijo y que realizarla salvaría al menos
a la mujer. Roma respondió desaprobando. El 1º de agosto de 1886
se corrobora el dictamen y el 14 de agosto de 1889 se lo extiende “a
toda intervención quirúrgica que mate directamente al feto o a la
mujer embarazada”. El 24 de julio de 1895, un médico consultaba si
estaba justificado “a fin de salvar a la madre de una muerte segura e
inmediata” provocar el aborto de un feto todavía no viable. En tal
caso, él se serviría de medios y operaciones que no llevaban a la oc-
cisión del feto, sino que tenían por finalidad sacarlo vivo a la luz,
de no fornicar a no matar 263

aunque después el feto moriría por prematuro. La respuesta fue ne-


gativa. Esta decisión se repitió en 1898. Antes de 1895 nunca había
sido prohibido el aborto terapéutico por indicación médica. Los de-
cretos del Santo Oficio de 1884, 1889 y 1895 por primera vez en la
historia eclesiástica condenan sucesivamente la craneotomía, otras
formas de embriotomía y finalmente el aborto terapéutico que, des-
de el siglo XIV, había sido tratado por teólogos y moralistas y permi-
tido explícitamente por (¿la misma?) Iglesia Católica.

Salvar la vida de la madre es un fin muy noble; pero la supresión


directa del infante, como medio de obtener este fin, no está per-
mitida.
Pío XII, Alocución a las comadronas, 29 de octubre de 1951

Porque “justicia de los fines” deja el criterio librado a la moral


de cada individuo (“libertad de culto”) y “legitimidad de los me-
dios”, en cambio, representa un Bien neutral. Fue contra el poder
y los dogmas de la Iglesia que la revolución democrática instituyó
la primacía de los legítimos medios sobre la comprobadamente du-
dosa justicia de los fines. Y fue adoptando este giro de las premisas
católicas a las democráticas como el Vaticano endureció su conde-
na del aborto hasta equipararse con el más puro individualismo li-
beral: desde Pío XII en adelante, el Papado hace hincapié en que el
asesinato no debe ser directo y no en que no se debe asesinar.
Tal vaciamiento espiritual se hace aún más notorio al compro-
bar que es el mismo principio racionalista y burgués el que utili-
zará J. J. Thomson un siglo más tarde para defender el aborto le-
gal. No es lo mismo matar que dejar morir. No hay equivalencia entre
‘yo tengo derecho’ y ‘tú deberías’. Dos argumentos opuestos y espe-
culares, paradigma impresionante de la razón instrumental y pie-
za modelo de los mecanismos a través de los cuales se desarrolla el
sí o el no al aborto en el debate contemporáneo.
264 fornicar y matar

La cuna de Mambrú está vacía

Después de la gran mortalidad de la Primera Guerra, en algu-


nos Estados europeos las políticas pronatalistas se asociaron explí-
citamente a propósitos bélicos. Entre las consecuencias de la gue-
rra franco-prusiana se contaba un abierto comentario eclesiástico
acerca de lo que el control de la natalidad significaba para Francia.
John Noonan Jr. no reacciona con justificaciones sino con interro-
gantes: “¿Eran esas observaciones inspiradas por el nacionalismo
o por un deseo de utilizar la oportunidad que ofrecía el desastre
para dar una lección? Probablemente existieron ambos motivos.
La contraconcepción fue vituperada, tanto en ocasiones ceremo-
niales como en los tratados teológicos.”10 En un discurso en el día
de la Bastilla, en 1872, en Beauvais, un cardenal suizo declaró al
pueblo francés:

Habéis rechazado a Dios, y Dios os ha castigado. Por horribles


cálculos habéis hecho tumbas en lugar de cunas con niños; por
eso habéis necesitado de soldados.
Cardenal Gaspar Mermillod

En 1913 los obispos germanos lanzaron una carta pastoral


donde decían que el principal fin del matrimonio es la procrea-
ción “en orden a asegurar la continuación de la Iglesia y del Es-
tado”. En 1919, al terminar la Primera Guerra Mundial, los obis-
pos franceses, al igual que los alemanes, mezclaron religión y
patriotismo:

10 John T. Noonan Jr., op. cit.


de no fornicar a no matar 265

El principal fin del matrimonio es la procreación… Es grave pe-


cado contra la naturaleza y contra la voluntad de Dios frustrar
el matrimonio en sus fines por un cálculo egoísta y sensual. Las
teorías o las prácticas que enseñan o alientan la limitación de
los nacimientos son tan desastrosas como criminales. La gue-
rra ha impreso violentamente en nosotros el peligro a que se
expone nuestro país… Es necesario llenar los espacios dejados
por los muertos, si queremos que Francia siga perteneciendo a
los franceses y sea lo suficientemente fuerte como para defen-
derse y prosperar.
Documentación católica de los obispos franceses, 1919

Desde Rousseau, filósofos, médicos y estadistas acusaron a las


mujeres que no cumplen con su deber de hembras de la patria y a
los cónyuges que se aprovechan de su intimidad para conspirar,
madres desnaturalizadas o matrimonios viciosos que arriesgan el
destino de todos por unos minutos o años de placer. Con su com-
portamiento ponen en peligro a la patria, la raza o la clase. Por no
darle hijos o por no darle soldados, tienen, con el dominio de abs-
tinencia reproductiva, el poder de hundir a la nación. En Italia y
en Alemania parir muchos hijos fue un valor que antecedió al vi-
rulento natalismo fascista.

No se necesitaría destinar víveres para mantener vivos diez mi-


llones de indios y de chinos, para luego ver morir cincuenta
millones dentro de cinco años.
William Vogt, 1946

El capitalismo lleva una contabilidad minuciosa. Cuando ne-


cesita prójimos llama a las mujeres a cumplir políticamente con su
misión sexual y reproductiva en la vida privada. Cuando sobran,
también:
266 fornicar y matar

A causa de tantas madres que no limitaron su familia, faltan es-


cuelas para tantos niños en Singapur.
Respuesta del gobierno indio
a la encuesta de las Naciones Unidas, 1964

La vida, una revelación de posguerra

Degradada hasta el estado de naturaleza, hoy se llama sagrada


apenas a la vida desnuda, al puro hecho de lo viviente arrojado a
la tierra. ¿Qué sucede hoy cuando lo sagrado ya no impregna la at-
mósfera de la vida cotidiana, ni es la piedra de toque del pensa-
miento o de la ley? Residuo secularizado de una existencia religio-
sa, la significación de lo sagrado no ha sobrevivido indemne.
Sacralización no es prueba de espiritualización. Es sintomáti-
co el pase histórico que inviste como trascendente la mera posibi-
lidad de sobrevivir, apenas el derecho a perseverar en la respiración
y en el libre movimiento. Quizás, y ésta es una afirmación ingrata,
poner el rasero de lo sagrado al nivel ínfimo de lo humano sea con-
dición de la democracia y el igualitarismo.
Porque si lo sacro se define en contraposición a lo profano, ¿có-
mo interpretar la sacralización de la vida en un mundo regido por
la mercancía? Que la vida sea un bien precioso protegido jurídica-
mente, ¿significa que la vida pertenece al Estado? Guerra y paz, po-
líticas demográficas, tecnologías reproductivas, etc., son prerroga-
tivas del Estado, que ejerce legítimamente el monopolio de la
violencia. Los sacrilegios de Dios se trocan en delitos contra el Es-
tado. El cambio de referente no es una sustitución. El esfuerzo ri-
tual se degrada en pasividad ciudadana. La experiencia de lo nu-
minoso se opaca en la rutina del voto obligatorio.
Cuando lo trascendente eran los dioses, el Cosmos, la apertura
hacia esa absoluta alteridad era posible a través de la experiencia re-
de no fornicar a no matar 267

ligiosa. Cuando lo trascendente es el derecho, no hay apertura insti-


tucional posible. Las puertas de la ley están cerradas ante el campe-
sino de Kafka, el Otro es un guardián. El mismo anhelo de entrar en
contacto con la ley se vuelve risible, tan destinado al fracaso como
obstinado en la creencia. Sólo agonizante se enterará de que no hay
Ley, una para todos igual, que esas puertas que guardaban el tesoro
de un valor que creía trascendente a su persona se cerrarán para
siempre cuando él expire. Como escribía Anatole France, “está pro-
hibido para todos por igual pernoctar bajo los puentes”.

Nuestra idea actual es que la vida humana siempre tuvo un va-


lor sagrado y que los derechos humanos vinieron a “reconocerlo”
formalmente con el advenimiento de la democracia. “No matarás”
tiene más de tres mil años, y se supone que expresa, por la negati-
va, el valor positivo de la vida humana, como si el imperativo que
prescribe no matar al semejante significara un juicio de su valor y
una medida para su protección. La imagen o creencia corriente es
que la vida de cada uno de nosotros tiene un valor intrínseco, pre-
vio a toda relación con los otros; que todos valemos teóricamente
igual; y que siempre ha sido así, a pesar de las injusticias, los ava-
tares históricos y las condiciones infrahumanas. Más que como
“derechos”, los llamados Derechos Humanos se definen como “le-
yes” morales invariables, impresas por la naturaleza misma, invo-
cados a la manera de reivindicaciones humanitarias, principios bá-
sicos que, al permitir denunciar los abusos de los poderosos, como
una suerte de mantra jurídico, prestarían un último refugio legal
frente a las persecuciones.
El derecho a la vida, se da por supuesto, constituye la condición
necesaria de los otros derechos humanos. Sin embargo, entre los
cuatro enumerados en la Declaración francesa de 1789 ––Libertad,
Propiedad, Seguridad y Resistencia a la opresión–– el de la Vida es-
tá ausente, su protección jurídica estaba implícita en las de propie-
268 fornicar y matar

dad y libertad individuales. ¡Y el único que lleva el calificativo de


“sagrado” es el Derecho a la Propiedad! (Art. 17. “Siendo la propie-
dad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de él
si no es cuando la necesidad pública…”).
Más de 150 años tardó la democracia en enunciar la Vida jun-
to a los otros Derechos Humanos. En 1948, las Naciones Unidas
formularon una nueva Declaración, cuyo preámbulo reconoce ve-
ladamente en los genocidios del siglo XX la necesidad de enmendar
la Carta Fundamental: “Considerando que el desconocimiento y el
menosprecio de los derechos del hombre ha originado actos de
barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad y que se
ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el ad-
venimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del
temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la li-
bertad de creencias…” (art. 414). Las circunstancias de este docu-
mento hacen trizas la ingenua interpretación que supone que ca-
da paso legislativo en favor de la igualdad o dignidad humanas está
inspirado en o responde a un progreso civilizador.
El “derecho a la vida” es hijo del genocidio nazi y de la compla-
cencia occidental. Fue escrito sobre las cenizas de millones de se-
res humanos. La necesidad de enunciarlo y ponerlo en primer pla-
no constituye la gran paradoja de esta cualidad “intrínseca” de la
humanidad. Más que una conquista, la Declaración de 1948 fue un
síntoma, una confesión pavorosa de las amenazas que pesan sobre
las vidas humanas en las democracias modernas.

3. La contradicción de los derechos humanos


en el debate del aborto

En el debate del aborto los dos términos más prestigiosos de


los derechos humanos ––vida y libertad–– se enfrentan a muerte.
de no fornicar a no matar 269

El conflicto es tan irresoluble como inesperado: ¿cómo compren-


der que el mismo fundamento sirva para avalar la prohibición y la
legalización del aborto?
Contrarios políticos pero hermanos de leche, somos moder-
nos, unos y otros. Estamos tan reñidos en torno de la moral del
aborto como unidos en sus fuentes. Ambos basados en la configu-
ración moderna, democrática y burguesa de valores, la importan-
cia de la felicidad (personal), el repudio por la violencia (ilegíti-
ma), la creencia en derechos inviolables.
Los derechos humanos, a la vez que desarticularon el eje de la
condena cristiana del aborto, sentaron las bases para su nueva pro-
hibición laica. Democracia significa separación entre derecho y mo-
ral, Estado y religión: la libertad individual erradica el pecado sexual
del campo del crimen. Y ese mismo derecho hará de las mujeres em-
barazadas un rehén potencial de la reproducción cuando también
los embriones cobren estatura de “individuos” y no puedan ser ob-
jeto del arbitrio individual. La libertad que invalida la moral sexual
como argumento penal contra el aborto, legitima a las mujeres a de-
cidir sobre su maternidad. En ese mismo movimiento surge el dere-
cho a la vida que va a sustentar su condena. El paradigma de la es-
clavitud sirve tanto para condenar el aborto como para legalizarlo.
La diferencia entre ambos casos está en quién ocupa el lugar del es-
clavo. Si se permite abortar, se otorga a las mujeres el derecho de pro-
piedad sobre la vida de los embriones, si se lo prohíbe, se pone a las
mujeres en situación de esclavas de la reproducción. O no son igua-
les los no nacidos o no son libres las mujeres.
Como si el reclamo tuviese mayor categoría política, la crimi-
nalización del aborto se convirtió, junto a torturados y persegui-
dos, desnutridos o discapacitados, en un caso más de violación de
los derechos humanos. En la siguiente lista, consensuada por mi-
litantes y especialistas de todo el espectro ideológico, y por orga-
nismos internacionales gubernamentales o no, privados y no, enu-
270 fornicar y matar

meramos cuáles son específicamente los derechos humanos que,


según S. Chiarotti, M. García Jurado y G. Schuster11, la prohibición
del aborto viola: Derecho a la vida, que incluye no sólo la sobrevi-
vencia a la muerte (sic) sino el derecho a vivir una vida digna, ple-
na y saludable. Derecho a la integridad personal, que incluye el no
ser sometida a tortura, trato cruel, inhumano o degradante. Dere-
cho a la igualdad. Derecho a la libertad personal. Derecho a vivir
una vida sin violencia. Derecho a la salud. Derecho a no sufrir dis-
criminación. La serie íntegra podría ser suscripta para aplicarla tal
cual al embrión contra el derecho de las mujeres a abortar.
¿Qué tipo de discurso es el de los derechos humanos que per-
mite tal contradicción? Tanto respecto del aborto como de la de-
mocracia las partes en conflicto recurren a los mismos valores pa-
ra sustentar posiciones contrarias y se acusan recíprocamente de
violarlos y de hacer enunciados hipócritas. El problema es más pro-
fundo, no se trata de hipocresía ni de contradicción. Si la bandera
de los derechos humanos pudo convertirse, especialmente desde
los ochenta, en un comodín al que recurren tanto izquierdas y de-
rechas, feministas y militantes Pro-Vida, es porque encarna el di-
lema del desafío y el fracaso de la democracia.

La imagen usual de los derechos humanos los presenta como


el último bastión de los perseguidos inferiorizados por la ley. Pero
esta idea es un prejuicio de sobrevivencia que las Constituciones
Nacionales desmienten sin pudor desde sus primeros artículos.
Más que “derechos” en el sentido jurídico, son invocados como “le-
yes” de la vida, creadas por la naturaleza humana, el viejo “dios”
pero mudo y sin voluntad, donde pueden recalar en última instan-
cia los individuos amenazados por los gobiernos, sometidos a

11 Susana Chiarotti, Mariana García Jurado y Gloria Schuster, op. cit.


de no fornicar a no matar 271

coacciones políticas, raciales, sociales o sexuales. No derechos hu-


manos sino reivindicaciones humanitarias, principios, denuncias
e indignación. Algo así como escudos morales contra los intereses
de los poderosos, una suerte de mantra jurídico, un refugio legal
contra la ley.
La doctrina de los derechos humanos es la ficción ciega de la
modernidad. El valor de la vida como derecho del individuo con-
tra el poder del Estado es una ilusión que acompaña la derrota de
los movimientos políticos y sociales desde fines de los setenta. La
entrada de la Vida entre los derechos humanos no fue un triunfo
sino un mea culpa; apenas pasada la Segunda Guerra Mundial, las
Naciones Unidas hicieron un acto de contrición universal y decla-
raron que la vida también es un derecho humano. Contra la idea
corriente de que los derechos humanos defienden al individuo
contra los abusos del Estado, éste nace como garantía de aquél, su
solidaridad es intrínseca al sistema democrático. Hasta entonces,
la democracia protegía la vida en función de los derechos de liber-
tad y propiedad establecidos en las declaraciones francesa y nor-
teamericana del XVIII. Confrontado a la luz de éstas, el significa-
do corriente dado al derecho a la vida y a la libertad no coincide
con el que éstos asumen en su formulación.
Porque los derechos humanos, ciertamente, formalizan la abo-
lición de la esclavitud y de toda servidumbre: ser libre quiere decir,
estrictamente, no ser esclavo, pertenecerse. Libre se define al ser hu-
mano que no puede ser vendido ni comprado; de ninguna manera
implica que no pueda ser sometido o explotado. Por el contrario,
sólo un hombre libre puede ser un asalariado, sólo el individuo que
es dueño de su fuerza de trabajo está en condiciones de venderla en
el mercado a cambio de un precio convenido a través de un contra-
to donde no media ninguna fuerza coactiva entre el capitalista y el
trabajador. Los derechos humanos del individuo que fundan la de-
mocracia son también las condiciones que fundan el modo de pro-
272 fornicar y matar

ducción capitalista, la contrapartida ideológica de la economía de


mercado. La relación entre democracia y capitalismo no es contin-
gente. En su surgimiento, los derechos humanos establecen quiénes
son los nuevos sujetos de las relaciones sociales que hacen añicos el
modo de producción feudal. El nuevo sujeto es el individuo, y sus
coordenadas el derecho natural y el contrato social.

Comunes a todos los miembros de la familia humana por igual,


según reza la Declaración de las Naciones Unidas de 1948, el carác-
ter universal de los derechos humanos requiere un grado de abstrac-
ción tal que no permiten contemplar ninguna diferencia.“Los dere-
chos humanos constituyen, según Isidoro Cheresky, una base
indeterminada para el orden político porque su sentido último no
está dado por ningún enunciado positivo irreversible o indiscutible
más allá de la distancia misma (irreductible) entre los derechos y el
poder.”12 En otro artículo, publicado por Punto de Vista en 1992,
Cheresky lo pone de manifiesto desde el título mismo, relacionan-
do “la emergencia de los derechos humanos y el retroceso político”.
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt realiza un
agudo análisis de las “perplejidades” de los derechos humanos:
estableciendo el nacimiento como condición suficiente para me-
recerlos, de hecho dejaron fuera de los mismos a los Hombres
que no eran Ciudadanos. O sea, apenas se otorgaron derechos na-
turales al hombre por serlo, quedaron desprotegidos aquellos se-
res humanos que carecían de un gobierno que los defendiera. Se
tornaron apátridas; una vez que se vieron privados de sus dere-
chos humanos, carecieron de derechos y se convirtieron en la es-
coria de la Tierra.

12Isidoro Cheresky, “Derechos humanos y régimen político. Una genealogía


de la idea democrática moderna”, en Revista Sociedad, nº 2, Buenos Aires,
mayo de 1993.
de no fornicar a no matar 273

Ninguna paradoja de la política contemporánea se halla pene-


trada de tan punzante ironía como la discrepancia entre los es-
fuerzos de idealistas bienintencionados que insistieron tenaz-
mente en considerar como “inalienables” aquellos derechos
humanos que eran disfrutados solamente por los ciudadanos de
los países más prósperos y civilizados, y la situación de quienes
carecían de tales derechos.13

Como los Derechos del Hombre eran proclamados “inaliena-


bles”, irreductibles e indeducibles de otros derechos o leyes, no se in-
vocaba autoridad alguna para su establecimiento; el Hombre en sí
mismo era su fuente tanto como su objetivo último. Además, no se
estimaba necesaria ninguna ley especial para protegerlos, porque se
suponía que todas las leyes se basaban en ellos. Lo que Arendt dice
es que apenas apareció el hombre como un ser completamente
emancipado y completamente aislado, que llevaba su dignidad den-
tro de sí mismo, sin referencia a ningún orden circundante y más
amplio, desapareció otra vez como miembro de un pueblo. La para-
doja implicada en la declaración de los derechos humanos inaliena-
bles consistió desde el comienzo en que se refería a un ser humano
“abstracto” que parecía no existir en parte alguna, porque incluso los
salvajes vivían dentro de algún tipo de orden social.
Incluso tomando al nazismo puede verse que sólo en la última
fase de un proceso más bien largo queda amenazado el derecho a la
vida.“Sólo si permanecen siendo perfectamente ‘superfluos’ ––sigue
Arendt–– si no hay nadie que los ‘reclame’, pueden hallarse sus vidas
en peligro. Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos
privándolos de todo status legal (el status de ciudadanía de segunda
clase) y aislándolos del mundo de los vivos mediante su hacinamien-

13 Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 1981.


274 fornicar y matar

to en ghettos y en campos de concentración; y antes de enviarlos a


las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y des-
cubierto a su satisfacción que ningún país reclamaría a estas perso-
nas. El hecho es que antes de que se amenazara el derecho a la vida
se había creado una condición de completa ilegalidad.” Los derechos
humanos nos enfrentan a una paradoja: por un lado, son otorgados
a las personas por su sola naturaleza humana, pero por otro, cuan-
do un hombre cuenta con su sola naturaleza humana, está desposeí-
do del derecho a tener derechos.

Parece como si un hombre que no es nada más que un hombre


hubiera perdido las verdaderas cualidades que hacen posible a
otras personas tratarlo como a un semejante.

Estas lúcidas y amargas ideas demandan una actitud tan trans-


formadora que su sola aceptación teórica es una estafa. Hacerse
cargo de la crisis de los fundamentos de la democracia no signifi-
ca poder resolverla. Si se me preguntara si hay alguna otra opción,
diría que lo primero es mirar de frente este desastre. La visión de
Hannah Arendt es estremecedora, pero no es apocalíptica. Por eso
titula al capítulo “Perplejidades de los derechos humanos”. No
anuncia su fin, invita a aceptar la conciencia de sus enormes limi-
taciones. El Otro existe antes que cualquier derecho, más acá de la
democracia o de cualquier otro anonimato en que la Historia pre-
tenda colocarlo. Un solo acto ético es infinito, no requiere de pe-
dagogos ni de defensores.
Pasemos a preguntas íntimas. ¿Hay una salida individual para
los problemas personales? ¿Hay una salida individual para algo?
VIII

Autómatas del bien


A diferencia de las polémicas de hace unos treinta años, donde
se enfrentaban dos éticas y dos ideologías, hoy el debate del aborto
confluye en la defensa de la dignidad “intrínseca” del ser humano.
Así, el enfrentamiento se ha desplazado a otro terreno, más discipli-
nario: la ciencia y los derechos humanos (la Verdad y la Utopía).
La controversia dejó a la mujer en suspenso hasta resolver el pro-
blema de quién o qué era Zigoto “realmente”. El aborto era una cues-
tión problemática en términos de moral sexual y familiar, obedien-
cia religiosa o fetichismo naturalista, control demográfico y políticas
nacionales e internacionales de población y desarrollo, que contem-
plaron desde la protección de la raza hasta la del contrato conyugal.
Ahora todas estas cuestiones aparecen ligadas a un fondo ambiguo,
esquivo, donde se juegan tanto la defensa de la naturaleza humana
como su manipulación artificial: el concepto de Persona.
En torno al interrogante sobre lo que hace humano al ser hu-
mano, la filosofía, en toda su larga historia, no logró una respues-
ta definitiva. Desde el clásico griego zoon politikon (el hombre es
un animal político), los predicados se acumulan en desorden. Ca-
da una de las siguientes expresiones da cuenta de un rasgo carac-
terístico exclusivo de la humanidad: bípedo implume, animal ra-
cional, rey de la creación, criatura hecha a imagen y semejanza de
Dios. Homo faber, Homo sapiens, Homo ludens, Homo eroticus. Vo-
278 fornicar y matar

luntad encarnada. Ángeles caídos. Hijos de Dios. Cuerpos parlan-


tes. Monos gramáticos. El animal que ríe. El animal que miente. El
animal que hace promesas. El que tiene conciencia de muerte. El
animal separado. Una plaga sobre el planeta, una especie que ame-
naza exterminar la vida de todas las otras. Etcétera.
Cada época vio en distintos signos la esencia de lo humano, y
todas tuvieron razón, cada una lo hizo desde su propia configu-
ración del mundo. La nuestra comenzó regida por el halo de la
ciencia. Desde el siglo XIX, el modelo de la verdad científica ––uni-
versal y objetiva, demostrable, ahistórica, neutra y racional–– se
convirtió en paradigma del espíritu moderno, progreso e impar-
cialidad. Con el tiempo, su prestigio avanzó de tal manera que ca-
da vez más problemas, clásicamente ajenos a su poder, entran en
su competencia. Sometemos al arbitraje de la ciencia conflictos que
no podemos resolver, particularmente la ética. Por ejemplo, ¿a
quién toca discernir entre Bien y Mal?
Cada día más todo discurso que busque autorizarse frente a la
sociedad debe respaldarse en referentes científicamente demostra-
dos. Y el debate sobre aborto resulta especialmente apto para esta
demanda y oferta. El conflicto de valores en él implicado se des-
plaza a un terreno “objetivo” y se somete a un tribunal “neutro”, la
embriología. La pregunta científica expulsa la pregunta ética. Pen-
sar el acto de abortar a la luz de la disección del óvulo fecundado
implica borrar la escena dejando a las mujeres en el centro aislado
del embrión.
De la ética a la ciencia, de la mujer al zigoto, de la moral como
actividad de interpretar (juzgar) un acto, a la moral como deriva-
do lógico del conocimiento de los hechos. El enroque es moderno
y pone al desnudo el destino de la ética en la jerarquía del saber.
Destino de servidumbre, el bien o el mal lo decide el estatuto que
la ciencia confirme para el feto o embrión.
autómatas del bien 279

Nuestro grito silencioso

Uno de los golpes más bajos implementados por la propagan-


da antiaborto ha sido la película filmada por el doctor Bernardo
Nathanson que se ha difundido ampliamente por televisión y otros
medios, también a veces sin previo aviso en colegios secundarios.
En El grito silencioso muchos han podido ver cómo se realiza un
aborto, en un film cuya estética nada tiene que envidiarle al terror
gótico. No está de más señalar que se trata nuevamente de aquel
Nathanson, “el abortista converso” que ya apareció en otras situa-
ciones dramáticas en este libro.
Lo que aquí interesa no es el análisis de la película sino la orien-
tación de las críticas con que se la quiso desautorizar. Las acusacio-
nes de “deshonestidad científica” puntualizadas por diversos ma-
teriales feministas recogen las denuncias de revistas insospechables
de “abortistas” que también salieron al paso de las inexactitudes y
trucos fotográficos presentados como filmación científica. “Enga-
ño tecnológico realizado con mala fe por un grupo de organizacio-
nes antiabortistas que ––tal como denunció en 1985 la revista Ti-
me–– han aprovechado la película como una efectiva arma
propagandística.”1 Cuando la sangre llega a estos medios masivos,
es una señal de lo excesivo de este material.
Centrémonos ahora en la perspectiva de los grupos radicali-
zados que, en este contexto de retroceso político global, han que-
dado aislados no sólo de sus bases sino también de sus propios
objetivos y que, aun decididos a defender una posición, se creen
obligados a hablar el lenguaje con que el enemigo les habla a las
masas.

1 Claudia Selser, “El grito mentiroso”, Página/12, Buenos Aires, 17/7/92.


280 fornicar y matar

Nosotras creemos necesario puntualizar los aspectos falseados,


carentes de rigor científico, que convierten a esta película en un
obstáculo para entablar un debate serio y riguroso.

1. En el filme se dice que un feto de 12 semanas siente “dolor”:


FALSO. En esta etapa del embarazo el desarrollo del cerebro y del
sistema nervioso en general es incipiente; sin la corteza cerebral
los impulsos del dolor no pueden ser recibidos.
2. Se dice que el feto de 12 semanas hace “movimientos volunta-
rios agitados”, intentando escapar del agresor que quiere matar-
lo: FALSO. En esta etapa todo movimiento del feto es reflejo y sin
propósito. Un organismo unicelular como la ameba se mueve en
forma refleja, demuestra reacción al retirarse cuando es tocada.
3. Se dice que el feto abre la “boca” para gritar: FALSO. La boca
del feto de 12 semanas no puede identificarse ecográficamente:
es una interpretación subjetiva y engañosa. Además no hay aire
en los pulmones, el feto no grita ni llora.2

La estrategia antiabortista es tan baja que resiste todo intento


de diálogo. Una crítica comprometida puede desarticular el mon-
taje pero es impotente para suspender la eficacia con que impune-
mente manipulan nuestra sensibilidad.
Este contraataque lleno de rabia y dolor suma nueve refutacio-
nes. Sin embargo, las contestaciones científicas de los progresistas
también “mienten” al confrontar “lo verdadero sin trucos” del zi-
goto porque toman como La Realidad las verdades obtenidas a par-
tir de métodos y tecnologías científicas.

2 María José Rouco Pérez, “No levantarás falso testimonio”, Comisión por el De-

recho al Aborto, Buenos Aires, 20 de julio de 1992 (Argumentos científicos to-


mados del doctor Domingo Olivares, El Periodista, nº 62, Buenos Aires,
22/11/85); y “¿Qué grito silencioso?”, Nuevos Aportes sobre Aborto I, II, III, Pu-
blicación de la Comisión por el Derecho al Aborto, Buenos Aires, 1992.
autómatas del bien 281

El zigoto de 12 semanas, sienta o no sienta dolor, no se corres-


ponde con la imagen verdadera que los defensores de la legaliza-
ción oponen a la exageración de los antiabortistas. La ampliación
fotográfica de ecografías y otros métodos de introyección visual en
el vientre de una mujer preñada son precisamente ampliaciones, o
sea, exageraciones de la “realidad”. El zigoto de 12 semanas no tie-
ne el tamaño que muestra la página publicada para contraponer la
verdad de la ciencia a la manipulación política.
Las imágenes fotográficas de óvulos fecundados que aparecen
en revistas especializadas o de divulgación científica contrapues-
tas a la sensiblería terrorista del Movimiento Pro-Vida, tienen la
pretensión de darnos una verdad no ideológica pero reintroducen
inadvertidamente a la percepción subjetiva un efecto no por más
sutil menos sensiblero. Hoy en día se pueden encontrar mujeres
bien progresistas favorables al aborto legal que durante el embara-
zo llevan en la cartera la plantilla de celuloide de la última ecogra-
fía y la muestran a los amigos como más tarde mostrarán la foto
del bebé. Basados en el principio de semejanza, “esa pequeñez” se
parece muchísimo a un ser humano. Analogía antropomórfica pa-
sible de ser obtenida también a partir de un embrión de mono o
de un renacuajo.
Además, el zigoto es tridimensional. Y no se puede reproducir
como las ecografías. Esto quiere decir que existe hic et nunc, aquí y
ahora, materialmente y no sólo como entidad representable. ¿Ha-
ce falta marcar la diferencia entre una representación y lo real?
Según estas críticas, el mensaje es terrorífico por trampear al
espectador y no por mostrar el aborto como un acto carnicero
montado sobre la escena quirúrgica.
¿Y si con el tiempo la ciencia descubriera que la corteza cere-
bral sí recibe impulsos tempranos de dolor, o que el dolor puede
tener otras raíces, y que por tanto el aborto genera dolor en el or-
ganismo embrionario?
282 fornicar y matar

Los argumentos son indudablemente documentados, indiscu-


tibles, demoledores… e impotentes. No pueden usar las mismas
armas que los antiabortistas porque ni se atreven al mismo cinis-
mo ni ejercen el mismo poder.
Haciendo hincapié en que el problema consiste en la tergiversa-
ción de la verdad objetiva, la crítica progresista oculta su propia vo-
luntad política y se ampara en la garantía de una verdad universal.
El supuesto es que nosotros tenemos la verdad porque no te-
nemos mala fe, que somos honestos porque somos buenos. La con-
clusión sería que los otros mienten y son arteros, en vez de pensar
la posibilidad de que son diferentes porque quieren cosas diferen-
tes, creen en cosas diferentes y piensan cosas diferentes.
¿De dónde la ilusión de un debate “honesto”, acaso no estamos
en guerra? ¿Por qué sería mala fe defender aquello que uno cree o
quiere?, ¿por qué sería más importante respetar el dato de la cien-
cia que el dictado de la ética?

Apuntes para una distancia

Cuando una mujer ejerce su derecho a abortar, ¿ha decidido


interrumpir el embarazo o ha decidido no tener un hijo?, ¿no
continuar gestando la vida concebida o destruir la perspectiva de
ser madre abortando? La diferencia entre estas expresiones no es
sobre un juicio moral sino sobre la existencia de la acción moral
misma. El primero describe la biología del aborto como si no hu-
biera nadie como agente, como si la mujer no buscara nada, no
quisiera nada, nada respecto de algún otro, como si actuar inten-
cionalmente la declarara culpable. La segunda da cuenta de que
abortar es un verbo que lleva pronombre personal. Elidiendo el
sentido trágico de lo humano, declarando la inocencia de las mu-
autómatas del bien 283

jeres, se esquiva la sintaxis simbólica del aborto. Aunque el hecho


sea el mismo, interrumpir un embarazo y abortar no son sinóni-
mos. No es que las mujeres ejerzan su autonomía de individuos li-
bres cuando abortan, limitando al Estado y a los hombres que
quieren invadir su privacidad, sino que al hacerlo intervienen so-
bre los otros, impiden que accedan a esa posibilidad, abortan pa-
ra que no haya otro donde hay un embrión.

De nuevo, el fetichismo. Y en este punto se nos hace impres-


cindible citar a Eduardo Grüner, que en sus prismáticos ensayos
nos muestra un mundo que vemos y no vemos: “el proceso de fe-
tichización mercantil ha alcanzado incluso a la misma represen-
tación simbólica de la realidad, ya que las características de las
nuevas fuerzas productivas dominantes transforman en mercan-
cías a las propias imágenes con las que intentamos dar cuenta del
mundo, y son esas imágenes consumidas sin sentido crítico (las
de la televisión, por ejemplo) las que terminan configurando
nuestra experiencia de la realidad”. En su libro Las formas de la
espada, Grüner desarrolla, como promete el subtítulo, las mise-
rias de la teoría política de la violencia cuyos efectos en el debate
del aborto hemos planteado en el primer capítulo y que aquí re-
tornan solidificadas como credulidad ––más que confianza–– en
la posibilidad de representar lo real. “Un gigantesco mercado vir-
tual de ideas y representaciones, entre las que somos teóricamen-
te ‘libres’ de elegir, como si la sutil violencia de esta definitiva for-
ma de subjetivación legitimante no nos obligara a elegir siempre
lo mismo, encandilados por una apariencia de diversidad infini-
ta e indiscriminada.”3
Quienes se oponen a la legalización del aborto acuden a téc-

3 Eduardo Grüner, Las formas de la espada. Miserias de la teoría política de la vio-

lencia, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1997, p. 84.


284 fornicar y matar

nicas literarias, plásticas o publicitarias mucho más asiduamen-


te que los proabortistas. Y es notorio cómo esas representacio-
nes conforman una literatura de género ––recursos retóricos del
folletín, de la historieta, de la prensa amarilla–– sentimentalista,
a veces barroca, cuando se dirigen a una audiencia masiva y po-
co culta. En otros casos, presentan una superposición muy lo-
grada de discursos a través de una amalgama demasiado sólida
de elementos científicos, filosóficos, morales y jurídicos, trama-
da por una reflexión humanista que se dirige a un sector de cier-
ta formación intelectual. De cualquier modo, tienen efectos cer-
teros gracias a su composición formal. Y éste es uno de los ejes
con que mucha gente seria encara el despertar de la conciencia
hacia una crítica acerba, no tanto de las ideas sino de los méto-
dos. Los progresistas se niegan a “rebajarse” a las tácticas de pe-
netración ideológica y a los medios propagandísticos tan bien
explotados por las clases dominantes. Sus oponentes no discu-
ten, aprovechan esas acusaciones y las devuelven neutralizadas
al quieto emisor rival. Lejos de amilanarse, éstos se indignan, sa-
can otras fotos y otras cifras que vuelcan incesantemente sobre
el rastro del bombardeo mediático, sabiendo que nunca queda-
rá una mentira que no pueda ser develada. Pero es necesario no
dejar ni una metáfora, ningún embate desprolijo, ni una picar-
día. Sólo la pura verdad. Aburridísimo.
Siempre esa actitud de celadoras, las manos arriba de la mesa;
nunca un exabrupto ideológico, una afirmación ética que aventu-
re una verdad que la ciencia no puede demostrar ni siquiera for-
mular. Aquéllos serían pasquines hipócritamente religiosos pero
éstos no pasan de manuales de educación cívica; la audiencia que-
rría simpatizar y se cansa. ¿Qué hacer cuando la buena voluntad es
impotente? ¿Para qué querer si el dato basta, cómo sostener la lu-
cha espiritual si la verdad nos suplanta, una verdad que nos asiste
pero no nos necesita?
autómatas del bien 285

Si las ideas, como plantea Jean Pierre Faye4, son narraciones


mentales y las ideologías son discursos que intentan recuperar a
otro nivel de coherencia el hilo narrativo, observemos el devenir
del término “aborto” en el debate. Las palabras para definir el abor-
to cambian según las perspectivas ideológicas, a tal punto que des-
criben dos fenómenos absolutamente diversos (Nietzsche: no exis-
ten hechos, éstos son siempre ya interpretaciones morales). Unos
denuncian que el término aborto es un eufemismo de “asesinato”,
los otros, en cambio, devuelven el aborto al seno de la mujer, de la
mujer encinta.

Abortar significa liquidar una vida humana: hay persona desde


el momento de la fecundación.5

El aborto es la manera más cobarde e infame de cometer el deli-


to de genocidio.6

Entre las formas más salvajes del terrorismo contemporáneo se


encuentran las prácticas abortivas.7

Se trata de asumir una conciencia de responsabilidad sobre nues-


tras maternidades, a solas, en pareja, con nuestros sacerdotes o

4 Jean-Pierre Faye, El siglo de las ideologías, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1997.
5 Dr. Osvaldo Fustinoni, presidente de la Academia Nacional de Medicina de la

República Argentina, secundado por los doctores Luis Nicolás Ferreira y Gus-
tavo Lanosa, decano y secretario académico de la Facultad de Medicina, La Na-
ción, 1994.
6 Pablo A. Ramella, Atentados a la vida, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1980,

p. 33.
7 Niceto Blázquez, El aborto, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1977,

p. XIII, cit. por Ramella, p. 33.


286 fornicar y matar

nuestros ginecólogos, con nuestra familia o nuestros amigos, os-


cilando entre la buena y la mala conciencia, pero responsables,
maduras, sin culpa y sin miedo.8

Sabíamos que entre unos y otros la guerra ideológica aspira a


ser total. Lo que no era de esperar era que las armas retóricas fue-
sen tan sofisticadas, al punto que entre unas y otras definiciones
de aborto no haya ningún punto en común, ni siquiera los pro-
tagonistas. En este debate donde se ha cancelado el embarazo co-
mo acontecimiento único y singularísimo respecto de las “rela-
ciones humanas”, ambas eluden el concepto estricto de “aborto”.
Parece que “abortar” es, para antiabortistas, una manera de dis-
criminar entre nonatos y nacidos y para proabortistas una pala-
bra perturbadora que evoca un fracaso, la sombra de una muer-
te difusa.
¿Qué pensamos de una mujer que aborta, somos capaces de
apoyarla o condenarla no siendo capaces de demostrar ni de jus-
tificar por qué? ¿Somos responsables de lo que queremos o nece-
sitamos la pura verdad? Mis inclinaciones, afortunadamente, no
son las de todos. Ésa es mi riqueza pero también el límite para in-
clinar hacia mi perspectiva a los demás. Claro que a los demás les
pasa lo mismo conmigo. Perdemos la compostura y se ve que so-
mos enemigos, que nunca habíamos dejado de serlo. ¡Qué com-
promiso, imponer la verdad de mi voluntad; qué indignación,
que se me acuse de autoritarismo! Nos ponemos virulentos. El
rey y la reina están desnudos. No es el paraíso pero en medio de
donde estamos sigue siempre ahí plantado el Árbol del que de-
bemos comer. Amén.

8 Liliana Mizrahi, Página/12, Buenos Aires, 4/5/95.


autómatas del bien 287

¡Basta!

Primero nos trajeron al mundo sin preguntarnos y fue irrever-


sible tener una lengua materna, y esa madre y esa calle de infancia.
Después nos dieron el derecho a ser dejados solos, nos hicieron li-
bres y autónomos de la boca para adentro, para que pudiéramos
ser el látigo y el esclavo de nosotros mismos a la noche, la tarde y
la mañana. Nos enseñaron una cosa viva y nos dijeron que era in-
suficiente; nos creímos débiles y nos convencimos de lo contrario.
Ahora ya es difícil renunciar a esa malsana convivencia de valores
de experiencia y de ideales que la modernidad definió intrínsecos,
individuales y presociales. Cuesta enorme esfuerzo abrir los ojos a
la máquina y advertir la indigesta ración con que diariamente nos
envenenamos cuando, amantes y necesitados, dependientes o des-
controlados, constatamos nuestra flojera moral e intelectual y des-
cubrimos que “fracasamos otra vez”.
Respecto del embarazo y la gestación, hablar de autonomía re-
sulta forzado, y hasta un poco grotesco. Es obvio que si hay que pe-
learlo tanto, tan autodeterminantes no somos. Obvio también que
es una figura jurídica, no una metáfora del embarazo. Entonces,
más valdría dar vuelta la trama del derecho y los derechos huma-
nos y, en vez de hacer esa horrible representación del individuo-
mujer sola con su derecho al aborto o enfrentada al hipotético in-
dividuo-embrión, tomar el embarazo como punta de flecha para
derretir la ilusión hoy tenaz de que los términos del derecho son
los que nos identifican mejor.

Está instalada en el imaginario social una idea un poco automá-


tica de que la causa del aborto es el “embarazo no deseado”. Se su-
pone que un embarazo involuntario lleva a un aborto voluntario. Se
supone que si un acto sexual que no buscaba más que placer culmi-
na en un embarazo, éste no va a ser deseado y llevará a abortar. El
288 fornicar y matar

círculo cierra, pero frecuentemente la misma voluntad se ha torcido


fuera de lo previsto, lo no deseado puede hacerse deseable. Y un “em-
barazo no deseado”, en realidad “no buscado”, puede dar lugar a una
maternidad deseada. Así nació y sigue naciendo por lo menos la mi-
tad de la humanidad, de la alegría del golpe de dados.
Sin embargo, para caldear los ánimos contra al aborto prohi-
bido, se ha puesto en circulación denominarlo “embarazo forza-
do” cuando la mujer que no lo “buscó” quiere abortar.

Denominamos embarazo forzado al que la mujer considera co-


mo un peligro a su integridad, salud e incluso su vida, por di-
versos motivos. Las causas más comunes son: falta de informa-
ción adecuada y/o difícil acceso a métodos anticonceptivos,
falla de los mismos, violación, incesto, relaciones forzadas y
precariedad socioeconómica… Un embarazo forzado no inte-
rrumpido implica una maternidad forzada… La maternidad
forzada se constituye en una violencia, tanto para las mujeres
como para el futuro hija/o… Para las mujeres, la violencia se
configura desde que la maternidad se transforma en un de-
ber/mandato y no un derecho. Y en el mismo sentido, ser con-
cebido desde el deseo responsable debería convertirse en el pri-
mer derecho a una vida digna para nuestros hijas/os. Así lo en-
tendió el Programa de Acción de la Conferencia Internacional
de Población y Desarrollo de El Cairo, que estableció, como
principio ético básico para la proyección de las políticas de po-
blación: “La obligación primordial consiste en asegurar que to-
do niño que nazca sea un hijo deseado”.9

Primacía de la elección voluntaria como si fuese idéntica al de-


seo, como si yo fuese la que más me conozco. Como si mi cuerpo

9 Susana Chiarotti, Mariana García Jurado y Gloria Schuster, op. cit., pp. 22-7.
autómatas del bien 289

no hablase también de mí, de mis terrores de lo inconsciente y no


siempre en la misma dirección que mi voluntad consciente o que
mi discurso.
Dar a la libertad un fundamento universal, “esto es olvidar
––nos habla Lévi-Strauss–– que la idea de libertad tal como la con-
cebimos apareció en una fecha relativamente reciente, que los con-
tenidos que ella recubre son variables y que solamente una frac-
ción de la humanidad adhiere a la primera y cree gozar de los
segundos, de manera a menudo ilusoria, por lo demás. Al repetir
siglo tras siglo el mismo credo, nos arriesgamos a volvernos ciegos
al hecho de que el mundo en el que nos movemos cambió.”10

Lo que no es forzado sería, según esta lógica, “voluntario”. Pe-


ro, ¿qué significa el adjetivo “voluntario” aplicado a maternidad o
paternidad? ¿Podría aplicarse también al amor o a la amistad?
“Voluntario”, en estos discursos, es sinónimo de “planificado”.

Lo que significa la maternidad responsable, es decir, el poder ele-


gir, cada mujer, cuándo tener sus hijos, cómo tenerlos y en qué
momento, etc. (…) Creo en todo caso que mi compromiso, si lle-
go a ser legisladora… insistir para que el Estado se haga cargo de
lo que significa poder dar elementos para que las mujeres sean
dueñas realmente de ese momento de su vida que es la materni-
dad, si quieren o no quieren hacerlo y cuando quieran hacerlo,
poder planificar.11
Graciela Fernández Meijide

Quien puede elegir es (nótese que no dice “debe o debería ser”)


responsable. Y sólo quien es dueño de los momentos importantes

10 Claude Lévi-Strauss, Mirando a lo lejos, Emecé, Buenos Aires, 1986.


11 En Qué pensamos las mujeres sobre el aborto, hoy, op. cit.
290 fornicar y matar

de su vida está en condiciones de elegir lo que quiere y cuándo lo


quiere, esto es, planificar. La autonomía ––derecho o cualidad de
la conciencia–– habilita a planificar y esta virtud burguesa garan-
tizaría la responsabilidad.
Ahora bien, si la responsabilidad depende de la legalización del
aborto mal andamos. Sería responsable toda mujer que aborta
cuando no quiere tener un hijo. ¿Y la que no lo hace?, ¿sería “irres-
ponsable”? Responsabilidad viene del verbo “responder” y respon-
der no es “contestar” o “replicar”. Véase la resonancia en la palabra
“réplica”, cuyo significado remite a algo mucho menos combativo:
“copia”, “reproducción”.
Frente a la consigna de “paternidad responsable” que conmina
a la gente a hacerse cargo de las consecuencias del acto sexual y nie-
ga el derecho a abortar, la réplica de “maternidad responsable” se-
ñala las ventajas de que sea legal, planificando el número de hijos
para poderlos alimentar, educar y cuidar. Sin embargo, la respon-
sabilidad de las mujeres que abortan puede darse vuelta y acusar a
las que tienen hijos en condiciones precarias para criarlos. La in-
versión de la “defensa” a veces llega a tal punto que, con tal de re-
saltar sus efectos negativos, Martha Rosenberg describe a las mu-
jeres que fueron madres aunque habrían preferido no serlo como
mujeres que siguen empecinadas en abortar. Con el mismo ímpe-
tu filicida, irrumpe aquí la mujer egocéntrica y vengativa que pro-
tagoniza la madre-asesina-de-su-propio-hijo en los discursos an-
tiabortistas:

La ausencia del deseo del hijo en la mujer es mortífera cuando


el proceso biológico de la gestación se le impone. Quien quiere
deshacerse de un embarazo y no puede hacerlo posiblemente
buscará deshacerse de un hijo. Y no precisamente dándolo en
adopción, lo que supone cierto miramiento, sino tal vez “natu-
ralizando” su crianza como fue naturalizada su gestación, es de-
autómatas del bien 291

cir, desconectando su deseo y su dignidad de persona de la suer-


te de ese hijo.12

Denunciar que los principios no son lo que se querría que fue-


ran no lleva a la justicia sino al resentimiento. Frente a las imáge-
nes sexistas ofrecidas por los antiabortistas antifeministas con fre-
cuencia se reacciona espontáneamente impugnando cada uno de
sus elementos y construyendo de este modo, sin lúcida conciencia,
una imagen de sí especular y subsidiaria de la que nos propuso un
discurso canalla. Entonces la beligerancia tiene un efecto boome-
rang, puesto que sin duda es preferible la imagen de las mujeres
que abortan por coquetas que la de las que, si no abortan, enloque-
cen. “La compulsión legal a continuar un embarazo, seguida de
presiones sociales a veces difíciles de sobrellevar, puede conducir a
una mujer al suicidio”13. Entre la pecadora y la enferma, la frívola
y la suicida, me quedo con las primeras, que al menos pueden ha-
cerse responsables.
Muchas veces, el debate del aborto es el debate entre quién es
la víctima y quién el victimario. Todos quieren ser la víctima y na-
die el victimario. Para la opinión pública, tendrá más consenso el
que tenga menos poder.

Cuando el ambiente familiar o las imposiciones sociales condi-


cionan a la mujer a aceptar la maternidad contra su propio de-
seo, se prepara una predisposición al aborto como reacción al
sometimiento. En efecto, hay en la economía psíquica una ten-
dencia a revivir con un sadismo activo lo que ha sido experimen-
tado en términos de masoquismo pasivo. Si una mujer se siente
instrumentalizada para la sexualidad masculina, usada como un

12 Martha Rosenberg, “Medios y manipulación emocional”, Página/12, Buenos


Aires, 5/5/94.
13 Susana Chiarotti, Mariana García Jurado y Gloria Schuster, op. cit., p. 32.
292 fornicar y matar

objeto y después abandonada, será llevada (siempre por la ley


que gobierna la transformación de pasividad en actividad) a
cumplir los mismos actos ante el ser que está en dependencia de
ella, como ella lo está del hombre. Por eso, cada crueldad, des-
afecto, instrumentación de la mujer, incrementa su agresividad
y preconstituye la situación abortiva. La maternidad necesita el
soporte de una expectativa compartida. El aborto es, con fre-
cuencia, la salida de la soledad. (…) Los otros son para nosotros
nuestros objetos de amor y odio, aquellos sobre los cuales pro-
yectamos nuestras expectativas y nuestros temores. En esta pers-
pectiva, el aborto representa un fracaso del pensamiento moder-
no, de la egocéntrica y solipsística autorrepresentación del
hombre contemporáneo.14

Según estas palabras, las mujeres no serían responsables de


abortar. Actuarían replicando a un embarazo involuntario, devol-
verían el azar al no-ser. Pero somos responsables no sólo de lo que
hemos provocado sino de lo que nos interpela (Levinas). Respon-
do por lo que me toca y no por lo que elegí.
“Hijos si quiero y cuando quiero”: estériles e infructuosos tra-
tamientos de reproducción tecnológica muestran que “quiero” es
una palabra densa, una forma verbal a cuya primera persona obli-
ga la gramática pero rescinde el cuerpo. Tener un cuerpo implica
no tener libertad, no ser autónomos. El control que no ejercemos
sobre el sueño, el gozo o los tics no vienen garantizados por el de-
recho. El desafío “si quiero y cuando quiero” tiene el blanco más
grande en la que lo pronuncia, y es sintomático este eslogan preci-
samente respecto del embarazo que, culmine en aborto o en ma-
ternidad, se revela reacio a someterse al racionalismo anticoncep-
tivo y a la ansiedad de procrear.

14 Silvia Vegetti-Finzi, op. cit.


autómatas del bien 293

En un libro excepcional, El malestar en la procreación, Marie-


Claire Chatel afronta con una valentía y una generosidad poco
usuales la situación de los últimos treinta años. Con la anticoncep-
ción segura y femenina, culpa y responsabilidad por la venida de
un hijo se desplazaron a la mujer; la decisión de procrear sería su-
ya. La maternidad fue remitida al dominio de una decisión volun-
taria. La medicina de la procreación, unida al movimiento femi-
nista en la ideología del progreso, estaba al servicio de las mujeres
y se ajustó a demandas aparentemente simples como quiero o no
quiero hacer un hijo. Más que a los ideales feministas, proporcio-
nó saber y medios al desafío voluntarista. “Nunca se conoce de an-
temano el vínculo sutil entre una voluntad declarada y el deseo que
esta voluntad oculta; la voluntad puede desconocer el deseo, ne-
garlo, caricaturizarlo, a veces revelarlo… En su lógica, la medicina
de la procreación desconoce la arquitectura inconsciente comple-
ja y vivaz que constituye el resorte de la fecundidad humana. Así,
el deseo se rebajó a un querer y la contracepción médica se convir-
tió en el arma fundamental de la lucha de liberación de las muje-
res, para el cumplimiento de su voluntad.”
Contra la lógica que confiaba el cuerpo a la conciencia, siguió
habiendo embarazos no deseados y los abortos no disminuyeron
cuando se generalizó información y acceso a la anticoncepción
ni con su legalización. “Imposible evaluar los efectos de la con-
tracepción sobre nuestro tiempo, sobre nuestros amores. Hace ya
treinta años que la píldora circula a través de los cuerpos feme-
ninos del mundo entero. Una sola palabra de orden: la liberación
sexual sin correr el riesgo del hijo… ‘Antes’, la amenaza del niño
era omnipresente, había que jugar con fuego, lo cual no impedía
hacerlo pero con otro encogimiento en el alma. El niño llegaba
de lo desconocido, del riesgo inevitable que se había corrido al
hacer el amor. Era sabido pero no había seguridad de que ocu-
rriera; pese a todo se había corrido el riesgo. ¿Liberación de las
294 fornicar y matar

mujeres? ¿Liberación de qué? ¿De esos golpes de suerte que son


los hijos que llegan?”15

El colmo de esta enfermedad del espíritu se consuma en la ex-


presión “deseo responsable” que sigue la serie de deslizamientos
iniciada con “embarazo forzado”. Escuchemos ¿qué significa jun-
tar en un mismo sentimiento o acto el sustantivo deseo con el ad-
jetivo responsable? Alabar el “deseo responsable” no significa lo
mismo que alabar hacernos responsables de lo que deseamos; en
realidad le corta las alas al deseo y nos constriñe a desear sólo lo
“políticamente correcto”. Este elogio del disciplinamiento pulsio-
nal hace de la peor pesadilla una ciudadana virtud, iguala mi res-
ponsabilidad por el otro con la permanente vigilancia de lo in-
consciente. Convierte al guardián de mi hermano en mi verdugo
sin fin.
“El derecho a ser concebido desde el deseo responsable”…¡no
faltaba más! ¡Desgraciados los hijos que tomen a su cargo los
nuevos derechos que día a día se agregan para su bien! Quien los
tome a pecho no encontrará paz. Es un último recurso de protec-
ción en casos límite; en el resto de los casos, no un incremento
del poder filial sino una expansión de la producción simbólica de
la venganza a través de la satisfacción de derechos, otra oferta ju-
rídica que, envolviendo al beneficiario en la brumosa amenaza de
ver mermados sus derechos si no hace uso de ellos, le exige ese
consumo. “Más derechos, menos libertades”, con esta fórmula el
liberal Thomas Sasz enfrenta el mito de la libertad como derecho
a la libertad.
Adiós a los embarazos inesperados, los que no buscaron los
mortales sino los dioses. Adiós a la enigmática y algo angustiosa

15Marie-Claire Chatel, El malestar en la procreación, Nueva Visión, Buenos Ai-


res, pp. 24 y ss.
autómatas del bien 295

incertidumbre de haber sido engendrados o porque querían que


naciésemos o en total desaprensión de nuestra posible concepción.
Se ha introducido súbita e inopinadamente una correspon-
dencia directa de visos siniestros entre los derechos de las muje-
res a tener hijos sólo si quieren y los de éstos a ser engendrados
en un coito subnormal. Porque pese a la tremenda presión ejer-
cida por la moralización del deseo y de la maternidad/paternidad
a búsqueda consciente, persiste, insidiosa, misteriosamente, la
alegría de no haber sido el único objetivo perseguido por nues-
tros padres en esa relación sexual donde comenzamos a nacer. En
contrapunto al poco protagónico papel de nuestra venida al
mundo durante el acto carnal de nuestros progenitores se impo-
ne el alivio de no ser un trofeo, un peldaño más en la agenda de
los otros. Soterrada, esta alegría de haber eludido los planes hu-
manos y estar tocado por la gracia del divino azar, se revela más
fuerte que la compulsiva negación de que no hubiéramos nacido
si papá y mamá no se hubieran enamorado o cruzado por ahí. La
intolerante protesta del Yo ante tal contingencia resulta, contra
todas las expectativas, menor que el desasosiego de ser un mero
producto de la voluntad parental, una meta lograda en su reco-
rrido vital. El dudoso privilegio de haber sido buscado con total
conciencia y a costa de enormes sacrificios (lo cual corrientemen-
te se asimila a pureza de deseos) se pone de manifiesto en la re-
ciente experiencia subjetiva de los hijos de probeta y sus anhelo-
sos padres, cuyo ensañamiento en criar un hijo informado por
los propios genes o cobijado en el propio vientre abre la sospe-
cha de que su deseo de ser padres no significa lo mismo que el de
tener hijos.16
De una manera sinuosa, el “deseo responsable” encuentra su
contracara en la proliferación de derechos del niño (por ejemplo,

16 Véase el brillante análisis de Silvia Tubert sobre Yerma, op. cit.


296 fornicar y matar

también el derecho a “no ser fabricado”) que asolan los tribuna-


les con novísimas denuncias extra o intrafamiliares respecto de
los deberes asumidos al menos por las mujeres que, embaraza-
das, han decidido, teniendo a mano la posibilidad de abortar le-
galmente, tener ese hijo y hacer lo que puedan por su materni-
dad. A veces, pueden poco. O pueden mal. O no pueden evadirse
del control estatal. En tales casos, el avance de los derechos feta-
les, retrospectivo al nacimiento pero resguardado desde hace
unos años por la vigilante mirada de la ley, genera un demencial
litigio entre su derecho a la maternidad y los del niño por nacer.
Es cierto que esta captura de futuras madres como rehenes del
Estado es ejecutada a partir de las conquistas antiabortistas y no
por el establishment progresista, pero también lo es que las razo-
nes de éstos avalan aquella persecución.
Del mismo modo que el derecho al aborto pasó del derecho
a la libre sexualidad y la crítica de la naturalización de la mater-
nidad a formularse en el seno de los derechos reproductivos, con-
tra el “negativismo” de la vieja guardia, ahora el aborto legal se
reclama “en positivo”. En lugar de recortar los derechos de los no-
natos en virtud de los de la mujer, replica a la defensa antiabor-
tista de los niños con una apuesta mayor, sumando al nacimien-
to el derecho a la felicidad como lo entienden ellos, a la
planificación del deseo como promesa de amor.

La palabra “deseo” no forma parte del léxico específico del de-


recho ni supone un objeto determinado psíquicamente. ¿Quié-
nes serían, entonces, los encargados de medirlo? A menos que se
rebaje el deseo a la voluntad declarada, ¿cómo saber si fue el De-
seo el responsable de un parto u ocupó su lugar el Deber-ser, la
inercia conyugal, o la necesidad de trascendencia en un mundo
que no ayuda a la realización personal? El simple enunciado “de-
recho a ser deseado” es terrorífico, más cercano a Un mundo feliz
autómatas del bien 297

que al sueño de la razón que sueña la libertad. Aunque, en rigor,


no hay mucha diferencia, la antiutopía de Huxley lleva a sus úl-
timas consecuencias los ideales mortíferos del individuo aislado
y prepotente, liberado de los otros y asfixiado por su Yo.
IX

Poderes y derechos
El 25 de mayo de 1947 Mahatma Gandhi, en la carta enviada al
director general de la Unesco como respuesta a su solicitud a par-
ticipar en las reflexiones preparatorias de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, escribió: “De mi ignorante pero sabia
madre aprendí que los derechos que pueden merecerse y conser-
varse proceden del deber bien cumplido. De tal modo que sólo so-
mos acreedores del derecho a la vida cuando cumplimos el deber
de ciudadanos del mundo. Con esta declaración fundamental, qui-
zá sea fácil definir los deberes del Hombre y de la Mujer y relacio-
nar todos los derechos con algún deber correspondiente que ha de
cumplirse. Todo otro derecho sólo será una usurpación por la que
no merecerá la pena luchar”.1
Siguiendo la tendencia actual en los discursos defensivos de los
movimientos sociales, se exige que las mujeres obtengan el aborto
como legítimo derecho porque están faltas de ese poder. Nadie nie-
ga la debilidad del embrión, se trata de que las mujeres no pongan
en acto una fuerza propia: “El voto de muerte… por violación, o
de un embarazo que adquiere para la mujer que lo porta (sic) la
significación de atentar contra su vida, su integridad y su identi-

1 Los derechos del hombre, E. H. Carr, B. Croce, M. Gandhi, A. Huxley, S. de Ma-

dariaga, J. Maritain, P. Teilhard de Chardin y otros, Laia, Barcelona, 1973.


302 fornicar y matar

dad, no se origina autónomamente en ella, sino que es un efecto


de su sometimiento a un poder que la niega como persona. Ella no
hace más que transferirlo. Transmite la muerte que le ha sido in-
fligida (en una relación actual o pretérita).”2
La muerte no se transfiere. Encima de débil, mera intermedia-
ria, correa de transmisión inerte. La exculpación de Rosenberg no
soporta que las mujeres aborten porque poseen más fuerza que el
embrión.
La pregunta que la vida nos presenta es otra: ¿no existe una
fuerza nacida de lo vulnerable, un no-poder cuyo poder es más
fuerte porque la carencia se ha convertido en motor?
¿Cómo no asombrarnos de la vida que surge sin nuestra anuen-
cia, sin haber puesto en ello nuestro esfuerzo ni nuestra voluntad
ni siquiera un poco de fantasía?
¿Cómo ignorar la fuerza simbólica del embrión?
Al Otro no lo podemos matar; Caín es la sombra de Abel. La
mujer que aborta no quiere que ese embrión llegue a ser otro, por
eso aborta. Es para ellas (sólo para ellas) que tiene esa fuerza de
existir como otro.

Contra el paradigma de un inocente absolutamente indefenso


entregado a la ley del más fuerte, se opone la figura de las víctimas
aplastadas por la culpa de actuar, despojadas de su humanidad. El
ideal de autonomía individual se despliega como victimización so-
cial de la víctima.
Contrariamente a su explícita intención de elevar a las damas,
la reivindicación de incluirlas entre las personas con derechos hu-
manos es ofensiva. Si en este terreno se juega la batalla ideológica,
vemos a las mujeres competir con los supuestos derechos del em-

2 Martha Rosenberg, “Introducción” a Aborto no punible, op. cit., p. 14.


poderes y derechos 303

brión, en espejo por el reconocimiento de su dignidad. Ser débiles


parece ser sinónimo de no poder hacerse responsables.
Lo que resulta insoportable de justificar en el aborto legal con-
siste en que ese derecho del individuo sobre sí mismo puede tam-
bién tomar otra perspectiva y manifestarse violentamente como el
poder que se ejerce sobre otros al actuar, bien o mal. Dicho de otra
manera, lo que debe ocultarse en la defensa del aborto legal, lo ver-
daderamente conflictivo al legislar sobre el embarazo dejando en
manos de las mujeres su destino es que involucran en sus decisio-
nes la vida de los demás.
Libres de culpa, no de hacerse cargo, ¿cuántos quieren la ecua-
ción rota?
No porque no seamos culpables significa que seamos inocen-
tes, la inferencia tiene más filo en su contra que a su favor. Porque
no somos inocentes. Ni cuando abortamos ni cuando damos a luz.
El acto sexual, se decía antes, era la pérdida de la inocencia; que-
dar encinta, por suerte, no nos la devuelve. Para competir con el
no nacido, la mujer debe descender a un estado líquido; debe bo-
rrarse el rostro y ocultar en el anonimato del género toda huella de
deseo y todo rastro de sujeto de palabra. Limpiarse las puertas del
alma, esos ojos que han visto y han mirado a los otros a la cara,
pues no hay inocencia que valga ante el no haber aún vivido.
La imagen de las mujeres que avanzan en el terreno de sus de-
rechos políticos se retrotrae a una imagen desvitalizada y sin em-
blemas propios, nada que separe a las mujeres de las personas del
otro sexo poniendo en primer plano lo intransferible de la posibi-
lidad de abortar.
Al reclamo de considerar los derechos de las mujeres como par-
te de sus derechos humanos subyace uno de los ideales más dañi-
nos del mundo contemporáneo: que cuanto más general es una
teoría, más valiosa es. Que vale más lo que nos identifica que lo que
nos distingue, con esta premisa en las venas crecimos con el mie-
304 fornicar y matar

do y la vergüenza de ser diferentes. Y al mismo tiempo sabemos


––y dejemos a Rilke la palabra–– que mientras más humanos nos
volvemos, más diferentes nos tornamos.
Exigir para la mujer el derecho a los derechos humanos cons-
tituye una endeble estrategia para lograr aquello que queremos
cuando exigimos que el aborto sea (o siga siendo) legal. Primero,
porque confía en los discursos y no en los sujetos para cambiar la
relación de fuerzas. Segundo, porque confía en los dominadores
más que en los dominados. Tercero, porque busca persuadir al vic-
timario aplastando la imagen de las mujeres, en discursos que las
victimizan.
El poder es doloroso; los derechos que no provienen de él, im-
potentes.

Los sueños de la razón engendran monstruos. Es demasiado tar-


de para volver atrás. La extinción del Estado propugnada por Marx
como comunismo o por los anarquistas como fin de la explotación
se aproxima, pero no como un aflojarse de las cadenas de la explo-
tación entre los seres humanos sino como un paso adelante en su
sofisticación. Llámese globalización o Imperio, el derrumbamien-
to de las barreras nacionales anuncia nuevas catástrofes. El hom-
bre libre ya no conoce valores sino derechos; así, carece de aliados
frente al poder del Estado. El “mundo libre” cesó con la Caída del
Muro. Bush habla del Maligno y de operaciones bélicas llamadas
“justicia infinita” o “águila noble”. La consigna “libertad o muer-
te” suena vandálica en los jóvenes oídos y señal de fracaso en las
generaciones anteriores. Hoy resulta más atinada “libres o escla-
vos, jamás muertos”.
La muerte es el fantasma que recorre Occidente. La hipertrofia
de los discursos sobre la ética intenta conjurar esa amenaza corpo-
ral, busca ahuyentar con declaraciones los fundamentos violentos
de todo orden social, limpiar lo letal del mundo bueno y justo. Y
poderes y derechos 305

si esto no fuera posible, intentarlo con el pensamiento, al menos


imaginar cómo sería. Pero los sueños de los Derechos Humanos
––la Humanidad ilesa–– engendraron monstruosos aparatos de
producción de desechos humanos.

La escalada juridicista implica el demente desafío de desnatura-


lizar la maternidad sin desnaturalizar la muerte. Fenómenos bioló-
gicos, lo son tanto la maternidad como la muerte. Pero sólo los hu-
manos deciden sobre su descendencia, y sólo ellos tienen conciencia
de muerte y muerte voluntaria. La fuga hacia la ley obliga a alienar
sexo y reproducción, vida y muerte. Atajo o panacea, el rasero jurí-
dico obliga a liberar del “destino natural” al poder femenino de dar
la vida sin invocar el tabú de su mortífera contrapartida.
¿Hablar del derecho de las mujeres a abortar como si no tuvié-
semos ese poder? El aborto es ilegal, abortar es delito penal pero las
mujeres abortan igual. No tienen el derecho, pero tienen el poder.
Desde la defensa de sus abogados, se reivindican sus derechos pe-
ro se callan sus poderes. Se habla de las abortantes no como de quie-
nes ejercen un poder ilegítimo sino como de quienes están privadas
de un derecho que les corresponde, como si fuese más importante
ese reconocimiento jurídico que la acción misma. Por eso aluden a
ese poder de las mujeres sólo cuando ––paradigma terrorífico de la
clandestinidad–– ponerlo en juego las lleva a la muerte.
Triple avasallamiento sobre la experiencia de las mujeres que
abortan cometen quienes abogan en su favor los derechos huma-
nos: naturalizan su voluntad, desconocen su poder, presentan su
tragedia como libertad. Todos estos argumentos jurídicamente per-
tinentes para legalizar el aborto se basan en una serie de ideales
abstractos, tan deseables desde los principios como indeseables en
la vida.
Hay una distancia irreductible entre el discurso del derecho y
el de la experiencia. Y la experiencia del aborto dice que el cuerpo
306 fornicar y matar

no cabe en el derecho, que la tragedia no se resuelve jurídicamen-


te, que hay poderes no legítimos y derechos impotentes.
Las mujeres ejercen un poder al que no tienen derecho; tienen
el poder de infringir la ley. En él reside la fuerza que hace valer la
lucha por su legalización: si la ley puede garantizar el ejercicio de
las libertades, nos interpela Levi-Strauss, éstas no existen más que
por un contenido concreto que no proviene de la ley, sino de las
costumbres. Quienes rechazan esa fuerza niegan la parte de la leo-
na que las mujeres tenemos en la experiencia, desconocen ese po-
der como si fuera peligroso. Y lo es.
Agradecimientos

Si tuviera que contar cómo escribí este libro y dar un nombre


al proceso donde se conjugaron tantos verbos y personas, lo llama-
ría “choque de cráneos” o “más que humano”.

Escribieron conmigo este libro Gachi Rivolta, Paco Redondo y


Daniel Martucci. Así fue, esto sucedió, no se puede decir en dos ni
en mil palabras.

Paula Pérez Alonso me convocó a un desafío que cambió mi vi-


da, y lo sostuvo durante los años intermitentes que me llevó darle
forma.

María Moreno me impulsó a perseguir pistas de un pensamien-


to que sólo la amistad permite soportar; no se piensa solo.

Entre líneas, durante años, las conversaciones con Andrea Di


Cione, Graciela Klein y Verónica Torras.

La órbita en expansión fue dando movimiento a estas páginas


con Amelia Barona, Graciela Delachaux, Esther Moncarz, Silvia
Werthein, Inés Hercovich, José Manuel Prieto, Moira Fradinger,
María Inés Aldaburu, Hilda Rais, Mario Nosotti y Gloria Ladislao.
308 fornicar y matar

Agradezco también, y por distintos motivos que cada uno sa-


brá (o no), a Paula Resnizky, Rosana Dacunto, Horacio Tarcus,
Nelly Schnaith, Carlos Herzberg, Miriam Fabre, Mónica Sifrim,
Aquiles Ferrario, Gerardo Gambolini, Andrés Jacob, Makarena Ga-
gliardi, Raquel Ángel, Patricia Butelman, Ángeles Gaviña, María
Mascheroni, Eduardo Felenbock, Charlie Feiling, Raúl Cerdeiras,
Jorge Jinkis, María Victoria Suárez, Alejandro Kaufman, Juan Car-
los Volnovich, Alicia Chazarreta, Juan Jacobo Bajarlía, el Negro
Juan Blanco, Daniela Rohrer, Liliana Piñeiro, Ricardo Seijas, Lee
Fletcher, Rubén Walter, Haydée Birgin, José Luis Mangieri, Tama-
ra Klein, Ignacio Sosa, María Unrein, Zulema Palma, Elizabeth
Borland, Mauricio Tarrab, Ricardo Klein, Nicolás Navarro, Grego-
rio Rubinstein, Mirtha Saavedra, Susana Chávez-Silverman, Fer-
nando Peirone, Jorge Luis Manrique, Karina Billaudots. Y un salu-
do especial a los taxistas de Buenos Aires, muchos de ellos maestros
en precipitar una idea en un cambio de luz.

Y aun con toda esta riqueza, esta empresa no hubiera sido po-
sible sin el aliento, la voluntad de acompañar y la curiosidad con
que me impulsaron Eva Giberti, Liliana Heer, Tamara Kamenszain,
Tununa Mercado, Eduardo Grüner, Alejandro Horowicz, Noé Ji-
trik, León Rozitchner.

Finalmente, lector, si estas palabras han provocado a tu espíritu,


a ti, mi íntimo agradecimiento.

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