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CHRISTIAN DUQUOC

PRECARIEDAD INSTITUCIONAL Y REINO DE DIOS


Un ensayo eclesiológico

El autor del presente artículo –teólogo de prestigio, del que Selecciones ha


condensado recientemente tres artículos (ST nº 154, 2000, 118-124; nº 152, 1999,
283-289; nº149, 1999, 49-55),- publicó en 1999 el ensayo de eclesiología Je crois en
l’Église. Précarieté institutionelle et Règne de Dieu. El artículo que presentamos
traza sus líneas maestras. De él hay que decir lo mismo que del libro: su auténtico
interés consiste en que confronta la precariedad de la Iglesia actual con la Promesa
del Reino abierta al porvenir. Los puntos de aplicación son justamente algunos de los
que plantean interrogantes. No es posible ignorarlos. Y uno de los roles del teólogo
consiste en proponerlos con el máximo de claridad y de rigor.

Précarieté institutionelle et Règne de Dieu. Un essai d’ecclésiologie, Études (2000)


499-511.

Escribir sobre la Iglesia resulta una empresa delicada. Los cristianos están divididos
sobre qué es lo que está en juego. Algunos –amedrentados- instan a que se reafirmen las
antiguas tradiciones. Otros –más audaces-, inquietos por la marginación social de la Iglesia,
están a favor de reformas institucionales, se impacientan por la lentitud de los procesos
romanos ante las urgencias pastorales, deploran un ejercicio solitario del poder, cuestionan
una Iglesia considerada demasiado tímida, a menos que, perdida toda esperanza, la
abandonen silenciosamente. Y finalmente algunos apelan a la negociación para resolver los
“ nudos doctrinales y disciplinares” (Card.Martini) que debilitan el anuncio del mensaje
evangélico y el testimonio de las comunidades cristianas.
El que se aventura a construir una eclesiología o bien se somete al poder simbólico de
la tradición, y entonces hace un discurso idealista que ignora las tensiones y los conflictos
que se desarrollan en el seno de la Iglesia contemporánea, o bien se orienta valientemente
hacia la superación o la reforma de lo que, en la institución, frena el anuncio evangélico y
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oculta la fuerza de la dinámica que impulsa a numerosas comunidades: la esperanza del


Reino que se acerca.
Esta doble posibilidad subyace a la estructura de la Iglesia visible, lugar de
articulación entre el presente de nuestra historia y el futuro de la Promesa proclamada. La
institución eclesial está, pues, marcada por la fragilidad de todo lo que es humano y por la
desmesura de la Palabra que anuncia.

Una doble convicción

Para no confundirse respecto al sentido de la hipótesis que propongo, quiero


explicitar la doble convicción que preside mi obra. La primera, que consta en el título, está
sacada del credo de Nicea: “Creo en la Iglesia”. La segunda está contenida en el subtítulo:
“Precariedad institucional del Reino de Dios”.
El título inscribe la obra en el horizonte de la fe cristiana. La fe permite comprender
en su precariedad la institución que da testimonio de Jesús. La crítica, si es necesaria, se
apoya sobre esta primera convicción. Los argumentos externos –históricos o sociológicos-
se integran en el horizonte teologal.
El subtítulo define el espacio de la argumentación: la articulación entre un dato
empírico –Iglesia visible- y una Promesa inaccesible, a no ser en los signos y símbolos –el
Reino de Dios-. Se trata, pues, de analizar, sin eufemismos ni subterfugios, la realidad
perceptible de lo que la Lumen gentium denomina sacramento de salvación. No cabe, pues,
refugiarse en un discurso idealista, haciendo caso omiso de la ambigüedad y de los fallos
perceptibles de la institución. El reconocimiento de esta articulación de lo precario y de lo
inaccesible en la Iglesia, y el desarrollo de la historia son criterios de una construcción
eclesiológica a la vez fiel y realista.
Esta doble convicción explica que el método utilizado sea inductivo. Es partiendo
de la ambivalencia y de la precariedad de la institución como la desmesura de la Promesa
puede ser evocada en la visibilidad de la Iglesia y en nuestra historia. La argumentación se
desarrolla también inductivamente: partiendo de la ambivalencia de la institución, analiza el
discurso del ideal elaborado respecto a ella y finalmente evalúa el impacto histórico y
eclesial del futuro “anunciado”.
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La ambivalencia de la institución

Bajo este epígrafe enumero una serie de disfunciones. Apenas menciono las formas
positivas de realización eclesial. Pues, aunque no faltan, no responden a las urgencias
pastorales evocadas por bastantes sínodos. En realidad, la precariedad y la plasticidad de la
Iglesia se manifiestan mejor en los síntomas de inadaptación a los imperativos pastorales:
tensiones, conflictos y disfuncionamientos lo atestiguan.
A los imperativos pastorales, como es el caso del derecho a los sacramentos, no se
les da el tratamiento debido por la incapacidad de poner distancia respecto a la tradición.
Esas rupturas descubren la ambivalencia de la institución: por una parte, su afirmación
estructural de no tener otro fin que la edificación de un pueblo puesto en marcha por la
Promesa, y, por otra, su reticencia a desprenderse de sus adquisiciones, apoyada por su
inclinación a reproducirse idénticamente, pese a los efectos perversos de estas actitudes
para la verdad de su vocación.
Entre esas tensiones enumero las que se dan cita a menudo en la pluma de los
analistas y en las demandas de los sínodos. Se refieren a los distintos ministerios, al
ejercicio de la autoridad doctrinal y disciplinar, a los problemas relacionados con el
divorcio, el matrimonio, la familia, la moral sexual. Me voy a detener en los dos primeros
casos, pues determinan, en gran parte, la flexibilidad o la rigidez doctrinal que se verifican
en los distintos registros de la pastoral y en la capacidad de integrar en la Iglesia una forma
original de democracia.
Esas disfunciones se estudian de acuerdo con su posible solución, si se presta
atención a la urgencia pastoral activada por la desmesura de la Promesa. Sin dar a la
tradición un peso excesivo, este método facilita la rememoración de las antiguas decisiones
como un medio de confrontarse con el principio de realidad, en la medida en que ellas no
están afectadas por una autoridad indiscutible o dogmática. Con esto se las restituye a su
precariedad original.

Ministerios y ejercicio de la autoridad


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El interés por dar prioridad, en el análisis, a este tema se basa en que el


distanciamiento entre las demandas pastorales y el mantenimiento del statu quo va en
aumento. Los responsables no se han tomado la molestia de justificar su decisión de no
tocar unas formas ministeriales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Los
argumentos que se esgrimen, pese a su valor intrínseco, no son decisivos: omiten las
dificultades planteadas por la demanda pastoral ante la penuria de ministros. Que fieles
católicos no puedan participar en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, ni puedan
hablar con los responsables de las comunidades por falta de efectivos pone en evidencia el
déficit de organización actual respecto a los servicios que tiene el deber de prestar.
El fallo de los ministerios respecto a su vocación objetiva remite al ejercicio de la
autoridad. Ésta ha actuado de forma que muchos cristianos le han retirado su confianza. Por
una doble razón: la crispación excesiva acerca de las adquisiciones de la tradición y la
alergia a la concertación y la democratización.
La primera es patente: las demandas sobre la organización ministerial y sobre la
participación de los laicos en las decisiones pastorales han sido bloqueadas por razones de
apego a la tradición. Juan XXIII había confesado que existían motivos serios para
abandonar la disciplina del celibato. Pero no se consideraba con autoridad para liberarse de
una tradición tan antigua. Los responsables confiesan su no-poder sobre lo que se ha
construido poco a poco en la historia. Su humildad corre parejas con la inercia natural de la
administración, que, a largo plazo, está expuesta al riesgo de devaluar la autoridad, pese a
que el pueblo espera de ella que resuelva con decisiones valientes los conflictos que
paralizan la Iglesia.
La segunda razón no es menos evidente. El Vaticano II había puso en marcha un
proceso de concertación en el interior de la Iglesia estableciendo unas instancias: consejos
presbiterales, consejos episcopales, sínodos, etc. Este proceso, apoyado sobre la
colegialidad episcopal, no ha tenido los efectos que cabía esperar. La colegialidad ha sido
relativizada por normas que no se ajustan a su misión. Fuera de la Conferencia episcopal
latinoamericana, que goza de un poder deliberativo, las otras instancias son meramente
consultivas.
Ante esas reticencias respecto a un debate transparente, se ha extendido el
sentimiento –justificado o no- de que la autoridad romana quería sustraer a las instancias
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legítimas las cuestiones delicadas: moral sexual o familiar, disciplina de los ministerios,
lugar de la mujer en gobierno de la Iglesia, rol de los laicos en la vida de la Iglesia.
Documentos publicados sin concertación con los interesados han conducido a formas de
resistencia o de indiferencia, malsanas para la buena marcha de la Iglesia. Son muchos los
que consideran que el uso del principio de subsidiariedad mejoraría el ejercicio de la
colegialidad. Este principio permitiría reconocer mejor la misión universal del obispo de
Roma: asegurar la comunión de las Iglesias locales en la justicia, la verdad y la fraternidad,
conservando su singularidad.
Aunque la crítica al funcionamiento de la institución eclesial no se basa, en primer
lugar, en estudios históricos y sociológicos, no los omite: resultan iluminadores. La crítica
se refiere principalmente a las exigencias del anuncio de la fe para la edificación de una
comunidad cristiana. La inercia respecto a las formas ministeriales y la resistencia a la
concertación benefician el mantenimiento de un discurso idealista, que justitifica el statu
quo. Sin su apoyo, se habrían emprendido muchas reformas que hacen justicia a las
exigencias pastorales y evangélicas.

El discurso del ideal

El apego de la autoridad a la tradición requiere una justificación teológica. Las


reticencias respecto a los procesos de concertación que imitan la organización democrática
requieren asimismo una argumentación teológica. Los discursos justificadores del statu quo
se basan sobre una interpretación de las estructuras fundamentales de la Iglesia, de las que
el credo de Nicea enumera las cualidades. Para analizar ese discurso del ideal he
conservado tres elementos: las cualidades trascendentes, la estructura sacramental y el valor
simbólico. Me he esforzado en mostrar que cada elemento, lejos de sacralizar la institución,
remite a lo que la dinamiza y al mismo tiempo la juzga.
El primer elemento consta de las cuatro cualidades de la Iglesia que confesamos en
el credo: unidad, santidad, universalidad y apostolicidad. Estas cualidades, atribuidas a la
Iglesia católica por muchos manuales más apologéticos que eclesiológicos, probarían su
autenticidad. Con esto se les arranca su aguijón crítico, pues no se establece distancia
entre su significación plena y su realización limitada o provisional.
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Por el contrario, he intentado establecer que estas cualidades poseen un fuerte poder
de interrogación, pues recuerdan las exigencias del Reino futuro en la precariedad de lo
instituido. Según esta hipótesis, la unidad sigue en gestación, como atraída por su término
todavía no alcanzado. Las negociaciones entre Confesiones para su realización visible
constituyen un paso adelante en el camino de la verdad, en la medida en que la unidad no es
privilegio exclusivo y perceptible de una entre ellas. Lo mismo vale para las demás
cualidades: mueven a la Iglesia visible a partir de su identificación con los objetivos del
Reino. Querer integrarlas plenamente en la institución, sin distancia alguna con el ideal, es
romper su movimiento hacia el futuro y rechazar el aspecto positivo de su precariedad. Las
cualidades suscitan, paradójicamente, tensiones y conflictos creadores. Su relación con la
institución es análoga a la del Reino con el sacramento. El discurso del ideal tiende a
ocultarla.
El segundo elemento es la estructura sacramental de la Iglesia. También aquí hay
que interpretar bien la transferencia de un acto particular a la totalidad de la Iglesia visible.
En su sentido clásico, el sacramento, restringido a unos actos litúrgicos precisos en los que
la acción del ministro desaparece ante la gracia de Cristo, es demasiado limitado en su
comprehensión para designar a la Iglesia visible en su totalidad. Aplicarle este concepto
define su organización como la anticipación jurídica y comunitaria de una realidad de la
que ella no dispone: el Reino de Dios. Esta anticipación se decide a niveles muy
diferenciados: la desaparición del ministro a favor del acto de Cristo, que se da en la
liturgia, no puede ser transferido pura y simplemente allí donde el ministro habla, gobierna
y actúa bajo su responsabilidad. Entonces él trabaja en armonía con el sentido de la fe que
todos los fieles reciben del Espíritu.
Para evitar toda confusión, los teólogos han elaborado unas reglas estrictas de
interpretación de las palabras de los responsables. Dichas reglas son formales: limitan la
autoridad de las declaraciones oficiales por respeto a la fe de los fieles. Los obispos no son
los substitutos visibles de Dios. Por esto se juzgó necesario evaluar objetivamente la
autoridad de sus palabras. Las normas de interpretación tienen por objeto rememorar su
fragilidad en el ejercicio de su misión. La sacramentalidad de la Iglesia, lejos de incitar a la
sobrevaloración de la institución, fundamenta su precariedad respecto a la desmesura de la
Promesa.
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El apoyo de algunas metáforas

Una perspectiva similar se deduce de las metáforas que, en el Vaticano II, designan
a la Iglesia como pueblo de Dios, templo del Espíritu, cuerpo de Cristo. La estructura
sacramental de la Iglesia no se sostiene por si misma, sino que forma la arquitectura que
ensambla la comunidad. La Iglesia se organiza como pueblo peregrinante desde su origen.
La Promesa la convoca y la reúne hasta su término: el Reino. La humanidad entera se
agrega a ella de distintas formas. La institución eclesial es el punto nodal: no engloba la
totalidad del pueblo, tanto más cuanto que los dones otorgados a Israel son irrevocables
(Rm 11,29). Al no estar delimitado por la institución, el pueblo de Dios vehicula intereses
que no se armonizan a priori con los de la Iglesia visible. Él es el soporte de la voluntad
inabarcable del Espíritu, del que nadie sabe a dónde va. Su poder de vida y de unidad no
está circunscrito por la visibilidad.
La metáfora del templo subraya esa tensión y esa originalidad. Ella desplaza
radicalmente la noción de culto. En el AT el templo era el signo de la presencia de Dios. La
deriva denunciada por los profetas hacia una concepción mágica del hábitat de Dios
encuentra su sanción en la desaparición del templo. Dios ya no es honrado en la visibilidad,
sino en el secreto del corazón. Así esta metáfora abre un juego de tensiones en el seno del
cristianismo. El vínculo con Dios en el secreto del corazón se desmarca de la celebración
sacramental pública , jurídicamente organizada, y la relativiza. No han cesado de generarse
conflictos en la Iglesia visible a partir del aforismo de Jesús: “Llega la hora -ya ha llegado-
en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y de verdad”(Jn 4,23).
La metáfora del cuerpo , que designa a la Iglesia como el punto de agregación de
todos al poder del Resucitado y que genera un pueblo al amor de Dios y de los hermanos,
tiene como objetivo establecer un vínculo esencial entre el devenir divino de la humanidad
y la acción de Cristo por su Espíritu. Esta metáfora tiene dos significados en el NT: uno
-sociológico- reasume la fábula social que se usaba en la antigüedad para expresar una
solidaridad jerarquizada (1 Co 12,14-26); el otro –orgánico- remite a la vitalidad ordenada
y unificada del cuerpo humano, que se construye a partir de un órgano clave –la cabeza-
(Col 1).
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En su significado sociológico, la metáfora equivale a una exhortación a la


comunidad a que acepte un funcionamiento diversificado y jerarquizado. En su significado
orgánico y pese al intento de Pío XII en su Mystici corporis (1943) de identificar Iglesia
romana y “cuerpo de Cristo”, la metáfora ha sido posteriormente relativizada.. La
institución no se identifica con el “cuerpo de Cristo”, sino que vive -no sin tensión- la
formación del cuerpo y participa en ella -no sin dolor- por razón de los intereses definidos
a corto plazo por su entorno histórico.
El discurso del ideal fuerza el sentido de los elementos cualitativos, sacramentales
y simbólicos expuestos: los piensa de una forma que escapa a la precariedad de la
institución identificándola prematuramente con el término. De esta manera, confiere a su
devenir un poder sacral que se convierte en obstáculo cuando se tienen en cuenta unas
urgencias pastorales y unas exigencias evangélicas dentro del horizonte de una Promesa
indisponible. Este procedimiento tiende a hacer de la Iglesia el punto nodal de la historia y
el lugar de su sentido último. Pero, además de que la experiencia no responde a esta
interpretación, la articulación entre Promesa e historia está lejos de ser evidente.

El futuro anunciado

La institución eclesial está tensa hacia el futuro que anuncia sobre la base de la
Promesa anticipada en la Resurrección de Jesús y del don del Espíritu. Esa tensión no es
sólo deseo: el Reino que ha de venir marca ya con su sello nuestra historia e incita a la
Iglesia a reformarse. Ella no es el Reino anticipado: lo simboliza por su estructura
sacramental y jurisdiccional, que da consistencia y duración a una comunidad.
En su simbolismo, ese Reino no se circunscribe a la institución eclesial. Unas
anticipaciones históricas atestiguan que la articulación del presente con el futuro no puede
ser sólo imaginario. El Reino vivifica, como quien dice, prematuramente a la Iglesia y a la
historia. La lectura de los signos de los tiempos, tan apreciada por Juan XXIII y por el
Vaticano II, da testimonio del esfuerzo realizado por la comunidad cristiana de no dejar sin
significado para el Reino lo que se trama en el mundo y se desarrolla en la Iglesia.
Las divergencias son considerables a la hora de catalogar e interpretar los signos.
Esquemáticamente, se puede hablar de una articulación negativa en la apocalíptica, una
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vínculo positivo en la “cristiandad” y de una relación ambivalente en la época indecisa en


la que nos encontramos.
Las divergencias –diacrónicas y sincrónicas- se refieren a un dato que se impone de
la tradición bíblica: el mesianismo. Aunque, al comienzo de la era cristiana, éste se
entiende muy diversamente, la forma popular fue una de las más seductoras y no dejó de
tener consecuencias dramáticas, de las que se exoneró Jesús. En realidad, ella condujo a la
destrucción del templo, que afectó tan profundamente al pueblo judío. Y ya en el ámbito
cristiano, alimentó el milenarismo. Este milenarismo se está incubando todavía en la
exaltación religiosa contemporánea.

Figuras de la cristiandad

Sin embargo, fue una forma moderada de mesianismo la que predominó en la


historia: la cristiandad. Este intento de mediación socio-política de la Iglesia, que se
propuso inserir en la realidad mundana la utopía fraternal y justa vehiculada por la Promesa
bíblica, se apoyó sobre un dato neotestamentario: al rechazar ser el instaurador terrestre del
Reino de Dios, Jesús habría dado a su Iglesia la misión de ser su promotora y mediadora.
Pertenecía, pues, a la responsabilidad del pueblo cristiano la actualización del contenido
social de la Promesa. El fracaso de esa ambición arrumbó en formas marginales y
minoritarias la pasión milenarista e impuso poco a poco una interpretación más sutil y
menos ambiciosa: un compromiso negociado de una actualización siempre precaria de la
Promesa. Desde entonces, la tarea consiste en leer los signos, renunciando a descubrir el
sentido total del movimiento aparentemente caótico de la historia.
La prudencia actual se explica por un doble dato: la crueldad de las utopías
realizadas y la situación minoritaria de la Iglesia en el mundo profano. El primer dato
procede de la experiencia del siglo XX: nazismo, stalinismo y maoismo ha ofrecido una
prueba per absurdum de lo que podía causar en el presente la irrupción de un futuro
soñado. Esos intentos de racionalización del mundo presente echaron mano de la violencia
más cruel para que la historia alumbrase lo que secretamente habita en ella: un mundo
radiante.
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Estos acontecimientos políticos han sido posibles por un movimiento general del
pensamiento y de la mentalidad generado por el hundimiento de la cristiandad. Su fracaso
había dejado espacio libre para reemprender las especulaciones sobre la dinámica de la
historia sin la mediación de las Iglesias: la acción política conduciría a su término glorioso
lo que se acumulaba de sentido en el pensamiento, el trabajo, la ciencia, la técnica, la
conciencia política. Paradójicamente, lo negativo fue un factor relevante de esta dinámica.
La historia es opaca para el que no sabe leer lo que se trama en ella. Pensadores del
siglo XVIII y XIX, mediante metáforas sugestivas –la mano invisible, la insociable
sociabilidad, el ardid de la razón, la lucha de clases- pusieron en evidencia lo que actúa en
secreto por razón del aparente caos de la historia. Informados del sentido último, los
políticos podían acelerar la marcha y conducir a la realización de la promesa latente, que se
ocultaba bajo la violencia y la injusticia. La crueldad necesaria para alumbrar un mundo
nuevo ha demostrado que la lectura del sentido total de la historia era, al menos, ambigua.

Duelo por una posición dominante

La situación minoritaria de la Iglesia en un mundo profano exige una revisión


profunda de su estrategia. El fracaso de la cristiandad, amplificado por la Reforma y
transformado por la emergencia de sociedades civiles laicas, ha privado a la Iglesia de su
influencia ideológica y de su poder económico y político. No sin conflictos y condenas
apresuradas de los ideales modernos, la Iglesia ha elaborado poco a poco el duelo por su
posición dominante.
Ha sido necesario negociar con el mundo circundante, para el que, en el debate
democrático convertido en instrumento de la tolerancia, el cristianismo represente una
opinión entre otras igualmente respetables. La pretensión de poseer la verdad no es ya
garantía de cualidad. No obstante, resignarse a no producir ya impacto en el devenir de la
sociedad significaría renunciar a un imperativo: el mensaje evangélico concierne a todos
los ámbitos humanos. La Iglesia no podría retirarse intra muros sin traicionar el anuncio
que la justifica y la Promesa que actúa en ella.
La exégesis de los signos de los tiempos de testimonio de una convicción: el campo
de acción del espíritu supera infinitamente la visibilidad institucional de la Iglesia. Los
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signos no son propiedad suya. Pese a ser profanos –el acceso a la independencia de los
pueblos colonizados, la liberación de la mujer- cuestionan su estrategia pastoral. ¿Se puede
ir más allá de este método sin recaer en la desesperanza sobre el devenir del mundo o en la
inflación mesiánica? Se han emprendido intentos para superar el carácter demasiado
estrecho, para algunos, de la negociación que conduce al compromiso. Menciono uno.

Nuevos “claros”

El ensayo más original y el más popular que se ha propuesto, estos últimos años, de
una articulación positiva entre la Promesa y el devenir de las sociedades es el de las
teologías de la liberación. Profundamente enraizados en la esperanza bíblica anunciada a
los pobres e informados de las injusticias económicas y sociales de nuestras sociedades
liberales, los cristianos que apelan a esta corriente se han dedicado a crear lugares que
permiten anticipar modestamente, en una fraternidad intrépida, una alternativa a la
explotación y a la violencia. Esos lugares son como “claros” en los que se articulan
felizmente la amistad con Dios, la justicia y la fraternidad. Fueron bautizados con el
nombre de “comunidades de base”. A menudo comprometidas políticamente, siempre
activas localmente, ellas favorecen una presión sobre la política injusta, usando formas
asociativas adaptadas a la urgencia de las actuaciones.
Este intento que introduce la Promesa desmesurada en la acción presente,
respetando los dominios autónomos de la economía y de lo político, merece, pese a las
críticas oficiales, una gran atención: no es tan circunscrito como parece. Esa atención es
tanto más necesaria cuanto que en Europa, bajo el peso de las decepciones múltiples, nos
hemos convertido en escépticos para todo lo que no supera el corto plazo. Nos deslizamos
hacia una “sociedad de la satisfacción inmediata”, lo cual no anima a especular sobre el
movimiento de la historia y su término. Se han abandonado las utopías y los intentos de
“refundación del mundo” parecen muy timoratos.
Alguna esperanza se dibuja, no obstante, incluso en nuestros viejos países, fatigados
de sus locuras recientes. Bajo el efecto de esas reflexiones lejanas, se forman algunos
“claros” en los que la justicia y el amor advienen en luminosa actualidad. Son –cierto-
espacios limitados que no permiten dominar el sentido de la historia total. La dejan en su
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opacidad, pero denuncian la inacción y el escepticismo. Unos justos transforman modesta


pero valientemente este mundo haciéndolo menos inhumano. Ellos firmarían el aforismo de
Bonhoeffer” La inmediatez es una impostura”. A menos que lo efímero sea saboreado por
lo que es: una belleza fugitiva, una justicia provisional, un amor precario. La acción, que
suscita la convicción de que la Promesa no es ni ilusión, ni mentira, sostiene una esperanza
cuyo objeto permanece oscuro y genera el deseo para una realidad indecible: permite
disfrutar del presente, si esta gracia nos es dada, sin dejarse engullir en él. Es justamente “la
precariedad de la obra que sitúa al artista en postura heroica” (G.Braque).

Tradujo y condensó : MÁRIUS SALA

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