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Todo lo que quieres saber sobre portavoza


y no te atreves a preguntar
de José-Luis Mendívil el 16 febrero, 2018

En una aportación anterior en este blog (No permita que el sexo de


los árboles le impida ver el género del bosque) consideraba el
asunto de la confusión entre género gramatical y sexo (o identidad
de género) en relación con el uso no sexista del lenguaje,
especialmente con respecto al uso del masculino genérico. No
repetiré aquí las ideas y argumentos ya expuestos, pero me parece
oportuno hacer unas observaciones complementarias en relación
con el célebre neologismo portavoza, acuñado por la portavoz
parlamentaria Dª Irene Montero en fechas recientes.

Aunque voy a intentar evadirme de los factores clave en la


producción y recepción de dicho término (el activismo feminista y la
ideología política) y me voy a centrar en el análisis estrictamente
lingüístico del fenómeno, no puedo sustraerme de expresar el doble
estupor que me ha causado la repercusión mediática del invento:
por una parte, por la acerba crítica por parte de algunos y, por la
otra, por la acrítica aceptación por parte de otros. Espero que esta
reflexión sirva para atenuar tales extremos y proporcione
herramientas analíticas más sólidas para enjuiciar los límites y el
alcance del activismo aplicado a la gramática del español.

En teoría gramatical, género es el nombre que le damos a las


clases de nombres (o sustantivos) en función de las variaciones que
inducen en la concordancia con otras clases de palabras
(principalmente adjetivos y determinantes). Por tanto, en las
lenguas en las que no hay concordancia, no hay género. En inglés,
por ejemplo, los nombres no tienen género porque los adjetivos y
los determinantes en esa lengua no varían en función del género.
Así, en español tenemos La mujer pequeña y El hombre pequeño
reflejando que en español hay dos géneros (femenino y masculino),
mientras que en inglés dicen The little woman y The little man, sin
diferencia alguna en el determinante y el adjetivo. El género, por
tanto, es una clasificación de los nombres en diversas clases
formales a los meros efectos de la concordancia.
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El lector sin formación en lingüística ya podía sospechar esto al


advertir que en los nombres inanimados (esto es, que designan
entidades sin sexo) el género en español es una propiedad
caprichosa que no guarda correlación alguna con el significado del
propio nombre. Así, en nuestra lengua, los nombres acabados en –
a suelen ser femeninos (mesa, silla, trampa), pero no siempre (día,
aroma, cisma, clima, dogma). Los nombres acabados en –o suelen
ser masculinos (fuego, odio, cuerpo, libro), pero no todos (mano,
libido, nao). Los acabados en –e pueden ser masculinos o
femeninos (el roce, la fuente), igual que los acabados en –i o en –u
(el alhelí, la bici, el ímpetu o la tribu). Los nombres acabados en
consonante igualmente pueden ser masculinos o femeninos: árbol,
césped, regaliz, anís o hábitat son masculinos y vocal, pared,
perdiz, tortícolis o flor son femeninos. Nada hay en el significado de
esas palabras que justifique su adscripción genérica.

Por otra parte, aunque hay una clara tendencia a correlacionar la


terminación en –a con nombres de género femenino y la
terminación en –o con nombres en género masculino, la cantidad de
excepciones y la casuística brevemente repasada dejan claro que
considerar que -a y -o finales son morfemas de género en los
nombres es arriesgada, cuando no incoherente. La NGLE (2.3c),
siguiendo tendencias recientes en morfología, sugiere al respecto
que es más interesante considerar esas terminaciones como
marcas de palabra (relevantes para la morfología y la fonología) y
considerar que estos nombres no tienen un morfema flexivo de
género, sino que poseen género inherente. Puede ser discutible,
pero es relevante observar que, en rigor, donde pueden existir
morfemas flexivos es en los elementos que reflejan la concordancia
dictada por los nombres (y no en los nombres en sí), esto es, en los
adjetivos, artículos y demás elementos adnominales que muestran
concordancia. Si comparamos la expresión Todas aquellas torres
blancas con Todos aquellos muebles blancos, apreciamos que la
oposición -a/-o para mostrar el género es más propia de los
elementos adnominales que de los propios nombres, ambos
marcados con –e.

Asumiremos, por tanto, que los nombres tienen género inherente


(esto es, que el género es una propiedad de toda la palabra, no de
su terminación) y que solo las palabras que concuerdan (como los
adjetivos) tienen morfemas flexivos de género. La razón esencial
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para esta propuesta es que, por definición, la variación flexiva no


crea nuevas palabras, sino diferentes formas de la misma palabra.
Así, claro, clara, claros y claras no son cuatro palabras distintas ni
significan cosas distintas, sino que son cuatro formas de la misma
palabra. Para evitar equívocos, algunos lingüistas emplean el
término lexema en lugar de palabra para este último uso, de manera
que diremos que en la lista anterior hay un lexema (el adjetivo que
significa ‘claro’) y cuatro formas de palabra distintas (masculino
singular, femenino singular, masculino plural y femenino plural, que
serán seleccionadas en función de con qué nombre concuerden).
Sin embargo, hombre y mujer no son dos formas de la misma
palabra, sino dos lexemas distintos. Y, desde luego, no diríamos
que mujer es el femenino de hombre o que hombre es el masculino
de mujer como sí decimos con propiedad que claro es el masculino
de clara o que clara es el femenino de claro.

Lo relevante para lo que nos interesa ahora es que lo mismo


tendremos que decir entonces de niño y niña (en contra ahora de la
NGLE 2.3b): no son dos formas de la misma palabra, sino dos
palabras distintas, dos lexemas distintos, pues obviamente no
significan lo mismo. Una niña no es un niño de género femenino,
sino otra cosa distinta. Así, es importante distinguir la diferente
naturaleza de -o y -a finales en niño/niña y en claro/clara. En el
primer caso esos sonidos vocálicos reflejan el género al que
pertenecen y en el segundo son marcas de concordancia. Solo en el
segundo caso se pueden considerar morfemas flexivos. Mi colega
(y, sin embargo, amigo) David Serrano-Dolader publicó una útil
síntesis de esta controversia, con conclusiones diferentes a la mía
(Serrano-Dolader 2010).

Lo que sostengo es que en el caso de niño la -o final es igual que la


de libro, y en el caso de niña la -a final es igual que la de mesa, una
marca de palabra sin significado. Por tanto, como la –o de libro, la –
o de niño no significa ‘varón’, sino que marca que esa palabra
inducirá concordancia en masculino. Por su parte, la –a de mesa,
no significa ‘hembra’, y tampoco lo hace la de niña, sino que marca
que esos nombres concordarán en femenino. Si el género del
nombre es inherente, no se gana nada aduciendo que esas vocales
finales tienen significado en los nombres de persona y no en los
nombres de cosa: más bien lo que sucede es que en los nombres
de persona (y en parte de animales) sí existe una tendencia a que
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el género sea semánticamente interpretable (esto es, como sexo),


mientras que en los nombres inanimados el género (en el caso del
español) es un residuo puramente formal. Una excepción son los
llamados epicenos, que aunque designan seres animados, no
restringen el sexo en función del género (jirafa, tiburón, persona o
bebé son algunos ejemplos).

Por supuesto, niño denota un varón (salvo que se use


genéricamente) y niña denota una hembra (y por eso son dos
lexemas distintos). Y obviamente no es casualidad que la palabra
niño sea masculina y que la palabra niña sea femenina.
Tradicionalmente, al género que incluía las palabras para designar
‘machos’ (como hombre o toro) se le llamaba ‘género masculino’ y
al género que incluía palabras para designar ‘hembras’ (como mujer
o vaca) se le llamaba ‘género femenino’, pero ello no significa,
obviamente, que en español todas las palabras masculinas denoten
‘machos’ y que todas las palabras femeninas denoten ‘hembras’. Lo
que ha hecho la lengua en este caso es emplear una misma raíz
(niñ-) para crear dos lexemas distintos (niño y niña) en vez de
obligar a memorizar una raíz distinta para cada género (como en los
llamados heterónimos del tipo de hombre/mujer o toro/vaca). Por su
parte, aunque ahora no nos concierne directamente, los morfemas
de plural sí son flexivos y no inherentes (así, niño y niños son dos
formas de palabra del mismo lexema y no dos lexemas distintos).

Tal y como hemos observado antes considerando los nombres


inanimados, en español la marca de palabra típica para el género
masculino es –o, mientras que la marca de palabra típica para el
género femenino es –a: así, cuando creamos una palabra nueva
que designa una mujer tendemos a poner una –a como marca de
palabra (jueza, médica o los mediáticos miembra o portavoza),
porque sabemos que los nombres de persona que designan
mujeres, niñas y hembras en general pertenecen al género
femenino (hay pocas excepciones, que son de género masculino
por razones formales, como putón o mujerón) y porque sabemos
además que muchas palabras femeninas llevan una –a. Pero no es
el caso que tales nombres designen mujeres, niñas y hembras
porque sean femeninos.

Espero que ya se vaya viendo por dónde voy: no todo nombre que
designe mujeres, niñas o hembras de animales tiene que marcarse
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con una –a para que tenga género femenino. Lo tiene


inherentemente. Veamos por qué.

Si reconsideramos solo los ejemplos de nombres inanimados vistos


hasta ahora, lo que observamos es una clasificación de todos los
nombres del español en dos clases a efectos de concordancia, sin
correlación alguna con el significado o denotación de los nombres.
Así, que un nombre sea masculino o femenino sería algo totalmente
arbitrario en relación con su significado o denotación. En efecto, si
esto fuera todo lo que hay, podríamos perfectamente prescindir de
las confusas etiquetas “masculino” y “femenino” y romper toda
conexión entre género gramatical y sexo. Y en tal caso, la palabra
portavoza nunca habría sido pronunciada. Y tampoco existirían los
pares niño/niña, lobo/loba o ministro/ministra. Obviamente, lo que
tienen de especial estas palabras es que designan seres animados
susceptibles de diferenciarse por el sexo. Y el sexo (como el alma)
siempre ha interesado mucho al ser humano.

Aunque algunos autores sostienen que la asignación de género a


los nombres es arbitraria e impredecible, si nos centramos en los
nombres que designan personas y animales (especialmente
animales domésticos o muy conocidos, cuyo sexo es relevante para
nosotros), lo cierto es que el sexo tiene mucho que decir en las
estrategias que las lenguas del mundo emplean para asignar el
género inherente a los nombres. De hecho, según Corbett, autor de
un tratado clásico sobre el género (Corbett 1991), la posibilidad de
predecir el género de los nombres en las lenguas del mundo está
en torno al 85%. Claro que aquí se incluyen no solo los criterios
semánticos (del tipo de macho/hembra o animado/inanimado), sino
también los criterios morfológicos (cuando ciertas propiedades
morfológicas, como la declinación, determinan el género) o criterios
fonológicos (cuando ciertos fonemas determinan el género). En todo
caso, los criterios semánticos son los más extendidos y, como
señala Corbett, no hay lenguas en las que los únicos criterios sean
formales (esto es, puramente morfológicos o fonológicos). Es
relevante recordar de nuevo que el género nominal es inherente, lo
que implica que debe aprenderse de memoria. No es extraño
entonces que exista una cierta motivación semántica, reforzada por
motivación morfo-fonológica adicional, que facilite en las lenguas
que tienen género la tarea de adquisición de ese rasgo,
imprescindible para el uso del idioma. Así, la –a de niña (aunque
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cueste creerlo) no hace a niña femenino, pero nos recuerda que lo


es a la hora de establecer concordancias.

En las lenguas del mundo el número de géneros varía desde dos


(como en español) o tres (como en alemán o en latín) hasta una
decena o más (en función de cómo se consideren los llamados
clasificadores nominales). Los contenidos denotativos que suelen
tener que ver con la asignación de género a los nombres no son
arbitrarios e inmotivados, sino que parecen tener una clara base
antropológica y cognitiva. Se trata de contenidos relativos a la
animación, la humanidad, el sexo, o el tamaño y la forma de los
objetos, aunque también hay casos de rasgos menos frecuentes,
como la comestibilidad o el peligro (como recoge el célebre título de
George Lakoff: Woman, Fire, and Dangerous Things, aludiendo a la
denotación del género femenino en la lengua australiana dyirbal).

Como señala Corbett (de quien tomo los ejemplos siguientes), hay
lenguas en las que el género de los nombres siempre es predecible
a partir del significado (digamos que la asignación de género es
puramente semántica). Por ejemplo en godoberi (una lengua del
Cáucaso) hay tres géneros (I, II y III): al género I pertenecen todos
los nombres que denotan seres racionales varones, al género II
todos los nombres que denotan seres racionales de sexo femenino
y al género III todos los demás. Así, cualquier palabra que denote a
una mujer será femenina, independientemente de su forma
morfológica y fonológica (recuérdese que esto significa simplemente
que inducirá a concordancia femenina). Las lenguas no suelen ser
tan simples y consistentes, incluso entre aquellas que solo usan
criterios semánticos. En archi (otra lengua caucásica) hay cuatro
géneros (I, II, III, y IV). Los dos primeros son como en godoberi:
machos y hembras racionales (o sea, humanos y deidades, etc.)
pertenecen a los géneros I y II, según el sexo. Al género III se
adscriben animales domésticos y salvajes adultos, insectos, seres
mitológicos, instrumentos musicales, cereales, árboles, fenómenos
acuáticos y fenómenos astronómicos y meteorológicos. Al género IV
pertenecen los nombres que denotan animales salvajes y
domésticos jóvenes, los animales pequeños, herramientas y objetos
de corte, ropas, metales, líquidos y nombres abstractos. La clave,
muy brumosa, parece ser que a III pertenecen los nombres que
denotan objetos concretos y grandes, mientras que a IV se asocian
los que no lo son.
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Junto a estas lenguas, que confían solo en criterios semánticos,


encontramos otras que los complementan con criterios formales,
más o menos claros. Así, en ruso la determinación de a qué género
(masculino, femenino o neutro) pertenecen los nombres inanimados
depende de la declinación casual a la que pertenezcan, tal y como
también sucedía en latín. El español es de este tipo, en el sentido
de que tiende a usar un criterio semántico para la distribución de
nombres que designan personas y animales (en función del sexo),
pero, en vez que asignar un género diferente a los nombres no
animados (el neutro o clase III del godoberi), los distribuye en los
dos primeros géneros basándose en criterios formales, tanto
morfológicos como fonológicos, y una buena parte de manera
arbitraria. Los detalles de este mecanismo (a veces históricamente
condicionado) son complejos y, en todo caso, irrelevantes para
nuestros intereses. De cualquier manera, es importante notar que
es por causa de criterios formales que mesa es femenino y libro es
masculino, que construcción es femenino o que mantenimiento es
masculino.

Con este contexto ya estamos en mejor disposición de abordar el


género de los nombres de persona (y de animales) en español y las
implicaciones de neologismos como portavoza o miembra, por
mencionar dos especialmente horrísonos para el hablante nativo
medio (y muy mediáticos).

Según el análisis que he propuesto, no deberían existir pares del


tipo niño/-a, chico/-a o lobo/-a, al menos los dos primeros, puesto
que he asumido que en español los nombres de persona adquieren
el género semánticamente, no formalmente, aunque puedan tener
marca formal. De hecho, las lenguas se las pueden arreglar
perfectamente sin esos pares. Incluso en español no es infrecuente
que la misma oposición se exprese con palabras diferentes:
hombre/mujer, caballo/yegua o nuera/yerno. Pero, dado que hay
una tendencia paradigmática a que palabras del mismo género
compartan aspectos formales (nótese que yegua y nuera acaban en
–a y que caballo y yerno acaban en –o, aunque no tendrían por
qué), no es extraño que, como antes adelantaba, la lengua intente
utilizar óptimamente los recursos cognitivos disponibles usando
pares mínimos compartiendo la misma raíz. Así, en español hay
cientos de nombres de oficios o dedicaciones que muestran
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oposición genérica por medio de las terminaciones -o/-a


(farmacéutico/-a, ginecólogo/-a, ministro/-a, etc.). Otro patrón
bastante productivo en este sentido es el de nombres en –or:
director/directora, doctor/doctora, lector/lectora o profesor/profesora.

Oposiciones comunes de este tipo son las que están detrás de


innovaciones léxicas como la que nos ocupa. Todo parece indicar
que, en el afán de hacer notorio el género femenino, la innovación
pretende aplicar ese esquema a los que la gramática académica
denomina nombres ambiguos o comunes en cuanto al género. Este
es el caso del hasta ahora discreto término portavoz. Como todos
los de su clase, este nombre tiene los dos géneros, razón por la
cual los nombres de este tipo no suelen tener marca explícita de
género. Es importante observar que los nombres comunes en
cuanto al género son en sí mismos un poderoso recurso de las
lenguas para optimizar el coste de la memorización del género
inherente a los lexemas. Ejemplos típicos son el cónyuge/la
cónyuge, el pianista/la pianista, el testigo/la testigo, el artista/la
artista y miles más. Lo que caracteriza a estos nombres es que el
género se les asigna semánticamente (en función del sexo), y no
formalmente.

Aunque descriptivamente afortunada, la idea de que estos nombres


tienen los dos géneros es confusa y no parece muy justificada.
Quizá sería más adecuado decir que no tienen género inherente y
que lo adquieren de otros elementos (explícitos o no) con los que se
construyen. Así, en el par el pianista / la pianista podría ser
interesante pensar que el nombre pianista se construye apuesto a
un nombre con género (hombre o mujer): el hombre pianista, la
mujer pianista. En tales casos la concordancia del artículo se
establece con hombre o mujer, no con pianista, que no es el núcleo
de la construcción. La elisión de esos núcleos sintácticos produce
las formas el pianista o la pianista que motivan la denominación de
nombres comunes en cuanto al género. Una forma de visualizar
esto podría ser la siguiente: imaginemos que la entrada léxica de
pianista representa a este nombre con una variable (x pianista) y
que el uso del mismo implica que la variable x (que vendría a
significar ‘persona’) tiene que estar ligada o enlazada a un tipo de
persona concreta (hombre o mujer). Cuando decimos La pianista
alemana hemos ligado x con ‘mujer’ (o con, por ejemplo, Alice Sara
Ott), mientras que cuando decimos El pianista alemán hemos ligado
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x con ‘hombre’ (o, por ejemplo, con Wilhelm Kempff). De hecho, los
pronombres personales (yo, tú, usted, me, te, etc., salvo lo, la y sus
plurales) suelen considerarse de la misma naturaleza que los
nombres comunes en cuanto al género (GDLE 2.4b): Me quedaré
tranquilo/tranquila. Como antes, parece más adecuado decir que
estos pronombres adquieren el género de otro elemento (en este
caso del referente) que decir que tienen los dos géneros.

Sea como fuere, es evidente que la marca de género adicional en


nombres comunes en cuanto al género es innecesaria (desde el
punto de vista social) e incoherente (desde el punto de vista
gramatical). Nótese que si añadimos una marca de género
femenino (como se ha hecho en portavoza), en realidad estamos
cancelando el doble valor genérico de esos nombres, lo que
obligaría entonces a acuñar decenas (o centenares) de nuevas
palabras, tales como mártira, prócera, viejalesa, vivalesa,
pelagatosa, mandamasa, auxiliara, titulara, etc. (de nombres
acabados en consonante) o detectiva, adlátera, amanuensa,
consorta, contabla, extraterrestra, hereja, mequetrefa, pobra o tipla
(de nombres acabados en –e). Todos ellos, como portavoza,
suenan mal al oído del hablante nativo, precisamente porque
contravienen los principios tácitos de su gramática interna, que los
analiza como comunes en cuanto al género.

De hecho, la adición de –a a portavoz revela un reanálisis de ese


nombre como masculino, fruto más (paradójicamente) de un
prejuicio social que de una propiedad formal de la palabra (que,
curiosamente, termina con una palabra de género femenino, voz).
En este caso particular hay otro efecto indeseado: al adjuntar un
supuesto morfema de género, se hace más opaca la estructura
interna y transparente del término, un compuesto que básicamente
consiste en la nominalización de una estructura verbal transitiva.

La idea de que los nombres comunes en cuanto al género en


realidad no tienen género inherente viene también apoyada por la
nutridísima colección de nombres de persona formados con la
terminación –nte propia de formas participiales de presente del latín:
agente, amante, aspirante, cantante, combatiente, concursante,
donante, informante, manifestante, oyente, penitente, pretendiente,
representante, simpatizante, terrateniente, viajante o viandante,
entre otros muchos. Todos ellos son comunes en cuanto al género
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y, dada su naturaleza predicativa, firmes candidatos a ser


nominalizaciones resultantes de la omisión de hombre o mujer,
como el hombre aspirante o la mujer aspirante: el aspirante, la
aspirante. O, si nos ha gustado lo de antes, con una variable x que
se liga contextualmente determinado el género en función del sexo,
algo propio de los nombres de persona.

Como señala la NGLE (2.5j), existen pares -nte/-nta, fruto del


reanálisis erróneo de la forma en –nte como masculina, del tipo de
cliente/clienta, figurante/figuranta o presidente/presidenta. A mí,
personalmente, esos femeninos me suenan mal y no los usaría
nunca (salvo presidenta), pero no por cuestiones ideológicas, sino
por puro conservadurismo normativo. Nunca digo jueza o médica
porque me suenan igual de catetos que detrás mía o andaste (¡o
andastes!).

El caso de presidenta, como el de jueza o médica (o el caso inverso


de modisto) son ejemplos claros de que formaciones derivadas de
un error de hipercorrección pueden naturalizarse y ser usadas
ampliamente por parte de muchos hablantes. La lógica errónea de
presidenta (la misma lógica que subyace a portavoza) y su relativo
éxito debería inducir a que ese patrón se extendiera. Sin embargo,
es evidente que formaciones como agenta, amanta, aspiranta,
cantanta o gerenta no parecen aceptables incluso para hablantes
menos escrupulosos que yo y, desde luego, no tienen uso
documentado significativo. La explicación de esa limitación es,
precisamente, que contradicen un patrón asentado y efectivo en
español: el uso para personas de nombres comunes en cuanto al
género.

He comenzado diciendo que me causaban sorpresa tanto los


furibundos ataques a portavoza (y a su inventora) como la acrítica
aceptación de ese engendro léxico por parte de personas formadas.
De la segunda causa, no tengo nada que decir. Cada palo que
aguante su vela. Pero de la primera sí.

Es sabido que la causa más extendida de todos los cambios


lingüísticos son los errores cometidos por los hablantes. Una de las
razones por las que el español es como es y no de otra manera es
lo mal que hablaban latín los iberos y los vascones. Las
innovaciones del tipo de médica, jueza, portavoza o el inefable
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miembra (otro caso de nombre común en cuanto al género) son


fruto de una deficiente cultura lingüística, un problema derivado de
una deficiente enseñanza de la gramática en colegios e institutos.
Dicha incultura puede verse complementada, en algunos casos, por
la persuasión de que la marca explícita de género femenino puede
ayudar a conseguir la visibilidad social de las mujeres fuera de sus
roles subalternos tradicionales. Sin embargo, ninguna de esas
expresiones merece ser considerada como un ataque a la lengua
española (o a cualquier otra) ni, por supuesto, como una fuerza
destructora. Eso es ridículo. Lo único que puede destruir una lengua
es que la gente deje de hablarla, nunca que la use como le parezca
oportuno.

A ver si va a ser que la indignación en nombre de la gramática es


en realidad indignación por las ideas que subyacen a tan infelices
propuestas o a las de quien las formula.

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