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2017

La letra con sangre entra


Antología de cuentos policiales

Instituto Jesús María


5º año “B” – Orientación Naturales
01/01/2017
LA LOCA Y EL RELATO DEL CRIMEN
Ricardo Piglia

I
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada
salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento. Las calles se
aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente,
sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las
coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan
por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan
caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio.
Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la
banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal.
Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del
cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. “Poder humillarla una
vez”, pensó. “Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse”.
En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún
bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió
un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía
fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta
que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de pronto. “Ponerme por mi cuenta en
Panamá, Quito, Ecuador”. En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer
que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
-Che, vos -dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida.
-¿Cómo te llamás? -dijo él.
-¿Quién?
-Vos. ¿O no me oís?
-Echevarne Angélica Inés -dijo ella, rígida-. Echevarne Angélica Inés, que me dicen
Anahí.
-¿Y qué hacés acá?
-Nada -dijo ella-. ¿Me das plata?
-Ahá, ¿querés plata?

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La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como
una túnica.
-Bueno -dijo él-. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
-¿Eh?
-¿Ves? Mirá -dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos-. Te arrodillás y te
lo doy.
-Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
-¿Escuchaste? -dijo Almada-. ¿O estás borracha?
-La macarena, ay macarena, llena de tules -cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra
los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde
lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
-Ahí tenés. Yo soy Almada -dijo, y le alcanzó el billete-. Comprate perfume.
-La pecadora. Reina y madre -dijo ella-. No hubo nunca en todo este país un hombre más
hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las
manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada.
-La macarena, ay macarena -cantaba la loca-. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena
de tules -cantó la loca.
Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado,
manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino.
Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el
New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con
frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la
calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una
mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si
hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo. “¿Quedarme?”,
dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para qué?”, le había dicho, pero ya estaba decidido,
porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de
ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada
que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir,
lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar
trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada,
para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida
decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el

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modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse
loca.
“Nos queda poco de juego, a ella y a mí”, pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese
momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo
empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la
lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos,
perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el
espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un
bicho una basura oh dios mío ándate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta
tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry
por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.
Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada
en la luna del espejo.

II
A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas
en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de
Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario
nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico
que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry
llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que
obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían
encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era
una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron
acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía
detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía
resuelto.
-Trata de ver si podés inventar algo que sirva -le dijo el viejo Luna-. Andate hasta el
Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.
En el Departamento de Policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que
hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién
hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine:

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cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí
sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se
llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en
una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.
-Yo no he sido -dijo-. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
-Seguro fue este -dijo Rinaldi cuando se lo llevaron-. Soy capaz de olfatear un criminal a
cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan
como si estuvieran soñando.
-Me pareció que decía la verdad.
-Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se
movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla,
Renzi encendió su grabador.
-Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las
entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el
jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere
sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la
macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo
ácido te juro si te acercas tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo
mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo
hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que
tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz
mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el
zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no
estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para
taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
-Parece una parodia de Macbeth -susurró, erudito, Rinaldi-. Se acuerda, ¿no? El cuento
contado por un loco que nada significa.
-Por un idiota, no por un loco -rectificó Renzi-. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no
significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la luz.
-Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre
más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un
globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me

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toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el
cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que
va a pertenecer. -Vuelve a empezar -dijo Rinaldi.
-Tal vez está tratando de hacerse entender.
-¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está -dijo mientras se levantaba de la butaca-.
¿Viene?
-No. Me quedo.
-Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
-Por eso -dijo Renzi controlando la cinta del grabador-. Por eso quiero escuchar: porque
repite siempre lo mismo.
Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo
Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores
y cruzado de marcas y de números.
-Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró,
un tal Almada, el gordo Almada.
-¿Qué me contás? -dijo Luna, sarcástico-. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le
creés.
-No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir
nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en
lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
-Decime, pibe -dijo Luna lentamente-. ¿Me estás cargando?
-Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a
repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va
llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se
llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta
que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se
puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar
de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a
ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se
pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué
quedó? -dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna-. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El
hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la
hizo morir. ¿Se da cuenta? -remató Renzi, triunfal-. El asesino es el gordo Almada.
El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.

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-¿Ve? -insistió Renzi-. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las
va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la
historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que
las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio.
-Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad?
-No me joda.
-No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis?
-¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario.
El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
-Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística?
-Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No
ve que ese tipo es inocente?
-Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la
larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero
paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.
-Escuche, señor Luna -lo cortó Renzi-. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida
metido en cana.
-Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay
que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís
que lo mató la Virgen María.
-Está bien -dijo Renzi juntando los papeles-. En ese caso voy a mandarle los papeles al
juez.
-Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio?
¿Por qué te querés mezclar? -en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le
había visto-. Mira, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te
enredás con la policía te echo del diario.
Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia;
iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la
oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca
que hablaba de Bairoletto. Después bajo la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si
alguien le dictara:
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo -empezó a
escribir Renzi-, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su
abatimiento.

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LA MARCA DEL GANADO
Pablo De Santis

El primer animal apareció en el campo de los Dosen y a nadie le hubiera llamado la


atención de no haber estado tan cerca del camino y con la cabeza colgando. Fue a fines del 82 o
principios del 83, me acuerdo porque hacía pocos meses que había terminado la guerra y todos
hablábamos del hijo de Vidal, el veterinario, que había desaparecido en el mar. Para escapar del
dolor, de esa ausencia tan absoluta que ni tumba había, Vidal se entregó al trabajo y como no
eran suficientes los animales enfermos para llenar sus horas, investigó cada una de las reses
mutiladas que empezaron a aparecer desde entonces. En realidad nunca supimos con certeza si el
de los Dosen fue el primer caso, porque sólo desde entonces nos preocuparon las señales: aquí
nunca llamó la atención una vaca muerta.
Al principio los Dosen le echaron la culpa al Loco Spica, un viejo inofensivo que andaba
cazando nutrias y gritando goles por el campo, con una radio portátil que había dejado de
funcionar hacía un cuarto de siglo. A todos nos pareció una injusticia que los Dosen le echaran la
culpa, porque el viejo podía matar algo para comer, pero nunca hubiera hecho algo así: la cabeza
casi seccionada, tiras de cuero arrancadas en distintos puntos de una manera caótica y precisa a la
vez, como si el animal se hubiera convertido en objeto de una investigación o de un ritual. Y
quedó claro que el Loco Spica no había tenido nada que ver, porque en marzo del 83, durante la
inundación, apareció flotando en el río diez kilómetros al sur, y las mutilaciones –esa fue la
palabra que usó Vidal, el veterinario, la primera vez y que todos nosotros usamos desde
entonces– continuaron.
No me acuerdo si siguió después aquel novillo en el campo de la viuda Sabella o el
ternero que apareció atado al molino derrumbado, con la cabeza de otro en lugar de la suya. En
cada caso nuestro comisario, Baus, fue a buscar al veterinario para que estudiara las marcas y
tratara de encontrar alguna pista. El comisario parecía desconcertado: nunca en su vida había
investigado nada, ya que en el campo, a diferencia de la ciudad, las cosas son o bien demasiado
evidentes o completamente invisibles, y tanto en un caso como en otro la investigación es inútil.
A partir de entonces, el bar que heredé de mi padre y que apenas me permite sobrevivir,
se convirtió en una especie de foro sobre las mutilaciones. A nadie le importaba una vaca de más
o de menos, porque acá cuestan poco y nada, pero asustaba imaginar al culpable, solo, en la
noche, derribando al animal con un golpe en la cabeza, inventando formas distintas para cortarlo,
a veces vivo todavía (así lo aseguraba el veterinario). Yáñez, el mecánico, decía que era una secta,

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y que sabía de casos parecidos en las afueras de Trenque Lauquen. Soria, el jefe de estación,
hablaba de ovnis, él siempre estaba viendo luces en el cielo, sacaba fotografías, paseaba solo por
el campo en espera del encuentro. Las mutilaciones eran para él experimentos; los extraterrestres
analizaban las muestras de tejido. Como le dije que eso podría explicar los cortes pero no otras
aberraciones (las cabezas trocadas, las langostas encerradas en las heridas, las flores emergiendo
de las órbitas oscuras) Soria se defendía: era un experimento, sí, pero sobre nosotros: estudiaban
nuestras reacciones ante lo malvado y lo desconocido.
Baus, el comisario, si tenía alguna teoría, la callaba. Investigó a los crotos que siempre
andan por aquí y a fuerza de tantos interrogatorios terminó espantándolos, y hasta el día de hoy
casi no ha vuelto a aparecer ninguno. Una noche, cuando le pregunté si realmente creía que eran
ellos, me respondió tranquilo: es uno de nosotros.
¿Pero quién? Porque aquellas mutilaciones no traían ningún beneficio ni seguían un plan
reconocible. Podían caer en el campo de cualquiera, y tampoco dentro de su locura seguían un
sistema determinado. Vidal anotaba todo en una libreta de tapas azules, pero salvo cierta
abundancia de marcas en la cabeza, no había otra constante. Iba a todos lados con su libreta, y
cuando a veces cenaba en mi establecimiento, siempre solo, leía en voz baja aquella lista
monótona, como si se tratara de un rezo. Los animales muertos le servían de excusa para estar
siempre en movimiento, en busca de nuevos ejemplares, día y noche, para huir de su casa desierta
y de los portarretratos con las fotos de su hijo.
A la tarde, frente a los vasos de ginebra o de fernet, todos hablaban con una autoridad
infinita en la materia, mientras jugaban al dominó y esperaban con ansiedad que el próximo
parroquiano irrumpiera con alguna nueva noticia. Ya no veíamos los animales muertos como
pertenecientes a uno u otro dueño, sino como reses marcadas a través de las mutilaciones para
señalar su pertenencia a un mismo rebaño fantasmal, que no cesaba de crecer.
Hubo casos más espectaculares que otros, y de una ejecución más arriesgada, como el
ternerito que apareció colgado en la finca de los Dorey, muy cerca de la casa. Los Dorey no
oyeron nada, los perros apenas ladraron y se callaron enseguida y el matrimonio siguió
durmiendo, que los perros ladran por cualquier cosa. A la mañana se encontraron con el ternero
colgado, la rama casi quebrada por el peso; seguramente habían usado un coche o una camioneta
para izarlo, pero las lluvias habían borrado las huellas.
Vinieron algunos periodistas, de la capital incluso. Estuvieron unos días en el hotel
Lavardén, y se los veía a la hora de la siesta de aquí para allá, por las calles vacías, sin saber qué
hacer, esperando la hora del regreso. También vinieron policías enviados por la jefatura de la
provincia, y el comisario se sintió un poco relegado. Interrogaron a todo el mundo, sacaron

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fotografías y recogieron muestras para el laboratorio, pero se fueron también al poco tiempo sin
respuestas y sin demasiado interés por las respuestas que no habían encontrado.
Durante todo ese tiempo, aun mientras los otros policías invadían su lugar, el comisario
siguió investigando. Nos interrogó a todos; ponía un viejo grabador encima de la mesa y nos
hacía hablar, nos preguntaba por los vecinos, por las rarezas que podía tener alguno. Hasta al cura
interrogó, convencido de que el culpable había ido a confesarse y que el padre Germán lo
protegía debido al secreto de confesión. Las mutilaciones se convirtieron en una obsesión para él,
fue su primera investigación y también la última. A veces lo veía, por las noches, en la comisaría,
bajo los tubos fluorescentes, los mapas del campo extendidos en la mesa, con los sitios donde
habían aparecido los animales encerrados en círculos rojos. Trataba de encontrar en esas marcas
dispersas una figura, intentaba adivinar el próximo caso. Hasta las cuatro o las cinco de la mañana
se quedaba ahí, oyendo las cintas que había grabado, las conversaciones triviales, todos los
secretos del pueblo, y esas voces, que nada sabían de las mutilaciones, parecían cautivarlo.
Ahí empezó a tener problemas con su esposa, porque iba poco para su casa, y cuando no
estaba en la comisaría atravesaba los campos en su camioneta, con un faro buscahuellas, como un
alucinado, hasta que se quedaba dormido en algún camino o, si le quedaban fuerzas, volvía para
escuchar las cintas con las voces de todos. Nuestras voces lo atraparon y lo enloquecieron.
Buscaba contradicciones y las encontraba una y otra vez, porque aquí nadie presta
atención a nada y quien dice una cosa puede decir otra. El comisario parecía creer que todos
sabían lo que pasaba, y que él era el único al que esa verdad le estaba vedada. Hasta tal punto
llegó su desconfianza que cuando entraba en el bar todos callábamos y cambiábamos de tema, y
pasábamos tímidamente al fútbol, a las inundaciones o a algún chisme local. El comisario se
acostumbró a esa bienvenida que se le brindaba, hecha de silencio incómodo y lugares comunes.
El comisario sufría y se alejaba de todo, y por eso yo tuve la tentación de entrar de noche
en la comisaría para apartar los mapas y las grabaciones y decirle la verdad. No hubiera servido de
nada, porque él ya había hecho algo tan grande con aquellas vacas muertas, había construido con
paciencia un misterio insondable que no encerraba sólo al culpable sino a todos, que nada lo
hubiera dejado contento. La verdad le hubiera parecido insuficiente; y si yo hubiera hablado, pero
no hablé, lo habría considerado un engaño, algo destinado a hacerlo caer en una trampa, a
relevarlo de su insomnio y su desconfianza para dejarle libre el terreno al mal.
De todos en el pueblo quizás yo era el único que no tenía pero ninguna teoría. Todas me
parecían verosímiles, incluso la de los extraterrestres, y a la vez imposibles; si me hubieran
hablado de una enfermedad inexplicable que golpeaba a las vacas con esos síntomas atroces lo
hubiera creído también. Me parecía que la explicación estaba más cerca de una fuerza ciega,

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impersonal, que de un culpable minucioso y obstinado. Podían ser los hijos de Conde, que
nacieron malvados; Greis, un cuidador de caballos que dormía abrazado a su escopeta; o la viuda
de Sabella, o el veterinario Vidal o el mismo comisario.
Nunca hice ninguna conjetura firme, nunca investigué nada, y si llegué a la verdad y fui el
primero, fue por casualidad. Volvía, un poco entonado, de la casa de unos primos, a cuarenta y
cinco kilómetros del pueblo. Se festejaba un cumpleaños y cuando se terminó la última botella
me invitaron a dormir. No soporto camas ajenas y a pesar del sueño decidí volver. La noche
estaba clara y desde lejos la vieja Ford de Vidal, detenida a un costado del camino, con los faros
apagados. Pensé que se le había quedado el motor: Vidal iba seguido a verlo al mecánico por una
cosa o por otra. Detuve el rastrojero y me bajé dispuesto a ayudarlo. Dije «Buenas noches,
doctor», pero Vidal no me respondió.
Cuando me acerqué, vi con claridad al veterinario que, inclinado sobre la res abatida,
practicaba los cortes con pulso firme. Yo estaba cansado y había tomado de más, pero al instante
se me borraron las huellas del sueño y del alcohol. Vidal sacó de su maletín un frasco de vidrio
lleno de insectos muertos, muchas mariposas sobre todo, también escarabajos, que esperaban a
ser sepultados en la herida. Empuñaba con firmeza el viejo bisturí alemán con sus iniciales en el
mango, sin preocuparse por el testigo que seguía el procedimiento. Era tal su indiferencia que yo
me sentí culpable por estar allí, por invadir la ceremonia privada que nunca llegaría a comprender.
Durante algunos segundos fui yo el culpable, y él un juez inalcanzable, tan remoto en su dignidad
e investidura que ni siquiera llegaba a saber de la existencia del imputado.
No dormí esa noche, y abrí el bar más tarde de lo habitual, y cuando ya a las cuatro,
cuando empezaban a llegar los muchachos, quise decirles la verdad, me di cuenta de que no había
llegado el momento oportuno. Esperé que hablaran, que expusieran sus teorías, sus ovnis, sus
sospechas; cuando el último terminara de hablar, yo, callado hasta ese entonces, diría la verdad y
ellos me oirían en silencio. En un instante, en un nombre, entraba todo: después de esa
revelación, nada, perdería el poder del secreto. Decidí dejarlo para el día siguiente.
Pero entonces tampoco me pareció que era el momento oportuno. Me gustaba
escucharlos hablar, confrontar en silencio sus torpes deducciones con el secreto; y a causa de esa
satisfacción, fui más amable que nunca, y serví medidas más generosas y la casa invitaba con
cualquier excusa, con tal de que aquellas voces no callaran nunca. Mi secreto no me distanció, al
contrario, me sentí más cerca de ellos, ahora que los veía inocentes, ingenuos, moviéndose a
ciegas en un mundo cuyos mecanismos ignoraban por completo.
Pasaron tres semanas desde la noche en que vi la Ford de Vidal junto al camino hasta la
mañana en que el veterinario entró a mi establecimiento para pedir una grappa. Después de

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tomarla de un trago me preguntó por qué no había hablado. Le dije que no era asunto de mi
incumbencia y pareció aceptar mi respuesta como algo razonable; era evidente que él también
pensaba que el asunto no era de la incumbencia de nadie más. Me costaba hablar con él, me daba
cierto pudor, como si fuéramos cómplices de alguna situación no solo espantosa, sino también
ridícula, pero al fin pregunté por qué, dije sólo por qué, incapaz de terminar la pregunta.
No esperaba respuesta, porque me parecía que todo lo que se podía decir estaba escrito
ahí, en el idioma hecho de reses muertas y combinaciones abominables. Pero el veterinario dejó
dos monedas en la mesa y respondió. Dijo que siempre había sido un buen veterinario, que había
llegado a entender a los animales a través de señales invisibles para otros. Estudiaba el pelaje,
pero también sus huellas, las marcas en el pasto, los árboles cercanos. Sentía que con cada animal
enfermaba un pedazo del mundo, y que a él le tocaba la tarea de restaurar la armonía. Así lo había
hecho por años y por eso los ganaderos de la zona confiaban en él. Después las cosas cambiaron.
A su hijo le tocó primero la marina, luego una base naval en el sur, y finalmente la guerra. Él lo
esperó sin optimismo y sin miedo hasta que una mañana un Falcon blanco de la marina con una
banderita en la antena se detuvo frente a su casa. Él lo vio llegar desde la ventana. Del auto bajó
un joven oficial que caminó con lentitud hacia la puerta, como esperando que en el camino le
ocurriera algún incidente que lo hiciera desistir de su misión. Se notaba que nunca había hecho lo
que ahora le tocaba hacer, y después de pronunciar un vago saludo le tendió con torpeza una
carta con los colores patrios en una esquina, cruzados por una cinta negra. La mano del joven
oficial temblaba al sostener la carta donde decía que el hijo del doctor Vidal había sido tragado
por el mar, por el mar que nunca antes había visto.
Entonces el doctor Vidal descubrió algo que hasta ese entonces se le había ocultado: el
mundo era maligno, y no podía pasar este hecho por alto. No podía seguir curando animales, ni
creer que trabajaba para alguna armonía que los otros hombres eran incapaces de ver. No existía
ninguna armonía ni ninguna verdadera curación posible. Sintió que la cura era una falta a la
verdad.
Siguió sanando a los animales, porque era su trabajo y no sabía hacer otra cosa, pero
decidió dejar en la noche y en los campos una marca, la señal que decía con claridad que él no
había sido enga ñado, que a todos podían mentir, pero no a él, que sabía de qué se trataba la cosa.
Entonces se dedicó a curar pero también a matar y a mutilar, a dejar en la noche las letras
sangrientas de su mensaje. No dijo destinado a quién o qué.
Yo lo había escuchado en silencio, sin interrumpirlo ni hacerle ninguna otra pregunta, y
no lo saludé ni me saludó cuando se fue. No sé si la explicación tuvo algo que ver, pero a partir
de allí hubo menos casos, uno cada tres semanas, no más. Otras noticias nos distrajeron un poco

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y alargaron las partidas de dominó hasta que empezaba la noche. Beatriz, la esposa de Baus, el
comisario, cansada de las ausencias, los ataques de ira y el misterio, lo dejó sin avisarle nada. Hizo
las valijas y desapareció, y cuando el comisario llegó casi al amanecer a su casa, después de una
expedición nocturna, se encontró con una grabación, hecha en la misma grabadora del comisario,
donde la mujer decía que no soportaba más, que las cosas no podían seguir así, etcétera. La mujer
había hecho una grabación porque decía que lo único que escuchaba su esposo eran aquellas
cintas, y que si dejaba un papel escrito probablemente no le prestaría atención.
Diez días después, Baus miró por última vez los planos, las vacas de juguete en las que
practicaba las incisiones, y salió para meterse en el terreno de Greis, aunque sabía que estaba loco,
que dormía abrazado a la escopeta y disparaba a cualquier cosa que se moviera en la noche.
La muerte convirtió a Baus en un héroe para los muchachos del bar, que desde entonces
contaron como hazañas algunos episodios menores de su actuación policial. Del capítulo final
echaban la culpa a la esposa, y comentaban sin énfasis que el primo de un amigo de un conocido
la había visto en un bar de La Plata, que se había cambiado de nombre y se hacía pagar las copas.
De vez en cuando yo intentaba, desde la sombra, llevar el tema hacia los animales
mutilados, pero no lograba interesarlos, y más de uno a esa altura me respondía: a quién le
importa. Nunca estuve tan cerca de decir la verdad, pero la había llevado tanto tiempo conmigo
que ya no sabía cómo decirla.
Después vino la sequía, y la avioneta que cayó en el campo de los Ruiz y otras
distracciones, y ya nadie volvió a hablar de las vacas muertas. Vidal casi nunca venía al
establecimiento, y no me animaba a ir a buscarlo para preguntarle por qué había terminado, si
acaso creía que el mundo se había curado o que su mensaje había dejado de tener importancia.
Una noche, cerca de fin de año, días después de que el nuevo comisario, un hombre
joven, de apellido Lema, llegara al pueblo, Vidal se sentó junto a la ventana y se quedó ahí, mudo,
con el vasito de grappa en la mano, hasta que no quedó nadie más. Actué sin pensar, como si
hubiera tomado la decisión mucho tiempo antes, en espera del momento oportuno. Cuando el
veterinario se levantó para ir al baño abrí su maletín y saqué el bisturí alemán. Después seguí
acomodando las sillas boca abajo sobre las mesas.
Esa misma noche caminé y caminé sin rumbo, armado con una llave inglesa, y el bisturí
en el bolsillo izquierdo de mi camisa, el filo envuelto en papel dediario. Cuando la vaca ya estaba
caída y marcada, como una ofrenda a un dios malvado y hambriento, dejé caer el bisturí en la
herida. Ese era mi mensaje para quien lo supiera entender.
El nuevo comisario, Lema, lo supo entender, y a los dos días se presentó en la casa del
veterinario. No fue necesario que preguntara nada, porque Vidal confesó todo, incluso la última

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mutilación, y se dejó arrastrar por salas de espera de juzgados y hospitales y calabozos de
comisaría. No dio explicaciones ni mostró ninguna forma de arrepentimiento. Cuando salió en
libertad a las dos semanas, malvendió la casa y se asentó un poco más al sur, del otro lado del río,
donde nadie lo conocía.
En el bar se volvió a hablar de las mutilaciones y cada uno barajaba los distintos motivos
que podía haber tenido el veterinario. Pero todos hablaban con una rara cautela, como si supieran
que el misterio, antes tan ajeno, ahora formaba parte de algo que nos involucraba. Hablaban con
frases sin terminar. Yo volví a mi silencio: había vuelto a tener mi secreto. Nada supimos de Vidal
durante cinco años hasta que llegó la noticia de su muerte en un accidente automovilístico. Fue
en la ruta, una noche clara después de una tormenta. El día anterior el viento había tirado el
alambrado y quedó ganado suelto en el camino. Los animales se avistaban a lo lejos, pero el
veterinario, en lugar de frenar la marcha, aceleró contra las formas lentas y oscuras que lo
esperaban. Acaso pensó que el mensaje, fuera cual fuera su destinatario, no había sido lo bastante
claro, y que hacía falta un último sacrificio para hacerlo legible.

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EL CLÁSICO
Esteban F. Llamosas

El siete de Bella Vista hizo una doble finta sobre el costado derecho y dejó
desparramados a sus marcadores. Al llegar al fondo levantó la cabeza como indicaban los
manuales y tiró un centro milimétrico al punto del penal. El nueve, que entraba al área junto a un
defensor local, no llegó cómodo a la pelota y le pegó mordido. Sin embargo, cuando los hinchas
de Bella Vista ya se lamentaban, el arquero resbaló sobre el pasto y la pelota entró por el medio
del arco pidiendo permiso. La algarabía estalló entre los veinte hinchas visitantes que se apiñaban
detrás del arco y pronto comenzaron los cantitos ofensivos. La única tribuna, ocupada por los
locales, quedó sumida en un silencio de sepulcro. Mientras los jugadores de Bella Vista festejaban,
el presidente del Club Social Unión rompió el silencio para dirigirse al detective Lespada: - “Ve lo
que le digo, o Barroso está hecho un pelotudo o lo hace a propósito”.
Cuando terminó el partido, el presidente y el detective caminaron callados hacia la sede
del club, entre los últimos hinchas que se alejaban puteando al arquero.
- La semana que viene es el clásico: si mis sospechas son ciertas y perdemos, la comisión
directiva va a pedir mi cabeza -dijo el presidente.
Lespada había sido convocado a ver el partido, porque el presidente de Unión creía que el
único arquero del club había sido sobornado. Sospechaba, porque si bien Barroso no era un
arquero extraordinario, tampoco era tan malo como para recibir catorce goles en los últimos tres
partidos. La preocupación del presidente se agravaba porque la bronca crecía entre los socios, el
sábado siguiente disputaban el clásico barrial contra Las Palmas, y si perdían podía despedirse del
cargo.
Lespada se alejó de la cancha y caminó mientras se encendían las luces de las casas. Llegó
a un almacén que tenía en la puerta un afiche flamante que rezaba Menem 1995. Pidió una cerveza
y se sentó junto a la puerta. A la segunda botella vio pasar a Barroso. Dejó el dinero sobre el
mostrador y salió del local.
El arquero giró al escuchar su nombre, y se sorprendió al ver a un desconocido de cara
cuadrada, que vestía saco en un barrio de obreros, un día sábado. Primero pensó que era alguien
perdido, pronto salió del error.
- Quisiera hablar con usted -dijo Lespada mostrándole el carnet de detective privado.
- ¿Por qué asunto?
- Investigo las finanzas del club a pedido de un acreedor y necesito saber cuánto les pagan
a los jugadores.

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- A veces nos dan un sándwich y una coca -dijo el arquero con ironía.
- ¿Y de qué vive?
- A usted qué le importa – la respuesta de Barroso fue impaciente y apuró sus pasos.
Veinte minutos más tarde Lespada estaba apostado en su Fiat 147, a media cuadra del
domicilio del arquero. Los últimos vecinos abandonaron la calle, las horas y los cigarrillos se
fueron consumiendo y nadie entró ni salió de la casa. Cerca de la medianoche las luces se
apagaron, y el lugar se volvió una boca de lobo apenas alumbrada por un mortecino farol
municipal.

---o---

Una luz blanca, atravesando el auto de punta a punta, despertó al detective. Confuso,
notó que la puerta de la casa estaba abierta. Miró hacia ambos lados de la calle y sus ojos
encontraron a una mujer paseando un perro. Era morocha, de nalgas bien definidas, y caminaba
con un inquietante desplazamiento de caderas. Después de que el perro arruinara la escena
descargando su vientre en un jardín vecino, la mujer volvió y cerró la puerta. El reloj de Lespada
marcaba las ocho.
A las once, Barroso salió de la casa. El detective esperó que se alejara y caminó tras él. La
persecución duró poco porque el arquero se detuvo a cinco cuadras, en una plaza de árboles
delgados. Apoyado en un subibaja despintado, parecía esperar la llegada de alguien más. Diez
minutos después, tres tipos robustos se sumaron a Barroso. El escondite de Lespada no era el
mejor, detrás de un muro, a cuarenta metros de la plaza. No podía escucharlos y se guiaba por
gestos imprecisos. Los cuatro hombres permanecían estáticos, aunque era evidente que Barroso
escuchaba y el peso de la conversación recaía en los otros. La reunión duró media hora, y cuando
terminó, los tres grandotes caminaron hacia el detective. Cuando pasaron frente a él, Lespada
prendió un cigarrillo con parsimonia. Después fue hacia la plaza y vio al arquero caminando con
paso quedo.
Barroso se volvió a sorprender al girar para responder el llamado y encontrar la misma
cara cuadrada, del mismo hombre, con la misma ropa del día anterior.
- ¿Quién le paga para dejarse hacer los goles?, ¿la gente de Las Palmas? –preguntó el
detective a quemarropa.
- No me joda -dijo Barroso. El detective acató el pedido y se detuvo a terminar el
cigarrillo.

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---o---

Después de almorzar en un comedor barato cerca de la plaza, Lespada regresó hacia su


auto. Manejó el Fiat por las calles desiertas del barrio y en diez minutos estacionó frente a una
casona antigua. Un cartel anunciaba la sede del Club Atlético Las Palmas.
En el comedor todavía había gente comiendo. Lespada preguntó dónde podía encontrar
al presidente del club y le indicaron una mesa central. Allí un hombre gordo transpiraba sobre un
plato de pollo. Comía las presas con las manos y se chupaba los dedos. El detective se sentó a su
lado.
- ¿Usted es el presidente?
- Así es -murmuró el hombre intrigado, sin dejar de masticar.
- Soy detective privado -dijo Lespada.
El gordo abandonó la presa como si le quemara y miró hacia una mesa vecina. Varios
hombres se removieron inquietos.
- No me gustan los policías, y menos en mi club -dijo.
- A mí tampoco, y el club no es suyo, es de los socios.
- ¿A qué vino? -preguntó el presidente, cortante y ajeno a las sutilezas de Lespada.
- Investigo un soborno.
El gordo frunció el ceño y volvió a mirar al lado. Uno de los hombres se paró.
- Me refiero a la compra del arquero de Unión –retomó la palabra Lespada.
- ¿Barroso?, sería tirar la plata a la basura, es tan malo que no hace falta comprarlo –dijo el
presidente exagerando una carcajada.
- ¿Cuánto le pagó? –insistió el detective.
El gordo hizo un ademán que a Lespada se le ocurrió excesivo, hasta que entendió que
había sido una señal. Sintió un breve temblor a su espalda, y luego un terrible golpe en la nuca
que lo tumbó sobre la mesa. Lo último que vio, mientras se desplomaba, fue la barriga del
presidente disolviéndose en una penumbra gris.

---o---

Lespada despertó en su auto con la cabeza apoyada en el volante. Dolorido, se palpó la


nuca y distinguió en sus dedos el color de la sangre. Miró a su alrededor y no reconoció el lugar.
Buscó un cigarrillo; entre su ropa encontró un papel doblado: Si volvés te matamos. Supo que era en
serio porque tenía membrete del club Las Palmas, y más que una osadía le pareció un gesto de

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impunidad. Empezó a manejar despacio hasta reconocer una avenida y regresó al barrio. Sin
pensarlo dirigió el Fiat hacia la casa de Barroso. Al llegar, vio que la puerta se abría y un hombre
pelado salía a las apuradas y se perdía por la esquina. Bajo el marco distinguió la mitad de una
figura femenina. Sin detenerse encaminó el Fiat hacia el centro de la ciudad, y pronto los edificios
altos de ladrillo sustituyeron a las casas de ventanas enrejadas.
En su departamento, Lespada encontró los restos de un viejo almuerzo y algunas moscas
pegadas a un pedazo de hueso. Levantó el plato, lo dejó en la cocina y fue a su habitación. Se
desvistió cansado y abrió la ducha en el baño. Estiró la cabeza para recibir el agua tibia y luego
buscó en la sala la guía de teléfonos. Hizo un círculo al número de Barroso y se sentó frente al
televisor. Llamó después de esperar una hora. Al cabo de un rato atendió la esposa del arquero,
que sin palabras le pasó la comunicación.
- Creí que había entendido que no quiero verlo más -dijo Barroso disgustado.
- No me está viendo. Tenemos que encontrarnos.
- No vuelva a llamarme –protestó el arquero con firmeza.
Al percibir que iba a cortar, Lespada se arriesgó: - Su mujer lo engaña con un pelado.
- ¿De dónde sacó esa estupidez? –dijo Barroso con voz temblorosa, luego de un silencio
largo.
- Venga al bar de Corro y 27 de Abril en cuanto pueda –dijo el detective consciente de
haber abierto una brecha, y cortó sin esperar respuesta.

---o---

Barroso llegó al bar cuarenta y cinco minutos después. Se sentó junto al detective con
expresión malhumorada y estuvo callado unos minutos. Lespada le preguntó sin prisas: - ¿Quién
le pagó?
- Pensé que quería hablar de otra cosa –dijo Barroso resoplando.
- Se equivocó, quiero que me diga quién lo sobornó.
- ¿Por qué cree que me pagaron? -dijo el arquero con resignación.
- Porque nadie es tan malo para comerse esos goles tan imbéciles.
- Eso ya lo sé, ¿pero por qué cree que me pagaron?
- Entonces lo hace porque quiere -dijo el detective desconcertado.
Barroso movió la cabeza y Lespada sintió que el caso se le esfumaba. La sensación se
consolidó cuando el arquero empezó a levantarse.
- Vino por lo de su esposa -dijo Lespada.

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- Creí que había entendido, pero veo que le va a llevar más tiempo.
Cuando Barroso ya estaba de pie, la claridad ganó el pensamiento del detective:
- Lo amenazan.
- Brillante -musitó el arquero con ironía.
Hubo un tiempo muerto en el que los hombres se estudiaron como dos boxeadores en el
primer round.
- Tienen fotos de mi esposa -pronunció Barroso con abatimiento-, con dos, con tres
tipos, eufórica, tomada desde todos los ángulos, ¿entiende? Si se hacen públicas me tengo que
mudar a Saturno. ¿Usted conoce el ambiente del fútbol?, tendría que dedicarme a la jardinería.
- ¿Su esposa sabe que lo extorsionan? –preguntó Lespada luego de un silencio incómodo.
- No sabe nada, será lo que será pero jamás me lastimaría.
- ¿Quiénes lo extorsionan?
- No sé, no los había visto en mi vida.
- ¿Son los mismos de las fotos?
- Creo que no, me mostraron algunas con las caras borradas, pero no parecían ellos.
- ¿Cuándo vuelve a verlos? –preguntó el detective.
- El viernes. Quieren asegurarse de que Unión pierda el clásico.
La conversación continuó unos minutos, en los que Lespada le explicó que trabajaba para
el presidente de Unión, y Barroso aceptó su intervención para frenar la extorsión. Cuando quedó
solo, el detective pensó que debía pedir un aumento de sus honorarios.

---o---

Después de unos días sin novedades, Lespada tomaba otra cerveza en un bar de Alta
Córdoba. Detrás de una columna, algunas mesas más allá, Barroso estaba reunido con los tres
grandotes.
El arquero lo había llamado para informarle el lugar de la cita y habían convenido que en
algún momento le haría una seña para indicarle al que guardaba las fotos.
La reunión, otra vez, duró poco. Cuando los gorilas se levantaron y le dieron la espalda,
Barroso señaló de manera ostensible a uno de ellos. Lespada agradeció que fuera el menos
fornido.
Los tres hombres subieron a un auto y Lespada se apuró para llegar al suyo y no perderles
el rastro. Los siguió unos quince minutos, hasta que se detuvieron en el centro y uno se bajó.
Diez minutos después se bajó otro. El que interesaba al detective regresó a Alta Córdoba y frenó

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en una cortada solitaria. Luego entró a una casa de planta baja. Lespada estacionó el Fiat a la
vuelta y buscó el revólver en la guantera. Al descubrir que los matones del presidente de Las
Palmas se lo habían robado, salió del auto dando un portazo.
En la casa no había ruidos y las ventanas estaban cerradas. Lespada tocó el timbre. Un
niño pequeño abrió la puerta con la boca manchada de chocolate.
- ¿Está tu papá? -preguntó el detective.
El chico salió corriendo y volvió con el padre de la mano. El hombre sonreía orgulloso,
pero su rostro se puso serio cuando encontró a un desconocido dentro de la sala. No hubo
tiempo para que su expresión siguiera variando: Lespada le asestó un puñetazo en el mentón que
lo arrojó contra un aparador. El niño empezó a llorar y una mujer apareció con la mirada
aterrorizada.
- ¿Quién es usted? -dijo temblando.
- Soy detective, llévese el chico a otro cuarto, esto es un asunto entre su marido y yo.
La mujer retrocedió indecisa y salió de la habitación. Lespada cargó al hombre hasta un
sillón, lo sacudió y comprobó que había usado una fuerza excesiva.
- Quiero las fotos de la mujer de Barroso –dijo.
El hombre se incorporó con ayuda, vencido y con los ojos vacíos, y fue hacia el interior
de la casa. Lespada lo sostenía de un brazo. Entraron a una habitación y el hombre hurgó en un
cajón hasta retirar un sobre.
- ¿Están los negativos? -preguntó Lespada.
Como respuesta recibió una mirada tan extraviada que decidió averiguarlo por sí mismo.
Abrió el sobre y vio los negativos en el fondo del papel. Convencido de la inutilidad de
interrogarlo soltó al hombre y éste volvió a desplomarse. Guardó las fotos en un bolsillo y salió
de la casa. Después de cerrar la puerta, escuchó los gritos de la mujer y el chico. Puso en marcha
el auto y salió de Alta Córdoba rumbo a la casa de Barroso.
Antes de llegar a barrio Las Palmas cedió a la tentación y frenó en una avenida. Había
veinte fotos de la mujer con distintos hombres. Las expresiones de su cara sugerían que no la
había pasado mal. El detective pensó retener algunas fotos como retribución de servicios. Sin
embargo, guardó todo y reemprendió el camino.
Cuando Barroso abrió la puerta de su casa y vio a Lespada con el sobre extendido, lo
escondió dentro de su camisa y señaló con la cabeza hacia adentro, indicando que estaba su
esposa. Sin decir palabra cerró la puerta.

---o---

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Lespada despertó tarde, desayunó apurado y bajó a un kiosco a comprar el diario.
Comprobó que los partidos de la división local comenzaban temprano y fue al garaje a buscar el
Fiat.
En media hora se encontró bajo la sombra fresca de los árboles del barrio. El clásico se
disputaba en la cancha del Club Atlético Las Palmas. Dejó el auto a dos cuadras. Había mucha
gente en los alrededores y clima de final. Al ingresar, los equipos ya estaban listos y las hinchadas
intercambiaban promesas de futuras palizas. Lespada divisó al presidente de Las Palmas rodeado
de sus matones, acompañado por una adolescente morocha de pantalones muy ajustados. El
detective hizo un rodeo y avanzó hacia una tribuna pequeña, donde había visto al presidente de
Unión.
- Creí que había dejado el caso -dijo este al verlo.
- Estuve ocupado, pero creo que hoy se acabaron los goles estúpidos.
- Ojalá, sino aquellos van a pedir mi renuncia -repuso señalando hacia atrás. Lespada
observó a tres hombres de la comisión directiva.
Cuando comenzó el partido la conversación terminó. Un silencio cargado acompañaba
los movimientos de los jugadores, sólo vencido por algún insulto aislado. Un par de veces las
hinchadas quisieron alentar, pero la energía del principio, puesta al servicio de las amenazas, se
había diluido por la tensión del partido. El presidente de Las Palmas comía un choripán grasoso
sin perder de vista la cancha, y el de Unión se mordía las uñas nervioso. Lespada prendió un
cigarrillo. El partido era decididamente malo. La única emoción del primer tiempo, que pronto
terminó sin pena ni gloria, fue un tiro libre de Las Palmas que Barroso contuvo sin esfuerzo.
Apenas sonó el silbato del árbitro marcando el descanso, Lespada dejó que el presidente de
Unión exhalara el aire contenido y le habló:
- Necesito una reunión con usted y la comisión directiva.
- ¿Ahora?
- Sí, busque un lugar alejado.
El presidente dibujó una mueca de fastidio, pero fue hacia los miembros de la comisión y
les habló señalando al detective. Después salieron en solemne procesión, pidiendo permiso a la
gente, y caminaron hacia un rincón debajo de la tribuna. El lugar era húmedo y olía a meada. Se
formó un círculo alrededor de Lespada y el presidente tomó la palabra:
- Este es el detective Lespada, lo contraté para investigar si Barroso había sido sobornado
y ahora quiere decirnos algo.
- ¿Por qué no lo discutió con la comisión? -dijo uno con desconfianza.

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- ¿Le paga con dinero del club? -preguntó otro.
- Le presento a Laborde y a Pariani -dijo el presidente dirigiéndose al detective y
omitiendo las preguntas-, y éste es el contador Carranza -agregó indicando al que no había
hablado.
- Es útil saber sus nombres -dijo Lespada-, para denunciarlos por extorsión.
Los miembros de la comisión lo miraron con ojos sanguinarios y el presidente con una
expresión de estupor.
- ¿Quién es este payaso? –preguntó Laborde.
- Uno muy divertido que vio las fotos en las que ustedes aparecen garchando con la
esposa de Barroso -dijo Lespada sin inmutarse.
Laborde y los otros dos cruzaron miradas lastimosas. El presidente miraba a unos y otros
sin entender nada.
- A Barroso no lo sobornaron -dijo el detective-, sino que estos tres señores, que suelen
enfiestarse con su mujer y practicar fotografía, usaron el material para extorsionarlo a través de
unos gorilas sin sesos. Primero sospeché del presidente de Las Palmas, pero él hubiera mandado
romperle las piernas, no hubiera jugado con fotitos.
Cuando Lespada terminó de hablar, Pariani y Carranza se miraron de reojo y se fugaron
apurando el paso debajo de la tribuna. Laborde, sin comprender que ya estaba condenado,
intentó una defensa.
- Presidente, no va a creer... –empezó a decir.
- Cállese, váyase a su casa y después hablamos en privado –dijo el presidente con el rostro
serio.
Laborde bajó la vista y se alejó como si cargara una heladera en la espalda. En la tribuna
hubo gritos que indicaban el comienzo del segundo tiempo.
- Me voy a ver el partido –dijo el presidente.
- ¿Los va a denunciar?
- No hace falta, después de esto no aparecen más por el club.
Ante la mirada extrañada de Lespada, el presidente se acercó y le dijo en tono íntimo: -No
quiero revolver mucho el asunto, yo también me cojo a la esposa de Barroso.
Después miró su reloj, hizo un gesto y buscó apurado la tribuna. Lespada terminó de
fumar en la penumbra, tiró la colilla al pasto y se dirigió a la salida de la cancha. Cuando se
asomaba a la calle, un estruendoso grito de gol explotó a sus espaldas.

---o---

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El lunes por la mañana, cuando el detective abría la ventana de su despacho, sonó el
teléfono.
- Llamo para arreglar sus honorarios -la voz del presidente de Unión era clara y decidida.
- Se han duplicado, tuve que involucrarme más de lo previsto, me golpearon en la cabeza
y debo guardar un secreto –dijo Lespada.
El presidente gruñó, pero el último argumento lo inclinó a aceptar el aumento. Antes de
colgar, el detective le hizo una pregunta:
- ¿Cómo terminó el clásico?
- Perdimos dos a uno, pero esta vez Barroso no tuvo la culpa.
Lespada cortó y volvió hacia la ventana. Asomó la cabeza y contempló el patio interior
del edificio. El sol empezaba a dibujar débiles franjas sobre las baldosas plomizas.

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ORDEN JERÁRQUICO
Eduardo Goligorsky

A Carlos y María Elena

Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era
casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin
embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el
primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían
danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz amarillenta de un farol.
El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos
que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.
Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido
subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles
multicolores prometían un espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las
coristas. Él también debió sumergirse, por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un
monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores
acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excitación.
Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada,
impregnaba al aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.
Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió,
implacable, en el preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.
El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás
lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una
pieza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente,
incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajoso,
mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen
ridícula de la ambición. Útil en su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que
había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y
responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente las
operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la orden del
día.
Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo,
ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito subterráneo a un

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piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las porquerías que
le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse importancia hablando de lo que nadie debía hablar.
No mencionó nombres, afortunadamente, ni se refirió a los hechos concretos, identificables,
porque si lo hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba con el oído atento, desde el taburete vecino,
habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la temeridad de un principiante.
No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar,
amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre había
protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros ambientes. Sus
modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había encontrado en las recepciones
de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones de los ministerios, en las convenciones
empresarias. Cuidaba, sobre todo, las apariencias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos,
starlets trepadoras, licores finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por
ejemplo, ya llevaba encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el
pasaje que lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las
suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.
En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo,
estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que el Doctor,
tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en ausencia de los auténticos
profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de costumbre, él tenía que jugarse el pellejo
para sacarles las castañas del fuego a los demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él
apuntaba alto, muy alto, en la organización.
Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el
hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió. Luego, sus
dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi sensualmente, y se
cerraron con fuerza, apretando la culata.
El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho
tiempo, la herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja se había
encogido tras infinitos contactos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban el mango de
madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por supuesto, el Cholo había
usado ese cuchillo en el último trabajo, dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para
romper allí, en el eslabón más débil, la cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.
En cambio, la pistola de Abáscal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su
linaje. Cuando la desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se complacía en
fantasear sobre la personalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un gallardo “junker” prusiano,

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que había preferido dispararse un tiro en la sien antes que admitir la derrota en un suburbio de
Leningrado? ¿O un lugarteniente del mariscal Rommel, muerto en las tórridas arenas de El
Alamein? Él había comprado la Luger, justamente, en un zoco de Tánger donde los mercachifles
remataban su botín de cascos de acero, cruces gamadas y otros trofeos arrebatados a la
inmensidad del desierto.
Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existencia de una artillería
más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras instancias del orden
jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie de símbolo de status. A medida
que él ascendiera, como sin duda iba a ascender, también tendría acceso a ese arsenal legendario,
patrimonio exclusivo de los poderosos.
Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de la
forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad de que un
arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la vez, el chicotazo de la
Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería suficiente para él, para Abáscal, cuando llegara a
su apogeo. La regla del juego estaba cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a
morir en la cama. Lo único que pedía era que, cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran
chapuceros y supiesen elegir instrumentos nobles.
La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los
pensamientos. Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en las
emboscadas de un Buenos Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas demasiado
persistentes en la calle despoblada. Una vibración intrusa en la atmósfera. La conciencia del
peligro acechante lo había ayudado a despejar la borrachera y giró en redondo, agazapándose. El
cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente convertido en la prolongación natural de
la mano que lo empuñaba.
Abáscal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distancia segura, una sola
vez, y la bala perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.
Misión cumplida.
El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la barrera
de aislación acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de hormigón y, más
lejos, donde las moles dejaban algunos resquicios, asomaban las parcelas leonadas del Río de la
Plata. El smog formaba un colchón sobre la ciudad y las aguas.
El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa
de depositar sobre el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas,
aristocráticas, flanqueada, en un jardín, por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de

25
antemano, el texto del cable: “Firmamos contrato”. No podía ser de otra manera. La
organización funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso residía la clave del
éxito.
“Firmamos contrato”, leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién- había
cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.
Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no
ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al
Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos contrato” significaba que Abáscal
había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil
de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo
el Doctor, que Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusiasmo por el
orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en
verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y
evitar sobresaltos inútiles.
Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio.
Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había
condenado irremisiblemente. La orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros,
ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar todos, absolutamente
todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última instancia, otro de ellos.
A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria
le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York, el membrete era el de la
firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres
marcaba el comienzo de otra operación. El código para descifrar las instrucciones descansaba en
el fondo de su caja fuerte.
El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se
deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera
avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le
sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en
su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del
cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de
escombros.

26
EL CANDELABRO DE PLATA
Abelardo Castillo

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto


primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la
hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el
cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso
esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De
ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto,
y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la
tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero trataré de ser
coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las
tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa,
todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en
medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he
comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de
mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo
que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock,
cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha.
Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores:
recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y
arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño,
siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo
milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se
lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en
este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el
espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza
hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un
gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo
había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por

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primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la
idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa
no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar
cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía.
Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen
infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca
habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también
escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi
paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y
misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la
soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había
supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que
nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le
dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas.
Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y
reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le
respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche;
pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a
gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos,
y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor? ...
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
– Pero, ¿cómo, yo... con usted?. . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de
pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme
sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con
corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para

28
esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que
habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia
cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un
muchachito, también rubio, también de ojos azules.
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el
apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos
iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo
joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo
nunca.
Dije:
– Pero, ¿cómo te enteraste de ellos?
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me
acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado,
roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde
hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como el
viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable.
Pregunté:
– ¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un
mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la
puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella,
Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –
hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para
hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería,
señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté
contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días
un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías
imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de
miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de

29
humillación. Dijiste:
– Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.
Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y
algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le
habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura
en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se
transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es
natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación,
un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –
como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos
formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me
alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con
maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin
interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más
brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos
modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría
aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de
generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de
ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia,
una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo,
mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la
idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque
todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
–Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi
supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora solo pensaba en una aldea

30
lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de
pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había
cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba
que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el
también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
– ¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la
cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
– ¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra
una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo
quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir...
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni
toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con
voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no
pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que
tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver. Mis últimas palabras
eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la
mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron
a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos.
Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes

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flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas
palabras absurdas y solemnes.
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que
acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a
tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y
entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que
pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él
también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad
se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que
ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me
besó las manos y balbuceo llorando:
– No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo
había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En
esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y
acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu
cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita,
poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me
obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

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RICK ASTLEY
Leonardo Oyola

Una reverenda cagada ser pelirrojo. En el barrio y en el jardín de infantes ya te empiezan a


soguear con el “Colo” de acá, “Colo” de allá. Y si tenés suerte, ese “Colo” no se te va en toda la
vida. Pero si te pasa lo mismo que a mí, te ponen el apodo de un colorado más o menos famoso y no te
lo sacan más.
Lo dicho: una reverenda cagada. Porque ya era una reverenda cagada que mi mamá me hubiera
puesto Axel. Axel Sanabria. ¿A vos te parece?
Sí, Sí. Mis viejos me cagaron la vida con el pelo y con el nombre. Después me la cagaron la Seño
Delfi, el Gordo Cadena y el hijo de re-mil putas de Sebastián Rodilla con el mismo apodo. Así, en ese
orden. La seño Delfi era mi maestra de cuarto grado y estaba encargada del acto del 17 de agosto. Cuando me
llamó y me pidió que fuera el protagonista yo me puse más colorado de lo que soy por la curda que me
daba la mezcla entre vergüenza y orgullo ser el General San Martín. Pero no, ella no quería que fuera el
Santo de la Espada. De hecho, nada de granaderos ni cordillera. Me ensartó como a Cabral el soldado heroico la
muy yegua.
Le dije que sí antes de saber cómo venía la mano. Y cuando intenté rechazar la propuesta, ella se
agachó para mimarme y rogarme. Para convencerme de que si yo decía que no, no iba a poder hacer el acto
como ella quería y que ya había trabajado mucho-mucho para tener que empezar otra vez de cero. Se
agachó y le vi el escote mientras me besaba la mejilla. Y ahí dije que sí. Y después de ese puto acto en toda la escuela
empezaron a decirme así porque ella me había disfrazado de eso.
Cuando estaba en séptimo les pedí a mis viejos hacer la secundaria en el centro de Morón. Lejos,
bien lejos de los que habían sido mis compañeros del primario. Quería empezar de cero. Que nadie más me
llamara por ese apodo porque me hinchaba bien las pelotas.
Me anoté en el Chacabuco. ¡Industrial! ¡Colegio de varones! Y nunca tuve tanta paz en medio de
tanto bardo. Nos la pasábamos espadeando con las reglas T. Y con esos mismos vagos íbamos al ombú
de la plaza a agarrarnos a piñas con los putitos del Dorrego. Lo mismo cuando nos rateábamos para ir al
Showcenter a ver una película y después descansar a algún cheto de los que paraban en el McDonald’s.
Me mandaban siempre al frente porque me la aguantaba. Era un flash escucharlos cuando me
cebaban: ¡Dale, Colo! ¡Matalo! ¡Eso, Colorado! ¡Eso!
Estaba todo bien, mucho más que bien, hasta que empezamos a ir a la cancha a ver al Gallo. Ahí
también queríamos que nos respetaran. Ganarnos nuestro espacio. Cantábamos como ninguno alentando al
equipo. El jefe dela barra brava en esa época, el Gordo Cadena, un sábado después de andá a saber cuántos
nos marcó. Sobre todo a mí.

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–¡Como el Colorado tienen que cantar, manga de putos! El Gordo se quedó un rato en silencio.
Pensando. Se le llenaron los ojos de lágrimas y después volvió a gritarle al resto de la hinchada con un nudo
en la garganta.
–¡Tienen que alentar como…!
Puta que lo parió. Otra vez sopa. Otra vez la misma historia. Otra vez el mismo apodo de la
primaria.
Después del partido me invitó a tomar una birra que terminaron siendo muchas. Aprovechando
que estaba un poco en pedo y que había ganado algo de confianza le dije que me cabía más cuando me
decían Colorado o Co-lo. A Cadena se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y hasta puchereó.
Haciendo un esfuerzo tremendo para no largar los mocos me confesó:
–¿Sabés lo que pasa? Mis dos hijos, el Daniel y el Carlitos… Los dos están guardados. Hace rato.
Cuando yo te vi saltando y cantando, me volví a acordar de ellos. Pero no de cuando venían conmigo al
tablón. No. Me acordé de lo que veíamos en la tele. Por eso te dije así. Y por eso te queda así. ¿Estamo?
¿Te la hago corta? Nunca más volví a la cancha. Y cuando me recibí en sexto año, en lugar de hacer
ingeniería o arquitectura me inscribí en la Escuela Dantes para ser policía. Tuve un instructor, Gregorio Despo,
que también era pelirrojo. Me dijo que no había ventaja más grande que ser colorado cuando sos
pata negra. Que terminábamos siendo los más populares. Porque siempre nos identificaban con el
apodo y el número de la delegación. Que él antes de dar clases había sido el Colo de la Séptima de
Lavalle.
Así fue como llegué a Laferrere, junto a otro novato de apellido Ordóñez, creyendo
fervientemente que iba a ser el Colo de la Seccional Cuarta. No bien entramos a la comisaría nos
atendió una oficial a la que el uniforme le quedaba pintado. Y yo, por mirarle las tetas a la morocha,
también pude saber su apellido al leerlo en la identificación. Urdarijo. Se mostró muy amable al
indicarnos donde quedaba la oficina del que iba a ser nuestro superior.
¿Qué te puedo decir del comisario? Macanudo. La concha de su madre. Se ve que el tipo estaba
de joda. Se sentía bendecido no solo por las nuevas incorporaciones, sino también por sumar otro policía…
pelirrojo. Le parecía gracioso. Muuuy gracioso. A mí no. Por eso nos juntó a los dos colorados de
la Seccional Cuarta. Nos puso a Ordóñez y a mí de compañero y mentor al hijo de remil putas de
Sebastián Rodilla.
Pero nadie lo llamaba por su nombre, apellido o rango al sargento Rodilla. Ni en la delegación ni en la calle.
A Sebastián Rodilla todo Laferrere lo conocía, lo conoce y lo conocerá por Rick Astley.
Veinte años atrás, una minita de Scasso con la que andaba le dijo que por ser colorado tenía un
aire a Rick Astley. Y el loco se la creyó. Se empezó a peinar con jopo. Cuentan que grababa en
VHS los videoclips que pasaban en Rock&Pepsi para aprenderse las canciones y los pasitos; y que

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se iba con el 96 hasta una galería en Ramos Mejía para comprarse en un negocio de conchetos poleras marca
Motor Oil que usaba debajo de sacos anchos y blazers que habían sido del padre.
Dicen que fue el primer metrosexual en Laferrere.
Yo diría el único.
–Ricastlei, te presento a los oficiales Gustavo Ordóñez y Axel Sanabria. Ordóñez, Sanabria: este es
Ricastlei.
Sebastián Rodilla le cabeceó a Ordóñez y a mí me dio un apretón de manos. Más bien me la capturó.
–Háganme caso y van a estar bajo mi ala chugueder forever –canchereó guiñándome un
ojo antes de liberarme la derecha.
Dios mío. ¡Qué pelotudo! Se la daba de langa. ¡Se la da de langa! Mal.
Nos hizo el tour por la seccional y nos puso los puntos. Nos dijo que siempre nos iba a cubrir las
espaldas porque como buen compañero él never gona guip iu up / never gona let iu daun / never gona
ran araun… an diseriu. Así, textual. En un inglés pronunciado por fonética. Ordóñez estaba pasmado,
disimulando seguirlo atentamente. Yo sólo miraba para abajo haciendo una mueca que intentaba ser una
sonrisa, mientras no dejaba de pensar “Uy, Dios. ¡Uy, Dios!”, y Rodilla meta que te dale con el never gona mei iu
crai / never gona sei gutvai/ never gona tel e lai… an jer iu.
Daba vergüenza ajena. Mucha. Pero se ve que en la comisaría lo bancan. Estaba llegando a esa
conclusión cuando alcé la cabeza y me encontré con la mirada de la oficial Urdarijo. Ella me sonrió y
Rodilla/Rick Astley me advirtió al oído:
–Ojota con Urdarijo, Sanabria. Que yi guons tu dens güit mi.
–¡Ricastlei! –gritó el comisario desde su oficina.– Están llegando los bomberos con un ahogado. Hacete
cargo que puede ser el tuyo.
Hacía una semana que había desaparecido un dealer en un hueco de San Alberto. Según
testigos de la investigación que estaba dirigiendo Rodilla, al transa lo habían tirado desde el puente de
Cristianía sobre un canal que desemboca en el río Matanza. Los bomberos rastrillaron sin suerte buscando
engrampar algo en quinientos metros alrededor del lugar del hecho durante casi una semana. Hasta que lo
encontraron. La correntada lo había chupado por un remolino bien abajo a los cimientos del puente donde quedó
agarrado de los alambres.
El cuerpo de un ahogado que estuvo mucho tiempo en el agua se infla de un tamaño que no te
puedo explicar. El abdomen, si en vida tenía noventa centímetros, ponele, llega a medir un metro y medio
por el líquido y la materia en descomposición que retiene. Pensá en una manguera tapada en el extremo por donde
debería de salir el chorro. Presión en ambas bocas. Si no cede ninguna, ¿cómo va a terminar?
Exacto.

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El cadáver que traían los bomberos en la camilla metálica parecía un luchador de sumo. Estaba
como sentado, con las piernas en ele. Prácticamente desnudo. En calzoncillo. Por eso Rodilla creyó que se
trataba de su hombre. Porque la mujer del dealer había declarado cuando hizo la denuncia que se lo habían
chupado dela casa mientras dormían.
Rodilla/Rick Astley nos explicó que para asegurar la identificación de un cuerpo se tienen que
hacer tres juegos de huellas dactilares. Uno para la policía nacional, otro para la provincial y el último para el
sumario.
El muerto, a la altura de los hombros, tenía la piel cuarteada. Nunca había visto nada igual. Ordóñez
tampoco. Los gajos se le desprendían como un guante de goma. Y en las manos, porque los dedos por el rigor
mortis le habían quedado como garras, los colgajos bien largos se zarandeaban ahí donde deberían
de estar las huellas dactilares. La piel era como baba.
Rodilla le apretó los tendones para ver si podía aflojar los dedos y así fichar el cuerpo. Ese era el
procedimiento.
–Con el primero que lo intentás es con el dedo índice –nos explicó–. Si no se puede con el índice
no se puede con ningún otro.
Le fue imposible hacerlo.
–Vamos a tener que hacharle las manos a la altura de las muñecas –nos dijo lo más pancho; y cuando
busqué intercambiar miradas con Ordóñez me di cuenta de que el flaco se estaba aguantando las
ganas de vomitar. Rodilla/Rick Astley siguió como si nada. –Hay que ponerlas en formol adentro de un frasco de
aceituna, de esos de boca ancha. Le enroscamos la tapa y la mandamos a los laboratorios en La Plata. Vamos
a ver quién de los dos las lleva. Hay que ir en La Costera. Quédense tranquilos que se pagan los viáticos.
Rogué que me tocara el viaje a La Plata y a Ordóñez las amputaciones sin poder evitar mirar y
mirar al cuerpo con su color verde azulado, las arterias marcadas y esos ojos blancos y acuosos sin color ni brillo. El
tufo que emanaba era terrible.
Lo teníamos que pasar de la camilla metálica de los bomberos a una camilla común. Cuando lo
intentamos, el tipo se nos bamboleó porque estaba redondo, seco y baboso. Se empezó a rajar lo que
quedaba del brazo izquierdo y salió mucho pus. Rodilla lo atajó con la macana y el fiambre por el golpe se tiró un
pedo. El cuerpo siguió bamboleándose y cuando apenas volvió a sentir la punta de la macana de Rodilla,
que lo había intentado atajar otra vez, ahí el cadáver reventó. Por los ojos, los agujeros de la nariz, la boca
y el tajo del brazo izquierdo. Y toda la pestilencia me cayó encima solo a mí.
Bienvenido a la Seccional Cuarta de Laferrere.
En el patio del fondo de la comisaría, debajo del jacarandá, habíamos dejado lo que quedaba del
ahogado. Era el lugar más fresco en la seccional y por eso estaba ahí mientras esperábamos el
traslado a la morgue del partido. Una nube de moscas quereseras no dejaban de sobrevolar los

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restos del fiambre mientras Ordóñez –con la camisa sólo manchada por su propio vómito– lo
custodiaba para que no se acercaran el perro o los gatos que andaban por ahí buscando hincarle el diente ante
el menor descuido.
Yo me había quedado en boxer para manguerearme toda la mierda con la que había
sido baldeado. El resto de los muchachos de la delegación a través de las ventanas me silbaban y
me gritaban cosas como ¡qué cuerpito, eh! O Colorado, no te olvides de limpiarte detrás de las
orejas. Con un jabón de lavar la ropa me fregaba a más no poder intentando sacarmelos restos y
el olor que tenía impregnado. Me entró jabón en los ojos y me ardieron. Cuando recuperé la vista, ahí
estaba en frente mío la oficial Urdarijo. En las manos tenía un saché familiar de suavizante para la ropa.
–Dame el uniforme que te lo lavo.
¡No! ¡No! Dejá que lo hago yo.
–A mí no me molesta, Sanabria –confesó regalándome una sonrisa mientras bajaba
la vista. Me pareció que me pispeaba el bulto.
–Te agradezco. No hace falta. Lo hago yo. Urdarijo volvió a sonreír.
–Como quieras. Pero echale después esto así te queda perfumado.
Cuando me pasó el suavizante, con tres dedos pude acariciarle la muñeca. Se sonrojó. Lo vi bien.
Fue un segundo antes de que el hijo de remil putas de Sebastián Rodilla carraspeara un pollo
exageradamente, apoyado en el marco de la puerta.
–Ejem… Ejem… Un momento histórico este –afirmó, señalando con el índice el dibujo del pendejito
rubio en el saché de Vívere-. El reencuentro de Chuavechito… ¡y Dibu!
Demás está decir que todos se cagaron de la risa. Incluida Urdarijo. Y obviamente la anécdota llegó a
conocerse rápido en toda La Matanza.
Por tercera vez en mi vida me habían bautizado de vuelta con ese apodo de mierda.
Y después de ésa, sabía muy bien que –mientras estuviera prestando servicio en esta comisaría del orto en
Laferrere– los dos colorados de la Seccional Cuarta íbamos a ser para todo el mundo Dibu & Rick Astley.
Chugueder forever.

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