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en occidente
Moral: Grupo de valores de un grupo social (lo que está bien y lo que está mal). Precisa de la
reflexión ética para renovarse; depende de las condiciones.
Deontología: El tratado de los deberes (deber ser). Hace referencia a las normas, regulaciones,
al conjunto de valores que puedan estar en juego en una determinada práctica (ejemplo:
código de ética de los psicólogos).
Ética: reflexión sobre cómo se crean los valores, sobre las prácticas, etc. Formas de obrar
(buenas o malas), actitudes (éticas o no éticas) donde se busca el beneficio de otros. Hay
variaciones de la ética según sus contextos, es ahistórica, universal.
Sócrates. Mondolfo
En el siglo VI a.C. en Jonia (hoy en día es Turquía) surge la ciencia (en un sentido amplio); se
comienza a “pensar”. Hasta ese momento, la religión y la mitología iban de la mano. Filósofos
como Tales de Mileto, Anaxágoras, Anaximandro, Demócrito (primer ateo del que hay
registros) que introduce el concepto de átomo, Pitágoras que afirma que la Tierra es redonda.
Nuevo diálogo con las cosas: corrimiento de las explicaciones mítico-religiosas hacia el
pensamiento.
Sócrates no exigía un pago de sus discípulos, sino una voluntad de aprender y reconocer su
propia ignorancia.
Antes de Sócrates la reflexión ética no existía, ésta surge en la Grecia clásica. Cambio de una
ética del ciudadano a una ética del mercado (el conocimiento es una mercancía más). Es el
primer gran filósofo, que inaugura la primera reflexión ética (filosofía práctica). Luego
Aristóteles sistematiza a la ética como un campo propio de la filosofía.
La enseñanza socrática era pública y gratuita, lo cual es una actitud ética. Su enseñanza es en
base a preguntas, para ayudar a pensar al discípulo.
Platón introduce la idea de un universo de ideas puras al cual los mortales no tenemos acceso
(a lo sumo podemos hacer una buena copia). Hace una separación de lo existente en ideas y
cosas:
La situación histórica
La victoria sobre los persas, lograda por los griegos en el año 478 A.C., inspiro a los atenienses
confianza en sí mismos y en su régimen democrático.
La situación cultural
El siglo V A.C. asistió al mayor florecimiento cultural de Atenas; esta se convirtió en el centro
de la civilización helénica. El espíritu democrático ateniense promueve la participación de todo
el pueblo en él progreso cultural. El florecimiento de las artes y las letras y el fermento de vida
intelectual que se producen en la Atenas del siglo V con la aparición de genios como fidias, los
tres grandes trágicos, Aristófanes, Tucidides, Sócrates; todos estos grandes hombres hallan
clima propicio para el desarrollo y la expresión de su genio gracias a "la constitución y a las
condiciones concretas de la vida ateniense.
Los sofistas, que viven de su magisterio y exigen remuneración a los discípulos, enderezan su
actividad a la esfera más restringida de los ricos. En esto estriba una de las diferencias
fundamentales entre ellos y Sócrates.
La oposición entre uno y otro no consiste solo en el hecho de que el sofista cobre una
remuneración por su enseñanza, esto es, ejerza como actividad interesada una tarea que
Sócrates considera misión sagrada que ha de cumplirse en beneficio ajeno y no propio, sino
también en que, de acuerdo con esta diferencia, los sofistas vinculen la elección de sus
discípulos a la situación económica de los jóvenes, en tanto que Sócrates solo la vincula a la
disposición intelectual y moral que revelen. lo cual significa que la educación y formación de
élites para el gobierno del estado efectuada por los sofistas obedece a las ambiciones y a los
intereses políticos de jóvenes ricos; la que quiere realizar Sócrates, en cambio, obedece a las
exigencias del bien general, al que los individuos deben consagrar su capacidad y no
sobreponerle sus aspiraciones personales.
Jenofonte afirma que se había familiarizado con los "antiguos" filósofos, y Platón le hace
recordar en Fedon, su pasión juvenil por conocer la ciencia física y por hallar una solución a los
problemas naturales que lo atormentaban y su hondo interés en la doctrina de Anaxágoras,
seguido por el desengaño que le produjo la lectura del libro. Según Aristóteles, Sócrates no se
ocupaba de la naturaleza sino de las cosas éticas, indagando los conceptos universales.
La investigación natural de Sócrates constituía ya un planeamiento crítico por cuyo intermedio
se llegaba a la conclusión de que la pretendida ciencia de los físicos se resolvía en una
ignorancia real de las causas.
Se lo declaró culpable y votan por mayoría la pena de muerte, durante los treinta días de
espera, Sócrates, en la cárcel y con cadenas en los pies, continuo conversando filosóficamente
con sus discípulos y amigos, resaltando que lo único que importa es vivir honestamente, sin
cometer injusticia ni siquiera para retribuir una injusticia recibida.
Platón mismo destaca en la república, tales peligros al observar que "hay principios, en torno
de lo justo y lo injusto, en que hemos crecido desde niños, acostumbrándonos a obedecerlos y
honrarlos", pero que si a un joven se le refutan repetidas veces las convicciones que ha
recibido de las leyes y se le hace pensar que lo que honraba no es bello, ni justo ni bueno, es
inevitable que no siga honrando y obedeciendo los principios recibidos, sino que "se convierta
en transgresor de la ley, de fiel observador que era".
Además, agregan algunos críticos modernos, con su ejemplo Sócrates ensenaba a los jóvenes a
despreocuparse de la vida pública y de los problemas de la ciudad para preocuparse solo por
su propia vida interior; y como, por el contrario, el estado consideraba la participación en las
asambleas y magistraturas un deber de los ciudadanos y no solo un derecho, la influencia
negativa de Sócrates hacia que este necesariamente pareciese un corruptor. Y, en fin, dado el
vínculo entre la vida de la polis y la religión ciudadana, Sócrates, que quería sustituir esta
última por otra fe, se convertía, innegablemente, en reo de impiedad.
Sin embargo, Sócrates estaba tan lejos de querer socavar las creencias religiosas tradicionales
que nunca las hizo objeto de discusión, y es un sofisma decir que de esa manera las negaba y
anulaba aún más que quienes tenían la audacia de discutirlas. Además, Sócrates acostumbraba
cumplir las formas del culto, rezar su oración matutina al sol, ofrecer sacrificios a los dioses,
pedir y hacer pedir al oráculo délfico —en circunstancias criticas— inspiración para su propia
conducta y para la ajena. Por otro lado, si bien Sócrates no participaba constantemente en la
vida política, no solo cumplía con su deber de soldado y magistrado toda vez que le
correspondía, sin tener en cuenta los peligros; también creía cumplir una misión publica
sagrada al ejercer su apostolado de despertador de conciencias que estaba al servicio de una
educación "política" y trataba una abundante temática política. Y a tal servicio sacrificaba
Sócrates todo interés personal y familiar. Además, su crítica a ciertas leyes e instituciones que
le parecían contrarias al bien del estado no solo no obedecía, como lo destaca Jaeger, a
consideraciones de partido, sino que tampoco disminuía su profundo respeto a la majestad de
la ley que le hizo rechazar la fuga y sacrificar su vida en el altar de las leyes. Tampoco es exacto
que fuese enemigo de la democracia, sino la exigencia de perfeccionarla para que
efectivamente estuviese al servicio del bien público. El espíritu democrático de Sócrates se
manifestaba también en la valoración del trabajo, por la cual Sócrates también honraba el
trabajo porque reconocía en él una actividad educadora que crea conocimientos e implica la
conciencia de lo que se hace y de por qué se lo hace. En esa honra directa e indirecta al
trabajo, no menos que en la exigencia del diálogo, que reconoce la libertad de pensamiento y
de expresión y la quiere para todos, Sócrates se nos muestra profundamente democrático; y
aun cuando puede parecer excesivo decir "que personificaba el espíritu de la democracia
ateniense", hay que reconocer que es un defensor de la democracia de la competencia”. Por
cierto que esta, en tanto gobierno de los mejores, puede llamarse aristocracia en el sentido
etimológico de la palabra, pero Sócrates es, sin duda, "democrático de alma, aun cuando
adversario, en parte, de tal o cual institución de la democracia ateniense de su tiempo". No es
aceptable, pues, la justificación histórica de su condena como defensa legitima de la polis
democrática.
Sócrates no escribió nada, o solo unos versos en sus últimos días de cárcel. Este abstenerse de
la enseñanza escrita, suele explicarse con el motivo que platón la escritura es como la pintura,
cuyas imágenes están presentes ante nosotros como personas vivas, pero que si las
interrogamos callan majestuosamente; así, el discurso escrito no sabe dar explicaciones, si
alguien las pide, ni defenderse por sí mismo, sino que necesita siempre la intervención de su
padre. El discurso escrito se ofrece igualmente al entendido y al lego, sin saber a quién debe
hablar y a quien no, como un agricultor que esparce las semillas al acaso, en cualquier tiempo
y lugar. Pero el motivo más esencial aparece en otros diálogos platónicos, cuando en la misma
enseñanza oral Sócrates evita los discursos largos que solo permiten al discípulo una pasiva
función de oyente. La forma propia de la enseñanza socrática es el diálogo en donde el
maestro pregunta más que contesta, excita la reflexión activa del discípulo y provoca su
respuesta obligándolo a buscar para descubrir; o sea: es un despertador de conciencias e
inteligencias, no un proveedor de conocimientos.
Por este carácter peculiar, el magisterio socrático exigía el dialogo viviente y libre y no podía
ejercerse mediante obras escritas; y por eso su transmisión a la posteridad solo pudo
efectuarse a través de testimonios ajenos, de discípulos y adversarios.
El rasgo de honda religiosidad de Sócrates fue puesto de relieve ya en el siglo xix por el
máximo historiador de la filosofía griega, Eduardo Zeller, y aceptado y acentuado por otros,
como por ejemplo Antonio Labriola, quien afirmo de manera terminante la necesidad de
restituir a todo el conjunto de las exigencias expresadas por Sócrates su originario significado
religioso. No faltaron, por cierto, en la misma época y posteriormente, interpretaciones
opuestas, como la de Nietzsche, quien, en su origen de la tragedia, veía en Sócrates al anti
místico o lógico puro al que imputaba la destrucción de la energía creadora del espíritu
helénico; la de pohlmann, que opone un Sócrates racionalista puro a toda tentativa de
interpretación religiosa; la de Joel, basada en la interpretación aristotélica, igualmente
racionalista; la de ortega y Gasset, que procede de la de Nietzsche, etcétera.
Pero al lado de estas interpretaciones racionalistas se afirman con vigor otras dos: 1) la
moralista o humanista, representada en su más alto grado por la obra de Heinrich Maier, para
quien la humanidad de Sócrates expresa esencialmente "un nuevo estado de espíritu" y la
exigencia de una búsqueda de vida ética personal, punto de vista que orienta también a
Schrempf, Stenzel y otros, y que Banfi expresa cuando define a Sócrates: "el espíritu mismo de
la moralidad en su infinito problema", "la moralidad en su pura exigencia ..., como forma
eterna del espíritu". 2) la religiosa, que se acentúa con la frecuente atribución del misticismo
que Labriola le negaba. Este misticismo, cuya afirmación se basa en los testimonios platónicos,
ha sido vinculado por la escuela escocesa (John Burnet y a. e. Taylor) a la relación entre
Sócrates y el pitagorismo, que los representantes de esa escuela querían utilizar para su tesis
según la cual Sócrates era el verdadero autor de la teoría de las ideas. Pero muchos otros que
rechazaron tal tesis inaceptable reconocieron, empero, la importancia del hecho señalado por
Burnet: los pitagóricos de Tebas y Fliunte , ex discípulos de Filolao, después de la partida de
aquel buscaron en Sócrates al maestro que pudiera satisfacer sus exigencias religiosas y
místicas.
En esta relación entre un punto central de irradiación y toda la esfera de las manifestaciones
de la personalidad de Sócrates puede encontrarse el medio para superar la antítesis entre las
tendencias interpretativas opuestas de h, Maier y de Burnet-Taylor, esto es, entre un Sócrates
puro héroe moral, tal como lo veía Antistenes, y un Sócrates fundador de la filosofía
especulativa, tal como lo presentaba platón. "la anfibología tiene que residir necesariamente
en la personalidad misma de Sócrates que lo hace susceptible de esta doble interpretación. Y
partiendo de aquí es necesario esforzarse en superar el carácter unilateral de las dos
concepciones, aunque estas sean en cierto sentido legítimas, tanto lógica como
históricamente." y el camino de esta superación puede consistir en la vinculación de ambos
aspectos a su fundamental inspiración religiosa.
No hay que olvidar que la distinción más sustancial, quizá, entre los sofistas y Sócrates está
constituida por la visión que tienen respectivamente de la tarea del filósofo y el maestro:
actividad profesional utilitaria para aquellos; misión sagrada e imperativo categórico para este.
Sócrates vuelve al concepto de la filosofía como misión religiosa y camino de purificación ya
sostenido por los pitagóricos y por Parménides, pero acentuando aún más la idea de la Ética y
obligación moral que incumbe al filósofo: cumplir con su deber de maestro —convertido en
servicio del dios —aun a costa de la propia vida.
Era también un ejercicio continuo del conocimiento de sí mismo: conciencia de las propias
faltas que se despertaba con la exigencia interior de pureza, por lo cual el discurso sagrado
pitagórico incitaba a sentir vergüenza ante sí mismo más que ante cualquier otra persona. el
precepto pitagórico, cuyo eco resuena tanto en Demócrito como en Sócrates, aparece en acto
en el hipias mayor, 298 b-c, donde Sócrates dice que aun cuando sus faltas pudieran
escapárseles a los demás, jamás se le escaparían a alguien ante el cual experimenta la mayor
vergüenza; y ese alguien es el mismo Sócrates, el hijo de Sofronisco. Esta experiencia interior,
justamente, inspira la pregunta de Sócrates a cada ciudadano: "hombre, .no tienes
vergüenza...?", pregunta cuya eficacia esta testimoniada por la declaración de Alcibíades en el
banquete platónico, 216 b-c: "solamente con este hombre ha ocurrido lo que nadie podría
creer de mí: que me avergüenzo, y a veces quisiera que ya no estuviera entre los hombres,
pero sé que si esto sucediese experimentaría el dolor más agudo".
"Querefonte —narra Sócrates — habiendo ido una vez a Delfos, tuvo la osadía de preguntar al
oráculo si había alguien más sabio que yo. Y la pitia le contesto: ≪nadie≫. Al oír esto yo
pensé: .que quiere decir el dios?, .que es lo que esconde en sus palabras?, pues tengo la
certeza de no ser sabio, ni mucho menos. Entonces, que quiere decir cuando afirma que soy el
más sabio entre los hombres? Y largo tiempo estuve pensando que era lo que quería decir.
Después me puse a indagar. Interpele a uno de los que pasan por sabios y me dije: ahora voy a
desmentir el vaticinio y a mostrar al oráculo que este es más sabio que yo, aunque él haya
dicho que yo lo soy. Pero, al examinarlo, he aquí lo que me ocurrió... al conversar con él
descubría que parecía si sabio a muchos y sobre todo a sí mismo, pero que no lo era, e intente
demostrarle: ≪tú crees ser sabio y no lo eres...≫ al irme pensé: en verdad soy más sabio que
él pues nadie entre nosotros sabe nada bello y bueno, pero él cree saber y no sabe; yo no sé,
pero tampoco creo saber. Y por esta pequeñez parece que soy más sabio: porque no creo
saber lo que no sé".
Contra esta ignorancia tiene entonces que desarrollarse la refutación, parte inicial de la ironía
socrática. La refutación tiene la misión de suscitar en los otros la conciencia de su ignorancia,
es decir, de encaminarlos hacia una purificación espiritual de sus errores y faltas, y por eso no
llega ni debe llegar a una conclusión positiva sino a un resultado negativo que, sin embargo es
preparación y estímulo para una investigación reconstructiva, tal como habría de serlo más
tarde la duda metódica de descartes.
Pero para Sócrates, como para los pitagóricos, la purificación y liberación de los espíritus era
una exigencia religiosa: una misión sagrada, dice en la apología, que le había sido confiada por
el dios pues solo mediante ella un espíritu cegado por el error puede reconquistar la vista y
hallar el camino de la verdad y del bien, es decir, encontrar su salvación. Sócrates considera el
hecho de que se lo refute como un beneficio que recibe, igual al que presta a los demás
cuando es él quien les refuta sus errores.
Purificación moral, entonces, al mismo tiempo que intelectual: liberación por la cual el espíritu
se halla puro y dispuesto para la verdadera actividad que le compete. Y he aquí donde, como
vimos, aparece en Sócrates el parangón — de origen pitagórico — entre el médico y el
educador, que utilizaban también Protágoras y Gorgias, y que parece haber llegado a ser un
lugar común en la cultura de la época . El hondo interés por la medicina que Jaeger destaca en
Sócrates procede probablemente de una exigencia pitagórica más que del ejemplo de
Hipócrates o de Diógenes de Apolonia, porque se vincula a la necesidad fundamental de la
purificación del espíritu que ya los pitagóricos comparaban con la purgación del cuerpo.
Sin embargo, al repetir tal parangón, Sócrates lo aplica de modo acorde con el activismo de su
pedagogía que no permite que aquel a quien se refuta permanezca en la actitud pasiva del
enfermo ante aquel de quien recibe el purgante, sino que lo obliga a cooperar activamente en
la refutación, etapa que el educador dirige más que efectúa.
Así es como la refutación logra su mayor eficacia; así es como al engendrar, respecto al
conocimiento, una duda metódica, la convierte en preparación necesaria y estímulo para la
investigación.
De Sócrates podemos deducir: que no sabe cuál es la verdad; que se halla colmado de dudas;
que busca como los demás y junto a ellos.
El arte de partear se asemeja en todo al de las madres; solo difiere en que se aplica a los
hombres y no a las mujeres, y concierne a sus almas y no a sus cuerpos. Sobre todo, mi arte se
caracteriza por lo siguiente: se puede probar por todos los medios si el pensamiento del joven
ha de parir algo fantástico y falso o genuino y verdadero. Por otra parte, tengo en común con
las parteras el ser estéril en sabiduría y se me puede reprochar lo que muchos me reprochan,
es decir, que pregunto a los demás, pero no contesto nada acerca de nada, por falta de
sabiduría. Y esta es la causa: el dios me impone el deber de ayudar a parir a los otros, pero a
mí me lo impide. No soy sabio, pues, ni tengo descubrimientos que mi alma haya
dado a luz, sino que los que están conmigo parecen al comienzo ignorantes, pero después...
hacen un progreso admirable ... sin embargo, es claro que nada aprendieron de mí, sino que
son ellos quienes por si mismos hallaron muchas y bellas cosas que ya poseían."
Sin embargo, este método supone y afirma la existencia, en el interrogado, de una potencia
espiritual intrínseca y, al convertirla de potencia en acto, tiene que considerar que en su
espíritu existe cierto saber congénito o bien cierta capacidad cognoscitiva que tiende a
realizarse. En otras palabras, el método socrático de la mayéutica contiene en germen, más o
menos conscientemente, la convicción que platón expresa en su teoría de la reminiscencia,
cuyo verdadero significado es esencialmente activista, de facultad y esfuerzo de conquista y no
de mero vestigio pasivo de una inerte contemplación anterior.
Moral cristiana hasta el siglo XVII; luego aparece Spinoza. Fue excomulgado del judaísmo por
“ateo”. El concepto de Dios lo identifica con la naturaleza, que es cambiante.
Sistema ético inmanentista: desvalorización de la moral en favor de la ética. Spinoza hace una
distinción tajante entre ética y moral. El sistema ético que imponía la iglesia era un sistema
moral de normas que debían acatarse: el bien y el mal.
La moral tiene que ver con valores trascendentes (el bien, el mal), dados a priori en cualquier
momento y circunstancia. Siempre busca un juicio.
La ética está en el plano de la inmanencia (inmanencia: aquello que es inherente a algún ser o
que se encuentra unido, de manera inseparable, a su esencia. La acción inmanente tiene su fin
en el mismo ser. La acción de ver es un ejemplo de algo inmanente. Este acto permanece en el
sujeto y no tiene ningún efecto sobre lo visto: por lo tanto, no es trascendente ni transitorio.
La acción se inicia, se desarrolla y tiene efectos dentro del propio ser): todo aquello que
acontece en un tiempo y en un espacio concreto; lo bueno y lo malo (valores inmanentes). Es
todo aquello que potencia o destruye las relaciones que me componen. Requiere de un
encuentro. Cómo se afecten los cuerpos va a determinar si es un buen encuentro o un mal
encuentro. Nosotros mismos estamos repletos de contradicciones que nos van a producir
encuentros paradojales.
Un buen encuentro provoca alegría, un mal encuentro provoca tristeza. La ética es una
tipología de los modos inmanentes de existencia. Ir al encuentro del otro con ciertos valores
morales no garantiza un buen encuentro. Pero el encuentro tampoco sería posible si no
compartiéramos una serie de valores morales.
No hagamos con la moral lo que ella hace con nosotros: desvalorizarnos, someternos.
Una de las tesis teóricas de Spinoza se la conoce por el nombre de paralelismo; no consiste
solamente en negar cualquier relación de causalidad real entre el espíritu y el cuerpo, sino que
prohíbe toda primacía de uno de ellos sobre el otro. La significación práctica del paralelismo se
hace patente en el vuelco del principio tradicional sobre el que se fundaba la Moral como
empresa de dominio de las pasiones por la conciencia: cuando el cuerpo actuaba, el alma
padecía, se afirmó, y el alma no actuaba sin que el cuerpo padeciese a su vez. Según la Ética,
por el contrario, lo que es acción en el alma es también necesariamente acción en el cuerpo, y
lo que es pasión en el cuerpo es también necesariamente pasión en el alma. Ninguna primacía
de una serie sobre la otra. Spinoza trata de mostrar que el cuerpo supera el conocimiento que
de él se tiene, y que el pensamiento supera en la misma medida la conciencia que se tiene de
él. No hay menos cosas en el espíritu que superan nuestra conciencia, que cosas en el cuerpo
que superan nuestro conocimiento. Sólo por un único e igual movimiento llegaremos, si es que
es posible, a captar la potencia del cuerpo más allá de las condiciones dadas de nuestro
conocimiento, y a captar la potencia del espíritu más allá de las condiciones dadas de nuestra
conciencia.
Ocurre que la conciencia es naturalmente el lugar de una ilusión. Su naturaleza es tal que
recoge los efectos pero ignora las causas. El orden de las causas se define por lo siguiente:
cada cuerpo en su extensión, cada idea o cada espíritu en el pensamiento están constituidos
por relaciones características que subsumen las partes de este cuerpo, las partes de esta idea.
Cuando un cuerpo «se encuentra con» otro cuerpo distinto, o una idea con otra idea distinta,
sucede o bien que las dos relaciones se componen formando un todo más poderoso, o bien
que una de ellas descompone la otra y destruye la cohesión entre sus partes. En esto consiste
lo prodigioso, tanto del cuerpo como del espíritu, en estos conjuntos de partes vivientes que
se componen, y se descomponen siguiendo leyes complejas.
¿Cómo calma su angustia la conciencia? Gracias a que se opera una triple ilusión. Puesto que
sólo recoge efectos, la conciencia remediará su ignorancia trastocando el orden de las cosas,
tomando los efectos por las causas (ilusión de las causas finales): del efecto de un cuerpo
sobre el nuestro hará la causa final de la acción del cuerpo exterior, y de la idea de este efecto,
la causa final de sus propias acciones. Desde este momento, se tomará a sí misma por causa
primera, alegando su poder sobre el cuerpo (ilusión de los decretos libres). Y allí donde ya no
le es posible a la conciencia imaginarse ni causa primera ni causa organizadora de los fines,
invoca a un Dios dotado de entendimiento y de voluntad que, mediante causas finales o
decretos libres, dispone para el hombre un mundo a la medida de su gloria y de sus castigos. E
incluso no basta con afirmar que » la conciencia se hace ilusiones; pues es inseparable de la
triple ilusión que la constituye: ilusión de la finalidad, ilusión de la libertad, ilusión teológica. La
conciencia es sólo un soñar despierto. «Así es como un niño cree desear libremente la leche;
un joven furioso, la venganza; y un cobarde, la huida. Un borracho también cree decir, por un
libre decreto del espíritu, lo que sereno nunca querría haber dicho.»
Spinoza define ocasionalmente el deseo como «el apetito con conciencia de sí mismo». Pero
precisa que se trata solamente de una definición nominal del deseo, y que la conciencia nada
añade al apetito. Por lo tanto, hay que llegar a una definición real del deseo que muestre a un
tiempo la «causa» por la que la conciencia parece abrirse en el proceso del apetito. Ahora
bien, el apetito no es más que esfuerzo por el que cada cosa se esfuerza en perseverar en su
ser, cada cuerpo en la extensión, cada alma o cada idea en el pensamiento (conatus). Pero
puesto que este esfuerzo nos empuja a diferentes acciones de acuerdo al carácter de los
objetos con los que nos encontramos, tendremos que afirmar que está en cada instante
determinado por las afecciones procedentes de los objetos. Estas afecciones determinantes
son necesariamente la causa de la conciencia del conatus, y como las afecciones no pueden
separarse del movimiento por el que nos conducen a una perfección mayor o menor (alegría o
tristeza), según si la cosa con la que nos encontramos se compone con nosotros o, por el
contrario, tiende a descomponernos, la conciencia aparece como el sentimiento continuo de
este paso de más o menos, de menos o más, testigo de las variaciones y de las
determinaciones del conatus en función de los otros cuerpos o de las otras ideas. El objeto que
conviene a mi naturaleza me determina a formar una totalidad superior que nos comprende, a
él mismo y a mí. El que no me conviene pone mi cohesión en peligro y tiende a dividirme en
subconjuntos que, en el límite, entran en relaciones incompatibles con mi relación constitutiva
(muerte). La conciencia es el paso o, más bien, el sentimiento del paso de estas totalidades
menos poderosas a totalidades más poderosas, e inversamente. Es puramente transitiva. Pero
no es propiedad del todo, ni de algún todo en particular; sólo tiene el valor de una información
necesariamente confusa y mutilada.
«No comerás del fruto...»: el angustiado e ignorante Adán comprende estas palabras como el
enunciado de una prohibición. Sin embargo, ¿de qué se trata realmente? Se trata de un fruto
que, en su condición de fruto, envenenará a Adán si éste lo come. Se trata del encuentro de
dos cuerpos cuyas relaciones características no se componen; el fruto actuará como un
veneno, es decir, provocará que las partes del cuerpo de Adán (y, paralelamente, la idea del
fruto lo hará con las partes de su alma) entren en nuevas relaciones que no corresponden ya a
su propia esencia. Pero, ignorando las causas, Adán cree que se le prohíbe moralmente,
aunque, en realidad, Dios sólo le revela las consecuencias naturales de la ingestión del fruto.
Spinoza nos lo recuerda obstinadamente: todos los fenómenos que agrupamos bajo la Ética y
categoría del Mal, las enfermedades, la muerte, son de este tipo, mal encuentro, indigestión,
envenenamiento, intoxicación, descomposición de la relación.
En cualquier caso, siempre hay relaciones que se componen dentro del propio orden,
conforme a las leyes eternas de la naturaleza entera. Aunque no haya Bien ni Mal, sí hay
bueno y malo. «Más allá del Bien y del Mal, esto al menos no quiere decir más allá de lo bueno
y lo malo.» Lo bueno tiene lugar cuando un cuerpo compone directamente su relación con la
nuestra y aumenta nuestra potencia con parte de la suya, o con toda entera. Por ejemplo, un
alimento. Lo malo tiene lugar, para nosotros, cuando un cuerpo descompone la relación del
nuestro, aunque se componga luego con nuestras partes conforme a relaciones distintas a las
que corresponden a nuestra esencia, como actúa un veneno que descompone la sangre.
Bueno y malo tienen así un primer sentido, objetivo aunque relativo y parcial: lo que conviene
a nuestra naturaleza, y lo que no le conviene. Y, por consiguiente, bueno y malo tienen un
segundo sentido, subjetivo y modal, que califica dos tipos, dos modos de existencia del
hombre; se llamará bueno (o libre o razonable o fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se
esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que conviene a su naturaleza, componer su
relación con relaciones combinables y, de este modo, aumentar su potencia. Pues la bondad es
cosa del dinamismo, de la potencia y composición de potencias. Se llamará malo, o esclavo,
débil, o insensato, a quien se lance a la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los
efectos, sin que esto acalle sus quejas y acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre
contrario y le revele su propia impotencia. Pues de tanto encontrarse con Dios sabe que en
cualquier circunstancia, imaginando poder arreglárselas siempre o con mucha violencia o con
un poco de astucia, ¿cómo no acabará con más malos encuentros que buenos? ¿Cómo no
acabará destruyéndose a fuerza de culpabilidad, y destruyendo a los otros con tanto
resentimiento, propagando en todas direcciones su propia impotencia y esclavitud, su propia
enfermedad, sus indigestiones, toxinas y venenos? Llegará a no poder encontrarse consigo
mismo.
De este modo, la Ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia,
reemplaza la Moral, que refiere siempre la existencia a valores trascendentes. La moral es el
juicio de Dios, el sistema del Juicio. Pero la Ética derroca el sistema del juicio. Sustituye la
oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia
(bueno-malo). La ilusión de los valores está unida a la ilusión de la conciencia; como la
conciencia es ignorante por esencia, como ignora el orden de las causas y las leyes, de las
relaciones y sus composiciones, como se conforma con esperar y recoger el efecto, desconoce
por completo la Naturaleza. Ahora bien, para moralizar, basta con no comprender. Resulta
claro que, en el momento en que no la comprendemos, una ley se nos muestra bajo la especie
moral de una obligación. Si no comprendemos la regla de tres, la aplicaremos acatándola como
un deber. Si Adán no comprende la regla de la relación de su cuerpo con el fruto, escuchará en
la palabra de Dios una prohibición. Más aún, la forma confusa de la ley moral ha
comprometido hasta tal punto la ley de la naturaleza que el filósofo ya no debe hablar de leyes
de la naturaleza, sino solamente de verdades eternas: «Sólo por analogía se aplica la palabra
ley a las cosas naturales; por ley no se acostumbra entender otra cosa que un mandato...».
Como dice Nietzsche a propósito de la química, esto es, de la ciencia de los antídotos y los
venenos, más vale evitar la palabra ley, que tiene un regusto moral. Sería fácil, sin embargo,
separar ambos dominios, el de las verdades eternas de la Naturaleza y el de las leyes morales
institucionales, aunque sólo se atendiese a los efectos. Cojamos la palabra a la conciencia: la
ley moral es un deber, no tiene otro efecto ni finalidad que la obediencia. Tal vez esta
obediencia resulte indispensable, tal vez los mandamientos resulten bien fundados. No es ésta
la cuestión. La ley, moral o social, no nos aporta conocimiento alguno, no nos hace conocer
nada. En el peor de los casos, impide la formación del conocimiento (la ley del tirano). En el
mejor, prepara el conocimiento y lo hace posible (la ley de Abraham o de Cristo). Entre estos
dos extremos ocupa el lugar del conocimiento en aquellos que no pueden alcanzarlo a causa
de su modo de existencia (la ley de Moisés). Pero, de cualquier forma, no deja de manifestarse
una diferencia de naturaleza entre el conocimiento y la moral, entre la relación mandamiento-
obediencia y la relación conocido- conocimiento. La miseria de la teología y su nocividad no
son, según Spinoza, solamente especulativas; se originan en la confusión práctica, inspirada
por la teología, entre estos dos órdenes de naturaleza diferente. O, por lo menos, la teología
considera las revelaciones de la Escritura como bases del conocimiento, incluso si este
conocimiento ha de desarrollarse racionalmente o aun ser traspuesto, traducido por la razón;
de donde se origina la hipótesis de un Dios moral, creador y trascendente. Se da aquí, ya lo
veremos, un error que compromete la ontología entera; se trata de la historia de un largo
error en el que se confunde el mandamiento con algo que hay que comprender, la obediencia
con el conocimiento mismo, el Ser con un fíat. La ley es siempre la instancia trascendente que
determina la oposición de los valores Bien-Mal; el conocimiento, en cambio, es la potencia
inmanente que determina la diferencia cualitativa entre los modos de existencia bueno-malo.
Ocurre que la pasión triste es un complejo que reúne lo infinito del deseo con la confusión del
ánimo, la codicia con la superstición. «Los que con más ardor abrazan cualquier forma de
superstición no pueden ser otros que los que más inmoderadamente desean los bienes
ajenos.» El tirano necesita para triunfar la tristeza de espíritu, de igual modo que los ánimos
tristes necesitan a un tirano para propagarse y satisfacerse. Lo que los une, de cualquier forma,
es el odio a la vida, el resentimiento contra la vida. La Ética dibuja el retrato del hombre del
resentimiento, para quien toda felicidad es una ofensa y que hace de la miseria o la impotencia
su única pasión. «Y los que saben desanimar en lugar de fortificar los espíritus se hacen tan
insoportables para sí mismos como para los demás. Por esta razón muchos prefirieron vivir
entre las bestias a hacerlo entre los hombres. De igual modo, los niños y adolescentes, que no
pueden sobrellevar con firmeza de ánimo las represiones paternas, se refugian en el oficio
militar, prefiriendo las dificultades de la guerra y la autoridad de un tirano a las comodidades
domésticas y las amonestaciones paternas, y aceptan cualquier carga con tal de vengarse de
sus padres...»
No sólo hay que distinguir entre acciones y pasiones, sino entre dos tipos de pasiones. Lo
propio de la pasión, de cualquier modo, consiste en satisfacer nuestro poder de afección a la
vez que nos separa de nuestra potencia de acción, manteniéndonos separados de esta
potencia. Pero cuando nos encontramos con un cuerpo exterior que no conviene al nuestro (es
decir, cuya relación no se compone con la nuestra), todo ocurre como si la potencia de este
cuerpo se opusiera a nuestra potencia operando una substracción, una fijación; se diría que
nuestra potencia de acción ha quedado disminuida o impedida, y que las pasiones
correspondientes son de tristeza. Por el contrario, cuando nos encontramos con un cuerpo que
conviene a nuestra naturaleza y cuya relación se compone con la nuestra, se diría que su
potencia se suma a la nuestra; nos afectan las pasiones de alegría, nuestra potencia de acción
ha sido aumentada o auxiliada.
Esta alegría no deja de ser una pasión, puesto que tiene una causa exterior; quedamos todavía
separados de nuestra potencia de acción y no la poseemos formalmente. Pero no por ello esta
potencia de acción deja de aumentar en proporción, y así nos «aproximamos» al punto de
conversión, al punto de transmutación que nos hará dignos de la acción, poseedores de las
alegrías activas. Es en el conjunto de esta teoría de las afecciones en el que se da razón del
estatuto de las pasiones tristes. Sean éstas cuales fueren, así como sus justificaciones precisas,
representan el grado más bajo de nuestra potencia, el momento en que quedamos más
separados de nuestra potencia de acción, más alienados, abandonados a los fantasmas de la
superstición y a las malas artes del tirano. La Ética es necesariamente una ética de la alegría;
sólo la alegría vale, sólo la alegría subsiste en la acción, y a ella y a su beatitud nos aproxima. La
pasión triste siempre es propia de la impotencia. Éste será el triple problema práctico de la
Ética: ¿cómo conseguir el máximo de pasiones alegres y pasar de este punto a los sentimientos
libres y activos (cuando nuestro lugar en la Naturaleza parece condenarnos a los malos
encuentros y a la tristeza) ¿'Cómo podemos formar ideas adecuadas, de donde brotan
precisamente los sentimientos activos (cuando nuestra condición natural parece condenarnos
a tener de nuestro cuerpo, de nuestro espíritu y de las demás cosas solamente ideas
inadecuadas)?
¿Cómo llegar a la conciencia de sí, de Dios y de las cosas-sui et Dei et rerum aeterna quadam
necessitate conscius (cuando nuestra conciencia parece inseparable de la ilusión)?
Las grandes teorías de la Ética -unicidad de la substancia, univocidad de los atributos,
inmanencia, necesidad universal, paralelismo, etc.- no pueden separarse de las tres tesis
prácticas sobre la conciencia, los valores y las pasiones tristes. La Ética es un libro escrito en
dos ejecuciones simultáneas; una elaboración en el continuo seguirse de las definiciones,
proposiciones, demostraciones y corolarios que desarrollan los grandes temas especulativos
con todos los rigores del espíritu; otra ejecución, más en la rota cadena de los escolios, línea
volcánica discontinua, segunda versión bajo la primera que expresa todos los furores del
corazón y propone las tesis prácticas de denuncia y liberación. Todo el camino de la Ética se
hace en la inmanencia; pero la inmanencia es el inconsciente mismo y la conquista del
inconsciente. La alegría ética corresponde a la afirmación especulativa.
Kant es otro inmanentista (Siglo XVIII). No propone ninguna fórmula moral, propone una
nueva forma de producir valor. Estaba trabajando para el naciente estado burgués.
No se trata de juzgar una acción desde un orden moral preestablecido, sino de analizar para
llegar a un juicio; analítica de la razón. Paradoja de Kant: realizar un análisis desde un orden
trascendental que es la razón.
Característica básica del orden burgués basado en el modo capitalista de producción: contrato
social entre individuos con uso de razón. Se quiere crear un nuevo orden, una nueva lógica con
nuevos valores. Los sin razón (locos) no entran; la psiquiatría fue creada en un acto político por
la asamblea revolucionaria.
La razón es el nuevo dios; tiene reglas de lógica. Kant reintroduce una dimensión ética: el
análisis.
Kant se caracterizó por la búsqueda de una ética o principios con el carácter de universalidad
que posee la ciencia. Para la consecución de dichos principios Kant separó las éticas en: éticas
empíricas (todas las anteriores a él) y éticas formales (ética de Kant).
La razón teórica formula juicios frente a la razón práctica que formula imperativos. Estos serán
los pilares en los que se fundamenta la ética formal kantiana. La ética debe ser universal y, por
tanto, vacía de contenido empírico, pues de la experiencia no se puede extraer conocimiento
universal. Debe, además, ser a priori, es decir, anterior a la experiencia y autónoma, esto es,
que la ley le viene dada desde dentro del propio individuo y no desde fuera. Los imperativos de
esta ley deben ser categóricos y no hipotéticos, que son del tipo «Si quieres A, haz B».
«Obra sólo según una máxima tal, que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley
universal».
«Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier
otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio».
«Obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino
universal de los fines».
Pero también, indica que los hombres tienen dos caminos a seguir:
Kant centra sus estudios en una doctrina de la moral humana y en buscar cual es el núcleo
esencial de la moral humana. Kant piensa que lo práctico y lo verdaderamente moral para
nosotros es la buena voluntad, que lo único a lo que nosotros no debemos renunciar es a una
buena voluntad, esto quiere decir que si yo actúo de buena voluntad sean las que sean las
consecuencias nadie me puede reprochar moralmente nada. Toda la moral está formada por
imperativos es decir “hay que hacer esto, hay que hacer aquello, etc.” Estos imperativos están
en toda nuestra vida pues constantemente nos estamos dando órdenes de acuerdo con lo que
queremos hacer. Lo verdaderamente moral serían unos imperativos que no estuvieran
condicionados con nada más que porque somos seres humanos que nos acondiciona o manda
a cumplir dichos imperativos. Este imperativo que deberíamos cumplir todos solo por ser
humanos es decir por ser racionales. Kant lo expresa de varias maneras pero el ideal es que
cada uno de nosotros actúe de acuerdo con una máxima que pueda desear que se convierta en
ley universal para todos, es decir que si yo actuó de un modo pueda decir “ojala todo el mundo
puesta en estas condiciones actuase de esta misma manera que voy a actuar”
El uso teórico de la razón se ocupaba de objetos de la mera facultad del conocimiento, y una
se pierde más allá de sus fronteras, entre objetos inalcanzables o conceptos contradictorios.
Distinto es lo que sucede con el uso práctico de la razón que se ocupa de los motivos
determinantes de la voluntad, la cual es una facultad que o bien produce objetos
correspondientes a las representaciones o por lo menos se determina a sí misma para
lograrlos. La razón puede por lo menos llegar a la determinación de la voluntad y tiene realidad
objetiva mientras lo que importe sea sólo el querer.
Los únicos motivos determinantes de la voluntad, deben representarse como los móviles de las
acciones, de lo contrario sólo se lograría legalidad de las acciones, pero no la moralidad de las
intenciones. Sin embargo, no es tan claro que esa representación de la virtud pura tenga más
poder sobre el ánimo humano y pueda constituir un móvil mucho más fuerte aun para lograr
esa legalidad de las acciones y provocar resoluciones más enérgicas. Sin embargo, es
realmente lo que ocurre, y si la naturaleza humana no fuese de esta índole, ninguna clase de
representación de la ley produciría jamás la moralidad de las intenciones. Todo sería mera
hipocresía. Podría encontrarse en nuestras acciones la letra de la ley (legalidad), mas no su
espíritu en nuestras intenciones (moralidad), y como a pesar de todos nuestros esfuerzos no
podemos desprendernos totalmente de la razón, tendríamos que aparecer inevitablemente a
nuestros propios ojos como hombres indignos, abyectos, a pesar de que tratáramos de
mantenernos indemnes de esta humillación, sólo se regiría por lo que hace sin preocuparse
por los motivos por los cuales se haga. Para llevar primero por los carriles de lo moralmente
bueno a un ánimo inculto o corrompido, se requieren algunas iniciaciones preliminares para
atraerlo mediante su propia seducción o asustarlo con daños; pero no bien ese expediente
mecánico -esos andadores- haya comenzado tan sólo a producir efecto, es preciso llevar al
alma totalmente el motivo moral puro, que no solamente por el hecho de ser el único que
funda un, sino también porque enseña a los hombres a sentir su propia dignidad, da al ánimo
una fuerza inesperada para él mismo para desprenderse de toda dependencia sensible que
pretenda hacerse dominante, y para que, en la independencia de su naturaleza inteligible y de
la grandeza de alma para la cual se siente destinado, encuentre abundante compensación por
los sacrificios que hace. Por consiguiente, vamos a demostrar, mediante observaciones que
todos pueden hacer, que esta propiedad de nuestro ánimo, esta receptibilidad de un interés
moral puro y, en consecuencia, la fuerza motora de la representación pura de la virtud, si se
lleva debidamente al corazón humano, es el móvil más poderoso y el único para llegar al bien;
sin embargo, es preciso recordar al mismo tiempo que el hecho de que estas observaciones
demuestran solamente la realidad de tal sentimiento, no impide en lo más mínimo que éste
sea el único método de hacer subjetivamente prácticas las leyes objetivamente prácticas de la
razón pura mediante la mera representación pura del deber.
Observando la marcha de las conversaciones en sociedades heterogéneas, se nota que existe
otra clase de conversación, a saber, el discurrir. No hay nada que suscite más el interés de las
personas que lo relativo al valor moral que nos permite conocer el carácter de una persona. En
esos juicios puede vislumbrarse a menudo el carácter de las personas mismas que juzgan a las
demás: unas parecen propensas de preferencia a elegir sobre todo a difuntos para sus juicios;
otras, por el contrario, son más amigas de criticar y acusar y pretenden impugnar ese valor. Sin
embargo, no siempre puede imputarse a las últimas la intención de querer eliminar totalmente
con sutileza la virtud en las personas, sino que a menudo las mueve solamente una severidad
bien intencionada para determinar el genuino contenido moral de acuerdo con una ley
inflexible comparada con la cual, y no con ejemplos, baja mucho la vanidad en lo moral, y no
sólo enseña modestia, sino que la hace sentir a todos los que hacen un buen examen de
conciencia. No obstante, a menudo se echa de ver en los defensores de la pureza de
intenciones en ejemplos dados, que cuando esta pureza tiene en su favor la presunción de
honradez, desearían borrar aun la más pequeña mancha, movidas del deseo de que si en todos
los ejemplos se discutiera la veracidad y en toda virtud humana se negara la pureza, no acaba
uniéndose ésta por mera quimera y se rebajara así a vana afectación y mendaz vanidad todo
esfuerzo en el sentido de la virtud. Los adolescentes muy jóvenes pronto adquirirían gran
sagacidad en estas materias, y además percatándose del progreso de su facultad de juzgar,
pronto encontrarían no poco interés en ellas, pero podrían esperar con seguridad que el
frecuente ejercicio de conocer el buen comportamiento en toda su pureza y aplaudirlo, y
fijarse, por el contrario, con aflicción o desprecio la menor discrepancia respecto de ella, si
bien hasta entonces sólo se practica como juego de la facultad de juzgar en el cual los niños
pueden rivalizar entre sí, dejará empero una impresión duradera de gran estima por una parte
y de execración por otra, lo cual, mediante el mero hábito de considerar a menudo tales
acciones como dignas de aplauso o censura, constituirá una buena base para la probidad en la
vida futura. Lo único que yo deseo es que se les dispense de ejemplos de las llamadas acciones
nobles (sobremeritorias), y orientarlo todo hacia el deber y el valor que una persona puede y
debe darse a sus propios ojos mediante la conciencia de no haberlas infringido, porque lo que
degenera en vacuos deseos y anhelos de inaccesible perfección produce meros héroes
novelescos que se consideran exentos de observar sus obligaciones comunes y factibles que
luego les parecen insignificantemente pequeñas.
Es muy aconsejable elogiar acciones de las cuales se trasluce una intención y humanidad
grande, desinteresada y solidaria, pero en ellas no debe llamarse tanto la atención en la
elevación del alma, que es muy efímera y pasajera, cuanto que en la sumisión del corazón al
deber, de la cuál cabe esperar una impresión más duradera porque trae consigo principios.
Basta reflexionar un poco y siempre encontraremos una culpa que hemos contraído de algún
modo frente al género humano para que no reprimamos la noción de deber entregándonos a
caprichosas fantasías sobre lo meritorio.
En nuestra época se pretende lograr más sobre el ánimo que mediante la representación del
deber, más indicada para la imperfección humana y para progresar en el bien, se necesita
insistir en este método más que nunca. Es completamente contraproducente presentar como
modelo a los niños acciones como nobles, generosas y meritorias, con la idea de inducirlos a
ellas inspirándoles entusiasmo, pues como están todavía muy lejos de la observancia del deber
más común y aun de juzgarlo como es debido, con eso sólo se logrará convertirlos
prematuramente en ilusos. Más aun en el caso de la parte más instruida y experta de los
hombres, ese presunto móvil, si no influye perjudicialmente en el corazón, por lo menos no
tiene en él efecto moral alguno como el que se quisiera lograr de ese modo.
Todos los sentimientos, sobre todo aquellos de los cuales se pretende que provoquen
esfuerzos inauditos, tienen que producir su efecto en el momento de su más elevada
vehemencia, pues de lo contrario de nada sirven: el corazón vuelve naturalmente a su
movimiento de la vida natural, moderado, y cae de nuevo en la tibieza que antes le era propia,
porque se le dio algo que si bien lo excitó, no lo fortaleció. Los principios tienen que erigirse
sobre conceptos; sobre cualquier otra base, sólo pueden producirse veleidades que no dan a la
persona valor moral, ni siquiera proporcionarle la confianza en sí misma, sin la cual no puede
haber la conciencia de su intención moral y de tal carácter, el bien supremo del hombre. Pues
bien, estos principios, si se quiere que lleguen a ser subjetivamente prácticos, no deben
quedarse en las leyes objetivas de la moralidad para admirarla y ensalzarla respecto de la
humanidad, antes bien es preciso considerar su representación en relación con el hombre y su
individualidad; en efecto, aquella ley aparece en una figura, sin duda sumamente digna de
respeto, pero no tan grata como si perteneciera al elemento al cual está acostumbrado
naturalmente el hombre, antes bien lo obliga, a menudo no sin abnegación de su parte, a
abandonar ese elemento y entregarse a otro más elevado, en el cual sólo puede mantenerse
haciendo grandes esfuerzos y con la incesante preocupación de si reincidiría. En una palabra:
la ley moral exige que se la siga por deber, no por predilección, que no debe ni puede
suponerse.
Si en nuestras acciones podemos poner algo que tenga el halago de lo meritorio, el móvil está
mezclado ya algo con amor a sí mismo, se halla apoyado ya algo por el lado de la sensibilidad.
En cambio, sacrificarlo todo a la santidad del deber únicamente y adquirir conciencia de que
podemos hacerle porque nuestra propia razón lo reconoce como su imperativo y dice que
debe hacerse, es lo que podríamos denominar elevarse totalmente por encima del mundo
sensible y, en la misma conciencia de la ley, está inseparablemente unido también como móvil
de una facultad que domina a la sensibilidad, aunque no siempre con efecto, que, no obstante,
podemos esperar lograrlo gracias a la más frecuente ocupación con él y a los tanteos al
principio pequeños de su uso para producir en nosotros el interés moral más grande, pero
puro, por ella.
Por lo tanto, la marcha que sigue el método es la siguiente. En primer lugar, lo único que
importa es convertir el juicio según las leyes morales en ocupación natural que acompañe
todas nuestras acciones libres lo mismo que la observación de las de los demás, haciendo de
él, por decir así, una costumbre y robustecerlo preguntando ante todo si la acción es conforme
objetivamente a la ley moral, y a cuál; con ello la atención a aquella ley que sólo ofrece un
motivo para sentirse obligado, se distingue de aquella que es realmente obligatoria y así nos
enseña a distinguir distintos deberes que convergen en la misma acción. El otro punto hacia el
cual debe dirigirse la atención es la cuestión de si la acción se hace también (subjetivamente)
por amor de la ley moral y, por consiguiente, no solamente tiene de hecho una rectitud moral,
sino también un valor moral por la intención según su máxima. Pues bien, no cabe duda de
que este ejercicio y la conciencia de un cultivo -de ella proveniente- de nuestra razón que sólo
juzga de lo práctico, tiene que producir cada vez más cierto interés, aun por su ley misma y,
por consiguiente, por las acciones moralmente buenas. En efecto, acabamos por amar aquello
cuya consideración nos hace sentir el uso ampliado de nuestras potencias cognoscitivas, uso
fomentado sobre todo por aquello en que hallamos rectitud moral; porque la razón sólo puede
hallarse bien en tal orden de las cosas con su facultad de determinar a priori según principios
lo que deba hacerse. Si un observador de la naturaleza acaba queriendo objetos que al
principio repugnaban a sus sentidos, cuando descubre en ellos la gran conformidad de su
organismo con un fin y de esta suerte su razón se nutre contemplándolos, y así Leibniz volvió a
colocar sobre su hoja a un insecto que había examinado minuciosamente al microscopio,
porque se había sentido ilustrado con su contemplación y tenía como si dijéramos la sensación
de que le había hecho un bien.
Mas esta ocupación de la facultad de juzgar que no nos hace sentir nuestras propias potencias
cognoscitivas, no es todavía el interés por las acciones y su moralidad misma. Lo único que
hace, es que nos entretengamos con tal juicio y da a la virtud y al modo de pensar según leyes
morales una forma de belleza que admira, aunque no por eso se busque todavía (laudatur et
alget); así como todo aquello cuya contemplación provoca subjetivamente una conciencia de
armonía de nuestras potencias de representación y en que sentimos fortalecida toda nuestra
facultad cognoscitiva (entendimiento e imaginación), producen un agrado susceptible también
de ser comunicado a otros, en el cual, no obstante, sigue indiferente para nosotros la
existencia del objeto, pues sólo se considera como ocasión de percatarnos de la disposición de
los talentos que hay en nosotros y que nos elevan por encima de la animalidad. Pero ahora
entra en funciones el segundo ejercicio, a saber, hacer perceptible con ejemplos la pureza de
la voluntad en la exposición viva de la intención moral, primero solamente como perfección
negativa de la voluntad si en una acción por deber no influyen en ella móviles de las
inclinaciones como motivos determinantes; con ello se mantiene en el alumno la atención
sobre la conciencia de su libertad y, aunque esta renuncia produzca al principio una sensación
de dolor, se le anuncia empero al propio tiempo, gracias a que ésta lo sustrae a la coacción
misma de verdaderas necesidades, una liberación respecto del múltiple descontento en que lo
envuelven todas esas necesidades y el espíritu se hace susceptible para la sensación de
contento proveniente de otras fuentes. Al fin y a la postre, el corazón se exime y alivia de un
peso que siempre lo oprime secretamente, cuando en decisiones morales puras de las cuales
se le muestran ejemplos, se descubre al hombre una facultad interna -la libertad interior- que
de lo contrario él mismo ni siquiera conoce del todo, para desprenderse de la impetuosa
insistencia de las inclinaciones, hasta el punto de que ninguna, ni aun la más preferida, tenga
influencia sobre una resolución para la cual debe servirnos ahora nuestra razón. En un caso, en
que sólo yo sepa que la sinrazón está de mi lado, aunque la libre confesión de esto y el
ofrecimiento de reparación tropiezan con tan gran resistencia por parte de la vanidad, el
egoísmo y aun el resentimiento -que por otra parte puede ser legítimo- contra aquel cuyo
derecho yo he lesionado, puedo empero pasar más allá de todas estas reservas, se encierra al
fin y al cabo una conciencia de ser independiente de inclinaciones y circunstancias fortuitas y
de la posibilidad de bastarme a mí mismo, conciencia que siempre puede serme saludable en
otro aspecto. Y entonces la ley del deber, gracias al valor positivo que su observancia nos hace
sentir, encuentra un acceso más fácil mediante el respeto a nosotros mismos en la conciencia
de nuestra libertad. En éste -cuando está bien fundado, cuando el hombre no encuentra nada
más vergonzoso que considerarse vil y reprobable a sus propios ojos en el examen de sí
mismo- puede injertarse luego toda buena intención moral, porque esto es el mejor guardián,
y hasta el único, para impedir que los impulsos ruines y corruptores penetren en el ánimo.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación
para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es
buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que
todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación
y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de
gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción;
por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por
sentir -sean lo bastante sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón,
porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes
todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo
del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores
que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que
está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza
gran influencia en su hacer y omitir.
Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se
refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón
misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito;
como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es
decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino
verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual
respecto, como medio, sino buena en sí misma.
Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la
condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad.
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una
voluntad buena sin ningún propósito ulterior, vamos a considerar el concepto del deber.
Conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a
hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres
pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un
contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio,
cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto
por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o
desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por
inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el
propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido
resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del
principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de
la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que
podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y
motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral.
¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación
con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo
de los fines que puedan realizarse por medio de la acción,
Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego
no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el
fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que
llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y
que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción.
Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de
una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general - que debe
ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que
pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal.
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una
promesa con el propósito de no cumplirla? Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber
de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el
concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que
empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. En
cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una
promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo
por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa debiese
valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo:
cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir
de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo
querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente
ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras
acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme
con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal,
destruiríase a sí misma.
Capítulo II
Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un
solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su
asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el
caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya
podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para
mover a tal o cual buena acción o a este tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de
ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en
realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea;
solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que
nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen
más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de
valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las
mismas, que no se ven.
Voy a admitir, por amor a los hombres, que la mayor parte de nuestras acciones son
conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza por
doquiera con el amado yo, que de continuo se destaca, sobre el cual se fundan los propósitos,
y no sobre el estrecho mandamiento del deber que muchas veces exigiría la renuncia y el
sacrificio. Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del
deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción
clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes,
que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e
independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones,
de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad
puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente
mandadas por la razón; así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar
de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque
este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón,
que determina la voluntad por fundamentos a priori.
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. La
imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de aliento, esto es,
ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente
lo que la regla práctica expresa universalmente; pero no pueden nunca autorizar a que se deje
a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos.
Por todo lo dicho se ve claramente: que todos los conceptos morales tienen su asiento y
origen, completamente a priori, en la razón, y ello en la razón humana más vulgar tanto como
en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento
empírico, el cual, por tanto, sería contingente; que en esa pureza de su origen reside su
dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que
añadimos algo empírico sustraemos otro tanto de su legítimo influjo y quitamos algo al valor
ilimitado de las acciones.
Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar
por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para
derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que
razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de
este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente
necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón,
independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno.
Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla
sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las
objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como
realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como
necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en
conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción, es decir, la relación de las leyes
objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación de la
voluntad de un ser racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los
cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.
Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes
objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser
racional; verbigracia, de la voluntad humana.
Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el
imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como
necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad,
entonces es el imperativo categórico.
El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún propósito posible o
real.
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por
medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico.
No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al
principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que
a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.
El querer según estas tres clases de principios distínguese también claramente por la
desigualdad de la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, creo yo que la
denominación más acomodada, en el orden de esos principios, sería decir que son, ora reglas
de la habilidad, ora consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo
la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto,
universalmente válida, y los mandatos son leyes a las cuales hay que obedecer, esto es, dar
cumplimiento aun en contra de la inclinación.
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea
posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad
representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los
imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y,
por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa
recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos.
Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la
necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como
sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser
descubierto» sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como
mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en
ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro
motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto tenga
influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros
peligros.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se tornó ley universal.
Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la
máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del
juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su
máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal, y mucho
menos que se pueda querer que deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esa
imposibilidad interna, pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de
una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma.
Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el deber es un concepto que
debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse
más que en imperativos categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos.
Los principios los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su
autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la
suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a
despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.
Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad y, como tal,
no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las
cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste
justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos
contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar.
En una filosofía práctica, en donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que
sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes
objetivas prácticas; en una filosofía práctica, digo, no necesitamos instaurar investigaciones
acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan, de cómo el placer de
la mera sensación se distingue del gusto, y éste de una satisfacción general de la razón; no
necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se
originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón; pues todo
eso pertenece a una psicología empírica, que constituiría la segunda parte de la teoría de la
naturaleza, cuando se la considera como filosofía de la naturaleza, en cuanto que está fundada
en leyes empíricas.
La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a
la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede
hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su
autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente
para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la
posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del
deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción
entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a
motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen
abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos
y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su
capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su
relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el
cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo
ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines
relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.
Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que,
como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo
en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.
Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo
como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no
sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado
siempre al mismo tiempo como fin.
Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a
la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos
necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y,
por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la
naturaleza racional existe como fin en sí mismo. El imperativo práctico será, pues, como sigue:
obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.
La ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que
distingue el imperativo categórico del hipotético, puede ser indicada en el imperativo mismo
por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la
tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser
racional como voluntad legisladora universal.
Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de
todas sus máximas universalmente, si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo
categórico, porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés
alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado.
La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es
posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder
originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima
que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad,
por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente
legisladora.
Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes.
En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede
ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por
tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.
Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo
que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción
producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto;
pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene
meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.
La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo
por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la
humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad.
Las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras
tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos. Sin
embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que objetivamente
práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición(según cierta analogía) y
por ello al sentimiento. Todas las máximas tienen efectivamente:
1.º Una forma, que consiste en la universalidad, y en este sentido se expresa la fórmula del
imperativo moral, diciendo: que las máximas tienen que ser elegidas de tal modo como si
debieran valer de leyes universales naturales.
2.º Una materia, esto es, un fin, y entonces dice la fórmula: que el ser racional debe servir
como fin por su naturaleza y, por tanto, como fin en sí mismo; que toda máxima debe servir de
condición limitativa de todos los fines meramente relativos y caprichosos.
3.º Una determinación integral de todas las máximas por medio de aquella fórmula, a saber:
que todas las máximas, por propia legislación, deben concordar en un reino posible de los
fines, como un reino de la naturaleza.
La voluntad es absolutamente buena cuando no puede ser mala y, por tanto, cuando su
máxima, al ser transformada en ley universal, no puede nunca contradecirse. Este principio es,
pues, también su ley suprema: obra siempre por tal máxima, que puedas querer al mismo
tiempo que su universalidad sea ley; ésta es la única condición bajo la cual una voluntad no
puede estar nunca en contradicción consigo misma, y este imperativo es categórico. Como la
validez de la voluntad, como ley universal para acciones posibles, tiene analogía con el enlace
universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es en general lo formal de la
naturaleza, resulta que el imperativo categórico puede expresarse así: obra según máximas
que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto a sí mismas, como leyes naturales universales.
Así está constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena.
Cuando la voluntad busca la ley, que debe determinarla, en algún otro punto que no en la
aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por tanto, cuando sale de sí
misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, entonces prodúcese
siempre heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino el objeto,
por su relación con la voluntad, es el que da a ésta la ley. Esta relación, ya descanse en la
inclinación, ya en representaciones de la razón, no hace posibles más que imperativos
hipotéticos: «debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa». En cambio, el imperativo
moral y, por tanto, categórico, dice: «debo obrar de este o del otro modo, aun cuando no
quisiera otra cosa». Por ejemplo, aquél dice: «no debo mentir, si quiero conservar la honra».
Éste, empero, dice: «no debo mentir, aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza».
Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que este objeto,
no tenga sobre la voluntad el menor influjo, para que la razón práctica (voluntad) no sea una
mera administradora de ajeno interés, sino que demuestre su propia autoridad imperativa
como legislación suprema. Deberé, pues, por ejemplo, intentar fomentar la felicidad ajena, no
porque me importe algo su existencia -ya sea por inmediata inclinación o por alguna
satisfacción obtenida indirectamente por la razón-, sino solamente porque la máxima que la
excluyese no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal.
Señalar que se “ha discutido una diversidad de métodos en ética aplicada” parece apoyar la
falta de un método heurístico propio, reconociendo que en general se recurre a la deducción –
basada en dogmas, principios o normas generales-, a la inducción –fundamentada en una
inducción empírica que indaga el modo de enfrentar dilemas bioéticos en la realidad cotidiana-,
o a una forma mixta o “coherentista” que combina ambos enfoques aplicando el equilibrio
reflexivo para buscar acuerdos, consensos y tolerancia por la diversidad, un concepto
trabajado en un contexto epistemológico con el nombre de “fundherentismo”. La presentación
de una bioética empírica y las relaciones entre sociología y bioética y sociología están aún en
ciernes.
Esfuerzos recientes ponen la deliberación como el método heurístico más apropiado para la
bioética al general un corpus de acuerdos básicos –no dañar-, y cuidando de ir depurando una
argumentación racional, razonable y coherente. La especificidad y las particularidades de la
deliberación bioética requieren que albergue elementos cognitivos así como doxásticos en la
búsqueda de certezas provisorias y revisables, dando cabida aseveraciones empíricas,
creencias, argumentos lógicos, todo ellos empleados con rigor pero también con
reconocimiento y tolerancia frente a la pluralidad de perspectivas.
Castoriadis se preguntaba: “¿No será que en vez de bioética lo que en realidad necesitamos es
una biopolítica? Carlos Maldonado propuso que las “nuevas tecnologías” requieren decisiones
y acciones “de largo plazo…eficaces y eficientes…en gran escala” por cuanto “estos son temas
eminentemente políticos y no únicamente éticos.”. La magnitud y trascendencia de los temas
tecnocientíficos habría sobrepasado las competencias de la bioética y debían ser albergados en
una disciplina de mayor alcance, como la biopolítica.
Apuntan estas críticas a la predilección de la bioética académica por desmenuzar las facetas y
aristas de avances tecnocientíficos que permiten intervenir en procesos críticos de la biología
humana –genética, reproducción, transexualidad- pero cuyo ámbito de influencia se reduce a
algunos millares de seres humanos frente a los millones que, sumidos en la miseria, el hambre,
el desempoderamiento, requieren con urgencias un reflexión que inspire acciones pragmáticas
para paliar tantas privaciones e injusticias. Es el equívoco en que caen quienes privilegian la
definición de bioética como la reflexión gatillada por la expansión y los retos morales de la
biotecnociencia, dejando a la sombra temas tan vigentes y candentes como el aborto, los
determinantes sociales del enfermar, la salud pública y otros. Algunas de estas banderas son
disputadas por la biopolítica y la ética global.
Ética global
Schücklenk y Bello concluyen que “la bioética no podrá dejar de preocuparse por inequidades
económicas así como por políticas internacionales, si pretende hacer contribuciones de alguna
relevancia en estos temas.”.
En lo que a autonomía se refiere, Engelhardt Jr. reniega de todo esfuerzo global que
inevitablemente se hará coartando inaceptablemente la autonomía de individuos y Estados.
Igualmente crítica es postura según la cual toda salvaguarda de dignidad significa una
correlativa restricción de autonomía. La conclusión de estas disquisiciones es lapidaria: “el
derecho a bienes relacionados con salud es compatible con la desafortunada probabilidad que
por muchos años venideros ese derecho no será respetado para la mayoría de los pobres del
mundo-“. Por ende, los así llamados derechos humanos no son “estrictamente hablando,
derechos humanos”, sino que se “asemejan más a derechos políticos”, al ser “reconocidos por
los Estados en particular en base a su cultura política propia y sus valores prioritarios”, pero
también según sus capacidades materiales y no en virtud de un compromiso global.
La bioética tiene que incorporar a sus preocupaciones los problemas poblacionales y globales,
por no haber una instancia biopolítica o una concepción mundial que pudiese hacerlo más
adecuadamente, pero no ha de perder el rumbo de ser una disciplina reflexiva, cuyo
pluralismo y tolerancia han de estar por encima de un compromiso político contingente
comprometido con una visión que necesariamente será excluyente e intolerante de
alternativas.
Bioética e individuo
Con firme arraigo en la ética filosófica, hereda la bioética su enfoque en el ser humano
individual y en las relaciones interpersonales de orden diádico. Su proveniencia desde la ética
médica enfatizó durante mucho tiempo la relación médico-paciente como el centro de
reflexión bioética, también el principialismo siendo una visión concentrada en las interacciones
individuales. Tardío también ha sido el enfoque de la bioética de la investigación con seres
humanos por atender los problemas relacionados con estudios comunitarios y con la genética
poblacional.
A nivel de la ecoética se hace sentir la falta de reconocimiento que la bioética muestra frente a
lo humano en tanto especie, debiendo dar alarma por la tendencia de la biopolítica a
discriminar entre protegidos y marginados en base a distinciones biológicas que Foucault ha
caracterizado como racismo. Es aquí donde se hace notorio el sesgo cultural de la bioética al
celebrar a la biotecnociencia y los logros de adaptación del ser humano en un lenguaje que
excluye a un tercio o más de la humanidad, cuyas precarias y limitadas opciones de
supervivencia acusan más bien una progresiva desadaptación del ser humano en cuanto
especie biológica. Muestra análoga de desadaptación es la ecotoxicidad y explotación de
recursos producidos por procesos civilizatorios desplegados por las naciones desarrolladas,
faltando entrelazar lo ecológico con la realidad de la especie humana, en un discurso que
debiese llevar el sello de una bioética ecológica.
En la medida que la bioética siga desatendiendo los temas poblacionales, tolere los excesos de
la biopolítica y desestime la relación entre ecología como la ciencia que estudia la interacción
adaptativa de medio ambiente y la humanidad en tanto especie biológica, tendrá que aceptar
que otras disciplinas usurpen una reflexión que a ella le corresponde llevar.
Bioética y persona
La bioética hereda de la ética el enfoque personal en que todo individuo se somete a la fiscalía
moral, sea por su propia conciencia, sea por las personas que son afectadas por sus actos o por
las instituciones morales y jurídicas que las representan. Con base en la fenomenología de
Merleau-Ponty, se fue desarrollando la distinción entre corporalidad –el cuerpo vivo- y
subjetividad o cuerpo vivido, lo cual enfatiza enfermedad como vivencia y fundamenta la
relación participativa entre el paciente y su médico, habiendo sido también el inicio de una
bioética clínica que valora como persona al ser humano enfermo, con la consiguiente dificultad
de establecer el estatus ontológico y moral de los seres privados de subjetividad.
El mundo de la bioética son las personas, entendidas kantianamente como agentes racionales
y morales. El error de la bioética ha sido considerar que el discurso bioético se restringe a los
seres [humanos] que tienen la capacidad racional necesaria para poseer y expresar intereses,
llegándose a la improbable conclusión que un ser que por falta de racionalidad no tiene
intereses, no puede ser dañado y se encuentra fuera del discurso moral. En el mismo tenor,
quien carece de autonomía no puede participar, siquiera pasivamente, en decisiones morales
alcanzadas por acuerdos racionales. Queda clausurada de este modo una bioética que pudiese
trascender al mundo de los seres vivos no humanos, a tiempo que se abre la polémica en torno
a los seres humanos cuya falta de racionalidad les impide alcanzar el estatus personal. Desde
sus incertidumbres, la bioética ha cedido a la medicina la alianza con la biopolítica para
reconstruir los límites entre vida y muerte.
A todas luces, la bioética ha de integrarse a este análisis crítico del significado del ser humano
en cuanto ente biológico, en tanto persona socialmente construida, y como Dasein
heideggeriano que, volcado hacia la vida, ha de elaborar su proyecto personal de existencia.
También es encargo a la bioética preocuparse por quienes carecen de la racionalidad o sufren
un desempoderamiento que les impide llegar a ser personas y generar un proyecto de vida.
Bioética y biopolítica
Conclusión
Con respecto a las fallas éticas en que incurren los psicólogos, un caso de estudio versa sobre
una paciente que descubre que mientras está en el diván, su psicoterapeuta estaba tejiendo.
¿Es esto una falla ética? No nos preguntamos si es una “buena” o “mala” analista, ya que es
algo que no sabemos ni podemos saber. Nada de eso nos incumbe. Lo que nos preguntamos es
qué nos genera a nosotros presenciar esa escena, la imagen de una analista tejiendo.
Veamos antes, la situación en la que el analista se duerme durante una sesión (cosa que
aparentemente ocurre más seguido de lo que se cree). ¿No es acaso ésta una gravísima falla
ética? No, no lo es. ¿Qué indica que un analista se quede dormido durante una sesión? En
primer lugar, que tiene sueño, que está cansado, que su cuerpo no le responde y le exige
dormir. No hay allí cuestión ética.
El dilema ético lo tendrá el analista no cuando se queda dormido, sino más bien cuando se
despierta. ¿Qué hace con su sueño? ¿Reniega de él, fingiendo sentirse mal, hace como si nada
hubiera pasado? ¿O por el contrario reconoce que se quedó dormido, que pensaba que estaba
en condiciones de atender cuando comenzó la sesión pero que evidentemente no era así, da
por interrumpida la sesión y ofrece recuperarla en otro momento?
Hay grandes diferencias en los cursos de acción. Por supuesto puede ocurrir que tanto el
paciente del primer ejemplo como el del segundo abandonen la sesión sin retomar nunca más
su terapia. Pero no escapa a nadie que muy distinto será lo que se lleve uno y otro al dejar el
consultorio.
El primero se irá sabiendo que su analista le mintió, y que si regresa será para continuar el
análisis en condiciones que son su negación misma. Al resolver el dilema ético por el camino
de la impostura, el analista muestra no estar en condiciones de sostener su posición,
clausurando así todo camino terapéutico posible. El segundo paciente, que recibe la verdad,
tal vez se lleve un sentimiento de frustración, pero también las condiciones para continuar su
análisis. Al responder por su acto, es decir, al reconocerse responsable por él, el analista
genera las condiciones para que el sueñito pueda ingresar, transferencia mediante, en un
camino simbólico.
Diremos entonces: toda violación ética conlleva una mala praxis, pero no toda mala praxis
envuelve un problema ético.
Con respecto al primer ejemplo de la analista tejiendo, cuando proponemos a nuestra alumna
pensar si ella objetaría éticamente que un analista fumara en pipa durante la sesión, su
respuesta es claramente negativa. ¿Por qué objetar entonces el tejido y no la pipa? Otra
alumna objetó inmediatamente: “con ese criterio la terapeuta se podría cortar las uñas
durante la sesión, ¡o pintárselas!” La réplica de parte de otra compañera fue “¡ah no! Yo jamás
podría atender a un paciente mientras me pinto las uñas, porque la concentración que
necesito me impediría hacer cualquier otra cosa al mismo tiempo”.
Formularemos a esta altura lo que podríamos llamar una primera observación: tejer, cortarse
las uñas, pintárselas ¿no es obvio que estamos ante la impronta de una imagen materna? Y
siguiendo esta vía ¿no es la imagen de un padre/analista la que recoge las simpatías tras el
frondoso humo de una pipa?
Una tercera interlocutora hace una segunda observación: “lo que me parece no ético es que
con el ruido de las agujas distrae a la paciente, interfiriendo en sus asociaciones”. No son los
decibeles lo que molestaría allí, sino su carácter, más que de ruido, de ruidito.
Una tercera observación: lo que veo mal –desafió otra alumna- es que la terapeuta obtenga un
producto –un pullover, por ejemplo- durante el tiempo por el que le cobra a su paciente.
Si el tejido fuera la condición de escucha para esa terapeuta (por ejemplo porque así se
concentra mejor), al quitárselo se estaría cancelando la posibilidad misma de la terapia. Acción
que se produciría, paradójicamente, en nombre de una pretensión ética. Por lo tanto, diremos
que el horizonte ético escapa a las evidencias inmediatas.
Lo universal-singular. Fariña
La categoría de lo universal, suele ser confundida con la de lo general. Existe cierta tradición
incluso, que usa ambos términos de manera equivalente. Sin perjuicio de las discusiones que
ello promueva, digamos que existe una diferencia radical entre ambas categorías. Lo universal
–ahora nombrado universal-singular- constituye aquel rasgo que es propio de la especie: su
carácter simbólico. Lo general, en cambio, es lo que pudiendo ser una característica de todos
los miembros de una especie no hace sin embargo a su condición misma.
(…) Lo universal simbólico no tiene ninguna necesidad de difundirse por toda la superficie de la
Tierra para ser universal. Por otra parte, que yo sepa no hay nada que constituya la unidad
mundial de los seres humanos. No hay nada que esté concretamente realizado como universal.
Y, sin embargo, desde el momento en que se forma un sistema simbólico, éste es
completamente, de derecho, universal como tal. El hecho de que los hombres, salvo excepción,
tengan dos brazos, dos piernas y un par de ojos –y por otra parte esto lo tienen en común con
los animales-, el hecho de que, como se dijo, sean bípedos sin plumas, pollos desplumados,
todo esto es genérico, pero absolutamente no universal (Lacan).
Hasta allí lo conocido, pero ¿qué hemos introducido como novedad? Justamente el campo de
lo particular en el que leemos ahora: lengua. ¿Qué significa esto? Directamente, que lo
universal-singular del lenguaje-habla no puede realizarse sino sobre un determinado campo de
códigos compartidos. La lengua constituye la dimensión particular porque es ella la que
sostiene, sobre las espaldas de su espectro de posibilidades, los márgenes de lo universal-
singular. Decimos la lengua y no simplemente el idioma, aunque evidentemente es este último
el que soporta toda la estructura significante.
En nuestro ejemplo, este campo de lo particular es especialmente visible. Se trata ante todo
del inglés. ¿Han prestado atención a esto? El neologismo moth(er) no se realiza en abstracto,
sino en la materialidad de una lengua. El efecto hilarante se sustenta en un código compartido.
En este caso es el idioma inglés el que soporta el equívoco. El fallido es intraducible, el
episodio de los Simpson no tiene ningún sentido para los espectadores que no hablan inglés.
En otras palabras: no cualquier lengua soporta cualquier cosa. Esto es más fuerte aún si se
percibe que no se trata sólo del idioma. Decimos lengua para expresar algo que va incluso más
allá.
¿Han pensado en el corazón? Tienen allí otra lección extraordinaria sobre el campo de lo
particular. ¿Qué es un corazón? Ustedes lo dicen a coro: el símbolo del amor. ¿Cómo lo saben?
Porque el mito de Cupido, con su cara regordeta y sus flechas enlazando los corazones de los
amantes forma desde siempre parte de nuestras representaciones. Porque compartimos ese
código común; nadie nos los enseñó nunca y sin embargo lo sabemos, están allí las
experiencias compartidas por un grupo cultural.
¿Se ve por qué el llamado complejo de Edipo es del orden de lo particular? Lo universal-
singular toma prestado el mito para realizar, en la imaginería de cierto occidente, su circuito
de flujos y cortes, el inmenso campo de las diferencias significantes.
Les voy a hablar de la anécdota del terapeuta que quería comprarse una videocasetera: Un
terapeuta está pensando en comprarse una videocasetera. Se asesora en los negocios del
ramo acerca de las distintas marcas, sus características técnicas, precios, etc. Cuando llega a su
consultorio para trabajar, el primer paciente del día inicia su cantinela diciendo algo así como
“!estoy feliz de la vida! Me acabo de comprar una videocasetera extraordinaria: trinorma,
cuatro cabezales, cámara lenta, cuadro por cuadro… Y agrega inmediatamente ¡y la pagué la
mitad de lo que vale!; la conseguí en un negocio que la tenía en oferta: quedaban las tres
últimas”.
Hasta allí la anécdota. ¿Puede el terapeuta formular la cuestión, en un obvio interés por
aprovechar él también la oferta? Digámoslo desde ya: en esa precipitación del terapeuta
encontraremos la ocasión para hablar de la falla ética, falla que no por obvia nos eximirá de su
análisis. Por supuesto, no faltará –una vez más- quién nos tilde de extremistas. ¿No exageran
la nota –se nos dirá- tratando de encontrar allí un problema ético? Finalmente el paciente no
deberá hacer demasiado sacrifico para responder.
Allí donde cierta psicología vendría a hacerse olímpicamente la burra, nosotros encontraremos
el pretexto para introducir la mediación conceptual en la que fundamos nuestras razones.
En otras palabras, la videocasetera del paciente y la del terapeuta se llaman igual pero no son
la misma. La del paciente está ubicada en el circuito universal-singular, mientras que la del
terapeuta, en cambio, es de carácter particular. La videocasetera del paciente se llama igual
que la de su terapeuta, pero sólo porque para nombrarla se toma prestado el idioma
compartido por ambos. Sin ello no hay análisis posible. No se puede escuchar a un paciente
que nos habla en una lengua que nos es ajena. Y fíjense que digo lengua y no idioma, porque
dentro del español inclusive puede haber diferencias insalvables.
Pero lo que nos interesa aquí es mostrar el carácter significante de nuestra videocasetera,
sobreimpuesto al del código lingüístico. Imaginemos por un momento el rumbo que podría
tomar la asociación libre del paciente. Pensemos por ejemplo: casetera, caseta, y ¿será muy
violento si digo cajeta? Porque si el nombre de la videocasetera desembocara en el fantasma
del órgano sexual femenino, se haría entonces patente el alance de su valor significante.
Si, el terapeuta interrumpe a su paciente para preguntarle ¿dónde la compró?, precipita esa
caída de la abstinencia que hemos definido como efecto particularista. Y en ello reside,
justamente, la falla ética.
La palabra ética viene del griego ethos, que significa costumbre, carácter; el termino
correspondiente en latín es mos, cuyo plural es mores. Así ethikos y moralis designan lo
relativo a las costumbres y al carácter. Es frecuente por lo tanto encontrar a los vocablos ética
y moral utilizados de manera equivalente.
Para la tradición filosófica, sin embargo, existe una diferencia cuyo peso vale la pena destacar.
Se utiliza el término moral para describir los sistemas de valores, reservando la denominación
de Ética para la disciplina que estudia dichos entes. La Ética sería allí la rama de la Filosofía
dedicada al estudio de la moral.
Ante todo y excepcionalmente, digamos que en este caso el sentido común nos asiste: se dice
“romper” con la moral vigente, la moral tradicional, pero no romper con la ética. Existe
entonces cierta intuición para la cual, mientras que la moral remite a cierta contingencia, la
ética va más allá.
Más estrictamente, la pauta moral se corresponde con los sistemas particulares –culturales,
históricos, de grupo-, mientras que el horizonte ético, si bien puede soportarse en tales
imaginarios, siempre los excede. De allí la afirmación que asigna a la dimensión ética alcance
universal. Pero como dijimos, lo universal-singular de la ética no puede ser colmado por
ningún sistema moral.
La ética y los valores universales. Fariña
El aporte de las categorías de universal, particular y singular para analizar el problema de ética
aplicada a situaciones de violencia y derechos humanos, tiene dos ejemplos importantes.
Benbenaste dice en su libro que las actitudes autoritarias defienden intereses particularistas,
mientras que la autoridad está asociada con lo universal, y correlativamente, con lo singular.
En ésta línea, una perspectiva ética para la humanidad deberá respetar los valores universales-
singulares, entre los cuales el carácter simbólico del ser humano (expresado en el lenguaje)
constituye la prioridad. En consecuencia, el ejercicio democrático y los valores de autoridad no
pueden medirse en términos cuantitativos, sino de forma cualitativa y se establece en función
de su compromiso con los valores universalistas en juego.
Sebreli dice que el relativismo cultural incurre en esta falacia de deducir el juicio normativo del
juicio fáctico, el deber ser del ser, al justificar toda norma ética, cualquiera que fuera, por el
mero hecho de ser aceptada por la mayoría de la comunidad. De la comparación, de la
confrontación puede surgir la superioridad de unos códigos morales con respecto a otros,
establecerse una jerarquía de valores válidos para todos. La ciencia se basa en juicios fácticos y
no de valor, y la ética no puede deducirse de hechos, pero al mismo tiempo es difícil separarla
entre unos y otros. Los juicios de valor pueden estar apuntalados por conocimientos objetivos.
Gilberti distingue el nivel instrumental de una “lógica profesional que omitiría reconocer lo que
ocurre alrededor”, de otra preocupada por los valores más universales, tales como la
búsqueda de verdad o de justicia. Propone meditar acerca del modo de producción psíquica de
cada lógica. Las lógicas más abarcativas pueden incluir a las instrumentales; ante la aparición
de nuevas lógicas vinculadas con la ética, las lógicas anteriores, menos abarcativas, adquieren
un valor instrumental. Las lógicas que originalmente fueron más instrumentales no se dejan
subsumir fácilmente por lógicas que apunten a niveles más altos y complejos, ni hablar de las
contradicciones que hay entre ellas. Las más abstractas suelen ser las que exigen mayores
sufrimientos y renuncias a los intereses personales.
Las asociaciones profesionales de psicólogos y psicoanalistas han actuados a veces guiados por
criterios particularistas.
Ética (del griego, ethos, lugar habitual de vida, uso, carácter). Aquí se entiende la Ética como
una disciplina crítica y reflexiva que se construye a partir de una pluralidad de prácticas
sociales, de las cuales se privilegia su dimensión valorativa. La Ética históricamente se vincula a
la Filosofía y, más específicamente, a la Filosofía de la Práctica. Por tanto, es importante
distinguir entre la cualidad de vida que acompaña a las prácticas sociales dentro de las cuales
nos relacionamos, de la reflexión crítica que nos permite cuestionar los comportamientos
vigentes, así como nuestros propios comportamientos, formulando respuestas encaminadas a
una teoría de la ética.
La ética necesita de la moral, en la medida en que los valores y los proyectos éticos de
crecimiento de la vida humana, pueden caer en puro idealismo si no se concretan en normas
de comportamiento. A la vez, una moral y un conjunto de normas compartidas por un grupo,
por una institución o por una forma de vida, corren el peligro de institucionalizarse,
cristalizando determinados comportamientos y perdiendo la capacidad de creatividad y de
cuestionamiento. La moral necesita ser renovada permanentemente por la ética, si es que no
quiere caerse en el extremo de una moral contraria a la ética; la ética precisa de la mediación
de las normas (es decir, de la moral) si es que busca ser eficaz en el plano de las prácticas
sociales. Como lo señala Paul Ricoeur, la ética se refiere a la intencionalidad de una vida en
construcción, mientras que la moral supone la articulación de dicha intencionalidad dentro de
normas, caracterizadas por una cierta pretensión de universalidad. En este sentido es
necesario sostener: la primacía de la ética sobre la moral; la necesidad de que la ética sea
mediada por las normas morales; la pertinencia de recurrir a los valores y proyectos éticos
cuando las normas quedan estancadas y no constituyen respuestas suficientes a las situaciones
en que nos enfrentamos en nuestras prácticas de vida.
Con y para los otros. Jürgen Habermas sostiene que se ha producido un cambio de paradigma
en la reflexión y en la práctica éticas. La reflexión sobre el lenguaje ha permitido comprenderlo
como esencialmente activo e intencionado. El lenguaje es realizativo; su análisis no puede
limitarse a la locución (a lo que se dice), sino que debe determinar de qué manera se está
empleando dicha locución: preguntando o respondiendo, dando alguna información,
anunciando un propósito, dictando una sentencia, concertando una entrevista, haciendo una
descripción, proponiendo una interrogación, expresando un deseo, sugiriendo una duda, etc.
El lenguaje entendido como acción (acto de habla) tiene una intencionalidad orientada hacia
los otros; la meta del lenguaje es el entendimiento. Habermas lo expresa afirmando que en los
actos de lenguaje se entablan ciertas pretensiones de validez, tales como: estarse expresando
inteligiblemente, estar dando a entender algo, estar dándose a entender y entenderse con los
demás. Lo que supone que el análisis del lenguaje como pragmática (carácter realizativo)
requiere superar un paradigma de conciencia solitaria, encerrada en sí, para pasar a un modelo
necesariamente comunicativo y dialógico.
El saber técnico es un saber que guía un determinado acto de producir. En cambio el saber
moral es un saberse, o sea, un saber para sí y para otros. El saber moral no está restringido a
objetivos particulares, sino que afecta al vivir correctamente en general; claro está, que esta
orientación acarrea consecuencias para los distintos actos particulares y opciones concretas
realizadas en nuestra vida. El saber técnico es siempre particular y sirve a determinados fines.
En el caso de la tekhné hay que aprenderla con competencia, es decir, eligiendo los medios
adecuados para lograr una determinada finalidad. En el caso de la ética, los fines no están
establecidos a priori; la relación entre medios y fines no es de un tipo tal que pueda disponerse
con anterioridad al conocimiento de los medios idóneos. No existe una determinación a priori
para la orientación de la vida correcta como tal. El fin para el que vivimos no puede ser objeto
de un saber simplemente enseñable. En tal sentido, también cambia la relación entre medios y
fines. El saberse del que habla Aristóteles contiene su aplicación completa en la inmediatez de
cada situación dada.
Por lo tanto, en la medida en que la ética afecta al vivir correcto en general, o sea, al proyecto
de vida, está presente en todas nuestras acciones, pero sin anular la racionalidad propia de la
técnica, a la cual corresponde seleccionar los procedimientos adecuados para alcanzar el éxito
en las acciones que nos proponemos. Sin embargo, en la medida en que estas acciones se
corresponden con un proyecto profesional, orientado también por valores y normas, las
acciones técnicas responden también a juicios éticos. La deliberación ética, el saber cómo
actuar en cada situación -lo que Aristóteles denominaba la phrónesis- es resultado de un
proceso de educación moral y no un calco de normas preestablecidas que pretenden agotar
todas las respuestas posibles a cómo debemos actuar en cada situación. En tal sentido, la ética
es inmanente, en tanto no resulta de normas heterónomamente impuestas, sino de normas
autónomamente deliberadas en una diálogo con los otros. El saber cómo actuar
correctamente nunca puede sustituir al saber cómo actuar competentemente, es decir, a la
destreza técnica en el recurso a los procedimientos y métodos adecuados de acuerdo a la
situación. El eticismo -entendido como reducción de la acción a la ética-se transforma en
negación de la ética y de la técnica, en justificación de un idealismo que anula la competencia
del técnico. A la vez, obrar éticamente es también hacerlo en forma competente.
Maclntyre ha trabajo mucho esta dimensión. A su entender, la ética no puede separarse de los
procesos de construcción de identidades y de la narración. La ética es -en forma destacada-
narrativa. Somos seres que contamos historias y que, en esas narraciones, construimos
nuestras propia identidad. El concepto narrativo del yo supone que soy aquello por lo que
justificadamente me tienen los demás, pero que también soy el tema de una historia que es la
mía propia. Ser tema de la narración es ser responsable de las acciones y experiencias que
componen mi vida. Es estar abierto a dar cuenta de lo que uno ha hecho, de lo que a uno le
sucedió o de lo que uno presenció. Abierto a los otros a través de la conversación. «La
identidad personal es justamente el tipo de identidad presupuesta por la unidad del personaje
que exige la unidad de una narración. Si tal unidad no existiera, no habría temas acerca de los
cuales pudieran contarse historias».
La unidad de la vida humana es, pues, la unidad de un relato de búsqueda y las actitudes éticas
son las disposiciones y cualidades que nos sostienen en dicha búsqueda. Paulo Freire realza la
necesidad de la búsqueda como parte esencial de nuestro proyecto de vida. Vivimos una
época en que es posible y necesario continuar soñando, pero en la que es preciso superar
certezas excesivas, convirtiéndonos en «posmodernamente menos seguros de nuestras
certezas; progresivamente posmodernos.»
Sin embargo, la búsqueda y la incertidumbre necesitan de valores que nos orienten. En tal
sentido, sostengo la necesidad de una ética fuerte (recurro a este término para oponerlo a la
categoría de ética débil utilizada por varios pensadores posmodernos), es decir, una ética
centrada en los valores de la dignidad, el respeto, la justicia, la vida; una ética impulsada por
un proyecto de vida liberador y comprometido; una ética inspiradora de virtudes y de
actitudes (coherencia, tolerancia, entrega), que forman parte del propio proyecto de vida.
Ahora bien, una ética así, no es incompatible con la creatividad, sino que, por el contrario,
requiere una búsqueda permanente, puesto que somos seres constitutivamente históricos y
nuestra historia hoy nos desafía a construir los sueños con certezas e incertidumbres. Sólo
puede realmente buscar quien es impulsado por certezas, convicciones y valores fuertes. Son
estos valores los que nos permiten emprender el camino de la búsqueda. El autoritario no
busca, porque considera que su vida se mueve en la claridad y en las certezas absolutas;
mientras que el escéptico tampoco busca, sino que se pierde en las incertidumbres, en medio
de un mundo donde la exclusión nos golpea y desafía con fuerza.
LA ETICA Y LA PRÁCTICA DE LOS EDUCADORES SOCIALES
Partimos entendiendo la ética como construida en la textura de relaciones sociales e
interpersonales. A la ética -como disciplina- le compete la tarea de impulsar una actitud de
diálogo y reflexiva. El interrogante que impulsa a la reflexión ética y a la opción personal es:
¿qué valores se ponen en juego con nuestras acciones, comportamientos y actitudes?
Con este horizonte de referencia, vimos la pertinencia del vínculo entre ética y educación. Hay
valores que están en juego en nuestras prácticas educativas. Sucede que ningún educador se
comporta en forma neutral, sino que siempre impulsa sus acciones con una intencionalidad
ética, pedagógica y metodológica. A la vez, el compromiso ético no pueda quedar librado a la
espontaneidad de cada educador social. La ética es resultado de un proceso de construcción.
Nadie parte de valores en los cuales se encuentra atrincherado y que trata de defender a toda
costa. Partimos de opciones valorativas, pero de encontrarnos con una comunidad de
profesionales (en este caso, la comunidad de los educadores sociales) necesitamos abrirnos al
proceso de construcción colectiva de normas y valores. En tal sentido, a mi entender,
corresponde hablar, no de un universalismo ético abstracto (constituido por normas
abstractas, descontextualizadas), sino de un constructivismo ético, que obviamente, no parte
de una posición neutral sino de opciones valorativas, pero que demuestra disposición a
construir normas y valores en un diálogo con la comunidad de educadores sociales. Cuando
digo universalismo abstracto, quiero significar valores y normas establecidos a priori, fuera de
contextos históricos. Este universalismo abstracto ha legitimado la dominación, el genocidio y
el ecocidio; en nombre de principios universales e indiscutibles, sacralizados por un fuerte
dogmatismo y por un etnocentrismo, se han cometido grandes injusticias. La conquista de
América -a modo de ejemplo- se hizo bajo los valores de la superioridad de la cultura y de la
religión occidentales.
Un acuerdo entre profesionales supone una actitud ética de reciprocidad, en tanto cada uno
de los participantes espera de los demás que actúen según los valores acordados. Las normas
que resulten de este proceso dialógico y constructivista, no son normas absolutas establecidas
de una vez para siempre. El problema de ciertos códigos de ética profesionales es
precisamente su falta de eticidad. Es decir, proponen normas que adquieren un carácter
eterno y que pretenden aplicarse a cualquier situación. De esta manera, son códigos que caen
en la casuística y que producen en los profesionales la peligrosa y tranquilizante sensación de
que adhiriendo a dichos códigos, está garantizada la eticidad de su acción. Se trata de un caso
ejemplar que muestra cómo la moral puede terminar ahogando a la ética. Por el contrario, las
normas son guías para la acción. Y como las acciones son esencialmente históricas y los
contextos históricos cambian, lo propio de un código profesional es su capacidad de
revisabilidad. Requiere de una comunidad atenta y alerta a los signos de los tiempos,
dispuesta a discutir nuevamente las normas acordadas construyendo nuevas normas en
acuerdo con los nuevos desafíos de la situación.
Sin embargo, los procesos de construcción ética tampoco parten de cero; la humanidad no
empieza con nosotros. Existe un acervo ético de la comunidad, que debe inspirar dicha
construcción. En las sesiones de talleres, los participantes se refirieron a los derechos humanos
y a los derechos del niño, como conquistas y fuentes inspiradoras de la elaboración colectiva
de códigos profesionales. Los procesos de construcción ética requieren contextualización
histórica, suponen comprensión de las historias (de los sujetos, las poblaciones y las culturas),
exigen capacidad de negociar significados y valores (es decir, interaccionar).
Como síntesis, me referiré a ciertos valores que los educadores sociales comparten con
aquellos profesionales que trabajan en programas comunitarios. Cabe señalar que, en el caso
específico de los educadores sociales, deberían delimitarse mejor los valores éticos que
animan sus prácticas, lo que requeriría otras instancias de reflexión ética. La confidencialidad
de la información exige, como complemento imprescindible, poner a disposición de la
población el saber de los técnicos. Esto supone una actitud de profundo respeto hacia el saber
de las poblaciones y una disposición al aprendizaje mutuo a través de la construcción de
nuevos saberes. El valor de la autonomía, en tanto todo proyecto y acción comunitaria debe
orientarse hacia el desarrollo y el crecimiento de las poblaciones en su protagonismo. La tarea
fundamental es colaborar en el proceso por el cual se pasa de simple objeto a sujeto del
pensamiento y de la acción. El compromiso del técnico, pero a la vez la distancia necesaria
para que su acción no obstaculice el crecimiento de las comunidades, para ayudar a pensar
juntos, para crear el espacio necesario al co-descubrimiento de la realidad y a la co-autoría en
su transformación; lo que supone un profundo respeto por las posturas de las personas.
Para ello, nunca ocultará la intencionalidad que orienta el empleo de los métodos y técnicas.
La intencionalidad del técnico debe ser transparente, explicando los objetivos de las técnicas
empleadas y compenetrando a la población con las mismas. La apropiación del poder supone
apropiación del saber y apropiación metodológica. Una actitud de profundo compromiso con
la democratización del poder, lo que requiere partir de las asimetrías existentes -dentro de la
población y en las relaciones educador-población- estando dispuesto a su análisis colectivo, a
su problematización y a su transformación. Desarrollar una actitud de profundo diálogo, en SI
mismo y en la población. Indignación ante las situaciones de discriminación, dominación y
exclusión, lo que requiere una actitud de constante autoanálisis que permita descubrir en sí
mismo y en sus prácticas la reproducción de dichas relaciones.
Coherencia, a la cual nunca se llegará, pero que deberá ser una guía y una virtud de nuestras
prácticas educativas. Participación integral de toda su persona, puesto que la transformación
no es sólo racional, sino que es una transformación holística, en las emociones, pensamientos,
y en los cuerpos. Ejercicio de una autoridad basada en el respeto y la confianza y en el rechazo
constante de prácticas manipuladoras. La rigurosidad y seriedad de la acción profesional nunca
está reñida con una actitud ética de servicio a las poblaciones con las cuales se trabaja. Pero
no se trata de un servicio que provoca sumisión, sino de una actitud de servicio que promueve
comunicación, encuentro y protagonismo. Una actitud ética de compromiso con la
subjetividad del otro. Como lo expresaron sintéticamente los educadores sociales en el taller:
sinceridad, responsabilidad, reciprocidad y diálogo.
Ética del mercado. Los modelos neoliberales se presentan como compactos, con una sólida
coherencia interna, aun cuando existan distanciamientos más o menos heterodoxos. El
neoliberalismo no es sólo una estrategia y un modelo de carácter económico, sino que es
también una visión abarcante que se manifiesta en la política, las políticas sociales, la cultura,
la educación y la vida cotidiana; en estos terrenos ha librado una batalla coherente y
penetrante y se ha asentado con tanta fuerza como en el terreno económico; ha logrado
configurar los valores de la competencia y de la desigualdad social en el imaginario social. Se
trata de un modelo y una concepción que afirma que el mercado debe ser dejado en libertad
total en su funcionamiento, puesto que responde al desarrollo normal y evolutivo de la cultura
de la humanidad. La ética del mercado se define por la adhesión y sumisión al mercado como
institución total y absoluta. Es una ética del orden espontáneo al cual es preciso adherir,
someterse; una ética que milagrosamente conjugaría la pluralidad divergente,
homogeneizándola y hegemonizándola. Se articula con una concepción instrumentalista de las
ciencias, donde la eficacia resulta de la regulación adecuada de medios para la obtención de
fines que se encuentran fuera de nuestra deliberación. Al reducir la racionalidad a razón
instrumental, la ética del mercado debe exigir una racionalidad práctica sin autonomía. Un
modelo inspirado en una ética del orden espontáneo, que exalta los valores de la competencia,
del pensamiento único y que identifica espacio público con orden evolutivo y participación
ciudadana con privatismo y alejamiento del espacio colectivo, es expresión de una crisis radical
de civilización.
Pero, ¿son valores tan seguros y tan triunfantes? ¿No hay nada alternativo y debemos
sumirnos en un pesimismo fatalista? En la reflexión colectiva, se señalan actitudes éticas que
es preciso fomentar y consolidar. Es preciso construir identidades activas y críticas; poner
barreras y límites a la invasión de la competencia y a la reducción del ser al tener; impulsar una
actitud reflexiva, compartida con otros, en especial, con otros educadores sociales; ser
constructores de identidades basadas en el desarrollo de capacidades y del ser. Si las políticas
impulsadas desde las concepciones neoliberales construyen un sujeto-víctima y un sujeto
culpable, nuestra tarea consiste en construir sujetos responsables.
Además, se constata una brecha entre la imagen de la sociedad que nos dan los medios de
comunicación y el mundo de la vida en el que efectivamente vivimos. Aquí se dan ejemplos y
se cuentan situaciones concretas que muestran la existencia y vigencia de redes de solidaridad.
La gente se sigue ayudando unos a otros; en los barrios hay redes para cuidar niños a quien
debe dejar su casa, para dar una mano a quien tiene dificultades laborales, para buscar
caminos que unifiquen las luchas por la sobrevivencia. Por supuesto que esto se mezcla con la
competencia, el arregláte como puedas, la violencia y las contradicciones entre los propios
excluidos. Esto marca la profunda ambigüedad de la situación.
Frente a la riqueza de prácticas comunitarias y sociales, de redes que están funcionando sobre
la base de los valores éticos de la solidaridad y la apertura a los otros, compartimos la
necesidad de articulaciones. Pero, para poder articular, se hace preciso mirar la realidad y ver
nuestras prácticas. A veces, tenemos una cierta miopía de lo visible. No vemos o utilizamos
métodos de investigación que no nos permiten visualizar los cambios cualitativos de la realidad.
En relación a los movimientos sociales, algunos investigadores han introducido el concepto de
redes sumergidas. Para esto es preciso asumir una actitud ética que requiere trascender la
miopía de lo visible, que es propia de los análisis sociales que se mantienen sólo en el nivel de
los aspectos mensurables y en los abordajes funcionalistas de la acción colectiva. Dicha miopía
desvaloriza todos aquellos aspectos de la acción que conducen a la producción de códigos
culturales. Ahora bien, la posibilidad de crear códigos culturales forma parte de las redes
sumergidas propias de los movimientos sociales.
Para caracterizar mejor una ética de la autonomía, comenzaré confrontándola con una ética de
la heteronomía, es decir, con una ética basada en la dependencia, la sumisión y la adhesión.
En el caso de la ética heterónoma, la ley debe ser aceptada y acatada sin que exista lugar para
interrogante alguno. O quizás mejor, los interrogantes que se permiten son aquellos que se
pueden plantear dentro de un orden social determinado, sin poner en cuestión sus
presupuestos. La heteronomía responde al estado por el cual los principios, los valores, las
leyes, las normas y las significaciones son dadas de una vez para siempre, sin que los sujetos
tengan posibilidad de obrar sobre los mismos. Los individuos son fragmentos de la institución y
su función es reproducir tanto la ley como la sociedad legitimada por dicha ley. El
funcionamiento de los individuos reproduce y perpetúa la ley. La sociedad crea su propio
sistema de interpretaciones; es un sistema de interpretaciones más bien que decir que
contiene un sistema de interpretaciones. Todo ataque contra dicho sistema de
interpretaciones es percibido como una amenaza seria contra la identidad de la sociedad.
Una ética heterónoma se complementa con una cultura del conformismo. Quien es
conformista permanece en la actitud infantil de aceptar las normas sin cuestionarlas. La
sociedad actual crea esta dependencia infantil en virtud de la fusión, en el imaginario social,
con entidades reales tales como líderes, instituciones, teorías. En tal sentido, la crisis de
civilización actual se caracteriza por una verdadera retirada hacia el conformismo.
Una ética heterónoma da lugar a una ética autoritaria, es decir, a una ética donde el valor
fundamental es el valor definido por la autoridad. Esta, a su vez, es pensada y aceptada en
términos de dominación y dependencia. Se trata de una ética que, aún en nombre de la
libertad, ahoga las posibilidades de crecimiento de la libertad. Como bien lo analiza Fromm,
una ética autoritaria se basa en un concepto y en un ejercicio de la autoridad irracional. El
poder articulado con el temor, constituye la base de la autoridad irracional. El poder es
ejercido sobre la gente; ya se trata de un poder físico, económico, cultural, simbólico. Es un
poder que conserva y refuerza las relaciones de asimetría. La autoridad se configura como algo
distinto de los sujetos. Posee poderes que no están al alcance de nadie. Establece distancias y
barreras imposibles de franquear. Es una autoridad que crece en tanto más se separa.
También puede acercarse, pero si lo hace es para anular al otro. La dependencia no es una
situación de la cual se parte, sino que es condición inherente al ser humano; es una dimensión
que nunca podrá trascenderse. Una relación que no es posible superar, sino que es necesario
fomentar y fortalecer. Por ello, el temor a la desaprobación y la necesidad de aprobación
constituyen los motivos casi exclusivos de todo juicio ético. Se actúa éticamente bajo la
presión del miedo, de la ley y de la sanción. Desde esta perspectiva no es posible una
conciliación entre autoestima y ética. Tanto más éticamente se comporta la persona, tanto
más debe estar sometida al sacrificio, la resignación y la culpa. El ideal -planteado por Kant- de
lograr una síntesis entre ética y felicidad, es prácticamente inalcanzable. Cuando este modelo
de autoridad y de poder es internalizado, contribuye a la configuración de una identidad e
identificación violentas. En palabras de Erich Fromm: «El hombre se convierte así, no sólo en
esclavo obediente, sino en el riguroso capataz, que se trata a sí mismo como su esclavo.»
La ética heterónoma es profundamente destructiva, aun cuando actúe bajo el disfraz de la
virtud y de la entrega. De esta manera, lo más bajo en el hombre puede reaparecer bajo el
disfraz de lo más elevado; lo irracional puede reaparecer bajo las formas de la pseudo virtud y
el moralismo. Paso a paso van siempre juntos el moralismo con la obediencia y sumisión, el
fanatismo con la devoción ideológica y una rígida actitud conservadora con el reforzamiento
de la dependencia. La ética heterónoma recurre a la educación para someter a los educandos y
anular sus capacidades de pensar y actuar. La orientación de una ética autoritaria es
improductiva, en tanto no busca desarrollar capacidades y poderes. El poder es entendido
como poder sobre, dominación, anulación, paralización de la vida. Cuando carece de potencia,
la forma de relación de los hombres con el mundo se convierte en un deseo de dominar, de
ejercer poder sobre otros como si fueran cosas. El dominio nace de la impotencia y a su vez la
acrecienta, pues si un individuo puede forzar a otro a que le sirva, su propia necesidad de ser
productivo se va paralizando.
Autonomía significa también que mi discurso y mis deseos deben ocupar el lugar de los
discursos y de los deseos de los otros, que están en mí, que me dominan y que impiden la
construcción de mis proyectos. Se trata de construir otra relación entre lucidez y función
imaginaria, entre conciencia y deseo. El deseo nunca podrá ser eliminado y sin el deseo no
podríamos ser humanos. El deseo está en el centro de una postura ética que no se reduce sólo
a la lucidez de la racionalidad. Construir y recuperar constantemente la autonomía nunca
puede significar que la conciencia ahogue el deseo y que el Yo desplace del todo al Ello. Somos
también deseo y éste debe emerger. Una racionalidad negadora del deseo termina
destruyendo toda autonomía, puesto que le quita al sujeto la capacidad de imaginación.
Una ética autónoma supone la permanente libertad de revisar las normas morales, de
cuestionarlas y de sustituirlas por otras, más adecuadas al momento histórico. Claro que ésta
no es una tarea en solitario, sino una empresa colectiva, impulsada por el deseo de
transformar la realidad y por la apertura a los demás, mediada por la comunicación.
Una ética de la autonomía y de la libertad recurre al concepto de autoridad basado en la
confianza. Quien ejerce la autoridad no necesita intimidar, ni explotar, ni amenazar. La
autoridad crece en la medida en que se somete a la crítica y al control. El concepto de poder
cambia substancialmente, transformándose en un poder que despierta los poderes de la gente;
por ello el poder circula, tiene carácter provisorio, reclama constantemente participación
activa. La educación adquiere relevancia, no como proceso de sumisión a la autoridad, sino
como desocultamiento del poder que la autoridad del educador pretende ejercer sobre los
educandos. Un proceso lento, arduo, donde se produce un pasaje de la negación de la propia
situación de opresión a su reconocimiento. El autoanálisis, la sinceridad y la autoaceptación
de nosotros mismos son, para el psicoanálisis, un acto ético necesario y fundamental. Toda
interpretación -en el proceso terapéutico- debe facilitar la continuación de los procesos de
autoformación y liberar al sujeto de los síntomas debilitadores.
Por ello, una ética de la libertad tiene necesariamente una orientación productiva, en tanto
tiende a la realización de las capacidades de todos y de cada uno de los sujetos. La
productividad de los sujetos se asienta en sus poderes. Es una ética que busca desarrollar el
poder entendido como poder de, o sea, como capacidad y como producción. Para una ética de
la autonomía, la anulación de sí o de los otros, la resignación, así como cualquier forma de
violación de la integridad personal y colectiva, constituyen actitudes reñidas con los valores
éticos. El sentido de la vida está dada por esta orientación productiva, por el desarrollo de
nuestros poderes y por la capacidad de despertar poderes en los demás.
Autonomía supone audacia para crear significados y valores nuevos, desafiando los
significados estériles y cristalizados. Crecer y madurar en la libertad requiere el desarrollo de
una actitud de confianza y esperanza. Erikson sostiene que la esperanza es la primera y la más
indispensable de las virtudes inherentes al hecho de estar vivo; se trata de la actitud
psicosocial positiva más temprana en la vida de los hombres. Para que la vida persista, la
esperanza debe mantenerse. Un adulto que ha perdido toda esperanza, hace una regresión a
un estado inanimado psicológicamente insoportable. La esperanza es la creencia perdurable
en la posibilidad de concretar deseos fervientes; es la base ontogenética de la fe. Para una
ética autónoma, la cuestión de la esperanza se encuentra estrechamente ligada a una decisión
que depende de nosotros. Depende del valor que tengamos para ser nosotros mismos. Sin esta
decisión, no se opera cambio alguno y terminamos aceptando la realidad, amoldándonos a ella.
De ahí que esperanza y autonomía se reclamen mutuamente. La esperanza necesita de
decisiones y riesgos que sólo provienen de quienes están dispuestos a transformar la realidad.
A su vez, la autonomía se conquista continuamente bajo el impulso de un horizonte que no se
ciñe a los límites de la realidad.
Este llamado de atención nos sitúa frente a nosotros mismos y nos permite entender que en
nuestras vidas es muy posible que ambas éticas coexistan, si bien una trata de predominar
sobre la otra. Necesitamos reflexionar críticamente para percibir esta mutua compenetración.
Pero aún reflexionando no podemos resolverla. No somos sólo seres racionales, sino que
nuestra racionalidad se integra con estructuras motivacionales y corporales, conscientes e
inconscientes. El crecimiento de una ética de la autonomía en nuestras vidas supone procesos
prolongados, abiertos a los demás, a veces dolorosos. La autonomía es un devenir que
encierra siempre la posibilidad de reversibilidad. En tal sentido la vida es creación y es
dialéctica entre lo viejo que queremos superar y lo nuevo que ya estamos construyendo. En
esta tensión entre heteronomía y autonomía, entre fatalismo y esperanza, entre adhesión y
actitud productiva, se va amasando el sentido de nuestras vidas y de la historia. Por ello la
historia no puede tener fin, pues significaría el triunfo definitivo de la heteronomía y del
fatalismo.
2. El autoritarismo instalado en nuestras relaciones sociales.
La antiproducción se expande por todo el sistema social actual. Cada uno reprime el deseo, no
sólo para los otros, sino en sí mismo. Vemos a los más desfavorecidos, a los excluidos que
cargan con pasión con el sistema que les oprime y en el que tristemente pueden encontrar
algún interés. Los excluidos terminan soportando el sistema porque no vislumbran
posibilidades de cambio. Y soportar significa sufrir y desear lo que el sistema desea por ellos.
Los grupos que apuestan a la transformación, muchas veces continúan siendo grupos
sometidos, autoritarios, objetos. Un grupo sujeto es aquél cuyos propios deseos son
transformadores; se trata de un grupo que hace penetrar el deseo en el campo social y
subordina las formas de poder a la producción deseante.
En una etapa histórica donde parece que un sistema basado en la injusticia, la competencia y
el dominio de unos sobre otros, ha triunfado, la ética constituye un aguijón crítico, una
constante provocación a pensar y analizar colectivamente sobre el trastocamiento de los
valores. Pero, también exige de nosotros un compromiso constante para construir junto con
otros una comunidad humana donde la dignidad y la igualdad permitan la expresión de los
diversos proyectos de vida. Sin duda esto supone un componente utópico. No una utopía
entendida como fuga idealista frente a la realidad. Sino la utopía como acción eficaz que
permita el pasaje de una ciencia amoral a una ciencia éticamente responsable; de una
tecnocracia dominadora a una ciencia y tecnología puestas al servicio del crecimiento de los
hombres; de un desarrollo basado sobre la (Instrucción de la vida y del ambiente a una
propuesta planetaria que fomente los verdaderos Intereses de la humanidad; de una
democracia formal y restringida a una democracia viva, que garantice justicia y libertad y que
nos convoque a la deliberación y participación colectivas, de relaciones de dominación a
relaciones de diálogo, basadas en la justicia y la igualdad.
En el 2002, el Uruguay se vio sacudido por una serie de rupturas y discontinuidades del modelo
económico financiero que irradió sus efectos a la vida social. Las normas éticas y de valores no
fueron ajenas a estos cambios.
En este contexto, consideramos reafirmar la ética como una dimensión central en la formación
Universitaria.
La reflexión ética se remite al análisis crítico del comportamiento sobre un horizonte de
valores. Dicho análisis se torna significativo en tanto las acciones de los seres humanos tienen
efecto sobre otros seres humanos. Esto liga la problemática ética con el tema del poder, pero
el poder se acumula en ciertas personas, grupos o instituciones como el poder económico,
político, etc. Cuanto mayor poder, mayor la responsabilidad ética en cómo se administra y se
ejerce.
Durante los años 90, asistimos a la incorporación de la salud a la dinámica del mercado. En el
plano ético, el “deber ser” propio del discurso de la salud-derecho deja lugar a una lógica
pragmática, eficientista con predominio del discurso económico empresarial. Esto genera
efectos socioestructurales y psicosimbolicos en el ámbito sanitario y en el conjunto social:
Retroceso de la equidad
El profesional-prestatario deviene en empresario y el usuario en cliente.
La planificación sanitaria adopta una “lógica empresarial”
La liberación implica el repliegue del estado.
Todo esto conlleva a una transformación de la imagen social del profesional y su paradigma
ético.
En Argentina y Uruguay, las universidades públicas nacen inspiradas en el modelo
latinoamericano, basado en los siguientes supuestos:
La universidad produce conocimientos y formas profesionales al servicio del conjunto de
la sociedad
Su actividad es sustentada por el estado mediante “dineros públicos”
El profesional tiene un compromiso con la sociedad en tanto financia su formación.
La universidad es un espacio que la sociedad genera para pensarse a sí misma.
En este camino crítico y conflictivo, se instala la deliberación ética como instancia formativa.
Se trata de una postura que atraviesa la curricula alimentándose del quehacer cotidiano
capturando como materia prima del análisis lo que acontece en el trabajo de campo, el
contacto con las instituciones, las relaciones entre los diversos actores de la propia facultad,
los temas del cogobierno o los sucesos que marcan la realidad.
La existencia de espacios curriculares que tomen la deliberación ética como objetivo explícito
no debe llevarnos a desconocer que el peso de la modelación ética radica en ese curriculum
oculto cuyo análisis debemos integrar al momento de evaluar el proceso educativo.
Este es el plano donde se producen los aprendizajes significativos. Entendemos por tales
aquellas adquisiciones que reestructuran el campo cognitivo habilitando la re significación de
experiencias y saberes previamente incorporados.
Es que la igualdad y la libertad son requerimientos del mercado. Este necesita individuos
capaces de contratar por libre consentimiento. Los compromisos contraídos en el mercado
resultan iguales en cuanto a la obligación de cumplirlos y desiguales, con respecto al contenido
de la obligación, aquello a que cada contratante se obliga.
Pero desde una perspectiva ética, el postulado de igualdad y libertad (restringido por la
orientación hacia el mantenimiento del orden que les impone la institucionalización en el
Estado), conserva no obstante su poder crítico, su capacidad para cuestionar y transformar las
relaciones sociales.
2. La autonomía
Las sociedades modernas postulan la libertad e igualdad de todos los individuos. Postulan,
esto es, instituyen los ideales de igualdad y libertad, contradiciendo la situación que se
presenta en los hechos. Los individuos deben ser tratados como si fueran iguales y libres, como
si decidieran por sí mismos las maneras de ganarse sus vidas (“ganarse la vida” en el doble
significado de obtener el sustento y de darle un sentido a la propia existencia).
La autonomía implica la capacidad, que significa el poder, de actuar por uno mismo. Pero este
poder como cualquier otro, no se encuentra en forma aislada en el sujeto autónomo, sino que
se manifiesta en las interacciones de los sujetos, interacciones éstas que en la modernidad, se
hallan orientadas por el ideal ético del respeto y el reconocimiento recíprocos.
Cuando se habla de autonomía en relación con las profesiones, se piensa usualmente en que
son ocupaciones que poseen el poder de controlar su propio trabajo. Esta relativa
independencia en cuanto a la utilización de los conocimientos y pericias en los servicios que
brindan define su autonomía profesional. Pero ella corresponde originalmente al campo
profesional, lo que quiere decir a la comunidad de profesionales, y además según la estructura
que adquiere ese campo como resultado de las relaciones de fuerzas que lo constituyen, tanto
hacia dentro como hacia fuera del campo.
Sin embargo, el profesional debe asumir su responsabilidad, que si bien es compartida con el
resto del colectivo, exige responder por su accionar como si actuara personalmente en forma
autónoma.
3. La reflexión ética
Ser responsable significa ser capaz (no lo olvidemos, tener el poder) tanto de dar respuesta a la
pregunta acerca del porqué de nuestras decisiones y acciones como de hacernos cargo de sus
consecuencias. Al responder a la pregunta “por qué?”, articulamos un relato a través del cual
aducimos razones que valen como tales cuando son aceptables por todos, es decir, cuando
pueden ser universalizables, otra forma de decirle: si bajo circunstancias parecidas, cualquiera
de nosotros tomaría similar decisión. Hacerse cargo de las consecuencias de las acciones está
vinculado a la sanción y la culpa, aunque como veremos debiera conectarse con el aprendizaje
a partir de los errores y la reparación.
La pregunta acerca de por qué elegimos un curso de acción, opera tanto en el momento de la
deliberación acerca de qué decisión tomar, como luego cuando tenemos que justificar nuestro
accionar. Las razones que sostienen una decisión, el relato que conformamos para justificar
que es una buena decisión, toma en cuenta diferentes aspectos de la situación conflictiva, y
utiliza criterios. Estos criterios, leyes, normas o reglas de conducta, a diferencia de las
sociedades pre-modernas, no están avalados por una autoridad irrefutable, sino que pueden
ser cuestionados y revisados, más aún, debieran sufrir un proceso de autocercioramiento que
nos permita decidir por nosotros mismos la validez de la obligación que nos plantean.
Por consiguiente, apropiarnos de la autonomía supone la reflexión crítica sobre la situación
conflictiva pero también sobre nuestras obligaciones. Si llamamos a esta reflexión crítica,
reflexión ética, una forma de entender esta doble pregunta de la indagación se refleja en dos
movimientos complementarios. Por un lado se trata de la deliberación, de la consideración de
los factores que apoyan o socavan los posibles cursos de acción frente a la situación conflictiva
que nos demanda una decisión responsable. La deliberación brinda las razones para optar, y
nos permite responder por nuestras acciones: nos hace responsables.
Por otro lado, se trata de cerciorarnos por nosotros mismos de las pautas, de los criterios, de la
ley (para decirlo con los términos en que veníamos utilizando en relación con la autonomía)
que aplicamos en la deliberación, y que hemos interiorizado en nuestra socialización, en la
formación y en la experiencia profesional. A este segundo tipo de reflexión ética,
complementario de la búsqueda de la mejor decisión en las deliberaciones, lo he llamado
“elucidación”, en el sentido que Castoriadis da a la noción: “trabajo por el cual los hombres
intentar pensar lo que hacen y saber lo que piensan”.
Resulta entonces que la reflexión ética en los ámbitos profesionales tiene este doble papel
complementario de elucidación y de deliberación crítica dentro del proceso de toma
responsable de decisiones.
Pero los dispositivos que tratan de evitar nuestra autonomía son penetrantes, y también se
muestran resistentes a las modificaciones que nuestra reflexión aconseja, aun cuando haya
consensos más o menos generalizados acerca de tales modificaciones. Nuestra muchas veces
implícita compenetración (vía internalización) con esos dispositivos, nos crea obstáculos
epistemológicos (Bachelard) y epistemofilicos (Pichón Riviere) que cancelan nuestras
alternativas de decisión, ocultando las inconsistencias y tensiones inherentes a nuestros
marcos referenciales, a los ideales, valores, criterios y patrones de comportamiento que dan
sentido a nuestras prácticas.
En la toma de decisión de la actividad científica, además de las exigencias propias del campo
profesional, operan entonces las exigencias del ethos moderno respecto al trato con los otros.
Estas exigencias del ethos moderno, que la práctica profesional no deben eludir, pueden
resumirse en el imperativo kantiano de tratar siempre al otro no sólo como medio sino
también como fin en sí mismo, es decir, como un ser autónomo que tiene el derecho y el deber
de dar libremente su consentimiento a la interacción. El recurso de la reflexión ética constituye
entonces una herramienta para que nuestras decisiones y el desempeño profesional se guíen
por el ideal del respeto y el reconocimiento, promoviendo la autonomía de todos.
Pero dado que toda decisión humana no puede evadir nuestro horizonte de falibilidad, la
“vigilancia epistemológica” que recomienda Bachelard, requiere ser acompañada por la
vigilancia ética, sabiendo que debemos aprender y reparar nuestros errores, más que buscar
culpables y castigos.
Los aspectos éticos sin duda siempre han estado presentes en la dinámica universitaria, pero
sobre todo referidos al destino y la conducta de sus egresados, desde una perspectiva
fundamentalmente deontológica, que calificaríamos como marginal en el marco de una
reflexión y una discusión profundas sobre los fines últimos de la Universidad.
En el mundo de hoy, los requisitos éticos exigibles al docente y al investigador, en tanto que
protagonistas principales de la actividad académica, constituyen un tema de capital
importancia: si la idoneidad técnica es condición sine qua non, y la capacitación didáctico-
pedagógica cada día adquiere un mayor reconocimiento, la honestidad intelectual, el juicio
crítico –epistemológico y ético- no pueden quedar relegados. Es imprescindible una
comprensión profunda “política “y ética, de la naturaleza y los fines de la institución y del
contexto histórico, sociopolítico y económico en que ella está inserta. Y una clara conciencia
de la unicidad del conocimiento, y de la condición polignoseológica –valga el neologismo- de la
institución universitaria, que no contradice su irrenunciable carácter unitario. En
universidades como la nuestra, donde esa unidad académica es más un supuesto que una
realidad tangible, es necesario erosionar los conceptos feudales que aún subsisten,
contribuyendo a que en el docente y en el estudiante predomine un sentimiento de
pertenencia a la institución, más bien que a una cátedra, departamento o instituto. La idea de
unidad académica presupone un modelo de Universidad compartido por todos los actores
universitarios, sobre la base de una profunda identificación con el papel social que justifica su
existencia.
Los grandes cuestionamientos éticos de la era actual, tienen que ver más con el conocimiento
en sí mismo, con la elección de los temas de investigación y con la repercusión de sus
resultados a nivel institucional y social, que con el juicio de las conductas individuales en el
campo profesional –aunque no por ello éste haya perdido vigencia.
La mayoría de nuestros docentes ¿se detuvieron alguna vez a reflexionar sobre la naturaleza,
la responsabilidad y el papel social de la institución universitaria? Observando muchos
ejemplos –actuales-, nos surgen muchas dudas al respecto.
En efecto, a tenor de la discusión se facilita la hegemonía del más poderoso, apoyando la idea
cada vez más prevalente en los países desarrollados. La bioética que se está desarrollando en
Latinoamérica ha sido muy crítica de los intentos y de la forma de modificar Helsinki, aunque
tiene escasa oportunidad de contrargumentar con efectividad en los escenarios de primer
mundo, siendo aconsejable replegarse al escenario local y reforzar allí las capacidades de
resistencia a la colonización científica y empresarial, en una tarea de protección a la población
que es reclutada para investigaciones éticamente cuestionables.
Helsinki fue un desencadenante; sin embargo, el conflicto ético en torno a las investigaciones
con seres humanos es mucho más complejo que la mera revisión de los dos artículos de la
Declaración de Helsinki que están en polémica, llevándose en tres planos simultáneamente:
conceptual, metódico, y pragmático.
Conflictos conceptuales
Declaraciones de Helsinki anteriores a la actual habían establecido la substancial diferencia, en
estudios con seres humanos, entre investigaciones terapéuticas y no terapéuticas. Con mayor
rigor aún, es preciso distinguir primero entre ensayos clínicos y no clínicos, para luego hacer la
diferencia entre los clínicos terapéuticos y los clínicos no terapéuticos.
Las investigaciones no clínicas – o pre-clínicas – se llevan a cabo en probandos sanos, para los
cuales no hay beneficios, pero que están expuestos a riesgos supuestamente sostenibles y
predecibles en base a los estudios previos, lo cual es asimismo válido para las investigaciones
de fase I que “utilizan sujetos voluntarios normales”. La utilidad de estos ensayos es limitada,
pero necesariamente previa a los estudios fase II y III en que se investiga efectos terapéuticos
en pacientes. Si bien estos estudios preclínicos tienen una transparencia ética aceptable, no
reemplazan a las investigaciones clínicas, más complejas en su diseño y que son el verdadero
motivo de las polémicas éticas desencadenadas.
Estas distinciones son fundamentales para entender el desacuerdo de Helsinki con gran parte
de los investigadores primermundistas. Según Helsinki, el paciente que ingresa a un estudio
debe continuar recibiendo todos los cuidados médicos y los medios terapéuticos que requiera
por su afección. Los investigadores se expresan claramente en contra de esta opinión,
indicando que los rigores del método científico no deben ser debilitados con consideraciones
clínico-terapéuticas. Por lo tanto, aducen, es preciso distinguir claramente la diferencia entre
ética clínica y ética de investigación, para permitir a los estudios albergarse en ésta y
desentenderse de aquella: “cualesquiera sean los motivos del investigador, los pacientes
voluntariamente reclutados corren el riesgo de ver comprometido su bienestar en el curso de la
investigación científica”.
Además, se proponen eliminar la distinción que Helsinki hace entre investigaciones
terapéuticas y no terapéuticas, porque para la investigación el probando no es un paciente, la
pureza científica no necesariamente tiene por meta estudiar si el paciente se beneficia
médicamente. Para algunos científicos prominentes, la investigación debe aceptar que es de
relevancia secundaria que la ética clínica exija proteger a los pacientes: “la investigación
clínica, en contraste [con cuidados médicos]…no es una actividad terapéutica dedicada al
cuidado personal de pacientes”.
Conflictos metódicos
Lo antedicho sienta las bases para discutir tres estrategias de investigación que han estado en
el centro de recientes polémicas, dos de ellas a través de la Declaración de Helsinki.
Placebos
El nombre de placebos es erróneo en el contexto de ensayos clínicos, porque no son
substancias inertes dadas para complacer al paciente, sino que tienen por objeto crear la
confusión del doble ciego o doble enmascarado, en la que los probandos no saben si reciben
la sustancia en estudio o un substituto inerte. El único complacido es el investigador. Sin
embargo, la técnica genera un doble riesgo: si el ensayo es clínico no terapéutico, los
pacientes-probandos que reciban la droga en estudio están expuestos a interacciones
insospechadas entre la substancia y su enfermedad, o entre aquella y la medicación que estén
recibiendo. Si, en cambio, se está ante un estudio terapéutico, el grupo control quedará
privado de los efectos benéficos que la nueva droga está prometiendo. El período de
desprotección puede prolongarse en aquellos estudios terapéuticos que requieren una
suspensión inicial – wash out – de la medicación – psicofármacos, por ejemplo – que el
paciente estaba recibiendo.
Todos estos efectos negativos han sido reconocidos al punto que los países desarrollados
desincentivan el uso de placebos en sus propias poblaciones cuando ello priva a los probandos
de un terapia eficaz y probada, pero los aprueban y utilizan profusamente en naciones del
tercer mundo.
En una aclaratoria posterior a la declaración del año 2000, la Asociación Médica Mundial
permite el uso de placebos en dos situaciones: si no hay riesgos mayores o daños irreversibles
para los probandos, y si hay motivos científicos sólidos para el uso de placebos, lo cual
constituye una flexibilización que recupera nuevamente el uso de placebos con argumentos
contingentes.
La propuesta de enmienda presentada originalmente por Levine es aún más drástica: “cuando
el resultado no es la muerte ni una discapacidad, el uso de placebos u otras formas de control
no terapéutico puede justificarse en base a su eficiencia”.
Sub-medicación
Muchos protocolos se diseñan para comparar una nueva substancia con lo actualmente en
uso. Los investigadores han discurrido el uso de medicación sub-dosificada en comparación al
estándar aceptado y que se contrasta con un placebo, lo cual hará resaltar mejor las
diferencias con la droga ensayo, pero somete a los probandos a todos los efectos negativos de
terapias incompletas.
Por ello, también esta estrategia de investigación ha sido expresamente rechazada por Helsinki
al exigir que los grupos controles reciban los mejores métodos probados y existentes.
Las voces que se levantaron en contra de estas prácticas inmorales fueron minoritarias y no
han logrado revertir el uso de estas prácticas de investigación.
Equiponderación (= equipoise)
El concepto fue introducido por Fried para proteger a los pacientes de investigaciones
redundantes. Sólo en circunstancias clínicas con terapias alternativas aparentemente
equivalentes o donde hay incertidumbres sobre el valor de una sobre otra, se da la situación
de equiponderación o equipoise, que justifica o requiere un estudio para decidir la mejor
opción médica.
Freedman prefirió hablar de equiponderación clínica para apoyar estudios adicionales cuando
la comunidad médica discrepaba en la interpretación de evidencia disponible, lo cual también
tiene por objetivo proteger a los pacientes de tratamientos inadecuados.
La controversia actual se resume en la posición de quienes hacen valer la ética clínica junto a la
ética de investigación, frente a los que desean que los estudios se ciñan solo por la ética de
investigación, pues los “estudios randomizados y controlados no están diseñados para, y
pueden entrar en conflicto con, el cuidado [médico] personal”.
Helsinki no ha opinado sobre equiponderación, pero no obstante también aquí hay acerbas
discusiones cuya médula no es metodológica, sino que ética. La equiponderación, desarrollada
por Fried y por Freedman, se refiere a situaciones clínicas en que existen alternativas
terapéuticas consideradas equivalentes en los beneficios y/o efectos negativos que producen,
y en que un programa de investigación se propone dirimir el valor real de estas alternativas o,
eventualmente, de compararlas con un nuevo agente que supuestamente romperá la
equiponderación en su favor.
Por último, existe la equiponderación intencionada, cuando frente a una terapia eficaz y
establecida se busca por diversas razones, generalmente de orden mercantil, introducir una
alternativa de similar efectividad.
La función del científico no es la del terapeuta, pero ello no le otorga licencia para dañar a los
probandos, cosa que hace si su investigación interfiere con las necesidades terapéuticas de los
pacientes-sujetos. El objetivo de la equiponderación no está en reforzar la metódica científica,
sino en la protección a los pacientes de ser expuestos como probandos a terapias insuficientes
y riesgos innecesarios.
Conflictos pragmáticos
Nuevamente es en el articulado de Helsinki donde queda especificado que los probandos
deben continuar recibiendo, más allá del término del estudio, los beneficios que la
investigación haya revelado, y que la comunidad huésped ha de ser beneficiada por el hecho
de haber albergado la investigación. Los beneficios más allá del estudio han sido impugnados
por ser demasiado onerosos y, efectivamente, el párrafo merece ser revisado, pero no para
reducir el requerimiento sino que para especificarlo.
El artículo 30 será éticamente correcto cuando señale que los beneficios post-investigacionales
deben continuar mientras sean médicamente necesarios. No sólo para no caer en peticiones
exageradas, sino también para evitar que los probandos queden desprotegidos. La negativa de
conceder terapia continuada después de terminado el ensayo se basa en dos argumentos
falibles. Por una parte, se dice que en tratamientos prolongados los costos serían muy altos,
más si se trata de una droga efectiva aunque cara, también producirá excelentes ganancias en
el mercado que permitirán absorber el tratamiento gratuito a los pacientes-probandos que
ayudaron a desarrollarla. La indagación por la responsabilidad de investigadores clínicos ha
resultado en dos posiciones divergentes: la que entiende “al investigador como médico
personal y al sujeto de investigación como paciente”, y aquella que identifica “a los
investigadores como científicos puros y a los sujetos de investigación como meros voluntarios”.
La primera es teórica, por cuanto la coincidencia del rol de investigador con la de médico
tratante en un mismo sujeto- paciente es excepcional, mas deja en claro que el sujeto de
investigación no puede quedar desaventajado en sus requerimientos como paciente. Esta
posición erosiona severamente el requerimiento del mejor tratamiento existente para
proteger adecuadamente a los sujetos-pacientes, máxime si ocurren en “ambientes
empobrecidos” y cuando se trata de “individuos particularmente vulnerables”. En cuanto a los
beneficios solicitados para las comunidades huésped, también han sido resistidos como un
requerimiento desacotado que abriría el imaginario a escenarios irreales como solicitar una
elevación del nivel de atención médica o ayuda para mejorar las condiciones socioeconómicas
de la población. También el artículo 30 de la Declaración de Helsinki requiere mayor
especificación en este aspecto, buscando un planteamiento en que probandos y la comunidad-
huésped se beneficien concretamente de los resultados de la investigación recibiendo acceso
privilegiado o financieramente subvencionado a los productos del estudio.
Conclusiones
Con algunas notables excepciones, ha sido la tendencia general de investigadores y bioeticistas
del primer mundo respetar una ética de máximos para sus propios países y recurrir a
argumentos frágiles e impugnables para defender una ética más flexible y reducida,
inaceptable en sus países de origen, para la investigación con seres humanos en naciones cuya
pobreza los hace susceptibles a explotación y daño.
Los países patrocinantes se han sentido autorizados para cuestionar la competencia de los
comités locales de bioética en investigación, de reducir las exigencias del consentimiento
informado, de flexibilizar las condiciones de reclutamiento de probandos y, en general, de
aplicar métodos de estudio que en sus propios países son éticamente reprobados.
La ética de los países desarrollados está impregnada de conceptos que respaldan el doble
estándar, y varios bioeticistas se han dejado tentar a desarrollar argumentos que lo apoyan.
También existen diversas iniciativas académicas provenientes del primer mundo por impartir
en países menos desarrollados, también en Latinoamérica, cursos de capacitación en ética de
la investigación: “el Centro Internacional Fogarty del NIH, por ejemplo ha iniciado un programa
que provee a representantes de países en desarrollo de entrenamiento en ética,
particularmente en ética de investigación Norteamericana *“American” en el original]. Este
entrenamiento no garantiza que los comités locales de ética se preocuparán más de proteger a
sus conciudadanos que de cooperar con investigadores foráneos sólidamente financiados”.
La tarea de la bioética latinoamericana no puede consistir en polemizar en terreno foráneo con
fuerzas que poseen todas las ventajas estrategicas de un mundo académico potente.
En sí mismo el neologismo creado por Potter, es una novedad no solo terminológica sino en
referencia al significado de sus componentes. Ética en el sentido de un nuevo ethos, secular,
racional y autónomo y vida o bios en el sentido de un Bios tecnológico sometido al
desmesurado avance científico técnico de los últimos años. Diferentes causas han
determinado el surgimiento de este nuevo capítulo del conocimiento. Brevemente se podrían
resumir en tres categorías:
1) El avance científico tecnológico de los últimos 30 años que han enfrentado al hombre y a la
sociedad a situaciones novedosas para las cuales no parece siempre haber una respuesta.
Nuevas formas de nacer y de morir, el desarrollo del Proyecto Genoma Humano, las terapias
génicas, el desarrollo de la biología molecular, son solo algunos ejemplos de esto.
2) El surgimiento de los derechos de los pacientes, resultado de la incorporación de la noción
de autonomía del individuo en la medicina. Esta situación ha generado un nuevo modelo de
relación médico paciente, en la que el protagonista es este último, dando lugar a su
paradigmática representación en la clínica, el Consentimiento Informado.
3) Cambios en los sistemas sanitarios. Una noción de la salud como derecho, en el marco de
nuevos modelos para los sistemas de salud, donde ésta ha pasado de ser un bien de
producción a un bien de consumo, con recursos escasos que no se distribuyen de una manera
equitativa, presentando el imperativo de establecer criterios de equidad para su distribución.
Con este marco puede entonces comprenderse mejor la definición que ha sido propuesta para
la Bioética: “Es el estudio sistemático de las conductas humanas en el área de las Ciencias de la
vida y la atención de la salud, en tanto que dichas conductas se examinen a la luz de principios
y valores morales”. La Bioética no se limita al estudio de la ética médica sino que tiene un
campo de estudio más amplio:
-Comprende los problemas relacionados con valores que surgen de todas las profesiones de la
salud, incluso en las profesiones afines y las vinculadas con la salud mental.
-Aborda una amplia gama de cuestiones sociales, (salud pública, salud ocupacional e
internacional y la ética del control de la natalidad, entre otras).
-Va más allá de la vida y la salud humanas, en cuanto comprende cuestiones relativas a la vida
de los animales y las plantas; por ejemplo en lo que concierne a experimentos con animales y a
demandas ambientales conflictivas.
De este modo pretende poner luz sobre los problemas morales que emergen de las cuestiones
relacionadas con el hombre y su entorno vital, esto es, su medio ambiente y todo lo referente
a los aspectos biológicos, socioeconómicos, psicológicos, y axiológicos del individuo en el
marco de su existencia real e histórica como parte de una sociedad determinada.
Existe una tendencia a considerar que la investigación en seres humanos ha venido de la mano
del método científico, pero sabemos que desde la medicina hipocrática ya se realizaban
experimentaciones en seres humanos y desde entonces existía algún tipo de justificación.
Siempre se ha planteado, de diferentes modos la legitimidad ética de cualquier procedimiento
que emplee al individuo como “medio” para obtener un conocimiento.
Sin embargo fue definitivamente con los primeros inicios de la Modernidad cuando el
desarrollo científico de la medicina vio seriamente la luz y con él la participación de sujetos en
la investigación.
El desarrollo del capitalismo emergente, tiene una relación absolutamente estrecha con el de
la ciencia moderna “guardan una relación tan íntima que no se puede expresar simplemente
en términos de causa efecto”. Justamente fueron las condiciones del surgimiento del
capitalismo las que hicieron posible y necesario el surgimiento de la ciencia experimental y al
finalizar este período, empezó a hacerse sentir el efecto inverso; la ciencia se trasformó en una
adquisición permanente de la humanidad, mientras que el capitalismo “únicamente
representa una etapa transitoria en la evolución económica de la sociedad”... “si bien el
capitalismo sirvió primero para hacer posible a la ciencia, después la ciencia ha servido para
hacer innecesario al capitalismo”.
Más allá del modelo de desarrollo de la ciencia moderna, (vinculado tanto a actitudes
mentales como a intereses materiales), surgen en esta época conjuntamente una nueva
concepción del hombre y las primeras nociones de los derechos del individuo y de la
autonomía individual; modelos estos que vienen a dar cuenta de una nueva forma de
estructura económica y social. Esto dará lugar al surgimiento de los Derechos
Humanos y a la posibilidad de considerarlos en referencia a la investigación científica. El
hombre investiga al hombre, pero entendido como poseedor de unos derechos civiles que
recién muy a posteriori verán la luz en el campo de la ciencia y de la medicina.
Ya desde mucho tiempo atrás se realizaban experiencias con drogas, pero no eran con una
metodología determinada o en el afán de investigar. La Medicina se dedicaba a diagnosticar
pero no a curar. Es claro que la medicina ha cambiado más en los últimos 50 años que en los
25 siglos de su historia y a pesar de ser cierto que siempre el médico ha tenido que justificar la
investigación en sus pares, como sostiene Diego Gracia, del mismo modo es cierto que desde
el surgimiento de la ciencia moderna y hasta mediados de este siglo la mentalidad de los
hombres de ciencia en general y de los médicos en particular respecto de la investigación en
humanos sustentaba que esa justificación estaba dada por el progreso mismo de la ciencia,
aún a costa del sacrificio y riesgos de los sujetos individualmente.
Con el Positivismo científico, el modelo experimental de las ciencias naturales fue extrapolado
a la medicina considerando al hombre como “objeto” de investigación de la ciencia biológica,
del mismo modo que hasta entonces lo fueron distintas especies vegetales o animales. “La
ética por su parte se transformó en un producto consumado por el positivismo para el que
coinciden ciencia y moral, moral y política. El enorme crecimiento tecnológico fue
demandando cada vez investigaciones más complejas y con mayor grado de riesgos para los
participantes.
Pero fue Nuremberg el punto de inflexión de esa concepción de la medicina. Desde los juicios
realizados a 20 médicos y tres administradores que participaron en investigaciones
degradantes e inhumanas sobre individuos, produciendo enormes sufrimientos y hasta la
muerte, sin considerar en nada su consentimiento para realizarlas y llevándolas adelantes
mediante engaños y con objetivos sin ningún sentido científico y que en algunos casos solo
significaban algún aportes para el mejoramiento en el rendimiento militar de los ejércitos nazi.
El horror evidenciado en las prácticas desarrolladas por el nazismo puso de pie a toda la
humanidad y plantearon un cambio determinante en el paradigma del modelo de la ciencia. Al
igual que la Física perdió su inocencia en Hiroshima, la Medicina lo hizo en Auschwitz. En
respuesta al conocimiento de estos hechos vergonzantes se hicieron las primeras
declaraciones y códigos internacionales.
Nuremberg viene a refutar categóricamente la Doctrina del Positivismo Científico que sostiene
que “la ciencia no está totalmente supeditada a los estándares morales ordinarios, en parte
porque sus incumbencias se encuentran por encima de estos estándares, y en parte porque
una teoría de lo correcto y lo incorrecto puede ser determinada internamente por los
científicos, sobre los terrenos de la ciencia”.
La ciencia no es neutral. No existe un modelo interno para evaluar éticamente sus resultados.
Es la sociedad civil la que ha de establecer los valores que deberán regular la participación de
sujetos humanos en la investigación y los resultados de la ciencia, en tanto ello signifique un
riesgo para las sociedad en general y para los individuos en particular.
Esto es uno de los mayores cambios de paradigma de los últimos años, el paradigma de la
ciencia y da lugar a una nueva noción, la prevalencia absoluta de los intereses del sujeto por
encima de la ciencia y de la sociedad, (en este último sentido planteando un giro en referencia
al modelo liberal utilitarista). Desde esta perspectiva se plantea como indispensable en el
proceso de elaboración de un proyecto de investigación en salud, que la consideración ética
sea un componente presente en cada uno de los pasos que se van dando, afirmando y
reforzando el verdadero objetivo que debe tener la investigación, el ser humano.
En 1953 se establece en EE.UU. a través de los National Institutes of Health, (NIH), (Institutos
Nacionales de Salud), que en las clínicas pertenecientes a Bethesda en Maryland, para iniciar
una investigación en sujetos humanos, esta deberá ser antes aprobada por un comité
responsable.
En el año 1962 se publica el libro “Statistical Methods in clinical and preventive medicine” por
Sir Austin Bradford Hill quien plantea los conceptos básicos del ensayo clínico controlado y
propone una teoría lógica y metodológica para la investigación en seres humanos, bases estas
del modelo de validación.
En ese mismo año se conocen los efectos adversos, (graves malformaciones congénitas), de la
droga talidomida, (contergan). En EE.UU., lo que determina que se regule por ley que los
laboratorios, previamente a la comercialización establezcan científicamente la seguridad y
eficacia de las nuevas drogas, en lo que se llamó “enmienda de Kefauer- Harris”.
Los postulados de Nuremberg fueron revisados y enriquecidos en la Declaración de Helsinki en
1963, que del mismo modo adoptó la Asociación Médica Mundial. En ella se introduce ya la
diferencia entre investigación terapéutica y no terapéutica. Sin embargo hubo una segunda
muestra de la insuficiencia de estos códigos que puso en alerta a todos los ámbitos de la
sociedad civil. En 1966 Henry K. Beecher, un anestesiólogo norteamericano publicó en New
England Journal of Medicine un trabajo en el que se relevaron 22 investigaciones en seres
humanos que se desarrollaban en EE.UU en las cuales no se tenían en cuenta muchos de los
enunciados de los Códigos de Nuremberg y Helsinki, particularmente en los referente al C. I. de
los participantes. Muchas de estas investigaciones se desarrollaban en poblaciones marginales
o sobre grupos cautivos en los que la posibilidad de dar C. I. se encontraba sujeta a coerción y
en otros se expresaba un evidente engaño a los participantes.
En 1972 sale a la luz la Primera Carta de Derechos de los Pacientes, que había sido adoptada y
puesta en práctica por la Asociación Americana de Hospitales. El documento había sido
elaborado en 1971 por la Comisión Conjunta de Acreditaciones de Hospitales.
En ese mismo año, 1972, toma estado público uno de los casos más mentados en lo referente
a graves violaciones de los derechos humanos. Tuskegee Syphilis Study fue un estudio en 400
individuos varones de raza negra que padecían sífilis, con un grupo control de 200 individuos,
(se realizó en el condado de Macon, estado de Alabama, EE.UU.). Estos individuos eran
estudiados con el objeto de realizar el seguimiento de la historia natural de la enfermedad
desde 1932. No se informó a estas personas que ya desde el año 41 existía la penicilina para el
tratamiento de la enfermedad, ni se les suministró el tratamiento específico hasta 1972. Al
momento del descubrimiento varios de ellos habían ya muerto de terciarismo luético. Muestra
de la repercusión de este descubrimiento fue que el presidente de Estados Unidos pidió
perdón públicamente a los familiares de esta investigación, recientemente, (1997).
Otro estudio que recibió gran difusión fue el de Willowbrook State Hospital. En él se inyectó
virus de la hepatitis B a niños cautivos en una institución para débiles mentales, bajo coerción
a sus padres de tener que retirarlos de la institución si no accedían. El objetivo era observar el
desarrollo de esta infección y la inmunidad desarrollada.
Hubo al menos dos estudios más de estas características que tomaron estado público en EE.UU.
y fueron publicados en revista de distribución masiva, causando un tremendo impacto en la
sociedad. Nuevamente el conjunto de la sociedad civil vio la necesidad de implementar
mecanismos más eficientes para proteger a los sujetos de investigación y establecer
lineamientos de acción para los casos concretos.
Así en 1974 se constituyó en EE.UU. la National Commission for the Protection of Human
Subjets of Biomedical and Behavioral Research por mandato del Congreso norteamericano
con el objeto de que “llevara a cabo una completa investigación y estudio, para identificar los
principios éticos básicos que deberían orientar la investigación biomédica y comportamental
que compromete sujetos humanos“. Se partía de considerar que los Códigos no siempre eran
de fácil aplicación en las situaciones particulares y demasiado complejas y que aun
aplicándolos existían casos en los que había conflicto y no se podía resolver con la debida
ecuanimidad.
El informe Belmont es el primer documento que propone una metodología para la evaluación
y el análisis ético de protocolos de investigación en seres humanos.
En 1975 se elabora la Declaración de Tokio (Helsinki II) donde se revisan los postulados de
Nuremberg y Helsinki I, introduciendo la necesidad de contar en cada caso con un Comité
evaluador independiente. Esta Declaración fue revisada y corregida en Venecia en 1983 y en
Hong Kong en 1989. Todas de gran alcance sobre la ética de la investigación en seres humanos
(clínicas y no clínicas).
En 1978 se crea el Ethical Advisory Board para revisar las investigaciones sobre sujetos
particularmente vulnerables. Se constituyó con el objetivo de continuar el trabajo de la
National Comission pero sobre este tipo especial de sujetos de investigación.
En 1981 se forman por Ley Federal los Institutional Review Board, (Comité
Institucional de revisión). En la parte B de este documento fueron publicadas las
“Normas y regulaciones del Dto. de Salud y Servicios Humanos sobre la investigación en fetos,
mujeres embarazadas, fecundación in vitro y prisioneros”. A partir de estas regulaciones que
forman por Ley estos Comités, (IRB) y establecen sus funciones, se sientan las bases para las
llamadas “Normas de buena práctica clínica” recomendaciones para el buen hacer ético
científico de los investigadores, que tuvieron una enorme difusión.
Este tipo de cuestiones plantean inmediatamente el primer principio que debe respetarse en
la investigación, el de justicia. Mientras son las poblaciones marginales y empobrecidas las que
sufren los riesgos de la investigación, son los países patrocinadores los que gozan de los
beneficios de los resultados, y no “la humanidad” como suele sostenerse, ya que solo algunos
tienen acceso a los beneficios de la investigación, (medicamentos, vacunas, tecnologías, etc.)
Varias son las razones que han pretendido justificar las investigaciones provenientes de países
desarrollados.
En todos los casos se ha sugerido que los países adhieran a través de sus constituciones a estas
declaraciones tratados o Códigos; y no son pocos los estados en los que se ha redactado una
Ley de investigación en Seres Humanos con el objeto de implementar con formato de
normativa legal lo que parece un deber general. De este modo los IRB se han difundido
rápidamente. No ha corrido la misma suerte en los países de América Latina donde el estado
actual de las legislaciones no es tan alentador.
Probablemente el riesgo más importante que puede presentarse es que este tipo de Comités
se constituyan bajo presión de equipos patrocinadores o de los laboratorios promotores de un
ensayo, conformándose con profesionales sin experiencia en la temática y formación
específica, (aunque del mismo modo estas demandas, han sido consideradas como un
incentivo para su desarrollo). Por esa razón deben estar constituidos por profesionales con
cierta autoridad y experiencia para poder aprobar o rechazar cualquier estudio y no verse
presionados por investigadores de renombre.
Composición:
El Comité de Ética de la Investigación debería estar constituido por:
a) dos médicos con experiencia en investigación biomédica no relacionados con la
investigación a evaluar.
b) un lego, (hombre o mujer) que pertenezca a la comunidad y pueda representar sus valores
al revisar los proyectos de investigación
c) un abogado
d) un trabajador de la salud que no sea médico, (enfermero/a, técnico/a)
e) un eticista que actúe como asesor permanente en ética de la investigación.
De las decisiones
Las decisiones se pueden tomar por voto o por consenso. Si se rechaza un proyecto deben ser
presentadas las razones por escrito. Son de cumplimiento obligado.
Dependencia
En general estos comités se forman a pedido de una institución, específicamente para la
evaluación de un ensayo clínico, que puede ser un hospital o, en estructuras más centralizadas
un Ministerio o una secretaría de Salud. También consejos de investigación nacionales o
provinciales, etc.
Lo que se propone aquí son una serie de pasos orientadores para la evaluación de los
diferentes temas que deben ser observados en un protocolo. El protocolo debe ser evaluado
de acuerdo a tres perspectivas principales que son Metodológicas, Legales y Éticas.
En este punto se valorará lo que se ha llamado “idoneidad del protocolo” en relación con:
• Los objetivos generales planteados, su eficacia científica, la justificación de los riesgos y
molestias previsibles ponderados en función de los beneficios esperados para el sujeto y la
sociedad.
• Si se dispone de suficientes datos científicos, ensayos farmacológicos y toxicológicos en
animales que garanticen que los riesgos a los que se expone al sujeto son admisibles.
• Debe evaluarse el diseño metodológico del protocolo para establecer si el mismo es
adecuado y coherente con los objetivos planteados, así como la consideración acerca de la
población seleccionada como participante y los criterios por los cuales esa selección se realiza.
Si la muestra no es adecuada se obtiene conclusiones incorrectas y por tanto los resultados del
trabajo serán falsos.
• Evaluará la utilización de placebo en el ensayo y su necesidad desde una perspectiva
metodológica
• Se realizará del mismo modo la evaluación de la idoneidad del equipo investigador. En este
sentido parece sencillo comprender que aunque el diseño sea técnicamente correcto si el
equipo no está constituido por personas idóneas para realizar la investigación no debe ser
llevado adelante, (antecedentes de los investigadores, experiencia que los mismos tienen en la
temática planteada.
• Debe evaluarse la información escrita para el participante que contenga el protocolo y la
hoja de consentimiento para ser firmada. De igual modo si los participantes son niños o
incapaces debe revisarse la hoja de Consentimiento para el responsable legal. Debe evaluarse
la forma en que la información será suministrada, dato que debe incluir el protocolo, así como
aclararse el tipo de consentimiento que se solicitará según el estudio.
• Deberá tenerse especial consideración cuando el estudio se realice en una población
particularmente vulnerable, y la manera en que se obtiene el CI.
• Debe revisarse la previsión de compensación de daños y tratamientos para el sujeto
participante en caso de daños producidos durante o posteriormente al ensayo pero atribuibles
a él.
Debe constatarse la existencia de un seguro para respaldar las indemnizaciones por parte de
los investigadores.
• Debe conocer y evaluar la corrección de las compensaciones que reciban los sujetos de
investigación así como los investigadores para participar en el ensayo, (este punto se
superpone con la evaluación ética).
• Debe evaluarse la forma en que se realizará el tratamiento de los datos y los resultados.
La evaluación técnica científica del protocolo parece ser en todos los casos el primer requisito
ético a tener en cuenta.
Ningún ensayo clínico puede plantear divergencias no solo con los códigos internacionales de
ética de la investigación sino con todas las leyes existentes que guarden relación con el tema
del ensayo, (por ejem. en Argentina Ley de Trasplantes, Ley de SIDA, etc.), y especialmente
donde exista una ley de investigación en seres humanos, (Provincia de Bs. As. por ejem.)
Esto justifica la imperiosa necesidad que un abogado entendido en la temática sea miembro o
asesore al comité evaluador. Ningún protocolo puede ser considerado ético si no es
legalmente correcto.
Debe tenerse en cuenta que el C.I. constituye una protección imperfecta del sujeto de
investigación que debe ser complementada con la evaluación ética del protocolo. No siempre
que un individuo da su consentimiento el estudio puede realizarse.
A partir de entonces se trató de cuantificar el riesgo y se han diseñado unas tablas que
establecen escalas de riesgos superiores al mínimo. Sin embargo se recomienda que un comité
no apruebe un protocolo que tenga un riesgo superior al mínimo, salvo que esté escasamente
por encima de él y debidamente justificado. El riego se debe evaluar finalmente en relación
con los beneficios esperados del estudio.
Desde una perspectiva ética solo se pude utilizar placebo en un grupo control cuando el riesgo
de no tratamiento sea mínimo. Si el riesgo es superior al mínimo el trabajo no puede ser
aprobado aunque el sujeto haya dado su CI para participar. Se han propuesto unas
recomendaciones para evaluar en qué condiciones el uso de placebo puede ser aceptado.
1) que no exista terapia establecida para la enfermedad que se estudia o que la que exista sea
de eficacia no probada o que se asocie a una frecuencia elevada de efectos adversos.
2) que el placebo sea conocido como eficaz en la enfermedad en estudio.
3) que la patología en estudio tenga poco impacto sobre el estado general del paciente.
A pesar de ello los debates continúan en especial para investigaciones llevadas a cabo en
países pobres donde no se cuenta con acceso a tratamientos eficaces para las patologías en
estudio.
Principio de respeto por las personas, incorpora al menos dos convicciones éticas:
La primera que los individuos deberán ser tratados como entes autónomos y segunda, que las
personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección. Define
“persona autónoma” como el individuo capaz de deliberar sobre sus objetivos personales y
actuar bajo la dirección de esta deliberación.
Principio de Beneficencia. Han sido formuladas dos reglas como expresiones complementarias
de los actos de beneficencia, 1.-no hacer daño y 2.-extremar los posibles beneficios y
minimizar los posibles riesgos.
Principio de autonomía
1) Consentimiento informado.
2) Confidencialidad de los datos, (respeto a la intimidad y privacidad del sujeto).
Principio de beneficencia
En el sentido de “prevenir el daño, hacer o fomentar el bien o contrarrestar el daño”.
1) Evaluación de los beneficios del estudio y sus destinatarios, (esto debe estar en relación con
los riesgos y quienes los van a soportar o sea No Maleficencia).
2) Protección de grupos vulnerables, (establecer el beneficio directo de los mismos)
3) Decisiones de sustitución, (CI por representante legal de menores de edad o incapaces).
4) Protección del mayor, beneficio del incapaz
5) Evaluación de si es una investigación terapéutica y no terapéutica.
Principio de no maleficencia
En el sentido de “omisión o no comisión de actos que puedan producir daño”.
1) Debe considerase en este punto el primer paso de la evaluación, la corrección del protocolo,
(evaluación metodológica)
2) Consideración de riesgos para el participante, (evaluar el grado de riesgo).
3) Relación riesgos / beneficios.
4) Utilización ética de placebo
Principio de justicia
1) Selección equitativa de la muestra
2) Evaluar si existe algún método de clasificación de las personas y cuál es el criterio utilizado.
3) En estudios multicéntricos evaluar los criterios para incluir países, regiones o centros
determinados.
4) Compensación de daños y seguros contra riesgos
5) Evaluación de la remuneración en Fase 1 del Ensayo Clínico, (en individuos sanos).
6) Establecer la distribución de los beneficios.
Evidentemente aunque los principios son de fácil comprensión, las dificultades aparecen en su
aplicación práctica y en especial, cuando dos de ellos se confrontan, planteándose un
interrogante sobre cómo podría priorizarse uno sobre otro si todos son considerados prima
face, la respuesta habitual ha sido la de considerar que han de priorizarse en función de las
consecuencia, convirtiendo por tanto al modelo en consecuencialista.
Conclusión. Temas abiertos
La ética de la investigación científica se plantea como un capítulo esencial en el campo de la
ciencia en general y de la investigación en seres humanos en particular. Las ya evidentes
manifestaciones de un mundo bajo un modelo globalizado ponen a los países subdesarrollados
ante un fuerte llamado de atención. Las consecuencias derivadas de un modelo regido por las
leyes del mercado que ha afectado derechos básicos de los individuos, aplicado sin ninguna
consideración por la dignidad de las personas, particularmente en países con estados que
progresivamente se desentienden de la salud pública, donde grandes franjas de la población
padece enfermedades de la pobreza, existe analfabetismo, desocupación y exclusión social,
ponen a estos individuos ante una desprotección aún mayor. En este contexto y a entender
por los escasos relevamientos realizados, parece poco probable que las pautas y los códigos
internacionales sean respetados en el terreno de la investigación en seres humanos.
Esta realidad plantea un imperativo para los países pobres y las comunidades del Tercer
Mundo (y porque no para los excluidos del primer mundo), de desarrollar modelos locales de
control, regulaciones rigurosas y evaluación sistemática de protocolos de investigación en
humanos. Parece paradójico que en lo que podrían llamarse “países vulnerables” no existan
prácticamente legislaciones o reglamentaciones locales, ni comités de evaluación a la altura de
la indefensión de sus poblaciones y que las autoridades políticas no manifiesten un interés
evidente por desarrollar y respaldar iniciativas en este sentido.
Pero más allá de lo establecido por los códigos, las reglamentaciones, las leyes y los comités,
parece necesario que sean los propios investigadores los que ya “nunca más” se planteen un
objetivo científico en el cual el sujeto humano sea solo un “medio”. Solamente esto hará
posible que Nuremberg y Tuskegee sean solo un fragmento más de los hechos que en la
historia de la humanidad se recuerdan como lamentables y de los que nunca deberemos
terminar de arrepentirnos.
Aunque la relación médico-paciente sea descompensada, pues una de las partes padece,
mientras la otra posee el conocimiento para aliviarla, nunca debe considerarse ésta como una
relación de poder. En sus inicios, esta relación fue siempre jerarquizada y basada en el
principio de beneficencia; el médico prescribía los medicamentos necesarios para curar la
enfermedad y el paciente ordenado simplemente obedecía.
Hoy se acepta que todo paciente involucrado directamente en una intervención biomédica
que implica riesgo para su propia integridad debe consentirla o bien rechazarla en forma
expresa en función de tres criterios de cumplimiento indispensable:
• Después de recibir la información adecuada;
• Actuando sin que medie coacción;
• Siendo absolutamente capaz (competente) en el momento de emitir tal juicio.
II. Concepto
El consentimiento bajo Información (CBI) puede definirse como un proceso mediante el cual se
garantiza por escrito que después de haber recibido y comprendido toda la información
necesaria y pertinente, el paciente ha expresado voluntariamente su intención de participar en
cualquier investigación, o su autorización para que sobre él se efectúen procedimientos
diagnósticos, tratamientos médicos o intervenciones quirúrgicas de cualquier tipo, que
suponen molestias, riesgos o inconvenientes que previsiblemente pueden afectar su salud o su
dignidad, así como las alternativas posibles, derechos, obligaciones y responsabilidades.
El CBI no debe concebirse sólo como un documento que establece la aceptación voluntaria
para eliminar la posibilidad de que, después de realizado un acto, no exista responsabilidad
para quien manipula los elementos relacionados. Además de ser una visión reduccionista, se
entiende por anticipado que puede haber ventaja deliberada partiendo de la confianza o
buena fe de los pacientes.
Una concepción holística reconoce que la solicitud de firma del documento que estipula un CBI
implica una obligación profesional de tipo moral que liga al personal de los servicios de salud
con sus pacientes. Este proceso se ha concebido erróneamente de diferentes formas, desde
una posibilidad de obtener una garantía de la eficacia científico-técnica de la intervención, un
instrumento de naturaleza potencialmente legal, hasta un trámite administrativo de la
Institución.
La fórmula que consigna el CBI debe redactarse en español, en lenguaje sencillo, práctico,
adaptado culturalmente y que evite, hasta donde ello sea posible, el empleo de términos
técnicos y científicos, para asegurar que se ha comprendido la información. De manera general,
debe contener el objetivo, los posibles riesgos y beneficios, procedimientos, alternativas y
posibilidades de desistir, además del número de teléfono del investigador.
VII. Conclusiones
Prestar el consentimiento después de haber obtenido la información precisa y suficiente
manifiesta un derecho humano fundamental. Es una de las últimas aportaciones realizadas en
la teoría de los derechos humanos y constituye una demostración objetiva del respeto a la
dignidad, la vida, la integridad física y la libertad de decisión.
Dado que se dispone la absoluta libertad de las personas para aceptar su participación en
protocolos de investigación, también es necesario destacar diversas obligaciones a cargo del
usuario de los servicios de salud, como la de informarse acerca de los riesgos y alternativas de
procedimientos diagnósticos y terapéuticos que se le indiquen o apliquen, así como solicitar la
debida atención de salud para sí y sus familiares; la de cumplir las prescripciones generales de
carácter sanitario comunes a toda la población, así como las indicaciones del equipo médico
respectivo si hubiera aceptado someterse a un tratamiento o procedimiento específico; la de
informarse acerca de los procedimientos de consulta y reclamación que los prestadores de
salud respectivos hubieren habilitado al efecto; la de contribuir a la manutención de los
establecimientos de salud a través del cuidado de sus instalaciones y el uso responsable de sus
servicios y prestaciones.
Segundo movimiento: suplementario del anterior, en el sentido que lo expresa Alejandro Ariel,
con Alfred Jarry, da cuenta de las singularidades en situación. Son las situaciones paradojales
para las cuales no existe en sentido estricto un conocimiento disponible, sino que es la
situación misma la que funda un conocimiento, en la medida en la que redefine, transferencia
mediante, el caso mismo. Da cuenta no del "qué debería hacer…" de la pauta deontológica
particular, sino del "qué hacer", pero ahora en acto, allí donde la situación se revela a
posteriori como ocasión para un movimiento cuya eficacia radica justamente en la ausencia de
todo cálculo. Este segundo movimiento constituirá el foco de esta presentación y establece la
salida de la situación. Analizaremos a continuación dos escenas que dan cuenta de esta
peculiar dialéctica. Se trata de situaciones que a priori podrían ser encuadradas dentro de
determinadas evidencias, pero que se revelan como sustrayéndose a ese orden inicial.
La primer situación muestra a una terapeuta que irrumpe en el estudio en que se encuentra su
marido, Harry, (el personaje protagonizado por Woody Allen) porque se acaba de enterar que
éste se acostó con una paciente suya. La terapeuta atiende en su propia casa y la paciente que
se acaba de retirar -llamada Amy Pollack- le relató en sesión la aventura que tuvo con su
marido. La escena es tragicómica, porque Harry -que aparece como un manejador, intenta
minimizar su conducta, pero sus argumentos defensivos terminan empeorando aún más el
estado de las cosas.
La discusión entre ambos va in crescendo a medida que se desplaza desde el estudio al hall de
recepción del departamento y ya incluye forcejeos físicos. Cuando la disputa está en su punto
más álgido, ocurre algo imprevisto: se abre la puerta de entrada e irrumpe en la escena un
hombre de mediana edad, con aspecto sumiso y ordenado. Es el Sr. Farber, el siguiente
paciente, que llega tarde a su sesión -"perdón, doctora, me demoré un poco..."
Regresa entonces a su sesión con el Sr. Farber, que, ya visiblemente alterado, no atina a
continuar. "¿Qué le pasa, Sr. Farber? ¿Perdió el hilo? Estaba hablando de su trabajo..." El Sr.
Farber retoma entonces su relato "No soporto más la situación con mi cuñado. Quiero irme. Mi
mujer me apoya, pero sólo aparentemente, porque ella lo idolatra... pasan todo el día juntos..."
La terapeuta interrumpe nuevamente: "Un segundo más, Sr. Farber" “¿otra vez?”, se queja
Farber, pero la terapeuta ya se levantó y pasa a otra habitación más alejada en la que -ahora
sin que Farber la escuche- retoma el diálogo con su marido, al que le dice, resuelta: "te vas.
Has llegado demasiado lejos. Sabía que estabas enfermo, pero esto fue demasiado. Empacas
tus cosas y te vas...".
Harry ensaya otra débil defensa, lo que no hace sino enojarla aún más. Regresa al consultorio,
se sienta en su sillón a espaldas de un Farber ya completamente desestructurado, y, desde allí,
profiere "¡Hoy mismo! ¡Esto no pasa de hoy: te vas hoy mismo" El Sr. Farber rompe en llanto.
La escena finaliza allí, indicando, en nuestra lectura, también el corte de la sesión.
Pero sostendremos que una cosa es la entrada en la situación, y otra bien diferente es su salida.
Nótese que en su desprolijidad, la terapeuta intentó siempre distinguir los espacios. Cuando
discutía con su marido, "salía" del consultorio, explicitando tal movimiento a su paciente, y
cuando se dirigía al Sr. Farber, lo hacía "regresando" a su sillón de analista. No interesa juzgar
aquí el sentido -y menos aún la eficacia- de tal maniobra en semejantes circunstancias, sino
llamar la atención respecto de un momento crucial en ese periplo. En su comentario final, la
terapeuta "equivoca" los lugares. Mientras que siempre se dirigió a su marido abandonando el
sillón de analista, su última intervención resulta peculiar. Dirigida a su marido, la exigencia "¡te
vas hoy mismo!", es escuchada como propia por Farber, que rompe en llanto. Y en sentido
estricto, está dirigida a él, ya que su terapeuta así lo indicó a través del lugar desde donde
habló. La ambigüedad de la lengua inglesa, que no distingue entre el "tú te vas" del "usted se
va", refuerza la hipótesis.
Si graficáramos la mecánica de la situación, tendríamos los tres tristes triángulos del inicio.
Estos ilustran el carácter de repetición (serie de intrusiones) que hacen a la entrada en la
situación. En esta línea podría incluso conjeturarse que el discurso inicial del Sr. Farber está
"promovido" por la escena triangular a la que se ve convocado.
Llamaremos dimensión transferencial al triángulo superior -ya que si de algo no cabe duda es
de que el Sr. Farber está en plena transferencia con su terapeuta- para indicar el escenario en
que adquiere eficacia la intervención clínica. El triángulo sombreado representa la “escena” del
film. El triángulo inferior representa la situación que clásicamente se denomina
"contratransferencial".
En virtud de este ajuste de registros, la intervención de la terapeuta cobra valor de acto. Hay
situaciones que no se pueden sostener. Existen límites que no se pueden traspasar. Con su
intervención, la terapeuta rompe la serie de repeticiones. Veamos esto.
Nótese que los triángulos se juegan en el plano incestuoso. Para este tipo de situaciones no
cabe ser "políticamente correcto". Pretenderlo sería condenar los vínculos a su absoluta
esterilidad. Efectivamente, hay situaciones que no se pueden, que no se deben tolerar. Con su
intervención final, la terapeuta acota el goce, modificando las coordenadas de la situación.
Pero lo que sobre todo interesa señalar es que la interpretación encuentra su eficacia en la
ausencia de todo cálculo.
La interpretación "¡Se va hoy mismo!", que quiebra la vacilación, la duda obsesiva, del Sr.
Farber resulta no calculada. Lo cual no significa que sea azarosa. Muy por el contrario, para un
marido manipulador, que pretexta su conducta psicopática en el "las únicas personas que
conozco son tus paciente, porque estoy siempre aquí", resulta un hallazgo decirle que se tiene
que ir. Inmediatamente. Una imaginaria línea vertical del esquema representa el movimiento
que sustrae a los pacientes -Amy Pollack y el Sr. Farber- de esa zona de riesgo en que la
imprudencia contratransferencial de la terapeuta los ha colocado.
El terapeuta de Harry
Curiosamente, otra escena del mismo film parece confirmar –sin proponérselo su director- la
hipótesis recién desplegada. Harry tiene a su vez su propio analista. El film lo muestra con
características opuestas a las de la terapeuta del Sr. Farber.
Un consultorio impecable, decorado con buen gusto, con paredes forradas de bibliotecas,
plantas y una envidiable vista al Central Park. El estilo del analista es sobrio, pero con cierto
toque de informalidad. Su agradable timbre de voz transmite seguridad y a la vez calidez y
contención. Harry, que es escritor, llega a su sesión y habla sin parar durante los primeros
cinco minutos.
El analista espera una pausa en el discurso caótico de su paciente y le dice: "esto se parece
mucho a un cuento suyo. Aquél en el que el personaje está fuera de foco..." Y a continuación,
recuerda la historia, contando el cuento completo, lo cual ocupa quince minutos del film, para
concluir luego: "¿No será que usted es como el personaje de su cuento, y lo que quiere es que
los demás se adapten a usted?" Y como habiendo calculado el efecto de su larga intervención,
cierra diciendo: "Bueno, es la hora. Dejamos acá".
Para quienes vieron el film -o para los que se sientan convocados a hacerlo resultará
apreciable la consecuencia nefasta de este último consejo. Pero toda la sesión se caracteriza
por un calculado despliegue por parte del analista. Despliegue orientado a seducir a su
paciente y que nada tiene que ver con la función de un terapeuta.
Haber leído un cuento que el paciente escribió y desplegarlo en su sesión para hacer girar en
ello una interpretación tiene más que ver con las veleidades narcisistas del terapeuta que con
las necesidades clínicas del paciente. Harry se fue de su sesión reconfortado, mientras que el
Sr. Farber salió con lágrimas en los ojos. Pero podríamos asegurar que el Sr. Farber tuvo una
excelente sesión, mientras que la de Harry estuvo signada por la esterilidad.
Sin certezas
Un par de aclaraciones finales. Tratándose de una ficción cinematográfica, el análisis no
pretende verosimilitud clínica. Se trata por lo tanto de una ilustración metodológica. El
resultado es por lo tanto aleatorio. No supone, evidentemente, ni un elogio de la desprolijidad
ni una condena del cálculo. Hacerlo significaría cambiar un ideal estético por otro de signo
contrario. El movimiento desplegado no propone nuevas certezas en las que alojar la ética sino
que supone una invitación a pensar sin ellas.
Cuando definimos, por tanto, a las profesiones según su función prioritaria (aplicar
conocimientos altamente específicos), no debemos olvidar la praxis científica de la que surge
ese conocimiento. Ambas dimensiones son insoslayables en psicología, disciplina que no
puede avanzar sobre la omisión de una de ellas. La investigación empírica, importa destacarlo,
no afecta solamente a los procesos psíquicos en estado "puro" (cognición, motivación,
comportamiento, desarrollo, etc.) sino, con creciente énfasis, a los resultados del propio actuar
profesional (efecto comparado de las psicoterapias, de los programas comunitarios, de
intervenciones psicopedagógicas, etcétera).
Existe consenso creciente, en las últimas décadas, en que no es concebible una profesión sin
ciencia, como tampoco lo es la investigación básica aislada de los problemas detectados en el
campo profesional o "aplicado".
De manera que la confidencialidad obliga tanto a la práctica del profesional, como a la del
investigador; contrariando la vieja creencia de que la deontología sólo tiene injerencia en el
ejercicio liberal de la profesión.
Uno de los límites para que esta posibilidad no se convierta en abuso real es el consenso que
logren sus miembros en cuanto a principios generales que deben guiar la práctica profesional,
y también al contenido de las normas deontológicas incluidas en los códigos de ética. Dichos
marcos referenciales, deben ser incorporados en el proceso de formación de grado por los
estudiantes. Luego serán las instancias colegiales, quienes adquieran el compromiso de ejercer
sistemáticamente una revisión crítica de las normativas, en consonancia con el desarrollo de la
disciplina y con las problemáticas que surjan de la evolución social.
En este sentido el primer paso en relación al tema que nos ocupa, fue dado por los psicólogos
de la región al acordar los principios éticos que regirán a partir de la firma del acuerdo, cuyos
enunciados detallamos a continuación:
Acordados en Santiago de Chile, a los siete días del mes de noviembre de 1997.
En primer lugar resulta importante discernir que el secreto profesional no sólo constituye un
imperativo ético, sino que también posee implicancias de tipo deontológicas y legales. Cuyas
consideraciones expondremos en los siguientes apartados:
Transcribiremos a continuación el texto completo del primer principio acordado por los
psicólogos del Mercosur y países asociados:
"Respeto por los derechos y la dignidad de las personas";
....Los Psicólogos se comprometen a hacer propios los principios establecidos por la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. Asimismo, guardarán el debido respeto a los
derechos fundamentales, la dignidad y el valor de todas las personas, y no participarán en
prácticas discriminatorias. Respetarán el derecho de los individuos a la privacidad,
confidencialidad, autodeterminación y autonomía...
Lo anterior implica que los principios acordados en Chile constituyen la base sobre la cual se
inscribirán las prácticas científicas y profesionales de los psicólogos de la región.
Los principios son pues ideales a los cuales el profesional debe aspirar; ellos constituyen el
bastidor del que se desprenden las normativas deontológicas que atienden ya obligaciones
taxativas tanto para el profesional como para el investigador de la psicología.
* Es obligación del psicólogo guardar el secreto profesional, de todo aquello que le sea
confiado por sus consultantes en el ejercicio de su profesión. El interés público, la seguridad de
los pacientes, la honra de la familia, la respetabilidad del profesional exigen observar la
confidencialidad.
* La información que se da a padres y/o demás responsables de menores o deficientes y a las
instituciones que las hubieren requerido, debe realizarse de forma que no condicione el futuro
del consultante o pueda ser utilizado en su perjuicio.
* La información acumulada por el psicólogo en el transcurso del proceso psicodiagnóstico, ha
sido obtenido en circunstancias y con objetivos determinados, por lo tanto el profesional debe
ser muy prudente en su utilización y/o devolución, especialmente cuando ello pueda afectar
las actividades en curso de el o los pacientes, o se siga un perjuicio para el o los mismos o
afecte la confianza de el o los que suministran la información.
* El psicólogo no podrá otorgar informes en los siguientes casos: a) cuando haya relación de
dependencia con la persona de que se trate; b) cuando la persona objeto del informe sea su
cónyuge, pariente por consanguinidad o colaterales hasta el cuarto grado y afines hasta el
segundo grado.
* Cuando se trate de trabajo profesional en equipo, sobre todos los miembros del mismo, pesa
la obligación de guardar secreto profesional. La misma obligación subsiste para el profesional
aún después de concluida la relación con el consultante.
* En el controvertido tema de los límites del secreto profesional, nuestros códigos en rasgos
generales proponen que los psicólogos dan a conocer la información obtenida, únicamente
para:
a. Proveer servicios profesionales necesarios al paciente institucional o particular.
b. Obtener consultas profesionales apropiadas.
c. Cuando el psicólogo ha sido comisionado por autoridad competente (ej. Juez solicitante).
d. Cuando el psicólogo fuera denunciado por supuesta transgresión a las normativas impuestas
por su profesión, en este caso podrá dar a conocer cuestiones alcanzadas por el deber del
secreto profesional, pero solo dentro de los límites de lo que fuera indispensable para su
propia defensa.
e. Cuando se trata de evitar la comisión de un delito o evitar los daños derivados del mismo.
f. Cuando así lo exija la situación del propio consultante, debido a que éste, por causa de su
estado, presumiblemente pueda causarle un daño o causarlo a los demás.
g. Los psicólogos garantizan una apropiada confidencialidad, al crear, almacenar, acceder,
transferir y eliminar registros bajo su control, ya sea que éstos estén escritos, automatizados o
en otro medio. (Di Doménico y Hermosilla, 1998)
Podrá observarse que los objetivos que persigue esta norma son claros pero los medios para
resguardar la obligación del secreto profesional no lo son tanto. En este sentido, la cuestión de
los límites no puede considerarse sin atender cada caso en particular y fundamentalmente al
hecho de que por más que deontológicamente este permitido levantar el secreto, ello no
autoriza al profesional a excederse en la información que ofrece. Es menester, que los
psicólogos logremos acuerdos mínimos en relación a "qué y cuanto se informa". Ello incorpora
a la cuestión un ingrediente más que podríamos denominar como "el límite dentro de los
límites". Este otro límite aludiría al cuidado que debe se debe observar en evitar que
trasciendan aquellas cuestiones que pertenecen al fuero íntimo de las personas y cuya
divulgación no aporta nada al objetivo por el cual se ofrece (ej. pericias judiciales, selección
laboral, informes escolares etcétera).
Por otra parte, frente a potenciales riesgos que pudiera correr el consultante así como otras
personas (intento de suicidio, violencia familiar, situaciones de maltrato, amenazas de muerte,
etcétera); la gravedad de las mismas situaciones exceden estrictamente lo deontológico y
existen leyes que otorgan al problema mayor claridad y que pasaremos a considerar en el
próximo apartado.
En este punto cabe acotar que el secreto profesional es una prescripción que está incluida,
tanto en nuestras leyes de ejercicio profesional, como así también reglamentada en nuestros
códigos de ética profesional. Y al ser nuestras leyes de ejercicio profesional de orden público y
por lo tanto de cumplimiento obligatorio, podríamos concluir en que este capítulo es en
principio de competencia de los colegios profesionales; no obstante entendemos, que aquellos
damnificados por el supuesto de que la violación del secreto profesional les haya provocado un
daño podrán accionar civilmente en busca de la reparación del mismo.
b) Derecho penal.
El derecho penal argentino se refiere a la violación de secretos en cuya posesión se entra con
motivo del ejercicio de una actividad u oficio, así el art. 156 del código penal, reprime con
prisión de seis meses a dos años (o con multa e inhabilitación especial de hasta tres años) a
quién teniendo acceso en razón de su estado, oficio, empleo o profesión o arte - a un ´”secreto
cuya revelación pueda causar daño”, lo revela “sin causa justa”.
Surge nuevamente la salvedad expresa del "sin justa causa", que apunta precisamente a los
límites ya aludidos que justifican que un psicólogo pueda levantar el secreto si las causales
están contempladas en las reglamentaciones profesionales pertinentes. Es aquí donde se
impone la responsabilidad que le compete a las instituciones colegiales de revisar
periódicamente sus códigos a efectos de que los profesionales no queden en soledad a la hora
de tomar una decisión. Nos estamos refiriendo al caso puntual en que la normativa no sea lo
suficientemente clara y amplia, lo cual no exime en modo alguno al psicólogo de la
responsabilidad profesional que en tanto tal le corresponde asumir.
Otra cuestión que esta problemática contiene y que es importante revisar es que aún con justa
causa, es decir aun cuando el psicólogo se guie por lo aceptado deontológicamente para el
levantamiento del secreto profesional; lo que desde la técnica jurídica surge es denominado
"colisión de normas'; ya que se interpreta que nadie tiene obligación de denunciar que
jurídicamente tiene la obligación de mantener en reserva (la cuestión se complica cuando
preservar el secreto involucra un riesgo o peligro para terceros). Lo que coloca al psicólogo
enfrentado a un dilema de estas características frente a una cuestión ética, concretamente lo
que aparece es un conflicto de valores.
Consideraciones finales
La norma deontológica lo que viene a aportar es como debe guiarse un psicólogo que eligió
pertenecer a una comunidad profesional; no obstante es claro que no se es ético por
responder a la norma de manera irrestricta, sino por la posibilidad del sujeto moral en tanto
lugar de la individualidad de poder discriminar colocado frente a un dilema moral, a resolverlo
éticamente es decir desde una reflexión que suponga libertad y responsabilidad.
Entendemos que una alternativa posible para sintetizar esta suerte de paradoja en que puede
caer el psicólogo producto de los entrecruzamientos de diferentes discursos es que sin perder
de vista la preeminencia en que debe colocarse la norma, se pueda expresar como la
responsabilidad primaria que obliga a guardar el secreto profesional, pero del mismo modo
tener la prerrogativa de poder comunicar a nuestros consultantes de las causales por las que el
secreto podría levantarse; fundamentalmente nos estamos refiriendo el riesgo que podría
sufrir la persona o terceros. Esta sería la única causa a nuestro juicio válida para poder hacerlo.
Las indicaciones referidas a la técnica analítica son abordadas por Freud a lo largo de toda su
obra, y no se limitan exclusivamente a los llamados escritos técnicos. Al recorrer estas
recomendaciones vemos que se pueden distinguir dos tipos bien diferenciados de indicaciones
técnicas: uno, corresponde a la Regla de Abstinencia, y el otro, al Principio de Neutralidad.
Frecuentemente, se toma a los conceptos de neutralidad y abstinencia como sinónimos. Sin
embargo, analizar sus diferencias nos permitirá establecer la articula-ción entre ambos.
Hemos elegido para comenzar estas cuatro afirmaciones ya que, como se ve, abarcan un largo
período de la obra en el que Freud mantiene la misma indicación. A partir de ellas es posible
extraer tres objetivos básicos que perseguiría la Regla de abstinencia:
1- la frustración que impone el analista procura en el paciente cierto grado de padecer que
funciona como "fuerzas pulsionantes del trabajo analítico";
...Si su cortejo de amor fuera correspondido, sería un gran triunfo para la paciente y una total
derrota para la cura...Ella habría conseguido...actuar, repetir en la vida algo que sólo deben
recordar, reproducir como material psíquico y conservar en un ámbito psíquico...
...Las mociones inconscientes no quieren ser recordadas, como la cura lo desea, sino que
aspiran a reproducirse...
Entonces, la Regla de Abstinencia es una indicación técnica y, como tal, debe ser observada
por el analista a lo largo del tratamiento y como condición de posibilidad del mismo, siendo
pura y exclusiva responsabilidad suya. Las satisfacciones sustitutivas pueden intentarse en la
cura –en el campo de la transferencia–, o fuera de ella. La Regla de Abstinencia rige para
ambos casos.
Un ejemplo del primer caso es el amor de transferencia, tema largamente desarrollado por
Freud, especialmente en su escrito Puntualizaciones sobre el amor de transferencia, en el cual
es absolutamente enfático en relación a los motivos técnicos y éticos que impiden al analista
responder a la demanda de amor del paciente.
No nos detendremos en este texto en particular, el cual podría ser tema de una presentación
él mismo. Sólo vamos a decir que los motivos técnicos son los desarrollados hasta aquí en
relación a la Regla de Abstinencia, y los motivos éticos y morales se fundamentan en el origen
de ese amor.
Veamos un segundo ejemplo de satisfacciones sustitutivas que puedan intentarse en la cura:
...Difícilmente se pueda evitar que la actitud positiva hacia el analista se trueque de golpe un
día en la negativa, hostil...La obediencia al padre..., el cortejamiento de su favor, arraigaba en
un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esa demanda esfuerza también
para salir a la luz dentro de la transferencia y reclama satisfacción. En la situación analítica sólo
puede tropezar con una denegación. Vínculos sexuales reales entre paciente y analista están
excluidos, y aun las modalidades más finas de la satisfacción, como la preferencia, la intimidad,
etc., son consentidas por el analista sólo mezquinamente...
Las razones de esta última afirmación de 1938 ya habían sido planteadas en 1912:
Este último enunciado es la ocasión propicia para analizar el segundo grupo de indicaciones
técnicas que mencionamos al comienzo: las referidas al Principio de Neutralidad. ¿Qué
limitaciones impone Freud sobre la intervención del analista en la vida del paciente que nos
obligan a relativizar aquel enunciado?
...El análisis respeta la especificidad del paciente, no procura remodelarlo según sus ideales
personales –los del médico–, y se alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en
cambio la iniciativa del analizado...
Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro, arquetipo e ideal de
otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza, no tiene permitido olvidar que no es esta
su tarea en la relación analítica, e incluso sería infiel a ella si se dejara arrastrar por su
inclinación...
Como se ve, estas dos últimas indicaciones son de índole diferente a aquellas que se referían
estrictamente a la regla de frustrar la satisfacción al paciente. Ya en 1918, en Nuevos caminos
de la terapia psicoanalítica, él mismo establece la diferencia entre ambos tipos de indicaciones,
a la vez que se ocupa de establecer las limitaciones que guían la labor del analista:
No creo haber agotado el alcance de la actividad deseable del médico con el anterior
enunciado, a saber, que en la cura es preciso mantener el estado de privación […] Claramente
aquí se está refiriendo a la Regla de Abstinencia. Y continúa: Nos negamos de manera
terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un
patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la
arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo formado a nuestra
imagen y semejanza. […]...no se debe educar al enfermo para que se asemeje a nosotros, sino
para que se libere y consume su propio ser. […]...tampoco podamos aceptar su reclamo [J. J.
Putnam de EEUU] de poner al psicoanálisis al servicio de una determinada cosmovisión
filosófica e imponérsela al paciente con el fin de ennoblecerlo. Me atrevería a decir que sería
un acto de violencia, por más que invoque los más nobles propósitos.
Dos características de los métodos sugestivos que enuncia Freud son: el objetivo deliberado de
suprimir los síntomas, lo que él llamó "la ambición terapéutica"; y la intención de influir
deliberadamente en la vida del paciente, por ejemplo, orientando sus decisiones: "la ambición
pedagógica". Veamos en Freud en qué sentido distanciarse de las prácticas sugestivas
depende directamente de la Neutralidad como indicación técnica.
...Además, puedo asegurarles que están mal informados si suponen que consejo y guía en los
asuntos de la vida sería una parte integrante de la influencia analítica. Al contrario, evitamos
dentro de lo posible semejante papel de mentores; lo que más ansiamos es que el enfermo
adopte sus decisiones de manera autónoma...
Por otra parte, los desarrollos en relación a la Atención Flotante también se vinculan
íntimamente a la posición de neutralidad. Los enunciados que siguen muestran claramente
cómo la atención flotante es una técnica que responde, y depende directamente, a la exigencia
de neutralidad del analista.
La experiencia mostró pronto que la conducta más adecuada para el médico...era que él
mismo se entregase, con una atención parejamente flotante...evitase en lo posible la reflexión
y la formación de expectativas conscientes...Por cierto este trabajo de interpretación no podía
encuadrarse en reglas rigurosas y dejaba un amplio campo al tacto y a la destreza del médico;
no obstante cuando se conjugaban neutralidad y ejercitación se obtenían resultados
confiables...
“Nuestro dominio sobre nosotros mismos no es tan grande que descarte la posibilidad de
encontrarnos de pronto con que hemos ido más allá de lo que nos habíamos propuesto. Así,
pues, mi opinión es que no debemos apartarnos un punto de la neutralidad que nos procura el
vencimiento de la transferencia recíproca”.
A partir de los desarrollos precedentes, es posible concluir entonces en que el concepto de
Neutralidad es una recomendación técnica para el analista que implica una imposición de
abstinencia para él, en tanto agente de una función.
Introducción
Uno de los puntos de mayor complejidad en lo referente a la Ética profesional de la prácticas
en Salud Mental lo constituye el hecho de que involucra, por lo menos, dos cuestiones bien
distintas, dos campos diferenciados en cuanto a la lógica que los organiza, que los estructura.
Por un lado, tenemos la dimensión del código, de las normas, y por otro, la dimensión del
sujeto. Estos dos campos conllevan modos diversos de abordar cuestiones fundamentales tales
como la noción de sujeto, la noción de norma, la noción de ley, –y fundamentalmente– la
noción de responsabilidad, entre otras. El punto a enfatizar es que la lógica que estructura a
cada uno de estos campos produce, conlleva, diferentes nociones.
En general cuando se aborda el tema de la ética profesional se toma alguno de estos dos
elementos dejando de lado al otro. La bibliografía especializada aborda fundamentalmente la
dimensión deontológica; mientras que desde otras perspectivas teóricas se suele hacer mayor
hincapié en la dimensión clínica, del sujeto, la ética del deseo, la ética del acto, etc.
Vemos entonces que esos dos campos son pensados en disyunción. Pero no sólo el abordaje
teórico se verifica esa exclusión. También ha podido verificarse en una investigación de campo.
El objetivo fue relevar, sobre una muestra de profesionales de la salud mental de Capital
Federal, sus concepciones acerca de situaciones dilemáticas de la práctica que están
contempladas en las normativas de los códigos. Las respuestas obtenidas del cuestionario
resultaron muy interesantes justamente respecto de la posición de los profesionales frente a la
dimensión deontológica.
Es importante destacar dos cuestiones: por una parte, que la mención a los códigos, ya sea
para ajustarse a ellos o para descartarlos como referencia, no siempre muestra en los
entrevistados un conocimiento cabal de las normativas.
En segundo término, resultó interesante verificar que los entrevistados suponen que tomar las
normativas deontológicas como referencia para su acción significará la interrupción de su
trabajo clínico y un desplazamiento de su rol. En algunos casos deciden que esto es lo correcto,
y en otros deciden no hacerlo.
Se verifica entonces en la mayoría de las respuestas la idea de una relación de exclusión entre
el campo deontológico y la dimensión clínica de un tratamiento. Dicho en otros términos, se
supone una relación imposible entre la llamada ética profesional y la dimensión ética del
sujeto. Esto se puede comprobar no sólo en el abordaje teórico del problema sino también en
la investigación de campo en relación a las líneas de acción que los terapeutas piensan como
posibles.
Ahora bien. Que las cuestiones de la ética profesional convoquen ambas dimensiones, no
debería confundirnos y hacerlas coincidir. Es decir, debemos distinguir el campo de la llamada
“Ética Profesional” en el sentido deontológico, de la perspectiva ética en sentido estricto. El
problema no sólo teórico sino también clínico, es pensar su articulación.
Para ello, nos detendremos en esta ocasión a analizar los elementos distintivos del campo
deontológico para llegar, más adelante, a establecer su articulación con la dimensión del
sujeto. O dicho de otro modo, analizaremos las cuestiones relativas al primer movimiento de la
ética para poder ubicar luego el segundo movimiento.
Como es sabido, la deontología refiere a los deberes relativos a una práctica determinada, los
cuales, en su forma de enunciados normativos se plasman en los llamados "códigos de ética".
La deontología se aboca al estudio de los deberes y obligaciones de los psicólogos, lo cual
incluye el tratamiento de ciertas problemáticas propias del campo deontológico, tales como,
competencia, idoneidad, integridad, capacitación, respeto por los derechos y dignidad de las
personas, responsabilidad profesional y científica, ámbitos de incumbencia. También se ocupa
de los deberes y obligaciones de los psicólogos en lo referido a declaraciones públicas,
publicaciones, actividades de investigación, supervisión, docencia, etc.
Códigos deontológicos
Con respecto a los códigos de ética profesional debemos destacar algunos puntos
importantes:
1. Establecen una serie de pautas que regulan nuestra práctica, funcionando como una
referencia anticipada a situaciones posibles y por venir.
Sólo como ejemplo tomaremos la siguiente normativa del código de la American Psychological
Association (1992), la cual toma sus fundamentos especialmente de la noción de duelo y los
tiempos de su resolución:
(b) Debido a que habitualmente la intimidad sexual con un ex-paciente o cliente es muy nociva
para él, y a que tal intimidad socava la confianza pública en la psicología como profesión,
desalentando al público de los servicios necesarios, los psicólogos no se involucran
sexualmente con ex-clientes o pacientes aún después del intervalo de dos años, salvo
circunstancias excepcionales. El psicólogo que se involucra en tal situación después de los dos
años posteriores a la interrupción o finalización del tratamiento, se hace cargo de demostrar
que no ha sacado provecho, teniendo en cuenta todos los factores relevantes, que incluyen (1)
el lapso de tiempo que ha transcurrido desde la finalización de la terapia, (2) la naturaleza y
duración de la terapia, (3) las circunstancias de finalización, (4) la historia personal del paciente
o cliente, (5) la condición mental actual del paciente o cliente, (6) la probabilidad de impacto
negativo sobre el paciente o cliente y sobre otros, y (7) cualquier declaración o acción
promovida por el terapeuta durante el curso de la terapia, sugiriendo o invitando a una posible
relación sexual o amorosa con el paciente luego de finalizado el tratamiento. (Ver también
Norma 1.17, Relaciones Múltiples).
3. Las normativas de los códigos encuentran una referencia jerárquicamente superior en las
normas jurídicas.
A su vez, las normas jurídicas de los estados están fuertemente afectadas por la legislación
internacional, por lo cual los lineamientos deontológicos estarán influidos también por valores
consensuados internacionalmente.
Práctica Profesional
↑
Normativa Deontológica
↑
Ley Social
↑
Constitución Nacional
↑
Normativa Internacional
↑
Declaración Universal de los Derechos Humanos
Es decir que los códigos de ética, al ser producidos en el seno de una comunidad que participa
de la comunidad mundial, resumen los valores consensuados y sostenidos por la comunidad
en su conjunto –no sólo la comunidad profesional–, y en este sentido, condensan los valores
morales de un tiempo histórico determinado (campo de lo particular). Este hecho debe
alertarnos sobre la posible coexistencia en los códigos de valores consonantes con la condición
humana (eje Universal-Singular) junto a otros que tienden a su degradación (efecto
particularista).
Motivos clínicos o terapéuticos pueden ser causa legítima de suspensión del secreto
profesional (ver puntos 1 y 2 de 5.05 Código de APA, 1992)6. Pero, al mismo tiempo, es
inevitable señalar que, aunque se puedan demostrar razones válidas para la suspensión del
secreto profesional, se suspenden los derechos protegidos.
2. La interpretación de la norma
Es así entonces que, frente al caso, el campo normativo muestra su inconsistencia. Si bien la
norma tiende a alcanzar a todos los casos posibles, la confrontación con un caso determinado
nos obliga a analizar su pertinencia.
El argumento del daño para sí mismo o para terceros, como excepción al deber de
confidencialidad, guarda cierta consistencia mientras no se lo confronte con un caso. Pero,
puestos a analizar una situación en particular, deberemos reflexionar los alcances de la norma.
Así, surgirán algunas preguntas tales como: a qué llamamos “daño”, qué tipo de “daño”
justificaría la suspensión del deber de confidencialidad, en qué condiciones debería
encontrarse ese tercero para justificar el levantamiento del secreto, cuáles son los límites de la
noción de peligrosidad, cuál sería una legítima “justa causa”, ¿cómo juega en esta situación el
deber de confidencialidad establecido en otra norma del mismo código?
EL MÉTODO
Vale aclarar que estamos analizando ese punto de inconsistencia radical que afecta al eje de lo
particular, aunque éste último tienda a configurarse como universo, negando o disimulando su
inconsistencia. La consistencia del universo normativo es ilusoria. Es decir, estamos analizando
el campo deontológico desde el primer movimiento de la ética. Hasta aquí, no nos hemos
referido a lo singular de un caso en tanto aquello que se sustrae a la lógica del uno. Sino que
tal confrontación de la norma con el caso bien podría tratarse de la ponderación de los
alcances de la norma para lo general del caso.
Un paciente relata los pormenores de un plan para asesinar a una persona. El terapeuta
advierte que no se trata de una mera fantasía, sino de un auténtico propósito a ser llevado a
cabo. El terapeuta cuenta con los medios para ubicar a la potencial víctima. ¿Qué debería
hacer el terapeuta ante esto y por qué?
Siempre desde la perspectiva del primer movimiento de la ética, la pregunta podría ser
respondida desde las normativas deontológicas: un análisis de la situación nos llevaría a la
conclusión de que según los códigos de ética profesional, este es un caso legítimo de
excepción a la regla de confidencialidad bajo el argumento de daño para sí mismo o para
terceros. Frente a lo general del caso contamos con las generales de la ley.
En primera instancia, esta situación se presenta del mismo tipo que la anterior. En este caso
como en el otro podríamos evocar la normativa de excepción al deber de confidencialidad
atendiendo al argumento de daño para sí mismo y para terceros. Se verifica efectivamente un
“daño” para terceros.
Sin embargo, ese tercero en riesgo reviste condiciones y cualidades distintas en uno y otro
caso: en el primer caso, se trata de una víctima inadvertida del daño potencial al que se ve
sometida; en el segundo, ¿describiríamos la situación exactamente de la misma manera? En
este segundo ejemplo, no podríamos obviar la mención a la responsabilidad del tercero, por
ejemplo.
Es decir, en uno y otro caso la aplicación de la norma se verá condicionada por diversas
variables propias de cada situación que se analiza, las cuales nos conducirán a tomar en
cuenta, a su vez, diversos aspectos del estado del arte (considerandos).
Por lo tanto, el análisis desde el primer movimiento de la ética no prescinde del caso, aunque
no se trate de lo singular de un caso.
La perspectiva ética
Aun tratándose del primer movimiento de la ética y de un recorte general del caso, el desafío
es ensayar los fundamentos que la perspectiva del eje Universal-Singular nos aporta. Es decir,
se trata de analizar la situación y su encuadre deontológico desde la perspectiva ética. La
posición moral, de acatamiento automático respecto del código y de la ley, nos conduciría por
una parte, necesariamente a conclusiones morales y, por la otra, a una posición moral
respecto de un eventual trabajo clínico. Tendríamos que hablar allí de una posición que intenta
hacer consistir el campo normativo. No es posible tal aplicación automática de la norma; y la
consistencia de ese campo es ilusoria.
Con lo cual, la interpretación del estado del arte en general y la implicación subjetiva
concomitante, son ineludibles. La perspectiva ética nos obliga a incluir esa dimensión singular
excluida de lo particular. Tal como mencionábamos anteriormente, en el campo normativo se
trata de un sujeto anónimo; todos y a la vez ninguno, lo cual es absolutamente coincidente con
la idea de lo general. El sujeto singular, no-anónimo, que debe responder por sus actos, no
está contemplado allí.
Serán entonces las posiciones subjetivas las que hagan consistir al campo normativo
afianzándose en una lógica del todo que excluye al sujeto; o bien, las que soportando el punto
de inconsistencia, soporten también la implicación en una decisión.
Será necesario entonces pensar cuál va a ser la posición del psicólogo frente a esa referencia
deontológica. En términos generales podríamos delimitar dos posiciones bien distintas.
Ahora bien: ¿cuál será el horizonte que opere como norte para interpretar la norma? Si bien
no se trata de la moral del campo normativo o la moral social, tampoco se tratará de la moral
del terapeuta o del paciente. Por el contrario, el análisis desde el primer movimiento de la
ética deberá estar sustentado en el eje universal-singular. Esta posición es desarrollada por
Freud bajo la noción de Principio de Neutralidad. Desde esta perspectiva será ineludible
reflexionar sobre las implicancias clínicas que la situación acarrea.
Desde el primer movimiento de la ética, es decir, abordando lo general de un caso y no lo
singular de un caso, sólo podremos aportar reflexiones teóricas que eventualmente funcionen
como marco para las decisiones clínicas. Por supuesto que un caso tomado en su singularidad,
atendiendo a sus peculiaridades únicas e irrepetibles, nos volverá a confrontar a la
inconsistencia radical. En ese punto, hará falta un segundo movimiento de la ética que
suplemente el abordaje general.
Desde una u otra posición, la decisión de suspender el secreto profesional conllevaría efectos
bien distintos.
Decíamos que el sujeto singular, no-anónimo, que debe responder por sus actos, no está
contemplado en la lógica de lo particular. A la vez, que la posición ética nos conmina a
propiciar el surgimiento de la singularidad. En este caso, suspender el secreto profesional
tendría el valor de propiciar la posibilidad de que el sujeto pueda decir algo de su implicación
en la acción. Se trata de confrontar al sujeto a su responsabilidad (no fomentar su posición en
la culpa).
Introducción*
Fundamentalmente, tal responsabilidad social se refiere a que “(…) Los psicólogos ejercen su
compromiso social a través del estudio de la realidad y promueven y/o facilitan el desarrollo
de leyes y políticas sociales que apunten, desde su especificidad profesional, a crear
condiciones que contribuyan al bienestar y desarrollo del individuo y de la comunidad.” En el
mismo sentido, el código de la American Psychological Association deja claro que se trata
tanto de la sociedad en general así como de las comunidades específicas donde los psicólogos
interactúan.
Asimismo, es importante subrayar que los códigos también aluden a una responsabilidad
individual que compromete al psicólogo respecto de su propio accionar. Retomaremos este
punto más adelante.
Es claro que los códigos deontológicos resguardan los derechos de las personas, especialmente
de aquéllas que son objeto de la práctica profesional. Los códigos fomentan el respeto y la
protección del derecho a la privacidad, autodeterminación, libertad y justicia, promoviendo
funda-mentalmente la protección de los Derechos Humanos.
Así por ejemplo, el deber de consentimiento informado da cuenta del derecho de autonomía,
el deber de secreto profesional da cuenta del derecho a la confidencialidad, etcétera.
Asimismo, se presentan en los códigos deontológicos deberes y obligaciones en relación a la
competencia e idoneidad, a la capacitación adecuada para brindar la mejor atención, a la
formación permanente, la cual supone a su vez la actualización constante sobre los nuevos
desarrollos del estado del arte, a poner a disposición de la población (potencial beneficiaria de
las prácticas psicológicas) los recursos necesarios y más altamente calificados para la
apropiada atención en salud mental, sólo por nombrar algunos. Como contrapartida entonces,
los derechos de los ciudadanos son los de obtener la más altamente calificada atención en
salud mental, tener a su disposición los recursos necesarios en este sentido (lo cual no sólo se
refiere al recurso humano sino también a los recursos materiales: infraestructura y
medicamentos, por ejemplo), contar con atención adecuada en situaciones de emergencia,
entre otros.
La inspiración última de las normativas deontológicas y de las leyes del derecho positivo son
los Derechos Humanos. El Estado de Derecho, en su fundamento ideológico y a través de los
pactos internacionales, se constituye en garante de los Derechos Humanos tomándolos como
inspiración de su sistema normativo. Así, las normas tutelan los valores contemplados en los
Derechos Humanos que toman de este modo fuerza jurídica.
Respecto de la responsabilidad penal, se debe tener en cuenta que la mala praxis no está
tipificada como delito. En cambio, sí se sancionan las consecuencias de una mala praxis, por
ejemplo, los homicidios o lesiones culposas.
Adelantamos más arriba que así como los códigos contemplan una responsabilidad
profesional, científica y social, también aluden a una responsabilidad individual que
compromete al psicólogo respecto de su propio accionar. Ciertamente, la responsabilidad
considerada en el campo jurídico en términos de responsabilidad civil y penal constituye una
forma de responsabilidad individual. En esas formulaciones queda claro que el psicólogo no
puede eludir las consecuencias de sus decisiones (acciones u omisiones) cuando éstas causen
un daño, siendo ése el caso en el que deberá responder ante la Justicia. El psicólogo en ese
campo responderá en tanto sujeto de derecho, con el objetivo de reparar un perjuicio causado
a otro sujeto de derecho. En suma, se trata de la responsabilidad profesional que se constituye
en los términos de la responsabilidad jurídica (civil y/o penal), referida a las obligaciones
jurídicas a las que se debe responder en el ejercicio de la profesión.
La Ética Profesional involucra por una parte, el campo normativo que sustenta las exigencias
sociales, legales y deontológicas de la profesión (códigos de ética, deberes profesionales), pero
también habrá de considerar las exigencias que la dimensión clínica presenta. Una noción de
ética profesional que contemple estos dos campos, el deontológico-jurídico y la dimensión
clínica, permite establecer una noción de responsabilidad profesional que, aunque más
compleja, apunta más nítidamente al corazón de nuestra práctica. Campo normativo y
dimensión clínica dan cuenta de diferentes aspectos de la responsabilidad profesional.
Mientras el campo normativo se fundamenta en el sujeto del derecho, la dimensión clínica nos
ubica frente al sujeto del sufrimiento psíquico, y la responsabilidad profesional nos compele a
decisiones que tengan en cuenta ambas dimensiones.
Se plantea como necesario un conocimiento por parte del técnico de las normativas, a la vez
que se hace imprescindible una reflexión clínica sobre el accionar profesional en cada caso.
Salomone introduce el punto de esta manera:
De lo que se desprende que tiene que haber conocimiento de la normativa y relecturas de las
mismas a la luz de las situaciones que se abordan. Pero esto no solo se requiere para la
práctica en ámbito jurídico. En otras instituciones, de salud, educativas, en esfera laboral, o en
consultorio privado, una y otra vez surge esta necesidad de contemplar estas normativas para
un uso reflexivo de las mismas. Ya se trate de los derechos de usuario, la ley de protección de
datos, Habeas data, o el Código de la Niñez y la Adolescencia, ley de violencia doméstica, o la
Convención Internacional de los Derechos del Niño.
Salomone plantea una diferencia, dos modos de concebir los códigos, apoyándose en aportes
del historiador argentino Ignacio Lewkowicz:
El código entonces, puede considerarse cerrado, pero depende de las prácticas de lectura para
que se encuentre una apertura que no surge de su organización textual sino de quienes
realizan esas prácticas.
[…] las lecturas dogmáticas del campo normativo tienden a velar sus puntos de inconsistencia,
esos puntos en los que la letra de la norma, por su ambigüedad necesaria, no brinda una
respuesta exacta, adecuada al caso. Esa hiancia convoca al sujeto a responder en la vía de la
responsabilidad —es decir, en el campo de la ética—, puesto que lo conmina a tomar una
decisión. En cambio, leer el campo normativo como un conjunto de prescripciones listas para
aplicar obtura la interpretación de las normas y la interpretación subjetiva concomitante (p.
16).
Siguiendo este hilo de pensamiento, puede considerarse que la dimensión clínica de la tarea
profesional en los ámbitos institucionales dejan reducidos espacios para la dimensión
subjetiva, por lo que la misma debe ser replanteada redefiniendo las prácticas con nuevas
lecturas críticas de los supuestos teóricos de las propias disciplinas. De otro modo, estos
supuestos pueden constituirse también en «catálogos dogmáticos prescriptivos», en
consonancia con los códigos jurídicos, que no presenten aperturas a lo novedoso de la
singularidad del caso.
Actualmente existen protocolos de intervención, que orientan las acciones de los técnicos, que
en Uruguay se denominan «Mapas de ruta». En primer lugar señala que ante los indicadores o
el develamiento de una situación, se debe identificar junto con el niño al adulto referente que
lo sostendrá en todo el proceso de intervenciones dirigidas a su protección y restitución de
derechos vulnerados. Al tiempo que esto se realiza, se pondrá en conocimiento a la autoridad
de la institución y se establecerá referencia institucional con los organismos que
correspondan. Todas las acciones deben ser realizadas con el cuidado y respeto por la
intimidad del niño, niña, evitando en todo momento la revictimización. El psicólogo tiene el
desafío de transformar en un acto clínico las intervenciones que, orientadas por el paradigma
del niño como sujeto de derecho y de la protección integral en el marco de la CDN (Convención
de los Derechos del Niño), planteen dilemas éticos como el levantamiento del secreto
profesional, o la denuncia de sospechas de abuso sexual cuando el niño no ha podido
verbalizarlo en ningún lugar. Si bien no todos los psicólogos sustentan su práctica en un marco
teórico-técnico psicoanalítico, está muy difundido e instalado que no conciernen los marcos
normativos en los espacios de intervención (cuando no se trata de servicios especializados en
estas temáticas específicas) y estos configurarían recintos en los que la ética es otra. Esto se
sustenta en lo que se supone es la ética del psicoanálisis para la que el norte de la intervención
es la ética del deseo, sin considerar situaciones de graves vulneraciones de los derechos más
elementales de la persona.
Poner en palabras el abuso sexual infantil implica romper un silencio. Dejar de mantenerlo
oculto y enfrentarse a hechos reales, ocurridos en la historia vital de una persona. Cuando los
psicoanalistas se aproximan al sufrimiento humano del abuso sexual infantil,
contratransferencialmente despierta en ellos impotencia, rabia, horror, dolor […] (p. 6)
Las sensaciones y sentimientos que no siempre son advertidos por el profesional, a veces,
según esta autora, con la que se coincide en este aspecto, son evitados para poder continuar
con la tarea profesional. Pero esto mismo genera efectos, ya que puede resultar en una actitud
de silencio justificado en el secreto profesional pero que no corresponde a él sino a
mecanismos de defensa como la racionalización del silencio, la negación y desmentida del
abuso sexual. El silencio refuerza el desamparo y desvalimiento psíquico de los sujetos,
confirmando además que el entorno no les cree; esta actitud en practicantes del psicoanálisis,
y en psicoterapeutas de cualquier corriente teórico-técnica, puede constituir una
revictimización secundaria y en todos los casos se trataría de una violencia social.
Hay una actitud clínica que se relaciona con el silencio (que no es el silencio habilitador ni
continentador, que espera para acoger las palabras del sujeto en tratamiento), sino el que
puede entenderse como la puesta en suspenso de lo que el paciente revela en tanto y en
cuanto se pone siempre en duda su realidad. A esta actitud clínica puede describírsela como la
de «el paciente bajo sospecha», que se vincula también a cierta tendencia a considerar a los
pacientes como manipuladores (cuestión que se ha escuchado más de una vez en espacios de
intercambio clínico como ateneos, supervisiones, covisiones, presentaciones clínicas).
Sin embargo el psicoanálisis no pudo formularse la pregunta sobre el qué hacer cuando el
abuso sexual, y más específicamente el incesto, es develado en el curso del tratamiento y se
está frente a una grave vulneración de derechos humanos, un crimen, que puede ser
denominado de lesa humanidad. No se ha debatido ni reflexionado suficientemente sobre el
tema y queda pendiente el seguir preguntando cómo mantener la neutralidad y no abstenerse
de hacer una intervención orientada a proteger y restituir los derechos vulnerados de los
sujetos víctimas de situaciones de abuso sexual en la infancia y adolescencia, y a la vez, lograr
que eso sea un acto clínico que potencie la construcción de un sujeto ético, un semejante,
habilitado a decidir en función de su deseo y su sufrimiento.
Estos supuestos oscurecen el hecho de que los niños no tienen el mismo poder que los mayores
para negarse a pedidos de una figura parental o de un adulto ni para prever las consecuencias
de acercamientos sexuales. La ética más elemental señala que, ante tales equívocos, la
responsabilidad de evitar toda actividad sexual transgresora con una persona menor recae en
el adulto (2011, p. 69).
Se espera que los niños y adolescentes que sufren abusos reaccionen igual que las víctimas
adultas de una violación: que se resistan utilizando la fuerza física, que griten pidiendo ayuda o
que intenten escapar. La mayoría de las víctimas no hace nada de esto. […] Y esto lleva a que
según sea su edad, se piense que estuvieron de acuerdo o que consintieron las conductas
abusivas porque no protestaron ni pidieron ayuda (O. cit., p. 70).
Conocer esta dinámica, entender cómo puede reaccionar un niño o un adolescente ante tal
agresión, permite replantearse el propio accionar técnico cada vez que el profesional se
enfrenta a la situación de abuso. No se intenta con este planteo excluir del campo del análisis y
de las intervenciones el trabajo sobre la implicación del sujeto en sus problemáticas, pero es
importante precisar que la implicación subjetiva no se relaciona con el deseo de ser abusado
sexualmente por un progenitor.
Para este psicoanalista este es el aspecto más dañino del trauma por abuso sexual porque no
solo se tiene impedido el reposo sino que el sujeto teme a un procesamiento psíquico, de
modo que no experimentará el análisis como «algo fecundo» sino como «un ataque al propio-
ser de la persona, como un sistema organizado de expectativas que simplemente acentúa la
insuficiencia de la persona y su separación de una vida humana» (O. cit., p. 201).
Avanza un poco más en este sentido y propone que acaso el experimentar ese ataque y esa
insuficiencia explican que algunas víctimas asocien análisis con vejación, y agrega: «tal vez se
refugien del análisis en otra forma de tratamiento porque experimentan al analista como
alguien que les hace daño» (O. cit., p. 200). Formula entonces una afirmación:
Es preciso dejar en claro que no es el analista por sí quien constituye esta segunda vejación sino
que los factores del análisis la constituyen. El silencio analítico simplemente anuncia el dormir
que no es un dormir, un dormir-silencio que no conduce a una ensoñación sino a un miedo
electrificante. El cuerpo distante del analista fuera del alcance de los sentidos de la paciente
(de su visión y de su cinética intersubjetiva) convoca el recuerdo del ataque al aparato psíquico.
[…] ¿Cómo puede el analista abordar esta situación sin invadir inadvertidamente la psique de la
paciente? Creo que el analista tiene que poner en palabras lo más pronto posible la índole de
esta experiencia transferencial del proceso analítico (O. cit., pp. 200-201).
Este artículo se encamina a identificar y analizar, desde un punto de vista bioético, uno de esos
núcleos conflictivo-valorativos, el de la identidad personal, tomando en consideración las
visiones morales que sostienen los legos en cuestiones biomédicas, así como las decisiones y
las conductas vigentes en el área de las ciencias de la vida y de la atención de la salud en la
República Argentina.
Conclusión
Las técnicas de trasplante actuales operan sobre un cuerpo desdivinizado, ciertamente, pero
también sobre un cuerpo desencantado. Al morir, el yo o el sujeto parecen volatilizarse,
dejando atrás apenas un “resto” mortal, colección de piezas sueltas a la espera de cumplir con
una nueva performance en otro organismo viviente. Literalmente, se trata de un cuerpo sin
hombre (¿acaso la ecuación recíproca tendría algún sentido?) el que entra en la etapa de su
reproducción técnica, para decirlo con una paráfrasis de Walter Benjamin.
Aquellos que ven con recelo las promesas de la biotecnología aplicadas al cuerpo humano se
refugian en la creencia de que las modificaciones plásticas orientadas a rediseñar lo humano
les acarrearán una crisis de identidad o, por mejor decir, los obligarán a negar in limine esa
coincidencia entre el yo y el cuerpo propio, para mejor disponer y permutar materiales
anatómicos diversos. En el caso de ser receptores, se los forzará a dolerse por aquello que
pierden (a realizar un duelo por el órgano perdido) y, a la vez, a apropiarse de un elemento
ajeno, que ya trae consigo “una historia” íntima y cifrada. En el caso de ser dadores, en
cambio, abdicarán de fragmentos de su cuerpo (de su yo) para que continúen probando suerte
dentro de otros organismos (de otros yoes). El recelo surge al advertir que cualquier
alteración, en más o menos, de la propia corporeidad implicará también un posicionamiento
distinto respecto del medio circundante, lo cual plantea una dialéctica inédita entre el yo y el
mundo.
¿Por qué razón en todas partes del globo se multiplican las barreras culturales, se vuelven
rígidas las convicciones religiosas y afloran las restricciones morales frente a los trasplantes de
órganos entre humanos, cuando se aceptan de manera simultánea prácticamente todos los
demás frutos ofrecidos por la moderna biomedicina con escaso cuestionamiento? Aunque
resulta difícil elaborar una sencilla respuesta a esta interrogante última, tenemos que
reconocer que, en este caso especial, el saber occidental entra en colisión con nuestra visión
secular de la vida humana y del morir y con nuestra manera antepredicativa de entender el
cuerpo vivo y el cuerpo muerto. La imagen (o representación) que nos forjamos de nosotros
mismos, base sobre la cual construimos nuestra identidad, es una realidad cultural y
socialmente operante todavía, aunque mucho en su contra se ha escrito y hecho en estos años
atravesados por la impronta posmoderna y por el despliegue técnico científico.
Ésta relación con el código no puede ser heterónoma. Además existe la imposibilidad de la
existencia de un código completo, capaz de prescribir la conducta a seguir en todas las
circunstancias posibles: primero por una cuestión fáctica, porque las situaciones posibles son
innumerables, y segundo, porque los valores son regionales y epocales.
Dos son las dimensiones que se aúnan en una consideración ética deontológica: El aspecto
social y el aspecto ético.
La posición del psicólogo frente a la normativa del secreto profesional suele implicar
situaciones de tensión a partir de los siguientes puntos:
a. el hecho de que el respeto por la intimidad de las personas asistidas constituye un principio
que deriva en la normativa de confidencialidad.
b. Que en algunas ocasiones, generalmente descriptas de modo general en leyes y / o códigos,
la situación profesional enfrenta posibles excepciones a la obligación de la confidencialidad,
porque un principio superior al de la intimidad se encuentra en riesgo.
c. La valoración del principio o utilitaria de la confidencialidad
d. Que es el mismo profesional implicado quien deberá resolver, en cada caso particular, si es
o no ocasión de excepción (con la posibilidad de tener que dar cuenta de las razones de su
decisión en posteriores instancias judiciales y/o colegiales).
El profesional, en cambio, actúa por una delegación que recibe de la sociedad que lo convoca a
un compromiso subjetivo, con la posibilidad de encontrar excepciones que permiten el
levantamiento del secreto.
Por otra parte, la firma de formularios de consentimiento tiene más la función de cuidar las
espaldas del profesional que la autonomía del paciente y a veces fundamenta que la
desconfianza no venga de los fantasmas del paciente sino de haberla instalado nosotros. Por
otra parte no es para siempre, sino que se renueva de cierta forma en cada encuentro.
Se puede afirmar, en el sentido fuerte del término, que la medicina actual constituye una
medicina del cuerpo, más aún que históricamente se construyó en una tensión constante
entre los valores sociales que afirman la sacralidad, inviolabilidad e integridad del cuerpo y las
aspiraciones y requerimientos de la libido cognoscendi de la ciencia. De la apertura de
cadáveres a la ablación y trasplante de órganos: el debate permanece entre la cultura
científica y las culturas de lo cotidiano.
La disección del hombre exigió considerar al cuerpo como un resto indiferente, al modo de una
vestimenta usada y abandonada allí luego de la partida a fin de observar el espesor secreto de
su carne. Ello impone una distinción entre el hombre, por un lado, y su cuerpo, por otro,
simple vehículo de su relación al mundo, esencial para la existencia pero despojada de valor
luego de una muerte que lo vuelve inútil. Pero en la vida social, a los ojos de los próximos, el
cadáver no es jamás puramente cadáver, y las sociedades humanas testimonian un respeto o
un miedo a los restos humanos, ellas procuran asegurar la tranquilidad de su último reposo.
Más allá de los problemas normativos de la Bioética, giran una cantidad de problemas surgidos
del imaginario colectivo. La “muerte clínica” de un órgano supone el duelo por su pérdida y la
sustitución por otro extranjero. Aquí se mueven conductas de apropiación, personificación del
órgano trasplantado y proyecciones identificatorias al donador supuesto. Por otra parte, un
proceso de despersonalización del órgano recibido, con los consiguientes ritos de purificación
que permitan la separación y el pasaje a una nueva vivencia corporal.
Aunque se pueda decir que las prácticas médicas actuales han generado nuevas
representaciones y usos del cuerpo, sin embargo no resulta inofensivo en términos simbólicos
el impudor de la mirada científica ni la agresividad de estas nuevas tecnologías que no conoce
límites.
Frente a este desafío, se plantean dos posiciones filosóficas. Por un lado, el retorno
radicalizado al dualismo antropológico, donde el cuerpo es distanciado de la persona para
acabar convertido en cosa entre las cosas, objeto reemplazable, útil o instrumento, y el yo es
reducido al pronombre posesivo “mío”, como sujeto abstracto de derecho sobre su cuerpo,
como propietario de un bien disponible. Por otro lado, una orientación antropológica unitaria,
reformulada por la fenomenología que reafirma la apropiación personal del cuerpo,
distinguiendo el “cuerpo que tengo” y el “cuerpo que soy”, donde la “propiedad” del mismo es
primariamente ontológica y no legal (extrapatrimonial). (Mainetti, 1998, 158)
Sin embargo, esta operación que el discurso médico querría imponer de modo puramente
mecánico, como si fuera el reemplazo de una pieza fallada por otra más confiable, bien pronto
se revierte en trastornos de personalidad más o menos graves mostrando con ello que los
ardides de lo simbólico acaban por imponerse a pesar de todo. A nivel existencial, el corazón
no constituye una bomba, ni los riñones son una parada de purga ni los pulmones se reducen a
fuelles. Si el hombre fuera un mecanismo compuesto de piezas intercambiables, los
trasplantes no plantearían ningún problema psicológico ni ético, tal como ocurre con el cambio
de los engranajes de un artefacto descompuesto.
Convertir al cuerpo o sus componentes en una cosa disponible, hacer de la carne del hombre y
por lo tanto del hombre mismo un material que se pueda inmiscuir en la “composición” de
otro hombre como ocurre en los trasplantes, no resulta indiferente en el plano psicológico,
socio-cultural y ético. Una tensión constante se presenta entre los valores sociales que afirman
la inviolabilidad e integridad del cuerpo y las aspiraciones y requerimientos de la libido
cognoscendi y dominandi de la ciencia (Rovaletti, 2002b), como otrora ocurriera con las
disecciones. Nuevamente el [66] cuerpo humano es objeto de codicia y motivo de luchas,
dividiendo el discurso médico y el discurso social, obligando a cada uno a tomar una posición
en el debate.
Este estatuto de “máquina sofisticada” predicado del cuerpo y sostenido por el saber
biomédico se opone a toda relación íntima del individuo con su propio cuerpo, o con sus seres
queridos. Es por ello que este modelo mecánico del cuerpo pronto encuentra su desmentida
en los trasplantes: no se trata sólo de la biocompatibilidad de los tejidos, sino también de una
psicocompatibilidad entre el órgano trasplantado y el enfermo. El cuerpo no es una máquina
de la cual se puedan extraer fácilmente sus piezas para reemplazarlas por otras sin que se
presenten obstáculos clínicos, pero también éticos, legales y sobretodo personales.
Mientras la medicina despoja al cuerpo de la persona fallecida de todo valor existencial, para
los ojos de los seres queridos éste jamás será puramente cadáver. Sin embargo contra esta
“meta-física”, contra este “más allá” de la humanidad del cadáver, el anatomista opone la
“física” de los elementos orgánicos que lo componen.
Frente a la muerte de un niño que horas antes estaba vivo, los padres no sólo tienen que
enfrentarse con su fallecimiento sino también con esa especie de codicia que choca a su
sensibilidad, cuya preocupación gira alrededor de la utilidad terapéutica de sus órganos.
Tienen que asumir simultáneamente la incredulidad de su muerte y acordar o rechazar la
entrega de sus órganos, situación de la cual nunca podrán salir indemnes. En efecto, para que
su hijo/a permanezca entero a otro le será quitada la posibilidad de vivir. Por eso, muchas
veces estos padres donantes padecen pesadillas donde se mezcla la culpa de haber entregado
algo que no les pertenecía con el dolor por la pérdida acaecida.
Una serie de preguntas se suscitan ahora. ¿El cuerpo es siempre personal aunque ese ser haya
muerto o es la huella de la nada? ¿El cadáver se reduce a un reservorio de órganos útiles en
orden a las necesidades de otros vivientes, o es también la presencia de una ausencia, símbolo
de un ser profundamente amado y que acaba de desaparecer? Pensar éticamente una
extracción de órganos requiere que no se dejen de lado estos vínculos con el entorno cercano.
Aunque las innovaciones biotecnológicas han podido someter y manejar al soma, quedan
pendientes los aspectos psicológicos y personales. Estas discordancias respecto del cuerpo
movilizan un debate entre dos posiciones contradictorias: la reificación del cuerpo o la
identidad corporal.
Si el sentimiento de identidad depende de la posibilidad del individuo de sentirse "separado y
distinto" de otros, si la capacidad de seguir siendo él mismo a través de la sucesión de cambios
constituye la base de la experiencia primaria de la identidad, entonces se puede pensar que el
trasplante en tanto presencia de un “cuerpo ajeno” pueda ser vivido a veces con angustia
fundamentalmente por fantasías de pérdida o aniquilación de dicha identidad.
El dramatismo se acrecienta cuando uno comprende que la muerte del otro ha hecho posible
“mi” vida. ¿No tenemos que acarrear una pesada deuda con el otro? ¿No nos sentimos
culpables de vivir mientras el otro no vive? ¿Acaso a veces no me persigue en los sueños y en
los fantasmas? ¿No podrá ocurrir que el otro me atraiga a la muerte? ¿Cómo es convivir con la
muerte, a través del órgano del fallecido? ¿El otro –muerto- no puede producirme alguna
metamórfosis? ¿Acaso no hay una intromisión de la identidad del otro en mí, que se acrecienta
ante el anonimato del donante? Ciertas personas a las que se ha trasplantado un órgano se
sienten poseídos desde el interior, habitados por su donador anónimo (Godelier).
Así el riñón de una mujer hace temer a un hombre por una pérdida de su virilidad, pero la
mujer que recibe el de un hombre está preocupada porque su feminidad pueda ser alterada.
Algunos se espantan de sólo saber que el accidentado podría ser alguien de vida disoluta, otros
se alegran por sus cualidades morales, o su juventud como si con el órgano pudieran recibir
una parte de esa supuesta personalidad.
En una encuesta en Francia (1993) sobre las razones de la reticencia a la donación, se filtraron
muchos tipos de vivencias del cuerpo que se superponen a los datos prácticos. Se pueden
sintetizar dos tipos de respuesta claramente definidos: unas consideran al órgano
transplantado como un “órgano cosa” mientras las otras como “órgano-soporte de la
identidad” (Vayssé).
En el primer caso se sostenía una visión monista del cuerpo: los órganos no son sino material
somático que desaparece con la muerte y la supervivencia de la persona sólo se da en el
recuerdo de sus seres queridos, en las acciones realizadas y en sus objetos personales. Sin
embargo, aceptando este aspecto reificado del cuerpo, las respuestas denotan el respeto al
cadáver a la vez que presentan una franca aceptación a los transplantes.
El otro grupo de respuestas, del órgano soporte de la identidad, está asociado más a
personalidades creyentes, con hijos, con o sin educación religiosa. En la imagen del cuerpo se
entrelazan aspectos llamados “alma”, “espíritu”, “personalidad” junto a los componentes
bioquímicos de los órganos. A su vez consideran que todo fragmento de sí mismo sobrevive a
la muerte del cuerpo, ya sea reintegrándose a la materia cósmica, ya participando en su
descendencia. También muchos sujetos racionalistas y hasta agnósticos expresan un rechazo a
este ataque simbólico del cuerpo, a esta violación post-mortem fruto de la ablación.
El transplante no sólo constituye un injerto orgánico sino que es ante todo una intromisión de
la identidad, y como tal que conlleva una serie turbulencias:
- Finalmente se logra una interiorización plena, aunque a veces suele aparecer con insistencia
el recuerdo del donante sobre todo a nivel onírico. Ante lo cual sólo cabe preguntarse ¿cómo
reconocerse como una personalidad distinta del otro, y simultáneamente reconocer una
identidad común entre sí mismo y el otro?
De este modo, el sujeto transplantado ha tenido que transitar por un proceso que va desde
conductas de proyección con el donador anónimo, despersonificación del órgano
transplantado, para posteriormente lograr a través de los “ritos de purificación” una
separación, un pasaje que lo lleve a una apropiación del órgano donado.
El presente trabajo intenta dar cuenta de una metodología para acceder a la complejidad
implicada en tales situaciones, complejidad que como veremos escapa a las evidencias y
requiere de un rodeo para volver luego con nuevos elementos al “caso real” que dio origen a la
reflexión. Para ello propondremos el concepto de bioética narrativa, dando cuenta de los
recientes avances y descubrimientos en el tema. Se trata de suplementar las formas
tradicionales de exposición de casos, dando entrada a determinadas ficciones que ayuden a
desplegar el núcleo conflictivo e irreductible necesario para acceder a su complejidad analítica.
La encrucijada de la bioética
El campo de la bioética nos convoca a ese lugar de complejidad inaugurado por el
acontecimiento de los grandes dilemas humanos. La bioética, se sabe, es la disciplina
encargada de lidiar con la cuestión ética del bios, es decir de la vida que incluye,
ineludiblemente, también la muerte del ser humano. Lo complejo deviene así lo constitutivo,
lo propio e incluso lo distintivo del tipo de reflexión que abordaremos. Porque las decisiones,
los principios y las responsabilidades que se toman en el campo de la bioética son diferentes
maneras de cernir, en un intento por legalizar, ese real inaprensible, pero constitutivo del
campo de las decisiones humanas. El discurso de la bioética, como todo discurso, se entreteje
en la conversación de múltiples voces y allí radica el desafío actual que la encrucijada de su
poder discursivo nos propone.
Como lo consigna Fernando Lolas Stepke (Lolas Stepke, 2008) tradicionalmente el origen de la
bioética ha sido fechado en 1970, a partir de la publicación de la obra de Van Rensselaer
Potter: “Bioethics: Bridge to the Future” y la fundación un año más tarde del Instituto Kennedy
de Ética en la Universidad de Georgetown por André Hellegers, con el apoyo del Sargento
Shriver y la propia familia Kennedy.
Sin embargo, investigaciones iniciadas por Hans-Martin Sass en 2007 revelan que el término
bio-ética fue acuñado en el año 1927, cuando Fritz Jahr, un pastor protestante alemán, publicó
un artículo titulado “Bio-ética: una perspectiva de la relación ética de los seres humanos con
los animales y las plantas”. Artículo donde se propone un “imperativo bioético” (Sass, 2007)
que supone una extensión del imperativo moral kantiano a todas las formas de vida: “respeta
a cada ser viviente como un fin en sí mismo, y trátalo de ser posible, como tal”.
Intentaremos de este modo trabajar sobre el discurrir de una bioética narrativa. Y para eso se
hace necesario retomar los fundamentos de la disciplina filosófica. Originaria de la Grecia del
siglo V a.C., la filosofía nace en la tensión entre dos paradigmas, el del mito y el del logos que
surge del incipiente sistema de la polis La filosofía en su doble nacimiento, se tensiona entre la
poesía de los presocráticos y el logos platónico.
Este rodeo ha sido necesario para establecer cómo intentamos pensar la problemática
bioética, en el afán por deliberar sobre un texto capaz de abrir a una narrativa ético/estética
que suplemente la reflexión respecto del escenario actual.
Pensar la bioética desde una narrativa, no puede prescindir de la dimensión filosófica, político
y estético-analítica que constatamos en los inicios mismos de la disciplina.
Escuchar, analizar, reflexionar, pensar sobre el texto de una ópera, dándole entrada a un
discurso diferente, es también una manera de introducirnos en una narrativa distinta, capaz de
dar cuenta de una ética de la responsabilidad en donde el movimiento de la bioética se hace
posible.
Juan Carlos Tealdi enumera varios de los puntos centrales para arribar a una definición de
bioética y concluye: “La bioética regional ha de ser casuística porque no puede concebirse en
abstracto, sino surgiendo en situaciones concretas particulares, pero a la vez debe aceptar y
reconocer los principios éticos universales consagrados en los derechos humanos porque ellos
son el reconocimiento institucionalizado de aquellos deberes intransferibles, no negociables,
absolutos y universalizables que se exigen moralmente” (Tealdi, 2008, pp 155-156).
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS) la bioética puede ser definida como “el
estudio sistemático de la conducta humana –examinada a la luz de los principios y valores
morales- en el área de las ciencias de la vida y la atención de la salud” (Stagnaro, 2002, p.1).
Para eso se establecieron cuatro principios rectores, en un afán por acotar y reglamentar
éticamente la práctica clínica: 1) autonomía 2) beneficencia 3) no maleficencia y 4) justicia.
Cada uno de ellos ha constituido, a su modo, un intento de empoderamiento subjetivo, es
decir, un intento por devolverle al paciente la autonomía antaño escamoteada por el
paternalismo médico.
¿Pero a donde condujeron estas definiciones clásicas de la bioética? Haciendo una revisión de
una gran cantidad de artículos académicos y científicos, nos encontramos con que una y otra
vez se intenta cernir la complejidad de lo real dentro de una trama discursiva que no alcanza a
soportarlo. ¿Cómo abordar ese núcleo irreductible, esa dimensión conflictiva propia y
constitutiva del dilema bioético, sin reducirlo a un dominio disciplinar ni principalista?
“Desde las definiciones clásicas, ya sea por acción u omisión, la eutanasia supone la decisión
médica de provocar la muerte de una persona con el objetivo de poner fin a su sufrimiento. Se
habla de eutanasia activa cuando la muerte es causada a través de una acción, administrando
una inyección letal a la persona, por ejemplo; o de eutanasia pasiva cuando la muerte deviene
de no proveerle los cuidados necesarios –alimento, agua, etc.-. Estas modalidades deben ser
distinguidas de la sedación paliativa, que consiste en facilitar a los pacientes terminales en
agonía la posibilidad de recibir medicación que los duerma profundamente mientras esperan
la muerte” (Michel Fariña, 2010, p.2).
Si nos ceñimos a su aspecto clasificatorio, ubicamos los siguientes elementos que nos permiten
aproximarnos a una definición de la eutanasia: 1) la muerte es provocada por un tercero, 2)
estamos en presencia de una enfermedad mortal, 3) el paciente solicita que se le provoque la
muerte, y 4) la muerte provocada resulta en su propio beneficio (Gherardi, 2003, p. 64). El
problema surge cuando las definiciones, en el intento por cernir un real imposible, resultan
insuficientes y devienen parciales frente al pathos trágico de la situación. Esto no quiere decir
que no sean necesarias –sabemos de la necesariedad de un código compartido-.
Pero ¿qué ocurre cuando la persona padece un dolor insoportable, y no obstante su vida no
está verdaderamente en peligro? En ese caso la medicina no está autorizada a intervenir,
quedando la decisión en manos del doliente. Pero una vez más ¿qué ocurre cuando fruto de su
propia dolencia la persona no está en condiciones de llevar adelanta una iniciativa que ponga
fin a su padecimiento? (Lima y Michel Fariña, 2011).
Ramón Sampedro yace postrado inmóvil mientras Nessun Doma, aria del acto final de la ópera
Turandot, de Giacomo Puccini comienza a escucharse. La música puebla la habitación, se nos
muestra una ventana abierta desde donde un cielo resplandeciente muestra una ventana
abierta desde donde un cielo resplandeciente envuelve a Sampedro en un viaje de retorno;
vuelve al mar; a la inmensidad del mar y al re-encuentro con un amor impedido. La película
nos aporta así desde una cosmovisión estética, la posibilidad de percibir algo de cierto
posicionamiento subjetivo. Posicionamiento de un sujeto frente a la inminencia de una
decisión, no-consciente, fuera de todo cálculo, pero cuyos efectos se estructuran a partir de un
enigma.
¿Cuál es el alcance de la decisión que esta escena introduce? ¿Qué perspectivas se abren para
un sujeto en tránsito a la muerte? Es interesante escuchar allí las “salidas” ofrecidas por los
distintos discursos que rodean a Sampedro. Ya sea desde el religioso que obliga a vivir la vida
como “te ha tocado vivirla” con esa idea abstracta de vida y esa promesa funesta de felicidad
futura, de felicidad de ultramundo. Pero también está la respuesta desde la militancia, del
“derecho a terminar con la vida”, derecho sobre la vida que debería incluir a la muerte, ya que
esta segunda es parte de la primera. Estas respuestas no son salidas si no escapes, fugas en las
que se escamotea la responsabilidad del sujeto. No se trata de estar a favor o en contra de la
eutanasia, sino de devolverle a la discusión esa pregnancia subjetiva que no puede ser eludida.
Como decía Ignacio Lewkowicz “opinar a favor o en contra no cesa de constituir la operación
básica de identificación imaginaria. El comentario circula sin rozar la superficie de lo
comentado; agrupa y disuelve conjuntos fácilmente encuestables. Hoy ganan los a favor;
mañana los en contra. El tema que ocasionalmente los divide carece de significación por sí,
vale por su función imaginaria de demarcación de una diferencia pequeña, de una diferencia
opinable (Lewkowicz, 2003). Si la discusión es a favor o en contra, nada hay para seguir
pensando.
Desde la vertiente estética, Amenábar introduce otra “salida”. Salida que posibilita una lectura
que desde la racionalidad narrativa y hermenéutica genera otro tipo de ética, que es la ética
de la responsabilidad. Será entonces desde una narrativa que permita recuperar y vehiculizar
el afecto en juego, desde donde podremos continuar deliberando acerca de la vida y de ese
bios conflictivo de la (bio)ética.
Recuperar este planteo desde el posicionamiento subjetivo, nos devuelve una narrativa que
abre a la reflexión acerca de cuestiones ineludibles a la hora de pensar la responsabilidad y el
deseo. Además se constituye en un intento por abstraernos de cierto afecto de parcialización o
dominación de determinados aspectos por sobre los otros. Y por eso proponemos la siguiente
disyuntiva lógica extraordinaria para pensar estas cuestiones bioéticas. Se trata de la
disyuntiva de “¡La bolsa o la vida! Si elijo la bolsa, pierdo ambas. Si elijo la vida, me queda la
vida sin la bolsa, o sea, una vida cercenada” (Lacan, 1964), p.220). No hay una salida posible sin
pérdida, algo hay que perder para construir un campo de imposibilidad, de algo que no se
puede, que habilite lo posible. Pero Jacques Lacan nos enfrenta luego a una segunda
alternativa: “¡La libertad o la vida! Si elige la libertad, pierde ambas inmediatamente –si elige la
vida, tiene una vida amputada de libertad”.
Y una vida amputada de libertad ¿es una vida digna? La vida entonces, también podría
transformarse en in-digna, bajo la forma de la miserabilidad, cuando sólo se tienen monedas
para contar las monedas que no se tienen (Dvoskin, 2011).
Pero el tema de la falta llama nuestra atención, y nos cuestiona acerca de la pérdida, sobre el
agujero real, sobre los tiempos del duelo, a la vez que introduce una interpelación a nuestros
propios dispositivos de salud: frente a la disyuntiva: el pecho o la vida, nos retorna la pregunta
¿qué es la vida sin el pecho?
La disyuntiva, así planteada, parece no tener solución mientras el caso permanezca dentro de
los límites del bios tal como lo recorta la ciencia médica. En otras palabras mientras no pueda
darse entrada a la representación subjetiva que tiene el cuerpo para esta mujer.
Esta tensión entre la nomenclatura técnica y la erótica del cuerpo es la que no puede ser
saldada desde el interior mismo del dispositivo de salud. Es allí cuando cobra sentido el rodeo
de la bioética en los términos en que más arriba la hemos presentado. Se trata de la
importancia de las ficciones –narrativas, literarias, del discurso de una paciente- como motor
de la estrategia de intervención. El cuerpo de una mujer es siempre un enigma. Respetar esa
interrogación resulta esencial para logar eficacia clínica.