Cuentos de ayer y hoy, del pasado, del futuro, del futuro que influye el pasado porque el tiempo no es pasado sino es presente y circular, triangular, rectangular, espacio-temporal, espaciado doble, especial, esperando la carroza, esperando el tren, el subte y el anden.
Cuentos de ayer y hoy, del pasado, del futuro, del futuro que influye el pasado porque el tiempo no es pasado sino es presente y circular, triangular, rectangular, espacio-temporal, espaciado doble, especial, esperando la carroza, esperando el tren, el subte y el anden.
Cuentos de ayer y hoy, del pasado, del futuro, del futuro que influye el pasado porque el tiempo no es pasado sino es presente y circular, triangular, rectangular, espacio-temporal, espaciado doble, especial, esperando la carroza, esperando el tren, el subte y el anden.
—¿Eres tú? —Le pregunté a la muchacha, señalando la montaña de huesos que se
asomaban entre las hojas de la enredadera. Las lianas brotaban por los cuencos vacíos de un cráneo putrefacto, y a su alrededor, un colchón de flores de glicinas daban vida a un luto anónimo. La muchacha, haciendo un movimiento suave con su cabeza, negó ser ella la muerta. Intentaba responderme sin molestar a la planta que nos rodeaba. Yo todavía no lograba comprender si entré dentro de una casa o dentro de la misma hiedra que conocía desde que me mude aquí, a este barrio que llaman el Jardín de Polimnia. Esto fue lo que paso: Hace apenas unas horas, paseaba por la manzana observando los parrales y las tulipanes del vecindario, y me detuve a mirar la espesa mota que habita y crece al final de la cuadra. Yo conocía de memoria a aquella planta, sus hojas, sus olores y sus detalles me resultaban familiares, pero nunca había percibido que en su interior se ocultara una persiana. Así es, de repente había una persiana brotando entre sus lianas. Pensé que alguien había podado las lianas para revelar el oculto edificio que reposaba dentro de la planta. Dicha suposición me parecía muy razonable, pero me daba pena pensar en lo que habría sufrido la planta por las ramas perdidas. Yo sentía –aún lo siento— un verdadero amor por aquella planta, y aunque guardaba un gran parecido a las glicinas, su belleza era algo especial: la variedad de tonos verdes y diferentes tamaños de hojas captaban mi atención cada vez que pasaba por aquél lugar; sus flores brotaban en todas las estaciones inundando con su perfume el aire alrededor, y yo mismo había observado como sus lianas lograban extenderse por toda la cuadra más rápido que cualquier otra planta trepadora del lugar. Como dije, nunca había visto antes que ocultará una persiana. Cuando estuve frente a ella, escuché desde su interior una suave voz cantando una dulce melodía. No tuve miedo en abrirla ni se asomarme dentro, tampoco percibí que ofreciera resistencia. La persiana no tenía ningún tipo de cerrojo, tampoco tenía ventana. Allí dentro me sentía inquieto. No se qué me incomodaba más, si los huesos de un cuerpo entero tirados en el suelo o la serenidad de aquella muchacha quien cantaba suavemente mientras la planta la poseía. Las lianas rodeaban su cuello y descendían hasta sus rodillas, subiendo de nuevo hasta el nudo principal, y a cada tramo la planta se enroscaba sobre si misma, formando ramas duras y fortalecidas. Aquél trenzado se apretaba fuerte contra todo el pecho de la chica, sin embargo, no parecía hacerle daño ni impedirle respirar. La chica se mantenía tranquila, a pesar de que toda su pierna izquierda estaba inmovilizada en una posición bastante incomoda de soportar. El resto del cuerpo estaba más visible, pero igual de atrapado. Llevaba un vestido rasgado por los cortes que las pequeñas espinas del matorral. Lo único que la planta le había dejado en libertad era su boca y sus brillantes ojos color lila. Supuse que la chica no era real, me la debía estar imaginando, pero no me atrevía a tocarla para comprobarlo, asique le volví a hablar. —¿Desde cuándo estás aquí? —Le pregunté. Se demoró una eternidad en responder, parecía haberse olvidado el tiempo y el lugar. Cuando por fin respondió, dijo: —No lo sé, no he llevado la cuenta, ni me interesa –entonaba sus palabras, como si eligiera una nota especial para cada una de ellas– Prefiero dedicarme a cantar. —Una joven no puede vivir sin comida. —Le dije para provocarla, pero ella se mostró indiferente, parecía haberse olvidado lo que era comer. Empezó a entonar un canto que decía: “Desátame o apriétame más fuerte, que no te puedo olvidar...”. ¿A quién cantaba? Las lianas comenzaron a moverse, y me pareció que la muchacha disfrutaba de su propia vulnerabilidad. Temí que la enredadera estuviera por matarla e intenté liberarla, pero cuando quise acercarme, sentí unas extrañas cosquillas en el píe. Bajé la mirada y descubrí que tenía trenzado medio lazo alrededor de mi piel. Traté de arrancarlo, sin embargo, mientras más fuerza yo hacía, más fuerte la liana se aferraba contra mí píe. Me detuve cuando sentí una gota de sangre cayendo entre los dedos de mi píe. Me contuve para no desesperar, y me enfoqué en pensar en una solución para escapar. Calmarme no era tarea fácil, me perturbaba escuchar a la joven que no dejaba de cantar. —¿No quieres probar? —Me dijo, jadeando ligeramente. ¿Por qué jadeaba? Me pregunté. Observé su respiración, y la respuesta a mi pregunta me dejo petrificado. Las lianas que la rodeaban se apretaban con suavidad contra las aristas de cada parte de su cuerpo, al ritmo de la canción que la chica cantaba. Podía sentir como esas ramificaciones estaban latiendo, y como las lianas se hinchaban de savia a cada instante. No quise mirar, pero supuse hasta dónde podría llegar el tejido del vegetal. La historia no termina allí: De repente sentí algo acariciándome bajo la cintura, algo que emanaba cierto calor y que se deslizaba como una pluma, algo qué dibujaba lineas sobre mi piel, como el trazo de una uña. Entendí cual era el pacto que la planta me proponía, y --mientras dudaba si podría realmente rechazarlo-- la chica empezó a gemir. Gemía de placer y lo hacía sin vergüenza de mi presencia. Sin dudarlo más, me acerqué lentamente hasta acomodarme junto al cuerpo de aquella muchacha. Toqué su piel, blanda y acalorada, toqué las duras lianas sobre su pecho que me invitaban a participar. Encontré seguridad al sentir la sumisión de la joven a la mortal fuerza de la glicina. Abandoné mi ultima intención de retirada cuando la planta comenzó a complacerme también a mí, sin provocarme ni una sola herida. No tenía opción, era participar o ser otra pila de huesos, y yo —antes que morir— prefiero la carne o la fibra vegetal.