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El jardín de Polimnia

—¿Eres tú? —Le pregunté a la muchacha, señalando la montaña de huesos que se


asomaban entre las hojas de la enredadera. Las lianas brotaban por los cuencos vacíos
de un cráneo putrefacto, y a su alrededor, un colchón de flores de glicinas daban vida a un
luto anónimo. La muchacha, haciendo un movimiento suave con su cabeza, negó ser ella
la muerta. Intentaba responderme sin molestar a la planta que nos rodeaba. Yo todavía no
lograba comprender si entré dentro de una casa o dentro de la misma hiedra que conocía
desde que me mude aquí, a este barrio que llaman el Jardín de Polimnia. Esto fue lo que
paso:
Hace apenas unas horas, paseaba por la manzana observando los parrales y las
tulipanes del vecindario, y me detuve a mirar la espesa mota que habita y crece al final de
la cuadra. Yo conocía de memoria a aquella planta, sus hojas, sus olores y sus detalles
me resultaban familiares, pero nunca había percibido que en su interior se ocultara una
persiana. Así es, de repente había una persiana brotando entre sus lianas. Pensé que
alguien había podado las lianas para revelar el oculto edificio que reposaba dentro de la
planta. Dicha suposición me parecía muy razonable, pero me daba pena pensar en lo que
habría sufrido la planta por las ramas perdidas. Yo sentía –aún lo siento— un verdadero
amor por aquella planta, y aunque guardaba un gran parecido a las glicinas, su belleza
era algo especial: la variedad de tonos verdes y diferentes tamaños de hojas captaban mi
atención cada vez que pasaba por aquél lugar; sus flores brotaban en todas las
estaciones inundando con su perfume el aire alrededor, y yo mismo había observado
como sus lianas lograban extenderse por toda la cuadra más rápido que cualquier otra
planta trepadora del lugar. Como dije, nunca había visto antes que ocultará una persiana.
Cuando estuve frente a ella, escuché desde su interior una suave voz cantando una
dulce melodía. No tuve miedo en abrirla ni se asomarme dentro, tampoco percibí que
ofreciera resistencia. La persiana no tenía ningún tipo de cerrojo, tampoco tenía ventana.
Allí dentro me sentía inquieto. No se qué me incomodaba más, si los huesos de un
cuerpo entero tirados en el suelo o la serenidad de aquella muchacha quien cantaba
suavemente mientras la planta la poseía. Las lianas rodeaban su cuello y descendían
hasta sus rodillas, subiendo de nuevo hasta el nudo principal, y a cada tramo la planta se
enroscaba sobre si misma, formando ramas duras y fortalecidas. Aquél trenzado se
apretaba fuerte contra todo el pecho de la chica, sin embargo, no parecía hacerle daño ni
impedirle respirar. La chica se mantenía tranquila, a pesar de que toda su pierna izquierda
estaba inmovilizada en una posición bastante incomoda de soportar. El resto del cuerpo
estaba más visible, pero igual de atrapado. Llevaba un vestido rasgado por los cortes que
las pequeñas espinas del matorral. Lo único que la planta le había dejado en libertad era
su boca y sus brillantes ojos color lila. Supuse que la chica no era real, me la debía estar
imaginando, pero no me atrevía a tocarla para comprobarlo, asique le volví a hablar.
—¿Desde cuándo estás aquí? —Le pregunté. Se demoró una eternidad en
responder, parecía haberse olvidado el tiempo y el lugar. Cuando por fin respondió, dijo:
—No lo sé, no he llevado la cuenta, ni me interesa –entonaba sus palabras, como si
eligiera una nota especial para cada una de ellas– Prefiero dedicarme a cantar.
—Una joven no puede vivir sin comida. —Le dije para provocarla, pero ella se mostró
indiferente, parecía haberse olvidado lo que era comer. Empezó a entonar un canto que
decía: “Desátame o apriétame más fuerte, que no te puedo olvidar...”. ¿A quién cantaba?
Las lianas comenzaron a moverse, y me pareció que la muchacha disfrutaba de su propia
vulnerabilidad. Temí que la enredadera estuviera por matarla e intenté liberarla, pero
cuando quise acercarme, sentí unas extrañas cosquillas en el píe. Bajé la mirada y
descubrí que tenía trenzado medio lazo alrededor de mi piel. Traté de arrancarlo, sin
embargo, mientras más fuerza yo hacía, más fuerte la liana se aferraba contra mí píe. Me
detuve cuando sentí una gota de sangre cayendo entre los dedos de mi píe. Me contuve
para no desesperar, y me enfoqué en pensar en una solución para escapar. Calmarme no
era tarea fácil, me perturbaba escuchar a la joven que no dejaba de cantar.
—¿No quieres probar? —Me dijo, jadeando ligeramente. ¿Por qué jadeaba? Me
pregunté. Observé su respiración, y la respuesta a mi pregunta me dejo petrificado. Las
lianas que la rodeaban se apretaban con suavidad contra las aristas de cada parte de su
cuerpo, al ritmo de la canción que la chica cantaba. Podía sentir como esas
ramificaciones estaban latiendo, y como las lianas se hinchaban de savia a cada instante.
No quise mirar, pero supuse hasta dónde podría llegar el tejido del vegetal.
La historia no termina allí: De repente sentí algo acariciándome bajo la cintura, algo
que emanaba cierto calor y que se deslizaba como una pluma, algo qué dibujaba lineas
sobre mi piel, como el trazo de una uña. Entendí cual era el pacto que la planta me
proponía, y --mientras dudaba si podría realmente rechazarlo-- la chica empezó a gemir.
Gemía de placer y lo hacía sin vergüenza de mi presencia.
Sin dudarlo más, me acerqué lentamente hasta acomodarme junto al cuerpo de
aquella muchacha. Toqué su piel, blanda y acalorada, toqué las duras lianas sobre su
pecho que me invitaban a participar. Encontré seguridad al sentir la sumisión de la joven a
la mortal fuerza de la glicina. Abandoné mi ultima intención de retirada cuando la planta
comenzó a complacerme también a mí, sin provocarme ni una sola herida. No tenía
opción, era participar o ser otra pila de huesos, y yo —antes que morir— prefiero la carne
o la fibra vegetal.

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