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| Astrolabio

Pero,
¿quién creó a Dios?
Hacia una sociedad solidaria

Alejandro Sanvisens Herreros


Pero, ¿quién creó a Dios?
Etapa catalana: 1881-1921
Serie: Religión
ALEJANDRO SANVISENS HERREROS

PERO, ¿QUIÉN CREÓ


A DIOS?
Etapa catalana: 1881-1921
Tercera edición corregida

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
Primera edición: Marzo 2003

© 2003. Alejandro Sanvisens Herreros


Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54
e-mail: eunsa@cin.es

ISBN: 84-313-2074-5
Depósito legal: NA 888-2003

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu-
ción, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autori-
zación escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Ilustración cubierta:
Luis Altarejos

Tratamiento:
PRETEXTO. Estafeta, 60. 31001 Pamplona

Imprime:
GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España


Índice

PRÓLOGO ............................................................................................. 9

I. Dios y el electrón .................................................................. 13


II. El Dios cuya existencia debe ser demostrada ...................... 15
III. Las «pruebas» de la inexistencia de Dios ............................ 17
IV. ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? ............................... 25
V. ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? ...................... 33
VI. Un tiempo un poco largo ...................................................... 39
VII. La cuerda del reloj ................................................................ 43
VIII. Un millón de rebecas ............................................................ 57
IX. La gran decisión .................................................................... 65
X. El observador universal ........................................................ 75
XI. El Señor del universo ............................................................ 83
XII. El aprendiz de brujo .............................................................. 85
XIII. El problema de la verdad ...................................................... 89
XIV. El orden cósmico .................................................................. 93
XV. El orden funcional ................................................................. 99
XVI. Aquello que los cirujanos no encontraron ............................ 125
XVII. El árbol de la ciencia ............................................................ 147
XVIII. ¿Qué vale un ser humano? .................................................... 151
XIX. La apuesta de Pascal ............................................................. 161
XX. Milagros ................................................................................ 163
Prólogo

En el siglo XXI se sigue creyendo en Dios. Primeras figuras de


nuestro tiempo atestiguan que la ciencia y el pensamiento conducen
a la creencia en Dios. La cuestión merece ser revisada.
En los momentos difíciles de la vida —entierros, desgracias, fra-
casos— el escéptico se lamenta: «¡Quién pudiera creer! ¡Qué suerte
poder creer en Dios!». No voy a negar que sea una suerte creer en
Dios. Ahora bien, la suerte de creer en Dios no es como la suerte de
que le toque a uno la lotería, ni como la suerte de tener una buena
memoria, ni de nada que pueda estar lejos de ser conseguido por pro-
pia voluntad. Quien no cree es porque no quiere ya que Dios, que es
a fin de cuentas quien da la fe a quien la desea, existe, y su existen-
cia puede ser demostrada.
La cuestión de la existencia de Dios no es particularmente difí-
cil, pero sí muy entretenida porque algunos escépticos notables se
han dedicado a atacar el fundamento de las pruebas, el llamado prin-
cipio de causalidad, que, como el lector ya sabe, es también el fun-
damento de toda ciencia humana. Este principio se ha enunciado de
muchas maneras y es un corolario de otro más general: el principio
de razón suficiente. En su forma más usual dice lo siguiente: «Cual-
quier aparición de alguna cosa requiere una explicación, a la cual lla-
mamos causa».
El escéptico se ve obligado a negar este principio —y así lo ha-
cen eminentes ateos— y en su lugar debe aceptar otro, —el contra-
rio—, que reza así: «Puede haber apariciones de cosas que no re-
quieran absolutamente ninguna explicación».
10 Pero, ¿quién creó a Dios?

Es un poco paradójico, pero el escéptico se obliga a sí mismo a


creer en la posibilidad de apariciones fantasmagóricas de cosas es-
trambóticas en cualquier momento, sin causa ni razón, y debe consi-
derar —si se atiene a su filosofía— que esas apariciones son lo más
natural del mundo.
Antes de empezar a tratar estas delicadas cuestiones y de aden-
trarnos en las pruebas de la existencia de Dios, tendremos que dar un
concepto de Dios al cual nos podamos referir. El concepto de Dios
ha de ser el mismo para la filosofía que para la religión —sea la re-
ligión que sea—; de lo contrario, tendríamos que adoptar otro térmi-
no.
¿Quién es Dios?: Dios es un ser adimensional y eterno, con vo-
luntad e inteligencia, creador de todo cuanto existe excepto de sí
mismo, y presente también en todo, pero sin identificarse con ningu-
no de los seres creados ni con el universo. Al crear, Dios da un sen-
tido o finalidad a todo lo creado y este sentido es la base de la mora-
lidad humana.
Siempre que doy esta definición hay alguien que pregunta intri-
gado: «Bien, y a Dios ¿quién lo creó?». Quien hace esta pregunta no
ha caído en la cuenta de que en la definición de Dios está el atributo
de eternidad. Si Dios se define como eterno, no cabe preguntar quién
lo creó, como si hubiera tenido un comienzo. Dios no ha comenzado
a existir en cierto momento, sino que ha existido siempre. Por eso no
debe resultar extraño que nadie lo creara. La idea de una existencia
eterna, tan repugnante para algunos, se hace necesaria cuando se
contempla desde la perspectiva correcta. Esta perspectiva se encuen-
tra cuando se intenta pensar en la nada.
La nada absoluta es tan estéril que no permite ningún desarro-
llo puesto que no hay nada que desarrollar, ni ningún crecimiento,
pues no hay nada que pueda crecer, ni ninguna aparición, como no
sea contraviniendo al principio de causalidad. Tan sombría es la na-
da absoluta que, si alguna vez se hubiera podido dar, jamás se ha-
bría producido nada y nadie podría estar aquí ahora leyendo estas
líneas. Así que, ya que estamos aquí, podemos estar completamen-
te seguros de que jamás se dio la nada absoluta. Siempre hubo ser.
El ser que siempre hubo es necesario que existiera, y no es el uni-
verso, ya que, como es sabido, el universo no es eterno sino que tu-
Prólogo 11

vo un comienzo. El ser que siempre hubo es el ser que dio origen al


universo.
Algunos filósofos han probado la imposibilidad de la nada abso-
luta. Nosotros no vamos a intentar ahora esta proeza. Nos contenta-
remos con observar al Ser eterno, es decir, a Dios, como a un Ser que
permite que ahora estemos nosotros aquí leyendo estas líneas. Sin Él,
el imposible reino de la nada impediría toda existencia. Él, en cam-
bio, permite nuestra existencia y toda existencia. El secreto de la
eternidad de Dios y de su necesidad está en que su ser es como un
campo de existencia.
El concepto de campo se ha hecho familiar en física. Se habla del
campo gravitatorio, del campo electromagnético... y nadie sabe a
ciencia cierta de qué se está hablando. No sabemos cómo, pero en el
campo está la explicación última del comportamiento de los seres fí-
sicos. Todo campo es explicado por otro a un nivel superior y, en úl-
tima instancia, debe haber un campo que los explique a todos y que
explique su existencia: se trata del campo de existencia, que es Dios.
No puede pensarse que no exista Aquél que es propiamente la
existencia misma, concretada en una voluntad creadora (un amor)
que origina todas las realidades del mundo. Dios es necesario: exis-
te necesariamente. Es absurdo pensar que no existe, y, sin embargo,
para comprender esta necesidad, deberíamos penetrar en el conoci-
miento del campo de existencia; algo mucho más difícil que conocer
los campos de la física moderna.
Sabemos que Dios es necesario. Sabemos que Dios es como un
campo de existencia que sostiene a todo ser que existe. Por eso es tan
significativo que cuando el hombre pidió a Dios que le revelara su
nombre, Dios dio como respuesta —que se halla en el libro del Éxo-
do (3, 14)— «Yo soy el que soy». Dios es «el que es». No podíamos
esperar un nombre más apropiado.
No sabemos a ciencia cierta si existe o no el abominable hombre
de las nieves. Unos creen firmemente en su existencia; otros se ríen
con la simple mención de la palabra «abominable». La verdad es que
no nos va la vida en ello. Nada cambiaría para nosotros si la ciencia
descubriera que el yeti medra entre las nieves del Himalaya.
La cuestión de la existencia de Dios es muy diferente. Aunque al-
gunos pretendan que no tiene importancia para ellos, nadie deja de
12 Pero, ¿quién creó a Dios?

apostar fuerte en este juego. Se apuesta la vida, su sentido, su digni-


dad, su destino. Los ateos y en la práctica también los agnósticos 1
juegan al «no» y no desean pensar que se han podido equivocar. Los
creyentes juegan al «sí» y ven el mundo de otra manera.
Una de las reglas más conspicuas de la filosofía del «no» es el
culto a la satisfacción de los deseos temporales (de placer, conoci-
miento, fama, seguridad, estética...), al cual está supeditado todo.
Claro está que en el mundo no todo es satisfacción y que el dolor y
el sufrimiento irrumpen por doquier sin respetar edades, sexos, posi-
ciones ni nacionalidades. Por eso la supervivencia del agnóstico de-
pende de adquirir una cierta amnesia: amnesia de la juventud que se
escapa rápidamente, de los familiares y amigos queridos muertos,
del dolor que nos rodea a nosotros, a nuestros allegados, a otros des-
conocidos... amnesia del conocimiento de nuestra propia muerte, de
las injusticias propias y ajenas, pasadas y futuras, de los fracasos, de
las nostalgias, de las angustias y desesperaciones... amnesia de la
amnesia misma.
El creyente tiene la suerte de no tener que invocar constante-
mente todas esas amnesias, de poder encarar el sufrimiento con ilu-
sión y esperanza para él y para toda persona justa. El sufrimiento se
convierte en algo que tiene un sentido más allá de la vida presente:
un sentido forzosamente misterioso porque desconocemos los datos
principales de la relación entre Dios y la naturaleza humana indivi-
dual y colectiva.
Evidentemente la filosofía del «sí» es más atractiva, pero mucha
gente no desea aceptarla por temor a perder lo que llaman «calidad
de vida», ¡y eso que algunos fuman! Dejaré para otra ocasión el aná-
lisis de las auténticas causas de esa aversión al «sí». Aquí me dedi-
caré únicamente a mostrar que la filosofía del «sí» es la correcta ra-
cionalmente. Ya es bastante para empezar.

1. El término agnosticismo fue introducido por el biólogo T. H. Huxley para


referirse a la postura del que considera que las nociones de absoluto, de infinito y de
Dios son totalmente inaccesibles al entendimiento humano. Los agnósticos son es-
cépticos en materia de religión.
I
Dios y el electrón

Con frecuencia se oye decir que Dios no existe porque no puede


percibirse ni imaginarse; es decir, porque no tiene referente senso-
rial. Con esta forma de argumentar deberíamos negar la existencia
del electrón, ya que no lo podemos percibir ni imaginar: no tiene nin-
gún referente sensorial. Ningún científico lo representa, como se ha-
bía hecho popular, como una bolita muy pequeñita. Sólo podemos
describir su comportamiento por medio de una compleja función ma-
temática.
No hay nada de lo que vemos o tocamos que se parezca a un
electrón. El electrón no puede tocarse, ni oírse, ni verse, ni olerse, ni
gustarse. Tenemos noticias de su existencia por los efectos que pro-
duce en la cámara de niebla, igual que sabemos que ha pasado un
avión —sin verlo— por la estela que deja en el cielo.
El comportamiento del electrón es, además, completamente pa-
radójico y no encaja en el sentido común. Actúa complementaria-
mente como una partícula y como una onda y puede estar simultá-
neamente en dos lugares al mismo tiempo. No parece que ocupe
ninguna situación en el espacio porque su posición nunca puede de-
terminarse conjuntamente con su energía.
La existencia del electrón debe deducirse, debe probarse a partir
del comportamiento de la materia. Creemos que hay electrones ya
que, de otra forma, no se explicarían tales y cuales fenómenos. Pero
nadie ha visto al electrón —ni puede verse—. Nadie ha imaginado al
electrón —ni puede imaginarse—.
Pues bien, la existencia de Dios debe deducirse también; debe
probarse a partir del comportamiento y de la existencia del mundo.
14 Pero, ¿quién creó a Dios?

Creemos que hay Dios; de otra forma no se explicaría la existencia


del mundo, ni sus leyes —como veremos—. Ahora bien, igual que
ocurre con el electrón, Dios no puede verse ni imaginarse, pero esto
ya no debería ser un obstáculo para un buen pensador del siglo XXI.
II
El Dios cuya existencia debe ser demostrada

Para empezar hemos de eliminar dos conceptos falsos de Dios.


El primero concibe a Dios como a un ser hipotético que surgió de la
necesidad del hombre de explicar los misterios de la ciencia. Es un
dios tapaagujeros, cuya existencia requiere nuestra ignorancia de las
leyes naturales. A medida que la ciencia avanza, ese dios disminuye
hasta hacerse insignificante. Un dios así es como un mecanismo in-
necesario que va siendo descartado por la ciencia.
El segundo concepto falso concibe a Dios como a un ser surgido
de la necesidad del hombre de satisfacer sus deseos y de tranquili-
zarse de sus miedos. Con el avance de la técnica, ese dios se desva-
nece por completo. La tecnología le proporciona al hombre bienes,
salud y satisfacciones, y elimina sus miedos.
Si pensamos en lo que ocurriría si la ciencia y la técnica llegaran
a su fin, entonces empezaríamos a entender quién es realmente el
Dios cuya existencia debe ser demostrada.
Cuando la ciencia llegue a su fin, conoceremos todos los meca-
nismos naturales y sus ecuaciones y entonces nos daremos cuenta de
que hace falta un ser que insufle poder a esas ecuaciones cósmicas y
que proyecte las leyes que rigen el universo y la vida. Esas leyes son
extra-científicas. En última instancia la ciencia es descriptiva: no va
más allá de las leyes últimas —tendremos ocasión de profundizar
más en este punto—.
Cuando la técnica llegue a su fin, habrá que tomar decisiones so-
bre el destino humano y universal, y entonces veremos que la tecno-
logía no da ningún sentido ni al universo ni a la vida. La necesidad
16 Pero, ¿quién creó a Dios?

de sentido que el hombre tiene para todos sus actos, la tiene también
para su vida entera, y la tecnología no se lo ofrece.
Dios es el fundamento de las leyes que rigen el mundo y el pro-
yectista que da un sentido al universo, a la vida y al hombre. Éste es
el Dios cuya existencia debe ser demostrada. Esta definición no es
más que una concreción de la dada en el prólogo, porque es una ex-
plicitación del concepto de creador.
Antes de dar paso a las demostraciones, veamos una analogía del
concepto de Dios.
Un ser muy inteligente procedente de cierta galaxia se encuentra
un día con una caja de música de la Tierra. Al abrirla suena una can-
ción que habla de una tal Susana. Al extraterrestre le parece que hay
dos posibilidades: o bien la canción que sale de la caja se explica por
medio de un «duende-dios», o bien puede explicarse perfectamente
por mecanismos científico-técnicos. El extraterrestre, tras una minu-
ciosa investigación, acaba hallando todos los resortes y las tarjetas
perforadas y las ruedas dentadas, y las cuerdas que acaban de expli-
car hasta el más mínimo detalle todo el funcionamiento de la caja de
música.
Plenamente satisfecho de su trabajo, concluye: «No hace falta
ningún «duende-dios» para explicar el funcionamiento de esa caja.
Todo el mecanismo queda explicado a través de un ingenioso siste-
ma de ruedas y muelles, detalladamente descrito en mi informe. No
hace falta nada más.»
Lástima, diremos nosotros: la primera parte de esta declaración
donde descartaba al falso dios, al «duende-dios» y lo sustituía por un
mecanismo científico-técnico, era correcta, pero la segunda parte,
donde manifiesta que «no hace falta nada más», es patentemente fal-
sa, porque lo que falta es, precisamente, lo más importante: el ser que
diseñó la caja, que ordenó las cosas según cierta disposición, que
compuso la música y que la dedicó a una tal Susana. Ese ser es ne-
cesario si queremos explicar la caja de música, pero el extraterrestre
muy inteligente jamás lo encontrará con su metodología científica:
esa metodología se queda sólo en el mecanismo, pero no alcanza al
diseño y al sentido.
III
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios

Antes de empezar a considerar las pruebas de que Dios existe, nos


asalta la tentación de ocuparnos en otras cosas, porque circulan cier-
tas «pruebas» de que Dios no existe, y nadie quiere perder el tiempo
en naderías. Revisemos pues, primero, estas supuestas pruebas.
La más impresionante se articula de la siguiente manera:
1. Si Dios existiera, impediría el mal.
2. Existe mal en el mundo.
3. Luego, Dios no existe.
Esta «prueba» parece especialmente convincente cuando el mal
se concreta en forma de niños inocentes que sufren duros tormentos,
o de catástrofes imponentes que torturan a miles de personas, ... y es
aplastante cuando el mal afecta directamente a uno mismo o, sobre
todo, a personas muy queridas y se hace irreversible o irreparable
porque acaba con la muerte.
No pretendo escandalizar a nadie diciendo que la primera premi-
sa de esta «prueba» es falsa. En efecto: Dios permite el mal. Así
pues, la «prueba» contra su existencia desaparece. El problema es
que algunos desconfían y se irritan porque no quieren creer en un
Dios que permita el mal. Un Dios así, dicen, ha de ser por fuerza
malvado o impotente; no puede ser bueno y omnipotente. Razonan
así: «Si fuera bueno no querría el mal, y si fuera omnipotente, impe-
diría el mal».
Si Dios no quiere el mal, entonces ¿por qué permite que exista?
La respuesta es simple, aunque enigmática: Dios impide muchos
males, pero no todos. No impide aquéllos cuya eliminación suponga
18 Pero, ¿quién creó a Dios?

la destrucción de la libertad humana, y aquéllos cuyo desarrollo evi-


te males mayores, o produzca bienes importantes.
¿Y qué bien importante puede proceder de la muerte de alguien?
Si se cree que la muerte termina con todo, entonces, evidente-
mente no puede esperarse en ningún bien después de la muerte, pe-
ro si se cree en una vida eterna tras la muerte física, entonces pueden
esperarse todo tipo de bienes y una total compensación por parte de
la justicia de Dios.
Gran parte del mal puede ser considerado como un medicamen-
to amargo para la Humanidad: un medicamento que a veces deben
tomar unos para provecho de otros, como cuando en un organismo,
ciertas células se sacrifican en beneficio del conjunto. El sufrimien-
to produce desarraigo, y no hay mal mayor que el arraigo a las cosas
del mundo cuando ello comporta un alejamiento de Dios. El sufri-
miento es la otra cara de la moneda del amor de Dios. La moneda es
demasiado valiosa para despreciar el sufrimiento.
Los escépticos consideran que el sufrimiento es absolutamente
inútil. ¿De verdad lo es? Permita el lector que le recuerde aquella
cruel caída de la bicicleta que le tuvo inmovilizado durante días y
que tuvo lugar en su infancia. Sus entonces omnipotentes padres hu-
bieran podido evitar aquel golpe porque lo presentían, dándole una
bici más pequeña, o impidiéndole ensanchar su espacio de pruebas,
o yendo detrás suyo, pero no lo hicieron porque esperaban un bien
mayor asumiendo aquel riesgo: querían que su hijo adquiriera mayor
destreza, menor dependencia, mayor prudencia. Ciertamente un gol-
pe te hace pensar en disminuir la velocidad la próxima vez.
El padre no perdona las molestias (y el dolor) de la vacunación
en sus hijos. Los médicos ya no recomiendan las «chichoneras», que
sin duda evitaban muchos «chichones» a los niños. Supongo que el
lector sabe por qué. No hay nada peor en el mundo que un niño mi-
mado o consentido; es decir, que un niño al que se ha evitado todo
dolor o frustración.
El dolor, no sólo es preventivo, sino que también es curativo. El
niño malcriado al que hemos aludido sólo conseguirá dejar de ser el
centro de la existencia a través del dolor, la frustración y el desenga-
ño. El drogadicto sólo puede alejarse de su dependencia por medio
de cierto sufrimiento. La única forma de conseguir cierta indepen-
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 19

dencia y libertad interior consiste en experimentar el sufrimiento de


la soledad, la separación, la añoranza...
Sólo los que se exponen al ridículo, al desprestigio o a la crítica
consiguen superar el miedo o la timidez desde su infancia. Y la úni-
ca forma de vencer la timidez sigue siendo exponiéndose al ridículo,
al desprestigio o a la crítica. De mayores estos males son más lace-
rantes y más temibles, y por eso son muy pocos los tímidos que sa-
len de su estado.
Esas cosas son bien conocidas. Lo que ya no se conoce tanto son
los efectos trascendentales del dolor y del sufrimiento.
Si hay unas leyes que rigen los campos físicos (eléctrico, gravi-
tatorio, etc.), ¿por qué no puede haber también leyes para los cam-
pos psíquicos? Si hay una resonancia física, ¿no puede haber una re-
sonancia psíquica? ¿Nadie ha experimentado un estado de euforia
compartida con un hermano o con un amigo? ¿No se contagia la ri-
sa? ¿No se contagia el llanto?
¿Nadie recuerda aquella amistad perdida por culpa de cierta
pereza, desidia o falta de entrega o de paciencia por nuestra parte?
Fue la falta de capacidad para el dolor o el sufrimiento la verdade-
ra causa.
El sufrimiento es la única forma de reestablecer ciertas resonan-
cias psíquicas entre las personas y probablemente también entre el
hombre y Dios. El sufrimiento es ineludible tal como están las cosas,
para poder acceder al nivel de vida al que está llamado todo ser hu-
mano. Si no se sufre en esta vida, debe sufrirse en la otra.
Es un hecho algo misterioso que los seres humanos estan inter-
comunicados de forma tal que los efectos del dolor en unos repercu-
ten en los otros, como las notas musicales en unos instrumentos ha-
cen vibrar a los del mismo tono en otros. Se conocen noticias
fidedignas de madres que han notado el momento exacto en que mo-
rían sus hijos.
El dolor implica cierto grado de conciencia (el sufrimiento aún
más). Sólo los seres que son capaces de adquirir cierto nivel de vida
son capaces de sentir sufrimiento, y ese sufrimiento les hace posible
desarraigarse de su propio ego totalmente, para acceder a una parti-
cipación en el ser mismo de Dios. No importa cuál sea el origen (ac-
20 Pero, ¿quién creó a Dios?

cidental o planificado por parte de seres malvados), si el sufrimiento


puede comportar algún bien en quien lo experimenta, Dios lo permi-
te. Eso no significa que el hombre no tenga que luchar por minimi-
zar el sufrimiento, ya que el amor, directamente puede conseguir lo
mismo o mucho más que el sufrimiento.
Nadie sabe si los animales de cierto grado pueden llegar también,
a su manera, a participar del amor de Dios eternamente 1.
El dolor del inocente es eficaz en grado sumo para conseguir el
bien de aquéllos que le aman o que le amarán, y, sin duda repercuti-
rá en bien suyo. Nos sentimos tanto más unidos a otros, cuanto más
hemos compartido el dolor o el sufrimiento. Por eso, de alguna ma-
nera Dios mismo tenía que sufrir si teníamos que unirnos a Él, pero
para sufrir tenía que participar de la naturaleza humana. El cristia-
nismo es, precisamente, la religión en la que Dios se hace hombre

1. No faltan quienes han visto en el dolor animal el máximo obstáculo para


aceptar la existencia de Dios. No ven cómo puede armonizarse la bondad de Dios
con la muerte violenta y programada de las presas en las fauces de los depredado-
res, y tampoco ven que haya ninguna compensación ni actual ni futura para dichas
presas. El argumento falla, sin embargo, porque no tiene en cuenta la fisiología del
dolor animal. Sólo determinadas clases biológicas, las que han llegado a cierto de-
sarrollo cerebral, pueden experimentar dolor. Justo en estas clases existe todo un sis-
tema extraordinario de mensajes de neurotransmisores, entre los que figuran los
opiáceos endógenos, que se ponen en funcionamiento en el lugar y en el momento
en que son necesarios. Se da la curiosísima coincidencia de que la información ge-
nética para las hormonas de estrés está yuxtapuesta a la información para las subs-
tancias opiáceas, de forma que en las situaciones de pánico y de ataque se liberan si-
multáneamente las hormonas de estrés (encargadas de las operaciones de huida y
defensa o del comportamiento de quietud y concentración) y los opiáceos endóge-
nos, encargados de eliminar las sensaciones dolorosas (necesarias en otros momen-
tos). Se sabe de personas que en momentos de pánico no experimentaron ningún do-
lor en sus cuerpos destrozados por la metralla o las heridas en guerras y en otras
situaciones. Dios pensó en el dolor animal y actúa, sin lugar a dudas, contrarrestan-
do, allí donde haga falta, el mal incontrolable inflingido por el ser humano en los
animales. No hay nada que nos impida pensar que la providencia de Dios llega a to-
das partes. No hay ningún dolor innecesario. Por otra parte no podemos atribuir a
los animales el mismo «qualia» de dolor que al hombre. Puede ser que reaccionen
de la misma manera o incluso más ruidosamente (es eficaz que sea así), pero su gra-
do de conciencia y de sensibilidad son muy diferentes, y sus sistemas de defensa
contra el dolor son enormemente eficaces. De ninguna manera pretendo justificar
aquí los malos tratos a los animales. Estoy convencido de que Dios no lo quiere, co-
mo tampoco quiere que se torture ni perjudique a los seres humanos.
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 21

para compartir todo el sufrimiento humano y alejar todo impedi-


mento que se opone a la comunión entre Dios y el ser humano.
La existencia de Dios es aceptable si se acepta también la creen-
cia en una vida después de la muerte, y hay buenas razones para ello,
aunque no es el tema de este libro.
Este primer intento de demostrar la inexistencia de Dios no es,
pues, concluyente.

* * *
En algún momento se hizo popular un argumento muy antiguo
que pretendía derribar definitivamente la creencia en un Dios omni-
potente. Si Dios es omnipotente —decía— será capaz de crear un ser
indestructible, pero entonces no tendrá poder para destruir a este ser,
y siendo así ya no podrá decirse que Dios es omnipotente.
Los que proponen este argumento (¡incluso en la actualidad!)
consideran que la incapacidad de destruir lo indestructible es una li-
mitación de la omnipotencia. Creen haber dado con «algo» que Dios
nunca podrá hacer, con una «operación» que Dios nunca podrá rea-
lizar. Ahora bien, si analizamos esta supuesta «operación», nos dare-
mos cuenta de que no se trata en realidad de ninguna operación, ya
que las operaciones son acciones que se realizan según cierto siste-
ma, manera o mecanismo conocido o desconocido, simple o com-
plejo, natural o sobrenatural, pero si algo es indestructible no puede
haber sistema, manera ni mecanismo posible de destruirlo. No esta-
mos hablando, pues, de ninguna operación, sino de nada. Dios pue-
de realizar todas las operaciones posibles. La incapacidad de hacer lo
imposible no limita el poder de nadie: el de Dios, tampoco.
El enemigo de cierta marca de automóviles insiste en que dichos
automóviles carecen de volante «cuadrado-redondo». Sólo los incau-
tos se dejarán engañar por tal acusación, ya que las personas sensatas
saben que el no poseer volantes cuadrado-redondos no es ninguna
limitación del valor de ningún automóvil. El volante «cuadrado-re-
dondo» no puede existir, y, por tanto, en realidad no es «algo» que
pueda ser deseado. La imposibilidad de realizar lo imposible no es
ninguna limitación de poder.

* * *
22 Pero, ¿quién creó a Dios?

Tenemos que analizar todavía otra «prueba» de la inexistencia de


Dios, más corriente, incluso que las dos anteriores. Se formula más
o menos de la siguiente manera:
1. Dios es el creador de todo lo que existe.
2. Si Dios existe, entonces debe ser el creador de sí mismo.
3. Nadie puede crearse a sí mismo.
4. Luego, Dios no existe.
Es una lástima que haya gente que no crea en Dios porque no sa-
be quién es. Dios no es el creador de todo lo que existe. Dios única-
mente es el creador de todo lo que existe sin ser Dios. Dios no se creó
a sí mismo. Entonces, ¿quién creó a Dios?
Sólo necesitan ser creadas las cosas o los seres que han comen-
zado a existir, pero Dios ha existido siempre. Es eterno. Por lo tanto
Dios no precisa de ninguna creación. Nadie lo creó.
Sé por experiencia que esta expresión («Dios ha existido siem-
pre») resulta indigesta. Un ser que ha existido siempre no es de fácil
concepción porque en este «siempre» tendemos a imaginar «un tiem-
po infinito» y eso es francamente imposible, aunque, dicho sea de
paso, era la concepción que tenían los ateos de la materia y del uni-
verso hasta hace bien poco.
Dios no es un ser de antigüedad infinita, sino un ser para el cual
no pasa el tiempo. Su existencia es un presente permanente. Existe,
no porque haya sido creado, sino porque no es posible su «no exis-
tencia». Él es, precisamente el «campo de existencia», el ser que ha-
ce posible toda existencia.

* * *
Reservaba para el final la «prueba» más endiablada, la más difí-
cil de derribar y que ahora aparece como un corolario de lo que aca-
bamos de ver: «Si Dios existe eternamente, atemporalmente, enton-
ces: ¿cómo pudo crear alguna cosa en el tiempo? Dicho de otro
modo: ¿qué hacía Dios antes de la creación del mundo? ¿Cuánto
tiempo esperó antes de empezar a crear?».
La respuesta es obvia, lo cual no significa que sea fácil de cap-
tar: Dios no esperó ningún tiempo antes de crear. Siempre ha estado
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 23

creando. Todo el tiempo de la creación y del desarrollo del mundo no


es tiempo para Dios, sino un perpetuo presente. Nada ha desapareci-
do; nada tiene que llegar para Él. Sus operaciones no se desarrollan
según un antes y un después. Dios es un campo de existencia atem-
poral y aespacial. Este «campo» hace posible lo que para nosotros es
una «aparición» del mundo creado. No hay un «antes» de esta «apa-
rición», porque el tiempo aparece con el mundo creado y es una crea-
ción de Dios.
Aunque esta concepción no cabe en nuestra imaginación, pode-
mos establecer cierta analogía con lo que ocurre en la memoria. Ha-
ce unos años rompimos un jarrón. Ahora aquel jarrón ya no existe
para nosotros, pero en cambio sí que existe en nuestra memoria. Se
rompió y en cambio existe entero en nuestra memoria. Claro que
nuestra memoria es algo defectuosa y de difícil acceso: no tenemos
ni siquiera idea de lo que es. Pensemos ahora en una memoria mu-
cho más perfecta; tan perfecta que reproduzca exactamente la reali-
dad. Cuando un jarrón se rompa, el mismo jarrón seguirá intacto en
esta memoria. Esta memoria puede ser tan grande como se quiera, y
hace posible que lo roto y lo intacto coexistan.
En un ordenador electrónico, sin ir más lejos, un mismo dato
puede llevarse a dos direcciones de memoria al mismo tiempo sin
más que activar la operación de copiado. En una dirección el dato
puede variar y en la otra conservarse. Para este ordenador el dato ori-
ginal siempre existe inalterado en la memoria y puede ser devuelto a
la dirección donde ese dato varía. Mirando las cosas desde la posi-
ción del dato, se da una evolución temporal, pero desde el ordenador
existe una permanencia de las cosas y una prodigiosa variedad.
El mundo ha comenzado, en un sentido, pero, en otro sentido, no
ha comenzado, como el jarrón que se ha roto, pero por otra parte es-
tá intacto.
IV
¿Por qué no caen lluvias de diamantes?

El escéptico dice que duda de la existencia de Dios porque tiene


muy claro que el principio de razón suficiente, que es el pilar de to-
da demostración de la existencia de Dios, o bien es falso o bien no
es demostrable ni evidente, sino que es subjetivo y limitado a los fe-
nómenos de la experiencia ordinaria.
El principio de razón suficiente dice que todo ser tiene una razón
de ser. En la vida ordinaria no hay nada más evidente que este prin-
cipio. Si por la mañana alguien observa una mancha de tinta china
roja en su camisa, inmediatamente pone el grito en el cielo:
—¿Quién ha sido el que ha manchado mi camisa? ¡No me diréis
que ha aparecido porque sí, sin ninguna razón!
Si alguien se atreve a sugerir que el principio de razón suficien-
te es dudoso, o subjetivo, o que puede fallar, se hace inmediatamen-
te sospechoso de haber manchado la camisa.
De todas formas, los escépticos, desde Hume, se han vuelto muy
exigentes en este punto. No les basta la evidencia ordinaria. Necesi-
tan una demostración para la objetividad y la universalidad de este
principio, y no la encuentran.
Vamos a demostrar este principio partiendo del análisis de la po-
sibilidad. Después daremos una demostración más compleja y defi-
nitiva.
Imagine el lector que en la última página de este libro estuviera
incrustado un caramelo de menta (si no lo está es porque las ganan-
cias de esta edición no me han permitido hacer tamaños obsequios a
mis lectores). Suponga entonces que yo le informe de que existe tal
26 Pero, ¿quién creó a Dios?

caramelo y que le pida que, antes de acceder a la última página para


devorarlo, piense en la colección de todos los caramelos posibles.
Ciertamente uno de esos caramelos posibles es exactamente igual al
caramelo de menta que habría en el libro. En nada se diferenciaría de
él salvo en que el caramelo de menta posible no existiría y en cam-
bio el incrustado en el libro sí. El caramelo de menta posible podría
ser definido con las mismas palabras que el caramelo de menta real:
son idénticos. Pero, incluso siendo idénticos, todo el mundo prefiere
que le den para lamer un caramelo bien real, que un caramelo posi-
ble situado en no sé qué mundo de fantasía. Hay pues aquí una clara
contradicción: por una parte decimos que los dos caramelos son
idénticos, y por otra decimos que no lo son, ya que preferimos uno
al otro. Algo falla en las definiciones ya que utilizamos las mismas
palabras para definir por una parte a un ser real y por otra a un ser
posible, pero inexistente. Las definiciones están mal porque no lle-
gan a lo más profundo de los seres, donde se encuentran sus últimas
relaciones con los otros seres. Si las definiciones fueran tan comple-
tas y complejas que llegaran hasta el final, entonces se vería con to-
da claridad la contradicción a la que me refiero, y la única salida ló-
gica a este dilema es la que admite que el caramelo real tiene una
relación con alguien o con algo, que el caramelo posible no tiene. Se
trata de la relación de causalidad. Un caramelo ha sido confecciona-
do por alguien y el otro no. Uno tiene una razón de ser (ha sido con-
feccionado), el otro no la tiene.
Las consideraciones anteriores nos llevan a la siguiente conclu-
sión: los caramelos posibles, para llegar a ser reales, deben ser do-
tados de una razón de ser (deben ser confeccionados), de lo contra-
rio deberíamos tolerar que fuéramos recompensados (del esfuerzo de
leer todo esto) con caramelos posibles en lugar de con caramelos rea-
les, ya que nuestra filosofía no hallaría ninguna diferencia entre unos
y otros.
Por si alguien se ha saltado la explicación anterior por encon-
trarla demasiado acaramelada, permítame que le someta a la prueba
de fuego de la filosofía: las aporías de Zenón de Elea, que muchos
matemáticos han creído erróneamente solucionar a base del cálculo
infinitesimal o a base de la congelación del movimiento, al estilo de
Karl Weierstrass o de Bertrand Russell. La base de estas aporías con-
siste en considerar que en una línea existen infinitos puntos y que,
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 27

por consiguiente, todo aquel móvil que recorra un segmento de línea,


pasa por los infinitos puntos que allí hay. Si ello fuera cierto, el mo-
vimiento sería imposible, como sostenía Zenón, porque implicaría
contar el infinito, lo cual es un proceso inacabable, sin fin, imposible
de llevar a cabo. Por eso, la única solución a las aporías de Zenón
consiste en admitir que en un segmento de línea no existen infinitos
puntos. En realidad no existe ningún punto allí, a no ser que se mar-
que o que se determine por medio de una mirada, una detención del
movimiento, o un pensamiento. Los puntos posibles de un segmento
son infinitos, sí, pero no son reales. Para pasar a ser reales deben ad-
quirir una determinación, una razón de ser.
Los seres posibles, sin una razón de ser, no existen en ninguna
parte, ni siquiera en una mente. Todo ser real tiene una razón de ser,
razón que no tienen los puramente posibles. Hay, además, toda una
trama de relaciones entre los seres reales, que coincide con la trama
de causalidades. Los seres posibles son ajenos a esa trama.
El principio de razón suficiente no es ni subjetivo ni limitado a
los seres de la experiencia. Ya hemos mostrado que es evidente. Aho-
ra vamos a demostrarlo. La demostración que propongo aquí se ba-
sa en la imposibilidad de la existencia de infinitas cosas. No nos que-
da más remedio que hablar un poquito del infinito antes de empezar
el trabajo.

El infinito

Muchos autores se han ido acostumbrando a tratar el infinito con


poca prudencia, y no hay nada más traidor que este concepto.
Infinito significa no finito, no acabado, algo que no se acaba ni
puede acabar nunca. Sospechemos pues, cuando alguien pretenda
hacernos creer que alguna colección de cosas acabada y real es infi-
nita. El infinito es un proceso sin final, algo inacabado. No hay, pues,
nada físico acabado que pueda ser infinito. Si fuera infinito estaría en
un curso inacabable de formación.
Por si alguien alberga todavía la sospecha de que podría haber en
alguna parte una colección infinita de objetos físicos, voy a dar una
sencilla demostración de la imposibilidad del infinito actual (como
así se llama al infinito terminado) en el mundo real.
28 Pero, ¿quién creó a Dios?

Supongamos (suposición absurda) que pueda existir una colec-


ción de infinitas personas todas con sombrero colocadas en hilera,
una detrás de otra. Delante de toda la formación hallamos la prime-
ra persona, pero somos incapaces de ver la última de la cola, porque,
precisamente no hay tal última. De repente el organizador del grupo
grita a todo pulmón:
—¡Qué cada persona dé su sombrero a la que tiene delante!
Con gran orden y educación, todas las personas obedecen este
mandato y el resultado es que toda persona recibe un sombrero de la
que tiene detrás y cede el suyo a la que tiene delante. El problema es-
tá en que la persona que está delante del todo ha recibido un som-
brero de la de atrás, pero ella no puede dar su sombrero a nadie por-
que no tiene a nadie delante. En consecuencia, esta persona tiene un
sombrero de más. El organizador pregunta si alguien se ha quedado
sin sombrero, pero, evidentemente, nadie está sin sombrero porque
toda persona tiene otra detrás que le ha dado un sombrero. ¡Y sin em-
bargo ahora sobra un sombrero que antes no sobraba!
Al repetir la misma operación por segunda vez, vuelve a pasar lo
mismo, y ahora la primera persona de la fila se encuentra con dos
sombreros de más en su mano, además del que lleva puesto. En ca-
da operación aparece un nuevo sombrero sin que nadie se queje de
falta de sombrero.
Ciertamente éste sería el deseo de todo negociante: extraer som-
breros de la nada, para luego venderlos; y es también, sin duda, el ofi-
cio de los prestidigitadores. Claro está que, como en toda prestidigi-
tación, hay un truco: algo que es engañoso, que es falso y que pasa
desapercibido por el público. Aquí el truco está a la vista; consiste en
admitir la existencia de una colección infinita y acabada. Desde el mo-
mento en que admitimos esto, pueden aparecer sombreros, ranas y has-
ta dinosaurios en cantidades indefinidas, sin gasto alguno, de la nada.
No existen colecciones infinitas en el mundo real. De hecho, ni
siquiera en matemáticas existen tales colecciones acabadas y reali-
zadas, pero ésa es una cuestión más delicada que merece toda una
lección de filosofía del infinito en la que no vamos a entrar porque
no nos es necesario para nuestro objetivo.
Hay que advertir, sin embargo, que la imposibilidad de existen-
cia del infinito actual no se prueba por la imposibilidad de aparición
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 29

de objetos a partir de la nada, sino por que va en contra del principio


de contradicción. En efecto, si existiera el infinito actual en la reali-
dad, se tendría que admitir que dos cantidades (cardinales) (el de per-
sonas y el de sombreros en el ejemplo expuesto) son a la vez iguales
y distintas. Para entender esto sólo hay que fijarse en que primero ca-
da persona lleva un sombrero y no sobra ninguno y luego las mismas
personas llevan todas sombrero, pero sobran sombreros, y en cambio
los sombreros son los mismos. Sólo el infinito potencial (correspon-
diente al mundo de lo posible, no de lo real) admite tales extrava-
gancias precisamente porque no es algo terminado sino algo en pro-
ceso interminable.

Demostración del principio de razón suficiente

Ahora ya estamos en condiciones de entrar en la demostración


que nos interesa.
Empezaremos con una pregunta infantil: ¿cuantos granos de are-
na existen en el mundo real? Como no lo sabemos, podemos decir
que hay «n», siendo «n» un número bastante grande, aunque no in-
finito. La cuestión es: ¿por qué n y no n+1, o bien n–1, o bien cual-
quier otro número?
El filósofo escéptico dirá que el número n de granos de arena que
hay en el mundo no tiene ninguna explicación, ninguna razón de ser.
Es más, según el escéptico que cree que el principio de razón sufi-
ciente no es necesario, podría darse en cualquier momento un au-
mento injustificado en el número de granos: podría aparecer uno,
diez, mil, millones de nuevos granos de arena.
A mí me parece, por el contrario, que, para que aparezca un solo
grano de arena ha de haber una causa que lo explique, y para de-
mostrarlo, veamos lo que podría suceder en la suposición absurda de
que no hicieran falta razones (o causas) para la aparición de nuevos
granos de arena. Si no hiciera falta ninguna causa para la aparición
de un grano, entonces podrían aparecer de repente no uno, ni cien, ni
mil, sino infinitos granos de arena. En efecto: ningún grano de arena
posible requeriría una causa para pasar a ser real, según el escéptico,
y por tanto, siendo infinitos los granos de arena en el mundo de lo
posible (ya que en este mundo no existe la limitación del mundo real,
30 Pero, ¿quién creó a Dios?

porque no es un mundo acabado, sino indefinido), sería posible que


todos ellos hicieran juntos su aparición en el mundo real; en tal caso
tendríamos en dicho mundo real una colección infinita de granos de
arena, lo cual, como hemos visto, es imposible.
El error del escéptico es el de creer que no hace falta una causa
para la aparición de cualquier ser; es decir, el error consiste en des-
confiar del principio de razón suficiente. Con eso, este principio que-
da bien establecido.
Para los filósofos sensatos, en el mundo hay n granos de arena
porque hay n causas (o razones) determinantes de cada uno de ellos,
y no podría haber n+1, ni ningún otro número de granos si no hubie-
ra las correspondientes causas que lo explicaran. El mundo no es in-
comprensible si se admite el principio de razón suficiente. El filóso-
fo escéptico cree que vive en un mundo de cuento de hadas, en el que
nunca puede estar seguro de que no aparecerá ante sus narices un
nuevo grano de arena, o un elefante volador. En este mundo de cuen-
to, ciertamente es imposible demostrar la existencia de Dios, pero,
por suerte, éste no es nuestro mundo real, como hemos visto.
Hay que advertir que esta demostración es tan válida para los ob-
jetos de la experiencia como para cualquier otro ser. Es una demos-
tración universal que permite afirmar la objetividad y certeza abso-
luta del principio de razón suficiente.
Los hallazgos de la física cuántica no contradicen este principio,
como algunos autores mal informados han sostenido. Basta indicar,
por ejemplo, que si los átomos radiactivos se desintegraran según un
azar absoluto (sin ninguna razón suficiente) nunca podríamos en-
contrar diferencias en los períodos de semidesintegración de los dis-
tintos elementos.
Para evitar otros errores de interpretación de la física cuántica
hay que indicar que no es lo mismo indeterminación que imprevisi-
bilidad. Si se tiene en cuenta esta distinción, no hay nada (tampoco
el principio de incertidumbre) que se oponga al principio de razón
suficiente.
Veamos un poco de cerca esta cuestión. Un suceso puede ser de-
terminado (causado) pero, al mismo tiempo, imprevisible. Por ejem-
plo, la decisión de hacer justamente lo contrario de lo que prevean
que se va a hacer, originará un suceso perfectamente determinado,
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 31

pero absolutamente imprevisible. El no tener en cuenta esta sutili-


dad filosófica ha llevado a insignes hombres de ciencia al error en
materia de causalidad. Toda la física cuántica, auténtica gloria de la
ciencia, es perfectamente compatible con el principio de razón sufi-
ciente y con su corolario, el principio de causalidad.
Otra equivocación que se va cometiendo desde los tiempos de
Hume consiste en confundir la causalidad reproductiva con la causa-
lidad creadora. Este infortunio filosófico equivale a dar por explica-
do el origen del Quijote por medio de una serie infinita de reproduc-
ciones en fotocopia del mismo. Cervantes no pinta nada en todo esto,
ni hace la más mínima falta. Cada ejemplar del Quijote tiene su cau-
sa en la fotocopia de un ejemplar anterior y así ad infinitum...
Un universo infinito de gallinas de pluma negra puede explicar-
se «a lo Hume» por medio de la infinita reproducción de esos bípe-
dos, suponiendo que no muten... Pero algo nos remuerde la concien-
cia cuando transigimos con una idea tan «brillante» como ésa. ¿Por
qué el universo es de gallinas de pluma negra y no más bien de toci-
nos de pata negra o de coles con gusto de queso?
Un último desaguisado muy frecuente consiste en preguntar: ¿y
a Dios quién lo creó? Si es verdad que todo ser necesita una causa,
¿cuál es la causa de Dios? Pero es que no es verdad que todo ser ne-
cesite una causa. No es eso lo que dice el principio de causalidad. To-
do ser que comienza a existir sí que necesita de una causa. Todo ser
requiere, eso sí, una razón suficiente de su existencia. Si no tiene en
sí mismo esta razón, debe tenerla en otro, y entonces esta razón es
una causa. Dios tiene en sí mismo la razón de su existencia y por tan-
to no requiere de otro que la explique; no requiere causa, es decir, ra-
zón exterior.
V
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco?

Todos los ateos —si realmente existen— son estratónicos. Este


calificativo hace referencia a un tal Estratón de Lámpsaco, que fue el
tercer director de la Academia del Liceo tras Aristóteles y Teofrasto.
Pedro Bayle, David Hume y ahora Antony Flew han sacado de
nuevo a la luz las viejas doctrinas de este peripatético autor del siglo
III a.C.
Estratón consideraba que la naturaleza se explica totalmente por
sus propias leyes naturales. Siendo así, Dios no es necesario, y, si
mucho se apuran las cosas, se puede considerar que Dios es la mis-
ma naturaleza, lo cual se conoce como panteísmo o ateísmo según se
prefiera.
Esta concepción de Estratón es moderna. Mucha gente piensa así
en nuestros días, sin saber que han pasado dos mil trescientos años
desde que se coció este desaguisado, y que, en este tiempo se han lle-
gado a conocer ciertas cosas que descalifican estas ideas. Resulta ex-
tremadamente paradójico que fuera David Hume quien resucitara la
memoria y la doctrina de Estratón, porque nunca nadie dio un argu-
mento tan claro contra el estratonismo como el mismo Hume. Vamos
a seguirlo ahora para llegar hasta el final en estas consideraciones.
El niño de diez años es particularmente atormentador con los
mayores y, cuando descubre a un estratónico, es implacable. El es-
tratónico pretende que en el mundo se encuentran las respuestas a to-
do lo que sucede en él, y empieza a contestar con optimismo las pre-
guntas que el inocente niño formula:
—¿Por qué se cae al suelo esta caja cuando la suelto?
34 Pero, ¿quién creó a Dios?

—Porque pesa, hijo mío.


—¿Y por qué pesan las cajas?
—Porque están hechas de trocitos pesados.
—¿Y por qué pesan esos trocitos?
—Porque están sujetos a la ley general de la gravitación de New-
ton, revisada por Einstein en el siglo XX.
—¿Y por qué están sujetos a la ley de Newton revisada por Eins-
tein?
—Porque la materia distorsiona el espacio-tiempo, con lo cual
éste se curva y de este modo... ¿vas entendiendo?
—Sí, pero, ¿por qué la materia distorsiona el espacio-tiempo?
—Porque hay una ecuación matricial que relaciona la masa con
la curvatura.
—¿Y por qué hay esta ecuación matricial?
Depende de la paciencia o del grado de conocimientos (o de ima-
ginación) del estratónico, que este cruel interrogatorio dure más o
menos tiempo. El final es siempre el mismo. La última respuesta es
invariablemente:
—Porque sí. Y ahora vete a jugar con tus hermanitos.
Al estratónico le sale humo por la cabeza y ha cogido cierto mal
humor porque no esperaba tanta perseverancia.
Mientras se recobra del examen, el estratónico va pensando para
sus adentros que debe existir alguna última expresión matemática
que pone fin a la explicación; una expresión tal vez muy compleja,
pero que puede ser reducida paso a paso a evidencias lógicas ele-
mentales. No se puede negar que tenga que existir una última expli-
cación para toda ley. No seríamos seres racionales si prescindiéra-
mos de esa exigencia. Ahora es cuando interviene el pensamiento de
Hume.
Hay un principio de la filosofía de David Hume que dice lo si-
guiente: «Todos nuestros razonamientos relativos a asuntos de hecho
no se derivan sino de la costumbre» 1. Digámoslo de otra manera: las

1. HUME, D., Tratado de la naturaleza humana, Félix Duque (Ed.), Editora na-
cional, Madrid, 1977, p. 183.
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 35

leyes de la naturaleza no son deducibles a partir de verdades eviden-


tes lógico-matemáticas, sino que deben hallarse por medio de la ob-
servación y de la experiencia.
Parece un poco innecesario tratar de esclarecer este principio, ya
que está generalmente admitido por los escépticos. Sin embargo, cu-
riosamente habrá que esforzarse para conseguir su aceptación por
parte de algunos creyentes anti-humeanos, y de algunos físicos de-
masiado enfrascados en sus ecuaciones.
El enfoque más sencillo de esta cuestión es cibernético: se trata
de ver que todas las cosas del mundo se nos presentan como cajas ne-
gras (en su sentido cibernético), es decir, cajas cuyo contenido des-
conocemos y de las que sólo podemos averiguar sus leyes de com-
portamiento a base de observar sus respuestas (o salidas) frente a las
acciones que nosotros hacemos sobre ellas (entradas). Sólo sabría-
mos de antemano cómo funcionan si nosotros hubiéramos construi-
do estas cajas y hubiéramos puesto las leyes. Vamos a considerar, por
ejemplo, cajas de música. Un buen lógico matemático puede decir lo
siguiente acerca de una caja de música: «O bien suena o bien no sue-
na». «Si suena es del tipo de las cajas que suenan», y otras cosas por
el estilo, algunas malévolamente complicadas.
Ahora bien, no es de la competencia del lógico-matemático con-
testar las preguntas siguientes:
—¿Qué hay dentro de esa caja? ¿Cómo funciona? ¿A qué botón
hay que dar para ponerla en marcha?
Estas preguntas son «cuestiones de hecho», que sólo puede con-
testar uno que observe y experimente con la caja.
La persona que observa y experimenta no está utilizando la lógi-
ca pura, sino que precisa además, la vista, el oído, el tacto y la me-
moria. Esta persona abre la caja y con la vista ve unas cuerdas. Ya ha
visto cuerdas similares en otras ocasiones y recuerda que estas cuer-
das suenan cuando son percutidas. Es inútil buscar en la lógica y en
la matemática algún principio que explique por qué suenan las cuer-
das cuando son percutidas. Éstas son «cuestiones de hecho» que de-
ben ser observadas.
El físico se encarga de esta observación y, al hacerlo, cada vez va
encontrando explicaciones «de hecho» más elementales, como por
36 Pero, ¿quién creó a Dios?

ejemplo: «Al percutir se produce una vibración en la cuerda»; «esta


vibración produce una onda de presión en el aire que rodea la cuer-
da», «la onda de presión tiene la misma frecuencia que la vibración
que se da en la cuerda»...
Pero, ¿por qué al percutir se produce una vibración? Esta cues-
tión «de hecho» no es algo que pueda contestar un lógico-matemáti-
co, porque es bien sabido que hay cuerpos elásticos y cuerpos ine-
lásticos. Los inelásticos no vibran cuando son percutidos. Eso
significa que la vibración no es una necesidad lógico-matemática de
los cuerpos a los que se percute. De nuevo debe ser el físico quien
investigue, y la investigación, cuanto más simple es el «hecho» que
hay que investigar, tanto más compleja es.
Si seguimos con el ejemplo, ahora la cuestión es: ¿por qué son
elásticos algunos cuerpos? El lógico-matemático lo ignora todo so-
bre la elasticidad y sus leyes: cuando le informen de ellas, calculará
exactamente los valores futuros de la elongación de las cuerdas, pe-
ro no antes. Ha de ser un físico quien se preocupe por indagar en el
mundo de los átomos, para ver cómo van las cosas por allí, de forma
que se pueda entender la cuestión de la elasticidad.
¿Qué es lo que hace que los átomos se acerquen o se separen?
Eso sólo puede saberse si conseguimos averiguar de qué están he-
chos y cómo funcionan, y esta constitución y este funcionamiento
nuevamente son ignorados por el lógico-matemático. Debe analizar-
los el físico. Cabe preguntarse: ¿habrá al final de este largo proceso
iterativo, algún «hecho» que sea una consecuencia de un principio
lógico-matemático?
Los principios lógico-matemáticos se aplican a números, a for-
mas geométricas y a proposiciones; por consiguiente, sólo si la últi-
ma constitución del ser que analizamos fuera un número, una forma
pura o una proposición, podría operar sobre ella la lógica y la mate-
mática, y desde allí deducir todo el resto y explicar por una razón ló-
gica el funcionamiento del mundo.
Pero los números, las formas y las proposiciones son entidades
mentales; son puras relaciones entre conceptos. El número no es la
realidad, como creían los pitagóricos, sino que es una comparación
entre realidades, como se ha podido comprobar elegantemente en la
moderna matemática. Las formas de la geometría son conceptos abs-
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 37

tractos de difícil definición. Las proposiciones son comparaciones


entre juicios. No se pueden ni ver ni tocar.
El físico, el químico, el biólogo, son los únicos encargados de
contestar las «cuestiones de hecho», pero su respuesta remite siem-
pre, indefectiblemente, a otras cuestiones ulteriores. El ser a sus dis-
tintos niveles se manifiesta ante sus investigadores como algo des-
conocido, con unas leyes propias que sólo se averiguan por medio de
la observación (la costumbre).
A los muy obsesionados por la matematización de la física, les
he de recordar que su ilusión sólo podía acariciarse antes del descu-
brimiento de las geometrías no euclidianas. Ahora nadie puede pre-
tender demostrar racionalmente la necesidad de ningún principio fí-
sico partiendo de la geometría, porque antes que nada debe explicar
por qué escoge un tipo de geometría y no otra. Hace años que se de-
mostró que todas las geometrías (euclidiana, riemaniana, de Bolyai,
de Lobachevsky) son igualmente válidas (son sistemas axiomáticos
congruentes), pero en el mundo real rige cierta geometría y no otra.
No hay nada en la lógica ni en la matemática que dicte la geometría
que hay que adoptar.

* * *
Al llegar a este punto, las esperanzas de los estratónicos se des-
vanecen y precisamente por ello es posible fundamentar una impo-
nente prueba de la existencia de Dios. Veámosla.
Ya vimos en el capítulo anterior que no se puede dudar del prin-
cipio de razón suficiente: «Todo tiene una razón de ser». También
hemos visto ahora que las últimas «cuestiones de hecho» (las leyes
de la naturaleza) no tienen una razón de ser lógica o matemática.
Ahora bien, no hay más que dos maneras de explicar las cosas: o bien
porque hay una necesidad de orden lógico-matemático, o bien por-
que hay una voluntad que ha determinado que existan esas cosas y
que sean tal como son.
Si alguien está pensando en «otras razones» de orden físico, quí-
mico o biológico, desengáñese de su recalcitrante estratonismo: la fí-
sica, la química y la biología no se fundamenta en razones, sino en
observaciones, tal como hemos visto detenidamente en los párrafos
anteriores.
38 Pero, ¿quién creó a Dios?

Así pues, si ha de haber una razón o explicación última de las le-


yes naturales y esa razón no puede ser lógica (basada en axiomas),
por fuerza ha de ser psicológica (basada en una voluntad).
Ya que ningún principio de la lógica ni de la matemática puede
explicar las leyes fundamentales de la naturaleza, estas leyes han de
ser la expresión de una voluntad. Ha de existir, pues, una voluntad
que determine la existencia de las partículas elementales y de las le-
yes fundamentales de la naturaleza. Esta voluntad es un ser, que, con
su querer, crea y mantiene en la existencia a todo el universo: insu-
fla «fuego en las ecuaciones» que rigen el funcionamiento del mun-
do, guarda el secreto del por qué de todo este funcionamiento y de
esta existencia. Este ser con voluntad es Dios. Su esencia es preci-
samente una voluntad muy especial, un amor creador, y esta esencia
hace de Él un ser necesariamente existente. No puede dejar de exis-
tir aquél cuya voluntad crea y es una voluntad que se quiere a sí mis-
mo.
Todos los seres que hay en el universo, y el universo entero, tie-
nen una característica que nos indica que no pueden ser los sujetos
de esta voluntad explicativa: su temporalidad: tienen un comienzo y
unos cambios. Por eso no pueden ser la voluntad última explicativa
de todo. El universo no es Dios. Dios es otro.
VI
Un tiempo un poco largo

Los filósofos estratónicos a los que me he referido en el capítu-


lo anterior renuncian a toda metafísica y a todo concepto que no sea
representable y exento de misterio. Creen que viven en un universo
conceptual totalmente libre de brumas.
Por eso huyen del tema de los orígenes del mundo como del fue-
go. Es prudente no hablar de aquello que se desconoce, pero se da la
curiosa circunstancia de que el estratonismo está comprometido con
una teoría de los orígenes: la teoría de que no hay tal origen; es de-
cir, la teoría de la infinitud temporal del universo.
Esta teoría es una consecuencia del postulado fundamental de
Estratón, que dice que el mundo es necesario y autosuficiente. Den-
tro del mundo debe haber, según él, una explicación para todo. Esta
explicación se halla en el pasado. El pasado explica el presente. Sien-
do así, nadie puede pretender que haya habido un momento —el co-
mienzo del mundo— sin un pasado por el cual ser explicado; sería
un momento inexplicable por nada del mundo.
Si todo ha de ser explicado desde el mundo, por fuerza el mun-
do no puede tener un comienzo: ha de ser de duración infinita. La
duración infinita es una bruma metafísica que impregna, pues, la fi-
losofía estratónica hasta su misma médula.
El estratónico intenta olvidar por todos los medios esta «tan lar-
ga» duración de su universo. Se procura una cierta amnesia filosófi-
ca en este punto crucial. No quiere oír hablar de orígenes, ni de infi-
nitos. En el fondo sabe que el infinito no es físico, ni siquiera es
representable... en el fondo sabe que el infinito, en el sentido de una
duración incontable, no existe.
40 Pero, ¿quién creó a Dios?

¿No es el estratónico el que pregunta con ironía: ¿y a Dios quién


lo creó? Conoce bien la respuesta: «Nadie. Dios ha existido siem-
pre», pero no admite este «siempre».
Nosotros preguntamos ahora al estratónico: ¿y al mundo quién lo
creó? También conocemos bien su respuesta: «Nadie. El mundo ha
existido siempre». El estratónico, un poco azorado, respira en el fon-
do, porque piensa en un brumoso empate que se disipa con un poco
de amnesia. Pero no hay tal empate, porque el «siempre» del estra-
tónico se refiere a un universo que evoluciona, que cambia, que es
distinto en cada momento, y, por tanto, es una duración infinita: al-
go imposible; algo que no lleva a ninguna parte ya que, para llegar a
algún momento, debe pasar antes un tiempo que nunca acaba, nun-
ca... nunca.
No es creíble que estemos aquí hablando de estas cosas si, para
ello, ha tenido que pasar previamente un tiempo infinito. Estratón es-
taba en un evidente error de gran envergadura cuando admitía que el
mundo que cambia es de duración infinita.
La postura antiestratónica admite que Dios (el Ser que no cam-
bia, que no muta, que no es temporal) ha existido siempre. Su exis-
tencia no «gasta» ni «consume», ni «requiere» tiempo, ya que éste es
la medida del cambio, y Dios no cambia; Dios es y existe siempre
igual a sí mismo: sus actos no requieren el agotamiento del pasado.
Él es el fundamento de la existencia de todo momento; por eso pue-
de decirse, sin caer en ningún absurdo, que Dios ha existido siempre.
Este «siempre» no tiene el significado de una duración infinita, sino
el de un eterno presente, el de la ausencia de cambio.
Estratón estaba en un gran error. Siento tener que decirlo tan cru-
damente. Pero si Estratón estaba equivocado, por la misma razón el
mundo depende en su existencia de un Ser eterno y extramundano,
al que se llama Dios.
Estratón hubiera tenido que saber que un ser —como el univer-
so— que cambia no puede ser eterno, ni necesario, porque cambiar
es transformarse en otro, con lo cual, el anterior deja de existir, y al-
go que puede dejar de existir no puede decirse que exista obligato-
riamente, necesariamente. Por otra parte, los modernos estratonianos
no pueden ignorar la teoría del big bang, según la cual el universo
tiene un comienzo, que es como un relámpago en medio de la noche.
Un tiempo un poco largo 41

No les gusta nada esta idea y sólo la aceptan a regañadientes, sobre


todo porque saben que el primero que la formuló fue un sacerdote ca-
tólico, el abad George Lemaître.
Muchos ateos han creído que podían salvar su querida (y bru-
mosa) eternidad del universo, imaginando un sin fin de big bangs y
de big crunchs (expansiones y contracciones) del mismo. Un uni-
verso oscilante así tendría infinitos años de edad. Lástima que en el
mundo físico no haya infinito de nada. Pueden pasar mil años, un mi-
llón de años. Mil millones ya tarda más, pero infinitos no acaban
nunca... nunca de pasar y por eso no habríamos llegado a ningún
punto del tiempo si hubiéramos tenido que esperar a que pasasen
infinitos años. Bien sabemos que, tal como están las cosas en el mun-
do, no llega nada sin que antes no haya pasado todo el tiempo ante-
rior. No se ilusionen los alumnos pensando que vendrán las vacacio-
nes el jueves que viene, sin que pasen los exámenes del miércoles.
No piense nadie que se librará del martes trece de esta semana, y que
podrá pasar del doce al catorce. Si los tiempos anteriores (contados
en años, en minutos o en segundos) son infinitos, no se podrá llegar
a ningún momento: no podríamos haber llegado al día de hoy. No po-
dríamos estar ahora leyendo estas páginas, ni mucho menos podría-
mos llegar nunca a la hora de tomar el aperitivo.
Algunos filósofos ateos no quieren aceptar de ninguna manera
que pueda existir un Ser eterno que haya existido siempre. Prefieren
pensar que en algún momento no hubo ser alguno, reinando la nada
absoluta —si puede pensarse una cosa así—. Pero la nada es estéril,
no tiene gérmenes de nada, no tiene ni siquiera fluctuaciones sutiles
de alguna cosa, ya que esa cosa ya sería algo. Por eso, la nada está
condenada a seguir igual de vacía para siempre, por toda su eterni-
dad. Si hay la nada, no puede aparecer ser alguno. Se equivocan,
pues, estos ateos. Un Ser eterno es necesario, pero este ser no es el
universo, que es mudable y no puede ser eterno. El Ser eterno y ne-
cesario, ya lo sabemos... es Dios.
VII
La cuerda del reloj

Nuestro mundo es, por lo que hace al movimiento, comparable a


un reloj de cuerda. Si lo observamos durante un rato, vemos que el
reloj parece autónomo: no se ve que dependa de nadie para proseguir
en su incesante tic tac. Pero cuando se observa durante más de una
semana, uno se da cuenta de algo trascendental: el reloj se para, y
una vez en dicho estado, es incapaz de reiniciar la marcha por sí mis-
mo; precisa de alguien que le dé cuerda.
Nuestro universo tiene también una determinada cantidad de
«cuerda», a la que los físicos llaman energía libre. No me refiero a la
energía total del universo, ya que ésta se mantiene constante, sino a
la energía capaz de producir un trabajo útil. Esta energía libre dismi-
nuye inexorablemente con el tiempo y es incluso una medida del pa-
so del tiempo, que puede estimarse por la disminución de la cantidad
del combustible cósmico por antonomasia, el hidrógeno. Esta reali-
dad probada por las ciencias físico-cosmológicas nos lleva a pensar
en una cuestión metafísica ineludible: ¿quién le dio cuerda al reloj
del cosmos?
Los agnósticos no quieren pensar en esta pregunta porque —en
contra de todas las evidencias científicas— están convencidos de que
en el mundo existen objetos que se mueven por sí mismos, como «re-
lojes» que no precisan de nadie que les dé cuerda para moverse. Para
defender esta postura presentan dos ejemplos típicos: el automóvil y
el caballo, y hay que reconocer que son ejemplos bien escogidos, por-
que a primera vista parece que se mueven sin causas externas; parece
que el movimiento nazca en su mismo interior.
44 Pero, ¿quién creó a Dios?

Pero basta una simple inspección para descubrir que ni uno ni


otro son autónomos en su movimiento. Ambos requieren un com-
bustible que les viene de fuera: gasolina para el coche, alimento pa-
ra el caballo.
Es perder el tiempo dedicarse a buscar algún móvil autónomo.
Realmente no existe ningún móvil que se mueva por sí mismo. No
necesitamos ampararnos en la física contemporánea para defender
esta tesis; basta considerar la esencia misma del movimiento. Mo-
verse es pasar de una forma de ser (o de estar) a otra. Ahora bien, ca-
da forma de ser (o de estar) queda definida por un «estatuto» —si se
me permite la comparación legal— que dice cuáles son las propie-
dades del ser en cuestión y por lo tanto, cómo reaccionará ante los
estímulos externos.
Moverse por sí mismo significaría que el «estatuto» que deter-
mina una forma de ser pasaría a determinar otra forma de ser distin-
ta, como si un «estatuto» determinara dos formas de ser al mismo
tiempo. El movimiento por sí mismo equivale, por ejemplo, a que las
propiedades de una línea recta pasen a determinar una línea curva.
Esto es imposible porque es contradictorio. Cuando una regla recta
se curva no ha sido gracias a su estatuto de rectilinidad, sino gracias
a algún forzudo que la ha curvado desde el exterior.
En todas partes observamos esta tendencia de los seres a adoptar
sus formas de equilibrio en las que permanecen a no ser que alguna
fuerza exterior los saque de allí.
Las propiedades de un ser (su «estatuto») en sí mismas no causan
modificación en él, sino que determinan lo que él es y cómo se mo-
dificará si se pone en relación con algo exterior a él. Por ejemplo, las
propiedades de una piedra que sostiene mi mano no determinan por sí
mismas su caída al suelo, porque si lo hicieran habría en el mundo una
gran contradicción ya que la piedra debería caer por sus propiedades
intrínsecas, y en cambio no cae cuando está sostenida. Lo que hace
caer la piedra no son sus propiedades (su estatuto ontológico) por sí
mismas, sino el hecho de entrar en cierta relación con algo exterior a
ella: el campo gravitatorio terrestre. Esta cierta relación con el campo
sólo se hace posible cuando la mano suelta la piedra.
Otra forma más sencilla de ver lo mismo es considerar que una
piedra puede moverse hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arri-
La cuerda del reloj 45

ba o hacia abajo; por tanto su movimiento en un sentido u otro no


puede estar determinado por su estatuto ontológico por sí solo, ya
que de ser así, un mismo estatuto determinaría todos los posibles mo-
vimientos de la roca, y ella por fuerza debería quedarse quieta, al es-
tar solicitada en todas direcciones. No es, pues, el estatuto de la roca
lo que la lleva a moverse, sino el hecho de ponerse en relación con
algo exterior a ella, como por ejemplo la mano de un forzudo.
El movimiento siempre expresa una relación y se verifica gracias
a una relación entre seres; por eso es absurdo hablar de un ser que se
mueve por sí mismo.
Este razonamiento viene a confirmar algo que la intuición mues-
tra claramente y que las ciencias comprueban constantemente, hasta
el punto de que se han dado leyes que son, de una forma o de otra,
expresiones de este principio tan general. Recordemos la ley de la
inercia, según la cual todo cuerpo continúa en su estado de reposo o
de movimiento uniforme, a no ser que intervenga una fuerza exterior.
El movimiento uniforme, a diferencia del movimiento acelerado, de-
be considerarse una permanencia, una forma de no modificar el pro-
pio estado. No se modifica el estado cinético o energético del ser. Se
permanece en el estado energético creado en un momento dado; ello
lleva a modificar la posición, pero no las propiedades del ser, entre
las que se cuenta su energía.
Incluso el movimiento uniforme en el espacio no depende tam-
poco de las propiedades del ser, sino que tiene su causa fuera de él,
en un momento alejado del tiempo.
Perdóneme el lector por alargarme tanto en esta cuestión. De ahí
a demostrar la existencia de Dios falta muy poco porque este princi-
pio de la «no autonomía» del movimiento es el puntal de la demos-
tración por el movimiento, y el que lo admite está perdido —o está
salvado, según se mire— porque a partir de él Dios aparece rápida-
mente. Vamos a verlo.

DIOS COMO CREADOR DE LA ENERGÍA

Hemos visto que los cuerpos no se mueven por sí mismos, sino a


causa de otros. Éstos otros, para mover, han de ponerse en relación
46 Pero, ¿quién creó a Dios?

con el ser movido, y este «ponerse en relación» es un movimiento


que debe ser explicado por otros. A éstos otros les ocurre otro tanto,
con lo cual hemos de recurrir nuevamente a otros, a los cuales les pa-
sa lo mismo, y así indefinidamente. No podemos seguir de esta ma-
nera hasta el infinito, no sólo porque no existe el infinito en la reali-
dad física, como ya vimos, sino por una razón mucho más inmediata.
Ninguno de los seres de esta serie infinita tendría poder para explicar
el movimiento por sí mismo, porque para mover, cada uno de ellos
debería moverse a fin de ponerse en cierta relación con sus vecinos.
Pero si ninguno de los seres de esta serie es capaz de explicar el mo-
vimiento, tampoco el conjunto de todos ellos podrá conseguirlo.
Aclaremos este galimatías con un ejemplo clásico. Un vagón de
tren de carga no se mueve por sí mismo, pero es capaz de transmitir
el movimiento que le da el vagón que tiene a su lado. Ahora supon-
gamos una cadena infinita de vagones de carga empujándose unos a
otros. ¿Piensa alguien que así quedaría explicado el origen del movi-
miento de ese tren? Ninguno de esos vagones se mueve por sí mismo,
¿por qué se va a mover por sí misma una colección infinita de ellos?
¿No es más razonable pensar que un tren necesita una locomotora en
alguna parte? ¿Realmente piensa usted —por muy ateo que pueda
ser— que un tren de infinitos vagones incapaces todos ellos de mo-
verse por sí mismos se moverá alguna vez por sí mismo ya que unos
vagones empujarán a los otros? ¿De verdad piensa usted que un tren
infinitamente largo no necesita locomotora para moverse?
Pues ahora consideremos lo que ocurre en el mundo. Ningún ser
es capaz de moverse por sí mismo, y sin embargo, existe movimien-
to en el mundo. Es, pues, necesario que exista alguna «locomotora»
en alguna parte.
La «locomotora» del mundo no es un ser que se mueve por sí mis-
mo, porque ya vimos que eso es imposible. La «locomotora» del
mundo es un ser que mueve sin requerir ser movido por otro; es de-
cir, un ser que no necesita ponerse en relación con los seres del mun-
do para moverlos por la sencilla razón de que siempre está en relación
con ellos. Es un ser que constantemente establece las condiciones pa-
ra una transmisión de una energía creada por Él en cierto momento.
Este ser no pertenece al mundo, ya que los seres del mundo son
incapaces de mover a otros si no son ellos mismos movidos. Ese ser,
La cuerda del reloj 47

la «locomotora» del mundo, ha sido llamado «primer motor», y es


Dios.
Antes de ver algunas cosas de esta «locomotora», respondamos
a una objeción fundamental que suele hacerse a esta argumentación.
¿No podría darse una cadena de causas cíclica? ¿No podría ser el
mundo como un pez que se muerde la cola?
El agnóstico piensa en la inmensidad del universo. Es tan enor-
me el número de cuerpos que hay que considerar que, después de
todo, con un poco de bruma de por medio es fácil imaginar que el
sistema funcione por sí mismo después de que las causas del movi-
miento hayan recorrido un camino circular muy tortuoso para regre-
sar al punto de partida. Pero, por fortuna, la teoría de sistemas nos
enseña a estudiar las cosas dividiéndolas en bloques. Si dividimos al
universo en dos bloques: A y B, resultará entonces que A es la causa
del movimiento de B, y a su vez, B es la causa del movimiento de A.
Eso lo podemos comparar con lo que sucede al intentar explicar por
qué Agustín le pegó una bofetada a Pedro. Resulta ser que lo hizo
porque Pedro le había pegado a él. Pero Pedro había pegado a Agus-
tín porque éste le había pegado a él.
No sé si a los escépticos esta «explicación» cíclica de las bofeta-
das les parece convincente. A mí me parece que no explica nada en
absoluto, porque nadie sabe al final quién es realmente el responsa-
ble de esta agresividad aparecida en el mundo. Ni Pedro ni Agustín
son los culpables, pero, por otra parte, la culpa es de los dos.
Las cadenas de causas cíclicas, como vemos, no explican la ver-
dad acerca del origen del movimiento: sólo lo envuelven en una bru-
ma que lo hace apto para el gusto de la filosofía escéptica.
Cuando los instrumentos eran de cuerda, la gente se encontraba
a menudo con su reloj parado y podía entender que el comienzo del
movimiento tenía que ver con una voluntad: la voluntad de dar más
o menos cuerda al reloj. Ahora los relojes son de cuarzo y parecen de
duración indefinida, y la gente se olvida de que su reloj tiene una
energía libre limitada y de que la pila que lo alimenta no es eterna ni
mucho menos. De vez en cuando tiene que ir a la tienda a comprar
otra pila y no cae en la cuenta de que la energía de esta pila ha sido
acumulada por una voluntad humana. Una vez creada, la energía se
conserva y se convierte, pero en su origen está una voluntad.
48 Pero, ¿quién creó a Dios?

Hay una cierta energía en el mundo; una cierta cuerda... y eso me


recuerda que en los relojes también hay una cierta cantidad de cuerda:
precisamente la que ha dispuesto la voluntad del relojero o la volun-
tad del propietario del reloj. La energía del mundo se conserva, pero
se degrada, pasa a unas formas que tienden a repartirse homogénea-
mente en el espacio imposibilitando la realización de trabajos útiles.
Las formas útiles de la energía se consumen como la cuerda de los re-
lojes, y existen en cantidades inmensas pero limitadas. Como en los
relojes, su origen hay que ir a buscarlo en una voluntad exterior al sis-
tema. Esa voluntad decidió cuánta energía hacía falta y cómo había
que distribuirla. Esa voluntad se puede llamar como usted quiera, pe-
ro existe y es exterior al mundo, como el relojero es exterior al reloj.
Estábamos hablando del primer motor: aquél que establece una
relación permanente de conocimiento y de voluntad creadora de mo-
vimiento con todos los seres del universo, sin experimentar cambio
alguno en sí mismo. Al no cambiar, no precisa ninguna causa previa
de movimiento. El primer motor mueve sin ser movido, a diferencia
de todos los motores del mundo, que para mover han de ser movidos
desde fuera.
Tras un breve desconcierto ante esta antigua prueba, el agnósti-
co consiente en aceptarla; después de todo no hay nadie que haya po-
dido rebatirla como no sea negando el principio de causalidad, pero,
con todo, se reserva el derecho de hacer una irónica observación:
—¿Así que Dios es una especie de locomotora?
Bien sabemos que nadie ve con buena cara a los que rezan a las
locomotoras. El agnóstico puede admitir la existencia de una cierta
locomotora indescriptible y extracósmica, a la que nadie reza y a la
que nadie que esté en sus cabales dedica más de un minuto de con-
sideración.
Pero el agnóstico no ha entendido lo principal de esta prueba; no
ha comprendido lo que es el movimiento ni lo que significa en reali-
dad la figura de una locomotora.
Ciertamente, Dios es una locomotora extracósmica, del mismo
modo que podríamos decir que el hombre es una locomotora que
mueve los avances científicos, las creaciones musicales, literarias y
pictóricas y la evolución de las tecnologías. Este tipo de locomotora
(la humana) ya no recuerda tanto una máquina de vapor, porque el
La cuerda del reloj 49

movimiento que promueve no es sólo el mecánico, sino un movi-


miento mucho más sutil, que pertenece al orden del espíritu. Aun y
así, en este orden el hombre requiere todavía un impulso exterior;
sobre todo porque la voluntad, que es la esencia de esta locomotora,
requiere motivos externos.
Dios es una voluntad creadora, que tiene en sí mismo todos los
motivos que se requieren para que los seres del mundo inicien el mo-
vimiento físico y espiritual. Dios es inteligente, porque el movi-
miento sigue leyes coordinadas que requieren inteligencia, aunque
esto lo veremos mejor en otras pruebas.
Dios es, pues, una voluntad inteligente, es decir, un Alguien per-
sonal, a quien bien se puede rezar, que quiere decir, hablar y amar.
La prueba de la existencia de Dios a partir del movimiento de los
seres ha sido intencionadamente mal interpretada por algunos positi-
vistas, pero, como acabamos de ver, ni el principio de inercia ni el
principio de conservación de la energía se oponen a ella en absoluto.
Cualquier porción de la energía cósmica requiere ser explicada en su
origen, y no digamos su totalidad, por mucho que se conserve. Ade-
más tenemos el segundo principio de la termodinámica que, sin ser
una demostración, ayuda mucho a aceptar empíricamente lo que di-
ce la prueba por el movimiento. En el universo, según el segundo
principio, va disminuyendo el orden; eso significa que en su origen
había un orden máximo, en el sentido físico: una situación energéti-
ca de altísima improbabilidad. El paso del tiempo ha ido llevando a
situaciones cada vez más probables, más desordenadas. Las leyes del
mundo, las leyes «estratónicas» tienden a desordenarlo cada vez
más. ¿De dónde y a partir de qué ley estratónica o intramundana pu-
do aparecer el orden inicial?
Los descubrimientos contemporáneos no sólo no han invalidado
la vieja prueba sino que la han revitalizado enormemente, hasta el
punto de hacerla casi palpable. Es lo que vamos a ver a continuación.

SIMULACIÓN DEL MOVIMIENTO FÍSICO

El movimiento físico puede ser simulado («imitado») en un mo-


nitor de ordenador. Este tipo de simulaciones permitió en su mo-
mento llegar a la Luna y a los planetas del sistema solar.
50 Pero, ¿quién creó a Dios?

Las cosas del mundo pueden ser representadas por medio de pun-
tos en el espacio de una pantalla. Los puntos se mueven simulando el
movimiento de las cosas, siguiendo unas leyes determinadas en el
programa del ordenador. Cuando dos puntos, a los que se asignan
ciertas características, se encuentran, reaccionan según la dinámica
prevista en las leyes del mismo programa. Un sistema de puntos pue-
de moverse durante cierto tiempo, mientras se disponga de todo el
conjunto de leyes que hacen falta para todas las situaciones. Ante si-
tuaciones imprevistas, los dos puntos que se encuentran no reaccio-
nan en absoluto; la dinámica se detiene y un anuncio insistente y per-
turbador nos avisa: «¡Error en el sistema! ¡Error en el sistema!» Que
suceda esto en el monitor de nuestros ordenadores es algo que tiene
mucho que ver con la demostración de la existencia de Dios.
Estas paradas tan irritantes nos indican que el movimiento de un
punto (que representa un ser del universo) es algo que se explica por
medio de dos tipos de causas a las que podríamos llamar históricas y
actuales. Las causas históricas corresponden a toda una secuencia de
movimientos anteriores de otros puntos, que ha terminado con una
interacción que ha hecho mover a nuestro punto. Las causas actuales
son todo un conjunto de condiciones y leyes que determinan que el
movimiento se produzca y que sea de cierta manera. Estas causas ac-
tuales se subordinan unas a otras como las rutinas y subrutinas de un
programa y dependen todas ellas de la operatividad del programa, de
la energía del ordenador, y, en última instancia, de la inteligencia y
voluntad del programador.
Es inútil intentar explicar el movimiento de los cuerpos partien-
do sólo de las causas históricas. Sin las causas actuales la dinámica
se detendría: los cuerpos no sabrían lo que deben hacer. Observemos
bien ahora la analogía: la pantalla del monitor representa el mundo
de los seres reales en un proceso de evolución histórico. Para que se
dé algún tipo de movimiento en la pantalla es absolutamente im-
prescindible que esté conectada a un ordenador donde se hallan las
leyes del movimiento. En el mundo ocurre lo mismo: los seres rea-
les están en el universo, que viene a ser como una gran pantalla tri-
dimensional. Se hace necesario que el universo esté «conectado» con
su ordenador, con el ser que posea las condiciones y las leyes del mo-
vimiento; un ser exterior al universo y causa primera de su movi-
miento. A ese ser se le llama Dios.
La cuerda del reloj 51

Los agnósticos podrían alegar que el universo no es análogo a


ningún monitor tridimensional dependiente de un ordenador. Según
el escéptico, cada ser del mundo podría tener incorporado un manual
de instrucciones que le indicaría cómo debe comportarse en cada cir-
cunstancia, sin necesidad de tener que depender del programa de un
ordenador central.
El manual de instrucciones en que piensa el escéptico no es otra
cosa que lo que llamamos las leyes del universo. Ya vimos en el ca-
pítulo III que Estratón estaba equivocado y que las leyes del univer-
so no son, en realidad, explicables por el propio ser del universo, si-
no que son la expresión constante de la voluntad de Dios. No voy a
repetir ahora los argumentos dados en dicho capítulo, sino que me li-
mitaré a poner unos ejemplos que nos brinda la ciencia y la tecnolo-
gía actuales, para ilustrar el concepto de causas actuales y su depen-
dencia de una causa externa.
Abrir una puerta con un mando a distancia es bastante fácil; bas-
ta apretar el botón. El que lo hace siente el inmenso placer de pensar
que es un buen abridor de puertas porque lo hace sin ninguna dificul-
tad. Pero ¿realmente es el que aprieta el botón el que abre la puerta?
Sin lugar a dudas el que aprieta el botón está involucrado en la ope-
ración; sin su voluntad y su movimiento no se abriría la puerta. Pero
si el mando a distancia no tuviera pilas la puerta tampoco se abriría.
Si el mando a distancia estuviera estropeado o si el dispositivo que
hay dentro de la cerradura funcionara mal, tampoco se abriría la puer-
ta. Si el mando a distancia correspondiera a otra cerradura, la puerta
seguiría sin abrirse. Como vemos, el hecho de que se abra una puerta
al accionar el mando depende de muchos factores y de muchas leyes.
Una de estas leyes es la ley de la resonancia. Esta ley podría ser una
ley elemental o bien podría depender de otras, pero tarde o temprano
tendremos que llegar a una ley elemental de la naturaleza, una ley fí-
sica que no dependa de otras. Esta ley no se fundamenta en nada de
este mundo —si lo hiciera ya no sería una ley elemental— ni se fun-
damenta tampoco en un principio matemático, porque la matemática
da razón únicamente a las relaciones entre números y figuras, pero no
obliga a ningún movimiento. La matemática nos dice en qué punto
encontraremos a un objeto que siga un movimiento circular al cabo de
cierto tiempo, pero no puede obligar a ningún objeto a seguir un mo-
vimiento circular, ni siquiera a moverse de alguna manera.
52 Pero, ¿quién creó a Dios?

Esa ley elemental tiene su fundamento constante en una volun-


tad que permite todo movimiento, hasta el punto de que si ella cesa-
ra, cesaría esa ley y cesaría todo movimiento en el mundo.
La ley está impresa en un campo que no se ve: es un campo men-
tal, un campo que Dios crea y que mantiene en el ser. Este campo ac-
túa de forma similar al programa de un ordenador que contiene las
leyes de movimiento de los «cuerpos» en su monitor. Los «cuerpos»
del monitor son figuras que representan objetos cósmicos. Se acer-
can unos a otros y, cuando se encuentran, el programa decide cómo
tienen que reaccionar.
Prescindamos ahora del mando a distancia y vayamos al ejemplo
que ponen siempre los estratónicos como demostrativo de que los
cuerpos actúan según leyes internas autosuficientes. Ciertamente en-
contramos lo más natural del mundo que nuestra mano haga «fuer-
za» contra un objeto y lo mueva. Pero la cosa es más misteriosa de
lo que parece. Tanto si atendemos a nuestra voluntad y a lo que la ha-
ce posible, como si atendemos al movimiento del músculo que ac-
ciona la mano, nos encontramos con un brumoso encadenamiento de
causas actuales. El músculo se contrae porque unas fibrillas se desli-
zan entre sí. Este deslizamiento se debe a que ciertas moléculas ener-
géticas (llamadas ATP) experimentan un fenómeno de hidrólisis (un
tipo especial de rotura), y esa hidrólisis viene determinada por la ac-
ción de ciertos movimientos electrónicos, y, naturalmente por la in-
teracción de ciertos campos... y esos campos interactúan obedecien-
do cierta ley elemental. Volvemos a lo mismo. Las leyes elementales
no tienen ulterior explicación por las causas mundanas y son la ma-
nifestación universal de Dios en lo más recóndito. Dios hace posible
el movimiento de una forma callada y poco visible; de la misma ma-
nera que un programa de ordenador hace posible la animación de un
juego que parece (y es en cierto modo) llevado por los jugadores. Si
el programa se modificara, habría sorpresas (que en el mundo se lla-
man milagros) en el monitor de ordenador. Si el programa desapare-
ciera, el juego quedaría parado, por más que los jugadores acciona-
ran sus mandos a distancia. En realidad, como veremos en otro
capítulo, la desaparición del programa haría desaparecer las figuras
mismas del monitor.
Si Dios se marchara de vacaciones, el mundo se apagaría como
un televisor al que se desconecta la energía eléctrica. Dios conserva
La cuerda del reloj 53

la energía del mundo, y por eso son válidas las famosas leyes de con-
servación que descubren los físicos en sus laboratorios.
El mundo en que vivimos es un programa en marcha con unas le-
yes que permiten cierta autonomía e incluso libertad, pero su anima-
ción y su existencia dependen de Alguien que está fuera del monitor
cósmico: Alguien que fundamenta constantemente el movimiento y
el ser del mundo. Hace veintiún siglos, esta verdad le fue inspirada
al principal representante de la teología cristiana (Pablo de Tarso), y
la plasmó en una frase célebre que dice: «En Dios vivimos, nos mo-
vemos y existimos».

LAS CAUSAS HISTÓRICAS

Hasta aquí nos hemos referido a las causas actuales del movi-
miento, que es la parte más difícil. Ahora nos toca analizar breve-
mente las causas históricas, que son las únicas que entienden los fi-
lósofos ateos.
Demócrito y Leucipo, principales representantes del ateísmo en la
Antigüedad, sabían bien que en el «estatuto» del ser no puede haber
ninguna ley que le obligue a ponerse en relación con otro, porque si así
fuera, habría una contradicción con lo que se observa en la realidad; en
efecto, un mismo ser puede entrar en relación con el que está a su de-
recha si lo golpeamos desde la izquierda, pero entrará en relación con
el de su izquierda si lo golpeamos desde la derecha. Eso significa que
no hay en su «estatuto» nada que lo obligue a ponerse en relación con
otro. Por consiguiente, toda relación que un ser establezca con otro de-
be tener su causa en otro ser que se ha puesto previamente en relación
con él. Si queremos hallar por tanto la causa del movimiento, hemos
de ir remontando esta cadena de seres que son causas del estableci-
miento de relaciones pasadas (o históricas). Y si el conjunto ha de te-
ner una explicación, si el movimiento ha de ser posible, esta serie de
seres en cadena no puede ser infinita porque en física no hay cabida
para el infinito. Ya demostramos esto en su momento.
La física cuántica viene aquí a reforzar desde el empirismo la
realidad que estamos demostrando, porque gracias a ella se ha llega-
do a la conclusión de que existen algo así como átomos de tiempo.
Siendo así, no se habría podido llegar a ninguna parte partiendo del
54 Pero, ¿quién creó a Dios?

infinito, porque, como cada interacción causal requeriría como míni-


mo un átomo de tiempo, todavía faltaría infinito tiempo para que se
estableciera la relación actual causante del movimiento.
Ahora bien, si la cadena causal histórica es finita, por fuerza ha
de haber un primer elemento cuya relación con el siguiente se ex-
plique a través de una relación especial con un ser exterior a la ca-
dena y que no requiera a ningún otro ser anterior que explique el es-
tablecimiento de una relación entre él y el primer elemento de la
cadena. Eso sólo es posible si este ser está ya siempre estableciendo
relación con este primer elemento de la cadena (y en realidad con
todos, como veremos enseguida), y esta relación debe realizarse sin
información del exterior. La información interior es lo propio de la
inteligencia; por consiguiente sólo una inteligencia y una voluntad
creativas pueden conseguir esto.

EL PRIMER MOTOR ES DIOS

Todos los seres de este mundo van estableciendo relaciones múl-


tiples con los otros seres. No hay cadenas aisladas. Eso significa que
debe existir una perfecta sincronización y armonización entre todas
las relaciones causales del universo, de lo contrario se darían contra-
dicciones lógicas como, por ejemplo, que un mismo ser tuviera que
estar roto y entero al mismo tiempo.
Si hubiera toda una colección de seres exteriores (primeros mo-
tores) causantes de las relaciones causales, debería existir una rela-
ción entre ellos para armonizar los efectos y evitar las contradiccio-
nes; en otras palabras, para hacer posible que el mundo sea un
cosmos como realmente es, es decir, una unidad ordenada y con-
gruente, y no absurda y contradictoria. Pero entonces haría falta otro
ser que explicara esta relación entre los seres exteriores, y estos se-
res no serían independientes, sino dependientes de la información de
este nuevo ser. Es preciso, pues, que ese ser exterior especial sea úni-
co, con información autónoma acerca de la totalidad de los seres y
relacionado actualmente a través de un conocimiento activo con to-
dos los seres a quienes hace posible el movimiento.
El primer motor mueve sin ser movido, es una inteligencia y una
voluntad, y además es único. Al no ser movido por otro, no experi-
La cuerda del reloj 55

menta cambios y es siempre el mismo, y por consiguiente es eterno,


en el sentido de atemporal. Al establecer relación íntima con todos
los seres del universo, es omnipresente, y al ser creador de la diná-
mica, de las leyes y del mismo ser de las cosas, ha de conocer la to-
talidad de la matemática y de la física cósmica y ha de ser omnipo-
tente en todo aquello que no se oponga a la matemática ni a la lógica.
Al tener inteligencia y voluntad, ha de ser una mente. A los seres
mentales los podemos llamar personas, por analogía a las personas
humanas. El primer motor tiene, pues, todos los atributos de Dios.
Dios es mucho más que un primer motor, y además no sabemos
exactamente en qué consiste eso de ser un primer motor, pero no hay
duda de que es un primer motor y de que, para serlo, debe existir.
VIII
Un millón de rebecas

Nos da la impresión de que nuestra existencia depende de lo que


nosotros hacemos. Bien es verdad que si dejáramos de comer, de be-
ber, de respirar o de excretar, sin duda dejaríamos de existir. Pero
nuestra existencia, mal que nos pese, no depende de nosotros; inclu-
so cuando dormimos y no nos damos cuenta de nada, seguimos exis-
tiendo. En realidad, si no fuera porque los científicos hacen esfuer-
zos enormes por comprender el funcionamiento de los órganos y de
los sistemas, ni siquiera sabríamos lo que ocurre cuando hacemos
cualquier actividad vital. Es evidente, pues, que nuestra existencia no
depende, en última instancia, de nosotros.
Después de esta primera «desilusión», pasamos a creer que nues-
tra existencia depende de la existencia de nuestro cuerpo. El cuerpo es
algo que persiste, que se mantiene y parece ser el responsable de nues-
tra existencia. Pero, si lo miramos bien, la existencia de nuestro cuer-
po depende de muchas cosas completamente ajenas a él. Pensemos en
lo que le ocurriría a nuestro cuerpo si desapareciera la presión de la at-
mósfera que nos rodea. La presión interna se vería descompensada y
explotaríamos. Si eso no fuera lo bastante espectacular, la falta de oxí-
geno nos llevaría a la asfixia y a la muerte. Yendo un poco más lejos
en el espacio, si faltara el Sol, nuestro cuerpo se helaría y dejaría de
existir como tal por falta de energía. Nuestro cuerpo no es, pues, la úl-
tima explicación de nuestra existencia. Hay que seguir indagando en
cada uno de los factores que hacen posible esa existencia.
Se nos ocurre que tal vez la presión atmosférica sea algo que no
depende de nada ulterior. Pero no es así: no habría presión sin la exis-
tencia de moléculas moviéndose en estado de gas. Las moléculas son
tan pequeñas que algunos ya no querrían seguir investigando más y
58 Pero, ¿quién creó a Dios?

pretenden que ellas sean la explicación de todo, y que no dependan


de nada para subsistir. Pero, de nuevo, los que piensan así deben «de-
sanimarse» con los avances de la ciencia. En efecto, se ha visto que
las moléculas dependen de los átomos; los átomos dependen de la
existencia de protones, de electrones y de neutrones. Y todos estos
componentes deben su ser a la existencia de los quarks.
Cabe preguntarse si tal vez existe alguna forma de ser que exis-
ta independientemente de cualquier otro: un ser cuyas leyes consti-
tucionales (su «estatuto» podríamos decir) no dependan de ningún
otro.
Ya sabemos que no puede haber nada así en el mundo por la sen-
cilla razón de que las leyes constitucionales son, en esencia, relacio-
nes entre componentes o partes de un sistema, y, por consiguiente,
requieren siempre ulteriores explicaciones para dar cuenta de la exis-
tencia de esas partes o componentes.
Tenemos que avanzar un poco más en nuestra investigación, por-
que estamos buscando una ley (una razón de ser) que no dependa de
ulteriores explicaciones. Esa ley tiene que surgir de un ser sin com-
posición de partes (es decir, inmaterial) y ha de explicar la persisten-
cia en el ser de los seres más elementales. Como se da la circunstan-
cia de que todos los seres elementales del cosmos están en íntima
relación y se complementan y adaptan entre sí, hay que concluir que
el ser del que surgen las leyes de persistencia es un ser único, y esas
leyes no son otra cosa que expresiones de su voluntad generadora de
ser. Efectivamente, sólo la voluntad puede ser autosuficiente; cual-
quier otra ley depende de una ley ulterior. Ahora bien, el ser de quien
surge esa voluntad creadora o mantenedora, es un ser voluntario e in-
teligente ya que no es cosa de tontos ni de azar la concepción de un
cosmos como el nuestro.
Por fuerza, si queremos descansar de nuestra investigación, y por
fuerza hemos de hacerlo, ya que la razón de todo no puede estar en
el infinito ni en la bruma, hemos de admitir que esa voluntad inteli-
gente tiene en sí misma la razón de su propia existencia (y por cier-
to que sólo una voluntad puede tener en sí misma la razón de su exis-
tencia). Y con ello ya hemos llegado a Dios.
Constantemente observamos a nuestro alrededor cómo van desa-
pareciendo las cosas. Nada se mantiene en su ser por mucho tiempo.
Los colores se desvanecen, los hierros se oxidan y se vuelven delez-
Un millón de rebecas 59

nables, los alimentos se pudren. Por consiguiente, en esta cuestión de


la existencia, aunque habría que responder tanto al por qué de la apa-
rición como de la desaparición de un ser, la pregunta por la razón de
ser de la aparición y la permanencia se vuelve más urgente y nece-
saria. ¿Por qué diablos va a seguir vigente el principio de exclusión
de Pauli en los próximos minutos? ¿Sabe el lector que si este princi-
pio dejara de cumplirse, el mundo desaparecería en el caos?
¿Piensa el lector que el principio de exclusión de Pauli depende
de otro principio ulterior? Si es así, este otro principio ¿de cuál de-
pende? ¿De otro ulterior? ¿Y ese otro ulterior de cuál depende?...
Siempre estamos en lo mismo. No podemos llegar al infinito. Hay
que detenerse en un primer principio determinante de las leyes del
ser y por tanto del ser mismo. Este primer principio es imperativo:
adopta la forma: «Sea eso así», y así es. «Sea la luz, y hubo luz»...
Para los más obstinados he de aclarar de nuevo que el primer
principio no puede ser un principio lógico-matemático, porque los
principios lógico-matemáticos jamás son imperativos; siempre son
condicionales. Siempre adoptan la forma: «Si ocurre A, entonces de-
be ocurrir B»; jamás dicen: «Debe ocurrir A».
Dejemos ya las abstracciones y vamos a ver lo mismo desde una
perspectiva más cotidiana.

NIVELES DE RESPUESTA

Supongamos que en una empresa de géneros de punto, un encar-


gado hace un pedido de un millón de rebecas. Dándose el caso de
que la rebeca no está de moda esta temporada, esta compra lleva a la
empresa a la ruina. El jefe de personal llama al encargado y le pre-
gunta:
—¿Por qué ha pedido usted un millón de rebecas?
El encargado responde:
—Recibí órdenes de mi superior.
Entonces el jefe formula la misma pregunta a dicho superior y re-
cibe la misma respuesta. Con cierto enfado el jefe prosigue su inte-
rrogatorio de superior en superior, pero siempre va recibiendo la mis-
ma respuesta y siempre resulta que existe un superior de mayor
rango.
60 Pero, ¿quién creó a Dios?

En medio de este frenesí de interrogatorios, paramos al jefe un


momento y le preguntamos:
—Oiga, buen hombre, ¿dónde quiere usted ir a parar? ¿No tiene
bastante explicación de lo ocurrido después de haber preguntado a
veintitrés personas? ¿Es que usted no se cansa nunca? ¿Por qué no lo
deja ya?
No hace falta mucha imaginación para suponer la respuesta que
recibiremos:
—¡Cállese, insensato! ¡Hasta ahora no tengo ninguna explica-
ción satisfactoria de lo ocurrido y le aseguro que no pararé hasta en-
contrar la respuesta que me convenza!
Es evidente que al jefe de personal no le convencen ni diez, ni
veintitrés, ni mil ni infinitas respuestas como éstas que le dan estos
encargados porque son respuestas que hacen referencia a otras ulte-
riores. Él busca una respuesta satisfactoria; es decir, una respuesta
como la siguiente:
—Yo decidí la compra de este millón de rebecas porque me dio
la gana.
El jefe de personal ha visto hundir a su empresa y sabe que hay
un responsable de ello, no un intermediario que recibe órdenes, sino
una cabeza que da órdenes y que no depende de otro. Nadie engaña-
rá a este jefe enfurecido haciéndole creer lo que desde hace siglos los
ateos y agnósticos intentan inculcar en sus clases de filosofía: «Que
es suficiente con la explicación número veintitrés, o con una expli-
cación que nos remite al infinito, o que es bastante con una ley ge-
neral según la cual las órdenes proceden de una bruma impenetra-
ble».
El jefe de personal no está de cuentos. Es hombre de ideas claras
y sabe que los sucesos reales requieren causas reales, no brumas que
remitan al infinito. En este ejemplo hace falta un responsable del he-
cho y sólo éste puede rendir cuentas del acto. Mientras no se halle es-
te primer causante, hay que seguir preguntando.
Es una lástima que este mismo jefe de personal cuando se pone
a indagar como filósofo acerca del por qué de los hechos y de las ra-
zones de ser de las cosas, se contente con llegar a la respuesta nú-
mero veintitrés, que remite a ulteriores respuestas. Al no ver nada
dramático, al no sentir la urgencia de encontrar un culpable a quien
Un millón de rebecas 61

poder exprimir, el interés se pierde ante la dificultad y enseguida


abandona la búsqueda.
Pero el filósofo serio debe sentir más urgencia por esta búsqueda
que por cualquier otra, porque comprende que al final de ella se en-
cuentra Alguien trascendental; Alguien que no remite a ulteriores ex-
plicaciones porque se explica por sí mismo: Alguien que responde:
—«Yo he decidido que esto exista y que exista según estas leyes
fundamentales, inexplicables por sí mismas».
Este «Yo» es Dios. Su existencia no requiere ulterior explicación
ya que ha existido siempre debido a que siempre lo ha querido así y
su voluntad es ley.
Negarse a admitir la existencia de Dios equivale a adoptar la pos-
tura del que pregunta al jefe de personal:
—¿No tiene bastante explicación de lo ocurrido después de ha-
ber recibido veintitrés respuestas?
Veintitrés respuestas que hacen referencia a otras ulteriores de
igual insuficiencia son suficientes para un filósofo poco exigente, pe-
ro no le sirven de nada a un filósofo serio.
Comentando esta segunda prueba de la existencia de Dios, An-
tony Flew confiesa que el agnóstico debe detenerse «en el nivel de
las leyes más generales de la materia» 1. No se da cuenta de que cual-
quier ley de la materia es descriptiva; dice lo que sucede, no por qué
sucede. Por tanto no hay ninguna ley que pueda ser la explicación
que buscamos. Sólo un legislador puede satisfacer nuestra ansia de
respuesta.
Ninguna ley se explica por sí misma. ¿Cómo podría ser una co-
sa así? Si así fuera la ley debería hacer referencia a sí misma en lu-
gar de a los seres reales, o bien la ley debería ser una consecuencia
de un conjunto de axiomas de la lógica y de la matemática. Pero la
lógica y la matemática no hacen jamás referencia a ser alguno, sino
a proposiciones, y no son ningún fundamento ontológico de nada.
Los lógicos y los matemáticos están cansados de insistir en la idea de
que sus disciplinas son aplicables a todo, pero no son el fundamento
óntico de nada. La lógica dice: «Si A es verdad, entonces también se-

1. Cf. FLEW, A., Dios y la filosofía, El Ateneo, Buenos Aires, 1976, p. 106.
62 Pero, ¿quién creó a Dios?

rá verdad A o B», pero no puede cometer la indiscreción de inmis-


cuirse en cuestiones tales como: «¿Es verdad A?»; es decir, en cues-
tiones de fundamentación ontológica. Por eso —y en ello están, gra-
cias a Dios, de acuerdo los ateos y agnósticos más radicales— la
matemática o la lógica no son ni pueden ser ciencia de fundamenta-
ción de lo real en sus últimas cuestiones.

SIMULACIÓN DE LA REALIDAD

Un conocimiento profundo y exhaustivo de todas las leyes y de


todos los fundamentos del ser de las cosas nos permitiría crear un
programa que pudiera simular exactamente la realidad. Este progra-
ma podría desarrollarse en forma holográfica en un monitor tridi-
mensional y esta representación no se diferenciaría en nada de la rea-
lidad.
Esta representación o simulación pondría en evidencia el hecho
de que la realidad , que no se diferencia en nada de su representación,
no es autosuficiente ni independiente. En efecto, el programador po-
dría detener el programa o cortar el suministro de energía y la «rea-
lidad» desaparecería.
Si pudiéramos conocer la realidad tan profundamente, entonces
veríamos que, tras su insuficiencia, se halla un ser que la mantiene
en su ser desde el exterior, y que este ser sí es autosuficiente, porque
si fuera insuficiente, como el mundo, haría falta una ulterior pene-
tración para llegar a simular el conjunto total formado por el mundo
más este ser, y así sucesivamente. Hace falta un ser que sea su pro-
pia simulación, su propio programador: un ser inteligente cuya si-
mulación voluntaria y libre del mundo es el mundo mismo.

Preguntando por los tres pies del gato

¿Y si alguien descubriera algún día que las grandes constantes


del universo no son constantes sino que varían a lo largo del tiempo?
¿No representaría esto que Dios sería mutable y no podría ser eter-
no?
Son muy pocos los que opinan que las constantes cósmicas tales
como la carga del electrón, la masa del electrón, la masa del neutrón,
Un millón de rebecas 63

la constante de Planck, la velocidad de la luz, la constante de la gra-


vitación, la constante cosmológica (si existe), podrían variar a lo lar-
go del tiempo. Si fuera el caso de que cambiaran, no se alteraría pa-
ra nada esta segunda prueba de la existencia de Dios, ni probaría en
absoluto la mutabilidad de Dios, como tampoco prueba la mutación
del estado de ánimo de un músico el hecho de que su melodía vaya
avanzando; tampoco se prueba que cambie un programa o la inten-
ción de un programador por el hecho de que vayan saliendo conti-
nuamente nuevos datos a la salida.
Ya sería más extraño que alguien descubriera que dichas cons-
tantes participan de la misma necesidad que el número pi o el núme-
ro e, pero ni siquiera así se restaría fuerza al argumento, porque se-
guiría haciendo falta una energía que «insuflara fuego» (usando una
expresión del físico Stephen W. Hawking) en estas constantes, para
que se «encarnaran» en una realidad.
IX
La gran decisión

Ya sabemos que dependemos de los alimentos, de los átomos, de


los electrones, de la fuerza electrodébil, del principio de exclusión de
Pauli y de muchas otras sutilidades.
Este camino de la dependencia nos llevó a la existencia de Dios
en el capítulo anterior. Pero aún tenemos otro tipo de dependencia a
la que podríamos llamar «de origen». Existimos, pero podríamos no
existir. Nuestra existencia depende de que nuestros padres decidieron
tener relaciones. Cualquier objeto y cualquier ser vivo que hallamos,
tiene esa misma dependencia de origen. Existe, pero podría no haber
existido si no fuera por cierto acontecimiento relacional entre otros
seres previos: un choque, una inducción, una repulsión electrónica...
Digámoslo francamente y con humildad: no tenemos en nosotros
mismos la razón de nuestra existencia. Algún otro decidió nuestra
existencia, y si ése otro no hubiera existido, nosotros no estaríamos
aquí. Nos encontramos, pues, ante un enigma: por una parte las co-
sas están todas bien determinadas a la existencia (no hay nada que no
tenga una razón de ser), y en este sentido podemos decir que existen
necesariamente, pero, por otra parte, no hay nada en este mundo que
tenga en sí mismo la necesidad de la existencia, ya que todo tiene un
comienzo temporal, y en este sentido podemos decir que existe con-
tingentemente.
Si todos los seres que existen fueran contingentes, entonces sería
imposible que existiera una razón de ser para todo; siempre tendría-
mos que hallar la razón de ser en algo que no tendría en sí mismo la
razón de ser, y así deberíamos remontarnos hasta el infinito. Ya que
es imposible llegar al infinito, hemos de aceptar y creer que con to-
66 Pero, ¿quién creó a Dios?

da seguridad existe un ser que tiene en sí mismo la razón de su pro-


pia existencia, determinando con su gran decisión de crear, la razón
de ser de todos los demás.
Hay, por lo tanto, un ser necesario que no es nada de lo que ha-
llamos en este mundo creado y sensible; un ser que da necesidad
existencial a todo lo creado. Ese ser necesario es Dios.
Efectivamente, el Ser necesario es Dios ya que no ha sido crea-
do, no cambia, no es de este mundo sensible, es eterno (ya que no
cambia) y, como veremos enseguida, es un ser con voluntad y per-
sonalidad.
Si alguien se está preguntando por qué el Ser necesario no pue-
de cambiar, piense que si existe una razón de su ser tal como es, esa
misma razón no le puede permitir ser de una manera diferente, por-
que entraría en contradicción lógica.
La cuestión de la voluntad ya la hemos tratado anteriormente, pe-
ro no estará de más recordarla ahora. La necesidad absoluta sólo pue-
de hallarse en dos tipos de realidad: la realidad lógico-matemática o
la voluntad. Pero la necesidad lógico-matemática sólo se aplica a los
números, a las figuras o a las proposiciones, que sólo existen dentro
de una mente; no puede aplicarse a los objetos no mentales. La ne-
cesidad absoluta es, por fuerza, una voluntad que puede decidir su
existencia y la de todos los seres. El Ser necesario es, pues, una vo-
luntad que conoce y que crea: es Dios.
Entre una infinidad de mundos posibles, Dios escoge una posi-
bilidad por una razón. Esa razón es ya un conocimiento. Por eso di-
go que la voluntad de Dios conoce y tiene las prerrogativas de la per-
sonalidad.
Como ocurre con todas las pruebas tomistas de la existencia de
Dios, no hay escapatoria posible. Hay que aceptarlas, pero muchos
no están dispuestos a ello y por eso hacen esfuerzos sobrehumanos
para eludirlas. Veamos a continuación cómo lo han intentado.

LOS SIGNOS DE LA CONTINGENCIA

Al revisar la bibliografía sobre esta prueba, resulta muy sorpren-


dente que los escépticos se hayan empeñado en desacreditarla par-
La gran decisión 67

tiendo de supuestos contradictorios. En efecto, para unos el mundo


es necesario (éste es el supuesto estratónico), pero para otros no pue-
de existir ningún ser necesario porque en él se reflejaría la contin-
gencia de los seres contingentes dependientes de él.
Vamos a analizar primero el supuesto estratónico. Para ello nada
más sencillo que revisar los signos de la contingencia de los seres.
Hay varios indicios o señales de que un ser es contingente. Si obser-
vamos estos indicios en el mundo deberemos concluir que es contin-
gente.
El primer signo, ya lo hemos visto: se trata del cambio. Lo que
cambia es contingente, y el mundo está cambiando constantemente
en tamaño, en energía libre, en entropía, en forma, organización y en
capacidad mental (como mínimo la capacidad mental ha variado en
el planeta Tierra). El mundo no se mantiene igual a sí mismo y por
tanto no tiene su razón de ser en sí mismo. Sería contradictorio que
la razón de ser fuera la razón de pasar a un ser distinto de aquél de
quien es la razón de ser.
Otro signo de contingencia es la limitación. Limitado significa
susceptible de aumentar de algún modo o variar. Si un ser puede au-
mentar es que no tiene en sí la razón de ser tal como es, pues si la tu-
viera, esta razón impediría que fuera de otra manera, es decir impe-
diría todo aumento. Por tanto todo signo de limitación es un signo de
contingencia.
La ubicación en cierto lugar es otra señal de contingencia, pues
si el ser tuviera en sí la razón plena de su ser tal como es y como es-
tá, no variaría sus posiciones relativas a los otros seres, pero sabemos
que algunas cosas se mueven en el espacio, lo cual hace que, desde
un punto de vista relativo, cualquier ser situado en el espacio está
cambiando su posición relativa respecto a estas cosas. La ubicación
en el espacio implica dependencia y por tanto contingencia. Los «es-
tatutos del ser» no pueden determinar su ubicación, ya que dicha ubi-
cación cambia o puede cambiar, por consiguiente dicha ubicación es
dependiente de algo exterior. El ser necesario no puede ocupar un lu-
gar; su relación respecto a los seres contingentes ha de ser de ubi-
cuidad, de omnipresencia.
La composición o estructuración en partes es otro signo de con-
tingencia. Las partes pueden separarse, desapareciendo la estructura
68 Pero, ¿quién creó a Dios?

y el ser. Ninguna parte puede explicar la estructura; el conjunto de


partes tampoco puede, pues es concebible que las partes estén sepa-
radas, de lo contrario no podríamos hablar propiamente de partes, si-
no de un todo con aspectos diferenciables inseparables. La separabi-
lidad en partes muestra que las partes no tienen ninguna necesidad
intrínseca de estar juntas formando un ser complejo determinado: el
hecho de que así sea no depende pues de las partes que constituyen
el todo, sino de algo exterior: esta dependencia es, precisamente, la
contingencia.
Ahora que conocemos los signos de la contingencia estamos en
disposición de averiguar si las cosas del universo, y el universo mis-
mo, son contingentes o necesarias. Inmediatamente podemos identi-
ficar en todas las cosas que vemos en el universo alguno de esos sig-
nos de la contingencia: el cambio, la limitación, la ubicación en el
espacio o la constitución de partes. El universo mismo cambia, es li-
mitado y consta de partes. Podemos, pues, asegurar que el universo
y todo lo que existe en él es contingente y no necesario. El supuesto
estratónico es absolutamente falso.
Para quedar plenamente convencidos de la contingencia de todo
lo que existe en el universo, hemos de eliminar una última posibili-
dad: ¿y si las partículas subatómicas fueran necesarias? Estudiemos
una de ellas: el electrón. Nadie sabe lo que es un electrón y qué cla-
se de existencia tiene. Podría ser que no tuviera partes ni localización
precisa. Podría ser incluso que no fuera limitado, pero en cambio la
contingencia se manifiesta por el hecho de que los electrones pueden
aparecer y desaparecer en las reacciones atómicas (nucleares). Si
aparecen es que antes no existían y han llegado a la existencia; por
tanto esta existencia no es necesaria: depende de otros. Además el
electrón, en su manifestación corpuscular, ocupa un lugar pudiendo
ocupar otro, lo cual es otro signo de contingencia. El electrón, por úl-
timo tiene una masa determinada; se trata de un número que podría
ser mayor o menor. No ha sido el propio electrón quien ha dispuesto
que su masa fuera precisamente ésta y no otra: es otra señal de de-
pendencia o de contingencia. Los electrones pueden desaparecer en
cualquier momento si interaccionan con positrones. Y lo mismo que
hemos visto en los electrones es aplicable a las demás partículas su-
batómicas.
* * *
La gran decisión 69

Nos queda por fin estudiar la posibilidad contraria según la cual


no puede haber nada necesario. Como ya sabemos que nada de lo
que hay en el mundo, ni siquiera los electrones, ni tampoco el mun-
do mismo como totalidad puede ser necesario, lo único que podría
ser necesario sería Dios, es decir un ser eterno, exterior al mundo,
omnipresente y sin composición de partes (un ser espiritual). Por
consiguiente algunos escépticos se han dedicado fervientemente a
demostrar que Dios también es contingente.
Así razona, por ejemplo P. Béraud 1: «¿Qué es menester para que
sea necesario? Es preciso que no podamos suponer su inexistencia.
A pesar de todo, y digan lo que quieran los espiritualistas, es posible
suponer, concebir que Dios no existe. Para ello apelo a los ateos que
no creen en Dios, y es cierto que hay ateos sinceros...».
Aquí, Béraud incurre en un error bastante importante. Hace de-
pender la necesidad ontológica de la creencia, como si el creer o no
creer en la existencia de una cosa pudiera afectar a su condición de
necesaria o de contingente. Para poner un ejemplo de lo que esto
representa, consideremos el famoso problema de la cuadratura del
círculo: ¿es posible encontrar utilizando sólo regla y compás, un cua-
drado cuya área sea igual a la de un círculo dado? En 1882 el mate-
mático Lindemann demostró que la posibilidad de la cuadratura del
círculo equivalía a la posibilidad de que el número pi fuera la raíz de
una ecuación con coeficientes enteros. Como no existe ninguna
ecuación de coeficientes enteros cuya raíz sea pi (al ser pi un núme-
ro trascendente y no algebraico), se demostró que es necesariamente
imposible realizar la cuadratura del círculo. Sin embargo eminentísi-
mos y sincerísimos sabios que vivieron antes de 1882 creyeron fir-
memente que era posible cuadrar el círculo. Eso demuestra que la ne-
cesidad de la trascendencia de pi no es una cuestión que dependa de
las creencias de los sabios; si así fuera, varios de ellos hubieran ju-
rado que pi no era un número trascendente. La necesidad de la im-
posibilidad de cuadrar el círculo es independiente de las creencias
correctas o incorrectas de los sabios de este mundo. De la misma ma-
nera, el hecho de que haya ateos sinceros no demuestra en absoluto
que Dios no sea necesario.

1. BÉRAUD, P., La existencia de Dios. Su pro y su contra, Atlante, Barcelona,


1ª ed. española sin fecha. Es un libro publicado antes de 1940, pp. 81-107.
70 Pero, ¿quién creó a Dios?

P. Béraud nos sigue sorprendiendo con un nuevo intento de de-


mostrar la contingencia de Dios. Dice así 2: «El mundo... podría tam-
bién existir o no existir. Si no existiera no tendría la causa de su ser,
y Dios, que es esta causa, no existiría tampoco y no sería, por consi-
guiente, la causa de aquél. Si el mundo fuese diferente de lo que es,
resultaría también distinta su causa y, como tal, Dios no sería igual a
lo que es».
Son lamentables estos retornos a cuestiones ya esclarecidas des-
de antiguo y que volvemos a encontrar repetidas veces en autores
ateos modernos que no se han tomado la molestia de revisar la bi-
bliografía sobre el tema. Los autores tomistas han precisado muy
bien el sentido de la contingencia de los seres 3. Dicen estos autores
que los seres del mundo no son absolutamente contingentes. No tie-
nen una contingencia absoluta, sino que participan de cierta necesi-
dad, pero esta necesidad no es inherente a ellos, sino causada desde
fuera. Precisamente por eso, porque se observa que hay cierta nece-
sidad (si no no existiría nada), se hace preciso hallar la causa de es-
ta necesidad: una causa necesaria fuera de los seres del mundo: Dios.
La contingencia radica en que «por sí mismos» tanto podrían existir
como no existir, y ser de un modo o de otro, pero si existen y son co-
mo son es porque hay una causa exterior que les da necesidad. La
contingencia es una necesidad dependiente de otro, causada por otro,
por Dios: en Dios se crea libremente, según motivos y finalidades,
siguiendo criterios de bondad, verdad y belleza, todo el ser del mun-
do, sin que se refleje por tanto en Él la contingencia del mundo.
El gran problema, al que Einstein también aludía en sus cortas
excursiones filosóficas, es aquí el de la libertad de Dios: ¿En qué
sentido podemos decir que Dios es libre de crear o de no crear el
mundo? ¿Podía Dios haber creado un mundo distinto? El hecho de
que Dios sea un ser necesario, no significa que sus operaciones sean
obligatorias. Béraud cree que sí porque está pensando en seres ma-
teriales, incluso mecánicos, y en éstos, la forma de operar depende
biunívocamente de su forma de ser, ya que no son libres. El mecani-
cismo excluye la libertad. Dios, en cambio, es espíritu, y por consi-

2. ÍDEM, p. 83.
3. Cf. MARITAIN, J., Aproximaciones a Dios, Encuentro, Madrid, 1994, pp. 44-
46.
La gran decisión 71

guiente puede obrar libremente, aunque la libertad sigue siendo (al


igual que la causalidad) un misterio insondable.
El hecho de que Dios pueda obrar efectos distintos no significa
que sea Él mismo distinto, sino que obra según un plan (que es siem-
pre el mismo, aunque hubiera podido ser otro, ya que es libre). Y por
último, por lo que hace al tiempo, Dios, antes de la creación de todas
sus obras, no estaba en un momento del tiempo anterior al del inicio
de la creación, sino que estaba fuera del tiempo, como sigue están-
dolo: no hay más tiempo que el de su creación, es decir, no hay más
tiempo que nuestro tiempo, el tiempo de los seres creados. Esto lo
decía ya san Agustín, y en la Biblia se dice también muy claramente
que en Dios no hay diferencia entre pasado, presente y futuro. La fí-
sica actual empieza a simpatizar con esta concepción del tiempo.

EL SER NECESARIO EXISTE, ES ÚNICO Y ES DIOS

Hemos visto que el principio de causalidad exige que exista un


ser necesario para cada cadena de seres contingentes. Ahora debe-
mos decidir entre estas dos posibilidades: o hay varios seres necesa-
rios (uno para cada cadena) o hay un solo ser necesario que es co-
mún a todas las cadenas.
La interrelación entre todos los seres del universo es uno de los
mayores descubrimientos de la física moderna: desde el principio de
Ernst Mach hasta las últimas consecuencias de la mecánica cuántica,
nos llevan a admitir un universo holográfico en el cual no existe na-
da absolutamente aislado. Siendo así, todas las cadenas causales es-
tán relacionadas y por consiguiente deben partir de un único ser ne-
cesario.
Por otra parte, sin necesidad de acudir a la física moderna, se
puede probar la unicidad del Ser necesario por el hecho de que dicho
ser no puede estar limitado. La limitación, como vimos, es un signo
de contingencia. Si hubiera algún tipo de perfección o atributo onto-
lógico del que un ser careciera en cierto grado, entonces podría au-
mentar o variar para adquirirlo, pero el ser necesario no puede variar
porque tiene en sí mismo la razón de su existencia tal como es. De
existir otro ser necesario debería ser distinto en algo, ya que la igual-
dad absoluta es la identidad, pero si fuera distinto en algo, este algo
72 Pero, ¿quién creó a Dios?

sería una limitación para uno de los dos, con lo cual ya no sería ne-
cesario.
Cuando se ha demostrado la existencia de un ser necesario a par-
tir de la contingencia de todos los seres del universo y del universo
mismo, se ve que este ser no es del universo, no es material, pues no
tiene partes, y es la causa eterna creadora del universo; se trata, pues,
de Dios.
Dios no es un tapaagujeros de nuestra ignorancia, como gustan
calificarlo los ateos. No decimos que Dios existe para cubrir una cau-
sa desconocida. Jamás se acude a causas desconocidas para demos-
trar la existencia de Dios. Desde santo Tomás, la teología diferencia
la causa primera (Dios) de las causas segundas. Las causas segundas,
para ser encontradas, requieren el uso de la metodología científica, y
cuando no se hallan, no hay ningún teólogo que se lance a exclamar
que dispone de una nueva prueba de la existencia de Dios. De ser así,
los tratados de teología estarían abarrotados de pruebas de la exis-
tencia de Dios: tantas cuantas causas desconocidas tiene la ciencia
moderna, que no son pocas.
Esta ingenua y falsa acusación suele reforzarse con ejemplos to-
mados de la mitología y de los dioses de los pueblos primitivos. Ha-
bía el dios del trueno, dicen, porque los primitivos desconocían la
causa del trueno y lo atribuían a un dios. Y lo mismo sucedía con el
dios de la lluvia, del viento, del cereal, etc. Según Burnett Taylor, la
religión comenzó con el animismo. Se atribuyó un alma a las cosas
inanimadas y al universo, y así se creyó en el dios del cielo, de la llu-
via o del fuego 4.
La teoría de Taylor fue desacreditada por las investigaciones de
Andrew Lang sobre la religión de los primitivos. El animismo se
mostró entonces como una degeneración de una religión monoteísta
primaria. Wilhelm Schmidt, a través de investigaciones indepen-
dientes llegó a la misma conclusión e invalidó por la vía experimen-
tal las tesis de las teorías animista, evolucionista y sociológica del
origen de la religión 5.

4. Cf. QUILES, I., Filosofía de la Religión, Espasa Calpe, Madrid, 1973, 3ª ed.,
pp. 37 y ss.
5. Cf. ÍDEM, pp. 41-42.
La gran decisión 73

Ciertamente todas las manifestaciones de poder en la naturaleza


se atribuían a dioses, seres poderosos benéficos o maléficos, pero,
aparte de estos dioses, existía y existe en las religiones de los pue-
blos primitivos, el Dios creador 6, por lo que la idea de Dios no pro-
cede de ningún agujero en el conocimiento de las causas de los fe-
nómenos.
No hemos demostrado la existencia de Dios partiendo del true-
no, ni de la lluvia, ni de nada concreto, sino de la contingencia de los
seres, que es una realidad absolutamente verificable por medio de la
mutabilidad del mundo.

LA ASEIDAD

Al llegar al final de esta prueba aparece Dios como el Ser nece-


sario, Aquél que tiene en sí mismo la razón de su existencia, es de-
cir, Aquél cuya esencia se identifica con la existencia.
Dios podría, pues, definirse simplemente como Aquél que es ne-
cesariamente, o, simplificando, como Aquél que es (esto es la asei-
dad). Por eso resulta extraordinariamente revelador que cuando Moi-
sés preguntó a Dios cuál era su nombre, recibiera la siguiente
respuesta: «Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel:
«Yo soy» me ha enviado a vosotros» 7. Éste es el significado del nom-
bre de Dios (Yavé). No cabe mayor concordancia con los resultados
más profundos del razonamiento humano. Sólo en la religión judeo-
cristiana aparece este nombre, y el nombre de Dios expresa su reali-
dad más esencial. Dios no podía llamarse de otra manera, y es signi-
ficativo que sólo revele su nombre en esta religión.

6. También Mircea Eliade llega a estas conclusiones en su Historia de las re-


ligiones.
7. Éxodo 3, 14.
X
El observador universal

Carioco, un personaje de historieta, se propuso una vez esculpir


una estatua. Un buen escultor le había asegurado que se trataba de
una bagatela sin importancia. Según él, de hecho, la estatua existía
ya dentro del mármol; sólo hacía falta eliminar el material «sobran-
te» a base de picar con el mazo.
Como puede adivinarse, Carioco no pudo conseguir su ilusión.
El mármol se fue desmoronando hasta que el bloque quedó comple-
tamente deshecho. Quizás después de todo la estatua que él quería no
existía en absoluto dentro de aquel bloque.
El asunto es intrigante porque el escultor, cuando hace una esta-
tua, no introduce nada que no estuviera antes dentro del bloque: sim-
plemente la hace aparecer. Dentro del bloque no hay infinitas esta-
tuas compenetradas. No hay ninguna estatua, pero, cuando el artista
piensa una forma dentro del bloque y decide realizarla, entonces co-
mienza a existir.
Esta historia nos ilustra acerca de un principio filosófico funda-
mental: la existencia de los seres es una consecuencia de cierta acti-
vidad creativa de alguien. Si este principio nos parece extraño, ima-
ginemos un revoltijo de letras entre las cuales haya jotas, haches,
uves, pes, enes, aes, etc. Un hombre con cierta creatividad puede unir
una p, una a y una n y asegurar que allí hay la palabra pan. Pero,
¿existe allí realmente esta palabra? La verdad es que no, que única-
mente existe cuando ese hombre la crea voluntariamente uniendo le-
tras que están dispersas.
Decimos que algo existe cuando, de alguna manera, se relaciona
con nosotros (con nuestra mente cognoscitiva). Tanta mayor riqueza
76 Pero, ¿quién creó a Dios?

de ser encontramos en las cosas cuanto más conocimiento de ellas te-


nemos. Cuando una persona se ha enfadado mucho con otra, puede
llegar a decirle:
—No quiero saber nada más de ti. Has dejado de existir para mí.
Esta frase no es ninguna tontería ni ninguna licencia estilística,
sino que expresa una de esas verdades profundas que esconde el len-
guaje: que la existencia siempre es «existencia- para- alguien». Cla-
ro está que la persona rechazada sigue existiendo para otros y para
ella misma, pero siempre existe para aquéllos que la consideran, que
la conocen, y en última instancia, para aquéllos que la aman.
La existencia es la pertenencia a un campo de conocimiento.
Puedo imaginar la irritación que esta definición puede provocar en
ciertos espíritus. Sé que se estarán preguntando:
—¿Cómo puede decirse que la existencia está emparentada con
el conocimiento, cuando se sabe que hay objetos que nunca nadie ha
conocido y que existen allí, en algún lugar remoto donde nunca ja-
más serán observados por mente alguna?
No hay duda de que hay objetos ignotos para el ser humano, y de
que existen, pero ¿puede asegurar nuestro indignado oponente que
no son conocidos por nadie? Para empezar, ¿cómo sabe que existen
esos objetos? ¿No será que, partiendo de ciertos datos sobre distan-
cias, probabilidades, regularidades temporales, etc., deduce que exis-
ten? ¿Y no es eso un nebuloso conocimiento de esos objetos? Yo di-
ría que este conocimiento es tan nebuloso como nebulosa es su
existencia para nosotros. Cuando aseguramos que existen esos obje-
tos nebulosos, estamos asegurando que, aunque no actúen sobre no-
sotros, por fuerza establecen relaciones con otros seres separados de
nosotros en el espacio y en el tiempo, pero esas relaciones constitu-
yen una maraña inexcrutable e indiferenciable que sólo una labor de
selección, propia de una mente, es capaz de individualizar y separar
del resto para definir esos seres. La maraña de que hablo es algo así
como la que existe entre las partículas de mármol en el interior del
bloque. El ser sólo aparece para alguien y por alguien, como la esta-
tua de Carioco: ese alguien, con su mente, unifica y crea el ser.
El niño pequeño nos da otra pista de lo que ocurre con el ser de
las cosas. Para él, todo lo que le rodea es una red confusa de relacio-
nes. Todavía no existe su madre para él; sólo existen unas manos, un
El observador universal 77

pecho, unos pelos, unos ojos... Tarda su tiempo en conseguir la uni-


ficación, y cuando lo logra, su madre empieza a existir para él. Bien
es verdad que la madre también existe para ella misma, ya que es
consciente y tiene conocimiento de sí misma. No es posible la exis-
tencia sin la unificación que consigue únicamente la mente.
Esa intuición de que el ser está estrechamente relacionado con la
mente se hace una evidencia cuando caemos en la cuenta de algo que
vamos repitiendo en cada capítulo: que todo ser tiene una razón de
ser que lo determina a existir. La palabra razón hace referencia al co-
nocimiento y el conocimiento es propio de las mentes. La razón de
ser explica el cómo y el por qué de la existencia a una mente. Eso
significa que los seres son cognoscibles, y que su paso a la existen-
cia consiste en que han sido seleccionados entre otros posibles por
una razón conocida.
Un clásico test de inteligencia nos presenta una cierta figura di-
bujada sobre papel, donde aparece, según como se mire, un jarrón o
bien un par de caras de perfil que se miran mutuamente. ¿Cuál es el
ser real? ¿Cuál es el ser que tiene una razón de ser? Ni el jarrón ni
las dos caras ni cualquier otra posibilidad entre una infinitud de fi-
guras posibles puede considerarse real hasta que no es observada y
percibida por una mente. En otro test, en un mismo dibujo, pueden
observarse o bien una mujer anciana vista de cara, o bien una mujer
joven vista de espaldas. ¿Existen las dos mujeres? No. Cada figura
es una selección que hace una mente según su voluntad. El observa-
dor crea el fenómeno. Claro está que hay un dibujo, represente lo que
represente, dirán los escépticos. Así era antes de que los filósofos se
percataran de que un dibujo era sólo real para el observador huma-
no: sobre el papel había sólo unos fragmentos de carbonilla disper-
sos depositados por alguna actividad voluntaria (o involuntaria). La
carbonilla no era otra cosa que un conjunto de átomos estableciendo
una serie de relaciones con otros. Hace falta un observador para se-
leccionar esas relaciones entre un sinfín de otras relaciones que cada
átomo establece con todo el universo.
Los átomos tampoco tienen autonomía. Su composición revela
todo un mar de relaciones complejísimas entre las partículas subató-
micas. Los científicos ya saben desde hace tiempo que no existe al
final de este proceso nada parecido a una bolita pequeñita y esférica
de materia o de energía que sería la base de todo.
78 Pero, ¿quién creó a Dios?

Podría pensarse que, en lugar de las bolitas, hallaríamos una es-


pecie de «éter» vibrante. Claro está que, si seguimos analizando es-
te «éter», como no sea una especie de chicle continuo, volveremos a
encontrarnos con las famosas bolitas en un típico proceso iterativo
que remite al infinito. El «chicle homogéneo y continuo» no es nin-
guna solución, porque en la homogeneidad no hay variedad, ni, por
consiguiente información, ni diferenciación. La gracia de la teoría
atómica estaba en que explicaba la variedad y la información por me-
dio de la combinación de entidades elementales inexcrutables. El
chicle continuo sería tan inexcrutable como las bolitas, pero no per-
mitiría variedad ni por consiguiente información.
Al final los físicos hallan un campo caracterizado por un con-
junto de simetrías y relaciones matemáticas, una estructura de gru-
pos (el grupo de Lorentz para definir el espacio y el tiempo, el gru-
po SU2 para los fenómenos electromagnéticos, y el grupo escalar que
describe el comportamiento a energías muy elevadas) 1. ¿Qué es to-
do esto? Pura información. Al final, el físico se encuentra escrutan-
do una información altamente finalística. Es imposible llegar más le-
jos, pero detrás o sosteniendo esta información no hay nada
«material» o analizable (si así fuera volveríamos a encontrar una ca-
dena infinita de entidades materiales cada vez más elementales). De-
trás de todo está, pues, forzosamente un soporte mental de esta in-
formación: una mente.
Los matemáticos hacen cálculos sobre los campos y esos cálcu-
los permiten hacer predicciones acerca del estado de las partículas
subatómicas del nivel conceptual superior. Pero ya volvemos a estar
en lo mismo: la información hace referencia a una mente, a un co-
nocimiento. El campo final es un campo de conocimiento, y recibe
el nombre de Dios.
Por mucho que lo hayan pensado eminentes filósofos y científi-
cos, jamás se ha encontrado en ningún objeto irracional nada que per-
mita asociarlo a otro hasta el punto de crear un estatuto de unión que
defina un ser. La característica más conspicua de los elementos quí-
micos y de las partículas subatómicas es precisamente su movilidad,

1. Cf. HEISENBERG, W., Encuentros y conversaciones con Einstein y otros en-


sayos, Alianza, Madrid, 1980, p. 114.
El observador universal 79

su posibilidad de romper los enlaces establecidos con otras partículas.


Las cosas que nos parecen tan sólidas y firmes están modificando
constantemente su composición: pierden electrones, los ganan, inter-
cambian energía con el medio; no hay forma de tenerlas quietas un
momento para decir: «He ahí al ser del cual estoy hablando». Y lo que
ocurre a escala macroscópica, ocurre igual a escala microscópica.
Otra forma de llegar a la misma conclusión por un camino com-
pletamente independiente es considerando la temporalidad de las co-
sas. La gota de agua hace unos instantes tenía algo menos de masa y
estaba girada unos veinte grados respecto a su posición actual y dis-
ponía de una mayor energía potencial. ¿Realmente estamos hablan-
do de la misma gota? ¿Cuál es la gota que existe: la de antes o la de
ahora? No podemos salir del apuro diciendo: «Cada una existía en su
momento», porque un momento (un instante) no tiene extensión tem-
poral y los seres del mundo tienen temporalidad, duración. No hay
seres instantáneos: el instante no existe más que como una abstrac-
ción mental. La respuesta a ese enigma es sencilla y muy clara: la go-
ta de agua únicamente existe en nuestra mente, porque sólo la men-
te recuerda el pasado y consigue unificarlo con el presente.
Aquella melodía musical tan hermosa y agradable, tan real, úni-
camente existe en la mente del compositor y en la de los que la oyen
o recuerdan. No está en el aire; allí sólo hay ondas de presión, cuyo
análisis nos llevaría también a encontrarnos con una mente.
Aunque no lo parezca, el verbo existir, para todos los seres de es-
te mundo es un verbo en voz pasiva; significa ser conocido 2. La for-
ma de existir consciente consiste en una especie de conocimiento de
uno mismo, de tal manera que, a medida que se pierden las faculta-
des mentales va desapareciendo ese conocimiento y esa consciencia,
y con ello, esa forma de existencia.
Los seres reales pertenecen todos a un campo de conocimiento,
que es el campo de la existencia. Incluso los electrones de las regio-
nes más recónditas, que ningún ser de este mundo ha conocido ni co-
nocerá jamás, para tener existencia han de ser conocidos por Alguien
exterior a este mundo, Alguien que sea el observador universal que

2. Este concepto, o muy similar, lo encontramos en Berkeley (esse est percipi)


y en el físico contemporáneo John Typler.
80 Pero, ¿quién creó a Dios?

da existencia a todo cuanto existe por medio de su conocimiento y su


voluntad. Estamos hablando de Dios. Dios es una mente cuyo pen-
samiento es, a la vez una observación y una creación, y cuya eterni-
dad no es, en absoluto, un tiempo infinito, sino una memoria.
Esa consistencia tan sólida y compacta de los cuerpos es enga-
ñosa. Hoy en día, gracias a las investigaciones de la física y de la
química sabemos que los cuerpos están mucho más vacíos de lo que
parece. Pero la física moderna todavía no ha llegado al final en el
análisis de la materia. De hecho no puede llegar a dicho final porque
allí no hay nada material (o físico). No podría haberlo porque si lo
hubiera, habría que seguir escrutando dentro de ese algo para com-
prender su estructura. Eso significa que todavía no sería el final. No
hay nada físico al final; podemos estar seguros de ello; y sin embar-
go, hay algo; algo no físico: hay un campo mental absolutamente
desconocido y absolutamente inexplorable de donde surge la exis-
tencia; está Dios, no como constituyente, sino como voluntad crea-
dora y mantenedora de energía.
Esta intuición filosófica tan antigua (que el ser surge de la ob-
servación) ha sido confirmada contundentemente por las investiga-
ciones llevadas a cabo en la física cuántica. Para la física cuántica, la
realidad no existe propiamente hasta que es observada. Esta idea no
procede de ninguna especulación mística ni de ninguna intuición, si-
no de la experimentación con fotones y electrones y otras partículas
subatómicas.
Para la física cuántica, la determinación procede precisamente de
la observación. Mientras no son observadas, las partículas subatómi-
cas permanecen en un estado de imprecisión y por tanto de inexis-
tencia. La observación, que es algún tipo de interacción desde el ex-
terior, las lleva a la existencia.
Pero el observador, como todo ser, para ser real requiere, a su
vez, ser observado por otro (a no ser que se observe o se conozca ple-
namente a sí mismo); y ese otro, por otro, y así sucesivamente... pe-
ro no podemos llegar al infinito en esta serie de observadores. Tiene
que haber un primer observador universal. El observador de obser-
vadores, el que lo conoce absolutamente todo, el que todo lo crea con
su observación, que es, propiamente un conocimiento y una volun-
tad: Dios.
El observador universal 81

La palabra campo nos sugiere, primero, una gran extensión de hier-


ba. A los más adentrados en la física les recuerda un lugar sometido a
alguna fuerza. Cuando progresamos en nuestro estudio, llegamos a en-
tender que la fuerza es indefinible en términos físicos y nos adentramos
en una concepción mágica, donde los campos son zonas de influencia
caracterizados por matrices numéricas. Luego se matematiza total-
mente la física y se llega a una visión pitagórica del mundo, donde la
realidad está hecha de números y figuras. Sólo queda un paso por dar:
preguntarse ¿qué hay detrás de esos números y de esas figuras? ¿Aca-
so son sólo ideas puras al estilo platónico? Mucho me temo que las
ideas puras son una abstracción, y hacer de ellas la base de la realidad
es un engaño, y en cierta medida una tomadura de pelo, estrechamen-
te relacionada con la filosofía atea llevada a sus consecuencias lógicas.
Las ideas que nutren los campos de la física han de tener una en-
tidad, pero la entidad propia de las ideas es la mental. El campo fí-
sico, en su última determinación, es un campo mental: el despliegue
de una voluntad inteligente que concibe unas formas y las proyecta
creando un espacio de influencias, que es el mundo en que vivimos.
La pregunta «¿pero quién creó a Dios?, se transforma aquí en:
«¿Pero quién conoce a Dios?». Las cosas de este mundo, incluso los
seres conscientes, incluso los pensadores más penetrantes, no se co-
nocen a fondo a sí mismos. Dios se conoce a sí mismo profunda-
mente, enteramente, con lo cual la posibilidad llamada «Dios» está
forzosamente determinada a existir ya que, al ser un campo de exis-
tencia o de conocimiento, se conoce a sí mismo.
Los ateos se encuentran ante una dificultad insalvable cuando tra-
tan de establecer la necesidad del mundo. Tras formular la vieja pre-
gunta «¿por qué hay algo y no nada?», se quedan sin respuesta y se
contentan con la siguiente formulación contradictoria: «Hay algo que
no puede explicarse por la lógica-matemática; por consiguiente, no es
necesario, y, sin embargo, es necesario: debe ser cosa de la bruma».
Nosotros dejamos la bruma para los poco exigentes, y propone-
mos la explicación alternativa: hay algo, y es necesario que lo haya
ya que la nada absoluta es imposible, pues el campo de conocimien-
to que se refleja a sí mismo, es decir, Dios, resulta deseable, y se ama
a sí mismo. Es lógico que el ser cuya esencia es existir (conocer y ser
conocido y amado) debe existir necesariamente.
82 Pero, ¿quién creó a Dios?

El observador universal crea todas las cosas en su acto de obser-


vación; por eso se encuentra en todas partes. De ahí procede aquella
misteriosa intuición de los místicos expresada en frases como: «Le-
vanto una piedra y allí está Dios». Cuando miramos un pedazo de
madera, una roca, un grifo de metal, el fondo de una bañera... cual-
quier cosa, nos puede parecer que estamos frente a algo completa-
mente ajeno a Dios, y sin embargo Dios está allí dando existencia a
aquella cosa. Los seres vivos, y particularmente los conscientes, tie-
nen cierta autonomía precisamente porque también son autoobserva-
dores, pero no se conocen enteramente a sí mismos. Distan mucho
de conocerse a fondo. Por eso su existencia también depende de
Dios.
XI
El Señor del universo

Los filósofos materialistas en el siglo XX se encontraron con una


sorpresa: la materia se les volatilizó. Ellos esperaban describir las úl-
timas partículas de la materia y luego presentarlas como prueba pal-
pable de su doctrina milenaria, pero descubrieron que era imposible,
que la última realidad, la realidad de base, no era material ni energé-
tica, sino que era algún tipo de información —un programa— que
podía describirse por medio de ecuaciones matriciales. Más allá de
estas ecuaciones no había nada que tuviera consistencia o que fuera
accesible a los sentidos directa o indirectamente.
Se hizo el silencio y muy pocos se atrevieron a contar que lo que
habían encontrado al final de su aventura no era otra cosa que un
mundo de simetrías y de ecuaciones. Pero unas ecuaciones escritas so-
bre la nada deberían dar como resultado la nada, y no la realidad. An-
te ese absurdo, muchos se acordaron de las viejas doctrinas pitagóri-
cas que daban realidad a los números, y de las doctrinas platónicas que
daban realidad al mundo de las ideas. Ahora no son pocos los físicos
ateos que se han pasado al platonismo. No es de extrañar, porque pa-
ra el materialismo —y el ateísmo está muy ligado a él— sólo hay dos
posibles salidas ante esta situación: o el platonismo o el absurdo.
Preguntémonos ahora: ¿de verdad es creíble la existencia del
mundo de las ideas al que desemboca la doctrina materialista lle-
vada hasta sus consecuencias últimas? No. No es nada creíble. Las
ideas son abstracciones de la mente, y sólo tienen existencia en las
mentes. Pensar que hay ideas sin mentes es lo mismo que pensar
que hay movimiento sin nada que se mueva, o que hay lluvia de
agua sin agua, o que hay finalidad sin fin, o que hay la sonrisa del
84 Pero, ¿quién creó a Dios?

gato de Cheshire, sin el gato. Hay que ser muy crédulos para acep-
tar el platonismo.
No existe ningún mundo de las ideas independiente de la mente.
Las ideas existen, pero no están flotando en la nada, jugando a ver
quién las atrapa. Las ideas son un producto, una operación o una for-
ma de las mentes. No sabemos cómo son las mentes, ni cómo fun-
cionan, ni cómo imaginarlas ni cómo describirlas, pero sí sabemos
una cosa segura de ellas; sabemos que existen, porque nosotros mis-
mos somos mentes, tenemos consciencia y lo notamos, y, por su-
puesto, tenemos ideas.
Las simetrías y las ecuaciones que han hallado los físicos como
realidad material última son ideas, ciertamente, pero no ideas escri-
tas en la nada, operando sobre la nada; son ideas que Alguien tiene y
que mientras las tiene existen realmente. Los físicos sólo conocen
parte de esas ecuaciones y formas, y ni siquiera están pensándolas to-
do el tiempo, pues acabarían locos si lo hicieran. La materia depen-
de, pues, de una mente que conoce todo el intríngulis íntimo de la
realidad precisamente porque al pensarlo, lo crea y hace que exista.
Esa mente creadora es Dios. Al ser Creador, es el que ordena y da un
sentido y un fin a todas las cosas, y por eso es el Señor del universo.
XII
El aprendiz de brujo

El ser humano tiene conciencia, siente, piensa, accede a la ver-


dad en cierto grado, aprecia la belleza y la crea, y obra con bondad,
a veces. La mente humana participa de estas capacidades en mayor
o menor grado, pero no las domina; actúa como el que utiliza un or-
denador sin saber siquiera cómo funciona.
El hombre no sabe cómo llega a sus descubrimientos intelectua-
les. Pueden pasar días sin hallar nada, hasta que, sin saber por qué ni
cómo, sobreviene la inspiración, a veces a través del sueño. Lo mis-
mo sucede con los logros estéticos o morales.
Muchos hombres ignoran que la realidad no es otra cosa que la
creación de la mente de Dios. Esa mente de Dios dispone de toda ver-
dad y captar la verdad no es más que sintonizar con la emisora de
Dios, con el «campo» de la verdad. Pero el hombre es como el apren-
diz de brujo que quiere jugar a ser como su Señor, y se pone en su lu-
gar con toda la irreflexión (o soberbia) que eso representa. El hombre
juega a ser la fuente de la verdad, de la belleza y de la bondad. El pro-
blema es que no domina su propia mente y ni siquiera lo advierte. No
comprende que su profundidad es superficial, limitada, insegura, des-
controlada, accidental... participada o prestada. Ciertamente el ser hu-
mano hace incursiones en el campo del conocimiento, pero ni siquie-
ra el más inteligente de los hombres deja de sentirse en un terreno
extraño, ajeno, sagrado, cuando ejerce la capacidad intelectual. Nota
que está participando de un campo al que otros también pueden acce-
der; un campo común que sólo es poseído en profundidad y por dere-
cho propio por aquél cuya esencia consiste en ser ese campo vivo.
El ser humano, ilusionado por su inteligencia, su creatividad or-
denativa y su bondad, piensa que domina esos poderes, que son su-
86 Pero, ¿quién creó a Dios?

yos por derecho propio y que puede ordenarles cualquier cosa y le


obedecerán siempre, pero no es así. No sólo no obedecen, sino que
traicionan y aparecen errores, desórdenes, y maldades continuamen-
te. Esta decepción es una constante a lo largo de la historia humana.
Cuando en el siglo XX creíamos que se había llegado a consoli-
dar cierta inteligencia, cierta bondad, cierto sentido del equilibrio y
de la estética, aparecen fenómenos como el nazismo, el comunismo,
el terrorismo internacional, la drogadicción, los movimientos anti-
culturales, la corrupción del arte a través de lo aleatorio (desordena-
do) y de lo carente de significación, proliferan la prostitución infan-
til, las servidumbres sexuales más aberrantes, las tratas de personas
esclavizadas para negocios sexuales, el sadomasoquismo, la porno-
grafía infantil y los abusos a menores y a mujeres, el crimen organi-
zado, las guerras más virulentas, la agresividad más impulsiva, la
tortura, los campos de concentración, el genocidio, la eugenesia, la
ruleta rusa, los virus informáticos, los grandes timos y violaciones de
todos los derechos, las consultas a pitonisas y horóscopos, la preo-
cupación por las formas de los restos del café, la quiromancia, los
pantalones tejanos descoloridos, rotos y deshilachados, las infeccio-
nes producidas por el «piercing», el cariño a las viudas negras y a los
escorpiones, la sordera producida por auriculares a todo volumen, la
falta de respeto entre las personas, la contaminación más delirante
del medio ambiente...
El aprendiz de brujo debería haber aprendido la lección de hu-
mildad de una vez por todas y aceptar que, aunque tiene poderes, no
es dueño de ellos, los tiene en grado limitado y no sabe ni de dónde
proceden ni cómo funcionan. El ser humano ha de aprender a no fiar-
se de sí mismo como si fuese «bueno», «sabio», «creador». Nadie es-
capa a cierta maldad y endurecimiento; nadie controla su mente ni
sabe penetrar en cualquier dominio del campo de la verdad, nadie
crea cuando le place.
Si hay maldad, desconocimiento, error, incapacidad, falta de do-
minio, es porque estas facultades y poderes no derivan en su origen
de nosotros mismos, sino que nosotros las poseemos por participa-
ción de un ser que las posee ilimitadamente, absolutamente, contro-
ladamente y por derecho propio, con pleno conocimiento. Nosotros
usamos esos poderes como usamos un ordenador. No sabemos exac-
tamente lo que hay dentro ni cómo funciona; ni siquiera dominamos
El aprendiz de brujo 87

todas sus posibilidades de operatividad. Es evidente que detrás de


ese ordenador no estamos nosotros mismos —si así fuera conocería-
mos todos sus secretos— sino un programa exquisito que descono-
cemos y, lógicamente, un programador.
La inteligencia, la creatividad, la capacidad de bondad de la que
el hombre participa en mayor o menor grado, constituyen una espe-
cie de «campo» operacional adimensional, poseído por Dios en ple-
nitud y participado por el hombre y por otras criaturas. Así pues, la
verdad, la bondad y la belleza, irradian de Dios, pero se reflejan en
el hombre parcialmente, cuando éste se pone en disposición de reci-
birlas.
La mente humana trabaja a menudo por ensayo y error, pero aun
así es capaz de reconocer la verdad y de crear belleza (orden) y de
actuar con bondad, cuando consigue participar en los principios ge-
nerales que forman parte del campo vivo de donde surge todo. La
mente humana navega por este campo desconocido y siente inspira-
ciones, transportes, gozo y admiración. Ciertamente la experiencia
de la inspiración artística, de la comprensión científica y de la con-
templación mística, son tres tipos de incursión en el mundo de Dios,
para los que es preciso prepararse específicamente.
XIII
El problema de la verdad

La tienda de comestibles está vacía. Antes que nadie, entra un se-


ñor bajito a comprar macarrones. No hay ningún dependiente todavía.
Después entran dos señoras que no han advertido la presencia del se-
ñor bajito, y también entra un perro. Cuando llega el dependiente, se
arma un lío de cuidado, porque todo el mundo menos el perro preten-
de haber sido el primero en entrar. ¿Qué diremos? ¿Dónde está la ver-
dad? ¿Quién conoce la verdad? Algunos filósofos, después de largas
consideraciones, han llegado a la triste conclusión de que la verdad no
existe, que cada persona crea su propia verdad igual de válida que la
de los demás. A mí, esta solución me parece injustificada, y, en el
ejemplo que he aducido, muy injusta, porque el señor bajito sabe que
cuando ha entrado no había nadie en la tienda, y ésa es la verdad, la
verdad objetiva, aunque alguien se atragante con semejante expresión.
Pero, ¿cómo se sabe cuál es la verdad?, ¿quién lo sabe? Hay mu-
chas cosas que pueden llevarnos a equivocarnos. Bien seguras están
las dos señoras de tener la razón, aunque no la tengan. Hay una ver-
dad, y la verdad es que el señor bajito fue el primero en entrar, aun-
que él mismo pueda dudarlo. Fijémonos bien que, para poder afirmar
una cosa así —y así lo sentimos si somos sinceros— hemos de po-
nernos a nosotros, con nuestra mente observadora, como espectado-
res de la escena que ha tenido lugar en la tienda. Nosotros conocemos
la verdad, nosotros la hemos visto. Sin espectador, sin conocedor, no
hay verdad, porque la verdad hace referencia al conocimiento. No po-
demos decir que la verdad no tiene nada que ver con el conocimien-
to, porque fuera del conocimiento no hay otra cosa que un caos in-
forme y plural: toda forma viene de la mente que unifica.
90 Pero, ¿quién creó a Dios?

No podemos hablar siquiera de «lo que ha sucedido en la tienda»


si nadie lo observa y lo conoce, porque fuera de la mente no hay or-
den temporal para clasificar, estructurar, identificar, interpretar y re-
lacionar fenómenos. Cuando no hay mente, no hay unificación posi-
ble, y en última instancia no podemos hablar de nada, ni tan sólo de
partículas elementales.
Varias mentes pueden descubrir y participar de una misma verdad,
pero esa verdad existente y objetiva no depende de ninguna de esas
mentes. Cualquiera de esas mentes puede desaparecer y la verdad per-
manece. Pero aunque no dependa de ninguna de esas mentes, la ver-
dad depende de una mente, porque sólo la mente interpreta, unifica,
conoce, da realidad y la guarda en la memoria. Esa mente de la cual
depende toda verdad es la mente que observa y conoce todo, hasta lo
más íntimo e ínfimo, y le da sentido y significado; es el campo de la
verdad y del conocimiento, el campo de la existencia; es Dios.
El famoso teorema de Gödel dice que en cualquier conjunto con-
sistente de axiomas aritméticos, existen afirmaciones aritméticas que
son indecidibles, es decir, de las que es imposible probar su verdad
o falsedad mediante el uso de los axiomas del conjunto. Es posible
que la llamada conjetura de Goldbach relativa a los números primos
sea indecidible a partir de los axiomas del sistema de la aritmética.
Este teorema es fundamental para demostrar la limitación del méto-
do axiomático y computacional, y para demostrar que la mente hu-
mana no puede simularse por medio de ningún ordenador que obra
algorítmicamente (de forma computacional), porque hay verdades
accesibles a la mente, pero inaccesibles a todo sistema axiomático.
Pero además, el teorema de Gödel nos indica claramente que la ver-
dad existente, en algunos casos, es inaccesible por métodos deducti-
vos, que son los únicos posibles para el hombre. Esas verdades de-
ben ser conocidas —de otra manera— en el campo de la verdad, en
la mente de Dios.

EL PROBLEMA DEL TIEMPO

El tiempo no es ninguna substancia que pase, como un tren, a


cierta velocidad, delante de nosotros. El tiempo es un puro concepto
relacional. Somos nosotros los que cambiamos e integramos todo
El problema de la verdad 91

aquello que fuimos (y recordamos) con aquello que somos, y esa in-
tegración es un producto de la mente. Sin una mente, el pasado se es-
fuma. Ahora bien, como el presente es un puro instante, no tiene pro-
piamente existencia. Eso significa que, sin una mente no existe nada,
ni pasado, ni presente, ni futuro. Lo que permite asignar una dura-
ción real a las cosas es la integración, que es exclusiva de la mente.
Una dura roca granítica no tiene la más mínima duración consi-
derada en sí misma. Toda su estructura molecular interna y externa
se modifica constantemente y es un caos sin significado en ausencia
de una mente que la contemple no sólo desde fuera (superficialmen-
te), sino también desde dentro (hasta lo más íntimo).
No somos nada sin el pasado, pero si el pasado no existe porque
se ha esfumado, entonces nada existe. Este nihilismo es un puro pe-
simismo al que conduce el ateísmo consecuente y al que llegaron
ciertamente grandes pensadores ateos. Es una postura que se opone
a la realidad vivencial y a la conciencia. Sí que existe algo: yo exis-
to. No hace falta ser ni agustiniano ni cartesiano para afirmar una co-
sa así. Es una mera constatación de que algo está ocurriendo y que,
por tanto no residimos en el sueño indiferenciable de la nada abso-
luta. Yo me doy cuenta de que existo y, de paso, observo otras cosas
que no pertenecen a mi ser. Diferencio lo que es mío de lo que no lo
es a través de mis sentidos, y llego al convencimiento de que existen
cosas fuera de mí. Pero esas cosas no tendrían ninguna unidad ni du-
ración ni consistencia sin una mente que las observe.
El mundo y cada una de sus partes existe gracias a una mente (la
mente de Dios) que lo conoce y lo proyecta.
La mente de Dios no es como la nuestra, que se mueve de un pa-
sado a un futuro. La mente de Dios es un vasto campo donde se re-
gistra absolutamente todo y se conserva. Nada se pierde, nada se ol-
vida. Todo está allí. Todo y más. De hecho, recordar no es más que
sintonizar con nuestro pasado situado en el campo, gracias a deter-
minados mecanismos de resonancia del cerebro. Pensar es utilizar la
lógica, y por tanto es navegar en el campo de la lógica. Lo consigue
el cerebro cuando sintoniza con ese campo. No hallaremos nunca un
circuito silogístico neuronal. No hay en el cerebro un circuito para
cada sensación que se tuvo en el pasado ni para cada pensamiento,
entre otras cosas porque estos circuitos deberían ser observados por
92 Pero, ¿quién creó a Dios?

otro circuito para cobrar unidad, y ese otro circuito debería ser ob-
servado por otro y así hasta el infinito. Se haría necesario un último
observador que no requiriera ser observado, y toda materia requiere
ser observada.
Por caminos independientes llegamos a una misma conclusión:
existe una mente, que es un campo de verdad, de existencia, de ra-
zón lógica y matemática. Este campo contiene las ecuaciones del
universo y de la materia que vimos en el capítulo XI, y hace que es-
tas ecuaciones se proyecten en una realidad que llamamos energía, y
luego materia, cuya esencia es básicamente una voluntad. Por eso los
límites de la materia no son escudriñables por la ciencia.
XIV
El orden cósmico

Hay en el universo demasiadas coincidencias que hacen posible


la existencia de la vida humana. Desde que Robert H. Dicke propu-
so el principio antrópico en 1961, se han ido añadiendo más y más
pruebas a su favor. En la actualidad únicamente los ignorantes pue-
den dudar de este principio que ha demostrado incluso tener valor
predictivo.
La manera más inofensiva de enunciar el principio antrópico es
la siguiente (debida a Brandon Carter): «Lo que cabe que esperemos
observar, ha de hallarse limitado por las condiciones que son nece-
sarias para que se dé nuestra presencia como observadores». Una
manera más clara (y más «ofensiva») es la siguiente: «Las grandes
constantes macro y microcósmicas están calibradas con gran preci-
sión para que la vida (y la vida humana) sea posible en el universo».
Vamos a poner enseguida algunos ejemplos.
El astrofísico Brandon Carter observó que existe un equilibrio
entre las fuerzas gravitatoria y electromagnéticas para que las estre-
llas ni colapsen ni se dispersen. Una variación en sólo 1/1040 en la in-
tensidad de la fuerza de gravedad, destruiría el equilibrio y jamás se
podrían formar estrellas como nuestro Sol. Por consiguiente, la vida
sería imposible.
Otra coincidencia a nivel microcósmico es la observada por
Freeman Dyson: si la intensidad de la fuerza nuclear fuerte (que une
protones y neutrones) hubiera sido sólo ligeramente inferior a la real,
no se podrían formar átomos, pues sus componentes no permanece-
rían juntos. Por el contrario, si hubiera sido sólo algo más fuerte, se
94 Pero, ¿quién creó a Dios?

habrían reunido juntos todos los protones del universo, imposibili-


tando toda forma de organización.
Si las fuerzas nucleares fueran sólo un poco más débiles de lo
que son, no se podrían formar núcleos más complejos y sólo habría
hidrógeno en el universo 1.
Los astrofísicos Fred Hoyle y William Fowler averiguaron que el
oxígeno y el carbono, elementos básicos de la vida, se producen en
cantidades iguales en el interior de las estrellas. Si no fuera así tam-
poco sería posible la vida. En realidad Fred Hoyle, en base al princi-
pio antrópico, predijo el valor del nivel energético que debería tener
el núcleo del carbono ordinario para que pudiera estar en resonancia
con la energía de las partículas de helio y berilio constituyentes en
las condiciones estelares. Su predicción fue confirmada posterior-
mente. Por otra parte, si el nivel energético del oxígeno fuera sólo un
1% menor, todo el carbono de las estrellas pasaría a oxígeno y luego
a elementos más pesados, y no habría vida basada en el carbono.
Ahora bien, para que el carbono formado en el interior de las es-
trellas saliera de allí, debería haber una explosión. Las supernovas
explotan de forma asombrosamente controlada a través de una coin-
cidencia cósmica en el valor de la fuerza débil (que determina la in-
teracción entre neutrinos y bariones). Si esta fuerza fuera sólo algo
menor de lo que es, la onda de choque que se origina al desplomar-
se el material circundante sobre la estrella de neutrones que se forma
en el centro, sería transparente a los neutrinos y éstos no empujarían
a la envoltura externa de la estrella hacia fuera. Pero si fuera mayor,
los neutrinos se implicarían en las reacciones del núcleo estelar y no
saldrían de él, y por tanto no podrían empujar a la materia estelar ha-
cia el exterior para que pudieran formarse planetas con carbono pa-
ra la vida.
Además, la fuerza débil ha de tener exactamente la intensidad
que tiene, pues, de otra forma, o bien todo el hidrógeno original del
universo se hubiera convertido en helio rápidamente, o bien no se ha-
bría producido nada de helio. En ninguno de los dos casos se hubie-
ra podido formar la vida.

1. Cf. GRIBBIN, J. y REES, M., Coincidencias cósmicas, Pirámide, Madrid,


1991, p. 23.
El orden cósmico 95

La velocidad de expansión del universo es exactamente la ade-


cuada para que puedan formarse galaxias, estrellas y planetas como
la Tierra, donde vive el ser humano 2. De hecho todas las constantes
cosmológicas, incluyendo la densidad inicial del universo, la cons-
tante de gravitación, la velocidad de la luz, la constante de Planck, la
temperatura del cero absoluto, etc. están exquisitamente calibradas
para que pueda existir un universo con vida.
El universo que observamos, según Collins y Hawking, es privi-
legiadísimo porque la velocidad de recesión de la materia creada en
la gran explosión tiene un valor decisivo entre un sinnúmero de po-
sibilidades: es exactamente igual a la velocidad de escape de la ma-
teria (la que se requiere para superar la atracción gravitatoria). Ello
debe ser así para que el universo sea isótropo a gran escala, pero no
homogéneo (es decir, con galaxias y otras acumulaciones de mate-
ria). Pero, sin la existencia de galaxias, nosotros no estaríamos aquí.
Hay otras coincidencias tan asombrosas como las que he men-
cionado. El filósofo atento y sin prejuicios debería quedar admirado
de estos hechos, y, si se aplicara un poco a pensar que estas coinci-
dencias en los valores de constantes reales tienen una probabilidad
de exactamente cero (porque el campo de variabilidad es infinito po-
tencialmente), debería llegar a la conclusión de que esta calibración
tan precisa debe ser obra de una inteligencia creadora (Dios).
El principio antrópico, tal como lo hemos presentado (en su ver-
sión llamada «fuerte»), no tiene escapatoria posible: tiene que exis-
tir Dios. Si alguien niega la existencia de Dios ha de acudir a la ex-
travagante teoría de los muchos mundos. Paul Davies en Dios y la
nueva física se pregunta: «¿Es más fácil creer en un Diseñador cós-
mico que en la multiplicidad de universos necesaria para que el prin-
cipio antrópico funcione dentro del ateísmo?». Lógicamente a Paul
Davies, como a todo el que se formula esta cuestión seriamente, le
resulta mucho más satisfactoria la explicación por la existencia de un
Diseñador.
Para darnos cuenta de la gran ingenuidad que supone dejar de
creer en Dios cuando se conocen estas cosas, es muy ilustrativo re-

2. Cf. GALE, G., «El principio antrópico», en Investigación y ciencia, n. 65 (fe-


brero 1982), p. 101; Cf. GRIBBIN, op. cit., p. 27.
96 Pero, ¿quién creó a Dios?

cordar la analogía que propuso el filósofo canadiense John Leslie:


supongamos que estamos ante un pelotón de fusilamiento formado
por cincuenta expertos tiradores y que, después de los disparos, se
comprueba que todos los tiros han fallado y que uno sigue vivo. Hay
dos explicaciones posibles: la primera es la de los muchos mundos,
según la cual uno está muerto en una inmensa multitud de mundos,
pero en este mundo tan particular en que vivimos, se ha dado la bár-
bara coincidencia de que todos los expertos tiradores han fallado a
sólo unos metros de distancia. La segunda explicación considera que
existe una causa explicativa de esta extraordinaria coincidencia (al-
guien consideró que la sentencia de ejecución era injusta y los tira-
dores recibieron una paga extra para fallar el disparo). Piense el lec-
tor, si a él le sucediera esto, si sería capaz de creer que en realidad
está muerto en una multitud de universos, y que en este universo es-
tos cincuenta tiradores han fallado por casualidad.
Y si las diez personas que están en el mismo compartimento del
metro que usted, de repente se levantan todas y le pegan una bofeta-
da, ¿ se creerá la historia de los muchos mundos? ¿De verdad pensa-
rá que hay muchos mundos en los que usted sigue su viaje en ese me-
tro sin contrariedad, pero que en este particular universo se ha dado
la coincidencia azarosa de que a estas diez personas les ha dado por
pegarle precisamente a usted? ¿No considerará mucho más sensato
creer que alguien ha planeado esto para gastarle una broma, o para
vengarse de algo que usted ha hecho?
Aplicando el buen sentido al universo, es necesario llegar a la
misma conclusión que Sir Fred Hoyle: «Las leyes físicas han sido
deliberadamente diseñadas considerando las consecuencias que ha-
brían de tener en el interior de las estrellas. Sólo existimos en regio-
nes del universo en las que han sido fijados exactamente los niveles
energéticos de los núcleos de carbono y oxígeno».
Hay, además, un aspecto de la teoría de la pluralidad de mundos
que no se ha considerado bien, y es el siguiente: esta teoría servía pa-
ra solucionar el problema del colapso de la función de onda para el
universo como totalidad. No hacía falta nada exterior al universo pa-
ra poder colapsar la función de onda y hacer que el universo fuera
real: simplemente había que pensar que existen infinitos universos,
cada uno de ellos con un estado cuántico diferente, abarcando todos
los posibles. Al hacer esta suposición teórica, se estaba concediendo
El orden cósmico 97

que todos estos universos estaban sometidos a las mismas leyes y


que eran sólo variantes unos de otros, prácticamente iguales muchos
de ellos. Por consiguiente no podemos ahora aprovecharnos de esa
idea, ya de por sí estrafalaria, y amañarla para dar a cada universo
unas leyes físicas distintas, para poder escoger entre todas ellas las
necesarias para la vida. Es un procedimiento falaz en el que han ca-
ído bastantes elucubradores entusiasmados por esta «maravillosa»
escapatoria de la racionalidad.
Tal vez sea injusto atacar a la teoría de los muchos mundos de
compleja (y aplicar el principio de la navaja de Ockham), cuando es
aparentemente más simple que sus teorías rivales ya que parece te-
ner menos exigencias ontológicas. Sin embargo hay algo demasiado
misterioso en la idea de que existen copias de nosotros en otras par-
tes inalcanzables. Esas otras partes pertenecen a mundos separados
por cierta bruma obscura y enigmática. No es creíble. Pero además
de ser increíble, ha recibido críticas insuperables por parte de auto-
res como Bell, Hughes y Healey. El proceso de desdoblamiento de
mundos es impreciso y viola la conservación de masa-energía.
En realidad, la idea del desdoblamiento de los mundos, que es la
hipótesis más aceptada por los físicos ateos contemporáneos, corres-
ponde a una interpretación que hizo Bryce De Witt entre 1970 y
1971, de los trabajos de Hugh Everett. El punto de vista de Everett
es mucho más abstracto. Según él, no hay desdoblamiento de mun-
dos sino que la función de onda cósmica evoluciona en una super-
posición de estados que no son otra cosa que componentes mentales
de un único mundo. Hay, pues, una diversificación, pero no de mun-
dos, sino de mentes. La cuestión es más ardua de lo que parece y tie-
ne un punto débil en la interpretación de las probabilidades que pro-
duce el postulado de medición de la mecánica cuántica 3. Además,
según Everett, dentro de un minuto existirá un gran número de men-
tes que podrán ser yo mismo. ¿Quién seré yo entonces? ¿Cómo se
realiza esta clonación? ¿Cómo se da esta coexistencia, teniendo en
cuenta la interacción entre la mente y el cuerpo? ¿Cuántos dobles
voy a tener?, ¿y por qué no uno más o uno menos? Lo que puede re-

3. Cf. CHALMERS, D. J., La mente consciente, Gedisa, Barcelona, 1999, pp. 443
y ss.
98 Pero, ¿quién creó a Dios?

sultar simple matemáticamente es enormemente complejo ontológi-


camente.
Lo peor de la teoría de Everett es que nos obliga a creer que exis-
te una mente en alguna parte, que es la mía, sin ser yo mismo. Hay
una cierta contradicción en esta idea, porque mi mente soy yo mis-
mo. Yo me siento único. No siento ningún desdoblamiento, y, si es-
te supuesto desdoblamiento tuviera lugar en mí habría una relación
de origen, un reparto de papeles por el que se otorgara a cada doble
o clon una determinada situación observacional. Este reparto no pue-
de ser automático, como si su determinación fuera externa, ya que se
supone que en última instancia es la mente la que determina el mun-
do material y no al revés. La mente debería «decidir» desdoblarse,
pero para decidir hace falta querer y saber. ¿Por qué voy a desdo-
blarme? ¿Cómo voy a hacerlo? ¿Por qué tenemos que creer en una
teoría increíble? ¿Por qué hemos de llegar a estas extravagancias fi-
losóficas para escapar de las evidencias de la existencia de Dios?
XV
El orden funcional

Hay órdenes estructurales que son la consecuencia del someti-


miento de la materia a leyes establecidas. Por ejemplo las leyes del
crecimiento de los cristales comportan la aparición de ordenamien-
tos geométricos fantásticos. Las leyes de disolución de las rocas cal-
cáreas llevan a la formación de prodigiosas grutas con estalactitas y
estalagmitas. No vamos a utilizar este tipo de orden para la demos-
tración de la existencia de Dios. Aquí nos interesa el orden funcio-
nal, es decir, aquél en el que están involucradas cosas de diferente
naturaleza y origen en una disposición única entre un ilimitado nú-
mero de posibilidades porque realiza alguna función necesaria o útil
para la existencia de algún ser.
Un ejemplo tomado de la inventiva humana es la pistola. En ella
están involucrados hierro, pólvora, plomo y detonante. Hay una ba-
la cuya forma encaja perfectamente dentro del cañón y que tiene un
detonante con pólvora justo en su base, en la proximidad de un gati-
llo que hace percusión en dicho detonante. Sería un loco quien pre-
tendiera que una pistola es fruto del azar. Nadie lo creería. Pues bien,
en la naturaleza existen muchos dispositivos tanto o más ingeniosos
que una pistola y no menos complejos. Para no ir más lejos, y ha-
blando de dispositivos de defensa, podemos mencionar a los cnido-
blastos, que son células situadas en los tentáculos de pólipos y me-
dusas. Estas células están provistas de un filamento retráctil con la
base cubierta de púas, en comunicación con una cápsula llena de un
líquido irritante y con un disparador (cnidocilio) que regula su acti-
vidad según el estado alimenticio de la célula. Es evidente la analo-
gía con la pistola. Cada cosa está en su lugar (siendo de diferente na-
100 Pero, ¿quién creó a Dios?

turaleza y origen), y todas son necesarias para conseguir el efecto de


paralizar a las presas. Cada parte por separado resultaría inútil. El lí-
quido urticante vertido al agua se diluiría y no heriría a la presa. El
filamento sin el líquido acariciaría a la presa. El disparador, por sí so-
lo, sería un motivo de adorno inservible y absurdo.
La mezcla de todos estos componentes sin el orden necesario,
podría ser incluso fatal pues podría conseguir inyectar el líquido en
el propio animal. Podría estar desconectado el disparador de la cáp-
sula o estar todo el sistema colocado al revés. ¿Cómo sabe la medu-
sa en qué posición debe colocar sus armas?
No cabe la posibilidad de que la presencia de cada cosa en su lu-
gar obedezca a las leyes del azar. Lo que era imposible para una pis-
tola, lo es a fortiori para un cnidoblasto. No cabe tampoco que algu-
na especie de selección natural haya ido reuniendo poco a poco las
diversas partes, ya que el instrumento sólo funciona como un todo, y
las partes, por sí solas, no realizan ninguna función útil, como hemos
visto.
Es bien conocido, pero poco meditado, el hecho de que justo en
el acrosoma de los espermatozoides (su cápsula delantera), exista un
enzima, la hialuronidasa que tiene como función deshacer la subs-
tancia cementante de los tejidos (el ácido hialurónico). No es casual
que el enzima esté situado justo allí, porque es precisamente allí don-
de hace falta para ir abriendo paso al espermatozoide en su camino
hacia el óvulo.
Tampoco es casual que los peces macho depositen su esperma
justo allí donde las hembras han puesto los óvulos. Ni qué decir tie-
ne que estas conductas están muy favorecidas por la selección natu-
ral, pero, antes de que la selección pueda favorecerlas, primero de-
ben haber sido determinadas y ordenadas genéticamente o de
cualquier otra manera que hiciera posible su herencia. ¿Fue el azar el
artífice de estas conductas inteligentes? Creo que hay que ser muy
recalcitrante para admitir una cosa así.
Sócrates exponía este argumento con fuerza singular por medio
del siguiente ejemplo: «¿No te parece que cabe considerar como un
acto de previsión el hecho de que la vista, órgano frágil, esté provis-
ta de párpados a modo de puertas que se abren cuando se necesita ver
y se cierran durante el sueño; y que en esos párpados estén fijadas
El orden funcional 101

unas pestañas a modo de criba, para que los vientos no puedan dañar
los ojos...?» 1.
El orden funcional o finalístico en los seres vivos salta a la vista por
todas partes: en las juntas y articulaciones de bacterias, vegetales, in-
sectos, moluscos y vertebrados, en los dispositivos perceptores y en su
asociación con un órgano directivo central y con un órgano efector; en
las moléculas mismas, como pueden ser los enzimas alostéricos, pro-
vistas por una parte de un centro activo y por otra de un centro regula-
dor; los receptores de membrana, los pigmentos, auténticas antenas que
captan luz de específicas longitudes de onda; en los mecanismos de re-
lojería de alta precisión presentes en las células; en los desconcertantes
programas innatos de comportamiento, muchos de los cuales no tienen
precursores en otras especies. En los sistemas fisiológicos como los
controladores de la meiosis o de la mitosis. En la inserción de los ner-
vios en el justo lugar de los músculos donde será efectiva...
Cualquier punto de partida para la evolución de estos sistemas
complejos es un sistema complejo y denota previsión y diseño. En
algunos casos como en el sistema metabólico del ciclo de Krebs, es
posible demostrar incluso la imposibilidad de evolución paso a pa-
so 2. El ciclo de Krebs es un todo funcional muy complejo que exis-
te como es o no existe en absoluto. Deberíamos reflexionar sobre
ello cada vez que respiramos, porque dicho ciclo es el que permite
dirigir los electrones hacia las cadenas respiratorias de las membra-
nas mitocondriales y hace posible la vida aerobia.
El orden funcional es siempre fruto de un proyecto inteligente.
Algunos científicos modernos han rechazado la quinta vía de santo
Tomás por no entender el concepto de orden funcional y confundir-
lo con el de orden en general. El orden en general consiste en la su-
jeción a una ley. En el orden funcional esta ley es justo la que se re-
quiere para el mantenimiento de alguna función útil a un ser vivo.
Consideremos el caso de un grifo semicerrado que gotea. Aquí la
gravedad, el flujo, la viscosidad y la tensión superficial acaban ori-
ginando una producción de gotas que obedece a una ley rítmica. Es

1. La cita de Sócrates en sus Memorabilia, de Jenofonte, está tomada de JA-


VAUX, J., ¿Dios demostrable?, Herder, Barcelona, 1971, p. 131.
2. Cf. MELÉNDEZ-HEVIA, E., La evolución del metabolismo: hacia la simplici-
dad, Eudema, Madrid, 1992, p. 65.
102 Pero, ¿quién creó a Dios?

un orden no funcional y no se requiere inteligencia para producirlo.


Consideremos ahora el caso de un aparato gota a gota cuya frecuen-
cia de goteo fuera la justa para mantener a un enfermo en un estado
de homeostasis. Entre una infinidad de ritmos posibles que se pue-
den originar, tenemos el justo requerido para la vida, y además, en-
tre una infinidad de líquidos que podrían pasar por los tubos, tene-
mos justo la mezcla de medicamentos que necesita el paciente. Hay
aquí una ley funcional con previsión e inteligencia.
Para explicar un orden no funcional basta hacer un estudio físi-
coquímico. Para explicar un orden funcional hace falta dar cuenta de
la selección oportuna de una ley entre una infinidad de opciones, y
sólo una inteligencia es capaz de realizar tal selección.
Existe un ambicioso proyecto de explicar la morfogénesis (el ori-
gen de las formas biológicas, y parte de la evolución) por medio de
leyes físico-químicas que se traducen en dinamismos o campos físi-
cos que dan origen a las formas de los seres vivos. Hay muchas per-
sonas trabajando en este proyecto, el cual ha comenzado a dar sus
frutos. Los que colaboran en él se han dado cuenta de la total impo-
tencia del neodarwinismo para explicar la forma, y ellos creen haber
encontrado el secreto.
Ahora bien, todos los modelos de campos morfogenéticos físico-
químicos se basan en la interacción entre elementos excitables (con
períodos refractarios), y tienen como sistema ejemplar la famosa
reacción de Beloussov-Zhabotinsky. El campo morfogenético queda
definido por el modo de interacción entre partes en el tiempo (ciné-
tica) y en el espacio (relación entre los estados de regiones vecinas) 3.
Una vez explicado el orden formal que resulta de estos modelos, los
científicos no tienen ya nada más que hacer (ya es mucho), pero ello
no quiere decir que no haga falta explicar la aparición de las condi-
ciones requeridas para la aparición de estos campos entre una infini-
dad. Ciertamente se requiere previsión e inteligencia para establecer
los elementos que harán posible todo este desarrollo.
Para entender esto basta pensar un poco en el ejemplo de la tor-
tuga electrónica de Grey Walter. Se trata de un organismo cibernéti-

3. Cf. GOODWIN, B., Las manchas del leopardo. La evolución de la compleji-


dad, Tusquets, Barcelona, 1998, p. 73.
El orden funcional 103

co que responde a la luz y a diversos factores ambientales, e incluso


se autoalimenta de electricidad. Ciertamente no posee en su interior
ningún conjunto de instrucciones, pero eso no significa que no haya
sido planificada y diseñada por la inteligencia nada menos que de
Grey Walter, y sería muy descuidado todo el que pretendiera expli-
car todo el misterio del comportamiento de esta tortuga sobre la ba-
se únicamente de sus circuitos electrónicos, sin considerar para nada
la actividad intelectual del creador de la tortuga.
Los modelos de campos morfogenéticos se basan en elementos
excitables y, precisamente ahí está el diseño y la inteligencia. Estos
elementos disponen de estructuras físicoquímicas que obedecen le-
yes finalísticas que hacen posible la aparición de una ley compleja
(el campo morfogenético). Veámoslo con algunos ejemplos.
En el caso más elemental de la forma del alga Acetabularia, des-
crito por Brian Goodwin 4, la entrada de calcio en las células no es
casual; su influencia sobre las proteínas del citoesqueleto y sobre el
módulo de elasticidad de la pared celular tampoco es casual. El cal-
cio debe ligarse a proteínas especiales y debe ser recluido en cáma-
ras de almacenamiento o ser bombeado fuera de la célula, lo cual
tampoco es casual. La modulación de la morfogénesis a través de
actividades que dependen del estado de turgencia del citoplasma, del
citoesqueleto y de la pared celular, requiere multitud de actividades
enzimáticas reguladas. Sin todo este bagaje molecular altamente
complejo, no podrían surgir patrones de retroacción y por tanto cam-
pos físicos responsables de la forma del alga. Decir que no hay aquí
previsión e inteligencia es un absurdo enorme. La prueba está en que
eliminando un solo elemento del sistema operativo se hace imposi-
ble la aparición de la forma. Todos están allí donde deben estar.
El gran mérito de todos estos investigadores de campos morfoge-
néticos consiste en que están escrutando el «pensamiento de Dios»,
las «ecuaciones» que Dios tuvo en cuenta al procurar que se unieran
elementos tan dispares formando unidades replicativas y excitables.
Sigue en pie el gran problema de la evolución: el origen de los
nuevos genes y de los órganos nuevos. La teoría de los campos mor-
fogenéticos no explica (ni tampoco lo intenta) el origen de la informa-

4. Cf. ÍDEM, pp. 101-143.


104 Pero, ¿quién creó a Dios?

ción genética. El darwinismo lo intentó por medio del azar y la selec-


ción natural, pero sólo pudo dar cuenta de las modificaciones de las
frecuencias genéticas de diversas variantes dentro de las especies. Ja-
más explicó el origen de una nueva especie, ni mucho menos de un gé-
nero. El fracaso del darwinismo se puede entender fácilmente porque
una evolución hacia la complejidad no se puede explicar por medio de
una evolución hacia la adaptación o la eficacia reproductiva. Precisa-
mente la máxima eficacia reproductiva (y la máxima adaptación) se da
justo en los seres más simples que existen (las bacterias), y a nivel mo-
lecular, cuanto menor es el tamaño del ácido nucleico, tanto más efi-
cazmente se duplica. Así lo demostraron los experimentos ya clásicos
de Spiegelman en 1967, en los que el sistema de partida fue evolucio-
nando gradualmente por selección natural hacia la simplicidad.

ORDEN EN EL ORIGEN DE LA VIDA

El origen inorgánico de la vida no sólo no va en contra de la exis-


tencia de Dios, sino que es uno de los pilares en los que puede fun-
damentarse sólidamente una prueba.
La vida es un desarrollo a partir de algo inorgánico, pero no pue-
de ser un desarrollo casual, aleatorio, sin rumbo, sin previsión, sin di-
seño o sin inteligencia. Las teorías sobre el origen de la vida que han
prescindido del diseño posiblemente a través de algún campo mor-
fogenético han fracasado. Experimentos como el citado de Spiegel-
man han puesto en evidencia su imposibilidad. La evidencia de la
existencia de abundante dióxido de carbono procedente de la activi-
dad volcánica en la atmósfera primitiva de la Tierra ha hecho aban-
donar el paradigma de Haldane y Oparín. El problema de la dilución
de los componentes de la vida en un océano primitivo, el problema
de la destrucción de las moléculas orgánicas por la acción de la ra-
diación ultravioleta, el problema de la síntesis de nucleótidos y de lí-
pidos de membrana, el problema del ensamblaje y de la aparición de
una ruta metabólica y de unos orgánulos como los ribosomas, que
son universales en todas las formas de vida, han hecho estrellar to-
das las hipótesis «terrestres», que últimamente se han venido cam-
biando drásticamente de forma acelerada y casi atolondrada. Por eso
han aparecido las hipótesis «extraterrestres», cada vez más acaricia-
El orden funcional 105

das. El problema con estas hipótesis es, sin embargo, el mismo que
con las terrestres, sólo que trasladado algo más lejos.
Los estudios de la materia orgánica extraterrestre no pueden alen-
tar las nuevas hipótesis, porque se han hallado pocos aminoácidos, en
poca concentración y además, en su mayoría, distintos de los terres-
tres; y por lo que hace a otras moléculas, siguen sin hallarse estructu-
ras fundamentales para la vida. Por fin, sigue siendo ilusorio el paso
de este material a través de la atmósfera, en estado incandescente, por
medio de un meteorito y su acumulación en los océanos, donde se
produciría una rápida dilución, o en los volcanes donde se daría una
tostación que originaría proteinoides, muy diferentes a las proteínas,
y sin otros componentes igualmente necesarios para la vida.
La producción de vida requiere diseño, orden, previsión, inteli-
gencia.
Últimamente ha surgido la hipótesis de Stuart Kauffman y Walter
Fontana, según la cual se van produciendo progresivamente más y
más polímeros catalíticos hasta llegar a un conjunto que es autocatalí-
tico, donde existen catalizadores para todas las reacciones necesarias
para producir los propios catalizadores. Me parece bien que se inves-
tigue la dinámica de la catálisis recíproca. Lo que no puede hacerse
es extrapolar estas sugerencias y considerar que la autocatálisis es ca-
paz de explicar la vida y su origen. La razón es que la vida requiere
un mínimo de información materializada en moléculas codificantes
(como los ácidos nucleicos). Hace falta información para originar sis-
temas energéticos, sistemas de membrana, sistemas de reproducción
y sistemas relacionantes con el medio (como mínimo nutricionales).
Se trata de informaciones dispares, reunidas en una unidad dinámica
funcional. Por eso el origen de la vida, como orden funcional (o fina-
lístico), requiere un proyecto, un diseño, una inteligencia.
La teoría de Gaia, por último, da nuevo vigor a las pruebas de exis-
tencia de finalidad, de previsión y de diseño en los campos morfoge-
néticos, a nivel global de la biosfera, y tal vez a nivel del universo.

LA FINALIDAD EN LA MITOSIS CELULAR

Desde que Jacques Monod publicó su polémico libro El azar y la


necesidad, muchos biólogos rehuyeron utilizar la palabra finalidad
106 Pero, ¿quién creó a Dios?

en biología. Este miedo es completamente injustificado. Jacques Mo-


nod hizo excelentes aportaciones a la biología, pero no supo ver cla-
ro en filosofía. Al negar la existencia de teleología, hubo de inventar
un término indigerible: teleonomía, absolutamente obscuro. Es una
lástima que el prestigio de Monod haya sido el responsable de una
desorientación tan grande en estas cuestiones, porque para negar la
existencia de finalidad en biología, como vamos a ver en el caso de
la mitosis, hay que cerrar los ojos y la inteligencia.
Hemos visto que lo que nos obliga a pensar en términos de fina-
lidad, es decir, de intención de una voluntad, es el hecho de encon-
trar las cosas justo donde deben estar para conseguir un efecto con-
veniente para la existencia de algún ser, siempre que esta situación
sea tan extremadamente improbable que no pueda conseguirse al
azar en un tiempo razonable a escala del universo. Vamos a conside-
rar brevemente un programa de animación (la mitosis) que consigue
que los cromosomas duplicados (cada uno en dos cromátidas) de una
célula se repartan equitativamente entre las células hijas.
La cuestión la expresa magníficamente el Dr. Daniel Mazia, es-
pecialista en mitosis: «Lo que la mitosis significa puede adivinarse
con sólo verla al microscopio, y esto ya se hizo hace muchos años.
Ahora comenzamos a realizar algún progreso hacia una comprensión
más profunda de lo que en realidad sucede en la célula que se está
dividiendo». Si nos preguntamos cómo se alinean los cromosomas
en el plano geométrico adecuado antes de separarse o cómo encuen-
tran su camino hacia los polos opuestos, descubrimos que estamos
frente a problemas de un orden que no encajan en los métodos ni en
la manera corriente de pensar sobre los acontecimientos biológicos.
Vamos sabiendo gran cantidad de cosas sobre la química de las cé-
lulas, pero seguimos muy lejos de comprender cómo cualquier parte
de la célula sabe donde está» 5.
Un ingeniero bioquímico tendría tema para pensar durante toda
su vida para solucionar el problema que se presenta ante la división
de la célula eucariota. Cada célula hija ha de recibir una copia de ca-
da uno de los cromosomas además de obtener una buena representa-

5. MAZIA, D., «División celular» en VV.AA., Física y química de la vida,


Alianza, Madrid, 1969, pp. 234-235.
El orden funcional 107

ción de cada uno de los orgánulos citoplasmáticos, y hay que prever


que todo este reparto ha de suceder justo antes de que la célula se es-
cinda, se estrangule o se tabique en dos. Si numeramos los cromoso-
mas de una célula, no debe permitirse que ninguna de las células hi-
jas se quede sin una copia del cromosoma número 1, ni del 2, ni del
3... ¿Cómo puede saber cada cromosoma, que no tiene ojos ni inteli-
gencia, a qué parte de la célula debe dirigirse? La pregunta tiene una
respuesta, pero no se da con ella casualmente, sin inteligencia, sin un
diseño. Es precisamente un diseño intracelular conseguido a base de
reunir en un mismo lugar ciertas proteínas y elementos capaces de
autoensamblarse y organizar un campo físico direccional lo que per-
mite resolver el problema. Curiosamente, la concentración de calcio
y de la proteína fijadora del calcio, la calmodulina, ejercen una fun-
ción de control en el ensamblaje y desensamblaje de los microtúbu-
los del huso de fibras que determinan la dinámica del proceso. Esta
circunstancia alegrará a los partidarios de los campos morfogenéti-
cos, y estoy completamente seguro de que dentro de poco nos sor-
prenderán con sugestivos modelos de cómo tiene lugar tal maravi-
lloso proceso. Lo que no se explica nunca en las teorías de campos
morfogenéticos es cómo las cosas están justo en su lugar.
La ciencia va descubriendo con gran esfuerzo este desplega-
miento del proyecto, del diseño; va observando las piezas del rom-
pecabezas que encajan unas con otras dando una forma increíble (el
huso mitótico) y una dinámica de separación todavía no muy bien
comprendida, y los filósofos positivistas piensan ingenuamente que,
una vez hayan podido comprender todo este mecanismo gracias al
progreso de la ciencia, podrán decir que ya está todo explicado. Es-
tos filósofos no han llegado todavía a comprender la fuerza penetra-
tiva del pensamiento de santo Tomás de Aquino: la ciencia descubre
las causas segundas, pero es incapaz metodológicamente de acceder
a la causa primera, en este caso una causa final.
Podríamos comparar el pensamiento de los positivistas al pensa-
miento de unos extraterrestres que analizaran el proceso de auto-
montaje de una cadena de automóviles. Tras días de investigación
llegarían a obtener un dossier con «toda» la explicación, teniendo en
cuenta palancas, tuercas, fuerzas, circuitos autocontrolados, regene-
ración de material, autocaptura de materia prima, etc. Ciertamente en
este dossier estarían todas las explicaciones necesarias para com-
108 Pero, ¿quién creó a Dios?

prender cómo funciona una cadena de automontaje, y no haría falta


nada más. No haría falta ningún ser que estuviera haciendo algo des-
conocido desde el exterior. Pero, en realidad, la explicación última,
la auténtica explicación estaría ausente en el dossier, porque no es vi-
sible ni experimentable, ni observable. No es accesible al método
científico. La última explicación está en los días de intenso trabajo
intelectual que estuvo ocupando a varios ingenieros expertos que di-
señaron el proyecto y en la labor de dirección materializada en el ori-
gen de la cadena de montaje que ahora se autocontrola.
La mitosis reúne más elementos que una cadena de montaje pa-
ra automóviles. El tiempo y el espacio celular se ordenan en una in-
creíble procesión de formas. Todo está en su lugar; todo ocurre en su
momento; todo tiene un sentido y una finalidad que se ve con sólo
observar. Pero todo este diseño, esta finalidad, es el proyecto de una
inteligencia y de una voluntad.

FINALIDAD EN EL COMPORTAMIENTO

Las conductas instintivas de los animales son necesarias para la


supervivencia y suelen ser bastante complejas. Cada acto simple de
dichas conductas guarda relación con la consecución del resultado fi-
nal, aunque en sí mismo no tenga ninguna función útil: sólo el con-
junto demuestra tener un sentido, una finalidad clara. Cosas así no
pueden surgir por azar, ni tampoco por un azar guiado por la selec-
ción natural acumulativa porque la selección tendría que hacerse en-
tre actos simples de ésos que no tienen en sí mismos funciones úti-
les y que son absurdos o indiferentes considerados aisladamente.
Sólo mirando hacia el fin adquieren un sentido. Por eso el darwinis-
mo es incapaz de explicarlos, y por eso hace falta una inteligencia di-
rectora para crearlos o encauzarlos.
Pongamos un ejemplo entre millones 6. El gorgojo del abedul
(Rhynchites betulae) es un insecto que construye una guarida ali-

6. Es un clásico que extraigo y resumo del famoso libro de SIMON, J., A Dios
por la ciencia, Alonso, Madrid, 1979, pp. 360-364. Cf. también WIGGLESWORTH, V.
B., La vida de los insectos, Tomo 7, Destino, Barcelona, 1974, p. 124.
El orden funcional 109

menticia para sus larvas. Para ello escoge una hoja de abedul, luego
la corta desde un borde hasta el nervio (al cual sólo rompe un poquito
para que la hoja quede floja pero viva) siguiendo cierta curva en for-
ma de «s» directa y a continuación, pasando al otro lado, hace lo pro-
pio desde el otro borde siguiendo otra curva inversa a la anterior en
forma de «s» recostada. De esta manera, al arrollar la hoja, el borde
formará ángulo recto con las líneas arrollantes, que serán tangentes a
la curva. A continuación este escarabajo forma un embudo con la ho-
ja ya cortada. Agarra la hoja con las uñas de su parte izquierda y la
estrecha a su cuerpo, y con las de su parte derecha va caminando has-
ta que el embudo queda listo. Repite la misma operación con las dos
mitades de la hoja. Cuando termina esta complicada labor, practica
ciertos agujeros a modo de receptáculos donde deposita los huevos
y por fin cierra el embudo por medio de una ingeniosa costura que
realiza con su trompa (a modo de aguja). Para terminar, cierra la
abertura grande por medio de un trozo de hoja triangular que sale,
dando vueltas alrededor del cuerpo.
No es una operación sencilla. Cualquiera puede comprobarlo si
intenta construir una especie de cucurucho permanente con una ho-
ja. Además, hay algo que rebasa nuestra comprensión. Es la forma
de la curva que traza el insecto en el borde de la hoja para cortarla.
Se trata de la resolución de un problema de cálculo diferencial en
geometría que fue resuelto por Huyghens en 1673: considerando que
el borde de la hoja sea una envolvente, hay que trazar la respectiva
evoluta cuyas líneas arrollantes formen ángulos rectos con el borde
y sean tangentes a la evoluta.
Cualquier conducta instintiva es la expresión de una inteligencia,
porque hace referencia a una finalidad. Sólo la inteligencia se mue-
ve por causas finales, ya que al hallarse en el futuro, dichas causas
no pueden actuar físicamente sobre el presente. La conducta instinti-
va es llevada a cabo, sin embargo, precisamente sin usar la inteli-
gencia, e incluso por seres que no tienen inteligencia, como es el ca-
so de los insectos. El hecho de que no tienen inteligencia se ha
demostrado infinidad de veces, modificando las condiciones del me-
dio y observando cómo el insecto sigue realizando los mismos actos,
pero ahora carentes de todo sentido.
La conducta inteligente realizada por un ser sin inteligencia, nos
recuerda las operaciones maravillosas realizadas por un ordenador
110 Pero, ¿quién creó a Dios?

bien programado. Son inexplicables sin la existencia de un progra-


mador inteligente.
No importa que existan variantes de estas conductas, ni que exis-
ta cierta evolución (tanto en conductas como en formas): la línea in-
teligente está trazada desde el principio para que pueda proseguir con
éxito hasta el final en formas más o menos modificadas. El plan bá-
sico es inteligente y ni el azar ni la necesidad matemática dan cuen-
ta de la realización de conductas inteligentes compuestas por sub-
conductas independientes reunidas en una totalidad con sentido.
Sólo una teoría como la de la resonancia de campos mórficos, de
R. Sheldrake, podría dar cuenta de estas conductas, en su operativi-
dad, pero sin explicar el origen de estos campos, que, sin lugar a du-
das, requieren de una inteligencia.

LEYES, INFORMACIÓN Y CÓDIGOS

Tanto la existencia de leyes dinámicas como la existencia de in-


formación operativa en el mundo de los seres vivos requieren la exis-
tencia de una inteligencia muy por encima de la inteligencia del
hombre. Se trata de la inteligencia de Dios. Al final de este capítulo
me ocuparé de la objeción de los que creen en posibles inteligencias
de seres extraterrestres creadores de todo este orden.
Tanto la ley moral como la ley física son imperativas. La ley mo-
ral va a ser considerada en el capítulo XVII. Aquí vamos a tratar de
la ley física y vamos a mostrar que su existencia manifiesta inequí-
vocamente la existencia de un legislador.
A muchos les parece tentador suponer que, en última instancia,
todas las leyes se reducen a principios lógico-matemáticos; es la vie-
ja tentación del racionalismo cartesiano. Es una postura muy com-
prensible, porque aspira a poder conocerlo todo hasta el final, sin que
quede nada oculto ni misterioso. Sin embargo, el empirismo del si-
glo XVIII deshizo esta ilusión, y sólo los que no han penetrado el
pensamiento de David Hume pueden seguir albergando estas espe-
ranzas.
La razón profunda por la cual es imposible reducir las leyes físi-
cas o dinámicas a principios a priori de la lógica y de la matemática
El orden funcional 111

es porque las leyes físicas ordenan e imponen el cambio, mientras


que las leyes lógico-matemáticas no ordenan ni imponen ningún
cambio, sino que son condicionales y descriptivas y no pueden ex-
plicar ninguna modificación del estado de las cosas. Hagamos un es-
fuerzo por penetrar esta razón, por comprender que los principios ló-
gico-matemáticos son estáticos (aunque puedan servir para describir
la dinámica de un sistema físico). Acudamos a los ejemplos: el prin-
cipio de identidad, pongamos por caso, dice: A es A. No obliga a que
se pase de A a B (lo cual sería un cambio). Otro principio lógico di-
ce lo siguiente: «Si A implica B y B implica C, entonces A implica
C». Este principio no indica que deba cumplirse (ocurrir) ni A ni B
ni C. Es sólo un principio condicional: si se cumpliera que A impli-
ca B, entonces ocurriría que...
No hay ningún principio dinámico o legislador de ningún tipo de
realidad en los dominios de la matemática ni de la lógica. Se ve muy
claramente esta verdad cuando consideramos la existencia simultá-
nea de varias geometrías igualmente válidas desde el punto de vista
lógico-matemático. Éste fue un éxito de la matemática del siglo XIX.
Pero en cambio, en la realidad física se ha decidido entre una de es-
tas geometrías. ¿Quién lo ha decidido? Desde luego no ha sido nin-
gún principio lógico-matemático, ya que todas las geometrías tienen
la misma «fuerza» lógica. Sólo una voluntad puede decidir, y esa vo-
luntad decide aquí el tipo de realidad o de mundo que se hará efecti-
vo y esa misma voluntad decide también las leyes básicas que regi-
rán para siempre el orden maravilloso que se encuentra en el cosmos.
Con la información ocurre algo parecido a lo que acabamos de
ver. La información instructiva, operativa y constitucional 7 supone
un informador inteligente. Hay información en el mundo de los se-
res que no tienen inteligencia y por lo tanto debe existir un informa-
dor inteligente.
En los seres vivos hay información genética. Es ineludible estu-
diar su origen. El darwinismo es la única teoría mecanicista que in-
tenta dar una explicación al origen de esta información, pero es una
explicación que no encaja con los hechos biológicos. En efecto, según

7. Cf. SANVISENS, A., «Entidad y origen de la información», en Convivium,


n.º 9 (1996), p. 130.
112 Pero, ¿quién creó a Dios?

el darwinismo toda información procede de otra información anterior


modificada al azar y seleccionada. Si esto fuera verdad, todas las in-
formaciones (todos los genes) actuales tendrían una representación en
el pasado en otros tantos genes, excepto para las familias de genes que
pueden proceder de duplicaciones. De ser así, las bacterias primitivas
deberían tener una cantidad de información equivalente a la que exis-
te en todos los seres vivos actuales. Esto es imposible porque incluso
las bacterias actuales no tienen más de mil genes.
Por otra parte, para el darwinismo, la única fuerza evolutiva es la
eficacia reproductora, y la evolución es un proceso de incremento
constante de eficacia reproductora, pero esto es totalmente falso por-
que los seres con mayor eficacia reproductora son las bacterias, que
son los menos evolucionados. Por fin el proceso darwinista de la
evolución consiste en copiar con errores las informaciones anteriores
y someter el resultado al veredicto de la selección natural. Esto su-
pone un gradualismo evolutivo que choca frontalmente con el autén-
tico registro paleontológico que es discontinuo y drástico, y además
no es un proceso eficaz para crear novedades, sino que es eficaz pa-
ra mantener las que existen y para destruir las variedades ineficaces.
Se ha probado hasta la saciedad que la mutación provoca enferme-
dades, cáncer, destrucción y muerte. En algunos casos produce va-
riantes que han existido desde siempre en el seno de las poblaciones,
alternando sus frecuencias genéticas entre valores altos o bajos según
las condiciones del medio. Nunca se ha visto ni puede verse que el
azar cree un órgano nuevo, un comportamiento complejo o una mo-
lécula realmente adaptada para realizar algo absolutamente nuevo.
No sería azar sino previsión, diseño, inteligencia.
Hay todavía otro argumento poco comentado que permite dedu-
cir la existencia de un ser inteligente a partir de la existencia de in-
formación genética. Si no existiera un código genético, los ácidos
nucleicos no darían información a la célula porque no habría posibi-
lidad de traducción. Muy pocos autores se han preocupado de este
problema. No se han dado cuenta de que tienen un diccionario den-
tro de sus células materializado en moléculas de ácido ribonucleico
llamado de transferencia.
Los diccionarios son engendros de la inteligencia puestos sobre
las mesas de los inexpertos en lenguas para que puedan traducir y en-
terarse de las informaciones de los escritos y actuar en consecuencia.
El orden funcional 113

El diccionario molecular está completo y es óptimo (en cuanto a


su poder de evitar mutaciones), y está, a su vez, codificado en los ge-
nes para que pueda pasar a las células descendientes. Muy poco se
sabe, si puede decirse que se sabe algo que no sean meras conjetu-
ras, acerca del origen del código genético sin el cual nada tendría
sentido dentro de las células. Es muy arriesgado hablar de evolución
del código por mutación, ya que una mutación del código sería mor-
tal para el ser vivo: todos sus mensajes genéticos serían mal traduci-
dos a proteínas defectuosas e inoperantes y la enfermedad o la muer-
te serían las consecuencias ineludibles.
El código, como un todo, con toda su complejidad y su perfec-
ción, aparece desde el principio y acompaña a toda forma viviente
desde los más remotos orígenes, exceptuando algunas ligerísimas va-
riantes halladas en mitocondrias, bacterias y algunos protozoos.
La existencia de un código genético molecular en el interior de
las células es una prueba de la existencia de Dios, porque quien dice
código dice semántica (significado) y el significado hace referencia
a una inteligencia que planificó toda la evolución. Si los ácidos nu-
cleicos habían de tener algún sentido (o significado), tenían que ser
portadores de información, era necesario crear un diccionario de co-
rrespondencias entre nucleótidos (tripletes de nucleótidos) y amino-
ácidos, pero, ¿quién podía comprender la importancia, la necesidad,
la urgencia de este diccionario?
¿Era necesario traducir?, ¿qué?, ¿para quién? Se supone que el
diccionario surgió antes de la vida porque ningún ser vivo sobrevive
sin ese diccionario molecular, pero antes de la vida, ¿a quién favore-
ce? ¿Será acaso una necesidad físico-química? Eso pensaron los pri-
meros investigadores del tema, pero pronto se vio que no era así, por-
que no existía ninguna afinidad química entre los tripletes de
nucleótidos y los aminoácidos; eso se demostró en parte por la exis-
tencia de las variantes en el código descubiertas primeramente en las
mitocondrias.
Además se puede establecer un medio artificial con nucleótidos
y aminoácidos y se puede mezclar y calentar y diluir y acidular y
añadir arcillas y azúcares y de todo, pero jamás aparece un código.
El código (ahora se sabe) es la consecuencia de la información pro-
porcionada por ciertos genes, los cuales (usando el código) se tradu-
114 Pero, ¿quién creó a Dios?

cen a proteínas enzimáticas. Estas enzimas (ARNt-sintetasas) deter-


minan las asociaciones entre los tripletes situados en cierto ARNt y
los aminoácidos. Por consiguiente, tenemos un pez que se muerde la
cola: hace falta el código para crear el código en cada generación ce-
lular desde los orígenes de la vida.
Ocurre igual que en una fábrica de automontaje de automóviles
totalmente automatizada. La propia fábrica se renueva a sí misma
usando tarjetas informatizadas que ella misma reproduce. Para que
estas tarjetas se reproduzcan se requiere el núcleo informático de la
fábrica, pero ese núcleo requiere las tarjetas para renovarse y rege-
nerarse. La pregunta es obvia: ¿quién es el ingeniero? ¿quién pensó
este orden tan bien planificado e integral? Con la vida ocurre exac-
tamente igual, sólo que requiere mayor inteligencia y perfección por-
que permite una evolución programada y un progreso hacia la co-
municación. Se impone por consiguiente la misma pregunta: ¿quién
es el ingeniero?
Hay una respuesta clara a esta pregunta y es la siguiente: «Vanos
por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios, y por
los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni consideran-
do sus obras reconocieron al artífice, sino que juzgaron por dioses
rectores del mundo, sea el fuego, sea el viento, sea el aire ligero, sea
la bóveda estrellada, el agua impetuosa o los luceros del cielo. Pues
si, embelesados con su hermosura, los tuvieron por dioses, com-
prendan cuánto más hermoso es el Señor de todas estas cosas; pues
el autor mismo de la belleza las creó. Y si fueron heridos de admira-
ción por su poder y energía, debieron deducir de ello cuánto más po-
deroso es quien los formó. Pues por la grandeza y hermosura de las
criaturas se deja ver, por analogía, su Hacedor» 8.
Consideremos por fin la información genética en sí. La informa-
ción genética contenida en el núcleo de cada célula humana equiva-
le a la información contenida en toda una biblioteca de más de tres
mil volúmenes. Sería un mal filósofo el que no se preguntara de dón-
de proviene tanto orden y aún peor si se contentara con una respues-
ta elusiva como la que suele darse: «Ha surgido en el proceso de la
evolución a lo largo de millones de años».

8. Sabiduría 13, 1-6.


El orden funcional 115

La mala filosofía encerrada en esta respuesta (por desgracia tan


generalizada) no tiene en cuenta que los procesos evolutivos no di-
rigidos por la información o el orden previos acaban en la produc-
ción de estructuras de máxima probabilidad, máxima entropía, mí-
nima información, mínimo orden. Éste es el resultado empírico más
seguro que existe. Nunca ha fallado en todo tipo de experiencias re-
petidas hasta la saciedad. Tiene una explicación basada en las leyes
estadísticas y fundamenta toda una rama de la física, llamada ter-
modinámica.
Algunos autores han criticado este argumento fundándose en
ciertos hallazgos sorprendentes de formas espirales en estados aleja-
dos del equilibrio, pero la llamada termodinámica del no equilibrio
se basa en la aplicación constante de un gradiente de energía, es de-
cir, de un orden, para poder obtener configuraciones ordenadas se-
gún órdenes no funcionales.
El desarrollo evolutivo del embrión en el seno materno es un
ejemplo de lo que queremos decir. Ciertamente se parte de una es-
tructura aparentemente sencilla y se llega a una más compleja en un
tiempo limitado, pero este desarrollo va dirigido en todo momento
por la información concentrada en el núcleo celular y posiblemente
también a través de campos morfogenéticos todavía mal conocidos.
No es ningún juego del azar. La evolución de las especies tampoco
es ningún juego del azar. A partir de unos tipos básicos originales
programados desde el comienzo, se ha orquestado un proceso global,
ecológico, del que no ha estado exento la extinción cuando ha sido
necesario para llegar al nivel de complejidad actual. Como muestra
de previsión cabe indicar que sin la prolongada producción de petró-
leo orgánico durante un tiempo programado, no habría sido posible
la vida aerobia, porque todo el oxígeno producido en la fotosíntesis
se habría consumido en la oxidación de la materia orgánica. Sin ese
petróleo, además, habría sido imposible el desarrollo de la civiliza-
ción humana hasta el nivel tecnológico en el que ya es posible utili-
zar otras fuentes de energía.
La evolución se presenta como un desarrollo dirigido a partir de
unos tipos biológicos claramente diferenciados, y encauzado hacia la
vida capaz de procesar información y de comunicar con el campo
psíquico. Es evidente que este desarrollo requiere un ingeniero inte-
ligente.
116 Pero, ¿quién creó a Dios?

LA ALTERNATIVA DARWINIANA

La filosofía atea del siglo XX se encuentra necesariamente aso-


ciada al darwinismo, según el cual todo ese prodigioso orden fun-
cional surgió del azar guiado por la selección natural. No hay otra al-
ternativa cuando se miran las cosas a nivel molecular, porque las
cadenas de nucleótidos que constituyen los ácidos nucleicos tienen
una estabilidad independiente de la información que llevan, y porque
se sabe que los cambios en los nucleótidos producidos por el am-
biente, son indiscriminados y azarosos, y que los seres vivos no tie-
nen suficiente inteligencia para saber la relación que existe entre el
orden de sus nucleótidos y la funcionalidad de sus proteínas. Por eso
deben descartarse los reduccionismos físico-químicos y los «animis-
mos» o vitalismos neolamarckianos o bergsonianos.
Pero el darwinismo sólo se sostiene porque es obligatorio dentro
del ateísmo, no porque tenga pruebas a su favor, ni porque no exis-
tan pruebas en contra de él 9.
Una forma moderna de ver la inviabilidad del darwinismo con-
siste en simularlo en el ordenador, no para crear dibujos sin signifi-
cado (orden no funcional), sino para crear nuevos programas que
funcionen (orden funcional). Para ello basta escribir un programa de
unas cinco líneas, traducirlo a lenguaje de máquina, utilizando úni-
camente ceros y unos, y luego someter la secuencia resultante a un
proceso de mutación al azar y selección natural. Todo programa que
funciona y da un resultado es seleccionado, y luego es sometido de
nuevo a modificación y a prueba. ¿Es creíble que por medio de un
procedimiento así se consiga llegar a un programa capaz de enviar
cohetes a la Luna o a cualquier cosa interesante de alto nivel? Eso es
lo que intentan hacernos creer los darwinistas, pero todos los que uti-
lizamos ordenadores sabemos bien que este sistema no es viable. Es-
tamos cansados de que aparezca en nuestro monitor algún mensaje
de «error» que inutiliza el programa y nos obliga a empezar de nue-
vo. Como mucho, los errores pasan desapercibidos. Como gran suer-
te dan una variación o un atajo a lo que ya se hacía, pero todo lo que

9. Cf. SANVISENS, A., Toda la verdad sobre la evolución, P.P.U., Barcelona,


1996.
El orden funcional 117

tiene interés e importancia ha de estar bien protegido contra los erro-


res. Eso que es elemental en informática, ocurre también en biología.
Hay sistemas protectores de errores, y los genes fundamentales per-
duran porque están bien protegidos contra el cambio, incluso gracias
a la misma selección natural. ¿Cómo va a obtenerse entonces una re-
organización total que origine un nuevo plan funcional, un nuevo ti-
po o incluso una nueva especie por retoques al azar?
Hay pruebas claras de que la evolución no se ha producido por
la dinámica neodarwinista. No hay que rebuscar mucho para encon-
trar a cada paso estructuras y órganos cuyo origen y funcionamiento
correcto requieren la aparición simultánea de varias mutaciones.
Ningún darwinista puede explicar estas estructuras por selección
acumulativa ya que la simultaneidad se opone al gradualismo. Por
eso estos órganos y estos comportamientos complejos dan un vivo
testimonio contra la doctrina darwinista. En mi libro Toda la verdad
sobre la evolución expongo doce argumentos clásicos contra el dar-
winismo que no han sido nunca refutados.

LA COMPLEJIDAD IRREDUCIBLE

En la actualidad disponemos de pruebas indiscutibles contra el


darwinismo. Nos las brinda la bioquímica. Un eminente bioquímico,
el Dr. Michael J. Behe, se dio cuenta de que en su campo de trabajo,
los darwinistas no han podido entrar por la sencilla razón de que se
han encontrado enseguida con algo inexplicable en términos de teo-
ría darwiniana, algo a lo que dicho autor llama «complejidad irredu-
cible».
Los sistemas complejos pueden simplificarse, a veces, quitando
elementos que no son esenciales. A medida que vamos simplifican-
do un sistema, nos vamos acercando a un núcleo que realiza las fun-
ciones del sistema, pero que ya no puede simplificarse más. Si qui-
tamos cualquier elemento a ese núcleo, perdemos toda capacidad de
funcionamiento. De ese núcleo podemos decir que tiene una com-
plejidad irreducible.
Los darwinistas esperaban encontrar en la base de todo sistema
funcional, un elemento simple, tan funcional como el sistema mis-
mo. Se creía que este elemento se habría ido asociando a otros para
118 Pero, ¿quién creó a Dios?

perfeccionar su modo de acción, hasta llegar a verdaderas estructu-


ras complejas. Ésta es la filosofía del gradualismo darwiniano. Na-
die ha pretendido nunca explicar por el azar la aparición de un siste-
ma complejo irreducible. Se sabe que la probabilidad de aparecer
algo así está por debajo de los límites aceptables para ser creíble a
escala del tiempo de existencia del universo. Por eso la existencia de
sistemas con complejidad irreducible son la prueba definitiva contra
la explicación darwiniana.
En su brillante libro La caja negra de Darwin 10, el Dr. Behe ana-
liza algunos interesantísimos sistemas bioquímicos con complejidad
irreducible (el sistema de la coagulación de la sangre, los sistemas de
transporte de las proteínas hacia sus compartimentos celulares, los
sistemas de selección clónica para anticuerpos, el sistema del «com-
plemento», el sistema de la síntesis de AMP, etc.). El Dr. Enrique
Meléndez-Hevia, un ferviente darwinista, nos ofrece, sin querer, otro
ejemplo muy notable de sistema con complejidad irreducible: el fa-
moso ciclo de Krebs 11, que ya hemos citado.
Incluso fuera del reino de la bioquímica, la complejidad irredu-
cible se hace evidente a simple vista en algunos sistemas de com-
portamiento en los que interviene una comunicación por medio de
una señal. El ejemplo más conocido, y más estudiado, es el de la se-
ñal de color en el pico de las gaviotas. Para que el sistema funcione
se requieren tres cosas como mínimo: una señal de color en el lugar
apropiado, el instinto que induce al polluelo a picar en dicha señal, y
la disposición anatómica de la gaviota madre capaz de hacer regur-
gitar alimento ante el estímulo del picoteo en el pico.

RESPUESTA A LAS OBJECIONES

Consideraremos brevemente cinco objeciones clásicas a la prue-


ba.

10. BEHE, M. J., La caja negra de Darwin, Andrés Bello, Barcelona, 1999.
11. MELÉNDEZ-HEVIA, E., La evolución del metabolismo: hacia la simplicidad,
Eudema, Salamanca, 1993, pp. 64-65.
El orden funcional 119

La objeción del avance de la ciencia

La apologética del ateísmo nos trae a menudo el siguiente argu-


mento: «A medida que la ciencia avanza, desaparece el misterio y
por tanto deja de hacer falta Dios como causa explicativa del orden
de las cosas».
Ya hemos indicado en varias ocasiones que las pruebas de la
existencia de Dios no se basan en la existencia de misterios, sino en
una exigencia positiva. De la misma manera que la radioactividad
llevó a los esposos Curie a buscar la causa exigida, la finalidad en las
cosas lleva a buscar también su causa exigida: la inteligencia, por
mucho que los mecanismos vayan siendo descubiertos progresiva-
mente por los avances de la ciencia. Cada nuevo descubrimiento
científico es un nuevo punto desde donde se puede atisbar la exigen-
cia de la causa final. La ciencia sólo puede darnos causas segundas.
Cuando la ciencia esté completa, seguirá siendo necesaria una causa
primera; en este caso una causa final.

La objeción del orden que procede del desorden a través


del azar o del caos

Ya hemos visto que el orden en general puede proceder del de-


sorden a través de procesos aleatorios o regidos por leyes sin finali-
dad; pero no ocurre igual con el orden funcional.
Siempre que algún autor intenta demostrar que aparece un orden
funcional a partir del desorden, sin previsión, diseño e inteligencia,
coloca subrepticiamente un orden intencional en el punto de partida,
capaz de explicar el efecto. Por ejemplo, un gradiente térmico a lo
largo de cierto substrato puede originar un orden (en las experiencias
de Prigogine), pero, ¿no es acaso dicho gradiente un orden difícil de
mantener?, y ¿no es más orden aún la presencia de dicho gradiente
justo en el substrato que es capaz de dejarse organizar por aquél?
El orden que surge de la reacción de Beloussov-Zhabotinsky
(formas espirales) no sirve para nada, ni ayuda al mantenimiento de
la reacción (no es un orden funcional); en cambio el orden que apa-
rece por agregación de células excitables sí que es funcional, pero la
misma ley de excitabilidad, el mismo periodo refractario, el mismo
120 Pero, ¿quién creó a Dios?

grado de permeabilidad de las membranas, son órdenes subrepticios


en el punto de partida, que no deben despreciarse: en ellos está el se-
creto del orden finalístico que aparece al final. Así que, después de
todo, el orden no sale del desorden, sino de la previsión, del diseño,
de la inteligencia, porque cuando el azar reúne órdenes independien-
tes y dispares, aparecen, sin dudarlo, otros órdenes aleatorios y figu-
rativos, pero no órdenes funcionales.

La objeción extraterrestre

Los aficionados a la ciencia ficción recurren a la idea de que cier-


tamente todo el orden finalístico que vemos en la vida terrestre pro-
cede de una inteligencia, pero no de Dios, sino de unos seres extra-
terrestres.
Ya pensó en ello santo Tomás y contestó a esta objeción que po-
dríamos llamar kantiana, aunque Kant no la expusiera de esta mane-
ra. Kant cuestionó que el entendimiento ordenador demostrado en la
prueba fuera también un ser creador. Un análisis del orden finalísti-
co hasta el límite de la estructura de la misma materia es capaz de
responder afirmativamente a la cuestión kantiana, pero no vamos a
profundizar en este tema que fue exhaustivamente tratado por Franz
Brentano 12.
Si existiera una inteligencia extraterrestre responsable del orden
de la vida en la Tierra, haría falta otra inteligencia responsable de la
aparición de dicha inteligencia extraterrestre, y así sucesivamente
hasta el infinito. Pero ello nos dejaría sin explicación porque el infi-
nito no puede remontarse y porque siempre seguiría haciendo falta
una causa final para toda la cadena ya que ningún elemento de la
misma sería suficiente.
Hace falta la existencia de un ser que sea eterno, autosuficiente,
existente por sí mismo y con una inteligencia capaz no sólo de crear
vida sino de planificar un orden cósmico incluso a nivel de las ca-
racterísticas atómicas y de las propias leyes físicas y psíquicas. Ha-
blamos de Dios.

12. Cf. BRENTANO, F., Sobre la existencia de Dios, Rialp, Madrid, 1979, pp.
371-382.
El orden funcional 121

La objeción del panteísmo

Estamos asistiendo a un cambio de paradigma en ciencia. La


concepción mecanicista-materialista que ha dominado durante el si-
glo XX se está desmoronando a causa de las paradojas, aporías, pro-
blemas insolubles y contradicciones que han aparecido en el seno de
la física, la cosmología, la biología y la psicología. Diversos autores
han sugerido doctrinas revolucionarias que se apartan radicalmente
de las tesis materialistas, sobre bases empíricas y con un impresio-
nante respaldo teórico. Uno de los más notables es, sin duda, Ervin
Laszlo, una autoridad mundial en Teoría de sistemas y evolución ge-
neral. En su último libro El cosmos creativo, Laszlo muestra que las
insuficiencias en física cuántica, en teoría de la evolución y en la
concepción de la mente, son una consecuencia de no tener en cuen-
ta el factor principal o básico de la constitución de los seres: un cam-
po psi de naturaleza subcuántica. Este campo es capaz de guardar
memoria de todo lo acontecido en el mundo y es el responsable de la
comunicación de cada cosa con todas las restantes del universo. Es
un campo con características de holograma.
Ahora bien, la fascinación por esta solución unificadora le lleva
a Laszlo a otorgar a dicho campo las características de Dios y de
Dios en evolución. Fue el error cometido también por Teilhard de
Chardin y más recientemente por R. Sheldrake y por F. J. Tippler.
Fue el antiquísimo error de los panteístas.
El panteísmo otorga a la naturaleza las potestades y los atribu-
tos de Dios: necesidad, eternidad, omnisciencia, omnipresencia,
omnipotencia. El panteísmo considera que existe Dios, pero Dios es
el universo, la totalidad de lo que vemos. Eso equivale a decir que
no existe un Dios creador del mundo y de la naturaleza, inmaterial
y distinto de todo lo que vemos. Por eso el panteísmo es la forma
más refinada del ateísmo: es el estratonismo en su formulación de-
finitiva.
Pero otorgar necesidad y eternidad a aquello que cambia y evo-
luciona temporalmente es un error elemental, ya que si una totalidad
cambia es señal inequívoca de que no es necesaria y de que tampo-
co puede ser eterna. Para mayor confusión estos científicos conside-
ran la eternidad como una especie de infinito temporal, lo cual es un
imposible físico, porque no hay nada físico que sea infinito. Incluso
122 Pero, ¿quién creó a Dios?

el positivismo ateo comprende que no puede admitir la existencia de


estas extravagancias inexperimentables.
El universo existe, pero no es un ser pensante, ni mucho menos:
es incapaz de diseñar su propia evolución y de crear sus propias le-
yes y sus condiciones iniciales. No es omnipotente ni omnisciente,
precisamente porque ello requiere inteligencia, y el universo, por
más que lo quiera Fred Hoyle, no es inteligente, aunque evoluciona
con la inteligencia con que Dios guía providencialmente su curso a
través de sus leyes no necesarias.

La objeción del desorden

Hay desórdenes en el mundo, hay monstruosidades, catástrofes,


extinciones, imperfecciones, maldades y aberraciones, por lo tanto
no hay Dios.
Ésta es la objeción que más se ventila con una falta de lógica ab-
soluta. No se niega el poder demostrativo de la prueba, que es lo que
interesa, sino que, prescindiendo de ella, se hace una interpretación
de la naturaleza partiendo de unos principios muy dudosos. En pri-
mer lugar se parte del supuesto de que Dios debería crear algo per-
fecto, pero la creación es finita, y toda finitud supone imperfección.
Por ejemplo, todo proceso de determinación de la cantidad de movi-
miento implica una cierta indeterminación en la posición: este hecho,
cara al conocimiento humano, lleva a una cierta imperfección nece-
saria. La erosión es un mecanismo necesario para el reciclaje de los
materiales, por ejemplo para que el fósforo llegue al mar debe ero-
sionarse la apatita y el guano. Pero la erosión origina avalanchas y
todo género de catástrofes naturales imprescindibles. La mutación es
un riesgo inherente a la versatilidad y adaptabilidad de los ácidos nu-
cleicos, pero supone la posibilidad de la formación de monstruosida-
des. La objeción del ateo supone que Dios debería estar todo el tiem-
po ocupándose de modificar las causas segundas para evitar estos
defectos e incomodidades.
Ponerse en el lugar de Dios es algo que los ateos están muy dis-
puestos a hacer, como si supieran mucho acerca de la realidad. Pero
se equivocan. No puede decirse que algo es malo si no se presupone
que existe una finalidad para todo, y que este algo está en contrapo-
El orden funcional 123

sición a esta finalidad. El ateo, al negar precisamente la finalidad, es-


tá negando la posibilidad misma de atribuir una connotación moral a
las cosas. El creyente, en cambio, considera que existe esta finalidad,
pero no la conoce en su profundidad, y sabe que lo que puede pare-
cer bueno, en realidad, puede ser malo y viceversa, y sabe también
que la muerte no es el final de la vida, y que lo que parece irrepara-
ble es reparable, perfectible, y lo que parece un mal puede servir pa-
ra un bien mayor. Todo es cuestión de conocer con mayor profundi-
dad las cosas miradas desde el punto de vista de Dios y no desde el
limitado punto de vista humano.
XVI
Aquello que los cirujanos no encontraron

No podemos fiarnos de nuestros sentidos. Nos engañan a través


de ilusiones, espejismos, alucinaciones, sugestiones y otras distor-
siones. Nos pueden hacer ver objetos allí donde no hay nada; pueden
hacernos creer que una puerta absolutamente quieta se está abriendo,
o que un objeto blanco es negro.
Tampoco podemos fiarnos de lo que dicen otras personas, por
muy sabias y honradas que sean. Han podido equivocarse, han podi-
do ser engañadas. En principio no podemos, pues, creer en nada. Po-
demos —tal vez debemos— dudar de la existencia de la materia y del
mundo exterior a nosotros mismos. Éste fue el punto de partida de la
filosofía de Descartes. Pero, tras esta duda sistemática, viene una pri-
mera certeza: «Yo, como ser que duda y que piensa, existo». Es sor-
prendente que nuestra primera certeza sea la de la existencia de un yo
pensante y dubitativo, es decir, de lo que llamamos un alma.
Podríamos decir que el yo (el alma) es lo único de lo cual tene-
mos una experiencia inmediata. Las actividades materiales sólo pue-
den ser percibidas, integradas y pensadas por una mente (un alma) y
todo lo que sabemos de ellas es que son dimensionales, vectoriales y
automáticas: acción-reacción, estímulo-respuesta, atracción, repul-
sión. Por el contrario, las actividades de la mente son órdenes, man-
datos, deseos, contemplaciones, consideraciones y hacen referencia
a una información (un motivo, una intención, una finalidad, un co-
nocimiento).
Si estimulamos a la materia en un sentido determinado, siempre
es posible aplicarle otro estímulo que contrarreste la acción del pri-
mero, de forma que la materia se quede exactamente igual que al
126 Pero, ¿quién creó a Dios?

principio, como si nada hubiera pasado. El alma, en cambio, guarda


memoria, y, si se olvida, queda un vacío, nunca una indiferencia. La
mente, el alma, el campo mental o psíquico, no es vectorial como lo
son todos los campos de fuerzas del mundo material.
La capacidad de elección que tiene el alma humana y su posibi-
lidad de libertad activa, es decir, de autodeterminación, hace pensar
que estamos tratando con algo que escapa a la maraña de interrela-
ciones de la materia del universo: tal vez algo divino. Sin embargo,
el alma humana no es divina, ni mucho menos. Para empezar no sa-
be cómo es, ni cómo funciona. Por si esto fuera poco, tiene concien-
cia de su origen temporal; sabe que comenzó a existir. Por último en-
cuentra en sí misma bondad y maldad, conocimiento y obscuridad,
alegría y tristeza, placer y dolor, amor y odio. No son éstas precisa-
mente las prerrogativas de Dios.
Esta bondad, este conocimiento, este amor, no están controlados;
no fluyen del alma como algo propio y natural, puesto que muy a me-
nudo se hacen presentes, sin previo aviso, las disposiciones contrarias.
Habiendo visto en capítulos anteriores que toda forma de exis-
tencia requiere una razón de ser, es evidente que el alma humana no
escapa a esta exigencia. La causa que explica la existencia del alma
humana debe dominar la espiritualidad y ha de saber cómo generar-
la; debe dominar la ciencia, la bondad y el amor y saber inducirlos
en las almas creadas. La existencia del alma humana lleva directa-
mente a establecer la existencia de Dios, como causa creadora y co-
mo causa final. Los ateos, con cierta perspicacia, intuyeron este ar-
gumento desde los tiempos de Lucrecio y por eso, salvo raras
excepciones, son concomitantemente materialistas. La destrucción
del materialismo los deja inermes ante el tema de Dios.
Vamos, pues, a destruir los principales puntales de dicho mate-
rialismo. Vamos a establecer la existencia del alma humana más allá
de toda duda razonable.

LO QUE NO PUEDE HACER UN ORDENADOR

Los ordenadores son muy útiles en filosofía porque permiten si-


mular, es decir, imitar el comportamiento de los sistemas materiales.
Aquello que los cirujanos no encontraron 127

En este apartado el ordenador simulará sencillamente el comporta-


miento de la materia en general, de cualquier materia, desde un pe-
dazo de hierro hasta la más delicada de las neuronas de un cerebro.
A través de nuestro teclado hemos dado una información a nues-
tro ordenador acerca de lo que debe hacer y cómo debe hacerlo. To-
do está listo para la acción, y sin embargo no ocurre nada. El cursor
palpita en silencio mientras el ordenador espera pacientemente una
orden de activación para ejecutar todas las instrucciones recibidas.
Basta que nosotros pulsemos la tecla de «acción» 1 para que se pon-
ga en marcha todo el programa.
Observemos bien que el ordenador está bien alimentado con co-
rriente eléctrica de la que más le gusta y tiene en orden y en buen es-
tado todos sus circuitos, y sin embargo es incapaz de iniciar un pro-
ceso que no sea automático sin una orden exterior.
El que pulsa la tecla de «acción» es una persona; la misma per-
sona que ha seleccionado el programa, que lo conoce y que sabe qué
finalidad tiene. Nos preguntamos: ¿no podría un ordenador pulsar él
mismo la tecla de «acción»? Esta pregunta es equivalente a la si-
guiente: ¿no podría la materia con cierto grado de complejidad deci-
dir la ejecución de cierto programa?
Hay que darse cuenta de que pulsar la tecla de «acción» es una
operación algo compleja. Para conseguirlo es preciso elaborar cierto
programa previo que consiste en seleccionar dicha tecla de entre to-
das las del teclado y presionarla. Nadie niega que un ordenador pue-
da hacer esto siempre y cuando tenga este pequeño programa —lla-
mémosle «activador»—, y siempre y cuando se le dé la orden de
ejecutarlo. No se trata de ejecutarlo de forma automática (por ejem-
plo al recibir cierta señal), sino de decidir hacerlo. Evidentemente es-
tamos de nuevo igual que al principio; este nuevo programa «activa-
dor» introducido en el ordenador será capaz de activar al primero,
pero, como ocurre con todo programa introducido, la máquina per-
manecerá eternamente en reposo, esperando a que una orden exterior
lo ponga en fase de ejecución. Esta orden sólo se recibe apretando la
tecla de «acción». Alguien debe hacerlo.

1. La tecla de «return» o de «intro».


128 Pero, ¿quién creó a Dios?

Supongo que el lector se ha dado cuenta de que este modo de


proceder podría complicarse hasta el infinito, añadiendo más y más
programas «activadores» en cadena... Es un mal asunto, porque el
infinito actual no existe. Por fuerza debemos pararnos un día u otro
en un primer programa, el cual ha de recibir la orden de fuera. Al
decir «de fuera», hablando de la materia, hay que pensar en algo que
esté más allá del ámbito de lo material-energético; algo que defini-
mos como alma —un principio operativo no material—.

ALMA, CUERPO Y CADÁVER

En el siglo XIX un famoso cirujano materialista decía que no po-


día creer en el alma porque en ninguna de sus operaciones la había
encontrado bajo su escalpelo.
Lo que ignoraba este cirujano es que si alguna vez alguien en-
contrara el alma entre los tejidos y la tocara con su escalpelo, aquel
día todos los que creen en el alma dejarían de creer en ella. No hay
que darle muchas vueltas. Lo que es espiritual no puede tocarse con
un escalpelo, ni puede verse con los ojos. El escalpelo no es el ins-
trumento que debe utilizarse para descubrir el alma, y, al hacerlo, el
cirujano materialista demostró gran ingenuidad.
Siendo pues el alma una substancia espiritual, ¿cómo es posible
detectarla? No es muy difícil. Todos los seres vivos manifiestan su al-
ma a través de sus actividades cotidianas que requieren sensibilidad,
inteligencia, memoria, voluntad y persistencia de uno mismo. Cuan-
do muere un ser vivo, el alma deja de informar la materia, y queda un
cadáver. El cadáver da mucho que pensar, porque tiene la misma ma-
teria que el cuerpo vivo, y si lo analizamos en una autopsia inmedia-
tamente después de la muerte, podemos ver incluso unas mismas dis-
posiciones. Muchísimas células pueden seguir vivas todavía y, en
numerosos casos, se ha dado por muerto a un ser que luego resultó
revivir. A algunos cadáveres les late el corazón si disponen de mar-
capasos a pilas. Con técnicas al alcance de nuestra tecnología, sería
posible mantener las constantes vitales y las funciones externas de
respiración, circulación y excreción artificialmente en un cadáver sin
vida, sin alma.
Aquello que los cirujanos no encontraron 129

Por otra parte, la materia constituyente de un cuerpo vivo varía


constantemente. No tenemos ni un solo átomo de los que formaban
parte de nuestro propio organismo hace algunos años, y en cambio
somos los mismos, con más experiencia, con más o menos sabiduría,
pero nos identificamos con nosotros mismos en el pasado. No es
ciertamente nada material lo que permite tal identificación, ya que
toda la materia ha sido cambiada a través del metabolismo, la ero-
sión, la nutrición, la excreción y las secreciones.
El ser vivo, el cuerpo vivo, es un cuerpo que mantiene una for-
ma, una estructura que le permite renovarse y persistir. El alma sen-
sitiva es la forma que permite la sensibilidad; el alma racional es la
forma que permite el entendimiento y la voluntad. Cuando dejan de
informar al cuerpo, éste se convierte en un cadáver, el cual, en lugar
de renovarse, se degrada y es devorado por las bacterias 2.
Esta primera evidencia de la existencia del alma no material no
es negada por ningún bioquímico bien informado en la actualidad 3.

LA ANALOGÍA DEL TELEVISOR

Supongamos que un científico no humano se encontrara con un


televisor e intentara averiguar cómo funciona. Si este científico no
conociera las ondas, querría explicarlo todo en términos de cables,
conexiones, relés, válvulas y transistores. Conseguiría explicar mu-
cho. Por de pronto descubriría que el aparato no funciona sin elec-
tricidad. También observaría que la corriente se distribuye dentro
del aparato siguiendo el flujo de las imágenes. No tardaría en des-
cubrir que las mismas imágenes podrían pasar de un televisor a otro
por medio de un adecuado flujo de información eléctrica. Estimu-
lando eléctricamente ciertos puntos de la pantalla obtendría imáge-
nes.

2. Hay muchas causas distintas de muerte, pero, en última instancia, al final


siempre ocurre que el cuerpo es incapaz de generar la energía que se requería para
activar el alma (no para generarla). La pérdida de energía procedente del metabolis-
mo se manifiesta también en el fenómeno de la frialdad del cadáver.
3. Cf. TRESMONTANT, C., El problema del alma, Herder, Barcelona, 1974, pp.
133 y ss.
130 Pero, ¿quién creó a Dios?

Avanzaría tanto por este camino que concluiría que es el camino


correcto y que había dado con la respuesta total a la cuestión de la
aparición de las imágenes. Sólo haría falta complicar y perfeccionar
la teoría electrónica para acabar de explicarlo todo. Desde luego se
habría dado cuenta de la importancia de la antena, pero no sería más
que un catalizador imprescindible. Si un filósofo le hablara de la im-
probabilidad de que surgieran tantas informaciones con tan pocos ele-
mentos, no haría el más mínimo caso, porque, de hecho, todas esas in-
formaciones (imágenes) surgen de las combinaciones eléctricas de los
puntos de la pantalla. Convencerle de que hay algo (precisamente lo
fundamental) que él no ha tenido en cuenta sería extraordinariamente
difícil. Podría ridiculizarse fácilmente la teoría de unas ondas metafí-
sicas que vuelan por el firmamento y que están en todas partes (son
omnipresentes) y que sólo hace falta un receptor (antena) para cap-
tarlas. Creo que la hilaridad que provocaría la teoría de las ondas no
sería menor que la que provoca en algunos la teoría del alma.
Las ondas se captan por un mecanismo de resonancia, llamado
sintonización. Pues bien, es muy posible que exista algo parecido
(una especie de resonancia) que permita la captación de la informa-
ción del alma a través del cerebro e incluso, en ciertos casos, de un
cerebro a otro.
Hay bastantes experiencias y observaciones que sugieren la exis-
tencia de una antena para las informaciones del alma y de un emisor
(exactamente como en una emisora de radio o de TV) del cerebro,
para dar informaciones al alma.
Ahora bien, si concebimos el alma como unida a un campo psí-
quico alimentado con cierto tipo de energía desconocida (energía es-
piritual) procedente del cerebro (aunque podría tener además otro
origen), entonces una bajada en la actividad cerebral, por ejemplo
durante el descanso, durante un golpe en la cabeza, durante la admi-
nistración de ciertas drogas o en las dolencias, o en el momento de
la muerte, producirá una desaparición de la actividad del campo de
la conciencia y la entrada en la inconsciencia. Sólo la administración
de nueva energía podrá restaurar el campo, con la consciencia y la
memoria. Esta energía puede proceder del cerebro, pero también
puede proceder de una fuente inagotable y creadora (Dios) por me-
dio de una acción poco conocida denominada resurrección.
Aquello que los cirujanos no encontraron 131

Hasta aquí una simple teoría o imagen que no tiene por qué ser
necesariamente cierta, pero que despierta la imaginación para conce-
bir otras formas de entender la relación entre alma y cuerpo.
Se ha criticado la idea de que el alma espiritual pueda actuar so-
bre el cuerpo material y viceversa, diciendo que es inconcebible tal
interacción entre lo material y lo inmaterial, pero ya el mismo Des-
cartes respondía a esta acusación invitando a los materialistas a ex-
plicar la interacción entre dos seres materiales. No hay ni siquiera
ahora, con los enormes avances de la física, ni un atisbo de esta ex-
plicación. No es imaginable cómo interactúan los cuerpos físicos.
¿Qué son las fuerzas o de dónde proceden? ¿Qué es la energía y por
qué se transforma? ¿Qué es la luz en términos aptos a nuestra ima-
ginación y a nuestro entendimiento? ¿Hay alguna teoría que pueda
explicar sin ecuaciones qué es la gravedad? ¿En qué consiste cur-
varse el espacio-tiempo? ¿No son eso palabras? ¿No son acaso el es-
pacio y el tiempo puros conceptos?
Los campos físicos (gravitatorio, electromagnético, neutrónico,
electrónico, etc.) regidos por la física cuántica no pueden explicarse
en términos de materia: sólo pueden describirse (no entenderse) en
términos matemáticos y detectarse (no percibirse) por sus efectos. La
materia se explica como una interacción entre campos esencialmen-
te misteriosos e imperceptibles. Cuando se observan fenómenos que
requieren nuevas entidades (campos) para ser explicados, los físicos
no dudan en introducirlos en su cuerpo doctrinal. Pues bien, los fe-
nómenos psíquicos o mentales son irreducibles a los electrónicos,
gravitatorios, neutrónicos y muónicos. Hace falta a todas luces un ti-
po de campo diferente para dar cuenta de ellos: el campo psi, como
ha sido llamado modernamente; un campo ligado al alma.
El campo psi es tan elemental como una partícula subatómica, y,
al igual que dichas partículas, puede individualizarse en cuantos que
tienen una inextricable interconexión. Esos cuantos están en relación
inmediata con los individuos o almas individuales, las cuales pueden
establecer relaciones de resonancia consigo mismo en el pasado (que
es la memoria) y con otras personas, con mayor dificultad (que es la
telepatía).
Existe un código mental que permite relacionar los estados aními-
cos con los estados cerebrales. Probablemente dicho código tenga que
ver con los múltiples estados cuánticos de las partículas subatómicas.
132 Pero, ¿quién creó a Dios?

EL ALMA COMO SER UNIFICADOR

Es tan difícil definir el alma como definir la materia. Nadie sabe


cómo hacerlo. En lugar de ello la ciencia se dedica a estudiar las re-
glas de funcionamiento de las cosas; por eso podemos hablar cier-
tamente de una ciencia del alma. Aunque no se conozca la esencia
misma del alma, sí se pueden mostrar las características que son in-
capaces de ser realizadas por los seres que llamamos materiales. En
primer lugar nos referiremos al hecho de que el alma es un ser capaz
de unificar (integrar), dando un significado a lo múltiple y a lo móvil.
Imaginemos una serie de veinte puntos dispuestos en círculo. El
alma conserva una información de cada uno de esos puntos y unifi-
ca todas esas informaciones sin mezclarlas ni fundirlas, en una uni-
dad de significado, y entonces aparece un círculo en la conciencia o
en la preconsciencia. La materia es incapaz de conseguir una cosa así
porque un centro unificador material, cuando es alterado por una
nueva información, modifica su vieja conformación; en eso se basa
cualquier almacenamiento material de información. Pero modificar
la conformación quiere decir perder la vieja para adquirir la nueva:
no pueden coexistir dos conformaciones distintas en una misma es-
tructura material simultáneamente.
Si un centro material pretendiera unificar veinte informaciones,
lo que haría sería fundirlas, de forma que, cuando entrara la vigési-
ma información, las diecinueve anteriores ya no existirían. Toda me-
moria material ocupa un lugar, y ese lugar no puede ser ocupado si-
multáneamente por otra memoria al mismo tiempo. Todo el que haya
realizado alguna vez un programa de ordenador sabe bien que, si
quiere conservar cierta información situada en un lugar, debe llevar
una copia suya a otro lugar de la memoria, porque toda nueva infor-
mación en cualquier lugar destruye la que había allí con anterioridad.
A la materia le es imposible unificar.
Démonos cuenta de que al percibir algo, vemos, oímos y senti-
mos. Son tres operaciones que realiza y que unifica un mismo suje-
to. No son tres sujetos distintos, sino uno solo. En el cerebro hay tres
centros distintos relacionados con la captación de esas tres informa-
ciones: cada uno de esos tres centros está especializado en su función
y no sabe nada de las otras funciones. Pero nosotros buscamos un su-
jeto que aprecie, valore y unifique las tres informaciones. En vano
Aquello que los cirujanos no encontraron 133

buscaremos un centro cerebral tan plurifacético que sea capaz de per-


cibir tan variadas cualidades. El alma es la que consigue dicha unión
en una unidad de experiencia.

LOS QUALIA

El alma, además de captar formas y movimientos, es la sede de


los qualia (las sensaciones y las emociones).
La materia se reduce a una rica colección de vibraciones de dis-
tinta frecuencia e intensidad. Los qualia acompañan a esas vibracio-
nes, pero no son vibraciones porque aquéllas se pueden describir y
especificar con toda exactitud, de forma que son comunicables y
cualquiera puede tener idea de ellas; su única nota diferencial es la
frecuencia. Los qualia, en cambio, son indescriptibles; no hay forma
de hacer comprender lo que son o cómo son si no se han experimen-
tado. ¿Cómo explicar a un ciego en qué consiste el color verde? Lo
indescriptible no es, pues, idéntico a lo descriptible. Lo inexpresable
no puede equivaler a lo expresable por mucho que exista una estre-
cha correlación entre ambas cosas.

LA VOLUNTAD

El alma es, por otra parte, la sede de la voluntad. En este campo


tenemos la suerte de que hay experimentos que demuestran clara-
mente la existencia del alma. Fueron llevados a cabo, entre otros, por
Wilder Penfield en enfermos conscientes a quienes aplicaba electro-
dos en diversos lugares del encéfalo. Una señora, por ejemplo, mo-
vía el brazo cuando se le estimulaba cierta área cortical. Al pregun-
társele si había tenido la voluntad de mover el brazo, respondía que
no, que ella no había sido quien había movido el brazo, sino que ha-
bía sido el doctor quien se lo había hecho mover. Penfield se limita-
ba a estimular las células cerebrales responsables del movimiento,
pero estas células no eran las causantes de la voluntad del movi-
miento. En vano buscó Penfield por todas partes algún centro que
creara la voluntad de mover el brazo al ser estimulado, pero jamás lo
pudo encontrar. No existe tal centro.
134 Pero, ¿quién creó a Dios?

Ahora se sabe, gracias a delicados estudios del electroencefalo-


grama y por otros medios, que el proceso del movimiento del brazo
comienza con un potencial eléctrico de la corteza cerebral correla-
cionado con el acto voluntario. La cuestión es: ¿este potencial eléc-
trico es la voluntad? Bien sabemos que no, porque ese potencial po-
dría realizar cualquier otro proceso mecánico si lo aplicáramos a otra
neurona, en cambio la voluntad es una determinación a hacer algo
concreto. No es una energía ciega, como la energía neuronal, sino
una energía con conocimiento de lo que pretende.
Cuando un ser humano tiene la intención de moverse, genera
unos potenciales eléctricos en su cerebro que irán seguidos por los
movimientos de los músculos. La intención genera potenciales, pero
es mental. Según el materialismo, la intención es un complejo de po-
tenciales generador de movimiento, pero eso es imposible, porque los
potenciales generadores de movimiento son posteriores a la intención.
El potencial negativo cortical (llamado de presteza) (P.P.) que se
origina durante la intención para llevar a cabo una acción voluntaria,
es la contrapartida fisiológica del acto de desear un movimiento 4. No
podemos identificar este potencial con la propia intención, como ha-
ce el materialismo, porque el potencial es ya un movimiento electró-
nico y, como tal, requeriría una ulterior determinación que podría lla-
marse la intención de la intención, y así ad infinitum. No existen
estos supuestos potenciales previos, y mucho menos en número infi-
nito. La mente (el alma) es precisamente la substancia que permite
una determinación inmediata a partir de motivaciones.
Cuando se tiene una intención de movimiento «se origina una ac-
tivación simétrica de los patrones de los módulos espacio-temporales
en las áreas parietal y precentral que, unos 400 ms antes del movi-
miento voluntario, empieza a converger hacia el hemisferio opues-
to» 5. Luego, unos 50 ms antes, la actividad modular comienza a acti-
var las células piramidales en el área motora cortical correcta para dar
lugar al movimiento requerido. Es evidente que el P.P. ha de ser ge-
nerado por un acto mental de voluntad: un acto del alma. Si fuera el
cerebro el desencadenante de esta reacción, no podría generarse si-

4. Cf. ECCLES, J. C., La psique humana, Tecnos, Madrid, 1986, p. 121.


5. ÍDEM, p. 124.
Aquello que los cirujanos no encontraron 135

multáneamente en los dos hemisferios para luego concentrarse en las


células piramidales oportunas para el movimiento.

LA CONSCIENCIA

El alma es, en fin, un ser consciente o preconsciente. Eso signifi-


ca que se da cuenta de su propia existencia y de su conocimiento de
las cosas. El cerebro no consigue tal empresa, aunque Francis Crick
haya hallado una frecuencia del EEG de 40 hercios correlacionada
con la conciencia. ¡Cuántas modalidades de consciencia, cuántos pen-
samientos conscientes distintos para una misma frecuencia del EEG!
Nadie debe dejarse impresionar por las correlaciones. Es un gran
peligro en el que caen a veces científicos eminentes. La conciencia
es algo que sucede correlativamente a cierta frecuencia neuronal, pe-
ro eso no significa que esa frecuencia neuronal sea la consciencia ni
nada que se le parezca.
Los campos psíquicos (y mórficos) asociados al alma requieren
cierta energía para ser generados. No puede extrañarnos que esa ener-
gía tenga una determinada frecuencia de emisión, tal vez relacionada
con los ritmos del EEG. El alma extrae información de esos campos
psíquicos. Como ya hemos dicho, la interacción entre lo físico y lo
psíquico es tan difícil de entender como la relación entre lo físico y lo
físico. Hay unas leyes que se cumplen y eso es todo lo que se sabe.
Claro está que la consciencia se disipa durante el sueño o por un
contundente golpe en el cráneo. En estas circunstancias no se produ-
ce el ritmo adecuado ni la energía necesaria. El alma duerme exacta-
mente igual que durante la muerte. Los campos psíquicos han deja-
do de formarse por falta de energía y se conservan los generados en
el pasado, pero el alma dormida no escudriña el pasado si no hay una
actualización de los campos en el campo presente.
El subconsciente es un estado del alma que recibe informaciones
mezcladas e inconexas debido a la asociación con campos dispersos
del pasado o asociados a otras almas. Falta energía para dar orden y
coherencia.
El estado de coma sumerge al alma en la inactividad total. Los
campos del pasado se conservan, pero no aparecen de nuevos. Por
136 Pero, ¿quién creó a Dios?

eso, al despertar de dicho estado, el paciente cree continuar la vida


como si nada hubiera pasado. El materialismo es incapaz de explicar
este estado, porque si los estados mentales fueran estados cerebrales,
el comatoso, al despertar, debería tener conciencia de haber pasado
por estados mentales diversos, ya que sus estados cerebrales varían
constantemente. Nada vivo permanece quieto.

LA MEMORIA

Es frecuente ignorar los problemas lógicos insolubles que han si-


do planteados contra la teoría del almacenamiento de la memoria en
el cerebro. Uno de ellos se refiere al proceso de recuperación de esos
recuerdos. El sistema fisiológico ha de poder reconocer el recuerdo
almacenado para identificarlo, pero para ello debe tener en sí otro al-
macén de memoria dotado, a su vez, con otro sistema de recupera-
ción y así indefinidamente.
Para recordar la cara de una persona no es suficiente que nos en-
señen su fotografía. Se requiere que nosotros identifiquemos esa fo-
tografía con la imagen que tenemos en nuestra memoria. Todo reco-
nocimiento es una comparación entre un dato presentado y un dato
recordado. Por eso, unos supuestos datos almacenados en el cerebro,
si se presentan al centro de reconocimiento, actúan como si fueran
fotografías o documentos externos. El centro de reconocimiento de-
be compararlos con los que tiene en alguna otra memoria. Y lo mis-
mo ocurre con los datos de esa otra memoria de dicho centro. El pro-
blema no tiene solución porque el reconocimiento y la identificación
no es un proceso material, sino anímico y porque la memoria de
nuestros recuerdos no está en el cerebro, aunque la energía de cier-
tos centros cerebrales es necesaria para recuperarla.
Todos los complicados modelos holográficos con modificación
de las sinapsis que se han elaborado para explicar la memoria tal vez
ayuden a entender qué sucede en el cerebro cuando evocamos re-
cuerdos, sobre todo los que involucran actividades mecánicas, pero
no sirven de nada para explicar la conciencia del reconocimiento.
Aparte de esta limitación insuperable, el sistema materialista ja-
más ha considerado un aspecto que confiere cierta monstruosidad a su
teoría de la memoria, y es el hecho de que los recuerdos se deberían
Aquello que los cirujanos no encontraron 137

estar grabando continuamente en las supuestas placas holográficas


cerebrales, ya que incluso aquellas escenas que nos han pasado desa-
percibidas pueden llegar a ser recordadas sin querer. Las placas holo-
gráficas deberían ir cambiando de forma continua para ir grabando to-
das las secuencias de la película de nuestra vida. Lo malo es que en el
cerebro no hay ninguna cinta de video ni ningún disco que vaya dan-
do vueltas y que acumule la información en determinadas zonas. Se
sabe que las lesiones parciales del cerebro no eliminan la memoria, y
que los recuerdos que parecían olvidados, vuelven a aparecer.
Los neurofisiólogos, sin quererlo, están explicando los mecanis-
mos por medio de los cuales el cerebro genera campos mórfico-psí-
quicos, que son los que están asociados al alma y no se pueden borrar,
porque no están en el cerebro, aunque a veces son de difícil acceso.
Aún podemos hacer otra observación debida a Bergson. Cuando
miramos un jarrón para recordarlo más adelante, ¿cuál es exactamen-
te la forma que recordará nuestro cerebro, si es que el cerebro guarda
trazas de memoria? ¿Acaso retendrá la configuración retiniana en el
momento en que lo sostenemos con la mano derecha desde cierto án-
gulo?, ¿o retendrá todas las configuraciones que van apareciendo en
la retina a medida que giramos el jarrón? ¿Retendrá la configuración
que surja cuando cambiemos el jarrón de mano? ¿o aquélla en que el
jarrón está boca abajo? Todas estas configuraciones se presentan sin
duda a nuestra retina y van a competir para ser retenidas en el privi-
legiado y supuesto lugar de la «traza» de memoria de este jarrón.
¿Cuál será la escogida? ¿Habrá ciertamente una selección? ¿O tal vez
se almacenará cierto concepto abstracto de este jarrón elaborado co-
mo un promedio de diversas configuraciones? ¿Cree realmente al-
guien que puede promediarse una imagen derecha con una invertida?
Los filósofos materialistas consideran que la modificación de la
vida psíquica por medio de moléculas (neurolépticos, anfetaminas,
alcohol, alucinógenos, etc.) es la prueba definitiva de la inexistencia
de un alma inmaterial. Hay un error fundamental en este enfoque:
consiste en no admitir una doble influencia, la del alma sobre el cuer-
po y la del cuerpo sobre el alma. Aunque sean substancias de distin-
ta naturaleza, en realidad no están separadas, sino inextricablemente
unidas, aunque pueda prescindirse de la acción del cuerpo. El cuer-
po es un modulador de energía y esta modulación proporciona infor-
mación al alma. Es más, la misma energía contribuye a activar la vi-
138 Pero, ¿quién creó a Dios?

da anímica y sus campos mórficos. Las substancias químicas ac-


tuando sobre el sistema nervioso pueden modular la energía psíqui-
ca e inducir cambios en el alma.

LA IMPLEMENTACIÓN ALGORÍTMICA

Un algoritmo es una serie de instrucciones secuenciales que per-


miten conseguir una determinada transformación de elementos.
Mientras un sistema va realizando el algoritmo, va pasando de unos
estados a otros.
Algunos autores creen que la realización o ejecución de las ins-
trucciones del algoritmo (lo que se llama implementación) es una ex-
periencia fenoménica como la de tener conciencia de algo, de com-
prender un teorema, de ver un color, sentir una emoción o tener una
intención. Otros autores (como David J. Chalmers 6) piensan que di-
cha implementación no «es», sino que «origina» una experiencia fe-
noménica no física, siguiendo unas leyes llamadas psicofísicas. Son
posturas parecidas y yo me permito llamarlas a las dos, posturas ma-
terialistas, en el sentido de que consideran que lo único operativo es
la materia, y que el espíritu es un epifenómeno resultante de la im-
plementación de un algoritmo.
Por desgracia para estas teorías, el análisis de la implementación
las descalifica a las dos. Veámoslo. Las implementaciones son pro-
cesos formales que producen combinaciones de los elementos de
partida. Si partimos de símbolos obtenemos símbolos; si partimos de
alimentos, obtenemos alimentos; si partimos de frecuencias neuro-
nales, obtenemos otras frecuencias neuronales. Así pues, no cabe es-
perar que una operación formal con frecuencias neuronales nos dé
como producto algo de distinta naturaleza: eso sería milagroso.
Los partidarios de que el origen de las experiencias fenoménicas
son las implementaciones algorítmicas, no se refieren pues al resulta-
do de dichas operaciones, sino al propio proceso computacional, al
proceso de implementación o ejecución de las instrucciones algorít-
micas. Ahora bien, mientras se desarrolla el proceso no podemos de-

6. David J. Chalmers expone su ingenioso punto de vista afín al panpsiquismo.


Véase CHALMERS, D. J., La mente consciente, Gedisa, Barcelona, 1999.
Aquello que los cirujanos no encontraron 139

cir que ha terminado, y por consiguiente, en ningún momento del mis-


mo podemos pensar que se ha obtenido la experiencia fenoménica, ni
parte de ella (pues en realidad, dicha experiencia no tiene partes, sino
que es una globalidad indivisible). Sólo al final del proceso podría-
mos tener la esperanza de encontrar la experiencia fenoménica, pero
se da el caso de que al final del proceso sólo tenemos una cierta par-
te (la parte final) del proceso; las partes anteriores se esfumaron en el
pasado (no están en el presente). Por esta razón es imposible obtener
ninguna experiencia fenoménica por un proceso de implementación.
Si al final de la implementación el sistema fuera capaz de unifi-
car todos los estados anteriores, entonces podría darse dicha expe-
riencia en este momento final, pero no es así ya que los sistemas ma-
teriales se caracterizan por su incapacidad de estar en varios estados
a un mismo tiempo. Las posiciones de memoria material sólo admi-
ten una información; las nuevas informaciones que llegan a la mis-
ma posición borran las anteriores.
Esta incapacidad de unificación que ya vimos anteriormente es
la clave para entender la imposibilidad de la generación de ninguna
experiencia fenoménica por medio de procesos físicos (sean imple-
mentaciones algorítmicas o cualesquiera otros). Las experiencias fe-
noménicas, son, por consiguiente, generadas por un sistema no físi-
co, capaz de unificar; es decir, por lo que llamamos un alma.

EL ORDENADOR ALEATORIO

La inteligencia es algo más que un comportamiento inteligente.


Si la inteligencia sólo consistiese en la manifestación de un compor-
tamiento inteligente, entonces un ordenador que lograra mantener
una conversación sensata con una persona, imitando perfectamente
las reacciones emotivas y sentimentales (lo que se llama superar el
test de Turing), debería considerarse inteligente. Pero no es verdad.
Supongamos un ordenador que da respuestas puramente aleato-
rias. Es evidente que este ordenador no tiene ninguna comprensión
de nada y si acierta a una pregunta será por pura casualidad. Existe
una remotísima probabilidad de que, por azar, supere el test de Tu-
ring. Pero, si lo hace, ¿habremos de decir que tal ordenador piensa?
No, por cierto, ya que sabemos que ha acertado por casualidad, sin
operar siquiera el algoritmo requerido.
140 Pero, ¿quién creó a Dios?

Alguien dirá que esto es imposible y ciertamente es imposible en


la práctica, pero no por principio. Incluso según la teoría de los infi-
nitos universos, sustentada por muchos partidarios de la inteligencia
artificial, debería existir un universo con un ordenador aleatorio que
superara el test.
La activación de un algoritmo no produce un estado de cons-
ciencia, porque la consciencia no es ninguna activación algorítmica.
Con las pruebas dadas queda patente que los estados mentales no
son producto del cerebro, porque el cerebro lo que hace es activar de-
terminados algoritmos codificados en circuitos neuronales y relacio-
nados con alguna función motora o mimética.
El cerebro hace otra cosa además de esto: proporciona energía de
algún tipo e información a los campos mórficos, y estos campos
mórficos son la sede del alma inmaterial. En ellos se da el fenómeno
de la conciencia.

LA PERCEPCIÓN EXTRASENSORIAL

Un famoso materialista, Alan M. Turing, considerando los argu-


mentos de la percepción extra-sensorial, dice lo siguiente: «¡Cuánto
nos gustaría desacreditarlos!, pero lamentablemente la evidencia es-
tadística, al menos en el caso de la telepatía, es abrumadora» 7.
¿No le resulta chocante al lector la expresión «lamentablemen-
te»? ¿Tan encariñado está Turing con su concepción materialista de
la mente?
Vamos a considerar aquí únicamente tres fenómenos bien docu-
mentados y que no admiten la interpretación materialista de la mente.

LA TELEPATÍA

Las pruebas estadísticas en favor de la telepatía, repetidas infini-


dad de veces, son definitivas. En las épocas en que en Rusia era obli-

7. TURING, A. M., «Computing Machinery and intelligence», Mind, vol. LIX,


n.º 236, 1950; trad. cast. en ROSS, A., Controversia sobre mentes y máquinas, Orbis,
Barcelona, 1985, p. 42 y también en: NEWMAN, J. R., Pensamiento y máquinas, Gri-
jalbo, Barcelona, 1975, p. 85.
Aquello que los cirujanos no encontraron 141

gado el ateísmo y el materialismo, el fenómeno telepático no pudo


ser descartado ni allí. Los autores rusos intentaron aproximar la tele-
patía al materialismo, introduciendo la idea de radiaciones telepáti-
cas. Los clásicos experimentos de L. L. Vasiliev, de la Universidad
de Leningrado, con cajas de Faraday, probaron que la telepatía no era
ninguna radiación electromagnética, puesto que el aislamiento de di-
cha radiación no impedía la transmisión. Esto fue un duro golpe pa-
ra el materialismo.
La transmisión telepática lleva información mental a largas dis-
tancias con inmensa rapidez y parece incluso, en algunos casos, supe-
rar la barrera del tiempo, con lo cual estamos frente a algo que supe-
ra la dimensionalidad espacio-temporal. La comunicación telepática
podría ser un fenómeno de sintonización entre campos mórficos de
mentes distintas.
La transmisión telepática prescinde de la codificación lingüística
y, por tanto, no puede ser equiparada a nada material. Se transmite
una información puramente mental.
El profesor de lógica H. H. Price dice: «La telepatía es algo que
no debería suceder en absoluto si fuese cierta la teoría materialista;
no obstante, sucede» 8. El profesor C. D. Broad, de filosofía, lo con-
firma: «La telepatía... es actualmente un hecho establecido experi-
mentalmente... Ahora bien, apenas si es posible reconciliar con estos
hechos la teoría epifenomenalista de la mente y el cuerpo...» 9.

LA PSICOCINESIS

Como muestra de este fenómeno extraordinario, mencionaré dos


casos totalmente fidedignos de poltergeist. Uno es el de Michael Tal-
bot, un eminente físico contemporáneo que vivió desde los seis años
de edad acompañado de fenómenos inexplicables, como lluvias de
grava, vuelo de piedrecitas y pedazos de vidrio, movimientos de la
aspiradora y de otros objetos, además de ruidos estrepitosos. El fe-

8. Cita en HARDY, A., HARVIE, R. y KOESTLER, A., El desafío del azar, Paneu-
ropea, Barcelona, 1975 (Biblioteca de estudios parapsicológicos, n.º 4), p. 18.
9. ÍDEM, p. 18.
142 Pero, ¿quién creó a Dios?

nómeno era debido a su presencia y su estado de ánimo determinaba


las características del poltergeist.
No tan evidentes ni cotidianas, pero quizás más famosos fueron
los poltergeists que con bastante probabilidad acompañaron al pre-
mio Nobel Wolfgang Pauli. Estos fenómenos contribuyeron a que
colaborara con Jung en la elaboración de la teoría del sincronismo,
un principio de conexión que llamaron acausal, pero que según ellos
fundaba un orden metafísico absoluto.
Los poltergeists que tuvieron lugar en las oficinas del Dr. Sig-
mund Adam, en Rosenheim (Baviera) fueron objeto de estudio ex-
haustivo por parte del Departamento de Investigación Criminal de la
Policía. Todo el sistema eléctrico (que fue sustituido varias veces) se
comportaba como si estuviera encantado y en cambio no existía nin-
gún defecto en las instalaciones ni en la red de suministro. Además
giraban los cuadros y las lámparas y se movían pesados armarios. A
la Policía se le unieron los ingenieros de la compañía Siemens, los
de la compañía de teléfonos y la CID. Uno de los equipos de estudio
fue el del profesor Hans Bender, de la Universidad de Friburgo, el
cual estableció que las anomalías se relacionaban con la presencia de
la señorita Annemarie S., aprendiz de dieciocho años, que fue desa-
rrollando una histeria.
La existencia probada de poltergeist demuestra que la mente in-
consciente puede actuar sobre la materia con cierta direccionalidad.
Ello indica que existe alguna forma de energía espiritual (dirigida
por cierto campo) que puede operar sobre la materia.
Algunos físicos hablan de una nueva forma de interacción natu-
ral. La energía no es el alma, pero hace posible su activación, así co-
mo la de la materia. Es posible que ni el alma ni la materia sean subs-
tancias completas. Ambas requieren energía para expresarse: energía
creada, energía que se conserva.

BILOCACIÓN

Tenemos constancia segura de varios casos de bilocación ocurri-


dos a algunos santos de la Iglesia Católica.
San Alfonso M.ª de Ligorio permaneció casi dos días abatido, sin
moverse, sin hablar y sin comer. Cuando se decidió a agitar su cam-
Aquello que los cirujanos no encontraron 143

panilla para ir a celebrar la Santa Misa, todo el personal acudió a pre-


guntar qué había sucedido en este espacio de tiempo. El santo dijo
que había ido a asistir al Papa que acababa de morir. La noticia co-
rrió por toda la región como si hubiera sido un sueño, pero pronto se
enteraron de la muerte de Clemente XIV en el día y hora en que el
santo aseguraba que había ido a visitarlo.
Fenómenos parecidos les sucedieron a san Antonio de Padua, a
san Francisco Javier y a sor María de Agreda 10.
Por otra parte la exploración del ambiente e incluso de otras per-
sonas a distancia, la percepción de episodios criminales a distancia
por videntes es un fenómeno que ha hecho posible la resolución de
famosos casos policíacos.
Esta posibilidad de la mente de estar en varios lugares, de llegar
lejos, de ver, oír y conocer sin mediación de los sentidos y de la or-
ganización cerebral, es algo que destruye de raíz los principios del
materialismo y ha sido bien estudiada en muchos casos. Uno de los
más famosos es el de Pasqualina Pezzola, dedicada a la visión de do-
lencias a distancia que fueron confirmadas por posteriores análisis
convencionales. Esta vidente fue sometida a estudios y observacio-
nes rigurosas por parte de conocidos científicos (la Dra. Giuseppina
Mancini y el Dr. Piero Cassoli).
Leo Talamonti 11 nos recuerda que estas capacidades de biloca-
ción y visión a distancia no son recientes. Hay constancia histórica
de personas de todos los tiempos que se vieron favorecidas por estas
capacidades.
El alma está abierta al universo entero y todas las regiones del es-
pacio y del tiempo pueden ser accesibles, aunque la exploración del
tiempo desde el tiempo se limita a determinadas zonas (que están ya
configuradas) según principios que desconocemos.
El cerebro, según Henri Bergson, hace como de marco que se-
lecciona la zona espacio-temporal sobre la que hemos de fijar la
atención para solucionar los problemas de la vida. Algunas personas

10. Cf. DELANNE, G., El alma es inmortal, Amelia Boudet, Barcelona, 1988,
pp. 135-136.
11. TALAMONTI, L., Universo prohibido, Plaza y Janés, Barcelona, 1974, pp. 99
y ss.
144 Pero, ¿quién creó a Dios?

consiguen ampliar el marco, escapar a esta limitación, y se encuen-


tran con las percepciones extrasensoriales. Ciertas substancias consi-
guen la inhibición cerebral que hace falta para escapar del marco vi-
tal y pueden conseguir este efecto.
El cerebro es muy complejo porque ha de permitir movernos, ha-
blar, coordinar, estar en equilibrio, recibir informaciones del am-
biente próximo... y además origina energía de un tipo especial que no
se puede considerar material ni puramente espiritual. Esta energía es
la base de la comunicación entre el cerebro y el alma. En la depre-
sión y bajo los efectos de ciertos medicamentos y substancias, esta
energía decrece y el ánimo decae. Con otras substancias esta energía
crece y el ánimo se vuelve eufórico. En el estado de coma, el nivel
energético no es suficiente para la activación del alma, y ésta per-
manece inalterada. Por eso, al despertar del coma, las personas re-
cuerdan lo último que habían estado haciendo, como si lo acabaran
de realizar, aunque hubieran pasado varios años en aquel estado.
Es muy difícil explicar para un materialista lo que ocurre en el lla-
mado estado vegetativo persistente (una de las posibles evoluciones
del coma). En esta situación el tronco cerebral funciona, pero el EEG
de la corteza cerebral puede presentar casi todos los aspectos posibles,
incluso puede ser casi indistinguible del normal. Los potenciales evo-
cados corticales pueden estar poco alterados. Únicamente el metabo-
lismo cerebral medio disminuye en todos los casos 12. El materialista
que atribuye la conciencia a la actividad neurotransmisora manifesta-
da en el EEG esperaría encontrar conciencia en este estado, pero no
hay tal. Para la teoría que he propuesto aquí, no podemos esperar con-
ciencia cuando falta energía, y por consiguiente los campos están de-
sactivados.
Esta energía espiritual no es el alma, pero contribuye a su acti-
vación, como digo. Sin ella el alma «duerme». La muerte es una dor-
mición del alma. Sí: ciertamente con la muerte la conciencia desa-
parece, pero no así el alma, que guarda los campos morfogenéticos
de todas las actividades de la vida, y que puede volver a reactivar la
conciencia en el fenómeno de la resurrección.

12. Cf. GUERIT, J.-M., «El coma», Mundo científico, n.º 107 (noviembre 1990),
pp. 1110-1122.
Aquello que los cirujanos no encontraron 145

Nadie sabe cómo se produce la muerte porque la única señal


«fiable» en la actualidad es la desaparición de los ritmos del EEG.
Muchas células cerebrales siguen vivas en el momento de la muerte,
y no hay ninguna teoría materialista que explique por qué está muer-
to un ser humano cuando el EEG está plano. Para colmo de sorpre-
sas resulta que algunas personas con su EEG plano han revivido.
¿Qué ha pasado? La existencia del alma da cuenta del fenómeno: al
fin y al cabo es el alma, a través de determinados campos mórficos
con energía, la que actúa sobre el cerebro activándolo aquí y allí.
Cuando pensamos, activa ciertas áreas cerebrales encargadas de lle-
var a cabo las órdenes mentales consistentes a veces en leer, en es-
cribir o en hablar y otras veces en andar, correr, nadar o dirigir la mi-
rada a cierto lugar.
Si la energía cerebral ha sido tomada por el alma, el EEG apare-
ce plano, pero el alma tiene las experiencias conscientes que relatan
los muchos que han experimentado estos estados.
El materialismo falla en la explicación, porque en ausencia de
EEG no debería haber corrientes fisiológicas que explicaran estados
mentales.
Ya he dicho que cuando muere el ser humano, el alma duerme
profundamente, porque su energía la ha cedido al cerebro y éste la ha
utilizado en el metabolismo anabólico. El alma no muere porque es
simple y en ella no cabe la descomposición. Para que el alma desa-
pareciera, Dios debería aniquilarla, pero eso no es lógico que suce-
da. El alma espera la resurrección porque requiere energía para acti-
var la información de sus campos mórficos. Dios da esta energía y ya
no se pierde en su comunicación con el cuerpo. El cuerpo es el mis-
mo campo mórfico que no necesita ni cerebro ni materia 13.

13. En la muerte, tras la desaparición de la consciencia y la desconexión con


el monitor físico-corporal, el alma es resucitada por Dios, y, según la teoría que aquí
se propone, los campos mórficos donde se guarda la información, se activan de nue-
vo, pero ahora ya no dependen de una energía física de poco alcance, sino que pasa
a depender de una energía prodigiosa —divina— y queda a la espera de la reunión
final con las almas de todas las personas queridas que constituyen una unidad sin
eliminar la individualidad.
XVII
El árbol de la ciencia

Conforme ha ido creciendo la moda del ateísmo, ha ido aumen-


tando la preocupación por la ética. Los ateos, una vez despachada la
cuestión de la existencia de Dios, se preguntan vivamente por la fun-
damentación de la ética. És lógico que sea así. Todo el mundo sien-
te en su interior el imperativo moral. El ateo —si es honesto— desea
actuar rectamente, pero se ve sacudido por una pregunta un poco ino-
portuna e inesperada muchas veces: ¿qué es lo recto? ¿Qué es lo que
debo hacer y por qué? ¿Dónde está ese dichoso árbol de la ciencia
del bien y del mal?
¿Acaso hay alguna fórmula que permita deducir qué es lo que
debemos hacer a partir del conocimiento científico acerca de lo que
hacemos y de lo que somos? No parece que haya nada de eso. El ser
y el deber ser son dos cosas muy diferentes y los ateos harían bien en
seguir en este punto el principio fundamental del padre del escepti-
cismo moderno, David Hume, para quien no hay forma humana de
deducir lo que debe ser a partir del conocimiento de lo que es. Quien
cree lo contrario cae en la famosa falacia naturalista, que hizo estra-
gos entre muchos ateos impresionados por el darwinismo.
De hecho no hacía falta esperar a Hume ni a Moore, ni a tantos
otros esforzados pensadores modernos; Aristóteles ya había dado en
el clavo en esta cuestión. La cuestión del deber ser es una cuestión
de finalidad. El deber es algo relativo a una finalidad. ¿Qué preten-
do conseguir? ¿ir a la Luna?; entonces lo que debo hacer (lo que es-
tá bien) es tomar un cohete. Si mi finalidad es ir a Santiago de Com-
postela, entonces —perdonadme que os lo diga tan francamente—
tomar un cohete es una auténtica necedad.
148 Pero, ¿quién creó a Dios?

Sin finalidad el hecho de tomar un cohete no está ni bien ni mal.


Sólo respecto a una finalidad cobra sentido la cuestión acerca de lo
que debo hacer y lo que no debo.
El problema que tenemos ahora es decidir a qué finalidad hemos
de referirnos para definir el orden moral, porque está bien claro que
nadie considera malo tomar un cohete por la simple razón de que no
es apropiado ni útil para llegar a Santiago de Compostela; en todo ca-
so podrá considerarse inapropiado, o absurdo, pero no malo. Son
otras las consideraciones que hacemos para decidir acerca de la mal-
dad o bondad de este acto. La adecuación a conseguir ciertos fines,
la llamamos mejor utilidad. Coger un cohete es útil para ir a la Lu-
na, pero todavía no sabemos si es bueno o si es malo.
¿A qué finalidad tenemos que referirnos para poder contestar a
esta cuestión? ¿Respecto a qué finalidad el acto de coger un cohete
puede considerarse apropiado universalmente (bueno) o inapropiado
universalmente (malo)? Evidentemente no podemos referirnos a nin-
guna intención que persiga tal o cual persona, por muy sabia que sea.
Otra persona podría tener intenciones contrarias. Unas se preocupan
predominantemente por la economía, otras por la ecología, otras por
la estética y otras por la ciencia... ¿Quién tiene razón? Ninguno de
estos enfoques puede ser, por consiguiente, el punto de referencia
universal, ya que los seres humanos jamás llegamos a ponernos de
acuerdo en estas cuestiones de preeminencia.
Sólo si hay una finalidad universal podremos hablar de lo bueno
y de lo malo, porque sólo entonces podremos preguntar: ¿es apro-
piado este acto mío para conseguir dicha finalidad? ¿Sí? Entonces es
un acto bueno y debo hacerlo. ¿No? Entonces es un acto malo y de-
bo evitarlo.
Ya se comprende que esta finalidad universal —finalidad para
todo ser humano— no es otra que la finalidad del ser humano: la fi-
nalidad por la que existe el ser humano. Las finalidades concretas de
este hombre o de aquella mujer nunca podrán ser finalidades univer-
sales, es decir, finalidades para todo ser humano.
Llegamos así a la pregunta central de la ética: ¿hay una finalidad
humana? ¿Para qué existe el ser humano? Si hay una finalidad hu-
mana, entonces, y sólo entonces podremos hablar del bien y del mal,
de lo bueno y de lo malo, en definitiva, de moralidad, porque sólo
El árbol de la ciencia 149

entonces podremos preguntar: ¿mi forma de actuar es la apropiada


para conseguir mi finalidad y la de todo ser humano? La respuesta a
esta pregunta nos hará ver la bondad o la maldad de nuestro modo de
actuar.
Pero si nuestra filosofía —como ocurre en el ateísmo— nos im-
pide creer en la existencia de una finalidad humana, ya que la vida
del hombre acaba —según dicha filosofía— en la muerte y en el ol-
vido, entonces, no cabe hablar ni del bien ni del mal; hay que pres-
cindir de la moralidad y resignarse a obrar siguiendo las órdenes de
una bruma cerebral indefinida, ni buena ni mala, sólo lo suficiente-
mente fuerte como para que la selección natural no la haya elimina-
do de la faz de la tierra.
Ahora bien, si nos preguntamos ¿para qué existe el hombre?, he-
mos de saber que todo «para qué existencial de algo» hace referen-
cia a una intención del creador de ese algo. Si yo me pregunto por el
«para qué de ese vaso que hay sobre mi mesa», en realidad estoy pre-
guntando cuál fue la intención que tuvo el que fabricó o creó ese va-
so. ¿Para qué lo hizo?
Así pues, preguntarse el «para qué» del ser humano equivale a
considerar que el ser humano fue creado y concebido por Alguien
que tuvo una intención. Quien no crea que el hombre fue creado y
concebido por Dios con una intención relacionada con el más allá de
la muerte, no puede creer que exista una finalidad humana, y por tan-
to debe desistir de su inútil búsqueda de la fundamentación de su éti-
ca. Ya lo sentenció Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permi-
tido».
El ateo reconoce el imperativo moral, pero no acepta que ha sido
impuesto por Dios con un fin trascendente, y que, precisamente por
eso, exige, incluso a veces, el sacrificio de la propia vida. En este
punto, allí donde el ateísmo se encuentra con el agua al cuello, se pre-
senta una atractiva forma de la falacia naturalista, según la cual la
norma moral (lo bueno y lo malo) es algo que ha sido impuesto por
la omnipresente selección natural. Los ateos se ven condenados a
creer que su moralidad, su imperativo moral es algo impuesto desde
fuera y absolutamente encaminado a establecer la supervivencia de
los sistemas más reproductivos. Pero lo dictado por la selección na-
tural no es un deber, sino algo que se presenta como un deber: una es-
150 Pero, ¿quién creó a Dios?

clavitud genética. Esta «moral» atea es algo obsesivo y bestial. Ade-


más, con un poco de audacia y atrevimiento, a pesar de esta supues-
ta atroz imposición genética, uno siempre puede saltarse la ley y au-
toconvencerse de que ha hecho bien; así que sigue siendo válida la
sentencia de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permitido».
El imperativo moral está impreso en la conciencia de todo ser hu-
mano y está relacionado con un amor incondicional, que no es otro
que el amor de Dios, objeto de la búsqueda inconsciente del hombre
y de su finalidad y felicidad. El hecho de que el ser humano tienda a
la felicidad nos hace pensar que dicha felicidad absoluta puede ser
posible puesto que la naturaleza nunca obra en vano y no promove-
ría deseos que no se pueden satisfacer. El deseo de felicidad no es un
producto de la selección natural, sino un testimonio vivo de la exis-
tencia del único ser capaz de saciar dicho deseo en su plenitud: Dios.
XVIII
¿Qué vale un ser humano?

Aldous Huxley en Un mundo feliz concibió una sociedad futura


en la que el condicionamiento era la base de la felicidad. Se condi-
cionaba desde el nacimiento a los seres humanos según su estado a
que se adaptaran a realizar las labores que se les encomendaran. De
esta manera, y a base del «soma», una especie de droga, se hacía po-
sible una situación de bienestar. Si uno realizaba su trabajo, consi-
guía el soma y era «feliz».
Muchos hombres tienen esta filosofía de la vida: la única que ad-
mite el ateísmo. Es una mezcla de epicureísmo y estoicismo. Pero
hay un dato empírico en la naturaleza del ser humano que no encaja
en ninguna filosofía atea; se trata del sentimiento de dignidad: un
sentimiento que no permite que nos conformemos con la naturaleza,
ni con el placer, ni con nada... El hombre no se resigna a ser un es-
clavo de unas fuerzas ciegas que le obligan a vivir y a sentir ganas
de vivir y que le recompensan con cierto grado de placer, y a veces
con enfermedad, y que acaban aniquilando su ser hasta la nada en la
muerte. El hombre siente la convicción de tener un valor. Cree pro-
fundamente que su ser es insustituible y que no es un esclavo condi-
cionado y que su «paga» no puede ser la droga barata del placer co-
tidiano.
Este valor incondicional del ser humano (independiente de su cu-
na, de su fortuna, de su fuerza, de su salud e inteligencia e incluso de
su voluntad) es lo que llamamos dignidad.
El ser humano siente su dignidad. Se indigna cuando lo ofenden.
Protege al desvalido, al anciano, al pobre, al niño y al no nacido en
el vientre de su madre, porque reconoce en todos ellos su dignidad,
152 Pero, ¿quién creó a Dios?

la cual no depende de su utilidad, de su belleza física, o de su volun-


tad: sólo depende del hecho de ser humano.
Esta realidad, la conciencia de la dignidad y la profunda repug-
nancia consciente o inconsciente 1 que provoca cualquier atentado
contra ella, requiere ser explicada por una causa apropiada.
Hay dos opciones: o bien el hombre tiene realmente un valor in-
condicional basado en que ha sido creado por Alguien que le ha da-
do una elevada finalidad trascendente, o bien el hombre no tiene dig-
nidad en absoluto, pero cree tenerla y actúa como si la tuviera.
Incluso puede enredarse el lenguaje hasta el punto de considerar que
la dignidad existe porque consiste en creer que se tiene, por lo cual
el hombre desea ser respetado y se hace acreedor de derechos. Ana-
licemos estas posibilidades.
Detrás de un valor debe haber algo o Alguien. Veámoslo con
unos ejemplos: una copa de cristal vale por su belleza, por su utili-
dad como recipiente; un libro vale por su interés, por sus datos...
¿Cuál es el valor incondicional que está detrás del ser humano y que
fundamenta su dignidad? No puede ser su utilidad porque la utilidad
está condicionada a sus capacidades; tampoco puede ser su belleza o
su inteligencia. Un feo o un tonto no serían dignos si así fuera.
Nada que un ateo pueda considerar puede ser base incondicional
de valor, ya que todo lo que vale en el mundo material está condi-
cionado a las capacidades y por tanto no puede ser incondicional. El
ateo, por tanto, sólo puede concebir una falsa dignidad: una ilusión
de dignidad. Y aun esta ilusión de dignidad debería ser explicada en
su origen, y a eso vamos, porque tanto si la dignidad existe (como es
el caso), como si no, hay un sentimiento de dignidad que no tiene ori-
gen en ningún principio materialista ni sociológico (porque no con-
fiere eficacia cara a la supervivencia), ni cultural porque no se trata
de un mero comportamiento, sino de un sentimiento psicológico 2.

1. Adviértase la tremenda carga emocional y el arrepentimiento que sienten


durante toda su vida las mujeres que abortan por su voluntad, según confiesan ellas
mismas.
2. Burrhus F. Skinner lleva a sus últimas consecuencias la posición atea res-
pecto a la libertad y la dignidad. En su famoso libro: Más allá de la libertad y de la
dignidad (con traducción castellana en Salvat, Barcelona, 1987), dice Skinner: «La
libertad y la dignidad ilustran este problema. Ambas cualidades constituyen el teso-
¿Qué vale un ser humano? 153

El sentimiento de dignidad a veces desaparece y el hombre se


siente indigno y cree no merecer respeto. Esto sólo ocurre cuando se
enloquece o cuando se viola algún principio moral, lo cual nos indi-
ca claramente que el sentimiento de dignidad está estrechamente li-
gado a la conciencia de obrar según el imperativo moral, como si al
violar este imperativo dejáramos de estar ligados a aquello que nos
confiere realmente valor.
Esta realidad tampoco tiene explicación dentro del ateísmo, pero
en cambio, cobra un profundo significado en la filosofía religiosa
cristiana, porque precisamente Aquél que nos da la dignidad al crear-
nos con un fin trascendente nos marca el imperativo al cual condi-
ciona dicho fin. Por eso, al violar este imperativo, sentimos que no
merecemos el fin y que nos apartamos de la fuente de la dignidad,
que es Dios mismo.

EL SENTIDO DE LA VIDA HUMANA

Albert Camus definió toda una época literario-filosófica cuando


dijo: «Pienso que el sentido de la vida es la cuestión más apremian-
te» 3.
El sentido indica hacia dónde se dirige algo. El sentido de una
conducta es la meta o fin que persigue. Si hay finalidad, entonces hay
sentido. Si el hombre no tiene finalidad alguna porque su fin defini-
tivo es la muerte, la desaparición y la nada, entonces no existe senti-

ro irrenunciable del «hombre autónomo» de la teoría tradicional. Y resultan de esen-


cial importancia para explicar situaciones prácticas en las que a la persona se le re-
puta como responsable de sus actos, y acreedora, por tanto, de reconocimiento por
los éxitos obtenidos. Un análisis científico transfiere tanto esa responsabilidad co-
mo esos éxitos al ambiente» (p. 23).
Por mucho que otros ateos, como Antony Flew, hayan intentado sofocar esas
palabras insoportables, el ateísmo no tiene armas contra ellas, como tampoco tiene
armas contra las devastadoras ideas de R. Dawkins, según las cuales el hombre es
una máquina de genes y de «memes», y toda esperanza de rebeldía (como la que in-
génuamente propone este autor en El gen egoísta, en su párrafo final) es autocon-
tradictoria. El nervio de toda la teoría de Dawkins, es decir, el nervio del ateísmo
consecuente, está en el egoísmo, contra el que no cabe ninguna rebeldía que pudie-
ra venir de alguna parte noble del hombre.
3. CAMUS, A., Le Mythe de Sysiphe, Gallimard, 1942, p. 16.
154 Pero, ¿quién creó a Dios?

do de la vida y la vida del hombre es, como afirmaba Sartre, una pa-
sión inútil.
La concepción de que la vida carece de sentido es una conse-
cuencia inmediata del ateísmo, ya que sólo un Creador intencional
puede conferir finalidad (destino trascendente) al hombre. El ateís-
mo concibe al ser humano como a un producto esperpéntico condi-
cionado por la selección natural a querer vivir, gozar, perpetuar su es-
pecie y a olvidar que debe morir como individuo y como especie;
una máquina orgánica dotada de mecanismos instintivos para sobre-
vivir y de mecanismos psíquicos derivados del egoísmo básico de los
genes.
El ser humano, para el ateísmo, es un producto determinado por
influencias genéticas y ambientales a creer que es valioso (digno) y
que lo que hace es valioso, aunque lo que hace, en última instancia,
es producir dióxido de carbono y otros excrementos.
El ateo considera que la dignidad es una ilusión, pero una ilusión
que se impone de forma invencible al hombre consciente que tiene
suerte en la vida y recibe salud, cultura, bienes, afecto y autoestima.
Por el contrario, esta ilusión es inexistente en el ser humano incons-
ciente y en el que se ve sometido a la pobreza o al dolor, y habla en-
tonces de una vida indigna. No existe entonces, para el ateo, una fun-
damentación para los derechos, los cuales son, para él, tan arbitrarios
como la ilusión de dignidad en que se basan.
El ateísmo duro y consecuente es concomitante con una visión
absolutamente pesimista del mundo, donde el único consuelo es el de
recibir placeres sensoriales. Incluso el amor queda reducido a una
reacción química agradable y regida por aspectos egoístas: dar para
recibir; ayudar para sentir autoadmiración, para no sentir un cosqui-
lleo químico llamado remordimiento; compartir para no sentir sole-
dad, desamparo, miedo, impotencia...
¿Qué puede haber de noble en el ser humano? ¿Qué puede haber
de desinteresado, de heroico, de libre? Para un ateo, nada. Todo se ri-
ge por la ley de acción de masas, por la ley de acción y reacción, por
la ley de la selección natural... El ateo ve al mundo como un espec-
táculo de uñas y dientes, como una pesadilla de sangre y de dolor que
acaba mal para todos y que sólo los que tienen suerte pueden suavi-
zar a base de las morfinas y los ídolos que ofrece la civilización.
¿Qué vale un ser humano? 155

Esta visión del mundo produce una náusea y una angustia tan in-
soportables que es evitada instintivamente. Muy pocos ateos se han
atrevido a afrontarla. Sartre fue uno de los que lo intentaron.
El ateo vive, pues, en la amnesia para no tener que enfrentarse con
este pensamiento. Es demasiado duro e insoportable recordar que de-
ben morir los seres más queridos, y luego uno mismo y nuestros su-
cesores; recordar que se está rodeado de sufrimiento por todas partes,
que han habido hombres sometidos a crueldades insoportables, y que
a uno mismo o a cualquiera de nuestros allegados le puede suceder lo
peor en cualquier momento. Esta realidad, este hecho, es ignorado en
la práctica por la totalidad de los ateos y no soportan que nada ni na-
die les recuerde esas cosas que consideran de mal gusto.
Hasta aquí hemos planteado las dos posibles concepciones del
ser humano: a) la del creyente en Dios, para quien Dios mismo ga-
rantiza una vida después de la muerte y un sentido o razón de ser en-
caminado al bien, de todo el sufrimiento humano; y b) la del ateo, pa-
ra quien no hay vida detrás de la muerte (ya que no hay Dios para
garantizarla) y por tanto no hay sentido, no hay felicidad posible pa-
ra el hombre.
¿Hay algún hecho o razón que permita hacernos ver cuál de las
dos concepciones es la verdadera? Sí. Hay hechos y hay razones que
llevan a aceptar la concepción optimista del creyente. Hablemos pri-
mero de las razones.

Razón del sentido ético

Se han puesto de moda expresiones tales como: «Es ético», «no


es ético», que se dicen para significar: «Es bueno», «no es bueno»,
«es correcto», «es incorrecto». Pero estas últimas frases dan a enten-
der demasiado claramente lo que se intenta expresar: es decir, «está
de acuerdo (o no) con una norma de conducta de aplicación univer-
sal».
Ahora bien, este reconocimiento vivencial, profundo de la exis-
tencia de una normativa universal es absolutamente equivalente al re-
conocimiento de una finalidad esencial en el ser humano. En efecto:
toda norma existe cara a un fin. No tendría sentido una norma de no
156 Pero, ¿quién creó a Dios?

pasar los semáforos en rojo si no fuera porque esta conducta resulta


adecuada al noble fin de poder circular sin peligro por las calles.
Cuando el ser humano siente tan vivamente que algo «es ético», es
decir: «Es bueno», es señal de que cree también muy intensamente, al
menos en su inconsciente, en la existencia de una finalidad para el ser
humano, y esa finalidad ha de ser trascendente cuando las normas ha-
cen referencia incluso a sacrificios de la propia vida.

La logoterapia

Según Pascal «los hombres, como no han podido librarse de la


muerte, se han ingeniado para no pensar en ella y ser felices». Se re-
prime la idea de la muerte en el inconsciente, donde causa estragos
enormes, confirmados por la investigación psicológica moderna 4.
El ateo se ve obligado a abandonar el pensamiento cuando se
adentra en las profundidades, es decir, en la muerte, y a recurrir a las
diversiones, al hedonismo, o a las ocupaciones: obrar, en definitiva,
con el trasfondo de la inutilidad, de la sinrazón, de la frivolidad. Ma-
tar el tiempo, gozar quien pueda, abstenerse de preguntar por el «por
qué». Pero toda esta frenética actividad pesimista tiene un precio: un
malestar interior (una cierta «náusea») que a bastantes mentes ha lle-
vado incluso al suicidio y a muchas otras a la enfermedad mental.
El psicólogo Ignace Lepp dice: «Mi experiencia no me permite
dudar de que la causa más frecuente de las neurosis y otras dificulta-
des psíquicas no se halla en absoluto en los conflictos inconscientes
de la sexualidad, como afirma el psicoanálisis ortodoxo. Puede que
así haya ocurrido en la época de Freud, en la sociedad puritana de
Viena y otros lugares... En nuestra época, la causa más frecuente de
perturbaciones psíquicas parece radicar en la falta o pérdida del sen-
tido de la vida» 5.
Muchos autores de nuestro siglo han comprendido que la reli-
giosidad no es otra cosa que la necesidad de un sentido de la vida, y

4. Cf. LEPP, I., Psicoanálisis de la muerte, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1967,
p. 174.
5. ÍDEM, p. 181.
¿Qué vale un ser humano? 157

que es inherente al hombre; por eso el hombre ha sido, es y será


siempre religioso. La religiosidad es parte de la naturaleza humana:
quien la rehuye, enferma.
Hay una rama de la medicina llamada logoterapia, fundada por
el profesor Víctor E. Frankl, que parte de la constatación empírica
del daño que causa el sinsentido, es decir, el ateísmo. Pretende hacer
reencontrar en el hombre la presencia ignorada de Dios en su in-
consciente 6.

LA MUERTE

Reírse de la muerte o ignorarla es reírse de la vida o infravalo-


rarla, porque la muerte forma parte de la vida, es un acontecimiento
de la vida. No es sincero quien dice despreciar la muerte. «La ilusión
de pensar como si no se tuviera que morir convierte en ilusorias la
vida, la existencia y la muerte. Se trata de una pura experiencia ver-
bal» 7.
Hay un único problema, una única cuestión, dice Unamuno: la de
la inmortalidad personal.
Al estar la muerte de modo inevitable al final de la vida presen-
te, podemos decir que el sentido de la muerte es el sentido de la vi-
da: no cabe engañarse con subterfugios literarios o con evasivas.
La muerte es temida por desconocida, pero amada como libera-
dora de una vida presente que no puede tener sentido en sí misma.
Nadie querría vivir perpetuamente esa forma de vida presente, preci-
samente porque se comprende, aunque sea inconscientemente que,
en sí, sin una perspectiva en un más allá distinto y elevado, la vida
no tendría ningún sentido.
Para muchos el sentido hace referencia a otros individuos, nobi-
lísimo pensamiento, pero defectuoso, porque el referente tiene su
sentido en otro y así sucesivamente hasta la muerte del sistema solar
y la destrucción... donde se acaba todo el sentido (o aunque no hu-
biere tal destrucción, el referente último se hallaría en el infinito, y

6. Cf. FRANKL, V. E., La presencia ignorada de Dios, Herder, Barcelona, 1977.


7. SCIACCA, M., Muerte e inmortalidad, Luis Miracle, Barcelona,1962, p. 19.
158 Pero, ¿quién creó a Dios?

ninguno de sus eslabones podría considerarse con sentido, como ya


nos tiene acostumbrados la filosofía del ateísmo).
El sentido sólo puede hacer referencia a Dios, como ser eterno y
dador de sentido o finalidad trascendente a todo. Dios es el Ser agra-
dable, bueno en sí mismo, por sí mismo, sin necesidad de hacer re-
ferencia a otro, como no sea a sí mismo en una comunicación inte-
rior: es, pues, bueno y agradable y amable absolutamente. Participar
de su vida es el sentido: todo el sentido de la existencia.

El deseo de inmortalidad personal

El deseo de inmortalidad inherente al hombre como individuo


(no como especie o como grupo) no puede ser vano, ya que es natu-
ral, constitutivo; debe responder, como todo deseo natural, a una rea-
lidad. El deseo de inmortalidad no se satisface con la perpetuación
del propio grupo, o de las propias ideas, o del propio nombre. Auto-
res como Edgar Morin y otros ateos famosos se esfuerzan en balde
en cambiar nuestro deseo de inmortalidad personal, por el deseo de
inmortalidad de la cultura, de la sociedad, de la humanidad...
El deseo de inmortalidad personal no debe confundirse con el
instinto de supervivencia. Éste último confiere eficacia biológica,
pero el primero no. No hay razón natural de que esté ahí un deseo
que en sí no confiere ventajas biológicas, pero en cambio sí hay una
muy buena razón existencial: es un deseo de algo realizable: es una
intuición constitutiva.
Según Sciacca, el argumento fundamental en favor de la inmor-
talidad del espíritu es metafísico 8. La inmortalidad es inherente a la
finalidad constitutiva del ser humano. No podría tender como tiende
al conocimiento y a la felicidad plenas si no tuviera la posibilidad de
alcanzarlos. Tampoco anhelaría la justicia absoluta si no estuviera
constitutivamente vinculado a unas consecuencias eternas de sus ac-
tos, y si no comprendiera que estas consecuencias son realmente
eternas para él.

8. Cf. ÍDEM, p. 262.


¿Qué vale un ser humano? 159

El hombre se sabe poseedor de valores absolutos y eternos; sien-


te eso que llaman dignidad, y es capaz incluso de dar su vida por los
ideales de la justicia. La esencia humana comprende su finalidad, la
cual es tan elevada que impulsa al hombre a ser valeroso. La reali-
dad de todas estas consecuencias o efectos de la comprensión de la
finalidad obliga a considerar que la esencia humana es inmortal, por-
que sin inmortalidad no habría finalidad en el ser sino en la nada.
El hombre tiene capacidad ilimitada de conocimiento y amor y,
por tanto, no puede estar limitado a una existencia finita. Su ser está
abierto a la inmensidad de Dios en la vida eterna atemporal.
XIX
La apuesta de Pascal

Este mundo es un casino en el que hay obligación de apostar y


de apostar fuerte. Se apuesta la vida y sólo hay dos números en la ru-
leta: el cero (la nada, el absurdo) y el uno (Dios, la felicidad).
Uno de los creadores del cálculo de probabilidades, Blas Pascal,
ya se dio cuenta de esta disyuntiva y calculó cuál era la mejor juga-
da. Su respuesta era clara: apostar al uno, era, podríamos decir, infi-
nitamente más sensato que hacerlo al cero.
Pero Pascal ha sido criticado en nuestros días por Antony Flew
porque en su estudio sólo se consideraba la alternativa entre el Dios
católico y el ateísmo, cuando en realidad hay otras religiones, e in-
cluso puede haber quien crea en Dios sin pertenecer a ninguna reli-
gión de las establecidas.
Sin embargo Pascal ya sabía lo que hacía, porque tomaba el ca-
tolicismo como representante principal del reducidísimo grupo de re-
ligiones que permiten dar un sentido trascendente a la vida. La apo-
logética católica tiene argumentos fortísimos para decidirse por el
catolicismo dentro de este pequeño grupo de religiones.
Para evitar la crítica de Flew podemos pues clasificar a todos los
sistemas de pensamientos y creencias en dos grandes grupos:
a) aquéllos que permiten dar un sentido a la vida y alcanzar la
felicidad perdurable siempre que se cumplan ciertos requisi-
tos de conducta.
b) aquéllos que no admitan un sentido trascendente a la vida y
que no hacen posible ninguna felicidad perdurable.
162 Pero, ¿quién creó a Dios?

Si no existiera razón para decantarse hacia un sistema o hacia


otro, la mera consideración de las expectativas, debería inclinarnos
hacia el primero. ¿No sería una necedad imperdonable desechar la
felicidad perdurable por esnobismo, moda, precipitación, soberbia,
prurito o frivolidad?
Es lamentable que tales cosas sucedan (pues suceden), y es más
triste todavía porque hay otro punto que nos falta por considerar, y
es el hecho de que uno de los dos grupos de sistemas de pensamien-
to puede probarse racionalmente, y el otro no.
Los ateos muy puntillosos que objetan la incomprensibilidad de
Dios para la inteligencia humana deberían pensar también en la in-
comprensibilidad esencial de la misma materia y de las leyes últimas
del universo (algo relacionado con la naturaleza esencialmente mis-
teriosa de la causalidad).
Desgraciadamente, en el mundo actual donde reina la insensatez
y la bruma, pocos hacen caso de las recomendaciones del más sen-
sato de los matemáticos. La gente apuesta atolondradamente, sin
considerar las consecuencias de su acción en el ámbito individual y
social, y el resultado es el estado escalofriante de la cruel sociedad
(sólo tolerable por el progreso técnico) a la que ha llevado el ateís-
mo contemporáneo.
Hasta aquí hemos visto algunas razones por las que es lógico
aceptar la concepción optimista o cristiana del hombre. En el próxi-
mo capítulo examinaremos los hechos que la avalan, es decir, los he-
chos milagrosos o sobrenaturales que nos inducen a aceptar la exis-
tencia de Dios, garantía de nuestra inmortalidad 1.

1. No pienso referirme a las pruebas de la existencia de vida después de la


muerte aportadas por autores como Raymond Moody, Kübler-Ross, J. Bedford y W.
Kensington, Gabriel Marcel, Harry Price y muchos otros.
Admito la posible comunicación con los difuntos (mediumnidad, psicofonías,
cada vez más controladas tecnológicamente, apariciones, etc.), pero el tema es deli-
cadísimo por la posible influencia de espíritus diabólicos, cuya existencia ha sido de-
mostrada en los libros de Corrado Balducci o de José M.ª Pilón. Las experiencias en
el umbral de la muerte no sé cómo calificarlas, pero no pueden ponerse como prue-
ba de la inmortalidad, al no poder asegurarse la muerte del sujeto de las mismas.
XX
Milagros

Confiamos mucho en las leyes naturales porque suelen cumplir-


se. El mundo está sujeto a ellas y la ciencia se dedica a descubrirlas.
Pero una cosa es descubrir las leyes y otra cosa muy diferente es de-
ducirlas.
Deducir una ley consiste en demostrarla a partir de puros princi-
pios lógicos. Nadie ha deducido nunca ninguna ley básica ni puede
hacerse. Ya habíamos visto esta cuestión en capítulos anteriores.
Grandes pensadores como santo Tomás de Aquino o el mismo Des-
cartes conocían esta verdad, pero hubo que esperar a David Hume
para encontrarla explícita y claramente.
El pensamiento puro no dice nada acerca de la dinámica del
mundo porque la lógica tiene una estructura condicional: «si ocurre
A y ocurre B, entonces ocurre A y B». La lógica jamás se mete en
cuestiones absolutas (de hecho) del tipo: «Ha de ocurrir A». En otras
palabras, las leyes no son necesarias. Esta verdad escandalosa puede
decirse que está en el núcleo mismo de la filosofía de Hume, para-
dójicamente padre del escepticismo moderno. Pero si, ciertamente,
las leyes no son necesarias, entonces deberíamos esperar que, en oca-
siones, no se cumplieran. Bien: he ahí el milagro.

MIEDO AL MILAGRO

La razón que hace que se cumplan las leyes naturales es la mis-


ma que la que, en ocasiones, permite que no se cumplan; es una ra-
zón que está por encima de lo natural y por eso se llama sobrenatu-
164 Pero, ¿quién creó a Dios?

ral y hace referencia a Dios. No aceptar esta postura equivale a creer


en la arbitrariedad y negar el principio de causalidad. El milagro es,
pues, un signo de la voluntad y de la existencia de Dios. Por eso se
teme tanto al milagro e incluso los empiristas más puntillosos hacen
oídos sordos a cualquier noticia sobre milagros y descartan a priori
cualquier investigación empírica seria sobre hechos milagrosos. No
quieren tener que admitir que el milagro existe. No quieren creer en
Dios.
El milagro no es sólo un cambio en una ley natural, incluso en
muchos casos no se viola siquiera ninguna ley natural básica, sino
que es algo donde se hace evidente una intencionalidad particular e
inteligente que ningún ser de la naturaleza es capaz de causar: el mi-
lagro es un signo de la acción de Dios sobre el mundo.
Lo sobrenatural funciona a base de ideas, principios, finalidades,
motivos, intenciones y no a base de fenómenos irracionales (hormo-
nales, eléctricos, osmóticos). La racionalidad, como vimos al hablar
del alma humana, no surge de la naturaleza física, sino de la natura-
leza espiritual, la cual es compartida por el alma humana y por Dios.
Por eso el alma está tan próxima a lo sobrenatural. El alma humana
es inconcebible incluso para sí misma, porque procede de Dios y
Dios le concede a veces participaciones de su poder para realizar su
voluntad (el milagro).
La fenomenología del milagro nos permite descubrir que éste
únicamente se produce cuando se pide con fe y cuando es necesario
para que alguien alcance la fe.
El ser humano está involucrado en la producción de muchos mi-
lagros, cuando actúa con fe, pero él mismo no sabe cómo, ya que la
auténtica causa del milagro está en Dios.
El milagro ha originado y sigue originando conversiones de mu-
chísimas personas a la fe en Dios. Parece ser que la finalidad princi-
pal del milagro es ésta. Se ha preguntado algunas veces: «¿Por qué
no obra Dios milagros a cada momento para eliminar tantos sufri-
mientos y necesidades humanas?». Dios no hace milagros constan-
temente porque requiere fe para realizarlos y predisposición a la fe
para producir conversiones. Por otra parte, en muchas ocasiones el
sufrimiento forma parte de la acción desarraigadora que es preciso
conseguir para llegar a participar de la vida divina, y no es lógico que
Milagros 165

Dios haga un milagro para evitar aquello que precisamente ayuda a


la persona a alcanzar su finalidad y felicidad perdurable.

¿CÓMO SABER SI HAY O NO MILAGROS?

David Hume se hizo esta pregunta y decidió a priori que el mi-


lagro era poco probable y que, por eso, no podía ocuparse en averi-
guar a partir de la experiencia si los milagros eran posibles. Eliminó
a priori la posibilidad del milagro y en ello le han seguido a ciegas
todos los escépticos del mundo. Su actitud fue harto incongruente
con su propio sistema filosófico empirista. En realidad la falta de fe
nunca es un acto racional.
Para saber si hay o no milagros hay que hacer un estudio empí-
rico de los casos que se han considerado milagrosos. Aquí nos ocu-
paremos de revisar la credibilidad de algunos milagros. Esta investi-
gación debería realizarla todo filósofo honrado, sin cerrarse en su
caparazón escéptico, como si no hubiera cosas más extrañas e impe-
netrables que los mismos milagros en las últimas cuestiones relativas
al origen y al análisis de la materia y de sus leyes.

EL MILAGRO EN EL CRISTIANISMO

Para los ateos todas las religiones son iguales, pero para los cris-
tianos existe una diferencia abismal entre el cristianismo y el resto de
las religiones. El cristianismo tiene continuidad con el judaísmo y
contiene un núcleo doctrinal común, por lo que la religión en cues-
tión ha sido llamada a veces judeo-cristiana, pero lo esencial en ella
es la creencia en Cristo.
Hay milagros dentro del cristianismo que avalan esta doctrina;
son milagros fundamentales que guardan relación con la persona de
Cristo. La veracidad de estos milagros confirma la veracidad de esta
persona y, por tanto, toda su doctrina. No ocurre igual en las otras re-
ligiones. Aunque existen algunos milagros realizados por o en virtud
de miembros de otras religiones, son milagros esporádicos a los que
la propia religión concede poquísima importancia, y ni siquiera están
avalados por testigos credenciales (como son los mártires), y sobre
166 Pero, ¿quién creó a Dios?

todo, no son coherentes con el núcleo mismo de la doctrina. Así por


ejemplo, dentro del budismo o del hinduismo, que proclaman la mal-
dad de la naturaleza, de la cual hay que escapar de algún modo por-
que es ilusoria, no es congruente un milagro que produce efectos en
el plano natural.
Por otra parte los hechos centrales del cristianismo, la encarna-
ción y la resurrección de Cristo, son milagros. No hay ninguna otra
religión donde su fundador se proclame Dios a sí mismo (Hijo de
Dios y de la misma naturaleza que el Padre) 1. Las demás religiones
hacen referencia a dioses lejanos, dioses buenos o malos que ilumi-
nan las mentes de algunos hombres privilegiados. Lo sobrenatural
es, pues, algo tangente a lo natural en todas las demás religiones. Só-
lo una religión contempla a un hombre real-histórico como poseyen-
do además la naturaleza de Dios y actuando sobrenaturalmente, ha-
ciendo de puente entre las causas naturales y la causa sobrenatural.
Es la misma religión que ve también en todo ser humano un punto
de confluencia entre lo natural (corpóreo) y lo natural incorpóreo
(dependiente y participante de lo espiritual sobrenatural).
El cristianismo es una religión puente, que une la naturaleza con
la sobrenaturaleza (la gracia). Es la única religión que pretende re-es-
tablecer (religar) una vinculación entre Dios y el hombre que había
sido rota. Sólo un hombre-Dios podía conseguir este reestableci-
miento y por eso sólo esta religión es una auténtica religión; sólo ella
está fundamentada en el milagro de la encarnación de Dios en un
proceso misterioso de reparación (o redención) y en un milagro de

1. Otras religiones (la egipcia, la romana...) daban culto a faraones y empera-


dores como si fueran dioses, pero en realidad se trataba de un tratamiento protoco-
lario para asegurarse la sumisión del pueblo. Estos personajes no representaban nin-
gún papel en el proceso de salvación personal, ni se les rezaba, ni se les consideraba
iguales a los otros dioses, ni mucho menos de la misma categoría que el Dios crea-
dor en el cual creían a pesar de la confusión politeísta que se fue introduciendo al
integrarse diversas culturas. En Egipto fueron considerados descendientes de Horus
y, más adelante, hijos de Ra. En la India, Vishnú, que compartía la divinidad con
Brahma y Siva, era un dios de la vida dispuesto a ayudar a la humanidad adoptan-
do forma animal y humana. No se trata, pues, de un auténtico ser humano. En otras
religiones, como en el mazdeísmo, tenemos profetas como Zoroastro (Zarathustra),
que no eran dioses, sino enviados, a los que, para resaltar su importancia, se les atri-
buía a veces una existencia celeste previa de algunos milenios.
Milagros 167

resurrección que resume y convierte en una realidad todo aquello


simbolizado por las realidades de la siembra y la recolección de los
granos vegetales.
Muchas religiones fueron filosofías que captaron el poder sim-
bólico de estas realidades, pero se equivocaron de sujeto: atribuye-
ron fuerza sobrenatural al mismo grano, a la misma tierra-naturale-
za, en lugar de ver que el grano sólo era un símbolo de Cristo.
La diferencia radical entre el cristianismo y todas las demás reli-
giones de la historia está en que sólo en el cristianismo se da el en-
lace real-histórico (y no simbólico o mitológico) entre Dios y el
hombre; y por eso sólo el cristianismo ofrece una posibilidad real de
salvación (de unión con Dios, de participación en Dios, de felicidad
imperecedera y personal).
Sólo el cristianismo está basado en un milagro. Para las demás
religiones los milagros son evitables e incluso estorban. El cristia-
nismo es una fe en el milagro de Cristo: un puente de paso entre lo
natural y lo sobrenatural, porque tiene dos naturalezas.
Por eso vamos a analizar a continuación las credenciales de ese
milagro, particularmente las de la resurrección, que es el hecho más
notable de la encarnación.

EL MILAGRO DE LA RESURRECCIÓN

Jesucristo, en el siglo I de nuestra era, fue crucificado, muerto y


sepultado, pero resucitó al tercer día y se apareció corporalmente an-
te muchos testigos. La tumba en la que fue sepultado quedó vacía;
sólo pudo recuperarse de ella la síndone o sábana en la que había si-
do envuelto su cuerpo ensangrentado.
Probaremos:
a) que los testigos son verídicos.
b) que los testigos no son ilusos.
c) que la tumba de Cristo quedó vacía sin que nadie se llevara el
cuerpo.
d) que la resurrección dejó una marca del cuerpo de Cristo gra-
bada por radiación ortogonal sobre la Sábana Santa). Este úl-
168 Pero, ¿quién creó a Dios?

timo punto no es esencial, y las pruebas no son más que altas


probabilidades. Podríamos prescindir de él.

a) Los testigos son verídicos


Consta históricamente que los apóstoles de Jesús dieron su vida
por defender su testimonio acerca de la resurrección. Proclamaron su
fe en Cristo hasta padecer martirio.
Nadie da su vida por aquello en lo que no cree. Nadie se deja tor-
turar por defender una teoría que considera que es falsa y que con-
duce a la muerte y a la ignominia. Si los apóstoles hubieran sabido
que con la crucifixión de Cristo se acabó todo, no hubieran entrega-
do su vida por una mentira que llevaba a tan trágico final. Si fueron
capaces de sufrir su martirio es porque creyeron en la resurrección.

b) Los testigos no son ilusos


Tampoco puede pensarse que Cristo los engañó y les hizo creer
en la resurrección por medio de algún truco, o que les convenció de
que era preciso creer a pesar de las apariencias.
La razón de que no se pueda pensar así es que el prestigio y la
credibilidad de alguien está en función del cumplimiento de su pala-
bra. Cristo prometió que resucitaría. Su poder sobre los apóstoles se
hubiera venido abajo si en vez de resucitar, su cuerpo se hubiera po-
drido en una tumba. Incluso los hijos pierden la confianza en sus pa-
dres cuando éstos incumplen sus promesas. La decepción y el hastío
es tanto mayor cuanto mayor es la expectativa, y no puede haber ex-
pectativa más grande que la de la resurrección.
Jesucristo cambió el rumbo de la historia humana. Su nacimien-
to marcó el comienzo de nuestra era, la era cristiana. ¿Qué pudo ha-
cer Jesucristo desde la tumba para provocar tal entusiasmo en sus
apóstoles que se convirtieron de pescadores y hombres corrientes y
más bien timoratos en mártires que expandieron su fe por el mundo
entero en pocos años? Sólo una cosa podía hacer: resucitar, conver-
tir su cuerpo en energía radiante (que probablemente dejó una ima-
gen ortogonal en la sábana santa que se conserva en Turín) y luego
aparecerse a san Pedro, nombrándolo primer jefe de la Iglesia, y lue-
go a los demás apóstoles y a muchas otras personas.
Milagros 169

c) La tumba de Cristo quedó vacía, pero nadie se llevó el cuerpo

Los judíos mandaron custodiar la tumba de Cristo. No les inte-


resaba que sus discípulos se llevaran el cuerpo. Su interés era que to-
dos pudieran saber que el cuerpo de Jesús estaba definitivamente en
un sepulcro pudriéndose. No hubieran permitido que los apóstoles se
lo llevaran, y mucho menos se lo hubieran llevado ellos.
Por su parte, los apóstoles, tras la muerte de Cristo, quedaron
consternados. Es absurdo suponer que ocultaron su cuerpo y tras ver
cómo se iba descomponiendo, proclamaran que estaba vivo y se de-
jaran martirizar por esta fe.
Así pues, si nadie quitó el cuerpo del sepulcro, ¿por qué los ju-
díos no protestaron cuando los apóstoles proclamaban la resurrec-
ción de Cristo? ¿Por qué nadie abría la boca para decir que el cuer-
po de Jesús estaba descomponiéndose en su tumba? ¿Por qué dejaron
que Pedro y Juan dijeran, sin desmentirlos, que el sepulcro estaba va-
cío y que vieron la Sábana que había envuelto el cuerpo sola, sin el
cuerpo, el cual se había desmaterializado y que, al verlo, creyeron?
No hay ningún testimonio de alguien que negara la realidad palpable
de la tumba vacía, inexplicable a no ser por la resurrección.

d) Hubo señales físicas de la resurrección

Es altamente probable que el impacto de la resurrección sobre la


sábana que envolvió a Cristo dejara sobre ella unas marcas grabadas,
que sean las que vemos ahora en el lienzo de 4,32 m de largo por
1,10 de ancho que se conserva remendado y custodiado en la cate-
dral de Turín.
Cuando hablo de muy alta probabilidad, no ignoro los resultados
de su datación por el método del carbono 14. Hay que tener presen-
te que Harry Gove, uno de los firmantes de la datación llevada a ca-
bo en la Sábana en 1988, y uno de los descubridores del método mo-
derno de datación con carbono 14 mediante los aceleradores de
partículas, admitió más tarde que la contaminación de la muestra to-
mada del lienzo no se tuvo en cuenta, y que, si se consiguieran eli-
minar las impurezas de la tela, los resultados de la datación serían
notablemente diferentes.
170 Pero, ¿quién creó a Dios?

Por tanto, incluso los resultados de la datación por el carbono 14


podrían abogar por la autenticidad de la sábana, es decir, por el he-
cho de que dicha sábana envolvió el cuerpo de Cristo. Las pruebas
de la autenticidad son espectaculares, y son muchas: anatómicas
(sangre de los clavos en las muñecas y no en la palma, distinta for-
ma de la sangre coagulada y no coagulada, forma de los latigazos
con detalles sólo visibles con métodos sofisticados, marca de la lan-
zada en el costado correcto, cuando se equivocan todos los pintores
medievales y renacentistas...), palinológicas (del polen propio de Pa-
lestina y otros lugares de Oriente medio), químicas (ausencia de pig-
mentos pictóricos, análisis de la sangre (del grupo AB), hallazgo de
mirra y áloe socotrino...), físicas (trama de la tela en sarga de cuatro
en espiga, procedente del Oriente Próximo, con trazas de algodón de
la especie Gossypium herbaceum, que se cultivaba en Oriente medio
a principios de nuestra era; partículas de tierra ocultas entre la san-
gre del pie y de las rodillas; falta de direccionalidad que presentaría
si fuera pintura, superficialidad de la impresión característica de las
impresiones caloríficas o por radiación, y no por impregnación de
pigmentos con vehículos); fotográficas (negatividad de la imagen y
tridimensionalidad), numismáticas (presencia de monedas romanas
sobre los ojos, identificadas por métodos de ampliación), coinciden-
cias topológicas y bioquímicas con la sangre del sudario conservado
en Oviedo, correspondiente al pañolón que cubrió la cara del cadá-
ver de Cristo, etc. Existe una amplísima bibliografía sobre el tema y
se ha creado una disciplina en torno al mismo, denominada sindono-
logía, con congresos anuales internacionales.
Sólo los muy obcecados ventilan todo este tema tan profundo ig-
norándolo.
La fe en la resurrección de Cristo no depende en absoluto de la
sábana santa de Turín, aunque ésta es, sin duda, una impresionante
confirmación del hecho. Vale la pena una revisión detallada de esta
temática; para ello remito al lector a la bibliografía 2.

2. Cf. CARREÑO, J. L., Las huellas de la resurrección, Hogar del Misionero, Al-
zuza (Navarra), 1978; SOLÉ, M., La sábana santa de Turín; su autenticidad y tras-
cendencia, Mensajero, Bilbao, 1988; IGARTUA, J. M., El enigma de la sábana san-
ta, Mensajero, Bilbao, 1988; ANSÓN, F., Después del carbono 14. La sábana santa,
Arcaduz, Madrid, 1989; PETROSILLO, O. y MARINELLI, E., L’escàndol d’una mesura.
Milagros 171

LOS MILAGROS DE LOURDES

Los milagros de Lourdes son especialmente importantes para el


hombre de nuestro tiempo ya que son científicamente verificables.
En Lourdes se creó un comité científico (el Bureau Médical) para la
investigación de los hechos que podían considerarse milagrosos. El
actual responsable del Bureau, el Dr. Patrick Theillier, habla de
5.500 expedientes de curaciones extraordinarias ocurridas en Lour-
des, de las cuales sólo 65 han pasado las condiciones rigurosísimas
que exige la Iglesia Católica para ser declaradas milagrosas.
El proceso de homologación de milagros dura años. Primero de-
be demostrarse documentalmente el paso de un estado de enferme-
dad grave a un estado de salud definitiva. Se ha de constatar que la
enfermedad causó lesiones en órganos o sistemas y que su curación
no fue resultado de ningún tratamiento médico. Además la curación
ha de ser instantánea, sin convalecencia, completa y definitiva. Hay
que seguir, pues, el estado del sujeto durante años.
En estos exámenes se han llegado a reunir en el Bureau, a veces
hasta 30 médicos (creyentes o no). Cuando los científicos del Bureau
determinan que la curación es inexplicable por la ciencia, entonces
se presenta el caso ante un comité médico internacional que se reú-
ne en París una vez al año 3. Cuando ese comité decide que no hay
explicación científica para los hechos, entonces interviene la Iglesia.
Se crea una comisión canónico-diocesana, constituida por sacerdo-
tes, canónigos, teólogos y médicos. Por último se somete el veredic-
to al obispo de la diócesis a la que pertenece el enfermo.
Según Patrick Theillier, de los 5.500 expedientes de curaciones
que tenemos (en realidad hay muchísimos más no documentados),
hay muchos que son realmente extraordinarios, pero que no han pa-

El Llençol de Torí i el carbó 14 (hay también edición castellana), Marcombo, Bar-


celona, 1991; LORING, J., Motivos para creer, Planeta-testimonio, Barcelona, 1997;
LORING, J., La sábana santa. Invalidez de la prueba del carbono 14, Crespo, Ma-
drid, 6.ª ed., 1990. VV.AA., Guía de la síndone, CES (Centro Español de Sindono-
logía), Valencia, 1998 (puede pedirse éste último en la sede de dicho centro: Avda.
Reino de Valencia, 53-16.ª, 46005- Valencia. E-mail: linteum@ctv.es).
3. Cf. MARTÍN DE POZUELO, E. y TARÍN, S., «Lourdes, en espera del milagro»,
en Magazine de La Vanguardia, 20 dic. 1998, pp. 66-71.
172 Pero, ¿quién creó a Dios?

sado la criba a la que los somete la Iglesia. Los 65 casos admitidos


son solidísimos.

Objeciones a los milagros de Lourdes

Ante la presencia de un riguroso control científico de estos he-


chos y la innegable evidencia de los mismos, muchos ateos optaron
por imaginar explicaciones naturales, pero, como explica V. Mar-
cozzi 4, todas han fracasado.

¿Agua curativa?

Se pensó que el agua de Lourdes contenía substancias curativas,


pero cuidadosos análisis no han revelado nada. Además, tras el lava-
do de los enfermos, el agua queda llena de bacterias vivas. Por otra
parte, si hubiera tal substancia, curaría indiscriminadamente a todos
los enfermos, pero no es así. Tampoco se entiende que una substan-
cia disuelta en el agua pueda curar todas las enfermedades. Por últi-
mo no quedaría explicada la curación de enfermos de Lourdes que
no tocaron para nada el agua.

¿Sugestión?

La segunda «explicación», tal vez la más extendida, es la de la


sugestión. La creencia del enfermo actúa como un efecto placebo
que cura. Sin embargo, el Bureau Médical, precisamente por ello, no
considera ningún caso de enfermedades nerviosas funcionales, aun-
que hayan sido curadas de forma repentina. La sugestión facilita la
curación de enfermedades orgánicas, pero nunca obra de forma ins-
tantánea. La sugestión, incluso aplicada en forma pura por psiquia-
tras reconocidos como Charcot, se reveló siempre absolutamente in-
capaz de regenerar varios centímetros de hueso 5 (con sus anexos

4. Cf. MARCOZZI, V., El problema de Dios y las ciencias, CREDSA, Barcelo-


na, 1967.
5. Como ocurrió por ejemplo en el caso de Peter Van Rudder, un campesino fla-
menco con la pierna derecha fracturada desde hacía ocho años y que curó instantáne-
Milagros 173

musculares, nerviosos y tendinosos), o de curar instantáneamente un


lupus en una cara deforme, o de matar bacterias de la gangrena o de
la lepra.
La sugestión ayuda, fortalece, anima a que los procesos natura-
les operen naturalmente a su ritmo y según sus leyes, pero no inven-
ta nuevos cauces fisiológicos ni altera las leyes establecidas. Al me-
nos así se ha establecido empíricamente. Además hay casos en los
que la sugestión es imposible, como ocurre en niños pequeños y en
personas incrédulas o inconscientes. Al revés, algunas personas alta-
mente sugestionables no se han curado. Algunas curaciones ocurren
al tercer día de sumergirse en la piscina, después de haber visto có-
mo el agua era inútil los dos primeros días.
Resultan sospechosas las curaciones de ciertas parálisis y de en-
fermedades funcionales, porque puede tratarse de dolencias provo-
cadas por la histeria u otras anomalías psicológicas, sanables por su-
gestión. Sin embargo, la Iglesia y los comités científicos de Lourdes
están sobradamente informados de estos temas, así como de los po-
sibles aspectos parapsicológicos que, a veces, se dan en casos pseu-
domilagrosos. La Iglesia los descarta todos.
Tengamos presente que entre las enfermedades curadas en Lour-
des bajo el signo de la oración y la fe, tenemos casos de fracturas
abiertas, úlceras gangrenosas, tuberculosis pulmonar, artritis tubercu-
losa, osteoartritis tuberculosa, esclerosis, mal de Pott, fístulas, perito-
nitis tuberculosa, quistes hidatídicos, neumonía, tumores cancerosos,
cegueras, sorderas, linfoma, enfermedad de Addison, sarcomas, he-
miplejías...
Casos que fueron considerados como inexplicables por ilustres
médicos, no fueron aprobados por la Iglesia como milagrosos. Uno
de esos casos tiene como testigo a Alexis Carrel, a quien fue conce-
dido el premio Nobel por sus trabajos sobre cultivo de tejidos y que

amente, con crecimiento de varios centímetros de hueso. Las principales autoridades


de su pueblo firmaron un documento atestiguando cómo era el campesino antes del
milagro y después del mismo, y las universidades belgas se ocuparon del caso duran-
te veintitrés años. A la muerte de Van Rudder, se le practicó la autopsia, mostrando se-
ñales clarísimas de la soldadura instantánea y crecimiento del hueso. Cf. MESSORI, V.,
Los desafíos del católico, Planeta testimonio, Barcelona, 1997, pp. 172-173.
174 Pero, ¿quién creó a Dios?

abrazó la fe gracias a la curación en Lourdes de una enferma que él


trataba. Fue educado al estilo católico, pero tras su ingreso en la Fa-
cultad de Medicina, el ambiente no le permitió desarrollar la fe, y fue
un auténtico agnóstico. En 1902 acudió a Lourdes como médico vi-
gilante. A su cuidado iba una enferma joven, Marie Bailly, a quien
los cirujanos habían rehusado operar por considerarla demasiado
grave. Sufría mucho debido a una peritonitis tuberculosa. Sólo la
morfina la calmaba. Al llegar al hospital de Lourdes, el estado de
Marie era gravísimo. Su pulso llegaba a 150 por minuto. Todos los
médicos consideraron que moriría si la llevaban a la gruta. Carrel di-
jo: «Si esta chica se cura, yo me hago fraile o me vuelvo loco».
Como la muchacha no tenía nada que perder, fue llevada a la gru-
ta. Su enfermera, Mademoiselle d’O, rezaba fervientemente. Carrel
se aproximó a Marie, le tomó el pulso, la examinó y notó una mejo-
ría extraordinaria. La chica ya se sentía curada, y en menos de siete
horas se llegó a una curación completa. Alexis Carrel fue a la basíli-
ca y rezó, aunque el proceso de su conversión plena al catolicismo
fue bastante más complejo 6.

¿SIMPLEMENTE EXTRAORDINARIO?

Se dan también curaciones extraordinarias e inexplicables en to-


dos los hospitales del mundo, y no tenemos por qué pensar que son
milagrosas.
Ciertamente, pero no pensamos que son milagrosas porque no
cumplen los rigurosos requisitos que se exigen en los comités para el
estudio de los milagros, sobre todo el que hace referencia a lo ins-
tantáneo del proceso y a la inexistencia de un tratamiento médico.
Cada vez es más difícil encontrar una dolencia no tratada. Natural-
mente esos casos no serían considerados milagrosos tampoco (y mu-
cho menos) por la Iglesia.

6. Cf. LARRAZ, J., Humanística para la sociedad atea, científica y distributiva,


Editora Nacional, Madrid, 1972, pp. 441-444.
Milagros 175

¿Explicación estadística?

En Lourdes hay tal afluencia de enfermos que, por razones esta-


dísticas, hay que esperar que ocurran sucesos inexplicables. Lo mis-
mo sucedería si esos enfermos se encontraran en cualquier otra par-
te del mundo.
Lo inexplicable científicamente, bajo el signo de la oración y la
fe, sigue siendo inexplicable, por mucho que sea más probable que
se dé donde haya más gente. Si en un lugar del mundo reunimos mi-
llones de mesas, será más probable que se encuentre allí la mesa que
levite por los aires, pero creo que sería una falta de rigor lógico con-
siderar sin importancia tal suceso por el mero hecho estadístico de
encontrarse tal aglomeración de mesas.

¿Explicación parapsicológica?

Los prodigios de Lourdes, dicen algunos ateos, no son obra de


Dios, sino que son el resultado parapsicológico de la fe de las perso-
nas, acentuado por efecto comunitario.
Sólo se puede hablar así cuando no se ha considerado lo que re-
presenta la curación de determinadas enfermedades, como úlceras
gangrenosas o tuberculosis avanzadas (cavitadas), según un proceso
instantáneo. Se trata de un dominio de la naturaleza operando desde
dentro, desde la misma médula racional que sustenta todas las cosas
en su ser y rige sus leyes. Es un proceso inteligente que opera sobre
seres (órganos, parásitos, moléculas) sin inteligencia. Es necesaria
una causa inteligente: un ser inteligente que actúe a través de siste-
mas (como podrían ser incluso los campos morfogenéticos) que han
de estar en actitud receptiva.
No cabe duda de que la fe refuerza el sistema inmunológico, pe-
ro el proceso es más misterioso de lo que puede parecer, porque las
células del sistema inmunitario deben enterarse de un estado mental,
reaccionar ante él, y contrarrestar los efectos de una enfermedad gra-
ve y con lesiones. Aparte de los casos donde no hay infección ni
cuerpos extraños antigénicos, la misma actuación del sistema inmu-
nológico no obedece las leyes dinámicas del desarrollo biológico por
lo que hace a la velocidad reproductiva y destructiva.
176 Pero, ¿quién creó a Dios?

No puede decirse que las nuevas leyes provisionales admitan una


explicación basada en principios de la naturaleza, ya que ningún
principio natural es capaz de explicar cómo aquello que está despro-
visto de inteligencia (los efectores naturales) actúe de forma clara-
mente inteligente. Admitir espíritus de la naturaleza como explica-
ción no es razonable, ya que esos «espíritus» tendrían un poder y un
conocimiento íntimo de la realidad, lo cual no corresponde a seres
creados y evolutivos, sino al Creador del ser.
Es verdaderamente estremecedor leer 7 con detalle los documen-
tados procesos de curación de Amelia Brumeou, sordomuda de naci-
miento, de la Sra. Rouchel, deformada de cara por un lupus purulen-
to, de Juana Tulasne, afectada por la enfermedad de Pott, de Pedro
de Rudder, que se rompió los huesos de una pierna y se formó una
llaga con pus del tamaño de un puño y al que le quitaron tres centí-
metros de hueso. Quedó constancia médica de la rapidísima solda-
dura de los huesos, de la regeneración de los tejidos, el cierre de la
llaga y la desaparición del pus.
Las llagas abiertas se cierran ante los ojos de testigos en el tiem-
po de rezar una oración, dando fe de algo que no es propio de la na-
turaleza: coordinar inteligentemente un proceso biológico a instan-
cias de una llamada de ayuda mental.
Pero, siguiendo la exposición de Marcozzi, todavía hay algo más
extraordinario e imposible de explicar por medios naturales 8. La se-
ñora Biré, ciega por atrofia papilar, durante la bendición del Santísi-
mo, consiguió ver la imagen de la Virgen. Se la llevó al Bureau y el
Dr. Lainey pudo comprobar con su oftalmoscopio que las papilas se-
guían blancas, incapaces de toda visión. Los vasos sanguíneos no
irrigaban la zona ocular, y sin embargo la Sra. Biré leía el periódico
sin dificultad. Un mes más tarde, los ojos recuperaron el estado nor-
mal y desapareció la atrofia. Es evidente que la naturaleza usa ojos
para la visión, y si los ojos están en mal estado, no tiene otros recur-
sos. La explicación parapsicológica, en este caso, no es indepen-
diente de la sobrenatural, porque para ver las letras de un periódico,
incluso por medios desconocidos, haría falta un largo entrenamiento,

7. Cf. MARCOZZI, V., op. cit., pp. 163 y ss.


8. Es decir, medios regidos por sistemas físico-químicos y biológicos con un
origen temporal.
Milagros 177

pero en cambio, la fe y la oración consiguen la visión inmediata,


atestiguando un efecto sobrenatural.
En los milagros de Lourdes ocurren fenómenos que escapan
completamente de la vía natural establecida: se sueldan terminacio-
nes nerviosas, se rehacen huesos sin formación de trabéculas, se fre-
nan procesos gangrenosos... sólo hace falta una condición: la oración
de alguien. No es preciso que sea el mismo que recibe el favor.
Muchos han pensado que las curaciones de Lourdes se originan
porque la oración pone en juego fuerzas naturales poderosas y ocul-
tas. Esta «explicación» no tiene en cuenta, como explica Marcozzi,
el factor tiempo. La instantaneidad de las curaciones y de los movi-
mientos subyacentes. El movimiento instantáneo es imposible natu-
ralmente e incluso el relativamente instantáneo. Para entender este
punto, Marcozzi propone una comparación muy didáctica que no
quiero dejar de citar. Nos hace considerar una habitación cerrada con
mil caracoles dentro y sólo un pequeño orificio de salida. Aunque
obraran fuerzas ocultas que instaran a los caracoles a salir y a descu-
brir el agujero, la operación, dada la velocidad de esos gasterópodos
y la pequeñez del agujero, ocuparía siempre un tiempo muy consi-
derable. No pueden superarse ciertos valores del tiempo, a no ser que
cambie la naturaleza del caracol y pase a ser un animal de rápida pro-
pulsión. El estudio de las condiciones de cicatrización y creación de
hueso nuevo, por ejemplo, es totalmente equivalente al ejemplo de
los caracoles de Marcozzi. No hay otra explicación que la sobrena-
tural, una causa que domine completamente y conozca perfectamen-
te todos los procesos materiales, para modificarlos esencialmente: un
poder creador que cambie la naturaleza íntima de los seres.

OTROS MILAGROS

En todas las épocas ha habido milagros, y algunos de ellos están


muy bien atestiguados y minuciosamente detallados. Hay que to-
marse el tiempo de leer las crónicas. Es un tiempo bien empleado,
porque nos pone en contacto con la verdad empírica, esa verdad que
tanto temen los empiristas modernos.
Hay milagros de todo tipo y su estudio es interesantísimo. Son
especialmente recomendables contra el materialismo precisamente
178 Pero, ¿quién creó a Dios?

aquellos que hacen referencia a la materia como son las multiplica-


ciones de alimentos ocurridas durante las vidas de santa Teresa de
Ávila, santa Rosa de Lima, santa Clara de Asís, san Juan Bosco 10
9
,y
más recientemente por la intervención de san Juan Macías . Otros
milagros importantes son los eucarísticos, donde se pone de mani-
fiesto la especial predilección que tiene Dios por las hostias consa-
gradas: véase por ejemplo el caso de Teresa Neumann, que se ali-
mentó exclusivamente con la sagrada comunión durante 36 años 11.
Hay muchos otros casos de ayuno místico en los que la persona te-
nía aversión a todo alimento que no fuera pan consagrado: santa Lid-
vina, Domenica del Paradiso, el beato Nicolás de Flüe, la beata Isa-
bel von Reute, Luisa Lateau, Catalina Emmerich, Marta Robin,
Domenica Lazzari 12. Ciertamente existen otros muchos casos de per-
sonas que han ayunado durante muchos años sin pertenecer a la Igle-
sia católica, ni siquiera al cristianismo, y sin relación, por tanto, con
las hostias consagradas. Se trata de milagros fuera del cristianismo.
Los hay probablemente, pero testifican siempre a favor de principios
admitidos por el cristianismo. Pero el hecho del discernimiento entre
el carácter del pan (consagrado o no consagrado) por parte de algu-
nos místicos, y el signo del alimento por medio de la eucaristía,
apunta hacia una valoración divina de este sacramento.
La importancia del sacramento eucarístico se puso de manifiesto
también en el caso del milagro de las hostias de Siena 13. En 1730 se
robó en la iglesia de San Francisco de Siena un copón con 351 hos-
tias consagradas. Tres días después aparecieron las hostias en la ca-
jita de las limosnas de la Colegiata de Santa María in Provenzano. Se
llevaron en procesión y luego se guardaron, porque no era aconseja-
ble comulgar con ellas, por razones de higiene. En la actualidad to-
davía se conservan, tan frescas como al principio, aunque en menor
número, ya que algunas personas comulgaron con ellas para ver si

9. Cf. SCOTT, D., El enigma de los milagros, Martínez Roca, Barcelona, 1988,
pp. 200-201.
10. Cf. COMPOSTA, D., 14 milagros del siglo XX, Rialp, Madrid, 1992.
11. Cf. MESSORI, V., Los desafíos del católico, Planeta testimonio, Barcelona,
1997, pp. 181-185.
12. Cf. MICHEL, A., El misticismo. El hombre interior y lo inefable, Plaza y Ja-
nés, Barcelona, 1975, pp. 252-253.
13. Cf. MESSORI, V., op. cit., pp. 176-181.
Milagros 179

conservaban el sabor. El cristal del copón donde se conservaron se


llenó de mohos, y otras hostias no consagradas conservadas en reci-
pientes junto al de las incorruptas se vieron alteradas y deshechas.
Y no es éste el único milagro eucarístico sometido a control cien-
tífico. Tenemos, por ejemplo, el milagro de Lanciano (en la costa del
Adriático), donde un sacerdote en el siglo VIII, tras la consagración,
tuvo dudas sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Al ins-
tante la hostia se convirtió en un pedazo de carne. En 1970 esta car-
ne fue analizada por profesores de la Universidad de Siena. La car-
ne posee tejidos vivos musculares y adiposos y vasos sanguíneos, y
no hay ni rastro de conservantes 14. El análisis serológico dio el gru-
po sanguíneo AB (el mismo que el de la sangre de la sábana santa,
del sudario de Oviedo, y de los otros milagros eucarísticos de los que
consta su análisis) 15.
Otros importantes milagros eucarísticos son los de los corporales
de Daroca, el de la sagrada forma de El Escorial y el milagro de los
peces de Alboraya, que puede encontrar el lector sintetizados en el li-
bro del padre Loring ya citado 16.
La importancia de los milagros eucarísticos radica en que, por me-
dio de ellos, el poder sobrenatural de Dios no apunta sólo a su omni-
potencia, a su omnisciencia o a su bondad, sino que está señalando cla-
ramente la verdad de una religión muy concreta: la religión católica.
No acabaríamos de relatar milagros bien documentados, pero no
es éste el objetivo de este libro. Para concluir este capítulo reco-
miendo encarecidamente a los más fervientes ateos que estudien el
milagro del cojo de Calanda, en Zaragoza, realizado por intercesión
de la Virgen del Pilar 17, porque, siendo muy portentoso y estando
muy bien comprobado y atestiguado históricamente, certifica la im-
portancia de la fe en la invocación a la madre de Cristo, que es otro
de los grandes distintivos de la religión católica.

14. Cf. LORING, J., Motivos para creer, Planeta testimonio, Barcelona, 1997,
pp. 130-132.
15. Cf. ANSÓN, F., Después del carbono 14. La sábana santa, Arcaduz, Ma-
drid, 1989, p. 85.
16. Cf. LORING, J., op. cit., pp. 127-130.
17. Cf. ANSÓN, F., Tres milagros para el siglo XXI, El Pilar (Siglo I), Guada-
lupe (1531), Fátima (1917), Arcaduz, Palabra, Madrid, 1992. Y más detalladamen-
te: MESSORI, V., El gran milagro, Planeta testimonio, Barcelona, 1999.
Astrolabio

RELIGIÓN
En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) / Alvaro del Portillo, Francisco
Ponz y Gonzalo Herranz
Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer / Autores varios
Fe y vida de fe (3.ª edición) / Pedro Rodríguez
A los católicos de Holanda, a todos / Cornelia J. de Vogel
La aventura de la teología progresista / Cornelio Fabro
¿Por qué creer? (3.ª edición) / San Agustín
¿Qué es ser católico? (2.ª edición) / José Orlandis
Razón de la esperanza (2.ª edición) / Gonzalo Redondo
La fe de la Iglesia (3.ª edición) / Karol Wojtyla
Juan Pablo I. Los textos de su Pontificado
La fe y la formación intelectual / Tomás Alvira y Tomás Melendo
Juan Pablo II a los universitarios (5.ª edición)
Juan Pablo II a las familias (5.ª edición)
Juan Pablo II a los enfermos (3.ª edición)
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Juan Pablo II habla de la Virgen (3.ª edición)
Juan Pablo II y los derechos humanos (1978-1981) (2.ª edición)
Qué dice la Biblia / Antonio Fuentes
Juan Pablo II a los jóvenes
Juan Pablo II, la cultura y la educación
Juan Pablo II y la catequesis. Con la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae
Me felicitarán todas las generaciones / Pedro María Zabalza Urniza
Juan Pablo II y los medios de comunicación social
Creación y pecado / Joseph Cardenal Ratzinger
Sindicalismo, Iglesia y Modernidad / José Gay Bochaca
Ética sexual / R. Lawler, J. Boyle y W. May
Ciencia y fe: nuevas perspectivas / Mariano Artigas
Juan Pablo II y los derechos humanos (1981-1992)
Ocho bienaventuranzas (2.ª edición) / José Orlandis
Los nombres de Cristo en la Biblia / Ferran Blasi Birbe
Vivir como hijos de Dios. Estudios sobre el Beato Josemaría Escrivá (5.ª edición) / Fernando Ocá-
riz e Ignacio de Celaya
Los nuevos movimientos religiosos. (Las sectas). Rasgos comunes y diferenciales (2.ª edición) / Ma-
nuel Guerra Gómez
Introducción a la lectura del “Catecismo de la Iglesia Católica” / Autores varios
La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) / Autores varios
Señor y Cristo / José Antonio Sayés
Homenaje a Mons. Álvaro del Portillo / Autores varios
Confirmando la Fe con Juan Pablo II / José Luis García Labrado
Santidad y mundo / Autores varios
Sexo: Razón y Pasión. La racionalidad social de la sexualidad en Juan Pablo II / José Pérez Adán
y Vicente Villar Amigó
Los doce Apóstoles (2.ª edición) / Enrique Cases Martín
Ideas éticas para una vida feliz. Guía de lectura de la Veritatis splendor / Josemaría Monforte Re-
vuelta
Jesucristo, Evangelizador y Redentor / Pedro Jesús Lasanta
Teología y espiritualidad en la formación de los futuros sacerdotes / Pedro Rodríguez (Dir.)
Esposa del Espíritu Santo / Josemaría Monforte
De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos Santos / Card. Joseph Ratzinger
Servir en la Iglesia según Juan Pablo II / Jesús Ortiz López
Iglesia y Estado en el Vaticano II / Carlos Soler
Un misterio de amor. Solteros ¿por qué? / Manuel Guerra Gómez
Pero, ¿Quién creó a Dios? / Alejandro Sanvisens Herreros

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