1. Desarrolle el concepto de la libertad desde la Revolución Industrial
hasta el ascenso de los fascismos. Tenga en cuenta el tránsito por el siglo XIX. Dé ejemplos históricos de su evolución, su interpretación a lo largo de la historia, los peligros a que ha sido sometida, las ideologías que la han exaltado o negado y llegue a conclusiones en cuanto a su relación con la civilización contemporánea. Advertencias: El presente ensayo es una aproximación personal al desarrollo del concepto de libertad y está basado en lo aprendido en clase más el conocimiento previo adquirido a lo largo de la carrera. El concepto de libertad que se maneja gira en torno esencialmente a la libertad política, o libertad frente al Estado, alejándose del debate filosófico sobre la idea de libertad. Por razones argumentales, el discurso del ensayo está escrito de manera afirmativa, sin embargo, queremos aclarar que todo el desarrollo se basa en una interpretación y no pretende exponerse como verdad universalmente comprobada. … Parece adecuado afirmar que la edad contemporánea nace de la búsqueda de libertad. Sea que inicie con el motín del té en Boston o con el juramento del frontón de la Francia borbónica, los hombres invocaban a la dama libertad como a la partera de un nuevo mundo. Rousseau escribiría, al inicio del Contrato Social, que los hombres nacemos libres pese a que en el mundo vivimos encadenados. El debate por la libertad es la impronta de nuestro tiempo, pero cabe preguntarse ¿Qué entendemos por libertad? O, algo menos comprometedor, ¿Qué entendían aquellos hombres, que elevamos a padres de la contemporaneidad, por libertad? Ellos eran, como dirían los romanos, hombres nuevos. Distaban de ser, por ende, los actores que durante siglos anteriores marcaron el devenir de occidente. Y como hombres nuevos, su libertad también era nueva. Sería Constant quien, en la segunda década del siglo XIX, aportaría la base conceptual de esa nueva libertad. Era la libertad de los modernos, la libertad frente al Estado, frente al poder, que difería del antiguo paradigma en que sus reclamaciones trascendían la mera independencia. Un hombre libre, por tanto, no era exclusivamente aquel que no era sometido por pueblos extraños, sino aquel que mantenía una esfera privada íntegra frente a la pública. Y bajo esta premisa se circunscribirán los movimientos que, contemporáneos a los albores de la revolución industrial (para no olvidarnos de la premisa), convulsionaron el final del siglo XVIII. Libertad frente al rey y su parlamento distante pedirían los colonos ingleses; libertad frente al absolutismo exigirían los franceses. La libertad del individuo, la disolución de los estamentos que aprisionaban la movilidad social y la reivindicación de una libertad natural que se remontaba a los tiempos en que los humanos nos agrupamos voluntariamente para sobrevivir. Posteriormente, algunos ideólogos cuestionarían la honestidad de estos reclamos. Dirán que esa libertad era solo parcial, aparente, orientada para satisfacer los deseos de aquellos que posteriormente remplazarían al estamento dominante, olvidándose del grueso de los nuevos ciudadanos. Independientemente de si hacemos eco, o no, a estos reclamos, el hecho que parece innegable es que rompieron las cadenas que por ley divina ataban a los hombres. Con la revolución industrial, que transformó radicalmente la constitución de la sociedad, este proceso pareció afirmarse. La aparición de la mecanización barría con cualquier objeción en pro de mantener el sistema feudal, la necesidad de anclar al hombre a la tierra para la supervivencia de la comunidad era ahogada por el chirrido del acero. A partir de este momento fundacional, la lucha por la consecución de esa libertad frente al Estado en occidente puede dividirse en varias etapas, en las cuales el mismo concepto de libertad se irá transformando para responder a las necesidades de cada estadio. La primera fase, que inicia con los episodios que hemos descrito, es la libertad como respuesta inmediata al absolutismo. De esta respuesta nacerán los primeros estados representativos, en un largo proceso que, esencialmente en la primera mitad del siglo XIX, derivará en un constante tira y afloja entre el antiguo régimen y la revolución. De esta manera, Francia vería una restauración del absolutismo borbónico entre 1815 y 1830, para luego recuperar por unos años sus emblemas republicanos (puesto que desde 1793, no concebían ningún tipo de libertad bajo la monarquía) y volverlos a perder hasta 1871. España haría otro tanto. Si bien el reclamo de libertad hispánico respondía en sus inicios al concepto antiguo, puesto que era motivado por la invasión francesa, no dudarían en hacerle jurar a su rey reinstaurado una constitución en 1812. Constitución que Fernando VII no tardaría mucho en olvidar, generando más de un siglo de inestabilidad en el país. Su hija, Isabel, sería forzada a abdicar en 1868 para formar una monarquía constitucional bajo la dirección de Amadeo de Saboya. Este, a su vez, abdica ante una república que se desmoronaría al cabo de un año y que permitiría el retorno de la monarquía en la figura de un príncipe que prometía respetar la constitucionalidad. Alfonso XII moriría de tuberculosis y Alfonso XIII sería depuesto para instaurar la república. Italia y Alemania, enfrascadas en los procesos que posteriormente llevarían a su unificación, estaban en el paso anterior a la discusión sobre la libertad frente al Estado: la conformación misma de este último. Sin embargo, Italia adelantaría camino al constituirse directamente como una monarquía constitucional en 1868, demostrando que la libertad de los modernos había calado en el ideario de sus fundadores. La segunda etapa inicia cuando se logra constituir el estado representativo, una vez vencido el absolutismo, y se aboca esencialmente al perfeccionamiento del sistema para consagrara efectivamente esa libertad frente al poder. Cabe acotar, sin embargo, que pese a que hemos divido en etapas distintas la lucha por la libertad en aras de mantener el orden argumental, ambas fases se desarrollarán simultáneamente en muchos casos. En Francia, por ejemplo, el espíritu de reforma estará presente desde mucho antes de 1871 o, en el caso de Inglaterra, el perfeccionamiento del sistema se enmarca en una evolución constante desde 1688. Este tipo de esfuerzos basados en la perfectibilidad empieza a observarse allende los mares. Desde 1786, los norteamericanos buscaban plasmar en una constitución un sistema que garantizara que el nuevo Estado que formarían respetaría esa libertad, para ellos inalienable, del individuo frente al poder. Los papeles federalistas son testimonio de esta intención. A partir de las primeras revoluciones, el ideal de los primeros estados representativos eran repúblicas de propietarios, en las cuales no existían estamentos ni clases, pero en las que el poder político y la capacidad de decisión estaba restringida en función de la tierra y las rentas. Los sistemas censitarios, producto inevitable de la clase (usando el término marxista) que promovió la revolución política, pronto se hicieron insuficientes para satisfacer la necesidad de libertad. Las bases de este cuestionamiento se remontan a esa transformación convulsa que representó la revolución industrial. Cuando un oficial tejedor aparecía en su taller para encontrarse que una máquina lo había dejado sin trabajo, la noción de libertad fue cuestionada. Casi como la libertad de los modernos, la esclavitud de los modernos era planteada como una sumisión no constitucional, no estamental, pero efectiva. ¿Era realmente libre un hombre que tiene que vive condenado a la miseria de operar los trastos de las fábricas? La libertad política, sobre la que hemos venido exponiendo, se enfrentaría a los reclamos de aquellos que decían que esta era una farsa cuando los hombres seguían encadenados, pero con amos diferentes. Esto se presentaría en planteamientos para transformar al sistema en uno que favoreciera una libertad más auténtica. El debate en torno a la libertad empezará entonces a girar en torno a la consecución de esa libertad más auténtica. La pregunta que guía la causa es ¿pueden ser los hombres realmente libres si no son iguales? El debate en el seno de los estados representativos empezaría a movilizarse para responder, en algunos casos cuestionando la necesidad misma de la libertad. La asfixiante pobreza y la virtual inmovilidad social que parecía estar creando el capitalismo primitivo empezaba a dar a ciertos sectores razones para añorar la vida ordenada del pasado. En cierta manera, aquellos que se sentían perjudicados en una sociedad donde no existían estamentos o clases protegidas empezaban a clamar por el retorno a las viejas maneras. Otros grupos, dentro del espíritu de reforma permanente, proponían una solución cuya base conceptual reivindicaría no solo la libertad sino la igualdad entre los hombres, no querían volver al feudalismo, pero si un nuevo mundo donde no eran esclavos ni del rey ni del dinero. Este pensamiento, que luego derivaría en la doctrina socialista primordial, clamaba que la verdadera libertad solo llegaría tras un proceso de transformación mucho más profunda. Para ellos, frente a un Estado que no era más que instrumento de la clase que lo dominaba no se podía ser verdaderamente libre. Pero los métodos que plantearon entonces, especialmente a partir de la publicación del Manifiesto Comunista en 1848, daban por tierra con la conquista de los liberales. Era menester, afirmaban, que la esfera pública absorbiera completamente la privada, en un Estado dirigido por las clases menos favorecidas, para que luego pudiera disolverse por completo el Estado y dar paso a una sociedad donde cada hombre sería libre de las ataduras políticas y económicas. Esta postura no prevaleció a lo largo del siglo XIX (que si en el XX), llegándose a aplicar de manera sui generis exclusivamente durante el experimento que supuso la comuna de París. Pese a esto, la base sobre la que trabajan estas ideas seguía vigente: el sistema liberal representativo excluía a una parte importante de la población de sus beneficios. Por ello, el reclamo de libertad se amplía. Solo se podrá ser verdaderamente libre frente al Estado cuando todos seamos iguales ante la ley, concepto evidentemente ausente en un sistema censitario puesto que, si todos somos iguales ante la ley ¿Por qué la mayoría es excluida del proceso de toma de decisiones? De esta manera, esta segunda fase del proceso por la consecución de la libertad, que hemos identificado como móvil principal de la contemporaneidad, consideraba indispensable la igualdad política, que no económica, para la realización del objetivo. El debate, entonces, cambia su enfoque. Si entendemos la igualdad ante la ley como requisito sine qua non para la libertad, ¿Qué transformación debe llevar a cabo el sistema para lograrla? La respuesta que se dio a esta cuestión en la mayoría de los Estados representativos occidentales fue la gradual introducción de elementos democráticos en el sistema político. Este desarrollo podemos ubicarlo principalmente en el último cuarto del siglo XIX y hasta la II Guerra mundial, cuando los sistemas electorales censitarios y escalonados fueron evolucionando hacia el sufragio universal, directo y secreto (esencialmente en Estados Unidos y Reino Unido); cuando surgen los primeros partidos políticos y la idea de la representación empezó a abarcar sectores cada vez más amplios de la población. Sin embargo, no todos los estados de occidente estaban a la par en cuanto a sus niveles de libertad. Mientras Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, España e Italia mantenían, a finales del Siglo XIX, sistemas en mayor o menor medida representativos, otros, como Alemania, Rusia o Austria Hungría reafirmaban el carácter absoluto de sus gobiernos. A eso debemos sumarle que ni siquiera los estados más liberales habían abandonado sus concepciones imperiales (excepto, tal vez, Estados Unidos) y se desenvolvían en torno a su política exterior de la misma manera que los dos siglos anteriores. Paralelamente, las reformas políticas, si bien habían satisfecho parte de los reclamos por la inclusión, no habían hecho grandes avances en paliar la pobreza y la inconformidad que el sistema generaba en lo económico. Sin embargo, por esa misma constitución imperial, eran estados generalmente ricos y que lograban exhibir un cierto nivel de prosperidad. El cuestionamiento que había sobre la relación entre la libertad y la pobreza no había sido agotado, sino pospuesto. Por eso, al estallar la Gran Guerra en 1914, el equilibrio del sistema se quebraría. El colapso de las estructuras políticas y militares de los estados absolutos que quedaban en Europa llevaría a una segunda oleada de revoluciones que clamarían, igual que sus antecesoras decimonónicas, por libertad. La catástrofe no dejaría indemne a los vencedores, cuyos estados se tambalearían por el drenaje de las arcas y la pérdida de sus accesorios coloniales. Al igual que el cristianismo se extendió como la pólvora en un mundo convulsionado por el derrumbamiento del Imperio Romano, las ideologías se convertirían en los salvavidas en un escenario marcado por la revolución y el cambio. A partir de entonces, el concepto de libertad enfrentaría una especie de cisma masivo en materia de interpretación. Ninguna de las ideologías, que surgen como alternativa frente a lo que parece el desmoronamiento del sistema liberal del siglo XIX, se abanderará abiertamente en contra de la idea, difusa si se quiere, de libertad, pero lo que entendían por libertad era tan radicalmente diferente entre ellas que no podían evitar presentarse como conceptos antagónicos. Hasta ahora, la libertad que perseguía la civilización occidental era la limitación del poder del Estado sobre el individuo y un gradual avance hacia la igualdad ante la ley. Sin embargo, aquellos reclamos de insuficiencia que se hicieren en el siglo anterior ya no podían ser acallados por el sistema. Aquellos que mantenían que la libertad era impensable sin igualdad económica cobraban fuerza, sobre todo en entornos sumamente empobrecidos por la guerra y previamente dominados por el absolutismo. De esa manera, por la fuerza de las armas, el comunismo se instaura en Rusia en seria contraposición al ideal liberal. Lo mismo sucederá de manera focalizada en Alemania, cuando los comunistas tomen Múnich y establezcan un gobierno popular de corta duración. En Francia e Italia, si bien la insurrección no será abierta, las economías devastadas daban pie para que la opinión pública empezara a inclinarse en pro de alternativas más igualitarias. Pero no serían las únicas opciones. También en respuesta al declive del sistema liberal decimonónico, pero con una aversión existencial por el comunismo, se empieza a desarrollar una segunda ideología que privilegiaría un sentido más limitado de la libertad, guiado por principios más conservadores. Es la libertad para nosotros por encima de los otros, el fascismo. Esta sería la alternativa que triunfaría posteriormente en Italia, Alemania, España y Portugal, que desarrollarían cada uno una variante sui generis de las mismas ideas (nacionalsocialismo, falangismo, etc.) Sin embargo, y pese a su natural antagonismo, ambas ideologías lesionarían de igual manera el concepto de libertad que manejaba occidente: la libertad frente al Estado desaparecería en nombre de una supuesta libertad superior, ideal y futura. Tanto los estados comunistas como fascistas formarían estructuras totalitarias, es decir, donde la esfera pública es la única que existe. Desde el Estado se regiría cada aspecto de la vida de los ciudadanos, persiguiendo y castigando cualquier tipo de disidencia. Finalmente, estados como Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos seguirían defendiendo la libertad como esencialmente la libertad frente al Estado, ampliando la progresiva evolución hacia la igualdad política. Así continuaría Europa hasta que el choque armado entre los tres modelos ocurra en 1945. Desde una perspectiva personal, consideramos que el único concepto efectivo de libertad es aquel que responde a esa evolución del ideal liberal occidental. Toda otra invocación a la libertad ya sea fascista, comunista o anarquista, es más una amenaza directa a esta libertad que sacrifica al individuo en los altares del estatismo que una alternativa viable para la interpretación del concepto.