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Cuando nos adentramos en el conflicto venezolano podemos apreciar que una de las

aristas del mismo toca con el componente ético, moral y axiológico que ha entrado en
crisis. La ética es la obligación efectiva del ser humano que lo debe conducir a su
perfeccionamiento personal, valga decir el compromiso que se adquiere con uno mismo
de ser más persona. Lo que se traduce en una decisión interna y libre que no representa
una simple aceptación de los que otros piensan, dicen y hacen. Sin embargo, desde
nuestra dimensión como seres sociales, la ética cobra otros elementos de fundamental
importancia, sobre todo en una sociedad marcada por la conflictividad en todas sus
manifestaciones y la violencia expresada en múltiples formas.
De acuerdo a la opinión especializada en este tipo de temas, tales situaciones nos indican
con claridad que estamos lejos de vivir en paz, la que no debe entenderse como un
apaciguamiento logrado por la vía del miedo y el terror, y que los ciudadanos deben
sentirse interpelados en torno a su capacidad para orientar y regular la convivencia a
partir de lo que consideren como mejor o peor. Desde allí deben poner en tela de juicio su
ejercicio de la libertad y de la responsabilidad, para evitar los actos de barbarie que hieren
constantemente a los ciudadanos como miembros de la sociedad civil. Tal ejercicio de
discernimiento se convierte en una confrontación conducente a evaluar lo justo y lo
injusto, lo correcto y lo incorrecto, de las conductas personales y colectivas, a fin de
establecer un orden de prioridades que permita una convivencia civilizada entre las
personas.

En ese orden de ideas, surgen interrogantes a ser respondidas: ¿Por qué deberíamos
aceptar vivir en una sociedad con graves desigualdades, carencias de todo tipo, niveles
extremos de pobreza que tocan con la miseria, abusos del poder, corrupción, violencia
institucionalizada? ¿Por qué tendríamos que permitir, en nuestra condición de
ciudadanos, tantos autoritarismos, negligencias e injusticias por parte de las autoridades
políticas? ¿Cómo no ponerse en el lugar de las personas que perdieron la vida en estas
circunstancias marcadas por la violencia y de sus familiares que hasta hoy sufre su
ausencia? ¿Cómo no imaginar que pudimos ser nosotros quienes sufriríamos las
consecuencias directas de estos sucesos? ¿Cómo no sentir que algo de esas personas
habita en nosotros? ¿Cómo no exigir el derecho a que se les haga justicia y a que reciban
las reparaciones que merecen? Estas preguntas, que interpelan con fuerza, se hacen
pertinentes si se toma en cuenta que el tema central de la ética se vincula con la forma en
que decidimos vivir y convivir con los otros a través de las consecuencias de nuestras
actuaciones cotidianas.
En el libro Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia, editado por la Universidad
Peruana de Ciencias Aplicadas, un equipo de profesionales sostiene que si los derechos y
los deberes no se cumplen en el seno de una sociedad y sobre los cuales se sustenta la
vida en común no se cumple una plena ciudadanía. Seguidamente plantea: “Cabe
preguntarnos, a quién le corresponde asegurar el cumplimiento de estos derechos y de
estos deberes. Aquí se hacen imprescindibles dos elementos claves en una condición de
vida ciudadana. El primero de ellos tiene que ver con los propios integrantes de la
comunidad política. En efecto, varios de los deberes y derechos son de su entera
responsabilidad”. Conforme a lo expuesto, la responsabilidad recae sobre los propios
ciudadanos, lo cual se traduce en instancias de participación ciudadana. En ese sentido, y
para que tal situación ocurra con plenitud e integralidad, se necesita vivir en un auténtico
estado de derecho.
En tal escenario se necesita potenciar la necesidad de desarrollar niveles de sensibilidad
moral que permitan construir una conciencia capaz de actuar frente a las dificultades de
convivir con el otro. Dicen los investigadores en la obra citada: “Requerimos sentir
indignación, culpa y vergüenza para rechazar y denunciar, con perseverancia, fenómenos
colectivos que violan sistemáticamente los derechos humanos Pero también precisamos
sentir compasión, perdón, reconocimiento y solidaridad para no quedarnos impasibles y
exigir mínimas condiciones para el logro de una vida comunitaria digna. Acordarnos de
diversos hechos para reconocer, entender y evitar a través de nuestras acciones, que lo
ocurrido se repita. Hace falta afinar la memoria de la sociedad”. Lo que está ocurriendo
en la Venezuela de hoy no puede ser echado en el olvido, porque ello sería violentar
los mandatos de la moral y la ética.
Debemos repensar la relación entre ética y ciudadanía. La palabra ética tiene varias
acepciones pero definitivamente está relacionado con las costumbres, el temperamento, los
hábitos buenos. Desde Aristóteles ha quedado expresado que al momento de nacer las
personas traen un sin número de rasgos que son biológicos, físicos, hereditarios que se
conocen como “primera naturaleza”.
Por el nacimiento no podemos predecir que una persona será moral o inmoral , si tendrá
hábitos buenos o malos, es la socialización, el contacto con los demás y con las realidades los
que posteriormente generará los que se conoce como la “segunda naturaleza”, la que es
adquirida, no se nace con ella.
De manera pues que esa segunda naturaleza se educa, se socializa y de ella depende ese
“ethos” o costumbres que desarrollemos. Para algunos autores la moralidad la llevamos dentro
y la tendencia natural es a ser buenos. Bueno quiere decir con valores positivos, virtudes . Así
la tarea ética será fomentar las virtudes y evitar los vicios. Promover lo bueno y evitar lo malo.
Eso será ser ético o moral.
La ética no es nada difícil de explicar, es el bien hacer y si cada quien hace bien lo que le toca
o lo que le asignaron hacer será ético. La obligación moral es la misma para todas las
personas, lo que varía es el escenario donde cada cual se desenvuelve y el grado de
responsabilidad que cada quien tiene a su cargo.
En una oficina pública la obligación moral de hacer bien sus tareas, es decir con
responsabilidad es la misma para el director que para el encargado de limpieza, claro que se
les exigirá diferente y respuestas al nivel de lo que hacen y la una tendrá mas envergadura
que la otra, pero el deber es el mismo.
La ética es una y el deber moral es uno, el mismo para todos, por eso no podemos hablar de
que hay “éticas públicas y privadas”, solo hay “ética” como tarea a ser realizada, lo que
cambian son los escenarios y si estoy en la oficina pública afirmo que estoy en el espacio de
lo público pero ello no borra mi vida privada, ni que al salir a la calle ya estoy haciendo
ejercicio de esa vida.
En ambos casos es una misma ética la que me convoca y me invita a hacer las cosas bien
hechas y si las hago mal, en pleno ejercicio de mi autonomía, seré no ético o inmoral en mi
comportamiento y la sociedad a través de sus normas y leyes hará lo que corresponda por
devolverme al cumplimiento de ellas.
El servidor público tiene como obligación moral cumplir con las tareas asignadas con
responsabilidad, cortesía, honestidad, es decir con todos los valores que deben acompañar el
ejercicio de la asignación dada y por demás de lo moral, por eso le pagan. Esta es la clave el
servidor público recibe remuneración por hacer bien las cosas, por ser éticos en sus
funciones.
En ese espacio de lo público el principio ético que debe predominar es el de la “Justicia”, pero
esta entendida como “equidad”, como lo justo en el tratamiento dado, sin discriminaciones, sin
privilegios, con imparcialidad y en su otra versión cuando se traspasan los límites de los
valores que deben primar en su accionar se pasa de lo propositivo de la ética a lo punitivo de
la justicia.
Toca a la sociedad protegerse y al estado protegernos, como garante del bien común que es,
esta protección viene vía la justicia, las leyes y las sanciones coercitivas con penas y castigos.
Son dos puntos complementarios pero diferenciados. La ética no es punitiva es propositiva,
propone el bien hacer hemos dicho antes. La Justicia es punitiva cuando nos alejamos del
circulo virtuoso y nos apegamos al circulo vicioso.
Al estado corresponde proporcionar justicia y con esos mínimos estaríamos creando
condiciones para que los individuos construyamos planes de vida buena, individuales que son
de felicidad. Cuando el estado se interesa en ofertar o cumplir con proyectos individuales de
felicidad tiende a fracasar porque no es su tarea ni tiene posibilidades de hacerlo porque la
felicidad es un máximo de cada persona, mientras que la justicia es un mínimo de la sociedad.
Corresponde entonces como meta moral el lograr que tanto el servidor público como el
usuario, toda la población se convierta en “ciudadano” y construyamos una ciudadanía política
y moral basada en la identidad y la co-responsabilidad, como ha dicho la maestra Adela
Cortina.
Ser ciudadanos es como ser miembros de una familia. En ella nos identificamos por el
apellido, nos conocemos, nos apoyamos, nos defendemos, somos solidarios entre nosotros y
allí aprendemos a serlos con las otras familias. Es un compromiso al que debemos llegar por
la educación ciudadana y ética y es un poco el propósito de los talleres que desde Conare
estamos ofreciendo con la finalidad de desmitificar la ética y ponerlas en mano de la persona
común.
Son diversos los teóricos que se han preocupado por el desarrollo de una ciudadanía
participativa y democrática desde diversas perspectivas. Entre ellos Kymlicka –en
obras como La política vernácula– señala la necesidad de apostar por una ciudadanía
participativa, sobreponiéndose a la "limitación liberal": entender que los asuntos
públicos no son del interés de los ciudadanos, y por lo mismo los delegan a los
"políticos profesionales". Reclamar la participación sin incurrir, por el contrario, en una
sobre exigencia a los ciudadanos, una exigencia de participación constante que los
espante o asuste. En todo caso, como señala Óscar Diego en su escrito: si algo es de
interés para todo habitante de una comunidad política como el Estado, es
precisamente eso, la necesidad de participar. Lo político es asunto de todos, por eso la
política afecta a los individuos en aquello que tienen de común, pese a la diversidad de
ocupaciones, creencias, etcétera.

En este escrito se parte de la definición de "ciudadanía" como "pertenencia a la


comunidad política", estando ligada a la libertad y/o la justicia; así como al ejercicio de
los derechos civiles, políticos y sociales. Óscar Diego advierte, como ya hiciera
Aristóteles, que son diversos los criterios para definir a la ciudadanía. El griego
señalaba, como comenta Óscar Diego, que el Estado no es sólo una agrupación de
personas, sino que implica la ciudadanía. Lo que es tanto como apreciar que la polis no
es la simple "suma" de individuos aislados, sino la relación entre los mismos. La
"ciudadanía" queda así vinculada al sentido de identidad, a la interacción solidaria y
responsable por parte de los miembros de la comunidad política; y, por esta vía, a la
participación: elección de cargos, membresía en las corporaciones sociales, actuación
favorable o contraria respecto a las decisiones de gobierno, vinculación a las
asociaciones políticas y sindicales. La ciudadanía comporta un "ejercicio activo" de los
derechos.

Esto es "ciudadanía", pero los principios de la economía liberal que triunfan desde el
siglo XVIII, como menciona Óscar Diego, fomentan actitudes contrarias a la
ciudadanía: la codicia, la avaricia, el anhelo de riqueza, etcétera, potencian el
individualismo, la segregación del sujeto político respecto al lazo social, a la relación
que constituye la "ciudad".

La individualización extrema de nuestras sociedades posmodernas, como el autor


advierte con otros términos, ha hecho de la palabra "libertad" un término vacío.
Cuando no un "chivo expiatorio" para las más deplorables conductas. Por eso Óscar
Diego señala los prerrequisitos para la libertad: una riqueza suficiente y la soberanía;
la capacidad para la autosuficiencia y la capacidad de decisión propia. El libre "puede"
decidir, porque "sabe" decidir, de ahí la importancia de la educación que tanto se
aprecia en este escrito y sobre la que luego diremos algo. Pero no sólo, pues toda
libertad tiene ciertos requisitos a los que pueden llamarse "límites", sin por ello incurrir
en contradicción: el ejercicio de la libertad es consustancial a la capacidad de
responder, para lo que se precisa algo bien simple: "saber" y "querer".

Dejemos de lado el "querer", que nos lleva a un atolladero de problemas: ¿existe


realmente una voluntad libre? ¿Dónde podemos situar el ejercicio de una voluntad libre
si el sujeto por definición desconoce la infinitud de condicionamientos de su acción, así
como el curso futuro de la misma o sus resultados? Centrémonos en el "saber". Que la
prudencia, la equidad y la justicia son condiciones para la libertad de todos, no la de
unos pocos, es algo conocido desde hace siglos. Óscar Diego lo señala bien: menciona
el "Protágoras" platónico, cuando menta cómo las capacidades para los oficios, los
talentos para las "ciencias", etcétera, fueron repartidos por Zeus de modo desigual,
pero no así el sentido de la moral y la justicia: sino, no existiría la ciudad. Ahora bien,
dotados como estamos los hombres para el "sentido" de lo justo y lo moral, no es
menos cierto que tal sentido es preciso "encauzarlo", "adiestrarlo" o "perfeccionarlo", y
esta es, precisamente, la tarea educativa. No entra el autor en dar detalles de una tal
educación. Pero sí nos advierte cómo una ciudadanía ignorante de sí –desconocedora
de su capacidad como "ciudadanía"– es presa fácil de la corrupción y la servidumbre.

Una ciudadanía libre se caracteriza por el razonamiento y el juicio moral –que no el


juicio taxativo del necio–, el pensamiento crítico. Para lograrla se precisa, como retoma
Óscar Diego de Fernández Alegre, "crear una comunidad de seres racionales que
constituya un reino de ciudadanía". Requisito: "salir del laberinto creado por la
sociedad de consumo", educando para desarrollar una personalidad autónoma.
Objetivo éste central de la disciplina ética: forjar el carácter, obligarse para el
perfeccionamiento del mismo. La Ética comporta un proceso de transformación interna
que se despliega, para Óscar Diego, en una serie de etapas: reflexión y deliberación;
despertar de la conciencia; diferenciar lo conveniente de lo nocivo; asumir valores y
convertirlos en principios, asumir deberes, madurar el juicio y actuar responsable e
íntegramente.

Aunque en este trabajo, más programático que práctico, no se esboza, como en otras
obras, el camino a seguir, sí se nos dan pistas del mismo hacia el final, cuando Óscar
Diego menciona el caso finlandés. Finlandia es uno de los países menos corruptos del
mundo, según informes de Transparencia Internacional. Óscar Diego toma fuentes del
Ministerio de Asuntos Exteriores finlandés y explora su lógica. Según las mismas, la
sociedad finlandesa se apoya en una serie de fortalezas: unos valores de moderación,
autocontrol y bien común; estructuras legislativas, judiciales y administrativas que
controlan el abuso de poder; el amplio papel de la mujer en lo público; y la baja
disparidad en ingresos y salarios. De algunos ya hemos hablado.

Los valores morales además de potenciar la eficiencia –por frenar la corrupción y


alentar la idea de servicio a la comunidad– convierten al sujeto en un ser relacional, en
alguien que "cuida de sí", "cuida del otro" y "cuida de lo otro". Racionalidad que se
ejercita tanto en lo público, como en lo privado; y genera un "círculo virtuoso":
ciudadanos virtuosos hacen una sociedad virtuosa. Una "sociedad civil" activa e
interesada, cultiva una gobernabilidad responsable. Unos gobiernos que han de
"responder" no sólo porque se les pregunta, sino por la posibilidad misma de que se
les pregunte. A lo que se añade una institucionalidad (el autor menciona en especial la
judicial) que potencia valores de legalidad e igualdad.

A estas observaciones de fuentes finesas añade Óscar Diego las siguientes, que
también formarían parte de una "ciudadanía ética" (término que no emplea el autor,
pero con el que pudiera resumirse el esfuerzo de una "educación para la ciudadanía"):
una política basada en la igualdad y la democracia; desarrollo social; autonomía y
autogobierno; intelectualidad que valore el patriotismo, la justicia, la equidad, la
constitucionalidad y la democracia; y el elevado valor otorgado a la educación.

Es precisamente en este aspecto donde destaca Finlandia. La educación es algo


importante, porque es el abono sobre el suelo nutricio de la ciudadanía, más allá de la
presencialidad. Mediante la educación el sujeto se inserta en una república que lo
trasciende, de modo que parte de su sentido –al menos su "ser con" el otro– es
garantizado a lo largo de un tiempo que también lo trasciende. En Finlandia, ya desde
1858 se apostó por desarrollar una educación primaria, al margen de las instituciones
religiosas, de calidad y universal. Una educación que, asumiendo los valores ilustrados
de progreso, igualdad y libertad, no olvidara los tradicionales de humildad, modestia y
honestidad. La consolidación de una ciudadanía ética fue posible gracias a la tenacidad
y perseverancia con la que se cultivó la moral del bien común, la justicia y el interés
general, sin descuidar el fortalecimiento de la facultad de juicio ético. Sin dejar de lado
la conciencia colectiva orientada a valores comunes y la cultura ciudadana dirimida
hacia la participación, el civismo, etcétera.

Concluye Óscar Diego que la educación ciudadana es, pese a la diversidad –de
intereses, oficios, aptitudes–, necesaria, pues si algo nos caracteriza, es la pertenencia
a una comunidad de ciudadanos. De hecho los seres humanos nacemos "enclasados"
en una comunidad de ciudadanos, y este hecho es preciso no olvidarlo. Pero además,
es beneficiosa, pues una ciudadanía cuidadosa de la ética, educada éticamente, es
menos manipulable y sometida a servidumbre. Una ciudadanía ética es una ciudadanía
libre y responsable.

Sin embargo, haciéndonos cargo de Freud: ¿es posible educar? Creo que los liberales
pronto saldrían a responder, como ya hiciera Mandeville, con su famoso lema "vicios
privados, virtudes públicas", del que se ha insinuado también el inverso: "vicios
públicos, virtudes privadas". Pero no es tal la situación: vicios privados pueden muy
bien conducir a vicios públicos; y vicios públicos a vicios privados. Casi como en lógica
presocrática: lo semejante atrae a lo semejante.

Podríamos inclinarnos a pensar que Freud lleva razón, en parte. Si "educar" es


entendido como "modelar" conforme a unos principios y valores, asfixiando la
irreductible realidad de la individualidad, entonces es imposible. Pero "educar" no es
eso, no es "formar" a imagen y semejanza, sino "formar" el juicio libre y responsable,
la racionalidad práctica. En este sentido es posible educar. Tal educación supone el
ejercicio compartido de la relación humana: y nada hay más humano que la ciudad y
su cualidad específica, la ciudadanía.

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