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CAPÍTULO 6 - EL DERECHO A LA

AUTONOMÍA PERSONAL

1. EL DERECHO A LA AUTONOMÍA
PERSONAL: LAS ACCIONES
PRIVADAS DEL ART. 19 DE LA
CONSTITUCIÓN NACIONAL. POR
FERNANDO BRACACCINI
1. INTRODUCCIÓN

1.1. Fundamentos

El derecho a la autonomía personal o a la privacidad, reconocido en el art. 19 de la Constitución Nacional (CN), ha


sido entendido por Carlos Nino como el reconocimiento normativo del principio de autonomía de la persona, que junto a
los principios de inviolabilidad y dignidad conforman el fundamento moral de todo el sistema de derechos previstos en la
Constitución(1).
Este principio supone que "siendo valiosa la libre elección individual del plan de vida y la adopción de ideales de
excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a
diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de
virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución"(2).
En el marco del discurso moral existen dos aspectos o dimensiones: la moral personal o autorreferente y la moral
intersubjetiva. Mientras que la primera se refiere a valoraciones o preferencias sobre modelos de virtud que repercuten
solamente en el propio individuo, la segunda involucra acciones que provocan efectos sobre los intereses de otras
personas(3).

A partir del principio de autonomía personal, sólo son moralmente admisibles las interferencias estatales basadas en los
efectos que un determinado acto provoca en la moral intersubjetiva, y son inaceptables aquellas intromisiones sobre el
ámbito de la moral personal. La consecuencia lógica de afirmar que cada persona es libre de elegir el plan de vida que
mejor le parezca, fundado en los valores que prefiera sin importar lo que piensen los otros, supone necesariamente que el
Estado no puede interferir con ello, y por ende que se encuentra vedada toda intromisión en conductas que no afecten los
derechos de terceras personas. El Estado debe ser neutral sobre las preferencias de los ciudadanos sobre cuestiones de
moral privada.

Las ideas de John Stuart Mill contribuyeron de un modo determinante a la conceptualización de esta limitación a las
intromisiones sobre la vida de las personas. Este autor fue el primero en conceptualizar el principio de daño, que prescribe
que "el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera
de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una
comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; (...)"(4).
El principio que deriva de las palabras de Mill es muy sencillo, pero a la vez muy poderoso, en tanto exige para
cualquier injerencia sobre una conducta, mediante la cual se cause un daño, y como contracara prohíbe cualquier
intervención que no se base en el perjuicio a otros, especialmente prescribe las interferencias que se justifiquen por hacer
un bien moral al propio sujeto(5).
Este tipo de ideas han suscitado relevantes debates, como los protagonizados por John Stuart Mill y James Fitzjames
Stephen en su época, y tiempo después por Herbert Hart y Lord Patrick Devlin, que han sido reproducidos por Roberto
Gargarella(6), y que contraponen posiciones liberales y perfeccionistas sobre la autonomía personal y la moral.
James Fitzjames Stephen, quien descalificaba las ideas de Mill desde una posición perfeccionista que —luego
veremos— hace eje en la existencia de una concepción objetiva de lo bueno y en que, por lo tanto, lo moralmente bueno o
correcto para una persona es independiente de lo que ésta desee. El punto de partida de Stephen era que la libertad no se
vinculaba a la posibilidad de vivir cualquier vida, sino que la libertad sólo tenía sentido en la medida en que era el camino
para vivir vidas valiosas. En ese marco, Stephen replicaba que el principio de daño de Mill debía sustituirse por uno que
se dirigiera a validar la coerción estatal para reducir el mal y los comportamientos viciosos de las personas, y de esa
forma promover el bien y los comportamientos virtuosos(7).
Más recientemente, promediando la década de 1960, un debate similar tuvo lugar entre Lord Devlin y Herbert Hart. El
primero encarnó la posición perfeccionista y emitió duras posiciones tras ser publicado en Inglaterra el denominado
Informe Wolfenden(8)que proponía descriminalizar la homosexualidad. Los argumentos de Devlin pueden sintetizarse de
la siguiente manera: I) Toda sociedad tiene derecho a autodefenderse de ataques, ya sean externos o internos; II) La
comunidad se asienta sobre ciertas bases morales que son las que le dan solidez, cohesión y estabilidad, de manera que la
pérdida de esas bases hacen que la sociedad termine disolviéndose, es decir, desapareciendo; III) El derecho debe
reaccionar frente a ello para impedir la disolución de la sociedad; IV) El derecho sanciona muchas conductas autónomas
de las personas, que no provocan daño a terceros, tales como la eutanasia y el incesto(9), y eso no ha provocado mayores
conflictos.
Hart replicó esa posición y respondió a sus argumentos de la siguiente manera: I) Para este autor los planteos de Devlin
partían de la idea que resultaba posible determinar cuál era la moralidad compartida por la sociedad y la que, por ese
motivo, el Estado debía apoyar. Respecto a esto, Hart señalaba que muchas veces era difícil determinar los rasgos morales
dominantes, y que incluso existían muchas pautas morales diversas que convivían. Por lo tanto, no existen para Hart las
certezas sobre la moral predominante que Devlin alude. II) Aun si ello fuera posible, para él no son claros los motivos por
los que deberíamos desear que la moral de una sociedad sea estática, y no dinámica y en constante evolución. En el
supuesto que hubiera una moral predominante, se pregunta, ¿por qué no habríamos de cambiarla? III) Debe distinguirse la
moral convencional y la moral crítica, en tanto "los valores dominantes no merecen ser defendidos (cual si fueran valores
ideales) por el mero hecho de ser los valores dominantes. Los mismos "pueden ser (...) mayoritarios (...) pero al mismo
tiempo valores inaceptables"(10). No hay a priori ningún deber de defender ciertos valores morales por el mero hecho de
que sean mayoritarios(11).

A partir de ello, el perfeccionismo resulta inadmisible desde una perspectiva liberal de los derechos, y muy
especialmente desde la construida por Carlos Nino, en la cual el principio de autonomía personal constituye la base del
sistema de derechos. A partir de esa concepción liberal y antiperfeccionista, el Estado y los terceros sólo pueden
inmiscuirse en las conductas de los individuos fundándose en la existencia de un daño a terceros.

Tal es la imposibilidad de que el Estado o un tercero intervengan en cuestiones de moral privada, que Nino incluso los
excluye del tipo de asuntos que pueden ser discutidos en el debate democrático, pues considera que no existe ningún valor
en que los asuntos que no pertenecen a la moral intersubjetiva sean decididos por otra persona que el mismo autor de la
acción, pues es el único potencial afectado por una decisión que no tiene efectos más que sobre él mismo(12).

1.2. Antecedentes históricos

El principio de autonomía personal constituyó un eje fundamental del modelo liberal que inspiró a la Constitución
Nacional de 1853 y a muchos de sus antecedentes, y es en definitiva el modelo que se impuso en el marco constitucional
latinoamericano. Muchas expresiones del movimiento constitucional latinoamericano del siglo XIX tenían el doble
objetivo de equilibrar el poder y asegurar la neutralidad moral del Estado(13), y allí la autonomía individual se presentaba
como una barrera infranqueable para que "los individuos pudieran vivir sus vidas del modo elegido por ellos
mismos"(14).
El art. 19 de la CN representa una pieza original del proceso constitucional argentino, pues no existe una norma
equiparable en la Constitución estadounidense que inspiró en gran medida nuestro texto constitucional. El antecedente
constitucional en el que se incorporó el principio a la autonomía personal fue el art. 7° del proyecto de Constitución de la
Sociedad Patriótica para las Provincias Unidas de 1813, y luego fue incorporado en los arts. I y II de la sección VII del
Estatuto Provisional de 1815(15)por obra de Antonio Sáenz(16).

Si bien la Constitución de 1819 incorporó ideas netamente contrarias al principio de autonomía personal en sus arts. 1°
y 2° —que preveían la confesionalidad del Estado bajo el culto católico, apostólico, romano, y el deber de los habitantes
de respetarla "cualesquiera que sean sus opiniones privadas"—, lo cierto es que también replicó el las normas del Estatuto
de 1815 sobre autonomía personal. El art. 112 de la Constitución de 1819 establecía: "Las acciones privadas de los
hombres que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudican a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas
de la autoridad de los Magistrados", y el 113 que disponía: "Ningún habitante del Estado, será obligado a hacer lo que no
manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe".

La Constitución de 1853 tomó el contenido de las normas sobre autonomía personal de sus antecedentes y, siguiendo a
la Constitución del Uruguay de 1830, lo unificó en un solo artículo. Explica Sampay que las diferencias del texto del art.
19 aprobado en 1853 con sus predecesores se debe a la intervención del convencional Pedro Ferré, quien propuso un
cambio en la redacción de la norma para que se reemplazara el término "al orden público" por "a la moral y al orden
público", que fue aceptado por unanimidad. No obstante, el texto definitivo de la Constitución presenta una redacción
sustantivamente distinta a ésa, y que fue debidamente aceptada por Ferré y los demás convencionales constituyentes en la
aprobación final de la Constitución, pues se sustituyó la frase "a la moral y al orden público" por "al orden y a la moral
pública"(17). Así se constituyó el texto actual del art. 19 de la CN, que atravesó todos los procesos de reforma
constitucional sin ser modificado.
La fuente ideológica del art. 19 de la CN se encuentra en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano(18),
que en lo que a autonomía personal respecta, establece en su art. IV: "La libertad consiste en poder hacer todo aquello que
no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los que
garantizan a los demás miembros de la sociedad el disfrute de los mismos derechos (...)" y en su art. V prescribe: "La ley
sólo puede prohibir las acciones que son perjudiciales a la sociedad (...)". Como puede advertirse, para la declaración
revolucionaria francesa todo acto que no produjera un perjuicio a terceros era parte de la libertad personal.

Así es que, receptando la influencia de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, la primera parte del
art. 19 de la CN viene a receptar uno de los principios morales esenciales sobre el cual se erige el sistema de derechos, y a
establecer con claridad el ámbito de libertad de las personas. Esta norma es muy relevante, pues distingue el ámbito en el
cual las personas son libres de hacer lo que mejor les parezca, y dentro de ese ámbito se enmarca el ejercicio de los
restantes derechos previstos en la Constitución, convenciones internacionales y leyes.

2. CONCEPTUALIZACIÓN
2.1. Derecho a la privacidad

El derecho a la privacidad o a la autonomía personal está previsto en la primera parte del art. 19 de la Constitución
Nacional, en el art. 11 de la Convención Americana de Derechos Humanos, en el art. 17 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos, 16 de la Convención sobre los Derechos del Niño y en los ya mencionados arts. 4° y 5° de la
Declaración Universal de los Derechos.

Este derecho protege "la libertad de realizar cualquier acción que no cause daño a los demás"(19), y en ese marco
afirma "la libre elección de planes de vida e ideales de excelencia humana y veda la interferencia con esa libre elección
sobre la base de que el plan de vida o el ideal al que responde una acción es inaceptable"(20). En sentido similar, Gelli
consideró que protege "la libertad de elegir (...) el propio plan de vida, no sólo frente al Estado sino también ante las
preferencias y pese a las reacciones de terceros"(21). Para Bidart Campos se trata de "la posibilidad irrestricta de realizar
acciones privadas (que no dañan a otros)"(22).
La Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) ha entendido que el derecho a la privacidad "otorga al individuo un
ámbito de libertad en el cual puede adoptar libremente las decisiones fundamentales acerca de su persona, sin
interferencia alguna por parte del Estado o de los particulares en tanto dichas decisiones no violen derechos de
terceros"(23). Para el tribunal, este derecho "otorga al individuo un ámbito de libertad en el cual puede adoptar libremente
las decisiones fundamentales acerca de su persona, sin interferencia alguna por parte del Estado o de los particulares, en
tanto dichas decisiones no violen derechos de terceros"(24).
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha interpretado el derecho a la "vida privada" previsto
expresamente en el primer supuesto del art. 11.2 de la CADH, como aquel que protege "la capacidad para desarrollar la
propia personalidad y aspiraciones, determinar su propia identidad y definir sus propias relaciones personales. El
concepto de vida privada engloba aspectos de la identidad física y social, incluyendo el derecho a la autonomía personal,
desarrollo personal y el derecho a establecer y desarrollar relaciones con otros seres humanos y con el mundo
exterior"(25). En cuanto a su protección, "el ámbito de la privacidad se caracteriza por quedar exento e inmune a las
invasiones o agresiones abusivas o arbitrarias por parte de terceros o de la autoridad pública"(26).

A partir de todo ello, el derecho a la privacidad puede sintetizarse como aquel que toda persona tiene a elegir
libremente su plan de vida, sus modelos de virtud personal y sus preferencias morales, y a realizar libremente acciones
que no provoquen un daño relevante a terceros, y que veda al Estado u otros individuos la posibilidad de interferir en
ellas.

2.2. Distinción entre el derecho a la privacidad y el derecho a la intimidad

Según Carlos Nino, con quien coincide Gelli, la doctrina y jurisprudencia han confundido sistemáticamente el derecho
a la privacidad y el derecho a la intimidad. Si bien el primero presupone al segundo, se trata de dos conceptos diferentes,
cuya regulación se encuentre en artículos distintos de la Constitución. La privacidad a la que alude al art. 19, CN, se
refiere a acciones privadas "no en el sentido que no son o no deben ser accesibles al conocimiento público, sino en el
sentido de que si violentan exigencias morales sólo lo hacen con las que derivan de ideales de una moral privada, personal
o autorreferente; (...) [y por lo tanto sólo impactan en el] desarrollo o autodegradación del propio carácter moral del
agente"(27).
La privacidad se vincula al contenido de los actos, que se entenderán privados en tanto sólo afecten al propio agente y
no dañen a terceros, sin importar el lugar o el medio en que son realizados. En cambio, la intimidad se refiere a un ámbito
exento del conocimiento generalizado de otros. El derecho a la intimidad, si bien se desprende del art. 19, CN, como
tantos otros derechos, se encuentra regulado específicamente en el art. 18, CN, en tanto se protege el domicilio, los
papeles privados y la correspondencia epistolar(28).
A diferencia de lo sostenido por Nino, la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) ha considerado de manera
idéntica estos conceptos. En "Ponzetti de Balbín, Indalia c. Editorial Atlántida"(29), la Corte utiliza los términos
intimidad y privacidad como sinónimos que hacen a una misma cosa que "protege jurídicamente un ámbito de autonomía
individual constituido por los sentimientos, hábitos y costumbres, las relaciones familiares, la situación económica, las
creencias religiosas, la salud mental y física, la situación económica y, en suma, las acciones, hechos o datos que,
teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad están reservadas al propio individuo y cuyo
conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real o potencial para la intimidad", y agrega que el
derecho a la privacidad comprende "no sólo a la esfera doméstica, el círculo familiar y de amistad, sino a otros aspectos
de la personalidad espiritual o física de las personas tales como la integridad corporal o la imagen y nadie puede
inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no destinadas a ser difundidas". Esta misma
conceptualización fue sostenida en 1993 en "Gutheim, Federico c. Alemann, Juan"(30), y es a su vez reproducida por
Sagüés(31)y Bidart Campos.

La distinción realizada por Nino adquiere particular relevancia cuando, además de lo estrictamente conceptual, se
exploran las consecuencias que pueden derivarse de tomar a dos derechos distintos como la privacidad y la intimidad
como si fueran una misma cosa.

Mientras el derecho a la privacidad es absoluto, y por lo tanto veda cualquier intervención estatal sobre los actos
autorreferentes de las personas, el derecho a la intimidad admite algunas excepciones. Si bien protege los ámbitos
privados de la intromisión estatal y de terceros, ese ámbito es franqueable en ciertos supuestos específicamente
estipulados (ej., la existencia de una orden judicial para ingresar a un domicilio o requisar a una persona) con el objetivo
de que el Estado interfiera con acciones que, si bien tienen lugar en el ámbito de la intimidad, no pertenecen al ámbito de
privacidad porque producen daños a terceros(32). Es por ello que confundir estos dos derechos podría llevar a una
confusión particularmente grave en cuanto a sus limitaciones, ya que de aplicarse los estándares del derecho a la
intimidad a las acciones privadas, se estaría restringiendo indebidamente la autonomía personal. Asimismo, bajo una
errónea mirada sobre la intimidad y la privacidad, podrían caracterizarse equivocadamente —y así invisibilizarse—
situaciones de violencia de género doméstica por el solo hecho que ocurren al interior de la vivienda, cuando en verdad se
trata de acciones públicas cometidas en un ámbito de intimidad, y no privadas, en virtud del daño a terceros que provocan.
Tomando nota de este tipo de observaciones, en el precedente "Halabi, Ernesto"(33)la Corte Suprema ha adecuado la
ubicación constitucional del derecho a la intimidad en el art. 18 de la Constitución. En sentido similar, la jueza Argibay ha
ubicado el derecho a la intimidad en el art. 18 de la Constitución en sus votos en el caso "Baldivieso"(34). No obstante, la
mayoría del tribunal incurrió nuevamente en la confusión entre intimidad y privacidad en los dos fallos "Gualtieri de
Rugnone de Prieto"(35)de 2009. La mayoría del tribunal interpreta el conflicto en el problema de la negativa a los
exámenes de histocompatibilidad de las personas apropiadas durante la última dictadura como un asunto a resolverse en
relación al derecho a la intimidad, con excepción de los votos de los jueces Lorenzetti y Zaffaroni que identifican el
problema en torno a la autonomía personal.

2.3. Interpretación del art. 19 de la CN: ¿Qué alcance cabe otorgar a las "acciones privadas que de ningún modo ofendan
el orden y la moral pública, ni perjudiquen a terceros"

Ahora bien, la primera parte del art. 19 de la CN establece expresamente: "Las acciones privadas de los hombres que
de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas
de la autoridad de los magistrados".

La norma, como hemos dicho, delimita que solamente cierto tipo de acciones pueden merecer la intervención del
Estado o de terceras personas: las que 1) afecten el orden, 2) afecten la moral pública, 3) afecten a terceros. Como bien
señala Gelli, no es posible obviar sin más los tres supuestos previstos en el texto constitucional(36), motivo por el cual
corresponde evaluar cuál es el alcance que cabe dar a estos conceptos para dar con una exégesis de la norma que dé
cuenta de la pretensión de proteger la autonomía personal.

La Corte ha oscilado en sus interpretaciones, contando en su haber con lecturas muy restrictivas del ámbito de
autonomía personal y otras, comprometidas con el antiperfeccionismo y el ideal de la libertad personal. A continuación
recorreremos las posiciones de la CSJN sobre el asunto.

2.3.a. La doctrina de las acciones interiores

Entre las posiciones más restrictivas y más autoritarias, encontramos la "doctrina de la interioridad" de las Cortes de
facto, que ha limitado el ámbito de protección del art. 19 exclusivamente a las acciones interiores —que de ningún modo
trascendieran al conocimiento de terceros— de las personas, tales como los pensamientos o sentimientos.
En términos del tribunal de facto, "las acciones privadas de los hombres, a que se refiere el art. 19 de la CN, son
aquellas que arraigan y permanecen en la interioridad de la conciencia de las personas y sólo a ellas conciernen, sin
concretarse en actos exteriores que puedan incidir en los derechos de otros o que afecten directamente a la convivencia
humana social, al orden y a la moral pública"(37). Al explicar la diferencia de las acciones interiores y exteriores, el
tribunal de la dictadura consideró que "las primeras pertenecen al ámbito de la moral individual y (...) escapan (...) a la
regulación de la ley positiva y a la autoridad de los magistrados. Las segundas, que configuran conductas exteriores con
incidencia en derechos ajenos y proyección comunitaria (...) están sometidas a la reglamentación de la ley en orden al
bien común y a la autoridad de los magistrados"(38).
Si bien el alto contenido autoritario de esta interpretación del art. 19 de la CN —reducido al derecho a pensar
libremente— responde a la inspiración autoritaria propia de las Cortes de facto(39), lo cierto es que pueden identificarse
rasgos comunes con esta doctrina en los fundamentos de la Corte en su precedente "Montalvo, Ernesto Alfredo"(40), al
afirmarse que "es claro que no hay 'intimidad' ni 'privacidad' si hay exteriorización y si esa exteriorización es apta para
afectar, de algún modo, el orden o la moral pública o los derechos de un tercero". Dejando de lado esta excepción, la
doctrina de la arbitrariedad no ha sido replicada por la CSJN en períodos democráticos, posiblemente porque, como
afirma Gustavo Maurino, "el sesgo totalitario de la interpretación es tan grosero que resulta imposible su encaje en la
estructura de una democracia constitucional moderna"(41).

2.3.b. La doctrina de las acciones exteriores

La doctrina prevaleciente en la CSJN es la "doctrina amplia" o de la exterioridad de los actos privados, que entiende a
las acciones privadas a los pensamientos y también a las acciones con proyección en el mundo exterior, en tanto no
afecten el orden, la moral pública ni perjudiquen a terceros(42).

Pero si bien esta doctrina es valiosa en materia de protección de la autonomía personal, lo cierto es que la distinción
entre actos interiores y exteriores no nos explica demasiado por sí sola, pues una vez en el ámbito de las acciones
exteriores resta saber qué significa que una acción privada afecte al orden y a la moral pública y que perjudique a
terceros. A continuación veremos las interpretaciones de la Corte sobre el tema.

2.3.b.1. Interpretación restrictiva del art. 19 de la CN

El término más problemático de la norma en materia interpretativa ha sido el del "orden y la moral pública", ya que el
concepto de "perjuicio a terceros" es una clara expresión del requisito liberal de un daño a otros para las interferencias
estatales. Al determinar los alcances de estas fórmulas, la Corte ha variado en sus criterios, oscilando entre posiciones de
neto corte perfeccionista a otras de inspiración más liberal.

La doctrina restrictiva se inspira en ideales perfeccionistas, y se propone restringir el ámbito de elección moral
individual, sustituyéndolo por la imposición de una moral reputada como correcta por el Estado.

En general, la Corte ha evitado hacer expresas sus interpretaciones restrictivas sobre lo que el término "moralidad
pública" significaba, y más bien utilizaba alusiones sobre la potencialidad de los peligros de determinadas conductas
sobre terceros, escondiendo valoraciones perfeccionistas.

En esta línea, el voto mayoritario de la Corte en el caso "Comunidad Homosexual Argentina (CHA)"(43)convalidó la
decisión de la Inspección General de Justicia (IGJ) de negar la personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina
por considerar que su objeto (la defensa de diversidad sexual, la lucha contra discriminación a personas homosexuales,
entre otros) era contrario al interés público. Sin ofrecer argumentos en torno a la interpretación del art. 19, la Corte
consideró que la decisión de la IGJ había sido fundada y no arbitraria, y así el propio tribunal terminó convalidando —e
imponiendo— la imposición estatal de un modelo de moral y virtud personal.
En el voto del juez Boggiano se hace explícito el entendimiento restrictivo del art. 19 de la CN, que inspira la decisión
mayoritaria del tribunal, toda vez que afirmó que "las acciones privadas de los hombres ofenden de algún modo al orden,
a la moral pública y perjudican a terceros cuando producen un daño a sus familias o a la sociedad en las que tales acciones
repercuten o a sí mismos, pues nadie puede consentir válidamente que se le infrinja un serio daño"(44).
En un sentido similar, la disidencia de los jueces Caballero y Fayt en el precedente "Capalbo"(45)convalidó la
constitucionalidad de la criminalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal por vulnerar la "moral
del hombre medio", que a su juicio era a lo que aludía el art. 19 de la CN. La mayoría de la Corte entendió la norma en
este sentido en "Colavini"(46)y "Montalvo"(47), aunque veremos luego que finalmente abandonó esa doctrina.

2.3.b.2. Interpretación amplia del art. 19 de la CN

La interpretación actual de la Corte sobre la norma ofrece un ámbito de protección mayor a las acciones privadas, al
haber entendido el tribunal que "mientras una persona no ofenda al orden, a la moral pública, o a los derechos ajenos, sus
comportamientos incluso públicos pertenecen a su privacidad, y hay que respetarlos aunque a lo mejor resulten molestos
o desentonen con pautas del obrar colectivo"(48), sin importar incluso si son realizados en ámbitos ocultos a la mirada de
terceros —ámbitos de intimidad— o de plena exposición pública(49).
No obstante, la doctrina actual de la Corte no merece ser denominada moderna o reciente, ya que si bien es la que
representa las posiciones actuales del tribunal, puede ser encontrada en precedentes de antigua data como "Rizzoti,
Raúl"(50)de 1927. En ese caso, la Corte consideró inválido interferir sobre las conductas de las personas con el objetivo
de inculcar "el culto de virtudes superiores", ya que eso suponía invadir el fuero interno de la conciencia, lo cual se
encontraba vedado al Estado en virtud del art. 19 de la CN.
Sin dudas, las interpretaciones amplias del ámbito de protección de las acciones privadas son las que mejor se ajustan a
los fundamentos filosóficos de la norma, a su inspiración ideológica, y a sus antecedentes históricos. Según la CSJN, este
artículo "ha sido el producto elaborado de la pluma de los hombres de espíritu liberal que construyeron el sistema de
libertades fundamentales en nuestra constitución"(51).
Debe tenerse en cuenta que, como se explicó previamente, los antecedentes del art. 19 de la Constitución de 1853 no
preveían el concepto de moral pública en su formulación, sino que sólo referían que las acciones debían afectar el orden
público o producir un daño a terceros. La incorporación del término "moral" en el articulado se produjo a pedido del
convencional Ferré y luego mereció una cuidadosa reformulación para que en lugar de "a la moral y al orden público" la
norma expresara "al orden y a la moral pública", con clara alusión a la moral de carácter intersubjetivo que —como
vimos— remite a la afectación de derechos de terceros(52).
A partir de una propuesta interpretativa de Carlos Nino, también desde el análisis de la literalidad de la norma podría
llegarse a esa misma conclusión, entendiendo a las locuciones "acciones privadas", "acciones que no ofendan el orden y la
moral pública" y "acciones que no perjudiquen a un tercero" como tres formas de referirse a un mismo concepto. Según
Nino, "las acciones son privadas en la medida en que sólo ofendan una moral privada compuesta por pautas que valoran
tales acciones por sus efectos en la vida y el carácter moral del propio agente, y no ofendan en cambio una moral pública
constituida por pautas que valoran a tales acciones por sus efectos dañosos o beneficiosos para terceros"(53).

Para Nino, los constituyentes han conjugado las palabras "pública" y "moral" de un modo que no hace que la
interpretación de la norma sea algo demasiado complejo, pues el término moral pública se refiere a un ámbito distinto al
de la moral personal o autorreferente, es decir, al ámbito de moral que regula las relaciones entre los individuos y que
aborda la proyección que las acciones de unos tienen sobre los otros.

Tanto desde su fundamentación filosófica, su inspiración ideológica, sus antecedentes históricos, como por la voluntad
de los constituyentes y las expresiones empleadas en la redacción del texto constitucional, hay razones para inferir que la
primera parte del art. 19 protege de la intromisión del Estado y de terceros a aquellas acciones que no provoquen efectos
más que sobre su propio autor, y exige inflexiblemente la existencia de una afectación relevante de derechos de terceros
para la interferencia estatal.

3. CONTENIDO Y ALCANCES DEL DERECHO A LA PRIVACIDAD

3.1. Libre elección de plan de vida

3.1.a. Concepto

En el marco de este ámbito de libertad personal, en el cual toda persona tiene la libertad de realizar la acción que
desee, en tanto ella no perjudique a terceros, se encuentra comprendido el derecho a elegir libremente un plan de vida.
Esta idea constituye un aspecto esencial del concepto de autonomía personal, y significa que cada persona es soberana
para decidir cuál es el modelo de virtud o excelencia personal que quiere adoptar y, en definitiva, cómo es que quiere
vivir su vida(54).

3.1.b. Neutralidad estatal

De la libertad de elegir libremente se desprende entonces una restricción al Estado de imponer planes de vida o
modelos de virtud individual. De allí que, conforme a nuestro marco constitucional, el Estado debe ser neutral en términos
morales, lo cual exige que "no asuma un compromiso especial con alguna concepción del bien, para tornar más difíciles
las elecciones de vida de algunos individuos o grupos, o para premiar la actitud de algunos por la mera suerte de haber
abrazado el proyecto de vida favorecido por el Estado"(55).
Esta idea de neutralidad estatal no debe ser confundida con un Estado inactivo, o indiferente ante las interferencias
abusivas en la vida de ciertas personas o ante las dificultades en las posibilidades reales de elección de un plan de vida. En
su deber de asegurar la libre elección de planes de vida, el Estado tiene la obligación de llevar adelante medidas activas
para asegurar que esa libre elección sea real, y es por eso que —como veremos luego— debe implementar acciones
paternalistas, tendientes a fortalecer la capacidad del individuo para actual autónomamente(56).

En ningún caso puede admitirse que bajo el amparo de este deber estatal de ampliar la autonomía de las personas se
filtre la imposición de decisiones morales, sino que sólo será válido limitarse a dotar al sujeto de elementos que amplíen
su capacidad para decidir de manera autónoma. Una intervención estatal, que imponga al individuo la elección de un
modelo moral, no será paternalista sino perfeccionista. En cambio, una intervención estatal que ofrezca elementos para
que el sujeto sea más libre en su elección de planes de vida, será paternalista. Este último tipo de acciones son las que está
obligado a llevar adelante el Estado, en su misión de asegurar la libre elección de planes de vida impuesta por el art. 19 de
la Constitución.

3.1.c. Perfeccionismo

En oposición al Estado neutral o paternalista se presenta el Estado perfeccionista, entendido como aquel que "puede, a
través de distintos medios, dar preferencia a aquellos intereses y planes de vida que son objetivamente mejores"(57). Esta
concepción sostiene que "lo que es bueno para un individuo o lo que satisface sus intereses es independiente de sus
propios deseos o de su elección de forma de vida. Esta idea parece basarse en una marcada desconfianza respecto de las
capacidades de cada uno, así como también en un cierto elitismo, conforme al cual sólo algunos tienen acceso a las
'verdades morales' que todos deben seguir"(58).

Como hemos visto, la CSJN ha oscilado en sus posiciones respecto a la libre elección de planes de vida, al punto que
han existido fallos muy valiosos en materia de protección de la autonomía individual y la neutralidad del Estado, y otros
netamente perfeccionistas y de alto contenido autoritario.

En la doctrina perfeccionista de la Corte encontramos precedentes como "Colavini, Ariel Omar"(59), en el cual
consideró que el consumo de estupefacientes no era admisible moralmente, y que por lo tanto era constitucional su
criminalización en virtud de la degradación moral que suponía para los consumidores, al conducir a la "ociosidad", la
"delincuencia", la falta de "voluntad de superación" y la destrucción de la familia. Dejando de lado el dudoso sustento
empírico de tales afirmaciones, interesa aquí destacar que la Corte refiere a supuestas consecuencias nocivas que —
excepto la "delincuencia"— sólo tendrían efectos sobre la propia persona que los lleva a cabo. De tal modo, lo que la
Corte hace es optar por un cierto tipo de moral y admitir su imposición a los ciudadanos. Esta posición se vio plasmada en
la posterior decisión de la Corte en "Montalvo, Ernesto Alfredo"(60), aunque allí la CSJN tuvo el cuidado de no hacer
consideraciones expresas de semejante nivel de perfeccionismo.
Otro caso en el que la Corte ha echado mano de una doctrina perfeccionista ha sido el ya citado fallo "CHA"(61). Se
trata de una decisión notablemente perfeccionista, en el que si bien muchos votos han solapado la inspiración
perfeccionista de la decisión de no otorgar personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina en virtud de su
objeto, pueden encontrarse entre los votos expresiones que no dejan dudas al respecto. El juez Belluscio afirmó que no
"parece aconsejable poner en un pie de igualdad a personas de conducta sexual desviada frente a instituciones como la
adopción o la tutela" y que "aun cuando se admitiese que el concepto de bien común es el que sostiene la recurrente ('todo
aquello que haga posible que toda persona desarrolle plenamente sus potencialidades tendiente al logro de su propia
perfección') no se advierte cuál es la perfección que 'puede alcanzarse mediante el desarrollo de la homosexualidad'"
(consid. 6°). También la opinión del juez Boggiano echa luz sobre los fundamentos de la decisión, en tanto afirmó que "la
pública defensa de la condición homosexual con vistas a su aceptación social para luchar a su equiparación como forma
de vida merecedora de la misma consideración que las restantes pudo razonablemente ser considerada una finalidad
indigna de apoyo estatal" (consid. 14) y que "toda defensa de la homosexualidad ofende la moral pública y el bien
común" (consid. 18).

3.1.d. El Estado frente a la libre elección de planes de vida: ¿Deber de no interferir o de asegurar?

3.1.d.1. La no interferencia estatal en asuntos privados

Como ya hemos visto, en el marco constitucional del derecho a la privacidad, el Estado se encuentra vedado de dar
preferencia a ciertos modelos de virtud personal y excelencia humana. Ello a partir de que el Estado está impedido
constitucionalmente de interferir en cuestiones de moral personal, y que debe limitarse al ámbito de la moral
intersubjetiva.

En términos prácticos, un Estado antiperfeccionista o neutral no puede interferir con la elección de personas adultas
sobre su sexualidad, religión, hábitos, sometimiento a tratamientos médicos, entre otras cosas, aun cuando se infiriera que
provocarían un daño o degradación a la propia persona. Con particular poesía, John Stuart Mill rechazaba el
perfeccionismo afirmando que "La naturaleza humana no es una máquina que se pueda construir según un modelo para
hacer de modo exacto una obra ya diseñada; es un árbol que quiere crecimiento y desarrollo en todos sus aspectos,
siguiendo la tendencia de fuerzas interiores que hacen de él una cosa viva"(62).
Esta tesis puede encontrarse en la doctrina de la Corte en casos como "Bazterrica, Gustavo Mario"(63), "Sejean, Juan
Bautista c. Zaks de Sejean, Ana María"(64), "Portillo, Alfredo"(65), "Bahamondez, Marcelo"(66),"B., R. E. c. Policía
Federal Argentina s/amparo"(67), "Sisto, Verónica Eva"(68)"Asociación Lucha por la Identidad Travesti y Transexual
(ALITT)"(69),"Spinosa Melo, Oscar"(70),"Arriola, Sebastián"(71),"Albarracini Nieves, Jorge Washington"(72), "D., M.
A. s/declaración de incapacidad"(73), entre muchos otros. A continuación repasaremos algunos de ellos(74).
En "Bazterrica" en 1986 y en "Arriola" en 2009 la Corte abandona los criterios de "Colavini" y "Montalvo"
respectivamente. Se trata de dos casos que denotan un marcado antiperfeccionismo, al invalidar la penalización de la
tenencia de drogas con fines de consumo personal, fundándose en que el art. 19 de la Constitución "establece la existencia
de una esfera privada de acción de los hombres en la que no puede inmiscuirse ni el Estado ni ninguna de las formas en
que los particulares se organizan como forma de poder" y por lo tanto es inadmisible la interferencia en "las acciones de
los hombres que no interfieran con normas de la moral colectiva ni estén dirigidas a perturbar derechos de terceros"(75).
En esta línea interpretativa fue que la Corte decidió "ALITT"(76)y abandonó la doctrina de "CHA". En este nuevo
caso se sostuvo que la apreciación en torno a la persecución o no del bien común por una asociación civil debía hacerse a
partir de su compatibilidad con la Constitución Nacional, y no por las consideraciones morales de los funcionarios
públicos a cargo de la decisión. En ese marco, el tribunal consideró que no compete al Estado evaluar la validez o
invalidez de los valores promovidos por una asociación civil, sino sólo examinar que su objeto no "desconozca o violente
las exigencias que para la protección a la dignidad de las personas establece el art. 19 de la Constitución Nacional o que,
elíptica o derechamente, persiga la destrucción de las cláusulas inmutables del pacto fundacional de la República vigente
desde 1853"(77). Desde nuestra perspectiva, al referirse a la protección de la dignidad de las personas contenida en el art.
19 de la CN, la Corte alude al concepto de daño a terceros.
En "Bahamondez" de 1993, "Albarracini Nieves" de 2012 y "D., M.A. s/declaración de incapacidad" de 2015, el
tribunal consideró que la facultad de aceptar o rechazar tratamientos médicos y cualquier tipo de soporte vital formaba
parte del derecho a la autodeterminación moral derivado del art. 19 de la CN, que opera "no sólo como límite a la
injerencia del Estado en las decisiones del individuo concernientes a su plan de vida, sino también como ámbito soberano
de éste para la toma de decisiones libres vinculadas a sí mismo"(78). En esta línea, se entendió que dicha norma "concede
a todos los hombres una prerrogativa según la cual pueden disponer de sus actos, de su obrar, de su propio cuerpo, de su
propia vida, de cuanto les es propio"(79), y por ello es que "los pacientes tienen derecho a hacer opciones de acuerdo con
sus propios valores o puntos de vista, aun cuando parezcan irracionales o imprudentes, y que esa libre elección debe ser
respetada"(80). La Corte decidió los tres casos siguiendo la misma línea argumental sobre al ámbito de autonomía,
aunque los casos presentaban diferencias de hecho sustanciales en cuanto al medio utilizado para expresar esa autonomía:
en "Bahamondez" fue el propio paciente el que manifestó conscientemente su negativa a recibir una transfusión de sangre,
en "Albarracini Nieves" el paciente estaba inconsciente y había efectuado una declaración escrita previa en la que
expresamente rechazaba transfusiones de sangre, mientras que en "D., M. A. s/declaración de incapacidad" el paciente
estaba inconsciente, no mediaba declaración escrita previa y fueron sus parientes —en nombre suyo— los que
manifestaron el rechazo al soporte vital.
Por otra parte, en "B., R. E. c. Policía Federal Argentina s/amparo" la mayoría de la Corte consideró que no podía
limitarse el derecho al trabajo de personas que padecieran la enfermedad de VIH, en la medida en que no se encontrara
debidamente acreditado que esa enfermedad afectara la aptitud para el trabajo o representara un peligro cierto para
terceras personas, y que hacerlo constituía un supuesto de discriminación toda vez que se trata de un aspecto de la persona
reservado a su esfera privada al no afectar a terceras personas. Si bien el voto mayoritario admitió, para nosotros
equivocadamente, la facultad de la Policía Federal de hacer estudios de diagnóstico de VIH prescindiendo de la voluntad
del personal policial, las respectivas disidencias parciales de los jueces Fayt y Petracchi rechazaron esa posición y
afirmaron que las leyes vigentes protegían ese ámbito privado, a la vez que reforzaron la tesis mayoritaria en torno al
carácter discriminatorio de aquellas limitaciones del derecho al trabajo de las personas que padecen VIH cuando no se
probó su ineptitud para las tareas ni la existencia de un riesgo real para terceras personas.

En el caso "Sejean, Juan Bautista c. Zaks de Sejean, Ana María" del año 1986, la Corte declaró inconstitucional la ley
que establecía la indisolubilidad del matrimonio y la consecuente imposibilidad de contraer nuevas nupcias, porque ello
violaba el derecho a la igualdad (art. 16 de la CN). Estimo que, implícitamente, la Corte también rechazó esa restricción
por vulnerar el ámbito de autonomía moral previsto en el art. 19 de la CN, en tanto la ley impedía a los cónyuges decidir
sobre cuestiones que sólo tenían efectos sobre ellos mismos. Posteriormente, en "Sisto, Verónica Eva" de 1998, la Corte
rechazó la solicitud de declarar inconstitucional a la norma del Código Civil que establecía la nulidad de los acuerdos que
establecieran la indisolubilidad del matrimonio civil, por considerar que eso no violentaba la convicción de aquellos
contrayentes que, conforme a sus preferencias, no desearen disolver su vínculo.

En "Spinosa Melo, Oscar"(81)la Corte entendió que el derecho a la privacidad era absoluto y que no admitía renuncias
ni excepciones, a no ser por la existencia de un daño a terceros, y que el deber de comportarse de manera honorable por
parte de los funcionarios públicos de ninguna manera podía significar una intromisión estatal en las conductas privadas
que los funcionarios elijan para sí.

Por su parte, en "Portillo, Alfredo", la Corte reconoció la posibilidad que una persona rechazara la portación de armas
en el ejercicio del servicio militar si ello contrariaba sus creencias personales, y con ese fin reconoció la facultad de
objeción de conciencia para que ninguna persona sea violentada en términos morales.

3.1.d.2. La obligación estatal de asegurar la libre elección de un plan de vida

Si bien la doctrina antiperfeccionista es de vital importancia para la salvaguarda de la autonomía de las personas,
podría considerarse que no es suficiente para cumplir acabadamente con el principio que afirma que cada persona es libre
de elegir su plan de vida, pues la no interferencia estatal no necesariamente nos asegura la posibilidad real de escoger el
modo en que queremos desarrollar nuestra vida.

El juez Petracchi afirmó en su famoso voto en "Bazterrica, Gustavo", que luego sostuvo minoría en "Montalvo,
Ernesto Alfredo" y nuevamente en mayoría en "Arriola, Sebastián", que "el art. 19 de la Constitución Nacional establece
el deber del Estado de garantizar, y por esta vía promover, el derecho de los particulares a programar y proyectar su vida
según sus propios ideales de existencia, protegiendo al mismo tiempo, mediante la consagración del orden y la moral
públicos, igual derecho de los demás"(82). De tal manera, del art. 19 de la CN se desprende que i) el Estado no debe
interferir en nuestras acciones a menos que las mismas generen un daño a terceros, y que ii) es Estado debe garantizar a
los ciudadanos el derecho de elegir su plan de vida.

La libre elección de planes de vida y el deber del Estado de garantizarla serían fórmulas vacías si la posibilidad de
escoger ese plan dependiera de cuestiones ajenas a la voluntad de las personas, tales como haber nacido en un ámbito
social y familiar con condiciones materiales suficientes que permiten a una persona elegir qué hacer de su vida, o
inclusive no haber nacido con una discapacidad. El art. 19 de la CN impone al Estado la obligación de asegurar esa libre
elección, y por eso es que a continuación analizaremos algunas perspectivas a las formas en que eso puede ser asegurado
por el Estado.

3.1.d.2.1. La posición paternalista

Una manera de dar respuestas al respecto es a través de la adopción de políticas públicas paternalistas, que son aquellas
que tienden a fortalecer la capacidad del individuo para actuar autónomamente. Medidas de esta naturaleza asumen que
las personas adultas son autónomas y quienes deciden los asuntos que competen a su propia vida, y en ese marco se
proponen fortalecer la capacidad del individuo para adoptar la decisión(83).
Lejos de los entendimientos que, con falta de precisión conceptual, asocian al paternalismo con el avasallamiento de la
voluntad de las personas, las acciones paternalistas tienen el propósito de "ayudar a los individuos a que elijan libremente
planes de vida o a que materialicen su plan de vida libremente elegido"(84). Mediante acciones de este tipo, el Estado
procura robustecer el carácter autónomo de las decisiones de los individuos y luego, una vez asegurada la autonomía, las
acepta sin emitir valoración moral alguna sobre esas decisiones(85).

A través de este enfoque, el Estado cumple con su deber de asegurar la libre elección de planes de vida a través del
fortalecimiento de la capacidad individual de decidir cuál es mejor, y así garantizar que la decisión sea un producto real
de su voluntad. Típicamente se interpretan como acciones paternalistas aquellas que brindan información sobre las
consecuencias de un determinado acto sobre la salud del individuo (ej., las consecuencias del consumo de tabaco,
estupefacientes o alcohol, las maneras de prevenir el contagio de ciertas enfermedades, entre otras).

Así planteada, la diferencia con el perfeccionismo es clara. Mientras éste busca imponer al individuo cierta moral
reputada como correcta, el paternalismo asume que es el individuo el que debe decidir la moral personal que prefiera,
asegurando que cuenta con los elementos necesarios para que esa decisión sea producto de su voluntad y no del
desconocimiento o de algún vicio en su voluntad. Pero pueden presentarse casos más difíciles, en donde las distinciones
entre paternalismo y perfeccionismo se hagan más difusas, tales como los procedimientos para obtener divorcio del
antiguo Código Civil que preveía la celebración de audiencias entre los cónyuges espaciadas en el tiempo con el fin de
que su decisión no fuera apresurada(86).

3.1.d.2.2. La dimensión emancipatoria de la autonomía individual

A partir del recorrido que hemos hecho sobre el paternalismo, es admisible afirmar que en ciertos casos puede ser
insuficiente para asegurar de manera efectiva y real la libre elección de planes de vida. Pareciera que en ciertos contextos
las condiciones materiales son notoriamente insuficientes para el ejercicio de la autonomía, y las políticas paternalistas
pueden no bastar para asegurarnos que la persona pueda ser efectivamente autónoma.

Frente a este planteo es que Gustavo Maurino articuló una respuesta tomando la teoría de fundamentación de derechos
de Carlos Nino, fundada en el derecho a la autonomía personal. Según Maurino, además de la prohibición de interferencia
estatal en la elección de ideales personales, el principio de autonomía también contempla el deber del Estado de facilitar
institucionalmente la persecución y satisfacción de los ideales personales de vida. Este último aspecto es el que denomina
como la dimensión emancipatoria de la autonomía personal(87).
Se trata de una concepción de la autonomía que comprende a los "deberes estatales de garantizar el acceso a ciertas
condiciones —materiales e inmateriales— necesarias para que la autodeterminación moral del individuo sea ejercida de
manera significativa (...)"(88)y que da sustento constitucional al reclamo de ciertos estándares de satisfacción de derechos
para que la persona pueda elegir libremente su plan de vida.

Ahora bien, la dimensión emancipatoria de la autonomía personal no significa que repose sobre el Estado el deber de
asegurar la satisfacción de cualquier plan de vida o cualquier preferencia que tenga una persona, pues no sería admisible
sostener, por ejemplo, que deba afrontar los gastos suntuosos que alguien pudiera preferir. Lo que supone este enfoque es
que se aseguren ciertos bienes instrumentales indispensables para que las personas puedan escoger por sí mismas sus
planes de vida y así autodeterminarse. Esos bienes instrumentales no consisten sino en la satisfacción de derechos
elementales como la alimentación, la salud, la educación, entre otros.

Las consecuencias maximalistas en materia de derechos que podrían derivarse de esta idea han merecido críticas por
dejar muy poco espacio para las decisiones a adoptarse democráticamente. En efecto, si tantos derechos deben ser
asegurados para asegurar la autonomía de las personas, ¿qué quedaría para decidir a través del debate democrático? Ante
esta crítica, señala Maurino que la dimensión emancipatoria de la autonomía no sólo no es contradictoria con el ideal
democrático, sino que es esencial para las posiciones democráticas más robustas, como la teoría de la democracia
deliberativa de Nino, ya que se encarga de asegurar un núcleo de derechos básicos(89)que constituyen una precondición
para la democracia, en tanto se trata de las condiciones mínimas para que los individuos actúen como agentes morales
relevantes del diálogo democrático(90). En consecuencia, no todo derecho debe satisfacerse para asegurar la autonomía
de las personas, sino sólo los derechos básicos o a priori, que constituyen el núcleo básico de autonomía de las personas.
Los parámetros objetivos elaborados por Nino para valorar la esencialidad de los derechos son: I) la frecuencia con la
que el bien protegido por el derecho se presenta como esencial en los planes de vida que la gente suele adoptar en una
sociedad dada, y II) el grado de necesidad o relevancia que tiene el bien en cuestión respecto de la elección y
materialización de algunos planes de vida. Estos parámetros objetivos sirven para jerarquizar las preferencias subjetivas
de los individuos en miras al plan de vida que han escogido, y así poder identificar y jerarquizar los bienes instrumentales
necesarios para la persecución de sus preferencias(91).
Entre esos derechos a priori, que al final de cuenta dan validez al procedimiento democrático, se encuentran: I) los que
protegen bienes o condiciones necesarias para la elección y realización de ideales personales y II) aquellos en los que se
asientan determinados planes de vida(92). Se incluyen aquí a los derechos políticos y también a los derechos sociales, y
su relevancia como prerrequisitos para el funcionamiento del procedimiento democrático es de tal magnitud que justifica
la intervención judicial para asegurarlos.
Conforme Maurino, la dimensión emancipatoria de la autonomía personal ha sido reconocido por la CSJN en casos
como "Asociación Benghalensis"(93), "Asociación de Esclerosis Múltiple de Salta"(94), "Milone, Juan Antonio"(95),
"Barria, Mercedes"(96), "Reynoso"(97), "Floreancig, Andrea"(98), "Mosqueda, Sergio"(99)y "María, Flavia"(100).

4. EL LÍMITE DE LA AUTONOMÍA PERSONAL: EL DAÑO A TERCEROS

4.1. El principio general de daño

Como vimos, el art. 19 exige la existencia de un daño a terceros como requisito ineludible para la interferencia estatal
en una conducta. Si no existe ese daño, el Estado simplemente no puede interferir. Ahora bien, ¿qué significa que una
conducta dañe a terceros? Se trata de una pregunta que podría parecer fácil de responder a simple vista, pero que sin
dudas no lo es, al punto que aún hoy existen fuertes debates al respecto.

John Stuart Mill fue quien planteó inicialmente la necesidad de un perjuicio o de una afectación de los derechos de
otros para que el Estado o los particulares pudieran interferir en una conducta. Este principio es valioso e indispensable en
nuestra organización constitucional, pero al profundizar un poco al respecto nos encontramos con que es muy difícil
pensar en conductas humanas exteriores que viviendo en sociedad no provoquen ningún efecto sobre otras personas.
Máxime cuando podríamos encontrarnos inclusive ante acciones autodegradantes, con capacidad de generar efectos
nocivos en la vida de la propia persona y ello repercutir en sus allegados. Y es aquí en donde cabe realizar algunas
consideraciones para ir dando un sentido más preciso a la fórmula del daño a terceros, para responder al interrogante
sobre qué es el daño a terceros.

En primer lugar, no puede concebirse válidamente la configuración del daño a terceros que justifica la interferencia
estatal exclusivamente a partir de esa misma interferencia. Es decir, no puede justificarse válidamente que existe un daño
por el hecho de haberse violado una prohibición en caso de que al eliminarse esa prohibición también se elimine todo el
daño de la conducta, pues allí precisamente no habría daño(101).
Continuando con el análisis, podríamos afirmar también que el principio de daño no excluye acciones del ámbito de
interferencia estatal, sino razones. Acorde con ello, el Estado puede interferir sobre cualquier tipo de acción exterior, pero
sólo puede hacerlo en la medida en que esa intervención se funde en los efectos dañinos que provoca sobre terceras
personas(102). Pero esta aproximación también resulta insuficiente, porque el carácter nocivo de una conducta podría
alegarse de manera poco sincera para justificar una intervención estatal que no sería admisible. A partir de ello, se hace
necesario profundizar un poco más en los casos dudosos de afectación de derechos a terceros.

4.2. El argumento de la defensa social

Un argumento que se presenta de manera habitual frente acciones autodegradantes es que además de provocar un daño
sobre el propio individuo, generan un perjuicio hacia terceros. Podrían pensarse innumerables ejemplos de conductas de
esta naturaleza(103), algunos que presentan daños más tangibles y otros algo más remotos, pero en todos los casos se trata
de acciones que provocan algún tipo de afectación a terceros, y que pareciera no ser posible —desde una aproximación
apresurada— amparar en el ámbito de autonomía personal.
Si profundizamos sobre esta idea nos encontramos con que en verdad es prácticamente imposible pensar en una
conducta que no afecte con mayor o menor gravedad los intereses de otros. Esto ya era advertido por John Stuart Mill,
que hacía notar que "Nadie está completamente aislado; es imposible que un hombre haga cualquier cosa perjudicial para
él, de manera grave y permanente, sin que el mal no alcance a lo menos a sus vecinos y, a menudo, a otros más
lejanos"(104). Ahora bien, no parece razonable considerar que por la razón que todas las acciones humanas tengan algún
tipo de consecuencia intersubjetiva, todas ellas sean objeto de injerencia estatal o de terceros por no constituir acciones
privadas, pues el derecho a la privacidad quedaría totalmente desvirtuado.

Carlos Nino elaboró una serie de consideraciones para circunscribir con mayor claridad cuándo esas conductas
permanecerán protegidas en el ámbito de la autonomía y cuándo será interferir con ellas. A continuación repasaremos la
propuesta de Nino, sumada a algunas otras cuestiones que enriquecen nuestro análisis.

4.2.a. Relevancia en el plan de vida del autor

En primer lugar, debe ponderarse la relevancia de la conducta realizada a la luz del plan de vida del agente que la lleva
adelante. El hecho de que la conducta sea valorada —explícita o implícitamente— por el agente como parte importante
del plan de vida por él elegido, es condición para que su actividad sea comprendida en el marco del derecho a la
autonomía personal. La centralidad de la conducta en el plan de vida no requiere ser declarada expresamente por el
individuo, sino que basta con que no se trate de una cuestión que es trivial o poco significativa para el agente(105).

4.2.b. Relevancia en el plan de vida de la supuesta víctima

Además, el daño debe ser sustancial para la víctima. Esa sustancialidad se deriva de la confrontación que la conducta
tiene para el plan de vida escogido por el individuo. En consecuencia, el daño a terceros que se alegue debe ser importante
y no meramente accesorio para el plan de vida de la persona pretendidamente dañada.

Esto deja de lado cualquier evocación de daños superficiales o superfluos por su falta de centralidad para el plan de
vida de la persona supuestamente perjudicada. También es insuficiente la justificación si el supuesto daño que la conducta
provoca puede ser sencillamente subsanado por una vía sustitutiva, y así posibilitada la materialización del plan de vida
del tercero supuestamente amenazado(106).
Desde ya, no es admisible concebir válidamente el perjuicio a terceros a partir de la frustración de las preferencias de
los demás acerca del modo de vida que el propio agente debería adoptar(107). En consecuencia, no sería válido justificar
un daño a un plan de vida que se erija sobre la salud de los demás, sobre su felicidad, o en general sobre la no realización
de ciertas actividades que alguien considerara valiosas o deseables para los otros. Tampoco es posible ponderar el daño a
partir de planes de vida o preferencias personales que sean intolerantes, e incluyan la ausencia o presencia de ciertos
comportamientos no perjudiciales de parte de los demás(108).

4.2.c. Comportamiento imitativo

Al ponderarse el daño a terceros, tampoco es admisible aducir que la realización de una conducta autodegradante en
público producirá la imitación por parte de otras personas, que así se verían irremediablemente perjudicadas. En efecto,
"el principio de dignidad de la persona proscribe concebir a las acciones voluntarias como meros fenómenos naturales que
no pueden ser fuentes de responsabilidades"(109), de modo que no puede afirmarse válidamente ese vínculo imitativo.
La imputación de un determinado resultado causal a cierta acción debe quedar, en general, excluida cuando entre su
realización y la materialización del resultado interviene la acción voluntaria de un sujeto distinto del que realizó la
primera conducta(110). Es por eso que, por ejemplo, no es válido imputar a una persona que consume estupefacientes en
público el hecho de que otras personas libre y voluntariamente consuman esas sustancias, pues entre la acción inicial y el
resultado de que otro consuma estupefacientes medió la acción de otro sujeto, que por imperio del principio de dignidad
de la persona no puede ser considerada algo superfluo.

4.2.d. Afectación de intereses colectivos

Si bien pueden admitirse limitaciones al ámbito de autonomía, en virtud de la afectación concreta de bienes o intereses
colectivos en la medida en que se verifique que una conducta provoca un daño real —o peligro de daño individualizado y
concreto— hacia derechos de terceros, esto no puede significar la sumisión del ámbito de autonomía a cualquier
expresión abstracta. La Corte IDH ha entendido que existe una "dificultad de precisar de modo unívoco los conceptos de
'orden público' y 'bien común', ni que ambos conceptos pueden ser usados tanto para afirmar los derechos de la persona
frente al poder público, como para justificar limitaciones a esos derechos en nombre de los intereses colectivos. A este
respecto debe subrayarse que de ninguna manera podrían invocarse el 'orden público' o el 'bien común' como medios para
suprimir un derecho garantizado por la Convención o para desnaturalizarlo o privarlo de contenido real. Esos conceptos,
en tanto se invoquen como fundamento de limitaciones a los derechos humanos, deben ser objeto de una interpretación
estrictamente ceñida a las 'justas exigencias' de 'una sociedad democrática' que tenga en cuenta el equilibrio entre los
distintos intereses en juego y la necesidad de preservar el objeto y fin de la Convención"(111).

4.2.e. Omisiones

En lo que refiere a las omisiones que dañarían a otros —como la menor contribución tributaria por la baja en la
productividad del trabajo de una persona que ingiere habitualmente altas cantidades de alcohol, o que decide dedicar más
tiempo al ocio—, Nino señala que sólo puede admitirse la atribución de responsabilidad por sus resultados dañosos en la
medida en que exista una expectativa fuerte de actuar por el sujeto(112). En tanto no exista un deber de actuar de cierta
manera, no puede atribuirse el resultado a una determinada omisión.

En conclusión, para poder interferir en una conducta el Estado o los particulares deben presentar razones fundadas en
la existencia de un daño relevante sobre terceras personas. No todo daño sobre terceros justifica la interferencia estatal
sobre una acción, sino sólo el que no sea relevante para el plan de vida de quien lo lleva a cabo y sí lo sea para el plan de
vida la persona supuestamente afectada, en la medida en que no se funde en prejuicios o en meras preferencias sobre lo
que otros consideran que el agente debe escoger como plan de vida. Lo que justifica la intervención es, en definitiva, que
la acción dañosa disminuya la autonomía personal de un tercero.

4.3. El principio de lesividad en materia penal

El principio de daño suele presentarse en el ámbito del derecho penal como el principio de lesividad, según el cual
"ningún derecho puede legitimar una intervención punitiva cuando no media por lo menos un conflicto jurídico,
entendido como la afectación de un bien jurídico total o parcialmente ajeno, individual o colectivo"(113). Se trata de un
derivado del principio de daño, y que tiene su fuente constitucional en el derecho a la privacidad del art. 19 de la CN.

4.3.a. Delitos de peligro abstracto

Tiene especial vigencia el debate en torno a los delitos de peligro y su consideración, a la luz de las exigencias que
hemos analizado sobre la justificación de la interferencia estatal. Los delitos de peligro son aquellos que "suponen una
amenaza más o menos intensa para el objeto de la acción"(114), es decir, en los que se adelanta la punición a etapas
previas a la lesión de un determinado bien(115). Estos delitos, a su vez, se dividen en delitos de peligro concreto y
abstracto según su proximidad con el daño. Mientras que en los primeros la relación con el daño es muy próxima, en los
segundos la posibilidad de daño es remota(116).
Los delitos de peligro abstracto son cuestionados por no cumplir con la exigencia del daño relevante a terceros del art.
19 de la CN para justificar una intervención. Compartimos la posición de Zaffaroni, quien afirma que estos delitos no son
constitucionalmente aceptables, ya sea que se los justifique a partir de una presunción de daño en determinadas
situaciones fácticas, o porque se considera que es suficiente que haya "peligro de peligro". Según este autor, en materia de
daño no son válidas las presunciones que no admiten prueba en contrario, pues "sirven para dar por cierto lo que es falso,
o sea, para considerar que hay ofensa cuando no la hay", a la vez que la propia idea de los delitos de "peligro de peligro"
supone algo inaceptable, como lo es la punición sin daño. Es por eso que opta por eliminar la categoría de delitos de
peligro abstracto, y afirma que "sólo hay tipos (delitos) de lesión y tipos (delitos) de peligro, y que en estos últimos
siempre debe haber existido una situación de riesgo de lesión en el mundo real"(117).
La Corte consideró inconstitucionales a los delitos de peligro abstracto en "Arriola, Sebastián"(118), un caso de
tenencia de estupefacientes para consumo personal. Si bien se trata de un fallo con votos divididos —seis votos distintos
emitidos por siete jueces—, lo cierto es que todos ellos fundamentan su decisión, entre otras cosas, en la imposibilidad de
presumir el daño a terceros y la consecuente necesidad de acreditarlo en los casos concretos. Asimismo, hemos visto que
la Corte IDH ha restringido la posibilidad de utilizar arbitrariamente conceptos que remiten a intereses colectivos, tales
como el orden público o el bien común, para restringir el ejercicio de derechos humanos mediante figuras de daño remoto,
y ha dado pautas para la interpretación restrictiva de tales conceptos(119).
Ahora bien, a diferencia de lo resuelto en "Bazterrica, Gustavo", en "Arriola, Sebastián", si bien la Corte resolvió que
ese caso no admitía su criminalización, porque no se había constatado la existencia de daño o peligro concreto de daño a
terceros, insinúa que hubiese sido constitucionalmente válida su criminalización si se constataba el daño o peligro
concreto de daño(120). Esta aclaración de la Corte se presenta inconveniente, en primer lugar, porque no explica cuáles
serían los parámetros a partir de los cuales una conducta de este tipo pasaría de ser privada a pública. Pero además,
porque justamente la tenencia de estupefacientes para consumo personal supone necesariamente que el propio tenedor de
la sustancia sea el que la consume, y eso hace difícil imaginar cómo puede dañar de manera relevante a terceros una
conducta que sólo tiene efectos relevantes sobre la propia persona que la lleva adelante. Máxime cuando la propia Corte
desestimó en este fallo la posibilidad de concebir que el daño se producía porque el consumidor formaba parte de una
cadena ilegal de comercialización (sostenida "Montalvo, Ernesto Alfredo"), y hemos visto que no es admisible concebir
eventuales comportamientos imitativos para satisfacer las exigencias del art. 19 de la CN(121).
Aun en el caso de una tenencia para consumo en la vía pública, la conducta permanece en el ámbito de la privacidad.
Inclusive si esa tenencia fuera realizada a la vista de niños, niñas o adolescentes —en la medida en que no exista
inducción al consumo—, tampoco parece que el comportamiento imitativo pudiera serle atribuido a la persona que
consume estupefacientes, pues el consumo del supuesto imitador depende de una multiplicidad de cuestiones muy ajenas
a él.

La tenencia de estupefacientes con fines de consumo personal es por definición una conducta privada, aun cuando sea
realizada en espacios públicos, y en la medida en que no exceda de la actividad de consumo personal, no puede habilitarse
la interferencia estatal, tal cual se desprende de "Bazterrica, Gustavo"(122).
Con las salvedades expuestas en el párrafo precedente, en "Arriola, Sebastián", la Corte consideró inconstitucionales
los delitos de peligro abstracto, porque la invocación de peligros remotos no satisfacía el requisito de daño a terceros. No
obstante, este criterio pareciera verse contradicho por la propia Corte en el caso "N. N. o U., V. s/protección y guarda de
personas"(123)decidido tres años más tarde. Si bien no se refiere a un caso penal, admite la noción de peligros abstractos
para una interferencia estatal en el ámbito de autonomía personal. De manera unánime, y sin mediar ningún tipo de
ponderación sobre los daños en el caso concreto, la Corte afirmó que la decisión de los padres de un niño de no darle la
vacunación obligatoria no se encontraban amparada la autonomía personal ni en el libre diseño de su proyecto familiar,
porque "afecta los derechos de terceros, en tanto pone en riesgo la salud de toda la comunidad y compromete la eficacia
del régimen de vacunaciones oficial (...) pues la vacunación no alcanza sólo al individuo que la recibe, sino que excede
dicho ámbito personal para incidir directamente en la salud pública" (consid. 11). La Corte presume que la no vacunación
del niño provoca un daño a terceros, aun sin referir circunstancias concretas que así lo demuestren en el caso, pues no
fueron realizadas medidas de prueba con ese fin sino que se limitó al análisis abstracto de normativas y de la importancia
general de la vacunación.

Este caso pareciera significar un retroceso negativo desde la perspectiva del principio de daño. No es relevante que no
se trate de una cuestión penal, pues las facultades de interferencia estatal son las mismas para el ámbito penal y para el
ámbito no penal: se requiere en todos los casos de un daño o peligro de daño a terceros. Consideramos que la
interpretación que más se aproxima a las exigencias constitucionales de daño a terceros es la sostenida en "Arriola,
Sebastián", en tanto desestima la validez de los peligros abstractos de daño para habilitar la interferencia estatal.

4.3.b. Peligrosidad

Otra derivación del principio de lesividad es que la imposición de penas sólo puede fundarse en hechos y no en
aspectos de la personalidad. En esta línea, la Corte consideró en "Gramajo"(124)que el principio de autonomía personal, y
la consecuente libertad en materia de moral privada, vedaban la posibilidad de imponer penas en virtud de las condiciones
personales de un individuo. La Corte refirió expresamente que "sólo puede penarse la conducta lesiva, no la personalidad.
Lo contrario permitiría suponer que los delitos imputados en causas penales son sólo el fruto de la forma de vida o del
carácter de las personas, posición que esta Corte no consiente, toda vez que lo único sancionable penalmente son las
conductas de los individuos". Esta posición también fue sostenida por la Corte IDH en "Fermín Ramírez v.
Guatemala"(125).

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