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SOBRE LA MENTE DE LAS MÁQUINAS Y

EL MOTERIALISMO DEL INCOSCIENTE


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Héctor López
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Primera parte
En el nacimiento de la ciencia cognitiva a mediados del siglo XX,
encontramos una metáfora que podemos llamar fundante: es la
"metáfora del ordenador" como modelo de los procesos
mentales en general, y de la función cognitiva en particular
(pensamiento racional, adquisición de conocimientos,
inteligencia, memoria).

1. La metáfora del Ordenador


En el nacimiento de la ciencia cognitiva, a mediados del siglo
XX, encontramos una metáfora que podemos llamar fundante:
es la “metáfora del ordenador” como modelo de los procesos
mentales en general, y de la función cognitiva en particular
(pensamiento racional, adquisición de conocimientos,
inteligencia, memoria).
El ordenador -o entre nosotros la computadora- había hecho su
aparición no mucho antes, destinado a la función de procesar
información. No es más que un artefacto inerte creado por la
tecnología, pero su semejanza tan cautivante con la inteligencia
humana produce la ilusión de que el proceso cognitivo (estímulo,
procesamiento y almacenamiento de información, y finalmente
respuesta) funciona como en nosotros. Lo más asombroso es
que hasta cierto punto es verdad; usted puede jugar al ajedrez
con su vecino o con su PC., y la máquina puede “crear”
situaciones aún mas ingeniosas que su vecino. Por eso, cuando
los cognitivistas hablan de “inteligencia” toman la precaución de
agregarle un adjetivo: “humana” o “artificial”. Pero no todos
toman la precaución de establecer sus diferencias, que son
esenciales.
Por otra parte, una cierta ambigüedad al comparar los procesos
mentales con la actividad cerebral en el seno del cognitivismo,
ha llevado a algunos investigadores de la inteligencia artificial a
declarar lisa y llanamente que el ordenador es una metáfora del
cerebro humano, es decir, un símil electrónico de un órgano.
Sería fantástico, si en el futuro alguien perdiera su cabeza,
podrían sustituirla por un cerebro virtual del tamaño de un
procesador Intel.
Muchos autores lo piensan seriamente, porque siguiendo este
hilo de sustituciones (Ordenador=cerebro=mente) llegamos a la
conclusión de que tenemos mente porque tenemos cerebro, y
sabemos cómo funciona el cerebro porque conocemos las
reglas con que opera el ordenador. Para estos autores el
cerebro es la “base de operaciones” y la causa de la mente, es
decir de toda nuestra actividad simbólica incluyendo el lenguaje.
El cerebro sería el “panel de control” que organiza las relaciones
y articulaciones “internas” que permiten que la actividad eléctrica
de una red neuronal se transponga en proceso mental, por
ejemplo: en memoria, cognición, o lenguaje, a partir de procesos
químicos. [1]
De todos modos, el pasaje de la metáfora del ordenador a la
metáfora del cerebro es en verdad un avance muy relativo, pues
la primera continúa operante en la segunda, ya que en
neurociencia la concepción que se tiene sobre la estructura del
cerebro está construida sobre la base del funcionamiento del
ordenador, que convierte también al cerebro en un procesador
de información. Si progresamos del ordenador al cerebro, pero
estudiamos el cerebro como si fuera un ordenador, ¿dónde está
el progreso? No obstante, los investigadores del legendario MIT
(Instituto Tecnológico de Massachusetts), no dejan de soñar con
que “la inteligencia artificial es el siguiente escalón evolutivo”
(Edgard Fredkin ). [2]
Bajo estos postulados el cognitivismo actual se organiza en dos
grandes paradigmas: 1. la cognición como metáfora del
ordenador digital, 2. la cognición como metáfora del cerebro. En
la medida que estas analogías funcionan como axiomas, nadie
considera que requieran de una demostración “en el principio”.

2. Inteligencias vacías
Para quienes pensamos estas cosas con el psicoanálisis, vemos
que ciertas teorías recurren a un lenguaje científico, pero que,
como El caballero inexistente de Ítalo Calvino, son una
hermética armadura formal que recubre un vacío. Son teorías de
una inteligencia sin sujeto, como bien queda plasmado en el
siguiente párrafo: “Para el MIT la idea de que debe haber un
agente que «realice el acto de pensar» es sólo un eco moderno
de la idea de que debe haber un «alma» en la glándula pineal”
(Turkle 1980, p. 266).
No deja de interesarnos esta idea de un pensamiento sin
“alguien” que los piense, en la medida que nos evoca
fuertemente al inconsciente freudiano.
Pero no debemos olvidar la sentencia freudiana: “donde eso era
(la máquina formal), el sujeto debe advenir” (Wo Es war soll Ich
werden) (Freud 1933, p. 74). Que la “máquina formal” del
lenguaje es materia muerta sin el sujeto, queda sintentizado en
la siguiente frase de Lacan: “Pues todo ese significante, se dirá,
no puede operar sino estando presente en el sujeto. A esto doy
ciertamente satisfacción suponiendo que ha pasado al nivel del
significado” (Lacan 1957, p. 190).
Por otra parte, sería difícil para un psicoanalista que haya leído
el “Proyecto de psicología para neurólogos” de Freud, no estar
de acuerdo con los filósofos de la mente que no admiten que
“debe existir un agente pensante, un «yo» para que tenga lugar
el pensamiento, idea a la que Minsky tilda de pre-científica”
(Turkle 1980, p.265). Idea a la que también Freud, y luego
Lacan, consideran teóricamente oscurantista y clínicamente
tendenciosa. Dice Freud: el yo es apenas el “payaso del
circo” [3] y no el agente de la razón, al menos no de “la razón
desde Freud”, según reza el título de “La instancia de la letra en
el inconsciente o la razón desde Freud” de J. Lacan.
Ante este problema, el cognitivismo debe resignarse al yo, dice
F. Varela, como un mal necesario (Varela 1986), ya que la
creencia en un yo es imposible de remover, no sólo en el sujeto,
sino también en el investigador. A la pregunta ¿quién piensa?
No habría más remedio que responder “yo”.
Sin embargo, cognitivistas como Varela, como Minsky o como
Pappert, saben que existe otro nivel de determinación de los
fenómenos mentales, pero seducidos por la “autonomía
funcional” de los procesos “inteligentes” que se instancian en
ese nivel segundo, no atinan a colocar allí a ningún sujeto. Para
ellos la noción de sujeto acaba en las funciones del yo. Si no
existe el yo, pues bien, tampoco existe el sujeto. El “ser” es una
entidad metafísica.
Pero el psicoanálisis afirma que ese yo es apenas una instancia
narcisística que “cree” actuar de acuerdo a sus intereses, pero
que desconoce una parte oscura de sí mismo, un saber que se
le escapa y que lo escinde entre lo que cree saber, y una verdad
inconsciente que no es la suya, sino “del sujeto”.
Si bien es cierto que los procesos son autónomos, producen sin
embargo un efecto de sujeto que puede hacer escuchar en la
superficie la verdad particular. De lo contrario, ¿Cómo justificar
una continuidad entre lo orgánico y lo simbólico por más
conexiones que se postulen? ¿Cómo hacer del cerebro la causa
última de lo psíquico? ¿Cómo llenar el abismo entre esas dos
realidades disímiles? La filosofía de la mente es en gran parte
un intento por resolver esa incógnita.
La inteligencia artificial (I.A.), campo donde se supone que las
máquinas pueden ser pensantes, ha puesto este tema de las
relaciones entre la res extensa y la res cogitans en un puesto
prioritario del debate cognitivista. Aunque el problema está lejos
de ser resuelto, hay autores que han aportado sus soluciones. El
más notable de ellos es John Searle que en su ensayo “Mentes
y cerebros sin programas” (Searle 1989, p. 413) pretende haber
arribado a la solución “definitiva” del enigma de las relaciones
mente-cuerpo, por la vía neurofisiológica. [4]

3. El inconsciente cognitivo
Sin embargo, otros investigadores cognitivistas, entre los que
valdría la pena citar a Manuel Froufe, autor de El inconsciente
cognitivo, la cara oculta de la mente (Froufe 1997), consideran
que si el ordenador es una metáfora de la mente, no lo es
menos el cerebro mismo. Esto significa que el cerebro no sería
“la” mente, homologación que aparece en muchos autores (“el
cerebro, es decir la mente”, o “la mente, es decir el cerebro”),
sino un modelo para dar cuenta de un objeto que –como el
inconsciente freudiano– tiene de “realidad” sólo la de ser un
concepto, sin referente empírico. El pensamiento positivista no
se conforma con un objeto conceptual, busca “descubrirlo” en el
mundo de las cosas, por eso un autor como D. B. Klein puede
preguntarse si el inconsciente freudiano ha sido un invento de
Freud o un el descubrimiento de una realidad (Klein 1977).
Desde la moderna epistemología “discontinuista” podríamos
responder a Klein que el “invento” de Freud hace existir al
inconsciente como objeto, o como decía Saussure: “el punto de
vista «es» el objeto”, siempre que Klein esté dispuesto a aceptar
que la ciencia actual no se ocupa de objetos empíricos sino de
objetos simbólicos, no por eso menos reales.
La idea que comentábamos de Froufe echa por tierra toda
pretensión de continuidad mente-materia, e introduce la función
del corte epistemológico al suspender la certeza “material” en
cuanto a la causalidad psíquica, y la necesidad de introducir un
orden tercero, más allá de las propiedades tanto del cerebro
como de la mente subjetiva. En el caso de Froufe sería el
concepto de metáfora, pero no como representando a un
referente material como el cerebro, sino como sucesivas
analogías que no representan a ningún objeto material en tanto
referente final, sino que sustituyen a la imposibilidad lógica de
situar la causa en lo real.
Si hablamos de un orden tercero, y si rescatábamos la idea de
Froufe (el cerebro como metáfora biológica de una metáfora
electrónica), es porque el psicoanálisis postula que ese orden
tercero es el del lenguaje, estructura simbólica cuyo origen no es
el cerebro, pero tampoco la mente, sino justamente el Otro (A).
Este Otro del lenguaje es causa del inconsciente (“el
inconsciente está estructurado como un lenguaje”, Lacan) al
mismo tiempo que causa del sujeto (“un significante —campo
del Otro— es lo que representa al sujeto para otro significante”).
Por supuesto que este “sujeto” no es el individuo de la
psicología, ni siquiera es un sujeto empírico, sino el
representante de aquella instancia que recoge los efectos
simbólicos de una causa imposible por ser inconsciente.
Tampoco en psicología cognitiva, cuando se habla de sujeto,
nos estamos refiriendo al sujeto personal de la conciencia,
tampoco al yo, sino a una entidad propia de esa disciplina.
¿Quién es ese sujeto? Ese es el problema, no sólo para
nosotros sino también para la psicología cognitiva:
“Desde luego, el sujeto cognitivo no es el que solemos entender
por tal en nuestra vida cotidiana. No suele serlo, por lo menos.
Es decir: no suele identificarse el sujeto cognitivo con ese marco
de autoreferencia al que atribuimos, en nuestros intercambios
sociales y reflexiones personales, unas ciertas intenciones y
metas, un determinado sentido de la identidad persona, una
conciencia de segundo orden de ciertos contenidos, objetivos y
razones de conducta. Dicho en otras palabras, el sujeto
cognitivo no se identifica con el “sujeto de atribución de la
psicología natural” (Riviere 1986, p. 30).
Pero cuando se trata de definir ese sujeto en términos positivos,
un autor tan importante como el de la reciente cita se las ve en
aprietos similares a los nuestros cuando queremos definir al
sujeto psicoanalítico. Sólo dice que lo importante “es que el
sujeto cognitivo no puede identificarse con el sujeto personal”
(Riviere 1986, p. 31) ya que debe ser ubicado en un nivel
“subpersonal”. De todos modos agrega que el sujeto cognitivo
se caracteriza en términos de cierta “arquitectura funcional”, es
decir de una determinada forma de organización del sistema
cognitivo que establece “límites de competencia” en el
funcionamiento cognitivo.

Sin embargo el cognitivismo más apegado a la I.A. o a la


neurociencia (las dos corrientes actuales más importantes
dentro de las ciencias cognitivas), más atado al pensamiento
positivista y experimental, rechaza esta vía de pensamiento por
considerarla “metafísica”. Ellos entienden que el lenguaje es, ya
sea una emergencia funcional de propiedades lógicas del
cerebro humano (Noam Chomsky, entre los más ilustres) o ya
sea una propiedad autónoma del espíritu humano alcanzada en
su devenir histórico-social (Vigotsky), dejando así la cuestión del
origen del lenguaje trabada en relaciones duales, que prolongan
el debate antiguo entre nominalismo y realismo.
La metáfora del ordenador, verdadero órgano de procesamiento
de datos, sirvió magníficamente a la naciente ciencia cognitiva
como una figura muy convincente de las funciones atribuidas al
cerebro y permitió su desarrollo a expensas de dejar en las
sombras la verdad lógica de esa comparación. Al mismo tiempo,
aceptar toda la tradición positivista que hace del cerebro mucho
más que una condición de los procesos cognitivos pues lo
entroniza como su causa, le permitió desconocer la función del
Otro en la causación psíquica.
Recién con la teoría de las redes sociales y semánticas del
modelo conexionista, pareciera comenzar una aceptación de la
cognición como una cuestión dialéctica, aunque siempre dentro
de los límites de la dualidad sujeto-objeto.
La “computadora” humana no tiene la autonomía ni la perfección
del ordenador. Si es una máquina, es una máquina
“desarreglada” dice Lacan, porque sus reglas simbólicas son
infiltradas sin cesar por la pulsión y por el deseo inconsciente,
función que no posee una máquina salvo en la ciencia-ficción,
donde se trata precisamente de eso: del deseo perverso de la
máquina más allá de las reglas simbólicas de su “programa”.
Cuestión terrorífica pues, más allá de esa instancia, una
máquina devendría sujeto, como usted y como yo, es decir,
imprevisible.
En el campo particular de la “psicología cognitiva”, esta danza
de metáforas despejó ciertas incógnitas. Tal psicología tiene
como objeto los procesos subyacentes que permiten las
funciones psíquicas concientes, pero que de por sí no tienen la
cualidad de la conciencia ni la realidad de la conducta. Se trata
del procesamiento de información como función central y casi
única de la mente, ya que las emociones, la angustia y hasta los
síntomas como el panic attack, son respuestas que provienen de
ciertos guiones particulares que funcionan como “conceptos
erróneos” en un procesamiento de información determinado
(Raimy 1988, p.225-243). Obviamente, estos procesos no son
observables en un nivel fenoménico conductual, pero no por eso
la psicología cognitiva está dispuesta a renunciar al
conocimiento científico de sus mecanismos y leyes subyacentes.
Así es como se obliga al método experimental donde, a partir de
ciertas manifestaciones observadas en situaciones de control,
procura acceder al conocimiento de los procesos “internos”
inobservables. Las preguntas “son las mismas que las nuestras”
dice Lacan, por eso la psicología cognitiva necesita acarrear
tantas nociones del psicoanálisis para fundamentar su clínica,
pero el objeto construido y las respuestas son muy diferentes.
Ante la imposibilidad de observar directamente el procesamiento
mental, la metáfora del ordenador digital como homólogo a la
mente humana produjo la ilusión de que si conocemos el
ordenador, cosa hasta cierto punto posible, conoceremos la
mente. El problema reside en considerar que “la mente” es un
objeto tan real como una máquina electrónica y no una hipótesis
o metáfora de un objeto imposible de hallar en la realidad. Es la
creencia que domina en todo el campo de la neurociencia y que
dice: si conocemos el cerebro, conoceremos la mente. Claro
que, como ya lo dijimos, la neurociencia en tanto disciplina
cognitiva, también se apoya en la estructura del ordenador para
conocer el funcionamiento del cerebro, con lo cual volvemos al
punto de partida.

3. La demolición de las máquinas


Las diferencias entre el modelo computacional y la mente
humana —en lo que al procesamiento de información se
refiere— fueron advertidas por el cognitivismo a partir de los
años ochenta y en un sentido creciente. La insatisfacción
provenía, a mi juicio, de que no había lugar allí para una variable
evidente, el sujeto.
Por ejemplo J. Campbell (1992) —citado en la brillante tesis
doctoral de Mariano Bruno—, advirtió que el procesamiento
secuencial de símbolos, propio de una máquina inteligente, no
se corresponde con la forma del pensamiento y del lenguaje
humanos: “el pensamiento de los seres humanos, a diferencia
de las computadoras standard, es analógico, probabilístico,
admite la ambigüedad, los grises. No posee una lógica binaria, a
veces decimos: «puede ser». No se piensa paso a paso, a la
manera de un teorema de lógica simbólica o un programa
tradicional de computación. En el caso humano se piensan
muchas cosas a la vez, y a partir de estos múltiples factores se
actúa” (Bruno 2005, p 57).
Agreguemos —para hacer esta aseveración aún más
contundente— que así como no se piensa paso a paso,
tampoco se habla paso a paso. Si bien la propiedad de la
linealidad del significante enunciada por Saussure es necesaria
en el acto de emisión, no por eso es suficiente para comprender
su estructura: mientras digo una cosa estoy diciendo otra, como
lo demuestran los chistes y los rebus y en general el
“paralelismo” en el lenguaje. Es por ello que todo enunciado
requiere de un interlocutor que sancione el sentido de la frase
pronunciada por el locutor, frase que de por sí es puramente
significante, es decir que no tiene ninguno.
Los cognitivistas ganarían en coherencia con su propia doctrina
si aceptaran que cuando alguien habla pronuncia sólo sonidos
de la lengua, y a quien escucha le llegan sólo esos sonidos
materiales. No se pronuncian ni se escuchan los significados,
que son mentales. Los significados son reconstruidos en la
mente de los interlocutores, y el problema es que con suma
frecuencia, uno reconstruye significados diferentes a los del otro.
La metáfora del ordenador luego de comenzar a mostrar sus
falencias como modelo de la actividad mental, fue sustituida por
otras teorías acerca de los procesos mentales subyacentes,
como es el caso del “conexionismo” cognitivista, relativamente
alejado de la ciencia informática y de la inteligencia artificial, y
más cercano a la analogía cerebral impuesta por la
neurociencia. El conexionismo, basado en la teoría de las redes,
pretende haber superado las limitaciones de la metáfora del
ordenador. En los primeros capítulos de la obra de Francisco
Varela De cuerpo presente, las ciencias cognitivas y la
experiencia humana se pueden seguir las sucesivas
transformaciones del paradigma cognitivista, hasta llegar a la
etapa que el autor plantea como la última y que es la suya: el
enfoque «enactivo», una teoría cognitivista sin computadoras,
sin cerebros y sin yo (Varela 1986, Segunda parte: “Diversas
formas de cognitivismo”). Según Varela, la mente no funciona
como un ordenador, y –aunque inspirada en las redes
neuronales–, es discontinua con respecto al cerebro. Pero
además, siendo su actividad inconsciente, no necesita para
operar de esa instancia llamada yo, postulada por la psicología
académica como el amo y señor de los procesos mentales.
Pero así y todo, entre tanta demolición hay algo que sigue en
pie: en principio, el propósito de conocer las operaciones que
subyacen a los fenómenos y funciones mentales, y la
categorización de esas operaciones como procesamiento de
información.

Referencias
[1] Esta teoría de nivel “micro” ha dado lugar al predominio
actual del tratamiento químico para todo malestar o enfermedad
del sujeto en la cultura actual.
[2] Citado por Sherry Turkle (1980, p. 241).
[3] “El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien,
con sus gestos, quiere mover a los espectadores a convencerse
de que todas las variaciones que van ocurriendo en la pista se
producen por efecto exclusivo de su voluntad. Pero sólo los más
jóvenes entre los espectadores le dan crédito” (Freud 1914)
[4] En la segunda parte nos ocuparemos de Searle.

Segunda parte

1. La solución de John Searle


En vez de presumir de lo que encontramos de falacia y de
petición de principios en esta concepción de la mente,
recurriremos al expediente de realizar un comentario del ensayo
de John. Searle “Mentes y cerebros sin programas”, donde él
presente su “solución” a la aporía de las relaciones entre la res
extensa y la res cogitans, o en otros términos entre el cerebro y
la mente. Será un comentario interdiscursivo en cuyo transcurso
haremos intervenir a la doctrina psicoanalítica para dirimir dos
hipótesis básicas: 1. El problema del dualismo mente-cuerpo
requiere de una solución que no sea dualista a su vez, y 2. La
futilidad de comparar el psiquismo con el computador se funda
en que la propiedad esencial de la cognición humana, a
diferencia de la máquina, es el “error de cálculo”, y aún más, la
insistencia en el error.
Searle es uno de los filósofos de la mente más sagaces y su
ensayo “Mentes y cerebros sin programas” (Searle 1989, p. 413-
443) es realmente sugestivo. Ya veremos qué tipo de
cognitivismo es el suyo.
El texto se plantea demostrar dos cuestiones fundamentales: 1.
Que la inteligencia artificial de una máquina inteligente, por más
compleja que sea, no es equivalente a una mente. 2. Que la
relación mente-cuerpo es una falsa dualidad ya que no existe
como tal.
De la cuestión 1 existe un antecedente notable, aunque de
conclusión abierta, que no podemos dejar de mencionar. Alan
M. Turing (1912-1954) en su ya legendario Test de Turing
(Turing 1934, p. 15-60), se propone determinar si puede una
máquina pensar, lo cual es equivalente al problema que se
plantea Searle: ¿tiene mente una máquina?
Se trata de una experiencia ideal, donde un sujeto interroga a
ciegas a otros dos, un hombre y una mujer, y debe a partir de
sus respuestas, adivinar quién es el hombre y quién la mujer.
Turing introduce la variante de sustituir a uno de los dos por una
máquina inteligente e intentar descubrir «quién» es la máquina.
Si la máquina logra engañar al interrogador tanto como lo haría
un humano, ¿significaría esto que las máquinas piensan? No lo
afirma, pero un resultado positivo sería lo que autoriza el
interrogante.
Por supuesto que para responder habría que definir muy
precisamente qué entendemos por “mente” y por “pensar”, cosa
que en general los cognitivistas no hacen pues dan por obvio el
significado de los términos. En un trabajo como este donde se
entrecruzan discursos diferentes, no podríamos dar una
definición unívoca, pero confiamos que el contexto, en cada
caso, indicará de qué estamos hablando.
Searle, por su parte, comienza su ensayo planteando algo que
nos hace sentir como si estuviéramos leyendo el seminario 11
de Lacan. Dice que entre la causa y el efecto hay un hiato.
Aunque su vocablo sea ese, no deja de equivaler al neologismo
“hiancia” de Lacan:
“Por el contrario, cada vez que hablamos de causa, siempre hay
algo anticonceptual, indefinido. Las fases de la luna son la causa
de las mareas; eso es algo vivo, sabemos en ese momento que
la palabra causa esta bien empleada. O aún mas, los miasmas
son la causa de la fiebre; eso tampoco quiere decir nada, hay
una hiancia, y algo que oscila en el intervalo. En resumen, no
hay más causa que de lo que cojea”. (Lacan 1964, p. 30).

Esta cojera es lo que Searle se propone solucionar, resolviendo


el hiato dualista entre la materia y la mente. Pero claro, no
estamos leyendo el Seminario 11, y las diferencias se hacen
sentir de entrada:
La primera es que para Lacan, la hiancia es irreductible y
pertenece a la realidad misma (“no hay causa sino de lo que
cojea”); para Searle, el hiato es una deficiencia de la teoría, un
problema de conceptualización que no existe en la realidad y
que él se propone remediar.
Y la segunda es que Lacan acepta desde el vamos que la causa
está perdida en el origen mismo, que no existe causa real de lo
inconsciente, y por lo tanto tampoco de la “mente”, y mucho
menos bajo los “tegumentos del cuerpo”. Searle en cambio parte
de un axioma que expresa así: “los cerebros causan a las
mentes” (Searle 1989, p. 442)[1]. A pesar de su tributo al
positivismo y a la reducción organicista que se consolida en la
siguiente cita: “los fenómenos mentales son un resultado de los
procesos electroquímicos en el cerebro, tanto como la digestión
es el resultado de procesos químicos que suceden en el
estómago y en el resto del aparato digestivo”, (p. 428), y para
rematar: “los procesos causales relevantes son enteramente
internos al cerebro”, su teoría será bastante más compleja y más
“humanizada” que la tributaria de la “metáfora del ordenador”.
Es más, su ensayo comienza planteando que “usamos con
razonable confianza la psicología de la abuela en el nivel más
elevado, y pensamos que tiene que haber una ciencia dura
sustentándola en el nivel más bajo…” (p. 414).
Se trata de una ironía, la psicología de la abuela es la que cree
encontrar la causa del comportamiento en el sentido común.
Pero la ciencia, dice, se coloca en una situación embarazosa al
pretender encontrar en la neurofisiología la razón esencial del
funcionamiento de la mente. Se refiere a que a la ciencia se le
pierden lo hilos de la continuidad causal que se supone
necesaria, y que Searle acepta como tal, por embarazoso que
sea.
La abuela puede decir que ese hombre salió desnudo a la calle
porque está loco, pero la ciencia dirá además que está loco
porque el agrandamiento del cuarto ventrículo es la causa de la
locura. ¿Pero cómo ese “evento” neurosifisiológico produce el
fenómeno mental de la locura?

2. Qué hacer con el hiato


Es allí donde Searle descubre su hiato:
Psicología de la abuela
HIATO
Explicación
neurofisiológica

Muy fácilmente, es obvio, Searle traslada este hiato a la


imposibilidad de resolver el dualismo cartesiano res cogitans /
res extensa: Si la facultad del pensamiento (o digamos nosotros,
del lenguaje) sigue leyes inscriptas en el cerebro, ¿cuál será la
teoría causal que pueda dar cuenta de ese salto?
“Algunos de los grandes esfuerzos intelectuales del siglo 20 han
sido intentos de salvar el hiato, de encontrar algo que no fuera
psicología del sentid común, ni tampoco fuera neurofisiología”
(p. 414).
Según Searle, la ciencia cognitiva se ha erigido en el candidato
actual para salvar el hiato, bajo la forma de la inteligencia
artificial (I.A.). Para muchos representantes del M.I.T (El Instituto
Tecnológico de Massachussets ya mencionado) a quienes
Searle se opone, es finalmente la inteligencia artificial, a partir
de sus leyes simbólicas, la que ha encontrado en la
computación esa especie de eslabón perdido entre la psicología
de la abuela y la neurofisiología, sin ser ninguna de las dos:
“Hay diferentes escuelas de ciencia cognitiva y de inteligencia
artificial, pero la teoría más ambiciosa para salvar el hiato es la
que dice que la investigación en psicología cognitiva y en
inteligencia artificial ha establecido que la mente es al cerebro
como el programa del computador es al hardware del
computador. La siguiente ecuación es muy común en la
literatura: mente/cerebro = programa/hardware” (pág 414).
Parece que nos encontramos nuevamente con la metáfora del
“ordenador” (o computador/a en la terminología
norteamericana), que podemos formalizar
así:
Mente Software
Cerebro Hardware

Es esta la proporción que Searle critica, sobre todo en la


vertiente de lo que denomina (I.A. fuerte), y que consiste en
sostener que un computador adecuadamente programado, con
los inputs y outputs correctos, tendrá literalmente “una mente en
el mismo sentido en que usted y yo la tenemos”.
Los autores más extremos afirman que existen programas
constitutivos de la mente, y que tales programas son operados
en el wetware de nuestra máquina biológica. Este neologismo
(creado por Searle) sustituye aquí al término hardware, por la
condición húmeda (wet) del cerebro, pero de todos modos “esos
mismos programas podrían ser operados en el hardware de
cualquier computador que fuera capaz de sostener el programa”
(pág. 415).
Si nuestros estados mentales, digamos por ejemplo las
creencias y los sentimientos, son también efectos de un
programa, —como lo supone la psicoterapia cognitiva, (Cf.
Victor Raimy, 1984, p. 224 )— las máquinas deberían tenerlos
en el mismo sentido que nosotros. Si todo depende de un puro
formalismo, ¿por qué no pensar en una identidad total entre el
hombre y la máquina?
¿Existen de verdad, se pregunta Searle, autores cognitivistas
que puedan sostener semejante cosa? Por supuesto que sí, y
para probarlo nos menciona sus nombres. Por mi parte, puedo
mencionar además los trabajos donde lo hacen, pues están
incluidos entre las ponencias de la conferencia fundacional de
la Cognitive Science Society realizada en San Diego en 1980
(Norman 1981). Se trata de Herbert Simon quien en varios
artículos ha sostenido que ya contamos con máquinas que
pueden pensar en un sentido literal, y que en la citada
conferencia presentó el artículo “Ciencia cognitiva: la más nueva
ciencia de lo artificial” (Norman 1981, p. 25) y de Allan Newell
quien en su ponencia “Sistemas de símbolos físicos” (Norman
1981, p. 51) afirmó sin ningún relativismo, que la inteligencia
(tanto humana como artificial) es exclusivamente manipulación
de símbolos físicos (inteligencia formal, ausente de sentido).

Por su parte, el reconocido Marvin Minsky, nos sorprende con la


sugerencia de que la próxima generación de computadores va a
ser tan inteligente que vamos a tener suerte si nos dejan en
casa como mascotas. Minsky es justamente el que propone que
la identidad entre la inteligencia humana y la I.A. es que en
ambas se trata de “mentes sin yo” (Minsky, 1985).
En resumen, estos autores de la I.A. se refieren a que el
procesamiento de símbolos formales produce todo lo mental.
Sólo les falta decir, para ser coherentes, que las máquinas son
sujetos. Searle toma estas cosas en broma, sobre todo en un
diálogo con John McCarthy, el inventor de la I.A., que transcribo:
“McCarthy escribió: ‘Puede decirse que máquinas tan simples
como los termostatos tienen creencias…’ Y agregó, por cierto:
‘Tener creencias parece ser una característica de la mayoría de
las máquinas capaces de resolver problemas’. De modo que le
pregunté: ‘John, ¿qué creencias tiene tu termostato?’ Admiro su
coraje. Dijo: ‘Mi termostato tiene tres creencias. Mi termostato
cree que hace demasiado calor aquí, que hace demasiado frío
aquí y que la temperatura es adecuada aquí’” (p. 416).
Finalmente, Searle termina desechando la solución de la I.A.
con estas palabras: “Estoy convencido de que una de las
fuentes de la creencia de que tener una mente equivale a tener
un programa de computación, es que esta gente no puede ver
otra forma de resolver el problema mente-cuerpo sin recurrir al
dualismo” (pág 416).
Y es a partir de aquí, que Searle comienza con su tarea: refutar
a la inteligencia artificial “fuerte”, y resolver el problema mente-
cuerpo. ¡Menuda tarea, cuatro siglos lo contemplan!

3. La habitación china vs. el Test de Turing


A la I.A. fuerte le responde con la invención de un experimento
ya legendario en filosofía de la mente: “la habitación china”,
publicado por primera vez en Minds, Brains and Science, BBC,
Publications, 1984, y luego también en el artículo que estamos
comentando.
Es un experimento imaginario para demostrar que teniendo un
fichero con instrucciones formales, cualquiera puede responder
correctamente en chino a preguntas planteadas en chino, como
si el sujeto mismo fuera un computador, y que esto no significa
comprender en absoluto el sentido de lo que él mismo está
respondiendo en chino, pues, literalmente, no sabe una palabra
de ese idioma. Es una refutación a la inteligencia de las
máquinas como capaces de realizar “comprensión de textos”, es
decir de tener una mente. Vale la pena resumir aquí la idea de
Searle: Supóngase que estoy encerrado en una habitación. En
esa habitación hay un gran cesto lleno de tiras de papel con
símbolos chinos, y además un libro de reglas en español acerca
de cómo aparear los símbolos chinos de la cesta con otros
símbolos chinos en forma de preguntas que me pasan desde
afuera también en tiras de papel. Las reglas dicen cosas como:
“busque en la canasta una tira de papel X (escrita en chino), y
póngala al lado de la tira de papel Y que recibió desde afuera y
devuelva las tiras debidamente apareadas”. Adelantándonos un
poco, dice Searle, esto se llama una regla computacional,
definida sobre la base de elementos puramente formales. Así
que estoy aquí, en mi habitación china, manipulando esos
símbolos. Entran símbolos y yo devuelvo los símbolos de
acuerdo con el libro de reglas. Ahora bien, sin yo saberlo, estoy
respondiendo correctamente en chino a preguntas chinas.
Supóngase que después de un tiempo soy tan bueno para
responder esas preguntas en chino que mis respuestas son
indistinguibles de las de los chino-parlantes.
“Con todo, hay un punto muy importante que necesita ser
enfatizado. Yo no comprendo una palabra del chino, y no hay
forma de que pueda llegar a entender el chino a partir de la
instanciación de un programa de computación, en la manera en
que la describí. Y este es el quid del relato: si yo no comprendo
chino en esa situación, entonces tampoco lo comprende ningún
otro computador digital, sólo en virtud de haber sido
adecuadamente programado, porque ningún computador digital
por el solo hecho de ser un computador digital, tiene una
mente” (418).
Searle demuestra que una máquina sujeta a reglas formales
como es un computador, puede arrojar outputs correctos a partir
de inputs correctos, siempre que tenga el programa (las reglas
de transformación o software) correcto, sin enterarse siquiera de
qué se trata el problema. Y esto para Searle es el núcleo de la
refutación a la “comprensión de textos” de una máquina, pues
como es obvio la mente humana comprende el sentido, ya sea
semántico o valorativo de lo que hace, y esto en forma
independiente al proceso formal de que es capaz.

Es así como una computadora puede jugar, y muy bien, al


ajedrez en la medida que el juego sólo exige la aplicación de
reglas formales y el cálculo de los movimientos posibles del
oponente que también son pasibles de computación, pero, y
esto es lo importante, encuentra serios tropiezos a la hora de
comprender un texto.
El carácter “secuencial” de sus operaciones termina disolviendo
el texto en una significación banal ante la imposibilidad de
atrapar el sentido de una frase basándose sólo en el significado
de sus morfemas constituyentes. Luego que Kasparov perdió
antológicamente frente a la máquina de ajedrez Deep Blue, se
jactó de tener sentimientos de derrota, algo incomprensible
incluso para la misma Hal 9000.

Se trata del mismo problema que plantea Lacan en “La instancia


de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”: el
lenguaje es una máquina formal hecha de significantes
desprovistos de significado. Es más, y aquí sigue a Saussure, la
lengua es una estructura de elementos puramente diferenciales
y opositivos. Pero, y aquí viene el plus con respecto a lo
computable, esta estructura es inconcebible sino en un sujeto
parlante. Se trata de la dimensión del discurso, donde se
produce todo efecto de sentido: “Y también el sujeto, si puede
parecer siervo del lenguaje, lo es más aún de un discurso en el
movimiento universal del cual su lugar está ya inscrito en el
momento de su nacimiento, aunque sólo fuese bajo la forma de
su nombre propio” (Lacan 1957, p. 181). Es el campo de la
“significancia” término con que Lacan se refiere a un
abrochamiento de significación que no pertenece a los
elementos que componen la cadena significante en su
linealidad, sino que se produce por retroacción a partir de un
punto que él denomina “de capitón”, y que aún así queda
siempre en suspenso pues la continuidad del discurso lo hace
vacilar.
Esto implica que el significado no pertenece a la estructura de la
lengua, sino que le es aportado por la experiencia de discurso
(el habla) de una comunidad dada. Si ese discurso preexistente
es el software del sujeto, no lo es a modo sólo formal, incluye
el bug (virus) del deseo del Otro. Ejemplificaré la significancia
con una popular locución: ¿Cómo comprendería una
computadora la frase: “las papas están que queman”? Si
pretende la comprensión por el sesgo de la sumatoria de los
morfemas que la componen, sale un sentido achatado que nada
tiene que ver con su vivacidad significativa. Para que el
computador comprenda algo de tal vivacidad, toda la locución
debería estar prevista en la memoria como un solo signo, y
entonces ya no habría diferencia con cualquier comprensión
secuencial: la frase hubiera sido convertida en un signo
inequívoco aún en su significancia. Y aún así, ¿cómo diferenciar
esa vivaz locución, de la frase “las papas queman” que no tiene
en absoluto el mismo sentido? ¿Por qué los elementos “están” y
“que” que casi no tienen significado, producen sin embargo una
diferencia semántica tan grande? Este rasgo de “incomprensión”
no es un problema de la computación sino una condición
estructural del lenguaje humano, donde por su propia
equivocidad, es imposible prever el sentido que tendrá una
frase, a diferencia de todo sistema de comunicación animal o
computacional donde el sentido debe ser unívoco, y si es
múltiple, esa multiplicidad debe estar prevista en el programa.
Los libros de Freud sobre los sueños y los chistes, muestran a
las claras que el lenguaje es capaz de cualquier sentido, sin
importarle el significado aislado de sus términos, ni los limitantes
significados convencionales de la comunicación.
Por eso la máquina, para seguir siendo poderosa, no debe saber
lo que hace.

Esta diferencia también existe en Searle, avanzando un paso


más allá de la propuesta cognitiva de la I.A. que consiste en
sostener que el programa mental está compuesto de elementos
cuya realidad es puramente formal, diferencial y simbólica.
La I.A. según Searle, funciona exclusivamente en el plano
“sintáctico”, como el hombre-máquina de la habitación china; por
eso no puede hablarse allí de pensamiento ni de mente. En el
sujeto humano hay además otro campo. Lo propio del hombre
es habitar en el plano del sentido. Lo comprenda bien o mal,
poco o mucho, la palabra siempre “le dice algo”, pero además el
sujeto está implicado en lo que dice: cuando habla, dice “algo”, o
al menos quiere decirlo. Esto constituye para Searle el plano
“semántico”, a lo cual da toda la importancia con rasgo distintivo
de la mente humana.
Recordemos que Lacan, al principio de su enseñanza, había
subrayado también que el plano del sentido es lo propio del
hombre. Cuando en “Acerca de la causalidad psíquica” afirma
que “la locura es vivida íntegra en el registro del sentido”
(Lacan 1946, p. 71), nos quiere decir en el contexto, que toda la
actividad psíquica del sujeto, no sólo la locura, se especifica por
el sentido, y que éste nada tiene que ver con el registro
orgánico. Agrega además, cuarenta años antes que Searle, que
la creencia en el formalismo de la mente es “el sueño del
fabricante de autómatas” y que esa concepción “vela por que la
máquina responda” (Lacan 1946, p.60).
Tanto cuando Lacan nos habla del sentido, como Searle de la
semántica, es necesario referir esos planos a la realidad del
sujeto, si queremos entender de qué se trata. No hay sentido, no
hay semántica, en un organismo que no pueda asumir un lugar
de sujeto, y es eso lo que define al ser del hombre a diferencia
de la máquina inteligente. “Tal vez sorprenda que pase yo por
encima del tabú filosófico que afecta a la noción de lo verdadero
en la epistemología científica desde que se difundieron las tesis
especulativas llamadas pragmatistas. Hemos de ver que el
problema de la verdad condiciona en su esencia al fenómeno
mental y que, de querer soslayarlo, se poda el fenómeno de la
significación, con cuyo auxilio pienso mostrar que aquél tiene
que ver con el ser mismo del hombre”. (Lacan, 1946, p. 49).
Es cierto que el inconsciente opera con elementos simbólicos
formales, pero la verdad, lo que podemos asir de la verdad del
sujeto, es imposible de concebir fuera del registro del sentido.
Recordemos la cita de “La instancia de la letra…” donde Lacan
decía que el significante no puede operar si no estando en el
sujeto, y que ello implica que dicho significante ha pasado al
nivel del significado, para darnos cuenta que Lacan ubica al
sujeto en el nivel del significado. Es decir, en esa “etapa”, como
la llama, que se sitúa por debajo de la barra y que sólo es
accesible por su representación en la cadena significante.
Cuando Searle habla del nivel semántico como lo propio del
hombre, está proponiendo, quizá inconscientemente, su propia
teoría del sujeto. Es claro que Searle no tiene una definición
sobre los elementos con los que opera la mente, y que esos
elementos, si giramos la mirada a Lacan, son los significantes.
La falta de este elemento, lo hará desembocar en la
neurofisiología, a la que deberá agregar lo que llama
“semántica”, o sea las leyes de la producción de significados,
nivel donde debemos suponer, aunque sea de manera implícita,
la función del sujeto. Así piensa Searle suturar el “hiato” entre la
mente y el cerebro.
En esta dirección, y volviendo por un momento a la habitación
china, Searle nos dice:
“El quid del argumento no es que de una u otra manera tenemos
la «intuición» de que no comprendo el chino, de que me inclino a
decir que no lo comprendo pero que, quién sabe quizá
realmente lo entienda. Este no es el punto. El quid del relato es
recordarnos una verdad conceptual que ya conocíamos, a
saber, que hay diferencia entre manipular los elementos
sintácticos de los lenguajes y realmente comprender el lenguaje
en un nivel semántico. Y aquí viene su aporte: Lo que se pierde
en la simulación del comportamiento cognitivo de la I.A., es la
distinción entre la sintaxis y la semántica. (p. 419). Es la
distancia que él recupera con su experiencia de la “habitación
china”.
Y agrega que lo que hace del computador un elemento tan
poderoso, es justamente estar liberado de toda preocupación
semántica y limitarse solamente a manipular símbolos (en
Lacan: significantes) según reglas sintácticas, sin ninguna
preocupación por el sentido que –lo sabemos- es siempre
equívoco, y pone el problema de la verdad “en otra parte”, es
decir, en el sujeto. Dimensión (dit-mansion) de la que carecen
las máquinas, y permiten a los usuarios la tranquilidad de que no
cometerán “actos fallidos”, ni sus resultados estarán infiltrados
por lo inconsciente. Para resumir, de lo que carecen las
máquinas es de la función “sujeto”. Aquí puede aplicarse lo que
dijo Lacan de su perro: que puede reconocer al amo pero no
reconocerse a sí mismo.
Si un computador es “poderoso”, se debe a que “uno y el mismo
sistema de hardware puede instanciar un número indefinido de
programas de computación diferentes, y uno y el mismo
programa de computación puede operarse
en hardwares diferentes”.
¿No encontramos acaso aquí un modo informático de decir que
el hardware no es el cerebro sino la estructura de los
significantes que todos los hablantes compartimos y que no
emanan del cerebro sino que son “impuestos” por el Otro del
lenguaje? De alguna forma, los hablantes somos “el programa”
del Otro, sólo que, a diferencia de la máquina, nos caracteriza
una condición: somos transgresores por definición. Aún a pesar
nuestro somos sujetos.

Por supuesto que Searle es más optimista que nosotros, pues


no tiene que lidiar con lo inconsciente en lo que tiene de deseo o
de pulsión. En el caso de comprender realmente un lenguaje,
tenemos algo más que un nivel formal o sintáctico. Tenemos la
semántica. No manipulamos meramente símbolos formales no
interpretados, sabemos realmente qué significan (p. 419).

4. El significado, categoría mental


Si es verdad, como dice Searle que “la sintaxis por sí misma
nunca es suficiente para la semántica”, la cuestión ahora se
traslada al trabajo de dilucidar de qué manera se produce el
significado en el hombre, ya que la máquina (el procesamiento
de la información) no lo tiene, tal como se probó en la habitación
china.
O en otros términos, ¿cómo se establece una relación entre el
significante y el significado? Recordemos que este es el punto
donde Lacan abandona a Saussure. A la relación biunívoca
entre significado y significante que caracteriza al signo para, en
ese paralelismo, producir la significación, Lacan le opone su
“algoritmo”, donde la temática de la lingüística queda
“suspendida desde ese momento de la posición primordial del
significante y del significado como órdenes distintos y separados
inicialmente por una barrera resistente a la significación” (Lacan
1957, p. 183). Separación irreductible que hará necesario el
despliegue de la cadena significante para, mediante su
retroacción, abrochar una significación provisoria, que no
pertenece a ninguno de sus elementos “en su aislamiento
nominal”. Esta sería, muy simplemente la respuesta de Lacan a
la pregunta por la forma en que se relacionan significante y
significado.
En el fondo, es también la pregunta de Searle; pero su
concepción biologista de la mente, lo llevará por otro camino.
Searle abandona la metáfora del ordenador para detenerse en
los procesos que se cumplen en el cerebro, pero esta vez no
como metáfora, sino como causa real de la actividad mental.
Para que haya diferencias en la mente, afirma, debe haber
diferencias en el nivel neurofisiológico. Así, si yo quiero agua en
un momento y luego no quiero agua, tiene que haber una
diferencia en mi cerebro que dé cuenta de esta diferencia en mis
estados mentales. Quiere decir que para tener sed, algo debe
pasar en algún centro cerebral, y ese algo será la causa de la
sed, y para no tenerla, el cerebro debe estar informado de que la
sed ha sido saciada, volviendo a estar la causa de la no-sed en
el cerebro. Sería retrógrado oponerse a tal evidencia, pero ese
circuito ¿explicaría la anorexia nerviosa, la bulimia? ¿El hambre
de la bulímica implica que el centro del hambre haya sido
estimulado? ¿El no-hambre de la anoréxica implica que hay
saciedad cerebral?
Y ya en un sentido más metafórico pero no por eso menos real
en tanto “estado mental”, esa demostración ¿explicaría la “sed
de venganza”, el “hambre de gloria”? ¿Qué “disparos de
neuronas” causan estos diferentes estados de hambre o de
sed? Dejemos estos interrogantes por ahora, pues Searle nos
seguiría respondiendo que “todo” estado mental existe si, y sólo
si, hay en el cerebro un “disparo de neuronas” o de una red de
neuronas que lo cause. “El aroma de una rosa, la experiencia
del azul del cielo, el gusto de las cebollas, el pensamiento de
una fórmula matemática, todo esto es producido por índices
variables de disparos de neuronas, en circuitos diferentes
relativos a condiciones locales diferentes del cerebro” (p. 427).

El problema de la relación causa-efecto, o en términos


cognitivistas: funcionamiento cerebral de base—estados
mentales “superiores”, es propuesto por Searle a través de
cuatro enigmas: 1. la conciencia (“¿Cómo puede ser conciente
este trozo de materia gris y blanca que está dentro de mi
cráneo?”) 2. la intencionalidad (“¿Cómo pueden ser acerca de
algo [nivel semántico] procesos en mi cerebro que, después de
todo consisten finalmente en «átomos en el vacío»?”, “¿Cómo
pueden átomos en el vacío representar algo?”) 3. La
subjetividad (“¿Cómo pueden los estados mentales ser
subjetivos, en el sentido de que yo tengo mis estados y no los
suyos?”). 4. Causación intencional: (“¿Podría algo, por decirlo
de alguna manera, tan ‘gaseoso’ y ‘etéreo’ como un estado
mental conciente tener algún impacto en un objeto físico como el
cuerpo humano?”).

La solución de Searle al problema del dualismo, presentada


como superación definitiva, consiste en reducir los dos niveles
de la oposición a uno sólo, donde el dualismo desaparece
mágicamente al desaparecer sus términos.
Dice que si bien es cierto que “todo lo que importa en nuestra
vida mental, todos nuestros pensamiento y sentimientos están
causados por procesos dentro del cerebro” (429), no lo están al
modo de “el relámpago causa el trueno”, con lo cual estaríamos
ante dos fenómenos discretos. Si se tratara de eventos en un
reino físico que fueran la causa de eventos en otro reino, el
mental, seguiríamos dentro del dualismo y deberíamos explicar
esa relación.
No se trata de propiedades diferentes entre dos sistemas
diferentes, sino que se trata de la distinción, que es habitual en
física, entre micro y macro propiedades de un mismo sistema. El
arroyo que corre frente a mi ventana tiene la propiedad de la
fluidez, pero su causa es el comportamiento de los movimientos
de las moléculas de H2O. En este caso es claro que las
propiedades macro de superficie (surface properties) que
observamos, son causadas por el comportamiento de elementos
del micro nivel y, al mismo tiempo, que los fenómenos de
superficie sólo son rasgos (físicos) del sistema en cuestión.
En este sofisticado razonamiento, la causa sigue recayendo en
el micro nivel del sistema, físico en el caso de la fluidez,
neurofisiológico en el caso de la mente, ya que Searle pone el
acento en el proceso (la relación electroquímica entre neuronas,
por ejemplo), y no en la materia. Por consiguiente, considera
innecesario que se deba recurrir a ningún élan vital para explicar
los procesos del cerebro que de otra manera sería materia
inerte.
Según Searle, sería superfluo suponer un principio vital exterior,
ya que el cerebro tiene vida propia, y esa vida es la conciencia.
La mente por lo tanto, no es un epifenómeno, es la conciencia
del cerebro.
A esta altura resulta inevitable pensar en un retorno
al cogito cartesiano, pero esta vez no como propiedad de la res
cogitans sino de la res extensa. ¡Los procesos cerebrales son
cognitivos! ¡Finalmente hemos dado con la mente, y está bajo
los tegumentos del cuerpo!
“Para decirlo de otro modo, de acuerdo con mi punto de vista las
palabras «mental» y «físico» no son opuestas entre sí porque
las propiedades mentales, interpretadas ingenuamente, sólo son
una clase de propiedades físicas, y las propiedades físicas se
oponen correctamente no a las propiedades mentales sino a
rasgos tales como las propiedades lógicas y las propiedades
éticas, por ejemplo” (p. 438).
La desaparición de la relación entre mente y cuerpo mediante
este pase de prestidigitador, hace que ya no tenga ningún
sentido seguir discutiendo el tipo de relación entre los términos.
Así Searle se saca de encima la imputación de sostener la teoría
“emergentista” de las propiedades mentales con respecto a los
sistemas neurofisiológicos que le hace H. Putnam en una
discusión sobre filosofía de la mente que tuvo lugar en la New
York University.”Si se considera que el emergentismo implica
algo misterioso en la existencia de las propiedades emergentes,
algo que yace más allá del alcance de las ciencias físicas o
biológicas tal como son normalmente interpretadas, entonces
nos parece claro que las propiedades mentales no son
emergentes en ese sentido”. (p. 439).

Frente a la teoría emergentista, Searle propone la “doctrina de la


superveniencia” de lo mental en lo físico. No puede haber
diferencias mentales, afirma, sin las correspondientes
diferencias físicas. Y no hay nada de especial, arbitrario o
misterioso en esa superveniencia, ya que la encontramos en
toda la realidad: “Si un recipiente con agua tiene hielo en cierto
momento y líquido en otro momento, entonces tiene que haber
una diferencia en el comportamiento de las micro-partículas que
dé cuenta de la diferencia. De manera semejante, una diferencia
en mi estado mental, implica necesariamente una diferencia en
mi cerebro”. (p. 439).
De esta manera Searle supone haber “resuelto” el problema de
la dualidad mente-cuerpo. Simplemente, no existe. El principio
de “suficiencia neurofisiológica” indica que los fenómenos
observables, llamados “macro”, tales como las intenciones,
emociones, miedos, angustias, son el correlato observable de
procesos neurofisiológicos. Son los mismos principios que
animan la creencia de que la psicofarmacología es la solución
para los problemas mentales. A esta teoría, Searle la llama
“explicación interna”, para oponerse así a todo otra explicación
que sería “externa”, tal como atribuir la causa de los fenómenos
a condiciones sociales, políticas, familiares o psicológicas.
Hasta el sueño mismo cae bajo esta explicación: “cualesquiera
sean los demás rasgos que los sueños puedan poseer, son
causados por procesos neurofisiológicos” (p. 441), y lo mismo
vale para todos los otros estados mentales.
Es interesante observar que Searle no descarta que pueda
haber otras causas accesorias. Hasta podría aceptar que en el
sueño, por ejemplo, interviene el inconsciente freudiano
prestando ciertos contenidos, pero lo esencial, lo que importa al
conocimiento de los procesos cognitivos, es que el sueño, como
todo otra manifestación, es idéntico al proceso neurofisiológico
que lo genera.
Podemos hablar de causas sociales-culturales o políticas o de
intereses del sujeto, pero todas ellas remiten a la verdadera
causalidad que siempre reside en un proceso cerebral
autónomo. ¿Esto implicaría que lo neurofisiológico no sólo es la
sede de las conexiones formales sino también del significado?
Efectivamente, es el abismo al que se lanza Searle. Si todos los
fenómenos mentales son “características” del cerebro, esto
indica necesariamente que el cerebro piensa y siente, es decir
que “los disparos de neuronas” tienen propiedad semántica. “Si
los eventos fuera del cerebro (que se le hable a un sujeto, por
ejemplo) ocurrieran sin causar nada en cerebro, no habría
eventos mentales, mientras que si ocurren eventos en el
cerebro, los eventos mentales ocurrirían aun cuando no hubiera
estímulo externo”. Aquí muy astutamente Searle pone el ejemplo
de la experiencia de dolor en un miembro amputado. Pero,
preguntamos ¿ese dolor se debe a algún evento que permanece
residual en el sistema nervioso central, o más bien está causado
por la permanencia de la imagen mental del cuerpo que aún no
se ha reconstruido en su estado actual? Supongo que a esta
pregunta Searle respondería que esa imagen mental está
también en el cerebro.
Si Searle ha pagado el precio de dotar de “alma” al cerebro,
animándolo no sólo de vida biológica sino también mental, este
animismo parece un precio demasiado alto, y además tan
vitalista como el élan vital que pretende disipar.
Searle ha logrado sin duda uno de sus objetivos: diferenciar “la
mente” de la máquina: los procesos formales, efectivamente, no
poseen “semántica”, no tienen significación, es cuestión del
hombre atribuírselos; decir que una máquina “sabe” jugar al
ajedrez es una forma de antropomorfismo. Pero en su afán
demostrativo ha hecho de la mente una característica del
cerebro, como si el cerebro fuera un sujeto. Queda al borde de
decir que el cerebro es un sujeto, cuando dice que la
subjetividad es una propiedad más del cerebro. Si yo soy
diferente a usted, es porque yo tengo mi cerebro y usted el suyo,
así de sencillo.
Me gustaría plantearle a Searle el siguiente dilema: cuando
existan transplantes de cerebro, y Pedro que es un campesino
reciba el cerebro de Juan que es físico nuclear, ¿seguiría siendo
campesino, o se transformaría en físico nuclear?

5. Enri Ey y John Searle, el sueño órgano-dinamista


¿Qué podemos decir de esta teoría como psicoanalistas,
pertrechados con la enseñanza de Lacan? Precisamente Lacan
es quien había entrevisto cuál era el problema de esta postura
animista: “En esta concepción del psiquismo se halla siempre
disimulado, «el hombrecito que hay en el hombre», y velando
porque la máquina responda” (Lacan 1946, p. 60). “El
hombrecito en el hombre” se refiere a suponer un sujeto en el
nivel de lo orgánico. ¿No es esto lo que hace Searle cuando
afirma que la subjetividad está en el cerebro?
Es muy significativo encontrar en el antiguo texto de Lacan ya
mencionado “Acerca de la causalidad psíquica” (1946), que la
descripción que hace del órgano-dinamismo de Henry Ey, pueda
aplicarse, variando pocas cosas, a la teoría de Searle sobre la
causa, de cuarenta años después.
He aquí la descripción: “Rigurosamente, el órgano-dinamismo
de H. Ey se incluye con toda validez en esta doctrina (el
organicismo que viene criticando) por el mero hecho de no
poder relacionar la génesis de la perturbación mental en su
condición de tal (En Searle sería «los estados mentales en su
condición de tales») ya sea funcional o lesional en su
naturaleza, global o parcial en su manifestación y tan dinámica
como se lo supone en su resorte, con otra cosa que no sea el
juego de los aparatos constituidos en la extensión interior del
tegumento del cuerpo. El punto crucial es, desde mi punto de
vista, que ese juego, por muy energético e integrante que se lo
conciba, descansa siempre, en último análisis, en una
interacción molecular dentro del modo de la extensión «parte
extra partes» en que se construye la física clásica, quiero decir,
dentro de ese modo que permite expresar esta interacción con
la forma de una relación entre función y variable, que es lo que
constituye su determinismo”. (Lacan 1946, p. 47).
Es exactamente la relación entre función y variable lo que Searle
usará para puntualizar la no dualidad mente-cerebro. La mente
es la función de una variable de la “extensión” en el sentido
cartesiano de la res extensa, hecha de una interacción entre
neuronas o módulos neuronales que resulta así “determinante”.
De tal modo que si el cerebro es X, la mente será Y, en una
relación de correspondencia unívoca entre ordenada y abscisa.
Searle suscribiría seguramente a lo que Ey dice del fenómeno
psicopatológico: “Las enfermedades mentales son insultos y
trabas a la libertad; no están causados por la actividad libre, es
decir puramente psicogenética” (57). Una enfermedad mental
para Searle, igual que para Ey, se remitiría en última instancia a
un trastorno anatómico o funcional del encéfalo, y resultaría por
lo tanto es un “insulto” a la libertad existencial.
También para Searle, como para Ey, “la integración es el ser”
(aseveración tomada por E. Ey de Goldstein, y citada por
Lacan), siendo la integración de los estados cerebrales los
responsables de todas las funciones “mentales” del sujeto: “Con
que, en esa integración (Goldstein) necesita comprender no sólo
lo psíquico, sino todo el movimiento del espíritu, y, de síntesis en
estructuras y de formas en fenómenos, implica, en efecto, hasta
los problemas existenciales”. (Lacan 1946, p. 57).
Si el organicismo de Ey, queda retratado en la siguiente frase de
Lacan: “el espíritu inmanente a la materia se realiza por su
movimiento”, no menos retratado queda en ella el
neurofisiologismo de Searle. Según él, la actividad mental (el
espíritu) no es un “epifenómeno” de la materia, sino que es una
inmanencia real de ella, como lo es la función a la variable, y
además, para Searle “se realiza por su movimiento”, es decir,
son los “movimientos” en el nivel micro de la sinapsis neuronal,
los que causan a lo mental. Sin ese movimiento no habría
mente, ni pensamiento, ni espíritu.
Pero si lo mental (aún en el caso de la locura) es vivido por el
sujeto íntegramente en el plano del sentido, como propone
Lacan, ¿esto significa que el cerebro es el órgano de una cosa
tan ambigua y efímera para el hombre como el sentido?
No seguiremos la argumentación de Lacan en torno a la
causalidad en este antiguo texto, pues allí todavía hace
depender la causa, del mecanismo de la identificación
considerada imaginariamente; avanzaremos más bien hasta sus
planteos posteriores que sitúan la causa en el registro de lo
simbólico, y allí nos quedaremos, sin desconocer que finalmente
Lacan da lugar a lo real en su exploración de la causa, cuestión
que queda fuera del interés básico de este capítulo.

6. Una explicación “exterior” de la causa


En cuanto a lo que sí nos interesa, Lacan tanto como Searle
desechan la explicación de la causa por factores “externos” tales
como lo social, lo político, lo ideológico, lo histórico e incluso lo
psicológico. Todos esos factores son explicaciones imaginarias
y empíricas, que sin duda tienen un papel en los motivos, pero
sólo al modo de “condiciones” determinadas, pero de ningún
modo de causas determinantes.[2]
Nuevamente Searle: la causa del fenómeno no está en el
fenómeno mismo, en lo cual se ve que Lacan es tan poco
conductista como Searle. Esta diferencia, aparentemente
pequeña entre lo que son las “condiciones” en su multiplicidad
—y que podríamos hacer proliferar indefinidamente— y el lugar
donde se sitúa la “causa”, nos permitirá intentar si no una
solución, al menos algún recorrido que tenga un punto de
anclaje en la realidad simbólica del hombre.
Lacan y Searle transitan juntos este primer tramo del camino: no
sólo ambos rechazan que la causa esté en lo “exterior”, sino que
también participan en el trabajo de disolver la dualidad mente-
cuerpo. Pero justo aquí comienzan las diferencias.
Mientras que para Searle el fenómeno mental está causado por
un proceso neurofisiológico, para Lacan, incluso lo
neurofisiológico es una “condición” más, seguramente
necesaria, entre todas aquellas vertientes del discurso que
impiden pensar el lugar de la causa.
Para Searle, la irritación que siento hoy no está causada por mi
dolor de muelas, sino por los procesos neurofisiológicos que
corren en las áreas del cerebro que informan del dolor, y que se
experimentan en la conciencia de algunos como irritabilidad. El
hecho de que no todos reaccionen con irritabilidad al dolor de
muelas, indica que éste no puede ser la causa necesaria de la
irritación que siento.
Esta explicación de la causa no sería para nada la de Lacan.
Por el contrario, él toma del texto de R. Jakobson “Dos tipos de
afasia y dos aspectos del lenguaje” (Jakobson 1967, 99-143) la
demostración de que, aún en una patología tan claramente
causada por un trastorno cerebral como es la afasia, el deterioro
verbal sigue las leyes “exteriores” del lenguaje, no las
“interiores” de la organización cerebral. Aquí encontramos un
“exterior”, pero no se trata del “contexto” en ninguna de sus
formas de realidad empírica, sino en la forma de la realidad
simbólica.
Esto permite inferir que si bien el cerebro es “condición” de la
función del habla (podemos estar seguros de que la lesión
cerebral del área de Brocca produce trastornos en la emisión y
comprensión del lenguaje), no por eso es la causa del lenguaje,
ya que su organización le es totalmente exterior. Por lo tanto, no
queremos, ni podríamos oponernos a la idea searleana de que
sin las sinapsis neuronales no habría mente, ni pensamiento, ni
espíritu. Sin duda, estamos de acuerdo. Sin esa “condición”
necesaria no habría mente.

Pero no es lo mismo decir que el sujeto necesita del cerebro


para hablar, a declarar que el cerebro es la causa del lenguaje,
salto arbitrario que se da en ciencia no sólo en cuanto a la causa
del lenguaje sino a la de muchas otras funciones del sujeto.

A ese “exterior” (el de las leyes de la estructura), que no es el


exterior en el sentido habitual de “medio circundante” (Umwelt),
remitirá Lacan el problema de la causalidad psíquica, invirtiendo
el postulado de Searle que situaba la causa en lo interior de los
procesos neuroquímicos, cuando decía: “Las cadenas causales
externas sólo son importantes en la medida en que realmente
impactan el sistema nervioso central” (p. 430). Searle llama
“causa” a lo que nosotros llamaríamos “condición”, y donde él
hablaría de condiciones particulares (la cultura, el lenguaje),
nosotros comenzaríamos a hablar de causa, no sin antes
realizar una cierta torsión sobre esos conceptos,
desplumándolos de toda la carga sociológica que arrastran.
El “exterior” de Lacan es una noción paradójica, no captable por
la intuición que tenemos del espacio, pues no funciona sino
como “interior”. Es “lo exterior en lo interior”.
Por lo tanto, si Searle había aplanado el problema de la causa a
la identidad entre lo exterior y lo interior, dejando todo
suspendido de un sólo término: lo neurofisiológico, Lacan por el
contrario incorpora un tercer término; este exterior que no
pertenece al ámbito contextual de lo físico, de lo psicológico ni
de los hechos pero que sin embargo los causa, es lo que se
llama “lo simbólico”.
El lenguaje, por ejemplo, —construido de acuerdo a leyes muy
precisas de funcionamiento comunes a todas las lenguas, no
dependientes del cerebro (como en la lingüística cartesiana de
Chomsky), ni creadas por un acuerdo colectivo—, se constituye
sin embargo en la función esencial y distintiva del hombre. El
hecho de que la estructura del cerebro y su fisiología sea
idéntica en todos los seres humanos, no significa que en él
residan los “universales de la cultura”.
Lo simbólico es una exterioridad que funciona en el interior de
cada sujeto, pero no en la red de sus neuronas, sino en las
marcas materiales que dejan los significantes del Otro en un
“aparato” psíquico. Ese exterior-interior que es simbólico, y
cuyas marcas son particulares para cada sujeto, es lo que el
psicoanálisis denomina “inconsciente”. Como vemos, el
inconsciente freudiano, no puede homologarse en absoluto al
inconsciente “subpersonal” de Froufe, por ejemplo.
De la misma manera funciona la prohibición del incesto, que
legislando sobre los acoplamientos sexuales permitidos y
prohibidos, organiza las relaciones sociales en su conjunto a
partir de haber determinado el deseo sexual de cada sujeto. La
prohibición del incesto pertenece al campo del Otro (la Ley
simbólica), pero al mismo tiempo no tiene sentido en sí misma ni
explicación, por eso el Otro (Autre) se representa como tachado
(A), lo cual significa que no puede dar cuenta del sentido de la
ley. Lacan hace de esa característica, una sentencia: “No hay
Otro del Otro”. El (A) es puramente significante, y en ese
sentido, contradiciendo a Searle que supone en su Otro, el
cerebro, una dimensión semántica, puramente formal. Aquí
Lacan coincide más con la I.A. que con Searle.
Tenemos entonces que la causa no puede ser aprehendida
replegándose sobre la fisiología del cerebro, sino poniendo en
juego tres términos: el Sujeto, el objeto y el Otro, o también, en
un lenguaje más cognitivo, la mente-el cuerpo-el Otro. O
también, ya que habíamos dicho que el sujeto vive en la
dimensión del sentido: el sujeto-el sentido-el Otro.
La dualidad mente-cuerpo queda, si no superada, al menos
subordinada a lo simbólico del Otro, instancia decisiva en el
plano de la causa. Es el Otro (A), a pesar de su insuficiencia, el
que determina todos los efectos, reales, imaginarios y
simbólicos, en el sujeto, que ocupa el nivel de lo “determinado”
bajo la barra “resistente a la significación” (Lacan, 1957, p. 188).
¿Cómo es posible el “influjo” de lo mental (digamos más
concretamente, del pensamiento) sobre lo físico?, se pregunta
Searle. Textualmente: “¿Podría algo, por decirlo de alguna
manera, tan «gaseoso» y «etéreo» como un estado mental
conciente tener algún impacto en un objeto físico como el
cuerpo humano”. (p. 423).
Recordemos su respuesta: los estados mentales pueden causar
la conducta mediante el proceso causal ordinario, porque son
estados físicos del cerebro. “Los estados mentales y los
procesos mentales son fenómenos biológicos reales en el
mundo, tan reales como la digestión, la fotosíntesis, la lactancia
o la secreción de bilis” (p. 423). En otros términos: lo mental
puede influir sobre lo físico, porque lo mental también es físico
(procesos neurofisiológicos).
En Lacan, sin embargo, las cosas son muy diferentes. Inspirado
en Freud, interpreta que los síntomas histéricos (lo mental en lo
físico), son estados físicos que no tienen nada que ver con el
cerebro y su fisiología. Sabemos que el cuerpo, capturado por el
síntoma histérico, no responde a las vías de inervación motoras
o sensitivas descriptas por la neurología, sino al deseo
inconsciente. ¿Es algo “gaseoso” o “etéreo” el deseo? De
ninguna manera, es algo tan material como un síntoma motor o
sensitivo que afecta al cuerpo histérico.
Lacan recurre a Lévi-Strauss para ilustrar cómo opera el
simbolismo inconsciente sobre el cuerpo. En “La eficacia
simbólica” Lévi-Strauss narra la experiencia de un pueblo
primitivo donde es tabú comer de la escudilla donde come el jefe
de la tribu. Un nativo come de ella sin saber que pertenece al
jefe, y justamente porque no sabe, no padece consecuencia
alguna. Luego, cuando se entera que ha comido de la escudilla
prohibida por el tabú (prohibición simbólica sin razón ninguna en
lo real), comienza a sufrir síntomas de rechazo en su cuerpo:
vómitos, convulsiones, fiebre, y en algunos casos hasta la
muerte (Lévi-Strauss 1945, p. 168-182). ¿Se trata acaso de las
consecuencias de haber ingerido alimentos en mal estado?
Sería ingenuo suponerlo. Comencemos por preguntarnos, más
bien, cuál es el mecanismo que permite que la determinación
simbólica tenga semejante consecuencia sobre lo real del
cuerpo? Aunque en verdad, tampoco ésta sería la buena
pregunta. No se trata de lo simbólico influyendo sobre lo real (lo
físico), ya que ese real, el cuerpo, ya forma parte de lo simbólico
por el hecho de estar sujeto a las leyes arbitrarias, —como lo es
toda ley— que estructuran el mundo de la tribu, regulando los
cuerpos y las mentes.
No existe la dualidad simbólico-material cuando se trata del
hombre. La materia de que estamos hechos ha sido subvertida
en funcionamiento hasta tal punto por lo simbólico, que se ha
convertido en un objeto simbólico más, sujetado a sus leyes más
fuertemente aún que a las de la biología natural. Porque el
cuerpo es una realidad simbólica, la palabra puede operar
efectos “materiales” sobre él. Y porque el cuerpo está inoculado
por el lenguaje, el deseo inconsciente puede apropiarse de sus
miembros como metáforas del deseo.
La resolución que Lacan da al problema de la relación mente-
cuerpo (res cogitans-res extensa), va aún más lejos que Lévi-
Strauss con su “eficacia simbólica”: no sólo el estatuto del
cuerpo está subvertido por lo simbólico, sino que además, la
palabra es cuerpo, tiene la materialidad sutil de su localización y
diferenciación en el campo del lenguaje: “La palabra o el
concepto no es, para el ser humano, más que la palabra en su
materialidad. Es la cosa misma. No es simplemente una sombra,
un soplo, una ilusión virtual de la cosa; es la cosa misma”.
(Lacan 1953, p. 264).
Este “materialismo” de la palabra se expresa en la chispa de un
único término: moterialismo, neologismo con el que Lacan indica
que el funcionamiento material del cuerpo está subordinado al
funcionamiento simbólico de la palabra (mot). Por eso nuestra
materia orgánica no forma parte de un hardware inerte, sino
del moterialismo: el materialismo del significante: “Es, si me
permiten emplearlo por primera vez, en ese moterialismo
(materialismo de la palabra) donde reside el asidero del
inconsciente —quiero decir que es lo que hace que cada cual no
haya encontrado otras maneras de sustentar lo que recién llamé
el síntoma-“. Lacan 1975, p. 126).
Así como Searle se había referido al cerebro mediante su
neologismo wetware, nosotros, teniendo en cuanta la
organización formal del significante, podríamos decir que el
inconsciente es nuestro wordware, o más
lacanianamente, motware.

Bibliografía citada
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Notas
[1] Todas las siguientes citas con indicación de página pero sin
nombre de autor pertenecen a este mismo texto de Searle.
[2] Resuenan en esta enseñanza los ecos de Hegel con su
concepto de negatividad como condición determinante de la
antropogénesis, y los de Lèvi-Strauss, para quien el origen de la
ley no está determinado por ninguna de las contingencias bio-
psico-sociales sino que es ella misma, la ley, determinante de
todas esas condiciones determinadas.
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