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En efecto, todos sabemos que los pobres ocupan un puesto enteramente central
en el Evangelio, como sabemos, igual mente, que los privilegiados del mensaje de
Jesús son los pobres. Y, sin embargo, es un hecho que los pobres no ocupan, en
la teología un puesto central, sino marginal Como es cierto, también que los
pobres no son los privilegiados de la teología sino los grandes olvidados de la
teología y, en ese sentido y desde ese punto de vista, las grandes víctimas de la
teología.
A primera vista, es verdad, puede parecer exagerado el decir estas cosas. Sin
embargo, creo que se pueden y se deben decir no sólo porque son profundamente
verdaderas, sino además porque esas cosas nos abren el camino hacia la
búsqueda de una mayor coherencia en el quehacer teológico De tal manera que,
ya desde ahora, conviene decir que solamente cuanto la teología preste a la
pobreza y a los pobres la atención que se merecen, solamente entonces,
podremos hablar de una teología coherente y ortodoxa en el sentido más riguroso
de tales palabras.
Moral y Dogma
Pues bien, voy a empezar planteando una pregunta elemental: ¿Qué es lo que la
teología ha dicho a los pobres y sobre los pobres hasta ahora? Al responder a
esta pregunta debemos tener cuidado de precisar lo que decimos. porque no se
puede decir sin más, que la teología no se ha interesado por los pobres. La
teología, en efecto, se ha preocupado de los pobres y se ha interesado por ellos.
Pero, ¿dónde? Y sobre todo, ¿cómo se ha interesado y se ha preocupado por
ellos?
Lo primero que hay que decir a este respecto es que, si exceptuamos las recientes
teologías de la liberación, es un hecho que la teología ha hablado de los pobres y
para los pobres al tratar las cuestiones referentes a la Moral, más concretamente,
al hablar de las obligaciones que comporta la caridad cristiana. Ahora bien, eso
quiere decir que la teología no ha tenido en cuenta a los pobres en el terreno
especifico de la Dogmática. Lo cual quiere decir que, para la teología clásica,
ortodoxa y tradicional, al hablar de Dios, en realidad no había por qué especificar
si se trataba del Dios de los pobres o del Dios de los ricos. Ese asunto no tenía
por qué entrar en el cuerpo de la Dogmática, ni en las entrañas de la ortodoxia
católica, porque para la teología Dios es siempre el mismo, o sea, es lo mismo el
Dios de los ricos que el Dios de los pobres, es lo mismo el Dios de los
explotadores que el Dios de los explotados, lo mismo el Dios de los que sufren
que el Dios de los que causan ese sufrimiento. Por lo menos es seguro que la
teología más seria y ortodoxa no ha considerado necesario e imprescindible
preocuparse de este problema. Y lo que digo del tratado de Dios, se puede y se
debe decir de los demás tratados teológicos que integran la Dogmática católica.
Es decir, si Dios es el mismo para todos, también hay una misma cristología para
todos. Y una misma Iglesia y unos mismos sacramentos. Y así sucesivamente.
Pero interesa precisar más esta cuestión. Por supuesto, yo sé muy bien que la
teología ha dicho siempre que Dios es remunerador, es decir, que premia a los
buenos y castiga a los malos. Y eso significa que el pecador, lo mismo si es rico
que si es pobre, será castigado por Dios. En último término por tanto, se trata de
una cuestión de conciencia. Lo que decide, en definitiva, no es el ser mismo de
Dios en relación a la situación histórica y social, sino exclusivamente la conciencia
individual y privada.
¿Padre de todos?
Pero, en realidad, ¿por qué se puede y se debe afirmar que el discurso teológico
sobre los pobres no debe quedar relegado al campo de la Moral, sino que debe
ser parte, y parte fundamental, de la Dogmática O dicho más claramente, ¿por qué
al hablar de Dios, desde el terreno específico de la Dogmática, tenemos que
presentarlo como el Dios de los pobres, y a Cristo como el Mesías de los pobres, y
a la Iglesia como la comunidad de los pobres y desgraciados de la tierra? ¿No es
Dios el Padre de todos, lo mismo de los ricos que de los pobres? ¿Y no es Cristo
el Salvador de todos, sea cual sea su condición y su situación? Y la Iglesia, ¿es
que no es de todos y para todos por igual?
Pero, en realidad, ¿qué queremos decir cuando afirmamos que Dios es el Dios de
los pobres? Queremos decir, ante todo, que los pobres son tales pobres no
simplemente por su condición natural de pobreza, sino además de eso y, sobre
todo, por su condición histórica de seres empobrecidos por la riqueza de otros (6).
Queremos decir, en segundo lugar, que esta realidad constituye una situación de
objetiva injusticia con sus inevitables consecuencias: el enfrentamiento de unos
hombres con otros; y la dominación que ejercen los unos sobre los otros. Y
queremos decir, en tercer lugar, que, ante semejante situación, Dios no se queda
indiferente, sino que se pone decididamente de parte de aquellos que sufren la
injusticia y la opresión. Porque si algo hay claro en la Biblia es que el Dios en el
que creemos es el Dios de la justicia y del amor, hasta el punto de ser definido
esencialmente como amor (1 Jn 4, 8). Ahora bien, si el Dios en el que creemos es
el Dios de la justicia y del amor, eso quiere decir que es igualmente el Dios de los
pobres, es decir, el Dios que está de parte y a favor de aquellos que sufren las
consecuencias de la injusticia y del desamor.
Pero la cosa no para ahí. Porque si nuestro Dios es el Dios que está de parte y a
favor de aquellos que sufren las consecuencias de la justicia y del desamor, eso
quiere decir que a este Dios nuestro no se le puede conocer verdaderamente sino
desde la experiencia histórica, práctica y concreta de aquellos que buscan con
sinceridad el establecimiento de la justicia, en una sociedad emancipada, buena,
humana y racional (7). Tal es sin duda el sentido profundo que tienen aquellas
palabras de Jeremías:
Y ese mismo el sentido también del conocido texto de la Primera Carta de Juan:
Amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que
cuna ha nacido de Dios y conoce a Dios. Porque Dios es amor (1 Jn 4, 7-8)
Ésta última afirmación necesita algunas aclaraciones. Y ante todo, es evidente que
a Dios se le utiliza, con frecuencia, bajo representaciones ideológicas que no
pueden responder a la realidad trascendente del Dios verdadero. Cuando, por
ejemplo, en las guerras de religión, los contrincantes de uno y otro bando han
luchado invocando cada uno a su Dios, es evidente que el mismo e idéntico Señor
del cielo y de la tierra no podía estar, al mismo tiempo, a favor de los unos y de los
otros. Es evidente, por tanto, que en ese caso, al menos, la representación
ideológica del ídolo venía a sustituir al conocimiento del Dios verdadero. Los
ejemplos se podrán multiplicar en este sentido. Y entre esos ejemplos, como ha
notado acertadamente Alfredo Fierro, está el caso de los enfrentamientos que
conlleva la lucha de clases: «Cuando unos y otros afirman creer en Dios, el Dios
de los patronos no se identifica con el Dios de los obreros. El significado de la
creencia en Dios no puede ser idéntico cuando se integra en sistemas semán5cos
y concepciones del mundo incompatibles; sistemas y concepciones, a su vez,
dependientes de experiencias y prácticas sociales antagónicas» (8)
En definitiva, ¿qué quiere decir todo esto? Desde el punto de vista del Dios que se
hace presente y se da a conocer en Jesús de Nazaret, la cosa es clara: Optamos
decididamente por el Dios de los pobres y calificamos de ídolo ideológico al Dios
de todos los que, de la manera que sea, son responsables de la situación injusta e
insoportable que estamos viviendo. De esta manera, el Dios de los pobres
desenmascara a los ídolos que actúan en la sociedad y en la Iglesia, para seguir
legitimando y manteniendo la situación que se nos ha impuesto, como si fuera una
situación, de hecho, inevitable o, lo que es peor, una situación dispuesta y querida
por Dios.
Por lo demás, cuanto acabo de decir no significa, en modo alguno, que tengamos
que aceptar sin más la tesis marxista según la cual existe una profunda y
necesaria dependencia entre las ideas religiosas y el desarrollo de las fuerzas y
relaciones de producción en la sociedad (9). Y digo que no tenemos que aceptar
sin más semejante tesis porque hay hechos históricos muy claros que la
descalifican. Por ejemplo, sabemos que cuan- do Israel era un pueblo de pobres y
perseguidos nómadas del desierto, tenia ya entonces una religión mucho más
evolucionada y perfecta que las religiones de Egipto, Asiria o Babilonia, que eran
las grandes potencias económicas del momento. El hecho religioso, en cuanto
hecho histórico y social, está ciertamente influenciado y condicionado por las
fuerzas y relaciones de producción que actúan en la sociedad. Pero de ahí a decir
que el hecho religioso sea un mero factor ideológico, derivado de la economía
media un abismo. Y un abismo que nadie ha salvado hasta ahora mediante una
argumentación convincente.
Por último, quiero insistir aquí una vez más, en que si antes he calificado al Dios
de los ricos de «Molo ideológico», ello no se debe al condicionamiento económico
por si solo, sino a la situación de injusticia que conlleva normalmente la suerte de
los privilegiados de la tierra. Sólo el que practica la justicia y, en última instancia, el
que vive en el amor, es el que puede decir con toda verdad que conoce a Dios (Cf.
Jer 22, 15-16; 1 Jn 4, 7-8).
Tareas de la teología
Por lo demás, es evidente que esta tarea debe realizarse, ante todo, en el seno de
la misma teología. Porque es innegable que dentro del quehacer teológico han
proliferado, seguramente más que en ningún otro terreno, los ídolos de la
ideología. Y ello por una razón que se comprende enseguida: si es cierto que el
conocimiento y el interés están de tal manera imbricados entre sí, que sólo desde
un conocimiento interesado es posible conocer (10), la primera pregunta que
tendría que hacerse cualquier teólogo, que pretenda ser medianamente honesto,
es por qué la teología ha desarrollado, y sigue desarrollando, de manera tan
asombrosa ciertos temas (v. gr., autoridad, sexualidad, mérito...), mientras que ha
descuidado otros, que, vistas las cosas desde el Evangelio, parecen más
importantes (v. gr., pobreza, seguimiento, servicio...). Si es cierto, como digo, que
existe una relación tan profunda entre el conocimiento y el interés, la cuestión que
obviamente se plantea es la siguiente: ¿qué intereses han actuado, y siguen
actuando, en el mundo de la teología para que en ella haya temas tan
abultadamente desarrollados, mientras que otras cuestiones, que son más
directamente evangélicas, están aún por estudiar en su formulación más
elemental? Por supuesto, no hay que ser un lince para darse cuenta de los
mecanismos de control, que actúan con bastante eficacia en el interior de la
institución eclesiástica, para obtener como resultado un dominio casi perfecto del
pensamiento. Desde este punto de vista es importante tener en cuenta que, fuera
de contadas excepciones, los teólogos somos clérigos. Y eso quiere decir que
somos personas célibes, que además dependemos de la institución eclesiástica,
tanto en lo que respecta a la economía como en lo que se refiere al estatus o
posición social que ocupamos. O sea, la institución eclesiástica controla nuestra
vida sexual, nuestra economía y nuestra posición en la sociedad. Es evidente que,
en tales circunstancias, el control que se ejerce sobre el pensamiento es bastante
perfecto. Y más aún el control que se ejerce sobre la libertad a la hora de decir lo
que se piensa.
Pero no se trata sólo de eso. Hay en todo este asunto algo que me parece mucho
más importante. Me refiero a la organización misma del sistema doctrinal de la
Iglesia católica. En este sentido, es curioso notar – como lo han hecho ya otros
autores – el parentesco estructural que existe entre el sistema doctrinal de la
Iglesia católica y el del Estado soviético. En los dos casos, la autoridad central se
atribuye el monopolio de la interpretación auténtica de la doctrina oficial; la misma
autoridad controla los medios de información y los canales de difusión. Los
ideólogos profesionales (en nuestro caso, los teólogos) se dedican a perfeccionar
la argumentación, pero no son maestros en lo que se refiere al juicio de ortodoxia,
sino que se limitan a evolucionar en el interior de un modelo doctrinal propuesto
por otros. Y si ocurre que alguno se desvía de la norma establecida, la autoridad le
llama la atención, para que se corrija, o, en caso contrario, lo reduce al silencio
descalificándolo (11). Todo esto, es evidente, orienta a la teología en un sentido
muy determinado: en el sentido de los intereses de la institución eclesiástica y,
más concretamente, de la autoridad institucional, que no son precisamente los
intereses de los pobres, ni los intereses de las clases marginadas. Y no lo son
porque no pueden serlo. Primero, porque los clérigos no pertenecemos ni al
mundo de los pobres ni al mundo de los marginados. Segundo, porque la
institución eclesiástica se ha organizado como un gran sistema de poderes y de
influencias sociales, pero esos poderes y esas influencias generan unos intereses
que no pueden coincidir con los intereses de los que no tienen ni poder ni
influencia. La consecuencia que de todo esto se deriva es muy clara: la teología
está orientada en la dirección de los intereses ideológicos de la institu- ción
eclesiástica, no en la dirección de los intereses de las clases populares y
marginadas. De ahí la dificultad estructural en que se ve metida la teología a la
hora de intentar desenmascarar los ídolos ideológicos, las falsas representaciones
de Dios a que antes me refería Y de ahí también la urgencia de acometer una
tarea eficaz en ese sentido. Por eso dije antes, y repito ahora, que solamente
cuando la teología preste a la pobreza y a los poderes la atención que se
merecen, solamente entonces, podremos hablar de una teologia coherente y
ortodoxa en el sentido más riguroso de tales palabras.
Pero, en realidad, ¿qué quiere decir todo eso? Sólo una cosa: que el discurso
teológico tiene que ser un discurso competente y riguroso, basado en la seriedad
de sus argumentos y en la lógica de sus conclusiones. Eso y nada más que eso es
lo que queremos decir cuando afirmamos que la teología es una ciencia y que, por
lo tanto, su método es el método de la ciencia. Desde este punto de vista, hay,
desde luego, una diferencia fundamental entre el discurso teológico y el discurso
religioso. Por eso, al discurso religioso pertenecen la exhortación, la alabanza y la
plegaria, cosas todas que no son necesariamente teología ni pertenecen al
discurso teológico. Pero, ¿quiere decir todo eso que la teología tiene que
organizar- se sobre la base de un discurso complicado, ininteligible para el común
de los mortales, sobre todo para la gente sencilla y sin especial formación
académica y libresca? A mí me parece que para responder a esta cuestión hay
que aclararse antes sobre otra pregunta, que es previa, a saber: ¿qué es lo que se
ha de entender como ciencia o como científico para distinguirlo de lo que no lo es?
La pura verdad es que no existe un acuerdo, comúnmente compartido por la
comunidad científica, a la hora de responder a esta cuestión. Es más, ni aun
siquiera -existe semejante acuerdo entre los especia- listas en teoría de la ciencia.
No voy a repetir aquí lo que ya es suficientemente conocido por quienes se
dedican a este tipo de estudios (17). Sólo quiero indicar que desde el positivismo
lógico (Circulo de Viena) hasta las últimas teorías revolucionarias de T. S. Kuhn,
pasando por las polémicas de K. Popper con los positivistas, existe todo un
abanico de teorías e interpretaciones sobre este asunto. Ahora bien, si ni aun
siquiera los especialistas en teoría de la ciencia llegan a un acuerdo sobre lo que
se ha de considerar como verdaderamente científico me parece una solemne
ridiculez que el teólogo venga a dictaminar lo que se tiene que considerar como
ciencia, para que los demás acepten su producción como verdadera- mente
científico Insisto, por lo tanto – y ésta es aquí mi conclusión – en que puede existir
un discurso abstracto, complicado e ininteligible, que no por eso sea un discurso
rigurosamente científico Mientras que, por el contrario, puede existir un discurso
transparente y hasta popular, que responda a las exigencias de cientificidad que
razonablemente se le pueden pedir.
Pero queda aún por tratar otra cuestión, que por cierto es fundamental en todo
este asunto. Me refiero a la relación que se debe establecer entre lo que se ha
llamado el «lugar social» y el «lugar epistémico» que ocupa una persona o un
colectivo de personas, en nuestro caso los teólogos. El problema que aquí se
plantea se puede formular a partir de la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto y en
qué medida se puede decir que
Aquí he hablado solamente del Dios de los pobres, y he hablado de ello solamente
apuntando algunas orientaciones muy generales. Seria necesario ahora ponernos
a pensar qué sentido debería tener una Cristología pensada en función de los
pobres, y una eclesiología que se tomase en serio la tarea de empujar a la Iglesia
para que sea de una vez la Iglesia de los pobres. Y así sucesivamente se podría
decir de los demás tratados teológicos. He aquí una tarea urgente que deberíamos
acometer los teólogos de oficio. Como ha escrito acertadamente Hugo Assmann,
«si la situación histórica de dependencia y dominación de dos tercios de la
humanidad, con sus treinta millones anuales de muertos de hambre y desnutrición,
no se convierte en el punto de partida de cualquier teología cristiana hoy, aun en
los países ricos y dominadores, la teología no podrá situar y concretizar
históricamente sus temas funda- mentales» (19)
(Ponencia del día 26/09/1981)
11. Cf. Wackenheim Ch.: Christianisme sans idéologie, París 1974, 62.
13. L. c.
16. L. c.