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LA C A Z A Y LOS T O R O S

Publicado por la R. de O., Colección


«El Arquero», Madrid, 1960.
NOTA PRELIMINAR

Bofo el título editorial La caza y los toros se publican y reúnen en este


nuevo volumen de la colección «El Arquero» diversos escritos de Ortega
—algunos inéditos— acerca de esos temas. Su precedente edición o las cir-
cunstancias de su redacción y su carácter inédito se indican al inicio de cada
escrito.
Acerca de la ca^a agregamos al penetrante estudio Sobre la caza (así
denominado por su autor en su versión alemana —Über die Jagd—) un
discurso, inédito, que complementa el anterior, dedicado especialmente a la
montería, pues atiende a «la ca%a solitaria con can y escopeta».
Las corridas de toros interesaron viva y tempranamente a Ortega, pues
entre las «Meditaciones» que anunciaba en su primer libro —las Medita-
ciones del Quijote—figura ya la denominada «Paquiro, o de las corridas
de toros»; posteriormente reiteró la promesa de ese libro en el que estudiaría
«la trágica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre español y el toro
bravo» y todavía, en el citado ensayo sobre la ca%a, lo promete, pero no llegó
a escribirlo. Sin embargo, las páginas que reunimos bajo la denominación
Los toros permiten apreciar la profundidad y el detalle con que Ortega
estudió las corridas de toros. En su mayor parte estas páginas son inéditas,
pero su carácter fragmentario y su relación con el resto del volumen nos han
decidido (como se hi%p con ciertas partes de los tomos sobre Velá%que%y
Goya de esta colección) a publicarlas en este tomo que agrupa dos temas que,
en el pensamiento de Ortega, conforme comprobará el lector, aparecen con
frecuencia conexos.
Por su afinidad con estos temas, pues a ambos alude, reimprimimos al
final el artículo «Sobre el vuelo de las aves anilladas», nunca recogido en tomo
suelto (i).
Los COMPILADORES.

(1) [Al insertar este volumen en el tomo I X de Obras completas elimina-


m o s los trabajos y a incluidos e n tomos anteriores y e n su lugar cronológico
de primera edición.]

TOMO I X . — 2 9
[LA C A Z A S O L I T A R I A ]

L AS palabras tan deferentes, tan amables del señor coronel


Brandão no quedarían adecuadamente contestadas por mí si
yo me limitase a agradecerlas con el más sincero sentimiento,
procurando ostentar en otras cuantas mi gratitud, la cual, ni que
decir tiene, va a la vez dirigida a todas las señoras y señores
aquí reunidos, a quienes el señor coronel Brandão representaba
para dedicarme este yantar ( i ) . N o quedarían adecuadamente con-
testadas porque ante esta gentileza y homenaje que ustedes me ofre-
cen no basta con agradecerlo sino que es preciso saber extrañarse,
saber sorprenderse del hecho. La impresión de extrañarse, de sorpren-
derse es una de las más profundas capacidades humanas y de ella
han brotado muchas de las mejores cosas que el hombre ha produ-
cido, ante todo la ciencia. Nos extrañamos, nos sorprendemos de
que algo ha acontecido, de que es realidad, de que incuestionable-
mente es y es así. L o natural parecería que ante una realidad nos
contentásemos con tomar noticia de ella, con presenciarla, con verla.
¿Qué quiere decir que además nos extrañemos, nos sorprendamos
de ella? Evidentemente, que consideraríamos más natural que aquel
hecho no hubiese acontecido, que aquella realidad no fuese realidad,
que en su lugar hubiese nada. La extrañeza, la sorpresa imaginan,
por tanto, tras de una realidad su posible ausencia, su nada; y esto,
el sencillo caer en la cuenta de que en vez de pasar una cosa podía
no haber pasado nada es lo que moviliza a la inteligencia forzándola
a preguntarse: ¿por qué ha pasado esto y es real esto en vez de no
haber pasado nada ni haber nada? L o que se llama conocimiento y

(1) N o t a s para el discurso pronunciado e n la comida que m e ofrecieron


los cazadores portugueses el 5 de abril d e 1945. Lisboa.

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ciencia y, sobre todo, filosofía no es sino el ensayo de responder a
preguntas de este tipo. Por eso el filósofo es el hombre que va por
el mundo, como un niño, con los ojos siempre exorbitados, dilatados
por una perpetua extrañeza, sorpresa y maravilla. ¿Qué creían uste-
des, que no iba yo a vengarme de la amabilidad superlativa pero
injustificada que significa haberme dedicado este yantar, obligándoles
a oír un poco de filosofía? E n esta ocasión, señores, la más depurada
gratitud tiene que tomar cierto tenue perfil de venganza.
Porque yo no puedo menos de extrañarme y sorprenderme al
descubrirme ahora en un yantar de cazadores, con la agravante de
que me es dedicado. Y dócil a mi hábito mental me pregunto: ¿por
qué estoy aquí en vez de no estar, cuando lo único natural sería en
este caso mi ausencia, mi no estar? Y o no soy cazador, como he hecho
constar en el «Prólogo» (i) que ha sido pretexto para esta reunión.
Pero si en un banquete de cazadores yo no puedo estar en calidad
de cazador, ¿en qué calidad puedo estar y estar con tan destacada
posición? La cosa no deja margen a la duda: si yo estoy en este sitio
de la mesa como cazador preeminente, lo que hay en mí hoy de
preeminente es que soy la pieza—la pieza cobrada por esto señores
en su última batida. Y a el conde de Yebes había ejecutado mi pri-
mera captura induciéndome a escribir un prólogo a su excelente
libro de montería. L o que ha podido interesar en aquellas páginas
mías es haber yo subrayado enérgicamente y sacado las inmediatas
consecuencias de un hecho simplicísimo y patente, a saber: que es la
caza una de las ocupaciones más antiguas y más pertinaces del hombre,
que se ha cazado en todos los tiempos y en todos los pueblos, que
se han dedicado a cazar lo mismo los ricos que los pobres. L o cual
indica que no es la caza una ocupación caprichosa y sin substancia
auténtica con que han tratado de llenar sus horas vacias unos cuantos
hombres ociosos y socialmente privilegiados, sino que es una forma
de vida y un ejercicio profundamente arraigados en la condición
humana; es, en suma, una de las formas de la felicidad, del existir
feliz a que todo hombre aspira. M i prólogo al libro del conde de
Yebes no se propone otra cosa que esclarecer un poco el cómo y el
por qué es esto así. N o tendría sentido intentar ahora repetir o
resumir lo dicho allí — v o y a pronunciar muy pocas palabras—, pero
sí me importa advertir que ese estudio representa un capítulo mínimo
de una gran labor que es urgente iniciar y que nos viene motivada
e impuesta precisamente por los gigantescos y terribles aconteci-

(1) [Es el estudio: Sobre la caza. E n Obras completas, vol. V I . ]

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mientos en medio de los cuales estamos, pues conviene hacer constar
que, aunque prestemos durante este rato atención a la caza, no dejan
de estar presentes ante nosotros esos tremendos hechos que son hoy
el fondo inexorable de nuestras vidas. Esos hechos significan que es
ya ineludible la tarea inmensa de reformar radicalmente la organiza-
ción de la existencia humana en todas sus dimensiones. Mas cuando
se dice esto suele entenderse solo lo que de ella es más aparente y
acaso más superficial: la modificación de las líneas de frontera, el
nuevo reparto de poder sobre el mundo y el cambio de preponde-
rancias, la transformación en este o aquel rumbo de las instituciones
políticas. Pero se olvida que más que todo eso variará el programa
de la vida humana en su curso cotidiano, es decir, el régimen de sus
ocupaciones. N o es ocasión oportuna esta para aventurarse a vati-
cinios ni atreverse a presagiar si las cosas van a ir a mejor o a peor
para el conjunto de los hombres. Pero sí es cosa desde luego clara
esto: el sistema de las ocupaciones que integran la vida humana
había llegado a nosotros constituido en una determinada y tradi-
cional jerarquía. Ciertas ocupaciones están tenidas por las más impor-
tantes, otras como las menos valiosas. Pues bien, no parece en modo
alguno probable que en los tiempos que llegan pueda subsistir
intacta esa jerarquía tradicional. Para aclarar algo de lo que, al decir
esto, tengo en la mente me bastaría recordar la penetrante impresión
que me produjo, hace lo menos quince años, una conferencia que
escuché a uno de los hombres con cabeza más clara que había en
Occidente, el gran economista inglés Mr. Keynes. Nos hacía ver
este agudo espíritu que si las técnicas de la civilización no se que-
brantaban por catástrofes externas se acercaba rápidamente el mo-
mento en que la mayor parte de los hombres no necesitarían trabajar
más de cuatro o cinco horas. E l avance automático de la industrializa-
ción y de la maquinaria, unido al progreso constante de la legislación
social, iban a colocar muy pronto al hombre medio en una situación
inaudita: la de encontrar ante sí la mayor parte del día sin saber qué
hacer de ella. D e suerte que después de siglo y medio en que se ha
vivido obseso por el problema del trabajo, es decir, de que los
hombres tengan menos quehacer forzoso, resuelto este problema
del trabajo, surgiría con caracteres pavorosos el opuesto: el problema
del ocio. Libertados del quehacer impuesto por la necesidad, los
hombres se encontrarían sin saber qué hacer. Y la nueva y paradójica
tarea consistiría en inventar quehaceres para la humanidad ociosa,
en idear ocupaciones gratas para el hombre enfermo de desocupación.
Entonces se vería que si es difícil al hombre trabajar le es mucho

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más difícil divertirse. Esta idea de Mr. Keynes es mucho menos
utópica de lo que al pronto parece y en cierta medida la cuestión
estaba ya de hecho planteada, preocupando a los hombres de gobierno
durante los años anteriores a la guerra, en las naciones más adelan-
tadas por su industria y sus leyes sociales.
La paradoja de Mr. Keynes, ahorrándose consideraciones más
complicadas e impropias de este instante, nos sirve para advertir
cómo es tema más importante y grave de lo que suele pensarse la
cuestión de las diversiones; de lo que he llamado, frente a las ocu-
paciones trabajosas, las ocupaciones felicitarías del hombre, aquellas
a que se dedica, no porque son ineludibles y le vienen impuestas, sino
porque se siente feliz en ellas. Porque estas son imposibles si el
hombre no tiene espontáneamente afición a ellas, y el hecho es que,
salvo casos siempre excepcionales, el repertorio de auténticas aficiones
ha sido siempre sumamente escaso en la mayor parte de los hombres.
La caza es una de esas pocas cosas por las cuales enorme número
de hombres han sentido siempre afición. D e aquí que sería verda-
deramente doloroso y una pérdida irreparable en el reducido haber
humano que la caza desapareciese o quedase limitada a ciertos lugares
del planeta muy remotos y poco asequibles.
Si se compara con las otras diversiones —los espectáculos o los
juegos deportivos— salta a la vista la superior calidad que posee la
afición a la caza. Frente a ella todas esas otras distracciones parecen
meros inventos arbitrarios que lo mismo podían existir que no existir,
mientras la afición a la caza se encuentra preformada en la condición
misma del hombre y brota en zonas mucho más profundas de su ser.
D e aquí que en su ejercicio participe el hombre entero, arrancándole
por completo de su existencia habitual. Por lo mismo es la distracción
más radical porque en ella descansa todo el hombre de la vida tra-
bajosa en que suele estar. Recuerden ustedes el temple de ánimo
con que salen de caza y sobre todo la sensación vital en que se hallan
cuando, llegados al campo, inician la faena venatoria. L o que sienten
—¿no es cierto?— es una impresión como de haberse evadido no
se sabe de qué cárcel o prisión. Parece como si el sentirse vivir
cazando fuese toda una vida completamente opuesta por sus carac-
teres a la vida cotidiana. Esta se halla constituida por innumerables
obligaciones, mayores o menores —y obligación significa sentirse
ligado, atado, preso—; son las obligaciones que nos impone el trato
con los demás. Trato que suele consistir en tratar con ellos asuntos
cuya solución nos mantiene llenos de preocupaciones, las cuales, a
su vez, sentimos como pesadumbres. La vida normal es, en efecto,

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pesadumbre, nos pesa porque tenemos que llevarla y sostenerla a
pulso, a fuerza de voluntad. Pues bien, recordarán que al salir de
caza ese sentimiento de evasión, de liberación, es a la vez un desapa-
recer la pesadumbre, un perder peso nuestra existencia y como si,
en vez de sostenerla nosotros a pulso, fuese ella quien nos lleva en
volandas. Nos sentimos ingrávidos, ligeros. A la pesadumbre sucede
la alegría, y alegría —de alacer, en latín— significa originariamente
el andar rápido, la ligereza, y ligero —de kvarius— quiere decir sin
peso. E n la alegría nuestra vida adquiere una emoción aerostática
y parece que se levanta, flota leve en todo elemento. Y es esto tan
verdad en la caza que los esfuerzos a veces terribles, casi desespe-
rantes que ella trae consigo, no tienen nunca ese carácter de pesa-
dumbre que las más simples actividades obligatorias suelen poseer.
T o d o esto es especialmente verdad en la que, a mi juicio, cons-
tituye la forma no más elevada y gloriosa pero sí más íntima y clave
superior de la caza: la caza solitaria con can y escopeta. E n ella el
hombre descansa de los hombres, en convivir con los cuales consiste
su habitual vivir. Decía Nietzsche que si nos sentimos tan a vontade
en medio de la naturaleza es porque esta no tiene opinión sobre nos-
otros. Y , en efecto, uno de los ingredientes deliciosos de la caza
solitaria es que ella interrumpe la constante presión que sobre nos-
otros ejercen las opiniones y los prejuicios acerca de nuestra persona.
Pero esta soledad de los hombres y esta evitación de sus opi-
niones sobre nosotros no significan que el cazador solitario se sienta
completamente solo. Precisamente aquí está el nervio de la caza,
su esencial raíz. Si el paisaje dentro del cual se halla el cazador soli-
tario se compusiese solo de minerales y plantas, su soledad sería
absoluta, porque la soledad no es sino lo contrario de la compañía
y para que haya compañía es menester que en nuestros actos contemos
con otro ser capaz de respondernos, es decir, capaz de contar él
también con nosotros. E n el trato con la piedra y el vegetal estos
existen para nosotros, pero nosotros no existimos para ellos; por
eso, con el mineral y la planta no se convive. Mas cuando el cazador
se halla por la espesura del monte sabe que si está libre de los otros
hombres no está, sin embargo, solo; antes bien; se siente en relación
con innumerables seres que se ocupan de él, que siguen su compor-
tamiento en vista de él: son los animales silvestres, cuya existencia
entera es un perpetuo alerta ante el cazador, presente o posible.
Sabe que cada gesto suyo, que el menor barullo por él producido
al moverse o andar, que el olor mismo de su corporeidad humana
van a influir en la conducta de todos esos seres. He aquí una pecu-

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liarísima forma de compañía en que nuestro compañero que ahora
es el animal bravio o silvestre no se permite opinar sobre nuestra
individual persona y, no obstante, opina sobre nuestra condición
genérica de cazador y se conduce en vista de ella. Esta intimidad,
este trato vivacísimo con el animal, esta compañía múltiple, arisca,
dramática con los bichos del campo es la delicia básica de la caza.
Porque no se trata solo de la pieza que hemos visto, que perseguimos
y que diestramente se esquiva de nosotros, sino de todos los demás
que no vemos pero que presentimos que nos han descubierto, que
nos espían desde el fondo de sus escondrijos. E l sobresalto siempre
renovado que experimenta el cazador ante el revuelo bronco, súbito,
imprevisto de una perdiz tras un matorral es testimonio de lo que
digo, porque ese sobresalto se origina en que somos nosotros quienes
hemos sido descubiertos por el animal que no habíamos sido capaces
de descubrir. Ese sobresalto incluye para el cazador cierta sana
humillación que es un aliciente más en el ejercicio de la caza.
Una vez situado el cazador en el campo, toda la vida animal que
hay en una extensión amplísima se polariza en torno a él. E l cazador
no ve de esto sino algunos síntomas —las piezas que saltan a su vista,
que se desplazan, que rumorean—, pero presiente todo lo demás y
y avanza sumergido en este ambiente dinámico de vidas orientadas
hacia él. Y o he tenido, sin embargo, ocasión de contemplar esa vida
invisible en torno del que caza, esa realidad oculta del campo viviente
en su derredor. Fue en la pampa y en la estancia —nombre que allí
dan a las enormes propiedades rústicas— del procer argentino Rodrí-
guez Larreta, que es, a la vez, muy destacado escritor. Es tierra tan
plana que Darwin, al visitarla hace más de un siglo, escribía: «Camino
y dirección son sinónimos en este país llano.» Es decir, que un vehículo
puede avanzar por donde quiera. Esto nos permitió una noche rodar
con un automóvil fuera de todo camino. Llevábamos un faro móvil
que podíamos dirigir a voluntad. Y entonces vimos que avanzá-
bamos entre centenares de esmeraldas, de rubíes, de topacios que
brillaban misteriosos, como estrellas terrestres, todo en derredor.
Eran los ojos de innumerables animales —raposas a docenas, guana-
cos, avestruces americanas o ñandúes, liebres, bizcochas, que son
los conejos pamperos, etc., todos ellos sorprendidos en el aban-
dono de su vida normal y propia, pero todos atentos a nuestro paso,
huyéndonos y evitándonos, ocultándose en el yerbaje o paralizados
por el espanto. E l carácter nocturno de la inmensa escena hacía del
espectáculo algo así como una radiografía de lo que, a plena luz y
por lo mismo invisible, suele rodear al cazador en su marcha venatoria.

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A l hablar de que si yo hubiera sido cazador hubiese preferido la
caza solitaria doy a entender que son igualmente posibles otras pre-
ferencias—más aún, que si realizásemos aquí una encuesta entre
los cazadores presentes averiguaríamos con máxima probabilidad
que no hay dos cuya afición a la caza tenga el mismo perfil. Esto
revela la gran riqueza de elementos que contiene la caza.
Pero hay que decir de la caza algo más decisivo y que debiera
ser más conocido, a saber: cómo la caza es el origen de la civilización.
Reduciendo el asunto a sus últimos y más sabrosos términos, el hecho
es este:
La forma más primitiva de la convivencia humana —en que la
vida casi no es aún humana— fue lo que un poco desacertadamente
se ha llamado la horda. Las hordas eran grupos de hasta treinta o
cuarenta seres humanos, unidos por consanguinidad, que vivían
separadas y sin tener que ver las unas con las otras. N o existía en
ellas organización ninguna, no se conocía la idea de familia ni la
autoridad. Se ignoraba la función de la paternidad y los hijos nacían
de las madres como engendrados por mágicos poderes.
Pero he aquí que los muchachos de varias hordas próximas y
antes hostiles, impulsados por ese anhelo de sociabilidad coetánea
que lleva a los jóvenes a vivir en grupo, en equipo, deciden juntarse,
vivir en común. Claro es que no para permanecer inactivos: el joven
es sociable, pero es también, por condición innata, hazañoso, necesita
acometer empresas. E l grupo de la horda no existía en vista de
finalidad ninguna consciente: era una manada, de origen zoológico
y de sentido infrahumano o prehumano. Pero este grupo de los
jóvenes no se funda en la consanguinidad: es una sociedad artificial,
deliberada, que solo puede existir en vista de algún fin. Este fin es,
por lo pronto, la caza. Se emprenden arriesgadas cacerías. Esto
impone un mínimum de plan, de organización, de autoridad. Por
vez primera, pues, y con motivo de la caza aparecen germinalmente
grandes cosas en la humanidad (i).
Indefectiblemente, entre los jóvenes asociados surge un tempe-
ramento o más imaginativo o más audaz o más diestro, que propone
la gran osadía. ¿Cuál? Sienten todos, sin que sepan por qué, un extraño
y misterioso desvío por las mujeres parientes o consanguíneas con

(1) L o que digo n o es imaginario. Todavía h o y entre los esquimales,


que son pueblos de los m á s primitivos y exclusivamente cazadores, n o existe
m á s autoridad que una momentánea; la de u n hombre que llaman issulkek,
lo cual significa «el que piensa». Pero lo que piensa este pensador es solo el
plan y la organización d e la cacería.

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quienes viven en la horda, por tanto, desvío hacia las mujeres cono-
cidas, y un apetito de imaginación hacia las mujeres otras, las desco-
nocidas, las no vistas o solo entrevistas.
La afición a la caza toma una dirección imprevista—deciden cazar
las mujeres jóvenes de hordas distantes. La caza, sin dejar de ser
caza, se convierte en forma germinal del amor. Y , por lo pronto,
nace la institución matrimonial en su forma primigenia: el rapto,
que va a quedar como símbolo perenne del amor; porque amor, si
lo es de verdad, es para la mujer sentirse arrebatada, raptada.
Nótese, de paso, cómo la primera forma del sentimiento erótico
fue ya la más romántica, no obstante la rudeza, el salvajismo de aque-
llos hombres que antes la sintieron. Esta ilusión por la mujer distante,
por la princesse ¡ontame, es el amor a distancia, que fue el de los trova-
dores y de los «cantares de amigo» portugueses, el amor de Dante
a Beatrice y el que rebrota en el siglo x i x a barlovento del romanti-
cismo. E l amor, ni que decir tiene, reclama la proximidad del ser
amado, una proximidad superlativa que siempre parece escasa. Cuando
el ser amado se aleja nuestro sentimiento se estira como un elástico
se distiende, y esta distensión es dolor, es la pena de amor; mas por
lo mismo, en ese dolor y cuanto mayor sea, más y mejor se siente
a sí mismo el amor, más se embriaga con su propia pena este amor
a distancia, hecho de lágrimas, nostalgia y saudade.
Vean, pues, cómo la afición juvenil a la caza combinada con la
imaginación amorosa dispara todo el proceso de lo que se ha llamado
civilización.
...¿No es cierto que es la más linda figura esta Diosa encantadora,
esta divina mujercita nubil, de pie ágil, de calcaño elástico, de seno
breve, que avanza rápida, seguida de sus canes y se pierde misteriosa
en el fondo del bosque? Tan linda, tan encantadora es esta mujer
que la dejo vagando por la mente de ustedes y aprovecho la inme-
jorable ocasión para esconderme tras ella, desaparecer y callarme.
Gracias, señores.
[BORRADOR DEL EPÍLOGO PARA DOMINGO
ORTEGA] »

ONSTiTUYEN [toro y torero] lo que los matemáticos llaman un


«grupo de transformación», y lo así llamado es tema de una
de las disciplinas más abstrusas y fundamentales de la ciencia
matemática. Y como es sabido que la geometría reclama en sus cul-
tivadores una peculiarísima dote nativa para la intuición de las
relaciones espaciales, ello acontece también con la geometría del
toreo. Solo que esta es una geometría actuada, aun en el caso insólito
de esta conferencia que busca la formulación teórica de lo que antes
se ejecutó. E n la terminología taurina, en vez de espacios y sistemas
de puntos, se habla de «terrenos», y esta intuición de los terrenos
—el del toro y el del torero— es el don congénito y básico que el gran
torero trae al mundo. Merced a él sabe estar siempre en su sitio,
porque ha anticipado infaliblemente el sitio que va a ocupar el
animal. T o d o lo demás, aun siendo importante, es secundario: valor,
gracia, agilidad de músculo. E l esfuerzo y un continuado ejercicio
permiten que quien carece de ese don llegue a aprender algunos
rudimentos de la ciencia de los terrenos y consiga realizar, sin ser
atropellado, algunas suertes gruesas como los capotazos de los peones.
Pero el toreo auténtico y pleno presupone ineludiblemente aquella
extraña inspiración cinemática que es, a mi juicio, el más sustantivo
talento del gran torero. Por eso la excelencia de este aparece inme-
diatamente desde sus primeras actuaciones. Tampoco el torero se
hace, sino que nace.
Pero si no decimos más, esa intuición de los terrenos queda ante
nosotros como un puro enigma y, ciertamente, todos los talentos

(1) [Texto de u n borrador del escrito «Enviando a Domingo Ortega el


retrato del primer toro», aparecido entre los papeles inéditos del autor, que
continúa al primer párrafo de aquel. Véase dicho «Epílogo» e n Obras com-
pletas, vol. V I I . ]

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tienen un fondo intransparente. Sin embargo, creo que puede escla-
recerse un poco el asunto si nos preguntamos cuál es el componente
primario de aquel don. La respuesta sonará al pronto con son de
gran perogrullada, pero no lo es tan resueltamente. Ese compo-
nente primario de la intuición tauromáquica no es geométrico,
sino llamémosle psicológico: es la comprensión del toro. N o me
refiero con ello al conocimiento de las varias propensiones que los
toros manifiestan en su comportamiento. Este conocimiento no es
nativo. Se adquiere en larga experiencia, en suma, se hace. L o que
llamo «comprensión del toro», lo que en ella se comprende cuando
se comprende, es su condición genérica de toro. Ahora bien, el toro
es el animal que embiste. Comprenderlo es comprender su embestir.
Esto es lo que sonará a desesperante perogrullada, porque se da por
supuesto que todo el mundo «comprende» la embestida del cornú-
peta. Mas el aficionado que en un tentadero se ha puesto alguna vez
delante de un becerro añojo saliendo casi indefectiblemente atro-
pellado, si reflexiona un poco sobre su fiasco caerá en la cuenta
de que la cosa no es tan perogrullesca. Porque sabe muy bien que no
fue el miedo la causa de su torpeza. Un añojo no es máquina sufi-
ciente para engendrar temblores. La frustración fue debida a que no
«comprendió» la acometida de la res. La vio como el avance de un
animal en furia y creyó que la furia del toro es, como la del hombre,
ciega. Por eso no supo qué hacer y, en efecto, si el embestir fiel del
toro fuera ciego, no habría nada que hacer, como no sea intentar
la huida. Pero la furia en el hombre es un estado anormal que le
deshumaniza y con frecuencia suspende su facultad de percatarse.
Mas en el toro la furia no es un estado anormal, sino su condición
más constitutiva en que llega al grado máximo de sus potencias
vitales, entre ellas la visión. E l toro es el profesional de la furia y
su embestida, lejos de ser ciega, se dirige clarividente al objeto que
la provoca, con una acuidad tal que reacciona a los menores movi-
mientos y desplazamientos de este. Su furia es, pues, una furia diri-
gida, como la economía actual en no pocos países. Y porque es en
el toro dirigida se hace dirigible por parte del torero.
Esto es tan sencillo de decir como de entender y se ha dicho
incontables veces y se ha entendido otras tantas. Pero con ello no
se ha hecho sino entender unas palabras y absorber una definición,
cosas ambas que nada sirven prácticamente delante de un res brava.
L o que hace falta es comprender la embestida en todo momento
conforme va efectuándose, y esto implica una compenetración genial,
espontánea y valdría decir que instintiva entre el hombre y el animal.

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Eso es lo que llamo comprensión del toro y no me parece un error
considerarla como el don primigenio que el torero de gran fondo
encuentra dentro de sí, sin saber cómo, apenas comienza a capear.
Como todo lo que es elemental, suele ser dejado a la espalda cuando
se intenta esclarecer el misterio de la tauromaquia, pero es evidente
que solo ese don hace posible, de un lado, la intuición de los terrenos,
y de otro, el valor del torero. Aquella, porque solo entonces tienen
para el hombre los movimientos furiosos del toro una dirección
precisa y una ley que permiten anticipar su desarrollo y acomodar a
este el propio movimiento o la propia quietud. E l valor en el gran
torero no tiene nada que ver con la insconsciencia de cualquier mozo
insensato, sino que en todo instante se halla bien fundado, como diría
Leibniz, a saber, fundado en la lúcida percepción de lo que el toro
esté queriendo hacer. Como la furia del astado es clarividente, lo es
también el valor del diestro ejemplar. N i pueden ser las cosas de
otra manera para que se produzca esa sorprendente unidad entre
los dos antagonistas que toda suerte normalmente lograda manifiesta.
Ante la furia del bravio animal el aficionado o el mal torero se limi-
tan, cuando más, a articular un ensayo de fuga. E l torero egregio,
en cambio, se apoya en esa furia como en un muelle y es ella quien
sostiene su actuación. La crítica a que Domingo Ortega somete en
estas páginas otros modos de torear lleva implícita la censura de
que estos eluden y soslayan la furia del toro, mientras que el definido
por él solicita esa furia obligándola a iniciarse y la deja ser en toda
su plenitud. Dígaseme si la doctrina por él expuesta no puede resu-
mirse así: torear bien es hacer que no se desperdicie nada en la embes-
tida del animal, sino que el torero la absorba y gobierne íntegra.
Quien lea esta conferencia encontrará disculpable que yo me haya
dejado ir por esta vertiente de la geometría, porque la sentimos latir
bajo sus palabras. Es, en efecto, extraño que no se haya compuesto
nunca una geometría o cinemática taurina, cuando todo el que ha
querido explicar una suerte ha tenido que echar mano del lápiz y
dibujar líneas en que se simbolizan movimientos. E l primer axioma
de la geometría taurina aparece formulado en una de las últimas
composiciones poéticas de Zorrilla (i), que era nada amigo de las
corridas de toros, pero tenía grandes aciertos de visión:

El diestro es la vertical;
el toro, la horizontal.

(1) [De la composición «Fragmentos de Mi última brega». Obras com-


pletas. Librería Santarén, Valladolid, 1943. Tomo I I , pág. 648.]

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Los versos son misérrimos, pero la fórmula es certera. D e ese axioma
se deriva con la habitual evidencia matemática este puro teorema:
en la medida en que la horizontal sea más corta, por serlo absoluta-
mente o porque una mayor velocidad la contraiga, la horizontal se
va asemejando a la vertical y el toreo será más difícil. Esta expresión
esquemática es mucho menos arbitraria y artificiosa de lo que su
semblante denuncia. Podría demostrarse por muchos caminos, pero
elijo uno en que el tal teorema nos aparece produciendo uno de los
cambios más profundos en la historia de las corridas de toros. Como
el tema afecta a los estratos más recónditos de esa historia, reclamaría
una larga exposición. Y o voy a enunciarlo en abreviatura.
E l manejo más o menos espectacular de reses bravas ha existido
inmemorialmente dentro de España, en las tres porciones del país
donde existían toros de casta brava. Dejemos fuera de cuestión
por qué la variedad vacuna dotada de bravura, que es una especie
zoológicamente arcaica, perduró en España cuando desde muchos
siglos antes había desaparecido, salvo reducidísima excepción, de
todo el mundo. Esas tres regiones donde se daba el bovino furi-
bundo eran: el país vasconavarro, la comarca que va de Salamanca
a la Mancha y la baja Andalucía occidental, sobre todas las márgenes
del Guadalquivir en el último trozo de su curso. E n cada una de estas
regiones se había producido un tipo de toro distinto: el toro navarro,
el toro castellano y el toro andaluz. Quede a un lado el castellano,
porque interesa menos para la consideración en que entramos. E l
toro navarro se diferenciaba en extremo del andaluz. Era muy pe-
queño, de cuerpo corto, pero nerviosísimo. Era el toro «revoltoso»
por excelencia; es decir, que se revolvía con superlativa velocidad
en pocos palmos de terreno. Tenemos, pues, el caso de la horizontal
mínima, que se comporta con cierta semejanza a la vertical. E l toro
andaluz, en cambio, era de mucha mayor corpulencia, de espina larga;
su acometida era honda, de modo que tardaba mucho más que el
navarro en revolverse. Dos tipos de toro tan distintos reclamaban
dos maneras de torear también muy diversas.
E n su conferencia Domingo Ortega se constriñe deliberadamente
a describir, con los giros más claros posibles, el esquema del movi-
miento que hay que hacer para torear con capa o muleta, esto es,
para señorear los movimientos del toro. Pero del modo más expreso
hace constar que el toreo no consiste solo en eso, sino que el esquema
de movimientos necesarios tiene que ser modulado con el estilo de
moverse que el torero posea. N o se confunda, pues, que a él le
interese por buenas razones aislar aquel esquema con suponer que

462
la modulación expresiva que el torero, quiera o no, le añade como
revistiéndolo, es cosa secundaria. Sin duda, torear es dominar al
animal, pero es también, y a la vez, una danza, la danza ante la muerte,
se entiende, ante la propia.
El extranjero que asiste a una corrida no puede advertir que los
movimientos del torero, además de estar regidos por la necesidad
de defenderse y obtener lo que se propone de la res, se ajustan a
ciertas normas rigorosas de coreografía. Siendo las corridas de toros
de origen popular, los andares, posturas, gestos del torero son la
proyección espectacular del repertorio de movimientos que los
hombres de su comarca ejecutan en su vida cotidiana. Ahora bien,
había en el pueblo español dos repertorios de movimientos que aun
en su ejercicio cotidiano tienen ya una primaria estilización: eran
los modos de moverse y gesticular propios al hombre vasco y al
hombre andaluz. E n la moción y ademán del vasco se advierte como
principio el ángulo, el zigzag y predominan los movimientos rápidos.
Pueden todavía observarse en cualquier momento, pero más clara-
mente en los bailes de aquella tierra, el aurresku, por ejemplo, a donde
han pasado de la calle y de la sidrería. E n los movimientos del hombre
andaluz nada es anguloso sino, por el contrario, es su principio la
línea curva, el desarrollo redondo o elíptico, que con frecuencia se
complace en relativa morosidad voluptuosa.
La diferencia entre ambos estilos de moción encajaba admira-
blemente en la diferente condición de los toros criados en ambas
regiones. Se comprende que la suerte más característica de los vasco-
navarros fuese el quiebro, que es el manejo más veloz para engañar
al animal. L o propio acontece con el lance «a la navarra», ejecutado
como sus inventores lo hacían, es decir, que el hombre, al terminar
el lance dando salida al toro, retira la capa y gira velocísimamente
sobre sus talones, de modo que el nervioso torillo al revolverse con
su celeridad habitual se encuentre ya en suerte al diestro. Ante un
enemigo que por su breve cuerpo y su ligereza de revolución es
casi una vertical, la otra vertical no tiene más remedio que practicar
ante él una serie de apariciones y desapariciones. Esto permite solo
un toreo de telégrafo Morse, muy elemental y sin complicada sin-
taxis. E l toro andaluz, en cambio, al ser una larga horizontal por su
corpulencia y su trayectoria, da lugar a mayor reposo, hace posible
suertes de más combinada arquitectura sobre consentir todas las
del otro.
Me parece por completo improbable que se encuentren nunca
datos reveladores de que alguna de esas tres regiones indicadas haya

463
precedido cronológicamente a las otras en lo que he llamado con
deliberada vaguedad «manejo más o menos espectacular de reses
bravas». Pero esto no quiere decir que acontezca lo mismo con lo
que entendemos estrictamente por «corridas de toros», es decir, el
espectáculo que empieza a modelarse hacia 1 7 2 6 y que es muy dis-
tinto tanto de aquel informe manejo como de las fiestas reales en
que los nobles alanceaban y rejoneaban. Pues bien, aunque los datos
hasta ahora encontrados sobre los dos primeros decenios de nuestra
fiesta taurina, tomada en aquel estricto sentido, son sobremanera
escasos, hay algunos que nos empujan vehementemente a la sospecha
de que la región vasconavarra poseyó cierta precedencia temporal
en la formación e historia de esta fiesta, según hoy la entendemos.
Cuando hace bastantes años enuncié esto en una conversación pri-
vada causó la mayor sorpresa. E l hecho de que desde el último tercio
del siglo xvTii hayan sido diestros andaluces quienes llenaban las
plazas había forjado en la conciencia pública la inconcusa convicción
de que las corridas de toros son una creación andaluza.
Y , sin embargo, tenemos los datos siguientes:
E l nombre más antiguo del torero que se conoce —torero en el
sentido preciso de que se presentaba con una cuadrilla orgánica y
disciplinada, lo que parece traer consigo que el espectáculo por él
ofrecido tenía ya un cuadro fijo— no ostenta fonética andaluza,
sino que es, ¡nada menos!, Zaracondegui. [...].
( 1 )
[NOTAS PARA UN BRINDIS]

S E G Ú N acaban de oír ustedes, un mero incidente sobrevenido


hace unos meses en la vida intelectual española ha motivado
que nos encontremos esta noche reunidos aquí y en este momento,
cada cual delante de su copa, dispuestos a la libación ritual. La copa
del brindis no se bebe, como las demás, para propia satisfacción: es
una potación dedicada al hombre o entidad a quien se festeja. Pero
esta dedicación no consiste en hacer que beba el líquido aquel a
quien se dedica—que a veces, repito, no es un hombre, sino un
grupo social o una idea. Los antiguos derramaban esa copa del brindis
sobre la tierra o sobre el fuego de un altar y esto era estrictamente
la libación. Entre nosotros el dedicante la absorbe, pero con la con-
ciencia de que al hacerlo no hace sino representar fortuitamente
a no se sabe qué bebedor trascendente de quien depende la vida de
todos los reunidos—llámesele providencia, destino o azar. Se trata
de uno de los más vetustos actos religiosos que, al través de toda la
chabacanería contemporánea, conserva aún una chispa de magia
ritual, como se demuestra en que hace un instante, cuando me
levanté con la copa en la mano, sintieron todos ustedes —y no cier-
tamente por tratarse de mí— un ligero estremecimiento en la médula.
Por muy empeñados que estemos en ser chabacanos no lo conse-
guimos del todo y, queramos o no, los dioses asoman en nuestra
cotidianeidad su patética fisonomía.
Una ligera rectificación necesito hacer, sin embargo, a lo dicho.
N o considero este yantar como un banquete dedicado a mí. Si así
fuese no lo habría aceptado. Sin más que una excepción, yo no he

(1) [Notas para u n brindis e n u n homenaje que se proyectó tributar al


autor.]

465
TOMO IX.—30
aceptado nunca banquetes. N o los he aceptado porque me falla la
fe en los banquetes y creo que solo se debe hacer aquello en que se
tiene fe.
Pero era imprescindible referir el motivo por el cual estamos aquí
reunidos. Todos los presentes nos hallábamos en autos, pero esta
reunión no se compone solo de los presentes, sino que a ella asisten,
merced a la ubicuidad que la radiodifusión proporciona, muchos
otros españoles, de toda calaña, de toda condición, y tal vez muchos
extranjeros desde remotos países, curiosos de lo que está aquí y
ahora aconteciendo, de la extraña, insólita combinación que repre-
senta reunirse a comer unos toreros en torno a un filósofo. Aunque
el hecho en sí no tiene pretensiones ningunas y es de microscópica
importancia, conviene desde luego hacer notar, para que sirva de
ejemplo, cómo precisamente eso que tiene de extraña combinación
es, si no garantía, al menos síntoma vehemente de que está aconte-
ciendo algo históricamente auténtico. L o que no es nada extraño,
lo que es cosa demasiado prevista y de antemano sabida o esperada
tiene máximas probabilidades de ser cosa humanamente falsa, con-
vencional, arbitrariamente fingida e inautêntica. E n cambio, esta
comida en que comulgan tauromaquia y filosofía es una cosa que
nadie había premeditado, que hace un par de meses ninguno de
nosotros tenía a la vista, sino que de hilo en ovillo ha resultado así.
T o d o lo que es históricamente real y genuino acontece... porque ha
resultado así. Pero esto quiere decir que toda humana realidad es
un resultado que no surge de la nada por arbitrio de una voluntad
caprichosa, sino algo a que de incidente en incidente el hombre llega,
sin la petulancia de presumir que él lo ha creado; antes bien, encon-
trándose dentro de ello sin saber cómo ni por qué, por tanto, en
estado de inocencia. Y o no veo muy claro eso de que el hombre
fue arrojado del paraíso —donde no había historia, pues no pasaban
cosas imprevisibles— y condenado a arrastrarse por las vicisitudes
y los rumbos amargos que constituyen la historia, porque había
perdido la inocencia. La historia universal, es decir, la historia de la
autenticidad humana produce la impresión, más bien, de una serie
inacabable de inocencias, grandes unas, otras minúsculas. Para quedar
bien con la Iglesia, y que no nos ponga reparos, admitamos que a la
inocencia paradisíaca sucedió otra forma de inocencia con tragi-
cómico cariz, la del inocente que cree que no es inocente, antes bien,
pretende ser él la causa de que le pase lo que le pasa, lo cual me
parece el colmo de la inocencia. Es la petulancia, es la soberbia del
hombre que le hace presumir ser dueño de sus destinos. Por ello ese

466
colmo de inocencia, según el cristianismo, es principio y fuente del
pecado. Caput omnium pecatorum superbia est, dice San Agustín en uno
y otro sitio. Como ven ustedes, llevo dentro de mí una capacidad
de sermón nunca gastada que fácilmente chorrea. Pero esta vez me
ha servido para armar un burladero que me ampare ante toda posible
embestida eclesiástica, porque dije y ahora repito que nos hallamos
aquí en estado de inocencia, que no hemos reunido filosofía y tauro-
maquia por un rebuscamiento amanerado de contrastes y paradojas,
sino que... por su propio pie las cosas han resultado así. Y ya que
así han resultado debemos aprovechar la ocasión a fondo. ¿Para qué?
Muy sencillo: para que, por primera vez, se hable de las corridas de
toros seriamente. N o se me enfaden los aficionados prematuramente
al oír esto. Noten que su papel y misión en cuanto aficionados no es
hablar de toros seriamente, sino apasionadamente. D e no hacerlo
así faltarían a su cometido y quedaría amputado todo un hemisferio
de la fiesta taurina consistente en la resonancia inacabable de lo que
acontece dentro de las plazas, en las tenaces e incesantes discusiones
alrededor de las mesas en tabernas y cafés, en casinos, tertulias y
periódicos. Una de las gracias mayores de las corridas de toros es
que siendo el toreo ocupación silenciosa, que se ejercita taciturna-
mente, sin embargo, da enormemente que hablar. Sin duda, es gran
caridad dar a los hombres de qué comer, pero sabe poco de cosas
humanas quien no advierte todo lo que hay de generosa caridad en
dar a los hombres de qué hablar. Imaginen ustedes que mágicamente
extirpásemos a la vida española de los dos últimos siglos las discu-
siones sobre asuntos taurinos y represéntese el hueco enorme, el
pavoroso agujero de vacío que en ella habríamos abierto. Se olvida
demasiado que una de las cosas a que el hombre en general, y muy
especialmente el hombre meridional, ha venido a este mundo, es a
hablar, y no es tan fácil, como al pronto podría suponerse, que el
hombre medio de cada país tenga temas de qué hablar. Una de las
cosas que se han estimado siempre más es la fama. Pues bien, señores,
fama es una palabra griega que no significa más que eso: lo famoso
es lo que da mucho que hablar, ¡espléndido donativo, magnífica
limosna!
Entre los aficionados ha habido algunos, muy pocos, hasta menos
de los que debió haber, que se han ocupado, beneméritamente, en
rebuscar datos sobre el pretérito de las corridas de toros y gracias
a ellos nos es posible intentar lo que ahora vamos a intentar. Vaya,
pues, nuestra más expresiva gratitud hacia la labor de esos aficionados
eruditos que culmina en la obra monumental de José María de Cossío.

467
Pero una vez reconocido su mérito sin la menor escatimación, necesito
añadir que tampoco ellos hablan en serio de los toros. Su trabajo
va inspirado y dirigido por pura curiosidad de aficionado y nada
más. E l aficionado, como tal, se regodea en contemplar el objeto a
que es aficionado, en tenerlo presente, en descubrir con minucia
sus formas presentes y pasadas. Por tanto, parte siempre de aquella
realidad que estimula su afición y procede, diríamos, a acariciarla
morosamente con la atención. Ahora bien, hablar en serio de una
cosa no es eso, es tarea mucho más grave y en cierto modo más dra-
mática, casi truculenta. Hablar en serio de una cosa es hablar a fondo
de ella y hablar a fondo es penetrarla tan radicalmente que pasamos
a todo su través y nos encontramos del otro lado de ella, fuera de
ella, donde aún no está, sino que en su lugar está su inexistencia, su
nada genital. Inmediatamente va a ser a ustedes diáfana esta expresión
al pronto opaca y enigmática.
Muchos de los presentes recuerdan cómo Unamuno, propenso
en sus chistes a la reiteración, refería a menudo que un profesor de
la Universidad de Coimbra, en su texto de Derecho romano, al llegar
al capítulo de los impuestos decía: «Los impuestos en Roma comen-
zaron por no existir.» Todos reíamos grandemente con la anécdota,
pero la verdad es que los reidores no teníamos razón. Quien la tenía
era el humilde y turulato profesor de Coimbra. E n efecto, no solo
los impuestos en Roma, sino las cosas todas de este mundo han
comenzado por no existir y no se logra de ellas una idea clara, no se
entiende bien lo que son en su auténtico y propio ser, en suma, no
se las conoce si no sabemos sorprendernos de que existan, lo cual
implica representarnos su inexistencia, lo que eran cuando no eran
aún, por tanto, cuando eran nada, cuando era su propia y originaria
nada. Toda cosa de este mundo lleva pegada a la espalda esa su
anterior inexistencia, esa su nada fecunda, genital, y pensar en una
realidad, averiguar su verdadero ser implica que la retrotraigamos a
ese momento en que aún no era; por tanto, que nos la quitemos de
delante, que imaginariamente la suprimamos, la aniquilemos.

TORO Y TOREO

Para un español la palabra «toro» no significa un concepto tan


genérico como Bu// para un inglés o Strer para un alemán. Me refiero
a un español que lleve en las venas la tradición nacional. Los españoles
de hoy, que en su mayoría, por causas muy curiosas mas no oportunas

468
aquí, hace un cuarto de siglo perdieron la continuidad de la tradición,
andan cerca del inglés o del alemán al usar la palabra «toro»: la enva-
guecen y la dilatan.
Mas para un español de cepa —repito— «toro» no significa cual-
quier macho bovino, sino precisa y exclusivamente el macho bovino
que tiene cuatro o cinco años y del que se reclama que posea estas
tres virtudes: casta, poder y pies. Si no tiene cuatro años no es toro,
es novillo o becerro. Si no posee, en una u otra dosis y combinación,
aquellas tres virtudes, podrá llamársele «toro», pero comprometién-
dose a agregar «malo» —será un toro malo—, donde malo significa
lo que, cuando había duros de plata, llevaba a decir: «¡Hombre, hoy
me han dado un duro malo!», donde «malo» significaba que, por
haches o por erres, no era un duro. Esto le pasa a un toro que no
posea ni casta ni pies ni poder. Aparte los cuernos, ligero detalle
que va ya anticipado y presumido en el vocablo «bovino», son estos
los tres ingredientes sine quibus non de la estupenda realidad que los
españoles castizos llaman «toro». Más aún, esos tres componentes
constituyen, en sus varias dosis y modos, los términos que nos
permiten precisar la ecuación que es cada toro.
(Respecto a los años: cuando de ellos se habla se suele entender
que se refiere uno al tamaño. ¡Esto es una tontería! Un toro que tuviese
las tres virtudes, aun siendo diminuto, le sobraría tamaño para
hacer las fechorías imaginables. Es más —vaya como paradoja frente
a la preferencia actual por pequeños supuestos toros—, hubo un
momento en que fue preciso eliminar de la fiesta a los toros navarros,
precisamente porque eran pequeños. Dejo para luego explicar el sentido
de esto, porque interviene en uno de los cuatro o cinco hechos fun-
damentales en la historia de las corridas de toros.)
D a un poco de vergüenza haber tenido que tomar la precaución
de definir rigorosamente al toro cuando hablo no solo ante españoles
sino ante aficionados a toros. Pero si sois sinceros reconoceréis que
no sobra. Además me era imprescindible para esto que necesito
decir a porta gatola.
El asunto de que voy a hablar no es el toreo en el sentido que casi
todos los que están aquí dan a la palabra y en que se basan casi todas
las discusiones actuales entre los aficionados. Si yo digo que los
buenos y mejores aficionados de hace cincuenta años discutían muy
poco sobre el toreo dirán ustedes que no lo entienden, y, sin embargo,
es la pura verdad. Con la palabra «toreo» ha pasado lo contrario que
con la palabra «toro». A esta se le ha ensanchado el sentido, a aquella
se le ha constreñido.

468
L o que más me diferencia de los de hoy es que ellos hablan de
este o del otro toreo y con ello se refieren al modo de ejecutar una
docena, o muy poco más, de suertes, unos cuantos lances de capa y
unos pases de muleta. Como veremos, esta retracción y angostamiento
de sentido falsea ya de partida toda discusión sobre si ahora se torea
mejor o peor que antes. La falsea porque aisla esas pocas suertes,
arrancándolas del conjunto que es una «corrida de toros»; por tanto,
convirtiendo en algo separado y abstracto lo que solo tiene su autén-
tica realidad como una y solo una de las cosas que pasan y hay en una
corrida de toros. A mí me asfixia oír hablar así del toreo, porque estoy
acostumbrado a respirar una relidad vastísima, amplísima, enorme,
que es precisamente la corrida de toros.
Hace cincuenta años no se llamaba torear a lo que hoy. Por torear
se entendía —defino otra vez el significado de un vocablo— hacer
y padecer todo aquello a que da ocasión cuanto acontece en una plaza
desde que el toro sale del toril hasta que se lo llevan las mulillas. Y es
su sentido más natural, a saber, habérselas en todas las formas con
el toro en ese breve espacio en que culmina su ser—el tiempo en que
permanece en la plaza. Pues si se habla de toreo de campo es para
subdecir que no es propiamente toreo.
Conste, pues, lo que quiero decir: yo no acepto conversación sobre
el toreo si se usa esta palabra en el restringido y anginoso sentido
actual, y mi negativa no es oriunda de mi capricho, sino que se
origina en mi convicción de que con aquel sentido se falsea ya
a limine toda la cuestión. Pero ahora añado que para mi tema es
también estrecho el sentido, que era normal, del vocablo «toreo».
Porque al fin y al cabo es este, sí, todo lo que hacen en la plaza los
toreros; pero en la plaza no hay solo toreros, porque hay además el
público, pero sobre todo hay además y, antes que nada, el toro. E l
conjunto de todo esto es lo único que no es abstracción, sino precisa,
concreta e integral realidad—lo que se llama «corrida de toros» y de
esto es de lo que v o y a hablar. [...]
[ S O B R E EL L I B R O « L O S T O R O S » ] * "

30 diciembre 1943.—Lisboa.

Sr. D . José María de Cossío.

Querido amigo:
Aunque la parezca a usted inverosímil, el tomo primero de
Los Toros, que tan amablemente me envía, dedicado en abril y llegado
a la oficina de Correos portuguesa en julio, no se me ha hecho pre-
sente hasta este preciso instante—seis de la tarde del 30 de diciembre.
Así las gastamos aquí y este hecho puede servirle a cualquiera como
símbolo y cifra de toda la existencia de este país. Justo es, sin em-
bargo, añadir que algo semejante acontece hoy en todo el mundo,
lo cual engendra constantemente situaciones que son irremedia-
blemente equívocas, pues no hay modo de que las gentes reconozcan
de una vez y para todos los casos que la anormalidad es radical y
universal.
Pero si su libro no me ha llegado hasta ahora, claro es que hace
mucho —allá por agosto— lo había leído con bastante cuidado en el
ejemplar que un amigo me proporcionó. Es enorme la labor que ha
metido usted tanto en este como en el tercer tomo (también lo he
visto aunque, por su carácter, menos detalladamente aún). Los
grabados son espléndidos y abundantes. Comprenderá la emoción
con que he visto todo esto, pues sobre la que la materia me produce
hay el sentirme así como el abuelo de esta gran obra.
Ni que decir tiene que está bien, muy bien, pero la unión, la
solidaridad en que me siento con usted y con su trabajo me obliga
a expresarle a usted ahora o en futuras ocasiones cuantos desiderata

(1) [Carta hallada entre los papeles inéditos del autor, pero que n o fue
recibida por s u destinatario.]

471
me pasen por la cabeza. Las circunstancias no han permitido que
durante su gestación estuviésemos juntos, en canje constante de
juicios y proyectos. Pero entiendo que esta obra debe irse elaborando
hasta su perfección en sucesivas ediciones. L o ya logrado en esta
primera es mucho y ello reclama que todos los amigos en fervorosa
colaboración contribuyamos, cada cual como pueda, a proporcio-
narle lo que pueda considerarse que le falta. Oigo, además, que el
libro, no obstante su inevitable precio, se vende como pan bendito.
A l menos aquí, cuantos ejemplares llegan a las librerías se volati-
lizan inmediatamente. E n el caso de que apareciese pronto en el
horizonte la eventualidad de una reedición no deje de avisarme para
enviarle en serio un minucioso y completo dictamen sobre ambos
tomos, dictamen a mi tiempo entusiasta, desinteresado y rigoroso.
Pues hay cosas que —me parece— son incuestionables, como esta:
que debe desaparecer el estudio del agrónomo (y el que este incluye
del veterinario). Eludo soltar la compuerta a la presa de los adjetivos
violentos. E n cambio, es preciso que el señor Vera amplíe mucho,
con morosidad y fruición, su encantador capítulo. Ignoro si en el
segundo tomo piensa usted volver con detalle a la historia de las
ganaderías (y a su prehistoria), pero no es posible que este tema no
se apure superlativamente más. Es espléndido el capítulo de las
Castas, con sus anejos de índice alfabético y de Toros célebres. Conviene,
sin embargo, añadir dos cosas: una, aparato automático para poder
encontrar en cualquier punto de su historia toda ganadería del pasado.
Otra, dividiendo este en cuartos de siglo u otros períodos no mayo-
res, determinar listas con las ganaderías, la mayor prez a la sazón.
Importa mucho acusar en todos los elementos de la fiesta las etapas
por que ha pasado.
Excelentísima idea ha sido el diccionario de las plazas y no
merece otro epíteto su realización. Hay, sin embargo, que completar
las medidas de algunas plazas importantes que, por azar u olvido,
faltan. E n la introducción convendría discutir, con dictámenes de
técnicos (toreros y aficionados) las ventajas y desventajas de las
plazas grandes y las chicas. ¿No sería posible hacer una encuesta
mediante circulares a gentes que vivan en las ciudades y villas donde
estas plazas se hallan, preguntándoles cosas curiosas que recuerden
en estas acontecidas? Y o suprimiría el anecdotario, no solo porque
es gravemente insuficiente, sino porque, a mi juicio, falsea por com-
pleto la realidad del Torero, de los toreros individuales y de la fiesta
en general. Encuentro una dolorosa desproporción entre el capítulo
Clases de fiestas de Toros y el titulado Al margen de la lidia—o hay que
472
agrandar aquel o hay que achicar este. Asimismo, yo quitaría de aquí
las Suertes en desuso, trasladándolas al tomo II, si en él va la historia
de la fiesta. Allí estarán arropadas y, por lo mismo, comprensibles
su existencia y su desaparición. E n este tomo yo no trataría sino la
tauromaquia de nuestro tiempo, es decir, la que en su torso ha perma-
necido invariable desde Paquiro hasta hoy. Mas como las extremi-
dades o periferia de este torso sí han tenido variaciones, yo no dejaría,
muy subrayadamente, de hacerlas constar no considerando como figura
canónica del repertorio de suertes la que domina desde hace quince años,
porque es típicamente inestable y no formará época —es patológica-
mente reducida—, sino que será pronto vista como mera transición.
Bien claramente aparecen en el pretérito distintas esas dos clases de
épocas. A u n empezando solo en 1835, tenemos: Paquiro, Chiclanero,
Cuchares, estado del toreo a que sigue transición hasta el Gordito, con
Lagartijo, Frascuelo y el Guerra —que fue el segundo estado durante
el siglo xix—, transición Fuentes, Bombas, Machaco, nuevo estado
con Joselito y Belmonte. Desde entonces nueva transición. Los con-
ceptos de estado y transición son independientes, aunque suelen
coincidir en las etapas gloriosas o descaecidas. La fiesta de toros
toma estructura tauromáquicamente distinta en cada estado, la cual
se puede definir rigorosamente con larga lista de atributos donde se
advierte que ni un solo elemento de la corrida ha dejado de sufrir,
en uno u otro sentido, modificación.
La objeción que necesito poner al modo general de tomar todo
el tema (en los dos volúmenes publicados), pero muy especialmente
en este capítulo euclidiano y fundamental del «Análisis» es que el toreo
está visto demasiadamente de su momento actual. Hay una dosis
de preferencia por el presente que es inevitable en la óptica histórica,
pero, por lo mismo, exige ser compensada con otra no empírica
sino impuesta por la evolución misma del arte que se historia.
Pero con todo esto no hago sino comenzar la conversación. L o
de menos es que tenga yo o no razón en estas observaciones que le
adelanto. L o de más es que le demuestren el cariño y la temperatura
apasionada con que he leído su trabajo enorme.

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