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Memoria de una herida: la caída de Tenochtitlan

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Bertha Hernández

Bernal Díaz del Castillo lo escribió, muchos años después, para que nadie lo olvidara:
“Se prendió Guatemuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes en 13 de agosto, en hora de
víspera, en día de señor San Hipólito, en año de mil quinientos y veinte y un años.”
Terminaba así una batalla de 90 días, precedida por días de tragedias y desconciertos,
de presagios y de sorpresas.
Fue una derrota llena de dignidad. Cuauhtémoc y sus hombres cercanos, su familia,
fueron capturados a bordo de canoas en la zona de Tlatelolco. El tlatoani exigió ser
llevado ante “el señor Malinche” y allí, exigió ser sacrificado como convenía a su honor
de guerrero. Así se lo contó Cortés a Carlos V en las Cartas de relación:
“…Llegóse a mí y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte
era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora
hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome
que le diese de puñaladas y le matase…”
UN ENEMIGO ALEVOSO. La viruela, ese enemigo secreto que llegó en la expedición
de Pánfilo de Narváez, minó brutalmente las fuerzas de los que resistían y desató una
tremenda mortandad que incluyó a Cuitláhuac, cabeza de la resistencia después de la
muerte de Moctezuma.
Las primeras epidemias de viruela habían ocurrido en 1518, en la isla La Española.
Poco a poco, la enfermedad había avanzado en las islas cercanas, y llegó a estas
tierras en 1520, en el cuerpo de un esclavo negro infectado que venía en la expedición
de Pánfilo de Narváez.
El encargo de Narváez, consistente en apresar al ambicioso Cortés, fracasó. Sus
hombres se unieron a la empresa de conquista sin hacer muchos reparos. Pero la
viruela hizo más por ellos de lo que hubieran imaginado.
Atónitos, los mexicas se encontraron con una enfermedad nunca antes vista. Mató a
miles. A la viruela se sumó, en Tenochtitlan, la falta de agua, de comida y de liderazgo.
A pesar del triunfo de “La Noche Triste”, los defensores de Tenochtitlan no tenían por
delante el futuro de los vencedores.
DOS MODOS DE HACER LA GUERRA. El último tlatoani, Cuauhtémoc, peleó hasta
donde sus fuerzas dieron. Pero no fue suficiente. La causa no era asunto de valor o de
cobardía. Era más bien técnico-militar. Los mexicas creían librar una guerra florida más.
Habían dado toda clase de pertrechos a sus contrincantes, y asumieron que, por tanto,
se pelearía de acuerdo con las reglas que tantos años les habían servido. Pero se
equivocaban.
Hernán Cortés y sus hombres son un ejemplo claro, casi medio milenio después, de la
mentalidad renacentista: buscaban fortuna, ciertamente. Aspiraban a la prosperidad que
su tierra natal les escatimaba y, sobre todo, buscaban, al conseguir el triunfo material,
asegurar su paso a la historia. La conquista, pues, vista con la mirada de aquellos
hombres, era una empresa donde todo se apostaba: el honor, la integridad y los
recursos.
Por eso, el desastre de la Noche Triste fue decisivo. Mientras los mexicas se retiraban a
la ciudad a rehacerse y a celebrar ritualmente la victoria, los españoles se alejaron para
recuperar fuerzas y establecer nuevos acuerdos y alianzas con los pueblos enemigos
de Tenochtitlan. En esa disparidad fue donde se decidió el destino del reino.
HUELLAS DE MEMORIA: EL PASEO DEL PENDÓN. Conforme se extendió el dominio
europeo, se instituyó en la América española el llamado “Paseo del Pendón”, ceremonia
que conmemoraba el momento en que las nuevas tierras habían pasado a pertenecer al
rey que gobernaba al otro lado del mar.
En la ciudad de México, el pendón salía el día de San Hipólito, aniversario de la derrota
mexica. El estandarte real recorría las calles de la capital novohispana, custodiado por
las autoridades más importantes del reino: el virrey mismo, los oidores y los regidores.
El solemne desfile llegaba, en la ciudad de México, hasta su extremo poniente, allí, al
templo llamado precisamente San Hipólito, hoy en la confluencia de Paseo de la
Reforma y Avenida Hidalgo.
¿Por qué a San Hipólito? El significado era más militar y político que religioso: en el sitio
donde se encuentra hoy el templo que visitan miles, fue donde las tropas españolas y
tlaxcaltecas que huían en la “Noche Triste”, perdieron más hombres.
Tras la derrota definitiva de los mexicas, Hernán Cortés mandó construir allí una ermita,
en memoria de los caídos, que fue sustituida por el templo que hoy conocemos y que
comenzó a edificarse en 1559.
Por lo tanto, el “Paseo del Pendón” no era una ceremonia vistosa sin profundidad, por
más que fuese acompañada de fuegos artificiales, bailes y corridas de toros. Su
realización, cada 13 de agosto, era la reafirmación del poder de la corona sobre los
naturales del país; el recordatorio del dominio español en un mundo que se regía por el
complicado escalafón de las castas, donde los nacidos en estas tierras jamás serían
completamente iguales a los venidos de España.
Símbolo del poder absoluto de los monarcas españoles, el “Paseo del Pendón” continuó
celebrándose en la ciudad de México cada 13 de agosto, hasta que en 1812, año de la
promulgación de la constitución liberal de Cádiz, se dispuso la desaparición del
ceremonial.
PERO EL PASADO NO SE HABÍA IDO… En esos tres siglos de virreinato, donde se
forjaron la identidad y los rasgos culturales de quienes somos los mexicanos de
presente, fue evidente que el mestizaje, la amalgama de culturas, había producido un
pueblo distinto, que si bien se regía por las leyes y las costumbres claramente
derivadas del modo europeo, jamás había renegado de su herencia indígena, que
permanecía, más o menos evidente, en los mil y un rasgos de la vida cotidiana.
Doscientos sesenta y nueve años después de aquella jornada lluviosa en la que los
mexicas se rindieron, era de nuevo 13 de agosto, y del suelo de la Plaza Mayor de la
ciudad de México, emergió la prueba de que el pasado nunca se había ido: los obreros
que arreglaban el empedrado y los desagües se encontraron de pronto con la señora
de la falda de serpientes, Coatlicue.
Nadie pensó en destruir a la diosa con rostro de calavera, si bien era cierto que no
tenían muy claro qué hacer con ella. En la supervivencia y conservación del monolito
estaba la demostración, más de 250 años después, de la rendición de Cuauhtémoc,
que el reino construido sobre las ruinas humeantes de Tenochtitlan aún recordaba a los
que resistieron hasta el final y que los dioses, ciertamente, no habían abandonado a su
pueblo.
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