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Goce al márgen de la ley: recorridos del placer fuera de lugar.

Introducción
“Una parte era blanca y legal [...]
Pero otra parte era furtiva, clandestina, irregular,
tramitada en mercados negros.”
Martín Kohan, Fuera de lugar.
Desde marzo a julio de este año, en el Centro Cultural Kirchner se expone una muestra que
abarca dos pisos del Centro Cultural. La misma está curada por Guillermo Kuitca, quien
trae a la Argentina obras de distintos artistas de diversas partes del mundo, que están
radicadas en la fundación Cartier, en Francia. Estas obras viajan a lo largo y a lo ancho del
globo en galerías, Centros Culturales de renombre, museos, y atraen a miles de
espectadores. Hay artistas muy conocidos, como Patti Smith o David Lynch, y el propio
Kuitca. Otros no son tan conocidos, o no al menos para alguien que no forma parte del
“mundo” del arte, como yo.
Uno de ellos llamó particularmente mi atención: Seydou Keïta. Es un fotógrafo malí de los
años ‘50, que retrataba sujetos negros, compatriotas suyos, o de otras partes de África
Occidental en un estudio, posando con ropa tradicional europea traída por el mismo
fotógrafo, posando como el fotógrafo indicaba. En la sala que alberga su muestra
fotográfica, hay un cartel que reza: “Los retratos fotográficos de Seydou Keïta, con su
calidad estética, gracia y elegancia- que inscriben a Keïta en la tradición de los más grandes
retratistas- constituyen un testimonio excepcional de la sociedad maliense de los años
cincuenta”. Así, los africanos habitantes de uno de los países más pobres del continente, se
convertían en objetos de museo para que su imagen fuera difundida por galerías y centros
de alta gama de todo el mundo, probablemente por países que en su vida llegarán a conocer.
Pero, ¿qué fotografía Keïta en realidad? ¿Cuál era su intención al armar sus fotos de
estudio? ¿Quería ser parte del mainstream? ¿Cómo puede ser que una foto de estudio, con
poses prefabricadas y una puesta en escena premeditada, constituya un paradigma
testimonial de la sociedad africana de los años ‘50? ¿Es Keïta un mitólogo? ¿Qué studium
de la foto permite su recepción como testimonio epocal? ¿En dónde radica la fisonomía
social -en términos de Ranciere- en sus fotos de gente posando? ¿Qué hace ingresar a su

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obra al cánon? ¿Qué recorridos hacen falta para convertirse en parte de ese cánon? ¿Es
suficiente retratar a una sociedad, en un momento dado, o son otros los factores que
influyen? Y lo que aún me dio más curiosidad: ¿cómo un hijo de padre carpintero, que
trabajó en servicios militares hasta los 40 años, se convierte en parte de fundaciones de
renombre -alcanzando a tener una sala entera en el Museo de Arte Británico dedicada a su
fotografía- que conforman lo más mainstream del arte contemporáneo?
Seydou Keïta es sólo un ejemplo de cómo artistas que, teniendo origen y formación en la
periferia, pasan a ser parte del centro, de la hegemonía. El sistema, que los excluye, los
absorbe para hacerlos ingresar a un terreno donde todo es ley del más fuerte, y sobreviven
quienes quieren las industrias que sobrevivan. Obras de artistas así abundan por centros
artísticos prestigiosos de todo el mundo, en particular en las grandes ciudades con un
amplio abastecimiento cultural. Sin embargo, en los alrededores de este mundo del arte que
construye su mercado legítimo, plagado de instituciones que determinan quiénes ingresan al
canon y quiénes no, amparado por los criterios artísticos y por el aprovechamiento del
hacer negocios, hay un mercado negro, ilegítimo, de otro tipo de fotografías, utilizadas con
otros fines y creando sus propios recorridos, muy distintos a los que propone el mainstream
cultural. Estos recorridos están, por definición, desviados de la hegemonía y, como todo
desvío, siguen su propia lógica, crean sus propias leyes dentro de los intersticios de la
clandestinidad, moviéndose dentro de “los recovecos últimos del laberinto del mercado
negro” (Kohan, 2016: 19). Y como tales, presentan fisonomías de esos recovecos, definen
sus propias topografías dentro de los mismos.
Este tipo de fotografías son las que saca Murano en Fuera de lugar.

La fotografía como arte poco seguro.


“Te prefiero fuera de foco, inalcanzable
Yo te prefiero irreversible, casi intocable”
Soda Stereo, Persiana americana.
¿Qué diferencia hay entre las fotografías de personas -niños, adultos, jóvenes- negras,
pobres, en un estudio, posando con ropa, y las fotografías de niños también pobres,
desnudos, en movimientos espontáneos e imprevistos, como siendo espiados de reojo, con
tono fisgón? En ambos casos, el objeto retratado -el spectrum- es lo marginal: sujetos

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“abandonados desde siempre, olvidados para el mundo, sin nadie con quien hablar,
perdidos desde el vamos” (30). Sin embargo, de ciertos olvidados el sistema capitalista se
acuerda, y los utiliza para fines comerciales dentro de la legalidad, es decir que entran en la
lógica estandarizada del mercado capitalista del arte; por otro lado, de ciertos olvidados se
acuerda para colocarlos por fuera de las leyes sociales, por fuera de la norma, planteando
una topografía alternativa, un recorrido alternativo. Entonces, ¿es sólamente por el
spectrum? ¿lo que separa a un recorrido del otro es la desnudez de las personas
fotografiadas? ¿Es que no están posando? Me inclino a creer que no: fotografías
espontáneas de gente desnuda entran a centros culturales y museos prestiogiosos, al igual
que las fotografías de estudio. A primera vista, podemos dilucidar que estas fotografías que
hace Murano se comercializan en el mercado negro a los países del Este, países donde la
geografía de la clandestinidad se crea por la fiebre del consumo que “excedía, aunque
incluyera, el burbujeo colectivo de una apertura a mansalva en materia de elucubraciones
sexuales” (57); a su vez, requieren una técnica distinta a la empleada en las fotografías de
estudio: la de fotografiar al revés. Murano, el operator, tuvo que “desaprender [...] la
consigna [...] de apretar el botón de la máquina en el instante de percibir la verdad de un
gesto, o un brillo de una mirada, o el atisbo de un sentimiento, o el tesoro de la
autenticidad” (28); por el contrario, lo que hace Murano es asumir otra mirada, una mirada
que espía, que atisba, que se asoma; una mirada pornográfica. A esta técnica, se le suman
los factores requeridos habitualmente por el arte fotográfico: un revelado de buena calidad,
e iluminación certera para que se configure en la foto una realidad suprema, que resulte
incluso más real que la vida misma. Es decir que -como teoriza Barthes en La cámara
lúcida (1997)- se transforma activamente el cuerpo fotografiado en la fotografía misma, en
el objeto1.
Sin embargo, la técnica no es suficiente. Las fotografías ingresan al mercado negro por el
spectrum, pero también por lo que hace el spectator con ese spectrum; y, también, por la
necesidad del operator de hacer negocios y ganar dinero ya que, aunque están dentro de la
lógica de un mercado ilegal, ese mercado sigue estando dentro de la lógica del capitalismo,

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Esta objetivación del cuerpo le da la calidad a la fotografía de fetiche lo cual, a su vez, también abreva a su
condición de objeto que puede ser mediado por una transacción, es decir, mercantilizable. Eso también define
la circulación de la fotografía en estos recorridos alternativos.

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que “por sí mismo corrompe todo” (20). ¿Y qué hace el spectator con ese spectrum,
entonces? ¿Cuáles son los fines de esa comercialización, además de la fiebre de consumo
que provoca la necesidad constante de acumulación de dinero? Al principio de la novela, el
narrador expone: “en las fotos estaban los chicos, los cuerpos, los gestos; pero las
intenciones [...] no estaban más. Y en ese lugar vacante, cualquier otra intención cabía [...]
siempre que el que miraba las fotos estuviese dispuesto a concebirla” (12). Esta aclaración
es sumamente importante, ya que define las reglas del juego de la foto pornográfica. Ya no
el que mira para sacar la foto, sino el que mira la foto -el spectator- es el que le otorga
intención a la fotografía; es el que completa ese lugar vacío, es el que viene a traer los fines
para los cuales esa fotografía se está haciendo. La foto unaria es, para Barthes, la foto que
no tiene ni intención ni cálculo, es decir que precisa de alguien que complete esa intención,
que complete la segunda parte de las capas de significación dentro de la fotografía. Ésta,
por ser unaria, solo exhibe, presenta una cosa, no la hace vacilar, no pretende algo más
allá2Y esos fines, además del mencionado previamente acerca de la cuestión de
acumulación de dinero, son esencialmente, provocar goce sexual. Sin embargo, este no es
un goce que entra dentro de la norma de lo constituido y entendido socialmente como tal -
heterosexual, monógamo-. Este goce es un placer erótico, sexual, que se conduce también
con la misma lógica del desvío que rige al mercado negro; es un placer clandestino,
transgresor, que rompe el interdicto que separa a la especie humana del animal; es un placer
fuera de lugar. Entiendo al concepto de transgresión en términos de Bataille (1992), quien
la definió como la forma de superar y completar al interdicto, no como la negación del
mismo; esa trasgresión confirma, justifica, da origen al tabú en sí mismo. Y, a su vez,
acerca, remite al hombre a su estadío más animal, lo hace retornar a su propia naturaleza
donde todo es impulso libidinal y no hay reconocimiento alguno del tabú: “el erotismo, en
su conjunto, es infracción de la regla de los interdictos: es una actividad humana. Pero

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Barthes da como ejemplos de foto unaria a la foto de reportaje y a la foto pornográfica; es pertinente ubicar
a las fotos de Murano en esta categoría, aunque sus fotos no retraten cuerpos con belleza hegemónica
actuando para la escena pornográfica, sino que el spectrum es lo marginal, y los sujetos retratados son niños,
con toda la problemática legal, social y moral que esto implica. Sin embargo, a los fines del goce y de
exponer, como un escaparate, el sexo de los niños, podría ubicarse en la categoría de pornografía.

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aunque empiece allí donde acaba el animal, la animalidad no deja por ello de ser su
fundamento” (131).
Dentro de ese goce, se abren distintas ramificaciones que involucran al spectator de la
fotografía de niños desnudos que no saben que son retratados. El spectator se convierte en
un voyeur: mira pornográficamente sin ser mirado, y goza sin involucrar su cuerpo en la
escena sexual pues “el que mira se deleita en parte con la sola contemplación del objeto de
su posible deseo. Le basta con que aparezca ahí, ante sus ojos, a merced de sus ojos [...]
perfectamente accesible”(Kohan, 2016: 37).3 El cuerpo deseado es aquel que se crea en la
fotografía misma, es aquel que da la sensación fetichista de poder poseer -literalmente: los
sujetos compran la fotografía- ser dueño de aquello que no se tiene. Esta posesión se da sin
romper jamás el blindaje que separa al deseo de la acción, ya que hay una enorme
diferencia entre “la mera contemplación [...] de la fotito juguetona”(25) y lo que hace el
cura Magallán con esos chicos del instituto: abusarlos sexualmente. Hay una diferencia
gigantesca entre el ver simplemente, y el tocar. La compra de esa fotografía que retrata al
niño pobre desnudo, desposeído, otorga un “sentido de propiedad” (31) sobre el sujeto-
objeto fotografiado. Este sentido de propiedad es tal, que los niños fotografiados ni siquiera
son dueños de su propia identidad: ninguno tiene nombre, siempre están en grupo, el
narrador los nombra como “los nenitos”, a secas. De esta forma, el goce es, además de todo
lo que ya mencioné, capitalista y despierta “pasiones en ciudades tan distantes que, para
escribir, hasta empleaban un alfabeto diferente” (32); esta última cita permite agregarle una
característica más: el deseo, el goce también es imperialista, colonial. Este colonialismo se
ve en tanto el spectrum es lo marginal, así se crea la idea de poseer, dominar lo salvaje: “el
gusto que encontraban en ver desnudos a estos nenitos oscuros, especie de indiecitos
sudamericanos a sus ojos, sugestión de una naturaleza sin dominar para sus criterios tan
lejanos” (14). El capitalismo en su fase marcada por la caída del muro de Berlín conlleva al
goce en la sensación misma de dominar, domesticar aquello que se encuentra en la periferia
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En el cine se ha problematizado la cuestión de la mirada en películas como “La ventana indiscreta” (1954),
fundacional de una serie que siguió con films como “Doble de cuerpo”(1984) y “Paranoia” (2013). En la
primera, en cierto momento, el protagonista declara “somos una raza de mirones”. El espectador voyeurista,
“el mirón”, un tercero en discordia por propia voluntad, pone en abismo la mirada del director tras la cámara,
o del fotógrafo mientras saca la fotografía. Así, la mirada que desea no está solamente en el spectator sino
también en el operator.

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y que está a disposición del imperialismo, la civilización y el establishment, pero sin la
necesidad de involucrar el cuerpo en la escena de dominación. De esta forma, en el
mercado paralelo al mainstream, el sistema crea sus propias leyes de oferta y de demanda,
sus propias topografías, sus propias normas que otorgan condiciones para que las
transacciones puedan darse de la mejor forma posible, beneficiando siempre a los
poderosos. Topografías que van desde “el reino sórdido de los que hablaban solos,
arrastraban bolsas infinitas, se envolvían en papeles, se rascaban los descascaramientos del
cuerpo, masticaban cualquier cosa, fumaban colillas desechadas en el piso” (41), hasta los
países nuevos ricos capitalistas del Este, pasando por Chile, donde se encontraban “los
nuevos ricos, las mafias viciosas, el cultivo de la depravación, el consumismo” habilitado
por el derrumbe del orden soviético que otorga “visibilidad y viabilidad comercial” (20).
Las descripciones de espacios abyectos abundan en la novela, dando a entender que el
sistema ya penetró y corrompió, perversamente, todo aquello por donde fue pasando.
Este recorrido se amplía inmensamente una vez que entran en auge las páginas porno por la
ampliación y masificación del internet. Dentro de la circulación clandestina de la
pornografía, Correa navega por los intersticios del internet, mucho más amplios que los del
mercado negro ilegal de la vida real, casi infinitos, inabarcables, inconcebibles. Se crean de
esa forma distintas capas de marginalidad, clandestinidad y transgresión, redes, y a su vez
estadíos en las rupturas del tabú: “debajo de esa capa más general y convencional, tenía que
aprender a descubrir las audacias de lo bizarro” (103). Es decir, que dentro de la
clandestinidad misma también hay un centro y una periferia, y de esa forma existen leyes
propias de ese terreno, topografías que definen a ese terreno. Con lo global, las fotos que
eran destinadas a los países del Este, y cuyos negativos se destruyen en el acto podían estar,
de repente, en cualquier parte. Lo global imparte nuevas lógicas, democratiza el placer ya
que anula toda distancia posible entre la fotografía y sus receptores.
El punctum -ese detalle parcial que atrae a quien mira la foto, es decir que atrae a distintas
formas, de distintas maneras, y depende en ese sentido del spectator- define el recorrido de
la fotografía, pero cambia según el fin que, como ya vimos, está completado, necesita del
que mira la foto y goza con el spectrum retratado. Así como el goce desviado genera su
propia lógica, sus propios recorridos, lo mismo ocurre con la textualidad de la novela. Los
personajes transitan los llanos, las alturas, lo húmedo, lo seco, recorren ríos barrosos como

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los del Litoral, y transparentes como los de la Precordillera. Pasan por el conurbano, y
culminan en la zona de frontera, espacio que representa el estar de paso, una huella efímera,
desviada, fuera de lugar.

Conclusión: el margen crea sus propios recorridos, sus propias leyes, su propia textualidad.
“La transgresión es el acto de la humanidad que la actividad laboriosa organiza”.
Georges Bataille, El erotismo.
Con el camino trazado o esbozado hasta ahora, puedo concluir que la lógica del desvío es
lo que rige la trama de la novela. Los negocios por fuera de la ley, dentro del mercado
negro, no solamente encomiendan las acciones de los personajes sino que crean la
constelación que conforma la textualidad misma del relato. El desvío es material narrativo,
intra y extra diegético. El comercio representado en la novela está al margen de la ley, pero
igualmente está regido por las leyes del capitalismo, que vomita su centro, su cánon, su
hegemonía, pero también su periferia y sus tabúes, y crea las condiciones de producción
necesarias para bogar en ambos espacios. Aun dentro de una lógica del desvío, de la
clandestinidad, las leyes de oferta y de demanda, la acumulación de dinero y las
transacciones del mismo por objetos de consumo se siguen manteniendo. De esta forma,
puedo reescribir las preguntas que planteé al principio, ya hablando de Murano y no de
Keïta ¿Qué hace ingresar a su obra al mercado negro? ¿Qué recorridos hacen falta para
convertirse en parte de ese mercado desviado, ilegal? La novela problematiza estas
cuestiones, describe y configura la geografía de esos recorridos en donde las fotos de los
niños pobres desnudos ingresan al mercado ilegal para satisfacer los deseos de personas
poseedoras del otro lado del globo, no sólo en las acciones de los personajes sino también
en el entramado textual mismo de la narración.
Aunque ya sea momento de concluir, no quería dejar de referirme a otras fotografías que
aparecen en la novela, y que tienen sus propios recorridos y también, sus propios fines, ya
no comerciales, sino policiales: son las fotos de Cardozo. Su sobrino Marcelo las va
exhibiendo por los distintos lugares del Conurbano y luego del Litoral, con el fin de
desentrañar las causantes de su suicidio. Así se abre una nueva brecha en la interpretación
crítica del texto: la del relato policial. Por otro lado, hay un negocio ilícito, y no de
fotografías. Entonces se exhiben fotografías, no pornográficas, y no para el comercio ilícito,

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y comercio ilícito sin fotografías, para desdoblar el planteo inicial de la novela: comercio
ilícito de fotografías pornográficas. Hacia el final, y en un gran fuera de campo remitido
solamente por alusiones muy sutiles, el lector se entera del negocio de Elena en la Frontera.
De esa forma, hay cierta correspondencia entre el negocio clandestino y sus recorridos por
el mercado ilegal de la primera parte, y lo mencionado al final de la novela. Esta
correspondencia se da en tanto comparten las mismas leyes clandestinas del mercado, pero
también regidas por la lógica capitalista, aún dentro del terreno de la desviación. La
circulación, el camino de este negocio no está explicitado, sólo sugerido por los espacios
que va recorriendo Marcelo hasta su muerte. En este espacio de Frontera, este umbral
efímero crea un nuevo orden legal -al igual que el mercado negro de la pornografía infantil-
. Nuevo orden que abre, permite y construye las condiciones necesarias para que el negocio
se lleve a cabo, y si hay que matar para eso, se matará. Ya no es en el erotismo que el
humano se reúne con lo animal, lo salvaje, sino en la muerte. Dentro de este orden legal, la
violencia organizada permite que, nuevamente, se transgreda el interdicto ya no en un acto
de goce, ya no en la mirada pornográfica, ya no en la sensación de propiedad sobre la
otredad marginal, salvaje, sino en el acto mismo de dar la muerte.
Con este asesinato concluye la novela, confeccionando un mapa -literalmente- de impulsos
libidinales que entran en el terreno del interdicto, el enorme mercado negro que esos
impulsos generan, sus recorridos, la ambición y las consecuencias que trae querer saber la
verdad, y estar solo, sin que te ampare la ley de la calle, la ley que rige el comercio ilegal,
la ley del sistema capitalista colonial.

Referencias bibliográficas:
Bataille, Georges (1992) El erotismo. Buenos Aires: Tusquets.
Kohan, Martín (2016) Fuera de lugar. Buenos Aires: Anagrama.

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