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Elogio del copiar.

CLAUDIO MAGRIS

Un día, en el instituto, el profesor de alemán nos asignó a un amigo y a mí un


trabajo sobre los cantos populares de Brentano y Arnim, el meollo más
genuino de la vieja Alemania y del Lied romántico.

Una vez conseguido el libro para ello, una edición en caracteres góticos con
ilustraciones de viandantes por los bosques y burgos medievales de estrechas
callejuelas y arcos en ojiva, alardeábamos continuamente de él en clase ante
el profesor, el cual, cada vez, como si se hubiera olvidado de haber hablado ya
antes, tomaba como pretexto aquellas letras puntiagudas y aquellos paisajes
absortos para dar una hermosa lección sobre Alemania, sus sueños y sus
desbarajustes, su cultura. Naturalmente nosotros estábamos más contentos
que unas pascuas con que pasaran las horas sin que nos preguntara la lección y sin
materia nueva que estudiar para el día siguiente. Y estábamos convencidos de
que el profesor, con tantas clases y alumnos como tenía, no se daba cuenta,
hasta que, después de una semana de Jauja, cuando levanté la mano con la
intención de pedir permiso para salir un momento, el profesor se puso en pie
como movido por un resorte diciendo que, si le hubiéramos mostrado una vez
más aquel maldito libro, la habría emprendido a bofetadas con nosotros. Este
mínimo episodio es un ejemplo de una escuela que funciona como es debido,
impartiendo, sin que lo parezca, muchas lecciones de cultura y de vida. Cada
uno desempeña su papel: los escolares, como es justo que así sea, tratan de
esquivar deberes y preguntas, y el profesor hace la vista gorda lo suficiente
para que se crean astutos, hasta que se les coge infraganti y, entre otras cosas,
aprenden precozmente a no pasarse de listos, lo que no es poco. Con todo
este toma y daca, además, se acaba, casi sin darse uno cuenta, por aprender
hasta los Lieder, se descubre una poesía encantadora y apartada y se empieza a amarla,
como nos sucedió a nosotros en aquella ocasión gracias incluso a aquel
numerito. Fue entonces cuando conocí por primera vez, junto a mis
compañeros, ese mundo poético de la vieja Alemania y tal vez, en sustancia,
no es que sepa ahora mucho más, aunque enseñe literatura alemana desde hace
muchos años. Si lo que nos hubiese animado hubiera sido un celo reverencial o
bien la presunción de llevar a cabo una así llamada "investigación", acaso
alternativa a la enseñanza oficial, probablemente habríamos entendido poco
y amado menos aún esa poesía llena de nostalgia y de ironía, de gitanesca
libertad: es difícil que un obediente empollón o un engreído contestatario,
viciados de ideología timorata o agresiva, se abandonen a la música vagabunda
de esos cantos. De esa forma, tratando de aprovecharnos de aquellas poesías
para estudiar un poco menos, aprendimos a amarlas y por consiguiente
a conocerlas. Me ha vuelto a la cabeza este recuerdo al leer la noticia de un
instituto milanés, el Allende, cuyos alumnos, tras haber proclamado
solemnemente la importancia del aprendizaje individual y la exigencia de
trabajar en grupo pero sin descargar el peso en los otros, han jurado que no
copiaban. Hay, qué duda cabe, una cierta nobleza en esa actitud, en esa
voluntad de estudiar y reaccionar (afirmando valores como el compromiso y la
lealtad) a una difusa superficialidad, ignorancia, falta de intereses e
incapacidad de sacrificio y disciplina. Sin embargo no sé si las formas en que
ese loable espíritu se ha expresado son precisamente las más adecuadas.

En primer lugar copiar (y más aún dejar copiar) es un deber, una expresión de
esa lealtad y esa fraterna solidaridad con quienes comparten nuestro destino
(poco importa si durante una hora o durante toda una vida) que constituyen
un fundamento de la ética. Pasarle una chuleta a un compañero en apuros
enseña a ser amigos de quien está a nuestro lado y a ayudarle aun a costa de
riesgos, tal vez incluso cuando, más tarde, esos riesgos, en situaciones
peligrosas o hasta dramáticas, puedan llegar a ser más graves que una nota en
el expediente. Quien, sabiendo un poco más de latín o de informática de lo
que sabe su compañero de pupitre, no intenta soplarle lo que pueda será
probablemente para siempre un pequeño canalla (el término apropiado sería
en realidad otro, más expresivo e indecoroso) y a lo mejor se convence de que
aquella nota más alta en el expediente, casual y precario como todo
expediente, es algo del otro mundo: es decir, se convertirá en un imbécil. Si a
los alumnos les corresponde copiar, a los profesores por supuesto les
corresponde impedirlo, y el juego va bien si cada uno hace lo que le toca sin
tachar al copión de criminal ni reivindicar el copiar como un derecho contra
la represión escolar. Las cosas se estropean en cambio cuando todos quieren
hacer de todo y la escuela, o la existencia en general, se convierte en un comité
universal permanente, en el que el personal docente exhorta a los alumnos a
manifestar su creatividad negándose a estudiar y los alumnos se ponen en el
lugar de los profesores para renovar pedagógicamente la escuela, en vez de
hacer novillos de cuando en cuando. Eso ya no tiene nada de divertido, de la
misma forma que no tendría nada de divertido jugar al tute si cada jugador, en
lugar de aspirar a cantar las veinte en copas, las cuarenta y llevarse el monte,
tratase de dejar ganar a los demás para evitarles frustraciones. Y si no hay
diversión, se aprende poco, porque las cosas que hay que aprenderse - las
seductoras cosas del mundo, los árboles, los países lejanos, la historia que nos
ha hecho como somos, la materia de la que estamos compuestos, las preguntas acerca de
adonde vamos y de dónde venimos, las palabras que describen las pasiones, los
mecanismos que hacen circular los bienes, ir al espacio o comunicar en tiempo
real con los antípodas - se transforman en pesados deberes a los que atenerse
u oponerse, y en cualquier caso de los que desembarazarse cuanto antes.
Predicar es inútil, importa poco si a favor o en contra de los valores: éstos sólo
pueden mostrarse, sin dar la impresión y ni siquiera tener la intención explícita
de inculcarlos. Tal vez sólo de esa manera
una persona puede empaparse de ellos plenamente, hasta el punto de conve
rtírsele en sustancia vivida, delmismo modo que se aprende a amar el mar no
porque nos hayan exhortado a ello, sino porque una vez alguien nos llevó a la
playa en una determinada hora y con una determinada luz. A lo mejor sucede
lo mismo con la lealtad, con la justicia o la fraternidad con respecto a todos los
hombres sin distinciones de raza ni de cultura, valores y sentimientos estos
que hacemos nuestros casi sin percatarnos de ello, porque alguien, de alguna
forma, nos ha hecho comprender y sentir que la vida, sin ellos, es un
estercolero.En la escuela se tendría también y sobre todo que jugar y reír, de
uno mismo y también de los demás ,o menos cómicos y zarrapastrosos; reírse
juntos, cada vez que se presenta la ocasión, es un patrimonio inestimable, que
ayuda a soportar una vida con tanta frecuencia invivible e intolerable,
agobiada no sólo por el sufrimiento y la injusticia, a la postre siempre
victoriosas, sino asimismo por la obtusa seriedad, que contribuye también al
déficit de lo Creado. De buenos estudiantes prestos a copiar y dejar copiar cabe
por consiguiente esperar que salgan buenas personas desilusionadas y
generosamente solidarias. Claro, copiar también tiene sus riesgos, como
ocurrió cuando toda nuestra clase, ante un arduo fragmento de Tucídides que
teníamos que traducir y que era superior a nuestras inteligencias, lo copió de
una traducción italiana que circulaba a escondidas, pero equivocándonos
coralmente de fragmento y copiando uno que no tenía nada que ver en
absoluto con el que nos habían asignado. Pero no se trata de desanimarse por
semejantes gajes del oficio, inevitables en una sana comunidad escolar.

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