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Reino de sombras
Reino de sombras
Reino de sombras
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Reino de sombras

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About this ebook

Cuando las sombras descendieron sobre el reino, su destino quedó sellado.
Una oscuridad profunda y letal cayó sobre el reino de Relhok.
El cruel canciller está dispuesto a todo con tal de conservar el trono.
Pero existe un amor que puede arrebatárselo.
Ella es una princesa que todos creen muerta.
Y él, un valiente arquero.
Juntos, podrán hacer temblar los cimientos de Relhok.
Reino de sombras es el esperado regreso de Sophie Jordan a la fantasía. Con una prosa rica y ágil, nos sumerge en un mundo oscuro y peligroso, en donde nadie tiene la vida asegurada.
LanguageEspañol
PublisherVRYA
Release dateDec 14, 2015
ISBN9789877470994
Reino de sombras
Author

Sophie Jordan

Sophie Jordan grew up in the Texas hill country, where she wove fantasies of dragons, warriors, and princesses. A former high school English teacher, she’s the New York Times, USA Today, and international bestselling author of more than fifty novels. She now lives in Houston with her family. When she’s not writing, she spends her time overloading on caffeine (lattes preferred), talking plotlines with anyone who will listen (including her kids), and streaming anything that has a happily ever after.

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    Reino de sombras - Sophie Jordan

    -

    UNO

    Luna

    El Eclipse abarcaba toda mi vida. Lo invadía todo. Era una negrura profunda que se filtraba por cada grieta y cada fisura, como sangre encharcada. La oscuridad era particularmente densa frente a mi torre; se colaba como tinta hasta donde yo estaba de pie en el balcón iluminado, escuchando el rumor de los insectos y animales hambrientos. Y a ellos.

    Suspirando, apoyé los codos en la baranda del balcón. Detrás de mí, las brasas crepitaban y se desmoronaban en el calefactor, irradiando una tibieza acogedora que contrastaba con el frío húmedo que me entumecía la nariz y las mejillas. La calidez y la comodidad me lamían la espalda mientras ante mí se extendía la oscuridad. Y, sin embargo, quería ir Afuera con una energía ansiosa que me zumbaba en los nervios.

    El deseo que sentía era tan intenso como la noche crónica. Bajo mi ventana, muy abajo, pasó un animalito apresurado. Incliné el mentón en esa dirección y ladeé la cabeza, para seguir su rastro. Como si pudiera ver entre la oscuridad y las copas de los árboles, como si la criatura fuera visible en la base de la torre de piedra.

    El animal resopló contra la pared izquierda, probablemente tratando de descifrar qué era aquel obstáculo que no formaba parte del mundo natural. Una torre no era algo habitual en el bosque. Ningún asomo de civilización lo era. Después de husmear unos momentos, volvió a internarse entre la arboleda. Seguí sus movimientos entre los matorrales, envidiando su libertad.

    Desde lo alto, seguí escuchando. Hacía tiempo que mis oídos se habían adaptado a la oscuridad. Por el rápido golpeteo de sus patas, supuse que era un conejo. Abundaban en este bosque; se reproducían rápidamente y tenían suficiente velocidad para huir de los moradores. La mayoría de las veces.

    A lo lejos emergió un sonido. Giré el rostro hacia el cielo mientras los chillidos aumentaban desde el este, gradualmente. No fui la única que los oyó. El conejo corrió entre las malezas.

    Mis dedos aferraron la baranda de piedra, los nudillos doloridos, el corazón acelerado en el pecho.

    Date prisa, date prisa.

    Bajé el mentón, con las venas encendidas de urgencia, mientras deseaba que el conejo se diera prisa, que sobreviviera. Lo cual era ridículo; comemos muchos conejos, pero por alguna razón me identifiqué con ese.

    El ejército de murciélagos se acercaba como una enorme nube, batiendo sus alas como cueros gigantescos. Hubo un tiempo en que estas criaturas habrían cabido en un bolsillo. Desde el Eclipse habían crecido, y ahora alcanzaban un tamaño promedio de poco más de un metro de altura. Ya no se alimentaban de insectos. Cazaban presas más grandes.

    Rápido, rápido, rápido.

    Volaban circundando la torre y lanzando sus chillidos agudos que me erizaban la piel.

    –Luna, ven –me llamó Perla–. Lo último que queremos es que entre uno.

    No podía moverme. Me quedé como clavada al piso, con el oído atento a mi conejo.

    Los murciélagos lo detectaron y se lanzaron hacia él como una sola bestia gigante. Hubo un susurro de hojas y un crujido de ramas cuando atravesaron las copas de los árboles. Los cazadores sonaban frenéticos y excitados al cercar a su presa.

    El conejo chilló mientras su cuerpo era despedazado, y su carne y sus huesos se quebraban como pergamino y pluma. Me cubrí los oídos con las manos para no escuchar aquel sonido terrible.

    De pronto, Perla estaba allí, jalándome hacia el interior y cerrando la puerta, llevándome hacia la tibieza de las farolas. Me envolvió con sus brazos suaves hasta que dejé de temblar. Todavía podía oír a los murciélagos. El grito final del conejo resonaba en mi mente, aunque hacía tiempo que estaba muerto.

    –Bueno, ya pasó –me palmeó la espalda, como si aún fuera la niñita a la que solía leerle por las noches–. Estás a salvo.

    Me abandoné contra ella, aceptando su consuelo, aunque no me agradaba que pensara que lo necesitaba. Porque esto no cambiaba nada. Yo aún quería salir. Todavía tenía que aprender a hacer mío ese mundo.

    Había pasado toda mi vida entre esas paredes. No quería pasar el resto de mi existencia también allí adentro. No podía.

    Según Sivo, la vida debía ser un equilibrio de luz y oscuridad. Cada vez que limpiábamos nuestras armas tras una cacería, me decía esas palabras.

    Antes, la luna reinaba solo la mitad del día. Durante la otra mitad, el sol ocupaba el cielo y brillaba tanto que, si uno se quedaba afuera demasiado tiempo, quemaba la piel. Era algo increíble, difícil de imaginar, tan ilusorio como los cuentos de hadas que Perla me contaba cuando era niña.

    Yo solo conocía esta existencia: el Eclipse Negro y las paredes gruesas, que nos mantenían a salvo de un ejército de moradores de la oscuridad. Solo conocía a Sivo, a Perla y el aislamiento. Esta vida consistía en incursiones esporádicas a las enormes fauces de la noche con él a mi lado, tratando de enseñarme a sobrevivir a la sombra de nuestra torre.

    Un conejo masacrado era una víctima de la guerra que se estaba librando. Yo no estaba dispuesta a ser como él. Lo sabía porque conocía la oscuridad. Conocía su sabor en mi boca. Su sensación en mi piel. Se adhería. Sofocaba. Traía consigo la muerte.

    Debería tenerle pavor, pero no era así. Nunca le había temido.

    El conejo no era yo. Era una presa, y yo nunca sería eso.

    –Vamos. Estas sábanas no van a doblarse solas –dijo Perla, retrocedió y me soltó.

    –Otra vez hay silencio –observé mientras echaba un vistazo a las puertas cerradas del balcón.

    Agucé el oído, atenta al sonido de los murciélagos, pero ya se habían alejado y sus chillidos se habían perdido a lo lejos. Ahora no se oía otra cosa que los ruidos normales del bosque. El zumbido de los insectos henchidos de sangre y el graznido de las aves de rapiña. De tanto en tanto, un mono correteaba por las ramas de los árboles.

    El susurro de la tela me indicó que Perla había empezado a doblar.

    –No va a durar mucho –respondió con su indiferencia habitual–. Nunca dura mucho –añadió, y sacudió una sábana en el aire.

    –¿Cuánto falta para que pueda salir sola? –solté. Salía con bastante frecuencia, pero siempre con Sivo–. Tengo que saber cómo... Tengo que poder vivir allá afuera.

    Era un argumento repetido. Sivo lo usaba cada vez que me llevaba con él. Tenía una lógica que ni siquiera ella podía refutar. Pero lo que yo pedía ahora, salir sola, nunca se me había permitido. Sin embargo, tenía que intentarlo. ¿Cómo iba a aprender a manejarme en este mundo si ellos lo hacían todo por mí?

    –Tú no vives allá afuera. Vives aquí adentro. Y no me importa lo bien que creas que sabes manejarte –me contestó–. No vas a poner un pie fuera de aquí sola.

    –Déjame hacer una salida breve a buscar fresas. Es su cumpleaños –insistí–. Déjame hacer esto por él.

    –No –respondió, rápida y categóricamente.

    Suspirando, me senté en la cama; el cubrecama de brocado parecía tieso debajo de mí. Tiré de una hebra suelta. El cobertor era viejo; había pertenecido al primer ocupante de la torre: una supuesta bruja que hizo estragos en este bosque, mucho antes de nuestra llegada. Mucho antes del Eclipse. A ella debíamos agradecerle por la torre. Parece ser que le gustaba atraer a los viajeros hasta su puerta y luego los convertía en sopa. Era lo que contaban los cuentos de hadas, pero yo sabía que cualquier cosa era posible. Esta vida y el modo en que estaba el mundo ahora me lo habían enseñado.

    Sivo y mi padre habían explorado todo el reino mucho tiempo atrás. Conocían hasta el último centímetro, incluso el Bosque Negro. Los dos habían descubierto la torre por aquellos años, antes de que yo naciera, antes del Eclipse. Ahora solo los moradores oscuros recorrían la densa maraña de enredaderas y árboles altísimos. El mundo les pertenecía.

    El pueblo más cercano estaba a más de una semana a pie, si todavía existía. Ya no lo sabíamos. No sabíamos cuánta gente quedaba. Nuestro mundo era la torre y el bosque que la rodeaba.

    Sivo había elegido nuestra torre por su ubicación remota y porque se rumoreaba que el Bosque Negro estaba maldito. La reputación temible de la bruja había perdurado mucho después de su muerte, por lo cual ningún hombre, mujer o niño se aventuraba a acercarse. Una circunstancia afortunada para quienes, como nosotros, no deseaban ser encontrados.

    –Si vas a quedarte sentada, al menos haz algo –me regañó Perla.

    Saqué una toalla de la cesta, la sacudí una vez en el aire y empecé a plegarla. Las prendas olían al exterior. Colgábamos la ropa lavada en una cuerda colocada en el balcón de la habitación de Perla. Con cuidado, agregué la toalla doblada a la pila y me acerqué poco a poco a la mujer que me había criado como una madre. Sin ella, yo habría muerto junto con mi madre la noche de mi nacimiento, pero eso no impidió que se me llenara el pecho de resentimiento.

    –Por favor –le toqué el brazo–. Sivo...

    –Sivo entenderá, y hemos preparado su pan preferido para la ocasión. Con eso quedará satisfecho.

    Rezongando, volví a caer sobre la cama.

    Satisfecho. Otra vez esa palabra. Para ella era suficiente que estuviéramos satisfechos con nuestra vida. No entendía que se pudiera necesitar más. Que yo necesitara más. Pensaba que debía conformarme con lo que tenía. Un santuario. Un techo sobre mi cabeza y comida en el estómago. Era mucho más de lo que tenía la mayoría.

    –¿Quieres terminar como ese conejo? –me preguntó.

    –Los murciélagos no atacan a las personas –le recordé.

    –No me refería a los murciélagos y lo sabes muy bien.

    Lo sabía, sí. Se refería a los moradores de la oscuridad.

    Me incorporé, me crucé de brazos y probé otra táctica.

    –Sivo piensa que deberías dejar que empiece a salir sola.

    La oí apretar la mandíbula. Ese hábito suyo había empeorado últimamente, y supongo que la culpa era mía.

    Los pasos pesados de nuestro compañero resonaron frente a mi habitación y se detuvieron en el umbral. Traía consigo el aroma arcilloso del bosque.

    –Ya volví –anunció innecesariamente.

    –¿Esas botas están sucias? –le preguntó Perla, al tiempo que apoyaba su peso sobre el pie de atrás y giraba la cadera hacia adelante.

    –¿Cuáles, estas? –indagó Sivo mientras las arrastraba un poco. Levantó primero una y después la otra, y les examinó las suelas.

    –Sí... esas cosas que tienes en los pies –repuso ella, enojada–. Ya sabes que ayer me pasé todo el día fregando el piso.

    –No. No hay barro –le aseguró.

    Perla gruñó, nada convencida. Contuve una sonrisa, acostumbrada a sus riñas.

    –No sé por qué insistes en sacar la basura cuando está oscuro.

    No aprobaba que se corrieran riesgos innecesarios, y en lo que a ella respectaba, Sivo corría demasiados.

    –La medialuz no dura lo suficiente para hacer todas las tareas que hay que realizar en un día –dijo sin fastidiarse, lo cual era notable, considerando que lo decía casi a diario. Esa etapa no duraba más que una hora; era el único momento en que emergía algo semejante a la luz y ahuyentaba la noche–. Además, las trufas no maduran durante la medialuz.

    Perla ahogó una exclamación de deleite. Sentí el aroma penetrante cuando Sivo sacó algunas de su bolsillo y se las mostró.

    –Serán una rica cena –murmuró–. Especialmente si las preparas con unas papas, como sueles hacerlo.

    Ella se aclaró la garganta y trató de responder con aspereza:

    –Ponlas en la cocina. Las comeremos mañana para tu cumpleaños. Aun así, no valía la pena arriesgarte.

    No pudo dejar de agregar esto último.

    –Estoy ansioso por probarlas –repuso Sivo alegremente. En los momentos más aciagos, él siempre era optimista–. Bueno, voy a acostarme. Hasta mañana, chicas.

    –Buenas noches –le respondí. Normalmente me abrazaba, pero esta vez se alejó con prisa. Probablemente para quitarse las botas y limpiar cualquier rastro de barro que hubiera dejado.

    Otra vez sola con Perla en mi dormitorio, me humedecí los labios.

    –Yo habría podido ayudar a Sivo a recoger más trufas –afirmé dentro del clima de silencio–. Cuatro manos pueden más que dos...

    –Ya he dicho todo lo que pienso sobre el tema –levantó una pila de toallas y se dirigió al ropero. Le sonaron las articulaciones cuando se inclinó para guardarlas. Cerró las puertas con decisión–. No vuelvas a plantearlo mañana; vas a arruinarle el día a Sivo. ¿Puedes prometerme eso?

    –No tocaré el tema mañana –suspiré y asentí.

    Perla bufó; no se le escapó el detalle de que mi promesa solo se limitaba al día siguiente. Se detuvo frente a mí y su mano, encallecida por el trabajo, tocó mi mejilla.

    –Lo único que siempre quise fue que estuvieras a salvo. Protegida.

    –¿Y qué vas a lograr manteniéndome encerrada en esta torre? –insistí mientras sostenía su mano con afecto.

    –Que vivas –respondió con frustración.

    –No será para siempre –repuse–. Todos morimos.

    –Algunos antes que otros –su voz se endureció–. Tus padres encontraron la muerte demasiado pronto. No quiero que tengas el mismo destino. Eres la reina de Relhok.

    Esas palabras nunca dejaban de sobresaltarme. No me sentía una reina.

    –Una reina atrapada en una torre. ¿De qué le sirve eso al pueblo de Relhok? ¿Por qué es un destino mejor?

    –¿De qué le servirás muerta? –replicó–. Algún día, el Eclipse terminará y los moradores se marcharán...

    Se detuvo al oír mi bufido. Nadie sabía cuándo terminaría, si acaso terminaba alguna vez. La presión de su mano me disuadió de hacer algún comentario.

    –Algún día todo terminará –repitió–. Y entonces serás libre de salir de esta torre. Hasta ese momento, te quedarás a salvo aquí adentro –bajó la mano. Sus pasos parejos se apartaron, y levantó la pila de sábanas que quedaba sobre la cama. Sentí que su mirada se demoraba en mí–. Ese es tu destino.

    Entonces salió de la habitación; las suelas de cuero blando de sus zapatos susurraron sobre el piso de piedra.

    Sola en mi recámara, abrí otra vez las puertas del balcón y volví a salir. Me quemaba el pecho, sentía una opresión incómoda, y me ardía la cara al repasar mentalmente mi conversación con Perla. No podía inhalar suficiente aire para mis pulmones ávidos.

    La frustración no era una sensación nueva, pero esa fue la primera noche en que sentí hervir la ira en mi interior. Aferré la fría baranda de piedra hasta que la sangre dejó de circular por mis dedos y me dolieron los nudillos. Ella no podía decidir mi destino. Solo yo podía hacerlo. Si decidía hacer algo, ni siquiera ella podía impedírmelo.

    –Esta torre no es mi destino.

    Las palabras volaron por encima de la densa neblina, como una promesa a mí misma.

    -

    DOS

    Luna

    Varias horas después de que Perla y Sivo se retiraron a dormir, me escabullí con sigilo por la escalera en espiral que llevaba a la base de la torre. Mientras descendía, resonaba en mis oídos el eco apagado del chillido del conejo, como un recordatorio de lo que me esperaba Afuera. No descarté el recuerdo. Me aferré a él para que me mantuviera alerta.

    Había acompañado a Sivo suficientes veces y ya no necesitaba bajar a tientas. No necesitaba rozar con las manos las paredes húmedas con grietas donde crecían musgo y helechos. Sabía dónde colocar los pies. Sabía el momento exacto en que debía bajar la cabeza para evitar el dintel bajo. Sabía dónde inclinarme en la sala circular, dónde tomar el cerrojo que lleva a la antecámara y a otra puerta, esta en la planta baja.

    Luego de salir de la antecámara y de cerrar la puerta, me desvestí en el frío e inhalé el aire húmedo y mohoso. Mis dedos temblaban ligeramente al desatar los lazos del frente de mi camisón y quitármelo; mi respiración irregular era como un susurro en el aire frío. Tenía que quitarme todo, desde las zapatillas hasta las cintas de mi cabello artísticamente trenzado. Perla insistía en ponerme las cintas, como si todavía estuviéramos en la corte, donde eran importantes los detalles tales como un buen peinado, y no aquí, donde solo vemos pasar los días. Existimos, no vivimos. Me llenó una nueva resolución.

    Colgué mi ropa en la clavija que estaba cerca de la puerta, y la piel desnuda se me erizó. Me puse el atuendo apropiado, que siempre quedaba en esta habitación que olía a helechos y tierra. Era una precaución. Los moradores tenían un olfato excelente y no queríamos que los atrajeran los aromas de la torre –pan horneado, hojas de menta y cera de abejas– que se adherían a nuestra ropa de todos los días. Mis manos encontraron fácilmente mi vestuario exterior. Busqué más allá de las prendas grandes de Sivo, que estaban colgadas en la primera clavija. Gracias a Perla, mi ropa estaba menos gastada que la de él, y mi chaqueta de gamuza no era tan suave. Esta noche tendrían un poco de uso.

    Mis manos recorrieron el cuero blando de mis pantalones. El material estaba bien curtido. Sivo se había ocupado de eso: había frotado y arrastrado la ropa entre hojas y tierra hasta impregnarla con el olor penetrante de la tierra arcillosa.

    Tomé un morral de otra clavija y luego elegí mis armas entre una variedad que había en el estante. Coloqué un cuchillo en mi bota, una espada y su vaina en mi cintura.

    Un sonido lejano, casi imperceptible, me llamó la atención. Ladeé la cabeza y agucé el oído para identificarlo. No venía del interior de la torre. Mis tutores no estaban despiertos. Este sonido llegaba desde Afuera. Lo oía casi todos los días desde mi balcón. Uno de ellos andaba por allí. Tal vez más.

    Me acerqué y apoyé la mano en la sólida pared de piedra. Era gruesa, robusta y confiable. Nos mantenía a nosotros adentro y a ellos afuera. Y aun así, Perla se preocupaba. Siempre lo hacía.

    Seguí escuchando. Yo sabía escuchar, esperar. Sabía cuándo moverme. Sivo decía que ese era mi don. La oscuridad profunda y empalagosa hacía que fuera más fácil distinguir los sonidos. Los sonidos y los olores permanecían, no parecían disiparse nunca.

    Al cabo de un rato, decidí que era solo una criatura que arrastraba los pies sobre las hojas. Sus pisadas eran una ejecución musical formada por constantes golpes arrastrados. Podía contarlas una tras otra. Había un compás entre paso y paso, y las pisadas no se superponían.

    El morador tenía la respiración áspera que los caracteriza, con grandes bocanadas de aire húmedo que emiten un sonido sibilante al pasar entre los palpos que se les retuercen en la boca.

    Esperé que pasara y que se internara más en el bosque. Segura de que ya estaba demasiado lejos para oírme, destrabé la puerta del piso. La torre tenía una sola entrada visible. La manera más obvia de entrar y salir. Raras veces la usábamos, por si había alguna persona vigilando la torre a la espera de ver salir a alguien. Otra de las precauciones de Sivo.

    Aferré el aro de metal y abrí la puerta, agradecida por el silencio de los goznes bien aceitados. Descendí al túnel con cuidado, por el musgo resbaladizo, y trabé la puerta sobre mi cabeza para asegurarme de que quedara bien cerrada.

    Bajé las manos y giré, hincando los tacos de mis botas de suela blanda en el piso de piedra. Caminé de prisa por el túnel por debajo de la torre y aminoré el paso cerca del final. Levanté las manos y busqué el cerrojo del portón secreto. Al encontrarlo, trepé por los puntos de apoyo en la pared de piedra y esperé en la oscuridad, atenta a cualquier sonido cercano.

    Al cabo de un largo rato de silencio, destrabé la entrada, la abrí y salí a la noche. Cerré la puerta escondida en el suelo del bosque y volví a cubrirla con hojas y tierra.

    Me incorporé y respiré con una sensación de libertad. No había paredes que me encerraran. Había vida alrededor. Una bandada de cuervos graznaba y batía sus alas en el aire con frenesí. Una rana croaba. Un mono correteaba por un árbol, saltaba de rama en rama, chasqueaba la lengua por mí. Había insectos henchidos de sangre que zumbaban y gorjeaban. Uno de ellos pasó volando a mi

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