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César Vidal.
Planeta. Testimonio.
Índice.
Introducción.
Profecías 49 al 51. Las circunstancias relacionadas con sucesos posteriores a la muerte del
mesías.
Jesús el Salvador.
Mi conversión.
La protección de la paz.
La aparición de la universidad.
Notas.
Bibliografía.
Abreviaturas.
Introducción.
El cristianismo me parece uno de los temas de reflexión más cautivadores, interesantes, útiles
y sugestivos a los que puede acercase la mente humana. Durante años, ha sido objeto de
buena parte de mis estudios e investigaciones como historiador –Jesús y Judas (2007), Pablo el
judío de Tarso (2006), Jesús y los documentos del mar Muerto (2005)- de mis reflexiones como
ensayista –El legado del cristianismo en la cultura occidental (2005)- e incluso de mi labor
como novelista –El testamento del pescador (2004). El Hijo del Hombre (2007). Sin embargo, a
pesar de todo lo anterior, el cristianismo significa para mí mucho más.
Creo que siempre ha sido público y notorio que soy cristiano. Incluso no son pocos los que
conocen la congregación local a la que asisto cada semana para adorar a Dios en compañía de
otras personas. Semejante circunstancia siempre me ha parecido natural, es decir, que ni me
acompleja ni me intimida ni me avergüenza. Por el contrario, el hecho de ser cristiano lo
considero una muestra más del amor absolutamente inmerecido que Dios derrama sobre mi
vida indicado, esa fe siempre ha estado de manifiesto e incluso, ocasionalmente, me he
referido a ella incluso la he argumentado, no me he detenido a explicar el porqué de esa
circunstancia con cierto detalle. Ésa es, precisamente, la finalidad de estas páginas, la de
comentar algunas de las razones que me llevaron hace años a convertirme en alguien que
tiene a Jesús como su Señor y Salvador.
Acometo esta tarde, nada trabajosa por otra parte, precisamente en unos momentos en que
realizar una confesión de fe resulta cada vez más difícil y en que el cristianismo, incluso en sus
manifestaciones culturales, se ve sometido a un acoso injusto e inmerecido en los más
diversos frentes. En contra de lo que puedan pensar otros, esas circunstancias sólo me indican
que éste es el momento más idóneo para abordar el tema.
Adelanto que no pretendo ser exhaustivo a la hora de señalar las razones de mi profesión de
fe. En este libro, he rehuido ser prolijo y tan sólo he recogido las que me parecen más
relevantes. La primera es que, como señalan los primeros capítulos, el cristianismo es Verdad,
una afirmación que algunos encontrarán ofensiva, pero que a mí me parece absolutamente
esencial. En ese apartado, me detengo en varios aspectos que, a mi juicio, son esenciales como
la excepcionalidad de los Evangelios, la mesianidad de Jesús y su resurrección.
La tercera parte la dedico a la forma de vida que comienza cuando uno ha adoptado la decisión
de seguir a Jesús. No se nace cristiano –aunque no sean pocos los que piensen así- y el serlo
implica asumir el seguimiento de Jesús de manera continuada y firme. Ese seguimiento, lejos
de constituir una larga codificación de conductas y comportamientos, se expresa éticamente
en una serie de principios dotados de una especial nobleza y de una fuerza liberadora
extraordinaria que se enfrenta a cualquier tipo de impulso esclavizador.
La cuarta parte del libro señala cómo el cristianismo es la fuerza espiritual que ha alterado de
la manera más positiva la Historia y cómo, por añadidura, sin su aparición este mundo en que
vivimos mantendría unas señas de identidad despiadadas y bárbaras y se vería exento de
buena parte de buena parte de sus aspectos más positivos.
Por supuesto, el orden de los capítulos es el que me ha parecido más adecuado, pero el lector
no está obligado a compartir mi punto de vista. A decir verdad, puede comenzar el libro por
donde le parezca más oportuno, si bien sólo su lectura completa podrá darle cabal idea de lo
que pretendo exponer en sus páginas.
Esta obra no es –ni tiene la menor pretensión de ser- un tratado de apologética. Tampoco me
he entregado a reflexiones de carácter personal, o, al menos, no lo he hecho en exceso.
Pretende ser sólo una pales por las que soy cristiano, razones que, dicho sea de paso,
coinciden, en mayor o menor medida, con las que han impulsado a otros a serlo a lo largo de
los siglos. En ese sentido, el punto de referencia esencial de estas páginas es la Biblia y,
especialmente, el Nuevo Testamento. Esa circunstancia explica, por ejemplo, que haya
reproducido pasajes que me parecen esenciales no sólo para seguir la argumentación de la
obra sino, sobre todo, para entenderla. Hace unas décadas no pocos de estos textos eran de
dominio común para muchas personas. Lamentablemente no es el caso hoy en día.
Por lo que se refiere a los desarrollos posteriores del cristianismo no carecen de interés. Sin
embargo, se relacionan con aspectos que exceden la finalidad de este texto. Detenerme en
ellos habría no sólo excedido la finalidad de esta obra, sino que además la hubiera convertido
en otra diferente. Las denominacionales han quedado, pues, limitadas a cuestiones puntuales
de carácter histórico. Insisto. Tienen su interés general y, por supuesto, personal, pero forman
parte de otras áreas de interés. Y ya no deseo entretener más a los lectores con
consideraciones preliminares. El libro les está esperando.
Pensemos, por un instante, en el momento en que nos levantamos. Abrimos los ojos confiados
en la verdad que nos dice que veremos algo; extendemos las manos convencidos de la verdad
que afirma que podremos apoyarnos en ellas y sacamos los pies de la estamos en el vacío.
Los siguientes pasos que vamos dando son afirmaciones continuadas de una verdad tras otra:
la de que el interruptor enciende la luz, la de que sale agua de un grifo o la de que el jabón
tiene un efecto limpiador. En realidad, tan convencidos estamos de la realidad de esas
verdades que si alguna no se viera verificada –por ejemplo, porque ha dejado de funcionar el
fluido eléctrico- como mínimo, provocaría nuestro desconcierto. El resto del día discurre sobre
más y más verdades: nuestra relación de parentesco, nuestra situación laboral, nuestra edad…
En otras palabras llamamos mamá a nuestra madre y no a la vecina del tercero, trabajamos en
nuestro empleo y no en el de un primo de Cuenca y, aunque a algunos les fastidie mucho, la
edad limita claramente nuestras acciones.
Esta capacidad para pontificar sobre temas espirituales sin unos conocimientos mínimos es
una de las características más pasmosas de la sociedad en la que vivimos. Personalmente, no
logro acostumbrarme a ella de la misma manera que no consigo hacerme a la mala educación
o a la gente que se ve abandonada por su desodorante. Muchas personas son capaces de
caldearse hablando de política, de economía o de deportes; procuran informarse más o menos
bien al respecto y, en ocasiones, hasta cuentan con una opinión fundamentada y, sin embargo,
despachan de un plumazo la Biblia, que es la obra literaria –no entro en otros aspectos- más
relevante de la Historia universal. Desde luego, es para reflexionar. Pero volvamos a lo
nuestro.
Para empezar, la Biblia se redactó a lo largo de un periodo de tiempo que va del siglo 14 antes
de Jesucristo al siglo 1 antes de Jesucristo; sin ningún género de dudas, es la obra de más
dilatada redacción de la Historia superando incluso a textos como los Vedas o el Talmud. En
milenio y medio, sería lógico esperar cambios enormes, alteraciones espectaculares y
gigantescas incoherencias. Lo que encontramos es precisamente todo lo contrario, tanto en la
forma como en el fondo. Formalmente, el texto de la Biblia se ha conservado con una
exactitud prodigiosa. De hecho, hallazgos modernos como los documentos del mar Muerto nos
han mostrado que los textos se han transmitido con notable, casi prodigiosa, exactitud.
Los autores de los diferentes libros de la Biblia fueron extraordinariamente variados. Por sólo
citar algunos, tenemos desde un boyero israelita del siglo 9 antes de Jesucristo, a un rey que
fue antes pastor del siglo 11 antes de Jesucristo, desde un médico del siglo 1 a un sacerdote
crítico del siglo 6 antes de Jesucristo, desde el marido de una prostituta del siglo 11 antes de
Jesucristo, a un extraordinario filósofo del siglo 10 antes de Jesucristo.
Sin embargo, a pesar de su coherencia, los libros de la Biblia no son oficialistas ni ocultan la
realidad. Aún menos la endulzan. Incluso personajes de extraordinaria relevancia en la Historia
bíblica son expuestos con todos sus defectos, debilidades y pecados. Segunda de Samuel 11 y
12 puede describir el pecado de David y Betsabé sin ningún tipo de añadidos ni disculpas y, por
supuesto, los Evangelios relatan cómo Pedro negó a Jesús por tres veces sin excusas ni
atenuantes. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero la Biblia presenta unas notas de
imparcialidad que resultan profundamente conmovedoras y totalmente inhabituales. Baste
recordad, por ejemplo, que no sabemos a ciencia cierta qué Imperio venció en la batalla de
Kadesh. La razón es que tanto egipcios como hititas se atribuyeron la victoria. Esa incapacidad
para asimilar la derrota se encuentra totalmente ausente de las páginas de la Biblia.
Estas notas aún se acentúan más en el caso de unas obras esenciales para nuestro estudio. Me
refiero a los Evangelios. En las páginas siguientes, intentaré acercar al lector a cuestiones muy
concretas, como su género, su valor como fuente histórica y su transmisión.
Durante siglos, nadie cuestionó el carácter histórico de los Evangelios. Semejante visión no se
daba sólo entre los cristianos, sino también entre los paganos. Podían no creer en las
enseñanzas de Jesús e incluso contemplarlas con desprecio, pero no hallamos en los escritos
de los enemigos del cristianismo de los primeros siglos referencia a que sus afirmaciones
fueran falsas y lo mismo puede decirse de los adversarios judíos. En las fuentes rabínicas –nada
favorables a Jesús y a sus discípulos- se ofrecen interpretaciones alternativas –y negativas- de
los hechos expuestos en los Evangelios, pero no se niega, por regla general, su veracidad ni
siquiera cuando se hace referencia a episodios de carácter sobrenatural. A decir verdad, la
problemática relacionada con el género literario al que pertenecen los Evangelios constituye
un debate contemporáneo cuyas raíces son más propias de la filosofía que de la ciencia
histórica.
A pesar de que hay gente que no se ha reciclado científicamente y que aún sigue refiriéndose a
teorías hace tiempo superadas como la crítica de las formas y la crítica de la redacción, lo
cierto es que los Evangelios son fuentes históricas que encajan dentro de los patrones de la
Historia clásica.
En primer lugar, hay que señalar que los Evangelios –y en esto no se diferencian, como
veremos más adelante, de otras fuentes históricas de la Antigüedad- no son escritos
imparciales, aunque no caen en los excesos legendarios de los Evangelios apócrifos o de las
leyendas rabínicas. Además, como ha señalado muy acertadamente Aune, recuerdan
considerablemente el género de biografías populares típico venciones literarias como la que
encontramos en Lucas 1 versículos 1 al 4. Pero con todo, los Evangelios marcan distancias con
el mundo grecorromano en algunos rasgos de no escasa importancia. Así, sienten una especial
predilección por las referencias al Antiguo Testamento y, por supuesto, por las creencias
cristianas primitivas acerca de Jesús. En otras palabras, los evangelistas siguieron algunos de
los cauces literarios grecorromanos, pero no fueron serviles con los mismos, pudiéndose
percibir además una trascendental influencia judía fácilmente explicable. Sin duda, en ellos
debió influir la popularidad que entonces tenía el género biográfico en el mundo
grecorromano, pero también el deseo de poner por escrito relatos orales y colecciones escritas
previas relacionadas con la vida, enseñanzas, muerte y resurrección de Jesús, al que las
comunidades cristianas veían como Señor y Mesías.
Los mismos evangelistas no se veían, por lo tanto, como autores de una obra literaria -¡mucho
menos como los redactores de una obra de ficción o mítica!- sino más bien como transmisores
de un testimonio de consecuencias trascendentales para todo ser humano. SU labor no era de
creación sino de siervos (hiperetai) de la Palabra (Lucas 1 versículo 2). De ahí que, a diferencia
de los relatos hagiográficos de la época, no buscaran pintar las cualidades de Jesús o cantar sus
loas como carácter moral. En realidad, si acaso, los textos se caracterizan por una escasez
pasmosa de detalles sobre la persona de Jesús como individuo. Lo interesante en Jesús era que
había cumplido las profecías mesiánicas entregadas a Israel a lo largo de los siglos, que su
muerte expiatoria ofrecía la vía de salvación para la Humanidad y que su llamado universal se
dirigía no. Manera ineludible, a permitir que Dios operar un cambio radical de la persona aquí
y ahora, al convertirse verdaderamente en el Rey de su existencia.
Estos aspectos resultan aún más obvios cuando descendemos al terreno concreto de cada uno
de los Evangelios. Marcos parece mostrar la influencia del género biográfico clásico. Mateo
también permite trazar paralelismos con biografías antiguas, pero, a la vez y de manera
predominante, resulta obvio su uso preponderante de elementos procedentes del judaísmo y
del cristianismo primitivo. A esto hay que añadir que los destinatarios de su obra son no tanto
la gente de fuera como la de dentro, no tanto los no conversos como los discípulos. Lucas, sin
duda, es el que presenta mayor paralelismo con los géneros literarios grecorromanos y así ha
sido captado por los especialistas. Para Aune, por ejemplo, Lucas y Hechos son un claro
ejemplo de historiografía grecorromana y para Talbert, se trataría más bien de una biografía.
Con todo, son innegables los elementos judíos que han participado de manera decisiva en la
obra de Lucas.
Finalmente, Juan, pese a sus diferencias con los otros Evangelios, se asemeja más a éstos que a
cualquier otra obra y así ha sido puesto de manifiesto por diversos estudiosos que lo
consideran una indiscutible fuente histórica (Talbert, Robinson). Concebidos los cuatro en
buena medida para uso interno (Mateo, Marcos), resulta obvia su finalidad externa (Lucas 1
versículos 1 al 4, Juan 21 versículos 30 al 31).
En términos generales, por lo tanto, podríamos decir que los Evangelios canónicos encajan en
el género biográfico-histórico existente en la literatura grecorromana, género, por otro lado,
muy diferente de la