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WOLFHART PANNENBERG

ANTROPOLOGIA
EN PERSPECTIVA
TEOLOGICA
Implicaciones religiosas
de la teoría antropológica

EDICIONES SIGUEME - SALAM ANCA, 1993


CONTENIDO

P ró lo g o ................................................................................................................. 11

in tr o d u c c ió n : T e o lo g ía y antropología .................................................. 15

I
EL H O M B R E E N L A N A T U R A L E Z A Y LA N A T U R A L E Z A
DEL HOM BRE

1. El lugar señero del hombre. ............................. ■.............................. 33


2. Apertura al m undo e im agen de D i o s ........................................... 53
3. Centralidad y pecado ............................................................................. 99

II
EL H O M B R E C O M O SER SO C IA L

4. Subjetividad y socied ad ....................................................................... 195


5. La problem ática de la identidad ...................................................... 237
6. Identidad y no-*identidad com o tem as de la vida afectiva . . . 303

III
EL M U N D O C O M U N

7. L os fundam entos de la cultura ........................................................ 395


S. El sentido cultural de las instituciones sociales ....................... 499
9. El hombre y la historia ......................................................................... 613

In d ice d e c ita s b íb lic a s ................................................................................. 673


In d ice d e a u to re s .............................................................................................. 677
ín d ic e a n a lític o .................................................................................................. 689
In d ice g e n e ra l .................................................................................................... 707
PROLOGO

En el problema de la naturaleza del hombre, la cultura se­


cularizada del occidente moderno ha postergado la religión en
mayor medida que cualquier otro aspecto de la realidad humana.
De un modo cada vez más tajante, la opinión pública de la
modernidad se representa la religión como una necesidad se­
cundaria, que no se halla entre los rasgos que constituyen el ser
hombre. Así, su inmensa influencia en la historia se vuelve un
punto oscuro que requiere explicación; y la explicación se ofrece
haciéndola derivar de otros datos supuestamente más fu n d a ­
mentales y libres de toda condición que ella les imponga. Se da
va siempre por supuesto que las afirmaciones religiosas no son
susceptibles de verdad y que no han de ser admitidas en la
controversia científica como opciones que quepa tomar en Serio.
Se las considera, antes bien, la expresión de ciertas necesidades
meramente subjetivas, que toca aclarar a la psicología o a la
sociología.
Mas ningún factor constitutivo de la realidad humana se deja
expulsar de la conciencia sin que surjan con el tiempo secuelas
destructivas para la integridad de la vida individual y social del
hombre. Quizá la actual extensión de las deformaciones neu­
róticas de la personalidad tenga que ver con la represión de la
religión y de su función para que los individuos encuentren sen­
tido a la existencia, más que con cualquier otro factor aislado.
Y acaso valga también lo mismo respecto de la lenta y subrepticia
pérdida de legitimidad de las instituciones sociales en todos los
sistemas políticos.
■12 Prólogo

En este libro, el interés primordial no_ está puesto en la


religión en tanto que tema especial y objeto de un sistema parcial
de la vida social a él dedicado; sino que el interés se dirige,
ante todo, a la dimensión religiosa de la realidad vital humana
en su peculiaridad estructural y en sus más importantes form as
de manifestación. Si la realidad del ser Hombre no estuviera
marcada en toda su extensión p o r referencias a la temática re­
ligiosa, la religión tendría que someterse desde un principio, en
tanto que problema especial de la conducta }> de la institucio-
nalización, a un aislamiento en el que al final quedaría obsoleta­
o no podría ya cumplir más que una función compensatoria. En
el trabajo de las ciencias humanas, sólo raramente se dedica a
esas referencias la atención que merecen. Por ello, es preciso
sacarías expresamente a la luz en el interior de los fenómenos
que investigan estas disciplinas, y devolver, así, su dimensión
religiosa a la conciencia pública acerca de la naturaleza del
hombre. Por esta tarea tiene también que interesarse la teología
cristiana; pues sin conciencia pública de la importancia cons­
titutiva e inalienable de la problemática religiosa para ser honi
bre, los enunciados específicamente• cristianos acerca de éste
quedañ confinados en un ámbito cultural marginal y deben su
vigencia sólo al número de quienes los sostienen, y no al peso
de sus pretensiones de verdad.
La preparación de este libro ha llevado al autor fres decenios.
Algunos de los frutos de la primera fa se del trabajo fueron p u ­
blicados en jornia de conferencias —originalmente destinadas a
la radio— en 1962, con el título ¿Qyié es el hombre? El lector
reconocerá aún en esta obra los rasgos fundamentales de aquella
interpretación e integración teológica de los fenóm enos de los
que se ocupan las ciencias humanas. Pero el marco teórico, que
en la forma de entonces sólo podía insinuarse, se ha desarrollado
posteriormente. Así, en aquel tiempo no se había dado, por
ejemplo, con ese hilo conductor que es el problema de la iden­
tidad y que ahora impregna totalmente esta exposición. Por otra
parte, se ha ampliado notablemente el círculo de los objetos
tratados.
Uno a la publicación de estas investigaciones mi agradeci­
miento a las universidades de Manchester y Dublín, que, al
concederme su doctorado honoris causa en teología en los años
Prólogo n

en que trabajaba en la redacción definitiva de este libro, me


infundieron nuevos alientos. Debo también gratitud, por su ayuda
en la composición del manuscrito, a mi secretaría, la señora
Gaby Berger. A mis asistentes Achim Dunkel, Lothar Kugebnann
y al doctor Gunther Wenz les agradezco su ayuda en la ‘corrección
de las pruebas; ’al señor Kugelmann, además, la elaboración de
los índices de nombres y de citas de la Escritura; y a mi colega
el señor Wenz, la laboriosa composición del índice de materias.
Tengo —y no en el último lugar— que agradecer a mi mujer
que haya seguido con tanta paciencia e interés la gestación del
libro a lo largo de todos estos años, y que en tantos momentos
críticos me haya alentado a proseguir un trabajo que se dilataba
indefinidamente. A ella, con quien en estos decenios he arros­
trado la aventura de una vida humana e indagado sus dimen­
siones, va, como fu e ya su predecesora, dedicada esta obra.

Grafelfing, julio de 1983

Wolfhart Pannenberg
INTRODUCCION

TEOLOGIA Y ANTROPOLOGIA

Se ha hecho con frecuencia la observación de que en la historia


moderna de la teología la fundamentación de ésta ha ido consis­
tiendo cada vez más en una visión sobre el hombre. En la teología
protestante puede seguirse este proceso partiendo de su orien­
tación inicial a la «praxis» de la necesidad humana de salvación,
pasando por el deísmo y el racionalismo moral de la ilustración
tardía, hasta el período clásico de la teología evangélica alemana
tras la renovación del concepto de religión debida a Schleier­
macher; y, luego, a través de la teología neopietista del despertar
religioso y sus herederos, hasta la teología liberal y. las discu­
siones desencadenadas por la teología dialéctica de nuestro siglo,
tal como han tenido lugar en la fase de esta historia que ha
quedado clausurada al imponerse, frente a K. Barth, la interpre­
tación existencial del mensaje cristiano hecha por R. Bultmann.
La teología católica, después de la dilación de la neoescolástica,
ha ido finalmente por el mismo camino. La obra de Karl Rahner
es paradigmática en este sentido. •
Tal concentración en la antropología de la problemática en
torno a los fundamentos de la teología va a la par con la evolución
moderna de la idea filosófica de Dios. La filosofía moderna, en
la medida en que no ha profesado el ateísmo ni se ha aferrado
a! distanciamiento del agnosticismo, ha pensado cada vez más
resueltamente a Dios como supuesto de la subjetividad humana
y. así, a partir del hombre, y ya no a partir del mundo. La pregunta
por la realidad de Dios arrancaba siempre, no ya del mundo
16 Introducción

natural como tal, sino de la experiencia humana tanto del mundo


como de la propia existencia en él. El hombre parecía no poder
comprenderse a sí mismo en su relación con el mundo más que
bajo el supuesto de Dios como creador común de ambos. Se
encuentran pruebas de este esquema intelectual ya en Nicolás de
Cusa, en el siglo XV; y fue luego hallando variaciones y énfasis
diversos en Descartes, Leibniz, Kant, Fichte, Schelling, Hegel1.
Toda la historia de la teología filosófica en la edad moderna tiene
en común no partir ya del cosmos para demostrar por modo físico
a Dios como causa primera del acontecer natural. En vez de ello,
argumentaba desde la existencia y la experiencia para mostrar
que Dios está supuesto ineludiblemente en cada acto de la exis­
tencia humana. Para la teología y la filosofía de los Padres de la
Iglesia y del medievo, ésta no había sido más que una línea
secundaria de argumentación. No tenía ella que soportar todo eS
onus probandi de la idea de Dios. Se podía también y sobre todo
argumentar inmediatamente a partir del orden del ser. En cambio,
el pensamiento moderno tuvo que renunciar a afirmar la necesidad
para ía física de aceptar a Dios como causa primera del acontecer
natural, porque la ciencia moderna no, parecía necesitar ya de la
«hipótesis Dios» desde la introducción del principio de inercia
o, a lo sumo, desde la teoría mecánica de la fonnación de los
planetas. ,
En la concentración sobre la comprensión del hombre de los
problemas de fundamentos de la teología se reflejan, pues, el
estado espiritual general de Sa edad moderna y su evolución, en
la expresión característica que ha encontrado en el curso de la
filosofía moderna. El desarrollo mismo de la filosofía constituyó
uno de los impulsos dei creciente antropocentrismo del pensa­
miento teológico. La concentración filosófica sobre el hombre
en tanto que sujeto de toda experiencia, así como también de la
reflexión filosófica misma, tenía que repercutir en la teología.
La teología física de los siglos XVIÍ y XVIII, que aspiraba a
conocer al sabio constructor del mundo a partir de la teleología

1. Este proceso lo ha descrito conipendiadamente W. Schulz en sus lec­


ciones de 1957 tituladas El Dios de la metafísica moderna, México 1961.
Acerca de la concentración sobre la antropología de la teología filosófica a lo
largo de este proceso, cf. también mi articuló: Anthropologie und Gottesfrage,
en Gottesgedanke und ntenschliche Freiheil, 1972, 9-28.
Introducción 17

del cosmos, quedó en cambio como una vía lateral que fue aban­
donada con el tiempo. - ' -
Pero no puede atribuirse sólo a ia influencia de la filosofía
ei creciente antropoceótrismo que se muestra en ei desarrollo de
la teología cristiana moderna. Ha habido aún para él un segundo
motivo genuinamente teológico: el hecho de .tjue la teología cris­
tiana está referida a ia cuestión de la salvación del hombre. La
concentración teológica en tomo al hombre se apoya, ya en la
fe cristiana antigua, sobre la encamación de Dios. En la tradición
agustiniana adquirió la forma de la referencia a la problemática
de ia salvación del individuo. La religiosidad penitencial de la
edad media exacerbó esta tendencia, que culminó luego en la
reforma luterana y se prolongó en el pietismo. El problema del
pecado y la gracia se vio aquí restringido a ser la cuestión religiosa
vital del hombre individual, mientras retrocedía a segundo plano
ei dominio cósmico de Dios en la creación y en el futuro esca-
tológico de su Reino. Tal tendencia se plasmó en toda su pureza
en el protestantismo luterano, en tanto que en la tradición cal­
vinista permanecieron más vivos y actuantes el contexto, social
y ana concepción deJ poder de Dios referida a él. Si bien, pues,
la forma individualista de la cuestión religiosa de la salvación
no es en ei protestantismo más que una línea de su desarrollo
entre otras, imprime, sin embargo, un carácter especial al con­
junto. La reducción antropocéntrica de la teología que se co­
rresponde con ella halló su expresión clásica en la teología de la
conciencia moral del despertar religioso. La teología del senti­
miento de Schleiermacher volvió, en cambio, a ligar al individuo
con la comunidad. A pesar de ello, no se libró de verse envuelta
en [a acusación que afirmó que toda la teología neoprotestante
del XIX había sucumbido al egoísmo antropocéntrico de la sal­
vación y, por lo tanto, al individualismo religioso. Tal acusación
fue formulada al comienzo del siglo XX en la obra de Erich
Schaeder, Theozentrische T heologiél, 1909. La crítica de Hegel
a ia teología neopietista del despertar religioso de su tiempo —que
iba en la misma dirección que la mencionada acusación— quedó
a la larga sin efectos dignos de nota. En cambio, el giro teocén-
trico de Schaeder fue prolongado por la teología dialéctica de la
primera hora y, a través de ella, se ha impreso indeleblemente
en la conciencia teológica de nuestra época.
18 Introducción

Comprobar que la ‘repetidamente aludida concentración an­


tropológica no puede atribuirse únicamente a la influencia de la
filosofía, sino que se nutre ante todo de motivos propios, de
motivos teológicos que. sin embargo, sólo han desplegado toda
su eficacia en la edad moderna, muestra que esta evolución sólo
puede entenderse como expresión de la situación espiritual global
de este tiempo. Lo cual se hace también patente en que el fe­
nómeno en cuestión ha recibido fuertes impulsos todavía de otro
lado: de la historia social moderna. Se trata, en este caso, del
proceso de privatización, o, al menos, segmentación, a que se
ha sometido a la religión. Después de las guerras de religión de
los siglos XVI y XVII, las confesiones cristianas perdieron en
mayor o menor grado el carácter de religión del Estado. El Estado
se hizo neutral en materia religiosa. La confesión religiosa se
volvió asunto privado del individuo o de ciertas asociaciones
libres de individuos. Incluso donde la privatización de la con­
fesión religiosa no se llevó a cabo tan radicalmente como en los
Estados Unidos, por ejemplo, los Estados aceptaron antes o des­
pués el principio de la neutralidad religiosa, y la 'consecuencia
fue, también en estos.casos. una segmentación de la problemática
religiosa y su reducción al ámbito de la vida privada y las ins­
tituciones competentes en la materia, mientras que el ordena­
miento político y económico de la sociedad se desprendía de su
vinculación con concepciones religiosas. Se registra esta tenden­
cia. independientemente del hecho de que algunos países mues­
tren particularidades que se apartan de ella. Se da, también, con
independencia del problema de si en efecto la vida social puede
desligarse así de la temática religiosa, o bien interviene un ele­
mento de autoengaño. La tendencia a la segmentación y a la
privatización de la religión es una de las corrientes dominantes
de la historia moderna, y explica la gran importancia que ha
alcanzado el pietismo en la historia de la religiosidad de esta
época. La religiosidad pietista del corazón ocupó justamente ese
espacio de la intimidad privada que aún concedía a la religión el
Estado. El pietismo hizo virtud de la necesidad de la privatización
de la religión, al erigir la intimidad del hombre en reducto de su
problemática religiosa. Sin embargo, la religiosidad pietista no
podía afirmarse en la confrontación espiritual más que si con­
seguía mostrar la validez universal humana de la intimidad
Introducción 19

religiosa2. Ocurrió ello, en primer lugar, gracias al moralismo


teológico de la Ilustración, especialmente en Ja forma de la teo­
logía de la conciencia moral, que, frente a la disolución de la
religión en la moral, sacó teológicamente partido, a la inversa,
de la justificación moral de la religión, tal como había sido
defendida por Rousseau y, siguiendo las huellas de éste, por
Kant. Sin embargo, fue Schleiermacher quien expuso clásica­
mente la independencia de ia religión sobre la base de la piedad
privada a partir de sus Reden iiber die Religión de 1799. Lo
consiguió fundando la validez humana universal de la religión
mediante la reclamación para ella de «una provincia propia del
espíritu» que no es reducible ni a la moral ni a la metafísica y
en la que, sin embargo, posee su raíz la unidad de la individua­
lidad. Desde el punto de vista de la sociología del conocimiento,
lo que tuvo así lugar fue la autoafirmación de la religión —que
había sido relegada a la esfera privada— utilizando precisamente
el recurso de que la esfera religiosa privada en tanto que tal tiene
validez universal humana. Efectivamente, la cuestión de lo que
es umversalmente humano se ha convertido en la modernidad «n
c¡ terreno sobre el que se decide la legitimidad de todas las
concepciones en pugna, del mismo modo que en la sociedad
medieval lo fue la revelación cristiana. Esto explica el significado
fundamental de la antropología —o de las discusiones en tomo
a temas antropológicos— en la vida pública de la época. Así
como antes de la división confesional y de las atrocidades de las
guerras de religión el fundamento de la unidad espiritual de la
sociedad lo había constituido el cristianismo, de la misma manera
desde el siglo XVII se había establecido como base de la con­

2. A propósito de la distinción de J. S. Sem ler entre religión pública y


privada, T. Rendtorff tiene, pues, razón cuando §eñala (Kirche ttnd Theologie,
1966, 36s) que la relación entre privacidad y validez universal se invirtió
respecto de la evolución que hasta entonces se había dado: las Iglesias con­
fesionales oficiales, que gozaban antes en Alemania de plena autoridad pública,
se rebajan hasta el nivel de organizaciones particulares, cuya esfera se convierte
cu asunto privado, en tanto que la conciencia religiosa privada se vuelve, como
conciencia teológica, universal, y representa ia forma umversalmente válida
de ¡a problem ática religiosa en la modernidad. Este estado de cosas fcia vuelto
recientemente a ser subrayado por F. W agner, que remite a Th. Luckm ann,
La religión invisible. E l problem a de la religión en la sociedad moderna.
Salamanca 1973, 32ss.
20 Introducción

vivencia social la concepción del hombre, de sus derechos y de


los valores de la humanidad. .. • ■
Se-comprende que no solamente el cristianismo, sino también
la impugnación de toda fe religiosa que es el ateísmo buscaran
■probar su validez universal en el .terreno de la antropología.
Ocurre así tanto en Ludwig Feuerbach como en el marxismo, en
F. Nietzsche, en S. Freud y en los seguidores de todos ellos. Si
puede probarse que la religión no es más que un producto de la
fantasía y la expresión de la autoalienación del hombre cuyas
raíces analiza la crítica de la religión, entonces la fe religiosa y
especialmente el cristianismo, con su tradición y su predicación
pierde toda pretensión de credibilidad general en el contesto de
la vida moderna. La fe cristiana tiene en tal caso que dejarse
clasificar al lado de cualesquiera otras formas de superstición.
Sin pretensión convincente de validez universal, la fe y la
proclamación cristianas no pueden preservar la conciencia de su
propia verdad. Una verdad que sólo fuera mi verdad, que no
fuera universal ¿ú siquiera en su pretensión, que no hubiera de
valer para todos los hombres, no podría ser verdadera tampoco
para mí. Considerar cómo ésto es así arroja claridad sobre el
hecho de que la fe cristiana no puede renunciar al esfuerzo por
defender sus derechos a la verdad; y en ia edad moderna tal
defensa tiene que llevarse a cabo en el terreno de la interpretación
del ser hombre y en la controversia en tomo al problema de si
la religión pertenece indispensablemente al «ser hombre» del
hombre o, por el contrario, coopera a alienar al hombre de sí
mismo3.
Por estas razones, la teología cristiana tiene que conquistar
en la modernidad su fundamentación en el terreno de los análisis
antropológicos generales. No se trata de una posición que puede
adoptarse o dejarse de adoptar. Nadie puede escoger el estado
del problema en el que él desearía intervenir con su aportación
personal, sea ésta de la naturaleza que sea. Así le ocurre también >
a la teología cristiana enfrentada al estado de la discusión que

3. Sobre ello puede verse una exposición mía más pormenorizada: Reden
van Gott angesichls atheistischer K ritik, en Gottesgedanke und menschliche
Freiheit, 1972, 29-47. También: P. L. Berger, A u f den Spuren der Engel. Die
im derne Gesettschaft und die Wiederentdeckung der Transzendenz (versión
alemana: 1970). ■
Introducción 21

he esbozado, tal como se ha ido constituyendo en la edad mo­


derna'. Hay entonces, desde luego, el peligro de encerrar' a .la -
teología en el antropocentrismo. Tal riesgo fue visto perfecta­
mente por E. Schaeder y, sobre todo, por Karl Barth. Se trata
dei peligro de que el hombre, en la teología, sólo se ocupe de
> sí mismo en vez de ocuparse de Dios, y yerre así el tema de
aquélla. Y, sin embargo, la teología, si no quiere ser víctima de
una ilusión acerca de lo que ella misma hace, debe comenzar
por reflexionar sobre la importancia fundamental que tiene la
antropología para todo el pensamiento moderno y para toda pre­
tensión de validez universal que pueda ser defendida en la mo­
dernidad por los enunciados religiosos. Si no obrara así, se li­
mitaría a trabajar, involuntariamente, en complicidad con la
crítica ateísta que reduce la religión y la teología a la antropología,
a saber: a postulados y fantasías humanos. Es verdad que la
reducción de la teología al problema de la salvación del hombre
—tal como ha sucedido sobre todo bajo la influencia del pie­
tismo— ha eliminado en gran medida del campo visual el hecho
de que no es la experiencia religiosa del hombre, sino la divinidald
de Dios, lo que debe estar objetivamente para la teología en
primer plano. vEn todo caso, así es para aquella que recuerda el
primer mandamiento y quiere apoyarse en el mensaje de Jesús;
Buscad primero el reino de Dios.
Mas la teología sólo puede defender la verdad de su discurso
acerca de b io s precisamente si comienza argumentando en el
campo de la antropología saliéndole al paso a la crítica ateísta.
De otro modo, todas sus afirmaciones sobre la preeminencia de
la divinidad de Dios, por tajantes y rigurosas que puedan ser, no
pasan de meras aseveraciones subjetivas que no pueden reclamar
seriamente validez universal. Esta ha sido la tragedia de la teo­
logía dialéctica y, en especial, de la de Karl Barth. Al desdeñar
argüir sobre el suelo de la antropología en favor de que la pro­
blemática religiosa no puede soslayarse, quedó expuesta, sin
defensa alguna, a la sospecha de que su fe es una posición sub­
jetiva y arbitraria. Al rechazar la antropología, cayó precisamente
en la dependencia de los condicionamientos antropológicos. Al
establecer Barth, en el lugar de una fundanraentación, la mera
decisión de empezar por Dios mismo, impulsó contra su voluntad
el más exacerbado.subjetivismo teológico. No hay nada que haga
22 Introducción

patente con más claridad lo ineludible en general de la justifi­


cación racional de la teología y, dadas las condiciones de la
modernidad, lo inevitable en particular de la justificación antro­
pológica de la argumentación teológica. Sólo sobre tal base puede
hacerse ver que la tesis teológica de la soberanía de Dios es algo
más que una posición arbitraria de la conciencia piadosa o, sen­
cillamente, del teólogo.
De lo que llevo dicho se desprende que la antropología se ha
convertido en la modernidad, de hecho —mas también con ne­
cesidad objetiva— , en el terreno sobre el que la teología tiene
que fundamentar la pretensión de que sus enunciados poseen
validez universal.
Pero ¿qué terreno es éste? ¿se trata de cosa tal como una base
neutra que no prejuzgaría —en sentido negativo— la índole y la
solidez del edificio teológico que hubiera de levantarse sobre él?
Justamente contra esto se dirigía la sospecha de Karl Barth. Y
la misma dirección es la que toman los resultados de las inves­
tigaciones del filósofo O. Marquard en tomo a la historia del
concepto de antropología4, si bien el interés que para Marquard
tiene esta cuestión es el opuesto del que tenía Barth en ella.
Según Marquard, el término anthropologia se utilizó sólo a partir
del siglo XVI para designar una disciplina que forma parte de la
psicología metafísica. El tema de tal psicología metafísica no era
solamente el hombre, sino tambiért Dios y los ángeles, y, además,
las almas de los animales. Para la psicología especial del hombre
se introdujo el término «antropología». Pero al hacerlo se abrió
también la posibilidad de que la doctrina acerca de la naturaleza
del hombre (doctrina humanae naturae) pudiera separarse e in­
dependizarse de ese marco metafísico. Según Marquard, en efec­
to, la filosofía académica se emancipó, bajo el título «antropo­
logía», de la tradición metafísica vinculada con la teología, y se
planteó la pregunta: «¿Cómo deben determinarse la índole y el
destino del hombre, si no cabe haóerlo (ya) mediante la metafísica
ni (aún) mediante la ciencia experimental y matemática de la
naturaleza?» (363). En opinión del mismo filósofo, los moralistas

4. O. Marquard, Zur Ceschichte des philosophischen Begriffs «A nihr


polagic» seil dem Ende des JS. Júhrhunderts: Collegium Philosophicum ( i 965)
209-239, asi como, del mismo autor, el artículo Anthropologie, en J. Ritter
(ed.). Historisches Wórterbuch der Philosophie I, 1971, 362-374.
Introducción 23

franceses e ingleses pusieron las bases para una concepción del


hombre, metafísicamente neutra e imparcíalmente impregnada por
el conocimiento del mundo. Ya no se definía al hombre pri­
mordialmente en el sentido de la teología o de la metafísica, sino
empíricamente, visto en e i contexto de la naturaleza, de nuevo
a! modo como lo hacía la filosofía estoica de la antigüedad tardía3.
La «nueva antropología» se convirtió en el fundamento de la
cultura secular nacida tras el final de las guerras de religión de
Jos siglos XVI y XVII. Esta cultura se constituyó separada de
las Iglesias cristianas en pugna.
Ahora bien, M arquard tiene razón en cuanto que ya el mero
concepto de la antropología manifiesta que la cuestión del hombre
se independiza respecto de la dogmática cristiana y de la meta­
física determinada por ella. Pero hay que destacar, en contra de
lo que Marquard expone, que no tenía porqué ir asociado a ello
sin más un giro anticristiano. Sucedió, más bien, que 'ciertos
motivos de la fe cristiana se introdujeron, implícitamente y ex­
plícitamente, en la nueva antropología. Tendré que mostrar que
es así caso por caso. Mas lo,cierto es que la nueva antropología,
con su orientación em pírica, se desligó de las dogmáticas con­
fesionales y también de la metafísica tradicional aristotélica. La
importancia constitutiva que tiene la relación religiosa para el ser
hombre fue pasando cada vez en m ayor medida a segundo plano
en este proceso de aislamiento e independencia de la antropología
—y eso cuando aún siguió siendo en general visible y recono­
cible— .
Así pues, en la antropología moderna se refleja la indepen-
dización del hombre de esta época respecto de los sistemas doc-

5. Esta situación la puso de relieve W . Dilthey en su investigación pionera


del año 1891 sobre Hombre y mundo en los siglos X V I y XVÍl, M éxico-Buenos
Aires 1947, 1-89, y sobre todo, en el tratado de 1904 Ober die Funktion der
Anthropologie in der Kultur des ¡6. und ¡7. Jahrhunderts (ibid., 416-492,
especialm ente, 442s). El descubrim iento de la interioridad del alma y su de­
sarrollo en la m ística medieval (420s) lo unía Dilthey con «las doctrinas estoicas
sobre el nexo teleológico de ia naturaleza, la autoconservación y Jas disposi­
ciones ínsitas en nuestro ser en las que desarrolla aquél su causalidad teleológica;
la caída del hombre arrastrado por los afectos, y su esclavitud bajo las pasiones;
y, finalm ente, la liberación por el conocim iento de los “ valores de la vida” »
(450). Esta nueva visión del hombre se convirtió luego en el «fundam ento de
las obras que emprendieron la construcción de un sistem a natural del derecho,
el Estado y la religión, y que trataron de traer toles sistem as a vigencia práctica»
(ibid.).
24 Introducción

trinales, escindidos confesionalmente, de la teología cristiana y,


con ello, respecto de la forma explícita de la problemática reli­
giosa.. Esto hace patente hasta qué punto sería ambiguo querer
fundar la teología —la dogmática cristiana— sobre las concep­
ciones del hombre que han surgido en el curso del abandono de
la dogmática cristiana.: La crítica de Barth al antropocentrismo
de la teología decimonónica lleva sin duda razón cuando le re­
procha que se dejó guiar demasiado cándida e irreflexivamente
por posiciones filosóficas que estaban apoyadas en la indepen-
dización de! hombre respecto a la teología y su problemática.
Así ocurrió, por ejemplo, con la filosofía moral kantiana; pero
ya también con la doctrina del mismo Kant sobre las estructuras
atem porales del sujeto racional com o fundam ento de toda
. experiencia6. No hay, sin embargo, que dejarse extraviar por este
rechazo del problema teológico del hombre que, aunque más o
menos no reflejó, está implícitamente en acción en la mayoría
de las aportaciones modernas a ia antropología; no hay que dejarse
llevar por él a exigir, sin más, que la teología no tenga que ver
con esa, antropología, sino que —como gustan de decir— se'
dedique a desarrollar su tema propio .sin que la antropología la
perturbe lo más mínimo. El hecho de que ésta, por sobre todas
las diferencias de sus diversas disciplinas y sus distintos culti­
vadores, vaya globalmente acompañada a lo largo de su historia
por una determinada tendencia, de modo que precisamente a la
teología no le quepa echar mano de ella sencillamente como base
neutra para montar sobre sus resultados las reflexiones propias,
debería sólo enseñar a la teología que no puede aceptar inge­
nuamente las aportaciones de la antropología no teológica como
fundamento para sí misma, sino que tiene que apropiárselas crí­
ticamente. Esta apropiación crítica del trabajo antropológico ex-
trateológico es necesaria, debido a que, por las razones señaladas,
las relaciones de los datos antropológicos con la problemática
teológica han sido cegadas en gran escala ert esa labor. Que la
apropiación crítica de esos datos le es posible al pensamiento
teológico, es algo que el teólogo puede lícitamente esperar, si el

6. F. Delekat ha analizado todo ello minuciosamente en su Immanuel


Kant. Historisch-kritische Interpretation der Hauptschriften, 1963. Véase mi
recensión: Theologische Motive im Denken Immanuel Kants: Theologische
Literarurzeitung 89 (1964) 897-906-
Introducción 25

Dios de la Biblia es el creador de toda realidad. Mas no es posible


decretar de antemano que esa expectativa es correcta. Hay que
mostrarlo en los fenómenos antropológicos mismos. Y el plan­
teamiento de la cuestión correspondiente posee sentido y es ne­
cesario también en el caso de que la pregunta no haya de poder
decidirse definitivamente de modo simple. Lo cual es de con­
jeturar de antemano, a la vista de la índole de la idea de Dios
por lo que hace a su relación con la totalidad aún no clausurada
del mundo y de nuestra experiencia de él, que sobrepasa toda
perspectiva empírica finita en que pretendamos situamos.
No hay que confundir apropiación crítica por parte de la
teología de las investigaciones antropológicas no teológicas, con
el «conectar» la teología a la visión que el hombre tiene de sí
mismo que exigía desde los últimos años veinte E. Brunner7 y
exige también, frente a Barth, en una forma restringida, R.
Bultmann8. La idea de esta conexión supone, sobre todo en Brun­
ner, que, si bien el tema de la teología tiene su consistencia
propia, debe ser aproximado aún en cierto sentido al hombre. El
interés misionero- exige, según esta perspectiva, que la teología
conecte con la situación del hombre al que interpela la predi­
cación, al modo como Dios mismo lo hizo en su revelación. Pero
así no se modifica críticamente la antropología no teológica, ni
se realiza, medíante tal modificación, la apropiación teológica
de ella. La antropología no teológica sigue alzándose entonces
frente a la teología como algo diferente de ella, y la teología,
que, por su parte, permanece también contrapuesta a esa antro­

7. E. Brunner, N atur und Gnade (1934).


8. R. Bultmann, Ankniipfung und Widerspruch (1946), en Glauben und
Ventehen l l (1952), 177ss (trad. cast.: Creer y comprender, Barcelona 1976).'
A diferencia de Brunner, para Bultmann el tema de la teología sólo podía
exponerse existenciaim ente, como antropología. Como, según él, este conec­
tarse solventaba la contradicción entre revelación y hombre pecador, adoptó
en esta cuestión una’ posición intermedia entre las de Barth y Brunner, Pero,
debido a que entendía la revelación como juicio y negación del hombre, no
consiguió llegar a una apropiación crítica de la antropología existencialista
—que él consideraba que era la más importante—, sino que dejó vigente la
inteipretación preteológica del hombre que se exponía en el análisis heideg­
geriano del ser-ahí, sin discutir críticamente sus tesis una por una. Se limitó a
calificarla global y negativamente como la descripción de la comprensión de
la existencia que posée el pecador, y la utilizó, tal cual, como contraste negativo
para la teología.
26 Introducción

pología, debe conectarse con este algo totalmente distinto de ella


misma. '
■ El postulado que exige que haya apropiación crítica de la
antropología tiene otro sentido. Lo que importa para él es el
empleo teológico de los fenómenos del ser hombre que describen
las disciplinas antropológicas. Lo cual se hace tomando la des­
cripción secular de éstas como una aprehensión solamente pro­
visional del estado de las cosas, que debe profundizarse mos­
trando en los propios datos antropológicos una dimensión ulterior
y teológicamente relevante. La conjetura de que es posible mos­
trar en particular tales aspectos en los estados de cosas que in­
vestigan otras disciplinas, es la hipótesis general que determina
el método del presente trabajo, y habrá que corroborarla en cada
uno de los análisis. El hecho de que esos aspectos no hayan sido
ya elaborados por las disciplinas extrateológicas de la antropo­
logía, y sólo se los mencione marginalmente y casi nunca se los
sitúe en el centro de la perspectiva, se explica por la motivación
que ha guiado la evolución de la antropología moderna en sus
diversas disciplinas; pues las investigaciones antropológicas se
han desarrollado en ruptura con las dogmáticas confesionales en
pugna y con la metafísica de cuño teológico, a fin de fundar
sobre una base nueva y empírica, que aparentemente no está aún
constituida por la problemática religiosa de la existencia.
¿En qué relación se encuentra la tarea de la apropiación crítica
de las investigaciones y teorías antropológicas extrateológicas
respecto de la antropología dogmática tradicional, que se desa­
rrolló, en el marco de la doctrina de la creación, como doctrina
acerca del estado original y la caída de Adán?
La antropología dogmática gira en tomo a dos temas centrales:
el ser hombre a imagen y semejanza de Dios y el pecado. Junto
a ellos se trataban, además, la relación entre eí cuerpo y el alma
y una serie de otras cuestiones, en gran parte vinculadas a las
mencionadas. Pero éstos no eran los temas específicamente dog­
máticos de la doctrina teológica sobre el hombre. En cambio,
los dos temas antropológicos capitales de la teología —el hombre
imago Dei y el pecado— mostrarán ser centrales también en el
intento de interpretar teológicamente las implicaciones de la in­
vestigación antropológica no teológica. Ahora bien, no hay que
identificarlos con el viejo marco, superado desde el punto de
Introducción 2?

vista de la concepción del mundo, de la doctrina del estado


original y la caída. Se echa entonces de ver que las doctrinas de
la imago D ei y del pecado tematizan los dos aspectos funda­
mentales de las más diversas relaciones de los fenómenos antro­
pológicos con la realidad divina. En el caso del ser del hombre
a imagen y semejanza de Dios, lo importante es la vinculación
del hombre con la realidad de Dios, que determina también la
posición del primero con respecto al mundo natural. De lo que
se trata, en cambio, en el pecado, es de la lejanía fáctica de Dios
en que se halla el hombre, cuyo auténtico destino, sin embargo,
es la unión con Dios. A sí, el pecado debe tematizarse como
contradicción del propio hombre consigo mismo: com o íntimo
desgarro del hombre. La oposición entre proximidad a Dios y
lejanía de él determina toda la vida religiosa. Esta oposición se
expresa en la polaridad fundamental de lo santo y lo sacrilego,
lo puro y lo impuro, así como en la oposición entre !o santo y
lo profano. Las nociones de imago et similitudo D ei y de pecado
designan la forma en que antropológicamente se manifiesta esta
oposición básica de toda la vida religiosa; pero también es cierto
que la matizan de un modo específico, característico de la tra­
dición judeo-cristiana. La indicación de que en este énfasis es­
pecífico se muestra una tensión de oposición muy general sólo
significa de momento que no es particularmente asombroso que
cuando se pregunta a los estados de cosas antropológicos por sus
implicaciones religiosas y, por tanto, teológicamente relevantes,
hacerlo conduzca a las nociones de imago et similitudo D ei y de
pecado. No cabe tampoco excluir que el matiz específicamente
cristiano que dan esos conceptos a la tensión entre cercanía y
lejanía respecto de Dios, pueda ser especialmente esclarecedor
para los fenómenos antropológicos que son destacados por los
métodos empíricos. Se verá que, incluso, han cooperado histó­
ricamente a que se recorriera ei camino que llevó a descubrirlos.
Sin embargo*, no me propongo desarrollar aquí una antro­
pología dogmática. La antropología dogmática tradicional supone
ya la realidad de Dios cuando habla de que el hombre es a imagen
y semejanza suya, y no desarrolla este concepto a partir de los
datos de la investigación antropológica, sino desde los enunciados
de la Biblia. Al dar ya por supuesta la realidad de Dios cuando
se dispone a hablar del hombre, renuncia a la posibilidad de
28 Introducción

argüir también ,en el plano de los datos antropológicos en el que


la realidad de Dios puede ser introducida, a lo sumo, como un
punto de referencia problemático de la conducta humana, pero
no apodícticamente como un aserto dogmático. Además, una
antropología que supusiera ya la realidad de Dios no podría apor­
tar nada para la cuestión global de la fundamentación de la teo­
logía, cuyo tema es, por cierto, justamente la realidad de Dios.
Frente a la antropología dogmática tradicional, los análisis
que voy a desarrollar deberán caracterizarse en conjunto como
una antropología teológico-fimdamental. Tal antropología no ar­
gumenta partiendo de datos y presupuestos dogmáticos, sino que
se vuelve a los fenómenos del ser hombre tal como los investigan
la biología, la psicología, la antropología cultural o la sociología,
a fin de interrogar a las tesis de estas disciplinas por sus impli­
caciones religiosas y teológicamente relevantes.
¿Cuál es el procedimiento metódico recomendable para se­
mejantes análisis? ¿puede reclamar el primer rango alguna de las
disciplinas que se ocupan con el hombre, en el sentido de que
sea ella la que prepare el terreno al que hayan de hacer referencia
las contribuciones del resto de esas disciplinas? ¿hay alguna dis­
ciplina que. tematice la realidad del ser hombre al mismo tiempo
en su generalidad y en su matiz, de modo que las aportaciones
de las restantes disciplinas puedan ordenarse en el marco dado
por aquélla? La biología humana es evidente que no resulta ade­
cuada para cumplir tal función. La cuestión que plantea a pro­
pósito del hombre es, sin duda, fundamental, pero no lo abarca
en todos los respectos. Pregunta por el hombre sólo en tanto que
género; pero tiene que prescindir, de las particularidades indivi­
duales. Las propias relaciones sociales aparecen —si es que lle­
gan a hacerlo— desde la perspectiva de la biología humana en
una forma muy general. Ahora bien, la sociología, que se ocupa
especialmente de ellas, hace ¡iún abstracción de la realidad in­
dividual y, por tanto, de la forma concreta de la realidad del
hombre. El sociólogo investiga tan sólo las formas generales de
las relaciones sociales. Lo mismo ocurre con la psicología. La
realidad concreta del hombre es alcanzada, en todo caso, por la
ciencia histórica, ya que ésta trata del vivir concreto de los in­
dividuos y de cómo actúan conjuntamente en el proceso de su
historia. Mas también las reconstrucciones de la ciencia histórica
Introducción 29

se ven precisadas a hacer abstracción de muchas singularidades


que pertenecen a la realidad concreta de los procesos que. inves­
tiga. Incluso la biografía, con la que la exposición histórica se
aproxima máximamente al vivir del individuo, necesita concen­
trarse sobre los procesos que se considera son los esenciales en
la vida narrada. Así pues, en la misnla historia desempeña todavía
la abstracción un papel fundamental. Pero esto no cambia para
nada el hecho de que la ciencia histórica, comparada con todas
las demás disciplinas antropológicas, sea la que llega más cerca
de la realidad concreta de la vida del hombre. En cambio, las
otras tematizan sólo aspectos parciales de esa realidad. Así, la
biología, lo que es propio del hombre comparado con el resto de
Sos animales; la sociología, las formas básicas de relaciones so­
ciales entre los hombres; la psicología, las estructuras universales
de la conducta humana. Por otro lado, todos estos aspectos par­
ciales abstractos están supuestos en principio cuando la ciencia
histórica describe la concreción individual del ser hombre. Por
lo tanto, la historia no puede ser el fundamento de las restantes
disciplinas antropológicas, sino que lo que hace es absorber en
sí y superar a todas las demás como, justam ente, aspectos par­
ciales. De este modo, la historia del hombre viene, para la re­
flexión antropológica, al final, precisamente debido a que es ella
quien consigue tematizar la realidad concreta del hombre. El
conocimiento tiene siempre que empezar por lo universal y abs­
tracto, y sólo al final llega a lo concreto como al objeto al que
desde el principio se encaminaba el afán de conocer en todos los
cuestionamientos abstractos que fueron precediendo. En este sen­
tido, la disciplina antropológica fundamental es la que trata del
hombre en la máxima universalidad y empieza por delimitar la
noción misma de tal, si bien al precio de la abstracción extrema.
Y e's, pues, la biología humana. Los análisis siguientes tienen
que comenzar, entonces, por las investigaciones de esta ciencia
acerca de lo que es particular del hombre frente a los animales
más cercanamente emparentados con él y, en general, respecto
del mundo animal todo. Puesto que para semejante determinación
del concepto del hombre importa menos la teoría de la evolución '
que la investigación del comportamiento (la etología), nuestros
análisis van a desarrollarse 'en gran vecindad con la psicología.
La cual, a su vez, muestra estar estrechamente asociada con las
30 Introducción

perspectivas antropológicas de la sociología; quien, por su parte,


supone ya la antropología biológica y la psicología. La conclusión
de nuestros análisis la constituirá la historia humana en tanto que
historia del ser hombre mismo. Se echará, además, de ver que
la cuestión del significado antropológico de la historia se conecta
con el problema de la formación, es decir, con el'problem a
antropológico nuclear de la pedagogía9.

9. Lo fundamental de estas reflexiones metódicas ya lo expuse en 196


en el último capítulo del libro El hombre como problem a, Barcelona 1976. La
clasificación y jerarquiiación de las disciplinas antropológicas las hice entonces,
sin embargo, con menos rigor, porque no me guié por la cuestión del concepto
del hombre.
I
El hombre
i
en la naturaleza
y la naturaleza del hombre
1
El lugar señero del hombre

La antropología moderna ya no define la índole propia del


hombre partiendo de Dios, como lo hacía explícitamente la tra­
dición cristiana, sino considerando su lugar en la naturaleza y,
sobre todo, comparándolo con las formas de la existencia de los
animales superiores. Se ha vuelto así a adoptar, en cierto sentido,
¡a perspectiva antigua —la estoica, en especial—, quf entendía
.ai hombre en el marco del orden del cosmos, como microcosmos,
en correspondencia con el macrocosmos del universo físico. De-
niócrito fue el primero que caracterizó al hombre como un «pe­
queño mundo» (microcosmos) (Diels, frag. 34). El hombre es
imagen del' gran cosmos en tanto que une en sí todos los estratos
de la realidad: cuerpo, alma y espíritu.
La localización del hombre en el orden de la naturaleza, en
este sentido, jugó todavía un gran papel en la antropología del
Renacimiento, y aún se hallan ecos de ella en los comienzos de
la edad moderna; pero también aquí —como ya había ocurrido
en la tradición cristiana— la cuestión del especial lugar del hom­
bre en la naturaleza se separó de la idea del hombre como mi­
crocosmos. La aludida cuestión, en efecto, sigue dominando la
antropología moderna también cuando comprende al hombre a
partir de su relación con los ánimales, ya que en el caso de las
investigaciones así orientadas se trata, justamente, de averiguar
lo diferencialmente humano. La tradición metafísica cristiana
había fundamentado el lugar señero del hombre valiéndose del
concepto del alma espiritual inmortal, concedida exclusivamente
a él. Esta alma individual e inmortal no era pensada sólo como
participación en un alma del mundo que gobierna el cosmos,
34 El hombre en la naiuroleza y la naturaleza del hombre

sino, en sentido cristiano- y bíblico, como marca y dignidad su-


praterrénales dei hombre que lo elevan por encima del cosmos
entero y lo sitúan, frente a él, al lado de Dios.
En el curso del siglo XIX fue volviéndose cada vez más
problemática esta interpretación del puesto especial del hombre
mediante la noción de un alma espiritual unida a un cuerpo
animal. Se intentó —enlazando otra vez con concepciones anti­
guas— superar el dualismo cuerpo-alma y entender la índole
propia del hombre partiendo de su corporalidad. Se obtuvo así
una base para la comparación de los animales y el hombre, pues
a los animales sólo los conocemos desde fuera, desde su confi­
guración corpórea y desde la conducta de su cuerpo. La resolución
de no admitir más que este modo de consideración también cuan­
do se trata de hacer enunciados sobre el hombre y su índole
propia, constituye el giro decisivo que conduce a Ja forma con­
temporánea de la antropología; la cual, al igual que el evolucio­
nismo darwinista, trabaja con el supuesto metódico de la conti­
nuidad entre el hombre y el animal, con vistas a establecer
teóricamente la singularidad del primero dentro de esta conti­
nuidad, en vez de introducirla en la naturaleza a modo de un
principio completamente extraño.
Este modo de la consideración tuvo precursores en los siglos
XVffl y XIX. A ellos pertenecen, entre los filósofos, especial­
mente Herder y Nietzsche. Pero la ruptura decisiva tuvo lugar
en el momento en que la psicología dejó de buscar el acceso a
!o anímico valiéndose de la introspección y recurrió a la obser­
vación de la conducta externa. Esto sucedió, desde el principio
de nuestro siglo, por una parte, en el conductismo americano y,
por otra, en la investigación biológica de la conducta (en la
psicología animal). Esta última fue el punto de partida de la
«antropología filosófica» alemana, cuyo creador es Max Scheler,
y entre cuyos cultivadores destacan Helmuth Plessner y, poste­
riormente, sobre todo, Arnold Gehlen.

1. La tesis conductista y su crítica

Tras el precedente de William McDougall (1912), el con­


ductismo fue fundado en 1913 por John B. W atson, con el de­
signio de renovar la psicología sobre bases propias de la ciencia
El lugar señero del hombre 35

física1. «Watson,. investigador en psicología animal, quería hacer


psicología con los medios objetivos de las ciencias físicas, y ello,
a sus ojos, exigía restringir la investigación al análisis de la
conducta en términos de estímulos y reacciones y su variación.
El objeto de las investigaciones psicológicas ya no es la vida
anímica, ni son los hechos de la conciencia, sino que pasa a ser
la adaptación del organismo»2.
El neobehaviorista norteamericano B. F. Skinner escribió en
1963, con el título Behaviorism at Fifty, una retrospectiva de los
comienzos de la nueva psicología fundada por W atson3. El punto
de partida fue la teoría de la evolución de Darwln. Para corro­
borarla era necesario mostrar que el hombre no difiere funda­
mentalmente de los animales inferiores, sino que todas sus pro­
piedades peculiares son más bien únicamente variantes de formas
de vida y comportamiento animales. Ni siquiera la inteligencia
es un fenómeno completamente nuevo que irrumpa con el hom­
bre. sino que se la encuentra ya incoativamente en nuestra pa­
rentela animal más próxima, según enseña eí comportamiento
ocasionalmente lleno de perspicacia de ciertos animales. Si se
podía, pues, inferir, a partir del comportamiento, ciertas facul­
tades inteligentes en los animales, ¿por qué no proceder del
mismo modo con el hombre, e investigar entonces tanto el com­
portamiento humano como el animal sobre la base del mismo
método? Watson escribió en 1913: «Todos están de acuerdo en
que el comportamiento animal puede ser investigado sin apelar
a la conciencia... Defiendo la opinión de que el comportamiento
del hombre y del animal deben ser vistos en el irysmo plano»4.
Watson pensaba que podía renunciar al concepto de conciencia
en sentido psicológico, y creía que esta renuncia «suprimiría la
separación entre la psicología y el resto de las ciencias». Para
describir el comportamiento en términos de adaptación a las con­

1. John B. W alson, Behaviorism (1930). Cf. especialmente el artículo La


psicología tal como la ve el conductista. de 1913. Cf. también el artículo
Brhaviorismus, del Historisches Wórterbuch der Philosophie I (1917). 8 I7 s.
2. Esto dice F. Graumann en su prólogo a la traducción alem ana (1968)
del libro de Watson citado en la nota anterior. Cf. el texto mismo de Watson
en esa edición. 20s.
3. B. F. Skinner, en Behaviorism and Phenomenoiogy, Contrasling Bases
fo r M odem Psychotogy, Chicago 1964, 79s, especialm ente, 8Gs.
4. W alson, Behaviorism ..., 27$.
36 El hombre en la naturaleza y la naturaleza d el hombre

diciones del entorno, Watson se servía de las relaciones recípro­


cas entre estímulo y reacción, tal cómo habían sido puestas de
manifiesto, sobre todo, por los célebres experimentos con perros
del investigador ruso J. P. Pawlow, y en el modo en que habían
sido formuladas por su teoría de los «reflejos condicionados».
W atson esperaba poder explicar toda la esfera del comporta­
miento humano de la misma manera, valiéndose especialmente
del supuesto de que de tales reflejos se originan hábitos de con­
ducta.
Es, pues, evidente que el behaviorismo, al intentar evitar la
noción de conciencia y suplirla como acabamos de ver, comenzó
adoptando una postura negativa en la cuestión moderna del puesto
señero del hombre en la naturaleza. En consecuencia, los límites
del conductismo llegaron a ser, a la inversa, argumentos en favor
de la posición única y destacada del hombre en la naturaleza.
Una concepción que se interese por lo que vengo llamando el
puesto señero del hombre, ya no puede defenderse hoy con los
argumentos de la antigua metafísica del alma, sino que ha de
apelar asimismo a los condicionamientos corporales y a las pe­
culiaridades de la conducta hum ana.,En esto consiste !a impor­
tancia permanente del behaviorismo. Su intento de reducir Ja
acción humana a la conducta exteriormente estimulable y obser­
vable ha dictado a todos los trabajos antropológicos que no com­
parten su orientación tanto el terreno como el tipo para su ar­
gumentación. En efecto, si por la vía de los análisis conductistas
pudiera explicarse entera y satisfactoriamente la conducta hu­
mana, el resto de hipótesis acerca de la índole peculiar del hombre
estaría de más.
F. J. J. Buytendijk y Helmuth Plessner criticaron ya en 1935
el uso del mecanismo del reflejo condicionado descubierto por
Pawlow como principio explicativo de toda conducta5. Remi­
tiéndose al psicólogo americano E. C. Tolman, Buytendijk ob­
jetaba al befiaviorismo que el esquema estímulo-reflejo no’ re­
presenta una relación causal unívoca, porque las mismas conste­
laciones de estímulos desencadenan como reacción movimientos
distintos, mientras que, a la inversa, diferentes constelaciones de
estímulos pueden suscitar las mismas reacciones. En trabajos

5. D ie physiologische Erklärung des Verhaltens. Eine K ritik an der Theo­


rie Pawtows: Acta biotheor., serie A 1 (1935), 151-72.
El lugar señero del hombre 37

posteriores-sobre la postura y el movimiento humanos, escribió


Buytendijk que un movimiento concreto del tipo de una carrera
o un salto no se produce al modo de una cadena de reflejos, sino
que debe ser entendido como un rendimiento unitario que está
determinado «por el estado final que se persigue»6. Merced a esta
referencia objetiva a un fin (que ya puso de relieve Tolman), la
conducta animal no es jamás un mero, proceso causal, en el sentido
de una cadena de reflejos, sino «siempre un comportarse»7. Este
es un resultado de gran alcance, porque significa que ni siquiera
las formas simples del movimiento animal —como la carrera, la
presa y el salto— pueden describirse, por decirlo así, desde fuera,
como una serie de cambios de estado susceptibles de estimula­
ción, sino sólo como actividad de un «sujeto». El comportamiento
animal es siempre un comportarie.
El mismo punto de vista —aunque sin poner énfasis exac­
tamente en los mismos lugares— lo ha desarrollado G. H. Mead,
el fundador de ia psicología social8. En oposición a Watson,
Mead .sostuvo que la conducta exteriormente observable no es
sino la expresión de un lado interno: de un acto subjetivo. Señaló
también que, en el caso especial del comportamiento humano,
los actos subjetivos que están en su fundamento se revelan sobre
todo en virtud de la conexión entre conducta humana y lenguaje1’.
El neoconductismo de Charles Morris intentó salir al paso de
esta dificultad describiendo, a diferencia de Mead, la conexión
entre lenguaje y comportamiento en términos de conducta sus­
ceptible de estimulación externa, sin recurso a un sujeto que
actúa10. Pero J. Habermas le ha opuesto la misma objeción que
ya se encuentra en Buytendijk en su forma general: la confexión
estímulo-reacción no se puede por principio aprehender unfvo-

6. F. J. J. Buytendijk, A.llgemeine Theorie der menschlichen Haltung und


Bewegung (1948; ed. alemana 1956, por la que cito) 12. Merfeau-Ponty había
presentado ya una crítica parecida a la reducción de la conducta a mecanismos
de estím ulo-reflejo {La estructura del comportamiento, Buenos A iíes 1976).
Utiliza los conceptos de Cestalt (75ss) y estructura (195ss et passim) para
expresar —análogamente a como lo hizo luego la argumentación de Buyten­
dijk— que el lodo es irreductible a la mera suma de sus partes (por ejemplo,
I52s), sin caer por ello en las mistificaciones del vitalismo (cf. 217s y 239s).
7. Buytendijk, Allgem eint Theorie der menschlichen H altung..., 14.
8. G. H. M ead, Espíritu, persona y sociedad. Buenos Aires J1972, 50s.
9. Ibid., 53-54.
10. Ch. Morris, Science, Language, and Behavibr. New York 1955.
El hombre en la.naturalem y la naturaleza del hombre

camente, de m oda que a im estímulo determinado le siguiera


siempre una reacción detérminada. Habermas subraya la vague­
dad de la coordinación entre el estímulo y la reacción especial­
mente en el caso dé la conducta humana, lingüísticamente me­
diada: «Los m ism os estím ulos pueden suscitar reacciones
diferentes si son interpretados por el agente de manera distinta»11.
La respuesta al estímulo, si es que está fijada unívocamente, sólo
podrá estarlo por constantes de !a actitud subjetiva misma.
Esta consideración lleva desde la interpretación empirísta ex­
trema del comportamiento a la apriórica, que hace depender las
peculiaridades de la respuesta al estímulo de la índole propia del
ser vivo de que se trate: de sus esquemas innatos de comporta­
miento (que determinan antes de toda experiencia sus reacciones
a los estímulos posibles y, por tanto, su conducta).

2. ¿Está la conducta estructurada según la especie?

Así como el conductismo americano está en la tradición de


la filosofía empirísta británica y de su tendencia a reducir tódo
el conocimiento a las percepciones y observaciones sensoriales,
del mismo modo una parte decisiva de la investigación alemana
sobre el comportamiento está influenciada por la filosofía de Kant
y por su tesis de la dependencia de toda experiencia respecto de
las formas de aprehensión de nuestro espíritu previas a ella.
El eminente científico Konrad Lorenz escribió en 1942 en
Königsberg una exposición que resumía su concepción de la
investigación del comportamiento, y la tituló Die angeborenen
Formen möglicher Erfahrung'2. Lorenz se remitía en este artículo
expresamente a Kant, pero de manera que a la vez modificaba
y generalizaba la posición trascendental de éste. Según Lorenz,
Kant J'a «descubrió tanto que nuestras formas de la intuición y
nuestras categorías son independientes de toda experiencia pre­
via, como el hecho de que sólo somos capaces de “ leer como
experiencia” lo que puede escribirse en el teclado de las cate­
gorías y de las formas de la intuición» (237). Sin embargo, Kant

11. J. Habermas. La lógica de las ciencias sociales, M adrid 1988, 141.


12. Zeitschrift für Tierpsychologie 5 (1943) 235-409.
El lugar señero del hombre 39

no vio que unas y otras dependen de la especificidad de los


órganos de nuestro cuerpo. Como, á su vez, éstos son producto
de la evolución de la vida, es de suponer que la experiencia de
todos los seres vivos está preformada del mismo modo por la
configuración de sus órganos. La filosofía trascendental de Kant
se transforma aquí en biología empírica: todo animal posee su
esquema innato de comportamiento (241).
Con estas tesis Lorenz se opone, ciertamente, el behavioris­
mo, pero no de tal forma que haya de rechazar por entero los
análisis de éste. La hipótesis de esquemas innatos de conducta
sirve más bien tan sólo de complemento a la representación con-
ductista del comportamiento en el esquema de la coordinación
de estím ulo y reflejo: «En todos los casos en que un ser vivo sin
experiencia previa responde con sentido a una situación dada
“ comprendiéndola” aparentemente, esta respuesta depende sólo
de datos de estím ulo totalmente determinados, que actúan como
una clave... A tales correlatos —evidentemente fisiológico-me-
cánicos— de determinadas situaciones estimulares, a tales “ pre­
disposiciones” innatas'a reaccionar regularmente a'determ inados
estímulos clave, los llamamos esquemas innatos...» (240), que
«a un tiempo señalan y simplifican» las situaciones de impor­
tancia vital para el organismo. Aceptar esquemas innatos sirve
para resolver el problema que quedaba en pie en el conductismo:
cómo el mismo estímulo puede dar lugar a reacciones diferentes.
Según Lorenz, en efecto, la reacción no depende sólo del estí­
mulo, sino también del esquema comportamental' del organismo.
Es este esquema el que fija unívocamente a qué estímulos y bajo
qué condiciones reacciona específicamente un individuo.
La misma hipótesis de esquemas aprióricos del comporta­
miento inspirada en la filosofía trascendental se encuentra tam­
bién, aunque con modificaciones, en I. Eibl-Eibesfeldt, discípulo
de Lorenz13. Una perspectiva afín caracteriza las'investigaciones
de Jean Piaget. que se encaminan a una teoría genética del co­
nocimiento fundamentada sobre todo por estudios de psicología

13. Cf. la aportación de I. Eibl-Eibesfeldt sobre Siammesgeschichtliche


Anpassungen im Verhahen des M enschen, en H. G. Gadam cr y P. V ogler
(eds.), Nene Anlhropologie: Biologische Anthropologie II (1972; trad. cast.:
A ntropología biológica II, M adrid 1976).
40 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

infantil14. La gramática generativa de Noam Chomsky15 y algunas


direcciones del estructuralismo convergen con estas teorías en la
aceptación de.que el comportamiento humano está determinado
por estructuras peculiares propias del hombre que preceden a toda
experiencia y deben, por tanto, ser consideradas aprióricas o
trascendentales16. Se sitúan asimismo en este ámbito las doctrinas
de J. Habermas y K. O. Apel acerca de los intereses que guían
el conocimiento17
El número de estas importantes concepciones, muy diversas
pero convergentes en este punto de vista fundamental, muestra
la amplitud de los esfuerzos actuales que se enderezan a una
interpretación trascendental del comportamiento humano en tanto
que gobernado por esquemas previos a toda experiencia, aprió-
ricos. A pesar de sus grandes diferencias, en todas estas teorías
se halla una transformación del planteamiento filosófico trascen­
dental de Kant semejante a la que hemos observado a propósito
de la investigación biológica de la conducta en Konrad Lorenz:
la cuestión de las estructuras determinantes del comportamiento
se am plía, más allá del problema kantiano acerca de la subjeti­
vidad como fundamento de toda experiencia, hasta constituir una
hipótesis capital de la formación de teorías empíricas; lo cual
supone suprimir la contraposición kantiana entre lo empírico y
lo transcendental.
Ideas objetivamente semejantes a las de Lorenz habían sido
ya expuestas por el biólogo Jacob v. Uexküll18. Según él, todos
los animales viven su medio ambiente de un modo específico por
10 que hace a la aparición de ciertas notas que tienen importancia
positiva o negativa para su propia supervivencia y la de su es­
pecie. En los animales inferiores estas notas corresponden a un
sector muy reducido entresacado de la gran multiplicidad del
medio. La garrapata, por ejemplo, vive su medio de una forma

14. CF. la exposición de conjunto de H . G. Furth. Intelligenz und Er­


kennen. Die Grundlagen der genetischen Erkenntnistheoríe Piagets (1969; cito
la edición alemana de 1972).
15. Noam Chom sky, El lenguaje y el entendimiento. Barcelona 1971.
16. C. Lévi-Strauss, Antropología estructural, Buenos Aires '"1972.
17. J. Haberm as, Erkenntnis und Interesse (1968; trad. cast.: Conoci­
m iento e interés, M adrid 1982); K. O. A pel, Transformation der Philosophie
11 (1973) 155s (trad. cast.: Transformación de la filosofía U, Madrid 21985).
18. J. von Uexküll, Umwelt und lnnenw ett dar Tiere (1921).
E l lugar señero del hombre 41

extremadamente simplificada. Valiéndose del sentido de la luz


localizado en su piel, distingue por dónde avanzar sobre una
rama. El olfato y el sentido de la temperatura le advierten cuándo
está bajo la rama un animal de sangre caliente. A esta señal, la
garrapata se deja caer sobre él para succionarle sangre. Esas tres
constituyen el mund'o de fas notas o «entorno» de la garrapata.
“ Entorno” , en von UexküII y desde él, no designa, pues, el
medio ambiente en que vive el animal en toda la variedad que
nosotros conocemos. Más bien, el «entorno» de una animal es
su perspectiva subjetiva: el sector subjetivo del mundo que se
define por el conjunto total de las notas a las que reacciona el
anima! de acuerdo con su especie, o sea, según el esquema innato
de comportamiento de la especie.
Ahora bien, en opinión de von Uexküll, también el hombre
está limitado en su comportamiento a un «entorno», es decir, a
una parte del mundo real condicionada por los intereses vitales
de la especie y correspondiente a un esquema innato de com­
portamiento. En el libro Streifzüge durch die Umwelten von Mens-
chen und Tieren (1958), habló incluso de «entornos» específicos
de las profesiones. El bosque es para el cazador, sin duda, cosa
muy diferente que para el maderero o el excursionista: pero en
estos casos no se trata de perspectivas innatas y delimitadas
específicamente, sino de efectos de la cultura (de la especiali-
zación profesional). Esto muestra que la aplicación al hombre de
la noción de entorno, en el sentido preciso que tiene en la in­
vestigación del comportamiento, sólo puede tomarse metafóri­
camente. Precisamente el gran número de «entornos» profesio­
nales hace patente que el comportamiento humano no está sujeto
a un determinado mando de notas.
No cabe, pues, trasladar simplemente la noción de entorno
del comportamiento animal al humano. Si hay en el hombre
esquemas innatos de comportamiento, ha de ser, ciertamente, tan
sólo en una’ forma peculiarmente rudimentaria y, a la vez, 'des­
bastada. El ámbito del comportamiento humano no está influido
por ellos más que en una pequeña parte. Konrad Lorenz, que ha
observado fenómenos semejantes de desbastamiento o pulimiento
de los mecanismos instintivos en animales domésticos como se­
cuela de la domesticación, ha intentado interpretar los hechos
análogos en el comportamiento humano como resultado de una
42 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

«autodomesticación»., En contra se ha objetado que «la plasti­


cidad y la capacidad degenerativa de la vida instintiva son en el
hombre evidentemente primarias, y no secundarias»'9. Como
prueba de esta tesis, Gehlen ha indicado que ya en los primeros
homínidos hay constancia de canibalismo, en contraposición con,
los obstáculos específicamente determinados que impiden entre
los animales que se dé muerte a los miembros de la misma
especie. El hombre se caracteriza en su comportamiento, evi­
dentemente, ya desde las primeras fases de su evolución, por una
«inestabilidad natural» de su vida instintiva (59), y, debido a
ello, ocupa un puesto especial en el reino animal. Gehlen, y otros
antes que él, determinan este lugar especial mediante el concepto
de apertura al mundo, por oposición a la vinculación que ata a
los animales al entorno. Este concepto se halla en el centro de
la llamada «antropología filosófica», no sólo tomado este término
en el sentido amplio de indagación filosófica acerca de la natu­
raleza del hombre, sino también en la acepción restringida en la
que se usa para designar una dirección- filosófica de nuestro siglo
que se ha ocupado especialmente en la interpretación de las in­
vestigaciones antropológicas empíricas.

3. La «antropología filosófica»

Llamamos con este nombre a las consideraciones antropo­


lógicas que parten del libro de Max Scheler El puesto del hombre
en el cosmos (1928). Helmuth PJessner expuso a la vez e inde­
pendientemente de Scheler una concepción afín30. Los principios
de Scheler han sido ulteriormente desarrollados ante todo por
Arnold Gehlen-1. También algunos biólogos están próximos a la
antropología filosófica; sobre todo, el zoólogo Adolf Portmann12

19. A. Gehlen, Anthropologische Forschung (1961), 59.


20. M. Scheler, E l puesto d d hombre ett el cosmos, Buenos A ires " 1974;
H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch (1928).
21. A. Gehlen, E l hombre (1940), Salamanca 1987.
22. A. Portmann, Zoologie und das neue B ild vom Menschen (1956; en
Ja edicirtn de 1951 se tirulaba Biologische Fragmente zu einer Lehre vom
M enschen).
Ei lugar señero del hombre 43

y ei investigador holandés del comportamiento F. J. J. Buyten-


dijk23
La antropología filosófica comparte con el conductismo y con
la etología del ámbito lingüístico germánico el principio que
consiste en interpretar al hombre a partir de su corporalidad,
sobre todo a partir del comportamiento de su cuerpo —o sea, de
su conducta observable—’. Frente al behaviorismo clásico, está
además de acuerdo con los investigadores de lengua alemana
citados y con la psicología social de G. H. Mead en comprender
la conducta de los animales, pero desde luego también la del
hombre, como un comportarse, o sea, como exteriorización de
un centro subjetivo. Pero se distingue tanto del conductivismo
como de la ciencia del comportamiento de Jacob von Uexküll o
Konrad Lorenz por el hecho de que reconoce al hombre un puesto
señero en el dominio de la vida animal. Scheler y Gehlen designan
esta posición especial con la noción de apertura al mundo, en
tanto que Plessner prefiere el término excentricidad, si bien tiene
a la vista el mismo hecho, sólo que con cierta restricción crítica
y la preocupación de determinarlo con más exactitud.
El pensamiento antropológico de Scheler estuvo muy influido
por Henri Bergson; sobre todo, por el libro de este pensador
titulado Matière et mémoire (1896). Ya Bergson, como filósofo
vitalista, había dedicado especial atención a la unión del cuerpo
y del espíritu. Era el mismo interés de Scheler al asociar la
fenomenología de E. Husserl con la investigación del compor­
tamiento de von Uexküll.
Scheler partía todavía de que el hombre, en tanto que persona,
es un ser espiritual, y de que su espiritualidad no es derivable
del marco biológico dado a su existencia. Sin embargo, buscaba
un correlato corporal de la espiritualidad del hombre; es decir,
un hecho en que la índole peculiar del hombre viniera a expresión
corporal. Y lo encontró en la apertura del hombre al mundo. Se
refería con ella a que ,el hombre «ya no está vinculado a sus
im pulsos, ni al mundo circundante, sino que es ‘libre frente al
mundo circundante’» (55). El hombre no está limitado por su
aparato pulsional e instintivo a una esfera determinada de notas,
de modo que sus sentidos sólo perciban las del medio que poseen

23. F. }. }. Buytendijk, M ensch and Ticr. Ein Beitrag zur vergleichenden


Psychologie (1958).
44 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

importancia vital para él y su especie, mientras que todas las


demás cualidades del mundo de los objetos queden desde un
principio rechazadas por semejante filtro. La percepción no fun­
ciona en el hombre primariamente desencadenando reacciones
prescritas en un esquema innato de comportamiento. Caracteriza,
más bien, al hombre su capacidad de demorarse cabe los con­
tenidos de sus intuiciones y sus representaciones en tanto que
tales, en su «puro ser-así» (58-59), y no sólo en tanto que objetos
del instinto. Los impulsos instintivos pueden ser, pues, inhibidos
por la persona.
Ese «reprimir libremente» (57) señala, según Scheler, a la
persona o al espíritu como origen suyo; es decir, que remite a
un origen que «es ajeno a todo lo que podemos llamar ‘vida’,
en el más amplio sentido» (54). La inhibición libre del instinto
—que está siempre presupuesta por todas las desinhíbiciones y
es lo que las hace posibles— da prueba precisamente, según
Scheler, de «lo que hace ‘hom bre’ al hombre», y justo como de
«un principio que-se opone a toda vida en general» (54). Este
principio es el espíritu, cuya irrupción en el hombre; siempre
según Scheler, no se deja reducir a la evolución de la vida, sino,
que «si ha de ser reducido a algo, sólo puede serlo al fundamento
supremo de las cosas, o sea, al mismo fundamento de que también
la vida es una manifestación parcial» (54). El centro a partir d e l.
cual es capaz el hombre de oponerse a su propia vida —a sus
pulsiones— y, así, objetivarse a sí mismo, «sólo puede residir
en el fundamento supremo del ser mismo» (65).
La afirmación de que el hombre ocupa un puesto especial en
la naturaleza debido a su apertura al mundo está tomada por
Scheler de tal manera que precisa para su explicación del espíritu
como un principio contrapuesto a la vida, que se introduce como
por de fuera en el proceso de la evolución y, por ello, es in­
mediatamente referido a Dios24. La idea de Dios era imprescin-

24. En el dualismo espíritu-vida, K. Lenk (Van der Ohnmaehí des Geisles.


Kritische Darstcllung der Spatphiloaophie Schelers) reconoce una pervivencia
de la metafísica teísta de la persona del primer Scheler en su obra antropológica
tardía. El creciente énfasis puesto en la dinámica de las pulsiones vitales —frente
a las que el espíritu trascendente a la vida permanece «impotente» (ibid., 6)—
lo ha vinculado F. Hammer (Theonome Anthropologie? M ax Schelers M en­
schenbild and seine Grenzen, Den Haag 1972) con la apelación explícita hecha
El lugar señero del hombre 45

dible para poder dar respuesta a la cuestión del origen del espíritu
y, por tanto, del puesto señero del hombre. Esto cambió en los
trabajos posteriores que incluimos en la «antropología filosófica».
En su libro Die Stufen des Organischen und der Mensch,
publicado igualmente en 1928, H. Plessner mostraba ya muchas
más reservas que Scheler. Se ha dicho con razón que«en el lugar
en que las ideas de Max Scheler se. vuelven más metafísicas,
Plessner introduce un concepto auxiliar» que precisamente evita
ese giro25. En vez de emplear la noción de espíritu, Plessner
habla de la posición excéntrica del hombre. En tanto que los
animales superiores poseen en sí mismos, a diferencia de las
plantas, el centro de sus manifestaciones vitales —un centro que
va constantemente fortaleciéndose en el curso de la evolución, a
medida que progresa el desarrollo del sistema nervioso central— ,
el hombre, además y a la vez, es excéntrico. No tiene su centro
únicamente en él mismo, sino, simultáneamente, fuera de sí.
Con esta descripción un tanto oscura, Plessner caracteriza la
facultad que el hombre tiene para adoptar una actitud respecto
de sí mismo: la facultad de la autorreflexión, que es a la vez el
fundamento de la facultad humana de tomar distancia ante las
cosas, de aprehenderlas como objetos o, precisamente, como
cosas.
Así pues, la relación de fundamentación entre objetividad
descargada de instinto referida al mundo de las cosas, y autoob-
jetivación del hombre en ia conciencia de sí mismo va, según
Plessner, en el sentido contrario del defendido por Scheler. La
capacidad de autorreflexión (la excentricidad) se presenta en él
como el hecho originario del que se deriva la capacidad de tratar
objetiva y distanciadamente con la realidad circunstante. Por lo
demás, la idea scheleriana del espíritu no está completamente

por Scheler a la teoría freudiana de los instintos (137). Cf. también Scheler,
El puesto del hombre en el cosmos, 55, 58ss. W. Schulz, en su exposición
global de la «antropología filosófica» Philosophie in der veränderten Welt,
1972, 419-467, escribe que las razones de Scheler para mantener la concepción
tradicional de la «supremacía del espíritu» son ia inevitabilidad de la cuestión
del sentido y la capacidad de reprimir los instintos (431). El juicio de que sobre
todo esta última función contradice ¡a tesis de la «impotencia del espíritu» sólo
sería justo si Scheler no hubiera concedido al espíritu ninguna fuerza de mo­
tivación en absoluto.
2 5. D. C laessens, In stin kt, P syche, G eltung. B estim m ungsfaktoren
menschlichen Verhaltens. Eine soziologische Anthropologie, Köln 1968, 23.
46 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

ausente en Plessner. En último térm ino, fa excentricidad no es


más que otra palabra para la autoconciencia y, por tanto, para
el espíritu; sólo que Plessner no introduce con ella un principio
propio e independiente, contrapuesto a la vida, com o ocurría
con el espíritu del que hablaba Scheler (de acuerdo en esto con
la tradición entera de la que había tomado la noción). En Pless­
ner, la excentricidad es una m odificación estructural de la vida
misma en el estadio evolutivo que alcanza con el hom bre. Es
cierto, pór otra parte, que no está claro en qué ám bito de fuera
de él tenga éste, según Plessner, su centro excéntrico, y ello
tanto más cuanto que. como es evidente, el hom bre posee el
sistema nervioso central más altamente desarrollado. Queda en
una particulai' vaguedad cómo se comportan una respecto de
la otra y cómo se vinculan centralidad y excentricidad. No es
por eso de extrañar que haya tenido poco eco el reemplazo
plessneriano de apertura al mundo por excentricidad. En es­
pecial, Arnold Gehlen ha seguido en este punto la term inología
de Schefer, y no la de Plessner.
También Gehlen quiere empezar por presentar «los hechos
descritos aquí bajo el presupuesto deí que se prescinde técnica­
mente, por decirlo así, de la m etafísica... El tema espíritu es el
primero que exige una postura metafísica»16. Sin embargo, su
propósito es- insistir en el lugar especial del hombre en la natu­
raleza, dejando estar la noción del espíritu. Se previene contra
el hecho de «aceptar que el hombre sólo se distingue de los
animales o bien por una cuestión de grado, o bien sólo por el
‘espíritu’. Es decir: evitar el definirlo en el sentido de un rasgo
esencial antinatural» (31). Cuando Gehlen subraya frente a Sche­
ler que la diferencia entre el hombre y los animales no puede
ponerse sólo en el espíritu, antes bien, que «se podría mostrar
en los modelos o formas del movimiento físico» (25), la verdad
es que lo ha entendido mal. El espíritu, según Scheler, no se
manifiesta sólo en la conciencia que el hombre tiene de sí mismo,
sino que se expresa ante todo en el comportamiento del cuerpo
humano. A sí, en su empeño por descubrir el lugar especial del
hombre en la peculiaridad de la conducta de su cuerpo, Gehlen
está completamente en la línea de las intenciones de Scheler.

26. El hombre. Salam anca 1987, 11. Las próxim as indicaciones de página
en el cuerpo del texto remiten a esta obra.
El lugar señero d el hombre 47

Sólo por ello pudo tom ar de este pensamiento su concepto de la


apertura al mundo y constituirlo en centro de su propia concep­
ción. Gehlen halló una vía para hacerlo que tomaba superfluo el
recurso a la noción scheleriana de espíritu.
Para alcanzar esta meta había ante todo que encontrar otra
explicación de la «paralización» peculiar de las pulsiones y los
instintos del hombre (puesto que Scheler introducía el espíritu
como causa de ella). Pero ¿en realidad precisa ser explicada con
la hipótesis de una fuerza inhibidora? Gehlen encontró cómo salir
de la dificultad haciendo de esa inhibición una nota estructural
central de la forma de la vida humana, que se halla vinculada
con un gran número de otras características peculiares de la or­
ganización y la conducta del hombre. Ya no se trata, pues, del
efecto especial de una fuerza, sino de la peculiaridad estructural
de la forma misma de la existencia humana.
Gehlen amplía la idea scheleriana de la inhibición de los
instintos hasta convertirla en la tesis de que la especie humana
muestra, globalmente tomada, los rasgos de una «paralización
de la evolución» (117). Es la célebre tesis de que el hombre es
un «ser defectivo». La idea le fue sugerida por la obra de Ludwig
Bolk, profesor de anatomía en Amsterdam, que había caracte­
rizado los primitivismos de los órganos humanos (116) como
«estados o circunstancias fetales que se han hecho permanentes»
(117). Gehlen interpreta que esta situación expresa una peculiar
«paralización de la evolución» de la especie humana. En épocas
posteriores ha apelado también a las evidencias aportadas por el
zoólogo Adolf Portmann27, de Basilea, sobre cómo el hombre,
comparado con los demás mamíferos superiores, nace con un
año de adelanto, inacabado. Siendo un prematuro desde el punto
de vista fisiológico, aún en la fase final de su desarrollo em ­
brionario queda ya expuesto a las influencias de un medio social,
y recibe de él impresiones decisivas en su primera época de
existencia extrauterina. Estos resultados de Portmann vienen a
sumarse, para Gehlen, a lo que Bolk señala acerca de los pri­
mitivismos orgánicos humanos. Así se explica que el hombre,
en tanto que «ser defectivo», se vea sometido precozmente —e
inerme, si no lo protegiera el mundo cultura! social— a la'multitud

27. Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen (1944), 46s.


48 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza d el hombre

de impresiones que se precipitan sobre él (una «inundación de


estímulos»).
De este modo, sin recurrir al espíritu, Gehlen formula una
teoría explicativa para aquella situación fundamental del hombre
que Scheler había descrito como inhibición de las pulsiones vi­
tales por el espíritu. AI término «paralización», que sugiere el
problema de una instancia inhibidora, Gehlen prefiere la expre­
sión neutra «hiato» (391ss). Así, habla de un hiato, de una grieta
entre las percepciones y los impulsos. Lo que quiere decir se
pone claramente de relieve por comparación con la vinculación
al medio que se da en los animales, en los que las percepciones
funcionan como desencadenantes de mecanismos innatos de com ­
portamiento (los instintos). Los órganos sensoriales actúan en
este caso como filtros que sólo dejan llegar hasta el animal las
impresiones que tienen importancia positiva o negativa para su
vida. En la conducta animal, por tanto, la vida perceptiva y los
instintos constituyen un círculo funcional cerrado28. En el hom­
bre, las cosas suceden de otro modo precisamente en este punto.
Nuestros instintos están en gran parte en fase de involución y, a
la vez, se hallan fundidos unos con oíros., y por estas dos razones
obran imprecisamente, comparados con los de nuestros parientes
animales. Nuestras percepciones no desencadenan ninguna reac­
ción instintiva precisa. Justo por ello, las percepciones pueden
desarrollar su vida propia y volverse a las cosas mismas sin estar
restringidas a intereses pulsionales determinantes de nuestra con­
ducta. Y ésta es, a su vez, la causa de que se intensifique la
inundación de estímulos y percepciones carentes de importancia
pufsional inmediata. Este es el «hiato» entre estímulo y reacción
que Gehlen discierne, en analogía con la «inhibición» scheleriana
de los impulsos animales en el hombre. Ya no necesita retrotraerlo
a una causa inhibidora (el espíritu, en Scheler), porque lo concibe
de modo puramente biológico: como resultado de la constitución
corporal dei hombre, dé su primitividad y desvalimiento en tanto
que «ser defectivo».
Compensar sus deficiencias específicas se convierte, según
Gehlen, en la tarea fundamental del hombre. A su servicio están,
sobre todo, el lenguaje y la cultura. Ambos son truto de la acción

28. Cf. V. von Weizsäcker, E l círculo de la form a (1943), Madrid 1962.


El lugar señera del hombre 49

humana. Y es ahora cuando llegarnos al concepto decisivo de la


antropología de Gehlen. El hombre, según él, es el ser que actúa.
Mediante, la acción (a saber: la constitución del lenguaje, la cul­
tura y la técnica) el hom bre’ transforma en ventajas los incon­
venientes de su situación biológica inicial. Mediante la acción,
el hombre se descarga de lá multitud inabarcable de los estímulos
que caen sobre él, gracias a la creación, en el lenguaje, de un
universo simbólico que hace precisamente abarcable la plétora
de las impresiones. Para Gehlen es además el lenguaje el ejemplo
fundamental de la actividad creadora de cultura que desarrolla el
hombre. El concepto de acción abarca, según él, todos los pro­
cesos cognoscitivos y todas las obras culturales. La acción ocupa
el lugar del concepto de espíritu en Scheler. El hombre es aquí
el ser que se crea a sí mismo al subyugar su mundo. Mientras
en Scheler el hombre en tanto que espíritu se debía al «funda­
mento supremo del ser», en Gehlen es creador de sí mismo en
el sentido más estricto, y la religión y Dios sólo pueden ser
tematizados a título de creaciones deí hombre, de productos de­
rivados de su dominación del mundo. En correspondencia con
la oposición entre creación y autocreación, resulta así también
aquí la inversión de la relación de fundamentación que, en Sche-
1er, iba desde el espíritu a la inhibición de los impulsos animales.-
En Gehlen se hace el camino en el sentido contrario: desde el
hiato entre percepción e impulsos, pasando por la acción, hasta
el espíritu (hasta la formación de un mundo cultural cuyos con­
tenidos proporcionan orientación a las pulsiones del hombre)29.
La concepción de Gehlen ha encontrado muchos críticos, pero
se ha impuesto como la forma clásica de la antropología filosófica
contemporánea. Las críticas se dirigieron en primer lugar contra
la noción del hombre como ser defectivo. Así, A. Portmann
señaló —tomando implícitamente distancias frente a Gehlen—
que «a la debilidad relativa de la organización instintiva en el
hombre» se opone «un crecimiento pujante de otros sistemas
centrales de impulsos», reconocibles por el «poderoso aumento
de la masa de la corteza cerebral y sus surcos». No habría tampoco

29.. La comprensión del hombre como el ser que actúa se explica a partir
de los comienzos idealistas de Gehlen, expresados en su Theorie der Willens­
freiheit, de 1933. Acerca de cómo se transformó esta idea en una «metafísica
biológica», cf. W. Schtiiz, Philosophie in der veränderten Welt, 442s.
50 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

que ver en la lentitud del desarrollo fiel hombre únicamente algo


negativo, sino que se corresponde más bien con la peculiaridád
psíquica del hombre como ser cultural y social30. Para designar
esta peculiaridad, Portmann ha vuelto a recurrir al concepto de
espíritu. Por su parte, Buytendijk se ha mantenido en la concep­
ción del hombre como «espíritu encamado»31.
Además de la interpretación unilateralmente negativa de la
situación biológica inicial del hombre, se ha criticado también
la noción de apertura al mundo, que Gehlen comparte, por un
lado, con Scheler, y, por otro, con Portmann, Buytendijk y otros.
Así. en su introducción a la historia universal Propyläen, de 1961,
Plessner escribe del hombre: «No puede atribuírsele “ apertura
al m undo" sin restricción. Tal cosa sólo le sería posible a un
sujeto que —al modo como la teología medieval concebía a los
ángeles— careciera de cuerpo o poseyera un cuerpo pneumático,
siendo así que “ m undo” significa el conjunto de lo real en su
patencia. En cambio, nuestro mundo se da en fenómenos en los
que lo reai se manifiesta refractado en el medio de nuestros modos
perceptivos y nuestras líneas de acción»32. Suponer sin más la
apertura dei hombre al mundo es desconocer el «carácter indirecto
y escindido de nuestra relación con el mundo» tal como se pre­
senta ya en e! proceso de nuestro conocimiento, con sus rodeos
y su problematicidad. . •.
La tesis de Plessner de que nuestra apertura a la realidad se
quiebra en las formas limitadas y parciaies de nuestra aprehensión
de ella, tai como nos están dadas por nuestra condición corpórea
y por la perspectividad de nuestra experiencia, esta tesis, digo,
es corroborada por el estado actual de la investigación del com­
portamiento, según se resume en la contribución de I. Eibl-Ei-
besfeldt a la obra colectiva Neue Anthropologie1*. En contra de
la tesis de la apertura ilimitada al mundo, hay en el hombre
también disposiciones innatas de comportamiento, acreditadas

30. A. Ponm unn. Zoologie und das neue Bild vom Menschen (1951), 62s
y 92s. Cf. también Id.. D er Mensch —ein M ängelwesen?, en Entlass die Natur
den Menschen? Gesammelte Aufsätze zur Biologie und Anthropologie. Mün­
chen 1970, 200-209.
31. M ensch und Tier (1958), 45.
32. Conditio humana (1964), 47.
33. Biologische Anthropologie II (1972), 3-59; sobro todo, 11s y 19s.
Las próximas indicaciones de página en el texto remiten a esta obra.
El lugar señero d el hombre 5/

sobre todo por la conducta de los niños recién nacidos, en los


que el llanto, la sonrisa, la presa, Ja succión y el parloteo des­
cansan en tales esquemas innatos. Asimismo, la extensión uni­
versal de ciertas pautas de conducta —por ejemplo, el llamado
saludo con los ojos— en todas las culturas se retrotrae también
a esquemas comportamentales de la especie. Sin embargo, Eibl-
Eibesfeldt registra también que el hombre puede «transformar
culturalmente prácticamente todo» (48), y que incluso es capaz
de «reprimir mociones instintivas tan fundamentales como la
sexualidad o el hambre». Por lo tanto. Eibl-Eibesfeldt concede
el principio de Gehlen de que el hombre es por naturaleza un ser
cultural (54).
La presencia de disposiciones innatas de conducta no signi­
fica, pues, que fíjen inexorablemente, que determinen la conducta
humana. No ponen límites infranqueables a la «libertad» y a la
capacidad del hombre —que le está dada por principio— de
superar transformándolas todas las condiciones de la situación
que le vienen dadas. Antes bien, las disposiciones comporta-
mentales innatas señalan el lugar del que ha de volver siempre
a partir la aventura de la autotrascendencia y la historicidad del
hombre. No está ya decidido hasta dónde puedan llegar los hom­
bres en la transformación de las condiciones de partida de la
especie, no sólo por sus esfuerzos individuales, sino sobre todo
gracias a la tradición cultural. ’
La «apertura al mundo» pierde así el carácter de estado que
tiene en algunas expresiones de Scheler e incluso de Gehlen, y
se convierte en el nombre de una dirección en el proceso de
«autorrealización»; un proceso en el que se configura el ser sí
mismo del hombre y que no puede, por consiguiente, reducirse
unilateralmente a la acción humana, como hace Gehlen34.
El puesto señero del hombre en el reino animal no surge
abruptamente y como de un salto, sino que tiene él mismo el
carácter de una historia en la que el hombre se encuentra a sí
mismo, alcanza su naturaleza específica. Con esto nos situamos
en las proximidades de una concepción como la que fue ya de­
sarrollada por J. G. Herder.

34. Cf. sobre esto cóm o discute B. Liebnicks la teoría de la acción de


Gehlen en Sprache und Bewusstséiit T (1964).
2
Apertura al mundo e imagen de Dios

1, Herder como punto de partida de la antropología


filosófica moderna

Amold Gehlen ha indicado que Herder, en su escrito pre­


miado de 1772, titulado D er Ursprung der Sprache, bosquejó
los rasgos capitales de la visión del hombre que el propio Gehlen
desarrolla en su obra. Así, Herder registró ya «que es seguro que
el hombre está muy atrás del animal en fuerza y en seguridad
del instinto; también es cierto que no tiene en absoluto eso que
en tantos géneros de animales llamamos facultades o impulsos
innatos»1, La vida de los animales está limitada a un «círculo»,
tanto más estrecho cuanto más especializados están los órganos
de la especie en cuestión. En lo sustancial, pues, Herder vio ya
la vinculación que ata al animal con su entorno. Dice, en cambio,
del hombre, que el «carácter de su especie» consta ante todo de
«vacíos y carencias». El hombre recién nacido, comparado con
los animales, es «la criatura más desamparada de la naturaleza.
Desnudo y descubierto, débil y necesitado, temeroso y desar­
mado» (96). Estas observaciones recuerdan la descripción de
Portmann del primer año extrauterino del niño2. No cabe extra­

1. Citado por A. iGehlen, E l hombre, 95. Las siguientes indicaciones de


página en el cuerpo del texto remiten a esta obra. Cf. el texto de Herder también
en E, Heintel (ed.), Joh. Gottfr. Herders Sprachphilosophie: Ausgewahlte
Schriflen, Hamburg 1960, 15s. ■
2. Se ofrecen textos de Herder sobre ello en la tesis doctoral de S, H,
Sunnus, Die Wurzelrt des modernen M enschenbddes bei J. G. Herder, Nümberg
1971. Herder subrayó ya que no cabe entender al hombre dividido por «planchas
de hierro» (Sunnus 65) en un cuerpo y un alma, sino que hay que comprenderlo
como un ser unitario. ■
54 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

ñarse de que Gehlen termine consignando que «la antropología


filosófica no ha dado un- paso adelante desde Herder y, en es­
quema, es la misma concepción que yo quiero desarrollar con la
ayudas de la ciencia moderna». Y añade: «Tampoco necesita dar
un paso más, puesto que eg la verdad» (97). .
Sin embargo, la apreciación que hizo Herder de los fenó­
menos que él ya observó difiere considerablemente de la que
hace Gehlen. También esto se echó de ver en seguida. Por punto
de partida de su exposición, Herder no tomó tan unilateralmente
como Gehlen tas carencias de la forma de la vida humana com­
parada con la animal. Para él son únicamente la contrapartida
necesaria del alto desarrollo cerebral del hombre, y, por tanto,
de la razón. A la deficiente agudeza de nuestros sentidos le sale
al paso el privilegio de la libertad de su uso. Herder puede también
decir, en aparente analogía con Gehlen, que «propiamente no
somos aún hombres, sino que llegamos a serlo día a día»5. Se
halla así próximo a la idea ilustrada del autopeifeccionamiento
del hombre, que se encuentra en Rousseau, pero de la que hay
también testimonios en Leibniz y su escuela4
Esta concepción se confronta con la conducta animal ya, sobre
todo, en las Allgemeine Betrachtungen über die Triebe der Thiere
de Hermann Sam. Reimarus (1760). Reimarus anticipó muchas
de las observaciones de Herder5. Ahora bien, el modo en que
Herder entendía la idea del autoperfeccionamiento del hombre
no se identifica con eí recurso unilateral de Gehlen a la acción
como principio de la autorreaiización humana. Es verdad que
Herder pudo escribir del hombre, casi en el estilo de Gehlen,
que la naturaleza «le imprimió este instinto paj;a que forme su
propio hogar»6. El hombre, sin embargo, no se debe en primera
línea a su acción. Para el proceso de autoperfeccionamiento,
Herder presupone como germen la razón y la libertad, en tanto

3. Cicas en Sunnus, Die W urzeln.... 86, 93 y 63.


4. Sunnus, Die W urzeln..., 82 y 28s,
5. G. Buck ha señalado estas dependencias y, sobre todo, el juicio de
algunos contemporáneos como J. N. Teteus, que negaban la originalidad de
las tesis de Herder. G. Buck. Selbsterhaltung und Historizität, en R. Koselleck
y W, D. Stempel (eds ), Poetik und Hermeneutik V: Geschichte - Ereignis und
Erzcililung, München 1973, 29-94; sobre todo. 32. Cf. Sunnus, Die W urzeln....
15s.
6. J. G. Herder, ideas para una filosofía de la historia de la humanidad
(1784) VIII. Buenos Aires 1959, 4, 3.
Apertura al m undo e imagen de Dins

que GehJen hace aparecer a ambas como productos de nuestra


actividad (en otro caso, el concepto de acción no podría reem­
plazar al scheleriano de espíritu). Si para comprender el proceso
del autoperfeccionamiento humano hubiera que presuponer, con
Herder, la razón y la libertad, al menos como germen y dispo­
sición, ya no se podría rechazar tan totalmente la necesidad per­
cibida por Scheler de referir este novum en la evolución de la
vida a un origen más allá de todo el desarrollo que la vida ha
experimentado; a un origen que, por ello, según Scheler, no puede
buscarse más que en el fundamento supremo de todas las cosas.
Las ideas de Herder están de hecho en este punto más cerca
de las de Scheler que de las de Gehlen. Para él, en el lugar de
los instintos animales hay en el hombre una dirección vital que
le ha sido dada por Dios. Tras la regresión de sus instintos, Dios
no abandonó al hombre a una pura desorientación de la que
hubiera de liberarse sin otro apoyo que el de sí mismo (al modo
como Gehlen lo describe), sino que puso en su corazón la di­
rección de su autoperfeccionamiento. En esto consiste, exacta­
mente, el ser el hombre a imagen y semejanza de Dios: «No, el
buen Dios no abandonó a su criatura al mortífero azar. A los
animales, Señor, les diste el instinto; en el alma del hombre
grabaste tu imagen, la religión y el sentido humanitario. Los
contornos de la estatua ya están prefijados, ocultos en la masa
del mármol; sólo el trabajo de esculpirla no lo puede realizar éste
por sí solo. De esto deben hacerse cargo la tradición e instrucción,
!a razón y la experiencia, y para esto no habían de escasear los
medios»7.
Vale la pena separar los elementos que se encuentran en esta
formulación de riquísimo contenido:
1. Como el instinto guía el comportamiento de los animales,
así guía al hombre la imagen de Dios. Uno y otra tienen por
función imprimir a la vida de la criatura una dirección, en vez
de dejarla entregada al «acaso mortífero» de las impresiones
azarosas.
2. La imagen de Dios, dada al hombre «en su alma», fun­
ciona respecto de su conducta como noción de la meta detesta y

7. Ideas... IX, 5, 2. Según Sunnus, Die W urzeln..., 40, Herder introdujo


ei concepto de imagen de Dios en las Ideas.
56 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

como patrón. Puede ejercer esta función porque ser a imagen y


semejanza de Dios es la noción teleológica del ser hombre en
cuanto tal, según la convicción de Herder de que «no somos
todavía hombres propiamente dichos, sino que nos estamos ha­
ciendo hombres a diario8. Ser a imagen y semejanza de Dios y
ser s í mismo el hombre (ser hombre el hombre) van, pues, juntds;
de modo que «religión y humanidad» se hallan para Herder vin­
culadas estrechísimamente.
3. En el hombre se encuentra en principio tan sólo «la
predisposición a la razón, el humanismo y la religión»9: el esbozo
de la estatua. ¿Cómo se llega desde él a la estatua misma ple­
namente esculpida, a la realización de la humanidad? Herder no
responde a esta cuestión con el concepto de acción. Expresamente
dice que el hombre no puede «esculpirse, formarse a sí mismo».
La respuesta de Herder acerca de cómo llega el hom bre' a sí
mismo está en la línea de la gran idea de la Ilustración respecto
de la educación del género humano. El «carácter específico» del
género humano es «que, nacidos casi faltos de instintos, nos
vamos haciendo hombres a fuerza de las ejercitaciones de toda
una vida, y basándose en ello tanto la perfectibilidad como la
corruptibilidad de nuestra especie, la historia de la humanidad
se hace forzosamente un solo conjunto». Se trata de «la educación
del género humano precisamente porque cada hombre se hace
hombre solamente a fuerza de educación y porque toda la especie
no viene sino en esta cadena de individuos»10.
4. En el proceso de la educación del género humano inter­
vienen tres factores:
a) «Tradición e instrucción», o sea, la influencia que re­
cibimos de otros. «Pues ningún individuo se ha hecho hom bre
por sí mismo. Toda su estructura humana está conectada con
sus padres m ediante una generación espiritual llam ada edu­
cación, lo mismo que con sus am igos, m aestros y (todas las
circunstancias en el curso de su vida, es decir, con su pueblo
y sus antepasados, o sea, finalm ente con toda la cadena que
form a su e sp e c ie ...» "

8. ¡deas... IX, 1, 2.
9. Ideas... IX, 5.
10. Ideas... IX. 1.
11. ¡deas... IX, 1.
.Apertura al mundo e imagen de Dios 57

b) Se les añaden «la razón y la experiepcia», que son las


«fuerzas orgánicas» (261) en el propio hombre que contribuyen
a su formación. Pues el hombre o está sólo expuesto pasivamente
al influjo externo, sino que es estimulado por éste a que se forme
a sí mismo; y, en esta medida, la formación del hombre ha sido
confiada «a su propio cuidado y al de sus semejantes» (264). El
propio hombre, pues, toma también parte en este proceso, que
no tiene lugar sin su colaboración.
Y a estos dos factores los integra
c) la providencia de Dios. Es la fe en su gobierno lo que
da fundamento, para Herder, a la idea de la educación del género
humano en dirección a una meta que le está propuesta. La «in­
tención de Dios respecto del género humano en la tierra» la parece
«reconocido inequívocamente hasta en las partes más embrolladas
de su historia» (263). Y consiste en el «carácter divino de su
destino» (263s). La enseñanza y la tradición, de una parte, y la
razón y la experiencia, de la otra, cooperan a este destino sólo
porque en la obra conjunta de estos factores actúa la providencia
divina, que, por mediación de otros hombres, forma al hombre
en dirección a la meta de su destino: la imagen y semejanza de
Dios.
Sólo la fe en la providencia hace enteramente comprensible
la noción de Herder de la imagen y semejanza de Dios. Esta es,
por una parte, la meta y el destino del hombre, cuya forma
definitiva, «la verdadera figura divina del hombre», sólo se al­
canzará en una existencia distinta12. Pero, por otra parte, ya ahora
está presente en esbozo en el hombre, y presta a la vida de éste
una dirección, de modo comparable a lo que sucede en la vida
de los animales gracias al aparato instintivo de éstos. El vínculo
entre la vislumbre actual y la perfección futura del ser propio del
hombre tiene su fundamento en el plan de la providencia divina,
por el que la influencia, de los otros hombres y los impulsos de
la razón y la experiencia del individuo se coordinan y se con­
vierten así en medios que conspiran al resultado unitario de la
formación del hombre.

12. Ideas... Y , 5.
58 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

2. La relación entre las concepciones tradicional y herderiana


de cómo el hombre es a imagen y semejanza de Dios

Antes de que discutamos la significación para el presente de


la vinculación herderiana „entre reducción del instinto y ser el
hombre a imagen de Dios, debemos tratar de la relación de Herder
con la concepción teológica tradicional sobre córrio es el hombre
a imagen y semejanza de Dios. El modo característico en que
Herder se aparta de la tradición es lo que hace luz plena sobre
la función que en él adquiere la idea de la imago Dei para com­
prender la situación original del hombre en la naturaleza —des­
crita ya por otros autores—, Y sólo una vez que se ha entendido
esta función de la idea herderiana cabe examinar su posible re­
levancia para la discusión antropológica de la actualidad.
Es patente ya a primera vista que Herder no habla de un
estado original de perfección del hombre. Se separa en esto de
la dogmática cristiana tradicional. Desde el punto de vista de la
doctrina teológica de la creación, del estado original y de la caída
de! hombre, habría sido éste creado a perfecta imagen y sem e­
janza de Dios, y habría luego perdido por el pecado su perfección
original. La definición teológica precisa habla de justicia original
(iustitia originalis) y comunión efectiva con Dios. La relación
de la iustitia originalis con el ser del hombre a imagen y se­
mejanza de Dios ha sido determinada de modo distinto en la
tradición dogmática y ha llegado a ser objeto de diferencias con­
fesionales. La escolástica latina distinguió la justicia original, o
sea, la unión actual con Dios del primer hombre, de la imago
Dei. 'A ésta como característica de la condición de la naturaleza
humana se habría añadido en el estado original, a título de gracia
original, la iustitia originalis en tanto que unión actual con Dios.
Según la concepción de los escolásticos de la edad media, esta
gracia suplementaria de la justicia original se perdió por el pecado
original, mientras que la imago Dei, propiedad de la naturaleza
humana como tal, permaneció, pues pertenece al mismo ser hom ­
bre, y el hombre no dejó de ser hombre por el pecado original.
Esta distinción entre el destino divino, como estado que ca­
racteriza al hombre, y la comunión misma con Dios, se remonta
a Ireneo de Lyon, quien, hacia eí final del siglo II, apreciaba
que en la formulación del relato veterotestamentario de la crea­
Apertura al mundo e imagen de Dios 59

ción.(Gén 1, 26) se distinguía entre imagen de Dios y semejanza


de Dios. Dios dice aquí: «Hagamos al hombre a imagen nuestra,
a nuestra semejanza». Desde el punto de vista exegético, sigue
hoy sin estar claro si los términos hebreos zelem y demüt designan
o no matices distintos13. Si se tratara de una diferencia de matiz,
y no simplemente de enfatizar valiéndose de una expresión
doble14, «semejanza» (dcmüt) más bien significaría una restric­
ción de la representación de Dios que porta el hombre ante el
resto de la creación, expresada con el concepto de imagen. Ireneo,
en cambio, entendió demüt como un grado superior que «ima­
gen», porque traducía los términos en cuestión por los platónicos
eÍKfñv y ófioíaxTic;. Eikcov es la copia, que, en tanto que tal,
difiere del original, queda a la zaga de éste. ‘0|í o í c o g i <; significa,
en cambio, la comunidad efectiva con el m odelo15. Asemejarse
lo más posible a Dios (ó(J.oÚBcn<; 0sqj Kctiá t ö Sóvaxov) es,
según Platón, la tarea de la vida y el anhelo del hombre: el tema
de la ética16. En la perspectiva platónica era muy comprensible
atribuir a la naturaleza del hombre la irnago Del en el sentido de
una relación de modelo a copia entre lo divino y lo humano, y
lo era también vincularla con ía naturaleza racional del hombre,
por la que éste se diferencia de los anímales; y asimismo lo era
identificar la ó j io ú ú c j k ; con la perfección moral a la que se aspira:
con la justicia. Mas como el hombre, desde el punto de vista
cristiano, sólo llega a ser justo por la gracia, la teología cristiana
ha pensado la óiaoíoktk; como don de gracia que fue concedido
al primer hombre, se perdió por el pecado original y es restaurado
por Cristo en la justificación del pecador. En (este sentido, la

13. Cf. H. W. Wolff, A ntropología del AT, Salamanca 1975.


14. Según G. von Rad, El libro del Génesis, Salamanca 1988, 68s, el
término básico “ imagen” «se aclara y precisa» mediante la adición de la noción
de semejanza; y ello «en el sencillo sentido de que la imagen en cuestión debe
conformarse con el arquetipo, debe serle semejante». En opinión de W. H.
Schmidt, D ie Schöpfungsgeschichte der Priesterschfi.fi, Neukirchen 1964,
133s, no hay diferencia de contenido entre ambos términos. Acerca de la noción
de imagen, cf. ibid. 136s.
15. Ireneo, Adv. Haer. IV, 38, 3 y, sobre todo, V, 6, 1. Cf. sobre este
último lugar W. D. Hauschild, Gottes Geist und der M ensch. Studien zur
frühchristlichen Anthropologie, München 1972, 208s. Acerca de cómis se pre­
para en Taciano la idea de la formación del hombre por el espíritu divino (pero
sin distinguir todavía entre «imagen» y «semejanza»), ibid., 199s.
16. República, 613¡i4ss; Teeteto, 176a5.
60 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

escolástica latina medieval, al distinguir imago y similitudo. y


subordinar aquélla a ésla, ha continuado la interpretación del
Génesis que hacía Ireneo17.
La Reforma se aparta de esta línea. La imago Dei no es sólo
para ella el fundamento de la comunidad efectiva con Dios (ius-
titia originalis), 'sino que se identifica con la justicia del primer
hom bre'8. En consecuencia, el pecado original no se considera
aquí sólo como pérdida de la similitudo, sino incluso de la misma
imago Dei. La diferencia que la separa de la concepción medieval
y católica en ía cuestión de sí la naturaleza misma del hombre
se corrompió por el pecado, se explica, pues, a partir de la distinta
determinación de la relación que guardan iustitia originalis e
imago Dei. Y también es desde aquí desde donde hay que en­
tender la polémica contemporánea entre Karl Barth y Emil Brun­
ner acerca de si la imago Dei se perdió absolutamente por el
pecado, o bien (es la tesis de Brunner) permaneció un «resto»,
consistente en la racionalidad y la responsabilidad humanas, en
las que Brunner encontraba concentrada la índole formal del ser
del hombre, que subsiste tras el pecado, si bien depravada19.

¡7. A sí, por ejemplo, Ja distinción, en el sentido en que Ja hacía Juan


Damasceno, Ja acepta Tomás de Aquino: Summa theologica I, q. 93, a. 9. Cf.
también sobre la doctrina escolástica: B. Cairas, The ¡niage o f God itt Man,
Louvain 1953 y A. Burghart, Gottes Ebcnbild und G leicknis, Freiburg i. Br.
1962.
18. Lutero, WA 42, 46: «Similitudo et imago Dei est vera et perfecta
Dei notitia, summa Dei delectio, aetema vita, aeterna laetitia, aeterna securi-
tas». Melanchthon, Apol. II, 18s. También en la Fórmula de concordia se
iguala la justitia originaria de! hombre, o sea, su relación actual con Dios, con
su ser a imagen y semejanza de Dios (SO I, 10). Las declaraciones análogas
de Calvino se encuentran reunidas en W. N iesel, Die Theologie Calvins, Mün­
chen ’ 1957, 65s.
¡9. Cf. los textos de Luíero que cita R. Niebuhr, The Nature and Destiny
o f Man I, 1941, New York 1964, 160s. La idea de los restos de la imago que
permanecen en ei pecador se encuentra más claramente en los escritos de Calvino
(J. Ve&urg, Adam. Een onderzoek naar de betekenis van de figur van een eetste
mens in het christelijk geloof, Wageningers 1973, 96s). Una vez reconocida la
miago et similitudo Dei como específica del hombre y constitutiva del propio ser
hombre, no podía afirmarse fácilmente que se perdiera por completo a causa del
pecado. La observación de cómo sucedió cosa análoga en la dogmática luterana
inicial fue lo que condujo a P. Althaus a revisar la noción de imago et similitudo
Dei en el sentido de destino, y no ya de estado primitivo, del hombre (Die
chñstliche Wahrheit, 1974, Gütersloh Jt952, 338s, sobre todo 342). A propósito
de la cuestión de los restos de la imago Dei creada en el hombre, había hibido
Apertura úí mundo e imagen de Dios 61

En la discusión teológica de los años en que tuvo lugar esta


polémica, la cuestión debatida iba íntimamente unida con otra:
la de si hay un «punto con el que la revelación pueda conectar».
Según E. Brunner, tal punto es, precisamente, aquel «resto»
formal de la imago Dei, o sea, el hecho de que el hombre sigue
siendo hombre a pesar del pecado, de modo que la acción de
Dios en la revelación, al volverse hacia el hombre, puede retomar
la determinación teleológica original de la humanidad de éste y
recordársela; lo cual sería del todo imposible si el hombre, al
pecar, se hubiera hundido absolutamente en la enemistad de Dios.
Barth, en cambio, no podía admitir que un estado de cosas an­
tropológico, distinto de la acción de la gracia divina y dado ya
de antemano a ésta, se entendiera como punto de partida al que
hubiera de atenerse la acción de Dios. Esta no está ligada a nada
exterior a sí misma. Lo contrario lesionaría su carácter soberano.
Por cierto que Barth ha enseñado también que Dios se atiene a
su intención, vinculada originariamente con la creación del hom­
bre; mas no quería ver ia acción de Dios sometida a estados de
cosas que se consideran primero por sí mismos y que son así
puestos en independencia frente a ella.
Por consiguiente, en el transfondo de esta polémica se halla
el problema de si puede ser aceptada por el pensamiento cristiano
como adecuada una descripción teológicamente neutral de la rea­
lidad humana; o si no hay que estimar, más bien, que la relación
efectiva con la realidad divina es ya siempre constitutiva tanto
para la índole del hombre, como para su vida.
Así pues, la concepción medieval y católica acerca de la
imago Dei en el hombre, y la de la Reforma se dif¿rencian en
que, para ios reformadores, la imago Dei consiste en la relación
efectiva con Dios, mientras que, para la escolástica latina me­
dieval, es el supuesto de ésta y la propiedad estructura] formal
de la esencia del hombre —de modo semejante al Imagorest del
que habla E. Brunner—. Pero las concepciones de ambas con­
fesiones coinciden en que ¡a imagen de Dios en el hombre existió

en los años anteriores una nueva polémica, esta vez entre K. Barth y E. Brunner
(E. Brunner, Natur und Gnade [1934; 21935] 10s; K. Barth, Nein! Antwort an
E. Brunner [1934], sobre todo !6s, 24s; E. Brunner, Der Mensch im Widerspruch,
Zürich 1937, 165s).
62 El hombre en la naturaleza y_ la naturaleza del hombre

en el comienzo de la historia de la humanidad: en la perfección


del estado original del primer hombre antes del pecado. La idea
herderiana de una imago Dei en devenir, en desarrollo, se di­
ferencia nítidamente de las tradiciones de las dos confesiones.
Herder se mantiene alejado de ellas porque no comparte su doc­
trina acerca del estado original, común a las dos y tan difícilmente
conciliable con ia perspectiva moderna evolucionista sobre la
especie humana y su aparición en la historia de la vida.
Sin embargo, no fue Herder el primero en pensar esta idea
—que en cierto sentido se anticipa al punto de vista evolutivo
de la biología m oderna— de la imago Dei en devenir. En su De
religione christiana (1476), Marsilio Ficino, el fundador del pla­
tonismo florentino, interpretaba la encamación como el cumpli­
miento perfecto del destino religioso del hombre20. En Pico della
Mirandola, discípulo de Marsilio, aún se vinculó más estrecha­
mente el dinamismo de este proceso de realización del destino
humano que alcanza su cima en la encarnación, oon el acento
volitntarista del humanismo del Renacimiento. Es verdad que
Pico habló de la destrucción de la imago Dei en ei hombre por
el pecado, y de su restauración por Cristo; seguía, pues, acep­
tando la doctrina del estado original del hombre. Pero el dina­
mismo de su concepción de éste es en Cristo donde encuentra
su meta; sólo en él se cumple perfecta la creación dei hombre21.
Es característico de esta concepción de la naturaleza del hombre
el hecho de que Pico no distinga ya entre imago y slmilitudo,
sino que emplee ambos términos como sinónimos. El acento
voluntarista de su pensamiento se halla también vinculado con
esto. En efecto, el proceso de asimilación del hombre a Dios
(simüitudo), que constituye el tema ético de la vida, se convierte
para Pico en el tema de la humanización del hombre, la cual sólo
en la conducta ética de Jesucristo alcanza su realización perfecta.

20. Ch. Trinkaus, In Our Image and Likeness. Humanity and Divinity in
¡tallan Hum anist Thought II, London 734s.s, sobre todo 740.
21. Ibid. II, 505ss, 516ss. Es importante la idea de Pico de que la dignidad
del hombre, basada en su ser a imagen y semejanza de Dios y realizada en la
encamación, lo eleva incluso por encima de los ángeles (512). Acerca de la
orientación escatológica de este pensamiento, cf. también n , 517, que hace
referencia al Heptaplus (1488/89) IV, 6-7. de Pico.
Apertura al mundo e imagen de Dios 63

De modo semejante, la Reforma identificó imago y similitude>.


Pero en Melanchthon la discusión de estos problemas está li­
mitada a la temática del estado original: la creación y caída del
primer hombre. No se encuentra en él la concepción subyacente
de un proceso de humanización, de creación del hombre, que
sólo alcanza en Cristo su perfección. Y, sin embargo, está en
Cal vino y estaba ya en Lutero22. La idea moderna de un proceso
de humanización entendida como autoperfeccionamiento y co­
mún a toda la humanidad pudo ponerse en conexión con la noción
dinámica de que hemos hablado, aunque no siempre vino unida
con el concepto de imago et similitudo Dei.
En el siglo XVIII, Leibniz pensó el proceso de perfeccio­
namiento del hombre mediante el concepto de perfectibilidad, en
el sentido de capacidad de autoperfeccionamiento moral, como
tarea ética de la vida humana y en relación con una interpretación
moral del reino de Dios en tanto que idea teleológica de la acción
moral23. La tesis de la armonía de la naturaleza y la gracia con-

22. J. Caívino, ¡nst, reí, chr, I, (1559) 15, 4 (CR 30, 138s). Otras pruebas
textuales én T. F. Torrance, Calvins Lehre vom M enschen (versión alemana
de 1951) y W. Krusche, D as W'irken des Heiligen Ceistes nach Calvin, Berlín
1957. 281. A propósito de Lotero, cf. sobre todo sus expresiones acerca del
destino escatológico del hombre en la Disputatio de homine (1536) (WA 39/
1, 175ss); cf. W. Joest, Ontologie der Person bei Luther (1967), 348s, l92s.'
Sin embargo, la consideración histórico-salvífica y escatológica del ser del
hombre a imagen y semejanza de Dios permaneció en los reformadores vin­
culada a las ideas agustinianas acerca de la perfección del estado original y su
restauración en Cristo (cf. A. Peters, Der M ensch 11979], 149s, y también 47s
y 82s).
23. En los Principes de la nature et de la grâce (1714) escribió Leibniz
que todas las cosas reciben su perfección limitada (n. 9: «quelque perfection»)
de Dios como ser perfectísimo, y que la perfección de Dios produce en cada
cosa el mayor grado de perfección que puede ella alcanzar (n. 12; cf. 10). No
es, pues, de extrañar que el alma humana, que, en tanto que imagen y semejanza
de la divinidad, la imita en su actividad (n. 14), encuentre su felicidad en su
progreso constante «hacia nuevas alegrías y nuevas perfecciones» (n. 18). Ya
en 1685. en el Discurso de metafísica (Madrid 1986) describió todo ello Leibniz
muy matizadamente. Dice en él que las cosas alcanzan inmediatamente por su
actividad un grado superior de perfección (ti. 15; cf. M onadología (Madrid
1964) § 49, Théodicée § 31, 66, 368); pero que los espíritus son «les substances
les plus perfectionnabies» (n. 36). Mas como «la félicité est aux personnes ce
que la perfection est aux êtres», el designio primero de Dios en ej «monde
morale, ou la cité de Dieu» está dirigido a la felicidad de las personas (n. 36),
y que es así como Cristo ha dado a conocer el reino de Dios —«cette parfaite
République des Esprits qui mérite le titre de cité de D ieu»— (n. 37). Esta
¿4 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

virtió el perfeccionamiento del hombre en la tarea moral del


perfeccionamiento de sí mismo. Ni siquiera Rousseau, a pesar
de su pesimismo respecto de la cultura, negó al hombre la ca­
pacidad para él24, y fue sobre esta base como la cuestión de la
perfectibilidad del hombre llegó a ser el objeto de una amplia
polémica.
Herder consideró con creciente escepticismo el pensamiento
de la perfectibilidad mora] del hombre por «elevación de sí mis­
mo»25. En la época de Ideas era ya evidente para él que en la
plasticidad del hombre, nacido «casi sin instintos», tienen su
fundamento «tanto la perfectibilidad como la corruptibilidad de
nuestra especie»26. La superación positiva de esta ambivalencia
no es simplemente —a diferencia de Rousseau— cosa de la acción
moral. Debe negarse que «el mero uso pueda transformar una
capacidad en actividad, algo meramente posible en algo real»27
Se opone, así, Herder en general a la idea del autoperfecciona-
miento del hombre puesto en obra por el hombre mismo. La

interpretación del reino de Dios como mundo moral se encuentra también en


otros lugares de la obra del filósofo; por ejemplo, M onadologia § 85s. La
interpretación moral del reino de Dios se abrió ya paso en Thomas Hobbes,
que distinguía un reino de Dios naturai, basado en los mandamientos de la
razón, y otro sobrenatural o profètico (De Cive, 15, 4s), Espinosa, sin embargo,
negaba esta distinción, ya que, según él, el contenido del reino de Dios —natural
o sobrenaturalmente revelado— sólo puede consistir, en todos los casos, en
justicia y amor (Tratado teológico-político, Madrid 1986, cap. 19). De este
modo, el reino sobrenatural de Dios quedaba reducido al natural. Fusión a la
que también conducía la tesis de Leibniz de la armonía; «Que la nature même
mène à la grâce, et que la grâce perfectionne la nature en s’en servant» (Prin­
cipes de la n ature..., n. 15).
24. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755),
Barcelona 1984, 99.
25. Acerca de este concepto, cf. G. Buck, Selbsterhaltung und Historizität
(nota 5) 37s.
26. Ideas para una filosofía de la humanidad, IX, 1. Se verán formu­
laciones análogas de Rousseau en Buck, o. t ., 31, n. 17. Herder no necesitaba
que Schlózer le hiciera ver este punto. De hecho, este autor lo señaló en 1785,
en su respuesta íi una recensión de su historia universal (Buck, 31).
27. Herders Werke (Suphan) S, 33; citado por Buck, 32. Buck pone
erróneamente en paralelo este argumento con Ja observación de Reimarus de
que la facultad de la perfectibilidad es una mera potentia remota, y no una
«potencia anímica en acción». Para Herder, no se trataba de que el hombre
necesite para su perfeccionamiento una potencia anímica en acto, sino de que
no puede realizarla en absoluto por sí mismo.
i

Apertura al mundo e imagen de Dios ■ 65

carencia de instintos no significa para él lo que según Kant28


quería decir: que el hombre «debe sacarlo todo de sí mismo»;
sino que tiene por secuela el hecho de que el hombre está sometido
a formarse mediante influencias exteriores, sean impresiones o
experiencias recibidas, que excitan su razón, sea el influjo de
otros hombres, sobre todo en tanto qu.e transmisores de «la tra­
dición y el saber». Pero que tales influencias recibidas del exterior
alienten, en vez de echarla a perder, la vocación a la humanidad
ínsita en el hombre, es cosa que a Herder le parecía que sólo
puede garantizarla la fe en el poder de la providencia divina, que
pone en armonía con la disposición íntima los múltiples factores
de aquellos influjos. Es incluso posible que el recurso a la imago
Dei en ias Ideas se deba a que la providencia divina es impres­
cindible para la formación del hombre. La noción de imago Dei
expresa el hecho de que el hombre, por su disposición natural
misma, está ordenado al poder de Ja providencia. Y, así, que
Herder recurra al pensamiento de la imago Dei muestra ser la
expresión de su oposición a la idea de que el hombre se realiza
a sí mismo elevándose en la acción. Para la realización de la
humanidad.-de su destino en tanto que hombre, depende éste de
las más diversas influencias exteriores y de la cooperación de
todas ellas alentando en él la humanidad. Su disposición para la
imago Dei es realizada, pues, tan sólo por Dios mismo, es decir,
por el poder de su providencia.
He aquí un importante desarrollo de la idea humanista de una
imago Dei en devenir. Por una parte, Herder la «secularizó» al
referirla a la reiación del hombre con el mundo y a la configu­
ración de su destino en tai orden. Se desechó así la restricción
de los problemas vitales humanos a la sola tarea ética. En con­
traste con los pensadores de la Ilustración que lo precedieron,
Herder no se contentó con disolver en el esfuerzo natural la
elevación sobrenatural y de gracia de la naturaleza humana: antes
bien, consiguió romper los límites de la descripción exclusiva­
mente moral de la problemática de la vida. Y precisamente por
ello alcanzó a expresar de una manera nueva la dependencia del
hombre respecto de la acción de la gracia de Dios. En efecto,

28. I. Kant, Werke 6 (ed. Weischedel), 36 (Idee zu einer allgemeinen


Geschichte in weltbürgeiiicher Absichr, trad. cast.: Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita, Madrid 1987),
66 E l hambre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

efi el proceso de la realización de su destino, el hombre, según


Herder, permanece dependiente de la acción de la providencia.
La índole y el destino del hombre están, así, vinculados a los
problemas religiosos vitales. El concepto de imago Dei no es
susrituible, al revés de lo que sucede con el matiz prometeico de
la idea ilustrada de la autorrealización y el autoperfeccionamiento
del hombre. Pero no por ello tiene Herder que menospreciar ia
participación activa del hombre en el proceso de su propia for­
mación, sino que. más bien, permanece ésta siendo un monaento
esencial en el contexto de la actuación de la providencia divina.
Por todo ello, las ideas de Herder son de una importancia
sorprendente para el estado actual de la cuestión en la antropo­
logía teológica. La teología evangélica del XIX, a partir del
descubrimiento del carácter legendario de la narración yahvista
de la creación y la caída de Adán —descubrimiento en el que
Herder tuvo su parte—, no siguió describiendo la imago Dei
como perfección original que se perdió por la caída de Adán,
sino, que la trató como destino por realizar del hombre. Ya Kant
afirmaba respecto del.hombre: «Cuando se dice que el hombre
ha sido creado bueno, ello no puede significar más que ha sido
creado para el bien y la disposición original del hombre es
buena»29. H. Ph. K. Henke escribió concisamente: Homo similis
Deo haud nascitur, sed fít30. K. G. Bretschneider introdujo en
este contexto la noción de «destino»31, que terminaría imponién-

■29. 1. Kanl, La religión dem ro de los límites de la mera razón, Madrid


1969, 54.
30. H . Ph. K. Henke. Uneanienia instiimionnm fidei christianae histo-
ríco-criticarum ( f793: ’ 1795), 86.
31. K. G. Bretschneider, Handbuch der Dogmatik der evangelisch-lut­
herischen Kirche l, (1814; ’ 1828), 756s: «El fin para el que D ios creó a los
hombres da el destino del hom bre. Como en lodo ser, está determinado por
las potencias y las disposiciones dadas, y se cumple en el desarrollo pleno de
ellas... Y el destino del hombre es formarse en el conocimiento y el amor de
lo verdadero, lo bueno y lo bello y elevar este conocimiento a regla inmutable
de toda su actividad». Acerca del concepto de «destino» del hombre, Bretsch­
neider se remite, entre otros, a J. J. Spalding, Bestimmimg des Menschen
(1748). Se dice en este libro, a propósito de lo inconmensurable de la naturaleza
y de la aún mayor inconmensurabilidad de la divinidad, cuyo orden, sin em ­
bargo, puede percibir el hombre: «Estoy destinado a esta grandeza, y quiero
intentar aproximarme constantemente a ella» (ed. H . Stephan, Diessen 1908,
25). En un apéndice a la tercera edición, de 1749, Spalding añadió que se ­
mejante concepción del hombre no hacía en modo alguno superflua la religión
Apertura al mundo e imagen de Dios 67

dose, a pesar de que Schleiermacher, por ejemplo, no la empleó.


A sí, I. A'. D om er escribió que el hombre «está destinado a la
comunidad con Dios o a la religión. Con ella se realiza la imagen
de Dios en la criatura personal, de modo que llega ésta a ser
semejanza de Dios. Esta semejanza hay que pensarla en parte
como don original, y, en parte, como destino». Las disposiciones
del hombre «no son aún la semejanza actual con Dios, sino sólo
su posibilidad. El superior significado de la palabra semejanza
señala ál futuro»32.
Enfrentándose a esta disolución de la doctrina del estado
original en una doctrina del destino que se halla en el hombre
como disposición, la teología dialéctica de nuestro siglo ha vuelto
a recurrir a la tesis de la Reforma acerca de la pérdida de la
imago D ei por el pecado, y ha renovado así la doctrina del estado
original que precedió a la pérdida. En 1937, E. Brunner censuraba
a Schleiermacher y sus seguidores por «haber abandonado la
intuición cristiana fundamental acerca dei origen del hombre y
haberla sustituido por un evolucionismo idealista de fuerte im­
pronta naturalista: la idea del origen en la creación se convierte
en la idea del fin de la evolución de un proceso universal del

cristiana: «Cuanto más alto sea el concepto y m ás viva la impresión que tenga
un hom bre de su gran destino, de la virtud, la justicia y el orden eterno, tanto
m ás fuerte y conmovedoram ente sentirá ei valor de ¡as divinas instrucciones
que tanta ayuda le prestan» (ibid., 34). Pero ni Spalding ni J. G. Fichte —en
su Bestim m ung des M enschen de 1800— vincularon a la noción de «destino»
el concepto dogm ático det ser del hom bre a imagen y sem ejanza de Dios, al
que se refiere tam bién, en cambio, Bretschneider o. c ., nota 517. Por lo dem ás,
acerca de la noción de «destino del hombre» y de su historia desde la antigüedad,
cf. el artículo de Ch. Crawe, Bestimmung des M enschen. en H ist, WÓrt. d.
Phil. I. (1971), 856-9.
32. I. A . D om er, System der christlichen Glaubenslehre I, (1879/80;
: I886), 515. D om er continúa explicando que el destino del hom bre, en tanto
que «la idea del ser a imagen y semejanza de Dios», debe diferenciarse de su
realización (517). En la tradición de la teología especulativa, ya H egel empleó
en este sentido el concepto del destino del hombre (Vorlesimgen itber die
Philosophie der Religión IV [ed. Lasson], I30s; cf. sin em bargo. 99, donde,
utilizando otra acepción, se habla de «dos destinos» del hombre): trad. cast.:
Lecciones sobre la filo so fía de la religión. 3 vols., M adrid 1986-1987. Con-
densadam ente decía A. E. Biederm ann, Christliche D ogm alikA l, (1869; 31885),
495: «El aspecto del estar divinam ente destinado el hombre al espíritu lo
describe la doctrina de la Iglesia en la forma de un estado inicial reat de
perfección...» (§ 665).
68 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

espíritu»33. 'Brunner oponía terminológicamente «origen» (u «ori­


gen en la creación») a «comienzo empírico»3,4, porque también
él tenía por «definitivamente arruinada» la imagen de un estado
histórico inicial de la humanidad en la perfección del paraíso y
en comunidad con Dios. En cambiól es, según él, un supuesto
de la comprensión del estado actual del hombre un «origen» suyo
en la voluntad creadora de Dios: «Precisamente también en tanto
que pecador, el hombre sólo es comprensible a partir de la imagen
de Dios original, a saber, como aquel que vive en oposición a
ella»35. Sólo de este modo es aprehensible la realidad del hombre
«como vida en contradicción con el origen y como oposición»35.
Está aquí pensado el destino del hombre como hoy perdido
y, por lo tanto, otra vez a modo de estado original; si bien, no
como comienzo histórico, sino en tanto que punto de partida
suprahistórico y hasta cierto punto mítico, que sólo está supuesto
en la existencia actual del hombre a título de origen perdido.
Como ha mostrado R. Prenter37, la concepción de Brunner se
retrotrae a Soren Kierkegaard, quien intentó renovar la doctrina
acerca del estado original en Der Begriff Angst (El concepto de
la angustia} (1844). Señalando que tal hipótesis es «fantástica»38,
Kierkegaard, de acuerdo con Schleiermacher, rechazaba la idea
de que la historia bíblica de los orígenes fuera una información
acerca del comienzo histórico de la humanidad. Pero deseaba

33. E. Brunner, D er M ensch im Widerspruch (1937), 76. En el § 60 de


la Glaubenslehre, a l q u e Brunner remite, Schleiermacher habla de una «direc­
ción hacía la conciencia de Dios» que le está dada al hombre. Contendría ésta
en sí «la conciencia de la capacidad de llegar mediante el organismo humano
a aquellos estados de la autoconciencia en los que puede realizarse la conciencia
de Dios»,
34. Ibid.. 79.
35. Ibid., 96.
36. Esta proposición (p. 72) ofrece la clave para entender el título Der
Mensch im Widerspruch, puesto a su libro por Brunner.
37. R. Prenter, Schöpfung und Erlösung. Dogmatik I (1958), 243. Prentér
mismo se une a esta idea. La misma, en lo esencial, es la concepción defendida
por R. Niebuhr en su ya citado The Nature and Destiny o f Man I ( 1941), 267s,
269s; aunque en él la noción de la imago D el quedaba en segundo plano, detrás
de la de iustitia originalis.
38. S. Kierkegaard, D er B e g r iff Angst, en Gesammelte Werke (ed. Hirsch)
11/12 (1952) 22 ( = SV IV, 297); trad. cast.: El concepto de la angustia, en
Obras y papeles de Sören Kierkegaard VI, Madrid 1965. Cf. la observación
sobre Schleiermacher, o. c., 11 (= S V TV, 292).
Apertura al mundo e imagen de Dios 69

«retener» la figura de Adán como el primer hombre, no quería


«dejarlo ir»; porque «Adán es el primer hombre; es, a un tiempo,
él mismo y la especie humana»39, del mismo modo .que todo
hombre, en tanto que individuo, es «al tiempo él mismo y toda
la especie». Representado esto como «estado», es la perfección
del hombre; pero, al mismo tiempo, es una contradicción, y,
como tal, «la expresión de una tarea»40. En Krankheit zum Tode
(La enfermedad mortal; 1849) mostró luego Kierkegaard que esta
tarea es irrealizable y que lleva a la desesperación. Así; la con­
tradicción del hombre como individuo con su conciencia de sí
mismo en tanío que uno con el género humano, alcanza la forma
de la conciencia de la identidad perdida.
¿Es posible construir sobre estos pensamientos una defensa
sólida de la doctrina dogmática acerca del estado original de
Adán, sólo que ya no en el sentido de comienzo histórico de la
humanidad, sino en el de «origen» divino de ella? ¿es posible
afirmar con sentido sobre tal base que el hombre ha «perdido»41
su perfección original? H. Thielicke se ha referido, con mayor
reserva, a la- «pérdida de la relación positiva con Dios»; no a
la pérdida de la imagen de Dios en absoluto {en tanto que des­
tino divino del hombre), sino al paso a un «modo negativo de
ser a imagen y semejanza de Dios». Sin embargo, A. Nord­
länder no ha podido encontrar tampoco en esta teoría una res­
puesta convincente al problema fundamental de la doctrina sobre
el estado original del hombre. Es cierto que la trasposición de la
«caída» a «una dimensión suprahistórica, supratemporal y supra-
empírica, a una dimensión metafísica de “ origen” », a partir de
la dimensión de comienzo histórico de la humanidad, inmuniza
la doctrina dogmática frente a la crítica directa por parte de la
teoría de la evolución; pero cabe «preguntarse si es menos im­

39. Kierkegaard, o. c., 26. «No es esencialmente distinto del género,


pues, en tal caso, el género no existe. Y no es el género, pues, en tal caso,
tampoco éste existe. Es él mismo y el género» (SV IV, 301).
40. Ibid., 25s.
41. A sí. E. Brunner, Der Mensch im Widerspruch (1937), 126s, 164; cf.
de! mismo, Die christliche Lehre von Schöpfung und Erlösung (Dogmatilc 2
[1950]), 68. Con esto, no solamente se atiene Brunner a la doctrina reformada
de la pérdida de la imago Del (stricte dicta), sino que Ja doctrina tradicional
de la Iglesia acerca de la «caída» de Adán implica, de modo enteramente
universal, la pérdida de una perfección antecedente.
70 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

pugnable que la concepción según la cual el estado original'y la


caída han de ser considerados sucesos históricos... o si es'menos
especulativa que la noción de una caída preexistente»42.
De hecho, parece que la idea de un estado original de unión
con Dios perdido por el pecado sólo es sostenible si puede sos­
tenerse que es también el origen de la historia de la humanidad.
La pérdida supone siempre un estado que la anteceda y, si se
habJa de pérdida, hay entonces que admitir la cuestión de si ha
habido realmente o no tai estado. Rechazarla y seguir hablando
de pérdida por el pecado de la vinculación original del hombre
con Dios, es cosa que sólo puede considerarse expresión de una
estrategia de inmunización que, valiéndose de una táctica de
oscurecimiento, intenta escapar a las implicaciones lógicas de las
propias afirmaciones y a la vulnerabilidad que traen-éstas consigo.
No puede perderse lo que nunca se ha poseído. Y ya que la
hipótesis de la vinculación original de Dios con la humanidad,
perdida luego por un pecado, no es armonizable, en tanto que
tesis sobre los comienzos de la historia, con lo que hoy saben
acerca de estos orígenes las ciencias naturales, habría también
que renunciar a intentos de salvar las fórmulas teológicas tradi­
cionales tan rebuscados como el consistente en hablar de un
origen que es ahistórico. Pero no hay todavía por qué renunciar
al interés que determina tales postulados. En Kierkegaard y en
quienes a él apelan, el punto de partida del regreso a la idea del
estado original se encuentra en la experiencia del ser hombre
como un deber. Dicho en el lenguaje de Kierkegaard: el hombre
singular es hombre en general, es el género, y, a la vez, no lo
es, y esta contradicción es la «expresión de una tarea» en la que
siempre fracasa el hombre. Pero no por ello la unidad con el
género es un estado que se haya realizado alguna vez plenamente
(y ahora ya no se dé). Es más bien que en el proceso de la historia
del hombre el género mismo está aún también en devenir, y es,
pues, a su vez «tarea» para el hombre singular. i
Representarse la realización de lo humano en la unidad del
individuo y del género como un estado que realmente tuvo lugar

42. A. Nordländer, Die Gottesebenbildlichkeit des M enschen in der Theo


logie Helmut Thielickes, Uppsala 1973, 174. En Thielicke se halla «la creación
originalmente buena en cierto modo como una magnitud ficticia» (173). Cf.
H. Thielicke, Theologische Ethik I (1951), 261-88, sobre todo, 281s; y, tam­
bién, 823s.
Apertura al mundo e imagen de Dios 71

¿n el tiempo de los orígenes, es algo que corresponde al modo


de pensamiento del mito, que sé halla vuelto hacia un pasado
original como hacia el tiempo de la fundación de los ordena­
mientos y las relaciones todos que están en vigencia en el
presente43. Esta orientación hacia el tiempo de los orígenes propia
de la forma de pensar m ítica se plasmó también en la narración
yahvista del estado del primer hombre en el paraíso, aunque aquí
no se trata de un mito cúltico, sino de una leyenda con rasgos
novelescos. Y a esta orientación se contrapone, ya en el proceso
de tradición de la Biblia, la importancia creciente de la historia
y, con ella, del futuro en tanto que horizonte de la perfección
humana. En este horizonte intelectual, que ha sido transmitido a
la humanidad toda por el cristianismo, la esencia del hombre
aparece como su destino, que debe ser realizado en el futuro, y
que a cada uno se le manifiesta en la forma de la experiencia de
la obligación de existir en tanto que hombre. La experiencia,
vinculada a la anterior, del fracaso fáctico, incluso hasta llegar
a la*infidelidad respecto del propio destino humano, no significa
que éste haya estado alguna vez realizado y se encuentre ahora
perdido e irrecuperable tras de nosotros. Tal idea se corresponde
solamente a la forma mítica de pensar, y no es adecuada a la
experiencia histórica que el hombre tiene de sí mismo y de su
mundo.
Y, por otra parte, la experiencia de la no identidad fáctica.
del fracaso y de la infidelidad para con el propio destino tiene
una consecuencia más, que es realmente decisiva: quita el fun­
damento de su credibilidad a la fe en la autorrealización del
hombre por la acción de sí mismo. El hombre, que no es idéntico
consigo mismo, no puede tampoco producir por sí su identidad.
El intento de la realización de sí mismo partiendo de la base de
la no identidad sólo puede traer consigo nuevas formas de la
pérdida de sí propio, como mostró Kierkegaard de p an e ra im ­
presionante en La enfermedad mortal. No puede, pues, el hombre
alcanzar por sí el fin para el que está destinado. Tiene para ello
que ser elevado sobre sí mismo, que ser levantado por encima
de lo que es. Pero es preciso que él tome parte en este proceso,

43. Cf. también mi Cristianismo y mito, en Cuestiones fundam entales de


teología sistemática, Salamanca 1976, 277-351. '
72 El hombre en ¡a naturaleza y la naturaleza del hombre

y que lo haga e n ' acción recíproca con el mundo y los otros


hombres, quienes, a su vez, están también ¿n camino hacia su
destino. Y la armonía de todos estos factores sólo está garantizada
por el hecho de que por medio de todos ellos Dios actúa sobre
nosotros en tanto que origen y fin demuestro destino, que no es
otro que la comunidad con é l. Esta es la idea pensada por Herder,
que no ha sido superada por la crítica de la tesis idealista de la
autorrealización del hombre (o de lo que se tenía por tal) que ha
llevado a cabo la teología del siglo XX.
Es cierto que Herder era hijo de su época por lo que concierne
a su comprensión del mal en el hombre como deformación de
su ser, pero no como contradicción que lo destruye. En este
sentido, minusvaloró la amenaza que el mal es para el hombre.
Con todo derecho se ha esgrimido contra él esta crítica44. Pero,
a pesar de lo que creía E. Brunner, no alcanza a la interpretación
de la ¿mago Dei como destino del hombre que sólo puede rea­
lizarse en el futuro. La afectaría en el caso de que Herder y sus
seguidores hubieran entendido el destino del hombre como futuro
que sólo puede ser realizado por el hombre mismo, por la acción
de éste. Pero hemos visto que precisarfiente en este punto Herder
se opuso a ciertas concepciones de la época acerca de la perfec­
tibilidad del hombre como, por ejemplo, a la que Kant había
defendido. Schleiermacher y los teólogos del XIX que hablaron
de la imago Dei como destino del hombre, pensaron también al
hombre en dependencia de Dios por lo que hace a la realización
de tal destino. Y también vieron esos teólogos que el pecado está
en contradicción con ¿1 destino humano así concebido. Carece
de sentido querer construir oposiciones fundamentales entre unos
y otros en esta cuestión.
El punto decisivo está más bien en si se concibe la imago
Dei como realizada en los orígenes y perdida luego por el pecado.
La mayoría de ios tfeólogos de nuestro siglo no ha seguido aquí
a E. Brunner. P. Althaus mantuvo la tesis de que la imago Dei
es el destino del hombre, y escribió que este «estar el hombre
esencialmente destinado a Dios, que es la constitución misma del

• 44. H. Sunnus, Dic Wurzeln des modernen M m schenbildes bei J. G.


Herder, 142. .
Apertura al mundo e imagen de Dios 73

hom bre»'es tal que «ni se ha perdido ni puede perderse»45. Así


también, H. Thielicke: «sin duda, no puede haber pérdida de la
semejanza con Dios»'“ . A su vez, W. Trillhaas niega que se haya
perdido el ser a imagen y semejanza de Dios, y habla, en cambio,
de que ha sido renovado por Cristo47. Y, en fin, también K. Barth
ha considerado la imago Dei desde el punto de vista del «destino
del hombre a la alianza con D ios»;'y ha negado asimismo que
se perdiera por el pecado, pues no puede tenérsela como algo
que posea el hombre y pueda perder: «Y así, por otra parte, el
designio de Dios al crear al hombre, y la palabra y la promesa
suscitadas al hacerlo ni pueden perderse ni están sometidas a
destrucción alguna, total o parcial»48.
Es también cierto que Barth, al interpretar ia imago Dei como
promesa, como destino del hombre en el designio de Dios, se
ha opuesto a todas las concepciones de ella que la vinculan con
alguna cualidad que pertenezca al acervo de lo propio del
hombre411. Hay en esto, de hecho, una contraposición objetiva
respecto de la tesis de Herder. Este se esforzó, justamente, por
poner de manifiesto la disposición para la semejanza con Dios
en el detalle de la situación natural de que parte el hombre. Por
mucho que subrayara la dependencia de Dios en que se encuentran
el destino del hombre y su realización, trabajó por no dejar estar
a la disposición para la imago Dei en el más allá de la existencia
natural del hombre. Si el destino del hombre concierne al hombre
mismo, entonces este destino, que tiene su fundamento en el

45. P. Althaus, Die christliche Wahrheit (■‘1952), 343. A pesar de este


juicio, Althaus se refería al destino en cuestión como un «estado original de
nuestra existencia» del que «en cada- momento vamos decayendo al pecar»
(ibid.).
46. Theologische Ethik I, 281. Pero Thielicke defendía, sin embargo,
corno ya he expuesto, una «pérdida de la relación positiva con Dios» (ibid.)
parque no quería renunciar ai esquema representativo del estado original y Ja
caída (el pecado original).
47. W. Trillhaas, Dogmatik (1962). 214s; cf. la crítica ibid., 210. i
48. K. Barth, Kirchliche Dogmatik III/l, 225; cf. IU/2, 390 y el título
del § 45 en 242. .
49. Kirchliche Dogmatik III/l, 216s. Así, también E. Schlink, Die bi­
blische Lehre vom Ebenbilde Gottes, en Pro Veritate. Ein theologischer Dialog
(homenaje a L. Jaeger y W. Stáblin) (eds. E. Schlink y H. Volk 1963). 1-23,
sobre todo 17 y 19. Por lo demás, también subraya Schlink «el aspecto teleo-
lógico en la realidad del primer hombre» (18). es decir, la perspectiva de su
destino.
74 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

designio creador de Dios, no puede simplemente permanecer


como algo externo a la existencia del hombre, sino que hay que
entender ésta en tanto que constituida por el designio creador
divino. De otro modo, el designio de Dios sería ineficaz y, por
tanto, precisamente no se lp comprendería como designio de Dios
en la acción creadora. El propio,Barth, en la exposición positiva
de su concepción de la imago Dei, ha desoído menos la lógica
de las cosas mismas de lo que permitía conjeturar su postura
polémica frente a la antropología teológica moderna. Con todo,
la exterioridad del designio creador de Dios por lo que hace a
los «fenómenos de lo humano» impide que aparezca en Barth
como lo hace en Herder: determinando al hombre en la totalidad
de sus disposiciones naturales y sus condiciones de existencia y,
de este modo, como efectiva acción creadora.

3. La importancia de la sid ea s de Herder para la antropología


filosófica actual
' t

En la-forma madura de la antropología de Herder, la idea de


la imago Dei desempeña la función de describir el carácter de
inacabada de la humanidad del hombre de modo que, a la vez,
se tome en consideración la dificultad que trae consigo el hecho
de que la realización de tal destino no puede ser pensada como
obra del ser en cuya vida se hace real. Si pudiera éste producirla,
habría entonces de estar ya siendo precisamente lo que debe llegar
a ser. Mas, por otra parte, el futuro de su estar destinado a la
humanidad hay que pensarlo como lo que constituye al hombre
ya en las peculiaridades de su existencia natural, porque sólo
bajo esta condición puede entenderse tal futuro como realización
del destino del hombre. La idea de la imago Dei proporciona
ambas cosas a ia vez, pues permite pensar el fin de la realización
de la esencia del hombre como constituyendo al mismo tiempo
la situación de la que éste parte.
Respecto de la imperfección no de éstas o de las otras ca­
pacidades humanas, sino de la índole misma del hombre en su
situación natural de partida, !a crítica de H. Plessner al concepto
de apertura al mundo se aproxima, en el contexto de la discusión
moderna en antropología filosófica, a las ideas de Herder. Pless­
ner señaló que el hombre no está ilimitadamente abierto a la
Apertura al mundo e imagen de Dios 75

realidad de las cosas de fuera de él. Cierto que la capacidad y


fa disposición para la objetividad están en principio-presentes,
pero se hallan siempre limitadas de hecho. El hombre siempre
está en condiciones —cada vez de un modo determinado— de
conocer, siquiera sea limitadamente, el carácter particular de su
perspectiva, y, <así, puede superarla; es capaz de ampliar las
fronteras de sus propios intereses y, por lo menos parcialmente,
de pasar más allá de ellas. Puede, por ello, tener lugar una
transformación cultural de las disposiciones comportamentales
innatas (en el sentido de I. Eibl-Eibesfeldt). Y es también por
esto por lo que, en último término, no pueden aducirse los límites
fijos para futuros pasos adelante en tal transformación y modi­
ficación.
Esta trascendencia del hombre respecto de s í mismo tiene
como presupuestos suyos la reducción de los instintos, ciertos
primitivismos orgánicos, atraso al nacer y un largo período de
maduración. Pero el espacio libre que se abra así sólo ofrece la
oportunidad para la «fulguración» (K. Lorenz) de lo propiamente
humano. Cómo pueda darse el paso hasta ella, es la cuestión que
pone a plena luz la insistencia de Pfessner en los límites de la
apertura del hombre al mundo. No cabe describir adecuadamente
ese paso como producto de la acción humana, porque la noción
de acción humana supone más bien, en cambio, la identidad del
hombre como sujeto de ella. El que actúa dispone de las cir­
cunstancias y de los momentos de su acción. Así pues, el proceso
por el que el hombre llega a ser él mismo 110 puede ser entendido
como acción suya. La misma razón impide que pueda ser la
acción en Cuanto tal lo propiamente humano. Volveré sobre esto
en un contexto distinto. ¿Qué nombre debe darse, entonces, a lo
propiamente humano, que es lo que constituye el contenido po­
sitivo del espacio libre del que hablamos, condicionado por la
reducción del instinto y la imperfección del organismo del hom­
bre? ¿dabemos llamarlo, con Schéler (y Portmann) espíritu? Si
lo hiciéramos, habríamos zanjado apresuradamente, en el actual
estadio de nuestro trabajo, demasiadas cosas, sin, por otra parte,
poseer perspectiva sobre las nuevas extensiones en las que nos
habríamos introducido. La noción de espíritu está hoy e n la os­
curidad, y se halla lastrada por una inmensidad de asociaciones
que exigirían un análisis crítico antes de que pudiera formarse
76 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

un juicio sobre su aptitud para ser empleada. Retirémonos, pues,


por el momento, de este concepto, ,y mantengámonos en las
peculiaridades del comportamiento humano que trataba de ilu­
minar Scheler mediante la introducción de la noción de espíritu. '
El hombre, originariamente, ya siempre, está cabe lo otro de
él mismo. Es precisamente esto lo que qüiere decir Scheler cuando
se refiere a la capacidad del espíritu para la objetividad, que se
deja motivar por el «puro ser así» del objeto. Nuestra caracte­
rización de la estructura de esta objetividad como ser el hombre
cabe lo otro de sí mismo no es aún suficientemente precisa,
porque también los demás animales, e incluso el resto de los
seres vivos viven «extáticamente» en la realidad entorno. Los
animales están entregados a las impresiones de su entorno aún
más fuertemente que eí hombre, porque viven completamente en
el momento presente y no conocen- ni futuro ni pasado50. El
hombre tiene pasado y futuro, ya que, a diferencia del animal,
incluso a diferencia del chimpancé, puede «romper su vínculo
con la situación, distanciarse»51. Y, sin embargo, precisamente
por esto, los hombres pueden hallarse cabe lo otro de sí mismos
de un modo nuevo: sin sumirse enteramente en lo otro, gracias
a que no están completamente en manos del presente de sus
contenidos perceptivos.
Los hombres están cabe lo otro de sí mismos en tanto que
tal. Cuando se vuelven a un objeto, poseen la conciencia de que
es diferente, otro que ellos mismos. Además, la otredad del objeto
es distinguida en el mismo acto tanto por lo que hace a su di­
ferencia respecto de m í mismo, como por lo que concierne a la
que tiene respecto de otros objetos; el objeto es, pues, captado
en su índole peculiar52. Lo cual no excluye que pueda dirigirse

50. D. Katz, Mensch urtd Tier, Zürich 1948. También F. J. J. Buytendijk


afirma que «el animal no tiene recuerdos ni representaciones del futuro»
(mensch und Tier [1958], 50). Esto no se contradice con que muchos animales
reconozcan objetos y personas que se encontraron en ei pasado, e incluso que
puedan buscarlos, por así dedir, por propia iniciativa. Ta! hecho, en efecto,
no significa aún que esos objetos o esas personas le sean conscientes al animal
como figurando en un;: situación pasada, de modo que el pasado y el presente
se distingan en su conciencia.
51. F. J. J. Buytendik, o. c ., 49.
52. Cf. sobre esto M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción,
Barcelona 1975, 340, 351; cf. 22, en-que se pone de relieve cómo cada
contenido perceptivo discreto {por ejemplo, un punto) hace referencia a un
fondo. '
Apertura al mundo e imagen de Dios 77

la reflexión por separado a la otredad del objeto de la percepción


frente a objetos del mismo estilo, o, también, a su otredad frente
a m í, el sujeto que percibe. Es también esto —sólo que en otro
nivel— un ejemplo de dirección hacia un contenido objetivo sobre
la base de su distinción en tanto que tal. Precisamente porque
diferenciar un contenido objetivo es condición para volverse hacia
él, puede el acto de estar vuelto hacia el objeto apoyarse en un
apartar conscientemente —si bien sólo por un lapso de tie m p o -
la vista de todo lo demás. Por lo tanto, sumirse en la objetividad
pura, entregarse a una cosa, es algo que sólo es posible preci­
samente gracias al conocimiento de la otredad de la cosa.
La capacidad humana de objetividad, de permanecer cabe lo
otro en tanto que otro, contiene un elemento de autotrascenden­
cia, un cierto prescindir de los propios impulsos, que se distingue
específicamente del dinamismo extático de todo lo vivo. Tal
elemento de autotranscendencia no se alcanza todavía en la vida
de los animales superiores; por lo menos, no como forma de
vida, aunque haya quizá en los juegos de ciertos cachorros una
oscura anticipación de tal cosa. Incluso en el hombre, la auto-
trascendencia a la que me refiero no llega a su forma madura
más que en el proceso del desarrollo de los individuos, y cabe,
desde luego, suponer que no se ha realizado con la misma claridad
consciente en todos los períodos de la evolución del género hu­
mano. La conciencia de ella —no tanto la conciencia teórica
abstracta cuanto la conciencia que acompaña al vivir co n c re to -
es lo que lleva a su perfección a la autotrascendencia del hombre,
en la medida en que está unida a un acto de diferenciación. La
conciencia pertenece, pues, esencialmente a la realización de la
autotrascendencia humana, y, aun cuando ni siempre ni en todas
partes alcanza su plenitud, puede, con todo, despertarse en cada
hombre. El refinamiento de la cultura, por otra parte, no tiene
necesariamente que significar progreso en la claridad de la au­
totrascendencia en lá vida concreta. Más adelante se verá mejor»
la razón de ello.
Esta noción de autotrascendencia —parecidamente a lo que
le sucede al concepto casi equivalente de apertura al m undo—
cuenta a su favor con un amplio consenso en la antropología
actual a la hora de la determinación de lo peculiarmente humano.
Las opiniones, sin embargo, divergen en la cuestión de la cons-
78 £Z hombre en ta naturaleza y la naluraleza del hombre

titución interna de esta forma de vida característica del hombre.


Lo que llevo dicho indica.ya cuál es mi postura en la polémica;
pero se hace necesaria una aclaración más explícita. Un punto
de partida adecuado para ella lo proporciona el distinto énfasis
al tratar el fenómeno que ,se encuentra en las exposiciones que
de él han hecho Plessner y Scheler, y ello por lo >que hace a la
relación entre la intuición del objeto y el distanciamiento de sí
mismo del sujeto de la intuición.
Ciertamente, Scheler subraya que los diferentes componentes
del comportamiento abierto al mundo no se dan aisladamente,
sino que presentan «una indestructible unidad estructural»53. Sin
embargo, es la objetividad de la percepción humana lo que,
indudablemente, constituye para Scheler el dato fundamental del
análisis del fenómeno. En él están dadas implícitamente la con­
ciencia de sí mismo y también Ja conciencia de Dios. De otra
parte, la importancia fundamental que tiene en el curso del aná­
lisis fenomenológico la objetividad de la percepción“ no excluye
que la excentricidad sea, dentro de la estructura esencial de la
forma de la vida humana, la característica más general .y —en
la misma medida— más básica de lo que es propio del hombre55.
A pesar de esto último, la situación se modifica cuando —como
ocurre en Plessner— se declara que el componente excentricidad
es lo peculiar de la forma ín tic a del hombre en el sentido de
sujeto humano. En este caso, la posición central en la estructura
de Ja forma de la vida humana le corresponde desde un principio
a la noción de sujeto —cosa que Scheler evitaba—; mientras que,
en cambio, a la especificidad de la percepción humana sólo puede
adjudicársele una importancia de segundo órden. De heóho,
Plessner da el paso desde la posicionalidad central de la vida
animal a la excéntrica del hombre a través de la cuestión de las
condiciones que hacen posible que «a una cosa viva le esté dado
el centro de su posicionalidad»; y encuentra que la condición

53. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos {(928), 111: cf. 57.
54. Cf. el esquema en tres niveles de Scheler, El puesto de! hombre en
el cosmos. 55ss. Sólo en el tercer estadio, en el acto de la «tercera reflexión»
(111), surge la simultaneidad de la conciencia excéntrica del mundo, de sí
mismo y de Dios.
55. A sí, Scheler habla también (o. c., I I I ) de que en el nivel de esa
«tercera reflexión» el núcleo del ser del hombre ha devenido «excéntrico por
lo que hace al mundo».
Apertura al mundo e imagen de D ios 79

fundamental para este «darse a « í mismo el sujeto» es que«guarde


distancia respecto de sí mismo»56. Sin embargo, comenzando de
este modo por el sujeto, Plessner no consigue explicar su
excentricidad57. Scheler, en cambio, al orientar.su análisis sobre

56. H. Plessner, Die Stttfen des Organischen und der M ensch (1928;
31965) 289s. '
57. El m ismo Plessner ve la dificultad de que sostener simultáneamente
la centralidad y la excentricidad sugiere una «m ultiplicación del núcleo del
sujeto»; pero cree que puede escapar a las consecuencias absurdas de esa índole
con señalar que el sujeto no es «una magnitud que está ya dada, hecha y
acabada», sino que está «sometido a un ejercicio o posición» en tanto que «es
a través de la m ediación» (o. c., 298s). Pero queda en la oscuridad cóm o haya
que pensar este «a través» com o sujeto de la acción. Para poder surgir como
sujeto de la acción, tendría ya el sujeto que haber dejado tras sí su proceso de
constisución. El decisivo papel de la noción de sujeto y de las reminiscencias
idealistas que van ligadas a él ha dado ocasión a que W . Schulz haya criticado
la «ambigüedad» de la argumentación de Plessner (Philosophie in der verän­
derten Welt [1972]. 435s). La pretensión de proceder, en tanto que biología,
de manera puramenie descriptiva no sería conciliable, sin m ás, con el instru­
mental de la filosofía idealista de ia subjetividad: «el hombre com o ser excén­
trico no es algo ni natural ni inmediato» (436. cf. 438). Esta crítica se amplía
en Schulz hasta convertirse en ¡a tesis de la superación de la antropología
filosófica, absorbida, por una pane, en ia investigación em pírica, y , por otra,
en el ejercicio de la autorreflexión (475s). Llega Schulz a ella, por cierto,
añadiendo a sus objeciones a Plessner el rechazo del dualism o de Scheler y Ja
consideración de cóm o Gehlen tiende a separarse de la filosofía y acercarse a
la investigación em pírica. La antropología filosófica sólo representa «un trán­
sito, un estadio insermedio» entre la imagen dualista del hom bre de la tradición
m etafísica y la investigación científico-particular» (462). Ni en Scheler, ni
tam poco en Plessner. ni en GehJen se m antiene de manera constante, siempre
según Schulz, la descripción basada en la observación extem a, que es im­
prescindible para la comparación del hom bre con el resto de los animales: «Si
se establece que el hombre es un ser que se relaciona consigo mismo y que
construye con independencia su mundo, tal tesis ya no es, en el sentido estricto,
concebible em píricam ente, pues la relación consigo mismo no es un hecho que
se pueda registrar. Los ¡res pensadores, pues, van más allá del plano de la
investigación biológica. La intención que les guía es, desde luego, probar la
diferencia de índole específica del hom bre, y los medios con los que debe
aportarse fesa prueba no se toman pressados, en último térm ino, precisamente
de la biología, sino de la tradición filosófica» (458). Esta crítica alcanza, a lo
sum o, al concepio scheleriajio de espíritu, pero no a Plessner ni a Gehlen, y.
con seguridad, no al proceder de toda la antropología filosófica tom ada glo­
balm ente. La tesis de la índole específicam ente diferente del hombre no se
introduce en ella com o un postulado, sino que resulta de interrogarse por lo
peculiar de la forma humana de la vida en com paración con otras formas de
ella. El carácser em pírico de la pregunta por la peculiaridad de un fenómeno
no puede ser negado de antemano. A pesar de las dificultades en que se envuelve
so E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

la objetividad de la percepción, se sitúa de entrada en el vivir


■excéntrico del hombre, y no necesita, así, extraviarse én las
aporías del concepto de sujeto —por ejemplo, cómo pueda pen­
sárselo a un tiempo en sí y fuera de s í—. Pero su proyecto está
gravado por la oscuridad del concepto de espíritu; el cual, por
una parte, y de un modo que recuerda a Aristóteles, accede desde
fuera al acontecer .vital del organismo hum ano,.y, por otra, sin
embargo, a título de persona, ha de ser su centro activo. Con
todo., el punto del que parte Scheler parece tener la ventaja de
una mayor apertura —como lo ha mostrado el desarrollo de él
que ha efectuado Gehlen —. En efecto, los lados débiles de la
interpretación scheleriana del fenómeno de la peculiar objetividad
de la percepción del hombre han servido para promover otros
ensayos de interpretación. Esta ventaja sigue en pie a pesar de
los problemas que plantea a su vez la concepción que ha sostenido
Gehlen. La interpretación que éste ha hecho de la «apertura al
mundo» como punió de partida de la apropiación del mundo que
lleva a cabo la acción humana, se enreda a su vez en la proble­
mática del sujeto, y por cierto que en notable analogía con lo
que le ocurre a Plessner. En ambos el sujeto debe originarse sólo
en el proceso de su comportamiento, pero, a la vez, tiene que

Plessner por haber tomado el concepto de sujeto, hay que tener en cuenta que,
sin perjuicio de su ascendencia idealista, lo usa como instrumento de una
descripción empírica. No se ve tampoco por qué deba quedar excluida por
principio k admisión de una relación consigo mismo cuando se trata de explicar
las particularidades de la conducta del cuerpo de un ser, si es que tales parti­
cularidades sólo pueden comprenderse bajo hipótesis de esa clase. Para Plessner
y para los otros pensadores comprendidos dentro de la «antropología ijlosófica»,
de lo que se trata es de retroceder inferenciaimente desde la conducta exte-
riormente observable del hombre a las condiciones de su posibilidad. No puede
estimarse que este problema esté superado por el hecho de que se critiquen, los
conceptos usados por algunos autores. Rechazarlo sólo conduciría a recaer en
el dualismo entre la investigación positivista en las ciencias particulares, de
una parte, y la «autorreflexión» —si bien con finalidad práctica— , de la otra.
El progreso que la antropología filosófica supone frente a la estrechez tanto de
la filosofía de la conciencia como de] positivismo de los conducdstas, estriba
justamente en su insistencia sobre que es imprescindible [a penetración inte­
lectual de los datos empíricos. No es posible querer seriamente sustraerse a
esta tarea, y tampoco puede dejársela exclusivamente en manos de la inves­
tigación empírica, porque, en tal caso, como muestran los ejemplos del con-
ductismo y de .la historia de la etología de lengua alemana, toman el mando
con demasiada facilidad handicaps filosóficos que no han sido sometidos a
discusión y que no están suficientemente matizados.
Apertura a l mundo e imagen de Dios 81

pensarse también como principio 'd e ese’ proceso, para lo cual


tendría que estar ya completado cuando éste comienza. Pero
Gehlen —como antes Herder y Scheler— había tomado como
punto de partida de su descripción el carácter de «abierta» de la
relación del hombre con el mundo, y ahí se encuentra la posi­
bilidad de liberar a su posición dé quedar enredada en la pro­
blemática en tomo al sujeto y seguir siendo desarrollada como
una descripción del proceso cuyo resultado es el sujeto humano.
Al hacerlo continuamos, a través de Scheler y Gehlen y más allá
de ellos, el camino que mostró Herder.
El tema de Herder era cómo llega el hombre a ser tal, cuando
en el proceso de su devenir es donde surge su subjetividad misma,
de modo que el resultado de ese proceso no puede ser entendido
como producto de la subjetividad. El concepto que le sirvió de
clave para la descripción de este proceso de formación fue el
destino del hombre a la imago Dei. La situación biológica inicial
del hombre fue interpretada por él como la disposición para tal
destino y, así, la vinculó a éste. Pero, si se analizan las, cosas
de cerca, se echa entonces de ver que la idea de la imago Dei
no está afectada en su contenido, en Herder, por la descripción
de las condiciones biológicas iniciales del hombre, sino que, igual
que la idea de providencia, se añade desde fuera a los datos
antropológicos. En este punto la argumentación de Herder no
puede satisfacer las exigencias de plausibilidad que hoy se plan­
tean para la introducción de conceptos teológicos en la descrip­
ción antropológica empírica. Si es que tal cosa puede justificarse,
es preciso mostrar que los conceptos religiosos y teológicos de
que se trate no son externos a los fenómenos, sino que corres­
ponden a una dimensión que puede ponerse de manifiesto en ellos
mismos.
A este respecto, tanto Scheler como Plessner han argumen­
tado con más rigor que Herder. Los dos pensaban que la estructura
esencial de la forma de la vida humana implica la problemática
religiosa. Así, según Scheler, el trato con la realidad divina
pertenece «tan constitutivamente a la esencia del hombre como
la conciencia de sí mismo y la conciencia del mundo». La religión
no se agrega secundariamente al comportamiento abierto al mun­
do, sino que «justo en el mismo instante» en el que surgió esta
forma de comportamiento «el hombre tuvo que afirmar de alguna
32 El hombre en la naturaleza y la naturaleza de! hombre

manera su centro fuera y más allá del mundo»58. Pero Scheler


no juzgó necesario desarrollar argumentativamente con pormenor
esta tesis de la simultaneidad y la copertenencia esencial. Si no
hubiera tomado el camino —presuntamente más breve— que pasa
por el concepto de espíritu y su origen trascendente, habría podido
partir de la apertura al mundo o la objetividad de la percepción;
y esto es lo que debe hacerse aquí, en el sentido de la descripción
correspondiente que se encuentra en Scheler. Pero es recomen­
dable. además, introducir, con Plessner, la noción de excentri­
cidad ya a la hora de caracterizar el comportamiento abierto al
mundo39, y no solamente cuando se trata de volverse hacia una
realidad divina «de algún modo fuera o más allá del mundo».
Unicamente si se hace así se ve plenamente la relación entre los
dos fenómenos, o, más bien, entre estos dos lados de uno y el
mismo fenómeno.
En su orientación hacia el objeto, en su ser cabe lo otro en
tanto que otro, el hombre acredita su excentricidad, en el sentido
de Plessner. Pero el permanecer perceptivamente cabe el objeto
no es más que uno de los modos en los que el hombre existe
más allá de sí mismo y, por lo tanto, excéntricamente. Eso sí,
es la forma fundamental: "los demás modos del comportamiento
excéntrico pueden entenderse como desarrollos de ella. Captar
el objeto en tanto que otro significa, en primer término, que el
hombre está ya siempre cabe los objetos de su mundo. Pero,
simultáneamente, es gracias a que es consciente de la otredad de
su objeto por lo que puede el hombre tomar distancia respecto
de todos los objetos dirigiendo su atención a otros que, por re­
lación al primero, están caracterizados como «otros»60. En la

58. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, (1928), 109s, y


también, Vom Ewigen im Menschen (1921), 245s (por la edición de 1954).
Para Plessner, en cambio, la excentricidad no tiene inmediatamente valor re­
ligioso, sino que la problemática religiosa resulta del vivir excéntrico a causa
de la experiencia, que con él va ligada, de la contingencia de todas las cosas
y aun de .(a propia existencia,
59. Pero dejando entre paréntesis la problemática en torno al sujeto que
se le suscita a Plessner.
60. Por otra parte, la libre «selectividad» de la atención (A. Treismann,
Selective Attention in Man: Brit. Med. Bull. 20 [1964] 12-16) se apoya sobre
el mismo presupuesto que la objetividad de la percepción, a saber: ia relativa
liberación-de la coacción de los instintos (cf. U. Neisser, Cognilive Psychology
[1967; ed. alemana 1974], 115s, 123s; P. Bakan [ed.j, Attention, Princeton
1966).
A pertura al mundo e imagen de Dios 83

conciencia de la otredad del objeto, lo otro respecto de él —del


cual él ha sido distinguido— está, efectivamente, siempre pre­
sente de manera implícita, aun cuando sólo vaga e indcfermi-
nadamente. Por consiguiente, la misma estructura eomporta-
mental que permite al hombre dirigirse hacia el objeto en tanto
que otro,- hace también posible el distanciamiento de él en favor
de otro distinto. Hay en este sentido que estar de acuerdo eon la
fórmula en que Plessner condensaba la situación del hombre:
«Emplazado excéntricamente, está donde está y, a la vez, no está
donde está»6'.
El distanciamiento, que se basa en la selectividad libre de la
atención y no se reduce a, por ejemplo, nuevas impresiones que
se presenten inopinadamente, -está a su vez mediado por el co­
nocimiento —que va implícito en la percepción de un o b je to -
acerca de aquello otro cuya distinción respecto del objeto intuido
es lo que constituye la peculiaridad de éste. Mas el objeto en
cuestión no se halla diferenciado sólo frente a otros objetos, sino
también frente al sujeto que lo percibe. Por ello es por lo que la
atención puede volverse no sólo a otros objetos, sino tarfibién al
sujeto mismo de la percepción. Dejemos por el momento a un
lado la cuestión de cómo esta conciencia de sí mismo está también
condicionada por la percepción del cuerpo propio 62 y por el en­
torno social63. Ahora únicamente nos interesa el modo como en
la percepción misma se encuentra el principio de la torsión hacia
el yo propio a partir de ia experiencia de los objetos. Se trata de

61. H. Plessner, D ie Stitfen des Organischen imd der M ensch, 342. La


copresencia implícita de los fenómenos que no están en el foco de la atención
la puso de relieve M. Merleau-Ponty en la Fenom enología efe la percepción,
Barcelona 1975, 48ss. Cf. también U. Neisser, o. c.. 114-36, acerca de la
relación entre «atención focal» y procesos «preatencionales».
62. La derogación del sujeto absoluto a expensas del estar en situación
el yo que se basa en la corporalidad y que es el lugar de una determinada
perspectiva finita- de la experiencia del mundo, es lo que caracteriza a la
concepción de la recién citada obra de M. Merleau-Ponty. Es extraño, sin
embargo, que a Merleau-Ponty no le apareciera como un problema la impor­
tancia que el conocimiento acerca del cuerpo propio tiene en el desarrollo de
la autoconciencia. Puede que sea debido a que concebía la relación con el
cuerpo propio tan sólo como la de un hábito originario «preobjetivo», y no
entendía al cuerpo como objeto (cf, 396s y 17 Iss). Sobre este problema, cf.
las páginas 254ss del presente libro,
63. Cf. más adelante el capítulo tercero.
84 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

un paso más allá de la esfera entera de la percepción de objetos


que, sin embargo, se inicia en la percepción del objeto en tanto
que otro, y en el que la existencia propia se capta también al
comienzo como un objeto m ás. Y hay aún otro m odo en el que
este pasar más allá de ella da fundamento a la percepción. Para
poder aprehender el objeto singular como este objeto .singular y,
por tanto, como otro en contraste con otros y también conmigo
mismo, tengo ya que haberlo sobrepasado y haber alcanzado una
perspectiva desde la que se lo descubra junto con otros; pers­
pectiva que, por su universalidad, es superior respecto del objeto
singular y lo abarca a él a la vez que a otros64. Este paso a lo
universal está, desde luego, ante todo al servicio de la percepción
de lo singular. No necesita tener ya la forma de saber claro y
distinto acerca de géneros y especies. La adquiere tan sólo cuando
la atención reflexiva se vuelve temáticamente sobre lo universal
que está implicado en la percepción de un objeto; lo cual tiene
lugar de ia misma manera que el giro hacia otros objetos o hacia
el sujeto, a saber: siguiendo el hilo de las implicaciones de los

64. M. Merleau-Ponty, en Fénom enología de la percepción, habla de un


«campo» que es siempre constitutivo para las sensaciones aisladas; como, por
ejemplo, el campo visual (260). En correspondencia, el mundo queda fran­
queado por el cuerpo y su estar en una situación, como «una unidad abierta e
indefinida»: como el horizonte de todas las percepciones (359; cf. 385ss). A
este estar condicionada la percepción singular por ei horizonte del mundo le
corresponde, en el plano de la reflexión conceptual, el primado de lo universal
sobre lo individuili, incluso cuando lo universal sólo constituye implícitamente
el horizonte de la aprehensión de lo individual. Por ello es por lo que Aristóteles
no solamente consideró el saber acerca dp los primeros principios como requisito
lógico del saber de lo particular (An. Post. lOOs 8b), sino que juzgó que el
punto de partida para el conocimiento de lo singular es, también desde la
perspectiva psicológica y cognoscitiva, un cierto saber, si bien provisional y
difuso, acerca de lo universal y del todo (P h ys. 184a 21). En cualquier caso,
el aristotelismo medieval sistematizó en esta dirección la concepción de Aris­
tóteles. A sí, Tomás de Aquino distinguió un saber difuso de lo universal, que
precede al conocimiento de lo singular, del saber preciso de lo universal que
sólo surge de su diferenciación respecto de io particular (Sum. Theol. I, q. 85,
a.3). El tomismo trascendental actual se refiere a un excessus o «aprehensión
previa» del ser como un todo en tanto que condición del conocimiento de los
objetos singulares: K. Rahner, Ceist in Welt. Zar M etaphysik der endlichen
Erkenntnix bel Thomas von Aquin p 1957], 153s, 192s; cf. ya 80 y 132s. La
conexión que se establece con el uso que hacía Tomás de Aquino de la noción
de excessus (Sum. Theol. I, q. 84, a. 7 ad 3) parece un desarrollo francamente
libre de este concepto (153).
Apertura al mundo e imagen de Dios 85-

datos perceptivos primarios. Sin embargo, precisamente porque


el paso, hacia lo universal carece aún de conciencia clara respectó
de géneros y especies, es realizado sin limitación. Y es así como
se halla en la estructura excéntrica de la vida humana una apertura
que no lo es sólo a cosas del mundo. La apertura.de este trascender
que hace posible la percepción misma de un objeto excede la
totalidad de los objetos reales y posibles de la percepción, o sea,
excede del mundo. Naturalmente, es sólo en la reflexión cuando
se toma conciencia de e!3o; en la misma reflexión en la que se
forman los conceptos determinados de los géneros y las especies
destacándolos de la trascendencia indeterminada del paso original
a lo universal. Y es también sólo en este nivel en el que, frente
a los géneros y las especies de las cosas, se forma el pensamiento
del todo del mundo y el de una realidad divina que le da fun­
damento. Ahora bien, el nivel de esta reflexión no es algo ulterior
y adicional. Es el campo original propio de la atención, en el
que ésta se mueve desde un principio.
El trascendimiento^de todo objeto especial que es ya condición
de la percepción del objeto singular en su determinación (o sea,
en su alíeridad y su diferencia) es el fenómeno que yo consideraba
cuando escribía en 1962 que la llamada apertura del hombre al
mundo significa en último extremo una apertura que excede del
mundo, de modo que su sentido propio estaría mejor caracteri­
zado como apertura a Dios que hace posible la consideración
del mundo como un todo. ¿Es esto legítimo? En esta trascendencia
suya, abierta más allá de sí mismo y de todos los objetos de su
experiencia, ¿no se halia referido el hombre únicamente a un
horizonte universalísimo que abarca a todos estos objetos? ¿no
hay aún siempre un salto desde ahí a la intuición de la realidad
divina? La respuesta es Sa siguiente. AI trascender toda expe­
riencia o representación de objetos perceptibles, el hombre per­
manece todavía excéntrico, referido a algo otro que él mismo;
pero ahora se trata de una alteridad que se encuentra más allá de
todos los objetos del mundo del hombre y que, a un tiempo,
abarca el mundo entero, y garantiza así al hombre la posibilidad
de la unidad de su vida en el mundo, a pesar de la multiplicidad
y heterogeneidad de los influjos que éste obra sobre ella. Un'
mero horizonte máximamente universal de todos los objetos no
poseería existencia alguna por sí. Pero en el paso al horizonte
86 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

universalism o que abarca todos los singulares que son posibles


objetos de percepción, el'hom bre se comporta excéntricamente
respecto de una realidad que le está ya dada de antemano, y és
por esto por lo que en ese paso está afirmada implícitamente la
realidad divina, aun sin estar captada ni temáticamente ya como
tal, ni siquiera en alguna configuración especial.
También para Plessner la cuestión de Dios se suscita a pro­
pósito de la experiencia de que, al aprehender cualquier contenido
finito, lo he trascendido ya. Tal experiencia no ha de significar
que yo pase por alto los contenidos finitos; pero sí que puedo
darme cuenta de que no tienen en sí mismos su fundamento. Y,
así, la experiencia de que es posible trascender todos los con­
tenidos finitos lleva «a la conciencia de la absoluta contingencia
de la existencia, y, con ella, a la idea del fundamento del
m undo... o Dios»fi5. Si bien, según Plessner, la excentricidad del
hombre no se sacia sin más tampoco con el pensamiento de Dios,
pues el hombre puede alejarlo, puede rechazar toda representa­
ción de Dios.
Debe aceptarse este argumento, pero .con la restricción de
que Plessner omite distinguir en esta temática dos hechos que
hay, sin embargo, que separar. De un lado, en el comportamiento
excéntrico del hombre tenemos que habérnoslas con una refe­
rencia fáctica a lo incondicionado o infinito. Esta referencia fun­
damenta la conciencia de la contingencia, del carácter- condicio­
nado y trascendible de todos los contenidos finitos. En términos
hegelianos, la experiencia de lo finito en tanto que tal implica
ya haberlo trascendido y, en fin de cuentas, haber elevado la
conciencia a la idea de lo infinito. De otro lado, toda determi­
nación intelectual de lo infinito mediante conceptos como «fun­
damento del mundo», «absoluto», «Dios», es, de hecho, a su
vez finita y, por lo tanto, trascendible, negable, como lo es
cualquier otra representación finita. Lo que quiere decir que la
referencia de la existencia excéntrica del hombre a Jo infinito o
incondicionado se da siempre mediada por un contenido finito.
Pero, en el sentido inverso, cabe decir también que toda referencia
humana a objetos finitos implica ya una referencia a lo infinito;
es decir, que está, en último extremo, religiosamente fundamen­

65. Die Stufen des Organischen und der M ensch, 34!


Apertura al mundo e imagen de Dios 87

tada, y que regresa al dato actual desde el trascendiraiento de


todos los' datos finitos.
Se ve fácilmente la relación que guarda esto con las ideas de
Herder. Si la estructura excéntrica del hombre, según Plessner,
supone siempre, de uno u otro modo, «algo sumamente poderoso
y sublime», única cosa'capaz de constituir el «contrapeso» y el
«apoyo adecuado» del «desgarramiento» de la vida excéntrica66,
entonces es que este algo infinito se da siempre en relación con
la experiencia de la realidad finita; bien implícitam ente, bien
explícitamente en la tematización religiosa, pero siempre referido
a contenidos empíricos finitos. A sí pues, el camino del hombre
hacia la realidad (divina) en la que poder fundar últimamente su
existencia excéntrica y en la que poder, por lo tanto, alcanzar su
identidad, pasa a través de la experiencia del mundo externo.
Especialmente es esto verdad en lo que concierne a la relación
con los otros hombres, o sea, con los seres cuya vida está ca­
racterizada por el mismo problema y la misma experiencia. Con
todo ello, nos hallamos radicalmente en la misma concepción
que fue la de Herder:, que el hombre necesita form arse —en la
razón, la humanidad y la religión — , y que le toca hacerlo me­
diante la experiencia que realiza con su mundo, y sobre todo
mediante el trato con otros hombres, porque el tema de la vida
de éstos es el mismo o fue el mismo que el de la suya. El hombre
no se realiza prometèicamente, elevándose a sí mismo con sus
propias fuerzas. Depende del hecho de que su destino, que remite
más allá del mundo de las cosas finitas, le es conferido en trato
con las cosas de sujnundo —el cual, en tanto que mundo habitado
en comunidad con otros, está ya siempre mediado por las rela­
ciones sociales en que se halla el individuo. (Habrá aún que
evaluar pormenorizadamente la importante contribución que
aporta la sociedad en el proceso por el que cada uno llega a ser
sí mismo). A sí pues, en el proceso de formarse a sí mismo, el,
hombre depende de condiciones naturales y sociales, sobre las
cuales, en todo caso, puede quizá reobrar. Por otra parte, desde
luego, también su acción contribuye al proceso de formarse a sí
propio, bien positiva, bien negativamente. Hay que reconocerlo
así ya sólo por el hecho de que el mundo y el entorno modificados

66. H. Plessner, Conditio humana (1964), 67.


SS El hombre eit la naturaleza y la naturaleza del hombre

por la acción actúan a su vez sobre el sujeto de ella en'su nueva


configuración. Pero, en la historia de la formación del hombre,
la acción no es más que un elemento entre otros, y su aportación
al proceso es más indirecta que directa. El hombre no puede
convertirse del todo en objeto de su acción, precisamente porque,
además, sigue siempre siendo el sujeto de ella. Y por ello, incluso
cuando los hombres dirigen sobre sí mismos su acción, la in­
fluencia de ésta en el proceso formativo es más bien de naturaleza
indirecta: lo que se produce por este procedimiento sólo par­
cialmente está en nuestro poder.
Como se ha mostrado, no es verdad sólo para el aspecto
religioso de su praxis vital que el hombre exista de modo es­
pecíficamente excéntrico, extra se. Sin embargo, hubo de ser en
su dimensión religiosa como se pusiera de manifiesto por primera
vez que así es la existencia del hombre. Ello ocurrió en ía des­
cripción de-Lutero del ser del creyente, que, en ia fe, está extra
se in Christo61. Queda así descrita con precisión la estructura
esencial de la fe en tanto que confianza; pues siempre que con­
fiamos «nos abandonamos» al edificarnos a nosotros mismos
sobre aquel o aquello a quien damos nuestra confianza. Al con­
fiar, convertimos nuestra existencia en dependiente de aquel en
quien nos abandonamos68.
Lutero tuvo que considerar paradójico este extra se de la fe,
porque la psicología aristotélica no conocía tal estructura del vivir
humano. Su importancia general ha sido puesta de manifiesto
por primera vez por la antropología filosófica actual, sin que ésta,
a su vez, haya sido consciente de la analogía de su concepto de
excentricidad del hombre con la descripción de la fe hecha por
Lutero. El «ser cabe lo otro» que caracteriza la objetividad de
nuestro trato con las cosas posee la misma estructura que el extra

67. Cf. W. Joest, Ontologie der Person bei Luther, 233-74.


68. Cf. W. Pannenberg, Was ist der M ensch?. 23s. Este estado de cosas
queda desatendido en la investigación de N. Luhmann titulada Vertrauen, ein
M echanismus der Reduktion sozialer Komplexität (1968), aunque el autor ve
que la confianza es hecha necesaria por la limitación del dominio instrumental
de los acontecimientos (13; 87s). Su descripción de ias relaciones sociales de
confianza y de la importancia básica que poseen para el sistema social, supone
ya la noción y la representación del sí mismo (59s), de modo que queda sin
aclaración el problema del significado de la confianza para la constitución del
sí mismo.
Apertura al mundo e imagen de Dios 89

nos de la fe. En ambos fenómenos ocurre que el hombre no


solamente se comporta en relación a algo exterior a él mismo,
sino que se encuentra «sumido completamente» en lo otro, o,
más bien, está ya primariamente cabe lo otro y, en consecuencia,
sólo a partir de lo otro puede hallarse a sí mismo. La experiencia
de objetos es, por cierto, nada más que un primer aspecto de tal
estructura existencial humana, porque,' precisamente, el objeto,
cuando está captado como este objeto determinado, está ya so­
brepasado, dado que la determinación de un objeto singular sólo
es aprehensible en un horizonte de sentido infinito. Cuando el
hombre se vuelve hacia un objeto determinado, siempre’ha pasado
ya más allá de todo lo finito, pues sólo en relación con el todo
podemos nosotros determinar la significación de un objeto sin­
gular. Lo común es que este paso más allá quede inexpresado.
Pero cuando nos apercibimos de que al volvemos hacia cada
objeto singular y determinado hemos sobrepasado todo lo deter­
minado, o sea, todo lo condicionado y finito, nos hallamos en­
tonces en presencia de la temática religiosa, y por lo tanto, ante
la cuestión de la confianza fundamental que soporta nuestra vida,
Lo que puede llegar a ser explícitamente objeto de la conciencia
religiosa, está ya interviniendo implícitamente en cada acto de
nuestra experiencia en que nos volvemos hacia un objeto deter­
minado.
La apertura del hombre al mundo, la capacidad de objetividad
en la relación con los objetos de nuestro mundo tiene, pues, un
estrato profundo implícitamente religioso. Ello es verdad también
respecto del hombre que en la esfera expresiva de su conciencia
se comprende a sí mismo irreligiosamente. En tal caso, se en­
tiende a sí propio en contradicción con la tematización expresa
de determinadas implicaciones de su vivir. El alcance general de
este estado de cosas en el comportamiento humano será el objeto
del próximo capítulo. Antes de pasar a ello, sin embargo, hay
que señalar la relación en 'q u e el sentido religioso profundo de
la llamada apertura del hombre al mundo se encuentra respecto
de la cuestión del ser sí mismo.
De un modo completamente general, la experiencia del mun­
do es para el hombre el camino para la experiencia de sí mismo.
La objetividad de su relación con el mundo está en correspon­
dencia con la indeterminación de sus impulsos: tiene que empezar
90 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

por orientar sus impulsos por la vía que pasa por la experiencia
de la realidad objetiva. Esto sucede siempre en el contexto de
un mundo cotidiano social —trataré éste asunto con precisión
más adelante— . Como los impulsos no están fijados por dis­
posiciones comportamentales heredadas y la adjudicación de roles
en el mundo social no tiene tampoco validez incuestionable, el
hombre se vuelve un problema para sí mismo. Busca respuesta
al problema de sí mismo a partir de los objetos y las relaciones
de su mundo; o sea, trata de orientarse él mismo orientándose
acerca de su mundo. Pero al hacerlo se ve llevado más allá de
todos los objetos y relaciones determinados y finitos. Cuando se
cerciora de que le sucede esto, el hombre aprende que el problema
de su destino, el problema de sí mismo, y el problema que,
pasando más allá del mundo, pregunta por el fundamento que
soporta la vida del mundo y la del hombre, son uno solo. El
problema de uno mismo y el problema de la realidad divina van
unidos. Herder vio la íntima vinculación de la humanidad y la
religión aún más claramente de lo que se la ha solido ver después
de é!. Ya nos hemos ocupado con la importancia fundamental
que tai vinculación tiene para la idea del ser del hombre a imagen
y semejanza de Dios. Esta idea, en efecto, quiere decir, desde
luego, que el hombre solo puede acceder enteramente a sí mismo
en referencia a Dios.
Todo esto no viene a ser algo así como una prueba antro­
pológica de la existencia de Dios. Que el problema de Dios
pertenezca al ser hombre del hombre no quiere aún decir ni que
exista Dios ni qué Dios existe. Solo en tanto que problema es la
cuestión de Dios inalienable respecto del ser dei hombre. En este
sentido, realmente es el hombre, como decía Cicerón, religioso
por naturaleza. Eso sí, el carácter inalienable de la cuestión de
Dios a título de problema significa que aquí no se trata de un
tema del que pueda uno distanciarse como si nada, que pueda
uno dejarlo a un lado sin tener que pagar por ello con una pérdida
en apertura hacia la realidad de uno mismo. Pues vive el hombre,
en tanto que vive, sobre una u otra confianza fundamental que
soporta su vida, bien sea Dios, bien sea el ídolo —dicho en las
palabras con las que Lutero comenta el primer mandamiento —
el objeto de su confianza. El curso de la vida-mostrará la solidez
de ella, o hará evidente que ha construido sobre arena.
Apertura al mundo e imagen de Dios 91

La unión íntim a del problema de sí mismo y del problema


de Dios se pone de relieve con especial claridad en lo que hace
al problema del destino último del hombre. En un aspecto, la
idea de la imago et similitudo Dei presta articulación a este tema.
En otro aspecto, a saber en confrontación con el conocimiento
del fin de uno mismo, es en la esperanza más allá de la muerte
donde encuentra expresión. Esta esperanza se ha plasmado en
muchas formas: en la fe en la regeneración, en la inmortalidad
del alma, en la resurrección de los muertos. Pero en todas estas
formas da expresión al hecho de que la cuestión de Dios y la
cuestión de sí mismo van unidas. Sí esto es así, hay que contar
entonces con que el destino humano hacia la comunidad con Dios
sobrepasa incluso la caducidad del hombre y sobrevive a la muer­
te. Con razón decía Hegel que la idea de Dios y la fe en la
inmortalidad, en cualquier forma que se presente, son dos caras
de lo mismo. Por ello es por lo que la temática religiosa de la
vida del hombre se ha vinculado desde los tiempos más remotos
a ritos funerarios y fe en los muertos. Los*primeros resultados
de la investigación moderna de la muerte69—que tanto eco han
encontrado— documentan lo mismo: en el hecho de que el mo­
ribundo tenga el sentimiento de separarse de su cuerpo, una
sensación de ligereza y de partir a un ámbito luminoso, hay ante
todo que ver —antes de sacar más conclusiones— la expresión
de la conciencia, que era ya constitutiva para ese mismo hombre
durante su vida, pero que suele permanecer velada, de pertenecer
a una esfera de realidad divina que supera la caducidad de la
vida. Los relatos acerca de tales experiencias hablan también,
por otro lado, de una segunda fase: la de tener experiencia de
un juicio. En ella aparece ante la mirada íntima del moribundo
el conjunto de su vida, desde el final hasta el comienzo, a la luz
de la realidad divin^. Esta experiencia del juicio en la conciencia
de la propia inadecuación respecto de la realidad divina es el
reverso inevitable de la conciencia de que la vida pertenece a
una realidad que la supera, a una realidad divina. Tener parte en
la eternidad quiere también decir vivir la propia vida con sus

69. E. Kübler-Ross, War können, wir noch tun? (21975); J. Chr. Hampe,
Sterben ist doch ganz anders. Erfahrungen m it dem eigenen Tod ("]975).
92 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

contradicciones íntimas y en contradicción con la eternidad de


Dios70.
Van, pues, juntas, en la temática reiigiosa de la vida humana,
la idea de una realidad divina, que supera todo lo finito, y la
idea de un destino inmortal —comoquiera que sea— de la exis­
tencia propia, más allá de la caducidad y la muerte. Por otra
parte, el destino del hombre a la inmortalidad, a diferencia de
lo que ha ocurrido con la imago et similitudo Dei —con la que,
sin embargo, va estrechamente unido— ha sido entendido por la
tradición teológica como futuro y no realizado aún en ningún
estado inicial de perfección71.

4. La relación con el mundo, en tanto que expresión


de que el hombre es a imagen 3’ semejanza de Dios

En los parágrafos anteriores de este capítulo, la expresión


imago et similitudo Dei se ha usado con el significado general
de destino del hombre a la comunidad con Dios.- Ello está de
acuerdo con la interpretación que se ha-dado a este concepto en
la teología cristiana desde el siglo II, y es seguro que la idea de
la cercanía respecto de Dios está contenida en el relato bíblico
de la creación al que remite aquel concepto teológico. Sin em­
bargo, aún no hemos hablado del sentido específico que une a
la expresión de que venimos tratando el documento sacerdotal
(Gén 1, 26s).
En tanto que la interpretación de la Iglesia en la antigüedad
y en la edad media buscaba la semejanza a Dios, por lo que hace
a su contenido, en una afinidad del alma espiritual del hombre

70. Cf. mi Was isi der Mensch?, 49s,


71. Ireneo. Adv. Haer. IV, 38, 2s: El hombre no podía alcanzar la perfecta
semejanza con Dios ya desde el comienzo, sino únicamente en un proceso tle
asimilación a él, gracias al cual, además, le era dado conquistar también la
«duración eterna» (38, 3). Incluso dijo en este contexto que el hombre sólo es
así como deviene «imagen y semejanza del Dios increado» (ibid., cf. V, 16,
1), en tanto que en otro lugar se lee que el hombre poseía en el origen la imagen
de D ios, pero que no recibió la semejanza con él que da el Espíritu (ibid., V,
6, 1). Acerca del transfondo de estas ideas en Taciano y de cómo fueron
transformadas por Ireneo, cf. W .-D. Hauschild, GotteS Geist und der MenSch
(1972), 198s, 212s.
Apertura al mundo e imagen de Dios 93

con él, y la Reforma la hallaba en la unidad entra la voluntad


del primer hombre en el estado de justicia original y la voluntad
de-Dios, en el comienzo de la tradición exegética-que prevalece
hoy se encuentra la observación de los socinianos; según la cual
en el relato bíblico de la creación están estrechamente ligados la
semejanza del hombre con Dios y su destino al dominio de la
tierra. Cierto que no se ha impuesto la identificación de imago
et similittido Dei y función de dominio72; pero, en cambio, en la
exégesis actual el encargo y el poder de dominar se entienden
casi siempre como secuela inmediata de la declaración de ser el
hombre a imagen y semejanza de-Dios73. El verdadero contenido
original de esta idea podría haber estado en relación con el pa­
recido con Dios de la configuración corporal del hombre —un
pensamiento que sólo se comprende bajo la hipótesis «de que en
el remoto fondo de nuestro texto sacerdotal sobre la semejanza
del hombre con Dios se encuentra la representación de la figura
humana de Yahweh». Aunque es también verdad que el texto
sacerdotal muestra interesarse menos «de en qué consistió su
semejanza a Dios, y más de las razones por las que 'fue confe­
rida»74. La conexión objetiva que hay entre la semejanza con
Dios y la función de dominio sobre la creación que se fundamenta
en ella, se hace patente cuando se considera que tanto la idea de
ser a imagen y semejanza de Dios cuanto la de la filiación divina
señalaban en el antiguo oriente la distinción y la posición del
rey, y cómo fue el antiguo testamento quien las refirió a todos
!os hombres75. En efecto, en el antiguo oriente el rey era el

72. Aún ha sido defendida en la teología de nuestro siglo por H. Thielicke,


Theologische Ethik I (1951 >, 268, n. 781, con el argumento de que el texto
bíblico no ofrece ningún punto en que pueda apoyarse la distinción entre la
imagen misma de Dios y su función,
73. A sí, G. von Rad, El libro del Génesis, Salamanca 1977, 71. O. H.
Steck, D er Schöpfungsbericht Priesterschrift, (1975), 155, diferencia, además,
la función de la misión de dominio, que se sigue del ser a imagen y semejanza
de Dios, de la capacidad para deserrfpeñaría, que es concedida por la bendición
subsiguiente. Para una crítica de la interpretación que hace K. Baitb de la
imago el similitudo Dei basándose en la diferenciación de la existencia humana
en hombre y mujer que se menciona en el contexto de Gén 1, 27, cf. W. H.
Schmidt, Die Schöpfungsgeschichte der Priesterschrift (1964), 146, n. 4.
74. G. von Rad, El libro del Génesis, 71.
75. Ha mostrado esto detalladamente W. H. Schmidt, o. c., 136s: «Lo
que en otros lugares sólo se atribuye al rey, se traslada aquí a todos los hombres»
(139).
94 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

representante en la tierra de Dios y de su poder sobre ei mundo.


Por lo tanto, al declarar que el hombre és a imagen de Dios, el
documento sacerdotal atribuye al hombre como tal el puesto de
rey por relación a la creación. Y, por otra parte, es también a
partir de este fondo de pensamientos como se comprende la
concentración neotestamentaria del destino del hombre a ser a
imagen y semejanza de Dios en la figura de Jesucristo76, porque
en la mesianidad de Jesús y vinculados a su filiación divina
continúan actuando aquellos antiguos orígenes del pensamiento
de la imago Dei que están en conexión con la fundamentación
religiosa de la monarquía. Sólo que el poder rea] de Cristo, en
tanto que poder de! amor de Dios revelado en el Crucificado,
invierte las relaciones de poder que se usan entre hombres: «El
que de entre vosotros quiera ser grande, que sea vuestro servidor,
y el que de entre vosotros quiera ser el primero, que sea el siervo
de todos» (Me 10, 43s).
Ahora bien, la correlación entre ¡mago ei similitudo Dei y la
vocación al dominio sobre el mundo en representación de Dios,
¿es acaso también una conexión objetiva que pueda encontrarse
en e! fenómeno de lo que se llama la apertura del hombre al
mundo? Si la vinculación herderiana del teologúmeno acerca del
ser del hombre a imagen y semejanza de Dios con los datos
antropológicos que suelen comprenderse hoy bajo el concepto de
apertura al mundo está objetivamente justificada, habría entonces
que esperar que la relación bíblica entre imago et similitudo Dei
y dominio sobre la tierra tuviera también algo que ver con tal
justificación; a menos que quisiera suponerse que el documento
sacerdotal y la tradición que hay tras él han unido elementos que
no guardaban ninguna relación objetiva entre sí, o, cuando me­
nos, que su generalización de la semejanza con Dios del rey a]
hombre en cuanto tal manifiesta no corresponder a los datos
antropológicos.
Patece, sin embargo, que hay realmente un nexo entre re­
lación con Dios y dominio creciente del hombre sobre las con­

76. 2 Cor 4, 4 (cf. 3, 18; Rom 8, 29), Col I, 15 et passim. Cf. O


Cutlmann, Die Christologie des Neuen Testaments ('1958), 180s (irad. casi.:
Crístologia del nuevo testamento, Buenos Aires) que trae también a esle mismo
contexto Flp 2, 5-11. Y también: J. Jervell, Imago Dei (1959), 256s, que pone
de relieve las relaciones con la sabiduría judeo-helenfstica.
Apertura al m undo e imagen de D ios 95

diciones naturales de su existencia. En efecto, sólo gracias a que,


en su autotrascendencia excéntrica, el hombre sobrepasa lo dado
inmediatamente, hasta llegar al amplísimo horizonte de sentido
que abarca todas las cosas finitas, sólo gracias a esto, repito, es
capaz de aprehender el objeto singular en la determinación que
lo distingue de los otros objetos. Analizaremos después Con más
precisión cómo se trata aquí de la obra de la razón, que concibe
lo singular a partir de lo universal destacándolo de éste mediante
su especificidad. Pues bien: esta capacidad de determinar la ín­
dole peculiar de las cosas77 se ha convertido en el fundamento
de todo el poder humano sobre la naturaleza. Precisamente debido
a su trascender lo inmediatamente dado, o sea, en último término,
gracias a ese estar dirigido a lo incondicionado que es un rasgo
de la excentricidad del hombre que sólo puede concebirse en
sentido religioso, es como adquiere éste la capacidad de dominar
los objetos de su mundo natural.
Este nexo entre los temas religiosos y el poder del hombre
sobre la naturaleza únicamente podía ser aprehendido en una
religión que opusiera con claridad la realidad divina y la realidad
del mundo, que no mezclara a Dios con las fuerzas de la natu­
raleza y que, además, situara al hombre del lado de Dios y, por
io tanto, lo opusiera también al mundo7S. Cierto que en el culto
de las fuerzas naturales se trata ya implícitamente de su dominio
por el hombre; pero este componente del destino del hombre sólo
podía llegar a ser explícitamente tema de una religión que separa
la realidad de Dios de la de las fuerzas naturales, como sucede
en la religión de Israel.
Recientemente se ha reprochado a la tradición jutieo-cristiana
haber preconizado, con la idea del destino del hombre al dominio

77. Se ha indicado con razón que la invitación que Dios hace a Adán
para que dé nombres a ios anim ales representa en el relato más antiguo (el
«yahvista») de la creación (Gén 2, 20) un análogo del encargo de dom inar que
trae la narración del documento sacerdotal.
78. Es un m érito de F. Gogarten haber indicado que es así una y otra vez
en los escritos que componen la últim a parte de su obra; cf. por ejemplo,
Verhängnis und Hoffnung der N euzeit (1953; ‘ 1958), ]2s; trad. cast.: Destino
y esperanzas del m undo moderno, Madrid 1971. C. F . von W eizsäcker, Die
Tragweite der W issenschaft (1964) ha corroborado en amplia medidsMa tesis
de Gogarten con su análisis de las raíces históricas de Ja term inología y los
conceptos de la ciencia moderna de la naturaleza (sobre todo, 196s). Cf. también
G. A ltncr, Schöpfung am Abgrund (1974), 72s,
96 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

sobre la tierra, el pernicioso proceso que desemboca en el pro­


blem a actual de la amenaza que se cierne sobre el medio am­
biente. Así, el historiador norteamericano Lynn White ha referido
en 197079 la brutal explotación técnica de que ha hecho objeto a
la naturaleza el hombre occidental a la funesta influencia del nexo
judeo-cristiano entre el 4 estino del hombre a la semejanza con
Dios y la misión de dominar la naturaleza. En tiempos pasados,
este nexo histórico-tradicional fue más bien positivamente re­
saltado, y desempeñó un papel importante en la argumentación
apologética encaminada a la autoafirmación de la fe cristiana
frente a la imputación de ser enemiga de o, cuando menos, ajena
al espíritu de la ciencia y la técnica modernas80. Hoy, repenti­
namente, también los teólogos echan de ver más los aspectos
cuestionables del origen bíblico de la moderna relación técnica
con el mundo, y se confiesan corresponsables de la desaforada
ansia de dominio sobre la naturaleza del hombre moderno. A sí,
por ejemplo, John Cobb, uno de los más destacados teólogos
norteamericanos, exige que el cristiano tiene que tomar sobre sí
mayor responsabilidad en la conservación de la naturaleza ex-
trahumana, especialmente de la vida no humana”1. Cobb apela
al hecho de que en el relato de la creación en el Génesis es de
ésta como un todo, y no solamente del hombre, de la que se dice
que es muy buena; y critica a partir de aquí la absolutización
humanista del individuo humano y el desprecio por el resto de
la naturaleza. Un nuevo cristianismo debe «poner en el lugar del
carácter absoluto deí hombre la idea de una sana pirámide de la

79. Lynn White, Tfce Historicul Roots o f Our Ecological Crisis, en The
Environm ental Handbook, New York 1970. En Alemania, se ha unido sobre
todo a este juicio C. Amery, en su D as Ende der Vorsehung, die gnadenlosen
Folgen des Christentums (1972).
80. F. Gogarten, Der M ensch zwischen Gott und Welt (1952), 149s, 325,
338s.
81. J. B. Cobb, Der Preis des Fortschritts (1972). Lo que sigue se refiere
especialmente al capítulo Ein neues Christentum (70s), y, sobre todo, a lo que
se dice en las páginas 72 y 79. En su prólogo a la edición alemana del libro,
K. Scholder ha presentado ana crítica que se dirige en especial contra ia
«reintegración del hombre en el proceso de la naturaleza» preconizada por
Cobb, así como contra el «paso a segundo plano de la cristología». Scholder,
en oposición a Cobb, pide una «radicalización del dominium terrae» (12s). A
tal crítica le opone, sin embargo, con justicia G. Altner (Schöpfung am Abgrund,
18s) que el encargo bíblico del dominium terrae no carece precisamente de
límites. ■
Apertura al mundo e imagen de Dios 97

vida, e a cuyo vértice se encuentra el hombre». Aunque estos


pensamientos no se hallan quizá suficientemente resguardados
del peligro de la resacralización de la naturaleza, están, sin em­
bargo, más próximos a la fe bíblica en la creación, y también al
verdadero sentido de la misión de dominio dada por Dios al
hombre, que la explotación sin consideraciones y ad libitum de
la naturaleza no humana. El poder sobre la naturaleza a que está:
llamado el hombre, según el relato sacerdotal de la creación,
debe, ciertamente, mostrar en el mundo visible el poder del
Creador mismo sobre su creación. Esto no es una patente de
corso para expoliar la naturaleza no humana y aprovecharla egoís­
tamente. El poder sobre la creación en representación del Creador
tiene, más bien, su regla en la voluntad creadora de Dios32.
Ha sido sólo a partir del siglo XVIII, es decir, en una época
en la que la comprensión de sí mismo del hombre' moderno se
desvinculaba del Dios creador bíblico, cuando del encargo de
representar el poder de Dios en la creación se ha hecho una
reivindicación a disponer ilimitadamente de la naturaleza. Por
consiguiente, es injusto achacar globalmente a la cristiandad oc­
cidental esta perversión del encargo bíblico y el desconocimiento
de la función de delegación y representación que comportaba.
Ha sido sólo la emancipación del hombre moderno de la reve­
lación bíblica la que ha convertido el encargo bíblico en un
sometimiento plenipotenciario de la naturaleza para ser usada a
capricho83. F. Gogarten ha descrito muy bien la estructura esen-

82. A sí, G. Altner, Schöpfung can Abgrund, 58s, Sis.


83. J. Cobb se deja influir demasiado por la errónea argumentación de
Lynn White, cuando responsabiliza de tales secuelas a la combinación ctel
individualismo cristiano con el encargo de dominar la naturaleza (54). No puedo
estar de acuerdo con su crítica al valor absoluto de la vida individual en la
tradición cristiana. Esta altísima estima del hombre individual depende', en
efecto, de su ser a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 9, 6). Además, posee
una importancia central en (a predicación de Jesús, como lo muestran muy
expresivamente sus parábolas acerca de la oveja perdida, de la moneda perdida
y del hijo pródigo (Le 15). Esta estima por el individuo se expresa también,
y no precisamente en último lugar, en la esperanza judía y cristiana de la
resurrección, en ¡a medida en que el contenido de ésta es la participación de
los individuos que en las generaciones pasadas estuvieron unidos a Dios en el
cumplimiento de la historia de la humanidad que se realiza en e] reino de Dios.
Pero de la alta estima en que se tiene a la vida del hombre individual no se
sigue en modo alguno, como parece pensar Cobb, el desprecio de la naturaleza
extrabumana.
98 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

cial de este proceso como un giro desde el «dominio filial» del


hombre sobre el mundo desacralizádo y, por tanto, secular; hacia
el secularismo84. Desde luego que Gogarten no tenía presente
aún, cuando elaboraba esta presentación del asunto, la crisis
ecológica; pero su distinción entre secularización. y secularismo
se ilustra y justifica con ella del modo más convincente. «Do­
minio filial» es representación y delegación del dominio del pro­
pio creador sobre su creación; ejercicio de un poder que afirma
y preserva la creación. Y, además, la expresión «dominio filial»
señala que el sentido del encargo del relato del Génesis ha en­
contrado su realización plena en la filiación de Jesús, o sea, en
el modo como Jesús, en tanto que Hijo del Padre, ha entendido
su relación con el mundo, y tal como se prolonga en el poder
del Cristo exaltado. Jesucristo, el Hijo de Dios, se ha hecho, así,
cumplimiento arquetípico del ser del hombre a imagen y seme­
janza de Dios. Todos los demás hombres deben llevar su imagen:
la imagen del segundo Adán (IC or 15, 49). Y esto es verdad
también por lo que hace a la relación con el mundo. Deben los
hombres dominarlo como responsables ante el Padre. No cabe
inferir de aquí ningún derecho a la explotación ilimitada de la
naturaleza para cualesquiéra fines arbitrarios. La usurpación de
tal potestad más bien se apoya en el hecho de que el hombre se
declare a sí mismo como fin último de su acción. El principio
moderno de la autonomía del hombre protege mucho menos a la
naturaleza frente a la explotación sin restricciones que la antro­
pología cristiana. Esto es especialmente verdad cuando la idea
de la autonomía no va unida a ningún concepto de razón situado
por encima del individuo, sino que se vincula a la comprensión
de la libertad individual como disposición plena e ilimitada de
sí mismo que sólo reconoce fronteras fácticas en las exigencias
de la vida social en común. La pretensión de poder ilimitado
sobre la naturaleza que cabe inferir de esta comprensión de la
autonomía humana ha sido puesta de raíz en cuestión por la crisis
ecológica. No significa esto que el hombre deba ni pueda re­
nunciar a toda supremacía sobre la naturaleza. La crisis ecológica
sólo puede ser superada por el entendimiento responsable de este
dominio.

84, Verhängnis und Hoffnung der Neuzeit. I34ss.


Centralidad y pecado

1. Escisión y perversión de la identidad del hombre

La ambigüedad del dominio del hombre sobre la naturaleza


remite a una ambigüedad en el comportamiento humano más
general. El poder puede asumirse com o un compromiso y ejer­
cerse introduciendo una nueva esfera de responsabilidad en la
finalidad de la propia eristencia del individuo —en ei sentido de
una ampliación de su interés hasta abarcar también esa esfera
nueva—, Pero poder también puede querer decir explotación y
opresión sin escrúpulos de aquel sobre quien se domina, en favor
de los intereses privados del poderoso. La diferencia entre estas
dos formas de poder estriba .en que, en. el caso, de Ja. opresión,
la voluntad del poderoso se opone a la'integridad, a la peculiaridad
y al derecho de la esfera dominada, mientras que, en el primer
caso, 1$ voluntad del poderoso se am plía más allá de sus intereses
particulares, para acoger dentro de sus propios fines la salva­
guardia cuidadosa de las exigencias objetivas planteadas por su
esfera de responsabilidad.
La raíz general de estos dos sentidos del comportamiento del
hombre tiene su base en la estructura fundamental ade la forma
de su vida, tal como ha sido descrita, sobre todo, por H. Plessner.
Otros bosquejos antropológicos contemporáneos —por ejemplo,
los de A, Gehlen y A. Portmann— apenas tienen en cuenta esta
duplicidad, esta escisión en el comportamiento del hombre. Es
quizá el mérito más importante de la descripción plessneriana de
la forma de la vida humana el hecho de que ofrezca un principio
desde el que interpretar la ambivalencia de nuestro comporta­
100 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

miento. Me refiero a la tensión entre cerítratniento y e^entricid_ad


en el hombre. Aunque, por otra parte, Plessner mismo no ha
llevado a pleno desarrollo las posibilidades que están presentes,
en esta dirección, en la tesis capital de su antropología, porque
no ha pensado en toda su radicalidaé- la tensión entre posición
centrada —vinculación a un aquí y un ahora— y excentricidad.
[La escisión que es peculiar de la relación del hombre con el
mundo! —y que Plessner, en sus últimos años, subrayó frente a
la tesis de la apertura ilimitada del hom bre al m undo1— ya está,
desde luego, considerada en su gran obra temprana, y se halla
en ella también ya referida a la estructura de la forma de la vida.
Ya en aquella época reconocía Plessner que la excentricidad
estructural va acom pañadade una ruptura respecto de sí mismo,
y vio también cómo la .identidad~deT hombre queda amenazada
por esa quiebra. Pero, a pesar de esto, no la captó en toda su
profundidad de contradicción del hombre consigo mismo. La
razón de que no lo hiciera hay que verla, muy probablemente,
en que le pareció que la quiebra en cuestión se da primariamente
en la relación con el cuerpo propio: •
Esa misma dirección habían ya seguido las ideas de Max
Scheler, quien continuaba así una vía emprendida en la filosofía
de la vida por F. Nietzsche y L. Klages. En la perspectiva de
Scheler,’“el hombre se caracteriza por la oposición de espíritu e
impulsos vitales. Pero la insuficiencia de esta descripción está
precisamente en que desatiende en exceso la exposición de la
escisión del hombre en la conciencia que tiene de sí mismo.
Respecto de nosotros mismos,(“stimos conscientes no sólo de
nuestra identidad, sino también ae nuestra propia no identidad^
en la forma de tensión entre el yo y el s í mismo. De hecho, una
forma posible de manifestación de esta oposición puede ser el
conflicto, en el sentido de Scheler, entre espíritu e impulsos
vitales. Pero la oposición en cuestión puede aparecer en dos
formas fundamentales: puedo experimentarme como espíritu en
conflicto con mis impulsos naturales; pero también puedo hacerlo
en el sentido inverso, como sujeto de necesidades cuya satisfac­
c ió n es negada por las estrictas exigencias de un superyo. La
dialéctica de la oposición que experimentamos en nosotros mis­

l. H. Plessner, Conditio humana, 47.


Centralidad y pecado 101

mos consiste, justamente, en que el yo tanto puede estar del lado


de los impulsos vitales y contra los imperativos del «espíritu»,
como a la inversa. Y esta dialéctica significa que la tensión que
vemos aquí surgir tiene que tener un fundamento más profundo
todavía que la oposición del espíritu y los impulsos. Es cosificar
—ocultando así su verdadera esencia— la problemática de la
identidad del hombre el referirla sencillamente a tal conflicto.
Quizá la raíz de ello se halle en que Scheler tiene en exceso por
absolutamente obvio que el hombre es un ser e_spiritual, por más
que subraye la oposición entre esa definición de lo que es el
hombre y los impulsos vitales. Incluso es quizá debido a esto
cómo tai oposición adquiere en él la especial fuerza que tiene.
En Plessner, a diferencia de Scheler, se ha tematizado ex­
presamente la conciencia de sí mismo al describir la estructura
antropológica fundamental. El proceso reflexivo que se realiza
como conciencia de sí mismo es para Plessner el lugar de la
anidad de excentricidad y centralidad animal2. Pero aún es más
básico para este pensador que la conciencia de sí mismo, en tanto
que manifestación de la excentricidad, es el lugar de Ja distinción
del hombre respecto de sí propio3; o seá, en su origen, el lugar
de la distinción respecto del cuerpo propio. En la autoconciencia
tiene su base el conocimiento de sí mismo en tanto que alma
enfrentada al cuerpo. Este doble aspecto de la vida del hombre
es, según Plessner, «una verdadera ruptura de su naturaleza»4,
que se prolonga en la duplicidad de alma y vivencia singular:
«un mundo interior real: he aquí la disgregación respecto de uno
mismo para ía que no hay salida ni componenda alguna»5. En
su magistral investigación fenomenológica sobre la risa y el
llanto6, ha descrito Plessner estos fenómenos reconocidamente
específicos del hombre como formas de expresión de la «ruptura»
que se da con la excentricidad —es decir, con la autoconcien­
cia—, y que hace al hombre inferior a los animales en lo que

2. H. Plessner, Díe Stufen des Organischeti und der Mensch, 290s,


3. El hombre no es sólo —como todos los animales superiores, al menos—
él mismo centro de su vida, sino que «sabe acerca de ese centro, lo experimenta,
y, por ello (!), está más allá de él» (ibid., 291).
4. Ibid., 292.
5. Ibid., 299, 296.
6. H. Plessner, Lachen und Weinen. Eíne Untersuchung nach [sicj den
Grenzen menschlichen Verhaltens (1950), 49.
702 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

concierne al dominio del cuerpo propio. Se trata aquí de nuevo,


ante todo, de la «ruptura» entre el yo excéntrico y el cuerpo
propio en tanto que algo que sé que soy y de lo que, a la vez,
me sé distinto7. La risa y el llanto| según Plessner, son las salidas
que el hombre encuentra,, a situaciones en que fracasa en la con­
ciencia de sí mismo el dominio del propio cuerpo por la rázón
y el lenguaje. «Se echa» entonces el hombre a reír, o «cae» en
el llanto. «Y en el dominio perdido de sí y de su cuerpo, muestra
que es un ser, al mismo tiempo, de índole extracorporal, que
vive en tensión respecto de su existencia física, y absoluta y
totalmente vinculado a ella»8.
Aun siendo tan luminosos en tantos aspectos estos análisis
de los fenómenos de la risa y el llanto, la interpretación de la
escisión de la forma de la vida hecha a partir de la relación del
hombre con su cuerpo se revela, sin embargo, unilateral. La
excentricidad del hombre, tal como se manifiesta en la conciencia
de sí mjsmo, no se agota en que el yo se sepa diferente de su
cuerpo. El yo puede también «obstinarse» en saberse idéntico
con su cuerpo, sólo que escindido de él por los imperativos del
superyó sociaLj Esta variabilidad en la identificación del yo —con
su consecuencia: diferentes determinaciones de los contenidos en
«ruptura» con los cuales vive el yo, aunque pertenezcan de un
modo u otro a él m ism o— sugiere que se comprenda ]a escisión
en la vida del hombre más bien a partir de una tensión en el
propio yo, en su estructura centralidad-excentricidad, que par­
tiendo de ía fijación de un contenido, por ejemplo: la diferencia
respecto del cuerpo propio. Esta perspectiva podría aplicarse
también a la investigación de los fenómenos de la risa y el llanto1.
Aceptemos la idea básica de Plessner; que en ambos casos se
trata de exteriorizaciones de un fracaso de la identidad del in­
dividuo, que son, a un tiempo, salidas que permiten (gracias a
la excentricidad, tomando distancia respecto de uno mismo) sal­
varse de ese fracaso. Aun así, no tiene por qué ser el dominio
del cuerpo lo que fracasa; más bien, esa independización de
procesos corporales que tiene lugar cuando se rompe a reír o a
llorar puede ser consecuencia de muchas- crisis en la identidad
que no tengan en modo alguno que ver primariamente con la

7. H. Plessner, Lachen und Weinen, 32.


8. Ibid., 30.
Centralidad y pecado 103

relación con el cuerpo propio. A raíz de esas crisis diferentes en


la identidad se pierde luego también el control de lo que sucede
con el cuerpo.
Dieter W yss, en su investigación sobre los fundamentos an­
tropológicos de la moral —que desarrolla y amplía las tesis de
la «antropología filosófica»— describe, a diferencia de Plessner,
la división en la conciencia que surge en la reflexión sobre sí
mismo como consecuencia de la apertura al mundo, como el
lugar de la experiencia de una «alienación primaria del hombre
respecto de sí mismo»9. Según él, en la autoconciencia no es
ante todo la diferencia con el cuerpo propio lo que se hace cons­
ciente, sino la alienación respecto de los productos de la propia
actividad. Del mismo modo que el hombre tiene experiencia de
las cosas del mundo circundante como otras que él, así también
los productos de su propia acción se le presentan como algo otro,
como cosas ajenas respecto de él mismo. Aquí se sitúa, para
Wyss, «el fundamento decisivo de la alienación de sí mismo, o
del “ extrañam iento” en la acción» (ibid.). El hombre, lo expe­
rimenta en la reflexión, y, al mismo tiempo, este extrañamiento;
en la acción es «uno de los motivos que más esencialmente
impulsan el surgimiento de la reflexión» (ibid.). Se mostraría
ello, por ejemplo, en la vivencia de «no ser uno consigo mismo»
que es ya observable en los recién nacidos; o también en la
vivencia de oír la propia voz. La reflexión vendría a significar
«no solamente la experiencia de ia ruptura entre el sujeto y su
acción, sino la quiebra y el cuestionamiento de una unidad (iden­
tidad) que estaba previamente dada pero que no tenía aún con­
ciencia de sí misma como tal unidad» (61). Enumera luego Wyss
entre las escisiones primarias que resultan de esta situación fun­
damental del obrar humano, junto a las oposiciones entre voluntad
y reflexión y voluntad y vivencia de los impulsos, la «desinhi­
bición de los impulsos y las tendencias» (135), con los efectos
que trae consigo: la tendencia' destructiva de los impulsos «in-
corporalizadores» (la inclinación agresiva «sádica»), la tendencia
auto torturadora («masoquista») de los impulsos «descorporali-
zadores» (la agresión dirigida hacia dentro) y, en general, la
«
9. D. W yss, Strukturen dar M oral, Untersuchungen zur Aníhropolog'te
und G enealogie m oralischer Verhaltensweisen (1968), 60, Las siguientes in­
dicaciones de página en el cuerpo del texto remiten a esta obra.
104 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

tendencia fundamental «explosivo-extática» de los impulsos a la


desmesura y el irracionalismo, así como, finalmente, la per­
mutabilidad de la tendencia y su objeto, que, según W yss, debe
ser también entendida como una consecuencia de la creciente
independización de las tendencias por respecto a sus objetos.
Ahora bien, ¿se pueden realmente derivar estas «escisiones
de la naturaleza humana» (134) de la vivencia —análoga a la de
la objetividad de la percepción— de la acción propia, o sea, a
partir del «extrañamiento en la acción»? También cabe que el
hombre se sepa en su actividad uno consigo mismo. Un testi­
monio de ello lo constituye el ejemplo aducido por el propio
Wyss: ia audición de la voz de uno mismo, que tan importante
es en la formación lingüística del niño (61). El balbuceo del niño
expresa la satisfacción que le produce oír los sonidos causados
por su voz. Por lo tanto, la alienación de los productos del hombre
que va unida a su comportamiento no puede por sí sola explicar
la escisión que se halla en la experiencia de sí mismo. De hecho,
Wyss se vio precisado a ampliar su esquema primitivo: «La grieta
en la existencia del hombre, se abre en la discrepancia entre la
aspiración a la “ perduración del placer” y su simultánea abo­
lición por la acción misma» (82). Ya no se hace responsable de
la «escisión primaria del hombre frente a la existencia animal»
sólo a la «cosificación, por parte del yo, de la vivencia de los
impulsos en la acción», como se decía aún en la frase que an­
tecede inmediatamente a la que acabo de citar; sino que esa
responsabilidad se achaca a la tensión que enfrenta a la índole
de la acción humana que viene dada con la apertura al mundo,
con ef afán de placer del yo. Desde ahí es desde donde se dejan
comprender las formas de aquella escisión que ya he mencionado
y que Wyss enumera más adelante (135): la tensión entre voluntad
y reflexión y voluntad y vivencia de los impulsos, así como la
«desinhibición» de «ia vivencia de los impulsos y las tendencias»,
con sus efectos. Estos fenómenos no se infieren de la estructura
de la acción humana como tal, ni tampoco del conocimiento de
ella en la reflexión sobre uno mismo, sino de la oposición entre
el afán de placer y la objetividad de la relación con el mundo,
en la medida en que ésta no caracteriza sólo la percepción de
objetos ajenos a uno mismo, sino también la de los resultados
del comportamiento propio.
Centralidad y pecado 105

Tal oposición puede describirse comq_.una pugna entre eie­


rpentos fundamentales de la estructura de la existencia humana,
como la expresión de la tensión entre ía forma de orgánización
central, y la excentricidad del hombre. La fuerza de esta tensión
no se hace patente cuando, como ocurre en(Plessner, se funda-
■menta la excentricidad simplemente en el hecho de la autocon-
ciencia) De ésta sólo se sigue una diferencia entre el yo que se
conoce a sí mismo y su propio cuerpo; diferencia que, por otra
parte, está a la vez inmediatamente abolida en la conciencia de
la identidad consigo mismo. No se comprende sólo a partir de
aquí que en la autoconciencia se experimente una oposición del
yo consigo mismo. Unicamente arroja luz sobre este hecho el
que la excentricidad signifique originariamente ser cabe lo otro,
y que sea desde esto otro desde donde el yo aparece frente al
cuerpo propio y, en él, frente al conjunto de sus impulsos y su
afán de placer.
En su autotrascendencia excéntrica, el yo está originariamente
cabe la alteridad de su cuerpo, y, sin embargo, está a la vez erj
identidad con su cuerpo y frente a todo ío otro que sabe que es
diferente de él, precisamente desde el punto de vista de que
conoce la aíteridad de todo esto otro.:'Él ser cabe lo otro en tanto
que otro abre la dimensión de la autoconciencia con la distinción
respecto de sí mismo y la unidad consigo que ésta comporta:-
unidad que permanece, sin embargo, contradictoria, porque el
yo aparece en los dos lados de la distinción, tanto diferente de
su cuerpo, como idéntico con él. En esta contradicción que es
el yo, su unidad queda, al mismo tiempo, como una cuestión
abierta.
^ a autotrascendencia excéntrica, el ser cabe lo otro de sí
mismo (originariamente, cabe la alteridad del propio cuerpo) es
lo que constituye al yo, o a la persona;. Pero, simultáneamente,
se pone el yo, en la identidad «confino mismo», de nuevo en
oposición frente a lo otro. Esta es la raíz de la ruptura que lleva
en sí el yo; la raíz de su contradicción respecto de su propia
determinación excéntrica. En un principio no se trata más que
de una tensión. El acto mismo de ponerse en oposición consigo
lo posibilita la constitución excéntrica del yo, y puede quedar
incluido en el proceso de la experiencia excéntrica como un
momento de ella. Pero, de hecho, el enfrentamiento del yo contra
106 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

lo otro —y, por tanto, también contra su propia excentricidad—


se convierte en el principio que organiza la unidad de la expe­
riencia individual. El yo permanece excéntricamente constituido;
pero su ser cabe lo otro se le hace ahora medio de la afirmación
de sí mismo en su diferencia respecto de lo otro. El ser cabe lo
otro se vuelve medio para el dominio sobre lo otro y para la
autoafirmación del yo mediante este dominio. El cual es a su vez
aún ambivalente. Puede estar al servicio del destino excéntrico
del yo. Sólo donde el enfrentamiento del yo contra lo otro llega
a ser total, de modo que todo lo otro se ponga al servicio del yo
como simple medio de su autoafirmación_ sólo allí llega a ser
aguda la ruptura del yo consigo mismo, con la excentricidad que
lo constituye. Sólo la clausura del yo en su enfrentamiento con
todo lo otro lo fija en la contradicción respecto de su destino
excéntrico. En la certeza de ser él mismo la verdad de los con­
tenidos de su conciencia y, por tanto, «toda la realidad»; en la
certeza de poseer en sí mismo la verdad de toda la realidad, y
en el esfuerzo por llevar a efecto en su relación con el mundo
esta pretensión desmedida, el yo pervierte su propia constitución;
subordina la conciencia de objetos, el sef cabe lo otro —a partir
del cual él mismo está originariamente constituido— , al propio
ser en su diferencia respecto de lo otro, en vez de hallar su unidad
en la realización de su destino excéntrico y dejar que su singu­
laridad sea superada en ese proceso. Aunque, por otra parte, el
intento de la autoconciencia de llevar a cabo en la relación con
el mundo esa pretensión desmesurada tiene, precisamente, el
irónico resultado de que el yo se agota en el trabajo de la inte­
gración de su niundo.y se convierte él mismo en otro, justo contra
su intención de afirmarse a sí propio, y por más fieramente que
se mantenga en ella.
Esta perversión de la constitución del yo que acabo de des­
cribir fue denominada por Kant el mal radical. Pero Kant sólo
consideró tat perversión en el comportamiento del yo a propósito
de la experiencia moral de éste, y no, en general, en lo que
concierne a la relación del yo con el m undo10. Por esto, su
descripción sólo capta una perversión en la jerarquía de los re­
sortes de la acción del hombre, y no una perversión en la es­

10. 1. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid


1969, 37-38, 49ss.
Centralidad y pecado 107

tructura fundamenta] del propio yo, si bien a partir de aquélla


infirió lo que llamó úna «perversión del corazón». A pesar de
estos límites de la descripción kantiana, el fenómeno del «mal
radical» que ésta consideró es una configuración que toma la
perversión por el yo —que, sin embargo, debe su constitución
al vivir excéntrico— del destino excéntrico del hombre. En efec­
to, el concepto kantiano de la ley moral, a pesar de ios límites
impuestos por el formalismo y por el tratamiento abstracto de la
temática moral, debe ser apreciado, en $u universalidad, como
una expresión —si bien incom pleta— del destino excéntrico del
hombre en el medio general de una tematización totalizadora de
éste. Por esto, rebajar el respeto ante la ley hasta situarlo entre
las inclinaciones «naturales», en el sentido de la noción kantiana
del «mal radical», es realmente una forma de la perversión de la
relación de excentricidad y centralidad en ¡a autoafirmación del
yo. Lo que sí cabe poner en cuestión es si Kant, con su descripción
restringida en el sentido de una doctrina moral filosófico-tras-
cendeijtal, captó de veras la radicalidad del mal, su raíz en la
vida del hombre. Si se le hubiera, hecho patente en su pleno,
alcance —que abarca todos los aspectos del com portam iento-
la contradicción en la realización de sí mismo de! yo, la filosofía
teorética kantiana y su doctrina de la subjetividad trascendental
habrían entonces acogido distinciones adicionales, que podrían
muy bien haber prevenido la crítica que luego les hizo Hegel.
Retrotraer la perversión moral del yo a una perversión general
de su relación con el mundo, es cosa que se encuentra ya en la
exposición clásica de la doctrina cristiana del pecado que hizo
Agustín. Nuestra investigación debe ahora ocuparse con ella.

2. Egoísmo y perversión de sí

Para la teología cristiana clásica, la perversión de la‘ relación


del hombre con el mundo se ponía de manifiesto en la cupidítas
o concupiscentia. Según el apóstol Pablo, contra ella se dirigen
las prohibiciones de la ley divina, pues las resume todas en la
frase: «no codicies» (Rom 7, 7). Pero, ¿es la codicia nlisma el
pecado que prohíbe la ley? Los autores cristianos primitivos juz­
garon el mal deseo, que siempre anhela más de Jo que tiene,
108 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

como una secuela del pecado, de la desobediencia de Adán al


mandamiento de Dios11. En cambio,, Agustín, si bien es cierto
que, por una parte, consideró también la concupiscencia como
un castigo, o sea, como consecuencia del pecado (el hombre que
se aparta de Dios es entregado a sus .apetitos), por otra parte, la
tuvo también por pecado y causa de nuevos pecados12. E sto 'h a
dado lugar a diversas y enfrentadas interpretaciones: en tanto que
la escolástica latina distinguía pecado y concupiscencia y veía
en la última solamente el materiale peccati, la Reforma y el
jansenismo entendía como pecado la propia concupiscencia. Por
su unilateralidad, ninguna de las dos interpretaciones hace justicia
a la complejidad presente en el pensamiento de Agustín; y, na­
turalmente, tampoco es satisfactoria la afirmación, trivialmente
verdadera, de que «el concepto agustiniano de concupiscencia es
contradictorio»13, porque no desciende a los fundamentos de las
diferencias en el uso de este concepto —de las que es evidente
que era consciente el mismo Agustín — . Habría que buscar se­
guramente esos fundamentos en el análisis psicológico de la co­
dicia. En efecto, el análisis de lo que Pablo consideraba el com ­
pendio de lo prohibido por la ley divina muestra que la codicia
es tanto ella misma pecado, cuanto consecuencia del pecado.
La cupiditas es ella misma pecado, en la medida en que
representa una forma perversa de amor o de deseo14. Esta perversa
voluntas 15 consiste en una perversión del orden del universo, ya

U . Cf. J. Gross, Entstehungsgeschic/ue des Erbsümlemlagmas, van der


Bibel bis Augustinus (Gesc/uchte de Erbsündendogmas I) (1960) sobre todo,
111 (acerca de Metodio de Olimpo), 133 (acerca de Atanasio), 142 (acerca de
Basilio).
12. J. Gross, 325s. Tienen sobre esto especial interés algunas expresiones
de ios escritos contra Julián de Eclana, procedentes de la obra tardía de Agustín:
C. Julianum V. 3, 8 y Opits imperf. I, 47 (en Gross, 326).
13. Ibid., 328. _
14. Enn. in Ps. 9, 15: «Pes animae recte intelligiíur amor; qui cum pravus
est, vocatur cupiditas aut libido, cum autem rectus, diíectio vel caritas». Ya
en las Confessiones había eserito Agustín: «Qutppe ex volúntate perversa facta
est libido» (Conf. VIII, 5, 10). En De div. quaest. 83, del año 396, se dice:
«Est enim turpis [amor], quo animus seipso inferiora sectatur, quae magis
proprie cupiditas dicitur, omnium scilicet malorum radix» (q. 35, I: PL 40,
23, 2s). Cf. De tib. arb. I, 3, 8 (PL 32, 1225): «Clarum est enim. jam nihil
aliud quam libsdinein in toto maleficiendi genere dominare». Los términos
cupiditas y libido se usan aquí con el mismo sentido'y tomándolos en una
acepción amplísima. Cf. Gross 324.
15. De civ. Dei XIV, 7, 2.
Centraiidad y pecado 109

que se dirige,a los bienes inferiores y abandona por ellos los


superiores y mejores: Dios, su verdad y su ley. Así es como
describía Agustín ya en sus obras primeras la volición pe­
caminosa16. Y, del mismo modo, se dice todavía en De civitate
Dei, al caracterizar la mala voluntad, que apetece las cosas in­
feriores de un modo mato y desordenado17, porque, contra el
orden de la naturaleza, se vuelve a lo menor apartándose de lo
supremo13. La perversión que hay en ello consiste, psicológi­
camente, en la permuta del medio por el fin (uti y fruí): siendo
así que deberíamos usar las cosas perecederas como medios para
alcanzar ¡a fruición del fin imperecedero, el pecador invierte la
relación y usa a Dios como medio para hallar su fruición en el
dinero 5
Si la propia cupidilas es, pues, voluntad perversa y, por lo
mismo, pecaminosa, la inversión de la estructura fin-medio que
constituye su perversión indica, por su parte, que en el núcleo
de este erróneo volverse hacia las cosas pasajeras se oculta aún
algo más. La perm uta.del medio por el fin contiene, efectiva­
mente, una arbitrariedad en rebeldía contra el orden natural, y
¿sta arbitrariedad, este arrogarse uno mismtí autoridad permite
inferir presunción en quien lo lleva a cabo, o, en el lenguaje de
Agustín, soberbia o amor sui. La soberbia se arroga una alta
posición falsa, que no corresponde al soberbio; el soberbio se
complace excesivamente en sí mismo al constituirse en el prin­
cipio de todo, en vez de ordenarse él mismo al origen de todas
las cosas20. Esta actitud está en la base del apetito pervertido de

!ó. Conf. [J, 5, 10: « ... peccatum admittitur, dum immoderata in ista
¡nclinatione cum extrema bona sint, meliora et summa deseruntur, tu, Domine
Deus noster, et ventas tan, et lex tua», Cf. De lib. nrb. II, 19, 50-53.
17. De civ. Dei XII, 6. ~ '
18. ürid., XII, 8: «Deficitur enim non ad mala, sed male, non ad malas
naturas, sed ideo male quia contra ordinem naturarum ab eo quod summe est,
ad id quod minus est».
19. íbid., XI, 25: «Nec ignoro quod proprie fructus fruentis, usus uteritis*
sit. atque hoc interesse videatur, quod ea re frui dicimur, quae nos non ad aliud
referenda per se ipsam delectat; uti vero ea re quam propter aliud quaerimus.
Unde temporalibus magis utendum est quam fiuendum, ut frui mereamur ae-
íernis. Non sieut perversi, qui frui volunt nummo, uti autem Deo, quoniam
non numnium propter Deum impendunt, sed Deum propter numraum colunt».
20. Ibid., XIV, 13: «Porro malae voluntatis initium quod potuit esse nisi
superbia? Initium enim orrmis peccati superbia est (Eclo 10, 15). Quid est
110 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

las cosas perecederas, porque éstas se apetecen como medios,


ya no para el servicio de Dios, sino sólo de la fruición del sujeto
mismo que apetece. Por ello, el amor sui o superbia es el núcleo
de todo apetito perverso21. Ahora bien, el yo soberbio, al querer
ser él mismo el punto central y el fin último, ocupa el lugar que
solo a Dios, creador y bien supremo, le corresponde en el orden
del universo. Y, así, la superbia del amor sui significa im plí­
citamente enemistad con Dios, y, al desenvolverse, termina por
arrastrar al pecador a la enemistad explícita con Dios22.
Teniendo en cuenta lo que Agustín dice acerca de la relación
de amor sui y cupiditas, se entiende perfectamente por qué podía
considerar a ésta última tanto pecado en sí misma como conse­
cuencia del (verdadero) pecado. En la medida en que en la cu­
piditas se encuentra ya implícito el amor sui, en la medida en
que en el apetito erróneo de las cosas está ya implícita la afir­
mación del yo como fm último, hay realmente que llamar pecado
a la cupiditas, porque el amor sui, siquiera sea implícitamente,
está dirigido en contra de Dios. Por otra parte, el componente
de la cupiditas que la convierte en pecado, sale también a lá luz
explícitamente y por sí como superbia, y debe ser distinguido
en esa misma medida de la cupiditas, que usa todas las cosas
como medios para el fin que e¡ yo ha llegado a ser para sí mismo.
Agustín no expuso con total claridad esta relación de implicación
y explicación; pero no hay contradicción en la cosa misma de
que se trata, una vez que se toma en cuenta la vinculación objetiva
entre las expresiones aparentemente opuestas.
El modo en que la falsa cupiditas y el amor sui se incluyen
uno en otra no ha sido objeto de tergiversaciones tan sólo a

uutem superbia, rtisi perversae celsitudinis appetitus? Perversa enim celsitudo


est, deserto eo cui debet animus mhaerere principio, sibi quodam modo fieri
atque esse principium. Hoc fit, eum sibi nimis placet». Acerca de la equipa­
ración de superbia y amor m i, cf. sermo 96, 1, Acerca de la tesis de que la
superbia es la raíz del pecado, cf. también la discusión de] pecado de los
ángeles malos en De Genesi ad Htt. XI, 15 (19).
21. De rrin. 12, 9, 14. Cf. Cicerón. De fm ib u s III, 5: «Fieri autem nom
posset. ut appeterent aliquid. nisi sensum haberenf sui eoque se et sua dili-
gerent».
22. Así, la oposición entre dos especies de amor y dos direcciones del
querer es el fundamento de la oposición entre la civitas D ei y la civitas Diaboli:
«Fecemnt itaque Civitates duae amores dúo, terrenam scilicct amor sui usque
ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui» (De
tiv,. D ei XIV, 28). Cf. D e Genesi ad litt. XI, 20, 20.
Ceniralidad y pecado

propósito de la interpretación de Agustín: en las discusiones acer­


ca de la esencia del pecado que registra la historia m oderna de
la teología ha sido visto también con menos penetración que como
supo verlo Agustín. Así, el racionalismo y el idealismo han se­
guido la tendencia de referir el mal a la sensibilidad, que el
hombre debe dominar y superar con su espiritualidad. Pero in­
cluso un teólogo como Richard Rothe, partiendo de la diferente
relación en que está el hombre con «su naturaleza material» y
con su individualidad (espiritual), distinguía entre pecado sensual
y pecado egoísta y reducía todos los pecados al prim ero23, fun­
damentando, eso sí, su proceder en que «en el ser humano el
egoísmo está dispuesto ya por la naturaleza». Este egoísmo na­
tural está todavía, según Rothe, más acá de la autodeterminación
moral del espíritu, de la que él esperaba, como hacía el idealismo,
la victoria sobre esas barreras naturales. En contra de esto, J.
Müller, buen agustiniano aquí, entendía el egoísm o como per­
versión de la propia espiritualidad del hombre, y hacía énfasis
en que el pecado tiene su base en ese egoísm o24. Además, no
consideraba, en absoluto, a diferencia de R othe^, que el egoísmo
se fundara en la naturaleza sensible del hombre, sino que juzgaba
que era una perversión de la conciencia que el hombre tiene de
sí mismo —que está fundada, a su vez, en la conciencia de
Dios — . En efecto, en Dios tiene «3a autoconciencia del hombre
e l principio de su esencia y de su existencia», y tenemos con­
ciencia de Dios «de un modo absolutamente prim itivo e inme­
diato»*6. De ello se vale Müller para poder reservar al hombre
la culpa del pecado como causa de él27, pues tales supuestos
hacen plenamente incomprensible que surja el egoísmo. Sin em­
bargo, Julius Müller. al dirigir en esta dirección sus meditaciones,
no hizo justicia a la mediación sensible de la conciencia de sí
mismo, a su imbricación con la experiencia de objetos —que ya
Agustín supo ver con mucha más perspicacia—; y, en conse­
cuencia, no solamente sustrajo al sujeto de su antropología teo­
lógica de toda descripción y todo examen em píricos, sino que,

23. R. Rothe, Theol. Ethik III (’ 1870), 2s. La cita es de la p. 7.


24. J. Müller, Die christliche Lehre vori der Sünde (1839; 31849} I, 177s.
25. Ibid., 199.
26. Ibid., 103a -
27. Ibid., 266s.
11 2 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

además, se privó a sí mismo de todo puntó de apoyo desde el


que. ex p licar em p íricam ente la posibilidad de la conducta
pecaminosa 28 —cuando justo estribaba en esto la fuerza suasoria
de la doctrina de Agustín —
En sus rasgos fundamentales, el análisis agustiniano de la
perversión en la estructura del comportamiento humano no ha
perdido hasta hoy su fuerza explicativa. Para poder verlo y re­
conocerlo así, hay, ciertamente, que prescindir de la tendencia
a la enemiga contra el sexo y el cuerpo, que desfigura las ex­
presiones de Agustín referentes a la concupiscencia. En esto
Agustín estaba bajo la influencia de una mentalidad ascética muy
extendida en la antigüedad tardía y que se exterioriza de una
manera aún mucho más neta en otros autores cristianos. Su des­
cripción del pecado como orgullo y cupiditas es, por lo que hace
a ios rasgos generales de su estructura intelectual, independiente
del hecho de que su ejemplo predilecto de concupiscencia sea el
apetito sexual. A pesar de ello, Agustín pudo protestar contra
que su adversario Julián sostuviera que el concepto que él tenía
de concupiscencia se restringía a la sexualidad29. Algunas ex­
presiones-bíblicas, como Sal 118, 20.40 o Gál 5, 17, le llevaron
además, a reconocer una concupiscencia laudabilis30, y es en este
contexto donde resalta más claramente la estruéW a formal del
concepto en cuestión, porque la diferencia entre el buen y el mal
apetito depende del fin con vistas al cual, en último término, se
apetezca, según las palabras: concupiscentia itaque sapientiae
deducit ad regnum perpetuum (Sab 6 , 21). El apetito como tal
no es malo; sólo es pecado aquel apetito que es expresión del
orgullo que subvierte el orden de la naturaleza.

28. Ha puesto este punto de relieve I. A. Domer en su crítica a la posición


de Müller {System der uhristlichen Glattbenslehre II/1 [Berlin ~1886J, § 77, 3,
p. 88). Pero su noción del pecado como «amor perverso de las criaturas», que
abarca tanto la inclinación errónea cuanto la autoafirmación faisa del espíritu
(ibid., n. 4, 90s), no consigue establecer, frente a ia perspectiva parcial a la
que se opone, ningún principio concreto del pecado comparable a la ¿uperbia
de Agustín, porque no llega a ser en Domer temática la relación de implicación
y explicitación en que están amor sui y concupiscentia.
29. Textos en J. Gross, E nm ehungsgeschichie..., 324. Pero Gross tam­
bién subraya .la tendencia de Agustín a ejemplificar la concupiscencia valiéndose
de la sexualidad fIbid., y 335s).
30. Enn. in Ps. 1 1 8 ,8 ,3 ; cf. De spir. et litt, 4, 6.
Centralidad y pecado 113

La exposición agustiniana del pecado humano como perver­


sión del apetito sigue siendo superior a "otras formas de la doctrina
cristiana- sobre el mismo tema en virtud de dos importantes mé­
ritos. El primero es la actitud empírica de la descripción psico­
lógica de Agustín. El otro está, asimismo, posibilitado por esa
actitud psicológica, y concierne a la-relevancia del pecado res­
pecto de la relación del hombre consigo mismo. Atendamos, en
primer lugar, a cómo se orienta sobre hallazgos psicológicos
empíricos la descripción del pecado. Naturalmente, el pecado se
caracteriza en su núcleo, también para Agustín, por la oposición
a Dios. Pero el modo de conducta del hombre cuyo catastrófico
significado sólo se revela en todo su alcance cuando se ve que
su sentido radical es la oposición contra Dios, es, con todo y en
primer lugar, un hecho empírico, y sólo a título de tal es como
no cabe escapar a él. Nadie puede sustraerse a la patencia empírica
de la conexión entre orgullo y concupiscencia alegando que no
la cree. La realidad fáctica de este modo de conducta rio es asunto
de fe, sino de descripción y comprobación psicológicas; y hasta
su interpretación teológica, en tanto que apartamiento de Dios
que llega incluso a enemistad contra él, extrae su fuerza suasoria
de! hecho de que muestra ser una implicación necesaria del estado
empírico de cosas, si bien sólo es posible penetrar la radicalidad
de la perversión que hay en él a la luz de la revelación bíblica.
Karl Barth ha considerado legítimo renunciar a referir en absoluto
¡as tesis cristianas sobre el pecado a estados de cosas empíricos
que son inevitables para todos los hombres. Según él, «se adqui­
ere el conocimiento de que el hombre es hombre pecador cuando
se conoce a Jesucristo; solamente así, realmente así»21. Pero, de
esta manera, a la tesis cristiana de la pecaminosidad del hombre
se la hace depender, por lo que hace a su validez, de la decisión
de fe; aparece meramente como la sombra que la fe en la recon­
ciliación en Cristo arroja sobre el juicio que el hombre falla acerca
de sí mismo. Lo cual quiere *1decir que a quien rehúsa creer en
Cristo no puede atribuírsele ningún conocimiento sobre esa es­
cisión del vivir del hombre que la tradición cristiana denomina
pecado. ¿Acaso el que se niega a creer en Cristo se ve por ello
iibre de la confrontación con la perversión de su destino humano

31. K. Barth, Kirchiíche Dogmatik [V /l, 430.


1)4 El hombre en la naturaleta y la naturaleza del hombre

en la estructura efe su propio comportamiento? ¿no habría ni


siquiera la necesidad de' que se diera en él tal perversión, y podría
rechazar las afirmaciones de fe del cristiano que dijeran lo con­
trario, sobre la base de que se apoyan en una «decisión» subjetiva,
no fundamentada en las cosas mismas, de ver a éstas precisamente
en ese sesgo? Y en favor de todo ello podría echar mano de las
propias declaraciones de la teología cristiana. ¿Qué habrá que
decir de un mensaje que anuncia la reconciliación y la liberación
respecto de un mal cuya violencia opresora y cuyas catastróficas
secuelas no están innegablemente dadas, sino que deben ser pri­
meramente creídas, para que quepa luego liberarse de él? ¿no
hay que responder ■a un mensaje semejante que otras cadenas
oprimen más, y que la liberación de ellas es más urgente?
Desde luego que también hay un componente de verdad en
la tesis de Barth. Que la perversidad de la conducta que la tra­
dición cristiana llama pecado tiene su fundamento en que es un
rechazo de Dios y, por lo tanto, es pecado contra Dios, es cosa
que, ciertamente, solo puede verse a la luz de algún conocimiento
de Dios y,, así, solo puede comprenderse con plena claridad a
partir de la revelación que Dios ha hecho de sí mismo (porque
un saber acerca de Dios que se base en otra cosa que en la propia
iniciativa de Dios aboliría el concepto mismo de Dios). En esta
medida, estaba en lo correcto M. Káhler —al que Barth se remite
en este punto— cuando sostenía que «sólo la revelación salvífica
puede iluminar plenamente el estado de alienación». Pero, a
diferencia de Barth, Kahler hablaba únicamente de una «esti­
mación de sí mismo ofuscada por parte del hombre abandonado
a sus propias fuerzas»3’, sin declarar por ello carente de impor­
tancia a toda referencia a la experiencia de sí mismo que el
hombre puede hacer de su peculiar escisión (que Kahler restringía
al dato de la «inmoralidad»). Más allá de lo que Kahler decía,
el fundamento de la dificultad en que se ve la doctrina cristiana
sobre el pecado para apelar directamente a la experiencia de sí
mismo está en que la depravación del hombre, si realmente es
tan radical como afirma esta doctrina, puede bloquear el cono­
cimiento de ese mismo estado. Es por esto por lo que pudo escribir
Lutero en los Artículos de Esmalcalda (1537) que el pecado

32. M. Kiihlei', Die Wissenschaft der chrUtlichen Lehre van dem evan-
g dischen Grimdartike! aus (1883; 1!893), 270.
Centralidad y pecado 115

original es «una corrupción profundamente maligna de la natu­


raleza, que ninguna razón puede conocer», sino que «debe ser
creída por la revelación de la Escritura»33. Esta formulación se
aproxima arriesgadamente a la tesis que estoy criticando (que la
pecaminosidad del hombre es cuestión de fe); pero no quería
decir,' desde luego, que cualquiera, con sustraerse a la fe, pudiera
también escapar de adolecer de pecado. Tal cosa era tenida por
imposible por Lutero, ya en virtud de su firmísima convicción
acerca de la eficacia universal de la ley divina, que era para él
idéntica al derecho natural y que, por tanto, se extiende a todos
los hombres. Que es propio de la perversidad del hombre cerrarse
a la contemplación de su propia miseria, ser víctima de la ilusión
respecto del propio estado, no excluye que la realidad de la vida
de cada cual pueda ser convocada a prestar testimonio contra él.
Las expresiones de Lutero acerca del pecado en los Artículos de
Esmalcalda no toman en cuenta este aspecto del problema, y
deben, pues, ser consideradas no como incorrectas, pero sí como
parciales. La superioridad de la doctrina agustiniana se echa, en
cambio, de ver en .que permite hacer justicia a.los dos aspectos:
tanto a la manifestación em pírica del pecado, cuanto a su radi-
caiidad, que sólo puede descubrirse enteramente a la luz de la
gracia.
A la afirmación de que en ei pecado hay que creer, se une
fácilménte la tesis de que su esencia consiste primariamente, por
lo que hace al contenido, en el rechazo de Dios; o sea, que su
raíz es la incredulidad. Este punto de vista se encuentra también,
en efecto, en Lutero. Es el resultado, en primer lugar, del hecho
de que todo pecado se remita a la «desobediencia» del primer
hombre, que perdió de ese modo, tanto para sí mismo como para
todo el género humano, la unión con Dios que caracterizaba el
«estado original». Habremos de volver sobre esta idea de la caída.
En segundo lugar, la precedencia de la incredulidad en la de­
terminación conceptual del pecado se sigue de que las formas de
exteriorización de éste se enumeran en la serie de los diez man­
damientos y' en correspondencia negativa respecto de ellos, de

33. Die Bekenninisschriften der evangeltsch-lulherischen K¡rche,*GoXún-


gen 1952, 434: «Hoc peccatum hereditarium tam profunda eL Lota est corruptio
naturae, ut nullius hominis ratione inteüigi possit, sed ex scripturae patefactione
a«noscenda et credenda sit».
116 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

m odo que en el comienzo se halla la violación del primer man­


damiento por «incredulidad, falsa fe , idolatría»,, así como por
falta de temor de Dios34. Sin em bargo, es otra ía manera en que
se ve el problema cuando se toma por punto de partida —como
hizo Agustín en muchas de sus afirmaciones— la situación actual
del hombre. En este caso, en el primer plano está la concupis­
cencia, la perversión del medio y el fin en 3a relación del hombre
con el mundo; y el núcleo de esta perversión muestra serlo la
superbia, la falsa soberanía y el egocentrismo del hombre, que,
por su paite, implica el rechazo de Dios. Hay de nuevo que
preferir esta perspectiva, porque está más próxima a la realidad
experiencia] del vivir del hombre. La perversión en el compor­
tamiento del hombre no comienza con el rechazo consciente de
Dios, sino que el alejamiento y el extrañamiento de él se efectúan
de modo tácito, sin que uno se dé apenas cuenta por largos
períodos; y ocurren como implicación de una perversión en nues­
tra relación con el mundo y con nosotros mismos. A pesar de
todos sus puntos débiles, la doctrina agustiniana del pecado se
acercó m ás.a esta situación reaí que la mayoría de las teorías
posteriores.
La evidencia psicológica de la descripción agustiniana del
pecado como perversión de la relación dei hombre con el mundo
y consigo mismo depende; sin embargo, en el propio Agustín,
de condiciones contextúales que han perdido su validez en el
marco de la evolución moderna de la problemática antropológica.
Por ejemplo, la tesis del orden jerárquico del universo, en el que
iodo parte de Dios y se esfuerza por volver a éi, de modo que
de ello resulta la distinción de bienes superiores e inferiores, en
cuya perversión consiste la perversión misma de la concupiscen­
cia; la cual, por su parte, sólo puede ser referida a que el sujeto
de ella se arroga una autoridad en rebeldía frente al orden natural
del creador. La independización moderna del conocimiento de
ía naturáleza frente a la idea de Dios, cuando menos ha arrebatado
a esta representación del orden natural del universo su pretensión
filosófica fundamental a la validez. La reflexión acerca del origen

34, Ibid., 433s. En la definición que hace del pecado hereditario la Con-
fe s ñ o A ugustam de 1530, art. 2. también va dejante en el texto latino la falta
de temor de Dios y de confianza en él, a la qúe sigue la concupiscencia;
mientras que en el texto alemán-el orden se invierte (Ibid., 53).
Centralidad y pecado 117

divino de ia naturaleza sólo sobreviene —si es que sobreviene—


secundariamente respecto del conocimiento científico. Ello com­
porta que el conocimiento moderno de la naturaleza ya no ofrece,
al mismo tiempo, al hombre los fines de su acción en su trato
con la naturaleza, sino que, al contrario, pone los procesos na­
turales a disposición del hombre para prácticamente cualesquiera
fines —que, en todos los casos, no tienen su fundamento en el
conocimiento mismo de la naturaleza—. La cuestión de Dios
tiene para la modernidad su lugar filosófico en la cuestión de la
constitución de la subjetividad humana, y sólo a propósito de la
pregunta por la relación de esta subjetividad con la naturaleza
puede aparecer una reflexión sobre el conocimiento científico de
ésta que la remita a Dios como a su origen. Esto significa que
la tesis de la perversión presente en el comportamiento humano
ya no puede hoy apoyarse como en su marco de referencia en la
idea del orden divino de la naturaleza y ía jerarquía, basada en
él, de los fines de la acción. Incluso si alguien quisiera justificar
estas nociones en el contexto del estado moderno de la cuestión,
tendría entonces que apelar a la subjetividad del hombre en su
relación con el mundo. Es, por ejemplo, muy característico el
hecho de que jftant no vio ya ía perversidad del hombre, como
Agustín, en una perversión del orden dei cosmos, introducida
por la acción humana, sino en una perversión del orden interno
de la propia naturaleza humana: en ía inversión de la subordi­
nación —que está, sin embargo, m andada— del anhelo sensible
de felicidad bajo la ley moral, con el resultado de una afirmación
de la moralidad solamente condicionada, en la medida en que
cabe'arm onizarla con el anhelo natural de felicidad35. También
la tesis de la perversión de la relación del hombre con el mundo
tal como se nos aparecía en La sección anterior, tras la discusión
de la escisión de la vida observada por H. Plessner, concierne a
una perversión que tiene lugar en la propia subjetividad deí hom­

35. Análogamente, en Ja exposición que de él hace Schleiermacher el


pecado consiste en la inversión de la relación entre la autoconciencia inmediata
(conciencia de Dios) y la conciencia de objetos (Der christliche Glaube, § 66,
cf. § 11,2); y, en Hegel, en la inversión de la relación entre la fmirud y la
infinitud en tanto que momentos de la autoconciencia (Vorlesungen Uber die
Phüosophie der Religión, 102s). Incluso en Julius Müller, que, ateniéndose a
Agustín, define ei pecado como egoísm o, se determina éste, sin embargo, como
contradicción interna dei hombre con su saber inmediato acerca de Dios.
E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

bre, al ser puesta la excentricidad al servicio de la referencia


centrípeta al yo, en vez de que, a la inversa, el yo viva para su
destino excéntrico. A diferencia de lo que ocurre en la doctrina
kantiana del mal radical, esta perversión no se refiere sólo a la
conciencia y a la acción morales, sino globalmente a la relación
del hombre con el mundo. Se trata, sin embargo, como*ya sucede
paradigmáticamente en Kant, de una pugna que el hombre man­
tiene consigo mismo, con su propio destino. Que esto signifique
también una perversión del orden del universo, puede ser, en
efecto, una cuestión ulterior. Pero no pende de ella la aserción
de aquel dato antropológico. En esto se echa de ver la distancia
respecto de la posición del problema en la que Agustín desarrolló
su argumentación. A la vista de la profundidad de esta diferencia,
es sorprendente que las descripciones modernas de la estructura
psicológica de la perversión en la conducta humana muestren, a
pesar de todo, un acuerdo básico con Ja de Agustín: en todos los
casos, la perversidad del hombre se sitúa en el hecho de que su
egocentricidad quede por encima de su destino, que trasciende
la existencia egoísta —ya se trate del destino a la razón moral o
del destino formal de la excentricidad, cuya integral' contiene la
temática religiosa de la vida del hombre—. •
El modo en que la posición del problema se ha desplazado
con respecto a Agustín puede caracterizarse como un haberse
concentrado el pensamiento moderno en la relación del hombre
consigo mismo. La posibilidad de esta concentración ha sido
abierta, a su vez, precisamente por la descripción psicológica de
la situación y del comportamiento humanos que llevó a cabo
Agustín. Según él, el pecado no es solamente la transgresión de
un mandamiento de Dios, sino, al mismo tiempo, en tanto que
perversión del orden natural de la creación, es, como lo era ya
en Pablo, el malograrse el hombre a sí mismo. Pablo extraía esta
idea del contenido de sentido de los mandamientos divinos, que
han sido dados al hombre para la vida (Rom 7, 10). Según
Agustín, el hombre, al pervertir en su voluntad el orden natural
de la creación, malogra su propia felicidad, en la medida en que
sólo puede obtenerla de Dios, bien supremo de su ser, al igual
que de todo ser creado36. Por ello, los malos son «enemigos de

36. Acerca de la doctrina agustiniana del bien supremo com o transfon


de la teología moral y, por lo mismo, de la doctrina sobre el pecado, cf. J.
Mausbach, Die E thik des hi. Augustinus I. Freiburg i. Br. J909, 51s.
C rntralidad y pecado 119

sus propias obras»37. El alma, pues, por el pecado es «lanzada


fuera de sí misma y expulsada a lo exterior»38. Y, por esto, la
concupiscencia no es solamente pecado ella misma, sino, a la
vez, castigo por el pecado.
A pesar de haber visto esto, Agustín no describió la esencia
del pecado como automalogramiento, sino como perversión del
orden del universo. En el automalogramiento veía su conse­
cuencia, el castigo por el pecado. Sólo después de que se des­
vaneciera la idea de que el hombre ocupa su lugar en un universo
ordenado jerárquicamente a Dios, y sólo una vez que se desa­
rrollaron las interpretaciones modernas del hombre como el ser
que tiene conciencia de sí mismo, pudo aparecer en el centro de
la estructura antropológica del concepto de pecado la contradic­
ción del hombre consigo mismo. Este punto de vista ha sido el
adoptado, con extraordinaria penetración, por Sóren Kierkegaard
en su análisis de los fenómenos de la angustia y la desesperación.
Kierkegaard distinguía el concepto de angustia del de temor por­
que la angustia no tiene ningún objetivo exterior determinado.
En la angustia, se trata para el hombre de sí mismo39, de la-unidad

37. Conf. H, 13; cf. De civ. Dei XIV . 4 y Mausbuch. o. c., 1, 119s.
38. Sermo 142. 3.
39. S. Kierkegaard. Der B eg riff A ngst (1844) (ed, alemana de E. Hirsch,
11/12, D usseldorf 1952), 42 {= SV IV, 315); cf. 90 (SV JV. 358) y 92 (IV,
360s). Tam bién en la opinión de Freud, la angustia tiene para el yo el valor
de una «señal que avisa de peligros que amenazan su integridad» (Abríss der
Psychoanalyse, Frankfurt 1953, 55). Pero Freud no m antuvo siempre explí­
citamente esta autorreferencia de la angustia. H abla, asi, de angustia por la
pérdida del amor (ib id .) y, tam bién, de angustia ante peligros tanto interiores
como exteriores (10). La term inología de Kierkegaard, que distingue las no­
ciones de angustia y m iedo, es más precisa, aun cuando la angustia y el miedo
sólo puedan separarse en la realidad en tos casos lím ites. El objeto que suscita
el m iedo obra siempre de un m odo o de otro sobre la angustia existencial
originaria del hombre acerca de si mismo. Pero esto no habla en contra de la
distinción de las nociones (de otra opinión es R. Denker, Angst und Aggression,
Stuttgart 1974, 28). Aunque no puede haber miedo que no vaya acompañado
de angustia, hay, en cambio, sin duda, angustia sin objeto que se tem a. No
puede decirse de qué se tiene angustia, y, sin embargo, se angustia uno. Ello
justifica distinguir los conceptos de miedo y angustia. Y tal distinción, a su
vez. entre otras cosas, posibilita hacer m ejor justicia a la originariedad de la
angustia en la relación del hom bre con su ser sf mismo aún no definjtivamente
realizado, de lo que lo perm itiría la restricción del análisis a la referencia a
objetos amenazadores. En esa nada de la angustia que no sabe indicar qué
habría que temer, se hacen puramente patentes como objeto del cuidado del
hombre consigo m ismo la amenaza de su existencia y el conocim iento de ella.
120 El hombre en la m m ra leza y la naturaleza d el hombre

de sí mismo. Kierkegaard la describía aun en el lenguaje de la


antropología tricotómica Tradicional: «síntesis» de cuerpo y alma
mediante el espíritu40. El hombre es espíritu en tanto que síntesis
de cuerpo y alma; pero, por otra parte, debe realizarse a sí mismo
llevando a cabo esa síntesis, y a tal empresa de la libertad va
ligada la angustia: «Es, así, la angustia el vértigo de la libertad,
que surge cuando el espíritu quiere hacer la síntesis y la libertad
mira desde lo alto a su propia posibilidad e, inmediatamente, la
finitud la sobrecoge y paraliza. La libertad se hunde desmayada
en ese vértigo»41. El aferrarse a la propia finitud se corresponde
con la pérdida de La infinitud, a la que el hombre está destinado.
Pérdida que acontece cuando el espíritu quiere realizar la síntesis
de su cuerpo finito con el alma, adherida a lo infinito, y solamente
puede llevarla a cabo sobre la base de la propia finitud.
Cinco años después, en La enfermedad mortal (1849), expuso
Kierkegaard esta idea aún con mayor claridad. El hombre vuelve
a ser descrito aquí como síntesis, pero, ahora, como «síntesis de
infini'tud>y finitud»42. Kierkegaard tiene con esto presente el mis­
mo fenómeno que recibe hoy los nombres de autotrascendencia
del hombre, apertura al mundo o excentricidad: el hombre es un
ser finito, pero, a la vez, trasciende su finitud y la sobrepasa en
dirección a lo infinito, que es para Kierkegaard también lo eterno.
M as este paso adelante no sería posible sí el hombre no fuera
más que un ser finito; y tampoco sería posible si el hombre, como
ser finito, se encontrara en alguna relación con lo infinito solo
fácticamente. Hay más bien que entenderlo como relación, él
mismo, entre ambos; y de tal modo, que esa relación puede
convertirse en tema para él. Ahora bien, la relación es un tertium

40. íbid. Cf. 86 (SV IV, 355), eri que se compara con la síntesis de alma
y cuerpo la síntesis de lo temporal y lo eterno en el hombre.
41. ¡bid., 60s (SV IV, 331). Cf. 100 (= IV , 368). El hundirse el individuo
puede ser descrito (73 = IV, 342) como secuela del desmayo obrado por la
aneustia (cf. sobre todo 6f = IV, 331, así como Tagebüeher í, 284 '[III, A,
233] de diciembre de 1840). Esto explica también ia relación que suponía
Kierkegaard entre la angustia y la sensibilidad, así como su interpretación del
papel de la mujer en el relato bíblico del pecado original. Acerca de la inter­
pretación kierkegaardiana de la corporalidad y la sensibilidad humanas, cf. J.
Holl, Kierkegaards Konzeption des Selbst (Í972), 122ss.
■42. Hirsch 24 (1954), 127 = SV XI, 127. Kierkegaard identifica esta
síntesis con la de «lo temporal y lo eterno», ya mencionada en D er B egriff
Angst (cf. nota 40).
Centralidad y pecado 121

que se añade a los dos extremos que vincula. Con esta intuición
va Kierkegaard más allá de El concepto de la angustia, en donde
el espíritu aún se añadía al cuerpo y al alma como el tertium que
es la síntesis de ellos pero que. a la vez, debe producirla. Kier­
kegaard todavía pensaba entonces que la síntesis de tiempo y
eternidad carecía de uri tal tertium (cf. nota 40). En cambio, en
La enfermedad mortal se dice acerca de la síntesis de infinitud
y finitud (equivalente a la síntesis de lo temporal y lo eterno),
que en ella la relación misma es el tertium, y no sólo a título de
unidad negativa por la que los extremos se distinguen —como
en ia relación de cuerpo y alma (¡sic!)—, sino a título de unidad
positiva, que entra a su vez en relación con la relación de los
dos miembros opuestos. Este es el célebre concepto kierkegaar-
diano del sí mismo, según aparece introducido al comienzo de
La enfermedad mortal: «El sí mismo es una relación que se re­
laciona consigo m ism a...» Ahora, el «espíritu» es entendido
como este sí mismo —o sea, ya no primariamente en referencia
a la relación entre alma y cuerpo —: «Espíritu es el sí mismo»43.
Pero, así, queda también comprendido el «espíriíu» como au-
toconciencia, pues la relación del sí mismo consigo mismo, en
tanto que síntesis de finitud e infinitud, tiene lugar como auto-
conciencia44. Mas, por otra parte, el concepto de la autocon-
ciencia está referido al de la relación de lo finito y Lo infinito; y
esta determinación en el contenido de la relación consigo mismo
es el punto de partida para toda una aporética. El hombre, en
tanto que relación con lo infinito, no se ha establecido a sí mismo,

43. Ibid. Hirsch anota (p. I6ós) a este lugar que Kierkegaard, en sus
papeles para la preparación del libro, trabajó paralelamente con las dos rela­
ciones cuerpo-alma y temporal-eterno. En la citada exposición de í. Holl es
una pena que no se para mientes en la evolución que experimentó ia concepción
kierkegaardiana de la síntesis que es el hombre: el desplazamiento del énfasis
desde la relación cuerpo-alma a la relación temporal-eterno. Las diferencias
que hacía Kierkegaard en la presentación de los aspectos de la síntesis se
proyectan, demasiado rápidamente, en el mismo plano formal, y se sistematizan
como si formaran parte de una visión unitaria (119ss). En cambio, H. Fischer,
en su tesis Subjektivität und Sünde. Kierkegaards Begriff der Sünde m it stän­
diger Rücksicht a u f Schleiermachers Lehre von der Sünde, Itzehoe 1963, 101
ha puesto de relieve el progreso en el pensamiento de Kierkegaard que suponen
la «aprehensión ampliada» de ¡a síntesis antropológica y la introducción del
concepto «sí mismo».
44. Hirsch 24, 25 (SV XI, 142).
122 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

sino que ha sido establecido por otro, y se relaciona con tal otro,
con «él poder que lo lia establecido», al que Kierkegaard había
ya dado explícitamente, desde el comienzo, el nombre de “ el
poder de D ios” 45. Pero al relacionarse consigo mismo en su
autoconciencia, a la vez,.el hombre se establece a sí mismo.
Pues la autoconciencia es al tiempo libertad: y, por lo tanto, la
síntesis de finitud e infinitud en el sí mismo se presenta como
«la tarea... de llegar ella misma a ser; cosa que sólo puede
cumplirse por la relación con Dios»46. Mas al deber el hombre
realizar por medio de su libertad lo que no tiene su fiindamento
en él mismo —su sí mismo— , nos aproximamos a la perversión
que denominaba Kierkegaard el desesperado querer ser sí mismo:
el intento de fundarse uno en él mismo en vez de en Dios. Que
es desesperado porque precisamente es por él como el hombre
malogra su verdadero ser sí mismo. «El sí mismo que él quiere
desesperadamente ser, es un sí mismo que no es él... Quiere, en
efecto, arrancar su sí mismo del poder que lo ha establecido»47.
Ello queda tan cerca y tan fácil, que un hombre, para no deses­
perar, tiene que «anular a cada momento la posibilidad» de su­
cumbir a esta perversión. .Lo cual acontece fundándose «diáfa­
namente el sí mismo en el poder que lo ha establecido»48. Pero
¿es esto último una posibilidad del hombre, una vez que Dios
«por así decirlo, lo suelta de su mano, o sea, al relacionarse
consigo misma la relación»49? Kierkegaard tenía interés dog­
mático por mantener como posibilidad de la libertad del hombre
la superación de la tentación de desesperar, porque consideraba
la doctrina del estado original de perfección del hombre como
requisito de la responsabilidad de éste y, por lo tanto, también

45. Ibid., JO (= XI, ¡28). Cf. la nota 4 de Hirsch a p. 167. Este giro
que habla de la «dependencia» del sí mismo respecto del otro por el que está
puesto (ibid., 9), no recuerda casualmente a la teoría de la conciencia de Dios
que había desarrollado Schleiernaacher en su Giaubenxlehre.
46. Ibid., 25s ( = XI, 142$). La nota 17 de Hirsch a p. 171 remite a los
paralelos con la Besiimmung des Menschen, de Fíchte.
47. ibid., 16 ( = XI, 134). Está ya presupuesta como forma básica de la
desesperación el «querer desesperadamente no ser sí mismo» (ibid., ) a saber:
sí mismo en tanto que el que de hecho se es.
48. ibid., 1! y 10 ( = XI, 129 y 128).
49. ibid., ¡1 ( = XI, 130). La relación consigo mismo es idéntica con la
libertad: 25 ( = XI, 142).
Ccntralidad y pecado 123

de la desesperación30. Pero cuesta armonizar tal interés con el


propio análisis kierkegaardiano. En efecto, ¿cómo ha de poder
realizar el hombre mediante su libertad la síntesis de lo finito y
lo infinito, si ésta no tiene en él, en absoluto, su fundamento,
sino en lo infinito y eterno?. De hecho, tal empresa es sólo en­
tonces realizable en tanto que fe, como explica el mismo Kier­
kegaard posteriormente51. Pero la fe no es una posibilidad abierta
por el hombre mismo ante su libertad, sino que es siempre y
únicamente una posibilidad abierta por Dios al hombre. ¿Cómo
le es entonces posible al hombre abandonado a sus propias fuerzas
escapar a la desesperación?
La enfermedad mortal kierkegaardiana pertenece al contexto
del tema autoconciencia y autosostenimiento, sobre el que se ha
discutido muy intensamente en los últimos años. D. Henrich
considera que este tema es la característica de la «estructura
fundamental de la filosofía moderna»32. La idea del sostenimiento
de sí mismo —que tiene sus orígenes en la Stoa, y que se con­
trapone a la dependencia meramente pasiva respecto de la acti­
vidad de Dios 53 que mantiene y conserva— no hay, según Hen-

50. Cf. más abajo la nota 66. H. Fischer {Subjektivität und S ünde...,
115s, cf. 103) tiene razón cuando destaca que el pecado siempre es en Kier­
kegaard sólo un acto, a diferencia de io que ocurre en Schleiermacher. Pero
precisamente debido a ello tenía Kierkegaard, como ya había tenido Agustín,
que suponer un estado de inocencia que antecedió al pecado. No pudo haber
por ello, como dice Fischer, «completo acuerdo con la crítica de Schleiermacher
al status integritatis y a la doctrina del pecado original» (86). Aunque Kier­
kegaard criticó el carácter «fantástico» y mitológico de la doctrina de la Iglesia
e interpretó existencialmente el pecado original, en tanto que representación
de la historia de cada hombre no tomó en él el carácter de historia acerca dei
tiempo de los orígenes; pues en el primer hombre hubo de realizarse la historia
del género humano precisamente por vez primera y, por lo mismo, de modo
paradigmático.
51. ib id ., 81 (= XI, 194); «Fe es que el sí mismo, siendo él mismo y
queriendo ser él mismo, se funde diáfanamente en Dios». Cf. la formulación
correlativa en 10 (= XI, 128).
52. Cf. la conferencia del mismo título en Subjektivität und Seibsterhal-
tung. Beiträge zur Diagnose der M oderne (ed. Hans Ebeling [Frankfurt 1976],
97-121). “
53. Esta oposición la ha elaborado sobre todo H. Blumenberg en su
contribución al volumen citado en la-nota anterior titulada Selbsterhültim g und
B eharrung (publicado originalmente en 1970), sobre todo 156 y 185ss. Se trata
de un desarrollo de la argumentación que se leía en su libro de 1966, Die
Legitim ität der Neuzeit, que presentaba ei surgimiento de la modernidad como
124 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

rich, que derivarla «de una conciencia de poder, en un sujeto


que se da su propio fundamento, Usurpada del concepto de
Dios»34. «Lo que debe.mantenerse a sí mismo, (iene, en efecto,
que saber que no posee en sí mismo su fundamento ni siempre
ni, sobre todo, de un modo absoluto»^. La (area de la conser­
vación de sí mismo, que supone una cierta cantidad de conoci­
miento de sí (de autoconciencia), surge «en la medida en que la
existencia depende de la propia acción, que puede omitirse o que
puede fracasar»36. La tesis de la autofundamentación de la sub­
jetividad pierde así el rango de nota apta para caracterizar la
posición típica de la época moderna, y queda rebajada a modo
posible (y extremo) de articulación del Eema moderno funda­
mental, en pie de igualdad con otras formas en que también se
presenta éste.
La experiencia moderna de que el hombre no depende de
nadie, ni aun de «aquello de lo que no se puede disponer y que
fundamenta »57 su ser sí mismo, constituye ía base sobre la que
se desarrolló la argumentación dé Kierkegaard. Pero en la cues­
tión del sí mismo no se trata de la-conservación de sí —que
supondría ya que hay este sí mismo, y. sólo se preocuparía por
su perduración—, sino justamente, de la constitución del sí mis­
mo. En algún sentido, «existe» ya aquello a lo que, sin embargo
y al mismo tiempo, su ser sí mismo le es todavía problemático
a título de «síntesis» que aún está por realizar —por él, pero, a
la vez, en tanto que esa síntesis es él mismo — . La consecuencia
casi inevitable de que aquí se deriva es la ilusión de que la síntesis
del ser sí mismo tiene que ser un acto de un sujeto que existe ya

un acto de autoafirmación deJ hombre contra el «absolutismo» del Dios ba-


jomedieval. (Para la critica de esta construcción, cf. mi recensión impresa en
de Cottesgedanke und menschliche Freiheit, ¡14ss.
54. D. Henrich, Über Selbstbewusstse'm und Selbsterhaliung, en la obra
colectiva citada en la nota 52, Í28; c f., en el artículo de este autor citado en
esa misma nota, su crítica a la interpretacióíl heideggeriana de la conciencia
moderna como «convicción del poder sin límites de la subjetividad» (109ss).
55. ¡bid., III; cf. 112s. Henrich amplia así la tesis que sostuvo en el
estudio Fichtes urspriingliche E insicht (1967), según la cual la autoconciencia
no podía fundarse a partir de un acto de autoposición dei yo, esto es, por la
tarea de la autoconservación que resulta precisamente de ese acto supuesta la
relación consigo mismo —y que, a la vez que resultar de él, lo hace patente— .
56. ¡bid., 133.
57. Henrich, o. c., 1¡5.
Centralidad y pecado 125

antes, una creación de su libertad. Las propias expresiones de


Kierkegaard sugieren a menudo esta mala interpretación; así, por
ejemplo, cuando hablan de la síntesis del sí mismo como .«tarea»
que hay que «cumplir»58, o cuando describen el pecado como
producido por una acción de la libertad —aunque sea el caer
desmayada de ésta—59. Pero un examen más atento muestra que
no es la libertad misma, sino sólo su posibilidad, la que precede
al acontecimiento en el que, a un mismo tiempo, se pierde60.
Aunque se dé a] hombre —o se le devuelva al que ha caído en
pecado— la «condición» de la que él no puede disponer, a saber:
que vislumbre su destino eterno61, aún así no hay que entender
la «decisión», de la que tanto habla Kierkegaard, en sentido
tradicional, como exteriorización de una facultad que se encon­
trara en la indiferencia ante diversas posibilidades y que, por lo
tanto, se diera a sí misma el impulso para elegir entre ellas. Pues
la posibilidad de la libertad «no consiste en poder elegir lo bueno
o lo m alo»;.no es acto alguno de un liberum arbitrium62. Más
bien es que la libertad es idéntica al espíritu, a la eternidad
presente en el.«instante»53. Antes de la realidad actual del ins­
tante, sólo existe como posibilidad; y es de esta posibilidad de
la libertad de donde surge la angustia.
Con sus teorías acerca del ser sí mismo y de la libertad,
Kierkegaard se aproximó mucho a la disolución de la noción
trascendental de sujeto de la filosofía idealista. Si el sujeto está

58. Die Krankheit zum Tode, Hirsch 24, 25s (= XI, 143); trad. cast.: La
enfermedad mortal o De la desesperación y el pecado, en Obras y papeles de
Sören Kierkegaard VII, Mádrid 1969. Cf. Unwissenschaftliche Nachtschrift I
(1846), Hirsch 16, 119s( = VII, 105s).
59. Der B egriff Angst, 85-86. Hirsch 11, 61 ( = IV, 331). Más testi­
monios, en la nota 41. .
60. Ib id .,83s. ( = IV. 315), 57 (= IV, 328). Por ello, la libertad «no está
previamente dada a la autorrealización, sino que se realiza como devenir entre
la posibilidad y la realidad» (J. Holl, Kierkegaards Konzeption der Selbst, 127,
cf. 129s y 181ss).
61. Philosophische Brocken (1844), Hirsch 10, 13 (= IV, 185s), i5s
(137).
62. Der B egriff Angst, 74s. (= IV, 320). A pesar de ello, en los Tage­
bücher (H. Gerdes I, 256 = UI, A 118) se dice que en el pecado, más allá
del concepto de ia finitud, «hay puesto simultáneamente un momento de li­
bertad» .
63. Cf. J. Hall, o. c., 135s, sobre Hirsch 11, 90s (Der B egriff Angst).
126 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

en devenir por lo que concierne a su ser sí misiüo y a su libertad,


no puede entonces ser condición y fundamento- previo de toda
experiencia. Pero Kierkegaard no recorrió este camino hasta el
final, sino que se quedó en las famosas afirmaciones paradójicas
acerca de la subjetividad, como, de una parte, mentira, pero, de
otra, conjunto de la verdad misma para el hombre. Su pensa­
miento se expuso así a una interpretación según la cual la persona
se constituye a sí misma en el acto de la elección 64 (interpretación
que aparentemente encuentra su confirmación, con bastante de­
senvoltura, por cierto, en el concepto de los «estadios en el
camino de la vida»). En cambio, en el sentido del propio Kier­
kegaard, el movimiento de esta autoconstitución de la subjeti­
vidad describe tan sólo la forma de existencia de la desesperación.
Lo que importaba ante todo a Vigilius Haufniensis cuando
criticaba la noción de libertad del liberum arbitrium en El con­
cepto de la angustia, era sustituir por el concepto de angustia la
función de la libertad de indiferencia en tanto que «determinación
intermedia» entre inocencia y pecado. Kierkegaard se proponía
con ello •defender la noción de pecado original hereditario y el
relato bíblico acerca del estado original y la caída contra una
crítica tal como la que Schieiermacher había presentado. Sch­
leiermacher había objetado a la historia bíblica de la caída que
no es posible representarse el surgimiento del pecado en Adán y
Eva «sin que hubiera en ellos previa pecaminosidad»“ . Pues ya
está supuesta una «inclinación al pecado» cuando Eva presta oídos
a las insinuaciones de la serpiente y cuando Adán come de la
manzana que se le ofrece. La hipótesis de un liberum arbitrium
como instancia responsable del origen del pecado se hace irre­
levante, porque esta suposición de la libertad de indiferencia se
apoya en una abstracción de la situación concreta del hombre,
que de ninguna manera está caracterizada por la indiferencia,
sino, precisamente, por la tendencia al pecado. Kierkegaard pen­
saba que se podía salir al paso de esta crítica haciendo constar
que, a pesar de todo, es pensable un «paso» de la inocencia al
pecado —y, por lo tanto, que se puede salvar la narración b í­

64. Cf. J. Holl, Kierkegaard Konzeption der Selbst, I35s. sobre Hirsch
11, 90s fDer Begriff.Angst).
65. D. F. Schieiermacher, Der chrisitiche Glaube (1821, 21830), § 72,2.
Cf. Kierkegaard, Der Begriff.Angst. Hirsch SI, 38s ( = IV, 312).
Centralidad y pecado 127

blica—; si bien, en efecto, no en el sentido de un comienzo que


precede al resto de la historia de la humanidad, sí, en cambio,
en el sentido de una historia del hombre en general que se repite
en cada vida humana66. Kierkegaard creía poder mostrar que la
angustia es la determinación psicológica intermedia entre la ino­
cencia .y el pecado, porque es en ella donde se levanta ese «vértigo
de la lib e rta d » d esd e el que el h o m b re cae en su fa ls a
subjetividad67. Ahora bien, la angustia de sí, el sentimiento de
vértigo de la libertad entregada a sí misma, ¿no supone ya el
pecado-, que consiste en que el hombre sea para sí mismo el
centro y el criterio de su vida ?68 ,
En la angustia se expresa una comprensión de la existencia
que tiene su tema central en el cuidarse el hombre de sí mismo.
En este sentido, M. Heidegger trató en El ser y el tiempo (1927)
el fenómeno de la angustia como paradigma de la estructura
fundamental de la existencia (del ser-ahí) del hombre en el mundo
que se halla determinada por el cuidado de sí69. Pero el cuidado
de sí solo puede ser estructura fundamental del vivir cuando el
yo quiere ser él mismo la suma de su existencia; o sea, solamente

6b. Cf. (a crítica que en D er B egriff Angst (Hirsch II. 22s = IV, 297s)
hace Kierkegaard de ia exterioridad, en la doctrina dogmática del estado ori­
ginal, en la determinación de la relación entre el primer hombre y el género
humano. Habría recibido en esa doctrina la historia del género humano un
«comienzo fantástico», porque Adán «fue sacado fuera de ella fantásticamente».
Cf.. para la interpretación de este punto, la nota 50.
67. Hirsch I I , 48( = IV, 320). Cf. mi nota 41, páginas atrás.
68. Kierkegaard mismo (lama a ¡a angustia «¡o más egoísta de todo» {Der
B egriff Angst, 61 = SV IV, 331). pero no ve ya en ella ía esencia del pecado
porque refiere el concepto de egoísm o al concepto de sí mismo, en el que «lo
universal está puesto como lo singular» (ibid., 79 = 347). Es debido a esto
por lo que considera vacía (78 = 346) la determinación deí pecado como «el
egoísm o», que se remonta a Agustín; pues sólo se dice con eso, en su opinión,
que el pecado tiene en general que ver con lo singular. Sobre todo, el pecado
no se explica así, «ya que. al contrario, sólo por y en el pecado se llega al
devenir del egoísm o». Cuando se hace derivar el pecado de Adán del egoísm o,
se «salta el estado intermedio», a saber, la angustia, precisamente (8 0 = 348).
En realidad, «el egoísm o», cuando no se io entiende como el ser sí mismo en
general, sino como su perversión, es ya el pecado mismo; no explica, pues,
cómo surge éste, Ahora bien, tampoco el concepto de la angustia suministra
tal explicación, si es, en efecto, «lo más egoísta de todo». En esta medida, no
tiene razón Kierkegaard al considerarlo superior al concepto de concupiscencia
por «la duplicidad de su sentido, en la que el individuo se hace ambas cosas:
culpable tanto como inocente» (73 = 342).
69. M. Heidegger, El ser y el tiempo, México ’ 1980, 204ss, 21 lss.
128 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

allí donde el amor sui es el centro de la existencia humana.. En


la m edida en que estamos dominados por el cuidado de nosotros
m ismos, en el sentido de la “ circunspección cuidadosa” de Hei­
degger, no vivimos ya desde una confianza que soporta nuestra
conducta, sino en el afán de seguridad. Cuando este afán de
seguridad y de disponer nosotros de los condicionamientos de
nuestra vida nos domina enteramente, entonces nuestra vida está
regida por el amor sui, por el pecado. Cierto que el afán de
autoconservación debe considerarse consecuencia inmediata de
la autoconciencia de un ser finito, porque el conocimiento de sí
mismo encierra en tal caso el conocimiento de la propia finitud
y del riesgo de la existencia70. Pero este anhelo de autoconser-
vación puede darse plenamente dentro de la confianza en el origen
que constituye la propia existencia y el propio ser sí mismo y
que los sobrepasa a ambos. En esta misma medida, las palabras
de Jesús contra el cuidado (Mí 6, 25ss) no se refieren, en modo
.alguno, a todas las actividades humanas tendentes al manteni­
miento de la vida. Sólo cuando la autoconserv ación no tiene ya
lugar desde la confianza, sino desde la angustia y el cuidado, se
hace expresión de la perversión del comportamiento humano que
resulta de que el amor al propio yo, que ya sólo se cuida de sí

70. Acepto, con D. Henrich (D ie Grundstruktur der modernen Philosop­


hie, 97ss, sobre todo, i l l s s ) ,q u e la conservación de sí mismo (a diferencia
del mero persistir en un estado) supone autoconciencia, o, en todo caso, «un
originario darse cuenta de sí» (ibid., 112). En su epílogo Über Sslbstbewusstsein
und Selbsterhaltung, ha puesto de relieve el propio Henrich la diferencia entre
este estado de cosas y la «conservación» intransitiva en el sentido que tiene
este concepto en las tesis de la física moderna (ibid., S30ss). La observación
crítica de H. Ebeling sobre que la prelación de autoconciencia sobre autocon-
servación en Henrich sólo es plausible «desde la óptica de .una teoría idealista
de la subjetividad» (o. c ., 32), a la que él desearía contraponer una teoría
«materialista» de ella, parece pasar por alto que la autoconservación, en con­
traste con el mero persistir, presupone, sin perjuicio de la unidad de ambos,
una diferencia entre el agente de la conservación y lo que hay que conservar.
A llí donde en la historia de la filosofía moderña, empezando por Espinosa, se
ha entendido ya el persistir en la existencia como conservado sui (cf. H.
Blumenberg, Selbsterhaltung und B eharnm g, en el mismo volumen, 144ss,
sobre todo 185ss), es, precisamente, donde habría una proyección «idealista»
a todos los seres naturales de lo que sólo es válido para el caso de una sub­
jetividad autoconsciente. La inspiración en esa dirección que se ha recibido de
la filosofía de la naturaleza del estoicismo (con su teoría de la oiketosis, del
«estar familiarizadas» las cosas consigo mismas; cf. Henrich, o. c., 125s.) sóío
puede corroborar este juicio.
Centralidad y pecado 129

mismo, mantenga en su poder el centro de la existencia. Esta


perversión de la estructura de la conducta del hombre se exte­
rioriza en la angustia; aunque también estaba en lo cierto Hei­
degger cuando sostenía que en la angustia da noticia de sí la
estructura fundamental de la existencia del hombre en tanto que
cuidado. Sus análisis confirman, pues, que ya la angustia misma
debe ser entendida como expresión del pecado71, y que no puede
constituir, como Kierkegaard quería, una «determinación inter­
media» en el paso desde la inocencia original al pecado.

3. Naturaleza humana, pecado y libertad

Los análisis kierkegaardianos del pecado como angustia y de


la desesperación sólo conservan la importancia de clásicos en la
antropología cristiana en tanto que descripciones de los efectos
del pecado en la autoconciencia, pero no a título de psicología
del origen del pecado. Cuando se toma en su sentido original,
como sucede en Paul Tillich72, la interpretación kierkegaardiana
de la angustia se vincula a una concepción esencialista de la
realidad humana, que hace preceder la esencia a la existencia del
hombre.
La transición de la esencia a la existencia aparece, por otra
parte, aquí como el paso desde la condición de criatura, querida
por Dios, al pecado. Y se proyecta al principio de la vida humana,
y se representa como un estado que se dio en los comienzos, lo
que seria más adecuado describir copio destino del hombre, ma­
nifestado en su experiencia religiosa y ética.
En forma de antropología filosófica, P. Ricoeur ha desarro­
llado en su filosofía de la voluntad una concepción semejante.
Oponiéndose a otras tendencias que buscan el origen del mal en
la finitud del hombre y en su tensión hacia lo infinito, ve Ricoeur

71. Cf. también R, Bultmann, Teología del nuevo testamento, Salamanca


’ 1987, 294s, acerca del concepto de (poßoi; en Pablo; así como, acerca de
merimnán, (ibid., 298).
72. P. Tillich, Teología sistemática II. La existencia y Cristo, Salamanca
’1982, 54s; cf. Der Mut zum Sein (1953), 28-59. Sobre ello, H. Eisäser, Paul
Tillichs Lehre vom Menschen als Gespräch m il der Tiefenpsychologie (tesis
doctoral), Marburg 1973, 28ss, 56ss, 103; sobre todo, 116s.
130 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

su'raíz en el paso, mediante decisiones de la voluntad, desde la


estructura de la finitud humana a la realidad actual del vivir. La
estructura de nuestra finitud encierra, ciertamente, en sí la fali­
bilidad, pero no el haber caído, ni tampoco la caída misma como
acontecimiento73. Por su, carácter irracional, tanto este aconte­
cimiento como el estado del hombre caído no pueden ya descri­
birse, según Ricoeur, en el lenguaje conceptual, sino únicamente
en el simbólico de las imágenes del mito. Cómo tiene esto lugar,
es el asunto del siguiente volumen de lá obra, dedicado a la
«simbólica del mal». Pero la tesis de que el mal es inaccesible
a la descripción conceptual parece quedar condicionada por el
hecho de que Ricoeur comience con una descripción fenome-
nológica de la estructura esencial «pura» de la voluntad. Si se
procede así, el paso a la realidad sólo es posible darlo, de hecho,
gracias a un salto; y si este salto no se atribuye tan sólo al
observador, sino a la propia voluntad humana, entonces se com­
prende que no pueda adoptar otra figura que la de una decisión
irracional. Sin embargo, la estructura esencial de la voluntad con
la que la obra comienza, se apoya —como, por lo demás, ha
puesto de relieve Ricoeur mismo— en la abstracción, y, en tanto
que abstracción, no tiene'prioridad alguna respecto de la realidad
actual concreta. Carece entonces de sentido preguntar por un
paso real desde la estructura esencial abstracta a la realidad
concreta del querer humano, como si tal paso fuera una transición
real, un acontecimiento particular en la realidad humana. Más
bien, la perversión que codetermina ya siempre la conducta del
hombre tiene que ser ella misma entendida como elemento es-’
tructural de la forma de su vivir y de su conducta, en tensión
entre la organización central —que el hombre comparte con todo

73. P. Ricoeur. L ’Homme faillible (Finitude et culpabilité I), París 1960


(cito por la versión alemana de ¡971), 175ss; cf. 183ss y la crítica al concepto
kantiano del mal radical, en 104ss, 146. Cf. también el artículo acerca de la
noción de pecado original hereditario en Le Conflit des Interprétationsr Essais
d'herméneutique, París 1969, sobre todo, 283ss. La inremplazabilidad del sím­
bolo de la caída estriba, según Ricoeur, en que permite unir el carácter volun­
tario del mal con su «cuasi-naturaleza», la cual, a su vez, consiste en que el
mal ya está siempre preexistiendo a que lo produzcamos nosotros. No haber
tenido en cuenta el carácter simbólico del relato bíblico del pecado original ba
llevado a la doctrina de la Iglesia a la «combinación monstruosa de una noción
jurídica de imputación (en virtud de la libre voluntariedad del mal) y un concepto
biológico de herencia (en virtud de que se adquiere involuntariamente)».
Centralidad y pecado 131

lo vivo y, especialmente, con sus formas mas organizadas— y


el destino excéntrico que es la característica del hombre74.
Si lo que hace la índole peculiar del hombre entre los animales
superiores está correctamente descrito con el concepto de la ex­
centricidad, o como objetividad abierta al mundo, que propor­
ciona al hombre, además, distancia respecto de sí propio y, con
ella, autoconciencia y reflexión sobre sí mismo, entonces se hace
necesario aclarar la identidad del hombre en la duplicidad de su
autoconciencia —duplicidad que se corresponde con la tensión
entre centralidad y excentricidad—. Se trata de hacer claridad en
el problema de cómo el hombre existe como ser vivo dotado de
unidad, a la vista, por una parte, de su forma de organización
centrada en tom o a él —que comparte con los animales superio­
res—, y, por otra, de su excentricidad. El problema de la unidad
del hombre se dirime en su autoconciencia y está ya siempre
surtiendo efectos en ésta en el sentido de la angustia acerca de
sí m ismo, del cuidado por afirmarse a sí mismo. Se manifiesta
en ello un predominio de la centralidad de la organización hu­
mana, que culmina en el yo central, por sobre la excentricidad
del destino humano. El yo-centro pone al servicio de sus fines,
como un medio para ellos, incluso a la excentricidad, a la ca­
pacidad de objetividad abierta al mundo.
La escisión fundamental de la forma de la existencia humana
consiste en que la tensión entre forma central de organización y
excentricidad está ya siempre resuelta en favor de la primera, en
favor de la instancia central que es el yo, en vez de, a la inversa,

74. P. Ricoeur describe la situación del hombre básicamente del mismo


modo: marcada por la desproporción vital de un ser que es finito pero que, por
su destino, es infinito (L ’H om me faitlible, ed. cit., 9, i7ss, 17lss). Pero, en
esta «no coincidencia del hombre consigo mismo» (17), no encuentra aún el
mal, sino, en principio, únicamente la falibilidad del hombre; si bien concede
que la falibilidad sólo puede ^parecer por y a través de) yerro que ya ha tenido
lugar, que es su requisito (186s). Ricoeur llega a decir que la idea de una
«constitución original» del hombre realmente antecedente a su yerro, marcada
por la falibilidad pero, sin embargo, inocente, sólo es posible «de modo ima­
ginario» (187). Pero ¿no significa esto que e! yerro del propio destino se halla
ya siempre vinculado a las condiciones naturales fácticas de la existencia del
hombre? ¿qué quiere entonces decir todavía que ei mal se funda a pártir de un
acto de libertad (i b i d 12), sino que el hombre, post eventam, en la penitencia
y la confesión de su culpa, carga con la responsabilidad de la misma facticidad
de su existencia (cf. más adelante y Ricoeur 13s)?
132 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

haberse resuelto por superación del yo en la realización de su


destino verdadero, que es su destino excéntrico. La escisión no
está aún dada, como Plessner pensaba, a una con el hecho de la
reflexión sobre sí mismo en tanto que tal. La conciencia de sí y
la reflexión sobre sí no sólo contienen la distinción entre el sujeto
que se hace consciente de sí y cómo se hace tal sujeto consciente
de sí; también encierran, en efecto, la unidad de los aspectos que
así se distinguen. El hecho de la reflexión sobre sí mismo sólo
provoca, en principio, la cuestión del modo én que está consti­
tuida esa unidad en la que (y como la cual) la autoconciencia se
experimenta a sí misma. Es más bien el hecho de que la auto-
conciencia tenga ya siempre constituida mediante ella misma su
unidad, el que hace la escisión de i a forma de la vida del hombre,
porque está en contradicción con el otro hecho —que tiene un
fundamento estructural — , que es que el yo no puede en absoluto
constituirse a sí mismo, sino que está sometido a tener que recibir
su unidad consigo mismo (y, por tanto, a recibir su s í mismo)
de nuevo en cada iijstante de su existencia. Desarrollaré con más
precisión estos problemas en el próximo capítulo. Sólo indicaré
aquí que la vivencia de no ser uno consigo mismo, así como la
alienación entre conciencia y acción, entre voluntad y vivencia
de los impulsos, quizá estén relacionados con esta fundamental
contradicción respecto de sí: el yo se afana por fundarse por sí
mismo en su autoconciencia, a pesar de que su unidad consigo
sólo puede recibirla.
La perversión de la relación entre yo-centro y destino excén­
trico significa automalogramiento, porque el hombre, con su afán
por ganarse a sí mismo, descuida su destino excéntrico. La au-
toconstitución del yo se exterioriza ante todo en el empeño por
disponer de cuanto sea posible, y, antes que de nada, precisa­
mente de los condicionamientos de la propia existencia. Frente
a ello se alza la necesidad de confiar, de afianzarse en una realidad
de fuera de sí propio75. Pero también esta oposición está marcada
por la ambivalencia ligada a la excentricidad del hombre, que
impregna todos los fenómenos del comportamiento hümano: la
decisión de confiar en esto o en aquello puede convertirse en
medio de una actitud fundamental de disponer de la vida. Así

75. Esta tesis se encuentra desarrollada con más precisión en Was ist der
M ensch?, 22ss.
Centralidad y pecado 133

pues, incluso la confianza puede estar pervertida, del- mismo


modo que, a la inversa, cierto disponer de las cosas del mundo
puede tener lugar sobre la actitud fundamental de pura confianza
en el poder que soporta la vida y le procura cumplimiento, y es
entonces el ejercicio de un dominio sobre la creación a imagen
y semejanza del de Dios.
A pesar de esta ambivalencia de principio de nuestra con­
ducta, cabe decir que todo hombre se halla ya determinado, en
la estructura de su existencia que le viene dada, por la centralidad
de su yo. Cada uno se vive en tanto que centro de su mundo:
vive el espacio en tanto que delante y detrás, a la derecha y a la
izquierda, referido ai punto en el que él se encuentra como a su
punto central; vive el tiempo como pasado o futuro, separados
por e) punto de su presente y, por lo tanto, en referencia a él. Y
del mismo modo que el tiempo y el espacio, vivimos todas las
cosas referidas a nuestro yo como centro de nuestro mundo. Esto
evidencia lo profundamente anclada que está la egocentricidad
en nuestra organización natural, en nuestra percepción corpórea7«6.
En modo alguno aparece por vez primera en la esfera de los
modos de la conducta moral, sino que determina ya toda nuestra
manera de vivir nuestro mundo. Sí esta referencia al yo, en tanto
que amor sui, constituye el núcleo esencial.del pecado, del au-
tomalogramiento del hombre, entonces es que el pecado no es
sólo ni primeramente algo moral, sino que se halla estrechamente
entretejido con los condicionamientos naturales de nuestra exis­
tencia.

76. P. Ricoeur describe la perspectividad del vivir del hombre (incluido


en ella el amor propio) como expresión de la fínitud humana, de la que habría
que distinguir el efectivo automaiogramiento (L'H om m e faillibie, 36ss, 80ss).
Estaría ello justificado en el caso de que ei yo estuviera constantemente imbuido
de la limitación de su perspectiva en cada momento, y, así, reconociendo su
límite, simultáneamente lo trascendiera, Ricoeur ha expuesto convincentemente
(44ss) cómo el yo trasciende a la vez los límites de sus perspectivas en la
síntesis trascendental de la percepción de cosas ai «estar cabe las cosas»,
«Perspectiva y trascendimiento» son de hecho «los dos polos de una única
función organizativa» (62), Sin embargo, el yo finito, tanto en sus anticipa­
ciones referidas a la cosa (45) cuanto en las referidas a la felicidad (96), torna
por realidad definitiva lo que no es más que una perspectiva finita; y esta
perspectiva, que está clausurada sobre sí misma —que no tiene conciencia de
su propia fmitud— ya no es sólo expresión de la finitud ,dei hombre, sino de
su automalograrse.
134 El hombre en la naturaleza y ¡a naturaleza del hombre

Se Suscitan en este punto tres cuestiones:


a) Si el «pecado» está arraigado en los condicionamientos
naturales de ia existencia del hombre, ¿no es ya entonces la
naturaleza de éste «pecaminosa» como tal? Pero ¿cómo cabe en
tal caso seguir hablando de «pecado», supuesto que éste consiste
en la perversidad de la voluntad?
b) Si la forma central de organización es común al hombre
y a los animales superiores, ¿por qué entonces a propósito de
esta estructura existencial sólo se habla de pecado en el caso del
hombre, y no en el de los animales?
c) Si el pecado va ya unido a las bases naturales de nuestra
existencia, ¿qué hay de la responsabilidad del hombre respecto
de su conducta pecaminosa?
A d a). Si es correcto el análisis agustiniano del pecado como
amor sui desenfrenado y concupiscencia, entonces la vida del
hombre está ya siempre marcada en sus comienzos naturales por
la estructura de tal pecaminosidad. La configuración más tem­
prana del- yo, el yo-placer narcisista en el sentido de Freud, se
corresponde ya con el homo incurvatus in se, con el amor sui
de la tradición teológica, que aparece primitivamente en el pecado
humano de un modo sólo implícito, encerrado en el interior de
la concupiscencia. Aunque sea el hombre en este sentido pecador
por naturaleza, no por ello es su naturaleza de hombre peca­
minosa. En esta afirmación de apariencia paradójica, la palabra
«naturaleza» figura en dos significados distintos. En la primera
mitad de la proposición designa los condicionamientos naturales
de nuestra existencia, o sea, aquello que el hombre supera gracias
a su excentricidad al modificar mediante el comportamiento cul­
tural los condicionamientos naturales de su vida. En la segunda
mitad- de la frase, la palabra «naturaleza» designa, en cambio,
la esencia, la naturaleza esencial del hombre como el ser excén­
trico que es. Tomada la palabra en esta segunda acepción, la
tradición teológica ha insistido siempre en que la naturaleza hu­
mana fue creada buena, en que no es como t^l pecaminosa77. De

77. Es paradigmática en este sentido la recusación, en el artículo prime


de la Fórmula de concordia de 1580, de la concepción de M . Flacius, según
la cual tras la caída de Adán el pecado se habría convertido en la ipsissima
natura del hombre (Die Bekenmnisschriften der Evang.-Luth. Kirche, ed. c it.,
843s, sobre todo. 845, 2s y 850, I9s: n. 18; así como 854ss).
C entralidad y pecado 135

hecho, el hombre, «por naturaleza», o sea, por lo> que hace a su


estar destinado a la humanidad, es el ser excéntrico que debe
trasfonmar y superar, tanto en él mismo como fuera de él, las
condiciones de su existencia que le vienen dadas, y ello, mediante
la formación de cultura y bajo, la dirección de experiencias de
sentido que en último extremo son religiosas. Cuando el hombre
vive su vida como corresponde a su «naturaleza» de hombre,
deben ser salvadas y superadas, precisamente, las condiciones
naturales de su existencia y, por tanto, lo que el hombre es por
naturaleza.
Aparece aquí la naturaleza esencial como algo que no está
siempre y en todas partes realizado sino sólo en la medida en
que cualifica todos los fenómenos vitales humanos, en tanto que
el hombre debe ser humano, o en tanto que debe vivir como
corresponde a su destino de hombre. La noción esencial del
hombre es una noción normativa, pero no traída de fuera al
desarrollo fáctico de la vida humana, sino siempre ya eficaz y
en acción en la estructura excéntrica de ésta. D ebe^y ser no se
dejan aquí oponer, sino que .el hecho de un cierto conocimiento,
del tipo que sea, respecto de un deber es justamente lo que
caracteriza la forma de ser específicamente humana en su típica
carencia de clausura sobre sí misma. Lo que él es le está dado
al hombre únicamente de tal modo que, al mismo tiempo, se le
encomienda como una tarea. Desde este punto de vista se hace
justicia a la convicción general de que el lugar del pecado es la
voluntad. Esto es verdad, sin perjuicio de que el pecado tenga
su raíz en las condiciones naturales de la existencia del hombre,
ya que su estar destinado a la humanidad remite a éste por encima
y más allá de tales condiciones. En cambio, en nuestro querer
se realiza lo que afirmamos nosotros como un componente de
nuestra vida sin que lo seamos ya inmediatamente. Por ello, la
volición es el elemento en el que respondemos adecuada o ina­
decuadamente a nuestro destino78. La doctrina teológica tradi­
cional sobre el pecado era incapaz de comprender unitariamente
el carácter voluntario del pecado y su enraizamiento en las con­
diciones naturales de la existencia humana. Como la voluntad

78. Cf. cómo com enta P . Ricoeur ( L ’Homme failUble, 54s) la contra­
posición de [a infinitud de la voluntad y la finitud del entendimiento en la
Cuarta M editación de Descartes.
136 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

las sobrepasa, la tesis de que el pecado tiene raíces en la natu­


raleza parecía contradecir su vinculación con la voluntad. Pero
cuando el hombre no responde —o sólo lo hace en la forma de
la perversión-^ a la autotrascendencia que exige de él su destino,
perpetúa entonces la situación de partida de su existencia por lo
que hace a su destino de hombre. Cierto que tal cosa apenas es
objeto de una volición expresa; pero también es verdad que ella
cualifica el carácter y el resultado del querer en el que el hombre
no responde a su destino. La perpetuación de la centralidad na­
tural se realiza, pues, en el querer mismo y no cae sobre él como
una fatalidad que venga de fuera.
Ad b). No sólo el hombre: también los animales superiores
son dirigidos en su comportamiento por un centro de ellos. ¿Por
qué, entonces, se considera que es pecado el estar centrado del
hombre en tomo a su yo, y no se piensa lo mismo de las formas
análogas de conducta animal? La respuesta va estrechamente
ligada a io que hace la peculiaridad de ía índole de hombre en
la esfera de ios animales superiores. Sólo el hombre, al parecer,
se conoce c.omo un sí mismo que se le da y, a la vez, se le
encomienda como tarea. Sólo puede malograrse a sí mismo un
ser que tematice en su conducta su identidad, su ser sí mismo.
Sólo porque ei destino del hombre es excéntrico y únicamente
encuentra cumplimiento en la excentricidad radical de su índole
en tanto que ser religioso, sólo por ello, digo, puede volvérsele
en malogramiento de su existencia, de su destino de hombre, el
centramiento en tomo a su yo que tiene su análogo en la centra­
lidad animal.
Hay, además, que prestar atención al hecho de que la cen­
tralidad del vivir humano lleva ya siempre la marca de la forma
de la vida que es específicamente humana. Por esto es por lo
que el centramiento en torno al yo como forma de la conducta
del hombre es solamente análogo a la centralidad de la organi­
zación de otras formas de vida animal. La estructura del yo está
determinada por la excentricidad, en la medida en que no le es
posible al yo estar cabe sí mismo más que estando cabe lo oíro
de sí. Mas, cuando al estar cabe lo otro está en último término
tan sólo cabe sí mismo —y, por lo tanto, no se halla en realidad
cabe lo otro— , el yo se encierra en una centralidad casi animal.
Otro fenómeno deí mismo tipo es el absorberse aparentemente
Centralidad y pecado 137

del todo en lo otro estando vuelto, no a lo otro en tanto que tal,


sino sólo a lo propio en eso otro. Justamente entonces es cuando
el yo clausurado en sí mismo queda en manos de la alteridad de
lo otro; por ejemplo, en las manos de las consecuencias de la
bebida, o de la noria de la profesión, o del vacío de las distrac­
ciones. Esta dialéctica se le ahorra a la centralidad animal, carente
de autoconciencia. El animal vive en sú entorno sin ruptura in­
terior. Pese a su organización central, o mejor dicho, gracias a
ella, está abierto a su entorno. Es la autoconciencia la que hace
posible el doble sentido del ser cabe lo otro y, con él, y como
consecuencia de la autoconstitución de! yo, el cerrarse al ser otro
de lo otro: en efecto, al experimentar el hombre su autoconciencia
como identidad inmediata y, por lo tanto, como autoconstitutiva,
comienza por cerrarse frente al poder divino constituidor de su
existencia y, luego, también frente a la alteridad de lo otro in-
tramundano.
' Ad c). El pecado se le imputa al hombre como culpa. La
ley divina, al hacer patente la lejanía en que los hombres se hallan
respecto de Dios, o sea su pecado, revela simultáneamente su
culpa (Rom 3, 19s). El pecado no es una fatalidad que cae sobre
el hombre como un poder extraño frente al cual fuera él impo­
tente. Su concepto es inseparable de los conceptos de respon­
sabilidad y culpa. De ello surge la objeción de más peso contra
la vinculación de la noción de pecado y las condiciones naturales
de la existencia humana. El hombre singular no parece que pueda
ser responsable de las condiciones iniciales de su vida, porque
no son el resultado de su elección y su decisión. Por tanto, el
hombre singular tampoco puede ser responsable del yoísmo de
sus comienzos narcisistas, en el sentido de que hubiera podido
evitar desde su principio mismo tal centramiento en tomo al yo.
Si tuviéramos que pasarnos con este concepto de responsabilidad,
no cabría aplicar sin contradicción la noción de pecado a las
condiciones iniciales naturales de la vi4a del hombre. Aquello
de lo que no soy yo responsable, no puede imputárseme ni como
culpa ni como pecado. Vincular la noción de pecado a las con­
diciones naturales de la existencia del hombre se muestra, pues,
contradictorio, porque el concepto de pecado se vacía de sentido
allí donde el de responsabilidad ya no es aplicable.
El núcleo de esta concepción está en la noción de respon­
sabilidad que se halla en su base: si yo no soy responsable más
138 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

que de lo que he preferido, en virtud de una libre elección, por


sobre su contrario igualmente posible, ciertamente que no podría
ser pecado lo que pertenece a las condiciones naturales en las
que me encuentro ya desde un comienzo. En este sentido, desde
los Padres antignósticos se une la noción de responsabilidad con
la de la libertad dé elección en tanto que instancia decisoria
situada más allá de las alternativas entre las que se elige. Así,
Clemente de Alejandría escribió: «No habría lugar para la ala­
banza ni la censura, para los honores ni los castigos, si el alma
no tuviera la posibilidad de aspirar a algo o rechazarlo, sino que
la acción del malo fuera involuntaria»79. La atribución del pecado
a la libertad de elección del hombre hacía posible superar el
dualismo metafísico de la gnosis, porque permitía armonizar el
hecho del mal en el mundo con la bondad dei Creador y de su
obra primitiva80. Pero ¿realmente era ésta la única solución del
problema? Es evidente, en todo caso, que los teólogos cristianos
de los primeros siglos no se dieron suficiente cuenta del precio
que se pagaba por esta solución: las aporías de la idea de una
libertad de elección en el hombre situada más allá de las alter­
nativas de lo malo y de Jo bueno. ¿Cómo puede ser primitiva­
mente bueno el hombre que ha sido creado así, y cómo es posible
que sea tanto independiente frente al bien, cuanto dueño de él
mediante su decisión? Como ya se puso de manifiesto, todas las
explicaciones de la inclinación de Adán al pecado suponen ya
pecaminosidad, y afirmar que hay la facultad de una voluntad
de decisión en favor de lo bueno que se piensa como neutral
respecto de Diqs, vulnera la idea cristiana de la gracia.
De hecho, tampoco la Escritura funda la responsabilidad del
hombre por su pecado en esa libertad de indiferencia. En el nuevo
testamento la «libertad» no se entiende como algo propio del
hombre desde un principio y «por naturaleza», sino como efecto
de la presencia salvadora de Cristo y de su Espíritu (Jn 8, 3j5; 2
Cor 3, J7)81. En la historia moderna de la teología, lo vio así ya

79. Stromateis I, 83, 5; cf. IV, 153, 2, así como Orígenes, De prínc. I,
3, y ya Jüsíino, Apol. 43, 4s.
80. Orígenes, De prínc. i, 8, 2 (ed. Koetschau, 98, 8ss).
8¡. Acerca de la noción paulina de la libertad, cf. F. Mussner, Theologie
der Freiheit nach Paulus, Freiburg i. Br. 1976, así como R. Schnackenburg,
B efieiung nach Paulus im heutigen Fragehorizont. en L. Scheffczyk (ed.),
Centralidad y pecado 139

J. M üller, cuya monografía sobre el concepto de pecado refiere


aún su origen, de modo enteramente tradicional, a la libertad de
elección82. La libertad en el sentido bíblico es idéntica a la ver­
dadera esencia del hombre; designa, como reconoció Müller, «el
supremo ser sí mismo»83. Pero él creía que, al lado de este
concepto «real», debía mantener un concepto «formal» de liber­
tad, según el cual ésta es concebida como «la capacidad, per­
teneciente a la esencia primigenia del hombre, de elegir entre el
bien y el mal». Al revés de lo que ocurre con el otro concepto,
para este segundo no hay textos de la sagrada Escritura que lo
respalden; pero —sigue M üller— está implícitamente contenido
en las afirmaciones bíblicas. El evangelio «se dirige por doquier
a la conciencia de culpa del hom bre... y deja, sencillamente, al
desarrollo posterior del pensamiento cristiano la clarificación del
requisito necesario de la conciencia de culpa»Si. Precisamente
ésa es la cuestión: si tal libertad «formal» es realmente el supuesto
necesario de la responsabilidad, la imputación y la conciencia de
culpa. Cuestión que no puede, por ejemplo, decidirse remitiendo
al hecho de que el hombre elige al querer. Querer y elegir lo
querido son una y la misma cosa. No se discute el hecho de que
se elija, sino su interpretación. En efecto, no es condición in­
dispensable de la elección que la voluntad esté más allá de las
alternativas entre las que escoge —y, desde luego, menos lo es
que ese más allá quiera decir indiferencia—. Se exterioriza, más
bien, en la elección el fenómeno —originario y constitutivo res­
pecto del comportamiento hum ano— de la trascendencia de lo

Erlösung und Emanzipation, Freiburg i. Br. 1979, 51-684. Sobre la concepción


de la libertad en general en el nuevo testamento, cf. K. Niederwimmer, D er
B egriff der Freiheit im Neuen Testament, Berlin 1966. Puede verse ahora una
evaluación sistemática de estos datos y resultados en Peter C. Hodgson, New
Birth o f Freedom. A Theology o f Bondage and Liberation, Philadelphia 1976,
lO lss, 216ss, 253ss.-
82. J. Müller, Die christliche Lehre von der Sünde ÍI (Jl849), 12.
83. Ibid.. 28.
84. Ibid.. 17s. Sobre la relación de ambos oonceptos de libertad, cf. 66;
«El hombre debe partir de la libertad formal para llegar a la real. Sólo puede
constituir la mediación un desarrollo paulatino». Por lo demás, "también Mülier
rechaza la idea de una ilimitada libertad de indiferencia (12), aunque.no queda
claro cómo pueda tenerse en pie su noción de libertad fo rm a l sin tai indiferencia.
Es sólo su uso io que puede pensarse limitado por la situación vital concreta,
si no hay que considerar sencillamente vana la hipótesis de la indiferencia.
140 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

dado, en el sentido de la capacidad de distanciar impresiones y


representaciones, volverse a otra cosa y pasar, así, más allá de
lo inmediatamente dado. A esta situación objetiva fundamental
no se opone el hecho de que el hombre provenga ya siempre de
un estado natural de partida, de ciertos condicionamientos na­
turales de su existencia, que él va sobrepasando en el proceso
de su autotranscendencia al volver sobre ellos desde la expe­
riencia de su mundo y modificarlos. Si se quiere, puede, cier­
tamente, darse el nombre de libertad «formal» a tal autotrascen-
dencia; pero, una vez que se ha suprimido de ella el componente
de la indiferencia ante las alternativas de la elección, ya no explica
la responsabilidad. Para hacerlo se requiere otra consideración
que tenga un fundamento más hondo.
La hipótesis de la libertad de indiferencia situada aún más
acá de las alternativas de la elección, sólo podía valer de fun­
damento explicativo de la responsabilidad del hombre en la me­
dida en que se veía en ella la última causa de que ia elección
recayera en una u otra alternativa. Supuesta.esta idea, nadie puede
ser. responsable de los condicionamientos'naturales de su exis­
tencia, que están previamente dados a toda ^lección. Pero ¿es en
general la autoría el fundamento de la responsabilidad? Cuando
se dice que alguien «asume» la responsabilidad o que la «rehu­
ye»85, se trata de situaciones que de ningún modo se aprehenden
mediante un juicio causal. El autor de una acción puede muy
bien declinar la responsabilidad de ella, y cabe que se le exima,
en efecto, de esa responsabilidad, una vez que presente los mo­
tivos que le llevaron a la acción de que se trate: la espesa red de
éstos puede siempre hacer ver por qué la acción hubo de ser
como de hecho fue. Ello no excluye que el resultado hubiera

85. A sí, K. E. L0gslrup en su artículo Veranrwortung, en RGG1 VI (1962)


1254s. También pertenece a esta esfera la llamada «responsabilidad sin culpa».
Desgraciadamente, la investigación de R.-D. Pfahl sobre este tema (Haftung
ohne Verschulden, ais sifíliche' Pflicht, Düsseldorf 1974) no entra en los pro­
blemas del concepto de responsabilidad que le son anejos. P. Ricoeur objeta
que la conciencia de ¡a responsabilidad «no surge de una conciencia de ser el
autor d e ... El hombre tenía conciencia de su responsabilidad antes de adquirir
la conciencia de ser causa, agente, autor. Lo que lo convierte iniciaimente en
responsable es el hecho de que se encuentra confrontado con prohibiciones»
[La Symbolique du M al [1960; cito por la edición alemana de 1971] 119). Cf.
también, sobre todo, P. Fauconnet, La Responsabilité. Etitde de Sociologie,
Paris 1920, 247 81, 392s.
Centralidad y pecado 141

debido y podido ser otro. Lo único que aquí nos interesa es el


argumento de que la cuestión de la causalidad de una acción,
por sí sola, puede emplearse tanto para diluir la responsabilidad
como para establecerla. Se hace ya así evidente que el auténtico
fundamento de la responsabilidad del hombre no puede encon­
trarse en este lugar. Sólo situada en una perspectiva completa­
mente distinta puede la autoría alcanzar .importancia a la hora de
la imputación de una acción. Esa perspectiva es la de la identidad
del sujeto que actúa. De ella es de donde se deriva la exigencia
de que el autor de un hecho reconozca su acción como suya y
asuma, en consecuencia, la responsabilidad de eila. Esta es una
exigencia con la que no se encuentra sólo como viniéndole desde
fuera el autor de un hecho, sino bajo la cual está ya siempre su
propia vida, en la medida en que todo hombre reclama identidad
consigo mismo y no puede negar enteramente su identidad con
su propio cuerpo y con el comportamiento de éste. Por ello, todos
los hombres están, en tanto que tales, sometidos a la exigencia
moral de reconocer como suya su conducta.
La responsabilidad no surge allí donde hay culpa o deuda,
sino que, a la inversa, sólo cabe hablar de culpa allí donde se'
ha asumido la responsabilidad o puede exigirse que sea asumida,
pero la acción no ha correspondido en el caso concreto a lo que
en él debía hacerse. La responsabilidad y la exigencia de res­
ponsabilidad tienen su punto de partida en imperativos jurídicos
o morales que prescriben cómo debe ser la índole de mi acción.
Pero, además, estos imperativos sólo obligan cuando son acep­
tados por el sujeto de la acción como condiciones de su propia
identidad. Puede, por otra parte, tratarse o bien de exigencias
que vayan unidas a la propia identidad en tanto que miembro de
un grupo o de una sociedad determinados; o bien de imperativos
que se sigan de una convicción o una creencia y a los que se
considere constitutivos respecto de la propia identidad, de modo
que, por lo tan£o, la conducta deba ajustarse a ellos. Habitual­
mente intervienen los dos puntos de vista cuando los sujetos
reconocen que ciertos imperativos Ies obligan. El hecho de que
la obligatoriedad de los imperativos vaya unida de esta manera
a su relevancia respecto de la identidad del sujeto de la acción
indica que de lo que se trata en la experiencia de la responsabilidad
es de la relación dei hombre consigo mismo. Es ésta una relación
142 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

con un ser sí mismo que no está ya hecho y acabado; da otro


modo, no podría, naturalniente, exteriorizarse tal conciencia en
la forma de un deber. Se trata de un ser sí mismo en el que el
hombre reconoce su destino auténtico, que debe hacerse realidad
mediante su conducta. En esta medida, en la experiencia del ser
responsable se exterioriza una culpabilidad originaria de la exis­
tencia," un originario estar ésta en deuda. M. Heidegger ha ca­
racterizado así este fenómeno86: el hombre tiene consigo mismo
—es decir: con el verdadero sí mismo de su destino aún no
plenamente realizado— la deuda de responder adecuadamente a
su destino y, por tanto, a sí mismo. En esta medida, toda res­
ponsabilidad es responsabilidad para consigo mismo, autorrespon-
sabilidad87. Una responsabilidad que no fuera autorresponsabi-
lidad sólo podría estar basada en la heteronomía: en una norma
que !e viniera impuesta al hombre sin guardar relación alguna
con su ser sí mismo. Y el sujeto sólo puede sentirse responsable
ante una norma de veras heterónoma mientras juzgue (errónea­
mente) que es una condición de su verdadero ser sí mismo. No
debería, pues, sostenerse que la responsabilidad del hombre ante
Dios se contrapone, a la responsabilidad para consigo mismo83.
Sólo puede hacerse valer con sentido la primera a título de forma
especial de la segunda, a saber: en la medida en que el verdadero
ser sí mismo, el destino del hombre, tiene en Dios su fundamento
y es tan sólo realizable desde él.
De estas consideraciones se infiere también qué tienen que
ver la responsabilidad y la libertad. No es precisamente la llamada
libertad «formal» la que muestra ser fundamental para la expe­
riencia de la responsabilidad, sino la libertad esencial, la libertad
determinada en su contenido: la presencia actual de la esencia,
del destino, del ser sí mismo del hombre. La cuestión de esta

86. M. Heidegger, El ser y el tiempo, México ’ 1980, 304ss.


87. W. Weischedel, D as Wesen der Verantwortimg. Ein Versuch (1933).
88. En tanto que Weischedel ataca que Kierkegaard remitiera ei estar
puesto del sí mismo a Dios como quien lo pone (o. c., 65 y 81), y, así, presente
como alternativas la autorresponsabilidad y ia responsabilidad ante Dios, M.
Henschel, en su discusión con él, Verantwortung oder Autonomie des Men-
chen?; Kerygma und Dogma 8 (1962) 46-55, sobre todo, 49s, no se deja
llevar, con razón, a tal alternativa, aunque parezca que la sugiere el título de
su artículo. Henschel pone de relieve, con Kierkegaard, que ¡a autoirespon-
sabüidad remite «en último extremo, más allá de sí misma, al poder que pone
el yo fundamental» (54).
Centralidad y pecado 143

libertad sustancial ha estado también, con razón, en el centro de


los esfuerzos del pensamiento filosófico89. La libertad «formal»
se hace concreta sólo en tanto que resultado o repercusión de
cómo se entienda en cada caso la libertad «real» o esencial. Hay,
por ello, que invertir aquella tesis de J. Miiller, según la cual
debe empezarse por la libertad formal' para llegar a la real (c f.,
supra, nota 83): la capacidad «formal» de trascender los datos
inmediatos de la situación vital se mide por cómo se entiende en
el caso de que se trate la libertad real. Esta es la verdad profunda
del kantiano «puedes, puesto que debes»: si en el imperativo
categórico se expresa la identidad del hombre como ser racional
por lo que concierne a su conducta, se infiere entonces sim ul­
táneamente de él un motivo por el que adecuarse en la acción a
lo que él exige. Cosa completamente distinta es si este motivo
basta en todos los casos para realizar una conducta concorde con
el imperativo moral. Como es sabido, el propio Kant lo negó.
Sea de ello como quiera, de la conciencia ética se sigue —cuando
no se la entiende como una exigencia extraña, sino como la voz
del propio ser sí m ism o— una motivación para la acción que se
suma como un nuevo factor al resto de los motivos de la conducta
del hombre.
Puede, ciertamente, ponerse en duda que el imperativo ca­
tegórico de Kant, en su universalidad formal, sea capaz de rendir
esa constitución del ser sí mismo individual de la que brota la
motivación para una acción libre. Pero es independiente de las
tesis específicamente kantianas acerca de la fundamentación de
la ética el hecho de que se experimente en la conciencia la voz
del propio ser sí mismo, que llama a asumir la responsabilidad
por la conducta propia y por su mundo, y que capacita para
trascender el estado fáctico de nuestra existencia a una con todos
los afanes ligados a él. Y, además, siempre, en la voz del ser sí
mismo se anuncia, al mismo tiempo, la realidad que da su fun­
damento al ser <>í mismo. J. Splett ha ofrecido una interpretación
teológica de cómo es esto así. Describe al hombre como «ser de
libertad» que, «sin embargo, no empieza a partir de él solo, sino

89. Cf. el artículo Freiheit: Historisches Worterbuch der Pbilosophie II


(1972) 1064-98.
144 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

que es despertado a sí mismo por una voz creadora»90. La libertad,


en tanto que autodeterminación o autodestino, hay que enten­
derla, en cualquier caso, en el sentido de que la persona deja
que su acción se determine por la voz de su ser sí mismo. En
este contexto, ha subrayado Splett que éste es también el sentido
originario de la noción de libertad como posición de sí mismo:
así, la definición de Tomás de Aquino, líber enim est qui sui
causa est, es la traducción latina del aristotélico áv9po)7to<;
á^éu&spo<; ó éauioO evsica &v (es libre el hombre que es por
causa de sí mismo). La autocausalidad, pues, se entendió pri­
mitivamente como causalidad final, y el fin desde el que y por
el que la libertad se determina es el propio sí mismo91. No se
trata de autoposición del yo que actúa, en el sentido de la cau­
salidad eficiente, sino del efecto del destino del hombre sobre la
situación vital que es en cada caso la actual.
Por ello es también por lo que la libertad no puede entenderse
como indiferencia neutral respecto de las posibilidades de la
elección y, sin embargo (o precisamente debido a ello), capaz
de iniciar una serie nueva de efectos. En la misma teología ca­
tólica se rechaza hoy tal libertad de indiferencia, justo sobre la
base del conocimiento del nexo entre libertad y ser sí mismo92.
La libertad tiene que ver con la totalidad de la existencia propia,
que se manifiesta en los actos y en las decisiones singulares.
Sucede esto con vistas a y de modo que la situación vital presente
se reclame como propia a partir del destino de cada cual en tantó
que hombre. Por eüo, el hombre, en correspondencia con la
conciencia que tiene de su destino, se sabe responsable de su
propio estado y de sus acciones y del modo en que conduce su
situación vital desde los datos naturales y sociales de ella hacia
ia realización de su destino. Y como el destino del hombre sin­
gular vincula a éste con otros hombres en el nexo vital de una

» 9 0 . j- Splett, Konturen der Freiheit. Zum christlickhi sprechen vom


Menschen, Frankfurt 1974, 44; cf. 28s, 73s.
91. J, Splett, o. c., 70 nota 3., con referencias a Aristóteles (Met.
982b25s) y Tomás de Aquino (In Met, lect. 3, n. 58; Summa contra gentes
III, 112 et passim ). Sin embargo, Splett menciona también que ya Tomás
mismo empleó la fórmula de la libertad como causa sui en algunos lugares,
sin consideración de su sentido teleológico.
92. A sí, en K. Rahner, Curso fundam ental sobre la fe , Barcelona 1979,
55s, 121s.
Centralidad y pecado 145

comunidad, cada uno carga con la responsabilidad no sólo de su


propio obrar y existir, sino también de esferas que lo sobrepasan
y que comprenden la situación vital y la conducta de otros hom­
bres.
La voz de la libertad llama siempre a que la conducta se
adecúe al destino propio. Fundamenta, por ello, la Jibertad para
el bien, pero no la libertad de elección entre el bien y su opuesto.
Puede, ciertamente, suceder que no se elija el bien; pero el mal
que en tal caso se prefiere es elegido pensando que es el bien
¡sub ratione boni), es decir, que es bueno para el que elige. Esta
idea puede muy bien ser objetivamente errónea. Incluso puede
ser culpablemente errónea, medida con el criterio del auténtico
destino dei que se está malogrando de esta manera a sí mismo.
Pero no es culpable porque, teniendo plena conciencia del bien,
se haya elegido su opuesto. Afirmar que se da. tal situación en
ciertas elecciones es más bien una construcción ajena a la rea­
lidad. Y del mismo modo que no hay una libertad frente al bien,
tampoco hay libertad frente a Dios como fundamento del propio
ser sí mismo venidero y, por ello, suma del bien513. Hay, sí, el
cerrarse tanto frente a Dios como frente al bien, pero no en
confrontación directa. Cuando se rechaza a Dios, se hace pen­
sando que la idea de él es una pura figuración del hombre. Cuando
se cree en ía realidad de Dios pero se desprecian su voluntad y
su mandamiento, se hace así en la duda de que verdaderamente
se trate de la voluntad de Dios («¿es posible que Dios haya
dicho...?»}. Post eventiim, sin embargo, cabe que se haga evi­
dente para el sujeto de la acción que ésta se dirigió de hecho

93_, Es de otra opinión K. Rahner, Curso fundam ental sobre la fe, I26s.
Rahner ve, ciertamente, que la libertad siempre «acontece en ia mediación por
el mundo que sale concretamente a] encuentro»; pero supone que ahí se lleva
a cabo «un s í o un no atemálieos» respecto de Dios, de modo que la libertad
«es en verdad libertad frente a Dios y que opta referida a é¡ mismo». Pero lo
que se realiza atemáticamente en la confrontación .con el mundo que sale
concretamente al paso, ¿puede pensarse como un optar frente a un objeto por
el que decidirse? ¿no vuelve así a forrarse la distinción entre la tematización
consciente y sus implicaciones atemáticas, al ser representadas estas últimas
en la forma de la primera? La distinción entre aspectos temáticos y atemáticos
del vivir del hombre sólo consiente que se vuelvan temáticos estos segundos
en un paso ulterior: en un acto de reflexión posterior. En correspondencia con
ello, es sólo a posteriori como se hacen evidentes al hombre las implicaciones
contrarias a Dios de su codicia.
146 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

contra Dioí. En tal caso, no podrá disculparse alegando su ig­


norancia, sino que se hará cargo de que ha pecado contra Dios
y de que es responsable de haberlo hecho.
No depende, pues, la responsabilidad de que se produzca uha
elección entre el bien y el mal como alternativas claras, tomada
por una voluntad que habría podido elegir tanto lo uno como lo
otro. Como he dicho, esto es una construcción artificiosa. Con­
funde la relación con el bien y el mal de quien elige, y los objetos
concretos de la elección. De hecho, el hombre se enfrenta a estos
últimos para decidir entre ellos. Pero la decisión se toma pre­
cisamente con ei criterio de 3o que le parece bueno a quien elige.
Por ello, la noción de una elección frente al bien o a Dios es
contradictoria en sí misma. A un observador puede parecerle que
un hombre se comporta eligiendo entre lo que es bueno para él
y también bueno en sí, y otras posibilidades, y que, por ejemplo,
rehúsa en un caso determinado lo bueno. Al observador se le
puede presentar así la situación porque puede juzgar como malo
lo que el otro .elige. Pero el propio sujeto de la elección no puede
por menos que tener por un bien al objeto de su elección; si no
fuera así, no lo elegiría.
Es posible, sin embargo, que quien elige se equivoque a
propósito de lo que es bueno para él. Elige, entonces, de hecho
lo malo, aunque ignorándolo. Tal interpretación socrática de lo
moralmente malo se ha considerado intelectualista y se la ha
solido rechazar por superficial. Pero no hay por qué entender la
ilusión acerca de¡ bien de una manera superficialmente intelec­
tualista, Puede incluso ser forzosa, porque sea la consecuencia
de un condicionamiento o de una tendencia impulsiva que preceda
a todo condicionamiento y no permita al individuo dejar valer al
bien como bien y ai mal como mal. En el caso de una disposición
comportamental que posea forzosidad en el sentido descrito
—como sucede en todas las m anías—, la facultad de elección,
frecuentemente, o incluso en la mayor parte de las ocasiones, no
queda subjetivamente afectada. Lo único que qcuire es que la
elección recae siempre en el objeto de la manía, porque al sujeto
le parece bueno. La capacidad de autotrascendencia está entonces
limitada de hecho, pero no dañada formalmente; porque si el
sujeto de la adicción pudiera comprender (y mantener viva esa
comprensión) que, por ejemplo, el alcohol es malo para él, podría
Centraiidad y pecado 147

sacar de ello la fuerza que le permitiera superar su dependencia.


Sin embargo, •aunque quizá vea en momentos de lucidez y no
ebriedad el mal en cuestión, no consigue hacer durar la evidencia
y, así, en el instante de la tentación, el objeto de su m anía vuelve
a seducirle y a parecerle «bueno». Cuando Pablo escribe que el
hombre se adhiere con su razón a la ley de Dios pero que, sin
embargo, experimenta en sus miembros otra ley, que contradice
a ía primera (Rom 7, 22s), no hay que entenderle en el sentido
de que el hombre se adhiera en la evidencia de su razón siempre
v en todas partes a la ley de Dios, mientras que, al mismo tiempo,
su acción está en oposición a ella. Ese sería el caso en que la
personalidad estuviera enteramente dividida, que no es, desde
luego, lo regular en nuestra conducta. Más bien, nos adherimos
—quizá— a la ley de Dios en los instantes de meditación sobria;
pero, tan pronto como al contenido de sus exigencias hace opo­
sición una orientación de nuestra conducta fírme y que tenga ya
categoría de pulsión, tendemos a considerar que sus mandatos
no se aplican a nuestra situación, o tendemos a dudar de que
Dios sea su autor («¿puede Dios haber dicho?»). Sólo el poder
de la mentira, que tiida de malo al bien y de bueno ul mal y nos
hace creer que ia vida es el premio del pecado11'1 —cuando su
verdadero efecto es la m uerte— , sólo esta naturaleza impostora
del pecado hace comprensible que hombres que poseen formal­
mente intacta su capacidad de elección puedan, sin embargo,
querer lo objetivamente malo, y no sólo por descuido, sino a la
fuerza95. Esta es la servidumbre, la esclavitud de la voluntad.

94. G. Romkamm, Das Ende des Gesexzes. Paidusstudien (Í952), 56s


(sobre Rom 7, 11), coincidiendo aquí con R. Bultmann, Teología del nuevo
testamento, Salamanca 21987, 293s. En Pablo, ía naturaleza mendaz del pecado
viene a expresión en conexión con la ley. La promesa de vida que va vinculada
con la ley la toma el pecado como «ocasión» de abusar de la ley como medio
de su codicia. Pero esto no tiene que querer decir, como Bornkamm piensa,
que el pecado «sólo auxiliado por el mandamiento divino» puede simular ante
el pecador que éi es la vida. Más bien, el mandamiento —o la condena a morir
en caso de transgresión que lo acompaña en el relato sobre el paraíso (Gén 2,
17)— se hace para el pecado el medio de llevar al hombre la muerte, en vez
de la vida (U. Wilckens, La carta a los romanos II, Salamanca 1992, 107).
95. Una variante de este autoengaño que acompaña inexorablemente al
pecado es lo que R. Niebuhr ha descrito como el elemento de dishonesty en
el autoenaltecimiento del yo pecador (The Nature and Destiny o f M an I, 203ss):
«Puesto que su existencia concreta no merece la devoción que se ¡e prodiga,
148 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

No consiste en que el hombre no sea capaz (o no sea ya capaz)


de elegir, o sea, de decidir entre posibilidades alternativas. La
esclavitud de la voluntad consiste en que el hombre tenga por
bueno lo que es objetivamente malo para él, y, por lo tanto, lo
elija96. Y con ello se hace patente —en la medida en que no se
trata sólo de una inadvertencia— que el hombre es tal que halla
gusto en lo objetivamente malo: no sólo .en lo que es malo en
sí, sino incluso en lo que es malo para él mismo. Contemplar
este estado de cosas no tiene por qué llevar a otros a reaccionar
con indignación en sentido moral. Esta tiene también, por cierto,
su lugar, sobre todo allí donde se ponen en peligro las reglas que
ordenan la vida en común. Pero quien para mientes en que no
dar con el bien significa siempre no dar consigo mismo, malo­
grarse a sí mismo, ése sentirá ante todo dolor. Por otra parte, lo
más frecuente será que apenas pueda cambiar las cosas. Los
buenos consejos valen de poco en tales casos. El error respecto
del bien no es solamente intelectual. Por ello, la esclavitud de
ia voluntad necesita de una salida —y, en el caso radical, de una
salvación— que vuelva a dar nuevo fundamento a la propia iden­
tidad.

es necesario, obviaménte, ejercer alguna clase de engaño a fin de justificar esa


excesiva devoción». Una vez que ha expuesto la prioridad del autoengaño
respecto de! engañar a otros, Niebuhr continúa inmediatamente con la siguiente
interesante observación: «El hecho de que haya esta necesidad es un importante
indicio del vestigio de verdad que permanece con el sí mismo en medio de
toda su confusión, y al que éste debe aplacar antes de poder actuar» (203, cf.
206). .
96. Este punto no se hace suficientemente claro en el modo como P.
Ricoeur reúne y compendia el simbolismo del ma! (impureza, pecado, deuda
o culpa) en ía noción de la voluntad no libre (La Symbolique du Mal, 175ss).
Riíoeur se queda en referirse al «contagio» de la voluntad por el mal, el cual,
por lo demás, es considerado por eJ hombre como exterior a sí mismo (180s).
Esta exterioridad del mal es importante respecto de los momentos en (os que
el hombre se identifica con lo que es objetivamente bueno para é). Pero la
dificultad está, precisamente, en que tal identificación no es estable. Es sólo
así como se comprende eso que Ricoeur, con la imagen del «contagio», deja
en tan gran vaguedad. Ante todo: la imagen en cuestión condesciende demasiado
con la tesis de la exterioridad, como si el hombre, prescindiendo de ese contagio,
estuviera en sí mismo sano.
Centralidad y pecado 149

4. La universalidad del pecado: pecado original,


pecado hereditario, muerte

La esclavitud de la voluntad, que deja intacta la facultad de


elegir —el ejercicio formal de la autotrascendencia— pero reduce
su radio, remite, como al origen del automalogramiento del hom­
bre, a una estructura motivacional que está a la base de las
decisiones y las acciones singulares de los hombres. Esto es lo
que la teología cristiana ha designado con las nociones de pecado
hereditario u original (peccatum originale). Se trata del escla-
vizamiento del querer por una pasión o un afán que no es sólo
. de índole parcial, sino que va ya siempre unida a la egoidad del
■hombre en la medida en que el yo se experimenta y se quiere
centro de su mundo, aunque así haya de colisionar irremedia­
blemente con otros semejantes autoproclamados centros y, sobre
' todo, con el único centro verdadero de todo lo real, caso que lo
haya. Por esto, siguiendo a Agustín” , la Confesión de Augsburgo
(1530) afirmó en su segundo artículo que la concupiscencia, que
se corresponde con la falta de temor de Dios y confianza en él,
es la esencia «positiva» del pecado con el que el hombre es
concebido y traído al mundo. La doctrina católica romana lia
acogido con reservas esta fórmula en la medida en que no quiere
que se entienda como pecado en sentido propio la concupiscencia
que perdura en el bautizado. Pero la diferencia confesional en
este punto se refiere más a la relación entre bautismo y pecado98
que al reconocimiento del hecho de una pecaminosidad presente
desde el nacimiento en cada hombre, tal como la designa la noción
de pecado hereditario". No es por sus acciones e imitando malos
ejemplos como se hacen pecadores los hombres, sino que lo son
ya antes de toda acción propia.

97. Cf. J. Gross, Geschichte des Erbsündendogm as'l, 322ss, 327ss.


98. Así, P. Schoonenberg en M ysterium Scilutis II (1967), 915 y 920s.
acerca del canon quinto del concilio de Trento sobre el pecado original (DS
1515): «Manere autem in baptizutis concupiscentiam vel fomitem, haec sancta
Synodus fatetur et sentit... hanc concupiscentiam quam aliquando Apostolus
‘peccatum’ appellat, sancta Synodus decíarat, Ecclesiam catholicam tiumquam
inteliexisse, peccatum appellari, quod vere et proprium in renatis peccatum sit,
sed quia ex peccato est et ad peccatum inclinât». Cf. después la nota 165.
99. DS 1513.
150 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

Este es el componente primero y fundamental del concepto


de pecado hereditario, a diferencia de acción pecaminosa. Es­
trechamente ligado a él está el segundo: la radie aljdad del pecado.
El pecado tiene su sede en una profundidad mayor que la acción
singular, mayor que toda .transgresión. En este dato de que se ha
penetrado la tradición judía se expresa el espíritu de penitencia,
que es, según P. Ricoeur, el efecto perdurable de la profecía:
«El judío no se arrepiente sólo de sus acciones, sino de la raíz
de sus actos»100. La idea del pecado hereditario como pecami-
nosidad que marca la existencia entera del hombre desde el na­
cimiento puede entenderse como el aguzamiento extremo del
espíritu de penitencia judío. Sin embargo, esta idea, al no dejar
su carácter incondicionado espacio alguno para una justicia del
hombre que no venga a través de la salvación de su pecado,
sobrepasa al mismo tiempo los límites de la religión judía en
tanto que religión de la Jey.
Ricoeur considera que el descubrimiento de la dimensión
comunitaria del pecado va unido a la comprensión de su radi-
calidad y a la confesión de la maldad dei corazón. Sin embargo,
e¡ hecho de que todo un pueblo se sintiera afectado por las
acciones que habían tenido lugar en medio de él podría quizá
tener primitivamente su raíz en una comprensión aún no plena­
mente individualizada del pecado como mancha o contaminación,
que es a la que ia profecía se refiere. Desde esta contaminación
comunitaria de pecado no parece haber camino alguno que lleve
directamente a la tesis paulina de la universalidad del pecado.
Por más que la predicación de penitencia del Bautista y la men­
talidad de otras sectas de la época que se separaban de la mu­
chedumbre de los perdidos se haya aproximado más o menos a
semejante concepción, lo cierto es que en la piedad judía per­
manece abierto ante cada uno el camino dei regreso a la fidelidad
a la ley. Este camino sólo se cierra cuando —como ocurre en
Pablo— la ley misma se hace sospechosa de ser instrumento del
pecado.
Sólo Sa fe salvífica y el interés por la universalidad de ía
redención hacen posible la idea de que Dios ha encerrado a todos
en la desobediencia para tener misericordia de todos (Rom 11,

100. P. Ricoeur, La Symboliqite du Mal, 274:


Centraiidad y pecado 151

32; cf. 3', 23s). La universalidad del pecado —el componente


tercero y decisivo que se trata de asegurar en el dogma del pecado
hereditario— es el supuesto de la universalidad de la redención
que ha acontecido por Jesucristo. Desde esta perspectiva se ilu­
minan asimismo los nuevos significados que tomaron en Pablo
la narración bíblica del pecado de Adán y, con ella, la figura
misma de Adán; significaciones nuevas incluso con respecto a
Filón, porque ya no hay tensión, en su relación con la creación,
entre el hombre del cielo de Gén 1, 26 y el hombre de la tierra
del segundo relato, sino que el primero de ellos aparece, según
Pablo, sólo en la resurrección de Jesús, como saxctto^ ’A Sáp,
Adán se convierte en Pablo en autor y representante del pecado
en su universalidad entre los hombres. En el antiguo testamento,
en cambio, Adán, en tanto que autor del pecado, «no era una
figura importante»101. El mito del crimen y la caída en desgracia
del primer hombre que constituye el fondo del canto de Ez 28,
l i s , y que podría estar basado en el relato yahvista sobre el
paraíso101, se halla totalmente historificado al estar puesto en
relación con el rey de Tiro. El hombre (Adán) no está explíci­
tamente nombrado, y el crimen no tiene más consecuencia que
la desgracia del propio crimina!. Sólo vuelve a mencionarse la
caída de Adán en el libro de ia Sabiduría de Salomón, pero aquí
se indica que la sabiduría salvó a Adán en su caída (Sab 10, 1).
Como perdurable secuela del yerro' de Adán se cita la muerte,
pero no el poder del propio pecado (2, 24). La fatalidad de la
muerte como consecuencia del primer pecado la conoce también
ya Jesús ben Sirac, quien la atribuye únicamente a Eva, sin hacer,
alusión a Adán (Eclo 25, 24 s). Aquí se habla, además de de la
muerte, también de la extensión del pecado como efecto de per­
dición de aquella primera transgresión. Pero se pone de relieve
que «el principio del pecado» (o de los pecados) es una mujer
para ilustrar el lugar común de la maldad femenina; de modo cjue
tampoco este pasaje se refiere al destino fatal del pecado que
pasa de Eva a toda la humanidad. En cambio» el relato apóca­

los. P. Ricoeur, La Symbolique du M al, 271.


102. Sobre Ez 28, 11, cf. W. Ziramerli, Ezechielkommentar, Neukirchen
1969, 6 7 1 6 8 9 , sobre todo, 683s; acerca de su importancia por lo que hace al
relato yahvista sobre el paraíso, O. H. Steck, Die Paradieserzáhlung, Neu-
kircben 1979, 43ss.
752 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

líptico de la vida de Adán y Eva presenta a Adán lamentándose


no sólo por las calamidades, sino también por «la caducidad y
el pecado» que ha atraído Eva sobre todo el género humano (44).
Parecería que estamos en este caso próximos a las afirmaciones
paulinas; pero el verdadero objeto del relato es la penitencia de
Adán y Eva, que es finalmente aceptada por Dios. Igualmente,
en 4 Esdras se dice, por una parte, que la caída de Adán no tuvo
efectos sólo en él, sino en toda su descendencia (7, 118); pero,
por otra, se afirma que cada cual puede obtener la victoria sobre
el pecado (7, 127s). En cambio, Pablo ve trasladarse el pecado
de Adán a su descendencia de manera tal que su poder no puede
ya ser quebrantado por ninguna penitencia, sino que no cabe al
hombre más que ser liberado desde fuera de él mismo, por la
acción salvífica de Cristo.
Mas en el propio Pablo no aparece aún el pecado como he­
rencia fatal y universal que se reproduce eñ la serie dé las ge­
neraciones al modo en que se propaga una enfermedad heredi­
taria.(La universalidad del pecado se representa mediante la figura'
de Adán, y también se infiere a partir de ella (Rom 5, 12): pero
a" Pablo no le bastaba referirse meramente a Adán para funda­
mentar esta tesis. Ello se comprende perfectamente a la vista de
la relación —que he tratado de esbozar— en que la tradición
judía estaba respecto de la historia del paraíso. El mero recuerdo
de esta narración no podía constituir, dada esa situación, ningún
argumento en favor de la universalidad del pecado. Por eso es
por lo que Pablo menciona, junto con Adán, inmediatamente
también la muerte, que «a todos je s alcanzó» como secuela de)
pecado de aquel. Esta era una idea familiar a la tradición ju d ía’03
y que se remonta al propio relato del paraíso (Gén 3, 22) 104. El
hecho universal de la muerte se vuelve entonces, en Pablo, ar-

103. Cf. más arriba. Otros testimonios, en el Theologisches Worterbuch


zum Neuen Testament II (¡935), 8 75s’ noca 191. Cf. también, en especial: Syr.
Bar. 54, 15.
104. O. H. Stefck pone de relieve que «el relato sobre ei paraíso no supone
en ningún lugar que al hombre se le hubiera concedido primitivamente la
inmortalidad» (81), si bien la asociación que el yahvista introduce entre ía
expulsión de] paraíso y el árbol de la vida debe entenderse en el sentido de
que, a consecuencia del pecado de Adán, queda definitivamente a disposición
de Dios la mortalidad del hombre (64s). Es sólo en la Sabiduría de Salomón
donde se dice que Dios creó al hombre para la vida imperecedera (2, 23).
Ceniralidad y pecado 153

gumenío en favor de da extensión igualmente universal del pe­


cado, porque el pecado es causa de la muerte: «Y cómo todos
los hombres pecaron, a todos les alcanzó la muerte» (Rom 5,
12)'05. No sé habla aquí de que se herede el pecado, del mismo
modo que no lo hacían tampoco los textos judíos: cada uno peca
por sí y sufre en consecuencia la muerte106. Pero la universalidad
de la muerte es señal de la extensión fácticaniente universal del
pecado, la cual está en correspondencia con la relación que la
totalidad de los hombres guarda con Adán.
Adán es aquí el modelo de todos los hombres, su conjunto
y suma, el Hombre: en cada uno se repite como en una copia el
camino de Adán, del pecado a la muerte. Parecidamente, la
patrística griega .entendió «el pecado de Adán como acción del
hombre en conjunto», sin unirlo a la idea de una herencia107. Este
sentido podía también ser el que se diera a la traducción latina
de Rom 5, 12, de acuerdo con la cual todos han pecado en Adán
{in quó omnes peccaverunt). Pero Agustín, a partir de su giro
desde la doctrina del mal hereditario (la transmisión hereditaria
de la muerte a la descendencia de Adán) a la del pecado
hereditario108, interpretó este pasaje en el sentido de la trans­
misión hereditaria del pecado de Adán a todos sus descendientes
por medio de la concupiscencia.
¿Qué función cum plía en el pensamiento de Agustín esta
interpretación de la relación entre el pecado de Adán y los pecados
de sus descendientes?/'Para explicar la universalidad dei pecado
no habría sido preciso recurrir a Adán como a su fundamento,
porque la razón de ella la suministraba ya el análisis de la es­
tructura concupiscente de la conducta humana, junto con la uni­

105. Cf. Rom 6, 23 y 7, 9s. Sin embargo, en Rom 5, ¡2 va en el sentido


contrario el orden de fundamentaron: «De la facticidad de la muerte infiere
Pablo la facticidad del pecado también desde Adán a Moisés» (G. Bornkamm,
V as Ende des Geset7.es f 1952], 84). "
106. Hace con razón hincapié en esto W. G. Kümmel, Die Theologie des
Neuen Testaments nach seinen Hauptzeugen (i969), 160.
107. J. Gross, Geschichte des Erbsündendogmas I, 92s.
108. Ibid., 269s. Acerca de la exégesis agustiniana de Rom 5, 12, ibid.,
304s. Es interesante que el adversario de Agustín, Julián, defendía la inter­
pretación de ese lugar paulino que hoy se considera la correcta (ibid., 305).
A Rom 5, 12 se refirieron también los concilios de Cartago (418) (DS 223) y
Orange (529) (DS 372), así como el de Trento (1546), en DS 1512.
154 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

versalidad del destino mortal, a título de secuela del pecado105.


Para fundamentar la tesis de la universalidad y radicalidad del
pecado no habría sido imprescindible admitir la transmisión he­
reditaria del pecado individual del primer antepasado del género
humano. Pero el recurso, a Adán cumplía además otra función,
que había de importar mucho a Agustín precisamente debido al
énfasis que hacía en el hecho de que los pecados singulares tienen
su raíz en la estructura concupiscente del comportamiento del
hombre: la participación de los descendientes de Adán en él y
su pecado parecía apta para dar respuesta al problema de la
responsabilidad de los hombres por sus pecados. Si el_pecadq va
unido a la estructura concupiscente de la conducta, y esta es­
tructura se recibe naturalmente en herencia, de modo que los
hombres, antes de toda acción individual, son ya pecadores de
nacimiento, entonces difícilmente pueden ser responsables, en el
sentido del principio de causación, de sus acciones pecaminosas;
pues no se ve cómo habría podido evitar el pecado quien ya ha
nacido en un medio vital concupiscente y participa él mismo de
nacimiento en .esa estructura comportame.ntal concupiscente.
¿Cómo puedo ser responsable de una cualidad de mi acción que
no habría podido evitar de ninguna manera? Agustín responde a
esta pregunta remitiendo a Adán: cierto que no los miembros
posteriores de la humanidad, pero Adán, el primer hombre, sí
que habría podido eludir el pecado en el estado de. perfección
original en que fue creado110. La apelación a Adán funda, pues,
la responsabilidad de todos los individuos posteriores por su pe­
cado, a pesar de la radicalidad de éste, que antecede a todas las
acciones singulares: en Adán omnes tune peccaverunt, quando
in.eius natura illa ínsita vi, qua eos gignerepoterat, adhuc omnes
Ule unus fuerunt1' 1. Esta argumentación de Agustín quizá sea
plausible en tanto que Adán se piense como mítico arquetipo y
suma de la humanidad, pero no como padre histórico de ella.

109. De civ. Dei XIII, 15.


110. De nuptiis et concupiscentia II, 26, 43: «Non sunt nuptii causa
peccati quod trahitur a nascente, et expiatur in renascente [en el bautismo]; sed
voluntarium peccatum hominis primi originalis est causa peccati». A la pregunta
de Julián acerca del modo en el que participan del pecado los niños recién
nacidos, Agustín contestaba con Rom 5, 12: «In Adam, in quo onmes pec­
caverunt».
111. De pecc. mer. et rem. til, 7, 14 (PL 44, 194).
Centralidad y pecado 155

Tomado como arquetipo mítico, su^historia m uestra lo que se


repite en la historia de cada hombre. Así considerado, desde
luego carece Adán de auténtica individualidad, que es, sin em ­
bargo, imprescindible para que pueda hablarse de responsabilidad
del pecado en el sentido del principio de causación. Por eso
Agustín necesitaba también al Adán prim er hombre histórico, y,
en consecuencia, tuvo que interpretar naturalistamente el in quo
de ía participación m ítica como presencia preexistente de la des­
cendencia en las entrañas del primer padre. La m ezcla de par­
ticipación m ítica y origen en un antepasado histórico da también
apariencia de plausibilidad a la responsabilidad de los descen­
dientes por su pecado. Pero los componentes de la mezcla son
dem asiadojieterogéneos, y, a medida que se separaron y el ele­
mento mítico quedó en segundo plano respecto de la relación de
descendencia, surgieron nuevos problemas que, después de más
de mil años, llevaron finalmente a la disolución de la doctrina
del pecado hereditario: si Adán se entiende como antepasado
histórico, necesariamente deja de ser paradigmático para la si­
tuación humana, pues, en tai caso, se encontró antes de la caída
en una situación que difiere por principio de la de toda su des­
cendencia, cuya historia ha sido decidida de antemano y en sen­
tido negativo por la de él. ¿Cómo puede entonces el yerro in­
dividual de Adán imputarse a sus descendientes como pecado, o
sea como culpa propia, y no como mera deuda hereditaria por
ías consecuencias de la acción de otro? No es posible que, en el
sentido del principio de causación, yo sea corresponsable de un
delito cometido, hace, muchas generaciones, por alguien que es­
taba en una situación fundamentalmente distinta de la mía.
Así pues, la doctrina agustiníana del pecado hereditario no
puede en absoluto cumplir la función con vistas a la cual fue
desarrollada. No consigue fundamentar la responsabilidad de los
individuos por su pecaminosidad, en la medida en que ésta tiene
su raíz, ya antes de toda acción propia, en las condiciones na­
turales de 3a existencia humana. Esta deficiencia tampoco llega
a remediarla la doctrina escolástica y protestante antigua, según
la cual el pecado de Adán se imputa a sus descendientes"2. En

i 12. Una buena exposición y defensa de esta doctrina en su forma pri­


mitiva luterana las presenta G. Thomasius, Ckristi Persun und Werk. Dars-
156 Et hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

su comparación sigue siendo incontestable la objeción de Pefogio


en el comentario a la Carta a los romanos: Dios, que perdona a]
hombre los pecados propios, ¿cómo habría de imputarle los aje­
nos?113. La. teoría de la imputación crea el supuesto de que el
pecado de Adán no es ajeno para sus descendientes, sino propio.
H abía ya fracasado en este punto la idea agustiniana de la trans­
misión física del pecado, y la teoría de la imputación no da paso
alguno adelante. Y tampoco lleva más allá la combinación de
ambas teorías que se dio en la dogmática luterana antigua, porque
las dos fallan por igual a la hora de explicar la corresponsabilidad
de la descendencia de Adán en el pecado del primer padre. Esta
es la razón de que se haya impuesto umversalmente en la época
moderna la crítica a la doctrina tradicional del pecado hereditario
que se viene formulando desde el arminianismo114. No hay por
ello, sin embargo, que abandonar también lo que era la intención
del dogma del pecado hereditario: la radicalidad y la universalidad
del pecado. Pero hay que fundamentarlas por nuevas vías.
El camino para formular una sustitución de la doctrina del
pecado hereditario que más ha recorrido la teología protestante
reciente está caracterizado por la idea de un «reino» dei pecado
o del mal. La noción de «reino del mal» se encuentra en la
filosofía de la religión de K ant115 como concepto opuesto al del

tellung der evangelisch-lutherischen Dogmatik vom M ittelpunkt der Christo­


logie ati's (’ 1886), 221s. Sin embargo, por la razón que menciono en e! cuerpo
dei texto, la argumentación de Tbomasius no se sostiene frente a la contundente
crítica de J. Müller, Die christliche Lehre von der Sünde II (M849), 417-494,
sobre todo, 447s, 462s.
113. Pelagio, acerca de Rom 5, 15, según R. Seeberg, Lehrbuch der
Dogm engeschichte II (’ 1923), 491. Cf. también la observancia de J. Müller,
o . c. II, 449.
114. Entre los arminianos, rechazó especialmente la imputación del pe­
cado de Adán pesando sobre sus descendientes, así como también la trasmisión
hereditaria de su corrupción, Esteban Curcellüus en su Institutio religionis
christianae (1675). Cf. O. Ritschl, Dogmengeschichte des Protestantismus III,
Göttingen 1926, 363, quien recuerda también la crítica que ya Zwinglio hacía
de la idea de la transmisión hereditaria del pecado. Ch. K. R. Olearius, Die
Umbildung der altprotestantischen Urstandslehre durch die Auficiänmgstheo-
logie (tesis doctoral en teología), Bochum 1968, 120ss, reúne una serie de
posturas críticas de la teología de la Ilustración acerca del problema de la
imputación del pecado de Adán.
115. I. Kant, La religión dentro de los limites de la m era razón, Madrid
1969, 100.
Centralidad y pecado ¡57

reino de Dios como «una comunidad ética bajo mandamientos


divinos»“ 6. La idea del «reino» del mal aparece en Kant en e!
lugar de la doctrina del pecado hereditario, en su función de
exponer la unidad y el acuerdo de los hombres por lo que hace
a la perversión de la jerarquía de los resortes de' la acción (o sea
el mal radical). Kant no necesita en absoluto impugnar 3a doctrina
bíblica del origen adánico de todos los hombres. Por el contrario,
escribe que «todos los hombres que descienden (naturalmente)
de Adán fueron sometidos (al reino del mal), y ocurrió ello con
su conformidad; porque la fascinación de los bienes de este mun­
do apartó sus miradas del abismo de corrupción que les estaba
reservado»117. Precisamente a causa de esta comunidad de los
hombres en el mal es por lo que el principio bueno sólo puede
triunfar entre ellos a través de la formación ética comunitaria:
por la íntima dependencia en que uno está respecto de otros, y
porque los hombres «suelen corromperse mutuamente en su dis­
posición moral y hacerse malos los unos a los otros»118.
Las ideas de Schleiermacher referentes a una «vida global»
del pecado y la correspondiente «nueva vida global» de la" gracia
van en dirección asombrosamente parálela a "la de estos pensa­
mientos de Kant. Puesto que no refería la pecaminosidad uni­
versal a la caída de Adán1'5, Schleiermacher la consideraba el
«obstáculo a la fuerza de determinación del espíritu que pone la
independencia de las funciones 'sensibles» (66, 2); una inhibición
que está en relación con el estado natural primitivo del desarrollo
del hombre (67), pero que, sin embargo, representa un «trastorno
de la naturaleza» de éste por lo que hace a su destino espiritual
(68). El despliegue de la disposición* para el pecado mediante la
espontaneidad de cada individuo está luego «condicionado para
toda la estirpe posterior... por la acción de las estirpes anteriores»
(69, 3), de modo que la pecaminosidad es «algo absolutamente
común»: «En cada uno, la obra de todos, y en todos" la ’bbra de
cada uno» (71, 2). Se hallan, pues, envueltos los individuos en

i 16. I. Kant, La religión..., 119s; cf. 132s.


117. ¡bid., lOOs.
118. ¡bid.. S20.
119. F. -Schleiermacher, D er chrisü'tche Glaitbe, § 72. Las siguientes
citas en el cuerpo del texto se refieren a parágrafos y subparágrafos de esta
obra.
158 El hombre en la naturaleza y ¡a naturaleza del hombre

una «vida global de pecado» de la que ninguno puede librarse


por sí; sólo puede ser liberado de tal lazo por participación en
«una nueva vida global, obra de Dios» (87). Para fundamentar
tal nueva vida global se precisa de un comienzo histórico, que
Schleiermacher, a diferencia de Kant, sólo consideraba posible
gracias a un redentor históricamente real (88, cf. 93): Este no
puede haber salido de la vida global de la pecaminosidad (93,
3), y tiene, por otra paite, que ser el «arquetipo» para todos los
miembros de la nueva vida global. «El Redentor queda puesto»,
según Schleiermacher (91, 2), en la conciencia de que esta última
es un hecho.
Schleiermacher y Kant concuerdan en que la naturaleza co­
munitaria y universal del pecado hereditario que ambos defienden
no está fundamentada en una relación natural de descendencia,
sino en la trama social de los individuos y de las generaciones.
Desarrollando esta tendencia argumentativa es como expuso Al­
brecht Ritschl su doctrina del «reino del pecado», que se dice
explícitamente «pieza que sustituye a la admisión del pecado
hereditario»'20. Agustín ha hecho «sujeto del pecado a la hu­
manidad en tanto que especie natural» (318); pero se encuentra
con la dificultad de que la voluntad sólo adquiere su índole me­
diante las acciones, siendo así que es en esta índole en la que
descansa «toda clase de responsabilidad por el mal» (319). Por
otra parte, Pelagio consideraba «forma del pecado meramente a
la voluntad del hombre singular» (318). La idea de un «reino del
pecado» supera este dilema al declarar sujeto del pecado a la
humanidad, no en tanto que especie natural, sino,«en tanto que
suma de todos los hombres singulares, en la medida en que la
acción egoísta de cada uno, que le pone en inconmensurable
acción recíproca con todos los demás, se dirige, en el grado que
sea, a lo contrario del bien y conduce a la vinculación de los
individuos en un mal común» (317s). En esta idea, según Ritschl,
«se.poue_claramente.de relieye^xsS-ialYa todo aquello a lo que
se apuntaba con razón en la noción de pecado hereditario» (326),

120. A. Ritschl, Die christliche Lehre von der Rechtfertigung und V


söhnung III (1874; 31888), 317ss, cita de 326. Schleiermacher, al que Ritschl
refiere la «idea del pecado común», es aquí censurado por haber intentado
«poner esta idea bajo el título tradicional de pecado original, cuando es cosa
muy diferente de éste» (321),
Centralidad y pecado 159

aunque ésta debe partir del pecado individual y supone su con­


cepto (310).
La teoría de Ritschl acerca del «reino del pecado» ha surtido
persistentes efectos. Incluso donde no se la aceptó como susti­
tución de la doctrina del pecado hereditario, se le concedió el
valor de complemento necesario de ella por lo que hace al con­
texto social de la vida de los individuos121. Después del concilio
Vaticano II Jian surgido también concepciones semejantes en la
teología católica, si bien no parecen conscientes de sus puntos
de contacto con Ritschl. Sobre todo, por ejemplo, P. Schoonen-
berg ha descrito el pecado hereditario como un «estar situado»
el hombre en su contexto vital social. Este «estar situado en el
pecado original, ciertamente precede a la toma de actitud personal
del portador del pecado hereditario; pero pertenece esencialmente
a la esfera (inter)personal, porque surge de las decisiones per­
sonales (de otros)». Sirviéndose de esta perspectiva es como
quiere Schoonenberg, de la misma manera que quiso Ritschl,
«delimitar el pecado original tanto frente al dominio de lo m e­
ramente natural, cuanto frente al de la 'decisión personal». Hace,
por otra parte, hincapié en que este estar situado o ser-en-situación
debe entenderse como una nota que no permanece sólo externa
respecto del individuo, sino que es una característica interna de
su existencia*22-^De modo semejante, K. Rahner ha interpretado
también el «pecado original» como «la universalidad y el carácter
insuperable de la determinación de la situación de la libertad por
J a culpa e n j a historia una de la humanidad»; y subraya asimismo
que «ia libertad asume forzosamente en lo definitivo de la exis­
tencia que se ha puesto a sí misma el material en el que se realiza

121. A sí, en P. Althaus, D ie christliche Wahrheit (JI952), 371s. También


E. Brunner (Der M ensch im Widerspruch, 116s) pensaba que esta idea era
«valiosa», si bien el resultado de que Ritschl la sustituyera por el peccatum
originis es, en su opinión, «pelagianismo profundizado en el sentido de la
psicología social» (cf. "Dogmatik II, 110s). Es extraño que la Kirchliche D og­
m atik de Barth, cuando expone ia doctrina del pecado pase del todo por alto
la teoría de Ritschl. La gran repercusión que inicialmente tuvo hizo decir en
1912 a H. Stephan que se había convertido en «patrimonio común de ia dog­
mática» de aquellos tiempos (Lehrbuch der evangelischen D ogm atik de F .A .B .
Nitzsch, en tercera edición a cargo de H. Stephan, Tübingen ¡912, 334).
122. P. Schoonenberg, 'D er Mensch der Sünde, en M ysterium Salutis II
(1967), 845-941; las citas son de pp, 931, 928 y 924. Cf, del mismo autor
Theologie der Sünde, Einsiedeln 1966.
160 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

aquélla,' y la asume como un momento interno constitutivo y


codeterminado originariamente por ella misma'»123.
Frente a estas interpretaciones modernas del dogma del pe­
cado original han de suscitarse las mismas dificultades que ya se
hicieron valer contra Ritschl. P. Althaus ha destacado con razón
como «yerro básico» de la teoría de Ritschl «que parte de los
pecados, en vez de de] pecado; de los actos, en vez de del ser
personal». El pecado original, en cambio, quiere decir que «he­
mos sucumbido al mal del corazón, no por las leyes de la in­
fluencia histórica del mal, del ejem plo,-de la tentación, de la
tradición, del entorno y de la atmósfera en que hemos crecido,
sino ya ‘antes’ de todo ello, ‘por naturaleza’, puramente por
nuestro ser de hombres, sea cualquiera el punto de la historia en
que nos encontremos». Y hay precisamente en este nivel, previo
a todas las acciones individuales, una voluntad global, una «ani­
dad de los hombres en su querer», que antecede a las relaciones
recíprocas históricas entre los individuos124. Esto es también lo
que quiere, decir la fórmula agustiniana, que hizo suya el concilio
de. Trento, según la cual el pecado de Adán se transmite.pro-
pagatione, non imitatione' ^ N o hace falta.considerar esenciales
para el dogma las ideas de Agustín acerca de la transmisión
hereditaria del pecado. Lo decisivo es que la perversión peca­
minosa la poseen de nacimiento los individuos y, precisamente
por ello, es común a todos los hombres como «hijos de Adán».
Esto es lo que hace ía radicalidad del pecado, que precede a toda
toma personal de actitud. Naturalmente, Schoonenberg puede
indicar que el estar situado interpersonal precede a la toma per­
sonal de posición del individuo (cf. supra, 159); pero es preci­
samente en la medida en que esto sucede como no puede ya
entenderse que ese estar situado sea una nota interna del ser
individual por lo que hace a su autodecisión. El individuo, aunque
no pueda ya con ello evadirse de él, sí puede, desde luego,
distinguir y distanciar respecto de sí, como un mundo ajeno y
que le enajena de su sí mismo auténtico, el contexto social en el

123. K. Rahner, Curso fundam ental sobre la f e , Barcelona 1979, 140,


136.
124. P. Althaus, Die christliche Wahrheit, en n. 120, 372 y 373.
125. DS 1513; cf. Agustín, De pecc., m er., et rem. (412) I, 9, 10 (PL
44, 114), asi como ibíd., n. 12.
Centralidad y pecado 161

que crece. Unicamente no hay ya derecho a este distanciamiento


si la pecaminosidad —en tanto que perversión de la subjetividad
que está a la base de toda acción— va ya unida desde el principio
al yo en devenir. Si hay que ver en ello un «dato biológico natural»,
entonces es que semejante dato pertenece, justamente, a la esencia
de la noción de pecado original. No es, pues, legítimo exponer el
«carácter moral-religioso» de éste como si excluyera ir unido a tal
«dato biológico natural»126. La observación de Schoonenberg de
que en la Escritura no se encuentra «punto alguno de apoyo para
una comprensión biológica o natural del pecado original» sólo es
correcta por lo que concierne a las ideas específicamente agusti-
nianas que vinculan la transmisión del pecado original con el placer
se x u a l. Naturalmente, hay además la limitación de'nuestra actual
comprensión biológica de la vida misma. Y, por otro lado, ¿no
contienen a su modo un aspecto «natural» las afirmaciones paulinas
sobre la relación eníre pecado y muerte, si es que, en efecto, no
es posible poner entre paréntesis como no aludida en ellas a la
muerte natural?127 También podrían implicar una comprensión «na­
tural» del pecado las palabras de Pablo sobre Adán conio terreno
y nacido de la tierra en 1 Cor 15, 44s, que aluden a Gén 2, 7 12S.
Y, finalmente, quizá esté mentada también como de pasada ta!
comprensión en el modo en que Pablo entiende la relación dcí
pecado con la «carne» y sus apetitos129. El dualismo que separa
una esfera ético-religiosa y otra «bialógico-natural» no puede apelar
al pensamiento paulino en su defensa y apenas encuentra apoyo en
el resto de escritos neotestamentarios.
Los teólogos modernos.que han reconocido la insostenibilidad
de la teología tradicional del pecado original por las razones que
he señalado, pero que, a pesar de ello, siguen sosteniendo que
tardos los hombres son de nacimiento pecadores de por sí, y no

526. A sí, P. Schoonenberg en M ysteniim Saltáis II, 93Í. La misma mala


comprensión en K. Rahner, Curso fundam ental sobre la fe , 140s.
127. Cf. sobre este problema lafe cautas observaciones de Schoonenberg,
o. c., 935, en donde apela a L. Boros y a K. Rahner. Acerca del tema «pecado
y muerte», cf. también el excurso a este párrafo. Sobre la posibilidad de
distinguir entre la «muerte como fin natural de la vida física» y una muerte
del juicio en Pablo, R. Bultmann hace notar lacónicamente, en conexión con
Rom 5, 12: «Pero no hace esta distinción» (Teología del nuevo testamento,
Salamanca 2!987. 307).
128. R. Bultmann, o. c., 307.
129. Ibid., 293s, sobre todo, 298.
162 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

a consecuencia de que queden envueltos en la red de la corrupción


de la sociedad, han solido intentar resolver el problema de la
responsabilidad del hombre por este estado admitiendo un primer
pecado suprahistórico. y mítico. Esta hipótesis, en su forma exis-
tencialista, representa la idea mayoritariamente defendida en la
teología evangélica actual130.
Su origen está en J. Müller131. Este teólogo partió del dilema
de que, de un lado, hay de hecho «una pecaminosidad innata en
todos los hombres», que se presenta en forma de egoísmo; pero,
por otra parte, sólo es posible afirmar que hay culpa personal
cuando 1a persona «es autora de su pecado por decisión de sí
misma». Müller creía que esto último sólo podía armonizarse
con el hecho de la pecaminosidad innata suponiendo una decisión
culpable anterior al nacimiento. Llegó así al «concepto de una
pecaminosidad fundada allende nuestra existencia individual en
el tiempo», para el que pudo apoyarse en la interpretación kan­
tiana de la caída de Adán como «hecho inteligible previo a toda
experiencia» m . En el caso en que se tratara de un hecho que
realmente precedió-a la vida temporal, como Müller supuso, la
objeción de R. Rothe es irrecusable: «Que haya que pensar una
criatura, o sea un ser finito, en un modo de existencia extratem­
poral y comprendido en una autodeterminación atemporal, cons­
tituye una exigencia que se contradice a sí misma, porque la
temporalidad es precisamente una nota esencial de todo lo fi­
nito»133. La hipótesis es, en efecto, autocontradictoria, porque el
pensamiento de un hecho que precede a la existencia temporal
de la criatura sólo puede concebirse como temporal por relación
a lo que lo siguió e igualmente por relación a lo que lo precedió.
Es, en cambio, menos pertinente otra objeción que se ha hecho
también a Müller, a saber: que «la tesis es totalmente individua­
lista» y carece por completo, de «la consideración de la humanidad

Í30. Cf. respecto de ¡o que sigue, H. Fischer, Grundlagenprdbleme der


Lehre von Urstand und Fall. Ein Beitrag zur Methodenfrage der Theologie
(tesis doctoral), Marburg 1959, 9ss.
131. J. MülJer, Die christliche Lehre von der Sünde II, 495ss.
132. I. Kant, La religión dentro de los lím ites de la mera razón, Madrid
1969, 212-213, nota 25. Sobre ello, J. Müller, o. c., II, 97s, lOOss (con una
valoración positiva de ia doctrina platónico-origenista de la caída del alma:
lO ls), 103ss.
133. R. Rothe, Theologische Ethik (21870) III, 53 (§ 480).
Centralidad y pecado 163

en conjunto»134. M üller quiso, más bien, unir la tulpa del indi-


viHüo con la universalidad del pecado,' siguiendo la descripción
kantiana de la tendencia al mal como «entretejida en la naturaleza
humana y enraizada en cierto modo en ella» y, sin embargo, al
mismo tiempo, «contraída por nosotros m ismos»135. Kierkegaard
había formulado en 1844, en El concepto_de la angustia, este
estado de cosas de una manera a la vez más clara y más sencilla,
mediante la tesis de que todo hombre —y, por tanto, también
Adán— es «a la par él y la especie entera, de tal suerte que toda
la especie participa en el individuo y el individuo en toda la
especia»!3a. La caída que precede a la existencia del individuo
va aquí unida a la prioridad de la especie humana respecto de
él, y, sin embargo, la realidad de la humanidad, que antecede a
su existencia, no es algo ajeno al individuo, puesto que, antes
bien, él es «él mismo y toda la especie». Por ello, en el pecado
de Adán no sólo tienen parte todos los demás individuos, de
acuerdo con la idea tradicional de que en Adán estaban todos
ellos, sino que la caída vuelve a realizarse de nuevo en cada vida
individual, en el paso desde la angustia al hecho de la-libertad,
en el que el individuo se escoge y se establece —y, a la vez, se
pierde— a sí mismo. Pero, por sugestivo e iluminador que pueda
parecer este pensamiento a prim era vista, cuando se lo examina
más despacio se vuelve dudoso que acierte en el blanco de la
idea de que todos los hombres nacen ya pecadores. La angustia
sí estaría en el caso de hallarse en todos los hombres de naci­
miento; pero, según Kierkegaard, no es ella misma aún pecado137.
De este modo, su argumentación viene a parar en que cada in­
dividuo repite mediante su propia acción lo que caracteriza a
toda la especie y se realizó ya en su primer antepasado. Pero,
entonces, por una parte, no^es la pecaminosidad innata, sino la

134. A sí, H. Fischev, G rundlagenproblem e..., en la nota 129, 10, tras


los pasos de K. Heim y P. Althaus (Die christliche Wahrheit, 385s).
135. J. Müller, Die christliche L ehre... n , 497; cf. I. Kant, La religión
dentro de los lím ites de la mera razón, Madrid 1969, 42, 40. Müller desarrolla
esa vinculación con vistas a su hipótesis de un triple estado original del hombre
(II, 528). Al nexo entre el aspecto individual y el aspecto universal en la
existencia del hombre corresponde la admisión de una pecaminosidad originaria
y atemporal del género humano (531).
136. S. Kierkegaard, Der B egriffi Angst, Hirsch 11, 25 ( = SV IV, 300).
137. Cf. irtfra, 125ss (ver las notas 66 y 68 de este capítulo).
164 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

acción pecaminosa' de cada uno lo qué tiene importancia fun­


damental para su pecado; y, por otra páfte, la acción’ del individuo
carece ya~eri"aBsolutó de libertad para la justicia delante de Dios,
sino que no puede más que volver a ejecutar el destino común
a la humanidad, a saber: que la decisión de asir la finitud acarrea
la consecuencia de la perversión del ser de sí mismo. Tal decisión
no es en modo alguno origen del pecado, en el sentido que J.
Müller exigía de un posse non peccare. Así, la tesis de Kier­
kegaard, que pretendía ser la superación del dilema entre pecado
original hereditario y responsabilidad, fracasa en realidad entre
las alternativas de la pecaminosidad innata y ia atribución de
todos los pecados a la acción del individuo. Si, de acuerdo con
la interpretación de páginas atrás (127ss), hay que entender el
pecado como constitutivo respecto de la propia angustia, entonces
lo que Kierkegaard realmente describió- es ya siempre un efecto
de la pecaminosidad previamente presente, y la atribución de los
pecados a una acción originaria de la libertad no es más que
ilusión. .
En la teología evangélica del siglo XX ha encontrado amplia
aceptación la idea de un primer pecadp suprahistòrico, bien en­
lazando con el modo en que J. Müller interpretó la derivación
kantiana del mal radical a partir de un hecho inteligible anterior
a toda experiencia, bien más en el sentido de la idea kierke-
gaardiana de la presencia actual de todo el género humano en la
acción del hombre individual. K. H eim 138 y P. Althaus1^ desa­
rrollaron la tests de Müller, pero haciendo más hincapié en el
carácter de común a la humanidad que tiene el pecado original.
Althaus lo hizo en oposición creciente frente a la hipótesis «es­
peculativa» de un «trasmundo» por detrás de la historia: «Uni­
camente conocemos el pecado de la humanidad en la historia, y
no inventamos un trasmundo más allá de ella». Y, sin embargo,
en ía «Exposición del existenciario ‘pecado’» considera «inelu­
dible» el pensamiento de un estado primitivo que, en la conciencia
del pecado, se sabe perdido. Sólo así cabe impedir, según él,
que el pecado se haga pasar por parte de la creación, en vez de

138. K. Heim, Leitfaden der Dogmatik, segunda parte (1921), 45ss.


139. P. Althaus, Religiöser Sozialismus (1921) 69; del mismo, Die letzten
Dinge (1922) 82s; también del mismo autor, Zur Lehre von der Sünde: Zeitsch­
rift für Systematische Theologie (1923) 314ss.
Centralidad y pecado 165

interpretarlo como culpa del hombre. Pero ese estado originario


no significa prius alguno temporal o tjístórico. Cada hombre peca
«simultáneamente» con la humanidad entera, como expresión de
una «decisión originaria» com ún140. En el modo en que Althaus
prolonga a Müller hay objetivamente una aproximación del punto
de partida de éste al pensamiento de Kierkegaard. Lo mismo ha
sucedido con las afirmaciones de K.- Barth. Si en la segunda
edición de La Caria a los romanos hablaba de la realidad histórica
del pecado como expresión de una «caída» ahistórica desde la
unidad con D ios141, !a distancia tiende a cerrarse en la Dogmática
sclesial mediante el pensamiento de una «acción vital» del hom­
bre, que, en tanto que individuo, es al mismo tiempo el hombre
genérico y vuelve a realizar la historia de A dán142. Respecto de
tal acción no hay antes alguno «en el que el hombre no fuera
todavía transgresor y, por tanto, aún fuera inocente»143; aunque
la acción vital en cuestión, en tanto que transgresión de) destino
creado y origina] de! hombre, es, al mismo tiempo, ia «caída»
de éste. El problema_de estas ‘afirmaciones de Barth está en 'que
tanto la representación de ]a «caída» como la de la «transgresión»*
suponen lógicaménte un antes, sin el que no" cabe enteñcíéfla
transgresión como «acción» del hombre. Por eso, el contenido
de verdad que hay en estas tesis barthianas sólo se hace accesible
en una interpretación que las despoje de sus visos y cambiantes
contradictorios.
Lo mismo sucede con eí resto de las formas de interpretación
existencialista de la «caída» que encontramos en la teología con­
temporánea. Entre los múltiples ejemplos que hay de ello144, sólo

140. P. Althaus, Die christliche Wahrheit, 386, 38,2 (cf. 383ss), y 385.
«Los primeros hombres y nosotros hoy y los últimos hombres están ante Dios
en su pecado como un hombre, como una voluntad» (385). Para la crítica de
ello, cf. las observaciones de H. Fischer, Grundlagenprobleme.., 37s.
141. K. Barth, Der R öm erbrief (~ 1922) 146: el acontecimiento histórico
de! pecado es «el ocurrir, el caer hacia delante en el tiempo, que remite a una
caída situada ‘detrás’ de toda temporalidad». f
142. Kirchliche Dogmatik IV /1 (1953), 556 (en 557, rechazo del concepto
de pecado original hereditario) y 568. '
143. Ibid., 551s; cf. III/1, 35 Is. Objetivamente, la intención de Barth es
aquí comparable al rechazo en P. Althaus de una interpretación temporal e
histórica del «estado original», aunque en Barth adopta la forma del rechazo
del estado original como, en general, un «estado» del hombre.
144. Cf. también R. Niebuhr, The Nature and Destñiy o f Man 1, 269,
277s, así como R. Pienter, Schöpfung und Erlösung, Göttingen 1958, 239ss.
J66 El hambre en.la naturaleza y la naturaleza del hombre

mencionaré a E. Brunner. También él comenzó partiendo de las*


ideas de J. Müiler"*5, de'quien se distanció, sin embargo, en
1937, porque su doctrina de una «pecaminosidad que tiene su
fundamento allende nuestra existencia individual en el tiempo»
le pareció una «violación especulativa y metafísica del límite que
está impuesto a nuestro saber, incluido nuestro conocimiento de
fe», que lleva «por la senda de Orígenes»146. Ya en 1927 entendía
Brunner el pecado como «destino de totalidad» del hombre en
la unidad entre los actos singulares y IF p érsd ñ á , pero también
en la unidad" entre indiviciüo ~ Hümáni3á3;*'3e~módcT qüe «el
individuo es como tal siempre representante de la especie»1*7.
Esto es Kierkegaard truncado, en la medida en que Brunner, del
mismo modo que luego Barth con sú noción —tan afín — del
pecado como «acción vital» del hon&re, todo lo pone en el lado
de la decisión, olvidándose de la angustia que la precedía en
Kierkegaard. Con todo esto, tanto’ Brunner como Barth nos deben
la aclaración de la cuestión de cómo pueda pensarse la totalidad
de la vida como «acción» o hecho (y, con ello, posiblemente
también como culpa), y asimismo la del problema de en qué
relación mutua se hallan lo .individual y lo umversalmente humano
a propósito de la circunstancia de que el componente de culpa
afecte a la individualidad del sujeto de la acción y a ésta misma.
La «acción global» de la vida humana es también ya interpretada
por Brunner comió ~<caída», en la medida en que en el pecado
mismo está supuesto un «ser dado por Dios» a título de «prius
de nuestra existencia empírica' pecadora», del cual, sin embargo,
«sólo tenemos conocimiento en su ir a una con su opuesto: el
pecado»148. Esta prioridad de un estado original que está su­

145. E. Brunner, Die M ystik und das Wort (1924). Reacción crítica, en
W, Künneth, Die Lehre von der Sünde (1927), 82s.
146. E. Brunner, D er Mensch im Widerspruch. 136, n. 2. En su Dogm atik
II, I1 7 s.. parece clasificar Brunner a J. Müller y a cuantos em peños teológicos
empalman con su obra en el contexto de la concepción gnóstico-dualista del
pecado original.
147. E. Brunner, D er M ittler (\927; *1947), 119s. Cf. también D er
Mensch im Widerspruch, 139ss (especialmente 145, sobre pecado originario y
pecados actuales), así com o la cita de Kierkegaard en 133 y la interpretación
que se hace de ella, titulada «La solidaridad en el pecado». Cf. también Dog­
matik II, I07s, 11 lss.
148. Der Mensch im Widerspruch 94 y 102; cf. 121ss. Barth sólo se
distingue de Brunner en este pumo en que se niega a admitir que ese supuesto
Gentralidad y pecado 167

puestamente contenida en la noción de pecado y por contraste


con la cual «no vivimos ya en el bien», implica siempre en las
formulaciones de Brunner la apariencia de un prius temporal,
que él, sin embargo, quiere explícitamente excluir149. Lo cual
muestra, que la «especulación» de J. Miiller, con los problemas
que comporta, no es tan fácil de evitar, si uno conserva, como
él hacía, la noción de caída, pero desea eliminar su historicidad
y su prelación temporal. La argumentación de Miiller tenía de
todos modos la ventaja de la claridad y la buena consecuencia
lógica.
El propósito de Brunner fue siendo cada vez más, y, sobre
todo, en su Dogmática, pensar el pecado como pecado ante Dios
y, por lo tanto, en referencia al destino del hom bre revelado en
Cristo. Llegaba así a una nueva interpretación de la universalidad
del pecado mediante la solidaridad de los hombres fundamentada
a partir de la revelación de Cristo: del mismo modo que el in­
dividuo sólo es «reconocible como persona individual en sentido
pleno» a la luz de la revelación de Cristo, así también somos a
esa luz «todos nosotros los hombres uno ante Dios en Cristo»;
y esta unidad de nuestro destino manifestada en Cristo funda­
menta a su vez la unidad y la solidaridad de todos los hombres
en Adán. [«El conocimiento de Cristo crea unidad tanto hacia
atrás como7 en el sentido inverso, hacia adelante. Hacia atrás,
nos reconocemos en Cristo como homogénea humanidad peca­
dora, sometida al destino de la muerte; hacia adelante, como una
humanidad salvada, que participa de la vida de Cristo»150.
La «unidad retrospectiva» de los hombres desde Jesucristo151
quizá es apta para arrojar alguna luz sobre las paradojas que
acompañan al concepto del pecado primitivo en la teología mo­
derna. Lo primero que habla en favor de este punto de vista es

sea un ser o un eitado del hombre. Pero, com o B runner también niega su
prioridad tem poral (94). cabe afirm ar que hay entre am bos un acuerdo fun­
damenta!.
149. Cf. también la crítica de H. Fischer, Crundlagenproblem e..., 27s.
.150. Dogmatik II, 115; cf. ya I lOs. Lo m ismo, tres años después, en K.
Barth, Kirchliche Dogmatik IV/1, 570ss, sobre todo, 572: «Considerándolo
retrospectivamente desde Jesucristo, el ‘último A d á n ', el ‘primero’, el anónimo
de la historia del Génesis, tiene para Pablo existencia y consistencia...».
151. E. Brunner, Dogmatik II, 113.
168 £1 hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

que concuerda bien con el interés paulino por la _figura de Adán,


que, en efecto, deriva de la universalidad de la redención que ha
acontecido por Jesucristo. Pero él conocimiento d e T 'risto no
«crea» sin- más —según la expresión de Brunner— su corres­
pondencia negativa: el dominio universal del pecado, que se
compendia en el pecado de Adán, el Hombre genérico. Más bien,
sucede que la universalidad de la redención supone la del pecado.
H ay, pues, que exponer como tal el dominio universal de éste:
no se lo puede meramente postular a partir de la pretensión de -
universalidad del mensaje salvífico cristiano. Esta pretensión
debe más bien ser verificada antropológicamente. Eso es lo que
hizo Pablo cuando tomó la universalidad del destino de muerte
como indicio de la universaíidad*det pecar y cuando asignó aJia
ley —con su «no codiciarás»— la función de hacer patente en
la desmesura de la codicia la naturaleza universal del pecado. Es
precisamente a través de la mostración antropológica de la uni­
versalidad del pecado como despliega su fuerza de convicción la
relevancia universal de la redención por Cristo. Pero, también es
'verdad, a la inversa, que ios signos de la universalidad del pecado
sólo se han hecho reconocibles a la luz del interés por la redención
universal en todo su amplio y radical 'alcance. La doctrina de la
universalidad del pecado ha surgido, precisamente, en el cristia­
nismo.
El hecho de que la universalidad del pecado se deje conocer
a la luz de la revelación de Cristo como supuesto de ella, justifica
que se busque la raíz del automalogramienlo humano en las
condiciones naturales universales de la existencia: en el desen­
freno de los apetitos o, para hablar en los términos de Pablp, de
la «carne» —cuya raíz última vuelve a ser el egoísmo, la pasión
por el yo —. Ya Agustín mostró de este modo, que es indepen­
diente de la hipótesis de la transmisión hereditaria, la pecami-
nosidad universal, presente en todos los hombres. Tras la des­
trucción a manos de la crítica moderna de la hipótesis de la
transmisión hereditaria a partir del primer padre, Adán, y su
pecado, Schíeiermacher recurrió otra vez a la mostración de
Agustín al describir la pecaminosidad como emergiendo, en la
«actividad para sí de la carne», con las condiciones naturales de
partida que están dadas a toda vida hum ana132. Richard Rothe le

J52. F. ScbJeierraacher, D er christliche Glaube, § 67, 2.


Centralidad y pecado 169

secundó en este punto. También J. M üller reconoció que de esta


hipótesis se sigue la solidaridad de todos los individuos en él
pecado en el sentido de que cada uno de ellos «habría cometido
igualmente el pecado» que llevó a cabo la primera vez uno de
entre ellos153. Es la cuestión de la culpa del individuo por aquel
pecado primitivo lo que queda aún constituyendo un problema,
al menos en tanto que la noción de culpa se restrinja a los efectos
de la actividad voluntaria del individuo. ■
De hecho, ya JScMejermacher distinguió también entre pe-
caminosidad universal (o pecado primitivo) y culpa personal134,
y fue' seguido" aquí "por R ’ Rotffe," Ö.~P’fTei3erer y J. Kaftan y
otros teólogos de la escuela de A. Ritschl153. Kaftan, que trató
de un modo especialmente minucioso esta distinción, apeló en
favor de ella a las palabras de Pablo que dicen que donde no hay
ley no se imputa el pecado (Rom 5, 13; cf. 7, 7). «Porque pecado
es toda volición y acción del hombre que contradice la voluntad
divina. Y es también pecado cuando ni se sabe, ni se quiere, ni
se hace como tal». En cambio, sólo hay culpa personal allí donde
están presentes la conciencia de la ley de Dios y la voluntad de
transgredirla156. Frente a ello, J. Müller consideró la,culfía ligada
inmediatamente con la acción pecam inosa157; lo cual es plausible
cuando todo pecado se tiene por resultado de una decisión res­
ponsable de la voluntad del hombre. Así también, para Thomasius-
la culpa es «el correlato del pecado, vinculado insolublemente
con él»lss. La misma concepción se encuentra en el siglo XX en

153. J. Müller, Die christliche Lehre... II, 464, sobre § 76, 6 de la


Glaubenslehre de Schleiermacher (de ahí tomo las formulaciones que cito).
154. Ibid.. § 71, 1, frente a § 72, 5 y 6.
155. R. Rothe, Theologische Ethik III {’ 1870), 58ss, sobre todo óOs; cf.
55s., pero ya también 33. O. Pfieiderer, Grundriss der christlichen Glaubens
- und Sittenlehre (f,1898). 125. J. Kaftan, Dogmatik (1897; 31901), 322s,,
329s (§ 35); cf. 320s (§ 34). A propósito de Kirn, Häring y Reischle y de otras
tomas de postura, cf, Nitsch-Stephan, Lehrbuch der evangelischen Dogmatik
(3]9 ¡2 ), 328s, así como 327ss. Cf. también R. Niebuhr, The Nature and Destiny
a f Man I, 219ss.
156. J. Kaftan, Dogmatik, 322; cf. 325s y 330.
157. J. Müller, Die christliche Lehre... I, 280ss y 269s., donde se pone
de relieve a la vez que el pecado cualifica ei acto, mientras que, en cambio,
la culpa que de él resulta cualifica a la persona. El supuesto es que. según
Müller, todos los pecados, incluso los innatos, de todos los hombres se apoyan
en un acto inteligible. ■
158. G. Thomasius, Christi Person und W erk... 195; cf. 226s.
170 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

E. Brunner y K. Barth, pero también en P. Althaus159. El sentido


de la radicalidad y la totalidad del pecado se ve puesto en peligro
en estas ideas, al ser destacado su concepto desde el de ía culpa
y en contrasté con éste.
También algunos partidarios de una diferenciación más ta­
jante de pecado y culpa han concedido sin reservas que, en
realidad, en la perspectiva última, «todo pecado hay que enten­
derlo como culpa»160. Por cierto que no se ve del todo cómo
pueda esto armonizarse con la distinción de principio entre ambas
nociones. Parece más bien que hay en este punto una conver­
gencia objetiva con la tesis de E. Brunner y K. Barth, según la
cual la universalidad del pecado se fundamenta retrospectiva­
mente desde la revelación de Cristo y la universalidad de ésta.
Pudimos empezar por prestar nuestro asentjmento_ a esta tesis en
la medida en que el conocimiento de la universalidad del pecado
tiene indudablemente en Pablo esta motivación, aunque, por otra
parte, considerara el mismo Pablo que la extensión universal de
la corrupción del pecado es el supuesto de que,todos los hombres
necesiten la redención acontecida en Jesucristo. Ahora bien, la_
noción de culpa tiene que ver con el conocimiento del pecado
como pecado. Así, es por la ley como se llega al conocimiento
del pecado, al manifestar ésta que la cupiditas contradice la
voluntad de Dios y, por tanto, el destino del hombre. La codicia
contiene en principio esta contradicción sólo implícita, no ex­
plícitamente. Es la ley quien_ia trae a la conciencia del hombre.
Pera la contradicción no viene aún a la luz en su "profundidad y
universalidad plenas por la ley, sino sólo por la cruz de Cristo:
la cruz de aquel a quien Dios resucitó, justificando así su misión.
Que esta contradicción, así como la oposición al mandato de la
ley para aquel que se apercibe de él, alcance el sentido de culpa,
es cosa que sólo se comprende atendiendo a que en Jesucristo,
en tanto que el «hombre nuevo», se trata del destino del hombre
y, por ello; para cada hombre, de la identidad de su ser. En ello

159. E. Brunner, Dogmatik II, 124: «Pecado y culpa son inseparables».


Lo mismo ya en Der Mittler, 123, así como en K. Barth, Kirchliche Dogmatik
IV /1: 539; mas también en P. Althaus, D'te christliche Wahrheit, 357s.
160. J. Kaftan, Dogmatik 323; cf. 334s. Schleiermacher, Der christliche
Glaube, § 71, 2.
Centralidad y pecado

descansa ya también la jurisdicción de la ley sobre el hombre


la exigencia, fundamentada en ella* de que asuma éste su res­
ponsabilidad por sí mismo, no sólo por lo que concierne a sus
acciones, sino también por sus omisiones y, en consecuencia,
por toda la situación en que se encuentra, en la medida en que
no concuerda ésta con el mandamiento de la ley (en tanto que
expresión del propio destino del hombre) 161. Sólo una noción
de responsabilidad que no esté unilateralmente orientada al con­
cepto de la acción, sino que comprenda también la omisión y,
por tanto, el propio estado, puede hacer justicia a este hecho.
Sólo un concepto de culpa que esté fundamentado como «asun­
ción» de la responsabilidad por la propia vida en la conciencia
de los imperativos vinculados al destino de ésta, se adecúa a la
perspectiva de la tesis paulina de la universalidad del pecado,
fundada desde la revelación de Cristo. Unicamente a la luz de
la revelación del «hombre nuevo» en Jesucristo, en tanto que
cumplimiento del propio destino humano, se da a conocer «re­
trospectivamente» la universalidad del pecado en la figura de
Adán, compendio de todos los hom bres162; y es únicamente así
como cabe juzgar culpábles de este estado a los individuos y
como cabe que éstos acepten tal juicio. Es solamente en esta
perspectiva —y , por tanto, como afirmaciones confesionales—
como se legitiman las fórmulas de la teología dialéctica acerca
del pecado como «acto total de la persona»163. Y también la
noción escolástica de la esencia del pecado como carentia ius-
titiae debitae debe entenderse a partir de la perspectiva del destino
dei hombre fundado en Dios y manifestado en Cristo. Aun pre­
sentándose el pecado empíricamente como universal y debiendo
ser considerado supuesto universal del mensaje salvífico cristia­
no, tiene un carácter más bien velado y oculto. Su oposición a

161. J, Kaftan, Dogmatik 334s, describió bien cómo se extiende la con­


ciencia de culpa, desde el abuso de la libertad en acciones aisladas, «poco a
poco, por sobre toda la vida del pecador»; pero no aGlaró, al propio tiempo,
el concepto de responsabilidad que se halla implicado en ello.
162. Es por ello por lo que Schleiermacher. pudo decir que el pecado
original sóio puede llamarse con justicia «culpa» si «cada individuo es a este
respecto el representante del género humano todo», y, por lo tanto, la culpa
concierne «a la totalidad del género» (Der christliche Giaube, § 7 JU, 2). El
carácter de culpa del pecado hereditario es doctrina también de! concilio de
Trento (DS 1515).
163. A sí, E. Brunner, Dogmatik II, 108 y 116.
iaturateza y la naturaleza del hombre

as ^ lz de la ley y radicalmente manifestada


' ^envuelta en la,desmesura de la codicia;
nplica en último término el odio a Dios,

Sa codicia sólo implícito. jSl^pecado e$


_______lada más que en esta forma velada.
m a ’universahdad del pecado se hace patente como tal a la luz
de la revelación, por la ley o bien por el Cristo crucificado y
resucitado, del destino del hombre. Pero la situación objetiva
puesta así de manifiesto es como tal también susceptible de mos­
tración empírica universal, si bien no con el nombre de pecado:
un indicio de ella lo suministra el dominio universal de la muerte,
y su contenido aparece en la universalidad de la cupiditas como
nota de !a conducta humana. Por ello es por lo que la tesis de la
universalidad y radicalidad del pecado, que es el fundamento del
dogma cristiano del pecado original, no precisa de la hipótesis
auxiliar del llamado monogenismo, o sea el origen de todos los
hombres a partir de una única pareja que, al mismo tiempo, es
la autora del pecado hum ano164. La doctrina dogmática tradicional
del estado original adánico fue caracterizada más arriba (69ss).
como el resultado de la transposición del destino del hombre a
una situación mítica primitiva. No se adecúa tampoco, por otra
parte, a la historia bíblica del paraíso por lo que hace al punto
decisivo; pues ésta no está interesada «en explicar el origen de
la pecaminosidad universal, sino el origen del dominio universal
del m al»'1’5. La universalidad del pecado es. por una parte, sus­
ceptible de mostración empírica en la cupiditas y sus impli­
caciones166, como supo ya ver Agustín apoyándose en Pablo. Por
*

164. La necesidad de tal hipótesis la señalaba aún en 1950 para la teología


católica [a encíclica Humani generis (DS 3897), Mas en el curso de la creciente
recepción de la teoría científica de la evolución, por una parte, y, por otra, a
consecuencia de los conocim ientos histórico-críticos sobre Gén 3 y Rom 5,
han surgido también en la dogm ática católica dudüs acerca de la defendibilidad
de la hipótesis. Gf. lo que J. Feiner decía en 1957 en Fragen der Theologie
heute, 2A l-262, con su contribución a Mysterium Salíais II (1967), 562-581,
.sobre todo. 564s. Cf. también P. Schoonenberg, ibid.. 925s.
165. A sí. ya, J. Müller, Ote ehristiiche Lehre... IT, 482. Com párese,
sobre el mismo problema, con las tesis, todavía hoy vigentes, de L. K óhler,
Theologie des Alten Testamento (: 1947), 163ss, sobre todo, 164: «En la perícopa
ni se plantea ni se resuelve la pregunta del origen del pecado o de la culpa».
166. Cf- también K. Rahner, Sobre el concepto de concupiscencia, en
Escritos de teología, Madrid J 1967, 381-419.
Centralidad y pecado 173

otra p arte, en tanto que culpa ante Dios, se la reconoce aMa luz
del destino del hombre manifestado en Jesucristo. _La figura de
/ydán no es más que su expresión simbólica. En el lugar de la
derivación histórica de la humanidad a partir de Adán como
antepasado histórico, en el sentido del monogenismo, surge el
punto de vista de la unidad del destino humano tal como se revela
en Cristo y como se refleja, meramente a título de contrafigura,
en el Adán de la leyenda del Génesis167.

E x c u r s o : Pe c a d o y m uerte

El in d ic io d e c isiv o de la d ifu sió n u n iv ersal del p e c a d o e s, seg ú n


P a b lo , ia m u erte y su d o m in io so b re toda v id a (R om 5 , 12). P a b lo ,
situ án d o se en la p e rsp e c tiv a in te lec tu a l del A T , e n te n d ió la m uerte c o m o
se c u ela natural d el p e c a d o . E n R o m 6 , 23 la lla m a «la so ld a d a» q u e el
p e c a d o p a g a al h o m b re p o r h ab erle se rv id o . Es m uy e v id e n te q u e a la
te o lo g ía actu al le p re se n ta d ific u lta d e s esta re la ció n que P a b lo so stie n e
q u e h a y entre ¿I p e c a d o y la m u erte. Pues ¿ n o é s la m uerte un fen ó m en o
e n te ram e n te n a tu ra l? T o d o lo q u e vive d e b e m o rir. M ie n tra s h asta h a ce
p o c o se a ce p ta b a q u e ef e n v e je c im ie n to y la m u e rte no e ra n fe n ó m e n o s
in so sla y ab le s en la c élu la v iv a, las in v estig a cio n es m ás re cien te s hacen
p lau sib le lo c o n tra rio in clu so re sp e c to d e e so s c o m ie n z o s e x tre m a d a ­
m en te ru d im e n ta rio s d e la vida. A! m en o s to d o s los v iv ie n tes p lu ric e ­
lu la res están de h e ch o so m e tid o s a la m u e rte , a u n q u e n o se influya en
e llo s d e sd e fu e ra . ¿ P u e d e e sto ten e r alg o q u e ver con el pecado del
h o m b re? L a m u erte p a re c e e sta r d a d a con la f in i t u d d e la v id a, y no ha
d e p o d e r c ara cte riz arse a la fin itu d m ism a ya c o m o p e c a d o .
L a teo lo g ía actu al ha c re íd o p o d e r sa lir del p a so a b a se de d is tin ­
ciones. Se distingue la m uerte «natural», que no tiene nada que ver con el

167. Esta perspectiva hace también posible una nueva respuesta a la cues­
tión disputada entre las confesiones referente al significado del bautismo para
el pecado original hereditario. En tanto que ¡a reforma insistía en qüe ¡a con­
cupiscencia que permanece en el bautizado es realmente pecado, el concilio
de Trento (DS 1515) subrayaba que el bautismo elifnina cuarto es propiamente
pecado (tolli lotum, quod reram ei propriam peccati rationem habet). Habría
que conceder a la doctrina agustiniana y reformada que la concupiscencia,
tomada por sí, es de hecho pecado. Pero esto no impide reconocer que, por el
bautismo, este fenómeno se inserta en el nuevo nexo de vida del destino del
hombre revelado en Cristo, y, as7, se transmuta realmente.
174 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

pecado, de la m u e rte d e la h u í d a o de la m u e rte d e l ju ic io , que representan


una exacerbación especia) d e j a muerte natural, por la que ésta se. con ­
vierte para nosotros en separación de D io s 168. K . Rahner desarrolló con
m ucha sagacidad esta concep ción en 1958. En la huella de H eid egger,
Rahner piensa que la vida, puesto que llega a su fin con la muerte,
alcanza m ediante ésta su totalidad. La cuestión es si e llo ocurre en el
m odo de la apertura a D io s, co m o en el m orir de Jesús, o cerrándose
frente a D io s, o sea bajo e l signo del pecado. Pero el su pu esto de esta
concep ción de Rahner e s , precisam ente, la idea, tpmada de H eid eg g er,
de que la vida del hom bre alcanza su totalidad con la m uerte. Este
supuesto muestra ser cuestionable: la muerte no lleva la vid a a su to ­
talidad, sino que la rom pe y arruina esa totalidad169. P o r 'e llo e s por lo
que la resurrección que se espera es para la fe cristiana la v ictoria sobre
la m uerte, a la que Pablo llam a «ei últim o en em igo» (1 C or 15, 2 6 ), y
no só lo revelación de Jo que hace ei sentido auténtico de la propia
muerte170. Si la muerte no lleva la vida a la culminación de su totalidad,
sino que la quiebra, apenas hay m otivo para poner entonces en tela de
juicio su carácter de enem iga de la vida, que, por otra paite, es también
ei que se expresa predominantemente en las afirm aciones bíblicas sobre
ella. A s í, especialm ente en algunos salm os se describe el dom inio de ia
muerte com o el de la separación de D ios, que es para la fe de Israel el
origen de la vida: «¿Se 'habla en ¡¡a tumba de tu benevolencia, de tu fidelidad
en el reino de ios muertos?» (Sal 88, 12). La separación de D io s por e!
poder de la muerte no está en "contradicción con que el poder de Yahvéh
se extienda al propio reino de los muertos, de m odo que ni siquiera allí
quepa ocultarse de él (Sal 139, 8 e t pa ssim ). Q ue el hombre ya no tenga

168. Acerca de lo que sigue, cf. mi artículo Tod und Auferstehung in der
Sichtchristlicher Dogmatik (1974), ahora en Grundfragen system atischer Theo­
logie II, ¡46-159, sobre todo, ISlss. La hipótesis de una muerte «natural», a
diferencia de la «muerte del juicio» —a la que se restringen entonces las
afirmaciones de Pablo sobre la conexión entre pecado y muerte— , ha sido
defendida, sobre todo, por los siguientes autores: P. Althaus. D ie letzten Dinge,
87s y en el artículo Tod, en RGG VI J962) 918; K. Barth, Kirchliche Dogmatik
0/2 (1948) 714ss, especialmente 766ss; P. Tillich, Teología sistemática II,
Salamanca 5J982, 95s; K. Rahner, Zur Theologie des Todes (1958), 34 (tiad.
cast.: Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965); L. Boros, Mysterium
mortis (1962); G.'Schunack, Das hermeneutische Problem des Todes im Ho­
rizont von liö/i? 5 untersucht (1967); E. Jiinge), Tod (1971), 94 et passim .
' 169. Cf. los desarrollos más detallados del autor en Grundfragen syste­
matischer Theologie I, I45s, así como II, 154ss.
170. Asi dice K. Rahner, en notable analogía con la tesis de Bultmann
de que el mensaje de la resurrección de Jesús es la expresión de la importancia
de su cruz (Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual, en Escritos
de teología IV, Madrid 1964, 162s). Cf. R. Bultmann, Kerigm a und M ythos
I (1948), 47s.
Centralidad y pecado 175

en la jm ierte ninguna relación con D io s 171 no quiere decir q u e, a la


inversa, la relación de Y ah véh con sus criaturas tenga que term inar con
la m uerte.
La ló g ic a del m od o en que la B ib lia enjuicia la m uerte se in fiere a
partir de que la vida es e fecto del espíritu de D io s 172: p u esto que la vid a
v ien e de D io s , la m uerte, o sea la separación de la vid a , es propia y
radicalm ente separación de D ios; y a la inversa: la separación de D io s
im plica ya la m uerte. S egú n H. W . W o lff, para el A T la frontera entre
la vid a y la m uerte pasa «exactam ente por donde en m u d ece la alabanza
de D io s» (1 4 6 s). A s í, la im pureza y la enferm edad separan ya de la vida
y abandonan al hom bre a la m uerte. P ero, sobre to d o , en el m arco de
esta ló g ic a , es el pecado quien ha de tener por c o n secu en cia natural la
muerte: la o p o sic ió n contra D io s que tien e lugar en el pecado halla el
fin que le es apropiado en la total separación de D io s qu e sella la m uerte.
P ablo se m u eve p lenam ente en el ám bito de esta ló g ic a cuando escribe
en R om 5 , 12 que todos los hom bres, c o m o A dán, han pecado y han
m erecid o por e llo la m uerte; y tam bién cuando en R o m 6, 23 llam a a
la m uerte la «sold ad a» que el pecad o paga a su s servid ores
¿P uede exp on erse esta con cep ción de la vida y La m uerte tam bién
en el con texto de las in tu icion es actuales sobre la vid a y , en e sp e c ia l,
sobré la form a de la vida del hom bre? E s ev id en te que só lo si cabe
hacerlo será p o sib le dar a la caracterización b íb lica de la m uerte com o
se c u e la del pecad o un sentido arm onizable con el de la actual com pren­
sión de la vida. N o hay que m inus valorar las dificu ltad es con las que
se encuentra la so lu c ió n de este problem a. P roceden sobre todo d el hecho
de que la cie n c ia b io ló g ic a entiende la vid a co m o fu n ción de la célula,
en tanto que una visión de cuño r elig io so , co m o e s la que se expresa en
lo s escritos b íb lic o s , cree que la vida de todo v iv ie n te depende de la
a cció n de una fuerza de vida trascendente y divina. En el caso de los
escritos b íb lic o s, se trata del espíritu o alien to de D io s. En cam b io, la
m oderna com pren sión de la vida propia de la cie n c ia b io ló g ic a ya no
parte de la h ip ótesis de que ésta vien e de D io s , y , por e llo , en su ám bito
ha dejado de pasar por co sa ob via que la separación de D io s tenga por
co n secu en cia natural Sa muerte.
Tan distintas c o n cep cio n es de la vida y la m uerte, ¿pueden ponerse
en parangón desd e algún punto de vista? E l autor de e ste übro, recurriendo

171. Cf. H. W. Wolff, Antropología del A .T ., Salamanca 1975, 137ss,


E¡ poder de Dios incluso sobre la muerte llegó a ser, según esta exposición,
el punto de partida en el antiguo testamento de la fe en la superación de la
muerte. Por otra parte, W olff ¡imita el juicio negativo acerca de la muerte a
la que tiene lugar antes de tiempo. No concerniría, en cambio, a la muerte en
la vejez, «saciada de vida» (148ss). Pero hay que preguntarse si en las obser­
vaciones sobre la muerte saciada de vida de los patriarcas no se expresa la
perspectiva de una época anterior, en la que el individuo y el sentido de su
vida se hallaban aún más fuertemente vinculados al clan y perduraban en él.
172. Cf. C rundfragen systemutischer Theologie II, 149s.
176 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

a T eilhard de Chardin y a Paul T illich , ha intentado en otro con texto


relacionar la com pren sión b íb lic a del espíritu y la vida con el m odo de
entender ésta últim a que trae la im pronta de la m oderna b io lo g ía
c ie n tífic a 173. L o que a llí se e sb o z ó no h ay aquí ni que repetirlo ni que
desarrollarlo, dado que este ex cu rso tien e que lim itarse a la consideración
de la m uerte en tanto que fin de la v id a-h u m an a. Bastará para este
o b je tiv o remitir a las im portantes r eflex io n e s de P. T illich sobre el tem a.
E s verdad que T illich se c o n fe só partidario de la doctrina de la «m uerte
natural», y que subrayó que el p ecad o es «el aguijón de la m uerte, no
su causa fís ic a » 174. Sin em b argo, desarrolló un aparato de con cep tos que
p on e al pecado y a ia m uerte en una relación m ucho m ás íntim a de lo
que cabría esperar desp u és de sem ejan tes form u lacion es, y qu e perm ite,
ad em ás, trazar un puente de unión entre las afirm aciones b íb lica s y la
com p ren sión m oderna de la v id a y de la muerte.
Según T illich , ei pecado lle v a a la «autod estru cción» del hom bre (II,
8 6 ss), ¿C óm o hay que entender esto ? El pecado co n siste en una « a lie ­
nación del hom bre con resp ecto a D io s en ei centro de su y o » (7 2 ). El
hom b re, por tanto, en el p ecado v iv e «fuera del centro d ivin o, al que
esen cialm en te perten ece su propio cen tro». Y esto es así porque el
pecad or se ha convertido en el «centro de sí m ism o y de su m undo»
(7 3 ). Se trata de la «hyb ris» en la que el hom bre quiere ser c o m o D io s
(7 3 s). Esta hybris se corresponde con la n oción agustiniana de a m o r su i.
La hybris en la que e í hom bre — d e s lig a d o de D io s — se hace centro de
su m un do, tien e co m o c o n secu en cia que el 'hombre caiga en la contra­
d icción c o n sig o m ism o , en la m edida en que su propio centro pertenece
e se n c ia lm e n te al centro d ivin o (7 4 ). A s í p u es, el intento de fundar en
uno m ism o la e xisten cia centrada en tom o- de s í h acién dose centro del
m un do, con d u ce a lo contrario de lo que se pretendía: a la pérdida de
s í m ism o y al fracaso de la autointegración (8 8 s). T illich describió este
p roceso m ás porm enorizadam ente en el tercer volu m en de su T e o lo g ía
siste m á tic a (1 9 6 3 ), en ei c o n tex to del estud io de la vida y sus am bi­
valen cias. Si ya en el segu n d o volum en había exp licad o la autodestruc­
ción a con secu en cia de aquel alejam ien to y extrañam iento recurriendo
a fen ó m en o s p sico p a to ló g ico s (TI, 8 9 ), describe ahora en general la
enferm edad com o ruina de la centralidad del organism o, que va acom ­
pañada de ía ind ep en dización de ciertos procesos en él (III, 4 9 s), com o
ocurre, por ejem p lo, en las in feccio n es y el cáncer.
Esta interpretación de la sn ferm ed ad co m o d isolu ción de la autoin­
tegración que se está reproduciendo constan tem ente, de m om ento en
m om en to, er¡* el estado de salud, recib e apoyo de con cep cion es tales

173. Cf. mi Der Geist des Lebens, en Glaube und Wirklichkeit. Kleine
Beiträge zum christlichen Denken (1975), 31-56.
174. P. Tillich, Teología sistemática II, 96. Las indicaciones de página
que siguen en el cuerpo del texto se refieren a esta obra.
Centralidad y pecado 177

co m o las que han surgido, sobre todo, en e! cam po de la m'edicina


psicosom ática. A s í, según V . von W eizsack er, hay que buscar siem pre
la «esen cia» de la enferm edad en «algún tipo de autoenajenación». «Lo
que hace la unidad d e todas las enferm edades e s, p u es, un debilitam iento
del orden v ita l» 175. La coin cid en cia con el punto de vista de T illich es
no só lo d ign a de notarse, sino que fundam enta la im presión de que la
fuerza explicativa de su pensam iento es m ayor que la que T illich m ism o
creía que propiam ente le correspondía. L o que sus ideas implican lleva
claram ente a entender la m uerte físic a , el resultado final de esa disolución
del organism o, co m o secu ela del pecado, y no só lo a hacer comprender
el pecado c o m o aguijón de la m uerte176
La relación de pecado y m uerte a través de la ruina de la autointe-
gración de ¡a vida hum ana — que en T illich sólo está bosquejada—
requeriría detenidas in vestigacion es y com probacion es em píricas de m uy
diversa ín d o le, sobre todo con vistas a una fe n o m en o lo g ía matizada dé
la enferm edad y de la m uerte. En el liiio de la argum entación del presente
libro, la perspectiva de la autointegración y su m ina cabe bien, puesto
que la im a g o e t sim ilitu d o D e i con ceb id a co m o destino del hombre debe
ser entendida co m o aquello que señala su dirección al proceso de au­
tointegración de. nuestro vivir, m ientras que el pecad o, en tanto que
m alogram iento de es¡Ee destino, arruina la identidad del hombre. Qué
efecto s obra la relación entre p ecado y destino en el proceso de la
form ación de la identidad, es un asunto que habrá que seguir analizando
en lo s próxim os capítulos.

175. V. von Weizsacker, Der kranke Mensch, eine Einführung in die


medizinische Anthropologie (1951), 330 y 368; cf. también 283, acerca de la
«nomotropía» del organismo.
176. La exposición de Tillich acerca del pecado, la enfermedad y la muerte
adolece de algunas oscuridades terminológicas, especialmente por lo que hace
al uso de la noción de «centramiento». De un lado, se caracteriza al hombre
por su naturaleza (en su ser «esencial») como el ser perfectamente centrado
(II. 73, 88 et passim). De otro, se dice que es sólo por el pecado como el
hombre «es el centro de sí mismo y de su mundo» (73). Se infiere del contexto
que la concepción de Tillich del «centramiento natural» de la vida humana se
habría expresado más adecuadamente con los conceptos de excentricidad o de
autoírascendencia. Así, Tillich escribe que el centro del hombre pertenece
esencialmente al centro divino (II, 73); que el hombre no tiene «entorno», sino
que lo trasciende en la dirección del mundo (11. 89). Lo que evidentemente
quiere decir es que el hombre sólo podría conquistar la plena autointegración
de su vida a partir del centro divino, allende sí mismo. Este destino o deter­
minación del hombre fracasa y se malogra, justamente, cuando éste intenta
hacerse por sí mismo el centro de su mundo, pues esa intentona conduce a la
desintegración de la vida humana hasta su disolución en la muerte.
178 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

5. Pecado y maldad

En el título de uno de sus libros de más éxito, Konrad Lorenz


llamó en 1963 a la agresión «el pretendido mal». Con esto quieren
decirse dos cosas. Ante todo, el título da a entender que la
agresión es lo que comúnmente se tiene por el mal. Pero, a la
vez, anuncia que tal juicio debe revisarse: que la agresión no es
el mal, sino sólo el «llamado», el pretendido mal. El libro se
propone, en efecto, mostrar que las raíces instintivas de la agre­
sión tienen primitivamente pura significación de conservación de
la especie, y que están limitadas en sus efectos. Según Lorenz,
la agresión es «un instinto como otro cualquiera, y, en condi­
ciones naturales, igual que cualquier otro, al servicio de la con­
servación del individuo y de la especie». Es el distanciamiento
de las condiciones naturales de la vida de la especie lo que ha
liberado en el hombre los «malos efectos» de la agresión177.
A la base de la interpretación que iiace Lorenz de la agresión
se encuentra la hipótesis de que se trata ,de un instinto primiti­
vo y separado. Esta hipótesis, que también defienden otros m u­
chos178, se retrotrae en Lorenz y en otros autores actuales a la

177. K. Lorenz, D as sogenannte Bóse (1963), X y 63. Lorenz ve las


funciones de la agresión intraespecífica que son originariamente conservadoras
de la especie en: 1. ¡a conservación del equilibrio de la distribución de la
especie, gracias a la lucha entre los individuos por las fronteras de su territorio
—que es la forma primitiva de la posesión— (47ss); 2. la función selectiva
que se realiza gracias a la lucha por la pareja (59ss); 3. la protección de la
prole (65), que viene a parar en que crezcan ¡as oportunidades de supervivencia
para quienes descienden de los individuos más fuertes de la especie. Las tres
funciones van muy estrechamente relacionadas con lá jerarquización social. El
desarrollo disfuncional del impulso agresivo en el hombre lo entiende Lorenz
como secuela de la «autodomesticacióti» del hombre que él piensa que ha tenido
lugar. El impulso agresivo ha ido quedando total o parcialmente sin función,
a consecuencia del establecimiento de un orden social que resulta inabarcable
en su magnitud parp el individuo, y que exige la paz; por ello, se abre paso
en formas perniciosas (340ss). Por otra parte, debido al desarrollo de la técnica
de los armamentos, se carece de los mecanismos de inhibición que impiden
propasarse en la agresión.
17S. Además de la escuela freudiana (por ejemplo, A. Mitscherlich), hay
que citar aquí a A. Gehlen, quien en 1969 fM oral und Hypermoral, 42s).
restringió su tesis de la apertura del hombre al mundo reconociendo predis­
posiciones innatas, como las agresivas, en cuya acción destructiva no veía, por
cierto, a diferencia de Lorenz, el resultado de una «autodomesticación» del
hombre. I. Eibl-Eibesfeldt (Liebe and Hass [1970]) ha modificado el punto de
Centralidad y pecado

teoría freudiana del impulso de muerte, a la que Lorenz apela


explícitam ente175. Fue Freud también quien identificó la agresión
y el mal. La tendencia humana a la agresión fue el motivo por
el que Freud juzgó que la hipótesis de que el hombre es por
naturaleza «íntegramente bueno» es una «vana ilusión»180. Sobre
este juicio se apoyaba la actitud crítica de Freud frente al co­
munismo, porque, según éste, es la «institución de la propiedad
privada» lo que ha corrompido la naturaleza del hombre. Freud
considera que el estrago tiene raíces más profundas en esa na­
turaleza. Sin embargo, los hombres tienen tendencia —siempre
de acuerdo con Freud— a reprimir y expulsar de su conciencia
el lado deforme de su naturaleza que se manifiesta en la agresión.
Era así como Freud se explicaba también el rechazo que él mismo
encontró para su hipótesis de un impulso de muerte, que se
manifiesta «como impulso de agresión y destrucción»: «Pues a
quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar
la innata inclinación del hombre hacia lo ‘m alo’, a la agresión,
a la destrucción y con ello también a la crueldad»’31. La proxi­
midad de Freud. a la doctrina cristiana del pecado —puesta de
relieve por P. Tillich182— se expresa claramente en esa frase.
Ello es también verdad para el modo en que este pensador expuso
la oposición entre la tendencia agresiva a causar daño al prójimo
y el mandamiento del amor; oposición que denota para él la
perversa cualidad de la agresión, la cual «obliga al lujo de la
cultura». Pues «a consecuencia de esa recíproca enemistad pri­
maria de los hombres, la sociedad de la cultura se halla cons­
tantemente amenazada de destrucción». Y, en su opinión, «la
cuestión de la tjue pende el destino de la especie humana» es la

vista de su maestro, Lorenz, ai considerar ia amistad y el amor al prójimo


como contraprincipios que se oponen primigeniamente a ia agresión y que están
llamados a suavizar-los efectos de ella.
179. K. Lorenz, Das sogenannte Bose, X .
180. S. Freud, El malestar en la cultura, en Obras Completas ^ X I,
Buenos Aires 1976, 57-140; (la cita es de 109-110).
181. Ibid., 61-62 y 60. Freud trabajó desde 1915 con la hipótesis de un
impulso de muerte opuesto a los impulsos de vida (De guerra y m uerte. Pro­
blemas de actualidad, en Obras Completas XIV, Buenos Aires 1979 . 293,
297). H. Nolte ha puesto de relieve el punto de arranque histórico que tiene
esta teoría; Über Aggressiott, en Lepenies-Nolte, Kritik der Anthropologie
(1971)', I03ss, sobre todo, 105,
182. P. Tillich, Teología sistemática n , 78s.
180 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

de si tendrá éxito en «dominar la perturbación de la vida en


común que obra el impulso humano de agresión y autoaniqui-
lamiento». El éxito lo esperaba Freud del auxilio del «Eros
eterno»'83.
No fue él el primero en describir la .maldad como inclinación
a causar daño a otros. Ya Schopenhauer había dicho de la maldad
que, a diferencia del mero egoísm o, «busca el daño y el dolor
de otros sin ninguna ventaja para ella, sin pensar en absoluto en
el propio provecho»184. Por otra parte, sin embargo, el puro afán
de destruir, la maldad totalmente inútil era tradicionalmente te­
nida por algo imposible para el hombre. Esa era todavía la opinión
de Kant, y al expresarla no hacía sino transmitir la concepción
dominante en la tradición cristiana. Sólo en la idea de Satán se
representaba la realización de aquella maldad extrema. Pero hasta
en este caso no se consideraba el afán puro de destrucción como
un fenómeno primitivo, sino como algo derivativo. Lo cual sin
duda se correspondía con el hecho de que la teología cristiana
no ha concebido a Satán como potencia originaria opuesta al
amor divino, en el sentido del dualismo metafísico, sino más
bien como criatura caída. La raíz de la maldad de Satán es, según
Agustín, su incapacidad de hacerse Diós. El desenfrenado amol­
de sí que pone a uno mismo en el lugar de Dios trae consigo
—también según A gustín— , a una con el odio a Dios, el odio
hacia todo lo creado por El. La destructividad es la secuela y la
forma fenoménica de la maldad de Satán, pero no el origen de
ella. Tanto menos cabe hablar, en la perspectiva de la doctrina
cristiana, de una disposición primitiva en el hombre para la des­
tructividad puraIS5. Si ya el pecado de Satán sólo se dirige contra
Dios indirectamente, y lleva al odio hacia él tan sólo como con­
secuencia de la pasión sin límites por sí mismo, ese carácter
indirecto muestra aún mayor grado de refracción en el pecado

183. S. Freud, El malestar eh la cultura, 128.


184. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, libro
jTV, Barcelona 1985, § 61.
185. No está, pues, justificado contar entre las hipótesis que admiten un
impulso primitivo del hombre a la agresividad y la ferocidad, la «leyenda»
cristiana de la «pecaminosidad innata» o pecado original hereditario, como
hace, por ejemplo, M .F.A. Montagu, Die neue Litanei von der «angeborenen
Sündhaftigkeit» oder: «Erbsünde frisch aufgekgt», en; M. F. A. Montagu
(ed.), Meñsch und Aggression (1974), sobre todo 36.
Centralizad y pecado 181

humano. El hombre, en tanto que ser sensible, está primariamente


vuelto hacia los objetos de su mundo. Por ello, su pecado posee
primariamente la forma del ansia por poseer y disfrutar las cosas
que se le aparecen como codiciables. En la codicia del hombre
actúa sólo implícitamente y como motor último el amor sin me­
dida a sí mismo, que, a su vez^ implica la hostilidad hacia Dios.
Naturalmente que el hombre puede también estallar en destruc­
tividad ciega dirigida contra todo aquello que menoscaba su amor
de sí mismo; pero esta maldad destructiva, según la visión .cris­
tiana, no radica, ni en el hombre ni en ninguna otra criatura, en
un impulso primitivo. La fe cristiana en la creación lucha contra
semejante exageración de tendencia mitologizante, para la que
el mal en el hombre se convierte en oposición primitiva a la
bondad divina. El mal procede en el hombre de su naturaleza de
criatura mediante el malogramiento de su destino a ser a imagen
y semejanza de Dios. Sólo en un sentido amplio y teniendo a la
vista que su última consecuencia es el odio a Dios y al prójimo,
cabe llamar «mala» ya a esta flaqueza del hombre —que se
manifiesta como pecaminosidad— . Esto quiere decir, por cierto,
que el pecado, en su raíz —que suele permanecer oculta para los
hombres—, es malo, tal como se reconoce expresamente en la
confesión de los pecados; pero esta maldad no siempre se deja
ver en su forma fenoménica, es decir, en la conducta de los
hombres respecto de los otros hombres. Si se restringe la noción
de la maldad a la intención de causar daño a otros, en el sentido
de la maldad moral, entonces no cabe entender aún el pecado
mismo como (intencionalmente) malo, aunque sí como raíz y
origen de la maldad. Es, üesde luego, malo en su raíz, pero no
puede equipararse a la maldad moral. El hecho de que su ápice
—oculto para el propio pecador— apunta desde un principio
contra Dios, es cosa que reconoce el pecador sólo en la confesión
retrospectiva de su culpa: «Contra tí solo he pecado» (Sal 51, 6).
¿Qué camino hay dtsde el pecado como amor sui y cupiditas
a la maldad destructiva? Agustín describió el nexo entre ambas
cosas desde la perspectiva —típica de la antigüedad y que se
remonta a Platón— de la envidia: el orgulloso ángel Lucifer se
llena hasta tal punto de envidia, a causa de su orgullo, que lo
separa de Dios, que, en vez de someterse a El, goza con tiránica
arrogancia del sometimiento de otros. Por envidia no pudo so­
782 El hombre en ¡a naturaleza y la naturaleza del hombre

portar que el hombre permaneciera inocente, y por ello lo tentó156.


La doctrina agustiniana del pecado podría aducirse como testi­
monio en favor de la tesis de Helmut Schoeck que afirma que la
envidia es el «fenómeno fundamental» que está a la base de
formas de conducta tales‘■como «la agresión, la hostilidad, el
conflicto, la frustración», etc. 187. Pero, en realidad, Agustín fue
más allá y más atrás del fenómeno de la envidia al derivar su
surgimiento a partir del amor sui —precisamente, a partir del
amor sui frustrado— . Aunque, por otra parte, Agustín consideró
sólo de modo restringido y parcial la relación entre amor sui y
agresión. Tal parcialidad se debe justamente a la noción de la
envidia como motivo de la agresión. Por una parte, ia conexión
psicológica del amor sui y la envidia como motivo se muestra
posible, pero no forzosa; por otra, no se aprehende desde la
envidia la extensión completa del comportamiento agresivo. Ante
todo, se deja completamente a un lado la agresión dirigida hacia
dentro, contra el sujeto mismo. El motivo ‘envidia’ desvía pre­
cisamente ia mirada de este fenómeno, ya que sólo puede en-
vidiárse a otros. Agustín pudo, •ciertamente, hacer hincapié-en
la impotencia de la envidia nacida del amor sui de Satán, ai
menos en la medida en que esa envidia se dirige contra Dios.
En efecto, los enemigos de Dios no logran hacerle daño; en
realidad, solamente se perjudican a sí propios con su caída188.
Pero precisamente esta idea, que es un ejemplo de la actuación
aparentemente paradójica de la providencia divina, muestra lo
ajena que era a Agustín la hipótesis de que el orgullo del pecador
pudiera tener como consecuencia incluso la intención misma de
perjudicarse a sí propio. De nuevo.se hace patente en este punto
que Agustín no pensó aún plenamente las secuelas del pecado
respecto de ia relación del hombre consigo mismo. Como ya se

186. De civ. Del XIV, 1 1 , 2 ; «Postea veroquam superbus ille ángelus,


ac per hoc invidus, per eandem superbiam a Deo ad semetipsum conversas,
quodam quasi tyrannico fastu gaudere subditis quam esse subditus eiigens, de
spiritali cecidit,.,. malesuada versutia ín hominis primi sensus serptíi'e affectans,
cui litique stanti quoniajn ipse ceciderat, invidebat,... sermocinatus est feml-
nae». Sobre la intención destructiva de esta conducta, vid. XI, 13, en que la
seducción recibe el nombre de asesinato (del alma}.
187. H. Schoeck, Der Neid. Eine Theorie der Gesellschaft (H 968), I4s;
cf. 90s, 118s et passim.
188. De civ. Dei XII, 3.
C entralidad y pecado 183

puso de manifiesto antes (cf. supra, ll6 s ) sólo en la modernidad


se ha descrito el pecado coherentemente como perversión en la
subjetividad misma del hombre. El desarrollo de este pensamiento
ha alcanzado su punto culminante hasta ahora en los análisis
kierkegaardianos de la angustia y la desesperación, y en este
lugar convergen la noción cristiana de pecado y la evolución de
la investigación moderna sobre la agresión.
Desde 1939 compite con las teorías pulsionales de la agresión
la teoría de la frustración, que ya no entiende ja conducta agresiva
como exteriorización de un impulso independiente de agresión,
sino que la vincula más bien a los impulsos del y o 189. Ya había
tomado esta dirección el artículo de Alfred Adler de 1908 titulado
El impulso de agresión en la vida y en la neurosis, que entendía
la agresividad como un impulso al que están sometidos los demás
impulsos singulares y que «garantiza la dinámica impositiva de
la conducta»190. Este modo de referir la agresión al impulso de
conservación y expansión de sí mismo —que no evoca casual­
mente, por cierto, la noción nietzscheana fundamental de volun­
tad de poder191— no llegaba, sin embargo, a explicar la peculiar
ambivalencia de Sa agresividad, que puede volverse no solamente
contra otros, sino también hacia dentro, contra el propio sujeto.
Ambivalencia que precisamente sí se tenía en cuenta en la hi­
pótesis freudiana del impulso de muerte. Pero tomando como
punto de vista básico la idea de frustración, pudo también ha­
cérsela comprensible a partir dei impulso de autoexpansión. En
este caso, la agresividad ya no es simplemente la expresión de
la dinámica vital de éste; toma, «en el marco del impulso de
autoconservación, y por reacción, un giro destructivo en situa­
ciones en que la imposición de una pretensión tropieza con alguna
resistencia»192.
La reducción de la agresión al impulso de autoconservación
y autoexpansión suele ir unida con la tendencia a disculpar y

189. J. Dollard, R.S. Sears et al., F rustraron and Aggrcssion, New


Haven 1939.
190. H. Nolte, Über Aggression, en nota 181, J 18.
191. A diferencia de lo ocurrido con su popularización ulterior y simpli-
ficadora. la noción de la voluntad de poder contiene en N ietoch e mfimo un
elemento de autosuperación y, por lo mismo, de autotrascendencia, y no quiere
sencillamente decir imposición de sí mismo.
192. H. Nolte, Über Aggression, 115.
184 E l hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

declarar inocente o inocua la conducta agresiva. Cuanto más


inclinado se está a reconocer a los individuos el derecho al des­
pliegue sin trabas de sus disposiciones naturales, tanta más fa­
cilidad se tiene para encontrar comprensible o hasta justificada
la conducta agresiva, no siendo ésta más que la expresión de la
reacción a una reducción y merma de ese impulso natural de
autoafirmación y autoexpansión. Lo problemático de semejantes
concepciones se muestra con especial claridad cuando se las
aplica a cuestiones del derecho y el procedimiento penales; pero
también por lo que concierne a ]a tarea educativa, cuando se
aboga por una amplia tolerancia o incluso por el estímulo de la
conducta agresiva en el niño como medio para el robustecimiento
del yo infantil. Tan verdad es, en otro respecto, que el yo en
formación y todavía débil necesita fortalecimiento y apoyo, como
es cuestionable la hipótesis de que para ello se deba tolerar y
promover la conducta agresiva. Se ha mostrado que la educación
permisiva precisamente favorece de manera especial un mayor
desarrollo de la conducta agresiva. Lo cual tiene que sonar pa­
radójicamente cuando se considera a la agresividad {o, por lo
menos, a su giro destructivo) únicamente resultado de la frus­
tración. La evitación de mermas del impulso de autoafirmación
tendría que llevar en realidad, según el supuesto, a la desaparición
de la agresividad destructiva. Ahora bien, oponiéndose a la teoría
de la frustración, la psicología del aprendizaje ha probado que
la agresividad de tendencia destructiva de ningún modo surge
sólo de la frustración. Cuando la conducta agresiva es tolerada
o premiada, suscita emulación. Esta conclusión de la psicología
del aprendizaje explica el fracaso de la educación permisiva en
lo que concierne a la evitación de la agresividad destructiva, y
enseña, al mismo tiempo, que en eí giro destructivo.de la agresión
tienen que intervenir factores distintos de la frustración de los
impulsos del yo. Por otro lado, es patente que la contención de
la agresión mediante sanciones sociales no tiene en absoluto que
conducir a un «represamiento de la agresión» que haya luego d^
estallar violentamente por cualquier punto. Más bien, ciertas
sanciones pedagógicas y sociales pueden ayudar al individuo a
llegar a convertirse en él mismo por autosuperación. Es evidente
que los individuos aislados necesitan para ello un apoyo que la
comunidad ofrece o debería ofrecer.
Ceniralidad y pecado 185

Estas consideraciones nos retrotraen a la cuestión de los fun­


damentos- antropológicos de la hipótesis de la frustración. Según
H. Nolte, la promoción de la capacidad agresiva «apoya el des­
pliegue y el triunfo' de los logros que son la autoconservación y
la autorrealización; pero, sobre todo, los de los logros, críticos y
distanciadores»; en tanto que esas mismas energías, «en el caso
de que encuentren resistencia exterior, toman una dirección des­
tructiva de acuerdo con patrones de reacción innatos, de base
fisiológica»; incluso, «en el caso extremo se vuelven contra la
propia persona»'95. Parece que el devenir del yo se entiende aquí
como el despliegue, lo más sin fisuras que sea posible, de las
disposiciones primitivamente dadas. En cambio, la teoría de'
Freud acerca de la formación del yo subraya la necesidad del
fracaso de la egoidad narcisista inicial, con su «omnipotencia de
los deseos». El proceso del devenir del yo tiene que superar el
yo oréctico inicial para que el yo real se forme. Se toma, pues,
en consideración la necesidad de la autosuperación en el proceso
del devenir del sí mismo. Frente a esto, la hipótesis de la frus­
tración, con su exigencia de libre despliegue de todas las dis­
posiciones-primitivas; pasa gustosamente por alto la cuestión de
si no habrá quizá algunas posibilidades dispuestas en nosotros
que precisamente no deban ser desarrolladas. Parece tan con­
vencida de la bondad de la naturaleza humana original, que, para
ella, toda influencia social que se le oponga lesiona la integridad
de la evolución del individuo. Tal psicología se queda en la
ingenuidad, por lo que hace a la falibilidad y a la escisión fáctica
del anhelo humano de autorrealización. Hace en primera línea
responsables de los desarrollos erróneos o fallidos a los obstáculos
exteriores que restringen el autodespliegue, y no a una tendencia
del propio yo que lleva a malograr la autorrealización. Y no toma
en cuenta el doble sentido del afán de autorrealización, que tanto
puede significar autosuperación como mero empeño del yo por
imponer sus pretensiones.
Estas objeciones no justifican, sin embargo, un rechazo ab­
soluto de la interpretación de la conducta agresiva a partir de sus
relaciones con la frustración de los impulsos del yo. Interpretar
la agresión únicamente desde el punto de vista de la psicología

!93. H. Nolte, Über Aggression, J3i .


186 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

del aprendizaje sería, respecto de las raíces antropológicas de la


conducta agresiva, una superficialidad aún mayor que la teoría
de la frustración, y el retomo a la teoría pulsional de la agresión
equivaldría a perder otra vez lo más importante que se ganó con
la hipótesis de la frustración: vincular el análisis de la agresión
a los problemas del desarrollo del yo. La consecuencia de la
crítica que acabo de realizar no es el abandono de la hipótesis
de la frustración, sino la exigencia de que se amplíe, se matice
y se profundice justamente en lo que concierne a sus bases en la
psicología del yo. Señala especialmente en esta dirección la in­
clusión del fenómeno de ía angustia en el análisis psicológico de
la agresión. Habría, desde luego, que tomar en cuenta no sola­
mente la angustia que surge como efecto de la frustración194, sino
sobre todo la angustia de existir, que, en tanto que conocimiento
indeterminado de ia vulnerabilidad y el riesgo de la propia exis­
tencia, precede a toda frustración fáctica. El efecto angustioso
de las experiencias frustrantes se vuelve comprensible justo por­
que tales experiencias son apropiadas para intensificar la angustia
existencia] originaria. Esto puede propiciar el paso a la conducta
agresiva, pero puede también motivar la fuga y la depresión195.
Ahora bien, incluso la conducta agresiva que no remite a ninguna
frustración puede ser siempre interpretada en conexión con la
angustia. Así, la angustia por autoafirmarse en la esfera de vi­
gencias del grupo podría ser un factor esencial en la imitación
de ejemplos agresivos; y, en ello, el jugar demasiado con la
angustia mediante la violación de tabúes al abrigo de la solida­
ridad de grupo, puede llevar a la presunción196. Cabe entender

194. A sí, R. Denker, A ngst und Aggression, Stuttgart 1974, 89; cf. 37.
EJ uso limitado en este sentido del concepto de angustia parece depender en
Denker de que descuida la distinción kierkegaardiana entre angustia indeter­
minadamente universal y miedo concretamente referido a algún objeto (28).
El argumento de Denker acerca de que el miedo no puede separarse de la
angustia es correcto. El objeto amenazador siempre actualiza, de un modo o
de otro, la angustia existencial originaria. Pero ello no contradice al hecho de.
que, a ¡a inversa, ia angustia preceda ya a toda referencia determinada a un
objeto. Hay, entonces, angustia sin referencia objetiva determinada y, por tanto,
sin temor a un objeto amenazador; pero, en cambio, no hay temor sin angustia
concomitante.
195. Lo ha mostrado así Denker, Angst und Aggression, 30ss.
196. La tesis de Denker (57s) de que incluso en los casos de imitación
directa de conducía agresiva sin que medie la frustración —casos que efecti-
Centralidad y pecado 187

Sa angustia como condición previa universal de la conducta agre­


siva, si bien el tránsito de la angustia a' la agresión depende de
condiciones adicionales.
La introducción del fenómeno de la angustia en la descripción
de la motivación de la conducta agresiva es también apta para
contribuir a la matización de los fundamentos antropológicos de
la hipótesis de la frustración. En la angustia el yo se experimenta
no sólo en el proceso del despliegue de ciertas disposiciones que
le están dadas inicialmente, sino en un proceso de devenir en
tanto que yo en el que se trata del ser de sí mismo como tal y
cuyo éxito puede exigir autosuperación y sublimación. Sin em­
bargo, por otra parte, el yo está en la angustia de tal modo
rechazado sobre sí mismo que, para hablar con Kierkegaard, se
aferra a su propia finitud y, exactamente así, se pierde. Ocurre
esto tanto en la forma de la agresión, como en la de la depresión.
En ambos casos se malogra la autosuperación y, con ella, el
acceso a la formación y preservación de un yo real propio e
independiente.
. Si la angustia es la forma .fenoménica fundamental del-pecado
en la autoconciencia humana, tanto la agresión (destructiva) como
la evasión y la depresión deberán ser consideradas expresiones
de la pecaminosidad del hombre. Las decisiones de nuestro obrar
están ya de antemano condicionadas por estos temples de ánimo.
Ahora bien, ver que esto es así, ¿no habrá, a su vez, de tener
efectos deprimentes, en vista de la constante presencia de la
angustia en todos los pasos de la vida del hombre? Se plantea
con ello la pregunta de si la doctrina cristiana sobre el pecado
no es por su parte expresión de la agresión en la forma de au-
toagresión.
Difícilmente se negará que hay rasgos de autoagresión que
desempeñan un papel en la historia de la doctrina cristiana del
pecado. Ello es especialmente verdadero por lo que hace a la
estigmatización de la sexualidad en la doctrina agustiniana de la
transmisión hereditaria del pecado. Sólo cuando se quita ia capa
de motivación de la autoagresión (suprimiendo de la descripción

vamente describe la psicología del aprendizaje— podría hallarse a la base de


ellos la angustia, supone, según creo, el entreveramiento del proceso de la
formación de la identidad con la angustia, en el sentido de angustia general
por el propio poder ser. '
188 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

de la esencia —o contraeáencia— del pecado la hipótesis adi­


ciona] de su transmisión hereditaria),'se deja ver en la doctrina
tradicional del pecado,, que tan profundamente lleva la impronta
de A gustín, ese hondo estrato que debe tenerse por el suelo en
que arraiga la agresión: la angustia del-yo que gira en tomo a sí
mismo. Verdaderamente, en la teoría del pecado original, esta
pecaminosidad que estructura Ja conducta del hombre se ha in­
volucrado a menudo de manera indiferenciada con la idea especial
de la transmisión hereditaria del pecado. Por eso es comprensible
que haya podido interpretarse iodo este complejo de pensamientos
acerca del pecado y la culpa como expresión de la autoagresión,
al modo en que ha ocurrido en ]a crítica de Friedrich Nietzsche
a la doctrina cristiana del pecado. Aunque tal crítica aspira esen­
cialmente a más: está dirigida contra los fundamentos de la con­
ciencia de culpa en general. La mala conciencia es-ya, a los ojos
de Nietzsche, «la grave enfermedad a la que tenía que sucumbir
el hombre bajo la presión de ia alteración más fundamental que
ha experimentado: la alteración de encontrarse definitivamente
proscrito.de la sociedad y desterrado de la paz». ¿En qué consiste,
según Nietzsche, esta enfermedad? «Todos los instintos que no
se descargan hacia fuera, se vuelven hacia el interior.,. La hos­
tilidad, la crueldad, el placer de perseguir, de agredir, de cambiar,
de destruir, todo ello volviéndose contra el poseedor de tales
instintos: he aquí el origen de la ‘mala conciencia’» 197. Unos
decenios después, Alfred Adler y Sigmund Freud describieron
de manera análoga la génesis de ía conciencia moral a partir de
la autoagresión. En la Genealogía de la moral (1887) anticipó
también Nietzsche la derivación de la idea de Dios del «miedo
al antepasado y a su poder», así como de Sa «conciencia de estar
en deuda con él»198; una tesis que Freud expuso veinticinco años
más tarde en Tótem y tabú ( i 912). Y, en tanto que, por una
parte, la autoagresión del sentimiento de culpa o endeudamiento
le pítrecía a Nietzsche el origen de la fe en Dios, por otra admitió

197. F. Nietzsche, La Genealogía de la mora! (1887) El, § 16. Es extrañií


que L. Kofler (Aggression und Gewissen [Mimchen 1973]), que desea contra­
poner a la tendencia agresiva la conciencia mora! como «instancia reguladora
de las relaciones recíprocas entre los individuos» (57, cf. 66 ), no entre a discutir
Ía derivación de la («mala») conciencia misma, en Nietzsche (y en Freud). a
partir de una agresión vuelta hacia dentro.
198. ¡bid., II. 19.
Cenlralidad y pecado 189

un efecto retroactivo de exacerbación de la fe en Dios sobre el


sentimiento de culpa: «El advenimiento del Dios cristiano, el
máximo Dios que hasta ahora se ha alcanzado, ha hecho, pues,
aparecer sobre la tierra el máximo de sentimiento de culpa»199.
Así, no sólo el fenómeno del juicio de la conciencia moral y la
idea de culpa ante la divinidad, sino, más restringidamente, tam­
bién la idea misma de Dios, que culmina en la fe cristiana en él,
todo esto junto fue interpretado por Nietzsche como producto de
la agresión dirigida hacia dentro. Por eso el ateísmo pudo llegar
a ser para él la promesa de la liberación de ía carga del sentimiento
de culpa.
La «hipótesis» de Nietzsche sobre que el origen de la «mala
conciencia», de la idea de Dios y de la representación de «estar
en deuda con la divinidad» se halla en una «enfermedad» del
«alma animal» primitiva del hombre es, por cierto, que tal si­
tuación animal originaria,, en la que tuvo su comienzo la historia
del hombre, era un estado de salud, de integridad. Sorprenden­
temente, se topa uno en este punto con un resto de la doctrina
teológica del estado original, si bien en forma secularizada. Que
haya habido en el principio de la historia del hombre un estado
de salud, de identidad psíquica, es cosa que ni puede comprobarse
empíricamente, ni es verosímil. Pero, si se suprime este supuesto,
la «mala conciencia» sigue siendo índice de una no-identidad del
hombre; sólo que ya no cabe interpretar esta no identidad como
la pérdida de una identidad primitiva. Lo que queda entonces
sugerido es, m ás bien, la comprensión de la conciencia de no
identidad como señal de un cierto conocimiento sobre la iden­
tidad, aún no realizada jamás, del hombre. La «maLa conciencia»
se convierte entonces en el reverso de que el hombre haya trazado
desdé tiempos remotos imágenes de sí mismo que iban atrevi­
damente mucho más allá de lo que'él era de hecho. Y, entonces,
la historia de la experiencia religiosa dei poder de Dios debe ser
entendida como una historia de experiencias de estímulo y aliento
en la vía de esta autotrascendencia del hombre: como historia de
un camino hacia la libertad, en vez de, al modo de Nietzsche,
como historia de una enfermedad, de la pérdida de un supuesto
acuerdo primitivo dei hombre consigo mismo. La conciencia de

199. F. Nietzsche, La G enealogía de la moral II. 20,


190 El hombre en la naturaleza y la naturaleza del hombre

ciílpa articula ahora el hecho de que el hombre no es aún idéntico


a la idea de su destino, y el concepto de pecado suministra la
descripción de este hecho en la reflexión antropológica. La con­
ciencia de esa no-identidad no es, pues, producto de una autoa-
gresión, sino el reverso realista de la conciencia de su destino
que el hombre alcanza en el acto de autotrascendencia religiosa.
Por ello, a la conciencia de liberación religiosa y elevación del
hombre, por sobre lo que ya está siendo, a una perspectiva más
amplia de su existencia, va necesariamente unida la conciencia
de la distancia a ía que él se ve aún con respecto a su destino
divino. Y, al mismo tiempo, la conciencia de este destino como
propio fundamenta la asunción de responsabilidad por el estado
de la existencia de culpabilidad respecto de lo que debe ser.
Cuando la función de la doctrina del pecado se comprende
en el contexto de un proceso aún no concluido que tiene por fin
la identidad del hombre, no cabe entonces tergiversarla como el.
producto de la agresión dirigida hacia dentro. La conciencia de
autojnalograrse, la conciencia de] pecado es un momento nece­
sario en el proceso de liberación del hombre hacia sí mismo.
Quebranta la proscripción de la perversión, para la cual la iden­
tidad propia es inalcanzable, y, al mismo tiempo, da la fuerza
que se precisa para aceptar la propia realidad en la conciencia
de la responsabilidad ante sí mismo y en el acto de] arrepenti­
miento, que hace posible la identificación incluso con aquello en
nosotros que hemos de juzgar inadecuado a nuestro ‘sí m ismo’.
Es verdad que la conciencia de la culpa y de la falta adquiere
fácilmente rasgos de autoagresión y se pervierte; sólo hay un
paso desde el conocimiento de la propia no identidad*al odio
hacia uno mismo. Estos aspectos han sido demasiado poco tenidos
en^ cuenta en la doctrina tradicional agustiniana sobre el pecado.
De otro modo, Agustín se habría mantenido más alerta contra la
influencia de motivos de autoagresión en su propia teoría del
pecado. Cierto que rechazó expresamente como pecado la forma
extrema de autoagresión: el suicidio; pero la fundamentación de
ello (que el suicidio es también un asesinato; que, como en el
caso de Judas, expresa la desesperación respecto a la misericordia
de Dios; y que el suicida se cierra toda oportunidad de conver­
sión)200 no ponen el suicidio en conexión con el análisis psico­

200. De civ. Del I. 17.


Centralidad y pecado 191

lógico del pecado en tanto que amor sui y cupiditas. Pero es


patente el nexo entre orgullo y autoagresión. El orgullo no soporta
fácilmente la conciencia de la propia no identidad y del malo­
gramiento de la existencia. Su inclinación a identificar la propia
existencia con la perfección de su destino, su pasar por alto la
diferencia respecto de ella que significa la propia imperfección,
facilita el tránsito desde la conciencia de no identidad al odio
contra sí mismo. Ello hace evidente que la aufoagresión es tan
expresión del pecado como la agresión a otros. El punto del que
se parte es en ambos casos la conciencia de ser igual a Dios, de
la que el orgullo gusta tanto de ufanarse, y cuya vulneración
tanto le irrita. Es importante, sobre todo para predicadores y
pastores, imbuirse claramente en la ambivalencia de la conciencia
de pecado y de la misma doctrina sobre él en la historia del
cristianismo. La conciencia de la propia no-identidad puede tam ­
bién llegar a ser expresión y medio de la perversión y el auto-
malogramiento humanos, y la predicación ;y la enseñanza cris­
tianas acerca del pecado pueden colaborar a ello por descuido,
o. pueden incluso convertirse en palestra de emociones agresivas.
Sólo cuando permanecen estrictamente limitadas a su función en
el ámbito de la formación de la identidad del hombre, en tanto
que momentos en el acontecer de la liberación hum ana, quedan
a salvo de esa perversión.
II
El hombre como ser social
4
Subjetividad y sociedad

1. Autoconciencia y socialidad

Ya en el capítulo anterior se ha hablado de la autoconciencia.


En él no apareció primeramente en el modo de la identidad, como
identidad del yo y el sí mismo; sino, más bien, en el modo de
la no identidad respecto de la relación del hombre consigo mismo
(desde las observaciones de H. Plessner acerca de la escisión en
la relación con e] propio cuerpo que se manifiesta en la auto-
conciencia como tal, a la doctrina cristiana deí pecado, para la
que en la falta contra Dios se trata siempre a la vez de la relación
del hombre consigo mismo: del malogramiento del sí mismo).
En aquellas consideraciones no se tematizó aún la autoconciencia
como tal, sino que se la consideró tan sólo a título de indicio de
la escisión, de lugar en que se dirime la no identidad del hombre.
En. cuanto se tematiza la autoconciencia por sí misma, su com ­
ponente de identidad se vuelve también insoslayable. El propio
conocimiento de la no identidad contiene ya siempre, en la me­
dida en que se trata de no identidad con el «propio» ser: un
conocimiento concomitante de la identidad, aunque se la conozca
precisamente en tanto que pervertida en la no identidad. Podría
ocurrir, sin embargo, que la no identidad sea el modo primario
de la autoconciencia en su desarrollo, y que, por tanto, a la génesis
de la autoconciencia le correspondiera, tanto individualmente
como desde el punto de vista histórico-cultural, que la reflexión
partiera del momento de la no identidad1. Se expondrá porme-

1. Páginas atrás se ha tocado ya brevemente este estado de cosas en


referencia a Nietzsche y Freud (cf. respectivamente 188s y 179s).
196 El hombre como ser socia!

norizadamente en el próximo capituló cómo esto es lo que ocurre


en la génesis individual de la autoconciencia. Pero que también
sucede así en la perspectiva de la historia de la cultura es lo que
sugiere el hecho, excesivamente poco atendido en su importancia
para la historia del concepto de autoconciencia — por lo menos,
en nuestra tradición cultural— de que la realidad de la autocon­
ciencia se haya vuelto primeramente consciente en el aóvoiS a
S|iaut(S fíoj? consciente de m í mismo) o, cuando menos, que se
haya articuäado lingüísticamente por vez primera en ese modo2.
Se trata de la experiencia de que no tengo sólo en el otro, sino
también en mí mismo alguien que conoce mis pensamientos y
mis obras a la vez que yo; y esta experiencia posee el caráctefr,
no exclusivo, pero sí predominante, de crítica e incluso acusa­
ción1.
Este estado de cosas se refleja en un nivel más abstracto en
el curso metódico de la presente antropología. El camino, de' ésta
se inició retrocediendo desde la forma fundamental de la conducta
humana como ser «cabe lo otro en tanto que otro» a la alteridad,
puesta así de manifiesto, del propio ser que se comporta de ese
modo, él cual sabe que no es lo otra. Que ya esta conciencia
está socialmente mediada, es algo que se ilustra mediante el
origen dei cróvoiSa ép.aoTCí3 a partir del.conocimiento compartido
con otros en el contexto de la vida social. Cuando se trata de la
génesis de la autoconciencia, no debe tomarse abstractamente
por sí el ser cabe las cosas, sino a una con su referencia a la
sociedad. La intuición de cómo esto es así se expresa ya en la
Fenomenología dei espíritu de' Hegel, si es lícito entender la

2. Cf. O. Seel, Zur Vorgeschichte des Gewissensbegriffes im altgrie­


chischen Denken, en Festschrift fü r F. D ornseiff (1953), 291-319. Hay, pues,
ya una teoría, incluso solemne, de la autoconciencia en la expansión estoica
de la syneidesis hasta convertirla en ei hegemonikén del alma.
3. Así, H. ,Rei]ier en Hist. Wörterbuch der Philosophie 3 (1974), 576,
especialmente a propósito de la primera vez que, en Demócrito (B 297), aparece
el sustantiva < ru v£Í5T ]ffi< ;; en tatito que Chr. Maurer, en el Theol. Wörterbuch
zum N T VII (1964), 898 subraya la posibilidad de un uso moralmente neutro
del verbo correspondiente. Sin embargo, ya en los trágicos y en Sócrates, como
el propio Maurer testifica, está en primer plano el énfasis moral negativo
(898ss). Esto es comprensible, dada la función de testigo que le corresponde
a esta instancia, la cual, de otra parte, consiente, sin embargo, al mismo tiempo,
un sentido moralmente neutro. En cualquier caso, se trata de una instancia «en»
mí, sobre cuya identidad «conmigo mismo» aún no se reflexiona.
Subjetividad y sociedad 197

evolución de la autoconciencia que se inicia con la lucha por el


reconocimiento entre el amo y el esclavo como descripción del
curso concreto del .devenir de-la autoconciencia (en tanto que la
caracterización general que precede a este grado de la experiencia
de la conciencia sería'entonces nada más que una anticipación
abstracta de la historia de su formación). Por otra paite, en la
psicología moderna se viene apreciando en proporción creciente
la importancia del entorno social en la génesis de la autocon­
ciencia, a partir de ía noción- de social selfconsciousness4 de
William James. Ocurre esto, por un lado, debido a la influencia
de la psicología del yo de Freud y su escuela5, y, por otro, gracias
al influjo —que se añade al anterior— de la psicología social de
G. H. Mead, que prolonga la idea de James del social s e lf. Esta
referencia social ya se halla a la base tanto de la experiencia de
la no identidad como del proceso —superador de ella— de la
formación de la identidad del individuo. Pero no podría explicar
por sí solo la génesis de la autoconciencia, si no estuviera ya
supuesto el ser «cabe lo otro en tanto que otro» como estructura
básica general del comportamiento del hombre. Esta forma fun­
damental de nuestra conducta 'implica ya la distinción de! otro
(bien sea cosa o persona) no sólo respecto de objetos qúe, a su
vez, son otros, sino también respecto de mí «mismo»; lo cual
hace que se plantee como siguiente pasó el problema de la relación
de mi ser cabe lo otro con mi ser en mí mismo. De otro lado,
el despliegue concreto de estas relaciones implicadas en la es­

4. W. Jarpes, The Principies o f Psychology (1890; reimpresión, New York


1950) í, 293s. La importancia específica de estas páginas sólo puede discernirse
en el marco de la concepción de James acerca del autodevenir del hombre en
el tránsito de la «naturaleza» a la «sociedad» (reemplazando ésta última a la
noción idealista de espíritu objetivo). Cf. E. Herms, Radical Empiricism. Stu­
dien zur Psychologie, Metaphysik und Religionstheorie William James, Gü­
tersloh 1911: 26ss, 35s. . (
5. Puede empezarse por consultar eí panorama que presenta D. Wyss,
Die tiefenpsychologischen Schuten von den Anfängen bis zur Gegenwart (1961).
Heinz Hartmann, que participó decisivamente en la evolución del psicoanálisis
rumbo a ia psicología del yo, expuso en 1956 la Entwicklung des Ich-Begriffes
bei Freud, recogida luego en ia recopilación que ha titulado (según la edición
alemana de 1972, por la que cito) Ich-Psychologie. Studien zur psychoanaly­
tischen Theorie (1964), 261-287.
6 . O. H. Mead, Espíritu, persona 3' sociedad, Buenos Aires ’L972, sobre
todo 167-248.
m El hombre como ser social

tructura de la conducta humana tiene lugar en el ámbito de la


vida social, ' '
El paso al tema de la autoconciencia del individuo en el
contexto de la vida social no hace abandonar simplemente el
nivel metódico de la investigación del comportamiento, ni lo
canjea por el de una filosofía de la conciencia o, quizá, por el
de una psicología (o psicología social) que retrocede a más atrás
de la conciencia. Naturalmente, y de un modo completamente
general, la investigación del comportamiento tiene que habérselas
con individuos que «se» comportan, y, en esa misma medida,
con «sujetos»; y, en el nivel de la forma humana de la vida, la
subjetividad se presenta en la tensión entre centralidad y excen­
tricidad, que es la condición estructural del surgimiento de la
autoconciencia. En esta medida, la aparición de la autoconciencia
se corresponde totalmente con las peculiaridades de la conducta
corporal que son propias de la forma de la vida del hombre. Por
lo tanto, la perspectiva desde la que interroga la investigación
del comportamiento pasa sin solución de continuidad, en este
punto, a la tematización de la autoconciencia. Incluso contiene
en sí misma la razón por la que debe dar este paso. En efecto,
la unidad subjetiva del ser vivo que «se» comporta no está sen­
cillamente dada de antemano en el nivel de la conducta humana,
sino que se conquista en el proceso de esa misma conducta.
Ocurre esto en un proceso de formación de la identidad cuyo
resultado es, en cada caso, la configuración particular que en él
adopta la autoconciencia. Sin estimar en lo que vale la función
de la autoconciencia para la forma de la vida del hombre, la
investigación del comportamiento no podría en absoluto, para el
caso del hombre, estar a la altura de su misión, a saber: describir
el comportamiento externamente observable como un compor­
tarse. Pues hay que considerar que la obra con que la autocon­
ciencia contribuye al todo de la conducta del hombre es que en
ella se vuelve tema para el mismo hombre la tarea —que ha
quedado sin resolver en otras instancias— de la unidad de cen­
tralidad y excentricidad (y, a una con ella, su ser sujeto), y que
esta tarea toma además en la autoconciencia la figura de acto de
la libertad del individuo. Aunque la tensión entre organización
central y destino excéntrico se resuelva al principio (y poste­
riormente también) unilateralmente sobre la base de la centralidad
Subjetividad y sociedad 199

y, por tanto, en una forma de quedar atrapado en el yo, de modo


que la tensión estalla de nuevo y él tema de la identidad del
hombre determina el presente de éste primariamente en forma de
cuidado y angustia; sin embargo, la autoconciencia sigue siendo,
con todo eso, el lugar en el que tiene que dirimirse el combate
del hombre por su identidad. Habrá que examinar qué función
le corresponde en ello al ámbito social en el que se realiza la
vida del individuo. ¿Es quizá el mundo social el lugar de su
destino excéntrico y, por consiguiente, también el lugar de la
constitución de su identidad como sujeto y como persona?
En los análisis de la primera parte de este libro se hizo abs­
tracción del hecho de que la existencia del individuo humano
está ya siempre determinada por relaciones sociales. Nos inte­
rrogamos acerca de lo peculiar de la forma de la vida del hombre
destacándolo de lo que tiene éste en común con los animales que
más se le parecen. Hubo que proceder para ello (aunque la con­
ducta concreta y socialmente diferenciada constituye también
p^irte del material de tal investigación) como si «el» hombre se
mostrara equivalentemente en cada individuo —y en cada uno
tomado, además, por s í— . Esta abstracción metódica era indis­
pensable para el tratamiento de los rasgos estructurales básicos
de la forma céntrico- excéntrica de la existencia del hombre, los
cuales deben ahora traerse a colación para comprender el contexto
vital social de la conducta del hombre. Se hace esto prescindiendo
desde este momento de la abstracción metódica a la que me
refiero. '
Las relaciones sociales de los individuos pueden y a temati-
zarse al nivel de la teoría biológica, en la medida en que la
biología no es sólo m orfología, sino, además, teoría de la evo­
lución. La investigación del comportamiento y la genética de­
sempeñan aquí papel de intermediarias. En efecto, la conducta
del individuo tiene siempre fácticamente lugar en nexos sociales,
aunque la atención de la investigación pueda estar puesta en los
rasgos peculiares del comportamiento individual. Y la genética,
en la medida en que sus investigaciones suponen la diferenciación
sexual, implica también relaciones sociales entre los individuos,
aunque no necesita prestarles ninguna atención especial. Dicho
en pocas palabras, fue así como pudo la «nueva síntesis» de la
sociobiología unir en el nivel de una teoría de la evolución am­
20 0 El hombre como ser social

pliada los puntos de vista, aparentemente tan alejados, de la


investigación del comportamiento y de la genética7. La conducta
de los individuos, que no se deja explicar en todos los casos
desde la perspectiva de la lucha por la propia supervivencia, es
ahora retrotraída al interés por la difusión de ios genes propios,
aunque sea gracias a otrqs individuos. E. O. Wilson y otros
sociobiólogos encuentran en esto la clave de la explicación de la
conducta «altruista» incluso en el caso del hombre, y creen así
poder reducir la ética humana, y también los fundamentos de la
formación de la cultura, a la biología8. Ello ha suscitado una
enérgica oposición por parte de la antropología cultural9. El com ­
portamiento individual —dicen los antropólogos— se interpreta
así según el modelo capitalista de la máxima ganancia, referido
esta vez al capital genético, y el individuo se subordina, incluso,
al punto de vista dominante de la difusión del gen. Pero, más
allá de estas observaciones de crítica ideológica, presentan tam­
bién y sobre todo el argumento, efectivamente devastador, de
que los diversos sistemas de parentesco y comunidades familiares
a los que está primariamente referida la lealtad de los individuos
humanos son ya productos de la actividad cultural y no con-
cuerdan en muchos casos con el criterio biológico de la máxima
propagación del gen10. La reducción de los sistemas culturales
de la conducta humana a los principios explicativos de la socio-
biología fracasa, creemos, ante esta situación objetiva. Lo que
quiere decir que, al pasar de la evolución prehumana a la historia
cultural humana, es imprescindible un nuevo modo de conside­
ración. «Culture is biology plus the symboíic faculty» " . Habrá
que volver sobre esto más adelante. La primera conclusión es
que ya la propia investigación de las relaciones sociales humanas
ha de moverse en un nuevo plano categorial, diferente del de la
zoología general; pues las relaciones sociales de los hombres,
desde el origen mismo de la cultura a partir del espíritu de la
religión, tienen ya siempre lugar en el ámbito de los sistemas

)7. E. O. Wilson, Soáobiology. The New Synthesis, Cambridge Mass.


1975. - . ~
8. Ibid., 562ss, cf. 551ss.
9. M. Sahlins, The Use and Abuse o f Bioíogy. An Anthropological Cri­
tique o f Soáobiology, Ann Arbor 1976.
10, M. Sahlins, The Use and Abuse o f S io lo g y..., 17-67.
11. Ibid., 65.
Subjetividad y sociedad 201

culturalés y de ía variación de éstos. Sólo una teoría biológica


de la evolución concebida ya en la perspectiva de ía acción del
espíritu de D ios'en todo lo que vive podría seguir la trayectoria
de la evolución de la vida hasta el interior de la historia cultural
humana sin verse obligada a pasar a un nuevo nivel metódico en
el umbral de la evolución de la humanidad.
No se opone a.esto el hecho de que una investigación biológica
en sentido estricto pueda llegar a establecer que ei hombre, en
tanto que individuo, no se halla solamente, como otros animales,
envuelto en relaciones sociales, sino que es de modo totalmente
específico un ser social. Esto es lo que implícitamente dice la
fórmula de A. Gehlen,según la cual el hombre es por naturaleza
un ser cultural12. Ello significa que el hombre precisa de la cultura
y está instalado en ella del modo como otros animales precisan
de las condiciones de un entorno específico y están instalados en
ellas. Gehlen entendía su propia fórmula ante todo en el sentido
de que.el hombre está naturalmente diseñado para la creación de
cultura, la «pual, por tanto, tiene su origen en la índole del hombre
en tanto que ser activo. Pero, en primer término, se trata sola­
mente de una dependencia respecto de relaciones sociales que,
por su parte, están ya siempre institucionalizadas como un mundo
cultural. Y la cuestión de la constitución del mundo social co­
tidiano como mundo cultural puede en un principio quedar in­
decisa. A. Portmann ha analizado en esta dirección —en una
actitud de reserva, pero, por ello mismo, tanto más convincente —
la importancia de las relaciones sociales en el devenir del indi­
viduo humano. La peculiaridad, ya antes mencionada, del «na­
cimiento fisiológicam ente prematuro» m uestra, según Port­
mann,«en qué medida» las notas específicamente humanas de la
«posición erecta, el lenguaje y 'e l modo típico de acción», que
se desarrollan en el primer año de la vida, «son desde su inicio
mismo fenómenos de impronta social; hasta qué punto el hecho
del contacto social ha colaborado a modelarlas desde el priffter
instante»13. De una manera especial, la inmadurez del hombre
en tanto que parto fisiológicamente prematuro comporta que, a
diferencia de todos los demás mamíferos superiores, el niño re­

12, A. Gehlen, El hombre, Salamanca 1987, 91; cf. snpra, 48s.


13. A. Portmann, Zonlogie itnd das iwue B'tld vom Menschen (-1956).
76.
202 El hombre como ser social

cuerde al nacer a los «pájaros insesores», que necesitan una larga


crianza antes de empezar a volar, es decir, hasta desárrollar
plenamente el modo de conducta propio de su especie. Así, «una
serie de propiedades ontogenéticas» del hombre «sólo pueden
comprenderse de veras en “el contexto del modo de formarse su
comportamiento social»14.
Frente a la reducción naturalista de la conducta social humana
al punto de vista de la máxima propagación genética, la depen­
dencia del mundo cotidiano social que es específica del hombre
contiene precisamente un indicio de lo que es cualitativamente
nuevo en la formación cultural de éste, la cual puede integrar de
maneras muy diversas lo que está dado biológicamente. Por otra
parte, esa específica dependencia social suministra razones para
el escepticismo ante las tesis que proclaman al hombre mismo
como creador de su mundo cultural. La noción de acción supone
ya siempre un sujeto acabado y completo. Pero el individuo
humano no ocupa el puesto de sujeto de la acción en e! estado
inmaduro de su primera infancia, sino que lo alcanza en el proceso
del desarrollo d e‘su yo y el devenir sí mismo. Así se puso ya
antes de relieve, en referencia a la idea herderiana de la m a g o
et similitudo Dei en devenir (suprn, 66s). En la segunda parte
del presente libro hay ahora que caracterizar con más precisión,
en su campo social de relaciones, el proceso de desarrollo del
yo, de la subjetividad. Al mismo tiempo que una elaboración
más amplia de la cuestión de la identidad individual, obtendremos
así el punto de partida para la exposición —que seguirá en la
tercera parte— del mundo cotidiano social como suelo de la
identidad individual. Sólo es posible hacer luz sobre los funda­
mentos estructurales y las implicaciones de relevancia teológica
de la antropología cultural, cuando se ha esclarecido previamente,
siquiera de modo provisional, el problema de la identidad de los
individuos. En él se trata de la relación de constitución pntre la
identidad individual y el mundo cotidiano cultural. Decir que
pasa lo mismo con ella que con la relación del huevo y la gallina,
no es más que una perogrullada vaga y superficial, apropiada
para ocultar las implicaciones religiosas tanto de la formación de
la identidad individual como del mundo cultural cotidiano. En

14. A. Portmunn, Zoologie..., 109.


Subjetividad y sociedad 203

’antropología cultural va tan de suyo que, en último término, los


hombres han creado el sistema de su mundo cultural, como, se
da por naturalmente evidente en psicología social la tesis inversa
de que la identidad de los individuos es un producto de su mundo
cotidiano social y cultural. A sí, cada una de estas disciplinas
deja a la otra la respuesta de la pregunta antropológica funda­
mental.
La aclaración de esta complicada situación debe comenzar
por la investigación psicológico-social de la formación de la
identidad individual. Aunque ésta supone ya la realidad de hecho
del mundo cotidiano cultural, tal supuesto puede permanecer
provisionalmente en la vaguedad para la psicología social general,
sin que por ello la temática específica de esta disciplina se haga
a su vez borrosa e imprecisa. En cambio, sin una descripción
ajustada de la constitución de la identidad individual, la teoría
de la cultura no puede hacer claridad en su objeto propio.
Así pues, del mismo modo que en este punto de la exposición
antropológica la aclaración del supuesto que está a la base de la
descripción de la conducta humana y que consiste -en la noción
del sujeto humano y su identidad conduce a suprimir la abstrac­
ción provisional de la dimensión social de la vida, también en
la tercera parte quedará eliminada la restricción a la conducta
individual, con su abstracción del sistema cultural como tal,
cuando se prosiga el curso de la tematización ulterior de los
fundamentos de la identidad individual. A la inversa, las ante­
riores consideraciones acerca de la índole biológica de la conducta
del hombre mostrarán su fecundidad a propósito de la tdiscusión
de la problemática de la identidad en psicología social. Ello
proporciona una justificación adicional al procedimiento aquí
seguido: empezar determinando el puesto señero del hombre en
el mundo animal poniendo entre paréntesis la dimensión social
de la vida humana, para desmontar después esa abstracción.
Análogamente, el tratamiento de la problemática de 'la identidad
individual mostrará su fecundidad cuando se trate de captar con
precisión el concepto de cultura. Y, finalmente, una problemática
afín hará su aparición a la hora de pasar a la concreción histórica
de la vida del hombre. Ciertamente, la historicidad de la vida
suele también ser tenida en cuenta por los sociólogos, al modo
como los biólogos pueden introducir en sus consideraciones las
204 El hombre como ser social

referencias sociales a la conducta del individuo e incluso al com­


portamiento de poblaciones enteras. Pero la historia de los hom­
bres, en su transcurso único e irrepetible, no se deja reducir a
las estructuras universales de las relaciones sociales y ai estudio
de sus modificaciones, tal como las investiga la sociología.
Se ve ahora claramente que el curso posterior de mi expo­
sición no dejará simplemente a sus espaldas el objeto tratado en
la primera parte, sino que profundizará en él: la tensión entre
centralidad y excentricidad de la conducta del hombre, en la que
se retrataba la tensión entre el destino del hombre a ser a imagen
y semejanza de Dios y su permanecer atrapado en el yo del vivir
em pírico, se verá continuada más allá de donde lo ha sido hasta
aquí. Se manifestará como tensión en la relación entre el yo y
el sí mismo en el proceso de la formación de la identidad humana;
como elemento de desasosiego en la esfera de los sentimientos,
los afectos y los temples del ánimo; y. finalmente, constituirá el
ámbito, de referencia para la interpretación de la problemática de
la alienación. Así, pues, toda esta segunda parte se. dedicará
también a la comprensión del individuo, si bien ahora explíci­
tamente en el contexto de. sus relaciones sociales. Será la parte
tercera ia que trate por sí ei mundo social cotidiano; y entonces
se analizarán, a título de elemento vita! de las estructuras de
sentido supraindividuales del mundo cultural, el lenguaje y la
razón, por más que, naturalmente,sin lenguaje ni razón sería
imposible de concebir tanto ia esencia social del hombre y los
pasos de la formación de su identidad, como, incluso, su puesto
señero en la naturaleza.
En el curso del desarrollo y profundización de lo dicho en el
tercer capítulo sobre ia tensión entre excentricidad y atrapamiento
en el yo a propósito de la conducta, pasamos en el capítulo
presente a centrar nuestra atención sobre cómo el propio yo se
halla determinado por la comunidad o por las personas con las
que está en relación el individuo en devenir. E3 yo no está plantado
con absoluta independencia frente al tú o frente al ancho ámbito
social que está representado, para el individuo, por las personas
que tiene más cerca. Más bien, manifiesta el yo ser dependiente
de su contexto social por lo que hace a la determinación de su
identidad misma; y esto suscita la cuestión que fue ya planteada
al comienzo de este parágrafo: la de si la excentricidad del hombre
debe quizá determinarse como socialidad. ¿Existe, quizá, el hom­
Subjetividad y sociedad 205

bre má$, allá de sí mismo, exira se, justo en la medida en que


vive de la participación en el contexto —que lo sobrepasa— de
su mundo cotidiano social y cultural, y de la tradición de éste?
Esta pregunta no se plantea para nosotros, ciertamente, como si
el individuo se asimilara a su función en un contexto social cuya
comprensión colectiva de la realidad no concediera a la vida
individual un valor independiente e inviolable. La determinación
relativa de individuo y sociedad que va supuesta en la pregunta
por la identidad del individuo es ya, por su parte, el resultado
de un determinado desarrollo histórico-cultural que ha alumbrado
la conciencia de la especial dignidad del individuo en el interior
del mundo social y como criterio de su ordenamiento. Cabe, sin
embargo, alimentar la pretensión de que nuestra pregunta por la
identidad del individuo tenga un valor universal, por más que
apenas en otra cultura que no sea la occidental moderna haya
podido llegar a ser en tai grado un problema pendiente de solución
para los propios individuos. En otras culturas, esta cuestión que­
da, al parecer, velada a los individuos en mucha mayor medida
por las respuestas que ofrecen las tradiciones culturales, que les
asignan su lugar en ei contexto'vital de la sociedad. La posibilidad
de interpretar así lo que sabemos dé otras culturas, en especial
de las culturas arcaicas, justifica ya sin embargo la pretensión
de que el tema de la identidad del individuo puede reivindicar
relevancia antropológica universal, aunque no llegue a ser una
pregunta que se formule expresamente en todas las culturas. Pero
es precisa una aclaración preliminar del proceso histórico-cultural
de la tematización del individuo en su relación con la sociedad,
antes de poder examinar, en un nuevo parágrafo, la constitución
del individuo a partir de la relación con el otro: la constitución
del yo a partir de la relación con el tú.

2. La independencia del individuo dentro de la sociedad

a) El camino hacia la independización del individuo


En las sociedades arcaicas, «la relación (entre individuo y
comunidad no fue como tal ni tematizada ni problematizada»15.
15. Th. Luckmann, Zwänge und Freiheiten im Wandel der Gesellschaftss­
truktur, en Neue Anthropologie 3 (Antropología social) (1972) J68-198 (cita
de 168). Las indicaciones de página que siguen en el cuerpo del texto remiten
a este trabajo.
206 El hombre como ser social

A los ojos del hombre arcaico, la sbciedad era «parte del orden
cósmico», ante el cual al individuo no le correspondía indepen­
dencia alguna. «Vivía “ ingenuamente” en la comunidad» (169),
ante todo en el ámbito de un sistema de parentesco de gran
frondosidad, en cuyo interior estaban determinados con precisión
el lugar de cada uno y los deberes y derechos que dimanaban de
él. En las primeras culturas superiores, extendidas en un espacio
más amplio, dotadas con una avanzada división del trabajo y una
mayor polarización en el orden jerárquico, se vuelve ya temática
la articulación del individuo en el «orden cósmico», al que per­
tenece el social. Pero sin duda Luckmann tiene razón cuando
juzga que aún no se llegó en ellas a «una crisis -general en la
relación del hombre.aislado y la sociedad» (171). Luckmann cree
que no hay tal crisis hasta que comienza la edad moderna en
occidente. Es aquí donde por primera vez, dice él, se produjo
una quiebra en la relación del individuo con la sociedad, a con­
secuencia de la «neutralidad axiológica» de las estructuras so­
ciales modernas, que se corresponde tcon «una discrecionalidad
en la interpretación “ privada” 'de la realidad, que se capta sólo
insuficientemente con la noción de pluralismo cultural» (174).
Luckmann tiene también razón en ver en esto «algo radicalmente
nuevo» en comparación con las comunidades primitivas y aun
con las culturas superiores antiguas. Quizá, sin embargo, el salto
de su argumentación desde las culturas superiores de los cuatro
primeros milenios antes de Cristo a la edad moderna en occidente
sea un poco excesivo. Ya en el primer milenio antes de Cristo,
y no sólo en la edad moderna, se llegó, tanto en China e India
como en la cuenca mediterránea (en Grecia y en Israel) a una
independización del individuo y de su problemática vital frente
a la sociedad. •
Alfred Weber y Karl Jaspers han considerado tan impresio­
nante la proximidad temporal de esta^ irrupciones de la indivi­
dualización dé la comprensión que el hombre tiene de sí mismo,
que han hablado, a propósito de ellas, de una «edad mundial
sincrónica» y del «tiempo axial» de la historia universal16. En el
caso de Israel se trata del proceso, coincidente con la época del
exilio, cuyo resultado fue la exigencia de que la justicia de Dios

16. A Weber, Kulturgesch'tckte ais Kultursoziologie (1935, '1950), 24.


K. Jaspers, Vom Uríprung und Siwi der Ceschichte (1949), 19-42.
Subjetividad y sociedad 207

había de manifestarse en el curso de la vida de cada uno de los


individuos (y no sólo en la sucesión de las generaciones) en la
correspondencia entre lo que se hace, y lo que se pádece17. En
adelante, los hijos y los nietos no habrían de hacer penitencia
por los pecados de los padres. Ya no se dirá más: «Los padres
comieron las uvas en agraz y los dientes de los hijos sufren la
dentera» (Jer 31, 29; Ez 19, 2). El profeta Ezequiel proclamó
como nuevo orden divino —yendo en esto más allá que Jerem ías,
quien había augurado tal ley para el tiempo de salvación futuro —
que en adelante cada cual morirá sólo por su propio pecado:
«Sólo al justo se le imputará su justicia, y sólo sobre el impío
caerá su impiedad» (Ez 18, 20). Este fue el punto de partida de
la esperanza en la resurrección de judaism o postexílico. El su­
frimiento del justo junto a la felicidad de los im píos, que suscita
la indignación y el escándalo de los hombres piadosos, muestra
bien que la correspondencia entre lo que se hace y lo que se
padece suele no manifestarse en la vida terrenal de los individuos.
Debe haber, por tanto, una compensación más allá, o la justicia
de Dios quedará lesionada. La expectativa de la resurrección de
los muertos, que toma forma en el judaism o postexílico, es la
expresión culminante de la idea de que el sentido de la vida, la
justicia de Dios, ha de cumplirse en la vida de cada hombre
singular. El individuo no tiene parte en el sentido de la realidad
únicamente en tanto que miembro de su parentela o de su pueblo,
sino que ese sentido debe llegar a perfecto cumplimiento en su
vida de individuo. Esta idea va considerablemente más allá que
Ja fe griega en la inmortalidad del alma, surgida aproximadamente
en la misma época. Ni en Platón ni, desde luego, en el orfismo
—donde se encuentra el origen de esta doctrina platónica— fue
el alma concebida individualmente, en el sentido de una vida
humana irrepetible, que va de camino entre el nacimiento y la
muerte. Lo que hace, en cambio, es atravesar una serie de reen­
carnaciones sucesivas, idea ésta que desempeña un pape^I esencial
en la doctrina platónica de la inmortalidad. No hay duda de que
en el orfismo y, luego, en los cultos mistéricos de la antigüedad
tardía también se expresa una independización del individuo fren­
te a la vida de la comunidad que, por lo que hace a los deberes

17. Compárese lo que sigue con lo que digo en mi libro Die Bestimmung
des M enschen (1978), 8s. ■
208 El hombre como ser social

morales de cada cual frente a la comunidad,, quizá fue incluso


más lejos de ío que ocurría en el judaism o, pero, por otra parte,
no captó ni afirmó tan profundamente como la fe judía la indi­
vidualidad en su concreción corpórea. El cristianismo avanzó aún
un paso más que la esperanza judía, porque según la predicación
de Jesús, Dios busca cada una de las almas perdidas con amor
infinito, y porque en la decisión de fe del individuo, sea cual­
quiera el pueblo al que pertenezca, se efectúa la decisión sobre
el sentido eterno de su vida. Tenían, pues, razón Hegel y A. von
Ham ack en ver en la afirmación del valor infinito del individuo
una idea central del cristianismo18. Pero esta idea sólo se realizó
plenamente con la Reforma, que independizó al individuo, en su
conciencia creyente, incluso respecto de la Iglesia y su tradición.
Por lo tanto, no es cierto que la independización del individuo
sobreviniera tan sólo con la sociedad secular moderna, como
parece en la exposición, algo fragmentaria, de Th. Luckinann.
En cambio, sí es específicamente moderna la llamativa (en com­
paración con las culturas anteriores, incluida la historia premo­
derna del cristianismo) «neutralidad axiológica» de las esferas
públicas generales de la vida de la sociedad, sobre todo del
derecho, el Estado y la economía. La independización recíproca
de las «esferas institucionales» (poder político, familia, derecho,
econom ía, religión), que garantiza al individuo mayores opor­
tunidades para decidir libremente cómo habrá de ser su vida, es,
seguramente, más bien una consecuencia de la neutralidad axio­
lógica de los fundamentos generales de la vida social19. Mas en
el comienzo de ella se encuentra la desvinculación, iniciada en
el siglo XVII, del Estado y el derecho —y, por tanto, también
de la econom ía— respecto de la religión.
No debe verse en las fases iniciales de este proceso de «se­
cularización» ni la manifestación de una rebelión contra ei
. í
18. A. v. Harnack. Das Wesen des Christentums (1900: 31902), 40s.
19. En contraste con la concepción que defiendo, N. Luhmann, en Die
Funktion der Religión (J977), 228, 232ss, explica la especialización de los
sistemas parciales de la sociedad —con la secuela de su «secularización» —
como un efecto de las tendencias a la especialización que pertenecen a la
estructura misma de la evolución de la sociedad. Cf. mi recensión en Evang.
Kommentare 11 (1978) 99ss, sobre todo 103.
Subjetividad y sociedad 209

cristianismo20, ni tampoco la consecuencia directa de los prin­


cipios de la Reforma: la libertad de conciencia y la separación
de lo espiritual y 3o secular21. El postulado de la libertad de.,
conciencia y la doctrina luterana de los dos reinos no modificaron
al comienzo, en absoluto, la convicción de que la unidad del
orden'social descansa en Ja unidad religiosa y. exige, por ello, la
unidad confesional. Pero cuando se abandonó —no voluntaria y
alegremente, sino bajo la presión del fracaso de otras soluciones
para los conflictos confesionales— la exigencia de unidad con­
fesional, no se trató de una emancipación del cristianismo, sino
de la puesta entre paréntesis de las querellas confesionales intra-
cristianas, que habían llevado al mundo europeo durante más d e .
un siglo a conflictos políticos-y armados sin salida. Las cuestiones
de fe que habían originado la querella no debían en adelante pesar
negativamente sobre la convivencia y la paz social. Por ello se
concedió a cada cual libertad de confesión, primeramente en
Holanda y luego, con restricciones, en Inglaterra.
Pero, dada la convicción general de la fundamental impor­
tancia de Ja religión para la unidad del sistema social, ese. paso
no habría-sido posible sin una legitimación que encontró su res­
paldo en la tradición religiosa misma. Tal legitimación se hizo
uniendo la idea reformada de la libertad del cristiano con el
derecho a la resistencia y con la idea de la libertad de la tradición
iusnaturalista, concebida como expresión del destino de todos los
hombres en tanto que criaturas a la libertad ’ alumbrada por
Cristo22. Retrotrayéndose a más atrás del derecho natural «rela-

20. A sí, H. Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit (1966)). Cf. mi Die
christliche Legitimität der Neuzeit (1968; ahora, en Cottesgedanke und mensch­
liche Freiheit, 114s). .
21. La primera de estas variantes fue defendida en la filosofía idealista
de la historia, en especial por Hegel. La segunda lo ha sido por F. Gogarten,
en Verhängnis und Hoffnung der Neuzeit. Die Säkularisierung als theologisches
Problem (.1953; trad.icast.; Destino y esperanzas del mundo moderno, Madrid ►
1971). ' ' '
2-2. La importancia del derecho a la resistencia en los orígenes, en los
Países Bajos, de la democracia basada en los derechos fundamentales (la íntentie
de Guillermo de Orange de !572, la declaración de independencia de 1581 y
la Deductie van Vrancken de 1587) la ha puesto recientemente de relieve W.
Pikentscher, en Methoden des R echts in vergleichender Darstellung IV (1977),
501-67; cf. !a condensación de lo más importante en la conferencia del mismo
autor D er Gegensatz von Grundwerten und «täglichen Dingen» bei der Ents-
210 El hombre como ser social

tivo» de la edad media cristiana, que estaba referido a la hu­


manidad caída, se echó mano, además, del derecho natural «ab­
soluto» del estado original y de la doctrina estoica, si bien con
correcciones que, sobre todo, concernían a la inclusión de la
propiedad entre los derechos propios' de la libertad del estado
original23. Al unirse con el derecho a la resistencia' y ocurrir esto
bajo la influencia de la idea de la libertad universal del cristiano,
los principios del derecho natural se transmutaron en «derechos
fundamentales» del individuo, que lo preservaban de la fuerza y
la violencia del Estado y, también, de la voluntad de la mayoría.
Pero una vez que, con Locke, se difuminó el fondo cristiano de
estos derechos fundamentales del individuo ante el Estado, cupo
entender los derechos fundamentales, o derechos del hombre,
como expresión de la independencia del individuo aislado, an­
terior al Estado y no sometida todavía a ningún tipo de obligación
comunitaria, al modo como ya había sido propuesta por Th.
Hobbes. Así, la secularización de los derechos fundamentales
del hombre trajo consigo el «espíritu del derecho natural mo­
derno», que no está ya «en la tradición ética de la doctrina política
antigua», sino que, en vez de ello, piensa unilateralmente «desde
el individuo»; y desde un individuo concebido como «presocial»
y dotado de «derechos naturales», totalmente libre de deberes y

tehung der modernen Demokratie, en; «Schriftenreihe des niedersächsischen


Landtags» 5, Hannover 1978. Esta exposición se apoya ante todo en R. H.
Murray, The Political Consequences o f the Reformation, London 1926. Cf.
también A. Kaufmann y L. E. BacJcmann (eds.). Widerstnndsrecht, Darmstadt
1972, así como ia bibliografía que trae !a nota 241, ÍOOs del citado tj-abajo de
Fikentscher. El derecho a la resistencia tiene ya en Calvino su fuente en la
preeminencia del derecho de Dios frente al derecho de los hombres y la acción
de la autoridad pública'(cf. E. W olf en el libro colectivo citado, 152s.).
23. Esta cuestión desempeñó un notable papel en la discusión sobre el
agreement o f the people presentado en 1647 al Consejo del ejército de Crom­
well, como lo ha mostrado J. Bohatec en 1956. en su estudio acerca de Die
Vorgeschichte der Menschen- und Bürgerrechte ‘in der englischen Publizistik
der ersten Hälfte des 17, Jahrhunderts, en R. Schnur (ed.), Zur Geschichte
der Erklärung der M enschenrichte, Damistadt 1964, 267-331, sobre todo,
292s. En 1690 contaba ya John Locke, como con algo que va de suyo, el
derecho a disponer de la propiedad entre los derechos de la libertad garantizados
por la naturaleza; W. S. Carpenter (ed.), Two Treatises o f Civil Government,
London 1924, II, 4s, 118s; (trad. cust.: Ensayo sobre el gobierno civil, Madrid
¡990). Sobre la teoría de Locke acerca de la propiedad, cf. W. Euchner,
Naturrecht und Politik bei J. Locke (1969), 81ss.
Subjetividad y sociedad 211

obligaciones, que se presenta’ ante el Estado en una actitud


reivindicativa7"1. En la visión cristiana de la libertad, los derechos
fundamentales del individuo frente al Estado y la sociedad es­
tuvieron siempre unidos a sus deberes respecto del prójimo. El
individualismo abstracto del derecho natural moderno, que ha
llevado en la teoría y la práctica políticas de la época del libe­
ralismo burgués al antagonismo entre individuo y sociedad, pa­
rece haber surgido únicamente a raíz de la secularización de la
idea cristiana de los derechos fundamentales. '

b) E l antagonismo entre individuo y sociedad


Sobre 3a base del derecho natural entendido de manera in­
dividualista, el hecho del ordenamiento social y político de la
convivencia humana deja de ser algo que se comprenda de por
sí. Ya no está justificado a título de simple reflejo del orden
cósmico, sino que ahora se vuelve necesario preguntar por qué
y para qué hubo de darse el paso desde el estado de naturaleza
de los individuos a la socialización.' A esta pregunta dan respuesta
las teorías del contrato social. Sus comienzos se remontan 'a
bastante antes de que irrumpiera la interpretación individualista
del derecho natural25. Pero desde el siglo XVII recayó sobre la
idea dei contrato social la nueva función de «constituir por vez
primera las relaciones sociales entre los hombres aislados»26. Fue
así como el contrato social adquirió una importancia fundamental
en la teoría política moderna. El es la instancia que media entre
la concepción iusnaturalista de un primitivo «estado de natura­
leza» de libertad e igualdad universales, y la realidad presente
de desigualdad social y dependencia de unos respecto de otros.

24. De este modo describe Hans Maier el «espíritu del derecho natural
moderno» en Die Grimdrechte des Menschen im modernen Staat, Osnabrück
1973, 23. Sin tener aún conocimiento de las investigaciones de Fikentscher en
tomo a los cmgenes holandeses de la democracia basada en los derechos fun­
damentales, y criticando con justicia Sas tesis de G. Jellinek sobre el origen
religioso de las declaraciones norteamericanas de los derechos fundamentales,
con todo, Maier subestima la importancia del cristianismo en el surgimiento
de la democracia moderna (cf. lSs.).
25. G. W. Gough, The Social Contract. A. Critical Study o f its Deve­
lopment, Oxford 1957, encuentra en el italiano Marius Salamenius, al principio
del siglo X V I, ciertos inicios de la teoría individualista del contrato social (47s). '
26. W. Euchner, en el artículo Gesellschaftsvertrag, Herrschaftsvertrag,
en H ist, Wfórt. d. Phiíosophie 3 (1974), 476-80 (1.a cita es de 478).
212 El hombre como ser social

Cumple así una función afín a la de la doctrina del pecado original


en el derecho natural cristiano, por cuanto en ella la caída de
Adán era la cesura que separaba el derecho natural absoluto del
estado original y el derecho natural relativo de la humanidad
caída27. Consideradas, sin embargo, las cosas más de cerca, la
teoría del contrato social prolonga más bien la interpretación
teológica del origen del poder público como remedium peccati,
y la función de cesura entre el estado^de naturaleza y la realidad
presente recae sobre ella sólo debido a que ya no se habla del
pecado original. Y, por ello, además, el origen del poder político
ya no se presenta como mera consecuencia de otra acción hu­
m ana, sino como objeto él mismo de una acción que no estaba
restringida en lo que hacía a 5a libertad de disponer de sí propio:
justam ente, como un contrato. '
Lo que acabo de exponer se ve de manera especialmente clara
en Thomas Hobbes, a quien, según J. Habermas, se debe la
«fundación de la filosofía social como ciencia»28. Hobbes se sirve
de la idea del contrato social en el contexto de su concepción de
la fundamentación naturalista de la filosofía social según eí m o­
delo de la mecánica. Como dice en el prólogo de 1647 a su De
Cive (publicado en 1642, durante el exilio en París), paite, para
tal fin, de los individuos como elementos. La necesidad del
Estado debe fundarse a partir de la acción conjunta de estos
elementos. Hobbes lo consigue caracterizando el estado de na­
turaleza previo a la socialización como bellum omnium contra
omnes29. Cada cual busca su provecho a costa de todos los demás,
y se sirve para ello de los otros como medio. Lo cual incluye
estar dispuesto a ofender y perjudicar: Voluntas laedendi ómnibus
quidem inest in statu naturae50. El punto de partida antropológico
de Hobbes es, pues, en términos teológicos, la naturaleza del

27. Para esta distinción, cf. E. Troettsch, Die Soziallehren der christlichen
Kirchen und Gruppen (1912), en Ges, Schriften I (1919) 162ss; cf. Í73s, así
como 762ss, acerca de cómo ei «neocalvinismo» arrinconó en (a Inglaterra dei
XVII el derecho natural relativo, en beneficio del absoluto.
28. J. Habermas. Die klassische Lehre'von der Politik in ihrem Verhältnis
zur Sozialphilosophie, en Theorie und Praxis (1963), 32.
29. De Cive I, 12. Cf. Leviatdn, Madrid 1989, I, 13 y 14. También resalta
el carácter individualista de la antropología de Hobbes W. Förster, Thomas
Hobbes und der Puritanismus. Grundlagen und Grutidß-agen seiner Staatslehre
(1969), ä37s.
30. Ibid.
Subjetividad y sociedad 213

hombre caído. Pero Hobbes evita la noción teológica de pecado


original, y subraya en el prólogo al- De Cive la relación que hay
entre la conducta en el estado de naturaleza que él describe y la
naturaleza de los brutos. Rehúsa, por cierto, dar a ésta el cali­
ficativo de mala, porque la diferencia entre bueno y. malo en la
conducta de unos hombres con otros’ supone ya la existencia de
ieyes humanas que aún no hay en el estado de naturaleza31. Sin
embargo, es muy llamativa la proximidad con el hombre caído
del que habla la teología, y Hobbes mismo lo reconocía así32.
En tal situación, su razón33, atenta a la conservación de cada
uno, mueve a los hombres a someterse contractualmente a un
derecho que rija para todos. Debido a que en el estado de na­
turaleza cada uno ha de temer ser muerto por el otro, es como
se llega al contrato social, o sea a la renuncia de todos a su
libertad ilimitada. Todos la transfieren a un soberano, con el fin
de que éste haga posibles en la mayor medida que quepa el
bienestar y La libertad de todos, condicionados a su armonización
con el bienestar y la libertad del resto de lo§ ciudadanos. De este
modo, Hobbes infiere «de la causalidad de la naturaleza instintiva
de los hombres las normas de un orden cuya función es, sin
embargo, precisamente la de obligar a renunciar a la satisfacción
primaria de esos instintos»34. '
Ya en Hobbes se manifiesta una peculiar ambivalencia de la
teoría del contrato social por lo que hace a la relación entre
individuo y sociedad: parte, ciertamente, de un estado de natu­
raleza indivídualistamente concebido; pero concluye afirmando
la soberanía ilimitada del que ostenta el poder, a quien Jos ciu­
dadanos han transferido de manera irrevocable el derecho a dis­

31. Nota a De Cive I, 10 (-1647). ' •


32. Prólogo a De Cive; Opera Philosophien II, London 1839 147s.
33. La razón suele aparecer en Hobbes como una instancia libre de los
partís pris de las pasiones (Förster 139s; cf. 146ss et passim). En este punto
se contrapone su antropología a la de la teología cristiana, y esta contraposición
hace, al mismo tiempo, aparecer a Hobbes como un pionero de [a Ilustración
incipiente. Por otra parte, al introducir como principio determinante de la
antropología el instinto de autoconservacíón, dejó en un segundo plano la
doctrina, fundamental para el derecho natural de los escolásticos, del orde­
namiento del hombre a la lex aeterna divina. Asi lo subraya, tías los pasos de
L. Strauss, Naturrecht und Geschichte (1956), W. Euchner, Naturrecht und
Politik bei John Locke (1969), 17s. . '
34. J. Habermas, Die klassische Lehre..., 36.
214 El hombre como ser social

poner libremente de sí mismos y a seguir el propio criterio35


Con todo, algunos intérpretes —entre los que está Haberm as—
han podido encontrar en Hobbes no sólo al abogado de la mo­
narquía absoluta, sino también el origen del liberalismo, a saber:
la idea liberal básica de que los intereses egoístas de los individuos
cooperan finalmente, bajo la dirección de la razóri, a la paz y el
bienestar generales. El pesimismo antropológico de Hobbes tenía
únicamente por consecuencia que ese fin sólo se alcanza por el
camino que pasa a través de que todos los individuos renuncien
a disponer libremente de sí mismos, mientras que la más optimista
imagen del hombre que se hizo el liberalismo posterior desde
Locke suponía una concordancia al bienestar general menos
abrupta de ios intereses particulares bien entendidos de los
individuos36.
La teoría del contrato social de Locke se diferencia de la de
Hobbes en que los individuos no sacrifican en el contrato su
libertad para obtener a cambio seguridad, sino que el contrato
está ai servicio de la salvaguarda de ía libertad misma. La ar­
gumentación explícita de Locke se concentra, por cierto, en la
preservación de la propiedad y de su disfrute libre de perturba­
ciones. Los hombres se ajustan a un orden social «para asegurar
y regular la propiedad»37. En el estado de naturaleza el hombre

35. De Cive VI, 12s., XII, ís. Hobbes no ve más límite al poder supremo
que la imposibilidad de descuidar la conservación de sí propio (II, ! 8). Cf.
Förster, 150s, sobre el derecho a la resistencia,- La idea de que el soberano
determina lo justo y lo injusto tiene como secuela (o como supuesto) que Hobbes
tenga que negarle a Ja religión toda independencia fíente al poder del Estado
(Leviatán II, 29 p. 370s.); De Cive XÍI, 5; Förster 142ss). N o concuerda con
ello que responda negativamente a la cuestión de si hay que obedecer ai Estado
cuando ordena ofender a Dios (Ibid., XV, 18; cf. XVHI, 1). Se muestra en
esto cómo tampoco Hobbes, condicionado por la religión cristiana, pudo man­
tener la renuncia total del individuo a su libertad en beneficio del Estado.
36. Con claridad y equilibrio que bien pueden llamarse clásicos, R. N ie­
buhr, en Die Kinder des Lichts und die Kinder der Finsternis (1944; edición
alemana de 1947, por la que cito), formuló la crítica teológica de esta tesis
(cf. sobre todo 35s: El individuo y la comunidad»).
37. John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690), Madrid
1990, c. 8 , n. 120. Las citas que siguen en el cuerpo del texto remiten a esta
obra. W. Euchner, en el libro citado en n. 32, indica, a propósito de la teoría
de la propiedad de Locke, cómo su teoría sobre el valor del trabajo ha sido
recogida por Shaftesbury; pero no pasa a tratar de la peculiar amplitud de ia
noción de propiedad de Locke y de su relación con la idea de libertad.
Subjetividad y sociedad 215

es dueño absoluto de su persoiia y de su propiedad, pero el uso


de ésta es extraordinariamente inseguro y se halla constantemente
expuesto a la usurpación por parte de otros (c. 9, 123). Acepta,
por ello, unirse en sociedad, y renuncia en la medida indispen­
sable (!) al ejercicio de su primitiva libertad sin trabas (c. 8, 99
y 9, 129). Puesto que el individuo consiente, al unirse en socie­
dad, la restricción de su primitiva libertad sin vínculos (ibid. 129
y 131), no le es posible a Locke aducir como motivo directo para
el tránsito a la unión social, la idea de libertad, sino que debe
rodear por la noción de propiedad. Este concepto es en él muy
amplio. No sólo abarca los bienes, sino también la vida y la
libertad de los individuos (n. 123). Así, puede decirse que la
propiedad, en el sentido de Locke, es la concretización de la
libertad,, y, por ello, los individuos admiten la restricción de su
poder de libre disposición en interés de su libertad misma: «Con
la con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de
preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor» (c.
9, 131). En otro lugar, dice explícitamente de la ley que, según
su verdadero sentido,, «no tanto constituye la limitación, como
la dirección de las acciones de un ser libre e inteligente hacia lo
que es de su interés; y no prescribe más cosas de las que son
necesarias para el bien general de quienes están sujetos a dicha
ley» (c. 6, n. 57). «La finalidad de la ley no es abolir o restringir,
sino preservar y aumentar nuestra libertad» (ibid.)3S. A sí pues,
como a la libertad no se renuncia propiamente en el pacto social,
sino que sólo se ordena en él su ejercicio, puede seguir siendo
criterio y derecho al que acogerse frente al poder del Estado, y
puede seguirse haciéndola valer como tal. «El poder de la so­
ciedad o legislatura constituida por ellos, no puede suponerse
que vaya más allá de lo que pide el bien común, sino que ha de
obligarse a asegurar la propiedad de cada uno...» (c. 9, 131).
Por elio, Locke, a diferencia de Hobbes, desarrolla dispositivos
para controlar y limitar el ejercicio político del poder, especial­
mente exigiendo la división de poderes y que el poder ejecutivo
se atenga a leyes generales.
En la teoría liberal lockeana del Estado triunfa plenamente
el individualismo abstracto que constituye el fundamente de la

38. Sobre el concepto lockeano de libertad, cf. W . Euchner, Naturrecht


und P o iitik,.., 112s.
216 El hombre como ser social

idea de contrato social. Pero justam ente' por esto es por lo que
los individuos valen igual también de un modo abstracto, y. son
sometidos a las reglas universales de una razón igual para todos
y al principio puramente cuantitativo de la mayoría. El propio
Locke vio y discutió la objeción que se suscita inmediatamente:
el Hecho de que en la realidad histórica los hombres viven y
crecen ya siempre en sistemas de poder, al menos en el ámbito
de una familia (c. 8, 113s). Creyó que podía salir a] paso de esta
objeción distinguiendo la subordinación natural en la que todos
los hombres han nacido, del sometimiento voluntario que los Hga
a los soberanos y a sus sucesores39. Pero ¿acaso no se origina
en las relaciones comunitarias naturales, del mismo modo que
en ciertos encuentros fatales, una fuerza que obliga a los indi­
viduos? ¿está bien limitar el elemento de la obligación ética a
relaciones contractuales? En este sentido, el acerbo juicio de R.
Niebuhr sobre la teoría del contrato social conserva toda su ver­
dad: «Oscurece por completo el carácter primordial de la co­
munidad humana»40. • •
En el ámbito de la teoría del contrato social, nadie ha puesto
de relieve de manera más sugestiva y convincente que J. J.
Rousseau la importancia constitutiva de la comunidad para los
individuos mismos. En su Contrato social (1762), la idea del
contrato social se transforma en lo contrario de su origina] in­
tención individualista. La cláusula capital del contrato, en efecto,
significa, según Rousseau, la «total absorción de cada miembro
de la sociedad en el todo» (I, ó); y, como los individuos no
conservan —como ocurría en la teoría de Locke— derechos de
excepción que los salvaguarden frente al Estado, cada uno de­
pende en realidad de todos los demás. Pues el contrato social
contiene «tácitamente» el compromiso de que «quien rehúsa obe­
decer a la voluntad general debe ser obligado a ello por .todo el
cuerpo social» (I, 7). Esta idea aproxima a Rousseau más a

39. John Locke, Segundo tratado..., c. 8 , n. 114: «Mas es evidente que


la humanidad jamás reconoció ni tuvo en cuenta esa sujeción natural a la que
estaban obligados por nacimiento y que los sometía a éste o a aquel hombre,
sin que hubiesen dado su propio consentimiento de sujeción a esos hombres o
a sus sucesores». La historia está llena de ejemplos de hombres que se sustraen
a la obediencia de una jurisdicción bajo la cual han nacido, y que fundan en
otro lugar nuevas sociedades (n. 115). Cf. también c. 2. n. 15.
40. Ibid., cap. 2, n. 15.
Subjetividad y sociedad 217

Hobbes que a Locke41, aunque hay respecto de aquel la importante


diferencia de que el hombre no. renuncia con el contrato social
a su libertad (I, 4); solamente cambia la ausencia de vínculos de
la libertad natural por la libertad civil o moral, respecto de la
cual se dice que «la obediencia a la ley que ano se ha prescrito
a sí mismo es libertad» (I, 8). Puede, por esto, afirmarse también
que, la coacción a obedecer a la voluntad general ejercida sobre
el individuo por la sociedad entera «no tiene otro significado que
el que se le obliga a ser libre» (I, 7). La copertenencia de ley y
libertad, que Locke trató sólo marginalmente y de pasada, fue
llevada por Rousseau hasta la idea de que la libertad individual
misma es constituida (o constituida de nuevo) por la sociedad.
En este sentido, se refirió a un «cambio» del propio hombre al
pasar al estado de sociedad; cambio consistente en el nacimiento
en él del sentido moral, que «antes le faltaba» (I, 8). Teniendo
a la vista esta refundación moral del individuo en tanto que citoyen
(cf. II, 7), pudo sostener, con Hobbes, que el individuo natural
queda abolido en la voluntad de la comunidad y, sin embargo,
al mismo tiempo, que la libertad es inalienable.
Con la fundamentación de la libertad moral a partir de la ley
de la voluntad general, Rousseau es el precursor que dio impulso
a la ética de Kant y del idealismo-alemán. Pero la abolición del
individuo que queda asumido en la voíonté genérale llegó también
a ser el punto de partida para el giro totalitario de- la idea de­
mocrática, tal como se manifestó por primera vez, apelando a
Rousseau, en la revolución francesa42. Kant, en cambio, se sus­
trajo a la resaca totalitaria gracias a la distinción entre moralidad
y legalidad externa, con la que, además, mantuvo al individuo
como aquella instancia cuya mediación es lo único que puede
hacer efectiva la ley moral en la realidad histórica y política; y

4 1 . Eilo se expresa en la procedencia de la idea hobbesiana de voluntad


general o fcoraún (cf. De Cive V, 6s). I. Fetscher, R ousseaus poiiiische Phi-
iosophie ( 1960) 112, tiéhe razón al subrayar la diferencia de que la voluntad
general no es en Hobbes más que «una ficción jurídica», en tanto que en
Rousseau tiene el valor de una realidad antropológica. Ello está en relación
con el individualismo de Hobbes. que quebranta Rousseau —como se ve en
el texto de arriba— . No obstante, la abolición dei individuo en la sociedad
puede llevarse a cabo en Rousseau aún más radicalmente que en Hobbes. ya
que no se funda tan sólo en un derecho contractual, sino en e! origen morai
de la propia libertad individual.
4 2 . Cf. H. Arendt: Über die Revoiutiori ( 1963), 98 p s .
218 El hombre como ser social

las repercusiones de ello alcanzan hasta la filosofía del derecho


de Hegel43. La vuelta de Feuerbach a la filosofía de la naturaleza
pudo ya, ciertamente, entender de modo parcial el universal de
Hegel como abolición del individuo44, y la disolución feuerba-
chiana de la inmortalidad individual terminó al fin en la teoría
marxista de la sociedad. Los fundamentos antropológicos de ella
—una «antropología de la especie»45— se retrotraen, a través del'
naturalismo de Feuerbach, al pensamiento de Rousseau, y, de
este modo, la concepción rousseauniana según la cual el individuo
depende de la sociedad en tal manera que no conserva libertad
alguna frente a ella, se encuentra hoy representada, ante todo,
por el marxismo. ’
El filósofo marxista polaco Adam Schaff, en su investigación
acerca del puesto del individuo en la antropología marxista46,
llega a la conclusión de que, en esta perspectiva, «el individuo
humano no es “ autónomo” respecto de la sociedad, sino, por el
contrario, en tanto que producto de la sociedad, es dependiente
de ella». El individuo es una «función» de las relaciones sociales
(27) y Schaff hace notar expresamente cómo se opone esta visión
a la deí «personalismo cristiano» (28). Sin embargo, dentro de
los límites del ámbito trazado así, Schaff se declara decidido
partidario de la libertad de elección de cada uno (114s) y, sobre
todo, detractor de toda restricción de la libertad espiritual por
motivos políticos (ÍI6ss). Hay, sin'embargo, que preguntar si la
tesis de la dependencia completa de los individuos respecto de
la sociedad no implica su sometimiento sin reservas a aquellas
instituciones que pretenden representar al todo social ante el
'individuo. Schaff opina que el antagonismo entre individuo y
sociedad sólo puede aparecer como alternativa «cuando surge un
distanciamiento entre sociedad e individuo; cuando el interés del

43. Así lo ha-puesto, con razón, de relieve J. Ritter, M oralität und Sitt­
lichkeit. Zu Hegels Auseinandersetzung mit der kantis^hen Ethik (1966); reim­
preso en M etaphysik und Politik (1969), 281-309.
44. P. Cornehl, Die Zukunft der Versöhnung. Eschatologie und Eman­
zipation in der Aufklärung, bei H egel und in der hege Ischen Schule (1971),
221s, sobre todo 233.
45. Cf. A. Wildermuch, M arx und und die Verwirklichung der Philosophie
I (1970), 244-448, sobre todo 364ss.
46. A. Schaff, Marxismus und das menschliche Individuum (1965), 105.
Las siguientes indicaciones de página en el cuerpo del texto remiten a esta
obra.
Subjetividad y sociedad 219

individuo se distingue del de la sociedad» (126). A propósito de


una cita del escrito de Marx sobre la cuestión judía47, afirma que
«basta cambiar las relaciones sociales, suprimir el trágico des­
garramiento del individuo en bourgeois y citoyen, conseguir la
identificación del interés privado y el social, para que la alter­
nativa pierda su sentido» (127). Desde luego, bastaría; pero no
se trata, precisamente, de una condición que sea fácil de realizar.
No puede alcanzarse la remoción del contraste entre el interés
privado y el de la sociedad mientras este último haya de ser
impuesto al resto por determinados individuos. No se vislumbra
el modo en que podría esto modificarse. Todo mero cambio de
poder sólo comporta el cambio de los actores que identifican su
acción con el interés global de la sociedad, frente al juicio di­
sidente de otros. Dice Kant con razón que cualquiera «abusará
de su libertad si no tiene sobre él a nadie que le coaccione de
acuerdo con las leyes»48. Y es también a este contexto -al que
pertenece su célebre dicho: «De tan torcida madera como la de
que está hecho el hombre, no puede sacarse nada totalmente
derecho». .
Las reservas de Kant ya respecto de la teoría rousseauniana
del estado son tanto más notables cuanto que, a diferencia del
pensador saboyana49, Kant admitía un impulso social primitivo
en la naturaleza del hombre. «El hombre tiene la inclinación a
asociarse, porque, en ese estado, se siente más humano, esto es,
siente que se desarrollan sus disposiciones naturales»50. Según
Rousseau, el comportamiento del hombre natural tiene su exclu­
sivo origen en el amor de sí mismo ocupado con la conservación
de uno mismo; el cual no debe ser confundido con el egoísmo

47. Mega (Marx-Engels Gesamtausgabe) I /l/I , 599.


48. I, Kant, Idee zu einer allgerneinen Ceschichte in weltbürgerUcher
Absicht (1784), tesis 6 ; (trad. cast.: Ideas para una historia universal en clave
cosmopolita, Madrid 1987).
49. En el apéndice «Sobre el estado de sociedad» añadido al Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), así como en la
conclusión de su polémica con las ideas de Locke en la nota 1 del mismo
Discurso, se echa de ver qae Rousseau no admitía un impulso primitivo a la
socialidad en la naturaleza humana, al modo como lo habían afirmado Grocio
y, después, los moralistas ingleses, en especial, Shaftesbury.
50. I. Kant, Ideas para una historia universal..., tesis 4.
220 El hombre como ser social

propiamente dicho, el amor propio51. Fue precisamente la so­


cialización, que comenzó con la introducción de la propiedad52,■
la que hizo que el amor natural hacia sí mismo degenerara en
egoísmo. Aparece así la socialización en la función que cumplía
en los teólogos predecesores de Rousseau la doctrina del pecado
origina)53. Pero la reacción.contra el proceso que .inicia la socia­
lización, y que consiste en el desarrollo del sentido moral, no ha
sido simplemente, según Rousseau, el autodespliegue de una
disposición natural. Ciertamente, el amor de sí primitivo com­
prende un amour de í'ordre que . llegará posteriormente (en el
estado social) a ser la conciencia moral54. Pero la transición a
ésta se hace en forma de salto. Cuando «no se quiere traer a
colación la religión en apoyo de la moral ni pasar por estar en
contacto inmediato con la voluntad de Dios para unificar la so­
ciedad de los hombres», y ya que la multitud siempre se sustrae
a los mandamientos morales de la religión, se necesita como
análogo de ella la voluntad del todo, que corresponde a la llamada
de la «voz divina» a la socialización13. Kant salva esta dificultad
admitiendo, con la filosofía moral inglesa, una tendencia pri­
mitiva a l a socialización, si bien al lado de la tendencia al ais­
lamiento —que se corresponde con el ámour propre de Rousseau
y persiste junto a la tendencia socializante, siéndole opuesta—,
A propósito de la relación mutua de estas dos inclinaciones o
tendencias, Kant habla de un «antagonismo» que tiene su sede
en la propia naturaleza humana. Tal antagonismo posee, según
él, el sentido positivo de que, de un modo perfectamente rous-
seauniano, de la disposición asocial al aislamiento se origina el
desaiTolI® de los talentos y de la cultura, pero también «el inicio
del establecimiento de un modo de pensar... que, con el tiempo,

51. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, 91­


92. nota 15. I. Fetscher ha analizado la relación que esta distinción tiene con
el pensamiento de Malebranehe y de Vauvenargues (Rousseaus politische Phi-
losophit, 50s).
52. Rousseau, Discurso sobre et origen..., 104.
53. Fetscher, Rousseaus politische Philosophie, 56s.
54. Sobre el estado de sociedad (en la edición de K. Wiegand), 286. Cf.
ia nota del editor al pasaje (18), así como Fetscher, 70ss.
55. Rousseau, o. 292s, 127 y 249. Cf. Fetscher, 72 y 113. Es en
conexión con estas expresiones como debe estimarse la fundamental impor­
tancia sistemática del capítulo sobre la religión civil en El contrato social (IV,
8).
Subjetividad y sociedad 221

puede transmutar !a tosca disposición natural para las distinciones


morales en principios prácticos determinados y, de esa forma,
puede también convertir finalmente en un todo moral lo que'
empezó siendo una reunión para formar una sociedad que se
consiguió patológicamente»56, Kant sustituye el dualismo de
Rousseau, que podía entender el paso a la sociedad y la iftoralidad
sin que mediara la intervención de Dios, por una concepción
teleológico-monista que, partiendo del supuesto de que «todas
las disposiciones naturales de una criatura» están destinadas a
«desplegarse íntegramente y en conformidad con su fin», llega
al postulado de que «el hombre saca enteramente de sí mismo
todo cuando va más allá del orden mecánico de su existencia
animal»57. Así, Kant acogió aquel antagonismo en el propio con­
cepto del sujeto humano. Y toma aquí la forma de la tensión,
nunca resuelta en Kant, entre la universalidad del sujeto tras­
cendental y la particularidad del yo existente58. En correspon­
dencia con ello, el «destino» moral universal del hombre se alza
como un deber abstracto frente al mundo sociohistórico. Rous­
seau, en cambio, había tematizado el devenir de la subjetividad
misma —a saber, el de su libertad m oral— en el tránsito deí

56. 1. Kant, Ideas para ana historia universal.,,, tesis 4. Este antagonismo
posee carácter empírico, pero está evidentemente relacionado con la oposición
entre la tendencia sensible y la moralidad, en la medida en que la razón práctica,
debido a su universalidad, debe necesariamente proponerse como fin la co­
munidad de los hombres. La doctrina del mal radical, en su tensión con la
«reivindicación sobre el hombre del principio bueno», hay también que com­
pararla con el antagonismo que se halla en el comienzo de! esbozo kantiano
de la filosofía de la historia. De este modo, cabe leer la doctrina de ia Iglesia
universal, como estado ético de Dios regido por las leyes de la virtud, en el
sentido de un proyecto que se opone directamente al Contrato social de Rous­
seau. Cf. sobre todo la observación de Kant (La religión dentro de los límites
de la mera razón, 97) de que «el concepto de una comunidad ética está siempre
referido al ideal de una totalidad de todos los hombres» y que «en ello se
distingue del de una comunidad política». Ei transfondo ló constituye la res­
tricción kantiana del fin del Estado al aseguramiento del derecho. Acerca de
esta concepción, que se retrotrae a Thomasius y se opone a las ideas de M.
Mendelssohn, a su vez basadas en Chr. W olff, cf. A. Altmann, Prinzipien
politischer Theorie bei Mendelssohn und Kant (1981), 22ss.
57. Ibid., tesis J y 3.
58. Esta tensión la ha expuesto H. Jahnson: Kants Lehre von der Sub­
jektivität. Eine systematische Analyse des Verhältnisses transzendentaler und
empirischer Subjektivität in seiner theoretischen Philosophie (1969), 182ss.
222 El hombre como ser social

estado de naturaleza ai de sociedad59, al modo como hizo luego


Herder con su idea del ser en devenir del hombre a imagen y
semejanza de Dios. La contribución perdurable de Rousseau al
tema de la conversión del hombre en sí mismo consiste en que
mostró su vinculación —positiva y negativa— con la socializa­
ción. Cierto que unió tan estrechamente la ley divina con la
voluntad general de la sociedad60, que no quedó espacio para la
independencia del individuo respecto de la sociedad; mientras
que el apriorismo kantiano consiguió preservar la independencia
de la moralidad, pero sólo al precio de la abstracción del sujeto
trascendental de la realidad empírica (incluso de la realidad del
propio sujeto). La filosofía de Kant no pudo obviar las cuestiones
que se han de suscitar en este punto a la reflexión crítica, porque
en ella quedaron sin solución la unidad del sujeto y el problema
de la constitución de tal anidad. En el curso de la evolución de
este tema, la Fenomenología del espíritu de Hegel volvió por fin
al punto de vista del devenir de la subjetividad pasando a través
del proceso de formación de la sociedad. La copertenencia y la
mutua diferencia de religión y sociedad están analizadas con más
matizaciones en Hegel que en Rousseau, aunque, sin embargo,
esta unión diferencial no encontró forma sistemática alguna en
la filosofía hegeliana del derecho, sino que fue al final disuelta
en el concepto del Estado moral (por consiguiente en la línea de
Rousseau).
El personalismo dialógico del siglo XX ha supuesto para esta
temática un nuevo punto de partida, cuyo alcance sólo puede
medirse plenamente dentro del marco de los desarrollos histó-
ricosociales y filosóficosociales que hemos examinado en este
parágrafo. El antagonismo entre sociedad e individuo se concilia
a través de la investigación de las relaciones personales en que
se halla el yo y por las que él mismo se constituye. La forma

59. La imagen rousseauniana del hombre «es dualista, como la de los


cristianos. Pero, para él, tal dualidad no se da ya de antemano acabada, sino
que se va desarrollando» (I. Fetscher, Rousseaus poütische Philosophie, 86).
60. Cf. Fetscher, 113ss. Es muy elocuente el hecho de que Rousseau se
declare de acuerdo con la abolición de Hobbes de la distinción cristiana entre
la Iglesia y el Estado; y también lo es que no comprenda la relevancia política
de esta diferencia, que él tergiversa entendiéndola en el sentido de un abstracto
apartamiento del mundo y de un abstracto más allá (El contrato social, Madrid
1988, IV, 8).
Subjetividad y sociedad 223

abstractamente privada que caracteriza e] estilo del personalismo


dialógico en muchos de sus análisis ha dificultado el reconoci­
miento de' la relevancia de su tesis para la filosofía social. A
pesar de ello, precisamente esa circunstancia les asegura un in­
terés perdurable, del mismo modo que lo hace también su relación
con la filosofía de la subjetividad del idealismo alemán; relación
ésta que se pone de manifiesto en el propio rechazo de tal tradición
filosófica, por el hecho de que el personalismo dialógico trató
de dar una respuesta nueva a la cuestión de la constitución del
yo.

3. La constitución del yo a partir de la relación con el tú

Desde el final del siglo pasado aumentan las voces que desean
superar el punto de vista que parte del sujeto aislado o de un yo
abstracto y supraindividual, afirmado como base de toda expe­
riencia, que existe tan sólo en forma de sujetos singulares. Se
experimenta como demasiado estrecha la perspectiva antropo­
lógica del liberalismo europeo, que surte aún sus efectos en Kant
y, tras él, en el método de la filosofía trascendental de la con­
ciencia. Este giro fue preparado no sólo por la filosofía de la
especie de Feuerbach y, sobre todo, de M arx, sino ya por la
doctrina hegeliana del espíritu absoluto y por la teoría de Sch­
leiermacher acerca de la constitutiva importancia de la vida social
para la formación de la individualidad, y, después, por la filosofía
de la vida y el movimiento juvenil. Pero su irrupción se produjo
en el presente siglo. Es especialmente importante el hecho de
que proyectos de índole completamente diferente converjan en
un punto: en que la época del individualismo ha pasado. Pero el
objeto de disputa es qué debe aparecer en su lugar. ¿Es la prelacia
de la sociedad frente al individuo, al estilo de Rousseau, o al del
marxismo, o al dé cualquier otro populismo, la única alternativa
a! individualismo abstracto? Los reparos que se oponen a estas
soluciones no se dirigen sólo contra el hecho de que en el marco
de tal modelo no pueda seguir haciéndose valer la dignidad per­
sonal del individuo como principio crítico frente a las institucio­
nes sociales. El modelo que subordina el individuo a la sociedad
está también amenazado por una contradicción interna, dado que
224 El hombre como ser social

también en él las instituciones sociales han de estar representadas


por individuos. La preeminencia programática de la sociedad
sobre el individuo se convierte por eso fácilmente en la máscara
ideológica del poder de los individuos que pretenden actuar en
nombre del todo social y no admiten ninguna libertad individual
que les haga oposición, sino que tratan toda insubordinación como
un delito contra la sociedad. La prelacia de la sociedad ante el
individuo no conduce en esta forma tosca e inmediata a la com­
prensión de la constitución de la individualidad misma a partir
del nexo vital social, y, por lo tanto, tampoco a estimar el derecho
propio de la individualidad. Cuando Rousseau identificaba la
voluntad general con la libertad del individuo, no se trataba de
su libertad en tanto que individuo, sino de su libertad en tanto
que ser racional, o sea de una libertad general. Así pues, no se
llega a la idea del individuo (ni a la de la individualidad moral).
En este punto, ni Hegel ni Marx sobrepasaron esencialmente a
Rousseau. El hecho de que se nos asegure que e! Estado moral
o la sociedad sin clases son la encamación de la -libertad del
hombre —y, por lo tanto, de la de cada uno de los individuos — ,
no da respuesta a la cuestión de en dónde tiene su fundamento
la forma individual de esta libertad, incluso frente ai Estado y a
la sociedad.
Sólo se abre la comprensión de la constitución social del
individuo como tal cuando no se pone en relación inmediata al
individuo con la sociedad giobalmente tomada, tal como le sale
al encuentro en la trama de sus instituciones, sino cuando se
empieza por considerarlo referido al otro individual, al tú, a la
persona (o a las personas) con la que se relaciona en el círculo
persona] de su vida. Haciendo así se muestra que el hombre
singular no se constituye por él mismo, sino que está ya siempre
constituido por la relación con el otro, con el tú. Esta es la idea
fundamental del «personalismo dialógico», fundado después de
la primera guerra mundial, por caminos diferentes, por Ferdinand
Ebner y Franz Rosenzweig, y dado a conocer en amplios círculos
por Martin Buber61. Ebner y Buber, sobre todo, separaban ta-

61. Stern der Erlösung, de F. Rosenzweig, y Das Wort und die geistigen
Realitäten, de F. Ebner, aparecieron en 1921; Yo y tú, de M. Buber, dos años
después. B. Casper, Das dialogische Denken (1967), expuso el devenir y las
relaciones mutuas de las tres formas capitales del personalismó dialógico for­
muladas en estas obras, al lado de las cuales habría luego que mencionar la de
G. Marcel, años más tarde.
Subjetividad y sociedad 225

jantemente la relación yo-tú,. en la que el yo se fundamenta


llamado y reclamado por ej tú, de ¡a relación yo-ello, en la que
el hombre dispone de los objetos a título de sujeto. Este hacer
valer los derechos de la relación yo-tú frente a una perspectiva
filosófica limitada a la relación yo-ello va ligado a una dura crítica
de la filosofía idealista trascendental: a], hacer que el mundo de
los objetos sea constituido por el sujeto y moverse su reflexión
nada más que en este círculo, los pensadores del idealismo tras­
cendental, desde Kant al neokantismo y a la fenomenología de
E. Husserl, permanecen atrapados en la relación yo-ello. A la
vez que la realidad del tú, pasan por alto la dimensión entera en
la que se fundamenta el propio yo.
La problemática del personalismo dialógico fue analizada
penetrantemente por M. Theunissen en 1965, sobre todo en lo
que concierne a las ideas de Buber62. Theunissen puso de relieve
la inmediatez de la contraposición buberiana entre la relación yo-
tú y. la relación yo-ello. La consecuencia es que Buber —como
ya antes Ebner—, más allá de la noción de «encuentro» y del
modo en que el yo se ve afectado por e¡ tú que con quien se
encuentra, puede describir la índole de la relación- yo-tú sólo
negativamente, en el contraste con la relación yo-ello. Pero, de
este modo, queda aún preso de la filosofía trascendental de la
orientación subjetiva aun negándola, y no consigue desarrollar
para su perspectiva filosófica una alternativa independiente. D e­
bido a la insistencia en el carácter inmediato del encuentro con
e! tú, toda mediación de tal encuentro queda abandonada a una
descripción que.tiene que trascurrir en el nivel de la relación yo-
ello, y en este mismo nivel se mueven también las afirmaciones
de Buber acerca del encuentro mismo con el tú. Tampoco resuelve
el problema el creciente énfasis que los escritos posteriores de
Buber ponen en el lenguaje como medio del encuentro; pues
todas las situaciones que se expresan lingüísticamente pertenecen
a la relación .yo-ello, de modo que la solicitación del tú se ex­
perimenta, otra vez, solo negativamente, a saber —como Buber
puede, en efecto, decir explícitam ente—: se experimenta del

62. M. Theunissen, Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegen-


u!íir! (1965).
226 El hombre como ser social

modo más puro en el silencio63. Tal crítica alcanza también a


Ebner, pero no a Roseniiweig. Pues Rosenzweig no contrapuso
inmediatamente la noción de encuentro y la relación yo-ello, sino
que obtuvo la primera mediante la reflexión sobre la temporalidad
del lenguaje —mejor dicho, del habla— en contraste con la
atemporalidad dei pensamiento occidental referido a los objetos64.
En la temporalidad del diálogo se anticipa a cada instante el
ésjaton del mundo65 y, a la vez, se lo abre al futuro del «reino».
Con esta visión de la realidad del mundo a la luz del lenguaje
en tanto que acontecimiento del habla y del «diálogo», Rosenz­
weig sobrepasó con mucho el estrecho círculo en que se encerraba
el personalismo de Ebner y de Buber, si bien creyó poder ir más
atrás del pensamiento orientado al objeto y su «esencia» de ma­
nera sumaria y demasiado sencilla, con la observación general
de que este pensamiento se debe a haber apartado la mirada de
la muerte66. Rosenzweig se detiene demasiado poco en considerar

63. Así, TheunisSen, 287, sobre Das dialogische Prinzip, de M. Buber


(31973) 42; J. Bloch, Die Aporie des Du. Probleme der Dialogik Martin Bubers
(1977) objeta a Theunissen que Buber niega expresamente que el silencio sea
lo último (25, n. 40). Se trataría, ante todo, para Buber, de la «interpelación«
por el «misterio« (26s), mediada por la «sacramentalidad del mundo» (48), en
la medida en que éste, en su totalidad, es «más que mundo» y, sin embargo,
justo por ello mismo, a la vez es la realidad del mundo (68). Pero por impre­
sionantemente que llegue Bioch a exponer la «pansacramentalidad» del mundo
según Buber, también él tiene que reconocer que la opinión de Buber es que
esa «apelación» no se deja «reproducir en palabras» (29s) y culmina «fuera de
los contenidos comunicados y comunicables» (26, n. 40). Pero ¿cómo cabe
entonces aducir que el «contenido» del acontecimiento lingüístico es él mismo
lingüístico, como quiere Bloch (25, nota)? Ni siquiera la interpretación de este
autor logra poner a Buber a cubierto de la crítica que Theunissen hace del
hecho de que permanezca en dependencia de un lenguaje que se mueve en el
terreno de la relación yo-ello. B. Casper está aquí de acuerdo con Theunissen
(o. c„ 344 y 359). ■
64. Acerca de la teología del lenguaje de Rasenzweig, cf. Stern der
Erlösung (*1976), 138ss,, 193ss., y la magnífica exposición que se encuentra
en B. Casper, Das dialogische Denken, 120ss. y 15f s . En su artículo Franz
Rosenzweigs Kritik an Bubers 'Ich und D u': Philosophisches Jahrbuch 86/2
(1979) 225s, Casper muestra que Rosenzweig insiste expresamente, contra
Buber, en hablar de Dios en tercera persona (227s, 233s).
65. Stern der Erlösung, 254ss, 261.
66 . A sí empieza Stern der Erlösung; cf. Casper 91ss. Si se para mientes
en la importancia que la aceptación consciente de la muerte tiene, por ejemplo,
para la dialéctica hegeliana de la negatividad, este diagnóstico, formulado tan
emotivamente, aparece como demasiado poco matizado, y uno se pregunta
Subjetividad y sociedad 227

que él mismo argumenta sobre el suelo de esé pensamiento y de


su intersubjetividad, y que sólo sobre él puede argumentar; y
tampoco aprecia suficientemente el significado de que, debido a
]o anterior, Se vea forzado a acreditar,intelectualmente cada uno
de sus pasos en discusión con .la tradición y el grado de reflexión
alcanzado en ella. Todo esto hace que también en él el término
«diálogo» se convierta con demasiada frecuencia en una especie
de clave encantada. Hay, pues, en esta medida, un puente que
lleva de Rosenzweig a Buber. Pero, a pesar de ello, su pensa­
miento lingüístico, con su tematización del tiempo, abre, por
encima d e jo s límites señalados, el camino para una nueva y más
profunda concepción de la realidad, cuya elaboración conceptual,
por cierto, habrá todavía de llevarse a cabo.
Desgraciadamente, la teología, sobre todo la teología evan­
gélica de la primera mitad de nuestro siglo, siguió más la ins­
tigación de Ebner y Buber que a Rosenzweig. La teología pensó
que precisamente la contraposición de la relación yo-tú a las
teorías objetivas de la tradición filosófica daba la oportunidad de
liberar a la relación del hombre con Dios de las pretensiones' y
cuestionamientos críticos de la filosofía moderna hasta nuestra
época, y que, al mismo tiempo, ofrecía también la ocasión de
situarse en una relación con la filosofía que permitía al pensa­
miento teológico, en tanto que pensamiento personalmente de­
terminado, sentirse superior. Además, la teología no siguió la
tendencia de Buber a buscar la realidad de Dios en el, misterio
«entre» yo y tú, al que se deben tanto el yo como el tú57. Más

cómo pudo pasarte esto por alto al conocedor de Hegel que era Rosenzweig.
En todo caso, su crítica al pensamiento objetual y, en especial, ai giro que le
imprimió el idealismo especulativo, queda a partir de aquí en precario, con la
secuela, además, de que las ideas que son propias de Rosenzweig deben ser
puestas por una interpretación más minuciosa en una relación todavía más
matizada con la filosofía tradicional.
67. Así, Theunjssen, D er A ndere.... 278ss. Le sigue Casper, D as dia-
hgische D enken, 299s. Cf. también 226 del cjtado artículo de Casper sobre la
crítica de Rosenzweig a Buber. Frente a ello, J. Bloch ofrece a la consideración
el hecho de que el entre no se halla simplemente dado de antemano al yo y al
tú. sino que «es realizado por ambos» (231, n. 53); en tanto que Theunissen
registra aquí la introducción de una idea de gracia de procedencia cristiana
(293ss). respecto del misterio divino sólo quedaría la pregunta. Pero Buber
mismo habla de una «interpelación» del hombre por ei misterio, eí cual «deviene
así nuestro» (cf. Bloch 28s), si bien el desasosiego de la interrogación no queda
eliminado por ello. No es, pues, convincente la crítica de Theunissen que hace
Bloch.
228 El hombre como ser social

bien, F. Gogarten y E. Brunner, tras las huellas de F. Ebner68,


comprendieron el yo del hombre como constituido por el tú, y
de modo que tras el tú humano se halla en última instancia el tú
de Dios. Esto podía tomarse o como fundamentáción de una
solicitación' incondicionada del tú humano al yo69, o conio re-
lativización del tú humano™. De uno u otro modo cabía unir esta
concepción con la noción de la palabra de Dios como llamada
del tú divino.de la que el yo no dispone. Theunissen objetó con
razón .que la idea de la constitución del yo por el tú piensa en el
fondo este tú tan sólo como otro yo en el sentido de la filosofía
tradicional del sujeto, y, por lo tanto, no conduce más allá de
su ámbito71. Así, la teología de Gogarten y la de Brunner que­
daron- más atrás que Buber, quien, com o ahora es evidente, no
había caracterizado sin profundas razones el misterio entre el yo
y el tú como constitutivo de ambos y, además, como origen que
fundamenta la particularidad de la relación yo-tú72.
Se ve, por tanto, que ni la filosofía dialógica de Buber ni las
variaciones teológicas de ella que se encuentran en E. Brunner
y F- Gogarten han conseguido sobrepasar la idea del yo que se
constituye a sí mismo: no lo consiguió Buber, porque no pudo
caracterizar más que negativamente la peculiaridad de Ja relación
yo-tú frente a la relación yo-ello, y, así, no se abrió paso hasta
una alternativa positiva; y, por su parte, la teología personalista

68 . Acerca de Ebner, cf. Casper 253ss, 245s; críticamente, 259s.s.


69. Así, F. Gogarten, Politische Eth'tk (1932).
70. As:, E. Brunner, Wahrheit ais Begegmmg (1938).
71. Theunissen, o. c., 361 ss (especialmente acerca de Gogarten).
72. Así, entre los teólogos evangélicos el más próximo al pensamiento
de Buber es K. Barth: al menos en la exposición de la antropología que hace
en la Kirchliche Dogm aiik (III/2). En efecto, Barth no entiende al' yo humano
como constituido por el tú. sino que hace que el hallarse uno con otro el yo y
el tú remita todo él a Dios; a la compañía trinitaria que mutuamente se hacen
el Padre y el Hijo. Pero en Barth la relación intralmmana yo-tú simplemente
.ve repite en la respectividad trinitaria del Padre y el Hijo. Desde luego, Barth
presenta la relación ¡ntradivina como el arquetipo de !a antropológica; y, desde
el punto de vista del abolengo histérico-espiritual de la comprensión dialógica
de la persona, es perfectamente posible que tenga razón. Pero, sea lo que quiera
de la prioridad entre estas dos relaciones análogas, ni la relación trinitaria del
Padre y el Hijo, ni Ui relación antropológica del yo y el tú se comprenden a
partir de su entre, bien sea éste ia unidad de la naturaleza divina o el Espíritu
que vincula al Padre y al Hijo. Así, pues, en el punto decisivo también Barth
queda por detrás de la posición alcanzada por Buber.
Subjetividad y sociedad 229

simplemente invirtió la relación entre el yo y el tú y trató al tú,


sobre todo al tú divino, como el yo soberano y propiamente tal.
De este modo, la filosofía idealista autónoma del sujetq.se trans­
formó, sencillamente, en un pensamiento heterónomo de orien­
tación subjetiva'..
Así pues, el personalismo dialógico ha quedado más como
un gesto que señala en una dirección que hay aún que explorar,
que como una alternativa que haya superado intelectualmente la
filosofía del yo. Su mérito consiste en haber mostrado que el yo,
antes pensado como sujeto soberano, depende del encuentro con
el tú. Así y a la vez, el personalismo dialéctico ha mostrado
también, desde el punto de vista objetivo, la dependencia del
individuo respecto de la sociedad, que le sale al encuentro en
forma de tú humano. Pero ha tematizado sólo en raras ocasiones
este ámbito; en vez de hacerlo, ha solido restringirse a la esfera
privada. De esta manera, pudo convertirse en una ideología de
la retirada del mundo técnico moderno —determinado por la
relación yo-eüo— y del anonimato de los mecanismos sociales.
Y cuando se tematizó la conexión de la relación con el tú con la
reiación individuo-sociedad, como ocurrió en la ética política de
Gogarten (1932), se transpuso entonces sin más la «servidumbre
a Sa escucha» del individuo respecto del tú a la relación con el
Estado, en la medida en que éste representa frente al yo las
solicitaciones de todos los otros. La limitación que es común a
ambas variantes del personalismo está en su insistencia en el
carácter inmediato de la solicitación del tú; en que ocultan que
el encuentro con el tú está mediado por el mundo de las cosas
cpmún al yo y al tú. El mundo de los objetos se dejó fuera porque
se le incluyó en la relación yo-eílo. Precisamente es esta contra­
posición de ia relación con el tú y la relación del yo con su mundo
de objetos lo que debe evitarse si la introducción del tú ha de
servir para, más allá de la mera antítesis, ampliar la filosofía
tradicional del sujeto y su comprensión del y o .,
El filósofo y psicólogo social norteamericano G. H. Mead
avanzó más en esta dirección que el mismo personalismo dia­
lógico. En él no se encuentra la oposición entre la relación con-
ei tú y la relación del yo con los objetos. Antes bien, Mead buscó
en la relación social con el otro justamente la clave de la com­
prensión de la relación del hombre con el mundo y de la génesis
de ella.
230 El hombre como ser social

4. 'L a teoría de G. H. Mead acerca del s í mismo73

George Herbert Mead enseñó desde 1894 hasta su muerte,


en 1931, filosofía y especialmente psicología social en la uni­
versidad de Chicago. Su -obra maestra fue publicada póstuma-
mente por Charles W. Morris en 1934, con el título de Espíritu,
persona y sociedad. El núcleo del libro es su teoría del self. que
se presenta como condicionado por el proceso de socialización:
«El espíritu... es esencialmente un fenómeno social... surgido y
desarrollado dentro del proceso social»74. Esta tesis supone la
previa distinción entre yo y s í mismo, que Mead tomó de William
James. En la psicología de James se distinguía entre el yo es­
pontáneo (l) y el yo que se da a sí mismo como objeto en la
autorreflexión (me): el sí mismo. James había también ya resal­
tado el carácter socialmente condicionado de mí mismo en tanto
que me conozco en mi autoconciencia7í. Así, pues, lo nuevo y
propio de la teoría de Mead no está aún en la distinción del sí
mismo y el yo ni en la idea del condicionamiento social del sí
mismo. Su aportación a- este tema consiste en el intento de ex­
plicar el estado de cosas que había descrito James. Se trataba de
explicar la autoobjetivación presente en el hecho de la autocon-
ciencia: «¿Cómo puede un individuo salir fuera de sí (experien-
cialmente) de modo de poder convertirse en un objeto para sí?»
(169). La pregunta no apunta a menos que a la génesis de la
forma de la vida humana que conocimos, al estudiar a Plessner,
bajo el nombre de excentricidad del hombre. En oposición al
idealismo filosófico, Mead no toma el hecho de la autorreflexión
y la autoconciencia como un dato primitivo de la subjetividad
humana, sino que procura entenderlo como resultado de un de­
venir. Y su respuesta es que la autorreflexión es un producto del
trato social con otros individuos: «El individuo se experimenta
a sí mismo como tal no directamente, sino sólo indirectamente,

73. Cf. sobre lo que sigue K. Raiser, ¡dentitat und Sozialitat. Ceorge
Herbert Meads Theorie der ¡mcraktion und ihrer Bedeutung Jítr die theologische
Anthropologie (1971). La teoría de M ead sobre él sí mismo ocupa también el
lugar central del libro de G. W inter, Elements fo r a Social Ethics (1966).
74. G. H. M ead, Espíritu, persona y sociedad. Buenos Aires 31972, 165.
Las indicaciones de página que siguen en el texto de este parágrafo remiten a
esta obra.
75. K. Raiser, o. c., 97.
Subjetividad y sociedad 231

desde los puntos de vista particulares de otros miembros indi­


viduales d e l mismo grupo social, o a partir del punto de vista
generalizado del grupo social como todo al que pertenece» (170).
¿Cómo es posible que un individuo se contemple y se juzgue
a sí mismo desde el punto de vista de otros? Para ello es evi­
dentemente indispensable que el individuo esté en condiciones
de trasladarse al interior del otro. Pero ¿cómo tiene lugar ese
traslado? Su primer requisito —por lo tanto, el fundamento del
fenómeno de la autoconciencia— lo encuentra Mead en la ca­
pacidad de entender los gestos o ademanes de otros individuos.
Ya hay esto entre los animales, como cuando, por ejemplo, el
guía levanta la cabeza y ventea, y avisa así a la manada de algún
peligro. Ese gesto puede anunciar que el guía va a emprender
inmediatamente la huida; y, en esa medida, tiene significación:
«Cuando, en cualquier acto o situación social dada, un individuo
indica por medio de un gesto, a otro individuo, lo que éste tiene
que hacer, el primer individuo tiene conciencia de la significación
de su propio gesto» (89). Pero el guía mismo ,no capta el sig­
nificado que tiene su gesto para la manada. El no percibe su
propio gesto. La percepción del propio gesto junto con la de la
reacción del organismo ajeno constituye el requisito para que un
ser vivo perciba el significado de su gesto para el otro ser vivo
y, así, pueda él mismo ponerse en el papel del otro. Ahora bien,
e! requisito de que se perciba el gesto propio está dado en una
clase especial de expresiones: en la exteriorización de sonidos,
que son oídos por el mismo ser vivo que los emite. Al mismo
tiempo, experimenta éste las reacciones de otros, y lo hace pre­
cisamente en tanto que reacciones a su emisión de sonidos76. Por

76. Es así com o se produce, según M ead, un sím bolo significante (88).
En este punto lleva a cabo un tránsito problem ático: el vínculo entre la reacción
tie! otro y mi expresión articulada está m ediado, según la descripción de M ead,
por el hecho de que, presuntam ente, la expresión articulada que un ser siente
en sí m ism o suscita en el otro la m ism a reacción. «El gesto vocal es uno de
esos estím ulos sociales que afectan a la form a que los produce del m ismo m odo
que la afecta cuando es producido por otro» (102; cf. 108-109). Esta igualdad
actúa luego com o el fundam ento que hace posible la com prensión de la reacción
del otro (68s). Sin em bargo, la vinculación entre los propios gestos sonoros y
la reacción del otro podría tam bién constituirse en la experiencia sin fdependcr
de esa igualdad en la reacción, por ejem plo, cuando el otro siempre reacciona
de la m ism a manera a una determ inada expresión sonora (pongam os por caso
la madre que siempre consuela al hijo cuando éste llora). A su vez, el nexo
232 El iwmbre como ser social

esto es por lo que un ser como el hom bre, para el que la emisión
de sonidos se convierte ■eri el soporte, más importante de la co­
municación social, puede trasladarse al interior de la reacción
del otro cuando oye los sonidos que él mismo emite77. Debido
especialmente al uso de los gestos vocales', «provocamos en la
otra persona algo que estamos provocando en nosotros, de modo
que inconscientemente adoptamos esas actitudes. Inconsciente­
mente nos ponemos en el lugar de otros y actuamos como lo
hacen otros» (108). Y esto también sucede cuando una deter­
minada expresión sonora desencadena todo un grupo de res­
puestas del otro.
Así pues, la posibilidad de la autorreflexión humana descansa
sobre el hecho de que el hombre percibe sus propios gestos
sonoros y experimenta la reacción de otros ante ellos como reac­
ción al sonido que él mismo ha producido; pues de esta manera
se traslada al papel del otro y consigue verse a si mismo desde
el lugar del .otro, como a distancia. Con esto, ciertamente, ni
queda explicado vel surgimiento de la excentricidad del hombre,
ni queda derivada la estructura excéntrica a partir de formas
comportamentales prehumanas; pues la, atención exenta de carga
pulsíonal a la relación entre los sonidos de uno y determinadas
reacciones en los otros supone ya excentricidad. Sin embargo,
!a argumentación de M ead describe la génesis de la autorrefle­
xión, en la que se vuelve tem ática la relación del individuo
consigo mismo que va im plícita en la forma vital excéntrica. La
autorreflexión, de la misma manera que ya vimos en Scheler, se

entre gesto sonoro propio y reacción del otro surgido así de la mera regularidad
de la experiencia, podría llegar a ser el fundamento de que unamos a nuestros
gestos la expectativa referida a una determinada conducta de] otro.
77. Esto supone, ciertamente, que haya surgido entre determinadas ex­
presiones sonoras y determinadas reacciones una firme relación recíproca. Pero
para ello habría ya que haber elaborado tantas experiencias —y, además, debería
haber la posibilidad de elegir entre diversas asociaciones de expectativas para
una expresión sonora determinada— , que se comprende que Mead haya inten­
tado ofrecer una solución más sencilla acudiendo a la perspectiva de la igualdad
de la reacción, en m í mismo y en el otro, a mí expresión sonora. Más adelante
(47 Is) expondré cómo la estructura de sentido de un mundo de la vida común
y franqueado por el lenguaje es ya el requisito de que quepa trasladarse al
interior del otro. Cf, también las consideraciones críticas de j, Habermas, Teoría
de la acción com unicativa II: Crítica de la razón funcionalista, Madrid 1988,
lOss; especialmente, 23ss.
Subjetividad y sociedad 233

deriva de un s e r cabe lo otro; pero este lo otro no 'es ahora


solamente el ser de las cosas, sino que lo decisivo es que aquí
se. trata de un ser cabe el otro hombre. De hecho, la entrega al
objeto, en el sentido de una curiosidad desgravada de carga pul-
sional, no es capaz de explicar aún la génesis de la autorreflexión,
aunque sí represente el requisito del giro hacia ella. Para que
ésta se forme realmente, se precisa una motivación adicional,
que es aportada por el contexto vital social. El hecho de que
entre los objetos hacia los que se vuelve la observación del hom­
bre se encuentra también y en primer lugar el otro hombre, y
precisamente de manera que yo puedo trasladarme al interior de
sus reacciones reales y posibles frente a mí, este hecho, digo, es
¡o que da su fundamento al giro hacia la autoconciencia, hacia
la consideración del propio ser como por de fuera y desde el
punto de vísta de otro.
De esta teoría de la génesis de la autoconciencia se sigue que
el hombre, en tanto que yo autoconsciente, no tiene su funda­
mento en sí propio, con independencia de otros. Lá autocon­
ciencia y el yo consciente de sí mismo están, más bien, consti­
tuidos ya siempre por la relación con el otro. Y no se trata de
una creación del tú, sino-de que el individuo se aprehende a sí
mismo al trasladarse al papel del otro que tiene'en frente, ■
El sí mismo de que uno es consciente en la autoconciencia
tiene, pues, su base en la imagen que los otros poseen de uno.
¿Cómo puede, entonces, formar una unidad sí mismo? ¿es que
no deberían, de los diversos otros con los que nos relacionamos,
resultar a nuestros propios ojos otras tantas imágenes diferentes
de nosotros mismos? Según Mead, precisamente así sucede. Sin
embargo, y a la vez, somos ante nosotros mismos una unidad en
la medida en que tenemos experiencia de nosotros no sólo a partir
del otro individual, sino también en tanto que miembros del grupo
social al que pertenecemos. Mead llama a esta perspectiva la del
generalized other78. Mi yo mismo conquista, pues, continuidad

78. Mead, Espíritu, persona y sociedad, 184: «La comunidad o grupo


social organizados que proporciona al individuo su unidad de persona pueden
ser llamados ‘el otro generalizado’». Cf. más detalles en Raiser, Identitiu und
Sozialitdl..., Í24s. J. Habermas (Teoría de la acción comunicativa. 73s) indica
que mead no se percató en la medida necesaria de los fundamentos de la
identidad del grupo, y, en consecuencia, busca la aclaración de estas cuestiones
en E-. Durkheira, para quien la identidad de la sociedad se articulaba primiti­
vamente en la conciencia religiosa. Cf. más adelante cap. VIII. nota 231.
234 El hombre como ser social

e identidad en la medida en que lo aprehendo desde el punto de


vista del «otro generalizado», del grupo social; o, en último
término, en la generalización más amplia que cabe, desde el punto
de vista de la humanidad.
El sí mismo según el cual se aprehende uno en la autorrefle-
xión es, por consiguiente, una realidad social. Está «constituido
por la intemalización del acto social»79. Y esto rige tanto para
el sí mismo «auténtico», el sí mismo normativo o ideal, expresión
de las expectativas que el grupo o la humanidad tienen sobre
nosotros, como para el sí mismo fáctico, expresión de cómo se
presenta nuestra conducta fáctica en la perspectiva del grupo o
de la humanidad.
Pero, además del sí mismo, hay también, según Mead, el yo,
y, en su opinión, el yo no está constituido por el proceso social.
No es nunca tampoco objeto directo de mi experiencia (205),
sino el o rig e n e sp o n tá n e o de mi c o n d u c ta , in c lu id a mi
autorreflexión80. Sobre todo, adquirimos conciencia de nuestro
yo como de aquella instancia en nosotros que reacciona ante la
realidad social y, p o r’tanto, también ante el sí mismo: «El ‘yo’
reacciona a la persona que surge gracias a la adopción de las
actitudes de otros» (201). «Es la respuesta que el individuo hace
a la actitud que otros adoptan hacia él» (205). El sí mismo, espejo
de la estima social, no constituye, pues, por sí solo la personalidad
individual. Antes bien, a ésta pertenece también la reacción del
yo, mediante la cual se modifica aquella valoración social. Sólo
la unión de estos dos factores hace la personalidad individual.
«Tomados ju n to s, constituyen una personalidad, tal como ella
aparece en la experiencia social»81.
Ahora bien, ¿cómo sé que yo soy idéntico conmigo mismo,
es decir, con mi yo mismo socialmente constituido, tal como
aparece ante mí en la autorreflexión? Mead apela a la memoria
en este punto: «En la memoria, la experiencia del ‘y o ’ egtá cons­
tantemente presente. De modo que el ‘yo’ en la memoria está
presente como vocero de la persona en cuanto al segundo, minuto

79. Raiser, ¡dentit&í and Sozialitát..., 131.


80. Cf. Ibid., 128s.
81. En este lugar, por Jo demás, Mead no emplea, como siempre hace,
me para referirse al objeto de la autorreflexión (en vez de í), sino para designar
la unidad del me y e) / (205).
Subjetividad y sociedad 235

o días pasados»42. No acaba, sin embargo, de verse muy bien la


posibilidad estructural de esta unidad del yo y el sí mismo dada
en la rememoración. La noción del yo presenta en Mead visos
distintos, en correspondencia con las diversas funciones que se
adjudican a éste: sujeto de la autorreflexión y de la acción, por­
tavoz del sí mismo pasado, instancia de la reacción ante el sí
mismo (me) como producto social. «El oscuro status del / en
M ead ha suscitado múltiples comentarios críticos»81. Pero tam ­
bién el sí mismo está concebido unas veces como objeto de la
autorreflexión y, así, en tanto que conjunto de la estimación que
otros hacen de la individualidad propia; pero otras veces se lo
piensa como unidad del objeto de la autorreflexión —al que se
designa entonces con el término m e— y del yo que reflexiona.
La dificultad capital para comprender la unidad de yo y sí mismo
(me) está en que en el yo no ha de intervenir ni mediar la relación
social, mientras que el sí mismo, en su acepción estricta (en tanto
que objeto de la autorreflexión), debe ser el conjunto de las
imágenes de los otros acerca de m í, pero reunido, organizado y,
por consiguiente, mediado por el yo que reflexiona y por.la actitud
que tiene adoptada. E! sí mismo, llamado a ser la expresión de
las perspectivas de los demás sobre mí, está, pues, constituido
por el yo, quien, a su vez, se supone que no es una instancia
constituida por el proceso social. Pero, por otra parte, es el yo
e¡ que se traslada al interior de los otros y el que se mira (a sí
mismo) desde la perspectiva de los otros. Por lo tanto, el yo está
precisamente allende sí mismo, cabe lo otro. E incluso no tiene
acceso a la experiencia de él más que por mediación de la au-
toconciencia socialmente condicionada, a saber: en ta rem em o­
ración, como «portavoz» (spokesman, 174) del sí mismo de mo­
mentos anteriores. No sólo, pues, el sí mismo, sino también el
yo —contra lo que dice M ead— está ya siempre mediado respecto
de sí propio por relaciones sociales. Pero, sobre todo, no cabe
comprender !a unidad del yo y el sí mismo más que si se piensa

82. Mead, E spíritu, persona y sociedad, 202. La tesis de que la identidad


de la persona depende de la memoria se retrotrae a J. Locke (Essay Concerning
Human Understanding 0 , 27, 11; trad, cast.: Ensayo sobre el entendimiento
humano, Madrid 1987)). La han defendido en tiempos recientes B."Russell y
A. J. Ayer. Cf. una crítica de ella en S. Shoemaker, Self-Knowledge and Self­
identity (1963), 123s, sobre todo, 130, 15Lss.
83. Raiser, Identität und Sozialität..., 170.
236 El hombre corno ser social

también el yo como producto de un proceso de desarrollo con­


dicionado por la relación social. Según se verá, la vía para ello
fue preparada por el psicoanálisis freudiano y fue recorrida por
el neofreudianismo americano, sobre todo por Erik H. Erikson,
gracias a .haber unido la-teoría de Freud a las sugerencias de G.
H. M ead84. El mérito de ést® es haber emprendido, sobrepasando
la tesis general del personalismo acerca de la constitución del yo
por la relación con el tú. la descripción concreta y matizada de
esta dependencia. Pero sólo el sí mismo, que él separaba del yo,
era la suma de la dependencia de la autoconciencia del individuo
respecto del proceso social. En esta medida, también Mead quedó
en sus resultados más atrás de la tesis —demasiado global, cier­
tam ente— del personalismo dialógico, según 3a cual el yo está
como tal-constituido por la relación con el-tú.
Justo en su ambigüedad y sus problemas, la descripción de
M ead es el punto de partida apropiado para toda discusión y
desarrollo matizados de la constitución del yo a partir de la
relación con el tú, que el personalismo afirma programática­
mente. Todo intento de solución tiene que integrar los fenómenos
descritos por M ead, p e r o /a l mismo tiempo, debe eliminar las
equivocidades de su terminología. Los' dos mayores problemas
que quedan abiertos a partir de la descripción de Mead son el
condicionamiento social del yo y, necesariamente sólo después
de solucionado éste, ei de la unidad entre el yo y el sí mismo.
Pero ya para examinar el condicionamiento social del yo hay que
encontrar un nuevo nivel de reflexión, de modo que tal condi­
cionamiento no vuelva a quedar, como en Mead, separado del
centro de acción del individuo y como un aspecto externo. Ese
nivel superior de la reflexión lo ha alcanzado el psicoanálisis, en
la forma de la pregunta por la identidad personal del individuo.
Pues se trata de la pregunta que el yo ha de plantear necesaria­
mente en tanto que ser consciente de sí mismo: la cuestión de sí
mismo. Si en ei marco de esta temática del desarrollo del yo se
acredita su condicionamiento social, ya no cabrá despacharlo
como aspecto externo respecto del yo como tal.

84. Tiene especial importancia para la cuestión que aquí se trata el libro
de Erikson ¡dentitcit und Lebenszyklus (1949; ed. alemana de 1966). Sin em­
bargo, el análisis hace ver que, por falta de reflexión acerca de la relación entre
el yo y el sí mismo, también Erikson omite invertir en la comprensión del yo
los frutos de su teoría genética sobre la identidad del yo. ■
5
La problemática de la identidad

I. El yo y el proceso de formación de la identidad,


según el psicoanálisis

La psicología profunda se ha caracterizado desde sus co­


mienzos por su oposición al modo de proceder de la psicología
clásica,'que se restringía al análisis de los actos .conscientes. La
terapia de las enfermedades psíquicas mostró que la conducta y
la conciencia humanas están intensam ente"codeterminadas por
impulsos y motivos específicos que no son conscientes. En su
oposición, al primado de la conciencia, el psicoanálisis, o psi­
cología profunda, coincidía con muchas otras escuelas y direc­
ciones intelectuales del final del XIX y el principio del XX, como
la filosofía de la vida —sobre todo con el énfasis nietzscheano
(y, antes, feuerbachiano) en el primordial papel del cuerpo en la
conducta hum ana—, pero también el conductismo norteameri­
cano, la filosofía de la existencia y, no en último lugar, el ma-,
teriaiismo histórico de los marxistas. A ojos de un contemporáneo
como Paul Tillich, justamente la oposición contra la sobreestima
de la conciencia aparecía como el común denominador antro­
pológico del psicoanálisis y el marxismo1. La atención particular

l. H. Elsässer. Paul Tillichs Lehre vom M enschen (tesis doctoral, fCínr-


burg 1973). l i s , aceren de ta «protesta existencialista» en Tillich; cf. ibid.,
54s la mirada retrospectiva de Tillich al origen de su noción de lo deinónico.
Esta analogía da certeramente con un importante punto en común, aunque D.
Wyss tenga razón cuando afirma que la «naturaleza en tanto que fisonomía del
inconsciente» y, asimismo, el tema específico del inconsciente psíquico «no
interesan a Marx» {Marx und Freud: Ihr Verhältnis zur modernen Anthropologie
f l 969), 30).
238 El hombre como ser social

del psicoanálisis se dirige a cómo ciertas vivencias de la 'propia


historia vital se convierten en motivos inconscientes de la con­
ducta; en tanto que otras direcciones de la psicología profunda
interpretan desde otros puntos de vista más el inconsciente que
desborda de la esfera de la conciencia. A pesar del gran relieve
dado al inconsciente, el yo en tanto que centro de la conciencia
conservó en la psicología profunda y en el psicoanálisis todavía
una función, incluso capital, si bien, naturalmente, dentro del
marco ampliado de la teoría psicoanalítica de la persona2.
En los primeros escritos de Freud, el yo es la instancia que
reprime y rechaza ciertas representaciones, que no las deja llegar
a ia conciencia, que, por tanto, ejerce una «censura». Tuvo lugar
un primer giro en esta concepción del yo en los Tres tratados
sobre teoría sexual de 1904. Aquí sitúa Freud al lado de la pulsión
sexual, de la libido, e incluso por delante de ella, la pulsión de
autoconservación, a la que hay que atribuir las primeras emo­
ciones placenteras del lactante, que van unidas a la toma de
alimento. «El yo, que era antes una instancia represora del ins­
tinto, sea cual sea su índole se aprehende ahora como pulsión o
instinto él mismo» (Wyss, 57). Las pulsiones del yo se ponen
ahora en contraposición con la libido, y las neurosis pasan a ser
interpretadas como expresiones de conflictos entre el instinto
sexual y el de conservación. El segundo gran cambio en la con­
cepción freudiana del yo se produjo en las Lecciones de intro­
ducción al psicoanálisis (1916/17), en las que aparece la noción
de narcisismo. En efecto, este concepto supone la superación de
la oposición entre pulsiones del yo y pulsión sexual. Las obser­
vaciones hechas con esquizofrénicos habían llevado a Freud a
admitir que la libido puede retrotraerse desde el objeto al yo, y

2. Así, en S951 escribía C. G. Jung que con el descubrimiento del in­


consciente por la «psicología reciente» se había «relativizado el puesto hasta
entonces absoluto del yo; es decir: conserva su propiedad de ser el centro del
campo de la conciencia, pero se ha puestd en cuestión que sea también el
centro de la personalidad. Paiticipa, desde luego, en eila; pero no es la totalidad
de ella» (Aion. Beiträge zur Symbolik des Selbst [Werke IX/2, 1976, 15]). Lo
mismo sostienen todas las escuelas de psicología profunda. Sobre lo que sigue,
y en especia! sobre Freud, cf. D. Wyss, Die tiefenpsychologischen Schulen
von den Anfängen bis zur Gegenwart (1961), 3-98, así como Heinz Hartmann,
Die Entwicklung des Ich-Begriffes bei Freud (1956). en Ich-Psychölogie. Stu­
dien zur psychoanalitischen Theorie (1964; ed. alemana de 1972, por la que
cito), 261-307.
La problemática de la identidad 2 39

que el yo puede comportarse respecto de sí mismo en el sentido


de una «autosobreestimación» específicamente libidinosa3. Freud
discierne ahora la unidad primitiva del instinto de autoconser-
vación y de la libido en la fase de desarrollo aún indiferenciada
de la primera infancia en la que m am ar deí pecho materno tanto
está al servicio de ía conservación como supone la primera forma
de libido. Debe distinguirse de este narcisismo primario del niño
el narcisismo secundario, que es una regresión neurótica a aquel
estado infantil a consecuencia de haber rehuido la tarea de so­
breponerse al mundo social en que se vive, y que, según Freud,
se debe ante todo a haber solucionado insuficientemente el lla­
mado complejo de Edipo.
La concepción del yo como pulsión o instinto no puede, sin
embargo, tomarse sin restricciones. La antigua función adjudi­
cada al yo por Freud —la de censurar y domeñar las pulsiones—
no podía transferirse a ninguna otra instancia ni se dejaba traducir
del todo en el modelo del conflicto entre pulsiones del yo y
pulsiones sexuales. Por otra paite, además, la convergencia de
los dos tipos de pulsiones que se produjo en la Introducción al
psicoanálisis hizo surgir de nuevo la cuestión de una instancia
globalmente opuesta a las pulsiones y a la que, por tanto, pudieran
atribuirse las funciones de censura, control de las pulsiones y
represión. La consecuencia fue que la noción del yo volvió fi­
nalmente a presentar la tendencia a aparecer como la instancia
enfrentada a la esfera pulsional en general. Esa tendencia actúa
ya en la época de la introducción de la hipótesis del narcisismo
y paralelamente a ésta, de modo que desde este momento hay
en Freud un doble concepto del> yo. Por un lado, el yo tiene su
raíz en el instinto de autoconservación, en el amor de sí del
narcisismo primario. De otro lado, el yo hace las veces de ins­
tancia censora, que surge en el yo en el transcurso del desarrollo
de la personalidad: tiene su punto de partida en el «yo ideal»,
cuya raíz es la intemalización de las expectativas y las desapro­
baciones de los padres; pero sólo se constituye en instancia in­
terior del propiS niño, en yo, por ía identificación con los padres4.

3. W yss. 58s (Freud, Werke XI, 430). ,


4. W yss, Die tiefenpsychologischen Schulen..., 59s, sobre la Einführung
in die Psychoanalyse (1917); (trad. cast.: Conferencias de introducción al
psicoanálisis, en Obras completas XV-XVI, Buenos Aires ’ 1984) de Freud.
240 El hombre como ser social

Es especialmente instructivo comparar a propósito de esté


punto fundam ental. a Freud con Mead.-,En la medida en-que el
yo ideal tiene su raíz en la intem alización' de las expectativas
paternas, sobre todo en las críticas y los reproches, muestra gran
correspondencia con la noción del sí mismo de Mead en tanto
que hecho social. La interpretación de Mead de la génesis del sí
mismo a partir de un traslado al interior del otro, sobre todo al
interior de las expectativas del otro por lo que a mí hace; puede
aplicarse sin forzar las cosas a la noción freudianá del «yo ideal».
La tesis de M ead recibe concreción de Freud, en el sentido de
que es primordialmente por referencia a los padres como surge
ei yo ideal. Para esto no entran en consideración cualesquiera
otros, sino, en .primer lugar, los padres. Es evidente que en el
análisis de M ead falta aquí un factor diferencia], un principio
selectivo que explique qué otro hombre se convierte de prefe­
rencia en la causa de la representación normativa de mí mismo.
Pero .se precisa además una explicación de por qué el juicio
internalizado de ese otro no sigue siendo para mí la exigencia de
un extraño, sino que se identifica conmigo mismo. Ambas cosas,
las suministra la noción de identificación: al identificarse el niño
con ¡a imagen de las expectativas de sus padres sobre él, tal
imagen deja de serle una instancia extraña y ajena; y el hecho
de que sea necesario para ello un acto especial de identificación
lleva, al mismo tiempo, ya en sí el principio de selectividad
buscado, la explicación de que no todos los demás determinan
del mismo modo con su juicio mi yo mismo.
El lugar de esta identificación es preferentemente, de acuerdo
corí la visión freudiana del desarrollo del individuo,1 la situación
del complejo de Edipo: los celos del niño a su padre como com­
petidor que triunfa en el amor de ía madre se superan positiva­
mente gracias a la identificación con el padre como modelo. Por
cierto que eí niño se identifica menos con el. padre real que con
ana imagen idealizada de él: con el superyó del’ padre5. En esta
solución positiva del complejo de Edipo, tal como se acaba de
exponer sobre el ejemplo de la evolución del niño, tiene lugar
el cambio, o, mejor, la transformación del yo-placer narcisista
en el yo instancia del dominio de la realidad gracias a la acep-

5. W yss, Die tiefenpsychologi.schen Schulen..., 144.


La problemática de la identidad 241

ración de ella. El yo que surge de 3a solución.positiva del complejo


de Edipo es, en adelante, la instancia del principió de realidad
en mí. el representante de la exigencia de plegarme a la realidad
para así dominarla.
Pero en la identificación con el padre como modelo también
se origina, a una con el yo real, el superyó. Este término, que
sólo se implanta firmemente en el análisis freudiano de la persona
después de 1920, tenía su precedente en la noción de yo ideal.
Al internalizar la crítica paterna, se origina, de una parte, el yo
real, que se forma con la identificación; pero, por otra, las normas
o la imagen paterna idealizada con ¡a' que este yo se vincula,
permanece, sin embargo, siendo algo que le está propuesto y
frente a lo cual el yo desarroila sentimientos de culpa!
La noción de yo se ha diferenciado, pues, en tres aspectos
distintos: en primer lugar, el narcísista yo-placer; luego, el yo
real; después todavía, el supeiyó. Los dos últimos adquieren su
forma definitiva gracias a la superación del complejo de Edipo,
o sea, por el proceso de identificación. Es interesante que Freud
subraya la ambivalencia en el modo como acontece la identifi­
cación: puede tener puesta su mira en la incorporación y la po­
sesión del objeto de la identificación; pero también puede con­
tener un componente de superación de sí mismo. El dominante
puede ser cualquiera de estos dos aspectos. Si es el primero,
prevalecen los motivos narcisistas; si es el segundo, prevalecen
los motivos de autotrascendencia y sublimación. Y en esto re­
conocemos de nuevo la tensión entre amor sití y excentricidad
en la conducta humana. Además, naturalmente, en el deseo de
ser como el padre —o, más exactamente, como su imagen ideal,
como su superyó— va aún unido a la superación de sí mismo
un rasgo del amor sui narcisista, de modo que la ambivalencia
del yo se percibe en todos ios grados de su evolución, porque
¡os tres aspectos del yo peimanecen siempre entretejidos unos en
otros, incluso en el caso de que se resuelva positivamente el
complejo de Edipo.
Pero no sólo el yo: también el superyó es ambivalente. Ya
se mencionó que el yo ideal contribuye al dominio de los deseos
del yo-píacer narcisista, y que suscita sentimientos de satisfacción
y triunfo o de culpa e inferioridad, según la mayor o menor
medida en que el yo consiga concordar con él. Acerca de esta
242 El hombre como ser social

segunda ambivalencia —la del superyó— , escribe Freud en 1923:


«Esta doble faz del ideal del yo deriva del hecho de que estuvo
empeñado en la represión del complejo de Edipo; más aún debe
su génesis únicamente a este espíritu subvirtiente (Umsckwung),
No cabe duda d e , que la represión (esfuerzo de desalojo) del
complejo de Edipo no ha sido una terea fácil. Discerniendo en
los progenitores, en particular en el padre, el obstáculo para la
realización de los deseos del Edipo, el yo infantil se fortaleció
para esa operación represiva erigiendo dentro de sí ese mismo
obstáculo. En cierta medida toma prestada del padre la fuerza
para lograrlo, y este empréstito es un acto extraordinariamente
grávido de consecuencias. El superyó conservará el carácter del
padre, y cuanto más intenso fue el complejo de Edipo y más
rápido se produjo su represión (por el influjo de la autoridad, la
doctrina religiosa, la enseñanza, la lectura), tanto más riguroso
devendrá después el imperio del superyó como conciencia moral,
quizá también como sentimiento inconociente de culpa, sobre el
yo»6.
En el escrito que acabo de citar (El yo y el ello, de 1923),
Freud formuló su concepción definitiva del puesto del yo en el
«aparato» psíquico. Las pulsiones se compendian ahora en la
noción dei «ello». Frente a la esfera del ello, se alza el yo, que
debe aprender a dominar sus pulsiones y pasiones. A pesar de
todas las críticas contra las consecuencias nocivas (neuróticas)
de un superyó demasiado estricto, Freud vio en esto, con Milton7,
la tarea y la misión de la vida del hombre. El superyó empieza
su desarrollo cuando se resuelve el complejo de Edipo, al servicio
de la misión del yo de dominar sus pulsiones y pasiones. Pero
el yo puede todavía resultar triturado entre Jos imperativos del
superyó y los deseos del ello. «Desvalido hacia ambos costados,
el yo se defiende en vano de las insinuaciones del ello asesino
y de los reproches de la conciencia moral castigadora».8. El
psicoanálisis, en cambio, se pone al servicio de la consolidación
dpi yo. Es un instrumento «que permite a! yo dominar al ello y

6 . S. Freud, E l yo y el ello y otras obras, en O bras Completas XIX,


Buenos Aires 1976, 36.
7. A sí, J. Scbarfenberg, Freud und seine Religiortskritik ais Herausfor-
derimg fü r den christlichen Glauben (1968), 49.
8 . Freud, E l yo y el ello, en O bras Completas XIX, 54.
La problemática de la identidad 243

profundizar sus vínculos con el ello». O, aún más lapidariamente:


«Donde era ello, debo devenir yo»9. Para entender este imperativo
hay que tener en cuenta que el yo no está totalmente separado y
cortado del ello, sino que él mismo tiene en el ello, y, por tanto,
en el inconsciente, sus raíces: «El yo es la parte del ello alterada
por la influencia directa del mundo exterior con la mediación de
la conciencia perceptiva». Pero «se empeña en hacer valer sobre
el ello el influjo del mundo exterior, así como sus propósitos
propios; se afana por reemplazar el principio del placer, que rige
irrestrictivamente en el ello, por el principio de realidad»10. Cabe,
por tanto, interpretar también la vocación del yo al dominio sobre
eí ello como la tarea de concienciación y control de la persona
entera a partir de la conciencia perceptiva, en la medida en que
ésta no sólo aprehende objetos y hechos ajenos, sino que, a la
vez, los refiere aí individuo mismo y, así, hace surgir de sí una
instancia que representa a éste.
Las últimas citas no insisten en la génesis del yo real al
superarse *el complejo de Edipo, sino que la retrotraen aun más
lejos: a la conciencia perceptiva. Ha hecho avanzar al psicoa*
nálisis en esta dirección la llamada escuela freudiana de Nueva
York, de Heinz Hartmann. En Freud se planteaba, en efecto, la
cuestión de cómo pueda en realidad surgir el yo real, orientado
sobre la conciencia perceptiva, a partir del narcisista yo-placer.
En un principio, Freud había vinculado este problema con la
superación del complejo de Edipo; pero también había retrocedido
a antes de esta crisis del cuarto o quinto año de vida: a la for­
mación, por supuesto anterior, de Sa conciencia perceptiva. En
opinión de Hartmann, hay que admitir desde el comienzo un
núcleo del yo «primario» y autónomo, frente al ello, al que deben
atribuirse la percepción, el movimiento y la memoria, y que se
halla determinado por el interés en la autoconservación —que se
descuida en la esfera del ello— 11. Erik H. Erikson ha desarrollado

9. Freud, XV, 86 . La cita que antecede se encaerffra en XIII, 32.


10. Freud El yo y el ello, en Obras Completas XIX, 27.
11. Cf. H. Hartmann, Die Entwikhtng des Ich-Begrtffes bei F reud, 9 Is,
124ss., 166ss, 170, 286, 318. El concepto de núcleo del yo, o, másJbien, la
idea de una pluralidad de núcleos yoicos como punto del que arranca la posterior
constitución de un yo integrado fue desarrollada, según dice R. A. Spitz, ya
a partir de 1932 por E. Glover, y, desde 1936, por el propio Spitz (Vom
2 44 El hombre como ser social

esta posición acentuando sus aspectos sociopsicológicos12. Con­


cibe al yo como «un modo individual de elaborar experiencias»,
o sea, como un «yo-síntesis» que, a su vez, «es una variante
feliz de una identidad grupal» (17). Este yo-síntesis ha de estar
siempre formándose de nuevo. De lo que. resulta un proceso cuyos
estadios son idénticos a las fases freudianas de evolución. Pero
éstas no se interpretan ya primariamente como fases del desarrollo
de la libido, sino como la serie de las formas de la síntesis del
yo, que desemboca finalmente, con la adolescencia, en un pro­
ceso de constitución autónoma de identidad. El punto de.partida
lo constituye el narcisismo infantil (40), con sus tres componen­
tes: confianza primitiva, autonomía e iniciativa (59s), que van
diferenciándose en este orden desde el primero al cuarto año de
la vida. Corresponden a las fases oral, anal y edípica de Freud.
Les sigue la llamada fase de latencia, en la que el niño busca
reconocimiento y estima aprendiendo y trabajando. Aprende a
superar los sentimientos de inferioridad formándose el sentido
del trabajo (98s). Viene después.la pubertad, en la que surge por
vez primera, en el lugar de las- identificaciones infantiles con
modelos propuestos, la tarea de la construcción propia de la
identidad (106s, 139s). Es ahora cuando las identificaciones sin­
gulares pasan a ser un «todo coherente» (139) en el sentido de
una identidad integrativa. Este sentimiento de la identidad del yo
es «la confianza acumulada en que a la unidad y continuidad que
uno tiene a los ojos de los demás les corresponde una capacidad
para mantener la unidad y la continuidad íntimas (o sea, el yo
>
Säugling zum Kleinkind. Naturgeschichte der Mutter-Kind-Beziehitngen im ers­
ten Lebensjahr [1965; ed. alemana de 1967, por la que cilo] 121s.). Mas
—Sigue Spitz— no se trata de un impulso instintivo de autoconservación, sino
de una tendencia a la síntesis que se encuentra «en general en todo lo que
vive», y que es la que conduce desde lo orgánico a lo psicológico. La concepción
de Spitz de una pluralidad de núcleos rudimentarios dei yo no está expuesta,
como las ideas de Hartmaon, a la objeción de que no es otra cosa que desplazar
al yo en su función de sujeto de la acción para dejarlo reaparecer como un
«núcleo de yo», y , así. enmascarar el problema de su génesis. Pero respecto
de la integración de los varios núcleos de yo sí se le plantea a Spitz el problema
de cómo sea posible que se forme el yo (cf. 123 y 138). El puro término
programático ‘integración’ no suministra ningún asidero desde el que se vea
cómo haya que representarse la constitución del yo en tanto que sujeto activo.
12. Las indicaciones de página que siguen en el texto remiten al libro de
Ej'ikson, ya citado, Identität und Lebenszyklus.
La problemática de la identidad 2 45

en el sentido de la psicología)» (107). Tal identidad va desarro­


llándose en la vida del adulto (lí4 s ). Debe, en efecto, ir siendo
adecuada .constantemente a la experiencia vital cambiante. Ello
es necesario para que sea posible la función, sintética del yo, es
decir, la integración de las experiencias del individuo. Erikson
tiene conciencia de que está introduciendo, con la palabra «iden­
tidad», una noción nueva en el psicoanálisis (124), e indica ex­
presamente que su concepto de identidad coincide «ampliamente»
con el del sí mismo, tal como G. H. Mead y otros lo han de­
sarrollado. Por ello, Erikson considera si, tomados estos términos
en el sentido que les dan tanto Mead como H. Hartmann, «no
habría que reservar la denominación «yo» para el sujeto, y la de
«sí mismo» para el objeto (es a saber, de la autoconciencia). En
tal caso, frente al yo como instancia central organizada en el
transcurso de la vida, se alzaría un sí mismo mutable, siempre
reclamado ser armonizado con todos los sí mismos que han que­
dado atrás y con todos los que se espera que vengan» (191).
Como Erikson sigue at Hartmann en la admisión de una «instancia
central organizadora» que se halla desde un comienzo en el in­
dividuo, y, al mismo tiempo, concibe las diversas síntesis yoicas
como productos de esta instancia, de hecho se inclina a la po­
sibilidad de atribuir totalmente la mutabilidad al sí mismo, como
distinto del yo. Es cierto que también dice de pasada «que la
formación de la identidad posee tanto un aspecto referido al sí
mismo, como otro referido al yo» (19i); pero no examina su
correlación y correspondencia, sino que zanja la cuestión con la
siguiente
C3
observación: «No habiéndose todavía dirimido la con-
troversia acerca del yo y del s í mismo, no es aún posible una
opción terminológica, y, en consecuencia, utilizaré el término
«identidad» sólo cuando desee referirme a una función sbcial del
yo cuya finalidad es producir en la adolescencia el relativo equi­
librio psicosocial que es imprescindible para convertirse en adul­
to» (192).
Pero, si se toma por base el esquema eriksoniano de la historia
psíquica, precisamente se muestra en este punto un pecTiíiar de­
sequilibrio. Y es que el desarrollo del yo se interpreta como
desarrollo no tanto del yo como del sí mismo. Es de este modo
como se concilian la admisión —tomada de Hartmann— del
carácter originario del yo en la evolución psíquica y la serie
246 El hombre como ser social

—cuyo descubridor es el propio Eriksort— de las diversas síntesis


yoicas; y, al mismo tiempo, también es así como se responde a
la cuestión del sujeto que lleva a cabo estas síntesis yoicas. Pero,
entonces, ¿cómo han de poder ser idénticos el yo y el sí mismo,
como atestigua el hecho de la autoconciencia, si el sí mismo está
constantemente cambiando, mientras que el yo permanece siendo
invariablemente lo que es? Reaparece, pues, el problema que ya
fue nuestra objeción a G. H. Mead: el de la unidad del yo y el
sí mismo. Pero ahora no se trata sólo de la contraposición del
lado interior y el lado exterior y social del individuo, sino, a la
vez, de una oposición en el individuo mismo, a saber: la que
hay entre su proceso histórico de formación y el sujeto de este
proceso, que se supone que se halla detrás y a salvo de todos los
cambios. Como el proceso en cuestión está concebido, mucho
más tajantemente que en M ead, como proceso de surgimiento y
desarrollo de la propia instancia que es el yo, la cual tiene que
llevar a cabo, en niveles siempre nuevos, la integración del in­
dividuo, tanto más rigurosa e insostenible se manifiesta la con­
tradicción de que el yo, que está supuesto en el proceso y en
cada una de sus fases como la «instancia central organizadora»
al estarle encomendado producir la serie de las identificaciones
y de las formaciones de la identidad de sí mismo, no debe, sin
embargo, volverse distinto en este proceso, sino que ha de tener
sus cambios, por así decir, fuera de él, como mutaciones que
sólo acontecen en él mismo en tanto que objeto de la autocon­
ciencia, o sea, que sólo acontecen en el sí mismo. Así, pues, ¿el
yo y el sí mismo no son idénticos? ¿yo, acaso, no soy mi yo
mismo? Y el sí mismo, ¿no es precisamente mi mí mismo porque
yo soy idéntico a él? Pero si yo y mi m í mismo son idénticos,
entonces, necesariamente, el cambio del m í mismo significa tam­
bién cambio del yo. Y naturalmente, se suscita la pregunta: ¿quién
lleva verdaderamente a cabo este proceso de cambio? Este es
exactamente el problema que queda velado como tal por la ad­
misión de una «instancia central organizadora» que está a la base
desde el principio de todo el proceso dei desarrollo del yo. En
efecto, parece que, así, se ha respondido ya desde el primer
momento a la cuestión que interroga por el sujeto que produce
el proceso de desarrollo del individuo, con todos sus cambios.
Pero lo que se está haciendo es suponer como algo absolutamente
La problem ática de la identidad 247

obvio que esa .instancia central es, en su núcleo, siempre la misma


y puede por ello fundamentar la unidad del proceso formativo
de la historia de la vida humana.
Puede, y a reconocerse este problema en Freud, y, por cierto,
en una forma mucho menos velada: la de cómo puede pasarse
del narcisista yo-plácer al, por así decir, yo real excéntrico. La
respuesta de Freud consistía en remitir al mecanismo de la iden­
tificación. Pero la identificación supone ya, a su vez, el distan-
ciamiento de ese estar atrapado en lo de uno que es la caracte­
rística del yo-placer narcisista. Por esto, es comprensible que
Hartmann intente retrotraer las raíces del yo real hasta una pre­
disposición innata —si bien ésta sólo adquiere independencia
frente al ello en el principio del desarrollo del niño ya nacido—13.
Encontraba apoyo para tal cosa en las indicaciones del último
Freud, según las cuales el interés por la autoconservación, que
es fundamental para el yo, es ajeno a las pulsiones del ello. Lo
funesto ha sido aquí, simplemente, haber unido desde el co­
mienzo a la idea de un núcleo del yo primario e independiente,
pasando mucho más allá de la representación de la capacidad de
excentricidad, la idea de un sujeto «estable y permanente». Al
hacerlo así, el problema del surgimiento y desarrollo del yo en
el proceso de la historia de fa vida —que era en Freud una cuestión
abierta y no respondida^- queda circunscrito en una dirección
totalmente determinada: en la representación de la sucesiva di­
ferenciación de un contenido que está dado desde un comienzo.
La admisión de un núcleo del yo presente desde el principio pudo
luego ser prolongada por Erikson en el sentido de que el desa­
rrollo del yo se lleva a cabo totalmente del lado del s í mismo,
de modo que resulta la contradicción ya señalada entre, la his­
toricidad del sí mismo y la aceptación de un yo supuestamente
no alcanzado por esa historia y, sin embargo, idéntico al sí mis­
mo.
Resumamos, para terminar, los frutos de la psicología ana­
lítica del yo. Su superioridad respecto de la teoría de G. H. Mead
acerca del sí mismo estriba én que el yo atraviesa un proceso de
desarrollo o de formación decisivamente marcado por ¡,a asimi­
lación del mundo social en, el que se desarrolla el individuo. Sin

13. H. Hartmann, Ichpsychologie..., 166s.


2 48 E l hombre como ser social

embargo, Freud no pudo esclarecer plenamente el ihecanismo de


este proceso, porque en él quedó sin explicación satisfactoria el
tránsito genético desde el yo-placer narcisista ai yo real en tanto-
que instancia censora. Su surgimiento a partir del ello se atribuyó,
por una parte, al acto de identificación con el superyó de los
padres al resolverse el complejo de Edipo; pero, por o t a , también
a la independización, ya anterior y motivada por la conciencia
perceptiva, respecto del ello de una instancia yoica. Pero el yo
real en tanto que instancia crítica no parece que pueda ser derivado
de ninguna manera del yo-placer narcisista y.ligado a las pulsio­
nes. Por otra paite, sólo parece que tenga sentido hablar del
proceso de «diferenciación» del yo y el ello si ambos factores
están ya presentes desde el principio, aunque en .una unidad
indiferenciada. Por ello, Hartmann y Erikson admitieron que hay
en el hombre desde el principio y en núcleo un yo que es una
instancia autónoma frente al ello. Pero con esta hipótesis velaron
a sus propios ojos la-profundidad de ia problemática del origen
y el desarrollo del y o.. La evolución del yo se describe en Erikson
como proceso de formación, de la identidad, en el que se trata,
en niveles siempre nuevos, de la integración de todos los factores
vitales en una' «síntesis yo»; al principio, en una serie de iden­
tificaciones; luego, a partir de ia pubertad, por la constitución
de una identidad yoica autónoma, que comprende en sí ias formas
anteriores de síntesis yoica. Erikson, sin embargo, no puede
conservar este proceso, que describe de hecho el proceso de la
formación del yo, terminológicamente como tal, porque necesita
a la vez de! yo como aquella instancia que produce sus fases de
nivel en nivel y que, al mismo tiempo, trasciende las distintas
fases del desarrollo del yo y permite pensarlas dentro de un
proceso unitario cuyo principio productivo es, desde el comienzo,
ella. Esta es la razón de que Erikson sólo- pueda entender e!
proceso de formación de la identidad que está describiendo como
desarrollo de la comprensión de sí mismo, pero no .como desa­
rrollo del propio yo. Solamente una meditación más profunda
acerca de la relación entre el yo y el sí mismo puede ayudar a
salir de esta dificultad. En ella aparecerán también explícitamente
las implicaciones teológicas o religiosas de las cuestiones en torno
al proceso de la formación del yo que hemos tratado hasta ahora.
La problemática de la identidad 249

Y podrá verse que, tras las dificultades de Freud para derivar del
yo-placer narcisista el' yo real excéntrico, se halla ia relación
implícita quizá más importante entre psicoanálisis y religión.

2. El yo y el. s í mismo

Tanto en G. H. Mead como en Erikson —quien quizá recibió


en esto la influencia de M ead—, hemos encontrado la distinción
entre yo y sí mismo, en el sentido de, respectivamente, sujeto y
objeto de la autoconciencia. La distinción se retrotrae, pasando
por William James, a la filosofía idealista de la autoconciencia.
Halló su expresión clásica en el intento fichteano de pensar la
unidad del yo y el sí mismo y, por tanto, la unidad de la auto-
conciencia. Son dos las razones por las que aquel ensayo no ha
perdido actualidad respecto de la discusión, determinada hoy
sobre todo por la psicología, acerca del surgimiento y la evolución
del yo. Por una parte, se descuida hoy constantemente, como
pudimos ver a propósito tanto de Mead como de Erikson, esta
cuestión de la unidad del yo y el sí mismo.- Tal unidad se admite
con demasiada facilidad y se da por supuesta como cosa obvia
incluso cuando, por lo demás, se caracteriza de manera netamente
distinta al yo y al sí mismo: a éste, en tanto que producto de ía
sociedad, y al yo, como precediendo a toda referencia social; o
al sí mismo como objeto de un desarrollo, y al yo, en cambio,
como fuente que produce el desarrollo en cuestión. Ello hace que
no se vea la necesidad de conciliar esas diferencias y presentar
pruebas en el yo consciente de sí mismo que den testimonio de
la efectiva unidad de ambas instancias. La otra razón de la ac­
tualidad de la filosofía fichteana del yo es el hecho de que en la
discusión psicológica contemporánea se admita, casi como cosa
tan obvia y consabida como la unidad del yo y el sí mismo, que
el origen de ella está en la actividad del yo, por más que se ponga
también de relieve que tal actividad debe asimilar e integrar las
relacione*« sociales en las que se lleva a cabo la formación de la
identidad. Ahora bien, la reducción de la unidad del yo y el sí
mismo a la actividad del yo caracteriza el primer modelo fichteano
de la unidad de la autoconciencia, que figura-en la primera versión,
de la Doctrina de la ciencia (1794). Cuando se reduce hoy la
250 El hombre como ser social

unidad del yo y el sí mismo a la actividad del yo, se mueve uno


todavía, por lo que hace- a la forma intelectual, sobre el terreno
de la primera Doctrina de la ciencia de Fichte. Tanto mayor
importancia tiene entonces el hecho de que ya Fichte no encontró
posible quedarse en este modelo de la autoconciencia14.
¿Cómo llegó Fichte al problema de la autoconciencia y su
unidad? Kant, en la Crítica de la razón pura (1781), había ca­
lificado a la autoconciencia de fundamento de la unidad de toda
experiencia. La conciencia de que pienso los contenidos de mi
conciencia, tiene que poder acompañar a todas mis representa­
ciones (B 132). Pues «sólo porque puedo unir una multiplicidad
de representaciones dadas en una conciencia, es posible que me
represente la propia identidad de la conciencia en estas repre­
sentaciones...» (B 133). Así, pues, el «yo pienso», como dice
Kant en otro lugar, es «el vehículo de todos los conceptos» (B
399).
Para poder ser el fundamento que da unidad a toda expe­
riencia, la autoconciencia tiene, por cierto, que ser antes en sí
misma una unidad: la unidad del yo consigo mismo. Por esto,
Fichte, que quería desarrollar en su doctrina de la ciencia el
sistema formal del saber a partir de este su último fundamento,
tuvo en primer lugar que cerciorarse de la unidad de la autocon­
ciencia, y ello tanto más cuanto que la descripción que Kant
había hecho de ella no le satisfacía. Según Kant, el yo engendra
su autoconciencia al volverse sobre sí —en ía reflexión—15; pero,
en tal caso, no parece que el yo consciente de sí mismo pueda
ser idéntico consigo mismo. Siempre según Kant, en efecto,
captamos en la reflexión nuestro yo tan sólo cbmo nos aparece,

14. La exposición que sigue está basada en D. Henrich, Fichtes urs­


prüngliche Einsicht (1967).
15. D. Henrich, ¡1. De otra opinión acerca del surgimiento del yo pienso
gracias al yo lógico es P. Reisinger, Reflexión und ¡chbegriff: Hegelstudien 6
(1971) 231 -65. Escribe este autor: «No puede decidirse en Kant si [el surgi­
miento en cuestión] es de naturaleza refleja, y, en caso de que lo sea, cómo
deba entendérsela» (235). Reisinger se apoya en Crítica de la razón pura.
Madrid 1978, A 345s, donde se lee que se trata de «la representación simple
y por sí completamente vacía de contenido: yo; de la cual no cabe decir que
sea un concepto, sino que es una mera conciencia, que acompaña todos los
conceptos». Pero que esto es así es algo que sólo se vuelve consciente en la
reflexión, la cual, apartándose de la conciencia del mundo, se vuelve a la
conciencia, antes meramente concomitante, de! yo.
La problem ática de la identidad 251

y no como es en sí16. El sí misiño de la autoconciencia, ¿es,


pues, algo que en absoluto pertenece esencialmente al yo en tanto
que tal? Kant ha podido decir también: «El yo no es más que la
conciencia de mi pensar» (B 413). De acuerdo con esto último,
el yo sería, sin embargo de lo anterior, esencialmente consciente
de sí mismo, y, por lo tanto, la autoconciencia sería inseparable
de él. Pero, si es así, entonces no cabe que la autoconciencia se
engendre al volverse el yo sobre él mismo, sino que tiene que
estar dada originariamente con el yo. Esto es precisamente lo
que quiere decir, en la interpretación de D. Henrich, la primera
tesis de la doctrina fichteana de la ciencia: «El yo se pone a sí
mismo»17. Es decir, ante iodo: el yo implica ya siempre cierto
saber de él. De este modo se «pone» a sí mismo. Pero al haber
pensado en la Doctrina de la ciencia de 1794 esta autoposición
como una acción del yols, la seguía entendiendo Fichte como
una producción. Hubo por ello de reaparecer el problema de si
eí yo que se pone en la autoconciencia puede ser el mismo yo
del que (y tal como) él es consciente.i La tesis que afirma que el
yo que actúa es el origen de la' autoconciencia, «esquiva el saber
de sí mismo del yo sin llevar hasta éi» lp. La idea de la acción
pasa, en efecto, más allá de lo que está inmediatamente dado a
la autoconciencia; y, por otro lado, no llega a la igualdad de yo
y sí mismo que sí está dada en ésta. La modificación de la fórmula

16. Crítica de la razón pura, B 155. Aquí se dice expresamente que la


conciencia del yo respecto de sí mismo se capta únicamente como fenómeno
«igual que otros fenómenos». Por ello, yo «no tengo conocimiento alguno de
mí tal como soy, sino tan sólo tal como me aparezco a mí mismo. La conciencia
de mí mismo, pues, dista mucho de ser conocimiento de sí m ism o...» (B 158).
17. J. G. Fichtes Werke (ed, .1. H. Fichte) I, 98. Henrich, Fichtes urs-
priingliche Einsicht, i 8, pone de relieve que con ello se mienta la inmediatez
del surgimiento dei yo. El yo mismo es ese poner. Que el yo se pone a sf
mismo sólo quiere, en principio, decir que no es nada dado que nos «afecta»,
como dice Kant (cf. P. Reisinger, Reflexión und Ichbegriff, 237). Según el
propio Kant, e! concepto de «posición... es completamente simple y ano con
el de ser», Werke, W. Weischedel (ed.) I, (1960) 632. Si se añade que, además,
se trata de ser pensado, entonces se hace perfectamente inteligible la termi­
nología de Fichte.
18. Fichtes Werke I, 459. Cf. P. Reisinger 236ss. y también, W. Janke,
Fichte (1970) 7. Acerca del concepto de acción (Tathctndlung). cf. 'asimismo
J. Rohls, Person und Selbstbewusstsein: Neue Zeitschrift für syst. Theologie
und Religionsphilosophie 21 (1979) 54-70, en especial, 60s.
19. D. Henrich, Fichtes ursprüngliche Einsicht, 21.
252 El hombre como ser social

de Fichte que tuvo lugar en 1797 tenía la misión de salvar este


inconveniente. Decía ahora que el yt> se pone en tanto que po­
niéndose. El yo de que se tiene conocimiento en la autoconcíencia
quedaba así aprehendido como lo que debía ser el yo de acuerdo
con la teoría primitiva de Fichte: como yo ponente. Pero, al
mismo tiempo, el que se conoce en la autoconcíencia es también
puesto, y por cierto, como conociéndose —o sea, en la duplicidad
yo/sí mismo— . De este modo, persiste aún el problema de si el
yo puesto es idéntico al yo ponente; de si la autoconcíencia se
sabe, en el conocimiento de sí, ya siempre y al mismo tiempo
ponente de este saber y productora de él, y si, a la inversa, el
yo ponente se sabe ya siempre y simultáneamente yo puesto. El
yo que se pone en tanto que poniéndose sigue, a todo esto, sin
parecer poder ser idéntico al yo puesto en tanto que poniéndose.
Parece que fue enfrentado a esta situación como Fichte com­
prendió que no cabe explicar la unidad del yo consigo mismo en
la autoconcíencia como resultado de una acción del yo. Más bien,
el yo se encuentra ya siempre «instalado», como decía en 1801,
en la unidad consigo mismo que él aprehende en la conciencia
de sí mismo. Esta formulación pasiya, según la cual el yo es
«una actividad para la que hay instalado un ojo», remite a un
origen que antecede al yo. Tal origen no puede hallarse en el
círculo de los objetos finitos, que son constituidos por el yo en
tanto que objetos suyos. Se trata más bien del origen de la libertad
del propio yo, y para esta fuente del estar instalado el yo en Ja
unidad consigo mismo, tal como se experimenta ésta en la au-
toconciencia, vuelve Fichte a introducir la idea del absoluto. Así,
la autoconcíencia se le convierte en «manifestación de t>ios»20,
porque el yo no puede ponerse a sí mismo en su unidad consigo,
pero tampoco, debe tal unidad a ninguno de sus objetos finitos.
El tránsito de Fichte desde sus trabajos en tomo a la teoría
de la autoconcíencia a su tardía filosofía mística de la religión
muestra ser plausible, a la vista de las paradojas de la autocon-
ciencia, y especialmente teniendo en <¿uenta la imposibilidad de
derivar la unidad del yo y el sí mismo a partir del propio yo;
plausible, en todo caso, bajo eí supuesto característico de la
filosofía trascendental, que compartía con Kant, de que la unidad

20. D. Henrícb, Fichtes ursprtingiiche Einsicht, 39.


La problemática de la identidad 253

del «yo pienso» está a la base de toda experiencia y no puede,


por lo tanto, ser derivada de ningún dato empírico. Sin embargo,
se ha objetado con razón que la fundatnentación teológica que
hace Fichte de ]a unidad de lá autoconciencia es en cierto modo
externa ai asunto cuya problemática está desarrollando: que «no
aporta nada a su comprensión»21. Pero en lo s ' tiempos que si­
guieron quedó suprimida la base que- hacía plausible el tránsito
de Fichte del análisis de la autoconciencia a la filosofía de la
religión, porque se pasó a entender la autoconciencia como me­
diada por la experiencia de los objetos, y, de este modo, se vino
abajo la independización de la autoconciencia y su prelación
respecto del conjunto de la experiencia del mundo; de manera
que, al final, fue posible cuestionar y esbozar el proceso de
surgimiento de la propia autoconciencia en el contexto de la
experiencia del mundo.
El primer paso en esta dirección lo dio ya Hegel al declarar
el concepto fichteano del yo como «identidad absolutamente in­
determinada» resultado de una abstracción:- la de todo contenido
determinado del conocimiento empírico22 . Fichte, al contraponer
meramente este yo abstracto a los contenidos de la conciencia
de los objetos de la experiencia mundanal, no sobrepasa el dua­
lismo de Kant: los contenidos de la conciencia de objetos per­
manecen externos ai yo53. La verdadera realidad de la autocon­
ciencia la encuentra Hegel en la superación de su oposición a la
conciencia: el yo está cabe sí mismo precisamente en lo otro de
sí mismo24. Sin embargo, a pesar del hincapié hecho sobre la
mediación de la autoconciencia por lo otro de sí mismo, por la
conciencia de objetos, el pensamiento de Hegel permaneció tam­
bién en el terreno de la perspectiva de la filosofía de la conciencia,

21, A sí, U. Pothast, Über einige Fragen der Selbstbeziehung (1971) 45,
22. G. W. F. Hegel, Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften
( J817), § 45; (trad. cast,: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, México
1985). Cf. ya el escrito Differenz des Fichteschen und Schellingschen Systems
der Philosophie, 39 (de la edición Meiner). Para aprehender de este modo al
yo en su simplicidad como principio y fundamento de la filosofía, es necesario
hacer abstracción del propio yo empírico: Wissenschaft der Logik I (ed. Lasson),
Öls.
23, D ifferenz... 42, Cf, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie
(ed. Suhrkamp 20). 398s; (trad. cast.: Lecciones de filosofía de la Historia,
Madrid 51989).
24. Encyclopädie § 436: cf. § 424,
254 E l hombre como ser social

que es el propio de la filosofía trascendental. En la Lógica invoca


explícitamente la idea kantiana de que la unidad del concepto
descansa en la «unidad del yo pienso o de la autoconciencia»25.
Hegel no tuvo en cuenta cómo superaba esta perspectiva la fi­
losofía tardía de íic h te 2®. Quedó, por tanto, con su noción de
sujeto, rezagado en este punto respecto del último Fichte; pero,
por otra parte, la admisión de la conciencia de objetos en la
noción del yo le hacía sentirse superior a él.
La posteridad intentó pensar la mediación objetiva de la au­
toconciencia sobre la base de la realidad misma de los objetos,
volviéndose así contra la concepción de la filosofía de la con­
ciencia. No es posible seguir aquí con pormenor el desarrollo de
esta dirección. Comienza con L. Feuerbach, con el nuevo giro
al naturalismo; empalma con la tradición de la filosofía empirista,
y tiene repercusiones hasta hoy. La noción idealista del sujeto
se hace así saltar por el flanco del sí mismo: una tendencia en
la que hay también que contar a la psicología social de G. H.
Mead y a la psicología analítica del yo.
La oposición a la visión del sí mismo propia de la filosofía
de la conciencia se manifiesta con especial rudeza en aquellas
concepciones que sitúan en el cuerpo del individuo el s í mismo
del que «yo» me sé idéntico en la autoconciencia. F. Nietzsche
equiparó en A sí habló Zaratustra (1883-1884) el sí mismo y el
cuerpo: «Tras tus pensamientos y sentimientos, hermano, hay un
poderoso señor, un sabio desconocido, que se llama tú mismo.
En tu cuerpo habita; tu cuerpo es»27. Este tú mismo, continúa
Nietzsche, «se ríe de tu yo y de sus orgullosos saltos. ‘¿Qué son
para mí esos brincos'y vueios de! pensamiento? —se dice—. Un
rodeo para llegar a mi fin. Yo soy los andadores del yo y el

25. Wisscnschaft der Logik II, 221.


26. Compárese con lo que Hegel dice en sus lecciones de historia de la
filosofía (387s y 413 de la edición ciiada en la nota 23 sobre la (filosofía
popular» de los años'de Fichte en Berlín. Cf. también el juicio de D. Henrich
en el artículo Selbstbewusstsein, en Hcrmencutik und Dialektik I (ed. R. Bubner
et ál.). 281. Henrich considera que el concepto hegeliuno dei yo permanece
anclado en la teoría kantiana de la autoconciencia; «Describe insistentemente
la autoconciencia como la venida a sí de quien ya es en sí autorrelación; esto
es, completamente según el modelo de la reflexión, que ya lo da todo por
supuesto».
27. Fr. Nietzsche, Asi habló Zaratustra í, 4: «De los detractores deí
cuerpo».
La problemática de la identidad 255

apuntaddr de sus conceptos’». Próxima a la idea básica que aquí


expresa Nietzsche no está únicamente la interpretación conduc-
tista del uso lingüístico de las palabras ‘yo’ y ‘m í mismo’, sino
también y sobre todo, como es patente, el psicoanálisis de Freud.
Las fuerzas pulsionales del ello, ligadas a nuestra: corporalidad,
están dadas previamente a la formación de nuestro yo y procuran
determinar su conducta. Pero, por otra parte, el yo freudiano se
alza con independencia frente a las fuerzas del ello como instancia
censora que tiene la misión de dominarlas a la luz de las exi­
gencias de la realidad y de acuerdo con los imperativos del su-
peryo. A sí pues, a pesar de la afinidad general del psicoanálisis
con las ideas de Nietzsche, hay entre ellos, precisamente en lo
que hace a su concepción del yo y el.sí mismo, una diferencia.
Quizá aún más cercano a la tesis de' Nietzsche que- el psi­
coanálisis está William James. Aunque protestó' contra una re­
ducción materialista de la conducta humana a una Auíomaíon-
Tkeory. y sospechaba que la clave para comprender incluso ios
dalos de lav fisiología se hallaba en las estructuras que sólo son
accesibles a la introspección psico!ógica2S, sin embargo, en su
análisis psicológico del sí mismo no sólo consideró al cuerpo
como núcleo más íntimo de nuestro m í mismo material —a di­
ferencia del sí mismo social y del espiritual — , sino que lo tuvo
también por núcleo del sí mismo en general: «El núcleo deí ‘mí
m ism o’ (me) es siempre la existencia corpórea que se siente que
está presente en el momento en cuestión»29. Pero la diferencia
respecto de Nietzsche está en que es el «sentimiento» de la propia
existencia corporal lo que constituye al sí mismo (y también al
yo), y lo hace, según y cómo —pero tratándose siempre de la
realidad corporal concreta del individuo — ; o bien en tanto que
sí mismo material, o bien como sí mismo social, o bien como sí
mismo espiritual, o bien como yo. Ahora bien, este individuo
que existe corporalmente se tematiza de un modo que va más
allá de ¡o externamente percibible y observable. Por e llo ,'lo s

28. E. Herms, Radical Empiricism. Studien m r Psychologie, Melaphysik


und Religionslheorie William James', 79s, 71s.
29. W. James, The Principies o f Psychology (1890; Dover Edititm I): 292
y 400; cf. 371. Igualmente, el yo no significa para el judging thought, mo­
mentáneo y que realiza la identidad, otra cosa que la vida del cuerpo: «Nothing
but the bodily life which it momentarily feels» (341, nota).
256 El hombre como ser social

autores posteriores han solido tener mayores reservas todavía ante


la identificación terminológica del sí mismo y el cuerpo. G. H.
Mead, que acepta la noción del social self de James, se pone
expresamente en contra de identificar el sí mismo con el «or­
ganismo fisiológico»30. Ciertamente que la corporalidad es un
supuesto esencial del sí mismo; pero hay que diferenciarlos y
debe reconocerse en el segundo «esencialmente una estructura
social».
Los problemas en que se vio envuelta la teoría propia de
Mead acerca del sí mismo han mostrado qué fácilmente se des­
ciende del nivel de p.roblematización alcanzado en la tematización
idealista de la autoconciencia creyendo haberlo sobrepasado gra­
cias a la superación de la perspectiva de la filosofía de la con­
ciencia. Y hay que decir lo mismo a propósito de algunos intentos
actuales de sobrepasar con los medios del análisis lingüístico la
teoría idealista del sujeto. Por otra parte, el análisis del lenguaje,
al igual que la insistencia en el cuerpo como base indispensable
para referirse al yo y al sí mismo, y al igual que la teoría del
social se lf ha aportado puntos de vista realmente importantes
para una nueva descripción de la autocopciencia.
La filosofía analítico-lingüística parte en la explicación de la
autoconciencia —o, más exactamente, de las manifestaciones
lingüísticas en las que se expresa algo así como la autocon­
ciencia— del modo en que se usa el pronombre ‘yo’. Desde
Gilbert Ryle —y ya, objetivamente, en las Investigaciones f i ­
losóficas de Ludwig W ittgenstein— , el pronombre ‘yo’ es ca­
racterizado como un «índice» con el que «el hablante del caso
se designa a sí mismo»31. Según Ryle, los índices — ‘éste’, ‘aquí’,
‘ahora’— tienen la función de señalar al oyente o al lector de
qué cosa, persona, episodio, lugar o momento se está hablando.
‘Y o’ no es, pues, tampoco, un «nombre» de una cosa, sino que
designa un individuo al que también puede llamarse con un nom ­
bre; y ‘yo’ designa precisamente a ese individuo cuando él mismo
usa esta palabra32. Wittgenstein había ya apuntado; « ‘Y o’ no

30. G. H, Mead, Espíritu, persona y sociedad, 164s,


31. J, Rohls, Persoi> u m l Selbstbewusst.sein, sobre todo, 63ss. La carac­
terización que se usa en el texto se encuentra en E. Tugendhat, Selbstbewusstsein
und Selbstbestinunüng (1979): 73.
32. G. Ryle, The Concept o f M ind (194-9), 188.
La problemática de la identidad 257

nombra a ninguna persona, ni ‘aquí’ nombra lugar alguno; y


'éste’ no es un nombre. Pero todos ellos se hallan relacionados
con nombres. Los nombres se aclaran mediante ellos»33. Ryle
pone, además, en claro 3a naturaleza precisa de esta relación entre
nombre e índice en el caso del pronombre ‘yo’; y es que el
hablante de que se trata remite al usarlo a sí mismo. Ahora bien,
el nombre está por el modo como otras personas designan al
hablante que habla de sí mismo usando ‘yo’. En vez del nombie,
pueden también decir ‘él’ al hablar de él. Pero, en todo caso, el
uso y la inteligibilidad del pronombre ‘yo’están en una relación
sistemática con el hecho de que otras personas usen para aquél
de quien se trata la palabra ‘é l’ o un nombre. Pertenece «cons­
titutivamente al uso de ‘yo’ que quien dice ‘yo1 sepa, en primer
lugar, que la misma persona puede ser apelada por otros hablantes
con 'tú ’ y puede ser designada por otros hablantes con ‘ellaV él’;
y. en segundo lugar, que está así destacando a una persona sin­
gular de entre otras a.las que puede designar con ‘ellos’/'ellas’»34.
Así pues, el uso de la palabra ‘yo’ está ya siempre condicionado
por un campo de comunicación social y, con ello, indirectamente,
también por la corporalidad'del hablante, ya que otras personas
hablan de él siempre haciendo referencia a su presencia corporal
(en su lugar y en su tiempo)35.
Puede parecer que esta descripción viene a parar a una ex­
plicación puramente conductista del uso de la palabra ‘yo’, al
ser reducidos a comportamiento externamente observable todos
los enunciados que la contienen, incluso los que se refieren a los

33. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Madrid 1988, n. 410.


34. Tugendhat, o. c., 74. Cf. también ya S. Shoemaker, Self-Knowledge
and Self-Identity (1963) .12s. Tugendhat considera con justicia que es una
importante intuición de Wittgenstein haber reconocido el vínculo que liga el
uso de "yo’ con la designación por otros de la misma persona valiéndose o de
su nombre o de "ella’ o ‘él’ —e incluyendo en lo designado, al mismo tiempo,
fa existencia corporal de la persona— (90).
35. Shoemaker pone de relieve que cuando se habla de alguien en tercera
persona se hace siempre referencia a su cuerpo (15s). en tanto que, para Ryie,
el uso de la primera persona del singular es, ciertamente, a veces equivalente
a 'mi cuerpo’, pero hay otras ocasiones en que no ocurre así (189). La tesis
general de que el concepto de la persona singular va inseparablemente unido
a su existencia corporal ha sido especialmente defendida —en un análisis que
contempla diversas posiciones divergentes— por Bernard Williams, Probleme
des Selbst (1973; cito por ia edición alemana de 1978).
258 El hombre como ser social

propios estados del hablante, Esta cuestión la planteó ya Witt­


genstein, y añadió que no quería, a pesar de todo, negar los
«procesos espirituales»36. Por tales entendía, evidentemente, la
conciencia de los estados y las actividades propios; y en este
punto el análisis lingüístico alcanza el nivel de las teorías clásicas
de la autoconciencia.
Wittgenstein no parece haber visto aquí ningún problema
especial debido a que trataba los enunciados en los que el hablante
expresa estados propios como equivalentes a gestos expresivos.
El enunciado ‘me duele’ significaba para él lo mismo que el grito
o el gemido, de los que era un sustituto. El niño que aprende a
sustituir el grito por el uso de aquel enunciado, aprende «una
nueva conducta ante el dolor»37. Tugendhat plantea con razón la
pregunta de si Wittgenstein llegó acaso con esta interpretación a
«superar la reducción conductista»38. Si tal superación ha de
consistir en que el hablante tiene una relación inmediata con su
propio dolor, sigue entonces abierta la cuestión de cómo haya
semánticamente que entender su expresión lingüística.
Por las mismas razones, Shoemaker se ha visto forzado a
preguntarse qué hace que haya experiencias que sean mías y que
se sepan como tales39. Polemizando con Russell, ha evitado in­
terpretar el conocimiento de las propias percepciones como una
percepción a su vez, que, naturalmente, exigiría una percepción
ulterior para ser consciente (etc.). En vez de esto, se refiere, a
propósito de enunciados acerca de estados propios (como, por
ejemplo, sensaciones de dolor), a un conocimiento carente de

36. Investigaciones filosóficas, n. 307s.


37. Ibid., n. 244; cf. a. 404.
38. Tugendhat, Selbstbewitsstsein itnd Selbsbest{mmung, 125. Todavía
Rohis (Person imd Selbstbewusstsein, 68s.) pasó por alto el problema presente,
y, apoyándose en Wittgenstein (Investigaciones filosóficas, n. 246), declaró
sin sentido la afirmación «sé que tengo dolores»; juzgó, en consecuencia, que
la expresión verbal del dolor es puramente performativa (65), sin tener en
consideración que ias expresiones performativas están absolutamente ligadas a
criterios cósicos. Llegó en esta línea tan lejoá que negó en general e] fenómeno
de la autoconciencia: «no hay una conciencia de mi pensar» (70). Pero, por
regla general, los dogmas filosóficos suelen sucumbir en la lucha con los
fenómenos mismos. A sí, Tugendhat se mueve en este punto con cautela no­
tablemente mayor,
39. Shoemaker, Self-Knowledge and Self-Identity, 81ss. y, sobre todo,
215ss.
La problem ática de la identidad 259

criterios que se expresa en aserciones no süsceptibles de correc­


ción. Aunque al admitir un «saber» acerca de los propios estados
va más allá de Wittgenstein, sin embargo, su tesis de la carencia
de criterios le hace creer que está de acuerdo' con él40. Al mismo
tiempo, como la expresión del recuerdo —descontando los con­
tenidos recordados— pertenece también a la clase de las aser­
ciones carentes de criterio y no susceptibles de corrección, Shoe­
maker alcanza a empalmar con la interpretación empirista clásica
de la autoconciencia, que, desde Locke, la ha vinculado estre­
chamente a la memoria. Y en Dieter Henrich parece que la «atri­
bución a sí mismo carente de criterio» permite también establecer
un puente entre el análisis lingüístico y la interpretación de la
autoconciencia propia de la filosofía trascendental, ya que la
atribución a sí mismo implica en todo caso una relación consigo
mismo, y, asi, la atribución a sí mismo carente de criterios entraña
la autoidentificación, carente de criterios, de la persona41. Na­
turalmente, aún queda sin decidir la posibilidad interior de tal
autoidentificación. En este punto, el análisis lingüístico desem­
boca en la cuestión filosófico-trascendental de la constitución de
la autoconciencia.
Sin embargo, no ha carecido de contradictores la tesis de la
atribución a sí mismo carente de criterios. Ya en 1968 Michael
Woods objetó a Shoemaker que la autorreferencia sin criterio no
excluye «la posibilidad de la incertidumbre acerca de qué es
aquello a lo que se hace referencia». Así, cabe perfectamente
que alguien diga ‘yo’ y, sin embargo, sólo más adelante descubra
que es una persona. Pero, además, el uso de la palabra ‘y o ’
envuelve ya una autoidentificación (en el sentido de una distinción
de sí mismo respecto de otras cosas) que no puede carecer de
criterios. Woods cree, en consecuencia, que las autoatribucíones
han de ser por principio susceptibles de corrección42: Con ello,
no queda de la tesis de la autorreferencia sin criterios más que

40. Cf. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, n. 404.


41. D. Henrich, Identitat (Begriffe, Probleme, Grenzen), en Identitat
(Poetik und Hermeneutik VIII) (1979), 133-86, en especial, 176ss.
42. M. Woods, Reference and Self-Identification: The Journal o f Philo­
sophy 65 (1968) 568-78, sobre todo, 569, 573s, 576. Woods se fefiere al
artículo de Shoemaker que precede inmediatamente al suyo en el mismo lugar
(Self-Reference and Self-Awarenes, 555-67) y que repite la tesis del libro que
vengo citando.
260 E l hombre com o ser social

el sentimiento indeterminado de familiaridad. Todos los conte­


nidos, pero ya también la forma de fia autoatribución como tal,
van unidos a aserciones que pueden ser verdaderas o falsas, esto
es, que pretenden ser conocimientos en el sentido habitual y, por
lo mismo, que son por principio susceptibles de corrección.
También E. Tugendhat se ha visto forzado a abandonar o, al
menos, a restringir la interpretación de los enunciados autorre-
ferenciales como expresiones de un conocimiento carente de cri­
terios del hablante acerca de sus propios estados43. Concede que
puedo equivocarme sobre mi «estado psíquico». Y es así como
la teoría freudiana del inconsciente adquiere importancia en este
lugar para su tratamiento de la autorreferencia. La problemática
de la autoconciencia «epistémica» (en el sentido de un saber
inmediato acerca de los estados propios) remitiría, según ello, al
comportamiento práctico consigo mismo (144) y se disolvería en
él. Tugendhat se orienta con esto a la descripción heideggeriana
del ser-ahí a quien le va el ser que tiene que ser (172ss). Pero
sólo refiere esta explicación de la relación consigo mismo a la
«existencia inminente en cada caso» (177), a las «posibilidades
futuras de acción» (261); y, como tal referencia está mediada por
la interacción social, Tugendhat- complementa a Heidegger con
M ead, cuya perspectiva del «otro generalizado» hace posible una
«crítica del sentido» de la sociedad presente «a partir del esbozo
de una sociedad mejor» y proporciona así, por medio del proceso
de la formación del consenso, el criterio de lo que es bueno en
la conducta para el futuro propio —que es cosa que se echa de
menos en Heidegger—44.
Tugendhat indica —con razón, desde luego— que la inter­
pretación heideggeriana de la existencia como «apertura» por la
que la existencia (humana) «a una con el ser-ahí de i mundo es
‘allí’ para sí misma», debe entenderse como explicación de la
conciencia del ser de uno mismo y, por lo tanto, como prolon-

43. Compárense las páginas 139s con la 133 del libro de Tugendhat. La
cita que sigue está en 141. Las referencias de página del cuerpo del texto se
refieren a esta obra.
44. La aludida interpretación de la tesis de Mead acerca de la génesis del
sí mismo se hace posible, en opinión de Tugendhat, únicamente «si ponemos
bajo ella la noción heideggeriana del comportarse-respecto-de-sí» (271); na­
turalmente, en el sentido de Ja interpretación de Heidegger que queda arriba
reproducido.
La problemática de la identidad 261

sación y enmienda de los análisis filosóficos clásicos de la


autoconciencia4?. Pero al destacar su interpretación de las ideas
de Heidegger solamente «la existencia inminente en cada caso»
(127), lo que hace es cegar justo aquello en el texto de Heidegger
qué-permite leer en él una teoría de la autoconciencia. En efecto:
¿cómo puede referirse un hombre a «la existencia inminente en
cada caso» como a su futuro? ¿en qué medida, en la relación
con las posibilidades de las que ha de echar mano, le va a la
existencia su propio ser? No se ve la respuesta a estas interro­
gaciones más que bajo el supuesto, que Tugendhat denomina la
tesis «fuerte» de Heidegger, frente a la cual quiere él en su
interpretación restringirse a una «más débil»; o sea, bajo ei su­
puesto de que el futuro con el que el ser-ahí se ocupa y relati­
vamente al cual ha de ser, decide sobre su ser todo; con otras
palabras: que el presente actual de la existencia está fundado
desde el futuro que le va en su «ser relativamente a»45. Si se
cree, con Tugendhat, que hay que dejar a un lado esta tesis como
un «rasgo especulativo» (186), muy lejos de liberar al pensa­
miento de Heidegger de adherencias superfluas y de «absurdas
excentricidades» (185), lo que se hace es eliminar la condición
gracias a la cual cabe entender estas ideas como una aportación
al problema de la autoconciencia. En efecto, para ello es necesario
que en la relación con ias actividades y las acciones futuras se
trate de una relación con el propio ser de s í mismo, que es en
algún sentido «idéntico» al ser-ahí que existe ahora (y también
a su pasado). De otro modo, no podría tratarse del ser de sí
mismo. Y es justo este componente de identidad el que no se
tematiza en la interpretación de Tugendhat. Admite éste como
aigo de suyo inconmovible que el hombre existe como «algo que
puede registrarse y que está ahí disponible ante los ojos». Pero
entonces toda relación consigo mismo se convierte en algo ulterior
■y adicional, y queda en el misterio —el misterio de Tugendhat —
cómo es que esto adicional ha de concernir a la persona «misma».

45. Tugendhat, Sclbstbewusstsein itnd Sclbstbestimmung, 171 y 165s. Cf.


M. Heidegger, E l ser y el tiempo, México 3!980, 140s.
46. Ibid., 180s. Tugendhat afirma, pero no prueba, que, además de la
tesis «más fuerte», se encuentra también en Heidegger la «más débil» —y que,
por lo tanto, no es que sea el propio Tugendhat quien la haya introducido
a llí-.
2(52 El hombre como ser social

El hecho de que 'ijfeidegger introduzca el factor temporal en el


análisis de la autoconciencia sólo puede entenderse sobre la base
de su «tesis fuerte»; que el ser-ahí, la existencia humana, está
constituida en el todo de su ser desde su futuro.
Tugendhat no acierta tampoco con la perspectiva de una iden­
tidad en devenir del yo en su interpretación de Freud. Reprocha
a Freud haber cosificado el yo como «una instancia objetiva»
(149), siendo así que en él se trata de cómo surge la instancia a
la que los «objetos» se dan. La alternativa a la teoría de la relación
consigo mismo sería admitir un conocimiento, digamos una fa­
miliaridad consigo mismo, que se halla desde un principio a la
base de toda experiencia, a título de condición de la posibilidad
de que el hombre se relacione «consigo mismo» en el transcurso
ulterior de su desarrollo. Pero admitir tal cosa sería suponer que
hay un conocimiento originario del individuo acerca de sí «mis­
mo», y Tugendhat rechaza asimismo esta tesis de la filosofía
trascendental de la autoconciencia con el poco convincente ar­
gumento de que sólo se saben estados de cosas, y no objetos
—luego tampoco el píropio «yo»—47. En consonancia con esto,
Tugendhat quiere sólo aceptar la autoconciencia en el sentido de
conocimiento de los propios estados, y no cómo saber acerca del

47. Cf. Tugendhat, Selbstbewusstsein im d Selbstbestimmung, I8s. Au


admitiendo la validez de esta afirmación respecto del uso lingüístico del verbo
alemán ‘wissen’ (a pesar de giros corrientes del estilo «ich weiss den Weg»
«sé el camino» y tantos otros), hay que tener en cuenta su estrecha conexión
con el verbo ‘kennen’ (en inglés no hay más que 'to know’ para los dos) [en
tanto que en castellano se aplics a 'saber' / ‘conocer’, respectivamente, cuanto
rige de ‘wissen’ / ‘kennen’ y ‘erkennen’ (trad.)]. Ahora bien, ‘kennen’ se
refiere primordialmente a objetos o personas, mientras que ‘erkennen’ lo hace
tanto a estados de cosas como a objetos. Que Tugendhat indique páginas
adelante (57) que también ‘kennen’ es «en realidad siempre preposicional», es
forzar las cosas. El mismo tiene que reconocer que e) enunciado «ich kenne
mich» [«me conozco»] es «una expresión con sentido» (57s., cf. 33); y, si
bien se apresura a añadir que, con todo, se trata de una expresión «elíptica»,
que provoca la pregunta «was weisst Du denn über Dich?» [«¿qué sabes sobre
ti?»l, ello no elimina el hecho de que ‘kennen’ se refiere a objetos (o a personas),
aunque pueda estar en relación con cierto saber determinados estados de cosas.
En tal caso, quiere decirse que el saber sobre objetos (o personas) está basado
en el saber ciertos estados de cosas, pero puede por su parte ser entendido de
modo que el conocimiento [Erkenntnis] de los estados de cosas aislados se
cumpla y llegue a perfección- sólo en el conocimiento [Kenntnis], alcanzado
por su medio, de las cosas y las personas.
La problem ática de la identidad 263

propio yo o del sí mismo48. Pero ¿qué significa entonces la afir­


mación de que mis estados, mis designios, etc. son «los míos
propios»? Tugendhat lleva razón cuando dice:- «Es uno y el mismo
ser el que dice ‘yo’ y el que se relaciona consigo» (157). Pero
el problema es qué hace la identidad de este ser, y Tugendhat
no da ninguna respuesta. Parece que acepta como cosa obvia y
consabida que ía «persona» está ya ahí desde un principio como
sujeto de los estados', las actividades y las acciones que se le
atribuyen. Pero entonces no hay modo de evitar preguntar: ¿está
la persona caracterizada desde un principio por la conciencia de
sus estados, actividades y acciones como las suyas propias? Si
se responde que sí, entonces es que se ha dado ya por supuesta
la autoconciencia que había que explicar. Si la respuesta es-no,
entonces es incomprensible que pueda ser idéntica la persona que
más adelante llega a ser consciente de sí misma, con aquella a
la que aún faltaba tal autoconciencia, y no menos incomprensible
es que la primera pueda entender como suyos propios los estados
y las actividades de la segunda.
Es evidente que Tugendhat está muy lejos de haber superado
el planteamiento idealista del problema en esta cuestión de la
posibilidad de la autoconciencia. El modo como se refiere a la
«persona», cuya existencia está ya presupuesta en él como fun­
damento de toda relación consigo mismo (en vez de que se cons­
tituya al efectuarse la relación consigo mismo), no es sino una
variante de la concepción de cuya crítica partía el análisis fich-
teano de la autoconciencia: una interpretación de la autocon­
ciencia como reflexión sobre un yo ya previamente existente.
Por otra parte, Tugendhat no escapa a las dificultades inherentes
a esta concepción simplemente porque asegure que en las afir­
maciones acerca de la propia persona no se trata de ún conoci­
miento del yo propio, sino «únicamente» de los estados, acti­
vidades y acciones propios.
La representación del yo que posee la filosofía trascendental
—o, en todo caso, una extendida .interpretación de la noción de
sujeto trascendental— sí resulta afectada, en camóio, ante las
concepciones que no consideran que el yo o la persona estén
dados ya de antemano, sino que los ven como resultado de un

48. Cf. Tugendhat, Selbsbew usstsein..., 157s; cf. ISSss.


264 E l hombre como ser social

proceso de surgimiento. Así ocurre en las.perspectivas en que se


ponen M ead y la escuela de Freud, pero también en- Heidegger.
En El ser y el tiempo aparece una tensión afín a la que compro­
bamos en M ead y en la psicología analítica del yo: la existencia,
el ser-ahí, que, según Heidegger, hay-que pensarla a partir del
futuro de su ser, se describe, sin embargo, com o relacionándose
ya con ese futuro, conduciéndose por respecto a él. Esta ambi­
valencia, que permitió leer El ser y el tiempo, contra 3a intención
de Heidegger, como una prolongación de la filosofía de la sub­
jetividad, está en conexión, como se sabe, con la decisión de
renunciar a continuar la obra y presentar en los escritos posteriores
el «giro» del pensamiento que el autor intentaba —y que había
de exponer al ser-ahí como constituido por el ser— en un lenguaje
y en una forma argumentativa totalmente diferentes. De este
modo, renunció también Heidegger a dar cima conceptual y ar­
gumentativa desde el punto de vista de la temporalidad por él
introducido a la superación de la filosofía idealista del sujeto que
Ser y tiempo se había .propuesto. Tanto mayor importancia sigue
teniendo el planteamiento del problema qiie él desarrolló. El cual
debería sobre todo hacer recapacitar a" aquellos que desean ca­
lificar con demasiada rapidez a los esfuerzos psicológicos y so-
ciopslcológicos en tomo a una teoría de la génesis del yo como
sólo relevantes empíricamente y carentes de importancia para la
filosofía —especialmente para la filosofía de la subjetividad del
idealismo trascendental, que afirma como último fundamento
trascendental de todos ios rendimientos de la conciencia al yo y
su identidad. La distinción del yo trascendental y el yo empírico
no puede suponer una independización y separación total del
primero respecto del segundo, so pena de abandonar precisamente
el punto de partida de la propia reflexión trascendental: la con­
ciencia intuitiva, representativa y judicativa.
La problematización heideggeriana de la tradicional concep­
ción de la persona como sujeto49 ha sido desarrollada por J. P.
Sartre recurriendo a la fenomenología de la conciencia de Hus­
serl. Heidegger ha quitado al ser-ahí «desde un comienzo la
dimensión de la conciencia». Pero, con ello, la realización ex­

49. M. Heidegger, E l ser y el tiempo, 59s.


La problemática de la identidad 265

tática de la realidad humana*«recae en un ciego y cósico en-sí»50


Si se quiere aprehender certeramente la realidad humana, hay
que partir del cogito, aunque sin quedar preso en la inmanencia
de la conciencia. La vía para tal cosa la abre, en la opinión de
Sartre, la mostración husserliana de la «intencionalidad» de la
conciencia, ,o sea, su estar dirigida a algo que es con indepen­
dencia de la conciencia, a lo trascendente a la conciencia. Es,
pues, de la esencia de la conciencia requerir a un ser trascendente
respecto de ella. Por consiguiente, interpretar la conciencia como
constitutiva del ser de su objeto contradice la propia estructura
de la conciencia51. La conciencia es por su esencia «patencia del
ente».
Ahora bien, sigue Sartre, la conciencia no está ligada, como
aún pensó Husserl, a un yo en tanto que sujeto de ella. Sucede,
más bien, que el yo sólo surge secundariamente en ia vida de la
conciencia. Tal tesis fue defendida por Sartre ya en 1937, en su
tratado sobre La trascendencia del ego. La noción de ego com­
prende las dos caras de la autoconciencia: el yo y el sí mismo,
y ambas son productos de una reflexión52. No sólo, pues, la
autoconciencia del yo —como en Kant —, sino el propio .yo sujeto
pasa aquí por ser producto de la reflexión. Pero ¿no exige por
su parte la reflexión un sujeto que reflexione? Según Sartre, no.
En la reflexión se manifiesta, sí, la subjetividad de la conciencia;
pero no un sujeto33. La conciencia es «para sí»; es «presencia»
cabe sí; pero este «sí» precede a todo ser sujeto y no es alcanzado
por ninguna representación de un sujeto, porque en el ser-en-sí
del sujeto representado desaparecería precisamente el «ser-para-
sí». Más bien, «la presencia cabe sí supone que ha penetrado en
el ser una fisura insensible», un elemento de diferencia, de ser
«no» idénticamente. De este modo, el para-sí se caracteriza por­
que «no puede coincidir consigo mismo»54.

50.' J. P. Sartre, L'Etre e t le Néant (1943); (trad. cast.: El ser y la nada,


Madrid "1989). Los números de páeina se refieren a la edición alemana de
1962, 125. “
51. !bid„ 27ss.
52. J. P. Sartre, De la transcendance de l'Ego (1937; los números de
página se refieren a la edición alemana de 1964) 20 y 26.
53. Acerca de lu subjetividad de la conciencia, cf. L'Etre et le Néant,
23, 27, 29.
54. Ibid.. I29ss; cf. 126ss, 139ss, 151, 157, 321.
266 El hombre como ser social

El movimiento reflexivo de ia conciencia excluye, pues, se­


gún Sartre, de antemanó algo así como la identidad consigo. Sin
em b arg o , el «sí» p re rreflex iv ó y atem ático p ro p io de la
conciencia53 remite al ser del que se desase al estar presente
«cabe» sí, a saber: a la realidad de la persona56. Es así como la
conciencia es personal57, y de aquí, mediante una segunda refle­
xión, surge la idea de la mismidad. Tal mismidad se caracteriza
en Sartre por su totalidad, pues reúne el «ser en sí contingente»
de la realidad humana más el movimiento de la reflexión que lo
sobrepasa. En el movimiento reflexivo se hace patente la carencia
de ser de la conciencia reflexionante, y es por ello por lo que el
movimiento en cuestión se dirige a su vez a un ser; pero a un
ser allende el ser que ya existe: al sí mismo58. Ahora bien, el sí
mismo es representado por la reflexión «impura» como subsis­
tente en sí='J. La impureza de esta reflexión consiste en la «in­
sinceridad... de romper el vínculo que une ío reflejo y lo refle­
xivo» al representar al sí mismo como subsistente en sí y hacer
con ello desaparecer el movimiento de la reflexión. Es sólo gra­
cias a esta reflexión impura como, Según Sartre, se llega a la
representación del ego, que se divide inmediatamente en los dos
aspectos que son el sí mismo y el yo (en correspondencia con la
distinción entre lo reflejado y lo reflexionante)1®.
El análisis de Sartre supone una disolución especialmente
radical de la noción de sujeto. No se conforma con exponer el
yo, además del sí mismo, como producto de un proceso de con­
ciencia carente de sujeto, sino que aún lanza contra tal producto
la acusación de impureza porque los dos lados de la autocon-
ciencia, el yo y el sí mismo, se deben a ima cosificación que
detiene el proceso inacabado de la reflexión. Quedaría, además,
así suprimido el problema de la identidad en tanto que identidad

55. Cf. J. P. Sartre, L'Ene el le Néani, 18.


56. Ibid., 131; cf. 65. Más adelante (215) incluso se lee; «La conciencia
leflexiva tiene que ser la conciencia reflejada». En esto se apoya, en la opinión
de Sartre. nada menos que la evidencia de la propia reflexión (220s).
57. Ibid., 160.
58. Cf. 160s con 142ss.
59. Cf. J. P. Sartre, L ’Etre et le Néam, 225ss; cf. 159ss.
60. Ibid., 228; cf. 159$ y De la transcendance de l ’Ego, 28 y 20. Cf.
también los desarrollos sobre la «tendencia a la autonomía» en el sujeto y en
el objeto de la reflexión (L'Etre et le Néant, 216).
La problem ática de la identidad 267

de los aspectos yo y m í mismo en la autocon'ciencia. Excluye ya


la identidad el fenómeno del para-sí en la negatividad del m o­
vimiento de la reflexión.
La crítica de este análisis ha de comenzar por la descripción
sartriana del ego en- sus aspectos parciales: el yo y el sí mismo.
Ambos son, en la opinión de Sartre, aspectos de la totalidad del
proceso que es la realidad del hombre: el sí mismo designa la
totalidad de nuestros estados y cualidades; el yo, la totalidad de
nuestras acciones. En todo caso, es así como se expone en el
temprano trabajo sobre La trascendencia del ego, en tanto que
ía principal obra filosófica sartriana deja en suspenso la deter­
minación precisa de la distinción entre sí mismo y yo; y no, por
cierto, casualmente, ya que el ser de sí mismo en tanto que
totalidad se alcanza ahora mirando al futuro y a la posibilidad
futura de la libertad (luego encierra ya en sí el momento del
actuar). La descripción de Sartre es ampliamente convincente por
lo que se refiere al aspecto de] s í mismo. Que bajo el rótulo de
su ser s í mismo le va al individuo la totalidad de la existencia
propia, era cosa- que ya se había hecho patente en el modo en
que Mead explica la significación del gener&lized other, y, luego,
también en las ideas de Erikson acerca de la síntesis del yo y de
la identidad del yo. Y, asimismo, Heidegger lo había dicho, ex­
plícitamente.
El reproche de cosificación dirigido a la representación de la
totalidad del ser de sí mismo sólo está justificado cuando ésta
está pensada como existente «en sí», desligada dei proceso de la
reflexión. Pero esto ,sóio sucede cuando, en la noción del ego,
el sí mismo va unido al yo en tanto que totalidad de la acción.
Pues del yo se supone que está ya a la base de toda acción como
sujeto de ella; es decir, se lo presupone como subsistiendo «en
sí». Al ser unido en el concepto del ego el sí mismo a este yo,
pierde su carácter fiuctuante de ser presente en tanto que
ausente61. Por tanto, lo decisivo para el reproche de cosificación
es idea del ‘yo. La crítica en cuestión se apoya sobre todo en
el momento de la totalidad que reúne a! yo y al sí mismo en la
noción de ego. La cosificación consiste en la representación de
la totalidad —que, en realidad, siempre está no clausurada to­

61. Cf. J. P. Sartre, L'Etre et le Néant. 16!


268 El hombre como ser social

davía— como sujeto subsistente «en sí» de las vivencias de la


conciencia.
Ahora bien, precisamente la noción del yo como totalidad,
con la que Sartre trabaja, no es de ningún modo evidente de
suyo. Concuerda con la idea que, a través de Kant, se remonta
a Descartes de un yo presente y permanente como condición de
la unidad de la conciencia. Podemos dejar al margen la cuestión
de si la unidad del yo consiste, como quiere Locke, en la unidad
de la conciencia misma y va, pues, unida a la continuidad de la
rememoración“ , o bien si se distingue de la conciencia a título
de sujeto que le da fundamento63. Lo que es importante es que,
desde Hume, hay, además y junto a éstas, otra concepción, que
liga el fenómeno del yo tan estrechamente a las vivencias sin­
gulares, que ia unidad supratemporal del yo se convierte a las
vivencias singulares, que la unidad supratemporal del yo se con­
vierte en algo secundario, cuando no en un mero producto de la
imaginación -a cuya base, según Hume, se halla la igualdad de
los momentos yoicos en las vivencias singulares64. Esta concep­
ción, que aún ha sido defendida del mismo modo en nuestro siglo
por un filósofo como B. Russell (y, también, con modificaciones,
por A. J. Ayer)65, se sutrae a la acusación de Sartre de cosificación
del ser de sí mismo en la representación del ego. Sartre no la ha
tratado. Desde luego que tiene sus propios problemas (que ya
vio Hume, y en consideración de los cuales es como debe eva­
luarse la solución, tan corrientemente mal entendida, que Kant
les dio mediante el pensamiento del yo trascendental). Pero no
se debe pasar por alto la observación de que el yo va primaria­
mente vinculado a vivencias y expresiones momentáneas: «Cuan­
do vuelvo mí reflexión sobre m í mismo, nunca puedo percibir
este yo sin una o más percepciones, no puedo percibir nunca otra

62. J. Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Madrid 1987, II,


27, 16s.
63. A sí, ya, G. W. Leibniz («Teófilo») en los Nouveaux Essai.s II, 27,
§ 9.
64. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, Barcelona 1984, I, 4,
6 . («De la identidad personal»).
65. B. Russell, The Analysis o f Mind (1921), 17s; del mismo, The Pro­
blems o f Phtlosophv (1950) 19 y 51. A. J. Ayer, Language, Truth, and Logic
(1936, -1946), 126s.
La problemática de ¡a identidad 269

cosa que las percepciones»66. El yo está primariamente ca-dado


con las vivencias momentáneas. Y lo mismo rige de la expresión
lingüística, en la que ‘yo’ funciona primariamente como índice.
Sobre la base de esta observación, no sólo queda anulada la
crítica de Sartre al concepto del yo, puesto que la instancia yo
singular y momentánea, a una con ej instante de la conciencia
de que está suspendida, no requiere duración alguna, sino que
es pasado para la reflexión; también, por otra parte, se confirma
V corrobora la crítica sartriana a la representación de un yo que
perdura y da fundamento a la totalidad del proceso de la con­
ciencia. Y, en fin, se hace asimismo posible dar respuesta a la
objeción propuesta contra la destrucción de la instancia yo por
Sartre; objeción según la cual pertenece a la conciencia como
tal, al menos implícitamente, una instancia yo67. En efecto: puede
concederse esto último; pero tal instancia yo no contiene aún
necesariamente justo la idea de un yo que permanece más allá
del acto singular.
Sin embargo, ¿no es acaso indispensable la idea de un yo
permanente y que perdura en el proceso de la conciencia y en -el
cambio de sus momentos? Que de hecho nosotros atribuimos a
nuestro yo duración e identidad, es cosa que también reconocía

6 6 . Así, D. Hume, en el Apéndice al Tratado de la naturaleza humana


111. Barcelona 1984, 886 (ed. Selby-Bigge-Nidditch 1888) 634. En esta ob­
servación basaba H um e su tesis de que ei sí mismo no es «sino un haz o
colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez
inconcebible y están en un perpetuo flujo o movimiento» (1, 4, 6, 400). Por
cJio se habla de la bundle-theory de Hume acerca de la identidad del yo.
67. E. Marbach. Das Problem des Ich in der Phanomenologie Husserls
( i 974), 192. registra que también en la opinión de Husserl el yo en tanto
que sujeto ejecutante de los actos sólo aparece ante la vista por medio de la
reflexión. Pero la reflexión «no es que produzca este yo: lo conoce en tanto
que yo que ya antes de la reflexión obra como unidad de ejecución de los
actos, y que vive en ellos ‘olvidado de sí m ism o’» (cf. también M. Gisi.
Der B egriff Spiel im Denken J. P.,Sartres [1979], 149, n. 11). Ciertamente,
Sartre mismo acepta el pumo.de vista de Husserl, según el cual lo reflejado
«está dado com o( ya habiendo existido antes de la reflexión» (L'Etre et le
Núant, 217). Se Umita a afirmar que eso previamente dado es modificado
por la reflexión. Lo cual no elimina que esté previamente dado; y. por otra
parte, ia tesis de que resulta modificado por la reflexión sólo puede ser ella
misma corroborada por una más precisa reflexión, como de hecho intenta
hacerlo Sartre cuando señala que el ego es una representación objetivamente
inadecuada del ser sí mismo.
270 El hombre como ser social

Hume,' Lo que él hacía era declararse incapaz de mostrar los


factores que posibilitan tales duración e identidad. El mismo vio
la debilidad de su intento de explicación, de acuerdo con el cual
las vivencias singulares y sucesivas, debido a la igualdad de sus
referencias al yo, nos inducen a tomar por identidad lo que sólo
es igualdad68. ■
Hume había supuesto que la identidad personal no es sólo
descubierta por la memoria, sino también (co)producida por ella,
precisamente «gracias a la producción de la relación de semejanza
entre las percepciones»59. Se ha objetado que la memoria ni puede
valer como criterio de la identidad personal, ni puede funda­
mentar tal identidad. Sólo respecto de los otros se necesita un
criterio de la identidad de las personas; pero ante los ojos de los
demás la mismidad de una persona está dada sobre todo por su
identidad corporalr™. Esta es motivo suficiente para suponer en
la persona la memoria de sus vivencias o sus hechos pasados;
pero la ausencia de recuerdo no puede poner a salvo de ser hecho
responsable de tales acciones. En cambio,-para el yo no se precisa
un criterio de identidad71, si bien sí que se plantea la pregunta
por.aquello en nosotros que fundamenta la conciencia de nuestra
identidad personal. Y la memoria, de nuevo, no basta para ello.
Pues la identificación de un m í mismo pasado y un m í mismo
presente sobrepasa lo que la memoria es capaz de rendir72. A

6 8 . Apéndice al Tratado de la naturaleza humana, sobre J, 4, 6 (o sea,


sobre 408-409 de la edición citada).
69. Ibid., 261. En esto seguía Hume siendo un partidario de la opinión
de Locke (véase arriba la nota 62).
70. S. Shoemaker, Self-Knowledge and Self-ldentity. 15s, 196s, 243.
71. Ibid., 124. En la superfluidad de criterios de identidad respecto de
la propia persona es en donde se halla el elemento verdadero contenido en la
tesis de Shoemaker sobre la presencia de un saber acerca de los propios estados
carente de criterio y no susceptible de enmienda (21 Iss; véase además lo dicho
en las ñolas 39ss). Que sean superíluos criterios de identidad respecto de la
propia persona es cosa que seguramente tiene su fundamento en que estamos
constantemente llevando a cabo esta identificación —como mostraré con más
detalle— . Sin embargo, la identificación en cuestión permanece susceptible de
corrección, como se echa de ver ya por el hecho de que su contenido concreto
varíe en la vida de los hombres.
72. Ibid., 130: «Mi memoria puede informarme de la existencia de un
mí mismo en «t, y de sus propiedades y actividades en ese tiempo; de la
existencia de un mf mismo en «t,» y de sus propiedades y actividades en ese
otro momento: etc. Pero parece que toda afirmación que identifica un mí mismo
La problem ática de la identidad 271

menos que mi m í mismo pasado esté ya recordado como mi propio


mí mismo; pero en este caso la identificación está ya presupuesta,
en vez de producida por la memoria.
W. James dedicó especial atención al proceso de identifica­
ción, bajo el supuesto de la aparición siempre sólo momentánea
de referencias subjetivas en la serie de las vivencias. Echaba a
faltar en las bundletheories de la conciencia —que se remontan
a Hum e— una instancia productora de la identificación y capaz
de hacer inteligible el hecho de la identidad personal. Encontraba
esa instancia en la función sintética del yo, descubierta por Kant;
a pesar de que criticaba acerbamente la idea del yo trascendental,
que concebía como la afirmación de un sujeto inmutable que se
halla efectivamente a la base de la com ente de la conciencia: un
«agente cuya esencia es la autoidentidad y que está fuera del
tiempo»73. James transfirió la función sintética del yo trascen­
dental a los momentos sucesivos de la conciencia que llamó,
debido a la índole de la vinculación refleja, judging thought. La
función de _estos cortes
.
transversales momentáneos
r
de la corriente
,de la conciencia es la de un medio en el que los múltiples ele­
mentos diversos están unidos y a! que pertenecen. Kant había
escrito, en correspondencia con esta idea: «Pues las múltiples
representaciones que están dadas en una intuición determinada
no serían todas ellas representaciones mías si no pertenecieran
todas ellas a una autoconciencia...» E, inversamente, «todo lo
múltiple de la intuición está bajo las condiciones de la unidad
sintética originaria de la apercepción» y se halla unido tan sólo
en ia unidad de la conciencia74. Al atribuir James la unidad de

pasado con un m í mismo presente, o un mí mismo pasado existente en «t,»


con un mí mismo pasado existente en «t,», va necesariamente más allá de lo
que puede conocerse sobre la única base'(Je la memoria».
73. W. James, The principies o f Psychology 1, 368: cf. 361 s. Por cierto
que James ha estimado decididamente muy por bajo la deuda de gratitud que
su punto de vfsta tiene con Kant cuando escribe: «El único servicio que el
egoísmo trascendental ha hecho a la psicología ha sido levantar su protesta
contra la bundle-theory humeana de la mente» (370).
74. L Kant, Crítica de la razón pitra, B 132 y I36s. James tiene razón
en poner de relieve este argumento: «No hay conciencia conexa de nada sin
conciencia 'del sí mismo como presuposición y condición ‘trascendental’ de
effa» (361). Ello, sin embargo, sóio reproduce un lado de lo que Karit pensaba,
a saber: que la autoconciencia funda la síntesis; cuando Kant puede decir
también, a la inversa (B 132), que es la síntesis de múltiples representaciones
272 El hombre como ser social

la conciencia ya a cada momento consciente singular como tal,


y no sólo a la autoconciencia75, entendió estos momentos cons­
cientes como instancias (momentáneas) yoicas que llevan a cabo
en cada caso una apropiación de la multiplicidad de las impre­
siones pasadas: «Un pensamiento diferente a cada momento del
del último momento, pero que se apropia de éste a una con todos
los momentos anteriores que se llaman suyos»76. Pero también
Kant estaba suficientemente bajo la impresión de la_ lectura de
Hume como para no suponer sin más bajo ia conciencia empírica
un yo continuamente idéntico (lo que llama James archego):
«Pues la conciencia empírica que acompaña a las diversas re­
presentaciones está en sí dispersa y carente de referencia a la
identidad del sujeto. Esta referencia, por tanto, no tiene todavía
lugar por el hecho de que yo acompañe con conciencia a toda
representación, sino porque añado una a otra y soy consciente
de su síntesis. Así pues, sólo gracias a que puedo unir en una
conciencia una multiplicidad de representaciones dadas, es po­
sible que me represente la propia identidad de la conciencia en
estas representaciones...»11. En la línea, de esta argumentación
de Kant, la conciencia empírica, en primer lugar, aparece como
primariamente momentánea- («dispersa»); y, en segundo lugar,
la síntesis de las representaciones en la conciencia se muestra
como la condición de la autoconciencia, de la identidad de la
misma conciencia en sus representaciones. Cuando Kant invierte,
en el curso posterior de su exposición, la relación de fundamen-
tación, y declara que la unidad de ¡a autoconciencia es la con­
dición de la vinculación presente en la conciencia de objetos,
hay que tener en cuenta que se trata de una afirmación trancen -

en una única conciencia la que hace posible «que yo mismo me represente la


identidad de j a conciencia en estas representaciones» (B 133). D. Henrich,
Identität und Objektivität. Eine Untersuchung über Kants transzendentale De­
duktion (1916). ha examinado minuciosamente esta tensión presente en las
afirmaciones de Kant.
75. Ibid., 363 (contra Kant); cf". 276s. '
76. Ibid., 401; cf. 340. Apropiación significa siempre también selección
(370, cf. 340); pero en virtud de esta apropiación selectiva de todas las im­
presiones precedentes, el yo de cada momento es, al mismo tiempo, «the
representative o f the entire past stream» (340) en tanto que punto final pro­
visional de una serie de momentos que ya estuvieron igualmente caracterizados
por la apropiación integradora.
77. I. Kant, Crítica de la razón pura, B 1-33.
La problemática de la identidad 2 73

dental, cuyo significado no es que haya de estar ya precediendo


a toda conciencia de objetos un yo unitario. Esta última idea se
debe a haber tomado por metafíisico un aserto trascendental78. La
función trascendental en que Kant pensaba se lleva ya plenamente
a cabo en-síntesis momentáneas de conciencia, a las que cabe
referir las frases citadas y que son, también, lo que James lía
puesto en el centro de su teoría acerca del concepto del yo. Es,
sin embargo, problemático y desconcertante que Kant caracterice
a ese supuesto trascendental como «unidad de la autocondencia».
En efecto, esto sugiere que tal unidad tendría explícitamente que
estar ya a ia base de cada momento de la conciencia, tal y como
sostiene de hecho la representación m etafísica de un archego
como base de la corriente de la conciencia. Al hablar así, el
propio Kant favoreció la confusión entre su apercepción trascen­
dental y esta idea metafísica.
Dieter Henrich ha abogado en favor de que el hecho de per­
catarse de relaciones entre estados de cosas supone, ciertamente,
la unidad de la conciencia (en el momento en cuestión), pero,
en cambio, no exige necesariamente una autoconciencia explícita.
La posibilidad de una «conciencia sin yo» la sugieren la con­
ciencia que es propia de los sueños79 y también, por lo demás,
la propia de la primera edad infantil, con su egocentrismo todavía
atemático. Que desde esta base pueda llegarse a la autoconciencia
explícita, es cosa que, sin embargo, supone una familiaridad
originaria —si bien atem á tica— de la conciencia consigo
misma"", luego diferenciada y articulada por la autoconciencia
explícita.

78. Kant trata de esta confusión en el capítulo acerca de los paralogismos


de Ja razón pura (Crítica de la razón pitra, B 396s, en especial, 406s y 408):
«La tesis de la identidad de mí mismo en lo múltiple todo de lo que tengo
conciencia, es una proposición analítica. Pero esta identidad del sujeto... no
puede querer decir identidad de la persona, por la que se entiende la conciencia
de la identidad de la sustancia qtie es uno mismo en tanto que ser pensante, a
través de todos los cambios de estado...». Compárese con esto lo que se dice
sobre la autoconciencia en ei comienzo de la Anthropologie in pragmatischer
Hinsicht (trad. cast.: Antropología práctica, Madrid 1990), donde Kant señala
como «digno de notan que el niño sólo «empieza bastante tarde a decir «yo’».
79. D. Henrich, Selbstbewusstsein, en Hermeneutik und Dialektik
( = Festschrift H. G. Gadamer) I (1970), 257-84, sobre todo, 275; cf. 260s.
SO. Ibid., 269ss, desarrolla las razones que hay en favor de la admisión
de esta familiaridad originaria, que debe distinguirse del saber reflexivo. Es
174 El hombre como ser social

Ahora bien, ¿a qué se refiere, con qué se relaciona esa fa­


miliaridad originaria? ¿qué quiere decir el ‘consigo misma’ en
esa expresión que habla de la familiaridad de la conciencia con­
sigo misma? ¿quién se apropia realmente de los objetos de esta
conciencia que se realiza en la «apropiación» de ellos? En virtud
de la momentaneid^d de la conciencia, no puede responderse a
estas preguntas, como James señala en una ocasión, diciendo en
ambos casos que es la conciencia misma: «Por ello, sus apro­
piaciones lo son menos para s í misma que para la parte más
íntimamente sentida de su objeto presente: el cuerpo y los ajustes
centrales que acompañan, en la cabeza, al acto de pensar»81.
James, además, supone la familiaridad —o, como él dice, el
«calor» en la relación con el cuerpo propio. Pero en este punto
recordamos que el cuerpo era para él -el contenido fundamental
del s í mismo, y regresamos con esto a la cuestión que pregunta
por la relación entre e! yo y el sí mismo: el «yo» momentáneo,
que aparece en la form a de la unidad momentánea de la con­
ciencia del caso, sólo puede cumplir la función sintética de apro­
p ia r s e » sus objetos rodeando por el «sí mismo». El yo como
tal sólo se vuelve consciente después. Su originaria familiaridad
«consigo» lo es con una forma del s í mismo, si bien difusa y
rudimentaria82. Este es también el terreno, el «medio» en que la
conciencia capta la unidad de sus contenidos. Sin duda, no hay
que restringir este sí mismo rudimentario al cuerpo propio, sino
que comprende al menos, en el estadio «simbiótico» del desa­
rrollo en la primera infancia, la presencia corporal de la madre83,

afín a la idea de Sartre de la «presencia» de la conciencia cabe sí. Pero es


preciso dejar a un lado el elemento, subrayado por Sartre, de la negación de
lo que subsiste en sí y está dado en sí: pues este elemento es de la reflexión
de quien es propio, y, por lo tanto, no debería ser atribuido ya al «cogito
prerreflexivo».
8¡. W. James, The Principies o f Psychology 1, 341. En nota a pie de
página se dice expresamente que ‘yo' no significa para el elemento consciente
(Thought) «otra cosa que la vida corporal que él siente en el instante».
82, Habría que investigar si Ja conciencia propia del sueño, sin perjuicio
de su carencia de yo, no es precisamente un testimonio en favor de esta forma
de familiaridad consigo. "
83. En este estadio ej niño puede «distinguir a su madre del entorno; pero
su sí mismo aún no se ha delimitado claramente respecto de la madre. Antes
del final de este período apenas cabe tratar al yo del niño como entidad in­
dependiente» (J. Loevinger, Zur B edeutm g und Messung van ¡ch-Ennvicklung,
en: R. Dóbert-J. Habermas et al., Ennvicklung des Ichs [1977], 150-68; la cita
es de 156). Cf. J. Loevlnger, Ego-Development (1976), 15s.
La problem ática de la identidad 275

y, rfiás adelante, lo que llama James el sí mismo «social» y el


sí mismo «espiritual». La fam iliaridad «consigo» está, pues, ya
siempre mediada por la confianza en un contexto que ampara y
alienta, y que es donde yo despierto por vez primera a m í mismo.
Queda así invertida la relación que habitualmente se admite
que hay entre el yo y el sí mismo, tal como fue formulada por
el primer Fichte y se da por supuesta como cosa consabida todavía
en la psicología del yo de Hartmann y Erikson. El yo no se
fundamenta a sí mismo mediante su acción «poniéndose» o «es­
tableciéndose» a sí mismo. El yo no es el sujeto idéntico de mi
desarrollo individual que, en su subsistencia continua, se halla a
la base de todos los cambios de la conciencia y que, en el proceso
de sus formaciones de identidad, va dándose siempre nuevas
definiciones de su sí mismo, en tanto que queda a salvo de toda
modificación. Antes bien, el yo está primariamente ligado al
instante, y sólo recibe continuidad e identidad en el espejo de la
conciencia —en desarrollo— que el individuo tiene de su sí
m ism o'com o totalidad de sus «estados, cualidades y acciones».
En ¡os primeros estadios del desarrollo, el sí mismo propio debe
comenzar por distinguirse de la madre. Esto acontece en relación
con el desarrollo de la percepción de objetos, y sólo llega a su
final con la formación dei lenguaje“4. Unicamente después pueden
ia coordinación y la diferenciación de la palabra indexicai ‘y o ’
servir bien para representar el propio sí mismo.

84. Así, J. Loevinger, Zur Bedeutung..., 156s. Loevinger hace hihcapié


en ki importancia para el desarrollo del yo de la evolución cognitiva del niño
investigada por Piaget e Inhelder (166). A. Blasi escribe también (en I. Loe­
vinger, Ego-Development [1976] 41): « ...el desarrollo de la vinculación del
niño a su madre se explica mediante la adquisición del concepto de objeto
permanente». A propósito de Die Entstehung der ersten Objektbeziehungen (en
francés, 1954; en alemán, 1957) ha registrado R. A. Spitz que el rostro humano
empieza por percibirse como un esquema de figura, y que es sólo en la segunda
mitad del primer año de vida cuando se distingue el rostro individual de la
madre de otros rostros (sobre todo, véase Vom Säugling zum Kleinkind 104ss).
Spitz sigue, sin embargo, enlazando todo esto con la admisión — tomada de
E. Olover— de «núcleos de yo» y de un «yo rudimentario», cuyos inicios sitúa
a la edad de tres meses (121ss). La tesis de Loevinger, según laf cual la
diferenciación respecto de la madre del propio sí mismo sólo llega a término
con la constitución del lenguaje, conduce a emplazar ese comienzo notable­
mente más adelante. Quizá deba fechárselo en simultaneidad con cuando se
aprende a usar la palabra indexicai ‘y o ’.
276 El hombre cómo ser social

Es seguro que, generalmente en los seres vivos y particular­


mente en los animales superiores, cabe hablar, en corresponden­
cia con la constitución de un sistema nervioso central, de la
«tendencia a la síntesis» que es luego la característica de la
«función organizativa» del yo humano!5. Puede, por ello, también
hablarse de un egocentrismo del, niño, aún atemático, pero que
va perfectamente de suyo86. Pero se debe ser consciente de que
la palabra ‘y o ’ se usa en este caso en un sentido amplio y tras­
laticio: un yo sin autoconciencia («atemático»). Es evidente que
el desarrollo de la autoconciencia comienza del lado del m í mismo
(del me), y que se amplía secundariamente cuando se añade luego
el yo que el hablante y el que vive en cada momento se sabe ser
— y que sabe, además, uno con su «sí mismo» perdurable y, sin
embargo, distinto de éste— . En consonancia con esto, en la
descripción psicoanalítica del desarrollo más temprano del yo
debería hablarse de una primera diferenciación entre el ello y el
s í mismo (y no entre el ello y el yo), si se desea evitar una
confusión que influye negativamente en la comprensión de la
evolución posterior del individuo.
A propósito del yo no se trata tan inmediatamente como a
propósito deí sí mismo de la «totalidad» del propio ser. Más bien,
yo, en principio, soy el que habla, vive y actúa en cada instante.
Es sólo de un modo mediato —en la medida en que se tiene
conciencia del yo del momento singular como idéntico «conmigo
mismo», o sea, como manifestación momentáneamente presente
de la totalidad de los estados, cualidades y acciones que deben
atribuirse, a ojos del generalized other al individuo que soy yo— ,
es sólo a sí como alcanza tathbién el yo como tal una continuidad
que sobrevive al momento singular. Pero con ello.surge asimismo
la peculiar dialéctica de la autoconciencia. Al saberse el individuo
idéntico en tanto que yo con su sí mismo, puede reconocer esta
su identidad como fundamentada en su sí mismo, o puede efec­
tuarla a partir de su yo. Puede tomar distancias respecto de su sí
mismo corporal, «social», o «espiritual», y constituir así, en el
curso de lá formación de su identidad, nuevos proyectos de sí

85. Así, R. A. Spitz, Vom Säugling zum Kleinkind 120s, uniéndose a Io


que piensan Glover y Hartmann.
86. A sí, D. Henrich, Selbstbewusstsein 276, que apela a J. Piaget, La
Formation du concept du monde chez Venfant (1929).
La problemática de la identidad 277

mismo. Pero puede también tomar distancias, en beneficio de su


sí mismo (especialmente, del s f mismo social o espiritual), tanto'
respecto del propio yo como respecto de las pulsiones del ello
que dominan al yo. Y cabe también, en fin, que el yo se deje
determinar por y a partir del sí mismo, de modo que alcance la
estabilidad y la continuidad que le capaciten para domeñar las
pulsiones del ello.
Mas el proceso de la formación de la identidad empieza por
partir de la mismidad del sí mismo. Es sólo gracias a la identidad
del sí mismo como la vida del individuo consigue solidez y
estabilidad. Es únicamente desde él desde donde se constituye
un yo estable, capaz de ser sujeto no tan sólo de cualquier com­
portamiento — tal sujeto lo es ya siempre el individuo, incluso
el prehumano— , sino de la acción: un sujeto que, en tanto que
idéntico, es susceptible de confianza y capaz de responsabilidad.
Esta inversión del modo como tradicionalmente se viene de­
terminando la r.elación entre el yo y el sí mismo permite resolver
la contradicción en Jos fundamentos conceptuales de la psicología
analítica de] yo a la que me referí en el parágrafo anterior. En
efecto, ei proceso de la formación de la identidad se entiende
ahora como proceso de formación no sólo del sí mismo, sino
también del yo, en la medida en que cabe atribuir también a éste
una identidad y una continuidad que le capacitan, por ejemplo,
para hacer las funciones de instancia censora. La conexión, la
unidad de la historia de la vida del individuo se apoya en el sí
mismo, no en el yo. Precisamente por esto, importa que cada
iiuevo proyecto de identidad propia integre las perspectivas an­
teriores de formación de la identidad, para que así pueda el
individuo identificarse consigo mismo y hacer ganar estabilidad
y autonomía a su yo.
Partiendo del reconocimiento de que la identidad y la con­
tinuidad del yo tienen su fundamento en el sí mismo, es también
posible resolver las dificultades que se encontraron en la posición
de G. H. Mead. El análisis de la interpretación sociogsicológica
del sí mismo en este pensador llevó a la cuestión de en qué
medida cabe que tal sí mismo sea idéntico al yo, como implica
evidentemente el hecho de la autoconciencia. Se hacía difícil en
Mead entender esta identidad debido a que el sí mismo (como
conjunto de las expectativas y estimaciones que tienen y hacen
273 E l hombre como ser social

sobre el individuo los. demás) estaba socialmente condicionado,


pero el yo no lo estaba/. Mead había supuesto bajo la concepción
tradicional del yo como sujeto que el yo existe continuamente
de por s í en tanto que origen creador del comportamiento indi­
vidual. Ahora se ha hecho patente qué también el yo lleva la
impronta de la referencia a la sociedad por 'lo que hace a su
continuidad y a su identidad, ya que (más allá de la unidad de
significación de ‘yo’ como palabra indexical) tales continuidad
e identidad convienen primariamente al sí mismo y se le atribuyen
al yo tan sólo en la medida en que se sabe idéntico «consigo
mismo». Desaparece así la contraposición planteada en Mead
entre el yo y él sí mismo, y, en vez de ella, lo que resulta es
una distinción y coordinación que vuelven al fin categorialmente
describible el proceso de la formación de la identidad. La de­
terminación social del individuo concierne tanto a su sí mismo
como a su yo. Por más que esto sólo es verdad en la medida en
que el individuo se encuentra adecuadamente tomado en consi­
deración como existente en el instante —es decir, como y o — en
el proyecto de identidad del «sí mismo social». Entonces es
cuando puede llevarse plenamente a efecto el sentido de inte­
gración de tal proyecto de sí mismo. Pero puede también ocurrir
que el yo no «admita al sí mismo social», o sea, que refute su
pretensión de integración. Quiere esto decir que no se encuentra
adecuadamente tenido en consideración (en tanto que existente
en el instante) en el modo como lo clasifican los demás y en sus
expectativas sobre él. La aceptación y la integración suelen, en
la mayor parte de los casos, ser nada piás que parciales. La
imagen del propio sí mismo que surge de la clasificación y de
las expectativas de los demás se acepta sólo más o menos mo­
dificada. El individuo no tiene que conformarse más que con el
cuerpo con que se encuentra y tal como se lo encuentra. La
identificación con el propio social self no' tiene jamás lugar de
manera exclusivamente pasiva, como ya reconoció Mead. Com­
prende siempre modificaciones de mayor o menor alcance de las
perspectivas de los demás, y, sobre todo, un énfasis peculiar del
individuo que acentúa ciertas partes del conjunto de la imagen
en cuestión. Naturalmente, esto comporta la pretensión de que
las personas relevantes con las que uno se relaciona varíen en
consonancia sus estimaciones y expectativas. Se produce, pues,
La problemática de la identidad 279

un intercambio polémico, una discusión entre el individuo y la


sociedad en tom o a la identidad de aquél. El problema de mi
identidad puede ser una cuestión disputada. La imagen de un
carácter no sólo fluctúa con la historia, como dice Schiller, o
sea, en la memoria de la posteridad, sino que oscila ya en vida
del individuo, y no son sólo los demás quienes disputan entre sí
qué tienen que pensar de ti, sino que tú mismo participas en la
discusión, que, al fin y cabo, te concierne especialmente a ti. Es
la lucha por ser reconocido por los otros, por ei reconocimiento
de una identidad con la que el individuo pueda identificarse, de
modo que encuentre su «lugar» en la sociedad y pueda desarrollar
una «sana conciencia de sí mismo», en vez de tener que sufrir
por una «autoconciencia escindida». Pero también cuando falta
el reconocimiento de los demás puede afirmarse el yo retirándose
al refugio de lo privado (en la medida en que éste haya quedado
a salvo) o haciendo valer su sí mismo espiritual en contra de la
estima social con La que no .puede identificarse. Con iodo, una
proporción aceptable de reconocimiento social es indispensable
como base de toda vida en comunidad, .desde las relaciones bi-
personales hasta la constitución institucional de una sociedad o
hasta para las relaciones interestatales.

3. La personalidad y su dimensión religiosa

Hasta aquí, las consideraciones acerca de la interpretación de


la unidad del yo y el sí mismo acreditada por la autoconciencia
no han hecho todavía uso alguno, a la hora de dar cuenta de la
autoconciencia, de la fundamentación religiosa de aquella unidad,
para la que ya encontró motivos el último Fichte. Incluso puede
parecer que la inversión de la relación de fundamentación entre
el yo y el sí mismo hace superfluo recurrir a una fundamentación
religiosa de la unidad de ambos. Igual que ya antes el sí mismo,
el yo ahora (en tanto que instancia continua y estable) se presenta
también como efecto de la interacción social sobre la conciencia
del individuo. Sin embargo, queda un resto; el «rol» asignado a
un individuo por otros puede ser o bien adoptado, o bien rehu­
sado, o bien modificado por el propio individuo, como ya vio
Mead. Lo mismo, en su nivel, es también verdad respecto del
280 E l hombre como ser social

sí lirismo social, en la medida en que comprende el «haz de roles


específicamente mío». A causa de que-los roles y el «sí mismo
social» es necesario que el individuo los-adopte, y ocurre también
que los modifica, hay que hablar de una polaridad entre rol e
individualidad37. El momento de la identificación del individuo,
en tanto que. es un identificarse mediado por la percepción de>l
propio ser en su diferencia o concordancia con la identificación
que la sociedad hace de él, no puede reducirse a la acción de
ésta .. Pero es sólo mediante tal identificarse como el individuo
adopta, en una forma más o menos modificada, la identificación
hecha por la sociedad, para integrarla finalmente en los proyectos
de identidad propia. Lo mismo rige incluso a propósito de «fac­
tores de identidad» como el cuerpo, el nombre, ej sexo, la edad,
!a pertenencia a un grupo, la historia de la propia vid_a8S. Son,
ciertamente, «factores» indispensables de la identidad personal
del individuo, en la medida en que no puede descuidarse ninguno
de ellos en la formación de la identidad, so pena de malforma­
ciones patológicas de ella. Pero el modo como se integran en el
proyecto determinado de identidad es cosa que depende de éste
mismo. Para decirlo en los términos de Sartre, el «para sí» del
individuo no es reducible al «en sí» dé las condiciones de su
realización. Tiene, pues, razón H. Lichtenstein a! escribir que,
a diferencia del animal, el hombre «tiene siempre que luchar con
la necesidad de definirse a sí mismo, de crear una identidad que
por principio no le es inherente en virtud de automatismos in­
natos»89. De la misma manera que la identidad del individuo no

87. A sí, D. J. de Levita, Der B egriff der ¡dentitcil (1965; edición alemana,
por la que cito, de 1971) 190; cf. 130, donde se señala cómo la psicología
social distingue entre rol e identidad, porque en ella se discute el roJ en el
horizonte de la cuestión de la estructura de la personalidad. Según J. L. Moreno,
The Role. Concept: American Journal o f Psychiatry 118 (1962) 518, todo rol
es «una fusión de elementos privados y colectivos» (citado por Levita, 132).
Si se parte de ello, el concepto de identidad de Levita («haz de roles» [193])
parece ya presuponer lo que debía explicar, esto es; la identificación del in­
dividuo con el rol (o con e! haz de roles). Igualmente, su definición del sí
mismo como «noción colectiva» para autopercepdón, idea de sí mismo, es­
timación de sí, etc. (200), supone ya la noción del sí mismo y, por lo tanto,-
no aporta nada a la cuestión de la constitución de éste.
88. Sobre esto. Levita, o. c., 211ss.
89. H. Lichtenstein, hlentyty and Sexualhy: Journal of the American
Psychoanalytical Ass. 9 (1961) 179-261 (!a cita es de 184; y la hago según
Levita. 163).
La problemática de la identidad 281

cabe entenderla como el producto de un sujeto idéntico ya pree­


xistente, tampoco es posible comprenderla como 3a mera ínter*
naiización de las valoraciones y las expectativas sociales. Más
bien al contrario, «el surgimiento de patrones sociales y culturales
es posible sólo gracias a que el hombre, a diferencia del animal,
tiene que definir su identidad»90. .
A sí pues, para la formación de la identidad es indispensable
ei momento del identificarse a través de una instancia yo mo­
m entánea, q u e,.a su vez, conquista duración sólo mediante este
identificarse. Pero ¿qué es lo que capacita al individuo para
esta obra, sobre todo en los inicios del devenir del yo? Para
poder identificarse, se requiere, evidentem ente, cierto cono*
cimiento, cierta fam iliaridad con aquello con lo que la iden­
tificación se lleva a término. Pero en ei caso presente no se
trata de fam iliaridad «consigo m ism o», ni siquiera en ía forma
de fam iliaridad con el cuerpo propio91. Ello no nos sacaría de
apuros teoréticos, porque seguiría siendo un círculo. Y tam­
poco concuerda con los datos del desarrollo dél individuo. Este
desarrollo tiene más bien lugar en una esfera de «'familiaridad»
que es más amplia,, que abarca a más que al mero individuo,
y por la que se halla éste unido de tal modo con su entorno
que sólo secundariam ente se llega, en el interior de esta esfera,
u la delim itación entre ei sí mismo y el yo. La psicología
evolutiva se refiere, con mucho acierto, a un estadio simbiótico
en el desarrollo del niño. Precede éste a la formación de una
individualidad propia. En él el vivir del niño no está aún cla­
ramente separado de la madre, aunque el niño ya distingue a
ésta del entorno02. Es perfectam ente lícito ver en esta relación
simbiótica el punto de arranque ontogenético de la excentri­
cidad humana. Es verdad que un tipo afín de vinculación con
la madre se encuentra también ya en algunos primates; pero
tiene una duración mucho mayor en el caso del niño. En tanto

90. Lichtenstein, Identity and sexuality, 202 (citado por Levita, 144).
91. Cf. la idea estoica de la otKStoxjtq, o commendatio naturas, como dice
Cicerón, De fin. Iü, 5, 16 y V, 14, 40. Acerca de la importancia que esta idea
luvo en los comienzos de la modernidad, cf. D. Henrich, Die Grimdsuitkmr der
modernen Philosophie, en H. Ebeling (ed.), Subjektivität und Selbsterhaltimg,
Beiträge zur Diagnose der Moderne (1976), 97*121, sobre todo, 105s; así como
también en el apéndice Über Selbstbewusstsein and Selbsterhaltung, Ibid., 125s,s.
92. Jane Loevinger, Zur Bedeutung... (en nota 83) 156.
282 E t hombre corno ser social

que los m onos inferiores se desprenden de la dependencia total


respecto de la madre ya en el segundo m es, y los antropoides
lo hacen en el cuarto o el quinto, en el hom bre ocurre entre el
noveno y el duodécim o” . Esto pone- las bases de la mayor
intensidad en la experiencia del mundo por parte del hom bre,
así como también las de su peculiar relación consigo mismo.
En la vinculación simbiótica .con la madre se origina el fe­
nómeno de la llamada «confianza básica» (basic trust), que ha
sido introducido en la discusión en tomo a la identidad por E.
H. Erikson94. La tesis de que esta confianza de amplio radio es
el fundamento permanente de toda la evolución posterior de la
personalidad ha sido aceptada también por el etólogo I. Eibl-
Eibesfeldt'35. La confianza en cuestión está originalmente puesta
en la madre como mediadora y suma del mundo y la vida. Más
adelante aparece al lado de la madre la presencia protectora y
garante de seguridad del padre, que hace, a su vez, de mediador
entre la vida de la familia y el mundo que la circunda, al menos
en el caso del reparto tradicional de roles familiares. Pero a
medida que el niño crece y se independiza de tos padres, la madre
y la familia van siendo menos para él la totalidad de la vida. No
sólo aparecen aquí en lá vida familiar las realidades investigadas
por el psicoanálisis, sino también los límites de] poder de los
padres y de la esfera familiar en su conjunto por lo que hace al
mundo circundante. Para que la confianza básica no se pierda,
se necesita que se desate el vínculo con la madre o con los padres
en general. Hay que conseguir una nueva orientación que permita
ai niño conservar la confianza en un amparo sin límites a pesar
de todas'las amenazas y adversidades de la vida. La misión de
desprender de su atadura inicial con los padres y de orientar de
una manera nueva la confianza básica que alimenta el valor para
vivir, recae sobre iodo en la educación religiosa. Pues el Dios
de la fe religiosa puede, más allá de la limitada potencia de la
* l

93. F. Renggli, Angst und Geborgenheit. Soziokulrurelle Folgen der Mitt-


ier-K'md-Bez.iehung im ersten Lebensjahr (1974), 77, cf. 55ss, 80, Cf. también
R. A. Spitz. Vom Säugling zum Kleinkind, 116s.
94. E. H. Erikson, Identität und Lebenszyklus 62ss, en especial, 64; del
mismo, Wachstum und Krisen der gesunden Persönlichkeit (1950; cilo poi' la
edición alemana de 1953) 15ss.
95. I. Eibl-Eibesfeldt, Liebe und Hass. Zur Naturgeschichte elementarer
Verhaltensweisen (Í970), 239ss, 268.
La problemática de la identidad 283

autoridad humana, procurar un amparo ilimitado también y pre­


cisamente en el dolor, la necesidad y el desamparo del mundo-.
La importancia fundamental de la confianza no es sólo cosa
de una fase infantil inicial de la evolución de la personalidad,
que habría, de dejar detrás de sí el hombre en el curso de su
desarrollo, como sobre todo quedaría sugerido si tradujéramos
basic trust por ‘confianza originaria’. Se trata, antes bien, del
paso primero y básico de la matización de la relación simbiótica
que une al individuo con su mundo. El individuo debe llegar a
la independencia sin destruir por ello esa relación simbiótica.
Esta carea la resuelve el desarrollo de la confianza básica. Se ha
indicado con razón que la noción de confianza implica ya una
diferenciación entre e] niño y el entorno56. Apoyada en esta di­
ferenciación, la confianza comporta la expectativa de que el mun­
do en torno (especialmente, la madre) permanezca idéntico con­
sigo mismo en su actitud de favorecer al niño, y haga así posibles
para éste la subsistencia y (por tanto) la identidad. Este es el
punto del que parte la demanda, dirigida al niño, de ser también
por su parte idéntico consigo; y esta demanda determina la evo­
lución ulterior de la formación de la identidad. No hay, pues,
que confundir las bases de la evolución futura del niño en la
dirección de su independencia ti través del desarrollo de la con­
fianza básica y la importancia perdurable de ésta para la evolución
de una personalidad sana, con la omnipotencia narcisista de los
deseos, que nada sabe de la resistencia que opone el mundo o
que aparta de ella la mirada. Eí hombre maduro y adulto tiene
que dominar sobre estas resistencias aprendiendo a estar en con­
tacto con ellas y a apreciarlas en lo que valen. Cuando, en vez
de ello, huye a una imaginaria «omnipotencia de los deseos» —a
un mundo de fantasía en el que todos los deseos se cum plen— ,
iul conducta no hay sólo que juzgarla, con Freud, como una
¡ egresión a la actitud infantil ante la realidad, sino que comporta,
al mismo tiempo, una perversión de signo exactamente opuesto
al que caracteriza a la confianza básica. Pues en ésta el hombre
conserva su apertura a la realidad: a la de los otros hombres, a
la del mundo y, a la vez, a la del creador de la realidad. En
cambio, en la regresión narcisista el hombre se cierra frente al

96. D. J. de Levita, Der B egriff der Identität (en nota 87), 85: cf, 242.
284 El hombre como ser social

mundo, se retira al propio yo. Ello significa tendencialmente la


destrucción del contexto vital simbiótico que posibilita su exis­
tencia individual, y la sustitución de este todo vital simbiótico
por la representación ilusoria de un mundo en que los deseos se
cumplen sin fronteras. De este modov la perversión narcisista
muestra ser la forma primordial de la sustitución de la confianza
y de un'a totalidad simbiótica vital que sólo la confianza puede
preservar y en la que el yo propio se sobreeleva, la sustitución,
digo, por la ilusión de que uno dispone de todo sin límite97. El
yo, que debe su estabilidad al sí mismo, en cualquier grado de
desarrollo en' que éste se encuentre, o aun en su estado rudi­
mentario, se vuelve aquí pretendido suelo de la totalidad de la
vida, en vez de, a la inversa, saberse amparado en el todo de un
contexto vital afirmado en la confianza.
La importancia perdurable de ¡a confianza básica en la evo­
lución del individuo no tiene, pues, nada que ver con una re­
gresión infantil, sino que, por el contrario, procura la apertura
al mundo y a sus exigencias, en vez de fomentar la huida de él
a un mundo infantil ilusorio. Es sacando fuerzas de la fuerza de
la confianza originaria como puede resjstirse la experiencia de
lo negativo, ia hostilidad, el fracaso ,'la decepción y ei sufri­
miento, y aún cabe así aceptarlos en ía conciencia de su sentido.
Este proceso de maduración lo fomentan el desligamiento de la
confianza básica de su primitiva atadura a los padres y su reo­
rientación religiosa. El niño tiene que aprender a hacerse cargo
de (y a afrontar) la finitud y limitación de todas las instancias
del mundo en el que vive, incluidas las de las personas con las
que más íntima relación tiene, y a no dejar, a pesar de todo, que
su valor para vivir se convierta en angustia. En la medida en que
desempeñan esta función, la fe y la educación religiosas no están,
desde luego, bajo la condena de alentar una regresión infantil,
porque precisamente no fomentan la huida de la realidad, sino
que ayudan a afrontarla incluso en sus aspectos adversos. No se
puede, ciertamente, negar que haya aquí un riesgo de zafarse de
la realidad. Igual que otros fenómenos de la vida social, también
la fe religiosa puede ponerse al servicio de la regresión infantil,
y, de hecho, ha colaborado en este sentido ai surgimiento y al

97. Cf. sobre esto el capítulo «Seguridad en vez de confianza», en mi


libro Wc¡4- isl dar M ensch?, 22s.
La problemática de la identidad 2 85

fomento de ciertas deformaciones neuróticas del desarrollo del


vo. Esto sucede ante todo cuando la religión se convierte fen una
mera vana esperanza en el más allá y deja de ser un motivo.que
impulse al hombre a tomar en sus manos las tareas del más acá.
Se trata entonces de la misma desnaturalización de la religión en
la que pensaba Marx cuando llamaba a ésta el opio del pueblo.
Pero tales formas neuróticas de religiosidad no autorizan a in­
terpretar en general la religión —al modo en que lo hizo Freud—
como una neurosis de masas98. Esta interpretación pasa por alto
la activa sujeción del mundo que ha sido el rendimiento que las
religiones han hecho posible —sobre todo, precisamente por lo
que se refiere a lo adverso de la vida— .
Que la confianza originaria y espontánea no caracteriza sólo
a l a -fase inicial del desarrollo del niño, que resulta de la unidad
vital simbiótica entre madre e hijo, sino que es «la piedra angular
de Sa personalidad sana» (Erikson), es cosa corroborada porque
cada acto ulterior de identificación y de formación independiente
de ¡a identidad representa una renovada actualización de la aper­
tura confiada a la realidad del mundo que se- fundamentó en la
primera infancia. Identificarse con algo requiere siempre valor"

9H. Cf. J. Schart'enberg, Freud und seine Religionskritik ais Hcrausfor-


iJerung f iir den christlichen Glauben (1968; ‘'1971), 137ss. E. Fromm, fPsi-
nmnálisis y religión, Buenos Aires 1973), oponiéndose a Freud (aunque sin
criticarlo explícitamente), no se mostró dispuesto a declarar neurosis a la re­
ligión como tal. «El estudio del hombre muestra que las cosas no ocurren»
como si la religión «no fuera un rasgo ínsito en la naturaleza humana» (46­
+7). Si bien se esforzó por hacer valer respecto de la religión lo que trasciende
más allá de una ética humanística (¡22ss), Fromm la consideró, sin embargo,
imprescindible (44ss) en tanto que un «sistema de pensamiento y de acción...
compartido por un grupo, que dé al individuo una orientación y un objeto de
devoción» (39-40). La orientación y la devoción en cuestión no deben juzgarse
como neuróticas; al contrario, Fromm veía «en la neurosis una forma particular
de religión» (46). Esta original observación señala cómo la falta (o el fracaso)
de una orientación auténticamente religiosa conduce a sustitutivos neuróticos.
Así. bajo la superficie de ciertos modos secularizados de vida, Fromm descubrió
«una cantidad de formas individualizadas de religiones primitivas...; adoración
de los antepasados, totemismo, fetichismo, ritualismo» (48). >
99. La noción de Tillich del Mut zum Scin (título de su libro de 1952)
está en estrecha relación con el fenómeno, puesto de manifiesto por Erikson,
de la confianza básica. Del mismo modo que la confianza se opone al recelo
y a la angustia, así también se contrapone el coraje a esta última. Pero, en
tanto que ei coraje descansa esencialmente sobre la confianza en sí mismo y
puede ser caracterizado —con Tillich— como «autoafirmación» ontológica, el
286 El hombre como ser social

y confianza en la consistencia de aquello a lo que me confío.


Así, el niño que se identifica con el superyó del padre o de la
madre espera amparo y seguridad en la medida de su respuesta
a los imperativos del superyó. Y el adolescente o el adulto que,
en sus decisiones acerca de la elección de profesión y de pareja
y acerca de la fundación de una familia, arriesga un proyecto de
identidad propia100, confía en no fracasar al hacerlo. La educación
religiosa bien lograda se acreditará en que el proyecto de identidad
propia permanezca abierto a futuras experiencias y a las adap­
taciones que éstas hagan precisas, pero sin pérdida de la reso­
lución y libre de la ilusión de que se pueda siempre volver a
empezar desde cero.
La relación entre la confianza y la autoidentificación hace
patente que en la confianza .fundamental deí niño y en las ac­
tualizaciones posteriores de ella se trata del ser de sí mismo. Esto
se halla ya implícito en la estructura de la confianza misma, pues
el que confía «se» abandona a la estabilidad y fiabilidad de aquello
en que pone su confianza. Mas la confianza fundamental no se
dirige inmediatamente al sí mismo, sino a la instancia que lo
puede amparar y promover y que, de hecho, además, promete
promoverlo. Este último punto es importante. En tanto que con­

radio de la confianza se extiende a más,. La confianza se dirige a la realidad


que me supera a mí mismo y en la que yo mismo estoy fundado. Sólo sobre
el suelo de esta ancha confianza pueden crecer luego la confianza en sí mismo
y el valor. Así, pues, el fenómeno de la confianza es más fundamental que el
del valor, pero el propio «coraje de ser» constituye una concreción de la
confianza básica.
100. El elemento de riesgo presente en la confianza ha sido puesto de
relieve, con toda razón, por O. F. Bollnow ( Wesen und Wandel der Tugenden
[1958], 175s, sobre todo, 177s). Según este autor, la confianza «sólo es posible
allí donde yo me pongo en relación con algo que no está por principio en mi
poder» (.178). No puedo, ciertamente, seguir a Bolínow cuando infiere de aquí
la restricción de la confianza a la relación con el otro hombre. Es evidente que
hay además también la confianza en la solidez dé un muro o en la «marcha
regular de una máquina». En la vida, cotidiana, este tipo de confianza es
indispensable, ya que sólo cabe hacer controles de seguridad, por razones
prácticas, en casos excepcionales, a saber: justo cuando hay motivos fundados
para hacerlos. Pero también hay que conceder que la perspectiva de Bollnow
contiene un elemento de verdad, en la medida en que la confianza de la vida
cotidiana en la resistencia y Fiabilidad de ¡as cosas está propiamente dirigida,
más allá de ellas mismas, a la constancia de sus estructuras y de las leyes que
están a su base, y. así, ai orden global del mundo y al fundamento que lo
soporta.
La problemática de la identidad 287

fianza que concierne al ser de sí mismo —y no sólo a cualesquiera


circunstancias accesorias — , la confianza fundamental supone en
aquel a quien se dirige una actitud de aliento del que se confía
en lo que hace a su ser sí mismo. Esta es la nota que caracteriza
al amor, pues la determinación esencial de éste consiste en pro­
mover su ser sí mismo en aquel a quien se dirige. La confianza
fundamental corresponde, pues, al amor que se recibe o se añora
vivamente. En esta medida, el ser sí mismo del hombre tiene su
fundamento en eí amor del otro, al que la confianza da respuesta
y solicita101. En el origen, este amor es el de la madre. Cuando
la confianza básica se desprende del vínculo exclusivo con la
madre, surge el problema vital de cómo haya de poder seguir en
adelante el hombre sabiéndose amado y afirmado. Aparece así
tina nueva implicación de la confianza fundamental: y es que está
dirigida a una instancia con capacidad y disposición ilimitadas
para amparar y alentar el propio ser sí mismo. Tales capacidad
y disposición sin fronteras se manifiestan, en efecto, para el
lactante en la dedicación de la madre a él; pero, objetivamente,
sobrepasan ya siempre los límites que en todos los casos,, de una
u otra manera, tiene en este respecto la madre. Por ello, la
confianza básica, con su ilimitación, es desde un principio un
fenómeno religioso. La madre representa para y ante su hijo, en
la primera fase de la vida de éste, el amor de Dios, que la
sobrepasa a ella pero que es a través de ella como se dirige a su
hijo. Ya en su inicio, el verdadero objeto de la confianza fun­
damental es Dios. Pero ello sólo se vuelve temático al despren­

101. A la inversa, sucede también que el ser sí mismo del amante sólo
adviene cabe sí en virtud del amor, en el que el amante es para el otro y es
más allá de sí mismo. Habré de tratar de esto con más detenimiento en un
lugar posterior. La importancia del amor para ía conquista del ser sí mismo,
para la reparación de la crónica taita de ser de la conciencia existente «para
sí», ha sido penetrantemente expuesta por J. P. Sartre (L'Etre et le Néant,
470ss). E¡ amor'qnerría apropiarse del otro, y del otro en su libertad, «poríjue
el otro hace que yo sea» (471). Se trata aquí, por cierto, del amor menesteroso,
un del amor que se entrega. Por otra parte, Sartre ignora el hecho de que el
amor se consuma en la fidelidad, y ello tanto por lo que hace al amor que se
entrega, como por lo que hace a Ja menesterosidad de amor. Sóio roza esta
esfera con la pregunta retórica: «¿Quién se conformaría con un amor que se
ofreciera como pura fidelidad a la fe jurada?« (471). Es patente que sólo puede
alcanzar a ver en la atadura de sí mismo que es la fidelidad la pérdida de la
libertad en el amor, y no su cumplimiento acabado.
288 El hombre como ser social

derse la confianza básica de la vinculación exclusiva con la madre


en el proceso de la educación religiosa. Por esto' es por lo que
cabe que la estructura de la personalidad sufra una desviación o
una atrofia cuando la educación religiosa o bien falta o bien tiene
lugar en una forma más o menos truncada o pervertida102
La relación entre confianza básica y fe religiosa ha sido tratada
—en la huella de Erikson y tomando ampliamente en cuenta las
investigaciones acerca del fenómeno de la confianza básica—
por H. Kiing, quien la ha convertido en la base de una nueva
fundamentación de la idea de Dios frente al ateísmo y el
nihilism o103. Sin embargo, puesto que hay también confianza
fundamental sin fe religiosa explícita, deben, según Küng, ser
distinguidas una de otra. «También un ateo puede llevar una vida
verdaderamente humana y, en este sentidOj moral sobre la base
de una confianza radical» (644). En opinión de Küng, esto lo
diferencia del nihilista. Mas sin Dios la confianza básica en la
realidad queda en último extremo carente de fundamento (777)s).
En cambio, el sí a Dios posibilita una confianza básica fundada.
En esta medida, Küng da también a la fe en Dios el nombre de
«confianza básica radica!» (778).
H. Albert ha rechazado estas tesis'de Küng. Ataca el «ra­
dicalismo de la alternativa» de éste, la «extorsión de la alternativa
única» entre confianza y desconfianza104. Protesta especialmente
contra el hecho de que se atribuya a la concepción nihilista del
mundo la noción psicológica de recelo básico (65ss). Albert se
refiere, frente a ello, con razón a la multiplicidad de sentidos de
la noción de nihilismo (60ss): pero es también verdad que, en el
calor de la polémica, descuida a veces la distinción —tan im ­
portante para la posición de K üng— entre ateísmo y nihilismo

102. . (Jn ejempio de lo último lo ofrece- T. Moser cuando describe el


efecto alienante üe la piedad fijamente atenida a sentimientos de culpa (Gor-
tesvergiftimg [1976]). Cf. también B. Lauret, Schuldeifahrung and Gottesfrage
bei Níetzsche tmd Freud (1977). Moser rechaza, por cierto, lo religioso como
tal. a una con esta forma pervertida de piedad. Confróntese con io citado de
E. Fromm en la nota 98.
103. H. Küng, ¿Existe Oíos?, Madrid 1979, 595ss. Cf. toda la sección
595-650. Las indicaciones de página que siguen en el cuerpo' del texto remiten
a esta obra.
104. H. Albert, Das Elend der Jheologie: Kritische Ausemandersetzmg
mit Hans Küng (1979), 76, cf. 71s. Las referencias a páginas que siguen en
el texto aluden a esta obra.
La problemática de la identidad

(cf., por ejemplo. 61s). No da, desde luego, en el blanco, cuando


presenta incluso el «dato de la confianza básica» —que' es, sin
embargo, un resultado psicológico ampliamente aceptado—
como expresión de ese «radicalismo de la alternativa» (140).
Habría hecho bien en pronunciarse acerca de cómo puede hacerse
justicia al significado de este fenómeno de un modo superior a
como él piensa que lo hace Küng. Mejor se ve la argumentación
de Albert en contra de la introducción de la idea de Dios como
instancia de «fundamentación» de la confianza básica, o como
«realidad» que da fundamento a la confianza básica pero que
aparece por su parte carente de fundamento (Küng, 649). El paso
desde la formulación del concepto de Dios («Dios como hipó­
tesis») hasta la afirmación de ia realidad efectiva de Dios, no
llega en Küng (773ss) a ser otra cosa que un mero postulado
(Albert 137); y, además, Küng no ha dado cuenta de las nece­
sidades humanas que intiman la aceptación de la realidad de Dios
pero que, por ello mismo, hacen aparecer dudosa su pretensión
epistemológica (134; cf. 140). De hecho, según Küng, es sólo
un acto de «decisión» (776) lo que lleva de la mera idea de Dios
(unida por él de un modo desorientador con la noción de hipótesis)
a ¡a aceptación de su realidad efectiva. Sólo gracias a esa opción
en favor de la confianza se accede a un nexo de fundamentación,
se abre el paso a la intelección de la «condición de la posibilidad»
de la realidad (778). Ya al exponer la confianza básica misma
había Küng puesto en su base la perspectiva de una decisión, la
«alternativa» entre el sí y el no a la. realidad (595ss). La inter­
pretación de la confianza básica que aquí se expone se distancia
en este punto de la argumentación de Küng. En el desarrollo de]
lactante no se constituye la confianza básica por «opción» alguna,
sino que surge de un proceso de diferenciación de la unidad vital
originaria entre el niño y la madre. Cuando en vez de ella pre­
valecen en la conducta del niño el recelo y la angustia, tampoco
.son ellas secuelas de una decisión suya, sino de una deformación
de su desarrollo natural a consecuencia de la carencia de la entrega
y eí calor humanos que necesita. El momento de la decisión sólo
adquiere relevancia en la medida de la autonomía que el individuo
conquista, y no cabe hablar de ella en los comienzos del desarrollo
de éste. La perdurable importancia de ia confianza básica para
ia evolución de la personalidad muestra que nuestra vida per­
290 El hombre como ser social

manece rodeada de dones previos a las opciones propias, por


más que éstas contribuyan a la conservación o a la destrucción
de aquellos. Entonces sin duda que el momento de la decisión
juega un papel mayor a propósito de la idea de Dios. Pero hay
también que tomar aquí en consideración el hecho de que el niño,
en la fase inicial de su socialización religiosa, va desarrollándose
en la participación en una tradición religiosa determinada, cuyo
acceso se le abre sólo en la refracción a través de la participación
en ella de los padres. Tampoco respecto de esto se halla el hombre
en una situación para decidir que aún se encuentre allende las
alternativas. Cuando va a tomar decisiones propias, se ve ya
envuelto en el asunto. Corresponde a esto también la peculiar
relación objetiva entre la confianza básica y la idea de Dios. A
diferencia de lo que ocurre con la exposición que hace Küng, no
se trata aquí, de acuerdo con la descripción que ofrezco, de una
«fundamentación»105 de la confianza básica ni de la realidad a la
que aquella está primariamente dirigida; sino de la orientación a
un objeto de la confianza básica: de) en qué confía ésta. Aunque
la confianza básica está primariamente suspendida de-las personas
más próximas con las que uno se relaciona, debido a su ausencia
de lím ites-se halla sin embargo ya siempre implícitamente diri­
gida, más ailá de a la madre, más allá de a los padres, a una
instancia capaz de justificar su ilimitación. Esta instancia ha de
ser conforme con la carencia de barreras característica de la
confianza básica.
Por otra parte, estas consideraciones no pueden tampoco por
sí solas justificar la afirmación de la realidad efectiva de Dios
—de un único Dios. Sin embargo, ño se mueven en una esfera
de meras posibilidades ideales, en la medida en que tienen que

105. La exigencia que plantea Küng de una fundamentación de la realida


—en sí misma dudosa— (cf. 640, 768ss) y. a la vez, por tanto, de la confianza
fundamental depositada en eüa, es rechazada por Albert en e! sentido de la
crítica que el racionalismo crítico hace de la «idea de fundamentación absoluta»
(H. Albert, Traktat iibfir kritische Vermmfi [1968], 9, l i s . , 34s; Elend der
Theologie 193, cf. 146); y, por otra parte, se reprocha también a Küng la
oscuridad de su concepto de fundamentación (141 ss). Estas oscuridades son
efectivamente reales, y aún habría que añadir a lo dicho por Albert que. por
un lado, Dios ha de ser, según Küng, el fundamento de la realidad, que es
cuestionable en sí misma; cuando, por otro, ¡a aceptación hipotética y confiante
de la existencia de Dios ha de tener a su vez en la realidad su fundamento
(Küng. ¿Existe Dios?, 775).
La problem ática de la identidad 291

ver con las implicaciones 'de un fenómeno fundamental en la


conducta del hombre. Muestran que el tema de Dios va inalie­
nablemente unido al vivir humano, si bien, por razones' que no
corresponde discutir, no sea siempre aprehendido en forma m o­
noteísta, o, siquiera, teísta. Hay una referencia originaria —cuan­
do menos, im plícita— del hombre a Dios, que es correlato de la
apertura estructura] al mundo de la forma de la vida humana, y
que se concreta en la ausencia de límite de la confianza básica.
Puede llamarse a esto, con Aibert, una «necesidad» del hombre.
Mas no es artificial, sino una necesidad dada con la naturaleza
del hombre, y a la que éste no puede sustraerse sin más, es decir,
sin producir sustitutivos. No se prueba aún con ello la realidad
efectiva de Dios, pero sí la referencia constitutiva que liga al ser
hombre con la temática religiosa. .
A la ¡limitación de la confianza básica, que remite, más allá
de a la madre como forma primaria de su objeto, a Dios, le
corresponde la relación que hay entre ella y la totalidad del sí
mismo. En su verdadero sentido, la confianza básica está dirigida
a aquella instancia que es capaz de amparar y alentar al sí mismo
en su totalidad. Es por esto por lo que Dios y ]a salvación van
estrechísimamente unidos en la realización vital de la confianza
básica. La salvación que se espera de Dios se refiere, en efecto,
como indica ya el sentido de la palabra ‘salvación’ (estar incó­
lume, integridad), al todo intacto de la vida. La vida individual
y la de la comunidad a la que pertenece el individuo están aquí,
por otra parte, íntimamente entretejidas. Este carácter de totalidad
marca ya al nexo simbiótico de] que parte el desarrollo del in­
dividuo. Pero constituye asimismo el fin de la evolución indi­
vidual, pues esa totalidad está aún siempre por alcanzar o, en
todo caso, está incompleta en tanto que va generándose por di­
ferenciación el sí mismo propio. J. P. Sartre ha hablado, a pro­
posto de esto, de la experiencia de la «carencia» que caracteriza
al ser para sí reflejo en su movimiento vital y que es ella misma
«fenómeno basado en una totalidad»1"6. Tal totalidad de la exis­
tencia propia, que M. Heidegger reconocía ya en Ser y tiempo
(1927) que acompañaba a la cuestión del auténtico ser sí mismo,
y para la que sólo creía que había acceso en el «correr al en-

106. J. P. Sartre. V E tre et le Néant, 142.


292 El hombre como ser social

cuentro» del futuro de la propia muerte, ha sido puesta por Sartre,


con razón, en relación con la cuestiórí'de Dios. A la vez, Sartre
ha puesto con ello de manifiesto la ambigüedad del anhelo de
totalidad que se dirige a suprimir aquella carencia: al esforzarse
por alcanzar su totalidad, al querer ser «en sí y para sí», el hombre
es ya siempre codicia, «ansia de ser Dios»107. Así pues,-el anhelo
referido a la totalidad del propio ser y que ansia la realización
del sí mismo debe en realidad entenderse como expresión del
pecado, de la voluntad de «ser como Dios»108. Ello, naturalmente,
no hace que la psicología y la antropología general puedan pasarse
sin la noción de totalidad. Tampoco cabe reclamarla como pro­
piedad reservada de la teología1'” , por más que ésta insista en
que el hombre sólo puede alcanzar su totalidad, no porque se
esfuerce en la realización de sí mismo, sino únicamente a título
de «salvación» que Dios le ha prometido y que se le depará. En
todos los casos, el hombre como tal permanece referido a la
cuestión de su totalidad, y ésta se convierte, cuando menos a
partir de la adolescencia, en el tema de la formación autónoma
de una identidad por parte de los individuos"0. Pero no es el
hombre quien la produce. Más bien sucede que está ya presente
en medio de la ausencia de clausura de esta vida suya que se
caracteriza por.su «carencia» de ser. Carencia de ser y totalidad
del ser de sí mismo no deben ni correlacionarse extrínsecamente

107. J. P. Sartre. L'E tre el le Nécint 712; cf. 724 y 779s.


108. A sí, G. Schneider, Überlegungen zur Identität des Sünders: NZ sysl.
Theol 20 (1978) 237-52. sobre lodo, 245ss. La crítica de Schneider a la noción
de la totalidad personal se refiere a su vinculación cor el anhelo de autoirea-
lización (cf. por ejemplo 256.S). Es desde esle pumo de visla como se entiende;
y. a la vez, debe quedar restringida a él. En este sentido es com o también se
justifica su crítica a la revalorización del narcisismo llevada a cabo por E.
From m y H. Kohut, así com o la de la recepción teológica de esta nueva
valoración de tal fenómeno que realiza J. Scharfenberg (240s).
109. Este punto lo puso ya de relieve D . Rössler en 1962, en la tesis de
habilitación titulada D er «ganzen M ensch. Das Menschenbild der neueren
Seelsorgelehre und des modernen medizinischen Denkens im Zusammenhang
der allgemeinen Anthropologie.
110. De lo que se trata, frente al peligro de la «dispersión de la identidad»,
según E. H. Erikson (Identität und Lebenszyklus, 168), es de la «integridad»
del sí mismo. Erikson distingue, adem ás, la integridad que ha de irse preser­
vando por integraciones siempre renovadas, de la «totalidad» rígida: «Cuando
el hombre desespera de su integridad esencial, reconstruye el mundo y a sí
m ismo buscando evadirse en una totalidad artificial» (Ibid., 168, nota 8).
La problemática de la identidad 293

ni oponerse sin más. En el fragmento, más bien, está ya presente


el todo. Así, también desde la perspectiva de la teología, el «ser
corno Dios» no caracteriza sólo el afán del pecado, sino que es
al tiempo el 'distintivo del destino divino de! hombre a participar
de Dios en tanto que imagen y semejanza suya. El pecado consiste
en arrebatar como «rapiña» el «ser como Dios» para incorpo­
rárselo a la propia finitud, en vez de vivir ésta en alabanza de
Dios al servicio de su destino divino.
La totalidad del sí mismo, que sobrepasa infinitamente la
limitación de cada instante de la vida, viene a fenómeno actual
en tanto que personalidad"1. La persona es el hombre en su
totalidad, la cual trasciende lo fragmentario de su efectiva rea­
lidad actual. Es por ello por lo que el hombre, como persona,
en contraste con lo que suced$ con las meras cosas (W. Stern),
no es algo de lo que se pueda disponer alguna vez del todo, sino
que se caracteriza por poseer un «lado de dentro» oculto y por
la libertad"2. Tomar en cuenta radicalmente la importancia de la
totalidad del ser sí mismo para el -ser persona del hombre es cosa
que fuerza a una profunda revisión del concepto de persona.
En la tradición filosófica alcanzó una influencia determinante
la definición de Boecio de la persona como individualidad
racional"3. Esta definición desplazó al antiguo sentido de la pa­
labra (papel, máscara, rostro"4), y, contra él, se afirmó en la

111. D. Rössler, o.e., 91 se refirió ya a la conexión entre ¡a persona y


lu totalidad del hombre.
112. Cf. mi artículo Person, en RGG V (J I96I) 230-5, sobre todo, 2 3 1s.
Alternas, J. Zixioulas. Human Capacity and Incapacity. A Theological Explo­
ration o f Pci'iíinliuod: Scotish Journal of Theology 28 (1975) 401-47.
113. Est autem persona rationalis naturae individua substantia (De dttabus
nuturís 3, M PL 64, 1343 C). .
114. Vid. Ahora M .. Fuhrmann, Persona, ein römischer Rollenbegriff,
cn Identität (= P oetik und Hermeneutik VI]J) (O. M arquard y K . H. Stierle
a ls .: 1979), 83-106. En tanto que el término, en este uso luego revitalizado
pasajeramente por el'h u m an ism o y el Renacimiento (!05ss), no designa al
individuo como tal. sino siempre únicamente como sostén de un rol (91), surgió
cn la retórica otro uso de 'persona' «en el sentido, carente de todo otro matiz,
de un individuo humano» (95). Parece que es desde este origen desde donde
accedió a la ciencia jurídica esta acepción (96). Ella es también la que está en
el transfundo del uso del término que hacen Agustín y Boecio (102s), en el
que. por influencia de hypostasis, designa también lo que es peculiar del
individuo. Acerca de la elaboración cristológicn del concepto de persona en
vinculación con el de hipóstasis, cf. St. Otto, Person und Subsistenz. Die
294 El hombre como ser social

edad media en la dirección de una comprensión relacional de la


persona, a partir de los principios de la doctrina trinitaria115 Y
es desde la base de la interpretación de Boecio de la persona
como individualidad racional como se vuelve comprensible el
hecho de que la filosofía idealista moderna considerara a la per­
sona constituida por la autoconciencia. Ahora bien, como la
autoconciencia se entendía partiendo del yo, yo, sujeto y persona
valían como nociones intercambiables116. Sin embargo, de las
consideraciones que he presentado en el parágrafo anterior acerca
de la estructura de la autoconciencia se desprende un cuadro
distinto. Sr no hay que entender la autoconciencia primariamente
desde el yo y en tanto que expresión de la autoposi'ción del yo,
sino que, a la inversa, es el- yo quien alcanza su identidad a partir
del sí mismo, la reJevancia de la autoconciencia para la noción

philosophische Anthropologie des Leantios von Byzanz—ein Beitrag zur spä­


tantiken Geistesgeschichte (1968): y, sobre la prehistoria del concepto, H.
Dörrie, Hypostasis. Wort- und Bedeutungsgeschichte (1955).
115. En su contribución a Identität (citado en la nota precedente) titulada
Findung und Spaltung der öffentlichen Persönlichkeit (620-41), Amo Borst ha
mostrado que ya Abelardo entendía lá persona «como pane de relaciones di­
námicas» (635). Sobre puntos de vista afines en Ricardo de San Víctor y Duns
Scoto, cf. H. Mühlen, Sein und Person nach Johannes Ouns Scorus. Beitrag
zur Grundlegung einer Metaphysik der Person (1954) 4ss, 82ss, 90ss, 95ss.
116. Ciertamente, partiendo de la identificación entre sujeto (absoluta­
mente tomado) y persona, ha podido estimarse que el yo es un fenómeno
secundario. A sí, M. Scheler pensaba que la persona, en tanto que sujeto de
actos, no puede ser objeto de la conciencia, del mismo modo que tampoco
pueden serio los actos mismos; mientras que el yo es el objeto de la reflexión
—de la percepción interna— (Oer Formalismus in der Ethik und die materiale
Wertethik [1913/16; s 1966], 386ss). N. Hartmann polemizó enérgicamente
contra la tesis de la inobjetividad de Ja persona y de sus actos (Ethik [1926;
J1962], 229s). La actitud referida a personas es, según este autor, primordial­
mente estimativa, pero «perfectamente objetiva» (230). Esto concuerda con la
interpretación que hace Hartmann del concepto de persona en relación con el
de sujeto; «La persona es el sujeto en tanto que éste es, con sus actos trascen­
dentes. o sea, en su comportamiento, portador de valores y disvalores morales
(227; cf. 233s). El término ‘yo’ no empleado en la obra de Hartmann en
referencia a la mera subjetividad, sino en conexión con la noción de persona
y la esfera interpersonal. Sin embargo, ia noción básica sigue siendo la de
sujeto. La personalidad se define nada más que como «el peralte estimativo
del mero ser sujeto» (Das Problem des geistigen Seins [M962], 125), en vez
de que se ofrezca una nueva determinación de la idea de la unidad del sujeto
partiendo de la correcta intuición ' (realmente tenida por el propio Hartmann)
de la estructura temporal de la persona y su totalidad, enraizada en ’¡a esfera
de! «espíritu objetivo» —o sea, en la esfera de la interpersonalidad— .
La problem ática de la identidad 295

de persona aparece entonces a una nueva luz. Hay que definir


en tal caso la personalidad como presencia del sí mismo en el
vo. Bajo esta perspectiva se vuelven superables las oposiciones
entre la noción «absoluta» de la persona, restringida al individuo
que es para sí, y ia «relaciona!», orientada a cómo el yo está
condicionado por el tú y por la sociedad117. La basfe' de esta
superación la ofrece la idea del sí mismo, que, por una parte, se
halla mediado por la esfera social dialógicamente estructurada y,
así, muestra estar constituido por la excentricidad simbiótica de]
individuo; pero con el que, por otra parte; el yo se sabe, en el
ser para sí de su autoconciencia, o bien idéntico o bien distanciado
y enajenado. Además, tiene importancia, a propósito de la re­
lación de la persona tanto con su contexto social como con el
yo. la peculiar estructura temporal de su totalidad, que ha sido
estudiada por pensadores tan diferentes como M. Heidegger y
N. Hartmann, y que constituye el punto de partida positivo de
la polémica de Sartre contra la cosificación que va unida a la
idea del ego.
Según N. Hartmann, la unidad y la totalidad de la persona
><110 se hallan reunidas en el ahora, sino distendidas en la vida,
la duración y el cambio de la persona. Y la identidad es algo
que hay siempre que producir, y, para ello, tiene la persona que
trascender su propio cambio tem poral»"8. La totalidad de la
persona es su «vínculo íntimo consigo misma, pasando por en­
cima de su distensión en el tiem po»119. Pero Hartmann no dice

117. Cf. la visión de conjunto que presenta M. Theunissen, Skeptische


Uetrachiimgen über den atnhxopologischen Personbegriff, en Die Frage nach
tk'm Menschen. Festschrift f i i r Max M iille r (ed, H. Rombacb) (1966), 461-92.
Por cierto que no resulta convincente el intento de Theunissen de interpretar
las concepciones contrapuestas sobre la persona como aspectos mutuamente
irreductibles que se hallaban «en el origen de esta noción en el teatro» (480).
El punto de vista del aislamiento del ser para sí individual «en neutralidad
cuantitativa» tiene, como ha mostrado recientemente M. Fuhrmann, un origen
histórico distinto, a saber:‘la retórica (cf. la nota 114). Cabe asentir a la tesis
de Theunissen de que fue el cristianismo quien por primera vez le vinculó la
idea de ún sí mismo «que es absoluto en virtud de su autarquía» (487). Pero
también el pensamiento de la. fam iliaridad díalúgica (477s) ha debido de ser
unido al concepto de persona por primera vez por la doctrina cristiana de la
Trinidad. De este modo, para el origen en el teatro no queda más qne la ¡dea
de desempeñar un papel.
118. N. Hartmann, DasProblem desgeistigen Seins, 131; c f. I39s, 146ss.
119. Ibid., 132.
296 El hombre com o ser social

nada más preciso acerca de lo que verdaderamente sea-el «sí


misma» con el que la persona «se» vincula, ni tampoco sobre
cómo «se produce» la identidad de ésta ni sobre quién la produce
(ya que la persona, según él, sólo gracias a esa realización resulta
constituida). Si Hartmann piensa, como parece, que la persona
se-constituye a sí misma en su libertad «pasando por encima de
su propio cambio temporal», quisiera uno saber cómo puede ja
persona pensarse a la vez como fundamento y resultado de sí
misma.
En tanto que Hartmann, a pesar de haber visto la temporalidad
de la persona, vuelve a caer en el esquema- de la autoposición
—si bien sólo puede sostener ésta a título de paradoja— , Hei­
degger, seis años antes, había investigado mucho más matiza-
damente la cuestión de la totalidad del «ser-ahí* y su estructura
temporal. Su análisis comienza con una aporía: «Mientras ‘el ser
ah í’ es un ente que es no ha alcanzado nunca su ‘totalidad’. Pero
en cuanto la gana, se convierte la ganancia en pérdida pura y
simple del ‘ser en el mundo’». En efecto: «Alcanzar la totahdad
del ‘ser ah í’ en la muerte es al par la pérdida del'ser del ‘ahí’» 12".
El camino que conduce fuera de esta -aporía lo encontraba Hei­
degger en el saber «precursor» acerca de la muerte propia. En
él puede el ser-ahí «cerciorarse de su ser más propio en la totalidad
irrebasable de éste» (265). Considerado este punto con más exac­
titud, el saber precursor acerca de la propia muerte sólo abre,
naturalmente, la posibilidad de ello. Ese cerciorarse se lleva
concretamente a cabo gracias a la llamada de la conciencia moral
por la que ei ser-ahí se llama a sí mismo (275), y gracias a la
elección de¡ propio ser sí mismo que ja contesta (285ss). Queda,
sin embargo, en la oscuridad el modo como está vinculado el
sí mismo de la llamada de la conciencia moral con el saber pre­
cursor acerca de la propia muerte y con la totalidad del ser-ahí
que en ella se conquista. Sartre ha tenido, pues, razón en buscar
otro acceso a la totalidad de la realidad humana, a saber: par­
tiendo de la conciencia de la «carencia», que hace que el hom­
bre «trascienda lo dado hacia la proyección de la totalidad reaii-

120. M. Heidegger, El ser y el tiempo, 258.260. Cf. ya 255ss. a propósito


de cómo se inicia la pregunta por el ser-ahí como un todo. Las siguientes
indicaciones de página en ei cuerpo del texto remiten a este libro.
La problemática de la identidad 297

zada»m . En oposición a Heidegger, Sartre no considera que la


muerte, y el saber acerca de ella llevan-al ser-ahí a su totalidad.
La muerte no. da sentido a la vida, sino que, más bien, la hace
absurda122. Sin embargo, sostiene él también que el sí mismo no
«es ante los ojos». H eidegger.censuraba a la antropología tra­
dicional —incluyendo en ella la fenomenología husserliana y
scheleriana de la personalidad^ haber permanecido orientada,
tanto en sus raíces griegas como en las teológico-cristianas, por
la interpretación del ser del hombre «en el sentido del ser ante
los ojos del resto de las criaturas»123.. Por cierto que esta censura
pasa por alto, por lo que hace a la doctrina cristiana del ser del
hombre a imagen y semejanza de Dios, el hecho de que tal
semejanza no ha sido realizada ya de modo definitivo en el estado
original, sino sólo en Jesucristo como «segundo Adán» (lo cual
también ha solido ser descuidado por la propia teología); y tam­
poco toma en consideración que la teología evangélica moderna
haya tematizado el ser el hombre a imagen de Dios como destino.
El pasaje de Calvino que cita Heidegger (Inst. I, 15, 8), según
el cual le han sido concedidas al hombre las facuitad.es de la
razón, la inteligencia, la sagacidad y el juicio —que son sus
características— para que por ellas trascienda (transcenderet) la
vida terrenal hacia Dios y la bienaventuranza eterna, podría haber
hecho notar a Heidegger que su propio esfuerzo por mostrar la
trascendencia del ser de la persona se hallaba en perfecta con­
sonancia con la estructura fundamental de la antropología teo­
lógica. En cambio, Sartre, con su punto de vista de que el hombre
«sobrepasa» (véase arriba) lo dado en la dirección de la totalidad
propia, prolonga a su modo la tésis teológica, si bien, desde
luego, trastocando La trascendencia hacia Dios en el «deseo de
ser Dios»124. Ha preservado, pues, la diferencia entre el ser de
ía persona y el «ser ante los ojos» o ser en sí: la diferencia que

121. J. P. Sartre, L'Etrc et le Néant, 140. Cf. las notas 106ss arriba.
122. Ibid., 670s, especialmente 679s, 687.
123. El ser y el tiempo, 54ss, sobre todo 66-67. Parece, sin embargo,
que Heidegger haya encontrado la anticipación de su crítica a la antropología
tradicional en las concepciones de Husserl y Scbeler acerca de la inobjetividad
de la persona (ibid., 57ss; cf. arriba la nota 116). En Heidegger, la tesis de la
inobjetividad de la persona se profundiza hasta convertirse en la cuestión del
ser de la persona en su distinción respecto del mero ser ante los ojos.
124. L ’Etre et le Néant, 712. Cf. arriba la nota 107.
298 El hombre como ser social

resulta de la trascendencia, más allá del estado dado de «ca­


rencia», de la «totalidad» del ser propio o de la «mismidad» en
tanto que lo «posible que es ese ser»135. Ha aprehendido, además,
de acuerdo con Heidegger, esta diferencia como temporal, y a
la posibilidad que constituye el ser sí mismo la ha definido como
futuro que determina el ser-para-sí (185s). Sin embargo, falta en
Sartre el presente. Ante el «aún.no» del sí mismo futuro (186),
el presente se define como no ser (182s) y bajo el signo de la
carencia. Cierto que presente significa presencia: presencia de la
conciencia que es para sí cabe el en sí de su mundo(180); pero
esta presencia no es pensada positivamente como, por ejemplo,
un ir apareciendo (aunque provisional y previo) de la totalidad
del sí mismo. De la conciencia, más bien, se dice que «tiene que
ser su propia totalidad en tanto que totalidad destotalizada» (250).
Sartre no consigue, pues, tomar en consideración el momento de
identidad positiva del para sí presente con el futuro que espera.
Señala que yo mismo «soy» esíe futuro (187s), pero no extrae
ia conclusión que ello entraña: que ese futuro está ya de algún
modo, aunque aún no definitivamente, sí prolépticamente, pre­
sente en el presente de mi ser-para-sí. Heidegger, en cambio,
sabía obtener del extático pre-ser-se del ser ahí en su futuro una
comprensión positiva del presente como instante (338). Es el
instante en el que ei ser-ahí regresa a su pasado «re-iterativa­
mente» desde su futuro (385). Mientras que en Sartre la relación
negativa del para-sí con el ser-en-sí del mundo ante los ojos se
halla ella misma cosificada en una oposición que se hace perenne
y que dinamita la unidad de la persona. Dice Sartre de la exis­
tencia del hombre que es «por naturaleza conciencia infeliz sin
posible superación del estado de infelicidad» (145). Y por ello
es por lo que la relación con Dios sólo se expresa en él como ia
codicia de ser Dios, y no en la experiencia del estar donado a sí
mismo como criatura, en el que el hombre puede saberse distinto
de Dios pero, al tiempo, afirmado en tanto que sí mismo.
En la persona viene a manifestación actual el todo de la vida
del individuo126. Aunque en cada instante presente la vida del

125. Acerca de Ja noción de mismidad, cf. L'E/re et le Néant, 160 y 158


(ia «relación del para-sí con la posibilidad que él es» como «círculo de la
mismidad»). ■
126. Acerca de esta noción de manifestación, cf. mi artículo Manifes­
tación como llegada de b futuro, en Teología v reino de Dios, Salamanca
1974, 107-125.
La problem ática de la identidad 299

hombre es ya parcialmente pasada y, también parcialmente, aún


futura, se halla sin embargo en ese instante, al menos im plíci­
tamente, presente en tanto que todo. Este estado de cosas se
determ ina' con más precisión por la estructura temporal de la
diferencia y la identidad del yo y el sí mismo.
Somos ya siempre, en cada instante de nuestra existencia, un
yo. En tanto que nosotros mismos, estamos aún en devenir, pues
aún estamos de camino hacia nosotros mismos en la totalidad de
nuestra existencia. Y, sin embargo, en el instante presente somos
también ya de algún modo nosotros mismos. En esta misma
medida somos personas. La palabra ‘persona’ pone en relación
con el instante presente del yo el misterio, que trasciende el
presente del yo, de la historia aún inacabada de la vida del
individuo en camino hacia su destino particular. La persona es
la presencia del sí mismo en el instante del yo, en la solicitación
que experimenta el yo de parte de nuestro nosotros mismos, ver­
dadero y en la conciencia .proléptica de nuestra identidad. Por
eso vinculamos a la persona la jdea de libertad, en la medida en
que libertad significa más que la capacidad formal —dada ya
siempre con la apertura al m undo— de distanciarse de las im­
presiones y los objetos y, así, de poder también demorarse cabe
ellos y volverse a ellos. En un sentido más profundo, libertad es
la posibilidad real de ser yo mismo (que es también el auténtico
sentido de la autonomía de la que habla Kant como expresión de
mi identidad en tanto que ser racional). En este sentido van juntos
la libertad y el ser persona, en la medida en que la personalidad
designa la presencia dei sí mismo en el yo. Pero, desde luego,
con esta caracterización general no queda todavía decidido de
qué modo y en qué grado está presente en concreto el sí mismo
en el yo; o sea, en qué medida he llegado a ser idéntico conmigo
mismo, y por tanto, libre. '
En la idea de la libertad alcanza su plenitud el momento del
ser-para-sí en la personalidad. Pero, al mismo tiempo, la im­
portancia constitutiva del sí mismo para el ser de la persona es
también índice de su condicionamiento social. Así como el sí
mismo está primariamente dado a! individuo en el reflejo de las
estimaciones y expectativas de los otros, así también la perso­
nalidad se halla determinada por la relación con el tú y con el
mundo social cotidiano. En el caso normal, la persona no se halla
3 00 E l hombre como ser social

en absoluto referida de modo inmediato' a su propio sí mismo,


sino a otras personas y, mediante ellás, al grupo con el que se
vincula en una «conciencia de nosotros». Es ella misma enfren­
tada al tú y al grupo. El sentido de totalidad del sí mismo y la
relación con el futuro que va ligada con él hacen comprensible
que el yo personal pueda afirmar su ser sí mismo en oposición
al tú y al grupo. La trascendencia del ser de sí mismo respecto
de su situación social se corresponde con la referencia a Dios de
la confianza básica que ba superado ya su inicial atadura a la
madre. Esta referencia a Dios está también estrechamente unida
a la temática de la totalidad del ser de sí mismo, en la medida
en que ésta no solamente señala más allá de Jo fragmentario de
la realidad del individuo presente ante los ojos en cada momento
presente, sino también más allá de la vida terrenal a la vista de
su ruptura en la muerte, en la perspectiva de una plenitud allende
la muerte. Es porque el ser de sí mismo se halla últimamente
fundado en la referencia a Dios por lo que la persona puede hacer
frente con libertad a su situación social. Lo cual es verdad sin
perjuicio de la mediación social de su ser sí misma. Tal mediación
tampoco es suprimida por la relación cor) Dios, ya que la identidad
de la persona que se basa en ella se halla destinada a la comunidad
con los otros hombres. En cambio, frente a la configuración
concreta de las relaciones sociales sí es liberada la persona por
su relación con Dios, y queda puesta en libertad de independencia
crítica1“7. Alcanza así una justificación más profunda la autoa-
firmación del individuo frente a los demás y frente a la sociedad;
y precisamente debido a que la forma básica de la relación de la
persona con ¡os otros no es, como Sartre pensaba, el conflicto1281
sino que, ya desde los comienzos simbióticos de la vida indi­
vidual, está caracterizada por la destinación del hombre singular
a la comunidad. Desde esta perspectiva, la autoafirmación de!
individuo frente a los demás y frente a la sociedad no es solamente

127. En A uf der Suche nach dem wahren Selbst, en A. Bsteh (ed.),


Erlösung in Christentum und Buddhismus (1982) 128-46, be tratado de hacer
ver que esta formulación, que parece vinculada nada más que a la esfera de la
religión monoteísta, tiene también vigencia, mutatis mutandis, en la interpre­
tación de la idea budista de salvación.
128. L'Étre et le Néant, 547. Cf. también la Critique de la raison dia­
lectique, dei mismo Sartre (1960; cito por la edición alemana de 1967) 610ss
(trad. cast.: Crítica de la razón dialéctica, Buenos Aires 1970).
La problem ática de la identidad 301

la rebelión egoísta de la parte contra el todo. Puede ser también


]a expresión de la vocación a una realización más perfecta del
destino del hombre a la comunidad.
La apertura de la persona, más allá de los límites de toda
realización -finita, en dirección a su destino divino, fundamenta,
finalmente, la inviolabilidad del individuo que se expresa en la
idea de su dignidad personal. La persona es el yo en tanto que
e] «rostro» a través del cual da noticia de sí el misterio de ]a
historia aún inconclusa de un individuo de camino hacia sí mismo,
hacia su destino. Por ello, la persona se sustrae a que otros puedan
disponer de ella, a pesar de que cabe muy bien disponer de la
existencia «ante los ojos», corporal de los individuos, y también,
en un grado que cambia según los casos, de sus reacciones psí­
quicas. Puede ello ocurrir mediante violencia física, pero también
por seducción y mediante manipulaciones anímicas que hagan
dócil, desde el lavado de cerebro a las formas más sutiles de
persuasión. La personalidad del hombre de quien así se abusa
110 queda, ciertamente, por ello, a la disposición de quien ma­
nipula, pero sí queda eliminada. Se alza en contra de ello el
imperativo de respetar la dignidad no disponible del individúo,
imperativo que se reduce en último extremo al hecho de que el
individuo humano, en tanto que persona, se halla referido, más
allá de su realidad presente ante ios ojos, a un destino que per­
manece abierto, y, en ello mismo, a Dios. La Biblia se ha referido
al destino del hombre con la noción de la imago Dei y ha visto
en esta vinculación con Dios que es su marca la verdadera dig­
nidad del hombre, que fundamenta su inviolabilidad: la prohi­
bición de violar su vida (Gén 9, 6). La vocación al derecho
mayesíático de Dios sitúa la inviolabilidad de la dignidad deS
hombre sobre una base que queda fuera del alcance de todo
arbitrio humano.
Identidad y no-identidad
como temas de la-vida afectiva

El antagonismo entre individuo y sociedad ha hallado solución


en los fenómenos de la autoconciencia y la personalidad, pero
sólo en el sentido de que no es estructuralmente ni inevitable ni
inconciliable. Unicamente cabe disolver su consolidación y le­
gitimación teóricas. En Ja realidad persiste a causa de las múl­
tiples formas de manifestación del pecado humano, que somete
la totalidad de la persona y su mundo bajo la particularidad del
yo y pervierte así lá relación entre yo y sí mismo. Esta perversión
arruina las relaciones interhumanas y también todo orden insti­
tucional de la sociedad al abusar de sus leyes y dispositivos como
de meros medios para ios fines particulares del yo; y corrompe
asimismo la sublevación ante la injusticia social ai convertirla en
medio para que el que se subleva libere su' egoísm o y su obsti­
nación del yugo del odiado sistema social y su ordenamiento
jurídico: De hecho, pues, en vez del ser en com pañía es el
conflicto quien se muestra aquí como la esencia de las relaciones
interhumanas. Y, sin embargo, a pesar y en medio de esta ruptura
se manifiesta ia totalidad del ser-ahí en -la vida de los hombres,
tanto en la persona singular como en la vida colectiva de los
individuos. Ello no ocurre primariamente en la forma de un saber.
Si el tratamiento dado a la autoconciencia pudo aún sugerir la
impresión de que la adecuación teórica en la relación e)atre el yo
y el sí mismo es el momento decisivo en la problemática de la
identidad, el fenómeno —que constituye ya la base de ese mo~
304 El hombre como ser social

m entó— de una familiaridad o confianza originaria de la con­


ciencia no solamente (o ya) consigo, sino con la esfera simbiótica
del vivir individual abre ya horizontes que sobrepasan los de la
discusión de la confianza fundamental y la personalidad. Es sólo
en el contexto de esa familiaridad originaria donde tiene su fun­
ción el momento teórico de la autoconciencia. Hubo que empezar
por éste porque la temática de la identidad se hace explícita en
él. Pero ahora queda todavía determinar con más precisión ese
horizonte de familiaridad originaria en el que se realiza la vida
personal. Se trata del horizonte del sentimiento. La vida afectiva,
que colma la región de la interioridad, hará que otra vez salgan
a la luz las relaciones sociales en que está el vivir del individuo.
Lo cual sucede igualmente en los modos negativos de la fami­
liaridad consigo mismo en las experiencias de la alienación, así
como en la vergüenza y la culpa, cuyo tratamiento preparará el
tránsito hacia la objetividad de la cultura comunitaria en tanto
que lugar provisional de la identidad del individuo.

1. El sentimiento: sus estados y pasiones


Sólo .excepcionalmente se vuelve objeto de autorreflexión
temática ¡a presencia en el momento singular dei todo, siempre
aún incompleto, de la vida. Y, sin embargo, es determinante
para la vida normal. En la forma de una inmediata familiaridad
consigo mismo, se la halla en el vivir y en las exteriorizaciones
afectivas. Se hará preciso hablar aquí de «familiaridad consigo
mismo», y no solamente y en general de una familiaridad con el
contexto simbiótico del que participa el individuo. Cierto que
también y precisamente la vida afectiva está determinada por una
participación «extática» del individuo en su mundo, pero, al
tiempo, está caracterizada por cierta referencia a sí mismo. La
cual no posee la forma de conciencia explícita del propio sí
mismo, sino- que se manifiesta en la forma de los sentimientos
de placer y displacer que caracterizan, como se echó de ver
tempranamente, la vida afectiva. Placer y displacer tienen que
ver con el sí mismo propio, incluso cuando no surgen como
meros temples sentimentales, sino que se refieren a objetos en
los que el individuo se complace, o que le proporcionan dolor,
o que le inspiran miedo. Indirectamente, esa referencia no ex-
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 305

píícita a sí mismo está también a la base del deseo, puesto qué


un ser vivo sólo desea aquello cuya obtención le parece buena
v. por tanto, le promete placer1. .
En el pensamiento moderno, esta relación no explícita a sí
mismo que se presenta en las sensaciones de placer y displacer
ha sido caracterizada con la ayuda de las nociones de sentimiento ,
y estado sentimental (o temple de ánimo). Ambos conceptos
tienen poca edad como términos filosóficos. El de sentimiento
es en el Tratado de la naturaleza humana (1739/40) de D. Hume
donde se convierte en noción antropológica fundamental2. El de
temple de ánimo ha surgido tan sólo gracias a la fenomenología3.
Todavía hoy, no puede decirse que estén aclaradas las rela­
ciones entre sentimiento y estado sentimental (o estado de ánimo,
o temple), ni tampoco las de cada uno de ellos con la sensación,
ta emoción y el afecto. Con el uso lingüístico no unitario van
unidos modos de acceso a los fenómenos mismos que difieren
fuertemente unos de otros4.

1. Después del precedente de! Filebo platónico, esto fue tenido en cuenta
y¡i por la Stoa en sus reflexiones acerca del instinto de autoconservación de
los seres vivos. Cf, Cicerón, De fin . III, 5, 16. Cf., acerca de la importancia
de esta idea para la filosofía de la modernidad, el trabajo de D. Henrich que
cité en la nota 91 del capítulo quinto. .
2. En el Apéndice, Hume habla de la creencia (belief) en la referencia
rea! de nuestras representaciones como de un mero «feeling or sentiment»
(Tratado de la naturaleza humana, Barcelona 1984, 879ss). Incluso el hecho
Je que se prefiera determinados argumentos a otros se hace remontar a un
,(feeling» (111 ss). Con anterioridad, Shaftesbury y Hutcheson pusieron énfasis
en el .sentimiento, sobre todo en lo que hace a la vida moral y estética, y lo
alribuyeron a un «moral sense» particular, G. J. Bonar, M oral Sense (1930) y
U. Franke, Ein Komplement der Vernunft. Zur Bestimmung des Gefühls
./.. en: J. Craemer-Ruegensberg, Pathos, Affekt, Gefühl (1981), 131-148. Del
mismo modo, según Hume el juicio moral se basa en un «feeling or sentiment»,
no en la razón: «ít lies in yourself, not in the object» (496). Por ello, F. H.
Jucobi, en su diálogo David Hume über den Glauben, oder Idealismus und
Realismus, pudo afirmar que Hume era un predecesor de su filosofía de la
creencia. Cf. Jacobis Werke, II [ed. Roth/Köpen], [1815], Í56ss, donde Jacobi
fila el Ensayo sobre el entendimiento humano de Hume, V, 2). -
3. Todavía en fecha posterior a 1924 se preguntaba E. Husserl «cuál es
el puesto del yo de los estados del sentimiento.. .»■ (Ideen zu einer reinen
Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie II = Husserliana IV
( 1952], 311; cf. 416). Heidegger hizo luego de la noción del temple del ánimo
la clave de su análisis del existenciario encontrarse (El ser y el tiempo, I51ss).
Ver también O. W, Bollnow, Das Wesen der Stimmungen (1941), ISss.
4. St. Strasser se lamentaba en 1956 del «indescriptible enredo» que
domina en lo que hace al concepto de lo emocional y a la relación entre, el
306 El hombre como ser social

La autonomía del sentimiento como potencia fundamental del


alma junto al entendimiento y la voluntad fue afirmada por M.
Mendelssohn en 1766 —en la ituella del impulso dado por
H um e— y en 1777 fue fundamentada por- J. N. Tetens en el
marco de su sistemática psicológica5. Según Tetens, el senti­
miento va estrechamente unido a la sensación, pero no tiene por
contenido el objeto de ésta, sino la impresión sobre nosotros de
ese objeto (I, 167ss). La proximidad a la sensación hace com­
prensible que el sentimiento se determine como «impresionabi­
lidad, receptividad o modificabilidad»; pero, según Tetens, con
ella está dada al mismo tiempo la facultad del alma de «sentir
esas modificaciones que se efectúan en ella» (I, 620ss).
Kant ha tomado sin duda de Tetens la concepción del «sen­
timiento de placer y displacer como eslabón entre la facultad

sentimiento y la em oción. Das Gemítt, Grundgedanken zu einer phänome­


nologischen Philosophie und Theorie des menschlichen Gefühlslebens
(1956), 179ss. En el mismo sentido¡ D. Rapaport, Gefühl und Erinnerung
(1942; adición alemana, por la que cito, de 1977), 314ss. Ni siquiera siguen
todos los autores la distinción que expusieron, en su panorama de la psi­
cología de la afectividad en el siglo veinte, H. M. Gardiner-R. C, Metcalf-
I. G. Beebe-Center, Feeling and Emotion. A Hixtory o f Theories (1937),
336ss, según la cual debe entenderse el «feeling» más bien como una res­
puesta a impresiones sensoriales, en tanto que «emotion» debe comprenderse
más en ei sentido de üna dinamicidad que parte del propio organismo. A sí,
por ejempio, M. B, Arnold, Emotion and Personality (1960) 80, considera
la «emotion» («suscitada por un objeto o situación en tanto que un todo»)
una subclase de los «feelings». En cambio, S. K. Langer, M ind: An Essay
on Human Feeling 1 (1967), 2 !ss , separándose en esto de la mayoría de los
autores anglófonos, vincula el «acto» del sentimiento con el «proceso» de
la misma vida orgánica, y lo define como «fase» de este proceso; y luego
distingue sentimientos sensitivos y emocionales como «what is fe lt ííü ¡mpact
and whul is felt as autogenic action» (23). Aún mucho más decididamente
ha referido F, Krueger, Das Wesen des Gefühls. E ntw urf einer systematischen
Theorie (1928) 10ss del concepto de sentimiento a la «totalidad psíquica»,
y, con ello, al menos por lo que se refiere a Alem ania, ha tenido üna
Influencia inmensa. A la tesis —vinculada con io que acabo de se ñ a la r -
de que dos sentimientos no pueden darse de modo estrictamente simultánea
(Krueger, 8 ), opuso, por cierto, S. Strasser la objeción de qué confundía
sentimiento con estado sentimental (109ss). en tanto que Ph, Lersch'dife­
rencia impulsos sentimentales y estados sentimentales (La estructura de la
personalidad, Barcelona s 1974, I 86 ss.
5. I. N . Tetens, Philosophische Versuche über die menschliche Natur
und ihre Entwicklung (1777) 1, 6i9ss. Dice en otro lugar respecto del senti­
miento que, juntamente con las facultades de pensar y representar, constituye
«la entera facultad cognoscitiva» (238ss; cf. 596ss). Las referencias a páginas
que siguen en el texto remiten a esta obra,
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 307

cognoscitiva y la facultad de desear»6, idea que 1 constituye el


fundamento de la posición intermedia de la crítica d el juicio entre
las criticas de la razón teórica y la razón práctica. Asimismo,
tiene seguramente también en Tetens su raíz el hecho de que
S ch le ierm a ch e r fijara la posición intermedia del sentimiento entre
el saber y el querer cómo base de su teoría de la religión7.
Según-Tetens, el sentimiento capta las relaciones mutuas de
las cosas y las refiere «a nuestro estado global presente» (I,
182ss); de lo cual deriva luego la impresión de agradable o de
desagradable (185ss). Kant resaltó también la referencia a sí
mismo en los sentimientos de placer y displacer: «El placer es
el sentimiento del fomento de la vida; el dolor, el de un obstáculo
para la vida», y ello tanto en el hombre como en el animal.
Enteramente como para Tetens, el placer-y el displacer son para
Kant expresión del «efecto... que hace en el ánimo la sensación
de nuestro estado»“. Por ello, los sentimientos no se encuentran

6. I. Kant, Crítica del juicio, Madrid 4 1989, A VI (prefacio);'cf. A IX,


XXIIs. y LVI, y, también, A 4ss.
7. D. F. Schleiermacher, Reden Über die Religión (1799), 50ss (Discurso
segundo); trad. esp.: Sobre la religión, Madrid 1990. La división tripartita
sigue aquí distinguiendo metafísica, moral y religión, si bien por lo que se
refiere a esta última tiende a señalarle «su provincia propia» en el espíritu. A
la hora de tratar de la religión misma, junto a ía noción de sentimiento se
encuentra además la de intuición. El impulso próximo de ello debe desde luego
buscarse en lo que dice sobre la intuición y el sentimiento J. G. Fichte en la
Wixscnschaftskhre de 1794 (III, § 10, Werke I, 3 i2ss). Schleiermacher pudo
fácilmente unir la derivación de la intuición y el sentimiento a partir de la
reflexión del yo sobre sí en tanto que determinante y determinado (Fichte, en
kis páginas recién citadas; acerca de la relación en que la intuición está con el
yo determinante, cf. 317ss, con 229ss; sobre el sentimiento, cf. ya 316ss) con
¡a idea de Jacobi de que ei sujeto y el objeto están dados en el sentimiento
inmediato de la realidad (cf. más adelante las notas I7ss). En cualquier caso,
a la vista de la terminología utilizada en los Discursos, aquella derivación de
la intuición y del sentimiento apenas puede ser directamente retrotraída a la
autointuición intelectual del yo. Sobre esto, E. Herms, Herkunft, Entfaltung
uitd erste Darstellung des Systems der Wissenschaften bei Schleiermacher
(1974), 235ss. En la Glaubenslehre schleiermachiana de 1821 se encuentra la
tripartición psicológica del saber, el hacer y el sentimiento (§ 3,3). .La deter­
minación del sentimiento como receptividad, frente a la concepción del saber
y el hacer como formas de la actividad (ibid.), recuerda también a Teteus (I,
62!ss, sobre todo, 625). -
8. F. Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, § 60 (Akad. Ausg.
7, 231 y 230ss) (trad. cast.: Antropología práctica, Madrid 1990). Hay ya en
la noción humeana de la reftective passion una referencia a si mismo 'concor-
308 El hombre como ser social

entre los objetos,'sino que son «determinaciones del sujeto». No


acompañan únicamente a impresiones externas, sino también a
la actividad de la imaginación, especialmente en el trato social
entre los individuos: «El ánimo siente aquí su libertad en el juego
de las fantasías»9. Pero mientras que Je te n s adjudicó al «senti­
miento de sí mismo» una función que Kant atribuía cuatro años
después a la «apercepción trascendental», a saber: Ja de constituir
la unidad del sujeto, si bien sólo por lo que hace a la receptividad
del alm a10, según Kant el sentimiento no puede equipararse a la
autoconciencia ya sólo por el hecho de que lo compartimos con
los animales, mientras que la representación del yo propio es
marca del hom bre".
F. H. Jacobi y D. F. Schleiermacher concibieron aún con
mayor amplitud el sentimiento. Jacobi llegó nada menos que a
igualarlo con la razón, porque «la preeminencia del ánimo por
sobre la representación sensible» consiste tan sólo en el comienzo
en un sentimiento12. Pudo para ello apelar a D. Hume, quien,
por su parte, había hecho responsable a la creencia —o sea, a
un sentimiento— dé nuestra convicción acerca de la realidad del
mundo objetivo (véase arriba la'nota 2). De ello,se infería, para
Jacobi, «que la creencia es el elemento de todo el conocimiento
y toda la realidad15. Schleiermacher no llegó tan lejos. No puso
en duda la autonomía de la razón (o del «saber») frente al sen­
timiento, e incluso estimó necesario, a la hora de describir la
experiencia religiosa en su independencia entre el saber y el hacer,
completar la noción de sentimiento con la de la intuición religiosa
de !o infinito en lo finito, y limitar el sentimiento a ser el efecto
subjetivo de aquella experiencia14. Con el paso del tiempo, y en

dante con ésta (T ratado..., 11. 1, 1; Cf. 11, I, 6); pero en Hume no se aplica
explícitam ente al placer y al displacer.
9. Kant, o. c., 234ss, y 240 (§ 67).
10. Tetens 1, 261: «¿Acaso no acompaña un cierto sentimiento oscuro de
nosotros mismos a todos nuestros estados, propiedades y cambios que son de
naturaleza pasiva?»
11. Kant, Aniropologie... 127 (§ t).
12. Jacobis Werke 2, 61ss. y 74.
13. Ibid.. 163ss.
14. La importancia que tuvo para Schleiermacher el ocuparse con la teoría
de Jacobi sobre la conciencia inmediata de la realidad ha sido analizada por
E. H erm s. H crkunfi... 119-63. Acerca de las enmiendas kantianizantes que
Schleiermacher hace a Jacobi, cf. I39ss: 145ss; 152ss. sobre la influencia de
Spinoza en Schleiermacher.
Identidad y no-identidad como tem as de la vida afectiva 309

su afán por distanciarse de la aplicación filosófica de la noción


de intuición que hacían Schelling y Hegel, llegó ciertamente
a vincular aún m ás estrecham ente la experiencia religiosa y la
noción de sentim iento. En la D octrina de la fe de 1821 su­
ministró la base para ello la determ inación del sentimiento
como «autoconciencía inmediata». Quiere decirse con ello una
autoconciencia prerreflexiva, que Schleiermacher, coincidien­
do aquí con H. Steffens, describió como «presencia inmediata
de la existencia toda indivisa»13. Ahora bien, esta autocon­
ciencia inmediata no es algo meram ente subjetivo que se halle
separado de la experiencia del m undo y de su conciencia de
oposición. Com prende en sí, antes bien, la diferencia entre
sujeto y objeto que caracteriza a la conciencia de objetos, de
modo que el sentim iento lleva a expresión en la con'ciencia de
su propia «dependencia» también y al tiempo la dependencia
de todo el nexo de la naturaleza'6. Justam ente en este punto
siguió Schleierm acher a Jacobi, para quien en el sentimiento
se fundaban tanto la certeza de ia existencia del mundo, como
la del propio y o 17. En los Discursos sobre la religión recuer­
da esta idea de Jacobi la referencia a aquel instante primero
de! conocim iento previo a la,separación de intuición y senti­
m iento18; y el mismo pensam iento sigue eficaz, en la Doctrina
de la fe , en las tesis acerca de cómo el nexo de la naturaleza
se halla puesto en la autoconciencia inmediata a una con ella.
Aquí es donde debe verse la condición que hace posible que
Schleiermacher interpretara religiosam ente la autoconciencia
inmediata com o conciencia de Dios, ya que el sentimiento,
precisamente en tanto que receptividad y, por ello, en la
conciencia de la finitud del m undo, se une a la totalidad

15. D. F, Schíeiermacher, Oer christliche Giaube (1821), § 3. 2.


16. La negación de la libertad absoluta (5 4, 3) en la conciencia del «no
haberse puesto a sf mismo como se es» (4, 1), es* decir, la conciencia de la
dependencia absoluta, rige, según Schleierm acher, «a propósito de nosotros en
lauto que seres finitos, de modo que en es(o no nos oponemos individualmente
los unos a los otros. Antes bien, en este punto está abolida toda contraposición
entre un individuo y otro» (§ 5. 1; cf. § 32, 2, § 34, 1 y 3, § 56, 2).
17. F. H. Jacobi, Werke II, 175: «Tengo experiencia en el m ismo instante
indivisible de que existo y de que existe algo exterior a mí» Cf. E. Herms,
Herkunft..., 124ss; así como, para la recepción por Schleierm acher de esta
¡dea, í36ss, 152ss.
18. Reden iiber die Religión (1799), 73ss.
310 E l hombre como ser social

de lo finito y se sabe, entonces, referido a lo infinito en tanto


que distinto del mundo. Situación que, desde luego, no puede
estar dada inmediatamente en esta forma en el sentim iento,
sino que es sólo a la reflexión, «para la cual el m undo y el sí
mismo se han separado ya», a quien se m anifiesta.
En este respecto, la noción de sentimiento de Schleierm'acher
no ha sido superada en modo alguno por el status quaestionis
presente de la psicología. En efecto, la referencia de los senti­
mientos al todo de la vida no se toma siempre en consideración
en la literatura psicológica. Frecuentemente se investigan senti­
mientos particulares por sí mismos y sin referencia al todo de la
vida. Con ello se dificulta, incluso terminológicamente, la de­
terminación de la peculiaridad de los sentimientos en contraste,
por una parte, con las emociones, y, por otra, con las sensaciones
(cf. la nota 4). Sin embargo, no ha pasado desapercibida la
referencia al todo de la vida en el fenómeno del sentimiento. F.
Krueger, especialmente, la ha situado en el centro de su teoría
del sentimiento, y ha hallado un amplio asenso al hacerlo así.
En opinión de Krueger,' no hay sólo que distinguir; al modo en
que lo hacía W. Wundt, al lado de sentimientos que hacen re­
ferencia a una parte, «sentimientos del todo»19; sino que toda
vivencia está «inserta en un todo global», y «las cualidades vi-
venciales de este todo global son el sentimiento»20. La discusión
posterior ha diferenciado con más precisión entre sentimientos y
temples de ánimo, o, en la terminología de Ph. Lersch, entre
mociones sentimentales (emociones) y estados de ánimo21; pero
se ha mantenido la referencia, incluso de las mociones senti­
mentales aisladas, al todo de la vida que se modifica por ellas
según la «profundidad» que poseen. La simultaneidad de mo­
ciones sentimentales momentáneas y de estados de ánimo o tem-

19. W. Wundt, Grundziige der phyüologischen Philosophie l í (A19I0),


351 ss, 356ss. Wundt concebía también la autoconciencta ó el yo como un
complejo sentimiento del todo (III, 354ss).
20. F. Krueger, Das Wesen der Gefiíhle. Entwurf einer systematischen
Theorie (1928, s 1937), 14.
21. Ph. Lersch, La estructura de la personalidad, Barcelona s 1974, 186ss.
St. Strasser prefiere e l la noción de estado sentimental la de temple del ánimo
(Das Gemiit, 109ss). Pero el propio carácter sentimental de los temples del
ánimo queda fuera de la consideración en ese ensayo de diferenciarlos de los
sentimientos (1 14ss).
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 311

pies persistentes y que afectan «más profundamente» a la persona


no es necesario que lleve a la idea de una «estratificación» de la
vida anímica22. Puede también interpretarse, con la ayuda de
modelos del proceso vital y de sus fases más dinámicos y
funcionales23, en la perspectiva de la acción de las incitaciones

22. Las rabones que en el status quaestionis contemporáneo hablan en


favor de usar en la psicología de la persona un modelo dispuesto en estratos,
se encuentran compendiadas de modo especialmente claro y convincente en la
exposición que hace St. Strasser de la teoría (estratificada) de M. Scheler, Das
Gemiit, 14ss. Se trata sobre todo de la aparición simultánea de diversas ex­
periencias que están «encerradas en la vivencia global como datos diferentes»
(15). No parece que este fenómeno pudiera ocurrir si se hallaran en el mismo
plano, y esto es lo que sugiere la idea de estratos. Para la crítica de este tipo
de teoría —especialmente. de la de Ph. Lersch, influida por N. Hartmann— ,
cf. sin embargo A. Wellek, Die Polaritiñ im Aufbau des Charakters (1950;
M9ó0), 67-99. Wellek incluye al psicoanálisis entre las teorías de estratos. Me
parece, sin embargo, que desatiende la importante diferencia que separa la
distinción —que se acredita fenoménicamente— entre conciencia e inconsciente
(semejante a la que hay entre cuerpo y alma) por un lado, y, por otro, la
distinción de estratos postulada por razones meramente teoréticas, como la que
se aporta en el modelo de Ph. Lersch —remitiéndose a N. Hartmann— en
favor de separar el «fundamento de la vida», el «fundamento endótimo» y la
(-superestructura personal». La crítica de Wellek es tanto más interesante cuanto
que este autor, debido a su opción por un modelo teurético-estructural de
personalidad, frente a otro dmámico-funcional (85ss), mantiene la concepción
en estratos (89ss; cf, 78). El punto de vista crítico que va más al fondo de la
cuestión es el que expresa Wellek cuando, contra E. Rothacker, observa que
la idea de los estratos lleva consigo el peligro de una «desintegración» (68).
La propia imagen que él emplea —la de los «estratos concéntricos» (91ss) —
no tiene en cuenta que la integración del todo de Ja vida del individuo tiene
siempre que ser de nuevo llevada a cabo, y que los aspectos parciales conservan
su valor posicional tan sólo en el proceso de integración del caso. Aun cuando
este proceso tuviera, incluso en el hombre, un «programa» vinculado a la
especie y que los individuos simplemente «declinan», los modelos en estratos
no son capaces, a diferencia, por ejemplo, de lo que le ocurre al psicoanálisis,
de describir «estructuralmente» el proceso de integración en tanto que tal.
23. En principio es ya así en W. James. Ha influido mucho en esta
perspectiva el libro de L. von Bertalanffy, Das Gcfüge der Persónlichkeir.
1937. al que Wellek (82ss) somete a una crítica poco convincente. Wellek dice
(33), en efecto, que, a diferencia de la fuente, que, como escribe K. Valentín,
sigue siendo una fuente cuando no mana, un ser vivo sólo es un ser vivo justo
mientras vive. En tanto que el conductismo puro ni siquiera llega a divisar el
problema de la estructura del proceso vitai, puesto que no tematiza ai individuo
vivo como a un ser que se comporta respecto de sí mismo, el psicoanálisis, en
cambio, ha bosquejado el modelo que más repercusiones ha tenido. Aunque
debe compararse esta afirmación con las que contiene la obra de S. Langer
citada en la nota 4.
312 E l hombre como ser social

sobre los éstados sentimentales24, del mismo modo como, en la


dirección inversa, la disponibilidad tanto para las incitaciones
sentimentales como para la percepción25'y la memoria 26 está bajo
el influjo de temples (y afectos). La noción de estado sentimental
o temple de ánimo vuelve, por su parte, a remitir a la de senti­
miento, puesto que lo que se halla en tal o tal otro temple es
precisamente el sentimiento en tanto que «presencia inmediata
de la existencia indivisa toda»27. Ciertamente que no habría que
designar a este fenómeno, como hacia Schleiemiacher, con el
nombre de autoconciencia, tanto más cuanto que, según el propio
Schleiermacher, debe comprender en sí más que meramente al
yo o a] sí mismo en su diferencia respecto del mundo. En esta
acepción comprensiva, el sentimiento se refiere a todo el círculo
de la familiaridad originaria, «simbiótica», del individuo con su
mundo, en el interior del cual círculo es donde se alcanza luego
la diferenciación entre el mundo y el sí mismo. Precisamente en
los análisis de los temples de ánimo se ha puesto de relieve una
y otra vez esta trascendencia simbiótica más allá de la diferencia

24. Se indica con ello que ai sentimiento mismo le corresponde una


importancia básica en la cuestión de la integración del proceso vital del indi­
viduo. En el hombre esta función es prolongada por la autoconciencia y por
la historia de la formación de la individualidad.
25. U. Neisser, f Cognitive Psychologic (1967; edición alemana de 1974,
por la que cito) hace referencia, remitiéndose a E. G. Schachtel, a los «procesos
preatencionales» que delimitan una parte del campo perceptivo a ia que a
continuación se vuelve la atención focal (117). En este sentido, también, «el
todo precede a sus partes» en la percepción (119).
26. Según S. Dutta y R, N. Kanungo, Affect and Memory, A Reformu­
lation, 1975, 27ss, resulta decisiva para la capacidad de rememoración la
intensidad (percibida) de los afectos unidos a una impresión. Estos autores
aúnan con ello el punto de vista de la «interpretación contextual», de acuerdo
con la cual es, a su vez, determinante para la disponibilidad de los contenidos
de la memoria el hecho de que un dato se incluya en el «ámbito de referencia»
individual (J 1; cf. 28ss).
27. A sí, L. Klages, Ausdrucksbewegung und Gesialtungskraft (1923).
refirió atributivamente el concepto de temple de ánimo al sentimiento. Se
encuentra lo mismo en Th. Hecker, Metaphysik des Ftihle?is, 1950, 51 ss. Está
también próximo a esta concepción Ph. Lersch cuando, lías los pasos de W.
Stern, adjudica a las «determinaciones, estacionarias» la función de insertar en
el «fundamento endótimo» no sólo las incitaciones sentimentales, sino todas
las vivencias en general (La estructura de la personalidad, 303ss). Por cierto
que presupongo que la noción —estereotipada y propia de una teoría estrati­
ficada— de «fundamento endótimo» corresponde en concreto con la unidad
del sentimiento.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 313

entre sujeto y objeto2S. En este punto tan importante, loá escritos


psicológicos y fenomenológicos contemporáneos dan la razón a
Schleiermacher. Deberá incluso decirse que la influencia del idea­
lismo trascendental y el empleo de la noción clave de éste («au-
toconciencia») fueron lo que impidió a Schleiermacher tomar
conciencia de todo el alcance de su visión de la copertenencia
originaria y «simbiótica» de m í mismo y el mundo en el senti­
miento. Apenas se la describe apropiadamente, tampoco, va­
liéndose del «ser-en-el-mundo» como existenciario del ser-ahí.
Su dificultad radica en su insoslayable indeterminación; indeter­
minación que comparte, quizá no casualmente, con el concepto
de ser en tanto que el más universal y, al mismo tiempo, el más
vacío (en determinaciones) entre los conceptos. Pero, en cual­
quier caso, es sólo gracias a la simbiótica certeza del ser propia
del sentimiento como se da el horizonte en el que se torna com­
prensible ai permanecer, al mismo tiempo, referibles mutua­
mente, la separación entre la conciencia del mundo y la auto-
conciencia (y también la separación entre la conciencia del mundo
y la conciencia de Dios).

28. A sí, según M. Heidegger se abre o franquea en el temple el ser-en-


el-mundo del ser-ahí, y precisamente «como todo» (El ser-y el tiempo, 154):
y «el ‘ser ahí’ es su ‘estado de abierto’ quiere decir a ia vez: el ser que a este
ente le va en su ser, es ser su 'ahi’» (150). No hay en este respecto diferencia
objetiva entre Heidegger y O, F. Bollnow, Das Wesen der Stimmungen, 1941:
ci¡ el temple de ánimo se da aún la unidad entre hombre y mundo (2 !), así
a m o entre alma y cuerpo (22ss). St. Stmsser escribe también: «El temple del
ánimo es simultáneamente sentimiento del yo y del mundo» (Das Gemüt.
Gnindgedanken..., 115), y lo es, por cierto, unitariamente, en un «sentimiento
dd todo» (117). En opinión de L. Spitzer, Classical and Christian Ideas of
Wnrid Hannony. Proíegomena to an Interpretation o f the Word «Stimmttng»
(1963). en otros idiomas falta la unidad de sujeto y objeto que se contiene en
la palabra alemana Stimmung. Esto haría intraducibie el término, aun cuando
se halla objetivamente en una larga tradición, que se remonta a la antigüedad
(5ss). Esta peculiaridad lingüística puede ser la razón de que, por ejemplo,
falte, en cuanto expone G. Ryle, The Concept of Mind, 1949, 93ss, 98ss acerca
de los moods como frames o f mind, este rasgo típico de la Stimmttng que es
su trascender —abarcándola— la diferencia entre sujeto y objeto. Ph. Lersch,
en cambio, aboga, incluso por lo que hace a la noción de sentimiento, en favor
de una «teoría de campo» en la que los sentimientos figuren no solamente a
título de procesos intrasubjetivos, sino «como realizaciones que acontecen en
el ámbito entre el sujeto anímico y el campo» (La estructura de la personalidad,
IS9).
314 El hambre como ser so d iti

Si he hablado de la certeza simbiótica del ser projJia del


sentimiento, debo añadir al instante que no son sin más idénticos
ella y el sentimiento. Ei sentimiento se halla siempre determinado
por el placer o el displacer29, y, en esta medida, junto a toda su
apertura a la unidad simbiótica que antecede a la separación del
sí mismo y el mundo, está sin embargo ya siempre marcado por
una referencia al sí mismo, al menos im plícita, que lo distancia
de la «intuición» —así decía el joven Schleiermacher— o con­
ciencia perceptiva.
Por otra parte, la interpretación schleiermacheriana de la no­
ción de sentimiento posee perdurable relevancia por el hecho de
que ha manifestado como tal la importancia religiosa del senti­
miento y, de ese modo, ha revelado la condición de la posibilidad
de sentimientos específicamente religiosos en el carácter de to­
talidad de la vida sentimental. Los sentimientos religiosos no son
sencillamente sentimientos particulares que se distinguen de otros
por su objeto especial o por su referencia a tai objeto;, su parti­
cularidad consiste en que en ellos se hace temática la totalidad
del vivir del hombre, que está ya siempre presente .en el senti­
miento en tanto que tal. Este estado de cosas queda velado en
Schleiermacher, como ya he dicho, por el empleo del término
«autoconciencia». En el sentimiento tenemos familiaridad con
nosotros mismos en el todo de nuestro ser, sin que poseamos
—ni necesitemos— una representación de nuestro sí mismo. La
referencia al sí mismo sólo da noticia de sí en la cualidad pla­
centera o displacentera del sentimiento. Y esta familiaridad con­

29. En tanto que según Kant, por ejemplo ( Crítica del ju ic io , A XXII),
el sentimiento está siempre determinado como placer o displacer (como Hume
había sostenido en el Tratado II, i , 5 a propósito de las pasiones), Schleier-
xnacher limitó esa determinación a la autoconciencia sensible (D er chrhtliche
Gtaube, § 5, 4; acerca del concepto de «sensible», cf. § 5, 1). Su pensamiento
era, evidentemente, que la referencia a objetos («algo que pertenece a la
esfera de la acción recíproca», 5, I) as constitutiva por (o que hace a la
diferencia entre placer y displacer. Sin embargo, según H eidegger también
los temples de ánimo están ya siempre caracterizados como «versión y aver­
sión» (El ser y el tiempo, 152s), En el análisis de los sentimientos en la
psicología actual, a la escala «cualitativa» placer-displacer se le agregan las
dimensiones de la intensidad (sleep-tension) y la atención (attention-rejec -
íion), Cf. H. Scblosberg, Three Dimensions o f Emotion: Psychol. Review
61 (1954) 81-88; cf. C. E. Izard et al., Ajfect, Awareness, and Performance,
en: Tomkis-Izard, Aff'ect, Cognition, and Personalitv, E m pirical Studies
(1965) 6. '
Identidad y no-identidad como tem as de la vida afectiva 315

sigo mismo habrá seguramente de contener la condición para la


comprensión y el uso de las palabras «yo», «yo mismo» y «m ío»,
y, así, la ‘base para la formación de lo que propiamente debe
llamarse autoconciencia. La cual sólo surge en relación con el
desarrollo cognitivo del niño30. Por esto es por lo que Schleier­
macher se equivocaba al contraponer el sentimiento en tanto que
«autoconciencia inmediata» a la filosofía idealista de la concien­
cia y, al mismo tiempo, convertirlo en el punto de partida de
algo semejante a una deducción trascendental de la experiencia
religiosa. Unos decenios después, R. H. Lotze describió más
correctamente la relación entre sentimiento y autoconciencia al
reducir, por una parte, al sentimiento la evidencia de la unidad
del pensador y lo pensado en la autoconciencia, pero, por otra
parte, conservando la estructura no sentimental, sino intelectual,
de la autoconciencia en la distinción y unidad del yo y el sí
mismo31. Se muestra en ello ejemplarmente que toda com pren­
sión, y también toda autocomprensión referente al sentimiento,
está sometida a tener que pasar a través de) pensamiento; de lo
cual se infieren grandes enmiendas a la concepción de Schleier-
inacher sobre la relación entre el pensamiento y la religión. ía
filosofía y la teología. Pero, por otra paite, sigue en pie que el
sentimiento, en su referirse al todo de la vida, está ya siempre
antes del diferenciar y del correlacionar del pensamiento, si bien,
en su vaguedad, se halla sometido a ser determinado por el
pensamiento. Pero éste no recogerá jamás exhaustivamente lo
que ya se halla presente en el sentimiento. Y ello no sólo es
verdad de la autoconciencia, sino del espectro todo de las vi­
vencias; y, naturalmente, importa mucho a propósito de la re­
lación entre la experiencia religiosa y la reflexión teológica o
filosófica, así como también en lo que concierne a la relación de

30. A sí, J. Loevinger, Stages o f Ego-Development, en J. Loevinger-A.


131asi, Ego-Developmem (1976), 13-28, sobre todo, 16s.
31. .R, H. Lotze, Medicinische Psychologie (1852) 499: «Sólo mediante
los sentimientos que acompañan al hecho de la autoconciencia puede surgir la
evidencia inmediata de la identidad del pensamiento y lo pensado. Nuestra
autoconciencia no tiene su fundamento en que se piensen a una, sino en que
fo pensado se siente al mismo tiempo en ei valor inmediato que posee para
nosotros... Por ello, la autoconciencia no es para nosotros sino unasinterpre-
tación teorética del autosentimiento-». El juicio posterior de W. Wundt, que
reducía la persona, el yo y la autoconciencia a un «sentimiento de totalidad»,
carecía en mucho mayor medida de matiz (cf, supra, nota 19).
316 E l hombre como ser social

la propia conciencia religiosa con la.-objetividad de sus repre­


sentaciones. Ciertamente Schleiermacher tenía razón al respon­
sabilizar a la receptividad y al carácter disposicional (a diferencia
de la actividad) que marca universalmente al sentimiento del
temple religioso que es propio del sentimiento en su referirse al
todo de la vida\ temple que, desde luego, puede estar tapado por
otros factores, especialmente por el predominio de la conciencia
cognoscitiva cotidiana dirigida a las cosas finitas32. Pero, de un
lado, se ha apresurado demasiado al interpretar el momento de
receptibilidad y disposicionalidad como dependencia, en oposi­
ción a la libertad33. Y, de otro, ha simplificado excesivamente
la mediación de lo explícito de la dimensión religiosa del sen­
timiento por el resto de la vida sentimental en su relación con el
mundo perceptivo y con las sensaciones ordenadas a las percep­
ciones (y también con las emociones y los afectos que surgen en
el propio hombre). Esta simplificación la llevó a cabo en el
sentido de la especificación de !a cualidad religiosa del senti-

32. A sí, ya. el tercer Discurso de Schleiemnacher de Í799, Uba- die


Biidung zur Religión (sobre todo, 144s, 149s). La idèa básica se conservó en
los textos de la Glaubenslehre acerca del «pecado como obstáculo a la fuerza
de determinación del espíritu causado por la independencia de las funciones
sensibles» (g 66 , 2). Tal idea es que la conciencia del mundo y de las cosas
finitas oscurece, como Ies sucede a las «gentes sensatas» del tercer Discurso,
el sentido religioso.
33. Se ha apresurado demasiado, en efecto, ya que el concepto de de­
pendencia tiene propiamente su lugar en el dominio de la «acción recíproca
del sujeto y los otros simultáneamente puestos» (Der chnstliche Glaitbe, § 4,
2); es decir, lo tiene en la relación con el mundo. A sí, pues, la afumación de
la íiependencia absoluta en § 4, 3 no se introduce como «condicionada por
algún tipo de saber previo acerca de Dios» (4, 4 ), sino que se fundamenta
exclusivamente a partir de la conciencia de la negación de la libertad absoluta.
Mas la interpretación de esta negación con auxilio de la representación positiva
de la dependencia no es sino una intromisión de relaciones y representaciones
finitas en la «autoconciencia inmediata», cuya aprehensión como conciencia
de D ios, después de tantos esfuerzos reflexivos, apenas puede seguirse cali­
ficando de «inmediata». Asimismo, hay que considerar insuficiente la defini­
ción de la libertad como autoactividad, en oposición a la receptividad (4, 2),
que se halla- en la base de la tesis de la negación de la libertad absoluta en
tanto que contenido significativo de la autoconciencia inmediata. Pues esta
definición no hace justicia ni al concepto de libertad como expresión del logro
de la identidad con la propia esencia (que es ya el núcleo de la idea kantiana
de autonomía), ni tampoco a la comprensión de la libertad como fundada en
la unidad con lo absoluto (desarrollada en el último Fíchte, en Schelling y en
H egel).
Identidad y no-identldad como temas de ¿a vida afectiva 317

miento en general, ya antes expuesta. La especificación a la que


me refiero se hace en Schleiermacher eñ la forma de un esquema
de determinaciones relácionales de la conciencia religiosa por
respecto a la autoconciencia «sensible» determinada por la ex­
periencia ultramundana de objetos34; aunque el propio Schleier­
macher dice que la conciencia religiosa (la autoconoiencia in­
mediata en tanto que tal) únicamente posee una configuración
concreta en conexión con la conciencia perceptiva referida a
objetos de la experiencia mundana y en conexión, también, con
el desarrollo de ésta33. ¿No habría sido preciso comenzar por
explorar más minuciosamente el proceso de la diferenciación de
la experiencia del mundo, de sí mismo y de Dios en tanto que
momentos vinculados en la unidad del sentimiento? Un punto
del que partir para ello se halla en la idea de Schleiermacher de
que el sentimiento religioso de dependencia está mediado por la
experiencia de la dependencia en el contexto de la naturaleza36.
Cabe representarse un desarrollo de esta idea por lo que hace a
la relación de] niño con la madre en el sentido de la formación
y la disolución, antes examinadas, de la confianza fundamental
ligada a la madre. Por esta vía habrían podido surgir, no sólo
concepciones diferentes acerca< del curso de la historia de la
religión de las que fueron desarrolladas en el esquema de deri­
vaciones trazado por Schleiermacher, sino también interrogantes

34. Ghiabenslehre, § 5 une el esquema de la evolución que parte de la


unidad coufusa y, a través de la discordia, termina en la unidad acabada (5 ,
I), con la oposición entre autoconciencia sensible (referida a objetos) y auto-
umciencia «inmediata» —la cuai se presenta como el estadio en que se consuma
la evolución de la conciencia — . Va en concordancia con esto el bosquejo de
los estadios del desarrollo de la historia de la religión que se hace en §§ 7s.
35. La hipótesis de que la autoconciencia «superior» tendría por sí sola
pureza y perfección supremas no concuerda con el modo «en que de hecho
hallamos nuestra conciencia religiosa» (§ 5, 4). Schleiermacher consideraba
<|iie la aparición pura de la autoconciencia superior sería incluso un estado
imperfecto, pues «le faltarían la limitación y la claridad tjue se originan de la
relación con el carácter determinado de la autoconciencia sensible» (§ 5, 3).
¿Es entonces la autoconciencia «superior», tomada por sí, una mera abstrac­
ción? No dice nada en contra de esta posibilidad la afirmación, en § 3, 2. de
que la autoconciencia inmediata «de ningún modo aparece sólo concomitan-
tcmente»; pues en este texto sóio se trata de que hay momentos en que todo
pensamiento y toda volición «se retiran» frente a una autoconciencia ya «de­
terminada en cierto modo».
36. Der christliche Glaube § 46, 2.
318 El hombre como ser social

diferentes a propósito de la relación entre el devenir sí mismo el


individuo y la temática religiosa, y también respecto al reflejo
en la vida sentimental de las tensiones que tienen aquí su origen.
Estas tensiones, que son en Schleiermacher, y con toda razón,
tema de la doctrina teológica del pecado, no se presentan entonces
inmediatamente como una «obstrucción» de la conciencia de Dios
debida.a que el hombre se absorba en la relación con el mundo,
sino que lo hacen, más originariamente, en ias formas fenomé­
nicas emocionales de la autoafirmación del individuo. En con­
traste con Schleiermacher, S. Kierkegaard emprendió este camino
en sus análisis de la angustia y la desesperación, que han pasado
en nuestro siglo por paradigmas de la descripción fenomenológica
de los estados sentimentales o temples. Pero en Schleiermacher
los afectos y las pasiones están tan poco tomados en consideración
en el marco de interpretación teológica del sentimiento, como
los temples sentimentales, a pesar de que las pasiones ocupaban
tradicionalmente un lugar central tanto en la antropología teo­
lógica como en la filosófica. Habría que buscar aquí, la unión
de la teología basada en la noción de sentimiento y los niveles
más profundos de la doctrina cristiana del pecado. Pero de ningún
modo es que la esfera de los temples y de los afectos sólo per­
tenezca a la temática de la doctrina cristiana del pecado. También
se expresan en ellos los aspectos positivos del destino y la de­
terminación del hombre.
La discusión contemporánea acerca de la noción de temple
del ánimo debe su impulso más importante a M. Heidegger,
quien, en Ser y tiempo, ofreció un tratamiento -—en ios pasos de
S. Kierkegaard— del temple que es la angustia que hace de él
la clave y el punto de partida de la cuestión de la totalidad del
ser-ahí. Para Heidegger y para Kierkegaard, la angustia es «el
modo más originario en que el espíritu puede comportarse por
respecto a sí mismo»37. Cierto que para Heidegger —a diferencia
que para Kierkegaard— la angustia sólo está referida a la finitud,
y no a la relación de la finitud con la infinitud38. Por ello es por

37. R. González de Mendoza, Stimmung uncí Transzendenz (1970), 127,


comentando a S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, Barcelona 1984,
66s, y relacionándolo con El ser v el tiempo, 204ss. Acerca de lo que sigue,
cf. ibid., 123-138. '
38. Ibid., 142.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 319

lo que la libertad que, al ascender la angustia, se aferra a lo finito


es interpretada positivamente por Heidegger como decisión en
favor de la autenticidad, mientras que Kierkegaard veía-aquí el
origen del pecado. Sin embargo, Heidegger, debido a cómo des­
taca la angustia (y el cuidado) ha atraído sobre sí e] reproche de
haber trazado una imagen unilateralmente negativa y pesimista
del hombre. O. F. Bollnow ha salido por ello en defensa; frente
a Heidegger, del primado de los temples joviales y felices en lo
que concierne a la comprensión de la existencia (del ser-ahí). Se
ha referido, por ejemplo, al «profundo contento» que embarga
ya sencillamente al hombre que vuelve del sueño. Pero cabe,
desde luego, poner en duda que tal cosa suceda sin excepciones.
Bolinow es más convincente cuando señala que los estados felices
franquean a la vida comunitaria, en tanto que el abatimiento (el
mal humor) lleva al aislamiento. Y también ha descrito penetrante
v persuasivamente la experiencia del tiempo vinculada al buen
humor (ai temple feliz): el futuro pierde «su carácter de exigencia
y apremio»; el hombre feliz se siente transportado por el avánce
del tiempo, y, aunque se le pasa «como en un vuelo», le aparece
en el recuerdo el tiempo lleno y cumplido más largo que los
períodos, torturantemeníe lentos, de aburrimiento y fastidioíy.
Se ha tenido razón en rechazar la crítica de Bollnow a Hei­
degger como una maia comprensión de lo que éste quiso decir40.
La preeminencia de la angustia en el análisis heideggeriano de
los temples sentimentales tiene fundamentos puramente metó­
dicos, ya que la angustia permite de manera especial reconocer
la relación de los temples sentimentales a la totalidad de la vida,
y también porque expone a la nada y, por ello mismo, se halla
referida a la libertad. Objetivamente, el énfasis que hace Bollnow
en los estados sentimentales felices no significa enmienda alguna
a Heidegger, pues también para éste la alegría caracteriza !a
posibilidad del existir auténtico. La alegría es el temple senti­
mental en ei que se expresa la libertad del ser-ahí; e incluso se

39. O. F. Bollnow, Das Wesen der Stimmungen, 120ss, 63ss, 69ss.


40. R. González de Mendoza, Stimmung itnd Trañszendenz, 152^81, sobre
todo, 160s. Cf. también, en 178, la crítica a! análisis que hace Bollnow de Jos
temples de ánimo. También: O. Poggeler, Das Wesen der Stimmungen: Zeitscb-
rift f, philos, Forschung 14 (1960) 28iss.
320 El hombre como ser 'social

dice de ella que actúa liberadoramente 41 .'En el primer Heidegger,


la alegría tiene menos su fundamento* en los objetos en los-que
uno se alegra en cada caso, que en la «libertad de la decisión al
haber elegido la opción»; mientras que el Heidegger posterior
interpreta, en la época del «giro», ese temple del ánimo como
efdeto de la presencia del ser. Así asalta «de repente» al poeta
el espanto como temple de ánimo de lo sagrado42. La embriaguez
de la inspiración es el estado sentimental sublime del poeta, «el
solo en quien se escucha la voz del Hablante, para que los que
con ella se conciertan se resuelvan por lo que es más Otro respecto
de ellos mismos» —o sea, evidentemente, por el ser43.
En las afirmaciones del último Heidegger acerca del temple
sentimental se vincula este fenómeno con lo que en otra termi­
nología habría que llamar acción del espíritu, que eleva al hombre
por encima de sí mismo. Así, para Pablo la alegría es efecto de
3a acción del Espíritu santo (1 Tes 1, 6 ), y aparece, al lado de
la justicia y la paz, como expresión deí gobierno de Dios (Rom
14, 17)44. En el evangelio de Lucas y en Juan, la alegría va
también unida con la manifestación de Jesús en tanto que presente
de ia salvación escatológica. En consonancia con esto, «alegría»,
ya en las religiones mistéricas, quería decir el estado sentimental
de la comunidad cúltica; y, de la misma manera, en el AT (LXX)
«alegría» acompaña a la celebración cultual y a la fiesta (Dt 12,
7; Is 30, 29 y muchos otros lugares).
Sin embargo, incluso en la esfera del culto, el estado extático
de la alegría no es, por sí solo garantía de la participación en el
espíritu divino (cf. Os 9, i). Todo lo contrario; la alegría puede
engañar (Sant 4, 10). La razón está en su conexión con el placer,
ya sea que se determine que la alegría va acompañada de placer
(Aristóteles, Eth. Nie. 1105b 22), ya sea que, a la inversa, se
afirme que la alegría deriva del placer (4 Mac 1, 22). En cualquier

4 !. El ser y el tiempo, 331ss; cf. Was ist M etaphysik? (1929), 37 y


Nietzsche _1 (1 9 6 i), 65. _
42. R. González de Mendoza, o.e. Este autor compara cou ello el papel
de los temples de ánimo en la mística- ignaciana; ante todo, el del temple
fundamental del sosiego y ei del factor consolación (202, 217s, 237s, -310s).
43. M. Heidegger, Erläuterungen zu H ölderlins Dichtung (1944), i 13.
44. R. Bultmann, cf. Teología del N uevo Testamento. Salamanca 2 1987,
400. Cf. sobre esto y sobre lo que sigue el artículo xaíp® de H. Conzeimann,
en el Theologisches Wörterbuch 2nm N T 9 (1973) 350-362.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 321

caso, la relación es tan íntima que todavía Platón usaba ambas


palabras como sinónimas y, por ejemplo, hablaba del placer de
la sabiduría (R ep.'582a 10s). pero se refería también a la alegría
vituperable ante la,desgracia de los amigos (Filebo, 49d 7). Fue
la :Stoa la que eliminó del concepto de placer su ambivalencia y
la que calificó terminantemente de vituperable al placer; y, al
hacerlo, hubo de oponerle la alegría como un temple del ánimo
.igualmente inequívoco en su bondad45. Esta contraposición es
evidente que ha determinado también ei uso lingüístico cristiano
primitivo, en el que «alegría» casi siempre lleva un énfasis es­
timativo positivo, mientras que «placer» lleva siempre uno
negativo46. Lo cual no está objetivamente tan iejos del pensa­
miento platónico como parece a primera vista, ya que en el NT
la «alegría» se orienta casi en todos los casos hacia Dios y su
salvación, en contraste con los bienes terrenales. Y ello converge
con la distinción platónica entre placer puro y placer impuro (Rep.
581c 6 ss, 585d lls s). Ahora bien, dada la multiplicidad de los
sentimientos de placer y alegría, la tesis platónica hace en prin­
cipio más justicia al fenómeno antropológico que la separación,
lenninológica de inspiración estoica. Eí objetivo de ¡a argumen­
tación de Platón era diferenciar, dentro de las vivencias de placer
y aiegría, entre los malos, que se deleitan con el falso placer, y
ios buenos, que anhelan el placer verdadero {Filebo, 40c ls).
Esta ambigüedad del placer en tanto que tal fuerza a renunciar
a cstabíecerío como criterio de lo bueno (Fil. 55a 9ss), y, en vez
de ello, obliga a que sea lo bueno el criterio de la distinción entre
el placer verdadero y el falso (Fil. ólass).
Es patente que, en efecto, en todos losí temples bienhumo-
rados y felices puede ser que la vida aparezca cumplida y perfecta.
Cabe también que en ellos realmente se experimente algo de la
armonía del cosmos y de la alabanza que da a Dios la creación47.

45. H. Conzelmann, Xiripoj, 352,


46. Compárense los datos del artículo sobre xetípeo ya citado con los que
lint el artículo fjSovii en el torno segundo del Theologisches Würterbuch :,tim
NT (1935) 911, 928. Acerca de la contraposición entre el placer y la verdadera
alegría, ibid., 92!. '
47. Leo Spitzer ha investigado en el libro Classical and Christian ideas...
[as relaciones entre la noción de temple del ánimo y la idea antigua de la
armonía cósmica. La relación en cuestión contempla en principio, como es
natural, los temples positivos o «altos», en contraste con los «bajos». Acerca
322 El hombre como ser social

Pero es también cosa propia de los temples del ánimo el variar,


y el criterio de su verdad no se encuentra en ellos mismos. Por
ello la alegría definitiva se reserva en la expectativa de la Biblia
para el futuro escatológico de Dios, y sólo allí donde éste está
ya evidentemente presente pueden los hombres vivir ya ahora de
la alegría que supera el sufrimiento del m undo'presente48. Esta
perspectiva temporal de la escatología bíblica seguramente de­
termina también la valoración negativa del placer que se goza en
los bienes de este mundo en vez de en el futuro de Dios y de su
salvación. Y hay en esto una profunda diferencia respecto de la
contraposición estoica de alegría y placer, que, a la mirada su­
perficial, parece tan próxima. Se manifestará en toda su evidencia
cuando, a continuación, pasemos al problema de la estimación
de los afectos.
El juicio negativo sobre el placer guarda en la Stoa estrecha
relación con el origen de la escuela misma en la oposición a la
filosofía de Epicuro. Alcanzó su forma sistemática en la doctrina
de los afectos o emociones (o pasiones) como perturbaciones de
la naturaleza racional del hombre. Es verdad que ya Platón había
hablado de una rebelión (stasis) de los afectos contra las potencias
anímicas superiores (Sofista, 228a 4ss), y que llamó a esta re­
belión una enfermedad y una especie de locura del alma (ibid.,
cf. Timeo, 86b Iss). Pero los 7rá0r| —entre los que nombra aquí
el placer, el displacer y los apetito's— no eran para él reproba­
bles ya en tanto que tales, sino sólo en su exceso (Timeo 86b 6).
En cambio, a los ojos de Crisipo, los afectos como tales eran
ya expresión de un impulso que rompe la simetría de la tenden­
cia natural y que, debido a esta desmesura, es irracional y an­
tinatural49. Ello debe ser entendido en el contexto de la concep-

de la interpretación cristiana de la armonía cósmica como cántico angélica, cf.


19; y sobre su representación litúrgica mediante el canto de himnos desde
Ambrosio de Milán, cf. 20ss. Spitzer pone de relieve que la consideración
cristiana difiere de la antigua porque no halla la armonía en los fenómenos
terrenales de por sí, sino que éstos la transparentan eti relación con la eternidad
(23). ■
48. En esto estriba el sentido profundo de la temporalización de la idea
de la armonía cósmica en Agustín que describe L. Spitzer (o. c ., 28ss).
49. Cf. M. Pohlenz, D ie Stoa. Geschichte einer geistigen Bewegung I
(1959), 141-153, sobre todo, 149 (cf. II, 81 acerca de Galeno). Según Cicerón
(Acad. I, 10, 39), ya Zsnón tenía por raíz de los afectos cierta «destemplanza»
en el alma (inmoderatam qucmdam intemperantiam).
Identidad y no-identidad como tem as de Ia vida afectiva 323

ción del orden y la armonía que impregna todo el* sistema


estoico30. La armonía en cuestión es amenazada por las sensa­
ciones que acometen a los sentidos del hombre, si la razón, en
vez de dominarles, se deja arrebatar por la violencia con la que
ponen ante el alma lo bueno y lo pernicioso —suscitando -placer
o dolor, o bien deseo o miedo (respecto de bienes o males fu­
turos)—31. A sí, pues, lo reprobable de los afectos o emociones
no se funda, por ejemplo, en su estar referidos al yo52, sino en
la perturbación del orden y la armonía del alma y del cosmos.
Es especialmente característico que la crítica de Crisipo iba di­
rigida precisamente contra lo extático de las emociones53. A su
pensamiento faltaba sentido para el hecho de que la vida se
cumple necesariamente en tensiones: en confictos y en la supe­
ración de ellos. Puede decirse que le faltaba el sentido de la
historicidad de la vida. El pensamiento de Platón era en este
punto esencialmente de más altos vuelos. Platón pensaba que el
desbaratamiento de un estado armónico (tal como la salud) suscita
necesariamente dolor en los seres vivos, pero que la renovación
de la armonía suscita placer; y, del mismo modo., los respectivos
presentimientos de esos estados producen miedo y deseo54. La
crítica platónica únicamente atacaba el placer y el deseo que se
apoyan en una opinión falsa (Fiiebo, 37c JOss); por ejemplo, el
placer que se goza en las falsas esperanzas (40b 2ss). -Ambos,
el placer y el displacer, pertenecen al devenir del ser vivo (54c
Iss). Es seguro que Platón no elaboró especialmente esta pers­
pectiva porque no le importaba tanto hacer justicia a la necesidad

50. Sobre ello, U. Wilckens, Weisheit und Torheit (1959), 225-54, sobre
lodo, 250 y 252.
51. Sobre la doctrina estoica acerca de los cuatro afectos fundamentales
y su relación con ei presente o con el futuro de lo bueno y lo malo, cf, M
Pohlenz I, 148s. La cifra de cuatro está yg en Platón (Lajes 19 Id 6 s), en quien
asimismo se encuentra la distinción entre placer y displacer referidos ai presente
y al futuro (Fiiebo 32b 9ss) —en donde toma su origen el número de cuatro — .
A propósito de cómo el afecto se origina en la violencia de la impresión externa,
cf. Pohlenz I, 145. También, K. Bormann, Zur stoischen Affekíenlehre, en:
Craemer-Ruegensberg (ed.), Pathos, Affekt, Gefühl, I (1981), 79-102.
52. Ello es tanto más de notar cuanto que la referencia estructural de los
afectos a) yo se había echado ya de ver antes de Zenón (Pohlenz I, 149).
53. Testimonios, en Pohlenz Die Stoa. Geschichte einer geistigen Be­
wegung, II, 78.
54. Filebc 31 d 4ss, 32b 9ss, junto con c 2 y 34d 2;;s.
324 E l hombre como ser social

de tensiones y conflictós en el desarrollo de lo vivo como la


posibilidad de un placer libre de todo'displacer. Sin embargo, su
análisis ofrece un punto de partida positivo para la comprensión
de la conducta de los seres vivos en términos de' un lanzar puentes
desde lo presente a lo posible, desde la carencia al todo. Tal
modo de comprender esta conducta fue ya iniciado por Aristó­
teles, cuyo trabajo en este sentido sigue hoy siendo materia de
discusión55.
El pensamiento cristiano no podía hacer suya la condena
estoica de los afectos ya por el hecho de que la Escritura habla
una y otra vez de las aflicciones y de la alegría de los hombres
piadosos. Citando a Pablo, Agustín decía que la tristeza puede
muy bien darse también en los buenos56. En el evangelio, incluso,
se cuenta del Señor mismo que se encolerizó, que se alegró, que
lloró por Lázaro, que «deseaba» celebrar la pascua con los suyos,
y que se afligió a la vista de su pasión57. La cuestión, por ello,
no es tanto si el piadoso es asequible a la cólera, sino por qué
cae en ella; no si está triste, sino de qué se entristece; no si teme,
sino qué teme5S. La apatía del ideal estoico del sabio quizá (.cuan­
do no viene a parar en frialdad— stitpor— del ánimo)-sea en sí
buena y deseable; pero, en todo caso, no en esta vida que se
halla enredada en el pecado59. A Agustín le indignaba especial­
mente que los estoicos reprobaran incluso la misericordia. Cuan­
do a los efectos que provienen del amor se los llama vicios,
atiéndase muy bien, no sea que los verdaderos vicios se estén

55. De anima III, ¡0 (433a 9ss). Aristóteles consideró ía ópB^iq como


presupuesto incluso del movimiento racional (433a 21), y retrotrajo el conflicto
entre los deseos y la razón al hecho de que los primeros se refieren a lo presente,
en tanto que la segunda lo hace a lo futuro (433b 5ss). De otra parte, da siempre
por supuestos, allí donde hay deseo, sentimientos de placer o displacer (434a
2as). Pare el estado actual de la cuestión, cf. cómo polemiza St, Strasser (Das
Gemüt, 69 ss, 34ss) con J. P. Sartre a propósito de que éste entienda los modos
erpocionales del comportamiento como reinterpretaciones «mágicas» de la rea­
lidad (ib id,, 26ss). Ciertamente, Strasser valora demasiado por bajo la impor­
tancia que posee para la fenomenología de la conciencia humana que traza
Sartre, la relación entre «carencia» y «totalidad». La fenomenología sartriána,
en la que la totalidad permanece siendo siempre un más allá para la «conciencia
infeliz» del hombre, se opone máximamente a la concepción de los estoicos.
56. Agustín, De civ. Del XIV, 8 , 3. Cf, Enn. in Psalmos 76, 14.
57. Ibid., 9, 3.
58. Ibid., IX. 5.
59. Ibid.. XIV, 9, 4.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 325

dando por virtudes. En nuestro camino hacia Dios, los afectos


son, según Agustín, los pies que nos acercan a él o de él nos
alejan; pero sin los cuales no podemos hacer la vía60.
La valoración positiva de la vida afectiva en Agustín y en la
tradición influida por él ha de sorprender, .por cuanto que pre­
cisamente Agustín identificó el deseo —uno de los afectos básicos
según los estoicos— con el pecado original, y dado que ya la
cristiandad primitiva había juzgado negativamente el placer (en
contraste con la alegría). Sin embargo, estos juicios negativos
no se dirigen exactamente contra los movimientos y las incita­
ciones del ánimo, sino contra el egoísmo oculto en el deseo y
que se expresa en el placer por los bienes mundanos; mientras
que no resultan proscritos el anhelo de Dios y su reino y la alegría
que se goza en las cosas en tanto que criaturas y dones de Dios.
Justo el momento extático de los afectos, que tan sospechoso era
a los ojos de la Stoa, fue positivamente valorado como impulso
en e! camino del hombre hacia el futuro de Dios y de su salvación,
y también como estímulo en la dirección del prójimo.
En general, los afectos, como vio ya Aristóteles, pertenecen
a la autotrascendencia y a la temporalidad de la vida (cf. nota
55). Del mismo modo que ya en los estados o tempies senti­
mentales participa el individuo de la atmósfera de su mundo y
del espíritu y la vida de la comunidad a la que pertenece, así
también la vida de los afectos está extáticamente referida al mun­
do que se tiene en común con los demás61. Por otra parte, en el

(fi. Enn. in Psalmos 94, 2. Ei énfasis hecho por Agustín sobre la vida
afectiva repercutió en ei agustinismo medieval, en las obras de teólogos tales
como Bernardo de Claraval, Buenaventura y J. Gerson. Se halla también en
Lulero, quien aceptaba la interpretación de Agustín de los afectos como pes
esto es, como principios motores del alma, y, como Buenaventura y Gerson.
ponía más alto si afecto que ia razón: ...fid e s non intellectum illuminât, immo
excaecat. sed affectum: hunc etútn ducit quo salvetur, et hoc per auditum verbi
^WA 4, 356 = Ciernen 5, 202, 9s.). Puede profundizarse eh esta cuestión con
R. Schwarz, Fides, Spes and Caritas heim fungen Luther (1962), I87ss 4i7ss.
Como lia mostrado E. Mühlenberg, el programa pedagógico humanista de
F.rasmo y la interpretación reformada que hizo de él Melanchthon se basaban
también en la primacía de los afectos sobre la razón por lo que hace a la tarea
de la renovación del hombre. Cf. Humanistisckes Bildimgsprogramm und re-
formatorische Lehre beim jungen Melanchthonr Zeitschrift f. Théologie und
Kirche 65 (1968) 431-444.
61. No habría que enjuiciar desde un principio las emociones y los afectos
326 El hombre com e ser social

acontecer las incitaciones sentimentales y los movimientos del


ánimo se manifiesta el elemento temporal aún con mayor fuerza
que en los estados o temples. Es propio de la finitud de los seres
vivos que hayan siempre de buscar fuera de sí mismos el bien
que satisface su anhelo. Este «fuera» es al tiempo el «aún no»
de la 'posesión y del disfrute. Pero el futuro puede igualmente
querer decir amenaza y peligro. No es por casualidad por lo que
la doctrina clásica de los afectos consideraba formas fundamen­
tales de ellos, junto al placer y al displacer, el futuro del placer
anticipado en el deseo y el temor como peligro anticipado. Ahora
bien, también el efecto de las experiencias pasadas pertenece a
la temporalidad de los afectos. Ya Platón destacó que la referencia
del deseo al futuro está mediada por la memoria (Filebo, 35c
12 ss). ,
Así, pues, la presencia en el sentimiento del todo de la vida
que desborda del momento, es un requisito de la conducta de los
vivientes. En este hecho estriban la justificación y la necesidad,
junto a la observación de la conducta, de la psicología del vivir.
En vista d é la importancia motivacional del vivir para la conducta,
puede ahora exponerse con más precisión nuestro rechazo de la
reducción conductista de la psicología al comportamiento exter­
namente observable; rechazo que se basaba en que, para entender
la conducta, resulta imprescindible admitir un sujeto que se
comporta®. Ahora bien, la función motivacional del vivir se
concentra en ias emociones y los afectos. En ellos es donde el
hombre toma paite, en su modo propio, en lo que caracteriza en
^general a la vida animal. Lo único específico suyo es aquí ia
manera como se le hace presente el todo de su vida, a saber: en
la explícita diferenciación de los momentos de éste, que es si­
multáneamente referencia de los unos a los otros.
La autotrascendencia de la vida afectiva se halla referida en
gran medida al mundo cotidiano social en el caso del hombre,
como ser vivo especialmente social que es. Lbs afectos positivos,
en los que el individuo se abre a su mundo, se hallan extática­
mente introducidos en las relaciones interhumanas. En ellos no

como «deslices», tom o hace St. Strasser (Das Gemiit, 179ss). La «excitación»
(18 J) se corresponde más bien con la temporalidad dei vivir, a modo de una
ruptura de estados enrigideeidos o inertes.
62. C f. supra 37, nota 7.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 327

está el individuo primordialmente centrado en su yo, sino que se


encuentra arrebatado y entregado'extáticam ente. P o r.ello , M.
S ch eler ha podido cafacterizar a la endopatía que denomina «sen­
tirse uno con» como raíz de todos los sentimientos de simpatía63.
Esta tesis se ve corroborada por la psicología evolutiva contem­
poránea, d e acuerdo con la. cual el desarrollo del niño parte de
una fase «simbiótica» en que no distingue todavía de la madre
el propio sí mismo —ni aun su cuerpo— (cf. en el capítulo quinto
las notas 92ss). La conciencia de esta unión simbiótica no se
pierde del todo ni siquiera después de que se consiga diferenciar
del entorno el cuerpo, el sí mismo y el yo propios, aun cuando,
en opinión de Scheler, en el hombre «se ha oscurecido pode­
rosamente en comparación a lo que pasa en muchas especies
animales» (51), y aún mucho más en el ámbito intelectual oc­
cidental moderno que en las sociedades «primitivas» (36-37).
Algo de ella sigue obrando en la vida anímica temprana del niño,
especialmente en la absorción en el juego; y lo mismo cabe decir,
respecto del adulto, a propósito de la unión sexual; o, en deter­
minados fenómenos ..religiosos, a propósito del comportamiento
del alma de la masa (41 ss). Quizá tales fenómenos parezcan
extraños y peregrinos a quien los contempla sumido en la pers­
pectiva de la cotidianidad secular. Sin embargo, en ellos se ex­
terioriza el «sentirse uno con» originario y básico, respecto del
cual todas las diferenciaciones posteriores son secundarias.
En su interpretación filosófica de las pasiones, que ocupa un
tercio de su gran Tratado de la naturaleza humana, David Hume
expresó el juicio diametralmente opuesto. Desarrolló su concep­
ción acerca de las pasiones 64 partiendo de la rteferencia de éstas

63. M. Scheler, Esencia y fo rm a s de la simpatía, Buenos Aires 31957,


128ss, sobre todo, 105ss. Las referencias a páginas que siguen en el cuerpo
del texto remiten a esta obra.
64. Por otra parte, Hume apenas dedicó atención a la relación entre el
afecto y la pasión; se limitó a distinguir las pasiones, como more violera, de
las más suaves emotions (Tratado, II, 444). Affection, en cambio, es un con-,
cepto que en Hume está próximo al de impression (impresión sensorial). Sin
embargo, objetivamente admitió a su modo la distinción entre el afecto mo­
mentáneo y la pasión duradera (como ya hacía Crisipo, cf. Pohlenz, Die Stoa,,.
I. 147s.). puesto que diferenciaba direct passions (such as arise immediately
from good or evii, from pain or pleasure) e indirect passions, que se basan en
una reflexión (276s.): en la que se refiere a la relación del objeto de que se
trate con el sí mismo. Espinosa señala el tránsito desde la psicología tradicional
32S E l hombre como ser social

al yo o al sí mismo. Comenzó, pues, por el orgullo y la humildad


como las dos formas fundamentales de la pasión (227ss), porque
tienen'por contenido propio —positiva o negativamente— el sen­
timiento de sí mismo (278). Es cierto que el orgullo se refiere
también a otros objetos —tales como las ventajas naturales,, las
posesiones, las obras o ios honores— , pero siempre lo hace.tan
sólo en consideración de su significado para el propio sentimiento
de sí mismo (292, Cf. 300ss). Y desde el mismo ángulo examinó
también las pasiones referidas a otras personas, cuyas formas
fundamentales estimaba que eran el amor y. el odio (329ss). Según
Hume, amamos a otros o bien porque pertenecen a nosotros
mismos, de modo que el amor hacia ellos es en realidad amor a
sí mismo, o bien porque nos sentimos bien en el trato con ellos
—y también entonces es.decisiva la referencia a nosotros mis­
m os— (352ss).
Esta descripción, ¿no invierte el verdadero estado de las co­
sas? Desde luego, lo que Hume dice sobre las pasiones es la
exacta reversión de la frase de Scheler: «El hombre vive al prin­
cipio más en los otros que en sí mismo; más en la comunidad
que en su individualidad»65. Las investigaciones sobre la evo­
lución del yo confirman, sin embargo, ábundantemente la verdad
de esta tesis. Y, por otra pare, ¿no descuida Hume completamente
eS olvido de sí mismo que se presenta en las pasiones? Sin em­
bargo, su teoría no descansa simplemente en una desfiguración
caprichosa de las cosas. La inversión en cuestión se lleva a cabo
en la propia realidad efectiva del hombre. Y se apoya en la
duplicidad del modo como el hombre experimenta el vivir. De
un lado, está presente en el sentimiento la totalidad de la vida,
que desborda del momento dado, y que es articulada por el objeto
que suscita nuestros afectos. De otro lado, todas las vivencias
están, sin embargo, referidas al lugar dado de la existencia, a la
realidad efectiva momentánea del yo. Si en la evolución del
individuo se h a alcanzado la diferenciación entre el yo y el en­

de los afectos a la de Hume. Su reducción de los cuatro afectos fundamentales


de los estoicos a tres va vinculada a la derivación de ios afectos a partir del
anhelo de autoconservación. Sobre ello, H. G. Heimbrock, Selbsterkenntnis
alg Gotteserkenntms, Spinozas Ajfektenlehre im Zusammenhang m il der neueren
psychoanalytischen Narzissmustheorie, en Craemer-Ruegensberg (ed.) Pathos
Affekt, Gefiihl, I, 205-30.
65. M Scheler, Esencia y formas de la simpatía, 293,
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 329

torno, y si el yo ha obtenido realidad duradera en el reflejo de


la representación del sí mismo propio, entonces surge fácilmente
la grieta —apenas superable en adelahte— entre el yo y los otros.
Hume la presupone, pero no la describe verdaderamente. Fue
Sartre quien la tematizó en su tratamiento de la corporalidad como
desnudez expuesta a la mirada del otro; el deseo sexual como
intento vano de apoderarse de la otra persona en el medio de su
cuerpo; y el amor como anhelo, asimismo trágicamente incapaz
Je satisfacción, de poseer la libertad del otro en tanto que
libertad“ . El amor mismo aparece aquí como una estrategia de
defensa, como el intento de liberarse de ser presa del otro iden­
tificándose con él. Una identificación que en realidad es la ab­
sorción del otro y que, por lo mismo, sea como quiera, ha de
fracasar. Y el impulso del deseo sexual, que Sartre presenta como
el recurso de sustitución para el fracaso del amor, y que aspira
a la posesión del otro aunque sea utilizando el rodeo de su cor­
poralidad, es desde un principio incapaz de alcanzarlo como
persona. Y si a partir de aquí se vuelve comprensible la transición
al odio, que desea desembarazarse radicalmente del otro y de su
incursión, sin embargo, el odio es también, justamente, un fra­
caso. Pues precisamente cuando consigue suprimir al otro, «no
puede, con todo, hacer que el otro no haya sido». De modo que
la referencia al otro se vuelve separación y alienación irrevoca­
bles: «Porque el otro aniquilado se ha llevado a la tumba la clave
de esta alienación»67.
La descripción sartriana, con todo su estremecedor realismo,
es, por cierto, tan parcial como la de Hume. Incluso el hombre
que se aísla consigo mismo permanece en dependencia del todo
de la comunidad humana, que lo sobrepasa. Jamás está sólo
constituido por su ser-para-sí, sino que sigue siempre determinado
por el hecho previo de] nexo simbiótico en cuyo ámbito despertó
a su ser-para-sí. Este hecho y su importancia perdurable para la
constitución del individuo han sido pasados por alto tanto por
Sartre como por Hume. En cambio, el mérito de la psicología
profunda de C. G. Jung es haber puesto de'relieve en su signi­
ficación a propósito de la constitución del sí mismo la previa

66 . j. P. Saitre, L ’Étre et le Néant, 454ss, 490, 493ss, 468ss, sobre todo,


471.
67. Ibid., 526s.
330 E l hombre como ser social

dependencia del individuo respecto de la comunidad. Según Jung,


el sí mismo abarca ya siempre más que el yo, ál cual, por su
parte, concibe, en el sentido del para-sí sartriano, como «centro
del campo de la conciencia»68. Las partes del sí mismo que no
han hallado acogida en la conciencia del yo son para este pensador
la «sombra» que hay que integrar en el yo, de modo que éste
vaya aproximándose al sí mismo®. Las partes no integradas del
inconsciente se exteriorizan en proyecciones, entre las cuales
destaca la compensación positiva (cf. 23) de la limitación del yo
medíante las imágenes sexualmente determinadas y contrapuestas
del anima y el animus (20 ss); una compensación que recubre las
relaciones fácticas de Jos sexos (23). Debe celebrarse como una
importante ampliación de la psicología del yo de la escuela freu­
diana la introducción del punto de vista de la «compensación»
en la interpretación del inconsciente70. El entorno social del in­
dividuo no se hace notar sólo en el «aparato psíquico» gracias a
la instancia del superyó. El individuo no encuentra en su entorno
social solamente el punto de partida y el polo opuesto para la
edificación del propio sí mismo, de la propia identidad; sino,
además, el complemento de su finitud. Ahora bien, Jung hipos-
tasió en arquetipos estas funciones de complementariedad del
inconsciente, en vez de entenderlas como la expresión de la
estructura de la psique71. Por otra parte, abolió la trascendencia
de Dios y los dioses asumiéndola en la trascendencia psíquica
del sí mismo respecto del yo72. Ello ha dado lugar a que a él
mismo se je echara en cara (R. Keintzel) la inflación psíquica:

68 : C. G. June, Aion. Beiträge zur Symbolik des Selbst (1959) = 9/II


(1976), 14s. ~ '
69. Ibid. 32. Pero-surge así el peligro de una «inflación» del yo hasta
convertirse en la realidad omniabarcante; y, en virtud de este peligro, Jung
prefiere distinguir los arquetipos de! yo (32s) e interpretarlos como instancias
cuasi divinas (36, 50 s). Acerca del concepto de «inflación psíquica», Cf. la
investigación de ese título realizada por R. Keintzel (1975), 15ss. Éste autor
destaca ¡a referencia religiosa de esa noción, en el sentido de una afinidad
ilusoria de! alma con Dios (17, 19s el passim).
70. A pesar de que critica la expansión dada por Jung a esta perspectiva.
R, Keiotze! reconoce también su fecundidad, si bien él preferiría hablar de
complementariedad, más bien que de compensación (257ss; 262; 258s, 263ss).
71. A sí dice, con razón. Keintzel. Psychischen Inflation, 55s.
72. F. J. Kanne, Selbstverwirklichung. Eine Konfrontation der Psycho­
logie C. G. Jungs mit der Ethik (1967), 150ss.
Identidad y no-identidad como tem as de la vida afectiva 331

la inflación del yo hasta igualarlo con Dios. La cuTal comporta,


ciertamente, la tendencia a declarar en cierto modo indiferentes
eí bien y el mal, a base de propugnar la integración de la «sombra»
en la personalidad73: Y, por fin, se ha reprochado también a Jung
que el concepto inflacionario de la psique colectiva le hace des-,
cuidar la relación concreta entre un hombre y otro74. Sin embargo,
también es posible leer la tesis de la compensación precisamente
como la expresión de que el individuo necesita ser complemen­
tado por la relación concreta entre un hombre y otro. Pero es
verdad que hay ya síntomas de inflación de la psique siempre
que la compensación por la vía de las imágenes del inconsciente
se convierte en el sustitutivo de esa relación concreta, o donde
se deja descender ésta a no ser más que la ejemplificación de
unas supuestas estructuras arquetípicas. ,
El hecho de que el hombre esté ordenado a un cumplimiento
de su vida que le sobrepasa a él mismo y que se manifiesta
especialmente en la comunidad con los demás hombres, se ex­
terioriza en los afectos y pasiones positivos —sobre todo en los
sentimientos de sim patía— , y también en la alegría y en la es­
peranza. Arrancan éstas del aislamiento, y, por ello, no deben
sólo estimarse como expresiones de la referencia del hombre a
su yo. Es en cambio característico de los afectos, temples y
pasiones negativamente referidos al mundo y a! entorno social
—tales como el temor, la angustia, el orgullo, la tristeza, la
envidia y el odio— el hecho de que aíslan sobre sí al individuo.
Frente a ellos, los afectos y las pasiones positivos deben enten­
derse como expresiones de una «expectativa anticipatoria» en la
que el hombre tiene conocimiento acerca del «final positivo o
negativo al que necesariamente va a parar su devenir»75. Este
conocimiento latente se enciende gracias al objeto del afecto y
!a pasión. De este modo, se vuelve inteligible el sentimiento de
ser presa, de ser dominado, que va simultáneamente unido al
dejarse hacer presa, al sentimiento de elevarse por sobre lo co­
tidiano y al crecimiento en uno mismo de fuerzas que no se

73. Sobre esto, F. J. Kanne, SelbsU>erwirklichimg, U 4ss.


74. H. Trüb, Heilung aus der Begegnung. Eine Ause'mandersetzung mit
der Psychoiogie C. C, Jungs, 1962, 48ss. '
75. St. Strasser. Das Cemiit, 205. Cf. sobre lo-q u e sigua cuanto dice
Strasser, 206ss.
332 El hombre como ser social

sospechaban. Hay, desde luego, ei peligro de confundir la com-


pleción absoluta de uno mismo con el objeto de la pasión, de
modo que resulten pasiones obsesivas y dependencias que escla­
vicen. Pero puede también ocurrir que ia pasión sea la respuesta
a la voz del Dios trascendente en las situaciones concretas del
mundo cotidiano: la respuesta a una llamada que eleva por sobre
lo cotidiano y capacita para un extraordinario don de sí mismo
sin llevar a la ceguera de un falso absoluto.
En el sentirse-uno-con que extingue la individuación hay que
ver una perversión de la pasión que debe describirse como una
regresión. En este caso, como mostró Max Scheler, «coinciden
volverse héroe y necio»: «A un mismo tiempo,- el hombre se ve
‘elevado’ sobre su estado corporal y desposeído de sí mismo en
tanto que se’r espiritual»76. El tentador atractivo de esta regresión
tiene su fundamento en el hecho de que el aislamiento y el hiato
entre el yo y el mundo deben realmente superarse. Pero no al
precio de la liquidación del proceso de diferenciación individual.
La unidad ha de ser buscada en la diferencia misma. Y ello se
lleva a cabo por el amor. Reconociendo al otro es como el amor
supera el abismo que riie separa de él.

2. Alienación y pecado

El desarrollo de las ideas en la segunda parte de esta antro­


pología ha partido de la no-identidad del hombre con su destino
«abierto al mundo», tal como es tematizada en la doctrina cris­
tiana del pecado. La consignación de esta no-identidad motivó
la cuestión por el lugar en que se expresa, en la tensión entre
centralidad y excentricidad, la identidad que, con todo, hay en
el vivir humano. Que no se trata de una cuestión externa a la
• realización concreta de la vida del hombre fue lo que se puso de
manifiesto en ei fenómeno de la autoconciencia. El resultado de
examinar éste fue ver que con la pregunta por la identidad del
yo y el sí mismo está ya tratándose la relación entre el individuo
y la sociedad. Además, la autoconciencia mostró depender de
una familiaridad más originaria, que aún no aprehende expre-

76. M. Sche]er, Esencia y fo rm a s de la simpatía, 57.


Identidad y no-idenlidad como temas de la vida afectiva 333

sámente como objeto suyo al «sí» del sí mismo, sino que tiene
su patria en el nexo simbiótico del individuo con el mundo en
que vive. El sentimiento mostró ser en la vida del individuo el
suelo de esa familiaridad que constituye el fundamento de la'
relación consigo mismo. Ahora bien, el análisis de la esfera de
los sentimientos reveló, entre otras cosas, que én los estados de
ánimo alto y en los afectos positivos, en los que el hombre más
uno consigo mismo es, precisamente no se ocupa el hombre
consigo mismo, sino que está «extáticamente» abierto y entregado
a la realidad del mundo en que vive y a la del fundamento que
ío soporta. En cambio, el hombre se muestra rechazado sobre sí
mismo en los estados de ánimo bajo y en los afectos negativos.
Se impone por sí solo el recuerdo de la visión cristiana del pecador
como homo incurvatus in seipso. ¿Quiere ello decir que el curso
del análisis de toda esta segunda parte, orientada por la cuestión
de la identidad del hombre, representa de fa d o una exposición
de la doctrina cristiana del pecado? El hombre que se afana por
su identidad es, evidentemente, el hombre dei pecado. En vez
do dedicarse al servicio de las tareas de la comunidad humana y
experimentar ahí el sentido de su vida, se preocupa ante todo
por sí mismo. Lo cual es suficiente indicio de que le falta su
identidad auténtica,' Pero, naturalmente, esta descripción no con­
cuerda sin más ni siempre con la conciencia del hombre que se
ocupa consigo mismo. Este tal puede hacer enmudecer o puede
reprimir el sentimiento de su no-identidad. Quizá piensa que
obtendrá su identidad por la vía de la realización de sí mismo (y
de la construcción para sí de una identidad). Pero precisamente
entonces muestra ser el hombre alienado de sí mismo. Si com­
prendiera que carece de ella en tanto que está a la busca de su
identidad, tendría entonces, simultáneamente con este conoci­
miento de su carencia, una conciencia, siquiera fuera vaga, de
su verdadero sí mismo. Y, sin embargo, el hombre que se ocupa
consigo mismo, al pensar que está muy próximo a su propia
identidad en esta su ocupación consigo, está precisamente alie­
nado de su verdadero destino, de su auténtico sí mismo. Ello no
excluye que acompañe al camino del individuo en su preocu­
pación en tomo a sí mismo un oscuro sentimiento de tal alie­
nación. En tanto que ser que tiene consigo mismo familiaridad
y que es consciente de sí, su situación tiene que estarle al final
334 E l hombre como ser social

presente al hombre de algún modo, por quebrado y escindido


que sea.. Es incluso posible que tenga conciencia explícita de su
alienamiento y del deseo de superarlo. Quizá se afane por eli­
minarlo subvirtiendo las condiciones individuales y sociales de
su vida. Todo ello no cambia nada en su estado de alienación
real, si lo que él considera alienación no es verdaderamente
aquello en lo que su alienación consiste. Naturalmente, aún no
queda superada la alienación tampoco por el hecho de que la
conciencia la capte correctamente. Sin embargo, 'en tal caso la
conciencia, en su excentricidad, aunque sigue .ligada a la-alie­
nación, está sin embargo ya, al mismo tiempo, más allá de ella.
En cambio, el error al identificar la alienación y el concentrarse
en la eliminación de lo que erróneamente se da por causa de la
alienación, perpetúan la verdadera alienación con más seguridad
aún de lo que lo hace la mera ilusión dé que no hay alienación
alguna.

a) Alienación

Los conceptos de alienación y autoalienación han sido objeto


de viva discusión a partir del conocimiento de los escritos del
joven Marx, especialmente los Manuscritos económico-filosófi­
cos de París (1844). Por cierto que la discusión no alcanzó el
máximo de su intensidad ni inmediatamente después de la primera
edición (1927) o de la publicación del texto alemán (1932), sino
sólo después de la segunda guerra mundial77. En la tesis de Marx
acerca de la alienación del hombre respecto de sí mismo debida
al sistema capitalista de la propiedad y el trabajo se vio en las
propias sociedades occidentales un diagnóstico del tiempo pre­
sente: la explicación de las cargas que gravan la vida humana
provenientes de las coacciones anónimas de la sociedad técnico-
industrial avanzada. La «antropología del joven Marx» impulsó
una nueva fase de interés por el marxismo.
Desde luego, era evidente que el concepto de alienación de
Marx guardaba estrecha relación con la filosofía de Hegel; es­

77. Sobre este punto, cf. O. Schatz, Entfremdung ais anthropotogisches


Problem (1966-1967), en H. H. Schrey (ed.), Entfi-emdung (1975), 115-79,
sobre todo, 116s.
Identidad y no~identidad como temas de la vida afectiva 335

pecialmente con el uso qye hace de él Hegel en la Fenomenología


del espíritu (1807). Se discutieron las diferencias entre las con­
cepciones marxista y hegeliana de la alienación, y algunos es­
timaron que Hegel era el verdadero creador del concepto78. Se
sabe, por otra parte, que la idea de alienación -tiene raíces muy
anteriores71'1. En la antigüedad, «alienación» podía querer decir
hurto (por ejemplo, en Polibio) o, también (desde Aristóteles) la
enajenación de la propiedad de una cosa o de los derechos sobre
ella. Pero había también junto a éstos un uso de la palabra que
no tenía que ver con el ámbito del derecho de propiedad, sino
con eí de la comunidad humana y la pertenencia a ella. Ajeno o
alienado respecto de una persona o una comunidad es o está el
excluido de ella (Aristóteles, Política, 1248 a 40). Esta acepción
del término se encuentra también en la traducción griega del AT
(LXX): los pecadores «se han separado» desde el seno materno
(Sal 57 [58], 4; Cf. Os 9, 10; Ez 14, 7). Y en el NT se dice
también que los paganos —como en otro tiempo los cristianos
provenientes de la gentilidad (Col 1, 21; Ef 2, 12)— están «como
extraños excluidos de la yida de Dios (cuir|?Jayt;pLCöjisvoi if^c
Ccofjc to o 9eoü), porque les falta el conocimiento y su corazón
está endurecido» (Ef 4, ¡ 8). En el sentido de distancia y aleja­
miento de Dios, se usó luego el término tanto en la gnosis como
en la patrística cristiana para describir la situación del pecador.
Agustín ve en este alejamiento la secuela de la concupiscencia,
de modo que, en uno de sus sermones, hace la siguiente exhor­
tación: «Si no suprimes tu concupiscencia, ella te alejará (te
extrañará, te alienará) de Dios»Sü. La ahenación tiene ya aquí
resonancias de relación consigo mismo. Y es evidente que se
trata de un motivo estoico. Ya Zenón refirió la oikeiosis y su
contrario (¡a alienación) no solamente a la relación con otras
cosas y otros hombres, sino consigo mismo8j. Debemos apar­

> 78. Ya H. Popitz, Der entfremdete Mensch. Zeitkritik und Geschichtsp­


hilosophie des jungen Marx (1953) situó las ideas de Marx en el contexto más
amplio del desarrollo del idealismo alemán desde el principio del siglo XVIII.
79. Sobre ello, véase el artículo de E. Ritz acerca de la historia del
concepto en el Historisches Wörterbuch der Philosophie 2 (1972), 509-525.
En 510 se encuentran testimonios sobre usos del término en la antigüedad.
■80. Agustín. Homil. 42. 8: ne abstraheris a concupiscencia tua^ alienar te
a Deo. Otros testimonios patrísticos, en Ritz, 511.
81. M. Pohlenz, Die Stoa II (1972), 66 . Cf. I, 330 acerca de Epicteto,
336 El hombre como ser social

taraos de la falsa aprobación, y hemos de sabemos más alejados


aún de ella que de todo lo demás .que contraviene a nuestra
verdadera naturaleza82. En conformidad con ello, Agustín inter­
preta el deseo del salmista de tenderse a dormir en paz como
referido al apartamiento de las cosas ,pasajeras- y las cargas de
este mundo33. La terminología de la mística cristiana está en
conexión evidente con esta acepción ética del apartamiento, agu­
dizada en la idea de la negación de sí mismo. Aparece aquí por
primera vez el pensamiento de la autoalienación. Se encuentra
ya objetivamente en el maestro Eckhart: «Si debo recibir en mí
la palabra de Dios, debo entonces alejarme completamente de
cuanto es mío, porque ella es respecto de mí lo ajeno»34. Ahora
bien, en el sentido inverso, la idea de la autoalienación como
alejamiento del propio sí mismo verdadero va también unida con
la interpretación cristiana del pecado como alienación83.
Los datos que aporta la historia de los conceptos legitiman a
la teología cristiana para que trabaje con las nociones de alie­
nación y autoalienación como elementos de su patrimonio. No
necesita empezar por tomarlos prestados de, la filosofía o de la
psicología social modernas.. Pero también es cierto que estos
conceptos apenas han jugado papel aíguno en la cristalización
escoiástica de la doctrina cristiana acerca del pecado, sino que
han tenido que ser devueltos a la teología moderna desde fuera.

Ench. 2 y II, en donde sostiene Pohlenz que la división de las cosas en las
esferas de lo que debe verse como propio (oikeios) y lo que hay que considerar
ajeno «constituye el fundamento de la ética de Epicteto». ’
82. A sí, Cicerón dice de los estoicos en De fin . III, 5: a falsa autem
adsensione magis nos alienatos esse quam a ceteris rebus quae sint contra natura,
arbilrantur.
83. Agustín, Enn. in Ps. 4, 9: recte enim speratur a talibus omnímoda
mentis abalienatio a mortalibus rebus, et miseriarum huius saecuii oblivio...
ubi summa pax nullo tumulto interpellari potest. Cf. también Super Gen. ad
Un. 12, 5 (MPL 176, 632ss). .
84. M eister Eckhart Werke (ed. H. Pfeiffer) (1857), 257, 9-11; citado
por E. Ritz, Entfremdung, en H istorisches Wórterbuch der Philosophie 2 (1972)
512. En el mismo lugar se encontrarán también ejemplos que preparan en la
escolástica cristiana —sobre todo, entre los Victorinos y Buenaventura— esta
acepción mística del término.
85. A sí, en el filósofo renacentista Tomasso Campanella, en cuya Me­
tafísica III, Bologna 1967, 82. se dice que por la subordinación del amor de
Dios al amor de sí es como si se alienara el alma de sí misma (a seipsa quasi
aliénala).
identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 337

Pero en este proceso no se trata sencillamente para la teología


de volver a apropiarse de su patrimonio, de modo que quepa
rec ib ir sin reparos el uso que dan a estos términos la filosofía o
la psicología social. El empleo que ¡a filosofía moderna hace de
ja noción de alienación no proviene en línea directa de la .mística
cristiana, por más conexiones subterráneas que pueda haber entre
una cosa y la otra86; sino que deriva del sentido que en la economía
v el derecho privado tiene alienatio como enajenación de una
propiedad87. Desde luego que también esta idea se ha empleado
a propósito de la relación consigo mismo —lo hace J. J. Rous­
seau—, y., así, ha producido la noción de la enajenación del sí
mismo propio. Rousseau, en efecto, en su concepción del con­
trato social contrapuesta a la idea hobbesiana del contrato de
sometimiento, desarrolló el mqdelo de la venta como aliénation
totaie del individuo en la sociedad, con el fin de expresar el
trueque de la libertad natural contra la igualdad de derechos de
los ciudadanos88.
La idea —publicada ya por W. v. Humboldt en 1793 y de­
sarrollada Suego por H egel— de que el hombre debe,salir de sí
para ganarse hay que ponerla ante todo fen conexión con el término
«alienación» en el sentido que le daba Rousseau”9. Se trata de la
generalización del pensamiento de que el hombre hace a la so­
ciedad transferencia de sí para recobrarse a sí mismo a título de
ciudadano. En consonancia con ello, Hegel describió en la Fe­
nomenología del espíritu (1807) la apropiación espiritual de la
realidad objetiva como un proceso de autoalienación y superación
de la autoalienación. El movimiento del espíritu consiste en «vol­
verse otro, es decir, objeto de sí mismo, y superar este su ser
otro»; y en é! «aliena» su inmediatez «y vuelve luego a hallarse

86 .
Acerca de ello, cf. E. Topitsch, Soiialphilosophie zwischen Ideologie
üiiíÍWissenschaft (1%6) 261s. 1
87. Así, E. Ritz, fíistorisches Worterbueh der Philosophie 2, 512.
88 . E. Ritz 512, ¿obre El contrato social I, 6 . En cambio, H. Barth, Über
tHe Idee der Selbstentfremdung des M enschen bel Rousseau (1959), en: H. H.
Sehrcy (ed.), Entfremdung, 3-26. no pasa a analizar en absoluto el uso que el
propio Rousseau hizo del concepto de alienación, sino que describe los aspectos
üc crífica rusoniana de la cultura que, a la luz de una acepción posferior del
término «alienación», podrían designarse como tal,
89. W. v. Humboldt, Werke I, 236 añade que lo que importa es que el
hombre «no se pierda a sí mismo en esta alienación» al dispersarse en la
multiplicidad. Cf. Ritz, Entfremdung, 513.
Et hombre corno ser social

partiendo de esta alienación»90. La idea de enajenamiento había


sido ya preparada por la Doctrina de la ciencia de 1794, de
Fichte91. Pero fue Hegel quien entendió este enajenamiento o
alienación como un momento de. la autoconciencia del espíritu.
La autoconciencia «tiene sólo realidad en la medida en que se
aliena. Al hacerlo, se pone a sí misma como general y esta
generalidad suya es su validez y su realidad efectiva»52. Sigue,
pues, aquí trasluciéndose claramente la concepción rousseauniana
de que el individuo se gana a sí mismo como sujeto de derechos
medíante su enajenación en la sociedad. Pero Hegel encuentra
además que es la misma la estructura de la relación de la auto-
conciencia con la conciencia de objetos: enajenándose, la auto-
conciencia produce su mundo, el cual, sin embargo, es en su
exterioridad tan ajeno a ella, «que ella tiene en adelante la tarea
de apoderarse de él»93. Y, por fin. es también esta misma la
estructura que Hegel, en la concepción del «autoabajamiento de!
ser divino» en la encamación, vuelve a ver cuando expone la
religión cristiana94.
Precisamente el hecho de que Hegel haya incluido la idea
cristiana de Dios en, su interpretación del enajenamiento y la
alienación pone de manifiesto su distancia respecto de la con­
cepción cristiana tradicional de la alienación. En ésta, en efecto,
la alienación, junto al sentido primitivo y negativo de separación
de Dios en el pecado, podía también tener la acepción positiva
de autorrenuncia. Pero esta autoalienadón jamás se dice, por
cierto, de Dios. A diferencia de lo que ocurre con el autoena-

90. G. W. F. Hege!. Phänomenologie des Geistes (ed. L Hoffmeister),


32; trad. cast.: Fenomenología del espíritu, Madrid 198]). E) resultado de la
superación de la alienación es que el espíritu, en adelante, es, en su verdad y
en su efectiva realidad, «propiedad de la conciencia». Cf. 347s. (D er sich
entfi-eincfete Geist, die Bildung) y 350s; pero ya también 20.
91. Fichtes Werke (ed. F. Medicus I, 165). En la Wissenschaftslehre de
IS04, la idea de enajenamiento en el sentido de objetivación juega un papel
mayor (ed. R. Lauth-J. Wkimann. f 1975] 233s; cf. 141, 154). Especialmente,
se llama ahora «enajenamiento» al proceso de objetivar, en tanto que génesis
de la objetividad (265). El término «alienación» se usa asimismo en 10 y 67
como sinónimo de objetividad.
92. Phänomenologie des Geistes, 351.
93. Ibid. Cf. también Ästhetik ! (ed. Moldenhauer-Michel) (1970) 28.
94. Phänomenologie des Geistes, 539s. La alienación pecaminosa del ser
de Dios es sólo un momento en este proceso (ibid., 539s y 537s: cf. también
J. Rjngleben, Hegels Theorie der Sünde [1977], 55ss).
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 339

jenamiento como desprendifniento de sí (Flp 2, 7), antes de Hegel


no se la encuentra en modo alguno como descripción de la en­
carnación. Hay que ver la razón de ello en el hecho dé que la
alienación es pensada en toda su seriedad como separación, bien
sea respecto de Dios, bien sea respecto del yo del pecador; y
justamente no se la piensa como conservación y ganancia de sí
mismo en lo otro «de uno mismo». Y no cabe decir de Dios, ni
siquiera al considerar la encamación y ía cruz de Cristo, que se
separa de sí mismo. No puede por esto pensarse la encamación
como autoalienación de Dios; y, en cambio, el pecado humano
es realmente autoalienación —separación del hombre respecto de
su sí mismo verdadero— , en el sentido al que se refiere Cam ­
panera (cf. nota 85), a saber: que la separación dei pecador por
respecto a Dios significa al mismo tiempo separarse del auténtico
destino del hombre, ligado a la comunidad con Dios.
Desde este punto de vista, no es posible aún, en modo alguno,
interpretar el hecho de que la conciencia humana se halle orien­
tada hacia un mundo de objetos como «autoalienación». Ello sólo
sería plausible en el caso de que el sí mismo estuviera dado para
sí ya antes de toda referencia objetiva, de modo que hubiera que
aprehender la referencia objetiva como pérdida de semejante uni­
dad primitiva consigo mismo. Pero esta idea sólo aparece como
consistente sobre la base de una filosofía trascendental del yo
como la de Fichte. Al sostener, en cambio, Hegel la tesis de que
el yo sólo accede a sí mismo en lo otro de sí mismo, su concepción
del autoenajenamiento y la autoalienación da a entender que el
yo sólo se encuentra a sí mismo en lo otro en la medida en que
reconoce en lo otro la objetivación de su propia actividad. Si la
unidad del yo estuviera realmente pensada a partir de la relación
con lo otro, ei enajenamiento no podría significar alienación, ya
que, antes bien, el ser fuera de sí cabe lo otro constituiría la
identidad propia. En esta perspectiva habría más bien que tildar
de alienado respecto de sí mismo al que permanece encerrado en
sí. Por ello, y en el sentido de las consideraciones acerca de la
subjetividad y la identidad personal deí hombre que se han ex­
puesto en ei capítulo anterior, debería distinguirse entre enaje­
namiento y alienación; en tanto que, cuando en Hegel ambas
cosas son unificadas, se trata de una repercusión del concepto
idealista del filósofo acerca del sujeto como origen productor de
su mundo.
340 E l hombre como ser sochd

Es en este lugar donde tienen su punto de contacto la com­


prensión cristiana de la alienación como pecado, cuya esencia
está en cerrarse■contra Dios, y la noción marxista de alienación.
El joven Marx levantaba su protesta contra que la objetividad de,
■la conducta del hombre fuera ya para-, Hegel indicio de aliena­
ción95. Tampoco desde la perspectiva teológica cabe calificar de
pecado al mero hecho de volverse hacia los objetos del mundo,
sino sólo a la concentración en la concupiscencia de la relación
entre el yo y el mundo. En esto se contiene aún otro elemento
más en común con el concepto de alienación del joven Marx; en
concreto, con su crítica de la reducción a la posesión como
exclusivo sentido de la relación con el mundo96. Pero estos puntos
en común están atravesados por una oposición profunda en la
comprensión de la alienación misma.
Como el hombre, según Marx, está por naturaleza puesto en
relación con los objetos, pertenecen también a su naturaleza la
elaboración y la producción de ellos: «... Su producto objetivo
confirma tan sólo su actividad objetiva: su actividad a títujo de
actividad de un ser objetivo, natural» (273). Marx veía aquí la
«exteriorización» natural «de la vida» del hombre (239; cf. 274);
exteriorización a la que, teniendo en" cuenta su resultado, de­
nominaba a veces «enajenamiento» en el sentido de Hegel (229).
Pero, por lo regular, el sentido de «enajenamiento» se aproxima
en Marx al de enajenación como cesión (229) del ser activo del
hombre (cf. 239, 289, 299); enajenación que tiene jugar por que
el producto de su actividad se convierte en propiedad exclusiva
de otro. Por ello la propiedad privada es para Marx la «expresión»
palpable «de la vida humana alienada» (236). (Si, de acuerdo
con la doctrina de Adam Smith, el trabajo humano debe consi­
derarse la fuente de toda riqueza, la propiedad privada significa

95- K. Marx, Ntuiotialokonom ie und Philosophie (1 8 4 4 ), en; Die


Friihschriften (ed. S. Landshut) 226-316, sobre todo, 2 6 ] s y 270s, 273ss (trad.
cast.: Manuscritos de economía y filosofía, Madrid 5J974). Cf. G. Lukacs,
Der junge Hegel f 1948; 1954), 611-46, sobre todo, 6 17s, que reprocha a Hegel
que, al hacer uno el «pseudomovimiento» de la enajenación del espíritu en el
mundo de los objetos naturales con el enajenamiento real en ¡a praxis social
de la historia, ha transmutado igualmente a ésta en un pseudomovimiento.
96. tbid., 240; cf. 258 y, además, lo que dice E. Thier sobre el origen
en Moses Hess de este pensamiento, en Das Menschenbild des jungen Marx
(1957), 41ss. Las indicaciones de página que siguen en el cuerpo del texto
remiten a ia edición ya citada de los primeros escritos de Marx.
Identidad y no-identidad como teman de la vida afectiva 341

entonces la expropiación de los que no jfoseen, de modo que «la


exteriorización dé la vida del hombre es su' enajenamiento; su
realización es su desrealización: una realidad ajena» (239) —aje­
na. en tanto que propiedad de otro.
A la base de esta argumentación no está sólo el supuesto de
que la actividad del hombre es la exteriorización de su esencia,
sino, sobre todo, el de que el hombre realiza y posee su esencia
en su actividad. Unicamente debido a esto es como la exterio­
rización de su esencia en el producto de su actividad puede dar
lugar, a que se arrebate al hombre, junto con este producto, su
esencia misma, es decir, a que el hombre se aliene. ¿No habría,
pues, alienación alguna si la actividad propia y sus productos
quedaran para los individuos activos mismos? Tal posición se ha
criticado, justamente, como la expresión de una idealización ro­
mántica del trabajo artesanal preindustrial97. Pero el romanticismo
se halla aquí en un estrato más profundo: se trata de una con­
cepción de la actividad humana tan individualista que ya el in­
tercambio de ¡os productos de cada cual aparece a sus ojos como
sospechoso. En Marx se mutó repentinamente y sin transición
en el punto de vista de una naturaleza humana común a todos y
la exigencia de una apropiación social de los productos de la
actividad humana que estuviera en consonancia con ella. Se echa
aquí a faltar la mediación concreta entre el individuo y la hu­
manidad. El individuo se considera inmediatamente idéntico con
la sociedad, o con el género humano (238s)'s. Por ello es por lo

97. A sí C. W. Mills, The Marxists (1962) 112; y, siguiéndole, J. Israel,


Der Begriff Eniflemdimg (1970; edición alemana, por la que cito, de 1972).
231 y 316ss.
98. Ciertamente, Marx abandonó poco después (en la Deutsche ¡deologie
do 1845-1846) esta concepción, y la hizo objeto de su crítica. Cf. Fnihschrifien,
366 (cf. 395, 408). Aparece en su lugar el pensamiento de que sólo en la
comunidad puede superarse la división de i trabajo y la parcialización de los
individuos que trae ésta consigo; «A sí, pues, tan sólo en la comunidad se vuelve
posible la libertad personal,.. En la comunidad reai obtienen los individuos,
en y por su asociación, a la vez su libertad» (396). Eso era lo que pensaba
Rousseau; pero Marx ya no concibe la ¡dea de éste en la representación universal
de! citoyen, sino en la noción del ser humano como «conjunto de las relaciones
sociales» (Sexta tesis sobre Feuerbach, en Marx-Engels, Obras escogidas,
Madrid 1975, 427). Pero tampoco sobre la base de esta nueva definición puede
surgir antagonismo alguno entre el individuo y la sociedad, puesto que el
individuo mismo es función de las relaciones sociales (véase arriba 216ss).
342 El hombre como ser social

que cabe unir la autorrealización del individuo en la. actividad y


el producirse a sí mismo del género humano (246ss). Detrás de
esto está la idea fichteana de la autoposición del yo. Es en ella
donde tiene su raíz el romanticismo de las concepciones del joven
Marx acerca de la autorrealización y la autoalienación. Las cuales
suponen que el yo activó está' ya en posesión de la esencia hu­
mana, y ésta se exterioriza en la actividad de aquel, en vez de
encontrarse, quizá, de camino hacia un destino aún no cumplido.
Si, por el contrario, la esencia del hombre va unida a este su
destino aún incumplido, entonces la alienación consistirá en que
eí hombre se cierre al futuro de su destino, más bien que en que
se enajene en cualquier cosa que posea él ya o que produzca.
Por otra parte, la socialidad del destino del hombre media en la
relación entre el individuo y el género. Ahora bien, para el pen­
samiento-cristiano la esencia del hombre va unida de este modo
al futuro de su destino. En la actividad se exterioriza a título de
ese futuro, aún no cumplido, del destino hacia el que el hombre
va de camino; pero no a título de posesión originaria que caiga,
al exteriorizarse, en el peligro de ser" sustraída o enajenada. En
esto consiste la oposición entre la idea cristiana de la alienación
del hombre como clausura contra Dios y, por tanto, contra el
futuro del propio destino, y el concepto de alienación del joven
Marx.
Se ha dicho en ocasiones que hay en el joven Marx, al lado
de la teoría primitiva de la autoalienación del hombre en su
actividad y sus productos, otra teoría que no es alcanzada por la
crítica que hace caer a la primera ya a causa de sus hipótesis
«románticas» acerca de la naturaleza humana. Tal «segunda teoría
de la alienación» estaría contenida en la idea de cosíficación, que
se encuentra sobre todo en el tomo primero de El capital, a
propósito de la descripción crítica del fetichismo de las mercan­
cías; idea que, puesta en relación c o n j a nueva definición del

Sólo cabe superar determinadas relaciones sociales que constriñen el desarrollo


libre de los individuos, como sucede, según Marx, con la división del trabajo
(cf. J. Israel, D er B egrijf Entfremdung, 64ss). Por cierto que la expectativa de
eliminar la división dei trabajo apenas parece menos romántica que la idea de
la autorrealización de! individuo mediante el trabajo (cf. J. Israel, 296s.). Por
ello, ya en el último Marx surge, en su lugar, la esperanza de la disminución
del tiempo de trabajo para cada individuo (Das Kapitál XII, 873s; trad. cast.:
El capital, 2 vois., Madrid 1972).
Identidad y no-identidad como ternas de la vida afectiva 343

hombre como ser social (sexta tesis sobre, Feuerbach), debe en­
tenderse como alienación” . Pero se trata más bien de «pasar de
una teoría de la alienación a una teoría de la cosificación»100., y
J. Israel muestra asimismo que propiamente fue G. Lukacs el
que. como discípulo de M. W eber, unió con la crítica de Marx
al fetichismo de las mercancías la tendencia, descrita por W eber,
de la sociedad industrial capitalista a la formación de estructuras
anónimas y burocráticas de organización racional, y con esta
composición elaboró la teoría de la «cosificación» de los procesos
sociales (337ss). Sin embargo, J. Israel cree que la teoría de la
cosificación, por una parte, concuerda con la evolución del propio
pensamiento de Marx, y por otra, libera a la teoría de la alienación
de «condiciones previas erróneas y casi metafísicas» (324); es­
pecialmente, de los mencionados supuestos «románticos» acerca
de la naturaleza del hombre. De este modo, la teoría de la co­
sificación preservaría la concentración de la crítica de M arx sobre
estructuras sociológicas objetivas, en tanto que la discusión so-
ciopsicológica posterior en torno a la noción de alienación habría
psicologizado en gran medida el concepto marxista y lo habría
reducido al sentimiento subjetivo de alienación (o carencia de
sentido, anom ía):01. J. Israel prefiere renunciar completamente
a la noción de alienación, debido a su equivocidad y al lastre de
sus supuestos «metafísicos» (312-324). Este proceder es, por
cierto, consecuente, cuando no desea uno introducirse en los
problemas filosóficos que conciernen a la «naturaleza esencial»
de! hombre (32 ls). En efecto, J. Israel tiene razón cuando subraya
que «toda teoría de la alienación descansa sobre una determinada
teoría o una cierta intuición del hom bre‘ y de la “ naturaleza
humana” » (76). Pero si se asustan de tales supuestos y, en vez
de ellos, se conforman con una teoría «sociológico-normativa»
(321), la sociología y la psicología social se restringen entonces
a un aspecto parcial y abstracto de la realidad humana, e incluso

99. Asi. J. Israel, Der Begriff Entfremdung, 76ss. 309ss, 3 i 7, 325ss.


100. Ibid., 324. Las referencias siguientes a páginas remiten a esta obra.
101. Para la distinción entre el significado psicológico y el objetivo-
sociológico de «alienación», cf. o, c., 18ss, 253. Son testimonios de la ten­
dencia a la psicologización, entre otros, E. Fromm (ibid. 194s), M .í Seemann
(254ss) y E. Allardt (276ss). Por otra parte, según Srole, la «diferencia entre
la experiencia subjetiva de la anomía y la experiencia subjetiva de la alienación
es mínima» (285s).
344 El hombre como ser social

y precisamente a un aspecto parcial y abstracto de la realidad


social del hombre. En su realidad social concreta, se trata para
el hombre de su mismo ser hombre, y por ello no es casual que
los datos negativos que investiga la psicología social provoquen
la caracterización del hombre mediante la noción de alienación.
Este concepto rio puede ser simplemente sustituido, como pro­
pone J. Israeí, por los términos, aparentemente más precisos,
«impotencia», «anomía», «carencia de sentido» (314). Pues la
palabra «alienación», que reúne en sí todos estos fenómenos,
expresa al mismo tiempo la relación de todos ellos con el mismo
ser del hombre.
La sola perspectiva de la «cosificación», por otra parte, no
llega todavía a legitimar que se hable'de «alienación». Ni ésta
se sigue de la noción de cosificación con la misma claridad como
en el joven Marx se seguía la naturaleza alienada de la propiedad
privada del concepto de trabajo como autorrealización; ni, de
otro lado, es suficientemente específica la noción de cosificación
para captar lo peculiar ■de íos procesos sociales modernos que
han dado lugar en tantos ciudadanos de las sociedades industriales
avanzadas a una constitución espiritual que está reclamando que
se la llame alienación. La cosificación de instituciones y procesos
sociales no es característica exclusiva de las sociedades indus­
triales modernas, sino que, según E. Durkheim, se encuentra ya
incluso en las sociedades «primitivas». Sea, pues, lo que quiera
de ¡a cosificación, lo que es claro es que no puede explicar los
fenómenos peculiares de las sociedades modernas que discute ía
psicología social contemporánea bajo el título «alienación». Sólo
cabe buscar esa explicación en los rasgos particulares de la evo­
lución de las sociedades en la edad moderna.
Peter y Brigitte Berger, junto con H. Kellner, han explorado
este estado de cosas en su libro The Homeless Mind, y han
desarrollado en él la tesis de que «la carencia de patria» del
hombre en ias sociedades industriales modernas tiene eu funda­
mento en que el proceso de modernización, que une la indus­
trialización con la burocratización, ha arrebatado su vigencia
publica a todas las instancias productoras de sentido102. En es­
pecial, la privatización de la religión habría creado un estado de

102. P. Berger et al., The Homeless M ind. M odernization and Cons­


ciousness (1973), 25<5ss, 184ss.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 345

an o m ía que no consiguen dominar las ideologías, porque éstas


no pueden cumplir la función social de la «teodicea»: interpretar
el sufrimiento y el hecho del mal dotándolos de sentido. «Debido
a la crisis religiosa en la sociedad moderna, el ¡apatridismo’ social
se ha convertido en metafísico, es decir: se ha vuelto carencia
de una patria en el cosmos. Y esto es muy difícil de sobrelle­
var»103- Si esta interpretación es correcta, entonces el fenómeno
de la alienación en ia conciencia de los miembros de las socie­
dades modernas —el fenómeno al que tiene acceso la psicología
social— , no es primordialmente económico, sino que es un fe­
nómeno que tiene su fundamento en lo religioso: la manifestación
Je una carencia religiosa; la expresión de una subalimentación
religiosa. Pero, de otra parte, ¿no hay precisamente que consi­
derar la religión misma como expresión de la autoalienación
humana, como producto de una conciencia alienada?

b) Alienación y religión

Desde L. Feuerbach, la noción de alienación ha jugado un


eonsíderablé papel en la crítica de la religión. Para el propio
Feuerbach, la religión misma era la suma de la alienación, por­
que, según él, en la idea de Dios el hombre diferencia de sí y.
venera, como una esencia ajena, su esencia propia —la infinitud
del género humano y de las fuerzas de éste — . Para Marx no era
ya ¡a religión el compendio, sino sólo el reflejo de la alienación
real (económica) del hombre: «Para nosotros ya no es la religión
el fundamento, sino únicamente el fenómeno de la limitación
mundanal»104. Pues «es la realización fantástica de la esencia
humana; ya que la esencia humana no posee realidad verdadera
alguna» 105
103. P. Berger et al., The Homeless M ind, 185.
104. Rezension von B. Bauer: Die Judenfrage (1843), en Frühsckriften,
178.
105. Zur K ritik der Hegelschen Rechtsphilosophie (Frühschnften, 208).
Marx empalmaba luego, frente u Feuerbach, con el tratamiento que Hegel daba
Lt la religión en el capítulo de la Phänomenologie des Geistes acerca del mundo
ufiemido de la formación. En efecto, ya en Hegel este mundo alienado de la
formación se divide en la «esfera real» (pero finita y, por ende, falsa) del
espíritu moral, y en la «esfera» de la fe como verdad sólo de allende aquel
mundo primero (348ss), Es verdad que Hegel se apresura a asegurar que la fe
en esta forma —como «fuga del mundo real» (350)— no es la verdadera figura
(le la religión (377).
346 El hombre como ser social

La influencia de Feuerbach y de Marx ha permanecido.activa


hasta el presente en lo’que concierne a la discusión de la relación
entre religión y alienación; y ello, bien directamente, o bien a
través de Nietzsche y Freud, o a través del concepto durkheimiano
de cosificación, que, 'a su vez, remite a Feuerbach. En este
sentido, P. Berger caracterizó, todavía en 1967, la religión como
conciencia alienada, entendiendo por alienación la independi-
zación ficticia y la «cosificación» de los productos de la con­
ciencia hum ana106. En algún sentido, cabe, desde luego, consi­
derar todos ios contenidos de la conciencia como productos suyos.
Ello se aplica tanto a !as percepciones sensibles como a la apre­
hensión de estados estructurales de cosas en la naturaleza y en
la sociedad, y asimismo, también, a las representaciones de lo
pasado y de lo futuro, a la captación de lo bueno y lo bello y,
no menos, a la experiencia religiosa. Y, sin embargo, en el caso
de la percepción sensible o en el de los conocimientos de es­
tructuras no se saca sin más de la naturaleza productiva de nuestra
conciencia la conclusión de que los objetos intendidos por ella
carecen de realidad propia e independiente de nosotros. Aquí no
se habla de cosificación. ¿Por qué entonces sí a propósito de la
religión y de los datos del mundo sociocultural? La diferencia
no puede estar en que nosotros conformamos o ayudamos a la
conformación de estos últimos objetos, porque lo mismo es tam­
bién verdad de otros objetos de la conciencia. Si se supone que
solamente es real io que puede ser percibido sensiblemente, mien­
tras todo lo demás es mera creación del espíritu humano, se
comprende, ciertamente, que las afirmaciones de realidad refe­
ridas a datos socioculturales o religiosos aparezcan como «co­
sificación». Pero el supuesto en cuestión es insostenible. Las
estructuras y las configuraciones de sentido pueden ser alcanzadas
o erradas por nuestros juicios exactamente como pueden serlo
los objetos de la percepción sensorial. Las estructuras dotadas
de sentido no son productos caprichosos de la contienda do­
nadora de sentido. Sucede, antes bien, que la conciencia y la
autoconciencia del individuo están ya siempre referidas a cone­
xiones de sentido que las trascienden y que las constituyen. Por

106. P, Berger, Dialektik von Religion und Geselíschaft ( i 967; ed. ale­
mana, por la que cito, 1973), 79-98, sobre todo, 83. Cf. mi recensión en
Evangelische Kommentare 7 (1974) 151-154. "
Identidad y no-identidad como temas de la vida efectiva 347

muy transformable que sea la forma de esas configuraciones


mediante las interpretaciones, es verdadero, a su vez, de toda
interpretación que o bien puede alcanzar y hacer que aparezca
un sentido q u e.le está dado, o bien puede errarlo507. Por ello,
también por lo que hace a las estructuras de sentido que cons­
tituyen autoconciencia individual es verdad que la objetividad de
la conciencia no implica aún ningún carácter de alienáción o
cosifícación.
Ciertamente, la reflexión sobre la experiencia y la tradición
religiosa y la interpretación de ellas deben también examinar,
com o ocurre en todas las experiencias (incluida la percepción
sensorial), la perspectiva subjetiva de cada caso. Es siempre
necesario, en este sentido, evitar una falsa cosifícación que no
tuviera en cuenta ese elemento subjetivo- Pero esto se aplica por
igual a todas nuestras representaciones, y no de una manera
específica al dominio de la religión. Por otra parte, que las cosas
sean así no vuelve indigna de fe la intención, objetiva de las
afirmaciones religiosas en mayor medida que ío hace, por ejem­
plo, respecto de las afirmaciones históricas. Es verdad que las
religiones tienen- dificultades peculiares a la hora de reconocer
los condicionamientos subjetivos e históricos de sus tradiciones,
porque temen que ello afecte negativamente a la pretensión —in­
disolublemente ligada a esas tradiciones— de ser la comunicación
de la revelación divina. Hay, en esta medida, en la tradición
religiosa una tendencia a la falsa cosifícación. Pero también en
otros dominios de la conciencia de objetos y la comunicación de
ella oculta la intención dirigida hacia el objeto los componentes
subjetivos. Y, por otra parte, la religión, precisamente, es cons­
ciente de la lucha —suscitada por su interés objetivo e sp e c ífic o -
contra la confusión de la realidad divina con ídolos hum anos108.
Cabe dar el nombre de alienación a la falsa cosifícación que
atribuye acríticamente a los objetos mismos la parte subjetiva de
nuestras representaciones; alienación, en la medida en que la

J07. Se hará esto aún más claro en un contexto posterior, cuando trate
de la comprensión lingüística del sentido.
108. P. Berger (D ialektik..., 93ss) consigna también esta cara de ¡a re­
ligión. Posee, según él, el poder de «superar la alienación» (95). Pero ¿cabría
pensar tal cosa si la propia objetividad religiosa fuera ya como tal un producto
Je la alienación?
348 El hombre como ser social

adición propia lfe aparece como algo ajeno, a saber, como parte
del objeto. Pero ello no implica sin'm ás autoalienación, en. el
sentido de estar el hombre alienado de su set sí mismo propio.
Sólo hay conexión con la autoalienación, en este punto, en la
medida en que la participación subjetiva en la configuración de
nuestras experiencias pertenece, ciertamente,- también al ser sí
mismo del hombre. Desconocerla, por tanto, va en perjuicio de]
conocimiento de sí mismo. Pero sería llegar demasiado lejos
calificar tal cosa como autoalienación. Ahora bien, en el caso de
la cosificación religiosa hay algo más todavía. La cosificación
religiosa, sobre todo en su forma más grosera (la idolatría), con­
funde la obra del hombre con la realidad de Dios, y esta per­
versión lleva consigo la alienación del hombre respecto de Dios
y, p o r tanto, también respecto de su destino. He aquí verdadera
autoalienación. Pero tiene que ver menos con ei mecanismo ge­
neral de la cosificación que con el malogramiento de la relación
con Dios, el -cual se manifiesta, entre otras cosas (aunque no
primariamente), e» la forma de la cosificación de esa relación.
Retengamos como resultado de estas consideraciones que no
debé referirse el concepto de alienación tanto a la cosificación
cuanto, más bien, a si se alcanzan o yerran en la historia de la
formación de la identidad individual las estructuras de sentido
que constituyen el ser sí mismo. Quiere esto decir que la noción
de alienación debe asarse en correspondencia con la noción de
identidad.
Es en esta dirección en la que P. Berger, seis años después
de su bosquejo de una sociología de la religión, ha seguido de­
sarrollando el concepto de alienación. En 1973 escribía que el
yo se siente alienado en aquellos aspectos de su reaiidad que no
están integrados en el proyecto de su identidadlay. Así, si ha
concentrado el individuo totalmente su identidad en el dominio
privado, puede sentirse alienado en ei mundo laboral anónimo.
Este caso se adecúa a la representación tradicional de la alienación
del hombre en e! mundo laboral industrial. Pero puede también
darse que, a la inversa, alguien se identifique hasta tal punto con
su rol profesional que se sienta extraño en su familia; o bien que
la alienación respecto de la familia se vuelva la ocasión para

109. P. Berger et al., The Homeless Mind, 34ss.


Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 349

transferir por completo al rol profesional la identidad propia. Bn


todo caso, la experiencia de la alienación siempre es relativa a
[a formación de la identidad propia: a la propia conciencia de
sentido. No hay cosa semejante a la alienación puramente «ob­
jetiva», porque en la alienación se trata siempre de la identidad
del hombre a la que éste está referido en su relación consigo
mismo (en sus sentimientos). Pero, por la misma razón, la alie­
nación no acompaña tampoco sencillamente, como su sombra,
;i cualquier interpretación de sí mismo. En este punto, la des­
cripción del fenómeno debe avanzar un paso más de los dados
por Berger: la constitución subjetiva de la identidad que entra
aquí en consideración no es azarosa, no es una cualquiera, ya
que tiene que concordar con el verdadero sentido de la propia
vida (y puede errarlo). La formación subjetiva de la identidad de
uno puede ella misma ser la expresión de la alienación de un
hombre respecto de su verdadera identidad, respecto del auténtico
sentido de su vida, respecto del verdadero ser de sí mismo. .Es
sólo tomando esto en consideración como la descripción de lo
que ocurre alcanza la dimensión en la que la alienación y el
pecado coinciden. No todo sentimiento de alienación siente la
aiienación auténtica: el pecado. El hecho de que alguien se sienta
alienado en su trabajo o en su vida familiar puede ser la expresión
de una alienación más honda: la que sufre respecto de su auténtico
sí mismo. Así, pues, en el sentimiento de desazón y falta de
libertad da, en efecto, noticia de sí la alienación real: la separación
del yo por respecto a su sí mismo verdadero; pero no se mani­
fiestan en él el origen ni el contenido auténticos de esta alienación.
A la inversa, el sentimiento de acuerdo consigo mismo y de saber
a qué atenerse respecto de sí puede engañar y no- ser sino el
síntoma de una falsa seguridad. S i el hombre está referido a Dios
por su propio destino auténtico (que es también su determinación
auténtica), entonces la alienación respecto de Dios que es con­
secuencia del amor egoísta a sí mismo es el origen de toda
alienación del hombre con respecto a sí mismo. Quizá esto se
exteriorice luego en la incapacidad de integrar en el proyecto de
la identidad propia los diversos contextos de la vida. Quizá se
exprese en una desazón que acompaña como por debajo la figura
de la propia vida; o quizá su expresión sea el afán de silenciar
y reprimir esta desazón.
350 E l hombre como ser social

En la conciencia dé sentido de las religiones, de lo que se


trata es de la superación de la alienación respecto de] fundamentó
que «soporta» y da sentido a la realidad y al ser de sí mismo.
Ello no excluye que la conciencia religiosa' no pueda a su vez
seguir estando en las redes de la alienación. Así ocurrirá en tanto
que la conciencia de sentido yerre la realidad de Dios. Cierta­
mente, las religiones se reprochan unas a otras este errar la rea­
lidad de Dios, y en la controversia surgen voces que incluso
estiman que la propia idea de Dios es ya errar la realidad de la
que se trata. La creencia habitual de los hombres modernos es
que en la controversia de las religiones no hay criterio alguno
para orientarse y decidir. Esta es la expresión del pluralismo
indiferente de la concepción contemporánea sobre la religión.
Frente a esto, es importante tener conciencia clara de que tal
criterio no sólo está dado por principio en el hecho de que el
discurso sobre Dios o los dioses únicamente posee sentido —por
estar libre de contradicción— si se refiere al poder determinante
que se halla por encima de todas las realidades empíricas. Sucede,
más bien, que este criterio está operando ya por doquier en la
vida real de cada una de las religiones, y explica las variaciones
que tienen de hecho lugar en la conciencia religiosa. Pero no hay
que esperar que sea una especie de clave mágica capaz de llevas-
la controversia de las religiones en torno a la realidad de Dios a
soluciones fáciles e indisputadas. Eso sí, en todo caso, da a
entender que las diversas afirmaciones sobre Dios y los dios'es
han de dejarse medir respecto de si iluminan (y en qué medi­
da lo hacen) la comprensión de la realidad de que se tiene ex­
periencia110. Allí donde el discurso acerca de Dios ya no aporta
nada a la comprensión de la realidad mundanal empírica ni a la
del hombre mismo, sino que, en vez de eso, se limita a contra­
poner al mundo real otro mundo de más allá o más arriba, es
que ese discurso y la propia conciencia religiosa adolecen todavía
de alienación. Reconocemos, al afirmarlo así, el .elemento de
verdad que se contiene en la crítica de la conciencia religiosa
como alienación en Feuerbach, Marx y quienes les han seguido
(y ya en Hegel: cf. la nota 105). Pues esta crítica se dirigió contra
una forma de religión en la que ésta ya no tiene función ilumi­

no. Sobre esto, véase mi libro Teoría de la ciencia y teología, Madrid


1981, 3Ü8ss.
Identidad y no-identidad com o temas de la vida afectiva 351

nadora alguna respecto de este mundo, sino que1se limita a afir­


marse como otro mundo al lado de éste. Contraponer al mundo
presente otro mando hace buen sentido cuando consiste en cues­
tionar eficazmente la autosuficiencia del mundo de acá, en pro­
ponerle una alternativa "'a cuya luz se haga necesaria su modifi­
cación. Pero, en cambio, si el otro mundo de la religión deja de
ser uu reto para la cotidianeidad del mundo de acá y no exige
más que ser tolerado al lado de éste, entonces la religión da
testimonio, en verdad, de la impotencia de su Dios en lo que
concierne al mundo real. En tal caso no hace sino reflejar el
desgarramiento efectivo, la alienación del hombre. Cierto que,
como Marx vio, sigue expresándose en ella, aun entonces,-el
descontento con este mundo. Ahora bien, este descontento, la
ciara visión de que ei mundo existente y presente no tiene en sí
mismo su sentido, puede constituir el'prim er paso hacia la ilu­
minación auténticamente religiosa de la situación del hombre en
el mundo. Y este paso no lo dio M arx, porque pensaba que este
mundo sólo precisa de ciertos cambios para llegar a tener en sí
mismo su sentido. El modo como la religión auténtica pone en
cuestión el mundo vuelto autosuficiente en su profanidad es más
radical que eso. A esta cara auténtica de la religión no se ha
remontado la crítica de la religión que se lee en Marx y en Freud.
Hegel lo anticipó ya en la Fenomenología del espíritu. Vio que
sólo la forma decadente de la religión sucumbe a la crítica que
ha surgido de la Ilustración. La cual, por otra parte, se vuelve
fácilmente contra los críticos de la religión, en cuanto reclaman
para alguna instancia del más acá la dignidad de un objeto re­
ligioso. Esto ha ocurrido en el marxismo ai haber atribuido al
hombre mismo, al trabajo humano y, especialmente, a la acción
revolucionaria del proletariado la función, esencialmente religio­
sa, de dotar de sentido al mundo de la historia. Al hacerlo así,
no ha captado en su verdadera profundidad la alienación humana.
La fe en la superación de la alienación por la acción del hombre
alienado de sí permanece todavía en las redes de la alienación.

c) La profundidad de la alienación

En la teología reciente ha sido sobre todo Paul Tillich quien


lia dado entrada a la noción de alienación para interpretar el
concepto de pecado. Al hacerlo, ha restituido a la teología, aun
352 E! hombre como ser social

sin conciencia 'de que fuera así, una noción, una al menos de
cuyas raíces está en la terminología- usada por la- Biblia y los
Padres. Tillich mismo creía, en efecto, que 'el concepto en cues­
tión había sido introducido por Hegel, y que no era un término
bíblico’11. Sin embargo, la idea de alienación le parecía útil en
un doble sentido para la tarea actual que la teología tiene ante sí
en la doctrina del pecado.
De una parte, siempre en la opinión de Tillich, este concepto
permite salvaguardar lo que más importa en la doctrina de la
Iglesia acerca del pecado original en una situación en la que no
cabe seguir sosteniendo la idea de la transmisión hereditaria del
pecado. El cristianismo no puede conformarse con restringir el
pecado a los actos individuales. «Hay que reconocer simultá­
neamente La trágica universalidad de la alienación y la respon­
sabilidad personal del hombre» (46). Lo que habrá que pregun­
tarse es si la noción de alienación lo consigue en el pensamiento
de Tiliich. Lo cierto es que la demanda de llevar a formulación
el elemento de trágico o fatal «verse envuelto» que trasciende el
pecado individual en tanto que acción responsable es también en
genera] tenida en cuenta- por autores que toman una posición
crítica respecto de cómo Tillich ha expuesto su concepto de
alienación113. «El hombre, en tanto que existente, no es lo que
esencialmente es y debería —por ello mismo— ser. Está alienado

II i. P. Tillich. Teología sistemática IJ. Salamanca 1982, 67-68. Las


referencias a páginas que siguen en el cuerpo del texto remiten a esta obra. La
propuesta de sustituir la idea de pecado hereditario por la de alienación ha
hallado poco eco. A sí. en la teología católica del pecado, Karl Rahner y P.
Schoonenberg ni siquiera tratan de ella, a pesar de que ambos, como Tillich,
buscan reemplazar la idea del pecado hereditario (cf. sitpra, nota 12! del
capítulo tercero). Tampoco hace referencia a la noción de alienación la Dog­
matik de G. Ebeling (I: 1979). La sugerencia de Tillich fue en cambio acogida
positivamente por J. Macquarrie (Principies o f Christian Theology [1966],
65ss), quien toma alienettion como expresión compendiada del «desorden» de
la existencia, primordialmente por lo que hace a la relación del hombre consigo
mismo y con los demás (61s). Su raíz más profunda está, según este autor, en
el pecado como ruptura con Dios (237s).
112. A sí, en H. Grass, Christliche Glaubenslehre II (1974) 29 y en H.
Berkhof, Christian Faith. An Introduction to the Study o f Fairh (1973; ed.
inglesa 1979, por la que cito) 202ss. cf. 199. Va ya en la misma dirección la
crítica de R. Niebuhr a Tillich en C. W. Kegley-R. W. Bretall (eds.), The
Theology o f Paul Tillich, 1952, 222: cf. G. Wenz, Subjekt and Sein. D ie Ent-
wickhm g der Theologie Paul Tillichs, 1979, 258ss, sobre todo, nota 52.
Identidad y no-identidad com o temas de la vida afectiva 353

respecto de su verdadero ser. La profundidad de la noción' de


alienación está en que uno pertenece esencialmente a aquello de
lo que está alienado» (53).
Junto a esta función en la renovación de los problemas vin­
culados a Ja doctrina tradicional del pecado original, la alienación
cumple además en Tillich la de poner en relación con la' expe­
riencia vital de los hombres la doctrina teológica del pecado.
«Hoy es muy amplia la base empírica para tal descripción» (46),
En el cuarto de siglo transcurrido desde que Tillich escribió estas
palabras, ha seguido expandiéndose notablemente en los dos do­
minios señalados'por él mismo: el de la relación consigo y el de
las relaciones sociales. Ello plantea, verdaderamente, la tarea de
aclarar la relación entre estos datos y la doctrina cristiana del
pecado.
El hecho de que Tillich haya encontrado más crítica que
consenso no se debe tanto a su noción de alienación como tal,
cuanto al modo en que está relacionada con la idea de creación.
Para Tillich, la creación bien hecha es «potencialidad pura. Cuan­
do se actualiza, cae, por libertad y por destino, en la universal
alienación» (52). «Creación realizada y existencia alienada son
materialiter lo mismo» (ibid.). Lo cual parece querer decir que
«la pura actividad creadora de Dios se restringe a la potencialidad,
en tanto que el crear real va ligado a la alienación». Tillich en
verdad se acerca aquí «gravemente» a la concepción idealista de
que «la caída es necesaria para la autorrealización del hom bre»"3.
No se hace valer en medida bastante que la acción misma de
Dios consiste en la conservación de la bondad de la creación
haciendo resistencia al pecado y la alienación114.
H. Grass ha visto que las dificultades en las que Tillich se
ve envuelto derivan de que «no desea desmitologizar del todo»
el momento temporal de la «caída» en la transición desde la

113. H. Grass, Chrisiliche Gtaubenslehre II, 29, Cierto que Tillich escribe
expresamente que «el salto de la esencia a la existencia posee el carácter de
sallo, y no el de una necesidad estructural» (II, 52); pero ello no cambia en
nada el hecho de que el paso a la existencia alienada sea ia condición del
autorrealización.
114. Ese punto de vista queda mejor salvaguardado en las exposiciones
acerca del espíritu y la vida que contiene el tercer tomo de la Teología siste­
mática de Tillich.
354 El hombre como ser social

esencia-a la existencia115. Pero no es preciso que la idea de


alienación esté vinculada a tal construcción. Ya en el propio
Tillich se describe la estructura íntima de la alienación con in­
dependencia de la idea de aquella transición. La alienación apa­
rece, más bien, com o’lm estado. .Y, por lo demás, es sorprendente
que Tillich apenas se refiera a ella como fenómeno social115. No
hay en su obra una discusión acerca de la noción marxista. Lo
que hace es más bien tomar los términos clave «increencia»,
«0(3pic;», «concupiscencia» como hilo conductos de una expo­
sición que está en la línea que continúa la transformación luterana
de la doctrina del pecado de Agustín, y que asocia ésta con Freud
y Nietzsche. La alienación así entendida, ¿posibilita entender la
«trágica universalidad» del pecado en el mundo de los hombres?
Sólo parece hacerlo si se presupone ya que la falta de fe, la u$pic
y la concupiscencia son rasgos universalmente extendidos del
comportamiento humano. Para ello, ciertamente, no se precisa
de la noción de alienación, la cual, en el sentido inverso, tampoco
es capaz de fundamentar ese supuesto. La alienación describe,
tan sólo, un estado, comoquiera esté fundamentado. Es aquí
donde radica su diferencia respecto del pecado en tanto que ac­
ción. Pero tanto, los fundamentos como el alcance del estado de
alienación quedan como cuestiones abiertas.
El concepto de alienación, pues, no puede valer como equi­
valente de la doctrina del pecado original por lo que hace a la
función de ésta en la fundamentación de la universalidad del
pecado. Sólo designa, pasando más allá del acto, el estado de
separación de lo anteriormente (o incluso esencialmente) unido;
y el estado de hallarse separado dei fundamento de la propia
identidad pertenece, sin duda, a la esencia del pecado. Por otra
pare, el empleo que la psicología social y la sociología hacen de
la noción de alienación franquea la posibilidad de establecer un
vínculo entre la escisión del vivir, humano —tanto por So que
hace a la relación consigo mismo, como por lo que se refiere al
estar en situación social— y el pecado en tanto que alienación

í 15. H. Grass, Christliche Glanbenslehre II, 30. Cf. sobre esta idea y
su crítica las notas 129ss del capítulo tercero.
116. La sección titulada «Alienación individual y colectiva» (II, 84-86)
sólo contiene, en lo esencial, un rechazo, condicionado por el momento his­
tórico, de ]a noción de culpa colectiva.
Idem idad y no-identidad como temas de la vida afectiva 355

respecto de Dios. Permite tematizar como una única situación


objetiva compleja la escisión en la relación consigo, en la relación
con los otros hom bres y en la relación con Dios. Ciertamente,
Tillich no agotó este potencial del concepto de alienación, porque
no pasó seriamente al examen de su aspecto social117. Subrayó
que la alienación por respecto a Dios significa al mismo tiempo
autoalienación (II, 68). Pero esto debe ser completado con los
aspectos de la alienación del mundo de la naturaleza y de la
comunidad humana. Ambos se hallan ya tratados en el relato
yahvista sobre el paraíso. La alienación respecto de Dios lleva
consigo tanto la ruptura con la naturaleza creada por él (Gén 3,
I7ss), como la ruptura entre hombre y hombre (Gén 3, 12.16).
Es por esto por lo que las formas de vida comunitaria —al de­
sarrollo de la cual quedan vinculados los hombres a pesar de la
profundidad de la alienación— llevarán en sí la huella de la
alienación. Unos experimentarán esas formas como carga opre­
sora y traba, mientras otros se las compondrán para convertirlas
en instrumento de sus tendencias alienadas —siendo entonces
arrastrados por el propio darse leyes característico de la codicia,
la envidia, y el ansia de dominio y de honores; autonomía ésta
que alcanzan esos modos de conducta puestos en conexión con
las estructuras del mundo cotidiano común. Esta misma auto­
nomía de] mundo alienado es percibida por otros, e-incluso par­
cialmente por los mismos individuos, como un sistema de ex­
plotación y opresión. En otros contextos, Tillich describió
acertadamente estos fenómenos valiéndose del concepto de lo
demoníaco. La cosíficación de las estructuras de la vida comu­
nitaria toma los rasgos de lo demoníaco en la medida en que se
desarrolla apoyada en la interacción de los individuos alienados.
Así pues, la alienación en e] nivel de la vida individual es con­

! ¡7. En contra, véanse los desarrollos de P. C. Hodgson, New Birth o f


Freedom. A Theology o f Bondage and Liberation (1976) sobre el problema de
la alienación, que es descrita por este autor ante todo a título de consecuencia
de la «fragilidad» —entendida al modo de P. Ricoeur— de la existencia humana
(168ss; cf. 147), en conflicto entre la subjetividad y la intersubjetjvidad (cf.
I87ss, 2 8 ls, 2 1 2 ss).'A propósito de la «falibilidad» del hombre —aún más
acá de la facticidad de) pecado— como punto de partida de Ricoe&r, véase
arriba, sin embargo, la nota 73 ai capítulo tercero. La «ilusión» como tránsito
al pecado fáctico supone ya, como lo testimonia la cita misma de Ricoeur que
Hodgson trae en p. 176, alienation fro m The com m andm ent.
356 El hombre como ser social

dición previa para que las estructuras cosificadas del mundo co­
tidiano común adquieran por su parte" la calidad de la alienación
y lo demoníaco'. Supuesta la alienación de los individuos, su
mundo común se ha necesariamente de volver un mundo alie­
nado, tanto si el individuo lo experimenta como ajeno, como si
no lo hace; pues ya se mostró arriba que la experiencia subjetiva
de la alienación depende de aquello con lo que el individuo se
identifica y de aquello en lo que no se identifica. Todo acto de
identificación es un acto de amor, si bien, quizá, un acto de amor
perverso, como sucede en la concupiscencia. Allí donde el amor
actúa, la alienación desaparece; aunque, eso sí, en el amor per­
verso (amor sui y concupiscencia) sólo desaparezca para el que
se ama a sí mismo de este modo, puesto que su conducta destruye
objetivamente toda comunidad e incrementa, por consiguiente,
la alienación objetiva. E! mundo cotidiano común puede, pues,
ser un mundo alienado en una medida mucho mayor que la que
eí individuo percibe: el hecho de que la alienación permanezca
oculta puede incluso ser la expresión de una seducción demoníaca
que se origina'en el mundo alienado, como sucede con.la tentación
del consumo en un mundo que ileva.ia impronta de las formas
de la economía capitalista, o con la tentación a sumergirse en
los estados sentimentales del alma de la masa. También cabe,
en el sentido inverso, que el sentimiento de la presión alienante
del sistema social sea el reflejo de la propia alienación, que no
quiere dejar en vigencia ningún miramiento ni consideración co­
munitarios. Los sentimientos de alienación sólo son, por su mayor
parte, síntomas del estado de alienación estructural de la vida
personal, que tiene más hondas raíces. Las estructuras sociales,
por, otra parte, son tan ambivalentes como la vida individual.
Pero también ellas muestran, supuesta la alienación en la con­
ducta de los individuos, rasgos de alienación objetiva. Esto es
lo que hace comprensibles la fuerza y la verdad de las descrip­
ciones hechas por Marx acerca del poder de alienación de la
propiedad privada y de los movimientos autónomos del capital
dominando los corazones de los hombres. Pero lo mismo vale
también a propósito de otras instituciones sociales. Así, por ejem­
plo, R. Niebuhr, en la tradición de Agustín, ve especialmente
en las formas de egoísmo y arrogancia colectivos que se exte­
riorizan en las estructuras políticas de poder la expresión del
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 357

pecado en el nivel de las estructuras sociales118. Volveré más


adelante sobre este asunto, cuando trate de las instituciones so­
ciales.
Es sólo la dimensión social de lá alienación —que en la
descripción de Tillich está más bien presente únicam ente. por
asociación y de modo im plícito— la que vuelve inteligible el
hecho de que la alienación pueda aparecer como «destino uni­
versal» que siempre está ya dado de antemano a los individuos
cu el caso concreto y en el que la vida de éstos se ve ya siempre
envuelta. Esta dimensión de la alienación se corresponde con la
teoría, antes considerada, del «reino del pecado» (cf. supra,
J58ss). Lo mismo que a ésta le sucede, no alcanza tampoco
aquélla a legitimar de manera suficiente la doctrina cristiana de
!íi universalidad del pecado, pero puede valer en tanto que síntoma

de que tal universalidad es un hecho.


Precisamente debido a su carácter de destino universal, Tillich
pensaba que la perspectiva de la alienación necesita un comple­
mento. Estaba convencido de que la idea de alienación no puede
por sí sola describir exhaustivamente la esencia del pecado. Al
concepto-de éste pertenecen, además, e! rasgo .de la decisión
personal y la culpa personal (II, 69). Ahora bien, ¿realmente es
éste un aspecto complementario? El «acto personal de apartarse
de aquello a lo que uno pertenece» (II, 69), ¿no es, mejor que
otra dimensión, la dimensión fundamental del propio concepto
de alienación? ¿y qué hay entonces de la culpa? ¿acaso introduce,
en algún sentido, nada más que un aspecto adicional sobre el
carácter universal de Sa alienación?

3. Culpa y conciencia de culpa

El estado de alienación se hace notar en los sentimientos de


desazón, desaliento e incluso angustia y depresión general. No
es que la alienación consista de suyo tan sólo en estos sentimientos
—del mismo modo como la identidad no consiste en los senti­
mientos de alegría y libertad— , pero da noticia de sí a través de
ellos. El hombre alienado no tiene sentimientos de exaltación

118. R. Niebuhr, The Nature and Destiny o f Man I, 208ss (cap. Vffl).
358 El hombre como ser social

respecto de su yo, sino que se siente rechazado sobre él y reducido


a él, y, justamente por esto, alejado, alienado de su verdadero
sí mismo y movido a preguntarse por su identidad. El sentimiento
de hallarse encerrado en el propio yo puede llegar al límite de
la desesperación. Esta clausura sobre sí se experimenta con má­
xima fuerza en la conciencia de culpa, cuando el tribunal de mi
conciencia moral me condena a quedar excluido de lo que yo sé,
al mismo tiempo que es el contenido de mi destino, la condición
de mi verdadero ser yo mismo.
Vista desde esta perspectiva, la conciencia de culpa manifiesta
ser la expresión agudizada de la alienación del yo por respecto
a su sí mismo. Y, sin embargo, por otra parte, la conciencia de
culpa se diferencia de ios sentimientos de alienación por el hecho
de estar determinada. La diferencia no se halla, pues, en el
elemento de actividad personal que figura en una, frente al haber
caído prisionero dentro de una red anónima que le envuelve a
uno —y que sería propio de la otra—,. La alienación, en efecto,
consiste también en un desviarse personal^ y puede, así, ser ella
misma objeto de la conciencia de culpa. En cambio, los senti­
mientos de alienación son de suyo indeterminados. Aunque el
proceso de alienación comience por la ablación respecto de algo
determinado que queda haciendo frente, tiende en todo caso hacia
un estado general de ser-ajeno, de ser-separado, en el cual el yo
recae sobre sí. Al sentimiento de la autoalíenación ie es preci­
samente esencial esta indeterminación. En el sentimiento inde­
terminado de la propia no-identidad no está captada claramente
la identidad, y ya por esto es por lo que también Sa no-identidad
permanece en lo vago. En cambio, la conciencia de culpa, ai
menos por lo que hace a su forma normal, está referida a una
situación completamente determinada, a una violación de la nor­
ma bien determinada. Ello implica, al menos en el respecto en
cuestión, un conocimiento claro tanto de la propia identidad y
de los imperativos referentes a la conducta que van ligados con
ella, cuanto del fracaso de uno mismo y la no-identidad que tiene
en éí su fundamento. La referencia a ia totalidad de las propias
identidad y no-identidad marca la peculiaridad del sentimiento
de culpa que acompaña a la conciencia concreta de culpa, y que
pasa, con razón, por ser la forma normal de este sentimiento en
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 359

los hombres psíquicamente sanos“ 9. La norma particular y su


transgresión son aquí referidas a la totalidad de la vida individual,
hecha presente en el sentimiento; totalidad que está determinada
en este momento por la,norm a y su transgresión, aunque, por lo
demás, pueda hallarse presente con más o menos indetermina­
ción.- Junto a él, ciertamemte, se encuentra también el sentimientb
indeterminado de culpabilidad. Surge inicialmente a propósito de
alguna autoridad heterónoma, cuyos portadores podrían quizá
sorprenderme en alguna falta de la que yo no tuviera conciencia.
En este sentido, el desarrollo de un sentimiento indeterminado
de culpabilidad precede en el hombre que madura a la restricción
del sentimiento de culpa a una función concomitante de la con­
ciencia de una culpa determinada, que es la típica en el adulto
normal120. El hecho'de que incluso a éste le invada un sentimiento
de culpabilidad indeterminado nada más que por encontrarse, por
ejemplo, con un policía121, en primer lugar es seguramente algo
que linda ya con ei límite de lo normal, pero, en todo caso, sería
señal de que la autonomía personal no ha madurado del todo. Y
cuando aparecen en.el adulto con mucha frecuencia sentimientos
de culpabilidad indeterminados, que tienen influencia sobre su
estado de ánimo o que incluso impregnan todo su modo de sentir
Ili vida, y que se exteriorizan luego secundariamente en todo tipo
de inculpaciones específicas, en esos casos lo que hay son ya
fenómenos de neurosis. Estos sentimientos neuróticos de cul­
pabilidad pueden ser, en el sentido de Freud, la secuela de un
superyó exageradamente estricto, que arroja al yo al callejón sin
salida de !a autoagresión122. Pero cabe también perfectamente

119. A sí, escribe W. Lauer: « ...A llí donde falta la conciencia de una
culpa, e¡ sentimiento de culpabilidad no es auténtico» (Schuld - das komplexe
Phiinomen [1972] 45). Tras los pasos de L. Kunz, D as Schuldbewusstsein des
mcmnlichen Jugendlichen (1949), Lauer distingue con gran minuciosidad entre
1¡i conciencia de culpabilidad dirigida como a su objeto a una culpa, y los
sentimientos de culpabilidad indeterminados por lo que hace a su objeto, de
los que, por cierto, hay también siempre conciencia en tanto que tales (22ss;
cf. 29). Echa de menos las distinciones necesarias en este asunto, entre otros,
en S. Freud (27s).
120. Lauer, 24. .
121. Lauer, 30 (cf. 38s) llama a esto, igual que hace L. Kunz, un efecto
secundario de sugestión obrado en la conciencia por la instancia autoritativa.
122. Paradigmáticamente, por ejemplo, cf. S. Freud. El m alestar en la
cultura, en Obras Completas XXI, Buenos Aires 1976, 119ss (¡930; 1953)
360 E l hombre como ser social

que sean la consecuencia del deterioro en la conciencia cultural


general de una orientación firme acerca de los valores, porque,
cuando esto sucede, no puede ya desarrollarse unía conciencia de
culpabilidad normal, localizada en transgresiones concretas de
normas, y lo único que resta es un sentimiento indeterminado de
fracaso por resp ecto ,a un deber igualmente indeterminado1-3.
Semejante disposición —fundada en la situación cultural gene­
ra l— hacia el sentimiento indeterminado y neurótico de culpa­
bilidad puede aún reforzarse en la esfera eclesial mediante el
cultivo (exhortando en general a la confesión de los pecados y
a la penitencia en la vida cultual y en toda la restante conducta
del cristiano) de tales sentimientos generales e indeterminados.
La crítica que hay imprescindiblemente que ejercer contra estos
fenómenos, que tienen relevancia en la situación actual dé la
sociedad y de la Iglesia124, no debe empañar la justicia y la
necesidad del sentimiento y la conciencia normales de culpabi­
lidad referidos a transgresiones determinadas. Pero sólo es posible
asegurar su función y delimitarlos respecto de los sentimientos
neuróticos si a la vez se renueva una conciencia normativa de
obligatoriedad general. Esta tarea sobrepasa con mucho el tema
que trato de discutir en este momento, pero remite al estrecho
nexo que une el sentimiento de culpabilidad, la conciencia de

I I4ss. Cí'. sobre esto B. Laurel. Schulderfahrung und Gottesfrage bei N ieiische
u/i Frcitíl (1977) 298ss. Acerca de las diversas formas de sentimientos neu­
róticos de culpa en la perspectiva psicoanalítica, cf. H. Harsch, Das Schuld­
problem in Thcologie und Tiefenpsychologie. 1965. 75ss.
123. Un estado históricamente intermedio lo constituye la reducción de
la infracción de las normas objetivas a la experiencia íntima de culpabilidad
del individuo (cf. Lauret, Schulderfahrung..., 393). A partir de ello puede
llegarse o bien a la disolución crítica de la realidad del pecado y de la culpa,
o bien a la volatilización, arriba mencionada, de sus contenidos. Cómo se
copertenecen ambos aspectos se expuso ya en k¡ figura de Josef K. en El
proceso de Franz Kafka, en ¡915. Cf. sobre ello M. Buber, Schtiid und Schuld­
gefühle, en Werke 1 (1962) 494ss. La interpretación de Buber, por cierto, trata
menos la indeterminación del sentimiento de culpa y su ambivalencia que las
de la denuncia en que se refleja la descomposición de las normas propias de
esta época, y que es para Buber, al mismo tiempo (y quizá lo era ya también
para Kafka), el contraste con el que resaltar el imperativo de rasgar, a una con
el reconocimiento de la «culpa existencia!», el velo que ella misma es.
124. En esta crítica ha descollado especialmente J. Scharfenberg, Jenseits
des Schuldprinzips?, en Religión zwischen Wahtt und Wirklichkeit. Gesammelte
Beilrcige zur Korrelation von Psychoanalyse und Thcologie (J972), 189-208.
sobre todo I96ss.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 361

cu lp a , la culpa y la conciencia moral. Allí donde hay .una culpa


real (bien una transgresión singular, bien una «culpa existencial»
que afecta a la dirección global tomada por una vida), no sola­
mente están justificados el sentimiento y la conciencia de cul­
pabilidad, sino que.incluso son condición de la adecuada relación
c o n la culpa por lo que concierne a la ruptura que ésta trae consigo
e n - la personalidad del sujeto de la acción.
La culpa supone siempre una instancia ante 3a cual el sujeto
es o deviene culpable. En el caso de la culpabilidad jurídica, esa
instancia es la sociedad, o bien el orden legal vigente en ella; el
cual se manifiesta y se hace respetar en la administración de
justicia, y defiende frente al ofensor a quien ha sido lesionado
en sus derechos. Pero ya la culpabilidad jurídica concierne al
mismo tiempo al sujeto, y no solamente- a título de autor' del
hecho. A pesar de que se pruebe la autoría, el sujeto puede
rechazar la inculpación que va unida a ella si no reconoce ía
obligatoriedad en sí de la norma que ha transgredido. Así, pues,
la culpabilidad jurídica tiene ya que ver con la identidad del
sujeto en tanto que persona, y no se agota en un estado de cosas
objetivamente comprobable. Y esto es lo que desde luego se
aplica a la culpa moral. Si bien, de otro lado, en la culpa se
trata, más allá del sentimiento o conciencia subjetivos, de un
estado objetivo de cosas que concierne al culpable con indife­
rencia de la actitud que éste adopta respecto de é l. La conciencia
norma! de culpabilidad no es más que un modo determinado —el
modo adecuado a la cosa misma— de situarse respecto del men­
cionado estado de cosas. Aún otro testimonio en favor de que la
transgresión de la norma es ya un supuesto del concepto de culpa,
se encuentra en el hecho de que tomar conciencia de ella precede,
desde el punto de vista de la historia de la cultura, a la formación
de la conciencia de culpabilidad o, en cualquier caso, a su
interiorización125.

125. Ciertamente,' no es ningún desarrollo tardío el que se haga en algún


sentido responsable de su acción a quien la -realiza. A sí, ios orígenes de la
inculpación y la incriminación podrían rastrearse hasta los comienzos de la
cultura. En Israel, ya en la arcaica tradición del robo de Acán se identifica al
autor y se le piden cuentas (Jos 7, ¡6ss), sin perjuicio de la idea de que su
acoón carga sobre toda la comunidad del pueblo (7, i l ) : y sin perjuicio,
asimismo, del hecho de que el castigo (7, 24s) alcanza, además de al autor
362 El hombre como ser social

Paul Ricoeur ha expuesto la importancia perdurable de este


carácter derivativo de la idea ■de culpa por lo que hace a la
estructura de su problemática. En la Simbólica del mal (1960)
se retrotrae a la idea de la mancha como «noción arcaica de la
culpa» (14), la cual se ha personalizado en la idea del pecado al
haber sido en ella referida a la alteridad confrontada y persohal
de Dios (óOss, 88). Esta personalización supone simultáneamente
una interiorización, que se completa mediante la idea de la culpa
personal (120s). Pero la objetividad de la mancha se mantiene
en la noción de pecado y es un supuesto, a su vez, de la culpa.
La continuidad a la que acabo de aludir debe subrayarse aún
con más fuerza, en algunos puntos, que como lo ha hecho
Ricoeur126. La concepción veterotestamentaria del pecado127 no
se deja separar tan radicalmente de las situaciones a las que
Ricoeur designa con los símbolos de la mancha y la impureza
como parece hacerse en la obra de éste. La convicción de que
hay una relación, por así decirlo, natural que lleva de la obra a

mismo, a su hacienda y a toda su familia. Hay lo mismo en I Sam 14, 37 ss.


aunque el proceso termífie de otro modo gracias a que el pueblo «salva« a
Jonatán (v. 45). Cf. sobre esto W. Preiser, Vcrgeltung und Siihne im altisrae­
litischen Strafrecht (1961), ahora en: K. Koch (ed.), Um das Prinzip der
Vergeltung in Religión und Recht des Alren Testaments (1972), 236-77, sobre
todo, 254 ss. La «cuipa» en la que se ve envuelto el pueblo entero se salda
eliminando o apañando al autor (ibid., 715), que es. por tanto, el culpable
primordial. Sólo en el sentido de la interiorización de la inculpación, de modo
que ésta, incluso haciendo abstracción de las reacciones de la sociedad a la
acción, se convierta en problema para la identidad personal del autor: sólo en
este sentido, digo, cabe considerar la conciencia de culpa un producto tardío
de la cultura. Por lo que respecta a la historia cultura) griega, E. R. Dodds,
Die Griechen und das hrationale (1951: cito por la edición alemana de ¡970:
trad cast.: Los griegos y lo i/racional, Madrid 1960) ha intentado aportar las
pruebas correspondientes (sobre todo, en el cap. II: «De la cultura de la ver­
güenza a (a cultura de la culpa», 17-37, en el que se trata del cambio de las
intuiciones morales desde Homero al siglo V. Mas el propio Dodds, que tiene
por un eslabón importante de esta evolución la creencia —qu£ viene a! primer
plano en los tiempos- arcaicos posthoméricos— en el efecto contaminante de
la mancha y en su herencia, no quiere reconocer en ella la fuente del «senti­
miento arcaico de culpa», sino sólo la expresión de su índole, que conducirá,
en la evolución ulterior, a la «internaüzación» de la conciencia moral (24s)<
¡26. Especialmente referentes a la relación entre pecado y mancha: 97,
102, !06s, 110.
127. En realidad, se trata de una serie de conceptos distintos, que no se
comprendían en el AT bajo una noción colectiva de «pecado». Cf. R. Knierim,
Die Hauptbegriffe fiir Siintle im Alten Testament (1967).
Identidad y no-identidad como lemas de la vida afectiva 363

su secuela,' y, especialmente, de] crimen -a la desgracia y a la


muerte,' está absolutamente en ia base de las nociones veteros-
testamentarias de pecado y culpa12®, más allá y por encima de
todas las diferencias terminológicas. El pecado en tanto-que in­
fracción de lo estipulado por la ley de Dios no está siempre, en
modo alguno, tan fuertemente personalizado como parece que
piensa Ricoeur. Esta impresión que se recibe tiene su origen en
el hecho de que la exposición dé este pensador parte de la idea
especial y relativamente tardía de la alianza y del pecado como
violación de ella. Pero precisamente en el término hebreo chatta’t
—el más próximo a la noción neotestamentaria de hamartía, que
tantos visos posee— , que significa (como hamartía) errar un
blanco o una norma, la perspectiva del error es-la que se encuentra
en el primer plano; y sólo para las transgresiones cometidas en
el eixor (bisgagá), es decir, sin querer o por descuido, hay po­
sibilidad de expiación (Lev 4, lss; Núm 15, 22ss, 27ss)129. En
cambio, quien «obra con descaro» contra Dios (Núm 15, 30),
«ultraja al Señor» y es víctima de la muerte. Aquí fcs donde más
próximo se está a una ruptura inmediatamente querida de la
relación personal con el Dios de Israel130, comparable a la idea

128. K. Koch, Gibt es ein Vergelumgsdogma im Alten Testament? (1955).


nhora en: Um das Prinzip der Vergeltung in Religión tmd Recht des Alten
Testaments, 130-80. En un ensayo posterior (de 1962), Koch remite en especial
ni hecho de que todos los términos hebreos tanto para «pecado» como para
acción recta pueden designar tanto a la acción como a sus consecuencias (ibid
433s). "
¡29. R. Renldorff, Studien ¿nr Geschicbte des Opfers im Alien Israel
(1967), 20ss. R. Knierira, en la obra citada en la nota 127, ha probado ( 68 s),
en efecto, que el uso de la noción de chatta’t no está limitado a fallos por
ignorancia o negligencia; pero, sin embargo, sin perjuicio de ia objetividad de
la inculpación, y en'contraste con nociones emparentadas, como paesa (143ss)
y 'awon (237ss), destaca en él ante todo el aspecto de negligencia. No está en
contra de ello el hecho de que, en amplia medida, chatta’t y ’awon pueden
usarse promiscuamente (229ss, 2,42; cf. ya 182). Esto sólo significa que las
esferas de estos conceptos se solapan. ■
130. Una concepción más antigua unía la idea de la «rebelión» abierta
ante todo con la palabra paesa. Según G. v, Rad, Teología del AT, Salamanca
"1986, 332, ésta es «la palabra más dura para designar el pecado» en el AT.
Lo mismo se encontraba ya en W. Iíohler, Theologie des Alten Testaments
(1936: -1984), 158. R. Knierim ha mostrado, sin embargo, que cabe ¿ntender
el uso generalizador y político de paesa (en la acepción de «rebelión» o «su­
blevación») a partir del sentido fundamental de esta palabra: «revocación o
privación de la propiedad» (sobre todo. Die Hamptbegriffe..., ISÓss). Ante
364 E l hombre como ser social

cristiana posterior del pecado contra el Espíritu santo (Me 3, 29-


Lc 12, 10). ’
El punto de vista decisivo y constante es que la trasgresión
de la norma trae en cualquier caso consecuencias, tanto para el
individuo como para la comunidad a ta que afecta su acción. En
caso de ignorancia, impremeditación o descuido, es, sin embargo,
siempre posible atenuar las secuelas restableciendo de otra forma
el orden moral del mundo131, que no ha de ser precisamente una
retribución literal, por ejemplo: pagando un rescate o mediante
alguna acción cúltica. La idea de que las consecuencias objetivas
de una acción pueden reemplazarse, saldarse y abolirse con ac­
ciones de culto nos es hoy extraña. Y , sin embargo, el restable­
cimiento simbólico del orden moral del mundo que tiene así lugar
se adécua especialmente bien a la problemática de la conciencia
de culpa. La conclusión del presente capítulo volverá sobre ello.
Pero, antes que nada, importa entender que precisamente las
instituciones de expiación cúltica dan también a su manera tes­
timonio en favor-de la ineluefabilidad del engarce de los acon­
tecimientos, según el cual toda acción produce las secuelas ade­
cuadas a ella, tanto por ló que se refiere al sujeto mismo, cuanto
por lo que hace a la comunidad a la que pertenece. Ahora bien,
hay acciones que favorecen no solamente ia prosperidad de su
sujeto, sino también la de su familia y la de su pueblo; así como
hay otras que destruyen la comunidad y, por lo mismo, se vuelven
contra quien las lleva a cabo. Una sociedad que quisiera descuidar

todo, también aquí se halla en el primer plano la acción, y no el ánim o orientado


contra Dios, que sólo será sacado a la luz com o raíz de los pecados de Israel
por la predicación profètica.
131. H. Gese, Lehre und WirkHchkeil in der alten Weisheit (1958), 41ss.
ha mostrado convincentemente que la «correlación acción-pasión» no debe ser
simplemente considerada la expresión de una concepción del mundo «primitiva»
o «mágica» en cierto vago sentido, sino que va vinculada con la «concepción
del mundo como orden» que surge en el oriente antiguo ya en Sumer. en tanto
que pueblos com o Israel, que sólo han entrado «en la luz de la historia»
posteriormente, han dado ese paso, en correspondencia, también más tarde
(¡los griegos, incluso en la época posthomérica!). Pero, ciertam ente, a la idea
demasiado abstracta de que Yahvé dispone libremente de ese orden (48ssl, hay
que preferir la sagaz interpretación de K. Koch (en el artículo citado en la nota
128), según la cual para Israel es la fidelidad de Yahvé la garantía de este
orden, y, en consecuencia, Yahvé puede, indulgente con la vida del autor de
la acción, com pensar las secuelas de ésta mediante ciertas prescripciones le­
gales, o desviarlas íil sacrificio cultual y perdonarlas así (154ss).
Identidad y no-identidad como temos de la vida afectiva 365

este estado de cosas y ahorrar a los individuos Jas consecuencias


de sus actos, habría de pagarlo, más tarde o más temprano, con
la disolución de su vida comunitaria. También es éste un modo
de restablecerse en el curso de la historia, y de imponerse a
quienes querrían cerrar los ojos ante su realidad, la conexión
entre el acto y su secuela.
Ese nexo, y, con él, la responsabilidad de su acto por parte
del sujeto, preceden al desarrollo de la idea de culpa y son el
fundamento de la necesidad objetiva de que ésta se forme. Uni­
camente que ello sea así es lo que impide declarar en general a
la conciencia de culpa, a una con los diferentes sentimientos
neuróticos de culpabilidad —y teniendo en cuenta la realidad de
que éstos se presentan— un fenómeno patológico del que habrían
de liberar a los hombres una educación más humana y la ilus­
tración popular. Si entre los actos y sus secuelas hay'una relación
necesaria que, en la interacción social, o bien se revuelve contra
el sujeto, o bien destruye la propia vida de la comunidad, es una
falta de realismo cerrar los ojos ante esa situación y declarar la
culpa, al menos en el sentido de la responsabilidad del sujeto
por las consecuencias de su acción, una idea" superflua.
La imputación de la culpa, en este sentido, es, pues, también
previa a la formación de la conciencia de culpabilidad —enten­
dida como conflicto que, más allá de la mera responsabilidad por
lo que haya resultado de su acción, afecta a la persona del su­
jeto— . Esta es la segunda enmienda, o el segundo complemento,
que necesitan las tesis de Ricoeur. El cual ha destacado con
vigorosos términos la «revolución que suscita la conciencia de
culpa en la experiencia del mal (1 19s). En tanto que el sentimiento
de culpabilidad surge originariamente «del castigo promovido
por la venganza», la interiorización de la conciencia de culpa
lleva, siempre según Ricoeur, a que la «disminución de valor
existencia!» que experimenta el sujeto exija ahora ella misma
castigo en el sentido de penitencia o de expiación pedagógica.
El castigo o pena recibe, pues, una función nueva: la de resta­
blecer la identidad del sujeto mismo. Así, la conciencia moral
se convierte «en la medida del mal en una experiencia de total
soledad» (121). Todo esto está bien; pero la experiencia de la
conciencia moral no se convierte (ni puede convertirse) en el
módulo con el que se mida la pena o el castigo. Más bien, el
366 El hombre como ser social

punto de partida y la base de la formación de la conciencia de


culpa sigue siendo el hecho de que el sujeto ha de responder por
las consecuencias de sus acciones. A él se 'imputa la culpa,
independientemente de que la confiese e, incluso, de que reco­
nozca alguna clase de’culpa por sus actos. Hay, pues, culpa-, en
el sentido de imputación de ella, previamente al desarrollo de la
conciencia subjetiva de culpabilidad y con independencia de él.
Estos dos hechos no los ha distinguido Ricoeur con la claridad
que era precisa. Ante todo, ha responsabilizado directamente de
los «inicios» de la conciencia moral y de su conciencia subjetiva
de culpabilidad a los distingos jurídicos acerca de )a culpa sub­
jetiva en los delitos (126ss). Reconoce, ciertamente que «el juicio
y el tribunal vienen antes; la psicología, sólo después» (131).
Pero la concepción que slibyace a ello, a saber: que la «racio­
nalización del derecho penal» fue la que desencadenó «distingos
semejantes en el sentimiento de culpabilidad» (130), es un su­
puesto indemostrado y poco verosímil, si uno lo coteja con la
evolución ocurrida en Israel (que no fes en este punto, ni mucho
menos, tan hondamente diferente —contra 128—, sino,- al con­
trario, muy análoga)-. Allí, en efecto, la distinción entre actos
realizados deliberadamente y actos involuntarios se encuentra ya
en el documento más antiguo de ia historia jurídica de Israel en
el territorio civilizado de la Palestina: el «Libro de la alianza»
(Ex 21, 13s, 28ss). Se remonta, pues, al final del ’ segundo
milenio'32. Sin embargo, la interiorización subjetiva de la con­
ciencia de la culpa en tanto que ruptura de la relación con Dios
no tuvo lugar sino siglos después, por obra de la profecía. ¿No
habrá tenido análogamente en Grecia la poesía trágica —de la
cual partió el desarrollo que desembocó en la formación de la
conciencia moral individual— sus propios resortes impulsores,
incapaces de ser simplemente reducidos a la «racionalización»
del derecho penal? Son dos cosas distintas la proporción de culpa
imputada al sujeto según e! punto de vista de la premeditación

J32, Cf. sobre este punto F. Horst, Recht uncí Religión im Bereich des
Alten Testamente (1956), citado en K. Koch (ed.), Um das Prinzip der Ver­
geltung..., 190ss. Las pruebas que aporta Koc[i no pierden su fuerza por estar
unidas con la desafortunada idea de cierta «desmagificación» de! derecho. Cf.
también W. Preiser, Vergeltung und Sühne..., 240ss y 260ss. Y, además.
Knierim, Del Hauptbegriffe..., 249.
identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 367

o la ignorancia, y la conciencia subjetiva de culpabilidad en su


devenir un problema independiente. La imputación de culpa se
hace a causa de la comunidad y su purificación133. Por ello pre­
sunta por la autoría individual. La conciencia de culpa, en cam­
bio, no tiene, su fundamento —como Ricoeur dice, con razón
(119)— en la conciencia de la autoría, sino en la disposición a
cargar con la expiación. El sujeto hace frente a su culpa. Ello
comienza por que confiesa su culpa. No es, pues, sólo que la
sobrelleve mejor o peor, sino que la acepta y, de este modo, se
convierte ante y para sí mismo en el autor de sus actos (119).
En las tradiciones del antiguo Israel se encuentra ya un relato
acerca de esto: ia historia arcaica del robo de Acán. Una vez que
las suertes descubrieron que él era el autor, Josué dijo a Acán:
«Hijo m ío, da gloria a Yahveh, Dios de Israel, y confiésate a
¿1» (Jos 7, 19). Acán tenía que saber que ello ya no podía variar
en nada lo que le esperaba, y que tampoco salvaría a su familia;
sin embargo, aceptó su culpa e hizo frente a tas consecuencias
de su acción. Esto sucedió en medio de un mundo de granítica
convicción en favor de la responsabilidad de la comunidad y del
efecto contaminante de la relación entre la mancha y el sufri­
miento. Pero no dio lugar en absoluto a! surgimiento de la con­
ciencia moral autónoma. El antiguo Israel no llegó hasta ese
punto. En vez de ello, la interiorización de la conciencia de
culpabilidad en la relación con Dios tuvo lugar siglos después,
debido a los profetas. Pero ni siquiera aquí puede decirse que la
culpa «designa el momento subjetivo del yerro» (Ricoeur, 118),
frente a la objetividad de la m ancha y el pecado. Antes bien,
tanto de la cul^a fawón) como de las demás nociones veterotes-
tamentarias de pecado es verdad que la palabra está al mismo
tiempo por el acto y por sus perniciosas secuelas134. Es justo por
esto por lo que las diversas maneras de designar el pecado son
intercambiables, al menos en esferas particulares. Aunque, cier­
tamente, un*aspecto específico del concepto de culpa es que st)bre
todo expresa que la persona entera queda afectada cualitativa­
mente por su acto1’5. Es éste el punto del que partió el surgimiento

133. W. Preiser, Vergeltung and Sühne,.,, 276.


134. Knierim, Del Hauptbegriffe..., 25Iss.
135. Este es el aspecto verdadero de la concepción que critica Knierim
Hauptbegrijfe..., 239ss), según ki cual 'awon implica la participación subjetiva,
368 El hombre como ser social

en la poesía griega de la conciencia moral y, con >ella, de la


autoconciencia.

4. Conciencia moral, autoconciencia y conciencia de sentido

El sentimiento de culpa que acompaña, a la conciencia de un


yerro concreto es un conocimiento no temático de la no-identidad
propia. Si en el sentimiento se presenta la totalidad de la exis­
tencia. en el sentimiento de la culpa de que soy consciente se
presenta esa totalidad como aquello de lo que la culpa me separa,
En esto estriba la profunda diferencia entre el sentimiento de
culpa y el de vergüenza —que también se encuentra entre los
sentimientos referidos a sí mismo — 136. A la base de este otro se
encuentra siempre, en efecto, la «sensación de cierto valor po­
sitivo de sí mismo». La conciencia de la propia indignidad «está
completamente ausente de la vergüenza»137; pues este sentimien­
to, precisamente, surge.del contraste entre el sentimiento del valor
de uno mismo y la posibilidad de una tergiversación debida al
pobre espectáculo que uno presenta a ios demás. Cierto que la
vergüenza de los primeros hombres se origina, según la historia
bíblica acerca del paraíso, como consecuencia del pecado. Como
desean para sí «ser como Dios», sus ojos «se abren» a la des­
proporción entre su apariencia de hecho —empezando por sus
cuerpos— y la magnitud de esa pretensión. El sentimiento del
propio valor que hay en ello —y que sigue correspondiendo, aun
en la perversión, a la dignidad del destino divino del hom bre­

en el sentido de la premeditación del acto. Pero en el concepto de culpa no


cabe hablar de que el elemento subjetivo suplante al objetivo (249). «En este
ámbito no cabe aún decir que el criterio para lo que es o no pecado y lu
sensibilidad para el peso del pecado se bagan depender de la inteligencia y la
conciencia moral del hombre» (247).
136. Según M, Scheler, Über Scham und Schamgefithl, en Schriftcn aus
dan Nachlass I (21957), 65-144, en la vergüenza hay siempre un «volverse
hacia un sí mismo», un giro hacia dentro de la actividad que estaba antes
dirigida hacia fuera.
] 37. Ibtd, 82 y 100. Este es para Scheler el fundamento de la belleza clel
pudor, que es, incluso, «una inmediata promesa de la belleza» (101). Por otra
parte, el mismo autor afirma que la vergüenza es un «sentimiento de protección
del individuo y su valor individual frente a la esfera toda de io genérico» (80).
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 369

es el fundamento de'la vergüenza. Sin embargo, en el sentimiento


de su culpa el culpable se sabe separado de- aquello que debería
ser. de acuerdo con su destino. Es por esto por lo que al senti­
miento de culpa va unida una mayor explicitud en la relación
consigo mismo, y ello, por cierto, tanto por lo que hace al sí.
mismo propio y su destino auténtico< como por 3o que concierne
a la individualidad del yo (que queda mantenida por 3a imputación
de culpabilidad y, por consiguiente, persiste también en la con­
ciencia de cu3pa)l3S. En virtud de ello fue como la conciencia de
culpa llegó a ser el lagar en que nació —en la figura de la
conciencia m oral— la autoconciencia, por mucho que el senti­
miento de la vergüenza sea ya quizá «el punto germinal de la
conciencia moral»139.
Naturalmente, la autoconciencia no surgió a la vez que la
terminología que la aprehende expresamente en tanto que tal.
Palabras como «yo» y «yo mismo» se hallaban en uso en los más
diversos lenguajes mucho tiempo antes. Les era en algún modo
concomitante a estas palabras, ya siempre, cierta autoconciencia;
la cual es incluso ya propia del hombre en tanto que tal. Mas en
la medida en que la autoconciencia es algo para lo que es esencial
la conciencia de ese algo, no es posible separar la explicitud de
su captación intelectual y lingüística del fenómeno mismo del
que se trata. En esa medida, la autoconciencia no llega realmente
a su perfección más que en la explicitud de la autoaprehensión;
la cual, desde luego, tiene por su parte una historia que no está
concluida. Lo mismo sucede con la conciencia moral. Ya en los
primates hay conflicto entre individuos y normas sociales140. Re­
criminaciones interiorizadas de culpabilidad ha habido entre los
hombres mucho tiempo antes de que la' conciencia moral surgiera
en Grecia; y ésta sigue hoy desarrollándose en las personas en

138. La vergüenza carece de referencia al individuo que soy yo como


distinto de Jos demás. Por eso puedo avergonzarme de otros, en nombre de
nuestra común vinculación. Así, pues, la vergüenza es «un sentimiento de culpa
por el s í mismo individual en general, no necesariamente por m i yo mismo
individual» (Scheler, Über Scham ..., 81). En cambio, el sentimiento de culpa
mienta siempre al individuo singularizado por la culpa.
139. A sí, Scheler, Über Scham und Schamgefühl, 142.
140. K. Preuschoft, Angeborene Verhaltensmuster, Konflikt. Norm , Ge-
ir¡« n : Wie fre í sind tmsere Erúschliisse?, en J. Fuchs (ed.), Das Gc>vissen.
Vorgegebene Norm verantwortlichen Handelns oder Produkt gesellschafdicher
Zwiinge? (1979), 9-18, sobretodo, 15s.
370 E l hombre como ser social

vía de maduración sin que tengan conciencia explícita de su


peculiaridad. Pero es sólo cuando se la conoce de ese modo como
la conciencia moral en tanto que relación consigo mismo llega
a su perfección, y fue así también como se convirtió en el origen
de la explicitud de la autoconciencia. Por ello es por lo que la
aparición de la terminología pertinente tiene aquí importancia
para el fenómeno mismo141.
El verbo griego crúvoiSa significa, en primer lugar, saber
conjuntamente. Así, en la Antígona de Sófocles (442 a.C .), un
guardián jura que él y sus compañeros «no saben» quién haya
enterrado el cadáver de Polinices (266). El rey Edipo (antes de
425 a.C .) afirma que él mismo quedará incurso en 3a maldición
que proclama para el asesino de Layo en caso de que éste se
hallara «a sabiendas mías» en su propio hogar (250), Finalmente,
Electra (hacia el 418 a.C.) reprocha a la luz y al aire que saben
los amoríos de su madre y el asesino de su padre (94). Ya en
estos casos, el saber conjuntamente empieza por entenderse de
un modo completamente general, pero especialmente se aplica a
hechos o personas que rehuyen la luz pública142. Así también,
en la aparición de la idea de que el hombre tiene en s í mismo
alguien que también conoce su conducta, el primer plano lo ocupa
el saber conjuntamente referido a la injusticia y la culpa. El
Orestes de Eurípides (404 a.C.) contesta a la pregunta de Menelao
acerca de ia enfermedad que le ha acometido, que la aflicción
que le desgarra desde su interior (398) es el efecto de que ve
(cn3voi5a), puesto que tiene conciencia de sí (oiiveon;), que ha
cometido actos terribles (396). Apenas hay posibilidades de que
se trate de un giro lingüístico habitual que casualmente esté con­
servado en este texto por primera vez; más bien es un estado que
«ha descubierto Eurípides: supone un alto grado de autorrefle-

14}. Ya decía esto M. Káhler, Das Cewissen l/ I (1878), 6ss, contra R.


Rothe. Frente a ello, la investigación de H. G. Stoker. Das Gewissen. Ers-
ckeinungsformen und Theorieñ (1925), que ha ejercido durante mucho tiempo
una influencia decisiva, pensaba que podía ahorrarse estos matices histórico-
conceptuales (12), y se adhirió acríticamente a la exposición de W. H. S. Jones,
que introducía, sin matizar más, términos tan diferentes como vergüenza, man­
cilla y conciencia moral, a título de testimonios del carácter emocional de esta
última (citado en 13s). La consecuencia fue que H. Stoker pasó de largo sin
tocar la problemática específica de la relación entre la conciencia moral y la
autoconciencia.
142. Cf. M. Káhler, o. c., 25 y 52.
Identidad y no-identidad como temas- de la vida afectiva 371

xión»1*3. La acción de las Erinias, que no dejan descansar el


malhechor, se halla aquí interiorizada hasta haberse convertido
en una instancia que pertenece al alma del propio malhechor.
Por una parte, se introduce así la ruptura en el interior del hombre
mismo144; pero, por otra, se supera en lo humano la exterioridad
de la figura mítica. El autoconocimiento trágico145, cuya esencia
hace Eurípides expresar a su Orestes, se corresponde, por tanto,
con la superación filosófica del mito y de toda autoridad mera­
mente externa en lo humano universal —en la época de la crisis
de la polis griega146. Desde esta perspectiva parece comprensible
v conforme a las ■cosas mismas el hecho de que el concepto de
la conciencia m oral147, a pesar de tener su origen en la experiencia
de la culpa, no se restringiera a ella, sino que conservara la
significación, general de conciencia en tanto que conciencia del
comportarse y el ser propios148, y pudiera así, además, llegar a

143. B. Snell, Die 'Emdeckung des Geistes (31955). 229. Ahí también se
encontrará la referencia a la relación con la función de las Erinias. Con Snell
está en esto de .acuerdo O. Seel. Z iir Vorgeschichte des Gewissens-Begriffes
im altgriechischen Denken, en Festschrift Dornseiff (1953), 291-315; cí. 295,
298s, 313ss. Pero indica una serie de lugares más antiguos, sobre todo tres de
Aristófanes (299ss) de los años 424-41 i, que expresan el saber reflexivo de
modo tal que dejan resonar, cuando menos irónicamente, una inculpación. El
testimonio más antiguo de cnjvotSü —que también ba sido examinado por
Snell— se encuentra en Safo, fr. 37, U s ., es decir, que se remonta a airea
600; pero no parece significar sino el encarecimiento de un saber (¿referido a
un estado?; cf. Snell 312s). Cf. las palabras que Orestes dirige a Electra, que
espera al vengador, en la Orestíada de Esquilo (485 a.C.); «Sé (soy consciente
de) que a menudo has añorado dolorosamente a Orestes» (Coéforax. 217). A
pesar de esta prehistoria del uso que encontramos en Eurípides, es en él en
quien ía fórmula adquiere el sentido claramente delimitado de una «división
del yo» (Snell).
144. Chr. Maurer, en el Theoíogisches Wórterbuch zitm NT, VII (1964).
898, 902, 905. .
145. Cí. la valoración filosófica de la tragedia que hace P. Ricoeur, La
Syinbolique du mal, 241-264, sobre todo, 252s.
‘ Í46. Cf. también M. Káhler. Das Gewissen 1/1, 74 y 199s.
147. Cf. más testimonios en Káhler, 24ss,, Chr. Maurer. 898ss y H.
Reiner. Hist. WB dev Pililos. (1974) 575ss. Este último tiene al fragmento 297
de Demócrito por el más antiguo testimonio del sustantivo GOVEi5r|CTi<;. Sobre
ello, Maurer. 900.S. También, O. Seel, 2ur Vorgeschichte des Gewissens­
Begriffes..., en nota 143. '
148. M. Káhler, 50s. y (acerca de lu terminología latina) 72s. Káhler
destaca, ciertamente, la preponderancia en el uso lingüístico de la función
acusadora de la conciencia moral. Lo mismo Maurer, 902.
372 E l hombre como ser social

ser conciencia moral preconsciente y, con ello, la instancia de­


terminante del modo de vivir,'E sta idea se remonta, probable­
mente, a la Stoa media, que parece haber-fundamentado el saber
moral, frente a los ataques de los escépticos contra la doctrina
estoica inicial, sobre la certeza práctica de la autoconciencia.
Seguramente está en el origen de este proceso Panecio de Rodas,
quien, gracias a sus estancias en Roma entre los años -144 y 129
a.C ., y especialmente al haber influido en el círculo de Escipión
el Joven, habría trasmitido este punto de vista al pensamiento
romano1“9. La idea aparece manifiesta en Cicerón150 y, asimismo,
luego, en el estoicismo romano: en Séneca y, sobre todo, en
Epicteto, el cual identifica la conciencia moral con el hegemo-
nikón estoico131. Aunque concentrada, como corresponde a la
tendencia de aquella época, sobre las cuestiones prácticas vitales,
no se trata de menos que de la primera filosofía de la autocon­
ciencia; en la cual se atribuye a ésta una función sistemática
fundamental: la mediación entre la presencia del logos en el alma
y la acción humana orientada hacia el logos mismo. Pero, cier­
tamente, esta concepción estoica no subsanó la ruptura en la
identidad del hombre descubierta por los trágicos y formulada
por Eurípides; la negó, tan sólo. Por el contrario, en la termi­
nología deS cristianismo primitivo se ha reflejado e] movimiento
que, partiendo de la no-identidad experimentada en la conciencia-
moral, se dirige a la identidad de la buena conciencia.
La razón de que el AT no conozca ningún concepto de con­
ciencia moral132 estriba, con toda probabilidad, en que le es ajena
esa independización del hombre frente a los dioses del mito que
se expresó en la tensión entre la libertad del héroe trágico y el
destino regido por aquellos dioses. En cambio, el judaism o he­
lenístico acogió el concepto de conciencia moral volviéndola
testimonio de la autoridad de la ley divina y constituyéndola en
prueba de que también- el que no es judío conoce la voluntad y

149. P. Barth-A. Goedeckemeyer, Die Stoa (1941), 168. Piensa en otra


manera M. Pohlenz, Die Stoa, 1, 317. •.
150- Especialmente, en cómo fundamenta Cicerón la recta conscientia
«en la recta ratia, que constituye en nosotros una non scripta sed nata».
151, Epicteto, Diss. III, 93-95.
152, Chr. Maurer, en Th. Wörterbuch zum N.T., VIII, 906: cf. Kahler,
Das Gewissen V I, 19 y 178.
identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 373

la justicia del Dios verdadero153. Así sucede también en el apóstol


Pablo (Rom 2, 15). En tanto que testimonio de la ley escrita en
el corazón del hombre, la conciencia moral es la «representante
en el hombre de la voluntad de Dios»154. Por esto, en la conciencia
del pecador se expresa como acusación que Je declara culpable
de su pecado153; mientras que en el'cristiano liberado del pecado
lo hace como testimonio de su nueva identidad en la unión con
el espíritu de Dios (2 Cor 1, 12). Y es porque la conciencia de
cada cristiano se halla así unida al espíritu de Dios por lo que
Pablo exige respeto a la conciencia individual incluso del hermano
«débil». La adopción como hijo, de la que el Espíritu da fe para
el caso de cada creyente, «salvaguarda la individualidad de éste
frente a la de los hermanos y fundamenta así una libertad absoluta
e intocable; de cada una de las conciencias frente a todas las
demás conciencias» (1 Cor 10, 29)156.
Al enlace de la conciencia moral cristiana con el espíritu de
Dios mediante la fe le corresponde en la literatura postpaulina
del cristianismo primitivo el término de conciencia «buena» {1
Tim 1, 5.19; 1 Pe 3, 16.21) o «pura» (1 T im -3, 9; 2 Tim 1, 3);
mas la tensión hacia el futuro del juicio de Dios no está ya tan
presente como en Pablo (J Cor 4, 4)157. La función de la con­
ciencia moral sigue siendo, eso sí, la de juzgar, no la de legislar
y guiar158. Pues la fuerza impulsora de la vida cristiana es el
espíritu de Dios, no la conciencia moral; aunque la conciencia

153. Maurer, 9 l0 ss, acerca de Filón. La función de la conciencia moral


er\ Filón, que. sobre lo dicho arriba, consiste en juzgar y corregir (cf. Kahler,
173ss), se retrotrae, en opinión de U. Wilckens, La carta a ¡os romanos I,
Salamanca 1989, 176, no sólo a raíces veterotestamentarias, sino también a
otras que son neopitagóricas. Considero que Maurer (911), influido por M.
Kahler (34-37), ha trazado, por lo que hace a Filón, demasiado tajantemente
la línea de delimitación frente a la ¡dea de la función rectora de la conducta
que le compete a la conciencia moral (cf. supra, nota 149).
154. U. Wilckens, La carta a los romanos [, 175.
155. Chr, Maurer, en Th. Würterbuch zum N.T., 915s. En este sentido,
en Rom 2, 15 se trataría de la «conciencia moral que sigue a la acción, y no
de la que la precede, es decir, de la conciencia moral rectora» (916).
156. U. Wilckens, La carta a los romanos I. 175. El vínculo que ata la
conciencia moral cristiana al Espíritu permite a Pablo introducir en Rom 14,
Is, pixtis en el contexto en el que en 1 Cor se hablaba de la «conciencia moral»
de los «débiles» ( 8 , 7 y lOs). Cf. Maurer, 913.
157. U, Wilckens, La carta a los romanos I, 176.
!58. M. Kahler, Das Cewissen 1/1, 300; cf. 271.
374 El hombre como ser social

«buena» o «bella» es testimonio y expresión de la nueva identidad


adquirida por el cristiano159. En l'k apelación de Pablo a la con­
ciencia de todos los hombres en favor de la verdad de su mensaje
(2 Cor 4, 2) se pone de relieve que de lo que se trata es, en
general, de la identidad del hombre gracias a la superación de la
no-identidad experimentada en la conciencia moral del pecador.
Ello supone la superación de la heteronomía de la ley judía. Pero,
con la unión de la conciencia cristiana a] mensaje de Cristo, ¿no
aparece acaso, en el lugar de aquella, una nueva heteronomía?
Pablo salió al encuentro de este problema con su interpretación
de Cristo como nuevo Adán: si en la historia de Cristo de lo que
se trata es del hombre como tal. entonces la unión de la fe a
Cristo no introduce heteronomía alguna en la conciencia cristiana.
Por desgracia, la teología cristiana posterior acerca de la con­
ciencia moral no continuó esta línea, sino que vinculó la noción
de conciencia con la doctrina de la ley divina, interpretada en el
sentido de ley natural. Cierto que esto tuvo lugar en el marco de
la concepción según la cual son idénticos el Iogos que actúa en
el alma humana y el Iogos encamado en Cristo —concepción
que parecería bastarse para excluir toda tutela heterónoma del
cristiano en su fe en Cristo. Sin embargo, la renuncia a tematizar
especialmente la autonomía de la experiencia de la conciencia
moral en tanto que forma de manifestación de la identidad de la
autoconciencia trajo, con el trascurso del tiempo, una reducción
y un desplazamiento del problema que resultaron funestos.
La conexión entre conciencia moral y ley divina en el ju­
daismo helenístico y la patrística cristiana dio nuevo impulso a
la tendencia, ínsita ya en la filosofía moral de la antigüedad tardía,
a dejar en segundo plano el sentido amplio de syneidesis y cons-
cientia como autoconciencia y a restringir el significado de estas
nociones a la esfera moral. Apuntaba ,ya en esta dirección, muy
especialmente, la trasformación que hizo sufrir Cicerón a la teoría
estoica de los conceptos básicos comunes a todos ios hombres
(ícoivai svv o íai), trasladados por él al pensamiento de un saber
innato sobre las normas morales fundamentales (nata lex), que
fue puesto en conexión con la teoría de la ley natural y, sobre

159. Chr. Maurer, en Th. Wörterbuch zum N .T., 917s.


Identidad y no-identidad como temas de ¡a vida afectiva 375

todo, con la regla de oro. A esta última, de manera bien carac­


terística, la denominó Agustín scripta conscientia'^0.
No es éste el lugar de seguir en detalle la historia posterior
de la interpretación del fenómeno de la conciencia moral. Para
el estado actual de la cuestión en la antropología no tienen una
importancia de prim er orden ni la distinción escolástica de syn-
deresis y conscientia —a la que dio ocasión un texto corrupto
del comentario de Jerónimo sobre Ezequiel161—, ni tampoco la
controversia en torno a si la primera había que entenderla como
verdadera potencia del alma (Buenaventura) o solamente como
hábito (Tomás de Aquino)162. Ha tenido una trascendencia mucho

160. Conf. I. 18 (29). Sobre ello, J. Stelzenberger, Conscientia bei Au-


gustinus (1959), )09ss, sobre todo, l l í s s . Sobre lo que sigue, del mismo autor,
Syneidesis, Conscientia. Cewissen (1963), S 1ss.
161. PL 25. 22 = Jerónimo, ¡n El I. 1. Sobre la relación con Orígenes,
cf. H. Reiner, Hist, WB der philos., 580s. Acerca de la lectura de este lugar
en la Glossa Ordinario (con synderesis. en vez de syneidesis), ibid., 582 y la
bibliografía a la que ahí se remite.
162. La importancia de esta controversia tanto para Luteró como para el
estado actual de la cuestión es sobreestimada por P. Mnlcmcch, Das religióse
Gvwissen (1979) cf. 14-31. tras los pasos de E. Hirsch, Luthersttidien T: Drei
Kapitcl zu Luthers Lehre vom Gewissen (1954). Ni a propósito de la «conciencia
moral de la voluntad» de Buenaventura (cuya «inconsecuencia» —así opina
Mokrosch. 20s— por ío que hace a la instrucción eclesial de la conciencia
recae más bien en el intérprete), ni tampoco en Lutero cabe hablar de que la
conciencia moral es independiente de toda norma, ni cabe llamarla «crítica de
todas las normas atemporales y eternamente válidas» (102; cf. 28). B. Lohse,
Gewissen nnd Autoritcit bei Luther: Kerygma und Dogma 20 (1974) 1 22 ha
mostrado que la conciencia moral, para Lulero, es libre respecto de todos los
preceptos y doctrinas de los hombres, pero está vinculada a la palabra de Dios,
dada en la ley y el evangelio (13s. Í6ss). La diferencia con la doctrina escolástica
de la conciencia hay que buscarla fundamentalmente en la noción del evangelio,
que, en el pensamiento de Lutero, libera de la ley a la conciencia que vive
bajo el pavor de la ley (WA 25, 249, 37ss), de modo que la conciencia liberada
coincide, completamente como en Pablo, con la fe en Cristo (Lohse, 6s).
También Lutero habló (Lohse, 12, 21) de la necesidad de la instrucción de la
conciencia por la Iglesia, que tan duramente critican Mokrosch (17s, 19s, 21)
y Hirsch ¡i Ja teología escolástica de la conciencia, sin tomar, por cierto, en
cuenta ia doctrina de la obligatoriedad de la propia conciencia errada (Tomás
de Aquino, De verit. q. 17, a. 4). En esta cuestión, incluso, Lutero siguió
pensando como un medieval, en cuanto no contó (i. c 21) con que esa ins­
trucción produjera resultados muy varios; si bien debe quedar sin decidir si la
diferencia entre el Lutero «primero» y el Lutero «último» afecta en este asunto
a puntos capitales. En cualquier caso, la diferencia decisiva respecto de la
iglesia medieval estaba en la cuestión de la norma: la Escritura o la doctrina
376 E l hombre como ser social

mayor la independización del fenómeno moral de la conciencia


respecto de la problemática general, incluida la teórica, de la
autoconciencia. También ésta está expresada en el mencionado
lugar de Jerónimo, en tanto en cuanto en él la conciencia moral
se añade, como una cuarta verdadera parte del alma, a la trico­
tomía platónica de deseo, ánimo y razón. La propia concepción
escolástica que ligaba más estrechamente la conciencia moral al
intelecto, la elaborada por Tomás de Aquino siguiendo a Alberto
M agno, trataba aquélla (synderesis) como un conocimiento de
los principios morales naturalmente vinculado con el alma y que
coincide en cuanto a su contenido con los principios de la ley (o
el derecho) natural. Es, en su núcleo, la idea, que remonta a
Cicerón, de la conciencia moral como fuente de la conciencia de
las normas. Aparece independiente, pero —en Tom ás— estruc­
turada paralelamente y junto a la razón teorética: al lado de la
distinción entre la potencia apriórica —anterior a toda experien­
cia— de los conceptos teóricos fundamentales (intellectus prin-
cipiorum) y ia ratio, que aplica, en el conocimiento teorético,
esos conceptos a las percepciones sensoriales, se haüa, por lo
que concierne al conocimiento práctico moral, la distinción entre
la synderesis como suma de los principios morales y su aplicación
por la conscientia163'. Pero, en tanto que la idea del intellectus
principiorum fue abandonada con el trascurso de la historia de
la teoría dei conocimiento, la de la conciencia moral como con­
ciencia de las normas morales implantada en el hombre por la
naturaleza se mantuvo petrefacta al través de los siglos. La con­
ciencia moral se convirtió en una instancia del alma misteriosa
en su aislamiento, cuya opaca apariencia no hace sospechar que
se trata, en su origen, de un aspecto parcial de la autoconciencia.
En el ámbito de esta «alienación» del problema de la con­
ciencia moral por respecto a su lugar primitivo en el fenómeno

de la iglesia. Cf. también la definición de Melanchthon de la conciencia moral


(CR 21, 1083; además. 686s y la tesis correspondiente de 1521, ibid., ¡16ss).
163. Tomás trata de la synderesis en Stim. Titeo!. I, q 79, a 12, en paralelo
con el intellectus principiorum de la razón especulativa. El artículo siguiente
(el 13) analiza la conscientia, que aplica los principios de la sindéresis a actos
pasados o futuros. (El ad aliquid en el nombre con-scientia no se refiere en
Tomás a! sujeto mismo.) La identidad de los principios de la sindéresis con
los de la ley natural se manifiesta explícitamente en Stim Theol. I/II q 94 a 1
ad 2.
Identidad y no-identidad como lemas de la vida afectiva 377

de la autoconciencia, Kant, gracias a su interpretación de la ley


moral como autonomía, ha reconquistado, a pesar de todo, la
conciencia de que de lo que aquí se trata es de la relación del
ser racional consigo mismo164. En la Filosofía del derecho de
Hegel volvió a aprehenderse explícitamente la conciencia moral
como aspecto de la autoconciencia165. Y la perspectiva de la
relación consigo mismo ha sido en la época que ha seguido la
determinante. Libre de toda duda sobre que en la conciencia moral
pudiera tratarse quizá de la voz de Dios en el hombre166, la

164. La «asombrosa facultad« de la conciencia moral Crítica de la razón


práctica, Buenos Aíres “1968, 39ss, se-describe en La religión dentro de los
límites de la mera razón, Madrid 1969, 182, como relación consigo mismo:
«La conciencia moral no juzga las acciones como casos que están bajo la ley,
pues esto lo hace la razón en tanto que es su b je tiv o -p rá c tica .sin o que aquí
la razón se juzga a sí misma, a saber: juzga si efectivamente ha tomado a su
cargo aquel injuiciamiento de las acciones con toda cautela (en cuanto a si son
justas o injustas), y pone al hombre por testigo, en contra o a favor de s í
mismo, de que esto ha sucedido o no ha sucedido». En cambio, en la Melaphysik
der Sitien (1797) estima necesario Kant referir la voz de la conciencia a la ¡dea
de un juicio de Dios, pues, si no, el acusado y el juez serían una,y la misma
persona (Akad. /liug. 6, 498s).
165. A título de «subjetividad formal» independiente respecto de todo
contenido {Principios de ¡a filo sofía de! derecho, Madrid 1988, § 139; el".
§ 136). es según Hegel la conciencia moral principio tanto del bien como
del mal, pues «ambos, la moralidad y el mai, tienen su raíz común en la
certeza respecto de sí mismo; certeza que es, sabe y decide por sí» (§ 139).
Si lo que la conciencia individual «estima o da por bueno es realmente bueno,
es cosa que sólo puede saberse a partir de! contenido de ese deber-ser-bueno»
(§ 1361.
166. El discípulo de Scheler, H. G. Stoker, Das Gewissen. Erschei-
mmgsformen itnd Theorien (1925) veía todavía eji la experiencia de la culpa
que hace la conciencia moral el indicio de algo que se alza frente a ella como
un poder y un orden personales, porque el hombre sólo puede ser responsable
ante una instancia semejante {147s; cf. 158ss). M. Heidegger consideraba que
esto era «desdibujar la frontera entre la fenomenología y la teología, en perjuicio
de las dos» fEl ser y el tiempo, 294). Lo cual sólo es verdad si se supone una
relación de la revelación divina con la realidad creatural tan extrinsecista como
la que de hecho supone Heidegger. Frente a-ello. H. Kuhn, Begegnung mit
dem Sein, Meditationen zur Mctaphysik des Gewisiens (1954), en la tradición
de la filosofía cuya cima es una «teología natural», ha vuelto a afirmar, contra
Heidegger, la apertura hacia Dios de la conciencia moral (45, 53ss, 19, 172ss).
En teología, la tendencia hoy predominante no considera ya tampoco inme­
diatamente a la conciencia moral como voz de Dios. Cf. H. Thielicke, Theo-
iogische Ethik 1. 492 (sólo en el justificado llega la conciencia a ser la voz de
Dios: 523); W. Tríllhaas, Ethik (1959), 93 (ampliado en 108ss, de la tercera
edición, en 1970): G. EbeJing, Theologische Erwagungen iiber das Gewissen,
378 El hombre como ser social

relación consigo mismo se halla en ■el centro, sobre todo, del


análisis de este fenómeno que, junto-con los de Nietzsche y Freud,
ha tenido más repercusiones en el pensamiento contemporáneo:
el de M. Heidegger en El ser y el tiempo.
Heidegger definía la conciencia moral como una llamada con
ia que el ser-ahí se llama a sí mismo. Se convoca —en el modo
del guardar silencio— , desde su estado de caído en el «se», a
«sus posibilidades más propias»167. El elemento de inculpación,
que Kahler y Stoker habían presentado como fundamental para
la experiencia de la conciencia moral tanto desde el punto de
vista histórico como desde el sistemático, queda aquí preterido
ante el carácter de llamada o convocatoria. Heidegger consigue
esto separando la idea de culpa de las relaciones a! «ser con los
otros» e incluso «de la referencia al deber y la ley»168. Lo que
resta es entonces el «ser deudor» que la propia llamada de la
conciencia da a entender al ser-ahí, a saber: que «debe retrotraerse
hacia sí mismo desde su estar perdido en el “ se” » 169. El ser-
deudor, pues, no es primordialmente la conciencia de un yerro,
sino la expresión de un «deber»; pero de un «deber» cuyo con­
tenido es la autenticidad del ser-ahí mismo. Según Heidegger,

en Wort and Glaube I (1960), 441. Pura la teología católica, asimismo, la


conciencia no es. en tanto que disposición dada con la naturaleza humana, la
voz de Dios en el hombre, sino que llega a serio cuando se ajusta a la ley
divina: j. G. Ziegler. Vom Gesetz zwn Gewissen (1968), 40: R. Barenz, Das
Gewissen (1978), 235. En cambio. J. Stelzenberger subraya que no puede
llamarse sencillamente a la conciencia la voz de Dios, Handbuch theologischer
Gritndbegriffe I (1962), 528.
167. E l ser y el tiempo, 298 y 294.
168. Jbíd., 307. Tanto aquí como ya cuando rechaza la interpretación de
la conciencia moral como llamada de Dios (300), Heidegger utiliza como
argumento la diferencia respecto de todo «ser ante los ojos» (308). La cuai,
por cierto, interviene en este asunto algo forzada, ya que Heidegger sigue
denominando a la carencia contenida en la culpa a título de falta de algo debido,
una «determinación [negativa] del ser de lo que es ante los ojos». Ello es
cuestionable no sólo a la vista de la función de la carencia én Sartre (cf. nota
58 de! capítulo quinto), que precisamente es la de remitir más allá de lo que
«es ante ios ojos», sino, sobre todo, en consideración de que el propio Heidegger
determina como un deber (312) el «ser deudor o culpable»; si bien, un deber
cuyo contenido consiste exclusivamente en la autenticidad del ser-ahí mismo.
Así, en 307s se excluye, evidentemente, tan sólo un deber distinto del ser-aJií
mismo.
169. El ser y el tiempo, 3 l is . A sí, pues, también Heidegger piensa que
■la llamada de la conciencia mora! articula un deber.
Identidad y no-identidad como lemas de la vida afectiva 379

es sólo a partir de aquí como se vuelve inteligible la deuda (la


culpa) en el sentido de yerro.
Aunque haya sido ocasión de variadas confusiones y tergi­
versaciones, es evidente la diferencia entre la noción heidegge-
riana de culpa y el uso habitual de la palabra en cuestión170. Por
una parte, Heidegger ha recuperado para esta noción una di­
mensión que aún se conserva en algunos giros del habla cotidiana,
tales como: «Estar en deuda con alguien (o consigo mismo)».
En efecto, a la culpa o deuda no le pertenece sólo la inculpación
referida a un yerro o falta (reatas), sino, también, la obligación
o compromiso (debitum). Y es sólo a partir de esto último como
se hace inteligible la falta en tanto que culpa. Pues la respon­
sabilidad no está fundada en el mero hecho de la causación, sino
en la conciencia de la obligación. .Como ha subrayado con toda
justicia P. Ricoeur171, es ía aceptación de la responsabilidad la
que funda la conciencia de «ser causa, agente, autor». Pero esto
significa que la noción de la acción como autoría supone ya la
de la responsabilidad. Y, a una con la responsabilidad, también
la capacidad de actuar está ya siempre fundada en la llamada que
convoca al auténtico ser sí mismo. Esta es la dimensión de [a
culpa que ha franqueado el análisis de Heidegger. Pero este logro
lo ha adquirido Heidegger al precio de velar el auténtico fenó­
meno de la conciencia m oral'72, que tiene su punto de partida en
la conciencia de la culpa en el sentido de la obligación ya que­

170. Cf. las posiciones expuestas en W. Lauer, Schuld - das komplexe


Phänomen, 127-213. Lauer mismo está ante todo en contra de que se exija
que la culpa se desprenda «de la referencia a un deber» (143); si bien no se
percata de que ello es ya una crítica inmanente, que debe presentarse basándose
en la terminología propia de Heidegger.
171. P. Ricoeur, La Symbolique du mal, 119.
172. Según H, Kuhn, Begegnung mit dem Sein. Meditationen zur Me­
taphysik des Gewissens, 90ss, Heidegger opone a la concepción tradicional de
la conciencia moral otra «revolucionaria y modernista», que no cabe enlazar
con la primera a través de í<meduición o conciliación alguna», y en la que las
«palabras com entes y familiares» tienen un sentido nuevo. El propio Heidegger
—sigue Kuhn— reconoce «que no es lícito dar simplemente de lado a la
experiencia cotidiana de la conciencia moral» (90); pero, de hecho, la yerra
en gran medida, especialmente al prescindir de ¡a «referencia a faltas y omi­
siones ya sucedidos o proyectados» (comentando E l ser y el tiempo, 304).
«Quien le resta a la conciencia lo determinado de sus dictámenes para imputarlos
al “ concepto vulgar” de ella, lo que hace es desarmarla con su pretendida
profundidad» (180s).
380 E l hombre como ser social

brantada y la injusticia que ya no cabe hacer que no haya acon­


tecido. Su análisis no atina con la profundidad de la no-identidad
que da noticia de sí en la conciencia de cuipa; la cual no consiste
sólo en la inautenticidad de estar perdido en el uno anónimo (en
el «se»), sino que, ya en la congoja de Orestes, remite a la ruptura
del orden comunitario173 producida por el desgarramiento de los
vínculos sociales. Lo cual implica que el sí mismo auténtico del
ser-ahí, que aparece en la conciencia moral en el papel del acu­
sador, no habla como ser-ahí absolutamente aislado, sino como
miembro del orden cohumano al que pertenece. Y, en tercer
lugar, con la profundidad de la no-identidad experimentada en
la conciencia de la culpa y la importancia constitutiva del orden
cohumano para el ser de sí mismo, Heidegger no ha visto tampoco
la superación de esa no-identidad experimentada en la conciencia
moral en tanto que expiación que debe llevarse a efecto en la
vida de la comunidad que ha sido lesionada.
Con toda razón, la crítica al análisis heideggeriano de la
conciencia moral se ha concentrado sobre todo en la abstracción
—postulada y efectivamente cum plida— de la comunidad con
los otros hombres y del ethos de ella114. Para entender que ésta
no es una crítica traída de fuera, es necesario, por cierto, con­
templar este problema en conexión con los otros dos que he
mencionado: la no-identidad específica de la culpa y la superación
de esta no-identidad. En la teoría psicoanalítica sobre la con­
ciencia moral se atribuye una importancia capital a la comunidad,
tomada por sí misma. Esta teoría, por tanto, se presenta justo
como un complemento’ adecuado a la carencia que se echa de
ver en el análisis de Heidegger. Otra cuestión es que haga justicia
al fenómeno de la conciencia moral en toda su complejidad.
Freud identificó la conciencia moral con la instancia —por
él introducida— que recibe el nombre de superyó y que representa

173. H. Kuhn tiene razón cuando pone de reJieve, Begegmmg mit dem
Sein.,, 145ss, 166ss. 171, la importancia que tiene para Ja experiencia de la
conciencia moral la vulneración del orden de la vida de la comunidad en la
piensa hecha al prójimo.
174. C f., además de la obra ya citada de W. Lauer, L. Binswánger,
Grundformen und Erkennntnis menschlich'en Daseins, ~1953. 65ss; así como
también: H. Harsch, Das Schuldprobkm in Theologie und Tíefenpsvchologie
(1965), 145, 146ss, ¡53ss.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 381

una interiorización de la autoridad-paterna (y, en sentido amplio,


de la'autoridad de la sociedad) sobre el individuo. El niño cons­
tituye esta instancia a partir del quinto año de vida, una vez que
supera el complejo de Edipo. El superyó «observa al yo, le da
órdenes y le amenaza con castigos, exactamente igual que los
padres, cuyo lugar ha ocupado»173. Pero no es sólo en el desarrollo
del individuo, sino también en la historia de la cultura humana,
donde, en opinión de- Freud, le corresponde al superyo un im­
portante papel: el de refrenar la tendencia agresiva. La energía
agresiva se vuelve hacia dentro, y, allí, «es asumida por una
parte del yo que se pone en confrontación, en tanto que superyó,
con las restantes; la cual, en adelante, a título de “ conciencia
moral” , se apresta a ejercer contra el yo la misma severa agre­
sividad que al yo le gustaría descargar contra otros individuos
ajenos. A la tensión entre el riguroso superyó y el yo sometido
a él es a lo que llamamos conciencia de culpa; la cual se exte­
rioriza como necesidad de castigo»176. La forjnación de la con­
ciencia de culpa es, según Freud, el precio del desarrollo de la
cultura, en el que de lo que se trata es de «producir una unidad
partiendo de los individuos humanos»; pues ei cumplimiento de
este fin impone a las aspiraciones de felicidad de los individuos
limitaciones que desencadenan en ellos agresiones que, a su vez,
se vuelven de nuevo contra el yo individual en forma de senti­
mientos de culpabilidad177. Como médico, a la vista de las neu­
rosis que se originan en este proceso, Freud censuraba el superyó
que «con la serenidad de sus mandamientos y prohibiciones se
cuida muy poco de la felicidad de éste (del yo), pues no tiene

175. S. Freud, Abriss der Psychoanalyse (1938), cap. IX (Werke 17,


I36ss). Cf. P. Ricoeur, De VInterprétation, Essai sur Freud (1965; cito por
la edición alemana de 1969), 220-38 y 213. Además: E. Spengler, Das Ce-
wissen bei Freud und Jung (1964), así como E. Stadter, Psychoanalyse und
Gewisscn (1970).
176. S. Freud, Ei malestaf- en la cultura, en Obras completas XXI (1976),
119ss.
177. ¡bid., 130ss, 119. Se ha hecho notar muchas veces la sorprendente
analogía que ello guarda con la crítica nietzscheana de la moral y, sobre todo,
con la descripción de la conciencia que aparece en Zur Genealogie der Moral
(1887) II, núm. 16: pero sigue sin esclarecerse ]a relación que tiene Freud con
Nietzsche, En la misma dirección avanzaba ya la descripción de la función de
la conciencia moral contenida en los Principies o f Ethics de H. Spencer (1879-
1893).
382 El hombre como ser social

suficientemente en cuenta las resistencias a su obediencia, a sa­


ber, la intensidad de las pulsiones del ello y las dificultades del
mundo circundante objetivo (real)», de lo cual derivan, por una
parte, las neurosis, y, por otra, la ineficacia de las normas
éticas178. ■
La reducción de la función de la conciencia moral a la au­
toridad de la sociedad y de las normas que en ella son deter­
minantes, y la relativización histórica de los contenidos de la
conciencia moral que ello trae consigo, han sacudido la convic­
ción consuetudinaria favorable a ia autoridad absoluta de la voz
de la conciencia. Se vuelve fácil ver entonces en ésta un instru­
mento de represión socia). Pero la teoría freudiana de la con­
ciencia como superyó se ha visto enfrentada, precisamente en
este punto, cada vez a mayores críticas. Ya J. Piaget halló, en
sus Investigaciones sobre el juicio moral en el niñom , que, en
torno al décimo o undécimo año de la vida, la moral heterónoma
del respeto absoluto a ia autoridad de los adultos se disuelve en
favor de formas de colaboración en las que la conciencia de las
reglas se forma sobre la base-de la'reciprocidad. Este proceso
termina en la autonomía moral. Aunque el propio Piaget no se
volvió expresamente contra Freud, sus resultados exigen lina
revisión de la teoría de éste acerca del superyó. Así, H. HübnerIS0
restringe la función de la autoridad heterónoma —cuya interio­
rización Freud describía como el superyó— a una fase de tran­
sición de la niñez, antes de llegar a la formación de la conciencia
moral propiamente dicha. A este mismo punto convergen los
resultados de la investigación de D. Eicke sobre la relación entre

178. Ibid., 138, Freud dirigía esta crítica sobre todo contra el manda-
miento cristiano del amor, «el más duro rechazo de la agresión humana y un
excelente ejemplo del proceder apsicológico del superyó cultural. Ese man­
damiento es impracticable. Tan colosal inflación del amor sólo puede rebajar
el valor de éste , más no eliminar el problema» (138s). Una crítica del moralismo
cristiano muy digna de ser tomada en consideración, y que debería provocar
que se entendiera de nuevo el amor más como gracia y como participación cu
la vida misma de Dios en su movimiento hacia el mundo.
179. Cito por Ja edición alemana de 1973. cf: 74s.; cf. 80 y 220ss; (trad.
cast.: E l criterio moral en el niño, Barcelona 1971).
ISO. H. Hü'fner. Schulderleben imd Cewissen (1956). Para una compa­
ración con Freud, Cf. H. Harsch, Das Sckuldproblem in Theologie and Tie-
fenpsychologie, 154s.
Identidad y no-identidad como temas de ¡a vida afectiva 383

la conciencia moral y el superyó181. Según este autor, el superyó


no es más que un detentador provisional del lugar de la conciencia
moral en el yo infantil todavía débil y aún 'incapaz de un trato
autorresponsable con su mundo; o, si no, es un sucedáneo de la
conciencia moral en el neurótico que recae en modos de conducta
infantiles. En cuanto a la conciencia misma, que regula en ei
adulto la conducta asumida por el yo en las relaciones de reco­
nocimiento y aceptación mutuos, Eicke la cuenta entre las fun­
ciones del yo. Así, pues, a diferencia de lo que sucede en Freud,
la conciencia moral no aparece aquí como una instancia hete-
rónoma. Finalmente, la misma es la dirección en la que señala
la distinción de E. Fromm entre la conciencia moral humanista
y la conciencia moral autoritaria182. Es así como C. E. Benda ha
podido afirmar en 1970 que la teoría freudiana sobre la formación
de la conciencia moral «no conserva hoy más que un interés
histórico»; y que la conciencia moral no es ninguna instancia
heterónoma, sino que «representa los principios morales que un
hombre ha hecho propios y que determinan su acción». El de­
sarrollo de la conciencia moral remite «al resultado de la depen­
dencia y ¡a reciprocidad mutuas»; mientras que el neurótico no
está ya en condiciones que [e permitan esta reciprocidad183.
Sin embargo de todas estas críticas contra Freud, queda en
pie la tesis básica de la incrustación social de la conciencia moral
y de su desarrollo en el contexto de las relaciones sociales. Este
es un punto que debería ser tomado en consideración por la
interpretación teológica de la conciencia moral con más inten­
sidad de lo que suele ser el caso. No es bastante con cambiar la
socialización primaria en la familia y en el mundo cotidiano por
la comunidad eclesial como nuevo marco social de la formación
de la conciencia moral. Propuestas semejantes no pueden con­

181. D. Eicke, Das Gewissen and das Über-lch: Wege zura Menschen
!6 (1964) ¡09-26 = N . Petilowitsch (ed.), Da$ Gewissen a h Probiem 1966
65-91.
182. E. Fromm, Psychoanalyse und Ethik (ed. alemana ¡954, 155ss; trad.
cast.: Etica y psicoanálisis. México 1971) así como Psychoanalyse un Religión
(ed. al. i966, 164ss; trad. cast.: Etica y religión, Buenos Aires ¡973).
183. C. E. Benda, Gewissen und Schuld (1970), 52, H 7s, 269, 73.
En la teología moral católica, ya en 1968, por obra de J. G. Ziegler (Vom
Gesetz zum G ewissen, 45s), se ha tomado en consideración el paso, en el
transcurso de la evolución del individuo, desde la conciencia formada y
determinada desde fuera, 3 la responsable de sí misma.
384 El hombre como ser social

ducir sino a la heteronomía!84. Antes bien, la comunidad eclesial


sólo puede alcanzar una función liberadora respecto de la for­
mación de la conciencia moral en virtud de su relevancia espe­
cífica por lo que hace al mundo social cotidiano al que los in­
dividuos pertenecen ya siempre.
La autoridad del contexto social én el que se desenvuelve la
vida no es necesariamente heterónoma respecto de la autocon-
ciencia del individuo, puesto que el sí mismo está, por su parte,
socialmente constituido. De otro lado, el individuo no es mera
función del mundo social cotidiano, sino que es un ser indepen­
diente. Su independencia dentro de] mundo social queda a salvo
únicamente en el caso de que su inclusión en él no tenga lugar
sobre todo mediante la amenaza con sanciones si1infringe normas
que le son impuestas desde fuera, sino en virtud de su partici­
pación en Ja conciencia cultural de sentido, de la cual dimanan
reglas de conducta cuya afirmación es inteligible para el indi­
viduo. En este sentido, la conciencia moral precisa, efectiva­
mente, ser enseñada; pero se trata de una enseñanza que no está
dedicada primordialmente a prevenir juicios erróneos sobre si­
tuaciones concretas, sino que concierne sobre todo a la orien­
tación global acerca de los fundamentos de sentido del mundo
común, de modo que la propia conducta pueda, a partir de ahí,
regirse a sí misma. Esta instrucción de las conciencias morales
no tiene por qué querer decir tutela autoritaria185. Sólo se vuelve
184. A. P. Lehmann, Etiiics in a Christian C ontext (1963), 285-367,
le corresponde el mérito de haber acogido positivamente la prueba del con­
dicionamiento social de la conciencia mora!, por lo que hace a la ética
cristiana. No ha escapado, sin embargo, al peligro de introducir la koinonia
teónoma de la Iglesia eomo un nuevo environm ent o f decisión (346s), como
si pudiera ponerse éste sin más en el lugar del mundo social presente en que
se vive.
185. R. Mokrosch, debido a que restringe la relevancia de la mostración
de la dependencia social a tan sólo la conciencia no libre y atada a normas
(D as religiöse G ew issen, 105), no hace justicia a Ja necesidad de la ins­
trucción de las conciencias, y llega a juicios excesivos sobre una supuesta
«tutela» (102) eclesiástica de las conciencias en la edad media, la «posición
prepotente de la Iglesia en asuntos de conciencia» (20) y su «monopolio de
poder sobre ¡as conciencias de sus fieles» (18), descrito directamente como
«derecho tutelar» (25). Esto pasa por alto (cf. supra, notas 162s), tanto el
vínculo de la sindéresis con la ley natural, cuanto la doctrina explícita de la
obligatoriedad individual incluso de la conciencia errada. Sobre el trata­
miento que hoy da la teología moral católica a la cuestión de la instrucción
de las conciencias, C f., por ejemplo, J. G. Ziegler, Vom G esetz zum Ge­
wissen, 46ss, 138ss.
identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 385

tal cuando no tiene lugar ya en la forma de un poner al corriente


al individuo del contexto de sentido del mundo común que' él
tiene que apropiarse comprendiéndolo, 'sino en -la de la-m era
promulgación de normas y sanciones. Es cierto que el juicio de
la conciencia moral siempre está referido a una transgresión de
las normas que ya ha sucedido o que amenaza con suceder (así,
en la conciencia «monitoria»)136. Pero tales normas tienen su
fundamento, par al conciencia que juzga con autonomía, en el-
nexo de sentido del mundo social, que ella afirma comprendién­
dolo. He aquí la libertad de la autoconciencia, que distingue a
la conciencia moral autónoma de la heterónoma157.

186. M. Kahler. sobre todo, exigía que se entendiera la conciencia


moral a partir de esta función: «No habría jamás que olvidar que, según la
historia, la conciencia moral ha suministrado la prueba de su originariedad
únicamente por su acción condenatoria» (Reatencykiopadie f . prot. Theol.
n. Kirche, 6 [31899], 653). Cf. también la monografía de Kahler dedicada
a la conciencia (1878), 300s. La conciencia no es una facultad legisladora:
ésta es una de las tesis de Kahler, respecto de la cual sólo manifesté cierta
reserva (en las notas I49ss. de este mismo capítulo) considerando el estoi­
cismo. Stoker (Da.', Gewissen__ 204ss) destaca, asimismo, que no debe
entenderse como función judicativa subsecuente al acto tan sólo a la «mala»
conciencia, sino también a la «monitoria», Pues ésta «dice también siempre
lo que no debemos hacer: nunca, lo que sí debemos hacer» (206). Cf. las
apostillas de U. Wilckens La carta a los romanos I. 175 sobre la diferencia
en Pablo entre el testimonio del Espíritu y el testimonio de la conciencia
moral. Según este amor, la conciencia, para Pablo, juzga siempre únicamente
sobre las obras: en cambio, el impulso positivo de la nueva vida viene del
Espíritu y de la libertad respecto de la ley que el Espíritu franquea. Por causa
de la libertad, es importante limitar la conciencia a su función de juzgar, y
no atribuirle, además, una función de legislar. Esta es, desde luego, también
la intención del alegato de R. Mokrosch en favor de una conciencia trans­
moral y no normativa (101, 103). Tengo mis dudas respecto de que esta
expresión de Tiliich haga justicia a la concepción de Lutero, como piensa
Mokrosch que ocurre. Sin embargo, Mokrosch se cuenta entre los pocos
autores que han observado en Lutero el proceso —que tiene lugar en la
conciencia moral misma— desde [a conciencia sierva a la conciencia liberada
(49ss). que está en correspondencia con lo que se halla en Pablo. •
187. B. Lauret, Scbuldeifahrung and Gottesfrage bei Nietzsche und
Freitd (1977) resalta cómo el tránsito desde la no-identidad de la culpa a la
identidad «está mediado por la experiencia dei sentido (entre el sinsentido
y la totalidad del sentido)» (16). Puede mostrar esto sobre todo en Nietzsche,
en quien van juntas «totalidad afectiva, inocencia y totalidad acabada del
sentido» (383; cf, 109s, I I !ss. 127). Mas Lauret, tras los pasos de P.
Ricoeur. entiende también el psicoanálisis como un «proceso lingüístico»
entre el sentido y la fuerza, que. desde la dinámica de la vida ptilsional,
386 El hombre como ser social

Es también en este- contexto en el que hay que apreciar la


referencia a Dios de la conciencia.moral. Aunque en la conciencia
del individuo pueda, anunciarse inmediatamente —efi tanto que
voz de Dios — , esta referencia no está dada, sin embargo, como
una relación cierta y privada del individuo con Dios, carente de
toda mediación. Está mediada por el mundo social en que .se
vive, y sólo se manifiesta en la medida misma en que Dios está
afirmado en la comprensión de los hombres como fundamento
último y consumador del mundo de la comunidad, incluidas las
reglas de la convivencia. En este sentido, G. Ebeling tenía razón
al poner de reheve que Dios, el hombre y el mundo van unidos
en la conciencia moral. Porque de lo que se trata en ésta es de
la totalidad de la vida propia personal, y, así, también de la
totalidad del rilando1155.
Es posible esclarecer con más precisión este estado de cosas
atendiendo a que la conciencia moral pertenece a la esfera de los
sentimientos189. Todos los sentimientos —éste era el resultado
del primer parágrafo del presente capítulo— están referidos a la
totalidad.de la vida del individuo. Pero esta referencia no es
temática en todos ellos, sino únicamente en el grupo de los que
versan sobre el sí mismo (los señtimientos de sí). Ahora bien,
entre éstos ocupa la conciencia moral un lugar especial por el
hecho de que en ella se presenta no solamente de un modo vago
la totalidad de la vida en un estado sentimental positivo o de­
primido, sino que, a la vez, el yo propio es objeto de la conciencia
en tanto que sujeto de los actos o de las omisiones de los que el
juicio de la conciencia moral lo reconoce culpable. Al mismo
tiempo, en este juicio negativo se contiene una referencia a la
identidad positiva que ha sido echada a perder por el acto, y
también a! ordenamiento de la comunidad que ha sido lesionada
por é!. Así, con la negatividad de su contenido, la conciencia
morai constituye la transición desde el sentimiento de sí a la

conduce a la identidad —mediada por el sentido— del yo (373: cf. 375ss,


acerca de la crítica freudiana a la religión como forma ilusoria de dar sentido).
188. G. Ebeling, Theologische Erwägungen Uber das Gewissen, en Wort
und Glaube I (I960), 429ss, sobre todo 434.
189. Acerca del carácter primordialmente (pero no exclusivamente) emo­
cional de la conciencia moral, cf. Stoker, Das Gewissen..., 75ss, I67ss. El
conocimiento de la culpa se hace vivencia profunda en la conciencia moral y,
en ella, es referido a «todo nuestro ser» (163).
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 387

autoconciencia en el sentido estricto de aprehensión y conocí*


miento explícitos de sí mismo. Pero, al mismo tiempo, es previa,
en tanto que sentimiento, a la asimilación siempre incompleta
(en la reflexión racional) dél contexto de sentido que funda el
juicio de la conciencia moral. Pues para el sentimiento la totalidad
no está inconclusa, sino presente como un todo. Esto es lo que
constituye la inmediatez del sentimiento, y también lo que funda
su peculiar certeza190. Pero no hay, sin embargo, que oponer la
conciencia moral a la razón (y a la autoconciencia teorética)191,
porque, de lo contrario, el contexto mundanal que, en tanto que
contexto de sentido, funda la estructura de la conciencia moral,
quedaría dividido, o, al menos, se tom aría opaco, y, por su parte,
la conciencia moral recaería o en el subjetivismo irracionalista o
en la heteronomía.
Esta cuestión nos remite otra vez al problema de la relación
en la conciencia moral entre el hombre y el mundo. Influido por
Heidegger, G. Ebeling ha descrito esta relación como constituida
desde el hombre: «Sólo por relación al hombre en tanto que
conciencia moral surge ante la mirada el mundo en cuanto mundo,
o sea, no como algo meramente existente ahí delante, sino como
aígo de lo que hay que responder»191. Esta contraposición entre
lo existente meramente ahí delante y aquello por lo hay que
responder, ¿basta en realidad? La verdad es que deja cegada toda
la dimensión en la que se forma la relación del niño con el mundo
y en la que éste madura en la vía de la propia responsabilidad:
¡a dimensión de un estar amparado que es fundamental para la
vidci en común y que incluso es lo que posibilita la vida respon­
sable del adulto. El mundo está primeramente dado a título de
mundo social, en el que «el darse de la vida y el dar vida van
unidos del modo más primario». Esta reciprocidad constituye al

190. Sobre la relación entre la conciencia moral y la certeza se encontrarán


rfiás pormenores en mi artículo Wakrheit, Gewissheit und Glaube, en Gnmd-
fragen syst. Theologie H, 248ss; sobre todo 261ss.
191. A sí, en G. Ebeling, Theologie und Philosophie, en RGG VI 3(1962)
822s. También, en la contraposición entre los modos como Lutero y Descartes
fundamentan la certeza, Wort imd Glaube II (1969), 163. Este enfrentar la
razón y la conciencia morai aparece sin justificación objetiva ya a la luz del
sentido originarios de Qewissen como Selbstbewusstsein (cf, mi trabajo citado
en la nota anterior, 259s.
192. G. Ebeling, Wort und Glaube I, 441.
388 El hombre como ser social

hombre en tanto que conciencia moral. Esta es el «lugar» en el.


que se manifiesta esa copertenencia193. Debido a que Ebeling no
tematiza el mundo al que se refiere' la conciencia moral como
mundo social, la «palabra», que en su obra se afirma que cons­
tituye el «modo de encuentro» entref-el hombre y Dios, permanece
referida al primero de ellos de una manera excesivamente externa
y sobrenatural-autoritativa, en vez de estar mediada por la apro­
piación comprensiva del nexo de sentido del mundo194. Por ello,
en contra de la intención de Ebeling, la llamada de la conciencia
que acompaña a esta noción de la palabra conserva aún un rasgo
autoritario que sólo empieza a desvanecerse en una investigación
posterior del mismo autor acerca del concepto de palabra195. ■ '
Ahora bien, cuando la referencia al mundo social en que se
vive deterniina unilateralmente la conciencia 'moral, de nuevo
acecha la heteronomía. Sólo es mediante la apropiación com­
prensiva de sus fundamentos de sentido como llega la conciencia
moral a ser independiente. Es sobre todo gracias a la referencia
a Dios como cabe que conquiste una relación crítica respecto de
las instituciones y normas de la sociedad. Lo que posibilita que
ocurra esto es el carácter absolüto.de la realidad-divina, en con­
traste con las construcciones y disposiciones meramente huma­
nas. Así pues, es gracias a la referencia a Dios como el hombre
se torna individuo frente al mundo en la conciencia m oral196.
Esta inmediatez con Dios no debe ser confundida con la
«llamada de la conciencia» de la que habla Heidegger. En ella,
objetivamente, se trata de un caso particular del juicio de la
conciencia moral señal de la no-identidad; pero de un juicio que

193. T. Rentdorff, Ethik I (1980), 112.


194. G. Ebeling, Worrund Glaube I, 434. La relación con el mundo sólo
entra en la perspectiva subsecuentemente, a saber: como objeto de la «respon­
sabilidad» del hombre fundada en el acontecimiento de la palabra. El trans­
. fondo, inconfundiblemente, lo constituyen ciertas ideas de F, Gogarten. Cf.
en especial Der Mensch zwischen Gott und Welt (1952) 251ss, 360s; cf. ya
27ss. Acerca de cómo Ebeling acepta la interpretación de Heidegger de la
conciencia mora) partiendo de la «llamada de la conciencia» (o. c., 443). cf.
las anotaciones críticas desatendido la oposición de Heidegger frente a la com­
prensión luterana de la conciencia moral. Pero, a mi parecer, esta crítica no
afecta a la originalidad (que ha recalcado arriba en la nota 188) del modo como
Ebeling fundamenta su interpretación de la conciencia.
195. G. Ebeling, Gott und Wort (1966), 76ss.
196. Cf. T. Rentdorff, Ethik I, 1Í7.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 389

no resulta de determinados yerros respecto de otros, sino del


yerro del propio ser sí mismo. Este último es consciente aquí
como algo que me falta y, a-la vez, como una necesidad. En la
medida en que en todas las faltas concretas cometidas contra
otros se desbarata simultáneamente el propio ser sí mismo, el
juicio que mienta la no-identidad puede ser considerado Inform a
universal de todos los juicios de la conciencia moral. Pero sólo
su forma subjetiva, ya que se hace abstracción de toda referencia
al orden social mundanal. Por añadidura, la descripción de Hei- ’
degger conviene a una experiencia específicamente moderna, a
saber: al surgimiento de la conciencia de una alienación fáctica.
Más el aislamiento de la relación consigo mismo en la llamada
de la conciencia que Heidegger postula, mantiene la conciencia
en su alienación. La violencia de la «opción» no saca de ella,
sino, en todo caso, conduce (de acuerdo con Kierkegaard) a la
desesperación.
Más bien es en el arrepentimiento como se consigue superar .
la no-identidad que afirma el juicio de la conciencia moral. En
el arrepentimiento, el sujeto se distancia de su acción y se iden­
tifica con la instancia que la condena. Sin embargo, contra lo
que Scheler creía, el solo arrepentimiento no puede aniquilar la
culpa137. Pues ésta no existe únicamente en el interior del sujeto.
En la medida en que la cuipa subjetiva va unida a una situación
objetiva de perjuicio de otros y lesión del orden de la comunidad,
su eliminación exige que este orden sea rehecho. Este es el sentido
de la expiación. El imperativo de expiar la culpa no es una

197. Según M. Scheler, el arrepentimiento «mata el nervio vital dé la


culpa, aquél por el que ella se mantiene operante» y confiere al pasado al que
se refiere «un nuevo eslabón de sentido» en el contexto de nuestra vida, Vom
Ewigen im Menschen (J1954), 35s.. Cuando Scheler dice que «la fuerza rege­
neradora interior al arrepentimiento mismo edifica un “ corazón nuevo” y un
“ hombre nuevo” » (42), es inevitable evocar la crítica que dirigía Lutero a ia
función del arrepentimiento en el marco de la teologíít de la penitencia tar-
doescolásdca (si bien Scheler, con toda razón, . quiere mantener ei arrepenti­
miento libre del elemento de temor, que. equivocadamente, atribuye al pro­
testantismo (43ss). En el cristianismo, la culpa no es vencida por la fuerza del
arrepentimiento, sino por la palabra divina de perdón, que tiene su fundaménto
en el mensaje de Jesús y en su muerte sacrificial. Ya H. G. Stoker, discípulo
de Scheler, se distanció en este punto de su maestro: el arrepentimiento «no
puede por sí solo» exonerar de la culpa. Para ello «es necesario un acto del
juez» que obra en nombre del orden común lesionado (Das Gewissen, 180).
390 El hombre como ser social

severidad objetivamente superflua de las sociedades primitivas


para con el culpable195. Sería esto sólo en el caso de que su acción
no hubiera causado ninguna lesión objetiva al prójimo ni a la
organización de la comunidad. Pero si ha habido tal lesión, el
orden tiene que ser rehecho. En "la expiación no se trata de
venganza alguna, sino del restablecimiento de la identidad del
propio sujeto de ella. Por otra parte, la idea de expiación no va
ligada a las formas crueles de estimación y ejecución del castigo
en las culturas antiguas o primitivas —formas de expiación que
tienen su raíz en el principio legal de la reciprocidad, del que se
tratará más adelante. La humanización de la expiación tampoco
consiste únicamente en la limitación del castigo a ciertos casos
de responsabilidad subjetiva —que cada vez se entiende en una
acepción más restringida— y a las exigencias mínimas de la
seguridad pública. Más bien sucede que el proceso de la hu­
manización del derecho penal hace pendant con —y tiene quizá
su condición en — en el desplazamiento de la auténtica expiación
a la acción simbólica en el culto. El simbolismo del rito restablece

)9S. En la discusión de los pumos dé vista de Durkheim y Fauconnet que


lleva a cabo en el curso de sus investigaciones sobre el juicio moral en el niño
(369ss, sobre todo 348s —de la ed. alemana ya citada—), Piaget considera las
ideas de castigo y expiación expresiones de la moral heterónoma de las socie­
dades primitivas, reemplazada por el individualismo de las sociedades civili­
zadas del mismo modo que lo es la heteronomía de la moral del niño por la
autonomía del adolescente. Ahora bien, este paralelo entre la evolución indi­
vidual y la hsstóricocultunü parece fallar ya por el hecho de que Piaget no
extendió en absoluto sus investigaciones sobre la evolución moral del individuo
has’ta incluir en ellas el desarrollo de la responsabilidad de! adulto por la ofensa
inferida por su acción al prójimo y al orden de la comunidad. Ei análisis de
Piaget se queda del lado de acá de la pubertad, No toma, por tanto, en con­
sideración que el problema de la expiación no surge sólo en el contexto de una
moral heterónoma. sino que, precisamente, se plantea otra vez vinculado a la
plena responsabilidad del adulto respecto de las secuelas de su comportamiento.
La educación puede desatender las consecuencias de la^ cción del niño, en
parte debido a que la comunidad de los adultos raramente se ve seriamente
lesionada por ellas, y, en parte, porque el niño carece todavía de plena capacidad
de prever esas consecuencias; por ello, el derecho penal de menores reconoce
todavía a los adolescentes un estado de responsabilidad de menor grado. En
cambio, el adulto tiene que responder de las secuelas de su acción. Si la ley
no mantiene en vigor el «ojo por ojo y diente por diente» con toda rigidez, es
porque supone que es posible obtener la restauración del orden común y la
reintegración a él del autor del becho por otros caminos que no sean restablecer
el principio de reciprocidad mediante el desquite.
Identidad y no-identidad como temas de la vida afectiva 391

el ordenamiento de sentido —de fundamento religioso— de la


cultura, y devuelve al culpable su identidad de miembro de la
comunidad. Si bien el' simbolismo de los ritos de expiación es
también, a la vez, su punto flaco. «¿Cómo puede expiarse una
culpa por el hecho de que un animal sea muerto y consumido?
Sólo hace sentido que sea así si es que la culpa missna consiste
en que, a pesar de determinada oportunidad, no se ha cumplido
el recuerdo [del acontecimiento de la fundación del mundo en
¡os orígenes del tiempo mediante el sacrificio] y, por tanto, es
preciso suscitarlo de nuevo»199. Las iglesias cristianas realizan
también en la anamnesis eucarística la re-presentación conme­
morativa del restablecimiento de la comunidad de los hombres
con Dios y entre sí mediante el sacrificio de Cristo, que fue
ofrecido a Dios para «purificar nuestra conciencia de las obras
muertas, de modo que podamos servir al Dios vivo» (Heb 9, 14).
El fin es también en este caso la restitución de ia comunidad y
la reincorporación del individuo a ella; la superación de la alie­
nación; la «purificación» de ia conciencia moral del juicio que
condena nuestras obras y nos retiene prisioneros en la no-iden­
tidad. Tal restitución sólo es posible como acontecimiento co­
munitario, ya que la acción del individuo no le atañe solamente
a él, sino que también concierne a la comunidad (y justam ente
por ello también a «él mismo»), Gracias a la reintegración en la
comunidad, el individuo recupera su identidad: una libertad que
no puede él ni tener ni realizar aisladamente por sí, sino que sólo
la posee en tanto que miembro, reconocido como tal, del mundo
en común.

199. A. E. Jensen, M ythos und Kult bei Naturvölkern (1951), 2!0; cf.
242s. '
El mundo común
Los fundamentos de la cultura

1. Las aporías del concepto de cultura

El mundo común de los hombres no ha sido nunca exclusi­


vamente entorno natural. Es naturaleza interpretada y configurada
por el hombre, puesta al servicio de sus fines pero, a la vez,
limitadora y, a veces, aniquiladora de la realización de éstos. Es,
sobre todo, el mundo de las relaciones interhumanas mismas. Y,
sin embargo, el mundo en común de los hombres no es sólo la
asociación de éstos en el contexto de un entorno natural. La vida
social y la formación de grupos no son aún características hu­
manas específicas, sino que se hallan también extendidas entre
los animales superiores. La forma específicamente humana de la
vida en común se halla, por su parte, constituida ya por el con­
cepto de un mundo común que denominamos cultura1.
Pero ¿qué es la cultura? Muchas respuestas diferentes se han
dado a esta pregunta. En 1952, los antropólogos americanos A.
L. Kroebér y C. Kluckhohn reunieron y discutieron más de cien
definiciones de cultura. Pero el resultado que obtuvieron fue
menos una aclaración positiva de este concepto que «la demos­
tración de la complejidad del problema y la insuficiencia de las
soluciones propuestas hasta ahora»-. Todo lo más, es posible,

1. D. Kaplan-R. A . Manners, Culture Theory 1972, 4, tienen razón en


destacar que lo específicam ente humano no es ya el hecho de que haya una
«.estructura social» en la vida en común de los individuos, sino la índole
cultural que posee.
2. E. Vermeersch, An Anaiysis o f the Concept o f Culture, en B. Bemardi
(ed.), The Concept and Dynamics o f Culture, 1977, 9-74 (la cita es de p. 26).
Cf. A. L. Kroeber-C. Kluckhohn, Culture. Critica! Review o f Concepts and
Definitions (1952). '
396 El mundo común

valiéndose de enumeraciones, alcanzar un acuerdo acerca de


cuanto pertenece a la noción de una-cultura, a saber, tanto factores
subjetivos, como convicciones, actitudes, conocimientos, ’ valo­
res, cuanto formas de comportamiento, usos y costumbres, len­
guaje y tradición, destrezas y empleo de utensilios, formas es­
pecíficas de habitación y vestido, y, en fin, arte y otras creaciones
de la actividad humana, como instituciones sociales. Pero si,
además, se buscan criterios para determinar qué es lo que cualifica
de culturales a todos estos fenómenos, entonces se presentan
dificultades considerables3. Ni su carácter social, ni tampoco el
punto de vísta de la adaptación a las condiciones naturaies y la
transformación de éstas, parecen suficientes a la hora de señalar
lo específico de la cultura. Ahora bien, mientras que los puntos
de vista mencionados son demasiado restringidos o parciales,
otros, en cambio, son demasiado generales. A sí, la capacidad de
aprender y el rasgo de creatividad de la actividad humana no
necesitan ir unidos ya a la -formación de la cultura. En especial,
parece errónea la extendida tendencia a definir la noción de cul­
tura simplemente como la cualidad general de los diversos fe­
nómenos a ios que se da ei nombre de «culturales»"1. Hábitos,
convicciones, productos, sistemas de aprendizaje son culturales
porque son la expresión de una cultura determinada. Debido a
ello, la cuestión decisiva es la que pregunta por lo que fundamenta
la unidad de una cultura, unidad que se revela en el determinado
«estilo» de sus diversas formas vitales, y que es diferente de la
de otras culturas5.

3. E. Venneersch, An Analyxix..., 15ss. tropieza con dificultades que van


en una dirección distinta de la indicada en lo que sigue. Ello se debe a que
trata de definir cultura como concepto universal referido a una pluralidad de
objetos culturales.
4. Así. además de con otras definiciones de la noción decultura tratadas
por Verjneersch (o .c ., 26ss. 3 lss), ocurre con la suya propia: «La clase de los
objetos culturales es la clase de las formas determinadas por el hombre» (47).
5. E. Rothacker, Probleme der Kuhw anthropologie (1942: 1948). veía
en el «estilo de vida» como tal el compendio de la unidad cultural. Cf.' también,
del misma autor, P hüosaphische Anthropologic (1964; -1966) S7: así como
Zur Genealagie des menschlichen Bcwiisstseins, 1966, 35s. Pero frente a ello
se alza no sólo la dificultad de que el estilo de vida, como comprendió el propio
Rothacker, cambia en el interior de una cultura, sino, sobre todo, la cuestión
que pregunta por el fundamento de la propia unidad del estilo de vida. Al
reconsiderar años más tarde su tesis, Rothacker halló motivos para la «auto-
Los fundam entos de la cultura 397

Este punto ha sido desconocido incluso por una teoría tan


importante y tan influyente como la de B. Malinowski. Mali­
nowski intentó aprehender la totalidad de una cultura a partir de
las diversas instituciones que se hallan vinculadas estre sí en el
mundo social correspondiente. «La cultura es un todo edificado
a base de instituciones en parte autónomas y, en parte, coordi­
nadas»6. Esta afirmación es, ciertamente, correcta; pero' no es
satisfactoria como definición, porque en ella queda sin decidir
qué es lo que en realidad integra en un todo lá pluralidad de las
instituciones. Es verdad que Malinowski cita «una serie de prin­
cipios» en los que se sostiene la unidad de una cultura, tales
como «la comunidad de sangre, que se apoya en la unidad de la
descendencia; un ámbito espacial conjunto, unido al trabajo en
colaboración y a la especialización de las capacidades»; y también,
«el empleo de la fuerza por lo que respecta a la organización
política». Pero semejantes «principios» seguramente reforzarán
la cohesión de una cultura y una sociedad ya existentes; ahora
bien, no pueden explicar en qué está realmente fundada su
unidad7. • , .
A la interpretación de la cultura hecha a partir de sus insti­
tuciones, ninguna, prácticamente, se le opone más frontalmente
que la que arranca de esa actividad humana que es la creación
de símbolos. Esta concepción ha sido desarrollada desde diversas

crítica» en la medida en que las «convicciones» de una sociedad, que eran


subordinadas antes por su teoría a la unidad del estilo vital, se refieren a los
dioses de esa sociedad, como cuya «encamación» ella Ies percibe (Zur Ce-
nea!ogiet des menschüchen Bewusstseins, 35). Parece, pues, Rothacker atribuir
con estas observaciones a la religión una importancia más básica, por lo que
hace a la unidad de una cultura, de lo que reconocía su tesis primitiva.
6 . B. Malinowski, Eine wissenschafdiche Theone der Kultur (1944; cito
por la ed. alemana de 1975, 79; trad. cast.: Una teoría científica de la cultura,
Madrid 1981).
7. T. Parsons, Malinowski and the Theoiy o f Social System, en Man and
Culture, 1957, tiene, pues, razón cuando critica en Malinowski la falta de
distinción entre un orden de valores fundamento del sistema cultural y el sistema
de la organización de la sociedad (sea dicho contra E. S. Makarian, The Concept
o f Culture ¡n the System o f Modern Sciences, en B. Bernardi [6 ." ed., The
Concept and Dynamics o f Culture, 113). Malinowski mismo expresó even­
tualmente ciertas intuiciones acerca de este asunto que no encontraron acogida
adecuada en su teoría de la cultura. A sí, en 1926 escribió en su estudio sobre
Myth in Primitive Psychology que ios mitos constituyen «la columna vertebral
dogmática de la civilización primitiva» (30).
398 El mundo común

posiciones. Así, por ejemplo, E. Cassirer, en su Filosofía de las


form as simbólicas (J 923-1929) y su antropología filosófico-cul-
tural. retrotrajo las esferas culturales del lenguaje, el arte, el mito,
la religión, la ciencia y la historia, a la «función básica» que
caracteriza al hombre: la formación de símbolos®. Parecidamente,
L. A. White en 1959 y C. Gbertz en 1973 han hecho valer como
criterios de la noción de cultura la actividad simbólica y la función
de los símbolos en los mecanismos de control social9. Mas tam ­
bién C. Lévi-Strauss ha definido- la cultura como «un conjunto
de sistemas simbólicos» que abarca, sobre todo, el lenguaje, las
reglas a propósito del matrimonio, las relaciones económicas, el
arte, la ciencia y la religión, y que atiende siempre a las relaciones
entre la sociedad y el mundo natural10.
La teoría simbólica del mundo cultural pone de relieve uno
de los más importantes factores de la vida cultural; el más im­
portante, seguramente, al lado de la articulación de la vida social
en instituciones y del dominio técnico en común del mundo.
Verdaderamente, «el hombre ya no vive en un puro universo
físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, e¡ mito, el arte
y la religión constituyen partes de e$te universo»". Cabe añadir,
con Lévi-Strauss, que también forman parte de este universo
simbólico el sistema económico y el jurídico, así como el sistema
de parentesco. Asimismo, puede indicarse que las funciones del
dominio técnico del mundo están ya siempre simbólicamente
mediadas, y que. en todos los casos, es sólo en el contexto de
esta mediación como adquieren su carácter cultural. En la vida
van indisolublemente unidas la cultura y la civilización —esos

8 . E. Cassirer, Antropología filosófico, introducción a urta filosofía de


la albura. México 1945, 134; cf. 58s, 60, Cf. también S, K. Langer, Plü-
losopln in a New Key (1942; 1948), 20ss, 32ss (sin referirse al término “ cul­
tura” ).
9. L. A. White, The Concepì o f Culture: American Anthropologist 61
(1959) 227-251. C. Geertz, The Interpretañon of Cultures (1973) 46. La in­
tuición de Geertz, según la cual el hombre, en tanto que «animal incompleto
e inacabado» /4 ó ), necesita mecanismos de control para estabilizar su com­
portamiento (the governing o f behavior, 44) y se crea a sí mismo constituyendo
la cultura (48s), evoca la teoría de las instituciones de A. Gehlen. C f., por
ejemplo, Gehlen, Anthropologische Forscbung (1961), 2 í s .
10. C. Lévi-Strauss en su introducción a M. Mauss, Soziologie und An­
thropologie I (1974) 7-41 (la cita es de 15); cf. ya 13.
11. E. Cassirer, Antropología filosófica..., 58.
Los fundam entos de la cultura 399

factores que en ocasiones se distinguen—, Pero, a pesar de todo


esto, tampoco es plenamente satisfactoria la interpretación de la:
cultura a partir de la función creadora de' símbolos del espíritu
humano. En efecto, la capacidad de exposición simbólica y su
actualización son siempre, primordialmente, comportamientos de
los individuos. Pero e] mundo cultural es común a los individuos
y se vive como dato previo a la conducta individual —análo­
gamente a lo que sucede con el ordenamiento del cosm os—, por
más que puedan los individuos estar incesantemente contribu­
yendo a modificar su aspecto. Este estar dado de antemano el
ordenamiento cultural del mundo de la vida —que va unido al
estar previamente dadas también las instituciones; si bien pre­
cisamente no es reducible a las necesidades que están a la base
de éstas— no queda captado cuando se deriva el mundo cultural
de 3a actividad simbólica humana. Si se declara que ese dato
previo es una aprehensión cosificada de los símbolos creados por
el hombre, .faltará todavía señalar el fundamento objetivo de tal
cosificación. Y ,si sólo se quisiera ver en él la expresión de una
falsa conciencia, semejante eliminación de la objetividad del
mundo cultural no sólo contradiría la auíccomprensión que de sí
mismas han tenido todas las culturas antiguas, sino también la
esencia social de la cultura? Aquí se torna evidente la oposición
entre la caracterización de la cultura a partir de la actividad
simbólica y la interpretación orientada a las instituciones sociales,
Pero el concepto de cultura debe aunar ambos aspectos. La so­
ciedad en tanto que tal no es ya cultura. La impronta característica
de la socialización que se da entre los hombres se debe a su
forma cultural, Pero la interpretación del concepto de cultura
tampoco puede hacer abstracción de que ésta adquiere siempre
su configuración en el ordenamiento de la realidad social. Y la
naturaleza social del mundo cultural hace imposible diluir sus
contenidos en la actividad simbólica de la conciencia individual.
Lo que es aprehendido mediante esta actividad debe ya prece- 1
derla. Pero también es verdad que el sentido supraindividual de
los contenidos de la cultura no se deja entender, a pesar de E.
Durkheim, como la expresión de la superioridad de la propia
sociedad sobre sus miembros singulares. Pues la unidad de la
sociedad necesita para constituirse, como he dicho, el fundamento
dei orden axiológico del sistema cultural. Ésta es la razón por la
400 El mundo común

que T. Parsons distinguía sistema cultural y sistema social y


anteponía el primero al segundo12. -La comprensión de la cultura
requiere, pues, un tercer plano, distinto del individuo y distinto
de la sociedad, en el que la actividad simbólica del individuo
entre en relación con los fundamentos de la vida social.
En la comprensión que de sí mismas han tenido la mayor
parte de las culturas, este tercer plano ha sido tematizado como
el del mito, que informa acerca de la instauración tanto del orden
social como del cosmos natural, y al cual se refieren tanto la
conciencia individual de sentido cuanto la praxis religiosa. Las
dificultades arriba señaladas del concepto moderno de cultura
podrían, pues, deberse al hecho dé que ef nivel del mito ya no
es a los ojos de la conciencia moderna independiente respecto
de los individuos y respecto del orden social, sino que queda
para ella absorbido en beneficio de la actividad creativa de los
hombres (o sea, de los individuos), o en beneficio de la supe­
rioridad de la común naturaleza humana (o sea, concretamente,
de la sociedad) sobre los individuos. Este proceder propio del
tratamiento moderno y secularista' del concepto de cultura se
envuelve, sin embargo, inevitablemente, en aporí'as que no es
posible solucionar sobre su suelo. La panorámica de las pasadas
páginas sobre las diversas posiciones en la teoría de la cultura
ha mostrado ya que la constitución de ésta en tanto que mundo
común no puede entenderse ni a partir de la actividad simbólica
del individuo, ni a partir de la organización social. La fórmula
de N. Landmann que dice que el hombre es al mismo tiempo
creador y criatura de,1a cultura13, expresa con toda densidad esta
aporía; por cierto, sin que aparezca que su autor sea consciente
de ella. ■ .

12. T. Parsons, Societies. Evolutionary and Comparativa Perspectives


(1966), lOs; cf. 6 s; del mismo: The Social System (1951; 1964), 34. Es verdad
que Parsons también Hacía relativa la noción de sistema cultural a la de acción
humana, la cual es cultural en la medida en que produce- sistemas simbólicos
(Societies, 5). Pero en la página siguiente leemos: «Ningún individuo puede
crear un sistema cultural». No parece que Parsons haya visto con toda claridad
el problema subyacente a que el concepto de cultura no pueda fundamentarse
ni partiendo del individuo ni partiendo de la sociedad.
13. M . Landmann, Der Mensch ais Schdpfer ttnd Ceschopf der Ktiltur
(1961). Cf. también, del mismo autor, Philosophische Anthhropologie (1955),
222ss, 242s. '
Los fundam entos de la cultura 401

Según Landmann, en el hombre singular «prima el pasivo


ser objeto de producción... Todos los individuos llegan a ser ellos
mismos sólo gracias a que consiguen participar del medio su­
praindividual de la cultura, que los trasciende y que es común a
todo un grupo humano»14. Pero, para que «podamos acoger en
nosotros la cultura, tiene ella que estar previamente creada»15.
Mas como, en opinión de este autor, a propósito de este nuevo
problema sólo entra en consideración, otra vez, el hombre, a
pesar de que el individuo sólo pueda «añadir poco, cambiar poco»
en la situación cultural que le es transmitida, es sin embargo el
hombre el creador de la cultura; a saber: el hombre en la forma
de las generaciones anteriores, cuya herencia acumulada es res­
ponsable de la impronta cultural que porta el individuo de hoy.
Ppro ¿cómo es posible explicar a partir de la mera suma de
rendimientos individuales algo que con razón se niega del indi­
viduo aislado? Landmann mismo registra el hecho de que los
hombres de las culturas antiguas pensaban que el orden cultural
era «regalo d,e los dioses o don de la naturaleza». ¿Es lícito
. marginar este pensamiento como un simple error sobre lo que
verdaderamente sucede? ¿basta con decir que «el elemento crea­
tivo que ya estaba en acción objetivamente no había sido aún
descubierto subjetivamente»?16. Hay, desde luego, que atribuir
parte de verdad a la idea de la productividad inconsciente, si no
se quiere admitir que el hombre se ha capacitado para la actividad
creadora sólo gracias a la moderna conciencia de su creatividad.
Pero en Landmann esta idea cae en una versión moderna de una
concepción que, en todo caso, la modernidad naciente conside­
raba aún admisible en la doctrina sobre Dios: la idea de la causa
sui. Que el hombre en tanto que ser cultural pueda ocupar en
este sentido el lugar de Dios, es cosa que no pueden probar los
datos empíricos. Es verdad que los hombres, con su actividad
creativa, contribuyen a la formación y a la renovación de su
mundo cultural. Pero ni siquiera en el arte y la técnica se trata
de «creatio ex nihilo». La creatividad del hombre sirve básica­

14. M. Landmann, Philosophische Anthropologie, 242, 244.


15. M. Landmann. Pluralität und Autonomie (1963), 16. La cita que
sigue en e] cuerpo del texto es de la página siguiente de este libro.
16. M. Landmann, Philosophische Anthropologie, 241. Cf. la anotación
autocrítica de E. Rothacker citada arriba en la nota 5.
402 El mundo común

mente para captar y exponer estados de cosas que sólo en ese


medium son captables y exponibles-; pero que no deben, sin em­
bargo, su realidad al capricho del crear humano. Lo que se acu­
mula en el proceso de la tradición de la cultura es el tesoro del
acceso a la realidad; y sólo se conserva en la tradición lo que
promete seguir ampliando y profundizando el trato con la realidad
experim entable.'Al considerar la creatividad humana no es lícito
olvidar este proceso de automostración de la realidad a través deS
medio de la actividad creativa.
Atendiendo al orden de la sociedad globalmente y en co­
rrespondencia con el orden cósmico, el mito formula Ja realidad
que en éste se revela-y que funda el orden de la sociedad. Pero
esto no significa, simple y llanamente, que mito y religión deban
ser considerados loS factores que constituyen la unidad de una
cultura (a saber, no a título de productos humanos, sino en tanto
que expresión de la revelación de D ios)17. Es verdad que la
dogmática de la conciencia normativa de muchas culturas ha
estimado que el mito narra la instauración del.mundo común y
su ordenamiento, en tanto que ia vida cultural de la religión se
ocupa con el mantenimiento y la renovación del orden primitivo.
Pero, de otra parte, Malinowski ha podido probar, contra E.
Durkheirn y L. Lévy-Bruhl, la relativa independencia de ciertas
esferas y profanas de la vida respecto de la tradición y la praxis
mítica y religiosa, incluso en culturas primitivas y ágrafasJB. En
cuanto a las culturas superiores, se caracterizan precisamente por
la mayor diferenciación e independización de sus instituciones,
entre las cuales la religión, a pesar de que le incumba la totalidad

17. T. S. Eliot, Beiträge zmn Begriff der Kultur (1948; ed. alemana 1949.
por la que cito), 33: «Lo que llamamos la cultura de un puebio y lo que
denominamos su religión son dos aspectos distintos de la misma cosa. La
cultura, por su esencia genuinu. es, por decirlo así, la religión de un pueblo
hecha carne». Pero ¿cómo puede entonces expíicarse que el «estilo vita!» de
una cultura pueda entrar en tensión y, a veces, en abierta oposición con la
religión oficial de esa cultura, como claramente se ve en los ejemplos del
Renacimiento y la Ilustración europeos? El propio Elioí se precave en otro
lugar (o. c. 40) contra una identificación de religión y cultura como ia sugerida
por la formulación citada. Yo voy a intentar recoger, en forma modificada, la
intención auténtica de Eliot,
18. B. Malinowski, Magie, Science, and Religion (1925), citado por la
edición hecha por R. Redfield en su recopilación del mismo título (1954). 17­
92, sobre todo, 25s,59s (trad. cast.: Magia, ciencia, religión. Madrid ’-1982). .
Los fundam entos de la cultura 403

de la vida social, no es más que un sistema parcial al lado de


los demás. No puede reducirse; pues, la unidad de la exclusi­
vamente cultura al mito y la religión _aunque éstos puedan pre­
tenderlo. Es más bien el campo de la tensión entre las pretensiones
de la tradición mítica y religiosa, y la experiencia vital cambiante
de los individuos y la comunidad el que constituye ei lugar en
que se forma y renueva el estilo vital de la cultura y en el que,
asimismo, se modifican la religión y el mito; enya que la realidad
misma cuyo orden básico ellos describen y actualizan se expone
en modos siempre nuevos ante la experiencia de la comunidad.
Así, pues, la cuestión del fundamento de la unidad de una
cultura no debe orientarse sólo por la, por así decir, autocom-
prensión oficial que la cultura del caso tiene de sí misma, cuya
expresión son sus mitos. A su lado, reclaman atención también .
la experiencia efectiva de la realidad en las diversas esferas vitales
de la cultura y la relación en que se halla esa experiencia con la
interpretación oficial que la cultura presenta acerca de sí misma.
Pero, por otra parte, tampoco debe esta última ser dejada sin más
a un lado en beneficio del prejuicio secularista moderno, como
ocurre en ía tesis que afirma que la cultura es exclusivamente
creación del hombre. La significación de la subjetividad creativa
del hombre en el proceso de nacimiento y cambio de las culturas
debe hacerse valer de tal modo que no declare a la autocom-
prensión m ítica de sus portadores nada más que conciencia falsa,
sino que la considere en su importancia para el carácter social
de la vida cultural.
Entre las teorías de !a cultura que hoy concurren, la inter-
pretacióñ de ella a partir del fenómeno del juego, debida a J.
Huizinga, parece ser la que mejor hace justicia a estos requisitos.
Las formas del juego en común impregnan todos los modos de
vida comunitaria, incluso el culto. Y, de otro lado, el juego
constituye la base biológica de toda la conducta libre y creativa
de los individuos. De esa manera, el problema del juego cons­
tituye el nexo entre la cuestión que ha guiado la segunda parte
de este libro (la de la identidad del individuo).y la otra cuestión,
surgida de ella, que interroga por el mundo común en el que al
individuo se le franquea la oportunidad de su identidad personal.
404 E l mundo común

2. La libertad en el juego \ ■

El niño que juega es para Nietzsche el símbolo de la inocencia,


el signo de la superación de la no-identidad y de la expresión de
ella en la conciencia de culpa: «Inocencia es el niño, y olvido;
un nuevo comienzo; un juego; una rueda que gira ella sola; un
primer movimiento; un santo decir- sí» 19. La imagen de la rueda
girando por sí remite al mundo de sentido del juego, clausurado
en sí mismo, que entrega al olvido lo que queda fuera de él, y
que está libre de fines externos y es libre consigo mismo.
Después de Nietzsche, seguramente nadie ha formulado con
la agudeza que J. P. Sartre la relación existente entre la libertad
y el juego. Según él, «el juego libera verdaderamente a la sub­
jetividad». Y también es verdad, en el sentido inverso, que «en
cuanto el hombre se aprehende a sí mismo como libre y quiere
usar su libertad, su actividad se convierte en juego, sea cual sea
la angustia que le oprima»2?. Habrá de ocuparnos después en qué
sentido abre el juego, según S,artre, la libertad, y cómo se en­
tiende, en conexión con ese problema, el propio juego. Pero lo
primero que hemos de hacer es, sencillamente, examinar la tesis
de ía relación entre juego y libertad. La antropología del juego
la ratifica. '
El instinto de juego vincula al niño con el juego de los ca­
chorros, observable en muchos mamíferos superiores. ¿Cuál es
el fundamento de esta conexión entre el juego y la fase infantil?
Sólo hay juego cuando la conducta no está fijamente dirigida
a un fin, como sucede en los movimientos instintivos. Pues «la
limitación de las posibilidades de movimiento en el campo que

19. F. Nietzsche, Avi habló Zaratustra I: De las tres transformaciones,


Madrid 1972, 49. Cf. B. Lauret, Schulderfcihrung and Collesfrage bei Nietzsche
un Freud, 38s. Toda ¡y interpretación que Lauret lleva a cabo de Nietzsche
está baj,o el signo de Ja idea de la superación de la no-identidad experimentada,
gracias a ¡a libertad mediada por el sentido. ■
20. J. P. Sartre, L'Etre el le N éant, 729s. Cf. M Gisi, Der B egriff Spiel
im Denken J. F, Sartres (1979), 157s. Sartre, por lo demás, distingue el juego
genuino, el único que puede ser expresión de ja libertad, del inautèntico de la
insinceridad, que. por ejemplo, sólo pone en juego un tipo de simpatía, o que
incluso se juega sin participar propiamente en él. Según Sartre, el hombre que
desempeña su pape! profesional (como el camarero de I06s; cf. Gisi, lOOs)
sin poder identificarse plenamente con éi, es presa de esta segunda clase de
juego. ,
Los fundam entos de la cultura 405

está en tensión [hacia el fin] hace que todos los rendimientos que
no se hallan en el camino más corto hacía el fin se vean difi­
cultados en beneficio de los que poseen esa dirección inmedia­
ta»21. Es así incluso en la conducta que suele llamarse «de ape­
tencia», en la que el animal busca inquieto, hasta que encuentra
un objeto apropiado y puede dar rienda suelta a la acción instin­
tiva. Sólo cuando se relaja la tensión hacia el fin se distinguen
notas en los objetos que en otro caso se pasan por alto. «La
lejanía respecto del fin enriquece los rasgos singulares» de la
percepción22. En especies aptas puede entonces desarrollarse la
conducta que K. Lorenz llama explorativa o curiosa. En ella, a
diferencia de lo que pasa en el comportamiento de apetencia, «no
se aplica tentativamente una coordinación heredada a situaciones
y objetos diversos, sino que se van probando una tras otra, sobre,
ei mismo objeto, al parecer tantas coordinaciones heredadas como
están a disposición de la especie correspondiente»23. Ahora bien,
los supuestos de tal conducta curiosa están dados sobre todo en
el caso del cachorro, ya que goza de seguridad alimenticia y
protección contra los enemigos, gracias a 3a proximidad de sus
padres. De nuevo, es sobre todo en la fase del paso del com­
portamiento de cachorro (por ejemplo, cómo cierran los pájaros
sus picos) al comportamiento peculiar de la especie propio del
animal adulto (el picotear el grano en los pájaros mencionados),
cuando se producen movimientos de juego24. Eso es debido a
que en tal fase el animal joven no solamente sigue libre de los
cuidados de la busca de alimento y la defensa ante los enemigos,
sino que se caracteriza por un grado especialmente elevado en
plasticidad comportamental.
Como K. Lorenz destaca, el juego de los cachorros, en su
apertura y libre movilidad, puede por principio parangonarse con
la apertura al mundo que se encuentra en el hombre. Pero, en
tanto que la apertura y la plasticidad desaparecen de la conducta
animal en cuanto se llega a la fase de adulto, el hombre permanece

21. G, Bally, Vom Ursprung und von den Grenzen der Freiheit. Eine
Detitung des Spiels bei M ensch un Tier (1945), 22.
22. Ibid. 30; sobré lo que precede, cf. 19 y 23s.
23. K. Lorenz, Die Rückseite des Spiegels. Versuch einer Naturgeschichte
des menschlichen Erkennens (1973), 195.
24. Cf. G. Bally, Vom Ursprung,.., 46.
406 El mundo común

a este respecto en- un estadio de evolución juvenil (neotenia), y


conserva toda su vida como nota de su conducta aquella apertura
al mundo 25. Así pues, en el juego tenemos ante nosotros el
proceso concreto de formación de la apertura del hombre al mun­
do, que heñios tratado hasta aquí más bien como nota compor-
tamental abstracta q u e ' diferencia al hombre de los demás ani­
males. El hombre desarrolla jugando la s capacidades de la
conducta libre de propósitos, que puede luego, secundariamente,
ponerse en juego para fines cualesquiera. Así, primordialmente
en este sentido, el juego es el «origen de la libertad». «Pues lo
que apenas despunta en insinuaciones entre los animales supe­
riores —e incluso en ellos sólo en raros instantes de un corto
período juvenil—, a saber: la libre distancia respecto del fin
instintivo y la soberanía del juego en el campo [de la conducta],
eso mismo ha venido a ser la actitud fundamental del hombre»26.
Si bien es verdad que desprenderse de la atadura al instinto no
es más que un aspecto de la libertad. La cual sólo llega a plenitud
en un autoligarse el individuo que se entremezcla con las rela­
ciones sociales de este. Y también este aspecto de la libertad se
forma en el juego. -
Según J. Piaget, en el desarrollo del niño todos los juegos
proceden de la imitación. El repertorio de movimientos que llega
a ser disponible gracias a la imitación (y a la autoimitación) es
«ritualizado», o sea, es separado de sus funciones adaptativas y
ejecutado en el sentido del puro «placer funcional»27. Al interio­
rizar representativamente 5a imitación, en el segundo año de vida

25. K. Lorenz, Die Riickseite des Spiegels.... 199. 201.


26. G. Bally, Vom U ríprung..., 74, Según J. Piaget (La form ación del
símbolo en el niño, im itación, juego y sueño. Imagen j representación, México
1961), «todos los juegos de los animales —con excepción de unos pocos raros
ejemplos de juegos simbólicos entre ios chimpancés —» corresponden a los
juegos de ejercitación sensomotora que ocupan e¡ primer plano en los dieciséis
primeros meses efe vida de los niños. Los juegos simbólicos del ñiño, rríás
desarrollados, deben considerarse específicamente humanos (¡55; cf. 165s).
27. J. Piaget, La form ación del símbolo en el niño.... 129; cf. 118-119.
Sobre la ritualización, ibíd., 131, 133. En cuanto a la imitación, cf. también
la argumentación de K. Lorenz en la obra citada, 204ss, 265s, con su sor­
prendente observación de que «en el reino animal...» ia capacidad de imitación
se encuentra en rigor, «excluidos los hombres, sólo en ciertos pájaros», pero
en estos se concreta en una alta imitación, mientras que en los antropoides sólo
se presenta «en débiies insinuaciones». '
Los fundam entos de la cultura 407

surge también el simbolismo de la imagen memorativa como,


«evocación de realidades ausentes»28, y este simbolismo se une
en el «juego simbólico» a objetos que dan ocasión-al niño —m e­
diante parecidos cuando más lejanísimos— para que se suma en
las «realidades» ausentes a las que remiten. El objeto con el que
juega el niño es sólo el «representante» de la realidad a la que
de veras hace referencia el juego. El auténtico objeto del juego '
es diferente de su objeto palpable: el niño monta un caballo con
ayuda de un palo.
Ahora bien, aunque el juego empieza su desarrollo cuando
se separa de la imitación de objetos inmediatamente dados y, en
el juego simbólico, utiliza las cosas con las que se hace solamente
como ocasiones, sucede, sin embargo, que la perfección del juego
Simbólico lleva de nuevo, entre los cuatro y los siete años, a la
imitación, a «una preocupación creciente por ia veracidad de la
imitación exacta de lo real»29. Pero ahora es la realidad ausente
misma la que es imitada, o, mejor dicho, reconstruida. El sumirse
en el objeto (simbolizado) del juego, o, más bien, el quedar
absorbido por el objeto ausente, gana así una intensidad' nueva.
El objeto ausente va haciéndose continuamente más presente en
el juego. Ya a propósito de la imitación primitiva dice K. Lorenz
justamente que se apoya en una especie de inspiración30. El rasgo

28. J. Piaget. La formación del símbolo en el niño.-., 90; sobre ¡o que


sigue, 135ss, 167; sobre la función del objeto del juego como «representante»
de la realidad simbolizada, 225. Cf. también la indicación de F. J. J. Buytendijk
de que en el juego simbólico o de ilusión el «ir y venir» lúdico alcanza su
sentido propiamente humano en el ir y venir desde la cosa presente a la realidad<
simbolizada por ella, y viceversa (Das menschliche Spielen. en H. G. Gadamer-
P. Vogier (eds.), Neue Anlhropologie, tomo IV: Kulturanthropologie, 1973,
106: «Una existencia en dos mundos: el sensible y el que no se ve...»). Cf.
además las explicaciones de E. Fink sobre el «carácter mágico» del juguete
como representante no sólo de una cosa, sino «de todas las cosas... En el
juguete se concentra el todo en una cosa singular» (Oase des Glücks. Gedanken
c.u einer Ontoiogie des Spiels [1957], 34). . 1
29. ¡bid., ¡87. Va a una con ello el tránsito al juego de roles que presenta,
incrementadas la diferenciación y los rasgos precisos de los roles en cuestión
(189). w • .
30. K. Lorenz. Die Rückseite des Spiegels..., 208s,, pone de relieve que
no se puede producir a capricho la imitación, sino que «hay para ello que estar
“ inspirado” de un modo perfectamente determinado, igual que ocurre con los
rendimientos de la percepción de formas de orden superior». Ésta es una
perspectiva que se echa de menos en Piaget no sólo por ¡o que se refiere a la
408 E l mundo común

deí arrobamiento de la inspiración se adecúa bien, en el paso


siguiente, a lo que ocurre en el juego simbólico y en su subespecie
más importante: el juego de roles, en el qüe los niños juegan a
hacer los papeles de los mayores (maquinista, tendero, chófer).
El arrobamiento simbólico-imaginativo del juego prepara el te­
rreno para una más libre identificación futura del propio sí mismo.
«La elección de rol está determinada por lo que al niño de veras
le impone, y el gratificante sentimiento de placer consiste sin
duda en el alza del sentimiento de sí m ism o...»3'. Salta aquí a
la vista la relación existente entre el juego y el proceso de la
formación de la identidad, y, junto con ella, un aspecto que es
esencial para comprender la conmoción o el arrebato que ocurre
en el juego. Pero no se trata solamente del sí mismo propio. La
fascinación del juego simbólico estriba en la presencia de la
realidad (ausente) en la medida en que ésta «impone» y, justo
por ello, se vuelve el modelo de la determinación del sí mismo
propio.
En la fascinación del juego va ya siempre contenido el ele­
mento de la autoatadura, del autoeompromiso del que juega. De
ese arrobamiento o posesión surge el impulso hacia úna expo­
sición o representación cada vez "más realista. Siguiendo a J,
Henriot, F. J, J. Buytendijk indica que al juego va ya siempre
unido el deseo de tener éxito y, por lo mismo, un momento de
autodisciplina y autoobligarse32. Así, por ejemplo, en el juego

imitación, sino también cuando describe el juego. La causa ha de estar en que


lo trata en términos de pura asimilación desprendida de la acomodación al
entorno (207 ss; cf. 116 el passim). Mas ya L. Frobenius, Kuhurgeschichte
Afrikas (1933), 147, puao énfasis en el aspecto de arrebato o arrobamiento que
caracteriza a] propio juego infantil.
31. K. Lorenz, Die Rückseite des Spiegels..., 266.
32. F. J. J. Buytendijk. Das menschliche Spielen, 88-122. sobre todo,
102ss y 107s. Este autor, sin embargo, no toma en cuenta que esta obligación
surge de la fascinación ejercida por la realidad presente en el juego. H. G.
Gadamer, que sigue en esto una publicación más antigua de Buytendijk, destaca
este elemento, pero’ lo recorta refiriéndolo a la fascinación del juego mismo:'
«la atracción del juego, la fascinación que ejerce, consiste precisamente en que
el juego se hace dueño de ios jugadores» (Verdad y Método I, Salamanca 41991,
149, cf. 144; citado, más de soslayo, en Buytendijk, 114s). La fascinación por
el jugar mismo seria verdadera, a lo sumo, respecto de los juegos en común;
pero apenas ha de darse en los juegos simbólicos y de roles del niño, en los
que la ejecución del juego está más bien al servicio de la representación de la
realidad simbolizada por el juguete y presente en el juego. A ella es a la que
de veras se refiere el juego.
Los fundam entos de la cultura 409

de roles se trata de hacer lo mejor posible el papel que uno ha


adoptado. Este compromiso surgido de la fascinación salvaguarda
la unidad del juego, su perfección interna, y cumplirlo es lo que
funda la satisfacción al salir de él con buen éxito.
En los juegos en común, este compromiso toma la forma de
entendimiento a propósito de un asunto o una obra (en tanto que
prescripción del juego) representados en común, o bien la del
sometimiento a las reglas del juego. Por otra parte, el objeto que
ei juego representa puede desaparecer en mayor o menor grado
detrás de la regla y de la reciprocidad de los jugadores que ella
estipula. Entonces, la reciprocidad misma se convierte en el au­
téntico objeto del juego. Los jugadores se someten simplemente
a cumplir la regla, y ésta presta su unidad al juego. La función
representativa puede pasar a segundo plano. El juego se vuelve
pura competición.
En su libro Homo ludens —un clásico de la antropología
cultural— , Johan Huizinga desarrolló la tesis de que todas las
formas culturales pueden reducirse a las dos especies principales
del juego jugado entre varios; al juego que es una representación,
y a la competición según reglas33. Por cierto que el propio Hui­
zinga concedía que estos dos tipos de juego se entremezclan en
las formas de la vida cultural. La prioridad tanto genética como
objetiva le corresponde a3 juego que es una representación; pero
en todo juego que se juega en común se contiene ya un elemento
de competición. .
El juego representativo ha hallado su forma más compacta
en el culto que trae a representación el orden mítico del cosmos.
Del mismo modo que todo juego plenamente desarrollado está
clausurado en sí y es completo, así también en el culto se con­
trapone al mundo profano un orden de cosas completo en sí mismo
(15). La separación de este orden se lleva a cabo tanto delimitando
espacialmente el recinto de culto —la delimitación del terreno y
los puestos de juego en la vida cotidiana sigue aún recordándolo
(17)— , cuanto destacando del tiempo ordinario el tiempo de la
fiesta (35). Además, de la misma manera que el hombre que
juega se ve poseído por la fascinación del juego, así también es

33. J. Huizinga, Homo ludens. Versuch einer Bestimmung des Spielele­


mentes der Kultur (1938), 22. Las referencias a páginas que siguen en el cuerpo
del texto remiten a esta obra: (trad! cast.: Homo ludens, Madrid “1990).
410 El mundo común

en el culto donde el hombre se ve verdaderamente elevado por


encima de su estado ordinario. -Tal elevación no les sobreviene
sólo a los actores del dram a', sino que arrebata a la comunidad
que asiste a la representación, igual que acontece en muchas otras
formas del juego representativo. -Rige algo análogo no sólo res­
pecto del teatro, que se ha ido desprendiendo cada vez más,
desde la tragedia griega, dei contexto religioso del culto: en
efecto, la descripción se adecúa también a lo que sucede cuando
se ejecutan obras musicales, y, al menos parcialmente, a lo que
ocurre cuando ' tienen lugar celebraciones de carácter social y
político. Tiene razón H. G. Gadamer al decir que la represen­
tación de la obra dramática o musical es en el espectador o en
el oyente en quien se cumple34. Se encuentra aquí plenamente
desarrollado.lo que dije acerca del juego simbólico del niño: que
en el juego debe hacerse presente, debe exponérse la realidad
(ausente, pero) simbolizada. La diferencia entre la obra y su
ejecución testimonia, en favor de que la conmoción, el ser cogido
por el juego, no proviene sólo de la realización de éste, sino de
la cosa que en él viene a representación35. P o resto , la represen­
tación sólo alcanza su fin cuando su objetó, en vez de arrastrar
en su hechizo únicamente a los que inmediatamente juegan, fas­
cina también, gracias a la acción de éstos, a la comunidad de los
que participan, que, a su vez, representa al público de toda la
sociedad. La obra que se representa permanece, en tanto, en el
lugar que en el culto ocupa el mito, cuya verdad (instauradora
del mundo) vuelve el culto eficaz para el presente gracias a la
acción de los sacerdotes en favor de toda la comunidad . Es a
partir de este su origen cúltico como se vuelve plenamente com­
prensible la fascinación que ejercen el teatro y el concierto; pero
es también así como se revelan las ambigüedades de su abuso
como sustitutivo estético de ia religión. .

' 34. H. G. Gadamer, Verdad y Método L 153; cf. 171, acerca del «olvido
de que uno mismo está presente»; así como 177s, a propósito de la catarsis
trágica como «una auténtica comunión». '
35. Gadamer sitúa en otro punto el acento cuando escribc que el juego
tiene «una esencia propia, independiente de la conciencia de los que juegan»
que viene «simplemente a exponerse por medio de los jugadores» (144, 147s,
150s). Gadamer no diferencia aquí el juego y el objeto representado, mientras
que en un lugar posterior destaca, con razón, la prioridad de la obra respecto
de su interpretación o ejecución o reproducción (162s: 165s).
Los fundam entos de la cultura 411

. En cierto sentido, el motivo que es la representación llega a


su cumplimiento y perfección cuando lo representado se convierte
en figura perdurable, en imagen36. Ya las pinturas rupestres de
la edad de piedra traen a representación perdurable el poder
numinoso experimentado en el animal37. En la imagen, y, sobre
todo, en la imperecedera materia de la piedra (relieves, estatuas,
obras arquitectónicas), se hace presente en el tiempo la eternidad
de lo representado. Tal conquista, por- cierto, exige un precio.
El precio es la exterioridad en la que la imagen confronta el vivir
temporal del hombre. Las estatuas y los templos pueden perfec­
tamente seguir en pie mucho tiempo después de que se haya
apagado en los hombres el sentido para captar lo que ellos pre­
tendían. A sí pues, por lo que se refiere al destinatario, el sentido
de la representación —hacer presente lo representado en la ’exis-
tencia temporal del hom bre— encuentra una expresión más ade­
cuada en la ejecución temporal del teatro y el concierto. En el
culto van juntas ambas cosas: la imagen perdurable y la repre­
sentación cúltica, constantemente renovada, de lo representado;
sólo insinuado, por lo que hace a los detalles de su figura. La
obra plástica desprendida del contexto vital del culto permanece
por su parte también siempre ordenada al acontecimiento que es
que se la contemple. Sólo en la temporalidad viva de la contem­
plación conquista su fin la pretensión de la obra plástica, gracias
al medio espacial en el que se levanta y por el que hechiza a
quienes la habitan o visitan.
Estas consideraciones no carecen de importancia para la in­
terpretación cristiana del arte. Al delimitar el valor de la imagen
perdurable contraponiéndola a la realidad vivida del hombre,
hacen posible, a la vez, justificar los argumentos en favor de las
imágenes que fueron expuestos en la controversia bizantina de
los iconoclastas en los siglos séptimo y octavo, sin que para ello

" 36. Cf. sobre este punto Gadamer, Verdad y Método I, 182ss, sobre todo
por lo que hace al contraste entre representación y mera copla: «En la repre­
sentación se cumple así Ja presencia de lo representado» (186). Por lo tanto,
en este caso «una imagen no es lina copia...». Está diciendo por sí misma algo
sobre la imagen original (189); pues esto .sólo viene a representación en la
imagen. Cf. también G. van der Leeuw, Vom Heiligen in der Kunst (ed. alemana
1957), 310s.
37. K. J. Narr, Beiträge der Urgeschichte zur Kenntnis der Menschen­
natur, en Neue Anthropologie IV, Kulturanthropologie, 43,
412 El mundo común

haya que difuminar lo específico de la fe cristiana en la encar­


nación en algún tipo de la antigua idolatría. La justificación
clásica de la imagen en el cristianismo —en contraposición con
la prohibición bíblica de imágenes de Dios (Ex 20, 2ss)30—
consiste en la apelación a la encamación: «Pues si es verdad que
Dios se hizo hombre para estar “ humanamente” cerca de no­
sotros, entonces, evidentemente, deja de ser una blasfemia con­
templarlo en la imagen de ese hom bre...»39. Es, desde luego,
también en este sentido como hay que entender la admisión por
ios teólogos cristianos de las imágenes —que comienza, tras el
rechazo inicial de representaciones plásticas, a partir del siglo
cuarto—: para memoria de la historia bíblica y para instrucción
acerca de su significado. En efecto, no es Dios lo que se repre­
senta en la ’imagen, sino la realidad históricohumana en la que
se ha revelado. Y, sin embargo, lo divino y lo humano en Cristo
no pueden separarse ni por lo que concierne a las imágenes. La
amonestación en este sentido de Epifanio de Salamina fue co­
rroborada inopinadamente, siglos más tarde, por los defensores
bizantinos de las imágenes cuando extendieron al icono el dogma
de la unidad personal "de las dos -naturalezas“10 Es cierto que la
imagen trae a nuestra conciencia, a una con la naturaleza humana
de Cristo, su divinidad; pero la unión hipostática se refiere a la
existencia corporal, históricamente única, de Jesús, y no a la
representación icónica de su figura. La «representación» de Cristo
mediante la imagen, igual que la palabra que se proclama, lleva
a la ínhabitación de Cristo en el creyente por el Espíritu sólo a
través del acto de fe. Jesucristo vinculó con su promesa su pre­
sencia corporal a la comunidad del ágape con pan y vino, o sea,
ai cumplimiento de un acontecimiento, y no a una imagen41. Sólo

38. Para un tratamiento minucioso, cf. K. H. Bemhardt, Con und Bild


(.1956).
39. H. von Campenhausen, Die Bllderfrage ais theologisches Problem
der alien Kirche: Zeitschrift f. Theologie und Kirche 49 (1952) 33-60 (la cita
es de 59).
40. H. von Campenhausen, o. c .. 54s.
41. En contraste con las expresiones de P. Brunner sobre una teología
del arte, Zur Lehre vom Gottesdienst, en K. F. Müller-W. Blankenburg
(eds.), Leiturgia. Handbuch des evangeüschen Gotresdlenstes I. 1954, 83­
361, sobre todo, 291-332, querría yo reconocerle a la imagen, en el sentido
de la idea de la Biblia pauperum desarrollada en la cristiandad oriental, una
Los fundam entos de la cultura 413

mediante la realización histórica de la comunidad con él se edifica


en el mundo su cuerpo —la Iglesia—; y en este acontecimiento
Él mismo es la «imagen de Dios», en la que por él nosotros
participamos en el modo de ser ella nuestro destino y nuestra
determinación. En cambio, la imagen formada por los hombres
es, precisamente en su atemporaíidad, solamente símbolo, señal
que remite al Dios eterno revelado en la humanidad de Jesús42;
y, por lo mismo, ciertamente que también representación de su
presencia, pero no realización efectiva de ella. El momento de
la representación, que parecía alcanzar en la imagen perdurable
—que trasciende la caducidad del juego representativo— su ex­
presión suprema, se halla en el cristianismo vinculado otra vez
a la realización temporal.
La función representativa del juego alumbra de un' modo
especial las esferas culturales del culto y las artes. Pero, además,
se echa de ver también en todas las formas de representación
política y social. Sin embargo, no puede probar por sí sola la
tesis de Huizinga según la cual la cultura toda, en todas sus
formas vitales, dimana del juego. Sólo se hace plausible tal tesis
cuando se une aquella función con el otro elemento capital del
juego en común: la competición. Por cierto que este segundo
aspecto está ya siempre dado, al menos potencialmente, a una
con el carácter comunitario de la representación. Pero puede
quedar tapado tras la misión representativa. En el torneo, en
cambio, se le hace justicia aparte. A pesar de ello, el momento
de sobresalir y distinguirse individualmente está en la competi-
eión vinculado a las reglas del juego en común, que siguen aquí
representando el orden que constituye tanto al juego comunitario
como al mundo comunitario: el orden que viene como tal a
representación en el juego representativo. Así, pues, la rituali-
zación del antagonismo entre individuos y grupos en el torneo
I

mayor proximidad a la proclamación de la palabra; si bien estoy de acuerdo


con Brunner en que no hay que «atribuir el poder de representación efectiva
de lo designado en el sím bolo» (330) ni a la imagen de Cristo ni al signo
de la cruz.
42. Precisamente su ensamblar lo eterno con lo temporal, su hacer intuible
en lo temporal lo etemo, es lo que convierte a la imagen, más allá de en mera
copia de lo finito, en símbolo de su trasfiguración ■en Ja participación de la
gloria escatológica de Dios.
414 El mundo común

representa todavía algo ella misma:.la integración de esos anta­


gonismos en el orden cultural. '
Hay en la vida social motivos que pertenecen al torneo en
todo juego ritualizado entre diferentes individuos o grupos de
interés, y los hay, sobre todo, en la vida jurídica (125ss) y en la
económica. Incluso la guerra ha sido sometida —al menos co-
nativamente— por las leyes bélicas a una ritualización (144s).
Huizinga se refiere también a la planta antagonista o dualista de
las sociedades exogámicas (87)43, así como a la impronta y al
mutuo ordenamiento dualistas y complementarios de los roles
sexuales. '
La representación y el torneo, como he dicho, no son en la
vida cultural opuestos puros, sino que están entreverados. Por
ejemplo, el drama contiene elementos del torneo. A la inversa,
las competiciones deportivas pueden tener al mismo tiempo sig­
nificado cultual, como documentan los juegos de pelota de las
antiguas culturas de América y, también, la forma primitiva de
los juegos olímpicos. El proceso legal, en tanto que ritual de
antagonismo, trae a representación la unidad de} ordenamiento
jurídico y, al mismo tiempo, vuelve a producirla. '
Desde la fecha en que apareció su libro (1938), la tesis de
Huizinga de «que la cultura nace en la forma del juego; que la
cultura, inicialmente, se juega» (75), ha sido sometida a algunas
críticas. La más inmediata y grave es la acusación de haber
desconocido la seriedad tanto de lo sacro como del derecho. Entre
«el carácter reglado de la vida y el estar condicionada por normas
propio de la existencia del hombre» hay una diferencia de prin­
cipio que prohibe reducir la pretensión de validez del derecho a
la de las reglas de los juegos. Y también yerra Huizinga la
seriedad de lo sagrado: «lo sacral está colmado de respeto y
angustia; el juego es liberación frívola». El juego sería, incluso,
«esencialmente desacralizante»44.

43. En la etnología reciente ha sido defendida, por ejemplo, por A.E.


Jensen, Mythos und Kult bei Naturvölkern, 1951, 184s, la opinión de que la
exogamia de las llamadas culturas toteinistas se basa en un «sistema dual» que
se orienta, entre otras cosas, por la diferencia sexual {mas también por una
multitud de otras oposiciones duales). Critica ello, sin embargo, C. Lévi-
Strauss, Antropología estructural, Buenos Aires *1972, 119-148; cf. 106s,
quien, en la tradición de M. Mauss y B. Malinowski, prefiere hablar de es­
tructuras de reciprocidad (148).
44. F. J. J. Buytendijk, Das menschliche Spielen, 101s.
Los fundam entos de la cu/tura 415

¿Qué postura adoptar? Por lo que respecta al derecho, J.


Piaget ha probado que en la evolución moral del niño son las
reglas de los juegos precisamente el origen de la conciencia
normativa moral y jurídica sustentada en la autonomía,' o -sea,
aceptada con libre asentimiento, y no impuesta unilateralmente45.
En su polémica con Huizinga parece que Buytendijk olvidara lo
que él mismo había dicho acerca del elemento de compromiso
que hay en el juego (cf. nota 32). De otro modo, no habría podido
oponer al respeto de lo santo el juego, a título de «liberación
frívola»46. Es verdad que el juego puede deshacerse de la orien­
tación hacia un orden que él deba traer a representación. Pero
este ligarse el juego a lo meramente frívolo no debe confundir
en lo que concierne a su primitiva estructura de sentido, mani­
fiesta ya en el juego simbólico del niño; como tampoco debe
confundir a este propósito el vaciamiento de sentido que expe­
rimenta el juego cuando se convierte en mero pasatiempo. En el
impulso representativo de los juegos simbólicos infantiles debe,
más bien, verse el presentimiento del éxtasis que hallará su lugar
idóneo en el contexto de la celebración cúltica. En ésta, la es­
tructura de sentido de la función representativa del juego se toma
completamente explícita. Por ello es por lo que el juego repre­
sentativo encuentra en el quito su forma acabada. Si las obser­
vaciones de Huizinga en tomo a la relación entre el juego re­
presentativo y el culto precisan de crítica, ésta deberá ir dirigida
contra que la idea del juego de este pensador debe todavía de­
masiado al prejuicio de que el juego es frívolo y carece de todo
compromiso, de modo de Huizinga entiende lo específico del
culto como algo que se añade al juego desde fuera de éste mismo,
como «un elemento espiritual más» (23). Es así como de impro­
viso se halla convertido en sustancia auténtica del culto el ele­
mento de juego, pensado en el sentido de la falta frívola de todo
compromiso. «El culto se injerta en el juego; pero el juego en sí

45. J. Piaget, Das moralische Urteíi beim K inde, 66s, sobre todo 73ss
(trad. cast.; El criterio moral en el niño, Barcelona 1971).
46. Con todo, en la caracterización del juego que hace el propio Huizinga
hay expresiones que pueden suscitar esa errónea interpretación. Cuando dice
que el juego es «una acción libre que es sentida como “ no queriendo decir *
eso" y estando fuera de la vida habitual y, a pesar de ello, capaz de acaparar
por completo al jugador» (21), desde luego que ello no es verdad ni de la vida
jurídica ni del culto.
416 E l mundo común

era Io primario» (29). Contra este punto ha suscitado «serias


objeciones» A. E, Jensen, apelando a K. Kerenyi47. Tales ob­
jeciones apuntan tanto al modo como Huizinga determina la re­
lación del culto con el juego profano, cuanto a la tesis de la
prioridad del último a la hora de la comprensión del juego en
general. El hecho de que los hombres vivan en el juego cultual
«el tiempo del origen... [como]... orden auténtico del-mundo»
(69), no es sólo, según este autor, lo que hace la peculiaridad
del culto que cualifica como fiesta al juego cultual (82), sino
que, al mismo tiempo, fundamenta su originariedad por respecto
a las demás formas del juego. En efecto, en los juegos infantiles
—a diferencia de lo que ocurre con la función instauradora del
mundo propia del mito y el culto— hay sólo la apropiación de
«un orden del mundo realizado ya por los hombres» (79). Por
otra parte, los juegos en común que se transmiten en la comunidad
de jugadores formada por ios niños, deben considerarse en gran
medida «survivals» de juegos cultuales, que se han convertido
en juegos de niños perdiendo su función y «vaciándose paula­
tinamente de, sentido»48. Probablemente Jensen ha valorado así
demasiado por bajo el significado autónomo del juego infantil y
su alcance en la génesis de la conducta cultual. Los juegos in­
fantiles simbólicos y de roles no son únicamente la copia del
mundo que han hecho los adultos; preparan también para Ja par­
ticipación independiente y productiva en él. La formación de la
conducta lúdica infantil que puede estar, ciertamente, acuñada
cuíturalmente, en lo que hace a su contenido, pero que se de­
sarrolla a partir de raíces biológicas, precede en todo miembro
de una comunidad cúltica al juego sagrado del culto. Por ello es
importante poder mostrar que la referencia al culto es un elemento
íntimo de la estructura del juego humano, en la medida en que
el culto se revela como la forma plenamente configurada del
juego representativo, cuya estructura determina ya el juego sim­
bólico del niño. Desde el punto de .vista de los adultos puede ser

47. A. E. jensen, Mythos und Kult bei Naturvölkern, 53-79 (la cita, de
67). Las indicaciones de página que siguen en el cuerpo del texto remiten a
esta obra. Jensen apela a K. Kerenyi. Vom Wesen des Festes (1938-1940),
59ss, a quien Huizinga, aunque dice estar de acuerdo con él (H om o ludens...,
35 s), sólo sigue parcialmente.
48. Jensen. o. c ., 79, S is y 100s. Cf. también E. Fink, Spiel als W eitem -
bol (i960), 202s.
Los fundam entos de la cultura 417

verdad que los niños, en sus juegos simbólicos y de roles, «juegan


al orden del mundo, ya realizado por el .hombre» (Jensen, 79).
Pero para el propio niño se trata de una intuición y una repre­
sentación del «verdadero orden» de las cosas enteramente com­
parables a las del juego sagrado del culto. Es precisamente esta
estructura del juego simbólico infantil la que permite la tesis de
que todo juego humano debe ser entendido, por lo que concierne
a su función representativa, a partir del culto49. Hay, pues, que
precisar la enmienda que Jensen propone hacer a Huizinga di­
ciendo que, contra la primacía dei concepto profano de juego,
el juego en tanto que tal, y ya desde el juego simbólico de los
niños, está en la dimensión de la que se hará adecuadamente
cargo el juego sagrado del culto, mientras que los contenidos de
los juegos infantiles mientan ya, ciertamente, el «verdadero orden
de las cosas», pero no consiguen tematizarlo en su forma
auténtica00.

49. Un poco desorientadorairtente, E. Fink habla de la «ascendencia cúl-


tica» de todos los juegos humanos (S p k l ais Weltsymbol, 157); pero a la vez
se precave contra la obligación de entender esta fórmula como si «todos los
juegos provinieran de la raíz del culto». Más bien —sigue— la fórmula se
refiere «a que se entienda la "irrealidad’' que. a título de mundo del juego,
pertenece a éste, como algo que remite a una especie del ser no más pequeña,
sino más alta —medida con la panta del ser de las cosas de las que hay
experiencia cotidiana—» (ibid.). Este punto de vista desde el que se ilumina
la esencia del juego sólo es de hecho accesible y sólo se justifica a partir de
la función constituyente del mundo que posee el culto. Por ello es por lo que
hace impresión de cosa algo forzada el empeño de Fink por alcanzar, «a
contracorriente» de esa «ascendencia» cúltica, una pura «mundanidad» para ei
juego (2i8s). Fink se cree obligado, en tanto que filósofo, a hacer ese ensayo
(¡43 s), aunque la relación con el culto se haila en el centro de su investigación
y él mismo admite que con la «puesta entre paréntesis de ía cuestión teológica
aparece ya en nuestro círculo visual el juego cultual en una forma recortada»
(195). ¿Por qué, entonces, la puesta entre paréntesis? ¿sólo en aras del prejuicio
inveterado sobre las distancias que hay que guardar respecto de la teología?
¿acaso el análisis fenomenológico no tiene que orientarse según el fenómeno
sin recortes, aun cuando así se resquebrajen las delimitaciones fosilizadas que
hayan echado sobre él las disciplinas académicas? La descripción de Fink de
la «mundanidad» del juego sigue siendo sustanciaimente bastante teológica:
«En el juego del hombre parece que el todo del mundo regresa a sí, y hace
que comiencen a brillar en y sobre algo intramundano, en y sobre algo finito,
ciertos rasgos de la infinitud» (o . c ., 230). ¿Por qué entonces, en vez de este
mal lenguaje panteísta, no dar a la cosa de una vez su verdadero nombre?
50. Con esto creo dar acogida al elemento verdadero contenido en la
crítica de Buytendijk a Huizinga. Tal crítica no concierne a la categoría del
juego, sino a la insuficiencia de la noción de él que emplea Huizinga.
418 El mundo común

La ligazón que une juego y seriedad parece haber estado más


próxima a la conciencia y al sentimiento de la vida de los hombres
en las culturas premodernas que en las sociedades industriales
modernas. La penosidad del trabajo era con toda seguridad mu­
chas veces mayor que lo es hoy. Pero la función determinante
que !a religión y el culto tenían en 3a vida pública, y la división
consiguiente del tiempo según la serie de las fiestas religiosas,
impidieron que el mundo cotidiano se desprendiera radicalmente
del juego. Más bien sucedía que motivos y rituales donantes de
sentido y con fundamento religioso estructuraban incluso ios que­
haceres de todos los días. En cambio, los elementos del juego
han desaparecido en gran medida del mundo laboral industrial
moderno3'. Sobre todo, se ha atrofiado su función representativa.
El juego ha quedado reducido al círculo de las actividades que
llenan el ocio, y, de este modo, lo mismo que el resto de los
contenidos de la llamada cultura del tiempo libre (incluidos el
arte y la religión), ha caído bajo eí signo de lo arbitrario y del
vaciamiento de sentido que comporta lo'discrecional. Por esto
es por lo que se ha vuelto tan difícil hoy comprender la seriedad
del juego y la diferencia entre él y la diversión descomprometida.
Si la diversión era en tiempos nada-más que una condición previa
del juego, en tanto que expresión del alivio de los fines y coac­
ciones de la conservación de sí mismo, o un fenómeno conco­
mitante con el juego, o, por fin, una forma decadente de él, al
haber éste quedado subordinado a la discrecionalidad de cómo
se ocupa el tiempo libre, ha quedado, por lo mismo, reducido
en gran medida a diversión fútil. La herencia de la tradición
cultural y los documentos de las otras culturas extrañas a la
nuestra se han convertido en un bien de consumo que cabe re­
poner.
Pero incluso bajo esta reducción siguen, por cierto, el juego,
el arte y los bienes culturales en la acepción más amplia del
término (incluyendo )a religión) cumpliendo una función de im­
portancia social: la de compensación para la carencia de sentido
del mundo público cotidiano político y económico32. Desde la

51. Cf. también H. Cox, Das fe s t der Narren (1969; trad. cast.: Las
fiestas de locos, Madrid :’ 1983); cito por la ed. alemana de 1970, 20s.
52. Cf. sobre ello J. Moltmann, Die ersten Freigelassenen der Schópfung.
Versuche tiber die prende an der Freiheit und das Wohigefallen am Spiel
(1971). 15s.
Los fundam entos de la cultura 419

antigüedad es un elemento de lo que podríamos llamar la sabiduría


de los poderosos el usar los juegos y las diversiones para resarcir
de las carencias de la existencia. Así, es bien sabido que la
expresión panem et circenses compendiaba en la antigua Roma
los medios a disposición del poder para aplacar a la plebe. Cabe,
en efecto, hacer ese mal uso de los juegos, entendidos como
mero regocijo y distracción popular, que los convierte en medios
de la estabilización de la dominación, en el despreciable sentido
de que sirven para desviar la cuestión de la legitimidad del poder
y de su ejercicio. En cambio, en tanto que mera ocupación del
ocio, el juego se ha vuelto una compensación para la carencia
del sentido de la vida en el mundo laboral y profesional moderno.
El carácter alienado de la vida en las sociedades industriales
modernas se manifiesta con especia] claridad en !a separación
del trabajo y el juego. En oposición a él, el joven Marx pintaba
la futura sociedad comunista, en La ideología alemana (1845­
1846), como un estado de libre actividad de los individuos, en
el que «la sociedad regula la producción general y, así precisa­
mente, me posibilita hacer hoy una cosa y mañana otra; cazar
por la mañana, pescar al mediodía, dedicarme por la tarde a la
cría de ganado; y criticar la com ida... como me apetezca»33. Sin
embargo, Marx viejo tuvo que reconocer: «El trabajo no puede
convertirse en juego». Por eso, lo que había que hacer era reducir
el tiempo de trabajo y ampliar el de ocio; pues sólo allende el
mundo del trabajo comienza «el verdadero reino de ía libertad».
Y J. Moltmann señala acertadamente: «De entonces a acá, la
renuncia a este punto ha ido creciendo, pues la historia de la
industrialización (incluida la industrialización socialista) muestra
que de ninguna manera es verdad que el aumento del tiempo
libre redunde automáticamente en mayor libertad y más opor­
tunidades para autorrealizarse». H. Marcuse y otros neomarxistas
han vuelto, por esta razón, al postulado de Fourier que rechazaba
el último Marx: realizar el reino de la libertad no al lado sino en
el interior de! de la necesidad; «en el trabajo, y no sólo allende
el trabajo»54.

53. K. Marx, Friihschriften, 361.


54. J. Moltnumn, Die eisten Freigelasseiten,,., 59s., acerca de K. Marx,
Das Capital III, 873 s. y H. Marcuse, Versuch iiber die Befreiung (1969), 40s.
420 E l m undo común

Desde luego, no hay que esperar que el trabajo pueda con­


vertirse algún día en juego en el- sentido de una actividad que se
toma o se deja a capricho. Pero el concepto de juego que se
supone cuando se afimia semejante tesis es tan extremoso como
lo es el de un mundo laboral desprovisto de todos los elementos
propios del juego. Ambos son producto del vaciamiento de sen­
tido del mundo en que hoy se vive. Eí dominio de la alianza de
la racionalidad económica con la burocrática ha reprimido, hasta
reducirlos a la esfera privada y entregarlos al principio de la
discrecionalidad, tanto el problema religioso como el resto de
funciones vitales dotadas de sentido (en la acepción estricta de
este adjetivo) y no solamente racionales en tanto que útiles. E3
concepto de juego ha sido así vaciado también de sentido. Ahora
bien, la reducción a la discrecionalidad de lo que distrae yerra
la auténtica esencia del juego. Si, ya comenzando por los juegos
simbólicos y de roles de 3os niños, todo juego desarrollado —y,
desde luego, todos los juegos en común sometidos a re g la s -
exige el compromiso del que juega para que pueda desenvolverse
el íntimo reíos del'juego, entonces es que la capacidad de jugar,
que nace de la liberación de la coacción de la naturaleza, se pone
al servicio de una necesidad superior. Desde ahí es desde donde
el juego posee su seriedad, su orden y su disciplina propios. Los
cuales se diferencian del orden y la disciplina exigidos por el
mundo laboral moderno sobre todo en que el objeto de los pri­
meros cabe ser vivido como dotado de sentido en sí, de modo
que el tiempo dedicado al juego es para e! que juega tiempo
cumplido y lleno. Por ello, ei juego, aunque exige esfuerzo y
disciplina, se vive como un fin en sí mismo; mientras que el
trabajo y su objeto se suelen experimentar nada más que como
medios para un fin; sobre todo,'com o medios para ganar el sus­
tento, Mas si es posible entender y ejecutar el trabajo como fin
en sí mismo, pierde entonces el carácter opresivo de una coacción
que pesa sobre uno, y se vuelve juego. No se requiere para esto
que el objeto de la actividad posea absolutamente en sí mismo
su fin. Basta con que la actividad y su objeto aparezcan como
la manifestación de un fin que tiene en sí su fundamento y que
da contenido a la existencia del hombre. En tal caso, el hombre
se sentirá libre en su actividad, y la actividad que se hace en la
conciencia de la libertad se convierte, como dice Sartre, en un
Los fundam entos de la cultura 421

juego (cf. nota 20). A diferencia de lo que ocurre con ei niño,


en el adulto esto sólo es limitadamente realizable en actividades
que ejerce el individuo para sí y en soledad. El niño que se
sumerge en su juego simbólico o en la representación de un papel
puede jugar completamente para sí solo, y aun precisamente es
de este modo como queda preservada de toda perturbación la
perfección del mundo de su juego. Pero ya para el niño un poco
mayor se pone en el primer plano el juego en colaboración con
otros, que sólo tiene éxito si hay acuerdo y respeto mutuos de
las reglas del juego. Para e! adulto, la plena conciencia de la
libertad sólo puede estar mediada por la donación de sentido a
la actividad que él realiza y que le vincula a los otros. Por esto,
los papeles o roles asumidos en el juego en común pueden de­
sempeñarse (jugarse) con un distanciamiento respecto de ellos
que sea recíprocamente observado y ejercitado, ya que no son
ciertamente idénticos el instrumento con el que se juega y el
verdadero objeto del juego, que es la vida misma. Sin embargo,
la conciencia de la libertad no viene ya dada con. el distancia-
miento como tal respecto del propio ro P . Está, más bien, fun­

55. M. Gisi (cf. supra, nota 20) ha interpretado la noción de libertad de


Sartre en la Critique de la raison dialectique (485ss). desarrollada por su autor
sobre el ejemplo del juego en colaboración de un equipo de fútbol (Gisi, lóOss),
unilateralmente en el sentido del distanciamiento respecto de los roles (I87s,
de acuerdo con D. Claesens). El juego sería «símbolo de la libertad porque de
salida está abierto en tanto que futuro que hay que configurar» (194). Pero
Sartre, de hecho, fundamentaba a partir de ¡a comunidad dei fin la libertad que
se le franquea al individuo en el juego en colaboración del grupo (L ’Etre et le
N éant, 4S7s; cf. 491, 540ss, 582). Probablemente, Gisi no ha tomado esto en
cuenta porque ahí se encuentran también las raíces del conflicto entre el grupo
y el modo como el individuo se cuida del fin del grupo (Sartre, 617s), así
como las de la pérdida final de la libertad al cosificarse institucionalmente la
unidad dei grupo (Gisi. 167s comentando a Sartre. 641). Pero no cabe escapar
a esta dialéctica valiéndose de una teoría formalista del juego en colaboración
de tos individuos, dejando de lado la conciencia de sentido que los reúne, La
limitación del ánállsis de Sartre está en que sólo tematiza la unidad de la
conciencia de sentido como comunidad del objetivo, la cual, tomada por sí,
hace inevitable el conflicto entre el individuo (o sea, la realización de la meta
común en la praxis individual) y la unidad del grupo, ya que la categoría de
“ objetivo” o “ meta" volverá siempre a recaer en la esfera de la praxis in­
dividual. ■A sí pues, el mundo común tiene su fundamento en una conciencia *
común de sentido, a partir de la cual es como cabe justificar la proposición de
metas. Desde la perspectiva de los jugadores, cabe ponerse de acuerdo respecto
del objetivo del juego común; pero la comunidad que toma su origen en la
422 El mundo común

dada, en el caso del juego en común que tiene éxito, en un


acuerdo, ya que encuentra su expresión tanto en la identificación
con los roles correspondientes —en cuyo juego en común se
manifiesta ese acuerdo— , como también en el distanciamiento
respecto de ellos (porque de lo que se trata es del juego como
un todo). "
En la realidad social, ei juego en común se ve casi siempre
perturbado por conflictos y coacciones. Este es el motivo pro­
fundo de que el trabajo no se vuelva tan fácilmente juego y de
que el juego libre de trabas necesite un terreno al lado del mundo
cotidiano en que jugarse. Sin embargo, no es preciso que el juego
en común esté tan sólo al lado del mundo del trabajo como
compensación de sus fracasos. Puede también ser el modelo de
una configuración más plena de verdad de la vida en común de
todos los días. Éste es seguramente el sentido profundo de que
se celebren juegos en conexión con las grandes ocasiones de la
vida pública, tal como ocurría en los torneos medievales, en los
juegos olímpicos primitivos y con las competiciones deportivas
y artísticas que acompañaban a las Panatenéas. Pero lo que sobre
todo determina la función del juego como modelo es la repre­
sentación cúltica del orden mítico que fundamenta el cosmos y
ia sociedad. Naturalmente, el drama cultual no es un juego en
el sentido de la distracción caprichosa. Pero es juego en tanto
que representación ritual y símbolo de un mundo de sentido
perfecto y acabado en sí mismo, en el que adquiere participación
la vida cotidiana gracias al juego cultual.
La esfera cultual del juego ritual que representa el orden
mítico, con las fiestas y con cuanto le pertenece, se sale del
mundo de lo cotidiano56. Es sólo gracias a esa separación como

alianza (mediante )o que ¡lama Sartre el «juramento») se halla en un plano


distinto: en el de la autofinalidad de la conciencia de sentido y el juego en
tanto que representación de ella. '
56. En este sentido, en efecto, la fiesta «contrasta» con el mundo coti­
diano, como pone de relieve H. Cox (Das Fest der Narren, 35). Pero este
contraste no tiene el sentido de «exceso» que pretende en esas mismas páginas
Cox, En tal caso, la fiesta no sería más que una reacción compensatoria frente
al mundo cotidiano.- El exceso puede aparecer cocmo fenómeno concomitante
de la fiesta, en especial, de su alegría; pero, de prevalecer, destruye necesa­
riamente la fiesta. La alegría festiva tiene su auténtico fundamento no en la
suspensión temporal del orden de la vida cotidiana (cf. Moltmann, Die arsten
Los fundam entos de la cultura 423

puede el culto traer a representación el orden .del cosmos como


un mundo perfecto en sí, en el que el mal y el sufrimiento han
sido vencidos. Pues, en efecto, el m undo-cotidiano jamás se
presenta como' un mundo tan perfectamente lleno de sentido. El
drama cúltico traspasa la medida de la cotidianidad del hombre
tanto por el lado del horror como en lo que hace a las claras
tonalidades de lo bueno y lo justo. La razón de ello no está
únicamente en que el mito que el culto expone representativa­
mente cuente algo acerca de las acciones y las idas y venidas del
dios y los dioses. También las pasiones y la suerte de los per­
sonajes del drama trágico sobrepasan con mucho la restringida
medida de la cotidianidad humana. Justo es debido a ello por lo
que el drama puede convertirse en teatro del mundo y por lo que
el culto puede suministrar el ámbito referencial para la interpre­
tación del sentido de la vida cotidiana. A partir de la totalidad
de sentido representada en las fiestas religiosas y fundadora del
orden del cosmos y de la sociedad, reciben su sentido tanto los
quehaceres y fortunas de los individuos cuanto el orden del mundo
cotidiano. A su luz se confirman y se enmiendan. Los procesos
judiciales, los acontecimientos políticos importantes, mas tam­
bién cada una de las fases de la actividad agraria y artesanal, así
como también las edades en la vida de los individuos se vinculan,
mediante celebraciones rituales y fiestas, con el orden de todas
las cosas, soporte de la sociedad, que el culto festeja y que tiene
un último fundamento religioso. El destello de la perfección del
juego sagrado cae así sobre el m undo cotidiano, en enorme con­
traste con lo que sucede con el secularismo del moderno mundo
laboral, sustraído a toda presencia de un sentido completo y
perfecto.
La descripción que acabo de ofrecer de la importancia del
juego cultual para la totalidad del mundo cultural se refiere en
primer lugar, como corresponde a la generalidad en que debe
trascurrir la reflexión antropológica, a las religiones y culturas

Freigelassenen..., 15), sino en ei sentimiento de exaltación de que se trata de


un momento de la vida que sobresale en importancia; en la presencia del
contenido de sentido celebrado, que no puede ser rebajado a la indiferencia de
una mera «ocasión» que festejar sin sustraer por ello su profundidad a ia
afirmación de la vida que Cox, con toda razón, siguiendo a J. Pieper. Teoría
de la fiesta, Madrid 1974, resalta como elemento decisivo de la fiesta. Cf.
Cox. 65s.
424 El mundo común

prebíblicas. Pero, sin perjuicio de la peculiaridad de las religiones


bíblicas, y, sobre todo, sin perjuicio de la experiencia —que está
en la base de ellas— de la acción de Dios en la historia (la cual
marca también su culto, lo que 'he dicho se les aplica, en su
generalidad, también a ellas. Las'estructuras básicas de la con­
ciencia mítica nó son simplemente eliminadas y reprimidas por
la conciencia histórica de la fe, sino conservadas en cierta
trasmutación57. La liturgia cristiana sigue siendo tarnbién un jue­
go sagrado®, en cuyo centro está 5a acción de Jesús en la cena,
compendio de su obra y destino, que conciba la realidad creatural
dei hombre en su forma vital social con su destino escatológico;
y que se hace presente, a la comunidad que conmemora y que
espera el futuro de Jesús, en la comunidad del ágape con él, por
la que la vida de los cristianos y su mundo son incorporados a
la historia de Jesucristo. Por esto pertenece a la celebración de
la cena de Jesús la alabanza de la comunidad, que ya ahora

57. Cf. mi Cristianismo y mito, en Cuestiones fundamentales de teología


sistemática, Salamanca. 1976, 277-351; sobretodo, 339ss. .
58. Cf. R. Guardini, Vom Geist d e r Liturgie (1918), 58s, y las obser­
vaciones de H. Rahner respecto del contexto de este tema en la perspectiva
patrística de la «Iglesia que juega»: Der spielende Mensch (1952) 50; cf. 44s.
En cambio, del lacio evangélico, P, Brunner Zur Lehre vom Gottesdienst, en
K.F. Müller-W. Blankenburg (eds.) Leiturgia. Handbuch des evangelischen
Gottesdienstes I, 1954, 83 361 planteaba con muchos titubeos y más bien de
soslayo la pregunta de si cabe quizá también entender la liturgia, en «su unidad
de vínculo y libertad« análoga a la del arte, «desde el punto de vista del juego».
«¿O quizá está emparentado e l servicio divino, por la configuración de s l i
realización, con aquel juego infantil de la Sabiduría que ésta juega en la tierra
y, sin embargo, ante Dios (Prov 8 , 29-31)?» (295). Cf. la referencia que hacía
ya Guardini (66) a este texto de Prov. Si se lleva adelante el pensamiento que
Brunner sólo insinúa pero no desenvuelve, la acción histórico-salvífica del
Lügos divino (de la sabiduría de Dios), comenzando por la creación y llegando,
a través de la reconciliación, hasta la consumación perfecta del mundo en ei
futuro, se presenta entonces como el juego divino que la liturgia realiza sim­
bólicamente. Cf. las exégesis patrísticas del texto citado que analiza H. Rahner
(23s). Cf. asimismo H. E. Bahr, Poiesis, 92s.; O. Seydel, Spiel und Ritual.
Überlegungen zur Reform des Gottesdienstes: Wissenschaft und Praxis in Kir­
che und Gesellschaft 60 (1971) 507-15. En cambio, J. Molímann sostiene (Die
ersten Freigelassenen..., 34s.) que «la cruz de Cristo no pertenece al juego
mismo, sino que hace posible ei juego nuevo de la liberta» (38). ¿No constituye
el transfondo de esta observación una concepción excesivamente . inocua del
juego? No en vano se hallan las raíces de la. tragedia en -la suerte corrida por
Dionisos,
Los fundam entos de la cultura 425

anticipa el canto de los ángeles y de la comunidad de los perfectos


en el fin de los tiempos en loor de Dios, y que —contrafácti-
camente— glorifica la justicia de Dios en la victoria sobre el
pecado y la muerte, siempre aún inconclusa en esta tierra.
El problema del juego nos ha llevado desde la individualidad
y los problemas ■concernientes a su identidad (que se hallan ya
en el horizonte de las relaciones sociales del individuo), a la
cuestión del mundo común en el que los individuos viven. En el
juego realiza el hombre el ser-fuera-de-sí de su destino excén­
trico. Ello comienza en los juegos infantiles simbólicos, y alcanza
su plenitud en la adoración. Pero ya aquí no debe quedar sin
mencionar el hecho de que también hay posibilidades demoníacas
en el éxtasis del juego59. Habrá que volver más adelante sobre
esto. Mas el mundo de lats religiones ofrece sobrados ejemplos.
Ahora bien, ni en ningún otro sitio, ni tampoco en éste aniquila
sencillamente la perversión demoníaca la creación de Dios. Juz­
gando desde la perspectiva de la revelación de Dios en Jesucristo,
no es sólo ni simplemente idolatría lo que se exterioriza en la
vida cultual de las religiones, sino siempre también —aun en la
forma más alienada— la alabanza del poder creador divino y de
]a victoria divina sobre el mal, que se ha cumplido, para el
cristiano, por la cruz de Cristo. Por esto es por lo que el juego
cultual es el centro que articula el mundo común de los hombres
y su unidad. La percepción del sentido mítico que da fundamento
ai orden del mundo cotidiano está ya siempre aquí supuesta60,
aun cuando, al mismo tiempo, requiera todavía, siempre, ser
aclarada y enmendada. Lo cual significa que la función del jue­
go como fundamento de la cultura va estrechamente relacionada
con el lenguaje y con la inteligencia específicamente humana61.
Ambos constituyen los fundamentos de¡ mundo común de los
hombres. '

59. H. E. Bahr, Poiesis. Theologische Untersuchung der Kunst (1961;


¡965) 93s.
60. A propósito de la tan debatida cuestión de las relaciones entre el mito
y el culto, cf. mi ya citado Cristianismo y-mito. 282-283.
61. Cf. ía formulación de M. Sahlins aducida ya en la nota 10 al capítulo
cuarto.
426 El mando común

3. El lenguaje, medio del pensamiento ■

El común asunto del lenguaje y de la razón es el sentido de


lo real. En el lenguaje, el sentido se expone, y, gracias a la
expresión, se comunica. Mas la razón desprende el contenido de
sentido de la contingencia de su forma lingüística. Puede Hacerlo
porque ella precede ya al lenguaje, aunque permanece depen­
diendo de él en cuanto es el medio para la exposición del sentido.
Tanto el lenguaje como la razón son tan fundamentales res­
pecto de la realidad humana, que reclamarían, en vendad, ser
tetad o s en un lugar anterior en la antropología, y no sólo ahora
y en el marco de Ja antropología de la cultura. El lenguaje y la
razón marcan la propia peculiaridad biológica del hombre. Pero,
en definitiva, esto es también verdad de la cultura, si es que es
cierto que el hombre es por naturaleza un ser cultural porque sus
impulsos, dadas la no especialización de su apertura al mundo y
su particular dependencia del amparo social, necesitan orientarse
por un orden cultural que trasciende el mundo de la natui;aleza.
Es precisamente en este punto en el que el lenguaje y la razón
están en estrecha unión con la formación de la cultura, pues
ambos, al nombrar y aprehender en su esencia lo que está dado
en la naturaleza, lo sobrepasan. La adaptación del hombre a la
naturaleza y su apropiación de ella son ya siempre, a la vez,
trasformación, esto es: cultura. La elaboración transformadora
de la naturaleza es, sin embargo, nada más que un aspecto, y no
la totalidad de la cultura. En efecto, al concepto de cultura per­
tenece también el fin al que sirve esa elaboración: la incorporación
de la naturaleza al orden del mundo de la comunidad. Las culturas
primitivas veían más bien a la inversa el proceso. Sus mitos
orientan el mundo social hacia el orden del cosmos natural. Pero
de hecho, que vean unidos el orden cósmico y el social es ya
siempre una superación de los datos de la naturaleza en la di­
rección de Ja cultura. Para esto son fundamentales el lenguaje y
la razón, la cual se mueve en el ¡pedio del lenguaje. Se ha
polemizado en tomo a si el lenguaje mismo debe ser considerado
una parte de la cultura o si más bien debe tenérselo como un
supuesto de la formación de ésta62. Sea de ello comoquiera, es

62. Sobre la crítica hecha por E- Voegelin a la inclusión del lenguaje en


el concepto de cultura y la discusión a que ha dado lugur, cf. A. L. Kroeber-
C. Kluckhohn. Culture. A Critical Review o f Concepts and Definitions (1952),
H 5s.
Los fundam entos de la cultura 427

fundamental para todos los dominios de la vida cultural. Por lo


tanto, el examen de las. bases de la cultura debe ocuparse de
modo- especial con el lenguaje. Que a esta cuestión va unida la
de la significación cultural del pensamiento y la razón, es cosa
que hacen ya ineludible las tesis del relativismo lingüístico, según
las cuales el lenguaje de cada cultura lleva im plícita la deter­
minada visión del mundo propia de ésta, y, por lo tanto, abre,
a la vez que restringe, el horizonte del pensamiento que se de­
sarrolla en ella.

a) Lenguaje y pensamiento ■

En su Introducción a la filosofía del lenguaje, E. Heintel


señala, con toda razón, que actualmente la filosofía «se ocupa
con el lenguaje en mayor grado que en cualquier época pasada
de su historia»63. En efecto, la filosofía del lenguaje reclama para
sí hoy el papel fundamental en el conjunto de la filosofía que se
atribuía en otros tiempos a la teoría del conocimiento. Esto sig­
nifica, en cierto sentido, la inversión de la evolución que ha
determinado el curso del pensamiento occidental, desde e' par­
lamento del Sócrates platónico, al final del Crátilo, acerca de la
independencia del conocimiento filosófico de lo esencial por res­
pecto a la ambigüedad y cuestionabilidad de las palabras (438d-
g. 439a), pasando por Aristóteles y los estoicos.
Esta inversión se abrió ya paso en E. Cassirer. En la Filosofía
de las form as simbólicas —esa «fenomenología del espíritu»
criticista64—, Cassirer sigue los pasos'del proceso de formación
de la conciencia, a cuya naturaleza pertenece (contra Bergson:
III, 43ss) objetivarse y venir así misma sólo en su objetivación,
de modo tal que la intuición del hombre como ser individual se
encuentra en el final de ese camino como «ei fruto maduro de
un proceso creativo en el que entran>en acción, entreveradas unas
con otras, todas las varias energías fundamentales del espíritu»
(107). Ya que tal proceso conduce a la conciencia científica del

63. E. Heintel, E infühnm g in die Sprcichphilosophie (1972), 7. .


64. Cassirer reclama explícitamente como caracterización de su P hilo­
sophie der svmbolischen Formen el «punto de vista de una fenomenología
universal del espíritu» III [1029, ’ 1959], 92, cf. 64).
428 E l mundo común

mundo sólo por la vía que pasa a través dei lenguaje y el mito,
el saber conceptual y exacto aparece en dependencia' de esas'
primitivas «formas fundamentales de la aprehensión simbólica»65;
dependencia ésta, sobre todo respecto del lenguaje, que, para
Cassirer, no podía afectar, desde luego, a la validez, sino sólo
a la génesis del conocimiento conceptual.
El giro desde el primado del pensamiento hecho independiente
al primado del lenguaje se lleva a cabo de manera aún más tajante
en el pensar de M„ Heidegger. Todavía en Ser y tiempo exponía
Heidegger el lenguaje como expresión de un comprender que le
antecedía66. De acuerdo con esto, el lenguaje es «la articulación
de la comprensibilidad» (179) de significados y nexos signifi­
cativos entendidos de antemano: «A las significaciones les brotan
palabras» (181). En los escritos posteriores ha tenido en el propio
Heidegger lugar una inversión precisamente a propósito de esta
cuestión: ahora es el lenguaje el que hace posible el pensar. Los
hombres están «insertos en 3o lingüistíco»57. El lenguaje nos
«hace seña de la esencia de una cosa». «La pretensión de alcanzar
la esencia de una cosa» dice ahora Heidegger que el hombre
«sólo puede tomarla de donde la recibe. La recibe de que el
lenguaje le dirige la palabra». No debe-comportarse el hombre
«como si él fuera el artífice y el dueño del lenguaje, siendo así
que el lenguaje es el señor del hom bre... Pues quien propiamente

65. Philosophie.,., 55s: acerca de la relación entre el lenguaje y el pen­


samiento, cf. 137ss, 238ss, 383ss. El interés constante de Cassirer está puesto
en la «liberación» de! pensamiento del «yugo de la palabra»; liberación por la
que el pensamiento «se hace independiente de la palabra y se emancipa de
ella»' (384). Gracias sobre todo a la forma expositiva matemática es como se
desliga el pensamiento «de! suelo germinal dei lenguaje» (398). No debe, por
consiguiente, ponerse a Cassirer junto a L. Weisgerber y B. L. Wborf en una
misma lista de portavoces de la dependencia del pensamiento respecto de)
lenguaje, como hace G. Seebass, Das Problen} van Sprache und Denken (1981).
2Q0 ss; la cita de 202 , nota 202 , tomada del prólogo a la primera parte de la
Philosophie der symbolischen Formen IX, no es un argumento en favor de
ello. Es verdad que L. Weisgerber ha recurrido a Cassirer (Muttersprache und
Geistesbildung, 1929, 109s); pero precisamente está en contra de las tesis de
éste sobre la independencia crítica de la ciencia respecto del lenguaje ( 111).
66 . M. Heidegger. E l ser y el tiempo, §§ 31 ss (160-179). Las indicaciones
de página que siguen en el cuerpo del texto remiten a esta obra.
67. M. Heidegger, Unterwegs zar Sprache (1959), 266 (trad. cast.: De
camino ai habla, Madrid 1990).
Los fundam entos de la cultura 429

habla es el lenguaje. El hombre comienza tan sólo a hablar en


la medida en que corresponde al lenguaje oyendo su apelación»68.
Estas expresiones recuerdan a las ideas de J. G. Hamann
sobre el lenguaje de Dios en todas las cosas. Para Hamann, se
desprendía de la fe bíblica que la esencia de todas las cosas
está fundada en la palabra divina: «Ca<^a fenómeno de la na­
turaleza era una palabra: el signo, el emblema, la prenda de
una nueva secreta —luego tanto más íntim a— unión, partici­
pación, com unión con energías e ideas divinas»69. Pero en
H eidegger el lenguaje viene al hombre a través de la inspiración
dei poeta, y no, corno en Hamann, a través de la Palabra hecha
carne. El ocultamiento del ser, en el sentido de Heidegger, no
tiene precisam ente'su origen en el pecado, como sucede con
el ocultam iento de la presencia de Dios en la creación; la cual,
según la doctrina cristiana, sólo permanece oculta para el pe­
cador, y para éste lo está de m anera que no puede eliminarla
el discurso del poeta, sino sólo la muerte expiatoria de Cristo,
que redim e el pecado, y así, hace de nuevo perceptible para
el hom bre el habla de Dios en la creación. A pesar de esta
diferencia tan profunda, el modo comó Heidegger entiende el
lenguaje coincide con el de Hamann en que para ambos el
lenguaje es una realidad más que hum ana, y no un mero pro­
ducto del hombre.
Esta concepción dificulta la recepción tanto de las ideas de
Heidegger como de las de Hamann. Ya el escrito premiado de
Herder acerca del Origen del lenguaje (1772) —en el que tiene
su punto de partida todo el desarrollo de la filosofía del lenguaje
alemana moderna— estaba fundamentalmente dirigido contra la
interpretación sobrenatural del origen del lenguaje, y procuraba,
en cambio, hacer plausible que el lenguaje era una invención
humana. Herder apelaba a la propia Biblia, que señala «eviden­
temente al lenguaje un comienzo humano, a saber; en el hecho
de dar nombre a los animales» (cf. Gén 2, 19s). Afirmar que el

68 . M. Heidegger, Vortriige und Aúfsatze (1954), 190. ■


69. Hamanm Schriften IV (ed. F. Roth), 33. Es sólo a consecuencia del
pecado como ha llegado a ser para el hombre la creación de Dios un mundo
muerto y mecánico, de modo que la encarnación del Verbo deviene enajena­
miento en la figura de esclavo del crucificado. Cf. W. Leibrecht, Philologia
cmcis. John, Georg Hámanns Gedanken über die Sprache Gottes: Kerygma
u. Dogma I (1955) 226-42. ■ “
430 El mundo común

lenguaje tiene un origen inmediatamente divino, seguía Herder


diciendo, es en realidad empequeñecer a Dios, cuya grandeza,
en cambio, se manifiesta precisamente en que el hombre haya
creado el lenguaje, pues el alma humana «se construye este sen­
tido de ía razón como alguien que' crea, y como una imagen de
su esencia»70. Si bien Herder pensaba simultáneamente que «no
es posible el menor uso de la razón sin señales», de modo que
el lenguaje, aunque surge de la disposición racional, deriva ya
«de manera enteramente natural del primer acto de la razón» y
sustenta todas las posteriores actividades de ella'1, Así pues, la
concepción del lenguaje como invención humana en vez de como
don sobrenatural de Dios no excluía aceptar su prioridad respecto
de la actividad intelectual. A título de producto más primitivo y
originario de la razón, el lenguaje no tiene prelacia, en efecto,
sobre la razón misma, pero sí sobre todas las ulteriores actividades
del pensar. Lo mismo escribía Wilhelm von Humboldt: en tanto
que «órgano- plástico de la idea», el lenguaje prerrequiere la
«actividad intelectual» que se expresa «exteriormente» gracias a
él. Pero, de otro lado, el lenguaje es para el individuo «condición
necesaria del pensamiento», incluso si éste se encuentra «en un
aislamiento sin fisuras»72. Puesto que sin el lenguaje no es posible
ningún concepto, en él se exterioriza «la índole toda de la per­
cepción subjetiva de los objetos», y, por tanto, «en cada lenguaje
hay contenida unan peculiar visión dei mundo»73.
Esta célebre frase de Humboldt se ha convertido en el punto
de partida del llamado relativismo lingüístico, para quien en la
peculiaridad de cada lenguaje se halla ya predelineada la con­
cepción del mundo característica de la cultura en cuestión, de tal

70.J. G. Herder, Sprachphilosophische Schriften (ed. E. Heintel) (’1964)


86s, .
71. O. c., 27; cf. 24s (acerca de la invención del lenguaje mediante el
descubrimiento de la nota diferenciante) y 22s, sobre la concepción de la razón
como disposición que hay que desarrollar. En esta dirección se explican la
mayor parte de las expresiones «contradictorias» de Herder a propósito de. la
cuestión de la prioridad entre lenguaje y pensamiento que recoge G. Seebass,
Das Problem von Sprciche und Denken, 40s.
72. Wilhelm von Humboldt, Über die Verschiedenheiten des menschü-
chen Sprachbaues (1827-1829): Werke III (Schriften zur Sprachphilosophie)
(ed. A. Flitner-K. Giel) 191 (cf. 223, 426, 195s); trad. cast.: Sobre ¡a diversidad
de la estructura del lenguaje humano, ¡990.
73. O. c., 223s.
Los fundam entos de la cultura 431

modo que el pensamiento se limita a hacerla explícita, o, cuando


menos, es ella la que «canaliza» el pensamiento. Esta tesis ha
sido desarrollada en Alemania, sobre todo, por L. W eisgerber y
su escuela, y, en América, por la etnolingüística de E. Sapir y
su discípulo B. L. W horf74.'Están próximas a ella la interpretación
de la evolución del pensamiento griego debida a B. Snell75, y la
contraposición hecha por Thorleif Boman entre el pensamiento
griego y e! hebreo que parte constantemente de las peculiaridades
de la lengua hebrea76. Es verdad que Boman ve más bien el
hebreo como «expresión» del pensamiento específicamente he­
breo que, a la inversa, a éste en función de aquél. Pero también
es cierto que, ante la crítica de J. Barr, ha apelado sobre todo al
apoyo que los relativistas lingüísticos aportan a su teoría77. Barr,
por el contrario, pone en duda que las peculiaridades formales
de una lengua, sus particulares estructuras gramaticales y su
acervo léxico expresen —y, menos, determ inen— la peculiaridad
del pensamiento de una cultura, pues no estima que la enunciación
de la idea se halle ni en las formas gramaticales ni en eí léxico,
sino sólo en las proposiciones. Unicamente si es así cabe traducir
a otras lenguas la enunciación en cuestión78. En efecto, él hecho

74. L. Weisaerher, Muttersprache und Geistesbildung (1929). B. L.


Whorf, Sprache, Denken, Wirklichkeit (1956: ed. alemana de 1963). Acerca
de los desarrollos Últimos, cf. H. Gipper, Gibt es ein sprachliches Relativi­
tätsprinzip? Untersuchungen zur Sapir-Whorf-Hypothese (1972). Cf. del mismo
autor, asimismo: Denken ohne Sprache? (1971). En el terreno de la filosofía
han defendido las mismas concepciones K. O. Apel, entre otras obras, en Die
idee der Sprache in der Tradition des Humanismus von Dame bis Vico (1963)
y J. Lhomann, Philosophie und Sprachwissenschaft (1965); pero también F.
von Kutsctaera, Sprachphilosophie (1971; : 1975) 289-344, tiende a admitir esta
perspectiva en el sentido, más moderado, de que no se afirma «imperio alguno
del lenguaje sobre el conocimiento» (339).
75. B. Snell, Die Entdeckung des Geistes. Studien zur Entstehung des
europäischen Denkens bei den Griechen (1946: ’ 1955); en especial, el ensayo
Die naturwissenschaftliche Begriffsbildung im Griechischen (229s).
76. Th. Boman, Das hebräische Denken im Vergleich mit dem griechis­
chen (J952; 31959). ’
77. Del mismo, Sprache und Denken. Eine Auseinandersetzung (1968)
(quinta edición del libro citado en la nota anterior) 194-231, sobre todo, 197
y 203s. Sobre la relación fundamental que mantienen el pensamiento y el
lenguaje, 200. La réplica crítica se refiere sobre todo a J. Barr, Bibelexegese
und moderne Semantik. Theologische und linguistische Methoden in der B i­
belwissenschaft (1961; ed. alemana de 1965).
78. ). Barr, o. c., 264s; cf. 270). Esta perspectiva del asunto, que es
correcta en lo esencial, está también en la base de la crítica hecha por Barr a
432 El mundo común

de que sea posible traducir habla ya contra la forma estricta del


relativismo lingüístico. La lengua -materna no prescribe al pen­
samiento del individuo ninguna dirección determinada, en el sen­
tido de que io canalice, aunque hay que conceder que en la
estructura y en el léxico de una lengua precipitan ciertos matices
de'la experiencia del mundo de la comunidad lingüística del caso,
que sugieren al uso lingüístico de los individuos determinados
modos de representación con preferencia a otros posibles79. Sin
embargo, tienen en este sentido mucho mayor eficacia sobre el
uso lingüístico de los individuos las convicciones que prevalecen
en las fases determinadas de la evolución de una cultura; con­
vicciones que no son reducibles a la estructura y al léxico de la
lengua, pero que influyen, por su parte, en los cambios de sig­
nificado de las palabras y en las asociaciones que van ligadas al
uso de ellas. Los relativistas lingüísticos han subestimado en
demasía esta influencia que ejerce la constitución de las ideas
sobre la evolución de las lenguas.

la concepción teológica que preside el Theologisches Wónerbuch zum Neuen


Testameni, en la que ve asimismo el intento de exponer ya e] vocabulario
del NT (y no las proposiciones formuladas valiéndose de él) como el reci­
piente de la revelación (207-261). La posibilidad de traducir de una lengua
a otra hace aparecer «altamente dudosa», también según M. Black:, la tesis
del relativismo lingüístico. Cf. Linguistic Relarivity: The Views o f Benjamín
Lee Whorf, 1059, en Models and Metaphors. Studies in Language and Phi­
losophy, 1962, 244-257, especialmente 294. H. Gipper, en la primera de
sus obras citadas en la nota 74, sólo puede salir al paso de esta objeción
debilitando mucho la posición del relativismo ( 88s). Desde luego, es indis­
cutible que crece la dificultad de la traducción a medida que aumenta la ,
diferencia entre ¡as lenguas.
79. Cf. G. See-bass. D as P roblem von Sprache und D enken, 235s. 240.
Por lo demás, ni siquiera B. L. Whorf, a pesar de sus extremosas expresiones
sobre el dominio que ejercen en el pensamiento individual las inexorable iaw s
o f p attern del lenguaje, consideró los límites para la comprensión así originados
como insuperables, sino que más bien procuraba ver la aportación de la lin­
güística en el hecho de que ayuda to think straigh t , de modo que evitemos los
errores que «en caso contrario lleva consigo la aceptación inconsciente de
nuestro transfondo lingüístico» (o. c ., 2 1s . ; la cita de arriba es de 52 = l a n ­
guage, Thought, and Recdity [ed. J. B. Carrol!, 21966], 252), En su reseña
crítica de las Wkorfs Thesen im internationalen S trea d e r M einungen (G ibt es
ein sprachliches Relativúciisprinzip?, 77-172), H. Gipper ha corregido las exa­
geraciones del relativismo lingüístico (sobre todo, 81s, I07ss) hasta tai punto
que ya no puede seguirse hablando de que el pensamiento quede vinculado a
una determinada visión del mundo.
Los fundam entos de la cultura 433

Se ha atribuido también ía tesis de la dependencia del pen­


samiento respecto del lenguaje a la doctrina de Noam Chomsky
acerca de una gramática transformacional generativa universal,
que trasciende las diferencias de los lenguajes singulares. Na­
turalmente, no hay que pensar en este caso en que'el pensamiento
esté ligado a la lengua histórica de la propia cultura del caso,
sino que se trata de su nexo con las estructuras üniversalísimas'
de la constitución de los lenguajes humanos, que tienen que ser
innatas, en opinión de Chomsky80. Sin embargo, el recurso de
Chomsky a un modelo cartesiano de anclaje de la capacidad
lingüística en ciertas estructuras innatas del espíritu humano debe,
más bien, desde el punto de vista objetivo, calificarse como una
posición intelectualista que reduce el lenguaje a las estructuras
del intelecto (m in d f En cualquier caso, al totnar posición frente
a la crítica de J. Searle, Chomsky ha reconocido expresamente
que es de la opinión de que también pensamos sin palabras, y
que de ello da ya testimonio ia introspección. Otro ’argumento
en favor de que. no debe clasificarse a Chomsky entre lofe rela­
tivistas lingüísticos se obtiene d é la proximidad, puesta de relieve
por él mismo, en que se halla respecto de los trabajos de E.
Lenneberg acerca de los orígenes biológicos del lenguaje. En
ellos se defiende del modo más explícito la tesis opuesta: «Que
la función cognitíva es un proceso más básico que el lenguaje y
anterior a él, y que la relación de dependencia del lenguaje por

80. La clasificación de Chomsky que aquí rechazo se encuentra en G.


Seebass, 140s. Parece que el motivo para ella está en que se ha aproximado
excesivamente (141. nota 145) Chomsky a las doctrinas de K. Lorenz, Elemente
der Sprachkritik, 1970, 105 y 161: así como K. Lorenz-J. Mittelstrass, Die
Hintergehbarkeit der Sprache: Kantstudien 58 (1967) 204. Sobre la tesis del
innatismo, cf., entre otros. N. Chomsky, Reflections on Language (1915), 12s,
29s.
81. Chomsky, en efecto, pregunta: «¿Qué estructura inicial hay que atri­
buir a! espíritu, gracias a la cual se halla en condiciones de construir tal
gramática a partir de los datos de Jos sentidos?» (Language and Mind [1968;
cito por la ed. alemana de 1970, 130; trad. cast.: El lenguaje y el entendimiento,
Barcelona 41986). «Chomsky afirma que no es que la lógica se apoye en el
lenguaje y derive de él. sino que, a la inversa, es el lenguaje el que está basado
en la lógica, en la razón; y llega a considerar tal razón innata. Al sostener que
es innata, quizá va demasiado lejos...» (J. Piaget, Einftihrung in die genetische
Erkenntnistheorie [1970; cito por la edición alemana de 1973] 16: trad. cast.:
Introducción a la epistemología genética, Buenos Aires [975). Sobre la última
frase de la.cita, cf. ibid., 57 y. más abajo, la nota 89 a este mismo capítulo.
434 El mundo común

respecto a la cognición es incomparablemente más fuerte que la


relación inversa»82. -
Estamos así en la tesis de la independencia del pensar respecto
del lenguaje, que sostienen los críticos del relativismo lingüístico.
Para ellos, el lenguaje es producto-y expresión del pensamiento.
Esta concepción, que está más próxima a la perspectiva tradi­
cional en la historia de la filosofía occidental, tropieza, sin em­
bargo, con la dificultad fundamental de que el pensamiento,
supuestamente distinto del lenguaje e independiente de él, no
puede a su vez captarse como tal más que a través del lenguaje.
Por esta razón no es sólido, sobre todo, el argumento de la
conciencia introspectiva de la prioridad de nuestro pensar respecto
de su expresión lingüística83. Otros intentos de prueba directa de
la independencia del pensamiento respecto del lenguaje quedan
también en más o menos problemáticos, al menos en la medida
en que quieren excluir toda relación del pensamiento con el
lenguaje84. M as, de otro lado, muestra también ser insostenible
la reducción behaviorista de todos los procesos mentales a la
conducta lingüística, que determina, entre otras, la filosofía del
lenguaje del segundo Wittgenstein8^. Así, pues, si es posible que

82. E. Lenneberg, Biologische Gruridlagen der Sprache (1967; cito pol­


la edición alemana de 1972) 456. Lenneberg se remite a Chomsky (459), y, a
la inversa. Chomsky destaca (Language and Mind, 153), su «estrecha relación»
con respecto a Lenneberg. La observación acerca de! pensamiento sin palabras
se encuentra en Reflections on Language, 57,
83. Cf. también G. Seebass, Das Problem vori Sprache und D enken,
311 s s .
84. Cf. la muy pormenorizada discusión critica en G. Seebass, 317-373.
Mostrar que hay pensamiento sin lenguaje en gentes afectadas por deficiencias
lingüísticas conduce tan poco a la meta (373ss) como lo hacen, en ei sentido
inverso, ¡os intentos de mostrar que el pensamiento depende del lenguaje in­
vestigando sobre casos de deficientes intelectuales (241-303).
85. G. Seebass (380-439) adjudica, con razón a Wittgenstein un puesto
entre los conductisras (sobre todo, 429; cf. 384, 126s, 387). El último Witt­
genstein no podía adoptar «frente al lenguaje ninguna actitud refleja», ya que
«deseaba dar respuesta a las cuestiones filosóficas recurriendo al lenguaje
cotidiano», y, por lo tanto, no podía «problematizarlo al mismo tiempo.» (438),
El argumento decisivo de Seebass en favor de su tesis de que Wittgenstein
ofrece una imagen reducida del lenguaje (436) consiste en que la «aprehensión
del significado global de la proposición» en el proceso de la comunicación
lingüística «no cabe entenderla como procesual ella misma» (406; cf. 326 y
408). Pero semejante comprensión de esa aprehensión va necesariamente unida
a la hipótesis, rechazada por Wittgenstein, de un pensamiento distinto de su
Los fundam entos de ía cultura 435

el pensamiento sea anterior a la- expresión lingüística, la prueba


de que ello es real habrá en todo caso que suministrarla por
medio de la investigación del origen del lenguaje. Se trata, por
una parte, ontogenéticamente, de ías condiciones para el apren­
dizaje del lenguaje en el niño; y, por otra, filogenéticamente, de
las condiciones del origen del lenguaje humano en general. Las
diferencias entre la comunicación en los primates y la constitución
del lenguaje humano tendrán que ser el punto de partida para
todo ensayo de reconstruir el origen de este último.
El análisis psicológico y la reconstrucción del proceso de adqui­
sición del lenguaje en el niño sólo los expondré aquí ejemplificán­
dolos con los trabajos de J. Piaget. Remitiéndome a algo ya expuesto
(281ss), empiezo por recordar que la reproducción de la construc­
ción de Piaget puede hacerse inmediatamente en el modo de una
«relectura» teológica, que haga explícitas —o que, al menos, in­
sinúe— las implicaciones religiosas de los hechos que se presentan.
Piaget parte, en efecto, del fenómeno que antes quedó descrito
como unidad simbiótica del niño y la madre (o del organismo y el
entorno). Por cierto que no siempre tiene en cuenta el carácter de
«campo» que tiene este fenómeno. Ello constituirá el punto capital
de la crítica que he de hacer de las ideas de Piaget. Con todo, el
estado de «totalidad» en la relación entre el organismo y el entorno
—que habría que llamar, en el sentido de Scheler, un «sentirse uno
con»—, cuyo sentido religioso fue considerado páginas arriba
(281ss, 287ss), es para Piaget tanto el punto de partida como el fin
de la conducta del niño85. La evolución infantil se presenta, pues,

expresión lingüística (408). Es cierto que la noción de comportamiento que


supone Wittgenstein debe ser descrita, en el sentido de G. H. Mead, como un
comportarse, y no meramente como una conducta externamente estimulable y
que no alcanza en absoluto el piano de la subjetividad (cf. la crítica de J.
Hitbermas a la interpretación behaviorista del lenguaje, que fue citada en la
nota 11, capítulo primero). E. Tugendhat intenta por ello también ( Vorlesungen
ztir Einführimj> in die sprachanalytische Philosophie [1976], 212ss) delimitar
respecto del conductismo cómo comprendió Wittgenstein el lenguaje y (recurre
a G. H. Mead y la perspectiva del significado intersubjetivamente unitario de
las palabras: 257s), Pero ¿no se requiere para ello presuponer en cada uno de
quienes participan en la comunicación la conciencia de la constancia de los
objetos y la aprehensión guestáltica de ellos?
86 . En su libro El nacimiento de ía inteligencia en el niño, Madrid 1972,
8ss, J. Piaget introduce como concepto cafegorial capital el de «totalidad», que
debe ser completado y especificado con el de «relación». A la vez, la totalidad
436 El mundo común

como un proceso de diferenciación, en el que en cada estadio se


trata del restablecimiento de la totalidad, la cual va siempre apa­
reciendo en formas nuevas y más ricas (como un elemento de la
alegría de vivir del niño). Ello se inicia ya con la repetición del
reflejo de succión y la necesidad*,-de repetición que tiene en él
su origen, y que es una primera «asimilación generalizadora»,
encaminada a una «incorporación»., que inmediatamente se vin­
cula a un reconocimiento sensomotor87. La reproducción de la
totalidad mediante repetición y asimilación atrae a sí la atención
del niño88, y, en el curso del desarrollo, la asimilación va siendo
enriquecida y ampliada mediante pasos acumulativos. Todo es­
quema comportamental asimilativo va siendo, a todo esto, rea­
lizado a su vez como una totalidad que se representa en el juego
y en la que la totalidad primitiva se renueva 89.- En el juego

hace Ja función de «ideal» y «meta» de la conducta. Y, todavía por otra parte,


constituye el punto de arranque de la evolución en la indistinción primitiva de
sujeto y objeto (Der Aufbau der Wirklichkeit beim Kmde [1950; cito por la ed.
alemana de 1974], 342; cf. La formación del símbolo en el niño. Imitación,
juego y sueño. Imagen y representación, México 196], 29).
87. J. Piaget, El nacimiento de la inteligencia..., 27ss. ,
88 . E. G. Schachtel. (Metamorphosis. On ¡he Development o f Affect, Per­
ception, Attention, and Memory [1963].. 251-278; The Development o f Focal
Attention and the Emergente o f Reality) completa la exposición hecha por
Piaget (a la que se refiere explícitamente: 257) señalando el papel de la atención,
que delimita una parte del campo perceptivo y ciega el resto de él (253). U.
Neisser ha hablado, a propósito de esto, de procesos preatencionaJes (Fócale
Aufmerksamkeit urtd figúrale Synthese, en; Kognitive Píychologie [1967; ed.
alemana, por Ja que cito, de 1974], 114-36.. sobre todo, l!7.ss). La atención
se dirige a la totalidad de la unidad figural gue se halla en su foco (199; cf.
también Schachtel, 259ss). Uno esta observación con la tesis de Piaget sobre
la importancia de la totalidad simbiótica del vivir —que trasciende al orga­
nismo— en el desarrollo infantil, y llego de este modo a la cuestión, que no
han tratado ni Schachtel ni Neisser, de la motivación de la atención.-Al hallarla
primordialmente en la vida afectiva del niño, nos vemos de nuevo remitidos a
la totalidad del vivir-presente en el sentimiento {cf. sitpra, 285ss).
89. J. Piaget, El nacimiento de la ¡inteligencia,.., 135.17Sss. Voy más
allá de lo que explícitamente dice Piaget al referir lo que él expone acerca de
la importancia básica de la asimilación y la acomodación como invariantes
funcionales de la evolución de la inteligencia infantil (5ss) tanto, en general,
al motivo de la totalidad (ibid., 8), cuanto a su configuración concreta en cada
una de las fases sucesiva del desarrollo. Si no se hace así, la asimilación y la
acomodación sólo aparecen como expresiones de un organismo separado de
su entorno. Lo cual es una inteipretación que no queda excluida en Piaget, y
que incluso es sugerida por el hecho de que, como más adelante se verá, hable
Los fundamentos de la cultura 437

alternante de la acumulación y la asimilación ve Piaget el de­


senvolvimiento de un potencial de inteligencia innata que sólo
se estructura, sin embargo, en el proceso de su elaboración91?.
Los inicios de la constancia de los objetos se apoyan también en
la repetición y el reconocimiento sensomotores, y. se consolida
a partir del octavo o noveno mes, gracias a la coordinación de
los diversos esquemas sensoriales de la vista, el oído, el tacto91.
Pueden ponerse en conexión con ello los comienzos del juego
simbólico, que aparecen al principio del segundo año de vida.
Ei juego simbólico en cuestión está basado en la asociación de
propiedades no percibidas inmediatamente en el objeto, a las que
cabe tener acceso por ia acción de otros sentidos; o sea, en lo
que A. Gehlen denomina «el simbolismo de la percepción sen­
sorial»92. Pero el juego simbólico no conoce su desarrollo pleno

de que el organismo infantil «actúa» ya sobre el entorno; pero sí que es una


interpretación que contradice la perspectiva de la totalidad en la medida en que
ésta une en todos los estadios en un vivir único al organismo y su mundo en
tomo. ,
90. Con esto se separa Piaget de una interpretación .filosófico-trascen-
dental 'de la ¿prioridad en la dirección de los «conceptos innatos». En ello
estriba también su diferencia respecto de Chomsky (c f., de este autor, Langmge
and Mind, 153). Piaget señala que «se ha cometido, en ocasiones, el error de
considerar el a p rio ri como formado por estructuras ya elaboradas y dadas
desde el principio del desarrollo» (El nacimiento de la inteligencia..., 4). Las
propias estructuras de la experiencia tienen, antes bien, que ser elaboradas.
«El a p rio ri se presenta, pues, bajo forma de estructuras necesarias al final de
la evolución y no a su comienzo» {El nacimiento de la inteligencia..., 4). Cf.
también la cita de la nota 81. más arriba.
91. Cf. El nacimiento de la inteligencia,.., 147ss, 158ss, 210ss. Cf. •
también Der Attfbau der Wirklichkeil beim Kinde, I8 s, i 15$. La coordinación
de los esquemas sensoriales consolida los comienzos de la constancia de los
objetos, que estriban en el seguimiento con los ojos de objetos en movimiento
(29ss). Como pava ello se presupone enfocar atencionaimente «I objeto (Schach­
tel, Metamorphosis..., 256s). el resultado es la vinculación del motivo de la
totalidad en la conducta del organismo con la constancia de los objetos como
totalidad y permanencia del mundo objetivo; vinculación que, ulteriormente,
fundamentará en el individuo el sentimiento de la fiabilidad de! mundo (Schach­
tel, 263ss). Piaget piensa que la constancia de los objetos se halla completamente
constituida cuando el niño busca el objeto que no está ya en su campo perceptivo
(El nacimiento de la inteligencia..., 217ss; de otra opinión es T. G. R. Bower,
Development in Infancv [1974]), porque de este modo da a conocer que está
convencido de que el objeto en cuestión permanece existiendo. Ciertamente
que aún no se da entonces la identidad numérica estricta (G. Seebass, 309s).
92. A. Gehlen, El hombre, Salamanca 1987, 212ss, cuya exposición de
cómo prepara la conducta sensomotora del niño el surgimiento del lenguaje
438 El mundo común

más que cuando vincula su objeto con «representaciones» que


van más allá. Piaget refiere, asimismo, el origen de la represen­
tación a la repetición sénsomotora y al reconocimiento, en la
medida en que en ellos debe verse una forma inicial de imitación
que, pasando por la repetición de lós movimientos ajenos (hecha
posible desde el octavo o noveno mes por la coordinación.de los
diversos esquemas sensoriales), termina en la imitación diferida
en el tiempo. Acerca de ésta, Piaget aporta pruebas en favor de
que se da ya en el mes decimosexto. Ahora bien, no es posible
entender esta clase de imitación más que si se le supone una
imagen mnémica presente en ella a título de representacióny3.

(151 ss) anticipa en muchos respectos ciertos modos de consideración y resul­


tados de Piaget (cf. 159, acerca de la «objetividad» del mundo de las cosas).
Véase también Piaget (El nacimiento de la inteligencia..., 19Sss), quien indica,
sin embargo, que sólo cabe hablar de símbolos en sentido propio cuando
aparece, en el segundo año de la vida, la representación (199). Cf. La formación
del símbolo en el niño..., 99ss, 140s. '
93. J. Piaget, La formación del símbolo en el niño, 75ss. Que la ce-
presentación tiene el carácter de un supuesto es ignorado en la reproducción
de los argumentos de Piaget que hace H. G. Furth, Denkprozesse ohne
Sprache (1966), 187ss, de lo que resulta una inapropiada interpretación
conductista de Piaget, deseosa o bien de eliminar la representación (202ss),
o bien de reducirla a la imitación diferida (188). en vez de hacerla valer
como el supuesto de ésta. Contra tales cosas, c f . , además, J. Piaget. Intro­
ducción a la epistemología genética I. El pensamiento matemático, Buenos
Aires 1975, 52ss, 55 (las «imágenes internas» como «imitación internali-
2ada»), Una crítica especialmente pormenorizada y mateada de la admisión
de representaciones en el contexto dei conocimiento de los objetos es ¡a que
ha presentado E. Tugendhat en sus Vorlesungen zur Einfiihrung in die spra-
clianalytische Phiiosophie (1976), 8óss, 184ss. Por lo que concierne a las
referencias lingüísticas a los objetos. Tugendhat sostiene, con razón, que
están dirigidas a eilos, no a sus representaciones, y que son precisamente
menciones de los objetos. Desde luego, uno puede intentar representarse
también intuitivamente un objeto que está mentando ( 88 ): pero, en ta! caso,
la mención del objeto es supuesto de la representación de él, y no a la
inversa. A pesar de ello, podría ocurrir que la mención lingüística de un
objeto ausente tuviera por condición que fuéramos capaces de unir a la
palabra una representación de ese objeto. ¿De qué manera, si no. podríamos
extraer de Ja palabra o de la frase algo más que una mera serie de sonidos?
Tugendhat (I84ss, 201 s.s) no aporta la prueba de que en tal caso sea superflua
la posibilidad de unir las palabras a representaciones. La propia aclaración
de las palabras mediante ejemplos, en vez de mediante la admisión de un
algo figuralmente idéntico por el que las palabras «estén« (2 0 6 ).-sólo tiene
éxito cuando puedo «vincular una representaciónw a lo mentado en los ejem­
plos. Es verdad que la admisión de representaciones no puede fundamentar
Los fundam entos de la cultura 439

Tales imágenes mnémicas se asocian luego con el objeto del


juego, se ligan al trato con él; de modo que vienen finalmente a
representarse, en él. A este proceso se vinculan acto seguido
emisiones de. sonidos, que tienen al comienzo carácter tanto de
órdenes como de asignación de nombres. Es sólo en una fase
posterior cuando las órdenes en cuestión se dirigen de preferencia
a los propios recuerdos, de tal manera que el sonido mismo ocupa
ahora el lugar de objeto del juego que trae consigo los significados
asociados y defiende frente al individuo la objetividad de los
objetos —que se ha ido reforzando entretanto — . Este desarrollo
se ve impulsado por ei carácter social del lenguaje, que hace que
pase al primer plano plenamente la función representativa de las
palabras94, ya que el mundo común «objetivo» al que ellas remiten
se convierte en el medio del acuerdo lingüístico.
Así pues, según Piaget, la formación del pensamiento en el
trato sensomotor con lo que circunda al niño precede con toda
claridad a la adquisición del lenguaje93; y las pruebas aportadas
merecen asenso“6. Para m í, esto quiere decir que el desarrollo de
la temática religiosa también precede a la adquisición deí lenguaje
y es constitutiva para ella. La problemática religiosa de la evo­
lución descrita por Piaget está contenida en el motivo de la to­

la validez intersubjetiva (je los significados de las palabras (356), puesto que
las representaciones sólo están dadas al sujeto que las representa. Sin em­
bargo, la constrncción analógica de la constancia de los objetos en cada
individuo singular —en el sentido de la descripción de Piaget— puede ser
ia condición bajo la cual cabe que. los individuos canjeen recíproca, repre­
sentativamente y de manera respectivamente analógica las palabras de ia
1 *
lengua.
94. O. c.. 116ss, I27ss. Acerca de la socialización mediante el lenguaje,
ibid.. 131 ss; sobre el cambio, en el contexto del juego, desde el carácter
imperativo de las palabras al sentido representativo, ibid., 283s.
95. J. Piaget. Introducción a la epistemología genética..., 48ss; cf, 26ss.
96. El hecho de que G. Seebass las clasifique entre las meras «pseudo-
demostraciones» de que la identificación ,de los objetos es independiente del
lenguaje (Das problem von S prache.... 307s), es sólo el fruto de que exija
demasiado de tales pruebas. En efecto, aunque Seebass lleva razón en contestar
negativamente a la pregunta de si las investigaciones de Piaget y Bower han
probado en los niños sometidos a test, además del concepto de la igualdad
cualitativa, también el de la identidad numérica, «sin el cual no se puede hablar
de un concepto de objeto» (309), pasa por alto que la distinción entre individuo
y universal es en las propias formas iniciales del lenguaje algo al menos no
seguro: J. Piaget. La form ación del símbolo en el n iñ o ..., 305ss; cf. E. Cassirer,
Philosophie der symbalischen Formen J. 253ss.
440 E l mundo común

talidad. Piaget mismo, por cierto, no ha elaborado sus implica­


ciones religiosas, debido a que no se ha detenido a considerar el
carácter de «campo» que-presenta la.totalidad en cuestión. De
ello derivan ciertos rasgos defectuosos que aparecen en su imagen
global de la evolución infantil. Está'1especialmente cargado de
consecuencias, entre ellos, el hecho de que Piaget se refiera, ya
en el primer análisis del estadio evolutivo de lactante, no sólo
(con toda la razón) a la «conducta» del niño, sino, simultánea­
mente, a sus «actos»97, como si el lactante pudiera ya enfrentarse
a su entorno de manera independiente. La psicología evolutiva,
en cambio, habla de una fase inicial «simbiótica» en ei desarrollo
infantil. Por otra parte, cuando Piaget indica el carácter de to­
talidad de los esquemas comportamentales del niño, no está claro
que se trate de modificaciones de la unidad de rtrganismo y
entorno, y no solamente de un rendimiento vital que se efectúa
desprendido de su entorno. El mismo problema parece afectar al
uso que hace Piaget de las categorías de asimilación y acomo­
dación, que dan la impresión de presuponer, sin conciencia de1
ello, mayores grados de independencia en el organismo infantil
y de exterioridad en su entorno de los que cabe admitir para la
experiencia del niño sobre la base de otros conocimientos ob­
tenidos por la psicología evolutiva. Y, finalmente, lo mismo se
aplica a la idea —contra la que ya ha presentado objeciones
Ch. Bühler— del «egoncentrismo» infantil, del que, al menos en
el sentido psicológico (o sea, considerando las vivencias del pro­
pio niño), difícilmente cabe hablar mientras no hay un yo cla­
ramente delimitado del entorno9”. Si Piaget se hubiera dado más

97. J. Piaget, E l nacimiento de la inteligencia en el niño, 51-54s et passim.


En 49s. se discute ei punto de la apiicabilidad del concepto de conducta.
98. Cuando Piaget, en La formación del símbolo en el niño. Imitación,
juego y sueño..., 308. rechaza la crítica de Ch. Bühler {Kindheit und Jugend
[1928; cito por la tercera edición], 163) a su idea del egocentrismo del niño
con la observación de que la señora Bühler entiende esta noción de otro modo
que él, queda, sin embargo, en deuda por lo que hace a la aclaración del
problema mismo debatido. Si se puede decir que la conducta humana está de
hecho (o sea, para el observador imparcial) referida al centro propio y orientada
según él ya antes de que surja para el individuo 'mismo la instancia del yo,
estará aún pendiente de aclaración lo que esto signifique realmente respecto,
por una parte, de ía vinculación simbiótica inicial con la madre, y, por oíra,
respecto de la constitución —posterior— del yo propio en contraste con el
entorno, Cuando arriba (133s) se -habló de Sa egocentricidad que se expresa en
Los fundam entos de la cultura 441

precisa cuenta de estos problemas, no habría tenido por qué


parecerle algo tan totalmente nuevo la incipiente clasificación de
la conducta y el cuerpo propios (empezando por la m ano,, objeto
de observación en ei acto de asir) dentro del mundo, consolidado,
por su parte, por el desarrollo de la constancia de los objetos";
ni habría tenido tampoco que parecerle tan ..gran novedad la so­
cialización que se inicia con la formación del lenguaje. Pues con
todo ello tan sólo adquiere una configuración nueva y más ma­
tizada ¡a inclusión simbiótica inicial en el mundo en tomo,Tomar
en cuenta las implicaciones religiosas del problema de esa to­
talidad simbiótica en los estadios primeros del desarrollo del niño
hace además posible comprender con más profundidad el juego
simbólico y, en general, el símbolo —y, por lo tanto, también
el símbolo lingüístico— , en tanto que presencia de la realidad y
su ordenamiento —tal como, con otra clase de explicitud, será
representada por el mito y por el culto (cf. nota 30). Así, tampoco
habrá que ver en los rasgos «míticos» y «animistas» de la cons­
titución del lenguaje en los niños en 3a época del pensamien-
tointuitivo (de cuatro a siete años) únicamente ía expresión de
una carencia, a saber: en la distinción entre la realidad subjetiva
y objetiva'00, sino también la expresión, ciertamente aún no acia-

la perspectividad de la experiencia humana del espacio y el tiempo, y. también,


de la forma de organización central del hombre, se hizo ya siempre en tensión
con la otra tesis fundamental que afirma la excentricidad del vivir humano.
Frente a ello. Piaget. al parecer, sólo conoce en el comienzo del desarrollo del
hombre la egocentricidad, que luego hace que sea reprimida, con la adquisición
del lenguaje, por la inserción en el mundo social y de los objetos. La antro­
pología cristiana hablará, en cambio, de que subsiste [a tensión entre excen­
tricidad y centralidad. ,
99. J. Piaget, Der Aufbau der Wirklichkeit beirn Kinde, 89 (trad. cast,:
La construcción de lo real en el niño, Madrid 21989), al aprender a incluir su
propio cuerpo en el mundo consolidado de ios objetos, «el niño trastorna por
fin completamente su mundo original, cuyas imágenes en movimiento estaban
centradas en torno a su propia actividad aún carente de conciencia de sí misma».
¿Cabe acaso hablar de trastorno, si el niño no tenía antes conciencia del cen-
tramiento original en torno a su 'propia actividad, ni ahora tampoco ia tiene en
absoluto? ¿es comparable la inserción experimentada del cuerpo propio en el
mundo circundante de las personas y objetos con quienes el niño se relaciona,
con el previo centramiento inconsciente del comportamiento? ¿no son dema­
siado distintos los planos de la caracterización como para que esté justificado
el parangón inmediato del uno con el otro?
100. J. Piaget. La formación del símbolo en el niño. Imitación, fuego y
sueño..., 33óss.343ss, sobre todo, 351. C f., también, del mismo autor, La
representación del mundo en el niño, Madrid 1975, 113ss, 135ss, I53ss, 219ss.
442 El mundo común

rada, del'sentido para la dimensión religiosa profunda de la rea­


lidad como un campo espiritual que se concreta en la vida de
uno mismo. La sensibilidad para ello ño es sólo el signo de una
imperfección y una carencia en la evolución del niño, sino la
expresión de un sentido de la realidad que, por desgracia, suele
atrofiarse en ías fases evolutivas posteriores —y no en último
lugar debido a la falta de educación religiosa apropiada—, para
dejar lugar a una carencia de efusión vaciada de misterio.
En qué gran medida lleva a la relación entre lenguaje y re­
ligión el análisis de cómo el primero se origina a partir de los
comienzos del trato inteligente con el entorno, es cosa que tam­
bién se pone de manifiesto a propósito de la problemática filo-
genética del surgimiento del lenguaje. El tratamiento de este
asunto debe partir de la cuestión de la peculiaridad de la co­
municación lingüística humana confrontada con las formas pre-
lingüísticas de ia comunicación en el reino animal, sobre todo
entre los primates.
Hasta hace pocos años, la diferencia del hombre respecto de
sus parientes animales más próximos por lo que concierne a la
capacidad lingüística parecía aún mucho más fundamental de
como cabe que hoy se la afirme. Desde luego, desde el informe
de O. Köhler sobre pruebas de inteligencia hechas con antro-
poides (1921), se tenía conocimiento de los altos rendimientos
de ia inteligencia práctica de estos primates —sobre todo, de los
chimpancés—, que llegan al uso de instrumentos. Pero parecía
quedar fuera de su alcance el pensamiento conceptual, y, con él,
el lenguaje conceptual humano. Los llamados lenguajes animales
—como el famoso «lenguaje bailado» de las abejas, pero, igual­
mente, toda la esfera de la comunicación gestual— pasaban, con
razón, por ser «lenguajes de señales», los cuales, a pesar de que
contengan barruntos de funciones simbólicas, difieren radical­
mente de la estructura predicativa del lenguaje humano. En tanto
que las señales están dirigidas a la conducta del receptor, el
lenguaje humano se refiere a objetos nombrados mediante la
palabra, de los cuales «predica» propiedades o actividades. Así,
todavía en 196i F. Kainz llegaba a la conclusión de que el término
“ lenguaje” , cuando se aplica a formas comunicativas de las
diferentes especies de animales significa «algo radicalmente dis­
Los fundam entos de la cultura 443

tinto» que en el caso del hom bre101, de modo que el término


“ lenguajes animales” es una pura metáfora. Pero la situación ha
cambiado de raíz desde los experimentos de Alien y Beatrice
Gardner (1969) de inculcar a chimpancés jóvenes el sistema m í­
mico del lenguaje empleado por los sordomudos en Estados Uni­
dos y comunicarse con ellos. En efecto, los experimentos en
cuestión tuvieron un éxito asombroso102. Especialmente los que
realizó luego D. Premack, en 1971, con la chimpancé Sarah,
parecen arrojar el resultado de que hay en estos casos, al menos
incipientemente, la capacidad para el uso predicativo de un len­
guaje de signos103. En consecuencia, no deberá buscarse pri­
mordialmente lo específico del lenguaje humano en sus funda­
mentos espirituales, sino en la aptitud para la fonación, o, dicho
con más precisión, en la capacidad de controlar la fonación y,
por lo tanto, de articular104. Mas no cabe afirmar que habría sido
por principio imposible la transición a la formación de la cultura
sobre la base de un lenguaje de señales105. El hecho es solamente
que, al parecer, ese paso no ha sido dado en las sociedades de

101. F. Kainz, Die «Sprache» der Tiere (1961), 279. Cf. el análisis
minucioso del contenido del libro de Kainz que hace E. Heintel, Einfiihrung
in die Sprachphilosophie (1972), 185ss; sobre todo, 194ss.
102. Cf, D. Ploog, Kommimikation in Ajfengesellschaften und deren Se-
deutung f i l r die Verstdndigungsweisen des Menschen, en: H. G. Gadamer-P.
Vogler (eds.), Neue Anthropologie 11 (1972), 98-178, sobre todo, 157-167;
también, H. Autram, Sprechen, Sprache und Verstehen: «Jarhrbucb der Ba­
yerischen Akademie der Wissenschaften» (1978) 83-iSO, sobre todo, 88 s y la
reproducción, en 97ss, de la aportación de R. S. Fonts. Commttnication with
Chimpanzees, en : G. Kurth-I. Eibl-Eibesfeldt (eds.), Hominisation und Vei-
halten (1975), 137-158.
103. D. Ploog, o.c., 159s. En su contribución al congreso sobre Origen
y evolución del lenguaje, de 1975, D, Premack subrayaba, por una parte, ei
carácter únicamente cuantitativo de las diferencias en los rendimientos inteli­
gentes lingüísticos del mono y del hombre, Mechanisms o f ¡nteUigence: Pre~
conditions fo r Language, en: Origins and Evolution o f Language and Speech
= Annals o f the New york Academy o f Sciences 280 (ed. St. R. Hartiad et al,,
1976) 544-561, 560; pero, por otra parte, destacaba también, de acuerdo con
S. Chevalier-Skolnikioff (ibid■, 206s), la superioridad del hombre en el dominio
de todas las relaciones sensomoíoras de cualidades idénticas (second order
relations) que se requieren para la formación del lenguaje (553s.)
104. H. Autrum, o. c., 85; cf. 99ss, 107. Cf. sobre todo R. E. Myers,
Comparative Neurology o f Vocalizalion and Speech, en el volumen colectivo
citado en nota 102, 754s: los simios controlan a voluntad el movimiento de
sus manos, pero no sus voces, y apenas la mímica de sus caras.
105. H, Autrum, o. c ., 99.
444 E l m undo común

monos desarrolladas en libertad, aunque al menos-el chimpancé


dispone de capacidades «éspir'ituales» de -las que no hace uso
alguno —que hoy se sepa— en lá comunicación con sus seme­
jantes. Ni las señales vocales ni la m ímica parece que se utilicen
aquí con fines denominativos. Pero la impresión que se tiene es
que falta menos la aptitud para hacerlo que la necesidad de ello.»
Se ha pedido, pues, con toda razón, que «se trate también el
lenguaje humano no como un rendimiento aislado, sino que se
investigue en sus contextos psicobiológicos este medio de co­
municación superior a todos los dem ás»1“ .
En todo caso, pues, la formación de la inteligencia y del
pensamiento precede filogenèticamente a la adquisición del len­
guaje, y se encuentra en estado incipiente entre los primates. En
ellos, todavía hoy, sin que vaya seguida por lenguaje, si bien el
tránsito al uso del lenguaje predicativo podría quizá haber alen­
tado la evolución ulterior de la capacidad intelectual del mismo
modo que cabe observar en la evolución individual del niño. Más
¿cómo ,hay que entender el paso desde las capacidades que pre­
ceden al lenguaje, al surgimiento del lenguaje mismo?
Los requisitos biológicos para la constitución dei pensamiento
conceptual y el lenguaje a base de palabras en el hombre fueron
recopilados en 1973 por K. Lorenz. En primer lugar nombra la
«obra abstractiva de la percepción», que, en tanto que captación
de un esquema figurai, no está sólo reservada a los animales
superiores, sino constituye «un rendimiento básico de la percep­
ción en general»107. Vienen luego las siguientes facultades, que

106. D. Ploog, 169: cf. ió7ss. También M. Midgley (Beasi aná>Man.


The Rools o f Human Nature [1979], subraya el carácter decisivo respecto del
origen del lenguaje humano (249ss: cf. 214ss, 226s) que posee, junto al dominio
de la articulación de sonidos, el interés en nombrar y comunicarse mediante
el lenguaje predicativo, en vez dé con otras formas de comunicación.
107. K. Lorenz, Die Rückseite des Spiegels. Versiteli einer Naturges-
chichie des menschlichen Erkennens (1973), 156ss, 159. Naturalmente, esto
no excluye que la percepción figurai o guestáltica en el hombre no e?s el mero
correlato de una conducta instintiva propia de la especie, que no es la expresión
de una especialización innata en esquemas de un determinado mundo de notas,
sino que se ha adquirido productivamente en el contacto sensomotor con el
entorno. Véanse las observaciones de J. Piaget sobre la psicología guestáltica
y contra su (¿sólo pretendido9) apriorismo: E l nacimiento de la inteligencia en
el niño, 284-297. El esquema comportamental es (por lo menos en el hombre)
«una organización activa de ia experiencia vivida» (287), «que posee una
historia» (386). ' '

i
Los fundam entos de la cultura 445

ya se abren paso en los animales superiores: la capacidad para


comportarse perspicazmente, o sea, de manera adecuada a la
situación; y, en tanto que requisito para el aprendizaje «perspi­
caz», la capacidad de moverse arbitrariamente, que posibilita el
dominio de las facultades motoras y, en consecuencia, 3a repe­
tición de movimientos ad libitum'os. Esta última capacidad es
indispensable tanto para formar sonidos articulados y para dis­
poner libremente de ellos, como para la comunicación mediante
una mímica que no lleva la impronta de una especie determinada.
Para el desarrollo de esos movimientos sobre los que se puede
disponer libremente, es precisa una fase de conducta curiosa y
exploratíva, descargada de instinto109, tal como la que se da
durante la juventud de muchos animales superiores, pero, es­
pecialmente, en el hombre. La esencia sopial del lenguaje humano
a base de palabras, que hace a éste el fundamento de un mundo
cultural común, exige, además, la capacidad de imitar lo ajeno
y el fenómeno de la tradición, que se sustenta en esa capacidad110.
El lenguaje articulado humano constituye la integración de todos
estos requisitos. Ahora bien, Lorenz deja en la oscuridad cómo
pueda haberse llevado a cabo tal integración.
Ya algunos años antes, E. Lenneberg había intentado describir
el paso desde la «función cognitiva» supuesta en el lenguaje, al
lenguaje articulado m ism o1". La función cognoscitiva consiste,

108. Die Riickseite des Spiegels..., 164ss y 179ss. Lotenz, en su con­


ferencia Kommunikation bel Vieren, en A. Peisl-A. Mohler (eds), Der Mensch
imd seine Sprache (1979), 167-80, pone de relieve ¡a importancia de la ritua-
lización de las expresiones (ya eslé hereditariamente dada, ya sea adquirida)
para la comunicación (169ss).
109. O. c .: 195ss. La conducta curiosa descargada de instinto, junto con
la formación de sonidos articulados, era ya el punto de partida de la teoría de
A. Gehlen sobre las «raíces del lenguaje» en ¡a conducta sensomotora del niño.
Cf. El hombre, 227-282.
110. Lorenz, o.c-, 204 ss (cf. 215ss). 209ss. La concepción de la imitación
en Lorenz como peculiaridad altamente específica del comportamiento del
hombre, no compartida por todos los primates, se explica porque este autor
entiende «imitación» restringidamente, precisamente como «imitación de lo
ajeno», en tanto que Piaget, por ejemplo, supone una noción m is amplia de
imitación. La imitación de lo ajeno queda reservada también en la teoría de
Piaget a un estadio evolutivo posterior (La formación del símbolo en el niño...,
75ss). ■ ■ *
111. E._ Lenneberg, Biologische Grundlagen der Sprache (como señalé
antes, cito por la edición alemana de 1972). Las indicaciones de página que
siguen en el cuerpo dei texto se refieren a esta obra.
446 El mundo común

según Lenneberg, en la capacidad para subsumir impresiones bajo


categorías. Ello se parece mucho al rendimiento abstractivo de
la percepción (con el que Lorenz comenzaba su catálogo), que
se apoya en la limitación que, en todos los animales, tienen las
posibilidades de reacción, frente a la multiplicidad, mucho ma­
yor, de los estímulos (406). Según Lenneberg, lo específicamente
humano es designar estos esquemas conceptuales por medio de
palabras. Por cierto que este autor no considera que las palabras
sean nombres ni de objetos singulares ni de «clases de objetos
convencionalmente reunidas». Más bien son «nombres de modos
de categorización; designan un proceso productivo, creativo»
(472). Es de este modo como consigue entender el dinamismo
de la formación del lenguaje en el proceso de cambio —amplia­
ción o restricción— de los significados de las palabras. En ello
estriba lo fascinante de su propuesta. La capacidad para tales
«procesos de categorización» (456) comprende también la aptitud
de subsumir palabras bajo palabras de significado más com­
prensivo, así como, en el sentido inverso, la de subdividir en
categorías más específicas; y, cón ello, la capacidad de predicar
(en el sentido determinado que le da Lenneberg: subsumir objetos
bajo categorías)"2. La capacidad específicamente humana de rea-
iizar tales procesos de categorización, que pueda configurarse,
en los procesos comunicativos, hasta llegar a los más distintos
lenguajes históricos, funciona al modo de una gramática gene­
rativa universal en el sentido de Chomsky (459), de tal modo
que el individuo puede formar espontáneamente su lenguaje pro­
pio a partir de la «materia prima» de los lenguajes hablados por
otros; es decir, «puede sintetizar todo el mecanismo lingüístico
(o construir uno nuevo)» (116).
Ahora bien, Lenneberg deja tan sin respuesta como Chomsky
la cuestión del surgimiento de esta propia capacidad estructural,
si no quiere admitirse como respuesta el remitir a una facultad
específica (o séa, innata) del hombre. Contra semejante tipo d’e

112. Cf. B. von Freytag-Löringhoff, Logik. Ihr System und ihr Verhältnis
zur Logistik (1955), 58ss. A sí como la aplicación del esquema de categorización
de Lenneberg a las palabras posee el carácter de una autoaplicación, del mismo
modo según Freytag-Löringhoff los juicios, en tanto que «menciones sobre
algo mencionabie» (a saber; sobre conceptos), expresan una autoaplicación del
mentar y son, como éste mismo, reducibles a las categorías de identidad y
diversidad (14ss).
Los fundam entos de la cultura 447

respuesta, en efecto, se levantan los mismos problemas que Piaget


hizo vaier contra la admisión de conceptos innatos a título de
estructuras del trato con el mundo listas para ser usadas. Supo­
nerlas es «superfluo», como dice Piaget113, si puede describirse
el proceso del origen de tales facultades. La hipótesis en cuestión,
por otra parte, hace abstracción de las condiciones concretas sin
las que, según Lorenz, no puede llegar a constituirse el lenguaje.
Lenneberg sólo le supone la función abstractiva de la percepción,
pero dinamizándola, uniéndola, por así decir, con la capacidad
de dominar y emplear ad libitum esta función. De otro lado, la
función categorizadora que se admite como específica del hombre
tendría que aparecer en la evolución con un verdadero «salto»
cualitativo de ésta114. Y, todavía más, resulta dudoso que en
( realidad el esquema del proceso de categorización baste para
cumplir la misión que se le asigna. En efecto, ¿cómo se llega a
la diferenciación de los contenidos intelectuales, que, según C as­
sirer, es aún más fundamental para la formación de los conceptos
que la función de síntesis que se le incorpora luego115? El modo
como Piaget piuestra que se constituye la constancia de los objetos
ofrece en cierta manera una respuesta al problema, por lo que
hace a la descripción de la evolución del individuo. Debido a
esto, llegó a creer que su «teoría genética del conocimiento»
prueba para el caso del individuo cómo se desarrolla la compe­
tencia descrita por Chomsky, y hace así superflua la hipótesis de
una estructura ya formada innatamente. ¿Cabe hacer plausible lo
correspondiente de ello en lo que se refiere al origen filogenético
del lenguaje?
E3 congreso de 1975 de la Academia de Ciencias de Nueva
York acerca del origen y la evolución del lenguaje y el habla
reunió múltiples trabajos encaminados a aclarar este problema.
Un grupo de congresistas intentaba entender la evolución del
lenguaje en conexión con la fabricación y el uso de instrumentos.
Así, A. Montagu desea comprender el origen del lenguaje cotmo

113. J. Piaget, introducción a la epistemología genética, 54.


114. Cf. la crítica de M. Eigen, Sprache un Lernen, en A. Peisl-A. Mohler
(eds.), Der Mensch und seine Sprache, 181-218, sobre todo, 211.
115. E. Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen I, 252: «Por lo
tanto, la obra original y decisiva del concepto no es la comparación de las
representaciones y .su reunión según especies y géneros, sino la conformación
de las impresiones en representaciones».
448 El mundo común

estrechamente relacionado con el uso de instrumentos y con la


caza. Los pensamientos y las palabras de los hombres le parecen
ser instrumentos conceptuales, análogos espirituales de los ins­
trumentos materiales; y, del mismo modo que hay que aprender
el manejo de estos últimos, también'*tiene el hombre que aprender
el de los primeros11®'. Se objetó a ello que. el uso de instrumentos
y la caza no pueden constituir el origen del lenguaje ya simple­
mente debido a que, en tal caso, el lenguaje debería adquirirse
sólo en la adolescencia"7. Interesó, por ello, mucho más, sobre
todo por la impresión causada por los experimentos de los Gard­
ner y de Premack con chimpancés, la 'antigua idea de que el
lenguaje articulado humano se ha desarrollado a partir de un
lenguaje m ím ico"5. Sin embargo, se suscitó la objeción de que
el valor explicativo de esta hipótesis es reducido, ya que deja
igualmente sin resolver el problema del tránsito desde el lenguaje
mímico al acuerdo conseguido mediante sonidos aislados o en-

116.- A. Montagu, Tooimaking, Hunting, and Language, en Originis and


Evohttian o f Language and Speeck, 266-274. «Las ideas deJ hombre y sus
palabras son instrumentos conceptuales, "análogos mentales de instrumentos
materiales. El hombre tiene que aprender cómo se “ manejan” estas herra­
mientas conceptuales, exactamente como lo aprende a propósito de los demás
utensilios» (268). Cf. E. von Glaserfeld, ibid., 212s, quien igualmente inter­
preta el lenguaje como instrumento (218) y la comunicación social como re­
ciproco! instnunentaty (223).
117. A. Marsfoack, Some hnplications o f the Paleolithic SymbaUc Evi­
dence fo r ¡he Origin o f Language (ibid., 289-310), 309.
118. G. W. Hewes, The C u rra n State o f the Cestural Theory o f Language
Origin (482-499)-•exponía la historia de esta idea desde Rambosson (1880) y
W. Wundt (1900) hasta G. H. Mead, G. Revesz y F. Kainz. También H. D.
Steklis y St. A. Hamad se han declarado a favor de que el lenguaje se originó
en gestos (From Hand to Mouth: Some C riticall Stages in the Evohition of
Language, ibid. 445-455, sobre todo 450). Lo mismo se encuentra en la apor­
tación —que volveré a mencionar— de J. Jaynes, ibid,, 316. F. R. H. Eaglefield
(Language. Its Origin and its Relation to Thought (1977) ha llamado la atención
sobre ei hecho de que la comunicación mediante signos —de cualquier índole
que éstos sean— sólo puede surgir cuando, o bien los signos son propios de
una especie, o bien tienen su punto de arranque en signos naturales (las nubes
que anuncian que se avecina la tormenta) y, por lo tanto, son self-éxplanatory.
La formación de signos convencionales tiene que originarse en ¡a abreviación
de esas señales naturales (19s). A sí es como halla respuesta la pregunta plan­
teada, con toda razón, por B. Rosenkranz (Der Ursprung der Sprache. Ein
Unguistich-anthropoiogisches Versuch [1961]): «¿Cómo es posiblé el enten­
dimiento, si no hay ningún gesto que sea común a todos los hombres?» (63).
Los fundam entos de la cultura 449

cadenados. Lo que debería esperarse, más que el paso a otro


medio comunicativo, sería el perfeccionamiento progresivo del
lenguaje m ím ico119. El tránsito decisivo es el que hay desde las
señales, cuyo objetivo es la conducta del otro, a los nombres,
impuestos a los objetos; y ello, con indiferencia de que la función
denominativa se realice medíante gestos o mediante sonidos120.
Pero ¿cómo puede entenderse este paso? A esta pregunta se le
da parcialmente respuesta —que, a su vez, es, en otro sentido,
una agudización del problema planteado— con la hipótesis, de­
fendida por muchos, de que, dejando a un lado la interjección,
el imperativo es la forma primitiva de la expresión lingüística121,
y que, inicialmente, en todo caso, no está diferenciado del nom­
bre. El nombre mismo tiene originariamente todavía el carácter
de un conjunto mágico, de modo que el fenómeno históricocul-
tural que es la magia tendría en este punto sus raíces, entre las
condiciones del origen del propio lenguaje. La hipótesis de la
prioridad del imperativo en la constitución del lenguaje parece
tener una corroboración en la psicología evolutiva: «El lenguaje
inicial está hecho ante todo de órdenes y deseos»122. El origen
común de los hombres y de los verbos se encuentra en el contexto
sensomotor de la constitución del lenguaje. Pero ello no hace
sino plantear aún más acuciantemente la pregunta por cómo se
separan el elemento de denominación y el elemento de actividad,
o, también, la cuestión de cómo la designación, que primero se
ha separado de la actividad, le es luego antepuesta, de modo que
ésta se convierte finalmente en la actividad del objeto nombrado
u «objetivado». No hay duda de que la evolución y consolidación

119. M. J. Raleigh-Frank R. Evin. Human Language and Primate Com-


municaiion, ibid., 539-541, sobre todo, 540.
120. P. Kíparski, Historical Linguislics and ¡he Origm o f Language, ibid.
97-103, sobre todo, 102.
121. C f., por ejemplo, G. Hópp, Evolution der Sprache imd Vemunft
(1970) 7ss; también, F. R. H. Eaglefield, Language. Its origin..., 33. Conduce
ai mismo resultado el tránsito supuesto por J. Jaynes (The Evolution o f Language
ui the Late Plehtocene, en Origins and Evolution o f Language, 312-24) desde
el efecto «casual» al «querido» que hacen como señales ciertos'gestos o ciertas
conductas fónicas (315s).
122. J. Piaget, La formación del símbolo en el niño. Imitación, juego y
sueño..., 305; cf. 298ss, acerca de los «primeros esquemas verbales», los cuajes
designan todos (incluidos “ mamá” y “ papá” ), en primera línea, (facciones
particulares, que interesan al niño o relativas a él» (302). .
450 El mundo común

prelingüística de la constancia de los objetos es una condición


indispensable para que tales procesos tengan lugar. M as, de otro
lado, el auténtico tránsito a la independización de los nombres
parece ir de la mano del juego simbólico infantil en tanto que
representación de un objeto aludido por el objeto del juego y
unido a éste mediante, las palabras que lo acompañan123. De
acuerdo con ello, se ha puesto en relación con el juego también
el paso prehistórico desde la señal al símbolo, o sea, el descu­
brimiento del significado simbólico de la palabra en tanto que
nombre, y la relación en cuestión se ha establecido con el juego
festivo que es también el origen del culto124. La posesión o ab-

123. Cf. Piaget, La formación del símbolo en el niño..., 307ss, sobre las
relaciones entre juego simbólico, imagen imitativa y preconcepto. En conjunto,
a causa de que destaca unilateralmente la función de asimilación del juego (o. c..
219ss, a pesar de la observación de 222 sobre la índole del juego simbólico como
expresión del tránsito hacia la «inteligencia representativa»), Piaget infravalora su
importancia en la constitución de la función expositiva o representativa del len­
guaje. No resulta precisamente convincente que el paso de la función de la
expresión articulada desde ser concomitante de una acción en curso a exponerla
o representarla no esté mediado más que por la memoria y por la repetición
rememorativa de la palabra en cuestión (297ss), Falta aquí, creo yo, un eslabón
intermedio, que podría encontrarse precisamente en el juego simbólico si, a di­
ferencia de Piaget, se considera constitutivo para éi el «ser poseído» por el objeto
de] juego, el arrobarse en él (cf. snpra, 406ss, 415s).
124. S. K. Langer (Phdosophy in a New Key: A Study in the Symbolism
ú f Reason, Rite, and Art [1942; cito por la edición de 1948], (05ss) evoca,
ante ias observaciones de O. Jespersen sobre la copertenencia primitiva del
habla y el canto (Language. its Nature, Devetopment. and Origin [1921; cito
la ed. 1964], 4 l8 ss), lo que J. Donovan había escrito sobre The Festal Origin
o f Human Speecl,: Mind 16 (1891) 498-506 y 17 (1S92) 325-339. Según
Donovan, el canto libre de nexos utilitarios, unido a la danza, llevó a expre­
siones fónicas articuladas y rítmicas, referidas a los objetos, de las que final­
mente nacieron las palabras asignadas a éstos. En su gran obra Mind. An Essay
on Human Feeling II (1972), 303ss, S. K. Langer ha subrayado con mayor
fuerza el carácter religioso de esas celebraciones comunitarias de las que tomó
su origen el uso profano del lenguage (307s). B. Rosenkranz (Der Ursprung
der Sprache [1961], siguiendo a Langer y a Donovan, considera también el
juego ritual como la más plausible mediación en el paso desde la señal al
símbolo (114ss), a diferencia de lo que sucede con el uso de instrumentos,
que, en su opinión, no explica nada en este contexto (1 12s). El juego ritual de
los cazadores paleolíticos cabe también representárselo como ei lugar en que
pudieron desarrollarse las imitaciones de las voces de animales que llegaron a
ser imposiciones de nombres (118). Estas consideraciones arrojan una luz
peculiar sobre la imposición de nombres a los animales que se encuentra en la
narración bíblica del paraíso (Gén 2, 19ss). Siempre se ha resaltado que en
Los fundam entos de la cultura 451

sorción qüe tiene lugar en el juego es, efectivamente, la mejor


explicación del origen del esquema de la representación, en el
que el sonido aislado y lá serie (rítm ica)125 de sonidos se convierte
en el medio de la presencia del objeto, la cual manifiesta aquí
ser un exponerse el objeto de sí mismo. El hecho de que en la
palabra esté presente el objeto de sí mismo. El hecho de que en
la palabra esté presente el objeto ausente mismo es lo que cons­
tituye su esencia en tanto que símbolo. La palabra aparece ori­
ginariamente como palabra mítica, pues en ésta el objeto no está
simplemente presente, sino que está presente y actuante126. Las
expresiones sonoras que acompañan y expresan la actividad sen-
somotora aparecen como actividad del propio objeto presente en
la palabra127. Es ésta la causalidad m ítica128, y es al mismo tiempo

ella se trata del origen del lenguaje. Si hay que suponerle un trasfondo primitivo
ritual y cúltico, entonces el texto bíblico contendría una profanización de ese
origen: las palabras ya no provienen de que las inspiren divinidades teriomorfas,
sino que el hombre es el creador del lenguaje. Pero se trata del hombre al que
el Dios único ha insuflado su espíritu y presenta las criaturas suyas a las que
él debe dar nombre. ' ’
125. La importancia del ritmo para la articulación de la expresión lin­
güística no ha sido resaltada tan sólo por S. K. Langer (cf. la nota anterior y,
en especial, Mind...TÍ, 294s), sino que ya lo había sido por K. Stenzel, Phi-
¡osophie der Sprache (1934), 29s. La articulación rítmica de la frase es la base
que permite, incluso en las lenguas qüe están constituidas con muchos matices
gramaticales, que al hablar pueda verse «panorámicamente» lo que se expresa
(17) —en correspondencia, pues, con el sistema de puntuación cuando se
escribe — , Cf. también T, Georgiades, Musik und Sprache. Das Werden der
abendtandischen Musik (1954), 4ss.
126. Es mérito de E. Cassirer haber puesto de relieve en la estructura
simbólica de la representación de Jo espiritual en lo sensible —cuyo «para­
digma» veía en ¡a relación del cuerpo con el alma en tanto que «fenómeno de
ella (III, 117)— el estrecho parentesco del lenguaje y el mito (Philosophie der
symbolischen Formen, I, 17), La diferencia entre ambos sólo estribaría en que
la palabra mítica no sólo se expone y representa ej objeto, sino que está él
mismo presente (II, 53). A sí, la expresión lingüística, en tanto que mera
representación, se convierte en una versión reducida de la palabra del'm ito.
Cf. también, acerca de la indiferenciación de palabra y cosa en la concepción
mítica de las palabras, I, 56s.
127. Cf. sobre ello lo que J. Piaget expone en Der Aufbau der Wirkiichkeit
beim Kinde, 95 (trad. cast.: La construcción de lo real en el niño, Madrid
"1989), acerca de cómo se atribuye actividad experimentada o representada a t
los objetos previamente aprehendidos como constantes, los cuales, en virtud
de ello, se convierten en sujetos activos.
128. Al describir la causalidad mítica (II, 57s), Cassirer ha pasado por
alto ei aspecto decisivo que es la acción que se atribuye al objeto, la cual
452 E l mundo común

la forma de la proposición verbal, que atribuye al objeto nom­


brado la actividad que se experimenta. La posesión que el objeto
ejerce sobre quien juega hace inteligibles ambas cosas. Esto sig­
nifica que el lenguaje surge de una posesión que originalmente
es religiosa. No es por ello menos una creación del hombre, pero,
justo como tal, igual que todas las actividades creativas del hom­
bre, se debe a la exaltación y la inspiración.
La unidad primitiva del lenguaje y del mito es el juego (a
una con el canto y ta danza) hace plausible que las primeras
representaciones paleolíticas de animales estén relacionadas con
la adquisición del lenguaje, según suponía Julián Jaynes en su
conferencia en el congreso neoyorkino de 1975 que he mencio­
nado; una conferencia que se encuentra entre las aportaciones
con más vuelos especulativos y más ricas en perspectivas que
allí se presentaron. Dice Jaynes que sólo era posible atribuir a
los animales (especialmente a los que eran objeto de caza) una
existencia duradera si se les unía a símbolos lingüísticos, a nom­
bres, de tal modo que los hombres, pudieran llevarlos consigo de
regreso a sus cavernas.y pintarlos en las paredes de éstas. Atribuye
también consecuencias del misnio gran alcance a la formación
de nombres propios para los individuos humanos. Cuando ello
se consigue, el individuo ausente puede seguir estando presente.
Es este el origen, según Jaynes, de la creencia en el alma y de
los enterramientos cerem oniales129. Ahora bien, puesto que los
indicios de enterramientos y las pinturas en las cavernas se re­
montan aproximadamente a la misma época (alrededor de 35.000
a. C .), Jaynes supone que también el lenguaje es una adquisición
de ese tiempo, pues su surgimiento tiene que haber surtido efectos
considerables en cuanto a la modificación del comportamiento,
que, a su vez, han de haberse reflejado en los artefactos. Jaynes
conjeturaba, en consecuencia, que la época en que surgió el
lenguaje debe de coincidir con la última glaciación, que terminó
en torno di 35.000 a. C ..Es ésta una época reconocida ya, por

constituye la diferencia más importante respecto de la noción que la ciencia


moderna tiene de la causalidad como ley. Sin embargo, él mismo describe (Til,
84) el modo de experiencia que aprehende los fenómenos y los procesos de
esa manera característica. En efecto, la formulación lingüística indeterminada
en giros tales como «llueve», «hace frío» o «hay tempestad» remite a un sujeto
oculto que está actuando en esos fenómenos,
129. J. Jaynes, Origina and Evolution o f Langitage, 19.
Los fundam entos de la cultura 453

otra parte, como el más profundo punto de inflexión en la pre­


historia reciente del hombre130. Si se acepta la hipótesis de Jaynes,
habría entonces muchas razones para situar en este tiempo, y no
antes, el final del campo de tránsito entre el animal y el hombre’31.
Aunque, ciertamente, si hubiera que considerar el final del de­
sarrollo del lóbulo cerebral anterior no como un requisito, sino
como una secuela de la adquisición del lenguaje, habría entonces
que contar con un desarrollo notablemente más antiguo de éste
l32. La falta de puntos de apoyo arqueológicos palpables en favor
de los efectos que es de esperar que trajera consigo un cambio
tan decisivo, es más bien un soporte de la tesis que habla de una
época más reciente133. Sea de ello como quiera, en todo caso el
desarrollo lingüístico y la conciencia religiosa parecen haber ido
originalmente de la mano. Subsiste aquí una tensión entre la
posibilidad mágica de disponer de la realidad valiéndose del
nombre, y la conciencia mítica de la presencia actuante de la
realidad oculta (que se presenta a partir de sí misma); una tensión
que habrá de recorrer la_historia posterior de la conciencia reli­
giosa, como se ve aún en la prohibición bíblica de usar «en vano»
el nombre de Dios (Ex 20, 7). Mas también en la comprensión

130. K. J. Narr, Beiträge der Urgeschichte zur Kenntnis der Menschen­


natur, en Gadamer-Vogier (eds.), Neue Anthropologie IV (1973), 3-62, refi­
riéndose a ca. 30.000 a. C., habla de un «hito» que justifica «¡a división de
toda la prehistoria», tanto desde el punto de vista antropológico como desde
el histórico, en prehistoria antigua y prehistoria reciente.
13!. Cf. sobre ello las reflexiones de K. J. Narr, o. c., 37, el cual (eso
si:sín examinar la cuestión del origen del lenguaje) toma, sin embargo, dis­
tancias respecto de esta posibilidad debido a que, aun prescindiendo de los
datos y hallazgos en torno al hombre de Pekín (ca. 50.000 a. C.; cf, p. 32),
cuya interpretación es muy difícil, hay ya, antes del punto de inflexión temporal
mencionado, «enterramientos de tales tipos, que hay que inferir de ellos que
los hombres que ios crearon poseían de alguna manera la idea de la supervi­
vencia después de !a muerte». Por cierto que ideas semejantes, a su vez, apenas
son pensables sin lenguaje. '
132. Cf. las críticas a esta escala temporal expuestas por H. Jerrison en
la discusión de la ponencia de Jaynes (Origins and Evolution..., 326s).
133. Cf. también G. L. Isaac, Stages o f Cultural Elaboration in the
Pleistocene: Possible Archeological Indicators o f the Development o f Language
Capabilities, en Origins and Evolution..,, 275-288, 286. Según Isaac, fue K.
Oaklay, A Definition of Man (1951) el primero que defendió esta tesis. G. W.
Hewes (ibid., 491) menciona que Washburn y J. D. Clark (Africa in Prehistory:
Man 10 [1975], 175-198) tienden también a aceptar que el lenguaje haya sido
descubierto hace de cuarenta a cincuenta mil años.
454 El mundo común

del lenguaje hay una tensión análoga entre la función represen­


tativa y el acto de expresión. Su' examen parece vía adecuada
para introducirse más profundamente en la esencia antropológica
del lenguaje y en su dimensión religiosa.

b) Acto de habla y diálogo

El examen de la relación entre lenguaje y pensamiento llevó


al resultado de que el primero no puede entenderse, sobre todo
por lo que hace a su origen, más que partiendo de la previa
constitución del segundo. Eso sí: el lenguaje es el «órgano plás­
tica» (W. v. Humboldt) que el pensamiento necesita para alcanzar
forma duradera y desarrollo matizado. Además, como la posi­
bilidad de disponer de los contenidos de la memoria y evocarlos
está condicionada en amplia medida por el dominio del lenguaje,
todas las construcciones altamente matizadas del pensamiento
son posibles, sólo sobre la base del lenguaje. Por otra parte, las
posibilidades de ser prolongadas que se hallan contenidas en todas
las expresiones lingüísticas adquieren forma en una u otra direc­
ción únicamente en virtud de la mediación ejercida por la idea,
que escoge entre ellas. «El pensamiento aprende en y del len­
guaje, se aclara y consolida en el lenguaje, se sirve del lenguaje,
se crea su lenguaje». Mas, en todo ello, el pensamiento es «más
que el lenguaje. Sólo gracias a que es así podemos traducir de
una a otra lengua; pues es, ciertamente, e! pensamiento ei que
funda la traducción...»134.
Esta perspectiva sobre la relación entre el lenguaje y el pen­
samiento no implica sin más que el habla sea un producto del
sujeto pensable, o sea, una acción. Es verdad que puede llegarse
rápidamente a esta concepción desde las posiciones para las que
el pensamiento mismo es el producto de un sujeto que hay que
presuponerle; como es verdad, en el sentido contrario, que la
inversión heideggeriana de la relación entre el pensar y el lenguaje
depende, evidentemente, de la crítica que este filósofo hace con­
tra la función fundamental desempeñada en la metafísica moderna

134. M. Wandruszka, Sprache und Sprachen, en Peisl-Mohlei- (eds.),


Der M ensch und seine Sprache, 7-47; la cita es de 45.
Los fundam entos de la cultura 455

por la noción de sujeto. El análisis de la autoconciencia y de la


identidad del yo (en el capítulo quinto) ha mostrado que el yo y
la subjetividad misma del hombre son, en cada vida individual,
productos de un proceso de surgimiento, y no se encuentran ya
acabados es el comienzo de la conciencia y del pensamiento. Por
ello, de la prioridad del pensar respecto del lenguaje no se sigue
que este último sea producto del hombre es tanto que sujeto de
su conducta; es decir, que sea producto de una acción. Más bien,
esta interpretación debe ser tenida por dudosa ya por lo que hace
al pensar mismo.
En la antropología filosófica de nuestro siglo, el proyecto de
A. Gehlen se señala por el hecho de que sitúa al hombre como
«ser que actúa» en el centro del cuadro que traza. En esta cues­
tión, Gehlen sigue menos las directrices de Herder —a quien
reconoce por modelo suyo— que las del joven Fichte y las de
Nietzsche, así como, de otro lado, las del pragmatismo nortea­
mericano. El tratamiento del lenguaje queda también encuadrado
en el mismo marco. El lenguaje ocupa mucho espacio 'en la
antropología de Gehlen, puesto que, con toda razón, es para él
fundamental en lo que concierne a la relación toda del hombre
con el mundo. Pero la relación del lenguaje con el concepto
básico de acción queda prendida en un peculiar dilema. Por un
lado, Gehlen considera que el lenguaje es constitutivo respecto
de la estructura de la acción. Sólo la «panorámica» —así se dice,
en alusión a Schopenhauer— que el lenguaje proporciona hace
capaz de acción al hombre. Y, sin embargo, por otra parte, las
raíces sensomotoras del propio lenguaje son calificadas ya de
«acciones», y se dice que la palabra es una «acción conclusa»135.
No es que Gehlen este defendiendo con esto la primacía del sujeto
pensante. Su deseo es más bien comprender el pensar como «un
hablar sin sonido», y el «mundo interior poblado de imágenes»
de la conciencia, enteramente en función del lenguaje; pero todo
ello, a su vez, como «el rendimiento» de! hombre que actúa, en
orden a dominar con una red de significados simbólicos que él
mismo crea la multitud de estímulos bajo la que se ve sumergido.
B. Liebrucks ha simplificado un poco la posición de Gehlen
—que él critica— en lo que hace a la tesis del hombre como ser

135. Cf. El hombre, 55 (y 267ss); pero, por otra parte. 261, 274.
456 El mundo común

que actúa, de modo que la ambivalencia de la exposición de


Gehlen se reduce un tanto. Lleva razón al objetar a Gehlen «que
la ‘lingüísticidad’ humana no se halla nunca fundada en la acción,
mientras que, por el contrario, la acción siempre está funda­
mentada en la ‘lingüisticidad’» 136. En efecto, sólo se puede hablar
de acción, como Gehlen mismo reconoce, ¿i hay una «panorá­
mica» sobre el campo de la acción (cf. siipra)-, pero ésta sólo se
obtiene medíante el pensamiento lingüísticamente mediado.
La determinación del habla como acción está ampliamente
extendida, y, en la m ayoría de los casos, se presenta como algo
obvio de suyo. Por lo demás, la base filosófica desde la que se
hace tal cosa puede ser e! pragmatismo o el conductismo de
orientación pragmatista; pero también puede ser el idealismo137.
Esta concepción ha alcanzado el rango de posición teorética gra­
cias a la teoría de los actos de habla —surgida de i a filosofía
analítica del lenguaje — , la cual, en oposición al estructuralismo,
no pone su atención en las estructuras generales del lenguaje,
sino en el habla concreta, que determina, precisamente, como
acción. ' .. ■
El filósofo de Oxford J. L. Austin, en sus lecciones-de 1955
en la universidad de Harvard, contrapuso a las proposiciones
enunciativas o asertivas —que constituían para el positivismo
lógico eJ paradigma de habla dotada de sentido— las expresiones
«performativas», que no expresan un estado de cosas dado de
antemano, sino que, al decirlo, constituyen el estado de cosas al
que se refieren. Se trata de expresiones como: «Bautizo a este

S36. B. Liebrucks, Sprache und Bewusstsein I (1964), 83.


137. A sí, según F. von Kutschera,,‘una expresión lingüística es como tal
ya una «acción» (Sprachphilosophie [1971; H975] 17). También A. Schutz,
(Der xitmhafte Aufbau der sozialen Welt. Eine Einleitung in die verstehende
Soziologie [1932; cito por la ed. 1974]; 162ss) llama sin más a la expresión
lingüística «acción expresiva» o «acción notificativa» (164); cf. 174. G. Hopp
(Evolution der Sprache und Vennaifi [1970], 3ss) introduce como cosa que va
de suyo la acción dirigida a un fin como concepto básico para describir el
desarrollo del lenguaje. Ya registré en la nota 97 que en J. Piaget-es inmedia­
tamente sustituible el concepto de conducta por el de acción. M. Biack carac­
teriza al habla como purposive activity, y escribe: «Normalmente, hablamos
para conseguir algún propósito. Por ello es por lo que podemos evaluar e! éxito
o el fracaso de los actos de habla, juzgándolos por referencia a aquello que
intentábamos alcanzar aJ hablar» (The Labyrinth o f Language [1968], 9 0 - Es
posible multiplicar los ejemplos casi sin límite (cf. también la nota 118).

r n
Los fundam entos de la cultura 457

barco con el nombre de Queen Elizabeth», o «Te prometo que


iré mañana a visitarte». De ellas dice Austin: «Pronunciar la frase
es (o es parte de) hacer una acción»13*.- El propio Austin extendió
luego esta observación hasta convertirla en una característica de
todas ls expresiones lingüísticas en tanto que actos «ilocucio-
narios», o sea, en tanto que acciones139. Después de él, J. Searle
continuó expandiendo la teoría de los actos de habla y, sobre,
todo, la ha vinculado con la teoría de juegos al preguntarse por
las reglas que, en analogía con las reglas de los juegos, deter­
minan la realización de los actos de habla. En tanto que Austin
hacía notar aún que su teoría del lenguaje necesitaba ser fun­
damentada por la teoría general de la acción, Searle piensa que
ha satisfecho esta exigencia al haber probado la sujeción a reglas
explícitas o implícitas (por ejemplo, dada por el contexto de las
instituciones que subyacen a la expresión) de los actos de habla
como criterio de su éxito o su fracaso. Así, escribe «que una
teoría del lenguaje... es parte de la teoría de la acción, ya sim­
plemente porque hablar es una forma de conducta regida por
reglas»140.. . •
Pero, ¿es esto suficiente para justificar la aplicación del con­
cepto de la acción a todas ¡as expresiones lingüísticas? Cuando
un comportamiento cumple inconscientemente reglas cuya iden­
tificación queda para otros comportamientos, no puede aún ha­
blarse de acción. Sólo si se pretende acatar una regla hay, sin
duda, una acción. En efecto, en este caso está dado un compor­

138. J. L. Austin, How lo do Things wilh Words (ed. Urmson, 1962) 5,


139. ¡bidein.. 98ss. Según Austin, todo acto «locucionario», o sea, la
expresión de un estado de cosas (saying sometihing), es a la v e z . un acto
«Uocucionario», o sea, la realización de una acción: dar respuesta a una pre­
gunta, informar, cerciorar, advertir, etc. La aseveración pasa también por ser
una de tales acciones (103). Por otra parte, el acto- ilocucionario se distingue
del «perlocucionario» porque en el primero no está mencionado concomitan-
teniente el resultado de la acción en la .persona a la que se dirige (aun cuando
quepa que esté entendido).
140. j. Searle, . Speech Actsr An Essay in the Philosophy o f Language
(1969; cito la ed. alemana de 1971), 31. Sobre la noción de regla, cf. 54ss;
sobre cómo las reglas anclan en instituciones, 80ss. Cf. también J. L. Austin,
o. c . , 106. En tanto que descripción de la «dimensión pragmática del' uso
lingüístico», la teoría de los actos de habla ha influido entretanto en la lingüística
y en la teoría literaria (W. Tser, Der Ala des Lesens (1976), 89s, por ejemplo,
la trata como pieza básica de la interpretación de textos de ficción). Cf. es­
pecialmente D. WunderÜch, Studies zur Sprechakttheorie (1976) 119s.
458 E l mundo común

tamiento dirigido a la realización de un fin; y tal cosa satisface


ei concepto de acción. Por elló, D. Wunderlich —recurriendo a
la teoría de A. J. Goldmann sobre la acción— tiene razón cuando
ve en la noción de acción en tanto que conducta que pretende
un objetivo la base de la teoría de los actos de habla, y reformula
ésta en consecuencia141.
Hay hoy amplio consenso sobre que el concepto de «acción»
está definido, en su «sentido estricto», por la referencia a fi­
nes que deben ser alcanzados por la acción142. Se distingue,
entonces, de una parte, entre acción y la noción, más gene­
ral, de conducta143; y, de otra, entre acción y actividad (pra-

141. D. Wunderlich, Studies zur Sprechakttheoríe, 30-50: el capítulo


titulado Handlungstheorie und Sprache, sobre todo, 37. Wunderlich remite a
A. L Goldman, A Theoiy o f Human Action (1970). En la opinión de Goldman,
las acciones se estructuran teleológicamente a partir de deseos (49s, 114), los
cuales, sin embargo, no son ellos mismos actos (92s).
142. Cf. por ejemplo, T. Parsons-E.A. Shils, Toward a General Theory
of Action (1967), 53ss (cf. 5), A. Schutz, Der sinnhafte Aufbau der sozialen
Welt..., 74ss. Apartándose aparentemente de esta noción «final» de-acción,-K.
Weber distinguía la acción «teleológico-racional» como un tipo entre otros de
acción, a saber, junto a la «axiológico-racional», la afectiva y la tradicional
(Economía y sociedad I. Buenos Aires ~1969, i2ss). Ahora bien, estas distin­
ciones conciernen más a la motivación que a la estructura de la acción. La
acción axiológico-racional y la tradicional están también teológicamente de­
terminadas en su estructura, bien por el fin que es la realización del valor de
que se trate, bien por el fin que es preservar la tradición. Respecto del concepto
de acción afectiva, no siempre está claro —a la vista de los ejemplos de Weber—
el lugar por donde hay que trazar la frontera entre acción afectivamente motivada
pero todavía racionalmente estructurada y mera conducta instintiva. Los tipos
de acción que diferéncia J. Habermas (Teoría de la acción comunicativa I,
Madrid 1987, 122ss), se levantan todos ellos, como explica el mismo autor,
sobre la base de la estructura teleológica de la acción, que es «fundamental
respecto de todos los conceptos de acción» (151). Habermas apela en este punto
a R. Bubner, Handlung, Sprache und Vernunft. Grundbegriff praklischer Phi-
¡osophie (1976), 168ss (cf. 128ss, 307ss).
143. Acercq de la delimitación entre «acción intencional» y conducta
estimulada, cf. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, Madrid 1988.
71-77; sobre todo. 76. Sin embargo, la noción de acción tiene que ser distinguida
también respecto de un concepto de comportamiento más amplio, no reducido
a la nota de la posibilidad de estimulación desde el exterior. Así, ya A. Schutz
(o. c-, 77) distinguía la acción caracterizada por un «plan preconcebido» (por
su carácter de «proyecto»), de cualquier otro comportamiento que apunta ál
futuro (pensado, por tanto, desde luego, como «comportarse»), W. Kamlah,
(Philosophische Anthropologie. Sprachliche Grundiegung und Ethik [1973],
49) entiende la acción como «un caso especial del ‘comportarse’», ya que
Los fundam entos de la cultura 459

xis)144. Esta última distinción se remonta a Aristóteles, que di­


ferenciaba la praxis im perfecta,'com o acción que tiene su fin
fuera de sí (a saber, en tanto que algo que aún hay que alcanzar),
de la actividad perfecta, que tiene en sí misma su fin y, por lo
tanto, no termina cuando el fin se alcanza; es decir, es de suyo
ilimitadamente prolongable {Metaph. 1048b 21 ss). En este sen­
tido, por ejemplo, ver y pensar son actividades, pero también lo
son, sencillamente, vivir y ser. La actividad así entendida habría
que diferenciarla de la noción moderna de conducta porque la
primera posee su lelos en sí misma, y no cabe decir lo mismo
de todas las formas de la conducta: ni de la acción, ni tampoco,
por ejemplo, del llanto, el tener frío o el estar hambriento. Hay,
más bien, que diferenciar, dentro del género ‘conducta’, junto a
la conducta instintiva, la reactiva y la acción, también las esferas
del encontrarse de tal o tal otro modo, del experimentar y de las
actividades carentes de fin. ¿No habrá más bien que contar al
habla en esta última especie de conducta, mejor que en la acción
enderezada a fin? Antes de decidir este problema, hay que con­
siderar de más cerca la estructura-de la acción. '
En su análisis fenomenológico de la estructura de la acción,
Hans Reiner ha distinguido entre la «toma de postura» -respecto
del fin o de la meta a la que la acción se dirige, y el auténtico
propósito de la acción145. La toma de postura por respecto al fin

también sen formas de comportamiento el abandonarse y el sufrir, pero difí­


cilmente se llamará acciones a, por ejemplo, llorar o pasar frío. También A.
J. Goldman (7\. Tlieory..., 46s) distingue las acciones de los estados y de «las
cosas que le pasan a una persona, que sufre o padece una persona»; pefo no
de las actividades sin dirección teleológica,
144. Cf. sobre todo E. Tugendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestim­
mung (1979), 211s. Cf. también la distinción de Hegel entre hecho y acción,
según haya o no propósito (Rechtsphilosophie, § 117). La critica qúe ha dirigido
E. M. Lange (Das Prinzip Arbeit [1980], 38ss) a este punto, afirmando que
«no es apto para delimitar las acciones respecto de los meros acontecimientos»
(40), carece de evidencia. Difícilmente supone la tesis de Hegel el «modelo
de enajenación» de la acción (32ss, 41) que Lange critica, ya que más bien se
remonta a Aristóteles, cuyas matizaciones, por lo demás, quedan en Hegel
relegadas a segundo plano por el punto de vista de la productividad de la acción
(cf. M. Riedel, Theorie und Praxis im Denken Hegels [1965], 10ss; Studies
zu Hegels Rechtsphilosophie [1979], 30ss). *
145. H. Reiner, Freiheit, Wollen und Aktivität. Phänomenologische Un­
tersuchungen in Richtung auf das Problem der Willensfreiheit, 1927, 69ss. Las
indicaciones de página que siguen en el cuerpo del texto remiten a esta obra.
460 El mundo común

de la acción pertenece, según la exposición de Reiner —que


depende en esto de D.' von Hildebrand— al sentimiento (74s; cf.
53s). Es asunto del sentimiento, o sea, de la congruencia entre
el contenido del fin dei que se trata y el todo de nuestra existencia
personal en su «identidad» —según la interpretación de, la des­
cripción de Reiner que nos permite lo. que dijimos arriba— .
Debido a este carácter de totalidad que posee la adhesión a un
fin u objetivo, el fin singular se halla ya siempre —cosa que
Reiner no toca— en un contexto superior de fines, aunque el
todo de la vida que va a ir realizándose no haya de estar im­
pregnado de racionalidad hasta el punto de que toda la conducta
esté referida a un único fin último. En contraposición con la
identificación sentimental con el fin, el verdadero propósito de
la acción está referido a los medios que han de llevar a la rea­
lización del fin perseguido. Aunque el propósito de la acción y
la respuesta afirmativa al fin van frecuentemente unidos en un
acto global de decisión (74s), me parece importante la referencia
(puesta de relieve por D. von Hildebrand) del propósito a los
medios del actuar, por lo que hace' a diferenciar entre acción y ,
actividad. El propósito y la ejecución instanciada por él -tienen .
que dirigirse a los medios en tanto que son los primeros pasos
que hay que dar para realizar el fin. Precisamente de ello se
origina ia separación momentánea entre medio y fin que carac­
teriza a la acción. Cuando se está fabricando un objeto, para que
el materia] no se estropee, o para evitar daños aún mayores, ia
atención tiene que concentrarse en cada una de las maniobras
que deben ir llevándose sucesivamente a cabo. En cambio, la
actividad, en el sentido de la noción aristotélica de praxis, no
está separada del fin, de modo que no surge en ella la diferencia
entre el medio y el fin. Ahora bien, la acción humana no está
tampoco separada en todos los respectos del fin, puesto que el
fin está presente en tanto que anticipado en la conciencia. Hay
también vivo en la acción, en esta medida, un elemento de praxis. ’
Cuanto más dominados están ios momentos singulares de una
acción —por ejemplo, en la interpretación de un fragmento mu­
sical— , tanto más se aproxima la acción a la praxis; tanto más
queda superada en tanto que acción y convertida en juego, en
representación pura. En el juego el sujeto se halla inmediatamente
cabe si mismo al encontrarse, al mismo tiempo, momentánea­
Los fundam entos de la cultura 461

mente absorbido en la ejecución del juego. En cambio, en la


acción el sujeto es uno consigo mismo tan sólo en la anticipación
del fin. El necesario concentrarse en los medios va unido al riesgo
de una alienación que sólo se supera gracias a la realización del
fm. Por esto, el yo se hace solidario de sí mismo realizando la
acción146. Pero, a la vez, esta unidad del yo que plantea sobre
el tiempo anticipando el fin no está ya sólo presupuesta, sino que
debe ser mantenida a lo largo del curso entero de la acción. El
yo tiene que dominar prolépticamente el curso de la acción; tiene
que«tenerlo en su mano». De otro modo, el fin desaparecería del
campo visual, y el sujeto se perdería en el autodinamismo im­
previsto de los medios, que puede llevarlo a muy distintas riberas
de las que él pretendía alcanzar. Así pues, la unidad del yo en
tanto que sujeto es un fundamento de la acción. La acción es la
única esfera de la vida en la que el concepto de sujeto es pertinente
e imprescindible. La hipertrofia de ia noción de sujeto en el
pensamiento moderno ha ido acompañada por la tendencia a
reducir todo lo dado a acción. Pero ya se ha mostrado en un
contexto anterior que la unidad y mlsmidad del yo (y también,
por lo tanto, su función como sujeto de nexos de acción) se •
constituyen en ciertos procesos de formación de la identidad. De
este modo, el mundo de la vida y la experiencia es más ancho
que la esfera en que domina el sujeto; y, por lo mismo, es más
ancho que el círculo de la acción. Y es también por esto por ío
que es presunción u osadía querer constituir la totalidad de la
vida por la acción propia. Si se sigue esta temeraria estrategia,
el resultado no puede ser otro que la ruina del todo de la vida
en cada una de sus esferas particulares. Es a propósito de este *
punto cuando cobra relevancia crítica para la antropología 1á
doctrina de Pablo y la Reforma sobre la justificación. Las po^
sibilidades positivas de la acción están siempre contenidas tan
sólo en la acción singular y particular, dentro del todo de una
vida cuya garantía viene dada por otra instancia distinta de Í£
acción singular. Pero como la formación de la identidad y también
la identificación (que por esto pertenece al sentimiento) con el
fin de la acción tienen ya siempre que ver con el todo de la vida
individual —y en ello es en lo que se apoya la posibilidad de

¡46. Cf. D. Wyss, Strukturen der Moral. Untersuchungen zur Anthrn-


pologie itnd Genealogie moralischer Verhaltensweisen (1968), 59.
462 El mundo común

que varios individuos colaboren para fines comunes, pues el


individuo sólo puede conquistar el todo de su vida en la comu­
nidad—, la «panorámica» que corresponde a la identidad del
sujeto de la acción rebasa el campo de ésta ai abarcar la relación
de medio a fin que posee la acción singular. La previsión de las
secuelas y las derivaciones de la acción pertenece al concepto de
la propia acción. Sin esa visión panorámica, la cadena de los
medios en la puesta en práctica del propósito no podría ser or­
denada al fin, ni sería tampoco el sujeto de la acción responsable
de lo que hace. Cuando lo que sucede es lo contrario: la sociedad,
al atribuirle responsabilidad y culpa por lo que hace y lo que deja
de hacer, imputa al sujeto de la acción una identidad referida al
todo de su propia existencia y, con ello, también al todo del
mundo cotidiano social. .
Volvamos ahora a la cuestión de si hablar es una acción. O
¿es una actividad en el sentido arriba descrito? La respuesta tiene
que guardarse de las simplificaciones excesivas. En efecto, hay
formas del habla que dejan reconoces; sin posibilidad de duda la
estructura de la acción. A sí es, en todo .caso, con los perfor-
mativos que Austin puso de relieve. El bautizo de un barco o de
un niño es una acción tanto como la apertura de ana asamblea o
el pronunciamiento del juez. Las fórmulas que se emplean son,
por cierto, nada más que acciones parciales. Precisamente es por
esto por lo que rige su ejecución el mandamiento de poner cuidado
en ellas, que es el que el sujeto debe tener presente a propósito
de los medios que están destinados a producir su fin. Lo mismo
se encuentra en el ejemplo de la promesa, con el que Searle
comienza la exposición minuciosa de su teoría de los actos de
habla. La promesa es realmente una acción, y es parte de una
acción que se halla referida al mantenimiento de ella, si es que
fue otorgada sincera y normalmente. La unidad y la mismidad
del yo, que manifestaron ser fundamentales para la unidad dei
propósito (que es el arco de la acción que une el medio y el fin),
son también fundamentales en este nuevo caso; pues quien pro­
mete se pone a sí mismo como garante del cumplimiento de su
promesa, y, justo por ello, debe atender cuidadosamente a si está
en su poder mantener lo que promete. Podría parecer a primera
vista que el prometer no satisface en todos los respectos los
criterios del paradigma de la acción. Podría, sobre todo, ponerse
Los fundam entos de la cultura 463

en tela de juicio si cumple la función de medio. Que acontezca


el futuro prometido, ¿depende entonces de la promesa que se
está ahora dando? ¿es realmente, así, su cumplimiento futuro el
fin de la promesa? ¿no es más bien su fin la satisfacción actual
de aquel a quien se otorga? Esta función de confortamiento es,
desde luego,- importante; pero es evidente que la promesa sería
- insincera si el e¡ue 3a hace sólo 'Se propusiera el efecto actual que
ella surte. En efecto, la alegría de quien recibe la promesa está
puesta precisamente en el futuro que se presenta lleno de buenos
auspicios («prometedor»). Este futuro, en tanto que objeto de la
promesa, debe hacérsele realidad a quien la ha recibido. Y, en
esta medida, la promesa es medio para este fin, a saber: ganando
a quien la recibe para el futuro prometido, o alentándolo con la
esperanza de él y conservándolo en ella.
Las expresiones performativas son, pues, realmente acciones.
Lo que presenta problema en la teoría de los actos de habla es
la generalización de este descubrimiento, hecha con la ayuda del
concepto de acto ilocuc.ionar.io. No es verdad que, por ejemplo,
aseverar o hacer constar sean tan actos de habla como prometer,
pues las aseveraciones cotidianas no se presentan por lo general
explícitamente como aseveraciones, que, por su estructura, pue­
den ser verdaderas o falsas. En ellas se dice, sencillamente,
«cómo son las cosas». Que se trata de una (mera) aseveración
es algo que se ve ya desde la perspectiva de un tercero, o algo
que pertenece a una reflexión sobre lo dicho. En esto difieren
esencialmente el caso de la aseveración o el hacer constar, y el
caso del projneter. En este último, en efecto, el aspecto de acción
pertenece a la conciencia del mismo que (explícitamente) pro­
mete. En cambio, en el hacer constar algo, la acción es cosa que
le es imputada, a saber: por el que pone en duda la verdad de lo
dicho, o por quien la deja en suspenso, como hace el teórico de
los actos de habla, ya que se interesa por algo diferente de aquello
de lo que se habla. La reflexión que pone de relieve lo que hay
de acto en el hacer constar algo prescinde, pues, de la intención
del que hace constar algo, o, por así decirlo, pasa de largo junto
a ella147. Ya por esto no puede ser el hacer constar algo una (

147. G. Seebass, D as Problem von Sprache und D enken , objeta también


a la teoría de los actos de habla haber sucumbido en varios respecto al peligro
464 El mundo común „

acción, pues en la acción la intención dirigida al fin comprende


en sí todo el camino de la acción que lleva hasta él; si no,' la
perspectiva del fin sería mero deseo, no acción. En la interpre­
tación de- las expresiones que hacen constar algo —mas también
en la de las expresiones emocionales — , la teoría de. los actos de
habla reemplaza el acontecimiento lingüístico por cierta otra cosa
que pone en su lugar. Supone, sobre todo, que, en todas estas
expresiones, de lo que se trata es de una comunicación. La ex­
presión sería un medio enderezado al fin de la comunicación, y,
en esta medida, una acción. Contra este punto es contra ei que
se vuelve la crítica de N. Chomsky a Searle. Según Chomsky,
en la exteriorización lingüística de lo que se trata primordialmente
es de expresar contenidos de sentido, o sea, de exponerlos. En
comparación con esto, .las intenciones con las que ei hablante
pueda además acompañar su expresión son secundarias. «El aná­
lisis ‘instrumental’ del lenguaje como ardid para alcanzar un fin
es gravemente inadecuado148. La fórmula de Chomsky dice con

de «generalizar ilícitamente los ‘paradigmas’ en los que se basa» y haber así


«alterado» ciertos aspectos importantes del uso lingüístico fáctico. Ello habría
llevado, sobre todo, «a desconocer el puesto señero que ocupa la pretensión
de verdad, y, en consecuencia, a un tratamiento inadecuado incluso del "con­
tenido preposicional’» (450).
148. N. Chomsky, Reflections rm Leinguage (!975), 69 (trad. cas!.: Refle­
xiones acerca del lenguaje, México 1981). Esta formulación tan tajante no pretende
poner en tela de juicio la función comunicativa del lenguaje. Simplemente, afirma
que, a la hora de entenderlo, ella no juega el primer papel. En este mismo sentido,
J. M. Edie, Speaking and Meaning. The Phenomenology o f Language (1976),
concede el derecho de verdad parcial a la concepción según la cual la lengua
materna con la que uno se encuentra y que uno adquiere es un instmmento de
comunicación. «No es, sin embargo, toda la verdad. El lenguaje es más que un
instrumento» (145). Cae también dentro de la problemática de la concepción
instrumenta] del lenguaje la interpretación de la palabra como signo, en especial
en el conductismo (Ch. Morris 1955: cf. supra. nota 10 del capítulo primero).
Frente a ello, ya S. K. Langer postuló en 1942 (Philosophy in a New Key, 88s)
que no se entendiera, primordialmente el lenguaje como «comunicación mediante
sonidos», sino como captación simbólica de la realidad, la cual no evoca —como
sí lo hace en el mero signo— una acción de aquel a quien se dirige (48), sino
que incita o da ocasión a que se perciba (conceive: 49) el objeto. Disintiendo
ligeramente de S. K. Langer, que separa del objeto no sólo el signo, sino también
el símbolo, al referir éste a ciertas conceptions, hay que decir, mejor, con H. G.
Gadamer, que el símbolo se diferencia del signo en que no sólo remite a algo
otro de sí mismo, sino que, al representar ei objeto, «io hace estar inmediatamente
presente» (Verdad y método I, 83s). Ello es Jo que hace inteligible el hecho de
que al hablar no nos ocupemos con el lenguaje como con un instmmento, sino
Los fundam entos de la cultura 465

claridad meridiana: «La cuestión es, en mi opinión, que los ‘teó­


ricos de la comunicación’ no analizan ‘significado’,- sino más
bien algo distinto; q u izá,'‘comunicación lograda’» '49.
James M. Edie ha señalado con toda razón que, normalmente,
cuando hablamos no está en el centro de nuestra atención la
configuración lingüística de nuestra expresión, sino la «cosa»
hacia la que estamos vueltos. Puede tratarse de la persona con
la que estamos hablando, o del objeto del que trata nuestra con­
versación, o, en fin, sencillamente, del fin común que nuestro
interlocutor y nosotros perseguimos150. Al hacer esta observación,
Edie pone a la Vista la base de sustentación que era preciso que
le fuera inaccesible a la teoría délos actos de habla: el diálogo.
El asunto común instaura la comunidad del diálogo y, así, la
comunicación. De entre las tres funciones básicas de la expresión
lingüística que distinguía K. Bühler —expresión, representación,
c o m u n ic a c ió n » — , el p a p e l re c to r le c o rresp o n d e a la
representación'^, pues ella media entre la expresión y la co­
municación. La expresión subjetiva sólo puede llegarle al otro,
sólo puede convertirse pára el otro en comunicación, por medio
de la representación: Ello es verdad incluso para los performa-
tivos. La fórmula bautismal expone o representa lo que sucede
mediante la acción en el bautizado; la promesa expone su con­
tenido como beneficio que se piensa hacer a quien la recibe. La
teoría de los actos de habla no ha tomado en cuenta, para perjuicio

con la cosa presente por su medio. Desde luego que ia palabra también es signo,
pero lo es sobre todo para quien (aún) no comprende y espera llegar a entender
ia cosa graciasfa la palabra. Hn cuanto comprende, la palabra se le vuelve símbolo
en el que ia cosa le está presente. En ello se diferencian ia palabra y la frase de
las señales indicadoras, que uno deja arras precisamente cuando sigue lo que
indican. Cf. también las reflexiones de E. Heintel, Einfuhrimg in die Sprach­
philosophie (1972). 40s, acerca del carácter «suprasígnico» del lenguaje.
149. N. Chomsky, Reflectíons on Language. 68. Aquí Chomsky se opone
fundamentalmente a P. F. Strawson, quien en su lección inaugural en Oxford
(Meaning ánd Truth [1970]), había establecido una oposición básica entre los
«semánticos formales», que se orientan sobre todo por la función expresiva del
lenguaje, y los‘ «teóricos de ia intención comunicativa». Pero véase también J.
Searle. Sprecfiakie__ 194. núms. 6 y 7.
150. J. M. Edie, Speak'mg and M eaning..., 144.
151. F. Kainz, Psychologie der Sprache I, ¡941, 174s, llega incluso a
decir que la representación «no es un determinado rendimiento lingüístico al
lado del resto, sino el aspecto esencial y.fundamental del lenguaje, que se halla
tras todos sus otros rendimientos y los posibilita», Cf. 70ss. .
466 El mundo común

suyo, el aspecto representativo del juego, a pesar de que ha


interpretado el lenguaje con los medios de la teoría de juegos152.
Aunque pueda haber elementos de competición, en un diálogo
logrado permanecen en segundo plano respecto de la cosa sobre
la que se dialoga y que se representa en el diálogo.
Erving Goffman publicó en 1967 un análisis del diálogo desde
la perspectiva de la interacción de los que tortian parte en é l'53.
Se muestra en este trabajo con mucha claridad lo poco fecundo
que el aspecto de la acción es para la descripción de la situación
dialogal. Goffman comienza con los requisitos que deben cumplir
los participantes. Además de la exigencia de verdadera compe­
tencia lingüística, destaca entre ellos el «compromiso espontá­
neo». Uno debe «aportar un compromiso adecuado», y, al mismo
tiempo, «garantizar con sus acciones que los demás mantengan
sus compromisos» (127). En este sentido, el diálogo queda ca­
racterizado como «interacción». Mas cabe ya preguntar a esta
altura si está bien calificado objetivamente el «compromiso es­
pontáneo» como un rendimiento o una acción de quien participa
en un diálogo. Pues, si verdaderamente tiene este carácter y,- por
lo tanto, los interlocutores se obligan a la observancia señalada,
el diálogo no adelantará un solo paso, puesto que retiene algo
de forzosidad. Por ello es por lo que dice también Goffman que
el compromiso espontáneo común es algo así como una unión
mística, un «estado de trance socializado», en el qde la «con­
versación tiene una vida propia» (124). La atmósfera dei diálogo
queda de este modo descrita muy certeramente, pero la descrip­
ción hace saltar hecho trizas el marco conceptual del esquema

152. También E. Tugendhat, Voríesungen zur Einfiihrimg in die spra-


chanalytiscke Philosophie, 258, censura el hecho de que Searle haya llevado
incompletamente a cabo la interpretación del lenguaje en términos de la teoría
de juegos que él mismo se había propuesto. El sistema de reglas que ofrece
Searle «termina justa donde tenía que empezar, o sea, nada más que nombrando
el movimiento de apertura del juego». Esta crítica, sin embargo, se mantiene
dentro de los límites de! modelo competitivo del juego. El fenómeno del len­
guaje se hace accesible con profundidad notablemente superior cuando se re­
curre al modelo del juego teniendo también y sobre todo ¡i la vista la función
representativa de éste, como señala H. G. Gadamer (Verdad y método I, 584s)
retrotrayéndose a su propia interpretación del juego (ibid., 97ss).
153. E. Goffman. ¡nterakiionsrituale. Über Verhalten in direkter Kom­
munikation (1967; cito por la ed. alemana de 1971). Las indicaciones de página
que siguen en e) cuerpo del texto se refieren a esta obra.
Los fundam entos de la cultura 467

de la acción (y, por lo mismo, el de la interacción). El fenómeno


descrito por Goffman está más bien en el plano de las experiencias
a las que uno «se entrega»154. Pero aún así no queda bien carac­
terizada la «densidad» extática y, a la vez, instauradora de co­
munidad, de la atmósfera del diálogo logrado. Ese término de
Goffman —«estado de trance»— no está aplicado aquí al azar.
Es el. pasado, a la energía que habita tales estados de tensión
crepitante se le daba el nombre de «espíritu». Y, verdaderamente,
¿por qué no hablar del espíritu de un diálogo? Este nombre da
con toda precisión en aquello de lo que se trata, y, en todo caso,
no puede reemplazárselo por ‘interacción’. Se comprende, y está
justificada, la reserva,, tan extendida en la actualidad, contra el
concepto de espíritu, por su lastre metafísico, sobre todo, por su
mezcla con una antropplogía dualista que no era ya capaz de ver
desprejuiciadamente al hombre en la unidad corpórea de la rea­
lización de su vida155. Pero no hay ya por ello que evitar abso­
lutamente este término, incluso, al precio de quedar sin tener nada
que decir ante fenómenos como el que se nos presenta en el
diálogo. Cierto que hay que delimitar claramente lo que significa
la palabra ‘espíritu’, y, sobre todo, lo que nc significa, para
eludir asociaciones indeseadas y que se introduzcan inadverti­
damente, que puedan luego, de improviso e injustificadamente,
hacer resbalar los pensamientos por vías tradicionales. Esto tam­
poco quiere decir que las afirmaciones de la filosofía del espíritu
tradicional deban rechazarse de antemano y en todos los respec­
tos; pero sí, que el contenido de verdad que hay en ellas sólo
puede reconquistarse paulatinamente. Hay por ello que abstenerse
de todas las connotaciones en la dirección del dualismo entre
espíritu y materia que se asocian a la relación entre conciencia

154. A propósito de ia indeterminación relativa de la palabra aislada y


de su determinación por el contexto de la frase, cf. J. Stenzel, Philosophie der
Sprache, 48 y, ya, 16. Sobre ía indeterminación de las palabras, cf. también
W. v, O. Quine, Word and Object (1960; 1964), 125ss, donde, sin embargo,
no se atribuye ya la indeterminación a cada palabra aislada como tal. Según
F. von Kutschera (Sprachphilosophie, 125s), Quine, como Wittgenstein, refiere
el significado de las palabras al uso (129), pero insiste en la indeterminación
de éste. De ello se deriva tanto la imposibilidad de distinguir entre juicios
analíticos y sintéticos, cuanto la pluralidad de traducciones posibles para una
y la misma frase.
155. Cf. de nuevo W. Kamlah, Philosophische Anthropologie, Sprach­
liche Grundlegung und E thik (1973), 4.
468 El mundo común

y existencia corpórea. El té rm in o ‘espíritu’ sólo tiene en un prin­


cipio que designar el peculiar fenómeno —descrito por Goff-
m an— del diálogo como estado de posesión en el que la «con­
versación tiene vida propia». Desde luego, no podrá por menos
que evocarse la posesión que se da=,en el juego y, en general, en
la constitución extática del vivir humano, que se exterioriza con
especial densidad en momentos de tal posesión. El fenómenq al
que hay que dar aquí el nombre de «espiritual» no es solamente
social, sino que está también presente en el vivir individual. Pero
ello no modifica en nada el hecho de que no se trate ni de una
«facultad» del hombre, ni de una «parte» de su estructura antro­
pológica. Es mucho más acertado hablar, como hace Goffman,
de «estado de trance», que, además, señala la diferencia que hay
entre él y lo que habitualmente se entiende por «conciencia». No
hay que excluir con ello la posibilidad de que quizá quepa en­
tender la propia conciencia individual ya como un «estado de
trance» semejante; pero este punto no es preciso dilucidarlo aho­
ra. Es más importante comenzar por comprobar que la imagen
del estado de trance y la vivencia de una «atmósfera» especial
están más cerca del significado de las palabras que designan el'
«espíritu» en los albores de nuestras tradiciones culturales, que
las ideas que le han unido los desarrollos posteriores de la me­
tafísica. En el AT, ruah significa primariamente sopio, aliento,
viento, y, a partir de ahí, fuerza vivificante que Dios insufla en
la nariz del hombre al crearlo (Gén 2, 7), que no pasa, sin
embargo, nunca a estar a plena disposición del hombre, y que
le abandona otra vez cuando muere —«con el último aliento»,
como aún se d ice— y regresa junto a, D ios156. No son muy
semejantes las ideas asociadas originalmente en el pensamiento
griego con la palabra pneuma, si bien la evolución de su signi­
ficado corría después por caminos distintos157. En cualquier caso,

156. Cf. supra, 42ss.- Cf., también para ¡o que sigue. B. Liebrucks,
Sprache und Bewusstsein II, !965, 57ss. '
157. Ecl 12, 7. Cf. las detenidas argumentaciones para la comprensión
dej espíritu veterotestamentario en H. W. Wolf, Anthropologie des AT, 1973,
57-67. Me parece que es necesario hacer aún más hincapié en el estrecho
emparejamiento del espíritu que actúa en el hombre con el espíritu de Dios:
El espíritu del hombre participa del .espíritu de Dios, aun cuando con esta
participación se compromete la independización y el apartamiento del hombre
de Dios. Cf. a este respecto mi artículo Der Geiss des Lebens, en Glaube und
Wirklichken, 1915. ■
Los fundamentos de la cultura 469

el evangelista Juan parece contar todavía con que sus lectores


han de entenderle cuando hace que Cristo le diga a Nicodemo:
«El pneurna sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes
de dónde viene ni a dónde va» (In 3, 8). El espíritu del diálogo,
pues, o, para decirlo con las palabras de E. Goffman, el «estado
de trance socializado» en que se encuentran los que toman parte
en él, se mueve en la dirección de «dejarse transportar espon­
táneamente por el asunto del diálogo»138. ¿Cómo sucede esto?
Trayendo una palabra la otra, como suele decirse. El curso del
diálogo no está establecido de antemano. Su liberalidad deja lugar
para giros siempre nuevos y sorprendentes, y, así, también para
la intervención individual de cada nuevo interlocutor. Sin em­
bargo, el diálogo logrado tampoco trascurre inconexo. La in­
coherencia de las intervenciones desemboca rápidamente en la
evaporación de la atmósfera de diálogo. Pero ¿cómo se constituye
el nexo de ese curso no preestablecido propio del diálogo? ¿qué
es lo que da propiamente a entender esa manera de hablar que
se refiere a que una palabra trae la otra? ¿cómo se lleva a cabo
este traer o dar?-Todo ello se deja esclarecer en mayor medida
cuando se toma en consideración la indeterminación y la equi-
vocidad de las palabras.
Las palabras de los lenguajes naturales no designan de manera
tajantemente delimitada las clases de los objetos, las actividades,
las cualidades, las relaciones. El significado no está restringido
simplemente al espectro de posibilidades de uso que reseña el
diccionario. Es elástico y está sometido a cambios históricos; no,
desde luego, caprichosos, sino unidos siempre a un sentido que
encuentra su expresión en la elección y el empleo precisamente
de la palabra de la que se trata. A sí, pues, las palabrás se ca­
racterizan siempre por la penetración mutua de la determinación
y la indeterminación. Su determinación la reciben en el contexto
de la oración139. La cual, a su vez, debe su determinación pre-

J58. Cf. G. Verbecke. Geist (Pneurna), en Hist. Wörterbuch der Phi­


losophie 3 (1974), 157-162.
159. E. Goffman, Interahionsrituale..., 147. De todos modos Goffman
formula involuntariamente esto de forma paradójica como una obligación del
participante. La heterogeneidad del fenómeno por él descrito en relación con
el modelo de interacción propuesto en la descripción se proyectará en la con­
ducta del que participa en el diálogo: «De una parte, los participantes se ven
470 El mundo común

cisamente a la indeterminación de las palabras. Esta última es lo


que permite que las mismas palabras se asocien para formar
incontables oraciones distintas. Mas ni siquiera en la oración se
pierde del todo la indeterminación. Por ello, el sentido de la
oración aislada queda sólo fijado por el contexto lingüístico o
situacional en que es pronunciada. De acuerdo con ello, la in­
terpretación tiene que orientarse por el contexto del discurso,
tanto en su acepción restringida, como en la amplia160. Ahora
bien, la penetración mutua de determinación e indeterminación
de las palabras en su uso lingüístico trae consigo cierta conse­
cuencia para el proceso del discurso; y es que en el desarrollo
de éste se va progresivamente articulando una nueva determi-

movidos a dejarse llevar espontáneamente por el tema del diálogo; de otra, se


ven forzados a controlarse, para estar siempre en situación de desempañar el
papel del comunicador de fijar la atención en los puntos delicados que ¡os otros
plantean fácilmente para poner ‘nerviosos’» (147; cf. también 127). Goffman
busca la solución del problema en la ayuda recíproca de los que participan en
el diálogo, en lugar de buscarla en el hecho de que ellos se dejan conducir
mejor en su comportamiento por el espíritu del- diálogo (con lo que desaparece
el mencionado conflicto). El éxito del diálogo sólo se puede «orientar»; no se
puede forzar sino únicamente evitar que se perturbe. Si se sitúa en primer plano
el aspecto negociador en el comportamiento del compañero, entonces sí que
es el final del diálogo. A sí se explica que a pesar de la observancia de todas
las reglas del comportamiento social —y precisamente por ello— «la interacción
puede volverse lánguida, insulsa y trivial» (143, nota 9). Según Goffman, el
participante en la conversación obligado al compromiso «puede no tener la
intención de cumplir estas obligaciones, pues tal esfuerzo le llevaría a desviar
su atención del tema del diálogo hacia el problema, para comprometerse es­
pontáneamente» (127). Ahí se muestra la diferencia entre interacción y diálogo.
En la discusión y en la disputa, por el contrario, las aportaciones de los par­
ticipantes tienen un carácter de negociación. La formulaciones premeditadas
se considerarán aquí, como en un torneo, negociaciones. En la discusión no
predomina la atmósfera carente de coacción que se da en la conversación y es
una casualidad que se anteponga el interés por el auténtico sentido del tema
discutido y pueda surgir una atmósfera de comunión análoga a la del diálogo.
160. J, Stenzel, Philosophie der Sprache, 16. W. von O. Quíne, From
, a LógicaI P ointof View (152;J1963), 85s, defiende una_ teoría contextual del
significado (166) que, a diferencia de la llamada «teoría del campo lingüístico»
(cf. H. Geckeler, Strukturelle Semantik und Wortfeldtheorie, 1971, 49ss; cf.
IQOs, acerca de J, Trier), no sólo toma en consideración el contexto lexemático
(Geckeler 85s), sino también el contexto actual del habla. Cf. también F. von
Kuíschera, Sprctchphüoxophie, 112ss. Este autor atribuye a Quine la concepción
de que «el significado de un término cambia a una con nuestras visiones sobre
el mundo» (108); cf. W. von O. Quine, Word and Object, 12s y From a Logical
Point o f View, 41 s.
Los fundam entos de la cultura 471

nación, que, a la vez, está siempre de nuevo rodeada por un


«halo indeterminado de posibilidades de significado borroso»1®1.
Las connotaciones de lo que se dice constituyen, sin embargo,
simultáneamente, puntos de arranque para posibles continuacio­
nes, las cuales, a la vista de la multiplicidad de las connotaciones
v de las asociaciones que se Ies agregan, pueden seguir caminos
distintos en cada punto del diálogo. En esta medida, verdade­
ramente una palabra trae la'otra, y el vínculo que hace la unidad
así originada del hilo del diálogo, con las vueltas siempre nuevas
que da su curso, pertenece esencialísímamente al encanto del
diálogo162.
Además de todo lo dicho, el desarrollo de éste está de an­
temano y en todas sus fases situado en un horizonte de totalidad.
Toda expresión es un proceso temporal, y, mientras transcurre,
el oyente anticipa la totalidad de la frase y del contexto del
discurso que está desenvolviéndose163; así como, en sentido in­
verso, el que habla va haciéndolo desde la anticipación de todo
lo que quiere decir. Lo que uno expresa surge de la anticipación,
constantemente corregida, que tiene lugar erí el proceso de es­

161. B. Liebrucks. Sprache itnd Bewusstsein TI (1965), 242. Cf. también


la observación de H. G. Gadnmer según la cual la expresión lingüística reúne
«en una unidad de sentido con una infinitud de cosas no dichas, y es de este
modo como lo da a entender. El que habla así puede servirse de las palabras,
más normales y corrientes y puede sin embargo dar con ellos expresión a lo
que nunca se ha dicho ni se volverá a decir» (Verdad y método I, 561).
162. Ei punto de vista déla articulación progresiva del significado en ei
proceso del uso lingüístico franquea también un acceso para la comprensión
del cambio bistóricolingüístico de ios significados de las palabras. Cf. B.
Liebrucks, o. c ., II, 243, P. Ricoeur (La Structure, le mot, l'événem ent, en:
Le Conflit des Interpretations [1969], 93s) subraya la estructura metafísica de
este proceso en el que tiene su fundamento la polisemia dada en cada caso. N.
Chomsky ha intentado tomar en mayor medida en consideración el fenómeno
déla polisemia al desarrollar su gramática generativa trasfoimacional en la forma
de una «teoría de rastros». Sin embargo. M. Wandrnszka destaca, frente a todo
ello, el carácter accidental de las polisemias y polimorfihs de ¡a formación del
lenguaje, que no cabe reducir, en su opinión, a ningún repertorio de condiciones
estructurales universales (cf. Reflections on Language).
163. G. Seebass, Das P ro b lem ..., 325ss, 334s, Por lo demás, la antici­
pación del todo significativo constituye una analogía entre el habia y la acción.
Sin embargo, en tanto que al que habla «le viene» la palabra justa por su
concentración sobre el «todo» del tema, el que actúa tiene que determinar,
basándose en su experiencia de ¡as cosas, los medios que conducen al fin
elegido y que son aptos para realizarlo.
472 E l mundo común

cucha; y de lo que uno dice, a su vez, puede inferir el primer


interlocutor en qué medida consiguió hacerse entender. En la
marcha deí diálogo se entretejen, -por otra parte, elementos de
acción: comunicaciones premeditadas, o aclaraciones de lo que
se dijo antes. Pueden interrumpir él diálogo o estorbarlo; pero
también pueden incluirse en su marcha misma. En la reciprocidad
del hablar y el escuch'ar, ios participantes en el diálogo se hallan
vinculados en una comunidad que los trasciende, en la que tiene
su origen la «vida propia» del diálogo entablado1*4. Tal comu­
nidad puede estar fundada.en el tema del diálogo, que va siendo
desarrollado por lados distintos por las manifestaciones separadas
de los interlocutores, y cuya totalidad anticipa cada uno de los
participantes a una con el discurso que en cada momento va
diciendo cada, orador. Pero la unidad del diálogo puede también
venir dada, sencillamente, por el sentimiento recíproco de vin­
culación emocional, cuya totalidad, presente en el sentimiento,
puede acto seguido concretarse en una serie distendida de ma­
nifestaciones referentes a temas diversos, mediante la cual los
interlocutores •sé cercioran de su unión. Pero incluso cuando la
unidad del diálogo está dada por erI tema común, éste adquiere
sólo en el transcurso del diálogo su configuración específica. En
cualquier caso, en el diálogo logrado tiene lugar «una transfor­
mación en !o común en la que no se permanece siendo lo que se
era». Sin embargo, en el proceso del diálogo que aún va desa­
rrollándose está a la vez ya siempre presente y completa la unidad

164. E. Goffman, ¡nteraktionsrituale..., (24. Este es también el lugar de


la* importancia para el lenguaje del sentimiento (que se refiere a la totalidad de
la vida) y sus modificaciones (cf. sobre- ello Bauer, Sprache ais Feíd des
Gefühls, en I. Craemer-'Ruegenberg (ed,), .Pathos, Affekt,G efiihl, 271-92; así
como las observaciones críticas de C. Kopp a la teoría de los actos de habla,
ibid., 327-32). La introducción de fa noción de espíritu a propósito de esta
peculiaridad del diálogo, tal como se ha intentado en este parágrafo, difiere,
por ¡o demás, esencialmente de lo que dice L. WeisgerJ>er sobre Die gehtige
Seite der Sprache und ihre Erforschung (1971), 14s, 28ss. Este autor parte
también, es verdad, del lenguaje como fenómeno social, pero no toma su
orientación del acontecimiento actual del habla. Lo que significa en su obra
«espíritu de una lengua» es en realidad tan sólo el sedimento de un proceso
vital de entendimiento lingüístico que tiene en el diálogo su forma más pura.
165. H. G. Gadamer, Verdad y método I. 414. El «asunto» del diálogo
que da su fundamento a esta comunidad (444s) no tiene, desde luego, que venir
siempre dado por un tema común. Ello es lo que las frases precedentes intentan
ilustrar. ‘
Los fundamentos de la cultura 473

espiritual de la «cosa» que constituye la atmósfera del diálogo y-


que es recíprocamente anticipada por los interlocutores, al mismo
tiempo que se va concretando en el curso de su diálogo. Toda
contribución que alienta este curso se debe a la atención puesta
en la cosa o asunto del diálogo, que está mostrándose en él en
esbozo y sólo insinuada. La palabra justa le viene a! que habla
de la concentración sobre el todo’ del diálogo. No' se trata pro­
piamente de una elección que se haga con premeditación, a no
ser que quiera sostenerse que toda opción es «casual», en el
sentido de que se toma de la fuerza de la totalidad de la vida
presente en el sentimiento166. En último extremo, la cosa, el
asunto particular dei diálogo se incorpora a la totalidad de la
vida, representada y presente por aquella cosa particular. En este
horizonte se reconocen íntimamente ligados los dos tipos.de diá­
logo que antes se distinguieron, y ello, en tanto que modifica­
ciones de la temática fundamental que da su base en último
término a todo el interés del diálogo, a los temas especiales de
éste y al acontecimiento de la comunicación: la presencia de la
vida misma. En el «estado de trance» que se apodera de quienes
toman parte en un diálogo bien logrado se manifiesta el espíritu
de la vida en su carácter de totalidad. Esta es la dimensión
religiosa del lenguaje, para emplear los términos de la teoría de
la religión de Schleiermacher: el universo de sentido que se vuelve
captable en el tema del que se trata y en su articulación, o que,
simplemente, se experimenta como presente en ese sentimiento
de acuerdo con ei interlocutor que se articula luego en el inter­
cambio de manifestaciones casi arbitrarias. ' .

c) Fantasía y razón

Esta venida de la palabra justa, imposible de forzar, pero que


le acontece a quien está atentamente vuelto al asunto del diálogo,
y que, por ello, no es por azar como recuerda al advenimiento
de la inspiración, es un ejemplo de la actuación de la fantasía.
En la vida.de ¡a fantasía e¡ hombre se experimenta ál mismo

166. Cf. supra, nota 145. Acerca de la «elección de la palabra», cf. J.


Stensel, Philosophie der Sprache, 45ss. •
474 El mundo común

tiempo como creador y como dependiente. No en vano se habla


de las «ocurrencias» de la fantasía:'no puede traérselas a la fuerza.
Sólo en el estado de distensión comienzan a «fluir» las imágenes
de la fantasía167. Precisamente es de este modo como van aunadas
la fantasía y la libertad. Merece hacerse notar que justamente los
hombres de especial creatividad espiritual han resaltado el ca­
rácter de inspiración que poseían sus intuiciones1158. Este dato
hace pensar en las ideas de Hamann acerca del origen divino del
lenguaje. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la concepción
de Hamann, la inspiración divina y la creatividad humana no se
hallan en competencia por lo que hace a la acción de la fantasía,
sino que se copertenecen, en el sentido de que la inspiración es
condición de la creatividad. .
Desde Aristóteles, la antropolo'gía filosófica y la teoría del
conocimiento se han ocupado con la importancia capital que la
imaginación tiene en la vida espiritual de los hombres. La peculiar
compenetración de libertad creadora y de receptividad que ca­
racteriza la vida de la fantasía no ha sido sin embargo aprehendida
nunca con claridad plena. En Aristóteles, van juntas la fantasía
y la memoria. La primera produce representativamente el con­
tenido de la segunda, si bien puede ser que se introduzcan errores
al llevar a cabo el enlace169. Ha sido la modernidad —sobre todo,

167. H. Kunz, Die anthropologische Bedeutung der Phantasie I (1946).


7s, 16, ha llamado especialmente la atención sobre ei elemento de dependencia
que se da en la vida de la fantasía (cf. también 175ss, acerca del carácter pático
de ios actos espirituales). Asociándose a la opinión de Kunz. me referí ya en
1962 a la relevancia teológica de este rasgo del fenómeno de la fantasía (Wns
ist der M ensch?, 21). R. L. Hart, Unfinished Man and ¡he Imagination (1968).
en cambio, dejándose llevar por su interpretación voluntarista de la imaginación
(219-228), descuida la peculiar inclusión mutua de la creatividad y la depen­
dencia en la vida de la fantasía (a pesar de 228ss). La «capacidad de desligarse
de la propia situación y trasladarse a cualquier otra», que yo subrayaba en
1962, volverá a ser mencionada más abajo (en las notas 177ss), en conexión
con la importancia de la atención.
568. M. Polanyi, Schöpferische Einbildungskraft'. Zeitschrift f, philos.
Forschung 22 (1968) 53-70, habla explícitamente de la «inspiración» que guía
a la facultad imaginativa, «la cual, por su parte, desencadena a su vez las
fuerzas de la inspiración» (66). Polanyi, pues, cree que la inspiración y la
imaginación, la receptividad y la actividad productiva, están concertadas. Habrá
que volver a este asunto más adelante.
169. Por ello, en opinión de Aristóteles, las representaciones —que re­
ciben el mismo nombre que la facultad del alma que las produce, a saber:
I^os fundam entos de la cullura 475

el siglo X V III— quien primero ha valorado positivamente esta


libre capacidad de combinación170. Kant declaró a la imaginación
«productiva» o «inventiva» —distinguida de la meramente re­
productiva de los contenidos de la m em oria— fuente de todos
los rendimientos sintéticos de la razón en su aplicación a los
objetos de la experiencia171'. Mas el alcance de tal idea queda
todavía lftnitado en K a n t.'El rendim iento' sintético de la imagi­
nación productiva fue finalmente restringido en la segunda edi­
ción de la Crítica de la razón p u ra , a pesar de ciertos inicios
que hubieran permitido ir más allá, a la «esquematización» sen­
sible de la función del entendimiento, a suministrar a esta intui­
ción. Kant, por otra parte, siguió insistiendo en el carácter vo­
luntario de la imaginación. Ya Aristóteles había dicho que está
en nuestro poder, «siempre que queramos» (De an. 427b 18),
producir representaciones de la fantasía, como lo prueban las
aptitudes de quienes dominan la mnemotecnia. En Kant, este
rasgo del poder disponer a voluntad era el fundamento para dis­
tinguir entre imaginación productiva y fantasía172; distinción ésta
que da a entender que la atención de Kant no recaía en la relación
entre la ocurrencia que no puede forzarse y la actividad espiritual
creativa. Mientras a la actividad de la fantasía sólo se le atribuye

ipavictaíct— son «en su mayoría falsas», a diferencia de lo que ocurre con las
percepciones (De an. 428a 12). Acerca de la relación entre fantasía y memoria,
cf. De mein. 450a 22, así como los comentarios de H. Cassirer en Aristóteles‘
Schrift 'Von der Seele’ und ihre Stellung innerhalb der aristotelischen P hilo­
sophie (1932; 1968), 108ss, sobre todo, 114s.
170. J. H. Trede, en Hist. Wörterbuch der Philosophie 11 (1979), 347.
H. Langendörfer, Zur Theorie der produktiven Einbildungskraft (1940), rebaja
en exceso (24, 32) la diferencia, especialmente, 'por lo que hace a Tomás de
Aquino (18, 20s). Con todo, también en Tomás está descrita !a actividad de
la fantasía como formado (Sum. Theol. 1, 85 a 2 ad 3),
171. I. Kant, Crítica de la razón pura. A 115s, B I50ss. La importancia
fundamental de la imaginación en el conocimiento deriva del hecho de que,
en opinión de Kant, toda síntesis se apoya en la imaginación (B 103). Según
H. Mörchen, Die Einbildungskraft bei K ant: Jahrbuch f. Philosophie u. Phä-
nomenol. Forschung 11 (1930) 3 Ü -4 9 3 . en los esbozos previos a la Crítica
de la razón pura las propias categorías eran aún «funciones de la imaginación
in abstracto» (392). Pero ya en la primera edición se deja ver la tendencia a
restringir este papel (A 97; Mörchen 370, cf. 385).
172. I. Kant, Anthropologie in pragm atischer Hinsicht (1798) & 28; «Se
llama fantasía la imaginación en tanto que produce también imágenes invo­
luntarias». Cf. el núm. 340 de las Reflexiones sobre antropología (edición de
la Academia 15 [1923] 134). Cf, H. Morchen, o. c., 332.
476 El mundo común

la reproducción de lo conservado en la memoria, era natural que


se la viera sometida al libre capricho. Pero si se pone el énfasis
en l a . función creativa de la imaginación, tendrán que surgir
dificultades en este punto. Desde luego que puedo dedicarme a
mi capricho a pensar en algo que por el momento se resiste a
que lo recuerde; pero, en cambio, no puedo tomar la resolución
de que se me ocurra algo nuevo. O, por lo menos, la resolución
no garantiza en este segundo caso el éxito. Es cierto que tiene
que haber una diferencia entre la actividad no sometida, a reglas
de la fantasía en la conciencia que sueña, y la actividad disci­
plinada y conexionada con la reflexión que se observa en la
fantasía en el estado de vigilia173. Pero esta distinción no puede
captarse mediante la afirmación de la disponibilidad libre y ar­
bitraria. Esta quizá describa cornetam ente la facultad de hacer
intuitivos ciertos estados de cosas estructurales previamente da­
dos; pero nó atina con la esencia «inventiva» peculiar de la
imaginación que va ligada a la inspiración creadora1711. Y, sin
embargo, en la corriente intelectual que sigue a Kant la imagi­
nación creadora se piensa, bien incompleta y parcialmente, como
un ejercicio de libre capricho. Lá cumbre provisional de esta
tendencia se encuentra en Schelling, en quien la imaginación
productiva ya no quedaba restringida a suministrar intuición a
las funciones —previamente dadas— de! entendimiento, sino
brotaba inmediatamente de la actividad del yo: «... lo que llama
razón teorética no es sino la imaginación al servicio de la li­
bertad»175. Esta atrevida tesis sólo puede entenderse sobre el

173. Kant, o. c., § 28 y § 31.


174. Aunque Kant llama «inventiva» (Anlhropologie. . § 28) a la ima­
ginación productiva, no quiere darle el nombre de «creadora», debido-a que
«tiene que recibir de los sentidos la materia para sus construcciones» (ibid.).
Pero, en contradicción con esto, escribe luego del genio, caracterizado por la
«originalidad de !a imaginación» (§ 30), que su campo propio de actuación es
precisamente la imaginación, «porque es creadora» {§ 57). Ya M. Morchen
criticó la interpretación unilteral de lu imaginación como espontaneidad (Die
Einbildungskrafi bei kant, 316, 379, 401). En opinión de este autor, Kant no
pudo captar la unidad de receptividad y espontaneidad en la imaginación porque
para él «el yo pienso se halla fuera del tiempo» (406), de modo que el sujeto
está pensado como espontaneidad pura y, a la vez. sustancialmente (412.415s),
en vez de que se tematice su estar dado a sí mismo en ei proceso dei tiempo.
175. F. W. J, Schelling, System des tm nszendentalen Idealismus (1800),
en Werke III, 559, La cita que sigue es de 558. Desgraciadamente, el trabajo
de R. Hablützel titulado D ialektik and Einbildungskraft. F.W. J. Schellings
Lehre ron der menschlichen Erkenntnis (1954), 78ss, es vago y estéril.
Los fundam entos de la cultura 477

transfondo de lo que Schelling escribe a propósito de que el saber


activo del yo implica de suyo la diferencia entre tal actividad,
como sabida y finita, y lo infinito; mas la imaginación «se cierne
a medio camino entre la infinitud y la finitud», y, como dirá el
Schelling posterior, plasma (o sea, imagina) lo ' infinito en lo
finito y lo finito en lo infinito. También aquí, por tanto, está la
imaginación totalmente ál servicio del yo que actúa y de su
arbitrio. Es verdad que en los trabajos dedicados a la filosofía
del arte, Schelling intenta hacer justicia al hecho de que el genio
artístico viva la acción de la imaginación como una inspiración
que le sobreviene. Pero, muy significativamente, lo interpreta
como una ilusión natural, cuyo fundamento tiene que ser que el
yo en tanto que productor no consigue saberse inmediatamente
uno con su producto176.
Años después, Schelling matizó de nuevo modo esta con­
cepción en la medida en que en sus Lecciones sobre la filosofía
del arte (1802-1805) definió el genio del artista como «la idea
del hombre en Dios», o lo «divino -inhabitante en el hombre»,
de modo que la «plasmación» poética (la imaginación) «de lo
infinito en lo finito» podía estimarse «inspiración»171. Pero los
fundamentos de su teoría siguieron siendo los mismos. Lo único
que ocurrió es que, a consecuencia de [a tesis de la participación
del genio en Jo absoluto, no se planteaba ya el problema de la
contradicción entre 3a actividad creativa y la inspiración, desde
luego, a costa de la finitud de la libertad humana.
Pero, a lo que parece, tampoco la filosofía postidealista ha
visto en toda su claridad el problema. En la obra que J. P. Sartre
dedicó a la imaginación, ésta es equiparada con la conciencia
misma en tanto que realización de su libertad. El movimiento de
la conciencia que sobrepasa lo existente dado y lo constituye,
precisamente por esa «nadificación», en mundo, hace posible
con su trascendencia la imaginación y, a la vez, sólo puede

176. F. W. J. Schelling, System ... III, 615. .


177. Werke V, 459s (§ 62 y § 63). La definición de poesía (en contraste
con arte figurativa) que cito, se encuentra en 461 (& 64). Su actividad creadora,
llamada en este lugar «invención», se denominará ocasionalmente en otro
posterior —en el contexto del tratamiento del lenguaje— «inspiración» (634ss;
cf. 281).
473 El mundo común

expresarse en el acto de la imaginación178. No está aquí presente


el elemento de la inspiración; y, sin embargo, sería natural en­
tender de trascendencia de la apertura al mundo, sólo ante la cual
se muestra el mundo como unidad, en términos de apertura hacia
lo absoluto, y, de este modo, quedaría por su parte entendida la
imaginación como inspiración que procede del absoluto. Pero
estas ideas son incompatibles con la concepción sartriana* de la
libertad que se expresa en la imaginación. Tanto más urgente­
mente se nos plantea la cuestión de si cabe (y cómo, en caso
afirmativo,) aunar ambos aspectos de la fenomenología de la
fantasía.
La clave para la solución de este problema podría estar en el
papel de la atención que guía la actividad de la fantasía en el
estado de vigilia. Recordemos que, en el diálogo, el hecho de
que los participantes atiendan a la cosa que constituye su tema
es condición de que se dé la formulación certera y de que los
interlocutores permanezcan unidos en el objeto del diálogo va­
riando de escuchar a hablar. La atención, o, más bien, el volverse
preatencional que traza el campo dentro del cual puede moverse
entre los diversos objetos ia atención focal179, describe el hori­
zonte en cuyo interior estamos abiertos a las inspiraciones de la
fantasía. Ahora bien, la actitud de atender no es solamente cosa
del arbitrio, sino que, como la elección del fin en el contexto de
la acción (cf. nota 147), es una toma de postura global que tiene
sus raíces en el sentimiento, esto es, en la anticipación referida
a la totalidad de la vida propia. Ello hace inteligible que la
atención pueda estar vuelta a una cosa, por una parte, en el estado
de la fascinación y la posesión, pero pueda también, por otra,
«remitir» y retirarse de la cosa en cuestión. Las percepciones o
las representaciones de la fantasía que surgen dentro dei campo
preatencional se vuelven entonces el objeto de la atención focal,

S78. J. P. Sartre, L'Jm aginaire. Psychologie phenom énologique de


Vimagination (1940) 236s; cf. 232.
179. U. Neuisser, Kugnitive Psychologie, 117s. Este autor destaca Ja
importancia déla atención tanto para la imaginación como para la percepción
(124s). Tanto la «figura» percibida cuanto la imaginada se captan en procesos
constructivos que están basados en la atención. Por lo demás, Neisser registra
el hecho de que ninguna teoría psicológica contemporánea «toma suficiente­
mente en cuenta la naturaleza constructiva de ios procesos espirituales supe­
riores» (376).
Los fundam entos de la cultura 479

a cuya luz, y mediante la reflexión sobre el horizonte de totalidad


de ese campo, son aprehendidas constructivamente en su pecu­
liaridad dotada de configuración propia. ■
A sí se engarzan el momento de inspiración y el momento de
actividad creativa. Las inspiraciones de la fantasía ponen en m o­
vimiento la actividad constructiva —ligada a la reflexión— de
* Ja imaginación (véase la nota 75 al capítulo tercero), gracias a
la cual el horizonte temático anticipado por la atención adquiere
forma concreta, o bien se enriquece con este o el u rasgo par­
ticular. Es considerando el papel desempeñado por la atención
como se hace inteligible, por un lado, el hecho de que no podamos
forzar las ocurrencias de la fantasía, mas también, por otro, que
la actividad del hombre no quede eliminada por ellas, sino, al
contrario, ella misma activada en Ja dirección de la concreción
productiva de la totalidad de la vida anticipada en el sentimiento;
concreción que tiene lugar en el medio de los temas y cosas a
los que la atención está vuelta. La imaginación es, pues, real­
mente el elemento vital de la libertad que se concreta. Y, al
.mismo tiempo, a la consideración teológica se le muestra como
paradigma de la relación entre la gracia y la libertad. Mas el
papel de la atención al lado de la imaginación hace también
inteligible que las inspiraciones de la fantasía no representen
siempre, en modo alguno, la palabra auténtica de Dios al hombre
en su situación concreta. Dios puede hablar al hombre a través
. de las inspiraciones sobrevenidas en la fantasía de éste, siempre
que con corazón puro esté abierto al todo del mundo en que vive
y a Dios en tanto que fundamento y fin de este mundo. Pero
cuando la atención del hom bre asocia la totalidad de su vida con
otras esferas temáticas de modo que éstas no dan ya testimonio
de Dios como fundamento y término perfecto de todas las cosas,
■ sino, desprendidas de ello, se dedican única y plenamente al
interés del hombre, entonces también la vida de la fantasía es
corrompida por este trastrueque. El pecador, cuya atención está
reducida al objeto de su concupiscencia egoísta, o gira en el
vértigo de la envidia y el odio, ya no encuentra en las imágenes
de su fantasía la voz de Dios, sino las sugestiones del diablo.
Lo uno y lo otro, ciertamente, dan prueba de la dependencia de
la libertad creativa de la conciencia del hombre respecto de las
inspiraciones de la fantasía. Y como la vida del lenguaje está tan
480 El m undo común

persistentemente determinada por la fantasía,.no es-de admirar


que el lenguaje humano pueda también ser deformado por una
fantasía corrupta180.
El papel que juega la atención en la actividad de la fantasía181
hace aparecer también a nueva luz la relación entre ésta y la
razón, porque a las ocurrencias de la fantasía les viene.dado, en
virtud de su relación con la actitud picatencional, un ámbito de
referencias en el que se perfila su significado. No aparecen, pues,
aisladas, mas tampoco en la fluencia sin contornos de la «co­
rriente de la conciencia», sino en el ámbito de un campo aten-
cional que, por su parte, está referido a la problemática de la
totalidad y la identidad de la vida y, en consecuencia, va des­
plazándose a medida que progresa la experiencia. Pero esto quiere
decir que hay ya siempre en la vida de la fantasía, al menos en
el estado de vigilia, esa tensión entre lo particular y lo general
que aparece ya en la percepción en la forma de la referencia de
los objetos al espacio, y que constituye el ámbito de la actividad
de la razón. ■

180. Entra en uno de los aspectos de este problema I. HJich, Spracbge-


fangenschaft. Warenbezogene Sprachlühmimgen im Gesprach über die Umwelt,
en: Peils-Mohler (eds.), Der M enscb nrid seine Sprache, 320-337. No todo
«idiolecto», por cierto, es superior, desde el punto de vista de la autorrealización
del lenguaje, a Ja comunidad cultural —cuando la hay—, sino que la riqueza
de la competencia lingüística del individuo es hecha posible por la riqueza de
la herencia cultural connotatívamente copresente en las palabras de la lengua.
Las conexiones entre las deformaciones lingüísticas y la neurosis han sido
examinadas, sobre todo, por J. Lacan, y, en la perspectiva marxista, también
por A. Lorenzer (Sprachzerstórmtg und Rekonstrukíion [1970]). Un pendant
teológico puede encontrarse en ciertos desarrollos de G. Ebeling acerca de la
función terapéutica déla hermenéutica como «superación de las perturbaciones
lingüísticas» (Einfiihrung in die theologische Sprachlehre [1971], 189; cf.
190ss). .
181. Tan sólo cesa en el sueño, en el que. según E. G. Schachtel {Me­
tam orphosis, [1963], 72) regresamos a aquella embeddedness primitiva en el
nexo simbiótico preconsciente de la que ei yo se ha desprendido en el curso
de su desarrollo. En las fases de ensueño, las imágenes de la fantasía fluyen
sin que las guíe ¡a atención del yo, pero tanto más evocadas, entonces, por las
excitaciones afectivas y ¡as angustias. Cf. el modo en que Piaget discute (La
form ación d el símbolo en el niño. Imitación, juego y sueño. Imagen y repre­
sentación, 250-265) la interpretación de los sueños freudiana. Piaget niega que
haya memoria (reprimida) de los acontecimientos más antiguos de la infancia,
ya que la memoria'misma sólo surge en el curso del desarrollo individual. Por
otra parte —afirma también—, el simbolismo inconsciente se extiende a mucho
más que al dominio de los fenómenos de represión.
Los fundam entos de la cultura 481

La razón no engendra por abstracción lo universal, ni tampoco


lo hace —nominalistamente— a través de la universalidad de las
designaciones lingüísticas. La reflexión raciona], al presuponer
tanto la vida sensomotora de la percepción como la vida del
lenguaje y la de la fantasía, se mueve ya siempre en la tensión
entre forma y campo, todo y parte, particular y universal. Ambas
caras, ciertamente, sólo adquieren claro perfil en la reflexión
racional. E. Cassirer, tras los pasos de las críticas de Lotze y
Sigwart contra la teoría de la abstracción, subrayaba con justicia
que «el rendimiento originario y decisivo del concepto» no está
en comparar y compendiar ciertas representaciones ya dadas, sino
en «conformar en representaciones las impresiones»182, lo cual
es una tafea que está ya siempre consumada por el lenguaje, por
cuanto identifica las representaciones mediante palabras y las
hace así repetibles y, por lo mismo, las vuelve disponibles en
tanto que idénticas, y, en fin, hace posible interrogarse por sus
relaciones, diferencias y rasgos comunes. Pero, asimismo, tam­
bién lo universal está ya dado siempre de antemano a la reflexión
como unidad simbiótica, campo en que moverse, espacio de los
objetos y mundo. Constituye el horizonte tácito y atemático1®3
en el que aparecen los fenómenos —bien de la percepción, bien
de la fantasía—. Por la actividad de la reflexión son puestos en
relación recíproca y diferenciados unos de otros según los puntos
de vista de la unidad y la diversidad —de los que se dispone
gracias a la obra identificadora del lenguaje—. Tal actividad
queda descrita sólo por un lado cuando se la trata únicamente
como esa función de los procesos de categorización de la que
habla Lenneberg, un lado que es, en concreto, el de la identi­
ficación de lo particular como «forma» y su clasificación en
esquemas universales (móviles).- Mas ya la identificación de lo
particular supone la reflexión sobre el campo en el que se destaca

182. E. Cassirer, Phitosophie der synboiischen Formen I, 252. .


183. En esta perspectiva, la interpretación filosóficotrascendental que K.
Rahner ha hecho de k teoría tomista del conocimiento (Ceist in Welt. Zur
Metaphysík der endlichen Erkenntnis bel Thomas von Aquin [1957]) desarrolla
una interpretación teológicofundamental de la estructura de la conciencia con
la que entran en contacto las reflexiones que estoy exponiendo. Aunque, cier­
tamente, el esquema de reflexión trascendental de Rahner es reemplazado aquí
por un procedimiento más bien fenomenológico, que inserta la problemática-
de la conciencia y la autoconciencia en un contexto antropológico más amplio.
482 El mundo común

lo particular como esto particular del caso. Al mismo tipo de


reflexión pertenece la pregunta por la totalidad de los procesos
de categorización. Puede ser muy bien que la atención de los
hombres esté primordialmente vuelta a los objetos particulares
del entorno; con todo, el horizonte que los engloba está ya siempre
dado a 'la vez que ellos, al menos atemáticamente. Y es sólo
reflexionando sobre ércom o se vuelve inteligible el problema de
la subsunción bajo un universal, o sea, la estructura del proceso
de categorización.
Así pues, aunque el hombre está vuelto primordialmente a
los objetos de su entorno, en tanto que ser excéntrico desarrolla
tempranamente —comenzando por la clasificación del cuerpo
propio en el espacio de los objetos, aproximadamente en el paso
del primero al segundo año de vida— una relación reflexiva
consigo mismo y, al hacerlo, desarrolla también una relación con
ta unidad omniabarcante que hace posible su categorizar las cosas
poniéndolas bajo conceptos. Este horizonte del vivir propio va
para el hombre, antes que nada, acompañando al horizonte del
mundo, en el que aprende a entenderse como un miembro. Pero
objetivamente, en la tematización de una realidad divina que
fundamenta la unidad del mundo da noticia de sí también ya
siempre un saber referido a un misterio que sobrepasa el mundo
todo, en el que el vivir propio —que trasciende el mundo y, en
esa medida misma, lo abarca en sí— se halla misteriosamente
entretejido. Sólo más adelante se le manifestará al hombre este
misterio como el fundamento y la esencia de su libertad. Pero el
hombre ha experimentado ya desde antiguo que el misterio divino
del mundo no es solamente su oscuro abismo, sino que está vuelto
hacia el hombre en medio del mundo y eleva hacia él la vida
humana’84. Esta antigua experiencia se ha hecho por la palabra
divina y fundadora del mundo.
1 i
184. E. Jüngel (Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, 303ss)
ha puesto de relieve, apelando con toda justicia a la noción neotestamentaria
de mysterion como plan salvífico de Dios —pero (¿y?) también en concordancia
con ios fenómenos .del ser hombre— , que el silencio dei misterio divino no
puede ser la última- palabra de la teología cristiana. Sin embargo, ha achacado
ilegítimamente a' K. Rahner (a pesar de que critica fundadamente la idea de
éste del «tenerse a sí mismo» como tesis básica de la doctrina sobre Dios; 291)
tal teología.dei silencio de Dios. En efecto, también para Rahner la autonoti-
ficación amorosa de Dios es, desde luego, lo específico de la doctrina cristiana
Los fundam entos de la cultura 483

d) Las implicaciones religiosas del lenguaje y ■la teología

La palabra divina que funda el mundo es, ciertamente, en


primer lugar, la palabra del mito. Es la palabra en la que la cosa
misma está presente, y lo está de modo que la cosa se manifiesta
desde sí misma en la palabra y, al.mism o tiempo, constituye el
contexto en el que aparece183. Lfa característica representación
m ítica de un tiempo del origen en el que aconteció la instauración
del orden del mundo está seguramente en correlación con esa
peculiaridad estructural de la comprensión m ítica de la palabra.
En que contenidos se ha representado esto en cada nexo expe­
riencia!, es decir, con qué figuras divinas se asoció la instauración
del mundo, es cosa con la que no tenemos ahora que ocupamos
pormenorizadamente. En cambio, no debo dejar sin mencionar
lo que hay de común y de diferente en el uso m ítico y en el
mágico de la palabra186. La copertenencia real de la palabra y la
cosa ofrece la posibilidad de disponer de la cosa o de la persona
mediante el nombre que la designa. Este uso mágico de la palabra
está en oposición con la experiencia m ítica de cómo la cosa se

sobre él, a cuyo servicio está la propia perspectiva del silencio por ei que Dios
se distingue del mundo (cf. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe , Bar­
celona 1979, 39s, S47ss, 253).
185. Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen II, 33, vio muy bien
en la no diferencia primitiva entre palabra y cosa la raíz común de! símbolo
lingüístico y de! mito. En cambio, el momento diferencial, cuyo análisis pedía
también con toda razón (28s), aparece con menos claridad en su exposición,
prescindiendo de que el lenguaje se desliga en su función «significativa» de la
unidad inmediata de las palabras y las cosas. El mito es'entonces nada más
que la expresión de la conciencia simbólica que carece de conciencia de la
autonomía de su actividad configuradora. Ahora bien, parece que hay otra
peculiaridad del lenguaje mítico que tiene su fundamento en la propia esencia
del mito y que ha sido pasada por alto por Cassirer, aunque es decisiva por lo
que hace al desarrollo de la religión que trasciende las formas míticas de
conciencia, a saber: la función constituidora de mundo que va ligada a la palabra
del mito. '
!S 6 . Acerca del concepto de magia y de su relación con la religión, cf.
la crítica de A. E. Jensen (Mythos und Kult bei Naturvölkern [1951], 251-283)
a los partidarios de una fase «preammista» de la magia, anterior al surgimiento
de la religión propiamente dicha. Cf. sobre todo 262ss, contra C- H. Ratschow
(Magie und Religion [1947]). Jensen piensa que fue la pérdida de su sentido
originario la que hizo de ciertas fórmulas religiosas conjuros mágicos (275),
en tanto que no hay pruebas de que fueran alguna vez los fines profanos lo
primero en el tiempo y lo esencial de los cultos (254s).
484 El mundo común

hace presente a sí misma por medio de la palabra. Por otra parte,


este uso mágico de la palabra puede atribuirse a-la deidad misma,
especialmente en el contexto de la producción del orden del
mundo. Pero la fuerza de la palabra poderosa para obrar la ben­
dición y la maldición también se adscribe al hombre en ciertos
instantes* sobresalientes de su vida, por ejemplo, en el nacimiento
de un feijo o cuando la muerte se le acerca.
Todo este complejo de la concepción mítico-mágica de la
palabra está sin duda también en el fondo del modo bíblico de
referirse a la palabra de Dios187. Tanto la idea de la creación
mediante la palabra, como la de la palabra eficaz y poderosa en
general, que produce inmediatamente los objetos que designa,
debieran ser imparcialmente consideradas por la teología como
representaciones de origen m ítico, como asimismo la concepción
de la unidad de la palabra y la cosa, que está en el fundamento
de ambas. Quien está dispuesto a reconocer que también en los
textos bíblicos aparecen elementos míticos, debería también estar
dispuesto a admitir que la relación con el pensamiento mítico es
en pocos dominios tan estrecha como, precisamente, en lo que
concierne a la concepción de la palabra. No hay por qué pasar
acto continuo a reducir por ello, en el sentido de una desmito-
logización radical, toda referencia a la palabra de Dios a una
forma expresiva de la autocomprensión del hombre. Cabe, en
efecto, también, preguntarse por lo que contienen de verdad la
concepción mítica de la palabra y en genera! ios mitos respecto
de la realidad entendida por ellos y distinta del hombre, y asi­
mismo cabe preguntarse por las modificaciones que ha experi-
mehtado en el pensamiento bíblico la noción mítica de la palabra.
Pero habría que guardarse de ir a buscar la singularidad de la
revelación bíblica en ideas en las que no se la encuentra. A causa
de la importancia básica para la tradición que tiene la noción de
la palabra de Dios y su autoridad en la teología cristiana, y
especialísimamente en el protestantismo, hay hasta hoy en esta

187. Sigue siendo básico el libro de L. Durr, Día Wemttig des gottli.chen
Wones im Aíren Testament und im antiken Orient (1938). Acerca de la creación
del mundo mediante la palabra en el caso de Ptah de Menfis, cf. 23s: cf. !7s
para lo que hace a las ideas sumerias y babilónicas que corresponden con esa
representación egipcia. La idea de !a fuerza destructiva de la palabra de Dios,
que aún se encuentra en Jeremías (23, 29), evoca el poder de la palabra de
eficacia mágica que se atribuía al dios sumerjo Enlil (9s).
Los fundam entos de la cultura 485

cuestión peculiares bloqueos y . déficits en la conciencia crítica


de los teólogos, que suele por lo demás ser tan serena. Así, por
ejemplo, el programa de desmltologización de R. Bultmann y la
discusión que suscitó guardaron un silencio muy notable respecto
de la estructura m ítica de la noción de la palabra de Dios. Sin
embargo, sólo una vez que se reconoce en toda su dimensión
este estado de cosas es cuando 'cabe preguntar por los rasgos
específicos en la concepción bíblica de la palabra de Dios que
llevan más allá de la noción mítica. Debe suponerse que se los
descubrirá donde se distinga entre la paiabra de Dios y su for­
mulación humana; y donde ¡a referencia al futuro de la palabra
profètica no se piense como cumpliéndose automáticamente a
partir del efecto mágico de la palabra divina, sino de tal modo
que Dios permanezca siendo el Señor de la palabra que ha sido
pronunciada en su nombre; y, por fin, allí donde la palabra esté
pensada, en conexión con la idea de la sabiduría divina, como
ordenamiento inteligible del mundo, y, así, aparezca en el lugar
del mito la noción del logos divino188. Ciertamente, la oposición
entre el logos —el logos que no sólo actúa en- el hombre, sirio,
sobre todo, en el cosm os— y el mito no es una exclusión mutua,
y el pensamiento cristiano de la encarnación del logos divino
permite incluso ser descrito como una reincorporación de la idea
básica de la palabra mítica en tanto que manifestación simbólica
de la cosa nombrada en el medio sensible de los sonidos
a r t i c u l a d o s s i bien en un plano de matización superior, en el
que se comienza por distinguir el contenido objetivo de la palabra
y su manifestación sensible. Todo esto no tiene gor qué inquietar
ai teólogo, si no insiste, en un purismo necio, en que la palabra
bíblica de Dios se halla depurada de toda adición humana (y,
tanto más, mítica). Podría ser también, en efecto, que la palabra
de Dios en la Biblia, y, sobre todo, el logos del NT, hayan
asumido en sí y superado el contenido de verdad presente en la
concepción mítica de la palabra. Y, de otro l'ado, irónicamente,

188. Acerca de la veíación entre nú9o<; y X óyo^, cf. W. F. Otto, Die


Gestalt und day Sein. Gesammeltc Abhandlungen iiber den Mythos und seine
Bedeutuftg fü r die Menschheit (1955) 66 s .
189. Según H. G. Gadamer, el pensamiento cristiano de la encamación
conviene muy bien al «ser del lenguaje», esto es: a la presencia de la cosa en
el símbolo que es la palabra ( Verdad y método I, 502; cf. 204s sobre la noción
de símbolo). '
486 El mundo común

la teología purista de la palabra autoritativa de Dios adolece con


mucha facilidad de la tendencia a considerar como lo peculiar­
mente bíblico los rasgos míticos y, especialmente, los rasgos
mágicos de la palabra de Dios poderosa y eficaz, mientras deja
en segundo plano, en cambio, lo qué si es específica y diferen­
cialmente bíblico en todo ello.
La teología que, precisamente en interés de la pretensión de
verdad contenida en las tradiciones bíblicas, no se cierra a la
necesidad de reflexionar críticamente sobre ellas en el contexto
de la experiencia moderna del mundo, no podrá, ciertamente,
reproducir sin más la estructura de la noción mítica de palabra
como verdad autoritativa para nuestro tiempo. La tentación de
llevar a cabo, valiéndose de categorías actuales de estructura
aparentemente análoga, una modernización externa que deja todo
igual no sólo objetivamente, sino incluso por lo que hace a la
forma consuetudinaria de captar el problema, acecha, desde lue­
go, de siempre a la apologética teológica. Pero con tales mo­
dernizaciones superficiales 'se hace flaco servicio a la verdad
objetiva. ' '
Una tentación de este tipo es la que tiene hoy planteada la
teología —por lo que se refiere al concepto de palabra de Dios
y al carácter de fe del discurso cristiano— sobre todo en la
posibilidad de echar demasiado rápidamente mano de la teoría
de los actos de habla. El evangelio se presenta entonces como
una acción lingüística perfonaativa que constituye eila misma la
verdad de su mensaje en la esfera que ella franquea. La verdad
de las proposiciones kerygmáticas queda así presuntamente sus­
traída a la cuestión humana que pregunta por su verificación o
refutación190. Se comprende el interés apologético por inmunizar

190. A sí, en O. Bayer, Wa¿- ¡sí das: Theologie. Eine Skizze (1973), 24ss
(«Eas palabras performativas, asunto de la teología») y 52s. Es evidente que,
a propósito de las «acciones lingüísticas elementales en ias que ei evangelio y
[a ley —liberando y obligando— imponen su vigencia» (80, 83), hay ya que
pensar en acciones lingüísticas humanas (a saber: la proclamación), a diferencia
de como ocurre en 31s. Pero esíá característicamente ausente la distinción clara
entre ambas cosas; del mismo modo que lo está también ia conciencia (todavía
presente en Austin) de que en el habla concreta están entretejidos elementos
performativos con elementos «constatativos». A una con la distinción entre la
humanidad de la proclamación y su contenido cognitivo, falta incluso la pre­
gunta por la competencia de la acción lingüística kerygraática y por su fun-
Los fundam entos de la cultura 487

al kerigma contra la reflexión crítica, pero se paga por elio un


alto precio. Se supone, desde luego, que se trata de una acción
lingüística de Dios, pero es evidente que nos sale al encuentro
sólo corno proclamación humana. Ahora bien, si ésta se interpreta
a su vez como una acción lingüística, no hay yá posibilidad alguna
de diferenciarla de la cosa a la que se refiere y, por lo tanto, de
que quepa entenderla como legitimada desde ella misma. De
modo que la tesis que afirma que esa interpelación es una acción
lingüística divina recae en seguida sobre el hombre que lleva a
cabo acciones lingüísticas, y se ve forzada a estimarla como una
proyección antropormóñca.
En otra versión, ía interpretación de los enunciados de fe
como expresiones performativas toma desde el principio la forma
de la descripción de ciertas acciones lingüísticas humana?, ape­
lando a que, en general, las oraciones de belief son expresiones
performativas'91. Pero, de este modo, el hombre que actúa se
sitúa con tal exclusividad en el foco de la comprensión del dis­
curso religioso, que ya no cabe considerar una realidad divina
que pueda diferenciarse de él192. Se plantean aquí, a propósito

damento. La respuesta a esta pregunta ni siquiera planteada apenas podría evitar


el recurso «constatativo» a lo que es cognitivamente relevante. Acerca de la
noción de promesa, que no cabe reducir a la de mero mensaje de confortación,
cf. supra, 462.
191. A sí, en la opinión de W. D. íust ¡os enunciados de fe «están de­
terminados predominantemente por su papel ilocucionario..., por su carácter
de acciones» (Religiöse Sprache und analytische Philosophie. Sinn und Unsinn
religiöser Aussagen [1975], 148, cf. 144). La afirmación de este autor de que
el sentido de los enunciados de fe «se yerra totalmente cuando se ios entiende
como enunciados descriptivos de ser acerca de D ios» (151) — si bien concuerdan
con éstos al menos «desde el punto de vista de la gramática superficial» (150) — ,
está basada en la distinción, adelantada en Í44ss, entre el uso «parentètico» y
el «no parentètico» de «yo creo». Acerca de cómo estos aspectos van juntos,
véanse las explicaciones que ofrezco en Cuestiones fundamentales de teología
sistemática, 77ss; sobre todo 90s.
192. No se ha dado suficientemente cuenta de ello W. Trillhaas (Reli-
gionspkilosophie [1072]) cuando, remitiéndose a la teoría de los actos de habla,
define con total generalidad «el lenguaje religioso como acción» (237ss). Con
ello se echa el lenguaje religioso en el mismo saco que la magia (cf. el artículo
Wortzauber, de H. Schweppenheimer, en el Fischer-Lexikon Philosophie
[1958], 314s, citado por Trillhaas en 239). Se pasa así por encima de la
diferencia entre la concepción mítica y la mágica de las palabras. Sin duda que
hay, como dije arriba, acciones lingüísticas, en el sentido propio del término,
en el contexto de la vida religiosa; pero van insertas en un contexto lingüístico
que no posee ningún carácter de acción. ■
488 El mundo común

del problema de la comprensión del lenguaje, tareas análogas


que en Ja temática de la justificación: las concernientes a la
delimitación de las pretensiones de la acción del hombre. La
reflexión teorética sobre cómo debe entenderse el lenguaje ha de
retrotraerse a más acá de la reducción que supone la teoría de
los actos de habla, para poder llegar a la vista de la dimensión
en la que el lenguaje y la problemática religiosa'van juntos. Pero
esto no significa que haya que retroceder incluso más allá del
fenómeno del acuerdo lingüístico situacionalmente localizado en
el mundo de la vida, hasta una teoría del lenguaje formalizada
y depurada de las indeterminaciones del lenguaje cotidiano, que
tendría supuestamente que garantizar la comprensibilidad de éste.
Sucede más bien que, precisamente debido al enlace en él de
determinación e indeterminación en las expresiones, el lenguaje
cotidiano hace posible un proceso vivo de comprensión cuyo
«horizonte de sentido tácito» (H. G. Gadamer) está abierto a la
dimensión religiosa de ia realidad. Si, en cambio, se poda todo
el lado del sentido lingüísticamente articulado que transcurre en
la dirección de lo indeterminado, y no queda otra cosa que el
significado unívoco de palabras petrificadas en términos defini­
dos, entonces se sacrifican no solamente el proceso vivo y pro­
ductivo de la expresión y el acuerdo lingüístico, sino también su
dimensión religiosa profunda1'-13, y ya no cabe describir el discurso

193. Asi sucede, con la ¡mención declarada de ia «crítica de la metafísica»,


con el postulado del positivismo lógico que exige sustituir el lenguaje cotidiano
por un lenguaje formalizado, al menos por lo que hace ai uso de la ciencia.
Se lia hecho valer contra esta posición el hecho de que es imposible ir más
allá y detrás del lenguaje cotidiano. El «constructivismo» de Erlanges (W.
Kamlah-P. Loren^en. Logisché PropiidetUik fl967]; Kuno Lorenz, Elemente
der Sprachkiitik f!970]), parece enfrentarse a ios mismos problemas, en la
medida en que piensa que hay que crear la base de la comprensibilidad del
lenguaje —dada tácticamente ya siempre en el lenguaje cotidiano, a pesar de
su parcial indeterminación— reconstruyendo la situación en que se introduce
y se emplea el discurso. Alcanzar un nivel más alto de precisión es tarea de
la aprehensión intelectual de las esferas de objetos de que se trate, pero ya no
de ia filosofía del lenguaje. Esta tiene, más bien ocasión de manifestar la
importancia que posee también para la ciencia la fuerza reveladora de objetos
de la articulación del lenguaje cotidiano; una fuerza que tiene su fundamento
en el carácter abierto de las estructuras significativas de este lenguaje (enfren­
tado contra la reducción que es la definición explícita de los términos). La
mencionada importancia alcanza también, y en forma especial, a la teología.
Desgraciadamente, las Sprachh'iluche Untsrsuchungen zum christiichen Reden
Los fundam entos •de la cultura 489

sobre Dios más que como una trasferencia de significados pri­


mariamente definidos como seculares194. Pero ¿a dónde se trans­
fieren en este caso ías palabras, sino a un horizonte vacío, de
modo que la metáfora no resulta otra cosa que una proyección195.
No hay duda alguna en que la teología tiene-que introducirse
en la reflexión teórica-sobre el lenguaje, porque, como G. Ebeling
, ha escrito muy, certeramente, «lo que el evangelio contiene no
puede salir al encuentro de nadie como no sea en la forma de

vott Gon, de J. Track (1977). tan instructivas en tantos otros respectos, no


perciben cómo ello es así. en la medida en que, a pesar de que tomen distancia
crítica del ideal del «ortolenguaje» (140, nota 70; I26s.. cf. 142 nota 75 et
passim ). hacen suyos los postulados metódicos del constructivismo (103ss),
J 94. J. Track, o, c., 168ss, 189. En anteriores trabajos sobre la noción
de analogía también yo supuse que el discurso sobre Dios sólo surge gracias
a una transferencia del uso lingüístico secular. Ciertas observaciones que per­
miten inferir un origen pnmordialmente religioso del significado de ciertas
palabras (como, por ejemplo, ‘vida’), así como el análisis crítico de la llamada
teología de la palabra de Dios, me han llevado a ocuparme con más pormepor
de la importancia de la problemática religiosa en el origen deí lenguaje. Los
resuitados de esta labor son los que expongo en el presente libro. La teoría de
la transferencia análoga unilateral desde la experiencia a Dios, que se apoya
en el empirismo aristotélico, tiene que suponer dados ya al menos la propia
palabra ‘D ios’ y su sentido básico. Tai presupuesto quedaba asegurado en la
teología medieval mediante la idea de la causa primera. El problema se plantea
de tina manera análoga sobre el terreno de ia teoría simbólica de! lenguaje
religioso de P. Tillich (cf. G. Wenz, Subjekt imd Sein. Die Entwicklung der
Theologie Paul Tillichs [1979], 161ss; sobre todo, 171ss); y se insinúa también
en .1. Track (cf. nota siguiente).
195. La apon a a la que aquí se da lugar la muestra la interpretación del
término ‘Dios' como expresión «sincategoremática» (como «sinsemántico»),
al modo de las conjunciones o las preposiciones, en F, Karabartel (Theo-
logisches: Zeitschrift ev. Ethik 15 (1971), 32-35). J, Track ve que lo proble­
mático de esta propuesta está en que se aparta del uso «gramático-superficial»
de esa palabra como nombre propio y descripción (228s; cf. 251), de modo
que no puede reconocerle a tal uso más que una significación restringida (26 ls).
Tomada por sí, una interpretación de este término como sincategoremático
tendría que llevar a la negación de la trascendencia y a la aseidad de la realidad
divina, que son el fundamento de cualquier discursp acerca de la gracia. Por
eilo, es sorprendente que G. Ebeling (Gott und Wort [1966], 55) se encontrara
dispuesto, a una «indicación» en este sentido de P. Lorenzen, a aceptar se­
mejante teoría, que más bien se adapta a una teología como la de H. .Braun.
Quien desee concebir la relación de Dios con el mundo como determinada por
la acción libre y graciosa de Dios, no podrá renunciar a la interpretación de la t
palabra ‘Dios’ como «denominador»; inteipretación ésta, que, por cierto, no
está sólo sugerida, pues, por la «gramática superficial». Por otra parte, el uso
del término 'D ios’ como «denominador» (Track, 280ss) habrá de presuponer
que esta palabra no posee un sentido fundamental metafórico. .
490 El mundo común

una comunicación lingüística». No habría, pues, que condenar


como sacrilegio a la autoridad sacrosanta de la palabra de Dios
el recurso a las consideraciones científicas y filosóficas sobre el
lenguaje. A qué dudosa luz, considerada críticamente con cri­
terios teológicos, tiene que presentarse por su parte una posición
que practicara tal condena, es asunto'con el que ya me he ocu­
pado. E. Güttgemanns ha salido coA toda justicia erf defensa, en
cambio, de la necesidad de tomar en consideración en la teología
las construcciones teóricas de las ciencias del lenguaje'96, su
transferencia de instrumentos y conceptos de la gramática ge­
nerativa transformacional de Chomsky a la teología entendida
como «poética generativa» se muestra fecunda en muchos res­
pectos y abre perspectivas nuevas a la hermenéutica197 y, sobre
todo, a la exégesis productiva en la predicación. Pero el marco
teórico de la gramática transformacional requiere una amplia
revisión: por un lado, para tomar en cuenta las objeciones que
se le han presentado en la discusión lingüística y filosófica, y,
por otro, para abrir en él el espacio que necesita el objeto de la
teología. Cómo la competencia lingüística' descansa, según
Chomsky, en estructuras gramaticales innatas, el empleo de este
concepto en la teología o bien someterá la revelación bíblica de
Dios a ciertas estructuras aprióricas de la razón del hombre —al
modo como ocurría, por ejemplo, en La religión dentro de los
límites de la mera razón, de K ant—, o bien obligará a pensar
las propias estructuras gramaticales (quizá en la dirección de la

196. E. Güttgemanns, Theologie als sprachbezogene Wissenschaft, en:


Siudia Lingüistica Neotestamentica. Gesammelte Aufsätze zur linguistischen
Grundlage einer neutestamentlichen Theologie (1971), 184-230; sobre todo,
196ss, en contra de E. Grasser, Von der Exegese zur Predigt. Wissenschaft
und Praxis 60 (5971) 27-39 y Die falsch programmierte Theologie: Evange­
lische Kommentare 1 (1968) 694-9, Güttgemanns ataca que Grasser «hipos-
tatice» !a palabra de Dios (201), y tiene razón cuando califica tai discurso de
«mitológico» (203; cf. 208). ,
197. Especialmente, cuando expone la «trascendentalidad» de lo mentado
en el texto y, con ello, también del mentario (213: ei «sensus litteralis en tanto
que abierto a priori al sensus pienior»), dando acogida a !a lingüística contextúa]
unida a Ja estética de la recepción de R. Jauss (204), Es desde aquí desde donde
se entiende la pretensión de Güttgemanns de que su teología lingüística es la
«heredera legítima» de la hermenéutica moderna que fundó Schleiermacher,
Glaube und Grammatik. Theologisches Verstehen als grammatischer Textpro­
zess, O. Gerber-G. Güttgemanns (eds.), (1973-1974), 5s. No por ello es preciso
que sea «la única heredera legítima» (ibid).
Los fundam entos d e la cultura 491

actitud que Piaget tomó contra Chomsky) como constituyéndose


en el proceso de la experiencia e históricamente,mutables. Pero,
en tal caso, habría también que situar en general a mayor pro­
fundidad el fundamento de la comprensión del lenguaje: en un
plano en el que habría que aclarar las bases de la relación en que
están mutuamente Dios y el lenguaje.
La teología no puede simplemente adherirse a ésta o aquella
concepción metódica secularmente establecida, sin arrojar por
ello mismo prejuicios sobre su tema propio. Por ello, la concep­
ción secular de los métodos debe ser contrastada con la dimensión
religiosa de la esfera fenoménica correspondiente —que, por
regla general, ha quedado cegada—, y debe ser revisada críti­
camente a la luz de esta reflexión. Por lo demás, la teología no
está en los asuntos lingüísticos —a pesar de que E. Güttgemanns
lo haya presentado así en una ocasión198— sólo puesta ante la
alternativa de, por un lado, la gramática trasformacional gene­
rativa de Chomsky (o su ampliación semántica debida a J. J.
Katz), y, por otro,, la lingüística conductista.. Junto a ellas se
encuentran, al menos, la teoría de los actos de habla y el rela­
tivismo lingüístico.
También este último ha sido aplicado en teología de un modo
original. Según H. Fischer, especialmente en la sintaxis de las
lenguas se engendra una «compulsión intelectual». Como en mu­
chos lenguajes —sobre todo en (os indogermánicos— la pro­
posición se estructura como el enlace de sujeto y predicado, los
procesos se representan como acciones de un sujeto. En cambio,
ciertas lenguas asiáticas, como el chino o el japonés, no conocen
este «imperativo de sujeto». En consecuencia, H. Fischer, par­
tiendo de la suposición de que el lenguaje desempeña una función
determinante para el pensamiento, infiere que la idea del origen
, del mundo de la acción de un sujeto —la idea de creación— es
sólo una repercusión sobre el pensamiento del «imperativo de
sujeto» sintáctico. En su opinión, la misma idea teista de Dios
queda así sin fundamento. La palabra ‘D ios’ no debería sino

198. Theologie ais sprachben.ogene Wissenschaft, 215. Para la crítica de


Chomsky, cf. supra, notas 90 (Piaget), 114 (M. Eigetv), 162 (M. Watvdraszka);
además, G. Seebass, Das Problem von Sprache tmd Denken, 44, nota 28.
492 E l m undo común

estar, «operacionalmente», por un «suceso»199. Piénsese como


se piensa acerca de estas tesis —que están en convergencia con
las ideas de H. Braun y M. M enger— , la argumentación desde
la perspectiva de una compulsión intélectual engendrada por la
estructura del lenguaje no conseguirá convencer a nadie a quien
le sean familiares las objeciones que' se oponen al relativismo
lingüístico (cf. supta, notas 78 y 79). La posición de éste, por
lo demás, no ha sido defendida ni por Weisgerber ni por Whorf
en una forma tan determinista y tan parcial como lo ha hecho
Fischer; y ello, para no hablar de la gran moderación con que
hoy la formula H. Gipper, después de sopesar cuidadosamente
las críticas presentadas. Fischer sigue aún desconociendo por
completo la independencia que cabe al pensamiento respecto del
lenguaje. De hacerle caso, no quedará otro remedio que asom­
brarse de que los chinos y ios japoneses conozcan también sujetos
de acciones y de que el pensamiento griego y europeo haya
producido importantes sistemas intelectuales panteístas y ateos.
Aparte de ello, la idea de la causalidad agente se encuentra ya,
como vimos, acompañando a la estructura significativa m ítica
del símbolo lingüístico, previamente a la 'divergencia de formas
sintácticas. La estructura proposicional predicativa que predo­
mina en algunas lenguas ha articulado esa experiencia originaria
del lenguaje más claramente que como lo ha hecho la estructura
sintáctica de otras lenguas. Pero no por ello queda el pensamiento
insolublemente comprometido por ella, ni tampoco queda nada

199. H. Fischer, Gluubensuussage'und Sprachstruktur (1972), 22ss, 232s


(doctrina sobre la creación), 236ss, 245ss (la idea de Dios). Este libro, por lo
demás, ofrece un panorama matizado y de fácil lectura sobre el estado de la
cuestión en la teoría del lenguaje. La hipótesis de Fischer de que en la conciencia
religiosa actúa como instancia proyectiva un esquema subjetivo tiene puntos
de contacto con G. Dux, Die Logik der Weltbilder. Sinnsirukturen im Wandel
der Geschichte (1982), 93ss, i07ss (cf., del mismo autor, Strukturwandel der
Legitimation [1976], 69-88). Sólo q'ue Dux no reduce el «esquema subjetivo»
a la forma lingüística, sino a la ontogénesis-de los sistemas cognitivos, en la
cual «el objeto primario y absolutamente dominante con-quien el niño tiene
que aprender a vérselas es la persona que cuida de él»; de modo que es
comprensible que el «esquema objetual primitivo sea el de sujeto: eí esquema
de la acción como acontecer» (Logik der Weltbilder, 94). Pero, en cambio,
por esta vía no se vuelve inteligible eJ hecho de que el niño mismo alcance el
concepto de sujeto, siendo así que su subjetividad, también según Dux, está
precisamente en vías de surgimiento,
Los fundam entos de la cultura 493

decidido, ni en sentido positivo, ni en sentido negativo, sobre 3a


verdad de aquella experiencia. '
A las aplicaciones teológicas tratadas hasta aquí de modelos
teóricos de la ciencia y la filosofía del lenguaje las caracteriza,
en mayor o menor medida, el hecho de que se remiten unilate­
ralmente a un modelo determinado, sin haber tomado suficien­
temente en cuenta la discusión crítica de sus fundamentos y sin
que tal discusión se convierta para ellas en el punto de partida
de una reformulación más profunda del modelo en cuestión desde
la perspectiva teológica. Desde el punto de vista de la recepción
teológico-crítica, el análisis hermeneútico del lenguaje llevado a
cabo por G. Ebeíing sigue siendo superior á la mayoría de Sos
ensayos recientes, debido a que en él, a pesar de todas las li­
mitaciones de su acceso —que no tenía ¿n cuenta muchos de los
aspectos que habían sacado a la luz otras aportaciones contem­
poráneas— , en todo caso es el objeto de la teología el que cons­
tituye el hilo que guía una más honda concepción' del lenguaje,
en vez de que suceda que, sencillamente, se aplica a la teología
una teoría lingüística secular.
El punto de partida de'la teología del lenguaje de Ebeling era
la teología de la palabra de Dios, que en Bultmann no estaba,
como en Barth, cortada de toda consideración referente a la
experiencia humana universalmente accesible, pero que se oponía
a ésta con la misma aspereza. Desde sus primeras aportaciones
sobre el problema, el intento de Ebeling fue poner en relación
el discurso acerca de la palabra de Dios con la lingüisticjdad
humana. Así, en 1959, en un artículo programático, escribió que
3a palabra de Dios no es «ninguna realidad especial separada»
junto al lenguaje humano, sino nada más que la palabra «ver­
dadera, auténtica, definitiva»"00. Así pues, la propia esencia del
lenguaje humano debe comprenderse a partir de Dios. Como dijo
años después, el hombre «en su lingüisticidad no es dueño de sí
mismo»201.
Al principio, Ebeling desarrolló su interpretación teológica
del lenguaje en la vía de un reduccionismo orientado sobre las

200. G. Ebeling, Wort Gottes und Hermeneutik (1959). en Wort und


Glaube 1 (1960), 319-48; la cita es de 343.
201. Del mismo autor, Gott und Wort, 57. Por otra parte, respecto de
este propósito sí entran en contacto mis propias reflexiones sobre el problema
del lenguaje y las de Ebeling.
494 El mundo común

ideas de M. Heidegger, pero recibiéndolas de manera indepen­


diente. Retrotrayéndose desde el enunciado objetivador al acon­
tecer lingüístico mismo, su intención era hacer entender la esencia
auténtica del lenguaje como comunicación. En su opinión, que­
daba así inmediatamente dado el sentido teológico del lenguaje.
Pues una coiriunicación franqueadora de existencia es una palabra
en la que el que habla se promete a sí mismo en lo que dice y
abre así para el otro un futuro. De este modo, Ebeling piensa
que el auténtico sentido de la palabra y del lenguaje está cumplido
en el evangelio, en la medida en que éste es promissio Dei. El
evangelio es la palabra que inaugura absolutamente el futuro y
abre la existencia, y, por ello, es la palabra en el sentido pleno.
Como tal palabra, el evangelio se enfrenta a la palabra de la ley,
que cierra el futuro. Lo que aquí se afirma que es la esencia del ,
lenguaje humano muestra, pues, ser idéntico con la distancia de
la Reforma entre la palabra de Dios como evangelio y la palabra
de Dios como ley202, y es así como se hace inteligible la tesis de
Ebeling de que la palabra de Dios es la auténtica esencia de la
palabra en general. ■ , ,
Lo que tal tesis tiene de violento consiste en que no integra,
sino excluye desde un principio como cosa secundaria la amplitud
fenoménico-antropológica de las estructuras lingüísticas. La «tri-
rradialidad» de la estructura semántica de las manifestaciones
lingüísticas (K. Bühler, 1934) queda reducida al elemento de la
«comunicación» de persona a persona. Esta reducción, que ya
se había abierto paso en Heidegger, experimenta en Ebeling un
giro teológico en la dirección de una interpretación personalista
del lenguaje que aparta la vista de la estructura enunciativa y de
la función representativa de éste y queda así en oposición dia-

202. Wort imd Glaube I. 343s. A propósito del modo como pone de
relieve la «estructura básica»de la palabra como «comunicación» —cuya meta
es «el efecto que ella produce»— de una «enunciación» referida a un «contenido
de sentido» (342), Ebeling. ciertamente, apela a la comprensión de las palabras
propia del Israel antiguo, para la cual «son la misma las cuestiones del contenido
y el poder de las palabras» (ibid.). Pero de hecho, con su distanclamiento de
la concepción mítica del lenguaje (339), que, sin embargo, está sin duda a la
base de esas representaciones veterotestamentarias, más bien a quien sigue es
a Heidegger y su contraposición de comunicación que franquea la existencia
y enunciación objetivadora {El ser y el tiempo, JSO). En la obra posterior de
Ebeling sigue manteniéndose ia referencia de todo esto a la distinción entre
evangelio y ley (cf. Einfuhrung in die thcologische Spruchlekre [1971], 274s).
Los fundam entos de ¡a cultura 495

metral a la filosofía analítica del lenguaje en su fase de positi­


vismo lógico, cuando estába precisamente orientada por la es­
tructura enunciativa de las'proposiciones aseverativas.
En posteriores publicaciones. Ebeling ha relajado la rígida
reducción existencial-personalista de sus trabajos anteriores, y ha
procurado hacer más justicia al vasto fenómeno que es, el len­
guaje. Sigue, por cierto, manifestándose contrario a entenderlo
partiendo de su «función designad va», porque al hacerlo así se
abstrae, en su opinión, de la «humanidad del lenguaje», en es­
pecial, de la temporalidad del habla203. Pero,a través de la ob­
servación de que el lenguaje hace que estén presentes lo pasado
y lo futuro, esta perspectiva le conduce al aserto general de que
[a palabra hace «que esté presente lo que no está delante, lo
ausente»204. Por ello es por lo que el oculto «misterio» de la
realidad de Dios sólo puede serle accesible al hombre a través
de la palabra. Por otra parte, este misterio está «presente en todo
acontecimiento lingüístico» como «la dimensión profunda a la
que todas las palabras se deben»-03.
Estas tesis de Ebeling sí alcanzan realmente, junto con la
función simbólica de la palabra —que hace presente lo que no
está delante — , la dimensión religiosa del lenguaje. Lo que arriba

203. Con tind Wort, 38s. En cambio, en las reflexiones que siguen,
Ebeling elabora la temporalidad de la proposición como unidad básica del
ienguaje.
204. O. c ., 50. La idea de que el lenguaje hace estar presente lo ausente
se haila ya en 1959, pero tan sólo como explicitacióu de la noción de ‘palabra
de promesa’. La relación se había invertido en 1966. Ahora se afirma, con
toda justicia, que el hacer presente lo que no está ante los ojps es un rasgo
característico completamente general del lenguaje. Lo mismo hay en H. Am­
mann (Die menschliche Rede [ 1925-1928-4197S]} para quien allí donde el
significado de un hecho «constituye el contenido de una comunicación, se ha
sobrepasado ya el dominio de lo puramente fáctico» (149). Por ello, en todos
los casos, incluso cuando el objeto de la comunicación está sensorialmente
presente, el contenido de ella no es nada presente (146ss). El modo temporal
de esta no presencia (a diferencia de lo que ocurre con la no presencia espacial
o no sensible), posee, en opinión de Ammann, primordialmente la forma del
pasado, en tanto que Ebeling, como teólogo cristiano que es, reconoce al futuro
la prelacia (44ss).
205. O. c ., 58. A propósito de este modo de hablar de Dios como ei
«misterio de la realidad» presente en la palabra (61), cf. cómo lo lleva más
lejos E. Jüngel (Dios como misterio del mundo), y, sobre todo, el hombre Jesús
es la parábola de Dios en la que se hace acontecimiento la presencia de io
ausente (445ss).
496 El mundo común

se dijo acerca de la mutua compenetración de la determinación


y la indeterminación en la expresión lingüística y en su recepción
en la escucha del diálogo, es apropiado para dar mayor consis­
tencia a la base argumentativa que tiene a su favor la observación
de Ebeling sobre la «dimensión profunda» del misterio divino,
a la que toda palabra se- debe. Por cierto que el nexo que lleva
desde la función simbólica de la palabra hasta la idea de Dios
sólo puede justificarse si pasa a través de la idea de una totalidad
de sentido indeterminada, implícitamente presente en la palabra
hablada y referente al contexto en que se dice; y que es articulada
de modo determinado por la palabra. Cuestión distinta es si estas
consideraciones consiguen ya. como Ebeling pretende, justificar
desde la realidad del lenguaje la noción de la palabra de Dios.
Si en último extremo toda palabra humana se debe a la presencia
atemática y oculta de Dios en la «dimensión profunda» de la
conciencia lingüística (comparable a la luz de la verdad de la que
hablaba Agustín como condición del conocimiento), puede muy
bien sacarse la conclusión de que el discurso humano está de
alguna manera inspirado en la medida en que está abierto a la
dimensión profunda en cuestión. Pero aun así sigue siendo dis­
curso de hombre, cuyo carácter inspirado permanece además
expuesto a las perversiones de la fantasía humana. Desde luego,
la noción mítica de la palabra aprehendía el habla inspirada del
vidente o del vate como la palabra de la deidad misma, y todavía
la doctrina eclesial de la inspiración ha estimado que el origen
inspirado de las Escrituras es el fundamento de que se las con­
sidere palabra de Dios. Para nosotros, la palabra humana se ha
diferenciado mucho más de su origen divino, y la meditación
retrospectiva sobre la «dimensión profunda» del lenguaje no pue­
de restablecer la unidad m ítica entre la palabra de Dios y la
palabra del hombre. Por lo demás, tampoco la concepción mítica
juzgaba que toda palabra está igualmente inspirada por la divi­
nidad. También Ebeling tiene por palabra de Dioá sólo aquella
que, a una con lo que enuncia en tanto que oculto, trae al lenguaje
lo que, «en tanto que la verdad, decide sobre el ser hombre del
hombre»206. Pero, como él mismo supo ya mostrar en su artículo
dedicado al concepto de conciencia moral, esto sóio puede acón-

206. Gott und Wort, 82.


Los fundam entos de la cultura 497

tecer a una co n .la verdad acerca del todo del mundo. De ese
■modo, la verdad divina sólo daría noticia de sí en aquella palabra
humana que exprese la Verdad sobre el todo del mundo y del ser.
del hombre. Le sería lícito llamarse palabra de Dios en la medida
en que trae a verdad el ser hombre partiendo de Dios. Así,
‘palabra de D ios’ es otro término para nombrar el acontecimiento
de la autorrevelación de Dios en ia medida en que nécesíta con­
figurarse lingüísticamente para hacerse comunicable en tanto que
oculto207. Todo enunciado sobre el significado y la esencia de la
realidad presente trasciende de Lo que está presente ahí delante
en dirección a su contexto, que es donde únicamente posee el
individuo la significación que le corresponde. Toda palabra que
nombra la esencia de las cosas a través de su significado trae,
en este sentido, al lenguaje lo «oculto». No es ésta, pues, ninguna
peculiaridad del discurso de Dios. Lo especial de éste consiste,
en cambio, en que trae al lenguaje la verdad decisiva acerca del
todo del mundo y del hombre. A los ojos de las tradiciones
bíblicas —contra lo que ocurre en la visión mítica del m undo—,
esta verdad sobre, el hombre y el mundo sólo -llega a plenitud en
su futuro. Unicamente' será, entonces, lícito llamar palabra de
Dios a la palabra de hombre que dice este futuro definitivo, aún
oculto para todo presente histórico; y que lo dice en modo tal
que en esa comunicación se hace presente desde sí mismo el
propio futuro de Dios. Según la doctrina cristiana, tal cosa ha
• acontecido en la predicación y la historia de Jesús, y es por esto
por lo que la fe cristiana entiende a jesús como la revelación del
Logos divino y, por tanto, como la palabra de Qios. Mas ni
siquiera en El ha quedado abolida la diferencia entre el discurso
del hombre y la automanifestación de Dios que acontece a través
de la libertad de aquel discurso. La diferencia entre la historia

207. No puedo, verdaderamente, compartir la opinión de Ebeling de que


a la noción de ia palabra de Dios le corresponde «la preeminencia dogmática»
con respecto a !a de revelación, debido a que «sirve para precisar la comprensión
de la revelación» (Dogmatik cíes christlicheii Claubens I. 257s). Antes al con­
trario. en la historia de la teología moderna y contemporánea el concepto de
ia palabra de Dios —vinculado al dogma de la inspiración de la Escritura-
ha manifestado estar, cuando menos, necesitado de interpretación, y sigue
dependiendo hoy de que se lo interprete mediante el concepto de revelación.
Sólo así cabe intentar probar que la expresión ‘palabra de Dios' contiene algo
más que una representación mítico-mágica.
498 El mundo común

de Jesús (su camino a la cruz) y su- proclamación del reino de


Dios que viene es la explicación de -esa diferencia entre la palabra
de Dios y la palabra de Jesús, Es sóío desde el fin de esa historia,
en ia pascua, cuando puede reconocerse que por Jesús Dios mis­
mo ha hablado; pero ahora de modo tan definitivo, que en adelante
la palabra dé Dios sólo puede ser la narración de lo acontecido i
por Jesús, Mas esto quiere decir que el lenguaje humano pierde
su poder m ítico en la fe cristiana. No pierde por ello su dimensión
profunda religiosa; pero sí la unidad divina e inspirada con la
verdad divina. Si el propio mensaje de Jesús en tanto que discurso
humano no portó inmediatamente en sí la verdad de Dios, sino
que hubo de recibir la corroboración de sus plenos poderes divinos
sólo de la historia de Jesús, entonces también el discurso cristiano
permanece diferenciado de la palabra de Dios que es su contenido;
mas su verdad no se manifiesta inmediatamente a través del
discurso de los cristianos, sino por el futuro del reino de Dios y
por sus signos precursores.
El sentido cultural
de las instituciones sociales

En el capítulo anterior, la unidad ¿e una cultura manifestó


estar fundada en una conciencia común de sentido que constituye
e impregna el orden del mundo social y que viene a representación
originariamente en el juego en común. El lenguaje se reveló el
medio universal de esta conciencia común de sentido que forma
la base para la identidad excéntrica de los individuos. El lenguaje
mismo posee la forma del juego. Ello se expresa no solamente
en su estar sometido a reglas, sino, sobre todo, en su función
representativa. La representación constituye la esencia simbólica
del lenguaje en su proximidad originaria al mito, en contraste
con el mero signo. La presencia del sentido en la vida del lenguaje
no está dejada sin más al arbitrio del individuo, aunque sí es
asunto de configuración lingüística individual la articulación deí
contenido de sentido presente en la situación experiencial. Lo
mismo, en su respecto propio, es verdad de la conciencia de
sentido que constituye la unidad de la cultura. Tampoco se la
capta suficientemente cuando se la estima meramente creación
humana. Dei mismo modo que en la esfera de la aprehensión
individual, de lo que se trata en la conciencia de sentido que
fundamenta la unidad de una cultura es de un sentido que se
impone de suyo y que se m aniñesta en la articulación lingüística,
por mucho que los signos lingüísticos mediante los' cuales se
expresa se basen en una posición ampliamente arbitraria, y por
más que el modo de la articulación pueda decantarse en una u
otra dirección. La articulación lingüística y la interpretación in­
dividual tienen que poder ser examinadas por lo que hace a su
500 E l mundo común..

adecuación objetiva, y manifiestan estar referidas a un contenido


de sentido previamente dado, por mucho que éste, precise de
articulación e interpretación. La pluralidad.de las interpretaciones
muestra ya también que el sentido lingüísticamente articulado no
es indiscernible respecto de la forma lingüística en la que ori­
ginariamente se manifiesta.- Se abre en este punto el ámbito de
la reflexión diferenciadora e identiflcadora.’Esta esclarece 1» con­
ciencia de sentido que da fundamento al orden comunitario por
lo que se refiere a esta función fundamentante que desempeñan
sus contenidos, y, al hacerlo, distingue el habla mítica del habla
cotidiana. Más si en el curso de la reflexión se separa enteramente
la conciencia mítica de sentido, del mundo cotidiano de la vida,
entonces deja ya aquélla de constituir la unidad de la cultura. Lo
cual ocurre sólo en la medida y en la forma en que tal conciencia
impregna y determina realmente el ordenamiento del mundo co­
mún. Este ordenamiento son las formas regulares de la vida en
común de los individuos, a las que se da el nombre de institu­
ciones. Según B. Malinowski, las instituciones forman los ele­
mentos dé. la cultura y la cultura es el to d o .edificado con las
«instituciones, en parte autónomas, eh parte coordinadas». Como
definición del concepto de cultura, esta descripción nos pareció
incompleta porque no mienta como constitutiva para la unidad
de la cultura la conciencia de sentido que integra en ese todo los
diferentes elementos1. Pero es indiscutible que la unidad de la
conciencia comunitaria de sentido —que, en su forma mítica,
tiene por contenido el sentido que fundamenta el orden del mundo
común de la vida— requiere ‘concretarse en este orden, o sea,
en las instituciones en tanto que reglas de la vida en común de
los individuos. Es sólo a través de las instituciones que regulan
la vida en común como la conciencia comunitaria de sentido
acuña un estilo de vida comunitario que E. Rothacker ha con­
siderado con razón como elemento caracterizador de la unidad
de una cultura en cada momento de su evolución. Tanto el estilo
de vida como el ordenamiento institucional son duraderos. En
esta nota se hace manifiesto que el sentido que funda la vida en
común no se cumple en una exaltación momentánea, sino que
se extiende a la totalidad de la vida, y, precisamente de este

1. Cf. nota 6 del capítulo séptimo.


El sentido cultural de las instituciones sociales 501

modo, inaugura para los individuos la posibilidad de su identidad.


La perdurabilidad de las instituciones puede, ciertamente, cuando
el sentido de éstas se volatiliza, devenir su petrificación en formas
vacías. Puede entonces dar la impresión de que las instituciones
imponen al comportamiento de los individuos coacciones sin
sentido, de las que éstos tratan de emanciparse. Pero no basta
con destruir formas vacías. Las tareas de la vida en común exigen
siempre de nuevo la construcción de formas institucionales de
interacción, que sólo puede afirmarse como dotadas de sentido
sobre la base de una conciencia común de tal.

1. El concepto de institución social

El término «institución» designa en sociología, desde E.


Durkheim, los «modos de conducta establecidos»2 por la sociedad
e introducidos en ¡a vida social que están ya dados de antemano
a la vida de cada individuo como estructuras u «organizaciones»
cosificadas. Pertenecen a la esfera así trazada,- como ya escribió
H. Spencer en sus Principios de sociología de 1876, los seis
dominios siguientes: 1) matrimonio y familia, 2) Estado y formas
de organización política, 3) formas de organización económica,
4) derecho, 5) instituciones educativas y 6) organizaciones re­
ligiosas o Iglesias. Hasta aquí, el acuerdo es amplio. Pero sigue
hoy habiendo, en cambio, controversia acerca de la relación entre
las instituciones y el sistema global de [a sociedad, y también en
tomo a si las instituciones tienen su origen en la conducta de los
individuos. Estos dos problemas van unidos. La cuestión de si
la formación de esferas institucionales parciales se apoya en las
necesidades particulares de cada caso, o cabe que se la entienda
en función de la autoconversación del sistema social en su entorno
—o sea, como el resultado de los trabajos para «sobreponerse .a
las contingencias» q u e ' la autoconservación plantea (N. Luh-
mann) —, es primordialmente un tema para la teoría sociológica
que no hay que tratar inmediata y pormenorizadamente en el
marco de la antropología. Pero, entonces, tanto más tiene ésta

2. E. Durkheim, Les Regles de la méthode sociologique (1895; ed. ale­


mana, por la que cito, 1961) 105-115 y, sobre todo, 100 (trad. cast.: Las reglas
del método sociológico, Madrid 1974).
502 El mundo común

que ocuparse con el otro problema: en qué medida la s ' institu­


ciones —y cuáles y cuántas— están dadas ya previamente a la
acción de los individuos —como «hechos sociales» en el sentido
de Durkheím— , por que se exprese en ellas, como este pensador
decía, la superioridad sobre los individuos de la naturaleza hu­
mana universal; *y, a la inversa, en qué medida deben entenderse
ellas mismas Como productos de la acción individual. Dar res­
puesta a este problema es también, implícitamente, zanjar el de
si el sistema social, del mismo modo que sus sistemas parciales
(las instituciones), deben ser entendido en último término desde
la conducta de los individuos, o bien si éstos son factores ab­
solutamente intercambiables, cuya peculiaridad carece de toda
importancia a la hora de entender el sistema social, por mucho
que la realidad de éste dependa de la existencia de los individuos3.
Si lo propio de los individuos y de su conducta no es indiferente
para el sistema social, su forma y su desarrollo, entonces la
generalidad de la teoría sociológica se compra al precio de hacer
abstracción de la conducta fáctica de los individuos, que sería
en tal caso siempre, sin fembargo, un elemento constituyente de
Sa concreta configuración histórica del sistema social. Lo mismo
es verdad aplicado a la teoría de las instituciones. Ambas teorías
tendrán que responder a la pregunta de si la primacía de principio
que afirman corresponder a las instituciones o a los sistemas
sociales frente a la conducta de los individuos no tiene un carácter
pseudoteológico por ocupar el lugar del primado de la realidad
divina — o, con el término de Durkheim , la «naturaleza humana
universal»— contrapuesta a la realidad individual de la vida hu­
mana en común. No puede discutirse, desde luego, que tanto las
instituciones sociales como el sistema social en su conjunto so­
breviven al individuo y, por lo mismo, se le dan de antemano,
en cierto sentido. Pero, a la vez, están sometidos a cambios y
configuraciones introducidos por la conducta de los individuos.
Estos y ’su conducta-no son meras funciones de la sociedad, de
la misma-manera que los órganos del organismo individual son
funciones dependientes de la unidad del ser vivo. Cierto que la

3. Esta es la perspectiva crítica en que se sitúa T. Rendtorff en su polémica


con N. Luhmann, especialmente por lo que hace a la controversia de éste con
j. Habermas (Gesellschafi ohne Religión? Theologische Aspekte einer sozialt­
heoretischen Kontroverse [1975], 71 ss).
El sentido cultural de las instituciones sociales 503

sociedad y sus instituciones aparecen fácilmente ante la con­


ciencia de las culturas arcaicas en esa prelación de principio
respecto de los individuos. Es comprensible, dado que en las
instituciones sociales se concretó la conciencia religiosa de sen­
tido, fundamento de la comunidad. Pero a una mirada más tardía
esto tiene que parecerle una hipostatización. La hipostatización
no consistiría, como ha solido decirse, en la independizacion de
la realidad divina por respecto a las instituciones sociales, sino
más bien, al revés, en la transferencia de esa independencia que
sólo corresponde de suyo a lo divino, al «gran Leviatán» y a sus
aspectos institucionales parciales. La sociología moderna corre
el peligro de recaer como inconscientemente en esta hipostati­
zación contra la que se revolvieron críticamente la profecía judía
y la distinción cristiana entre el reino de este mundo y el reino
de Dios; y ello, en la misma medida en que queda cegada como
tema de la discusión sociológica 3a importancia constitutiva de
la religión para el sistema social y sus instituciones. La tesis de
Durkheim de la superioridad de la naturaleza humana universal
sobre los individuos, que se expresa en la prioridad'de la sociedad
como conjunto respecto de ellos, era ya una teología política,
B. Malinowski ha defendido una variante moderada del punto
de vista de Durkheim, y le ha dado a la vez un giro naturalista,
al haber entendido la diversidad de las instituciones como ex­
presión de las necesidades fundamentales del hombre, dadas a
su vez de antemano, «impuestas» a la conducta de los individuos4.
Todo sistema social, en su opinión, tiene que tener en cuenta,
de un modo o de otro, las necesidades de alimentación, repro­
ducción, bienestar, seguridad, movilidad, crecimiento y salud.
Esto puede hacerse de maneras muy varias. El criterio del éxito
de las «reacciones culturales» que son los sistemas de alimen­
tación, parentesco y vivienda y los dispositivos de seguridad,
ejercicio e higiene está, sin embargo, en la función que desem­
peñan al satisfacer esas necesidades. Se establecen,' pues, las
instituciones para posibilitar la satisfacción de las necesidades
humanas básicas. Pero su surgimiento y desarrollo hace aparecer
nuevas necesidades derivadas (141s, 1.50s), como, por ejemplo,

4. B. Malinowski, Eine wissenschftliche Theorie der Kultur und andere


Aufsätze (1944; cito la ed. alemana de 1949), 118; cf. 3 Iss, 37ss, 39ss. Acerca
de la noción de necesidad, cf. infra, 574ss.
504 E l mundo común

la de formarse para cumplir debidamente los roles individuales


al servicio de las instituciones. Por'otra parte, las instituciones
no se ordenan a la satisfacción de una única necesidad. Sucede
más bien —sigue M alinowski— que «la formación y el mante­
nimiento de instituciones auxiliares 'que coordinan otras es el
mejor medio para la‘ satisfacción simultánea de toda una serie de
nécesídades», conlo se m anifiesta'con especial evidencia en el
caso de la familia (I42s). Pero en este punto se suscita la pregunta
de si el recurso a las necesidades puede realmente tener una
importancia decisiva a la hora de explicar las instituciones. Si
las instituciones singulares no pueden correlacionarse de manera
exclusiva con las necesidades singulares, evidentemente es que
su existencia tiene que descansar también sobre otras causas. Por
ello es por lo que la teoría sociológica de sistemas fundada por
T. Parsons no parte de las necesidades aisladas, sino deí sistema
social tomado en bloque. Es sólo en el marco del sistema social
como cabe entender la formación de las instituciones en tanto
que sistemas parciales que se apoyan, en la opinión de Parsons,
en loá valores y las normas básicos para el conjunto del sistema
social, y cumplen «funciones» determinadas en el nexo vital de
una sociedad que conoce la división del trabajo5.
Otro aspecto de la teoría de Parsons, a saber: su concepción
del sistema social como un tejido interactivo de modos indivi­
duales de conducta, se toca con la cuestión de la derivación de
las instituciones a partir de la conducta de los individuos. Em­
pecemos por considerar la función de los individuos en el ámbito
de instituciones que ya existen. En este caso, el individuo de­
sempeña un «rol» determinado, distinto de otros y que le ha sido
adjudicado, y goza de un «status» en correspondencia con su rol;
o, si no satisface las «expectativas del rol», sufre determinadas
«sanciones»6. Como cada institución sólo representa un sector
de la vida social en que participan ios individuos, cada hombre
tiene que cumplir no uno, sino varios roles distintos, por ejemplo:
los de esposa y madre, trabajadora en una empresa, miembro de

5. T, Parsons, El sistema social, M adrid ’ 1988, cap. I. Cf. lo que dice


a este propósito N. Luhmann en H. Schelsky (ed.), Zur Theorie der ínstilulionen
(1970), 28. ■
6. Cf. R. Dahrendorf, Hom o socioiogiciis, Ein Versuch z.ur Geschichte,
Bedeutung itnd Kritik der Kategorie der sozialen Rolle (1958).
El sentido cultural de las instituciones sociales 505

un club deportivo, componente del coro de una iglesia,, concejal


y afiliada a un partido político. Se plantea entonces, además, el
problema de la relación entre lá persona y su'identidad, y la
multiplicidad de los roles. En la sociedad industrial contempo­
ránea se han independizado recíprocamente las instituciones y,
por lo tanto, ios roles de los individuos, tan extraordinariamente',
que se ha vuelto problemática la unidad de la persona en 'la
diversidad de éstos. Este problema, descrito ya de modo clásico
por R. Musii7, es el resultado de que en la sociedad contempo­
ránea las instituciones no atiendan ya funciones inequívocamente
distinguidas en el interior de un orden vital unitario que las com­
prenda a todas, sino más bien parezca desaparecer la unidad del
ordenamiento cultural tras la diversidad de unas instituciones que
operan con autonomía recíproca.
Ahora bien, ¿y la posibilidad de hacer derivar las instituciones
de la «interacción» de los individuos? En esta tesis acerca del
origen de las instituciones, polarmente opuesta a la que explica
su surgimiento a partir de un proceso de diferenciación del sistema
tomado' globalmente, la importancia recae., evidentemente, sobre
todo en el tránsito desde la interacción de los individuos a la
«conducta del rol». ¿Es posible entender este tránsito partiendo
de la peculiaridad y las necesidades de la conducta individual?
A. Gehlen interpretó la formación de la instituciones sociales
como la solución a una problemática fundamental planteada a la
vida del hombre en tanto que individuo. El concepto de institución
atrajo el interés de Gehlen porque la institución, en su estar dada
como una cosa frente al individuo, fomenta la estabilización
comportamental del hombre singular, que es un ser desorientado
y biológicamente inestable, por causa de su apertura al mundo.'
De otro lado, en conformidad con la posición básica de su an­
tropología, Gehlen tenía que hacer derivar las instituciones de la
acción de los individuos. El nexo entre esos dos elementos lo
suministra, según él, el fenómeno del juego. Describe, emefecto,
el funcionamiento de las instituciones, siguiendo a G. H. Mead,
como un juego que juegan en común los individuos según el
modelo de un juego colectivo basado en reglas. Todo juego
colectivo es «un sistema de acciones relacionadas las unas con

7, Cf. en Dahrendorf, 58s, la cita pormenorizada de la novela de R.


Musil, El hombre sin atributos, Barcelona 1980.
506 El mundo común

las otras y orientadas en la dirección de una determinada tarea,


y cada una de las cuales se ajusta a las respuestas previstas de
ciertos otros sujetos definidos. Este sistema ordenado de reác-
ciones posibles de los que están de un lado y de los que están
de otro, se recoge en forma de “ reglas de juego” . Ellas son las
que organizan la red de posibilidades de conducta, y es dentro
de esta red donde se vuelve atrayente el libre sacar partido de
los diversos lances»8. Gehlen, pues, piensa también que la cul­
tura, o la estructura institucional de la vida en común de los
hombres, surge del juego; si bien, no del juego representativo
propio del culto, sino más bien del elemento de la competición,
en el sentido de la distinción hecha por J. Huizinga. Es verdad
que Gehlen no ha examinado con precisión las diferentes formas
del juego y sus estructúras, sino que habla, igual que Mead, sólo
de manera vaga del «juego colectivo». Esta falta de claridad trae
consigo que no alcance Gehlen a agotar las posibilidades que
realmente ofrece la noción de juego para explicar la indepen­
dencia de las instituciones respecto del individuo, y, en vez de
ello, intente dar esa explicación sirviéndose del concepto de fin.
Este concepto parece, en efecto, aunar en sí la estructura de la
acción individual y la unidad del acontecimiento que es el juego.
Ello ocurre a través de la perspectiva dei fin en sí. El juego se
convierte en un fin en sí mismo para el jugador. Es de este modo
como se independiza frente a los individuos. Pero, al intentar
captar la independencia del acontecimiento del juego desde la
categoría del fin, el análisis que Gehlen hace de la independencia
de las instituciones queda prendido en los problemas referentes
a la alienación. La finalidad en sí mismo del juego, que se separa
de las finalidades de la acción individual, tiene que aparecer como
una autonomía alienada, que se manifiesta también en el hecho
de que, según Gehlen, quepa poner el juego colectivo al servicio
de finalidades secundarias, precisamente por ser fin en sí mismo:
«Ciertos juegos se convierten en representaciones de masas, en
manifestaciones nacionales que llevan al frente las banderas, en
grandes empresas comerciales y oportunidades magnificas de
sacar dividendos, o en auténticas necesidades sociológicas de la
sociedad industria!, porque el tiempo libre tiene que ser consu­

S. A . Gehlen, Unnensch und Spatkultur (1956; s1964), 37ss.


E l sentido cultural de laj instituciones sociales 507

mido»9. En la descripción dada por Gehlen, la independencia de


las instituciones está a la merced de tales referencias secundarias
a fines debido a que no se parte de la independencia del sentido
que trata de representarse.
P. Berger y Th. Luckmann han desarrollado con mayor ge­
neralidad el priifcipio de la descripción de las instituciones a partir
de la acción individual. A diferencia de como Gehlen procede,
no ponen estos autores a la base de su concepto de institución el
hecho de la división social del trabajo. Más bien es ésta, en su
opinión, una secuela secundaria de una recíproca estabilización
de la conducta, requerida ya para que ella se constituya. Desde
esta perspectiva, se llega siempre a una institucionalización allí
donde los hábitos comportamentales de una multiplicidad de in­
dividuos se coordinan entre sí en un modo típico y constante10.
El punto de partida es el hecho —también resaltado por Gehlen—
de la formación de hábitos, de la fijación de ciertas acciones en
hábitos. Gehlen dice acerca de él: «todas las culturas se apoyan...
sobre sistemas de hábitos estereotipados y estabilizados»; pero,
característicamente, une; de inmediato esta perspectiva con la de
la división especializada del trabajo. Continúa escribiendo, en
efecto, que estos hábitos «están unilateralizados, porque las for­
mas unívocas de transcurrir atacan situaciones bien circunscritas».
El trasfondo lo constituyen las necesidades básicas que están,
según Malinowski, a la base de la formación de las instituciones.
Tales necesidades dan lugar a que el proceso de habitualización
de las acciones dé inmediatamente paso a la cooperación en la
división delf trabajo, dirigida al objetivo de satisfacerlas. Es así
como piensa Gehlen que surgen las solidificaciones institucio­
nales de la interacción, de modo que termina diciendo: «Toda la
duración y la resistencia al tiempo de las creaciones culturales
está relacionada con la parcialización o “ unilateralización” del
curso de la acción —o sea, con su especialización— , y, por ello
mismo, con la parcialización de los aspectos del objeto. A 3a
inversa, estabilizar una sociedad significa darle instituciones du­

9. Urmensch und Spdtkuitw , 38. Acerca del concepto de institución en


Gehlen, cf. F. Joñas, D ie Institutionslehre A rnold Gehlens (1966).
10. P. Berger-Th. Luckmann, The Social Construction o f R eality (1966),
51: «Sobreviene la institucionalización siempre que hay una tipificación recí­
proca de acciones hechas hábitos por tipos de actores».
508 E l mundo común

raderas...»11. Esto último quiere decir «seleccionar los modos de


conducta y las situaciones; lo qué es inseparable de-parcializar­
los». En cambio, Berger y Luckmann retroceden más atrás del
fenómeno de la especialización, hasta llegar a una descripción
general de la interacción entre les individuos: «A observa la
conducta de B. Atribuye motivaciones a las acciones de B y, a
la vista de las repeticiones de esas acciones, tipifica los motivos
como recurrentes», Por decirlo así, se dice.' ¡Ajá, ya está otra
vez! Lo mismo ocurre con A respecto de B. De este modo se
desarrollan recíprocamente estructuras específicas de conducta
(patterns o f conduct). «Esto quiere decir que A y B empiezan a
interpretar roles uno de cara al otro». Las acciones de ambos se
vuelven predecibles, y los dos tienen conciencia del condicio­
namiento m utuo12. La división del trabajo se convierte aquí en
un momento derivado en el proceso de la formación de la inte­
racción estereotipada. El propio Gehlen ofrece un ejemplo bonito
e intuitivo de este proceso ,de la institucionalización en el trato
de unos individuos con otros: .«La correspondencia escrita que
alguien mantiene, con varias personas es ya .una institución en
este sentido»13. En este ejemplo,- además, se manifiesta el modo
como la reciprocidad estereotipada de la conducta adquiere «ca­
rácter de compromiso» para el individuo: «Las caitas se van
contestando según diferentes criterios de urgencia, y cuando uno
se retrasa demasiado, tiene ‘’mala conciencia” ».
En este carácter de obligación de las correlaciones compor-
tamentales tipificadas se echa de ver con especial claridad la
«separación», la independización, la preeminencia, incluso, de
las instituciones frente a los individuos. Explicar esa indepen­
dencia que poseen las instituciones es el problema capital de la
teoría sociológica general que a ellas se refiere. La respuesta de
Ditrkheim pasaba a través del concepto de objetivación. Del
mismo modo que el objeto nos aparece como independiente del
sujeto,‘quien, sin embargo, ha producido su representación, así
también sucede con las instituciones. Por otra parte, en la ob­
jetividad de las relaciones sociales lo que se muestra, en última
instancia, según Durkheim, es la- superioridad de la naturaleza

11. A , Gehlen, Urmensch tmd Spdtkultur, 19. .


12. P. Berger-Th. Luckmann, The Social Construction o f Reality, 53s. - -
13. A . Gehlen, o.c., 60.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 509

del hombre por sobre el individuo. Gehlen, igual que Malinowski,


evita tales hipótesis más o menos metafísicas acerca de la na­
turaleza humana. La fundamentación de las instituciones en las
necesidades básicas, dadas ya, de la naturaleza humana —en el
sentido de M alinowski— evidencia más bien, a través de la
perspectiva de la función que la institución cumple para el hom­
bre, el proceso según el Gual se forman las instituciones sobre la
base de la conducta individual. Pero la hipótesis de un sistema
fijo de necesidades tenía que seguir siendo insatisfactoria para
Gehlen. Por ello, hizo el intento de derivar la independización
de las instituciones del concepto de la acción, y, más exacta­
mente, de la dialéctica del fin de la acción: «Una acción racional,
que pretende alcanzar un fin, puede sufrir un cambio de sentido
en un modo característico volviéndose//« en sí. ,.»u . Berger y
Luckmann, por su parte, reducen la objetividad por así decir
sobrehumana de las instituciones a una cosificación, en el sentido
de Durkheim, que tiene una estrecha conexión con el proceso de
alienación en la acepción marxista del autoenajenamiento y la
autoalienación de la actividad humana. Está por detrás, igual que
en Gehlen, la idea de que las instituciones son productos de la
acción del hom bre15. Y, sin embargo, Berger y Luckmann no
hacen suyas ni la fundamentación que ofrece Durkheim de este
proceso, ni la de Gehlen. Su uso de la noción de alienación es
hasta cierto punto inadecuado al estado de cosas apuntado por la
exposición que hacen, puesto que no querrían sostener que el
contraponerse las instituciones al individuo, su independencia y
las exigencias que plantean a aquel no poseen verdad interna
alguna,. Es así como, en otro lugar de su argumentación, se abre
paso una respuesta al problema de las condiciones de la inde­
pendencia de las instituciones que es apta, cuando se la desarrolla,

14. A. Gehlen, Urmensch und Spätkttltur, 29. Ya W. Allport {¡nstitutional


Behavior. Essays Toward a Re-Fnterpreting o f Contemporary £ocial Organi­
zation [1933]) intentó captar la esencia del comportamiento institucional va­
liéndose del concepto de fin —y reduciendo las instituciones a la conducta
individual — . No consiguió, sin embargo, hacer que el punto de vista de ¡a
independización del proponerse fines volviera inteligible el surgimiento de la
apariencia —que él combatía— de que las instituciones sean a modo de cosas
que están dotadas, además, de autonomía (13; cf. 21, 26s y 120ss)
15. P. Berger-Th. Luckmann, The Social Construction..., 57; «El mundo
institucional es actividad humana objetivada, y lo mismo es cada una de las
instituciones». ■
510 El mundo común

para poner en teía de juicio el hecho de que la teoría de éstas


parta del conceptQ de acción. Hacen, en efecto, referencia al
vínculo recíproco de los individuos que se da en la conciencia
de cada uno de ellos. Esta vinculación y la tendencia de las
instituciones —que se corresponde cort-ella— a entreverarse unas
en otras, la explican Berger y Luckmann por la necesidad humana
de sentido: «Mientras los rendimientos pueden’ segregarse unoí
de otros, los sentidos tienden a una consistencia siquiera mínima»
(60). Así, la conciencia de sentido lleva a la integración de las
instituciones en el nexo del mundo en común en que se vive:
«Los individuos realizan sus acciones especializadas e institu­
cionalizadas en el contexto de su biografía. Más ésta es un todo
reflejo en el que las acciones especiales no aparecen como suceso
aislados, sino como partes de un universo que tiene sentido para
el sujeto, y cuyos contenidos significativos no están restringidos
al individuo, sino que se hallan articulados socialmente y son
objetos en los que todos participan. Es sólo describiendo este
rodeo a través de las totalidades comunes de sentido (socially
shared universes o f meaning) como se comprende la necesidad-
de integración institucional»16. ¿No cabe aplicar este punto de
vista al surgimiento mismo de las instituciones? Cuando uno
observa en otro modos de conducta recurrentes, los atribuye a
motivaciones asimismo recurrentes y ajusta su propia conducta
en consecuencia, se constituye un nexo de sentido que liga las
conductas de ambos individuos. Pero sólo cuando los dos captan
este nexo dentro del cual interpreta cada uno su papel, sólo
cuando, además, los dos concuerdan acerca de esa conciencia
común de sentido y ordenan según ella su propia conducta, sólo
entonces se da e] núcleo de una relación recíproca instituciona­
lizada, con su específico carácter de obligatoriedad. Así, la su­
premacía de la institución por respecto al individuo está apoyada
en el hecho de que se hallan dados de antemano ciertos nexos
de sentido de los que hay experiencia y que están lingüísticamente
articulados. ¿Cuáles? Tienen., evidentemente, que ser nexos que
tengan que ver con la reciprocidad de la conducta de los hombres
en situaciones vitales concretas y concurrentes, o en relaciones
que se dilatan temporalmente sin solución de su continuidad. Se

16. P. Berger-Th. Luckuiann, The Social Construction..., 61.


E l sentido cultural de las instituciones sociales 511

trata, pues, en las instituciones', de configuraciones de sentido


duraderas para la vida en común de los hombres. Esta perspectiva
toma en cuenta, por otra parte, la idea de M alinowski sobre la
función de las instituciones en la regulación de las necesidades
básicas humanas. Sólo partiendo del hecho de tales necesidades
cabe entender que, por ejemplo, las estructuras de la familia, con
toda su diversidad de formas concretas, se hayan desarrollado de
un modo o de otro en todas >as culturas. Pero, al mismo tiempo,
lo regular es que la estructura de sentido que es una institución
trascienda los fundamentos naturales que son las necesidades, y
ligue la satisfacción de éstas a una configuración de sentido para
la vida en común que las sobrepasa. En tanto que configuraciones
•de sentido, las instituciones están dadas ya de antemano a la
acción17, y este darse previo no es una mera cosificación, en el
sentido de alienación. Tampoco son de suyo fines en sí, en la
acepción de Gehlen. Un ser fin en sí que se sustrae a toda fun-
damentación y que, justo por ello, puede ponerse al servicio de
fines cualesquiera, representa, más bien, una forma decadente
de las instituciones en proceso de aislarse, formalizarse y vaciarse
de sentido. Berger y Luckmann tienen razón cuando señalan que
las instituciones singulares dependen normalmente; en la con­
ciencia de los individuos, del universo de sentido del mundo
social de la vida. Pero el hecho de que están de antemano dadas
ciertas estructuras de sentido del mundo de la vida, de las que
se tiene experiencia común, no expresa solamente la «naturaleza»
social del hombre, en el sentido de Durkheim. La «naturaleza»
social del hombre no es más que su estar ordenado a la socia­
lización. Con él no está aún dada la forma concreta de la socia­
lización en cuestión. Incluso puede faltar; y, allí donde sí se da,
surge sobre la base de una conciencia cultural de sentido referida
al orden de la vida humana en común, cuyo estar dado de an­
temano a los individuos tiene sus raíces en la esfera del mito y
de la fe. • '

17. Que la conciencia de sentido constituye la noción de acción, y no al


revés, es uno úe los resultados en los que desemboca la discusión acerca de
los fundamentos de la sociología desarrollada en Theorie der Gesellschaft oder
Sozialtechnologie (1971) entre N, Lubmann y J. Habermas, 25-100 (N. Luh-
mann, Sinn ais Grundbegriff der Soziologie) y 142-290 (J. Habermas, Theorie
der Gesellschaft oder Sozialtechnologie), sobre todo, 171. Cf. mis comentarios
en Wissenschaftstheorie und Theologie (1973), 95ss.
512 El mundo común

La importancia, básica de la conciencia de sentido para la


formación de las instituciones á partir de la interacción de los
individuos se lee paradigmáticamente en el caso del lenguaje. Se
ha dicho, con justicia, que el lenguaje es la «institución primor­
dial». El lenguaje que se hablaren común muestra, en efecto,
todos los rasgos de un esquema comportamental vuelto hábito y
estereotipado en la reciprocidad. Y, al mismo tiempo,- el uso de
un lenguaje común se encuentra entre los fundamentos de otra
formación de instituciones. El lenguaje se diferencia de otras
instituciones sobre todo porque falta en él un reparto fijo de roles
(o una división consolidada del trabajo). Cada cual puede formar
sus propias frases obedeciendo a las reglas gramaticales. Es la
referencia a la situación vital concreta la que funda el hecho de
que el contenido de las oraciones no sea arbitrario, y no esté
igual de bien para cualquiera la misma palabra en todas las si­
tuaciones. Aquí se manifiesta el entretejimiento de la competencia
lingüística con otras formas de institucionalización en la reci­
procidad de la conducta de los hombres.
E l'hablar en común se apoya en la com unidad'del contenido
de sentido que los interlocutores, asocian a las palabras y a sus
series. Es éste un fenómeno tan fundamental como, en muchos
respectos, oscuro. G. H. Mead reduce la aprehensión por indi­
viduos diferentes del mismo contenido de sentido a la capacidad
de trasladarse al interior de los otros. Sin embargo, esta facultad
está fundada, por su parte, en la capacidad específicamente hu­
mana para relacionarse objetivamente con el mundo, la cual, a
su vez, tiene sus raíces en la excentricidad de la forma de- la vida
del hombre. El hombre, en tanto que el ser que se caracteriza
por la reducción de sus instintos y 3a necesidad en que están sus
impulsos de ser orientados, no posee en sí mismo la unidad de
su ser, por más que su conducta esté centrada en torno a su yo.
Tiene que buscar fuera de sí lo que dé a su vida unidad e identidad.
Esto es lo que impregna el proceso entero de la percepción de
los objetos, que va diferenciándose y matizándose paulatina­
mente. Y es esto también lo que llega a un primer punto cul­
minante en el juego simbólico del niño. La capacidad de tras­
ladarse al interior de otros —que debe mantenerse distinguida
del indiferenciado y simbiótico «sentirse uno cón»— se halla ya
mediada por la percepción de los objetos. Los otros, igual que
El sentido cultural de las instituciones sociales 513

el cuerpo propio, se localizan en el mundo de los objetos y son-


comprendidos a partir de su contexto. Por eso es por lo que cabe
suponer a propósito del otro que él se comprende a sí mismo a
partir del mundo de los objetos, tal como sucede con la expe­
riencia que yo mismo tengo de mí. Es únicamente gracias a esto
como se hace posible trasladarse al interior de él y suponer que,
cuando usa las mismas palabras que yo, les asocia también el
mismo sentido. Mas, por otra parte, el sentido de las palabras'
trasciende lo que puede identificarse sensorialmente. Así, en la
dirección inversa, el uso lingüístico común se convierte en el
conjuro de la identidad de los objetos y la unidad del mundo
común. El mundo en el que el individuo busca la base —que
está dada fuera de él m ism o— de la unidad de su vida, es tanto
mundo social como mundo de objetos. En la misma medida en
que la comprensión del otro está mediada por la común relación
de ambos con el mundo, en esa medida misma, a la inversa, está
salvaguardada la unidad del mundo de los objetos por la co­
munidad social en ei medio del lenguaje común. En la conciencia
del nosotros que brota.de la conciencia de un contenido de sentido
aprehendido en común e instaurado!' de la unidad del mundo de
!a vidals, encuentran los individuos el terreno fuera de ellos

18. Contra la tesis de M. Scheler según la cual el nosotros precede al yo


y se halla «genéticamente siempre ya antes lleno de contenido» (Die Vtfissens-
fonnen itnd die Geseüschafl [1925] = Werke VIII, 52; cf. Wesen und Formen
íler Sympathie [¡91-3] = Werke VII, 24Iss). A. Schütz presentó ia objeción
de que sóío en referencia a un «yo» puede darse un «nosotros», y que, por
tanto, el «yo» está supuesto en el «nosotros» de la misma manera que «ellos»
(los otros) nos están dados sólo por contraste con el «nosotros» del grupo a
que se pertenece (Collected Papéis I: The Problem o f Social Reality [ed. M.
Natanson, 1962]). Schütz está de acuerdo con Scheler en que la conciencia del
yo requiere ya siempre una «esfera mundanal» (ibid.), en ia que me está dada
también en simultaneidad inmediata la realidad del alter ego (173; cf. 220).
Sin embargo, a su parecer, Scheler no distingue suficientemente entre esta
actitud ingenua y la reflexión en tanto que el suelo sobre el que llego a captar
como míos mis contenidos de conciencia (I70s). Esta crítica está justificada,
sobre todo a la visla de que Scheler hace que ]a esfera del nosotros preceda
incluso a la conciencia del mundo natural de objetos (VII, 253), contra la
mediación que yo he sostenido que ejercita el desarrollo de la percepción de
los objetos sobre el saber acerca del otro. La captación de la esfera del nosotros
m contraste con el mundo de los objetos es también para m í.sólo el fruto de
tina reflexión de segundo orden. En el nexo simbiótico en el que se realiza el
primer desarrollo del niño, es verdad que el hecho del nosotros es un dato
514 El mundo común

mismos que da lugar a la identidad y unidad particulares de la


vida de cada uno. Y, sin embargo, las raíces de la identidad
individual no están en la conciencia del nosotros como tal, sino
en los contenidos de sentido afirmados en común, de los que

pfevio para la evoluaión del individuo, »pero no jo es en distinción refleja


respecto del yo propio o del mundo de ios objetos. Más bien sucede que en el
nexo simbiótico estas dimensiones se hallan todavía unas dentro de ias otras
sin corte ni separación. Pero en su captación temática en el proceso de la
evolución del individuo, la aprehensión de la otra persona en tanto que distinta
está ya siempre mediada por el proceso de la percepción de los objetos, de
modo que la conciencia del nosotros está, pues, mediada, por la experiencia
de! mundo y de mí mismo. Tampoco la realidad del alter ego me está dada
como tal (o sea, en contraste con otros contenidos empíricos) con independencia
del proceso de la experiencia del mundo (sea esto dicho contra SchUtz). Debe
más bien hablarse de una especificación y diferenciación progresivas, en el
proceso de la experiencia, del nexo simbiótico inicialmente carente de deter­
minaciones (la «esfera mundanal», en el sentido de Schütz). El nexo simbiótico
va ahí manifestándose paulatinamente como una totalidad de sentido que admite
siempre nuevas diferenciaciones. Ello concuerda con la noción de mundo de
la vida, que A. Schütz tomó de íjusserl para hacerla luego equivaler a la de
world o f culture. El mundo de la vida es un imivene o f signifrcanons, un
fiam ework o f meaning (Papers I. 133) gue nos viene dado de antemano como
sentido objetivo (en contraste con el sentido subjetivamente presumido). (Acer­
ca de la noción de sentido objetivo, cf. .4. Schütz. Der sinnhafie Aufbau der
sozialen Welt. Eme Einleiiitng in die verstehende Soziologie [1932, 1974],
44s). Por cierto que para Schütz, igual que para Husserl —y a diferencia que
para m í— , el sentido es ya siempre un rendimiento de la conciencia (46) que,
simplemente, en la orientación de la actitud natural dirigida a los contenidos
objetivos, no es consciente a título de tal (47). Las «vivencias sensibles» no
están para Schütz (a diferencia que para Dilthey) estructuradas con sentido ya
en sí mismas (cpmo panes o momentos de un todo), sino que han de ser
«animadas» (ib id.) por un «volverse a ellas» que les da sentido (68s; cf. Papers
I, 210). Schütz une con ello un dualismo inspirado en Bergson (62): «Sólo lo
vivido tiene sentido, mas no el vivirlo» (69), y sólo ante la «mirada retros­
pectiva» de la reflexión se revela dotado de sentido lo vivido (ibid.; cf. 95).
Por lo tanto, el presente propio en el que vive la actitud ingenua carece según
Schütz de sentido, ya que es inaccesible a la reflexión (Papers I, 172s). También
de ia acción *hay conciencia únicamente después de que haya sido realizada
(Aufbau..., 86s; cf. -94)', si bien la conciencia del proyecto precede a la propia
acción. Ahora bien, ¿acaso no hace posible la categoría de la anticipación
(Aufbau..., 74s: cf. Papers I, 2J8s) justamente una conciencia de la acción
—y del propio y o — ya en el decurso de la acción tnisma? Parece que en Schütz
esto está excluido por el dualismo entre vida y reflexión y por la restricción
del concepto- de sentido a ésta última. Pero ¿no .hacen los fenómenos mismos
ilícitas tales hipótesis teóricas? La acción anticipada (y la unidad anticipada
del mundo) y la acción real (y el mundo rea!) no guedan del todo desconectadas
únicamente en el caso de que la anticipación de sentido no estribe en una mera
El sentido cultural de las instituciones sociales S IS

extrae su vigor la propia conciencia de la copertenencia, pero


que cabe también que motiven y capaciten al individuo para
oponerse al pensamiento y a la conducta del grupo.
En el ordenamiento dotado de sentido de las instituciones de
ia vida comunitaria y en el de su nexo en el orden político de la
sociedad —de fundamento religioso o cuasi religioso—, han ex- '
perimentado hombres de todos 3os tiempos lá presencia de la
comunidad de su destino a vivir a partir de un centro común que
trasciende sus limitaciones de individuos. Dicho en términos bí­
blicos, han experimentado ya siempre así, en cierto sentido, la
presencia del reino de Dios, la comunidad del destino humano
ante la realidad divina. Aunque también es verdad que una y otra
vez se ha asociado a ello la tendencia a juzgar el Estado social
dado como el destino humano alcanzado ya, es decir, a creer que
el reino de Dios estaba ya realizado definitivamente en un estado
social determinado. La falsedad de semejante pretensión la prueba
el desencadenamiento de los conflictos sociales; a la vista de los
cuales los críticos del estado de cosas existente o bien apelan a
la conciencia comunitaria de sentido —blandiendo cómo contra­
dice a la realidad social—, o bien toman ocasión en la necesidad
de crítica de esa realidad para-cuestionar la propia conciencia de
sentido que está a su base. Por otro lado, las formas institucionales
de la vida en común han demostrado, en las más diversas culturas,
ser asombrosamente duraderas, incluso cuando ha escapado de
ellas el espíritu que las animó y las fundamentó en otro tiempo.
Esta perdurabilidad de las formas institucionales de la vida allende
el desvanecimiento de las convicciones que primitivamente fue­
ron constitutivas para ellas sólo puede explicarse por lo que.apor­
tan en orden a la satisfacción de ciertas necesidades básicas de
los individuos y en orden a la integración de éstos en el nexo de

extrapolación de experiencias pasadas, sino que se halle en un nexo reverencial


dirigido hacia lo indeterminado y en el que nos percatemos ya siempre de la
realidad como un todo —y en el que, a la inversa, posea ella de suyo misma
ya las estructuras de sentido que se franquean fragmentariamente a la antici­
pación y la experiencia humana — . De este modo se vuelve también compren­
sible sin violencia esa conciencia referida a un nexo o ámbito de sentido que
abarca el mundo entero de la vida y que es constitutiva de la unidad de la
cultura (Papers I, 133s) y precede a la conciencia del individuo; en tanto que
para Schütz, tomadas las cosas en toda su pureza, el hecho de que el sentido
objetivo esté dado de antemano estriba en un autoengaño de la actitud natural.
516 El mundo común

la vida social. La perspectiva de la doctrina de M alinowski se


justifica plenamente por lo qué hace a esté punto; es decir, y
muy significativamente, justo cuando se trata de entender una
forma deficiente de funcionamiento de las instituciones sociales.
Es evidente que las instituciones establecidas, incluso una vez
que se ha disgregado la conciencia de sentido que les dio pri­
mitivamente sü forma, consiguten todavía, en cierta medida y por
un cierto tiempo, cumplir su función de regular la conducta in­
dividual gracias a la satisfacción de necesidades que va asociada
con ellas. Asimismo, a la inversa, toda renovación de las formas
institucionales de la vida de una sociedad debe garantizar, desde
luego, la satisfacción de tales necesidades básicas a partir de una
conciencia cultural común de sentido, en la medida en que para
conseguirlo se necesiten regulaciones institucionales. Podría uno
inclinarse a inferir de esta función mínima de las instituciones
sociales ciertos criterios que tuviera que cumplir toda funda-
mentación histórica de ellas, a título de «reacción cultural» ai
‘«reto» que son esas necesidades básicas. Pero ya se ha mostrado
que este punto de vista rio puede explicar de modo suficiente en
la obra de Malinowski la diferenciación y la peculiaridad.de las
formas institucionales, ya que al menos algunas de ellas (como
la familia) están referidas a más de una necesidad básica. La
familia, lo mismo que el Estado y también que las empresas
económicas de gestión patriarcal, gusta de desarrollar la tendencia
a cubrir completamente las necesidades de los individuos, a fin
de vinculárselos lo más posible. Lo peculiar de tales instituciones
no puede captarse a partir de lo que caracteriza a una necesidad
aislada. Por otra parte, la satisfacción individual de la necesidad,
al menos en casos concretos, también es posible, si obligan a
ello ciertos estados sociales anormales, sin las instituciones co­
rrespondientes. Ciertamente que las instituciones son importantes
en relación con la satisfacción de las necesidades; pero,el pape]
que les toca en ella habría que delimitarlo con más precisión', y,
en todo caso, no puede determinarse diciendo que sin institucio­
nes no sería posible satisfacer ninguna necesidad. Por esto es por
lo que la explicación de las afinidades de las instituciones más
importantes en sistemas culturales que por lo demás difieren
profundamente, requiere una perspectiva distinta, una constante
antropológica que no sea la comunidad de necesidades básicas.
El sentido cultural de las instituciones sociales 517

' ¿Qué aportan en realidad a !a satisfacción de las necesidades


de los hombres instituciones tales como el matrimonio y la fa­
milia, la propiedad, la organización laboral o el derecho? Las
necesidades de alimento, cobijo y unión sexual se procuran y
encuentran satisfacción también, en caso necesario, sin tales ins­
tituciones. ¿Qué rendimiento especial esi pues, el suyo? N o ‘pa­
rece que vaya inmediatamente dirigido a Satisfacer necesidades.
Parece, más bien, que las instituciones regulan las relaciones
entre los individuos, a una con la satisfacción de su necesidades
básicas, pero también en referencia a las necesidades secundarias
que se les asocian. Ello va en conformidad con el contacto general
de institución, tal como resultó, sobre todo, del análisis de las
tesis de Berger y Luckmann. Así pues, la clave de las formas
básicas de la institucionalización tiene que buscarse en la reci­
procidad de las relaciones entre los individuos.
Ej imperativo de entender las formas básicas de la institu-
.cionalización a partir de la reciprocidad de las relaciones entre
3os individuos no tiene por qué estar en contradicción con la idea
de que las instituciones, al menos primitivamente, surgen de uña
conciencia común de sentido religiosa (o cuasi religiosa), cuyo
contenido es la situación del hombre en el mundo natural y en
el mundo social. Es verdad que puede hacerse inteligible desde
momentos estructurales antropológicos universales el hecho de
que ciertas formas de conducta —o sea, en el caso presente,
ciertas consolidaciones estereotipadas en la vida en común —
reaparezcan siempre de la misma forma bajo las condiciones más
diversas. Pero con ello no se ha conseguido aún hacer surgir esos
vínculos institucionales. En casos concretos, pueden no estable­
cerse. La aparición de formas institucionales precisa siempre de
otros fundamentos y otros puntos de arranque, que se encuentran
precisamente en la conciencia de sentido que da su fundamento
a la cultura y que es históricamente peculiar. Y, a ia inversa, la
multiplicidad histórica de la conciencia cultural de sentido,.es­
pecialmente de la religiosa, no puede por sí sola hacer inteligible
que un número restringido de formas típicas de institucionali­
zación de la conducta del hombre se hayan siempre desarrollado
igual en la historia bajo condiciones muy distintas. Este hecho
sugiere que se busquen constantes en la naturaleza humana que
parezcan aptas para explicar esa asombrosa conformidad de la
518 El mundo común

institucionalización, que pasa por encima de grandes diferencias


en otros aspectos de los respectivos mundos culturales.
Ahora bien, es en este sentido como se ofrece aquí el puntó
de vista de la reciprocidad de las relaciones entre los individuos,
cuya regulación es e] objeto de toda institucionalización. En esta
nueva perspectiva se manifiestan realmente los gérmenes para el
desarrollo de formas diferentes de institucionalización. La reci­
procidad o correlatividad en la conducta, que se hace perdurable
gracias a la institucionalización, une los aspectos estructurales
formales de la particularidad y la comunidad en la conducta de
los individuos. Por una parte, cada cual busca afirmarse frente
al otro. Este es el aspecto de la particularidad. Por sí solo no es
capaz de fundamentar ninguna relación duradera. Esto sólo tiene
lugar cuando se une al aspecto de la comunidad, que impulsa a
acomodarse al otro. Es ésta una de las caras de la excentricidad
de la conducta humana, en la que la relación con los objetos del
mundo de la experiencia se une, del modo arriba indicado, con
la relación con los otros hombres. Ahora bien, la primera con­
dición de la estabilización institucional de las relaciones humanas
es que la interacción tome la forma de la correspondencia, de
modo que el aspecto de la comunidad, del acomodarse al otro,
actúe en los dos lados. La institucionalización se logra en cuanto
cierto grado de correspondencia determina la conducta del uno
con el otro, que se vuelve entonces verdadera conducta recíproca.
La reciprocidad es la forma básica de la comunidad, establecida
sobre la base de la existencia particular de individuos indepen­
dientes.
Más no todas las relaciones humanas pueden ser descritas en
términos de interacción de individuos independientes. Junto a las
relaciones basadas en la particularidad individual, están aquellas
en las que prima el aspecto de lo común, aunque dentro del
ámbito que éste delimita se dé espacio también a la particularidad
del individuo. La forma básica de este tipo de relación es la
familia. Aquí los miembros singulares están supeditados al todo
común. La conducta de unos individuos con otros no está pri­
mordialmente determinada por el punto de vista de la recipro­
cidad, sino por. el de la copertenencia a la comunidad y por la
aportación particular de cada uno a ella; aportación ésta que funda
hacia dentro relaciones de reconocimiento y estima mutuos, y,
hacia fuera, de solidaridad. .
El sentido cultural de las instituciones sociales 519

A sí pues, en. algunas formas de institucionalización de la


conducta de .los hombres se halla en el primer plano el aspecto
de lo particular, mientras que en otras lo está el'de la comunidad;
pero es siempre de modo que el otro aspecto está también tenido
en cuenta. Trátase aquí de dos (y sólo de dos) esferas de insti­
tucionalización originaria, a saber: por una parte, la fam ilia como
< dominio más genuino del aspecto de lo común, en la que, sin
embargo, cada miembro tiene su lugar particular; por otra, la
propiedad y la vida económica (producción e intercambio de
propiedades), condicionadas, sin embargo, por el aspecto de la
correspondencia. En tanto que en la familia el aspecto de la
particularidad individual está subordinado al de la comunidad,
en el dominio de la propiedad y la vida económica privada, en
cambio, la formación de la comunidad está subordinada al interés
particular de la autoafirmación. Pero en los dos casos se destruye
la esencia de la institución si el aspecto subordinado se descuida
del todo. Si en la vida de la familia se ejerce opresión sobre la
independencia de sus miembros,, el resultado necesario es la ruina
de la comunidad. Es digno de tenerse en cuenta que tal cosa
puede ser la consecuencia de que un miembro de la familia haya
confundido las relaciones familiares con las relaciones de pro­
piedad. A la inversa, la institución que es la propiedad queda
destruida cuando su referencia a la comunidad y el aspecto de
correspondencia que le va unido se descuidan. Si sucede esto,
fácilmente aparecerá la propiedad como un robo.
Sin perjuicio de sus problemáticas particulares, las demás
instituciones pueden entenderse como variantes, desarrollos o
asociaciones* de esos dos tipos formales fundamentales que se
plasman en el modo más puro y genuino en las instituciones de
la propiedad y la familia. Uno de estos tipos posee él mismo la
forma de una unión social, cuyos miembros son los individuos.
Además de la familia, a este tipo pertenecen el clan, la tribu, el
pueblo, ©1 Estado y, también, otras formas de comunidad, entre
las que están las comunidades religiosas. El otro tipo de insti­
tucionalización consta de formas de trato por las que los indi­
viduos entran en relaciones mutuas y en las que afirman su
independencia19. A él pertenecen sobre todo las instituciones

19. Según C. Schmitt, Über die drei Arten rechtswissenschaftlichen Den­


kens (1934), 55ss, esta distinción se corresponde con la trazada por M. Hauriot
520 E l mundo común

económicas y amplios dominios de lo jurídico; ío cual, sin em­


bargo, especialmente por lo que concierne a su evolución ■hasta
venir a ser derecho estatal, es decir, autorizado e impuesto poí
el Estado, lleva en sí también los rasgos del interés comunitario
que prevalece contra los individuos.-Hay ya formas mixtas en la
vida económica; Es así como empresas agrarias e incluso indus­
triales han podido ser dirigidás patriarcalmente, al modo de gran­
des familias. Cabe también contar entre las formas mixtas ai
sistema educativo y a la organización sanitaria. Al primero de
éstos le corresponde un papel especial, porque en él se unen el
fin de la independencia individual, el interés particular por for­
marse, y la integración de] individuo en el nexo social y en la
conciencia común de sentido que lo sostiene.
Los dominios singulares de la conducta social se han desa­
rrollado en grados muy diferentes en las diversas culturas. Ante
todo, las esferas de la conducta no se han institucionalizado por
separado en todas las culturas. Las instituciones educativas pue­
den ser absorbidas en parte por la familia y pueden en otra parte
ser absorbidas por establecimientos estatales y, religiosos. El es­
tado y la religión, de otro lado, están por regía general más
íntimamente entrelazados que como es el caso en la civilización
occidental moderna. Suelen también ir juntos el sistema religioso
y la higiene pública. En general, en las culturas arcaicas van más
estrechamente unidos los subsistemas singulares de la sociedad
entre ellos y, sobre todo, con la religión que como lo están en
la moderna sociedad de occidente. A sí, E. Durkheim y, siguién­
dole, N. Luhmann describieron la evolución social en conjunto
como un proceso de diferenciación en cuyo transcurso va incre­
mentándose la jndependización mutua ue los sistemas parciales
y, en consecuencia, va aumentando también el margen de la
libertad de los individuos20. Podemos dejar aquí a un lado la

{La Théorie de Vinstitutian el de la fondation [1925]) entre los dos tipos de


instituciones que éi denominaba corporaciones e institucions chases. Véase
también el panorama del desarrollo de’ la idea de la institución en la ciencia
jurídica que traza R.-P. Cailies en Eigentiun ais Institution. Eine Untérsuchung
zur theologischantrhropolcgischen Bergründung des Rechts (1962), 29-38.
20. E. Durkheim, Über die Teihmg der sozialen Arbeit (1893; ed. alemana
1977; trad. cast.: De la división del trabajo social, Buenos Aires 1967). En
su introducción a la edición alemana indica N. Luhmann que Durkheim obtuvo
del fenómeno económico que es la división del trabajo el modelo de su con­
E l sentido cultural de las instituciones sociales 521

cuestión de si esta visión de la evolución social no da por supuesto


de un modo excesivamente simplista que la moderna sociedad
pluralista de la cultura secularizada de occidente es el Fm de la
historia. Pero apenas es posible negar que hay una tendencia a
la diferenciación creciente del tejido institucional. Afecta.ésta a
las diferentes tareas que corresponden a las diversas instituciones,
i Sin embargo, estas tareas objetivas son siempre asumidas en la
institucionalización bajo perspectivas o particulares o comunes,
y en cualquiera de las formas en que éstas se asocian.
Esta circunstancia tiene un notable alcance p o r 3o que hace
a la interpretación teológica de la formación de las instituciones.
Los aspectos de la particularidad y la comunidad, que van unidos
en la construcción de la reciprocidad o correlatividad institucional
de la conducta, evocan la tensión entre la excentricidad y la
centralidad del comportamiento humano, que se describe en la
primera parte de esta antropología. Hemos llegado, de otro lado,
al resultado de que la institucionalización de la conducta tiene
precisamente que unir o integrar esos dos aspectos en el plano
de la correlatividad en fa interacción de los individuos, y ello en
todas las configuraciones que puede adoptar una duradera vida
en común21. La antropología social se ve así referida otra vez a
los fundamentos de la antropología en general.

cepción de la historia social bajo el signo de la diferenciación creciente de los


sistemas sociales parciales (20s). A propósito de cómo Luhmann mismo aplica
esta concepción, cf., por ejemplo, sil Funktion der Religión (1977), 34 , 89,
228, 232ss, 237s.
21. A la inversa, se abre así la posibilidad de entender por qué las formas
institucionales de interpretación social de la conducta individual tienen siempre
que contar con la aparición de una conducta discrepante (sobre esto, T. Parsons,
El sistema social, 237-305). La cual es ambivalente en lo que hace a su relevancia
social. Por una parte, es considerada mala, en tanto que es una ruptura del
compromiso comunitario que se mantiene en la reciprocidad de todas las relaciones
sociales. En consecuencia, es objeto de sanciones sociales. Pero, por otra parte,
la conducta discrepante dei individuo puede ser para la sociedad indispensable en
tanto que Arente de la innovación y el cambio sociai, o sea, en tanto que condición
de que persista la evolución viva de la propia sociedad. Por elio, es parte de la
fuerza de las sociedades pluralistas tolerar en gran medida la conducta disidente.
El pluralismo, sin embargo, se convierte en una debilidad y un elemento de
descomposición social cuando se hacen irreconocibles los perfiles de la norma y,
por lo mismo, deje de ser necesario tomar posición respecto de ella. La noción
misma de tolerancia -está de m is cuando no subsiste diferencia ninguna entre
norma y comportamiento que se aparta de ella. Su lugar lo ocupa la indiferencia
pública que acompaña al estado de anomía.
522 E l mundo común

La descripción del vínculo entre' particularidad y comunidad


en el proceso de institucionalización —y, luego, también en el
modo como se llena vitalmente el marco ofrecido por las insti­
tuciones— podría ser apta para reemplazar a la doctrina teológica
tradicional sobre, el orden de la cr'eación y la conservación. La
función de esta pieza teórica en la ética teológica reciente con­
sistía en «diferenciar los círculos vitales partibuiares» en los cfue
el hombre se halla y en los que, en modos diferentes, es solicitado
concretamente por eí imperativo divino22. En los diálogos que
tuvieron lugar, tras.la segunda guerra mundial, entre juristas y
teólogos alemanes, el concepto de orden fue reemplazado por el
de institución, que aparecía sin el lastre de los dos inconvenientes
capitales que suscita la noción de orden, esto es, que parecía
libre de la sospecha de que con él se estuviera afirmando un
orden de la vida en común aún no afectado por el pecado humano,
y parecía también estar libre de asociaciones con un paradigma
fundamental inmutable que se hubiera ya dado en la forma de
un estado23. Pero tampoco el trabajo de la comisión d^ institu­

22. F. Latí, Schdpfimgsordmmg, en RGG 5 (1961), 1492 (art. Sckdpfwig-


sordmmg). Cf. ¡o que dice a este respecto E. Brunner, Das Gebot imd die
Ordnungen (1932); 41939), 275s. Brunner manifestaba que se proponía «derivar
de la esencia del hombre cada uno de los modos de comunidad, y caracterizar
sus índoles» (276), pero de hecho se contentó con sostener que estos «constructos»
habían surgido «dei impulso natural y racional del hombre» (320; cf. 31óss). Del
primero, por lo que hace al matrimonio, la familia, la economía, el estado y la
comunidad jurídica; del segundo, por lo que se refiere a la comunidad cultural,
frente a la cual se reconocía un puesto separado a la Iglesia. Tal fundamentaron
recuerda lejanamente el modo en que Malinowskj derivaba las instituciones de
las «necesidades básicas» humanas. Mientras Brunner se esforzaba, en cualquier
caso, por la fundamentación antropológica, otros, como P. Althaus (Theologie
der Ordmmgen [1934; : 1935] 9s), admiten sencillamente una pluralidad dada de
«formas de la vida en común entre los hombres» (9) y pasan de inmediato a
interpretarlas teológicamente. En los años siguientes se puso mayor énfasis en el
carácter histórico y de tareas que tienen los ordenamientos —y que ya había
subrayado Althaus— . D. Bonhoeffer extraía directamente de la Escritura los
ordenamientos, a los que daba el título de «mandatos», y se negaba a funda­
mentarlos como si estuvieran dados de antemano en algún otro sentido (E. Betbge
eds., Ethik [1949], 70s) —pero, entonces, ¿por qué precisamente hacer esto
respecto de sólo el trabajo, el matrimonio, la autoridad y la Iglesia?
23. En el diálogo de la iglesia evangélica alemana que se ha dado en llamar
de las instituciones (a partir de 1955), lo que se esperaba ante todo de la sustitución
del concepto de orden por él de institución era superar la «estaticidad» del primero.
En efecto, a las instituciones va unido el «carácter procesual del derecho»
E l sentido cu ltu ral de las instituciones so cia les 523

ciones de la iglesia evangélica alemana consiguió hacer inteligible


la pluralidad de las instituciones desde una perspectiva siste­
mática. Esa perspectiva sólo puede adquirirse desde la antro­
pología; y, además, cuando de lo que se trata es de la funda-
mentación de una doctrina teológica sobre las instituciones, tiene
que consistir en puntos .de vista de la antropología sobre los que
ya se haya ejercitado la reflexión teológica y que estén penetrados
en teología. No cabe que lo que se haga sea tomar meramente
datos preteológicamente registrados. La distinción y mutua co­
rrelación de los puntos de vista de la particularidad y la comunidad
del vivir podrían cumplir esta función, y, en cualquier caso, desde
fa ética de Schleiermacher, han desempeñado ya el papel corre­
lativo a éste en la fundamentación de la doctrina de las formas
de comunidad24. Las condiciones antropológicas de la institucio-
nalización social de la conducta humana que así resultan siguen
sin embargo siendo, como ya he dicho arriba, abstractas, y de­
penden, para su realización histórica, de que sean concretadas a
partir del espíritu de la conciencia de sentido que da su funda­
mento a cada cultura. '

2. Propiedad, trabajo y economía

De todas las instituciones sociales, la de !a propiedad es


aquella en la que con más fuerza resalta el aspecto de la parti­
cularidad, en contraste con el de la comunidad. La esencia de la
propiedad es el derecho a disponer de una cosa excluyendo a los
otros23. La renuncia a la nota de exclusividad en el concepto de

(H. Dombois, Zur Begegnung zwischen Rechtswissenschaft und Theologier Keryg-


ma und Dogma 3 [1957] 61-74 [la cita es de 74]; cf. 69ss). Pero también en este
caso quedó «sin resolvei» al final la cuestión «de la fundamentación y la esencia
de las instituciones» (R.-P. Callies, Eigentum a b Institution [1962], 61),
24, Cf. D. F. Schleiermacher, Philosophische Ethik (ed. A. Twesten,
1841), 65ss, 72-122. Con todo, en Schleiermacher la distinción de lo propio
y lo «idéntico» (lo común), que se combina con al distinción entre actividad
formadora y actividad organizadora, no es objeto de ulterior fundamentación.
25. Así. J. Schapp, Sein und Ort der Rechtsgebilde. Eine Untersuchung
über Eigentum und Vertrag (1968), 58, define la propiedad como «ei más amplio
y comprensivo derecho de dominio sobre algo». Asimismo, K. Larenz entiende
también la noción de propiedad a partir del derecho a disponer de algo (Die
rechtsphilosophische Problematik des Eigentums, en Th. Hecker [ed.], Eigentum
und Eigentumsverteilimg [1962], 21-41; 25, 37s).
524 El mundo común

la propiedad, que haría de ésta un mero derecho a acceder a la


cosa o a participar en ella26, desembocaría en la eliminación de
la propiedad misma. Ciertamente que hay formas de propiedad
con derechos que se restringen a la participación, pero, en primer
lugar, éstos están entonces más o menos claramente delimitados;
y, en segundo, la propiedad común se constituye en propiedad
también mediante la exclusión <le aquellos que-no tienen parte»
ninguna en ella. '
Propiedad, en esta acepción de la palabra, e incluso propiedad
individual, parece haberla habido ya desde los inicios de la hu­
manidad, según cabe inferir de los ajuares hallados en las tumbas.'
Pero ya en el comportamiento de ¡os animales superiores que
ocupan un territorio y lo defienden contra la incursión de sus
congéneres hay una analogía con la propiedad humana: una esfera
de la que el individuo dispone. En animales que viven en co­
munidades nómadas puede desarrollarse la propiedad individual
cuando la relación de posesión establecida con las cosas es ca­
paz de desprenderse de su vínculo con un espacio determinado.
Esto es, en cualquier caso, lo que le sucede al hombre. Ante su
conducta abierta al mundo, los objetos aparecen con múltiples
posibilidades‘de uso. Por ello se los «guarda» y se los «lleva
consigo» para utilizarlos en el futuro (por ejemplo, como ins­
trumentos)27. En la identidad de los objetos que maneja se le
hace intuitiva al hombre su propia identidad. Ya en las culturas
ágrafas de cazadores y recolectores que no conocen la propiedad
individual del terreno, como sucede hasta hoy entre los pigmeos
y los bosquimanos, hay propiedad individual de objetos muebles
é inmuebles. Abarca, desde iuego, a poco,*ya que el almace­
namiento sólo tiene sentido dentro de un estrecho marco y el
dinero es desconocido28. La esfera de la propiedad sólo se amplía

26. Esta es la propuesta de C. B. Macpherson (Property. Mainstream and


Critical Positions f 1978], 201. 205), hecha para ‘escapar a la contradicción
entre el concepto liberal de propiedad y el derecho, igual en todos, al desarrollo
de la personalidad individual (199). Con todo, sólo se refiere a la propiedad
de tierras y al capital, y no a bienes de consumo, ya que éstos sólo pueden
consumirse como «propiedades exclusivas» (206). '
27. A. Gehlen, Urmensch und Spätkultur ("1964), 51s.
28. W. Nippold, Die Anfänge des Eigentums bei den Naturvölkern uml
die Entstehung des Privateigentums (1954), 28ss, 91s. A propósito de la atri­
bución dé la propiedad al individuo, 75s. 90.
El sentido cultural de las instituciones sociales 525

con la domesticación de los animales y, de manera plena,' con


el tránsito a la vida sedentaria y a la agricultura. '
Rigen como fundamentos del derecho de propiedad el apo­
derarse de bienes sin dueño y/o el trabajo personal29. Pero es
derivar del trabajo la propiedad lo que corresponde al modo
específicamente humano del trato con la realidad del mundo. En
efecto, la necesidad de trabajar se sigue de la deficiente adap­
tación del cuerpo del hombre a su entorno natural. El trabajo es
el medio para transformar el entorno natural en un mundo arti­
ficial que esté al servicio de la satisfacción de las necesidades
humanas30. También hay'gérm enes de esto en la conducta pre-
humana, como atestiguan con extraordinaria expresión el modo
en que construyen sus nidos los pájaros, o sus madrigueras los
castores, o ciertos insectos lo que bien podría llamarse un estado.
Pero en estos casos se trata de productos ligados a la especie;
mientras que el trabajo humano, en cambio, no está constreñido
a la producción de una forma determinada de entorno artificial.
Por ello es por lo que su transformación de las condiciones na­
turales de la vida puede seguir siempre yendo más allá en la
dirección del dominio de la tierra y sus recursos. La teología ha
interpretado, por lo tanto, con justicia el trabajo del hombre a la
luz de la misión que el Dios bíblico le impuso en ¡a creación: el
dominio de la tierra31. La transformación del entorno natural en
un mundo cultural es una obra comunitaria de los hombres; pero
el trabajo es también siempre individual, y como tal funda las
pretensiones de los individuos a la propiedad.

29. W. Nippold, Die Anfänge des E igentum s..., 82ss. En tanto que Nip­
pold pone el énfasis sobre todo en el trabajo individual como «la fuente más
antigua y última» de la propiedad individual (91), A. Gehlen (Urmensch und
Spätkultur, 52) destaca, junto a ella, la importancia del «almacenai». Hegel
pensaba (Jenaer Realphilosophie [1805-1806] [ed. J. Hoffmeister]) que el tra­
bajo supone ya haber entrado en posesión del objeto que se va a trabajar (207s),
de modo que, para él, este haberse posesionado ya era el fundamento de la
propiedad (Grundlinien der Philosophie des Rechts [1821], § 54ss).
30. R.-P. Cailies, Eigentum als Institution, 23ss (a propósito de B. Ma­
linowski).
31. A sí, por ejemplo, M. D. Chenu, Die A rbeit und der göttliche Kosmos
(1955; cito por la edición alemana de 1956), 53s, 69, 105. W. Zimmerli,
Mensch und A rbeit im Alten Testament, en J. Moltmann et al., Recht a u f Arbeit
- Sinn der Arbeit (1979), 40-58, sobre todo, 43ss.
E l m undo común

Es constitutiva para ei concepto, de trabajo la distinción entre


trabajo y disfrute o usufructo32, ...Así, alimentarse de los frutos
que la naturaleza ofrece directamente no es trabajo, aun cuando
vaya quizá ligado a una búsqueda fatigosa. En cambio, la re­
colección de los frutos para usarlos más adelante —especial­
mente, almacenarlos para el invierno o cualquier otra época de
espasez— debe ya, considerarse trabajo. Igual que ocurre con la
preparación de los alimentos que sólo se consumirán más tarde,
recolectar y almacenar difieren el disfrute y son, pues, conducta
culta. El trabajo proporciona medios de vida no solamente para
el instante presente, sino en previsión del futuro y, así, inci­
pientemente, en previsión de la totalidad de la vida. Difiriendo
de este modo el disfrute, el trabajo constituye la propiedad, que
descarga en amplia medida al hombre del peso inmediato de las
necesidades primarias33. Los productos del trabajo quedan a dis­
posición para ser usados en el futuro. A lo cual puede añadirse
luego la «necesidad derivativa de dominar una mayor extensión .
de cosas» (R.-P. Callies) y de conquistar de ese modo la seguridad
de la vida. . ■ ,
Aquí se manifiesta la ambigüedad de la propiedad y de la
tendencia ínsita en ella, contra la cual ya se dirigió la crítica de

32. En la Fenomenología del espíritu (1807), Hegel presentaba la sepa­


ración del trabajo y el disfrute como el resultado del surgimiento de relaciones
de dominio en las que el siervo tiene que trabajar para el goce del amo (146s).
En las Vorlesungen zur Realphilosophie de Jetia, en cambio, la propiedad y el
trabajo precedían ya en ei estado de naturaleza (205ss) a la «lucha del reco­
nocimiento» (209ss), que todavía nr¡ cesa cuando se establece la contraposición
entre amo y siervo, sino que lo hace, de modo más universal, al ¡legarse al
«ser reconocido» del verdadero estado de sociedad (2I2s). Sucede, efectiva­
mente, que la diferenciación entre trabajo y disfrute constituye uno. de los
puntos de que arranca el desarrollo de las relaciones de dominación, pero, justo
por ello mismo, se halla ya supuesta por ese desarrollo.
33. R.-P. Callies, Eigentttm ais Insíitntion, 82; cf. A. Gehlen, Unnensch
und Spdíkulnir, 52s. K. Stopp (Einkommen und Eigentum, en Christ and Ei­
genttim [1963], 12-120; sobre todo, 24ss) niega que la propiedad provenga del
«rendimiento propio», al menos por lo que hace a la que se forma sobre la
base de la remuneración previamente acordada por el trabajo: «la producción
social excluye como nota constitutiva de la propiedad el elemento del rendi­
miento propio» (27). Me parece excesiva esta conclusión, ya que, aunque
ciertamente el reparto de la propiedad es también «resultado de coyunturas
políticas de poder y fruto de decisiones políticas» (29), sin embargo el ren­
dimiento individual permanece siendo el factor constitutivo. Lo que difiere por
influjo de la coyuntura política es únicamente su evaluación.
El sentido cultural de las instituciones sociales 527

los profetas y, sobre todo, la de Jesús. El amontonamiento de


propiedades puede parecer la vía para la completa seguridad de
la vida y, por lo.tanto, para la satisfacción integral de los intereses.
De este modo entra en conflicto con la problemática religiosa34.
La crítica de Jesús (por ejemplo, Le 12, 15-21) revela la ilusorio
de esas expectativas desmedidas acerca de la función de dar
seguridad que desempeña la propiedad, y se opone a la conse­
cuencia social resultante: el abandono del prójimo y sus nece­
sidades en aras del propio enriquecimiento privado. Sin embargo,
la propiedad individual no queda por ello estimada en general
como una injusticia35. Más bien pertenece el ser hombre del
hombre tomar disposiciones para el futuro y para su vida toda
(cf. Prov 20, 4), y una manifestación de este estar referido a la
totalidad de la propia vida es precisamente el desarrollo de la
propiedad. La amonestación de Jesús contra el consumirse en la
preocupación por el futuro, así sea sólo por el día de mañana
(Mt ó, 25s), está destinada a preservar el espacio para la confianza
en la fuente divina de la vida, que el hombre necesita y de la
cual no debe dejarse cortar por la preocupación. Ello no excluye
la responsabilidad por el futuro, así como también por el pasado
de cara al futuro, y el trato responsable con lo que está actual­
mente dado, en consideración al todo tanto de la propia vida
como de la comunidad; del mismo modo que Jesús no puso

34. T. Rendtorff, Ethik II (1981), 65. En Erre et avoir (1935). G. Marcel


describió como inversión de la relación de disponer de algo ia tendencia a
invenir la relación entre ser y tener que va ligada a ese último. En efecto, «io
que tenemos nos devora»; el tener tiende a «anularse en la cosa que primiti­
vamente era poseída pero que ahora absorbe a quien antes creía que disponía
de ella» (177). Tal tendencia se explica porque la tendencia del yo a ser
completamente independiente y disponer totalmente sobre sí mismo se halla
en contradicción con su estructura excéntrica, o sea, con el hecho de que su
ser tiene su fundamento extra se. Por ello es por lo que, cuando espera hacerse
autónomo mediante las cosas, más bien va haciéndose dependiente de ellas.
35. Sobre la actitud de gran distanciamienjo de la teología de la Iglesia
antigua respecto de la propiedad privada como consecuencia del pecado original
(desarrollada, por cierto, bajo la influencia de ideas estoicas), cf. M. Hengel,
Eigentam und Reichnim in der friihen Kirche, Aspekte eiuer friihchrisrlichen
Sozialgeschichte (1973) 9ss. Este autor destaca el contraste entre esa postura
y la «libre actitud respecto de la propiedad» que, junto a toda su crítica de
ella, se halla en el propio Jesús (34ss; cf. 31 ss). En 79ss del libro de Hengel, #
cf, también lo que decía Clemente de Alejandría (Quis dives scilvetw) sobre
las posesiones como forma de la libertad e instrumento que es don de Dios.
528 El mundo común

tampoco en cuestión la necesidad del trabajo (a pesar de Le 10,


41s), la cual fue incluso decisivamente destacada por el cristia­
nismo primitivo36. De cualquier forma, la ambigüedad de la fun­
ción de dar seguridad a la vida que va ligada tanto a la propiedad
como al trabajo debería dar ocasión a precaverse de la interpre­
tación tanto del trabajo como de la propiedad en términos de vías
para la liberación del hombre. Ciertamente que el trabajo y la
propiedad liberan de la opresión inmediata de la dependencia en
que al hombre le ponen sus carencias por lo que hace al alimento,
la vivienda, el vestido. Pero todavía no se alcanza con ello la
libertad, en el sentido pleno de autoidentidad y autorrealización37.
Más bien, tanto el trabajo como la propiedad se convierten en
medios de autoengaño y autoalienación cuando el hombre cree
poder obtener mediante ellos su libertad. p
A pesar de esto, trabajo y propiedad contribuyen .esencial­
mente a formar la esfera en la que puede desarrollarse y actuar
la libertad verdadera, cuando es ella un don que se recibe de otra
fuente. Pero es importante darse cuenta de que ni el trabájo ni
la propiedad pueden entenderse entonces restringidos al individuó
aislado. Aunque el trabajo no puede describirse siempre y desde
un principio como una actividad social, incluso el trabajo índi-

36. Cf. Hengel, Ibid., 65s, Piénsese, simplemente, en la afirmación


paulina de 1 Tes 4, 11 (cf. 2 Tes 3, 10). Sobre el ámbito completo en que se
inserta este problema, cf. W. Bienert, Die Arbeit nach der Lehre der Bibel.
Eine Grundlegung evangelischer Sozialeihik (1954).
37. Semejante relación extremosa y prometeica con el trabajo es carac­
terística tanto de! liberalismo burgués como del marxismo (M. Honecker, artí­
culo Arbeit VII, en TRF ¡II [197S], 644s). Ello es verdad sin perjuicio del
hecho de que Marx entendiera únicamente el trabajo como el «acto de auto-
producción» del hombre —y creía encontrar ya en Hegel esta concepción —
(Nationalökonomie und Philosophie [1844-1845], en Frühschriften, 281, cf.
247ss), en tanto que combatía la propiedad privada como forma alienada del
trabajo. M. D. Chenu, Die A rbeit und die göttliche Kosmos, acepta esta visión
del trabajo quizá demasiado [¡críticamente, cuando lo alaba como «instrumento
de la liberación» (58); si bien en otro lugar (68) advierte contra idolatría del
trabajo. Ya Hegel ponía de relieve en su Rechtsphilosophie la ambivalencia de
la «liberación que se encuentra en el trabajo» (§194). puesto que e! crecimiento
de las posesiones significa «un crecimiento igualmente ilimitado de la depen­
dencia y la indigencia» (§195). H. Arvon, La Philosophie du travail (1969),
tiene razón al subrayar que la «liberación material» del hombre mediante el
trabajo deja abierta la cuestión del sentido de esta victoria suya sobre la .de­
pendencia respecto de la naturaleza, si no se la completa con una «liberación
espiritual» (19).
E l sentido cultural de las instituciones sociales 529

vidual contiene, sin embargo, en su productividad un'im pulso


hacia la socialización38. Al producir el productor privado más de
lo que él inmediatamente necesita de una cosa, pero carecer de
los productos de otros, se introducen el intercambio y el desarrollo
del comercio, el cual canaliza el trueque y aumenta la necesidad
que tienen los individuos de productos ajenos. Ya Adam Smith
describió el modo en qqe el interés propio de los productores
individuales lleva, a través del trueque de los productos, a la
socialización de la producción por medio de la división del tra­
bajo, al pasar los individuos a producir para el intercambio39. ■
El propio A. Smith, y muchos autores tras sus pasos, han
visto el peligro de parcialidad y unilateralidad que acompaña a
la creciente división del trabajo. Marx creía haber encontrado el
punto de arranque de esta unilateralización en el autoenajena-
miento de la actividad humana, que hace posibles tanto el inter­
cambio como el trabajo en dependencia. Marx entendió la di­
visión det trabajo y el trueque como expresiones de la alienación
de los trabajadores de su esencia de hombres“0; una alienación
que llega al extremo en el trabajo asalariado, en tanto que trueque
de la fuerza de trabajo por dinero. Frente a ello, E. Durkheim
consideró la división del trabajo como condición del progreso en
la evolución social hacia la solidaridad «orgánica», porque fuerza
a mantener a la vista a los colaboradores en tanto que completando
lo que uno mismo hace41. Así, pues, ¿significa la división del
trabajo el progresivo empobrecimiento, ta progresiva unilatera-
¡ización de ios individuos, unida a la creación de falsas necesi-

38. Pone esto de relieve T. Rendtorff, E thik II, 30.


39. A. Smith, An Inquiry into ¡he Natura and Causes o f the Wealth o f
Nations (1776), 1, cap. 2.
40. K. Marx, Nationalökonom ie,,., en Frühschriften, 254ss, 289ss; cf.
Die deutsche Ideologie (1845-1846), 357ss, 361s; A. Wildermuth, M arx und
die Verwirklichung der Philosophie II, 1970, ha mostrado cómo la comprensión
de los procesos económicos como una suerte de «metabolismo» (591-692), que
estaba inspirada por tos fenómenos del mercado, llevaba a interpretar el capital
como «estructura trascendental del proceso de civilización y de Ja comunica­
ción».
41. E. Durkheim, Über die Teilung der sozialen A rbeit (1893; cito por
la edición alemana de 1977), 95ss, I69ss. En opinión de este autor, los efectos
parcializantes que suelen achacarse a la división del trabajo no deben sede
imputados a ésta en cuanto tal, sino a la variante «anómica» de ella en la que
falta —o no determina la conciencia— la complementación-mutua de las fun­
ciones que se han repartido (399ss, 410ss, 4 l4 s). 1
530 E l mundo común

dades; o, al revés, es lo que introduce la oportunidad de enri­


quecerse y completarse mutuamente tanto en el proceso del
trabajo mismo cuanto en la participación en sus productos?
Una y otra vez, tanto antes como después de Marx y E ngels,.
ha sido debelado el efecto deshumanizador de la división del
trabajo, especialmente en la industria moderna, en que se hace
parcial y mdnótono en tal. alto grado42. Sin embargo, las inves­
tigaciones recientes arrojan el resultado de que es necesario des­
cribir y juzgar más matizadamente el estado de cosas. H. Popitz
comprobó en 1957 que las observaciones empíricas de la situación
labora] en las plantas siderúrgicas sólo señalan problemas de
monotonía en «casos límite», y que, además, tales problemas
tienen efectos oprimentes muy distintos, ya que en algunos in­
dividuos cabe que la «compulsión a la reacción mínima» se ex­
perimente incluso como «cómoda»43. Por lo demás, tanto en el
trabajo de equipo como en la cooperación «de encaje» de unos
con otros en las máquinas y en las cadenas de montaje, se da
una alta intensidad de relaciones sociales entre los trabajadores,
así como un «reto» que la situación laboral lanza a una .«acción
de la que el hombre es capaz» y que en absoluto reduce al
trabajador a un funcionar y acoplarse meramente técnicos44.
Estos datos hablan más en favor de Durkheim que de Marx.
La degradación del hombre a mera fuerza de trabajo45 que sólo

42. En la segunda parte de su obra sobre La democracia en América


(Madrid 1984), en 1840, A. de Tocqueville escribía: «A medida que el principio
de la división del trabajo recibe una aplicación más completa, más débil,
limitado y dependiente se hace el trabajador» (II, 20). H. Popitz, en su Der
entfremdete M ensch (1953), reunió citas del mismo sentido tomadas de pen­
sadores alemanes anteriores a Marx. A propósito de la situación actual, expresan
la misma opinión F. Vilmar, Industrielle Arbeitswelt. Grundlagen einer kri­
tischen Betriebssoziologie (1974), 63ss. y A. Rieh, Christliche Existenz in der
industriellen Welt (1957), 60ss.
43. H. Popitz et al.. Technik und Industriearbeit. Soziologische Unter­
suchungen in der Hüttenindustrie (1957), 164 (156ss), 201ss, 203; cf. 207.
44. Ibid., 175s.
45. En ello es en lo que T. Rendtorff ve el «estado de explotación» (Ethik
II, 95). Según H. Arvon {La Philosophie du travail [1969]). ésta es una de las
secuelas del utilitarismo unilateral (100). El hecho de que éste determine el
espíritu de una sociedad no es, sin embargo, un destino ineludible, contra lo
que dicen no sólo Marx —desde el punto de vista dei interés económico — ,
sino también (desde otros puntos de vista) ciertos analistas críticos de la cultura,
como F. Jonas, (Sozialphilosophie der industriellen Arbeitswelt (1960), es-
E l sentido cultural d e la s 'instituciones so c ia le s 531

desempeña la función de parte en un todo, no es una secuela


obligada de la propiedad privada, el intercambio y la división
del trabajo. Del mismo modo que el intercambio puede también
posibilitar una rica multiplicación de las facetas de la vida, y
precisamente por esta razón se esfuerzan los hombres en prac­
ticarlo, así también la división del trabajo ofrece sin duda gér­
menes que van en la dirección del «participar en una o tra co­
mún»46. Evidentemente, es este espíritu comunitario el que los
países socialistas tratan de despertar en su población trabajadora,
una vez que el obstáculo que se suponía que ío im pedía (la
propiedad privada de los medios de producción) ha sido elimi­
nado. Pero ¿es realmente la cuestión de la propiedad la que
constituye este obstáculo? Así lo afirma el marxismo, basándose
en la contradicción entre la producción social y la apropiación
individual. Sin embargo, es dudoso que haya en verdad tal con­
tradicción, dado que la misma propiedad posee el carácter de una
institución social.
Mientras que la. labor individual sólo se incluye en un proceso
social de,producción gracias a la progresiva división del trabajo,
ia propiedad es ya por su forma jurídica un hecho social. En
efecto, la posesión sólo se convierte en propiedad cuando se la
reconoce como conforme a derecho. El que posee una cosa, el
que de hecho la tiene en su poder, puede haberla conseguido
contra el derecho —hurtándola o robándola, por ejem plo—. Sólo
el reconocimiento de la comunidad acredita al poseedor como

pecialmente, 189-218) y J. Ellui (The Technological Society [1964; 1973],


133ss; Le Systéme technicien [1977], sobre todo 343ss) y también, tras los
pasos de Eilul, H. Schelsky, Der M ensch in der wissenschafttichen Zivilisation
(1961). En 1968, J. Habermas llamó a estas tesis fatalistas «nueva ideología»
que menosprecia la relevancia de la «moralidad» en la conformación de la vida
social (Technik uttd W issenschaft ais «!deologie», 48-103. sobre todo 90s). El
propio interés del capital ha desarrollado en la edad moderna europea durante
algún tiempo la «autonomía» descrita por Marx sólo a consecuencia del des­
tronamiento de la religión y (posteriormente) de las estructuras políticas tra­
dicionales.
46, H. Arvon, La Philosophie du travail, 104. D e tai conciencia surgió
la ética protestante de la profesión, en la que el individuo consideraba su
particular actividad como el objeto de su especial vocación divina ai servicio
en la vida de la comunidad. Acerca de! nacimiento de este ethos de la profesión
en Lutero a partir de la generalización de la idea de la llamada de Dios al
estado eclesiástico, y también sobre la problemática actual de esta noción de
la profesión, cf. T. Rendtorff. E thik II. 46ss,
532 El mundo co m ú n ,

propietario legal47. Se manifiesta en ello una prioridad de la


comunidad por respecto al propietario en la constitución misma
de la propiedad; pero también, a la vez, una afirmación por la
comunidad jurídica de la particularidad del.propietario, sea éste
una familia, una sociedad o un individuo. Esto último tiene una
importancia especial por lo que hace, a la propiedad individual.
Reconociendo la propiedad 'del individuo, la sociedad afirma y
respeta a la persona individual y a su derecho independiente a
disponer de una esfera, siquiera sea limitada, de cosas. Natu­
ralmente, esto acaece no sólo mediante el reconocimiento de ja
propiedad, sino también garantizando otros derechos de la per­
sona. Pero la garantía de la propiedad ha sido en la historia
jurídica moderna un aspecto esencial de la garantía de lá libertad
individual de la persona.' Desde luego que esta garantía no rige
ilimitadamente, sino que va unida al compromiso de usarla ade­
cuada y legítimamente48, aun cuando esta obligación no esté
siempre expresamente puesta de relieve en el derecho de pro­
piedad. Además, lo regular es que haya también una cláusula de
«excepción en favor de la comunidad»49 que puede fundamentar
el «deberse en general a la sociedad la propiedad», pero que, al
menos en situaciones de emergencia y en casos en que se presente
un urgente interés común, hace posible la restricción del derecho
a disponer de la propiedad, e incluso la expropiación (normal­
mente, contra una indemnización).
La prelación de la comunidad frente al individuo se expresó
en e! derecho natural antiguo en la idea de que en el estado de
naturaleza de la humanidad todos los bienes habían sido comunes.
La patrística cristiana y,1 tras sus huellas, la escolástica medieval
se atuvieron en amplia medida a esta concepción —no en último

47. A. Antweiler, Eigentum (1967), 23s, 36: también J. Schapp, Sein


und Ort dar R echisgebüde..., 106ss. '
48. A sí, F. Brunstad, Rechtsidee und Staatsgedanke (Festschrift J. Bin­
der, 1930) 122 sk; citado por K. Larenz, D ie rechtsphilosophisehe Problematik
des Eigeniums, en Th. Hecker (ed.), Eigentum und Eigenlumsverteilung (1962),
2 1-4!, 34s.
49. E. Brunner lo fundamentaba así: «Toda propiedad es adquirida bajo
condiciones que no ha creado quien la adquiere. Adquiere éste propiedad bajo
la protección del Estado, en un mundo cultural del que él mismo no es autor.
Por ello, la sociedad posee también su derecho sobre la propiedad que ese
hombre adquiere, ya que ella ha sido tácitamente su socio» (Gerechtigkeit. Die
Lehre van den Gnm dgcsetzen der Gesellscháfisordnung [1943], 176). .
El sen tido cultural de las instituciones sociales 533

término bajo la influencia de la crítica bíblica contra la riqueza—,


pues Dios había destinado en la creación los bienes de la tierra
a todos los hombres en conjunto. El punto de vista de la inde­
pendencia del individuo sólo se impuso en la edad media tardía.
Según F. Suárez, ya en el paraíso tenía el hombre un derecho
específico sobre los frutos de su trabajos o sea, sobre los frutos
que él mismo recogía50. J. Locke hizo luego valer con óompleta
generalidad que la adquisición de propiedad pertenece a la na­
turaleza del hombre.
Debe verse el fundamento decisivo del juicio más bien dis­
tante que la doctrina del derecho natural de la antigüedad hacía
sobre la propiedad individual en el hecho de que la metafísica
antigua no conocía aun el concepto de persona y suponía, además,
que 1» general tiene la supremacía por sobre lo individual51. Puede
explicarse que la patrística cristiana y la escolástica fueran tam­
bién de la misma opinión porque «el aspecto de aislamiento, de
querer ser para sí el individuo que va asociado a la propiedad
privada, está sin,duda en cierta oposición con el mandamiento
cristiano del amor»53. Sin embargo, entre-las consecuencias que
se infieren del respeto cristiano de la dignidad personal del in­
dividuo está el que en el pensamiento moderno desde Locke —en
Alemania, especialmente desde Kant— se haya entendido la pro­
piedad individual como el «ámbito externo de libertad de la
persona; medio y expresión de la configuración personal de la
vida»'13. En tanto que Locke veía el fundamento de la propiedad
individual en la naturaleza del hombre como individuo previa al
Estado, el idealismo alemán lo puso en un mandamiento de la
propia razón general que se expone en el estado ético. Así,

50. F. Suárez, De opere sex dierum I , 5c. 7 n. 18; citado por F. Beutter,
Die Eigentumsbegründung in der Moraltheologie des 19. Jahrhitnderts (1971),
93. Cf. también el compendio de opiniones de los Padres que traen las páginas
49-85 de ese mismo libro. ■
51. F. Beutter, o. c., 88s.
52. K. Larenz, Die rechtsphilosophische Problematik des Eigennmis. 27. .
53. Die rechtsphilosophische P roblem atik..., 26. Según Larenz, de ello
se sigue que para Kant el estado de carencia de propiedad sea «un estado de
servidumbre y, por lo tanto, un estado indigno del hombre» (31). Cf. también
la tesis 4 del memorial de 1962 de la iglesia evangélica alemana: «El hombre,
para ser libre, debe poder decir “ m ío'’» (Die Denkschriften der Evangelischen
Kirche in Deutschland, II: Solíale Ordnung [1978], 21). Acerca de Locke, cf.
sitpra, 214ss. ■
534 E l mundo común

especialmente, es en Hegel, quien pensó el estado ético como la


«realidad de la libertad concreta»,"en la que encuentran «para sí
la singularidad persona! y sus intereses particulares.... su desa­
rrollo íntegro y el reconocimiento de su derecho», a la vez que,
por otra parte, revierten ellos mis tilos al «interés de lo general»,
es decir, lo «reconocen como su propio espíritu sustancial y se
ponen en acción para él como fin último suyo» (Filosofía del
derecho, § 260). La «idea del Estado platónico», que consideraba
a la persona «incapaz de propiedad privada», significaba, pues,
según Hegel, un «agravio a la persona» (§ 46), la cual tiene que
«darse una esfera exterior de su libertad para ser en tanto que
idea» (§ 41). Hegel sostenía incluso explícitamente que era «un
deber poseer cosas como propiedad, o sea, ser en tanto que
persona»54. Esta concepción de la propiedad como expresión de
la libertad de la persona se remite en último extremo, en opinión
de Hegel, al descubrimiento cristiano de la libertad personal del
hombre en tanto que hombre, aunque tal consecuencia sólo «des­
de ayer» se reconozca como un principio. Hegel veía aquí un
«ejemplo tomado de la historia mundial acerca del mucho tiempo
que el espíritu necesita para progresar en su autoconciencia» (§
62). El condicionamiento social de la propiedad en general y,
por tanto, también de la propiedad privada se halla aquí superado
en cuanto tal por la intención religiosa que condiciona la unidad
vital ética de la sociedad en el Estado; consideración religiosa
que es en definitiva la responsable de la posición que se concede
al individuo en la comunidad y, por lo mismo, también de la
forma y la fundamentación del derecho a la propiedad53. Vista

54. Ene. § 486. Hay que entender esta afirmación en el sentido de que,
debido a la razón moral que (kantianamente) constituye la libertad de la persona,
ios derechos del individuo son simultáneamente deberes, y a la inversa. Cf, la
interpretación —cara a los trabajos de teología evangélica sobre la problemática
de la propiedad— de ésta como «feudo» de Dios para el servicio al prójimo;
por ejemplo, G. W, Locher, D er Eigentum sbegriff als Problem evangelischer
Theologie (1954). 160 (cf. 40s, acerca de Calvino). M. Hengel, Eigentum und
Reichtum in der frühen K irc h e..., 34s, señala ei origen precristiano de esta
idea en Eurípides (Fenicias 553ss). Para la crítica de esta concepción, cf. G.
Breidenstein, Das Eigentum und seine Verteilung. Eine sozial-wissenschaftliche
und evangelisch-ethische Untersuchung zum Eigentum und zur sozialen G e­
rechtigkeit (1968) 160. ■
55. La fundamentación de la propiedad como un derecho natural en la
teología católica moderna llevó a cabo en el siglo XIX, como F. Beutter expone
E l sen tido cultural d e la s instituciones so cia les 535

desde esta perspectiva, lá crítica de la propiedad en Marx muestra


ser el indicio de una deficiente consideración de la importancia
del individuo en el nexo de la vida social. Ello no resta, por
cierto, fuerza a los aspectos verdaderos de esta crítica, en la
medida en que está dirigida contra una concepción y un orden
abstractamente individualistas de la propiedad. '
El hecho de que la propiedad está condicionada por la co­
munidad jurídica se expresa en ciertas restricciones del poder de
disponer de lo que es propio. Va siempre unida a la propiedad
la obligación de usarla adecuada y legítimamente. A sí, por ejem­
plo, su aniquilación arbitraria es en la m ayoría de los casos un
abuso del derecho de propiedad. Por 3o demás, los límites de la
libre disposición de la propiedad deben determinarse de modos
distintos, según la especie de ella56. Entre la propiedad de objetos
que pueden consumirse y la propiedad de edificios, suelo o tierras
—ya sea suelo edificado, terreno agrícola' o cualquier otro tipo
de explotación— , hay diferencias esenciales fundadas en la «na­
turaleza de las cosas», que justifican, en los últimos casos'adu­
cidos, restricciones en el poder de disponer de la propiedad. Lo

en 86-140 de su obra ya citada, el giro moderno hacia la fundamentación de


la propiedad privada partiendo de ¡a libertad individual. Sin embargo, la idea
de que los bienes están destinados, conforme a la creación, a todos los hombres,
siguió vísente como correctivo de la visión individualista de la propiedad (cf.
Denz. 3726, de la encíclica Quadragesimo m ino, de Pío XI [1931]). La fun-
damentación que unifica estos dos aspectos y que parte de la afirmación del
individuo en la revelación del amor divino, que manda salir al encuentro del
prójimo en el mismo espíritu de amor, está ahí, desde lliego, actuando siquiera
implícitamente, puesto que la argumentación procede en pura teología de la
creación.
56. K. Larenz. D ie rechtsphilosophische P ro b lem a tik ,,., 37s. K. Stopp
[Einkommen and E igentum , en: Christ und Eigentum [1963] formuló a pro­
pósito de ello la siguiente regla: «a medida que crece la distancia de la
propiedad a la esfera íntima del hombre, crecen también los deberes socjaíes
que pesan sobre ella» (93). Esta regla, que parece plausible, pasa por alto,
sin embargo, que el concepto de esfera íntim a, en primer lugar, no puede
delimitarse universalmente —para el empresario que es a la vez único pro­
pietario de «su» empresa, puede muy bien ser que ésta pertenezca a su esfera
íntima— ; y, en segundo lugar, que la esfera íntima se halla representada
como sustraída por principio al condicionamiento social. La apariencia de
objetividad del concepto de esfera íntima oculta el hecho de que el ámbito
y la índole del espacio de la libertad de cada uno están siempre constituidos
por su reconocim iento social.
536 E l m undo común

mismo es verdad respecto de bienes económicos y de medios' de


producción a propósito de los cuales la propiedad privada funda
relaciones de dependencia y, con. ellas, formas específicas de
responsabilidad social. ■
Se ha puesto en duda desde muchos ángulos distintos que,
en el nivel actual de desarrollo-social, la propiedad privada y la
libertad personal vayan juntas. En ocasiones, contra esta tesis se
ha levantado incluso la sospecha de no ser sino «ideología de la
propiedad»57. Se señala entonces que la función que antes tocaba
a la propiedad en el dar seguridad ha pasado hoy en gran medida
a otras reglamentaciones institucionales, merced a las garantías
sobre salario y puesto de trabajo, los derechos a rentas y pen­
siones, los seguros obligatorios de enfermedad; es decir, gracias
a los servicios del estado y a los derechos participativ<os sociales58.
Asimismo, continúan los críticos, el libre desarrollo de ias ener­
gías creadoras se garantiza por vías que ya no son la propiedad
personal. Sólo conceden que subsistan las antiguas funciones de
la propiedad a propósito del libre desarrollo y la previsión de 1^
existencia en lo que concierne a la llamada propiedad de uso y
a la propiedad de la viviendaf9. Es evidente, en efecto, que la
previsión está hoy sobre todo en manos de instituciones sociales
estatales. Por otra parte, también es verdad que la propiedad no
es desde hace mucho, con toda seguridad, el único medio que
faculta al individuo para ser hasta cierto punto independiente
frente a la presión de la sociedad y el Estado. Pero sigue siendo
aún un factor más importante para ello de lo que están dispuestos
a conceder algunos críticos que se orientan demasiado parcial­
mente por el hecho de la expansión de las organizaciones sociales
del Estado. Lo que ellos consideran primordialmente es la pro­
piedad en tanto que fortuna, es decir, en tanto que cabe can­
jearla por dinero. Pero la posibilidad de determinar la propiedad

57. A sí, K. Stopp, Einkommen und E igentum , 115ss, y también G. Brei­


denstein, Das Eigentum und scinc Verteilung, 298ss.
58. G. Breidenstein, o. c ., 223ss (crítica de la tesis 4 del memorial de
la iglesia evangélica alemana); y ya lo mismo en R.-P. Callies, Eigentum ais
Institution, 119 s, sumándose a la opinión de A. Gehlen en Eigentum und
Eigentümer in unserer Gesellschaftsordnung, 1960, 169s. Cf. además, E. Wolf,
en ZEE 6 (1962) 117, sobre todo, 12s.
59. G. Breidenstein, o.c., 313; R.-P. Callies, o.c., 124s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 537

en estos términos no es más que un aspecto parcial —y más bien


marginal— de su función antropológica como componente de la
esfera de libertad que rodea a la persona. Lo que es en este
sentido propio de la persona no estará ella dispuesta a enajenarlo
sin más. Es muy posible que el alcance de esta tensión íntima
entre el significado antropológico fundamental de la propiedad
y su función como forturía —tensión que'repercute en loá pro­
blemas de la política social— se haya tenido demasiado poco en
cuenta en la discusión contemporánea acerca del concepto de
propiedad.
Se nos ha hecho m anifiesto, pues, que el núcleo de la
problem ática en torno a la propiedad es el reconocimiento por
la sociedad del individuo y de su autonom ía para dirigir su
vida. En esto estriba también la estrecha conexión entre la
propiedad y el trabajo. La institución social que es la propiedad
procura a cada cual un margen de libertad para el desarrollo
de su vida sobre la base de ciertas atribuciones reglamentadas
y que, por lo tanto, se abarcan con la vista; y ello, a la vez
que le concede también protección contra las intrusiones y los
abusos de otros. Las dos cosas son tam bién verdad, análoga­
mente, respecto de la seguridad institucional del puesto de
trabajo, que va, de otro lado, unido a una determinada forma
de actividad en el contexto de la organización de la sociedad
bajo el principio de la división del trabajo. El reconocimiento
social de la propiedad tiene además la peculiaridad de que no
refiere sólo al individuo, sino también a grupos de individuos,’
esto es, a personas jurídicas. El ejempto más antiguo, que sigue
siendo uno de los más im portantes, es la familia. El derecho
a la herencia expresa que el reconocim iento social de la pro­
piedad se refiere a la persona singular no sólo a título de in­
dividuo aislado, sino que se extiende también a las relaciones
comunitarias en las que se halla. Por otra parte, este derecho
asegura tanto la persistencia de los bienes que forman la pro­
piedad más allá del lapso de la vida del individuo, como tam ­
bién la institución familiar; m ientras que, de otra, el principio
moderno de las cargas impositivas sobre la herencia contrapesé
la tendencia a la consolidación a largo plazo de una exagerada
desigualdad en el reparto de la propiedad.
538 E l mundo común

3, Sexualidad, matrimonio y familia

La integración de la conducta sexual en la vida de la familia


y en el entramado social de las costumbres ofrece un ejemplo
especialmente instructivo de la fúnción antropológica de la ins-
titucionalización. En el matrimonio y en la familia se hace pa­
radigmáticamente evidente que las instituciones singulares no se
refieren únicamente cada una a una necesidad aislada, sino que
están al servicio de la integración social de la conducta humana
en general y, por lo mismo, que sirven también a la formación
de la identidad del individuo.
Los rasgos específicamente humanos que se hallan en las
condiciones naturales de la sexualidad ejemplifican muy plástica
y agudamente la fusión que es la característica general del sistema
pulsional del hombre. La importancia de ciertas reacciones ins­
tintivas que transcurren aisladas cede el primer plano a la inte­
gración de las adaptaciones filogenéticas al todo de la conducta
humana60. La tendencia’ a esta integración es una tendencia na­
tural; es decir, está ya disposicionalmente dada en ciertas pe­
culiaridades específicas del comportamiento.
Así, la sexualidad humana se caracteriza por el hecho de que
no va ligada a períodos restringidos a cierta época en ei año y
recurrentes con el ritmo de las estaciones. Esta su «actualidad
persistente» (H. Schelsky) va en conformidad con el entreteji-
miento y compenetración de todos los demás impulsos y acti­
vidades del hombre con motivos de origen sexual. Por una parte,

60. En exposiciones de hace ya años se describía este estado de cosas


como «reducción del instinto» (A. Gehlen) por la cual los impulsos humanos
pierden la univocidad propia de 'la orientación objetiva naturalmente prefor-
mwda, mientras que, al mismo tiempo, van solapándose y ligándose las netas
diferencias de los impulsos singulares. [. Eibl-Eibesfeldt, que critica la con­
cep ción de la «plasticidad casi ilimitada» de la conducta humana (E. Timaeus)
contrapuesta a la atadura de los otros animales al instinto, y, frente a ello,
remite a las adaptaciones filogenéticas puestas de relieve por la investigación
más reciente —mediante las cuales el comportamiento del hombre (por ejemplo,
por lo que hace a la relación materno-filial) se halla en muchos respectos
«previamente programado» (G. Kurth-I. Eibl-Eibesfeldt. eds., Hominisation
und Verhalten [1975), 395)— , subraya, por otra parte, que la conducta humana
está «mucho menos fijada» por esta programación previa de como lo está incluso
en los mamíferos superiores (387), de tal modo que sigue pendiente de que la
regulen la cultura y la formación de hábitos.
El sentido cultural de las instituciones sociales 539

. trae la secuela de la sexualización de la vida pulsional toda del


hombre; pero, por otro lado, suministra también el fundamento
de que la sexualidad hum ana pueda determinarse mediante la
asociación con otras funciones vitales, así como el de que la
sensación placentera erótica pueda separarse de la actividad
sexual61, de donde resulta una erotización potencial de todos los
dominios de la vida social y cultural. ,
La desvinculación de la sexualidad respecto de las estaciones
del año ya se abre paso en la evolución de los primates62. Pero
es en el hombre donde se incorpora a la edificación de un mundo
cultural; el cual, análogamente a lo que ocurre con todas las
demás disposiciones comportamentales humanas, transforma a
su vez y «culturiza» la sexualidad. El principio, no hay en tal
cosa aún «represión» alguna de la sexualidad humana63, -ya que,
más bien, la conformidad social y cultural pertenece ya siempre
a la naturaleza del hombre y, por lo tanto, también a la naturaleza
de su sexualidad. Es también verdad a propósito de esta esfera,
de la conducta que el hombre es «por naturaleza un ser cultural»
(A. Portmann). H.. Schelsky tiene, pues, razón,- cuando encuentra
ya en los fundamentos antropológicos de la sexualidad humana
que «el impulso sexual está ordenado a recibir forma social y

61. Ya en 1944 lo manifestó así A. Poitmann, en Biologische Fragmente


zu einer Lehre vom Menschen, 61s (cf. Zoologie und das neue B ild vom
Menschen, [1956], 63s).
62. Chr. Vogel, Praedispositionen bzw. Praeadaptalionen der Primate­
nevolution im Hinblick auf die Hominisation, ers G. Kurth-I. Eibl-Eibesfeldt,
Hominisation nnd Verhalten, 1975, 21s.
i 63. En este punto fue ya demasiado parcial el juicio de S. Freud, para el
que la cultura se entendía edificada sobre la renuncia al instinto, sobre la
represión de poderosos instintos (Malestar en la cultura, en Obras completas,
Buenos Aires, 136ss). En la base de la teoría freudtana de la cultura se halla
una noción de instinto que toma demasiado poco en cuenta la peculiaridad
biológica de la vida pulsional humana por lo que hace a su apertura a ser
configurada culturalmente. Desde luego que lo misnjo es verdad también a
propósito de W. Reich —quien deseaba liberar de sus trabas al instinto enten­
dido como mera fuerza natural — , toda vez que restringía ¡a descripción dada
por Freud del origen de la cultura (a través de la represión del instinto) en el
sentido de que sólo valía referida a la cultura patriarcal (Oie sexuelle Revolution.
Zur charakterlichen Selbssteuerung des Menschen [1936: 1971], 33ss). El error
en su argumentación no está en el imperativo de libertar la «reglamentación
de la economía psicoenergéttca» con la «satisfacción sexual que corresponde
a cada edad» (38), sino en el concepto fisicalista de instinto que está en el
fundamento de tal exigencia.
540 E l mundo común

cultural»64, la cual, ciertamente, participa también de la plura­


lidad de las construcciones culturales entre los hombres.
La integración de la conducta sexual en' la configuración
cultural de la vida en común va unida a las instituciones que son
el matrimonio y la familia. Sin embargo, ni la familia ni el
matrimonio están primordialmente al servicio de la regulación de
las relaciones sexuales. Se da más bien el caso de que la conducta
sexual sólo está parcialmente tenida en consideración en la ma­
yoría de las plasmaciones culturales de la institución matri­
monial65. Ello es verdad sobre todo respecto de la sexualidad del
varón, mientras que la de la mujer está casi siempre más fuer­
temente vinculada a estas instituciones, puesto que va inmedia­
tamente unida con el parto y ios hijos y, por lo tanto, con la
familia en tanto que comunidad de vida. Sólo «de la duradera
relación'ética de la comunidad familiar han surgido fuerzas que
han imprimido a la relación del varón y la mujer la tendencia a
monopolizar en el matrimonio las relaciones sexuales»60. Pero
ya desde sus condiciones iniciales biológicas es propia de las
relaciones de los se£os en el hombre una tendencia a la «coor­
dinación duradera», que también corresponde a la «herencia de
algunas especies superiores animales»67. No está esta tendencia
sólo «sugerida por la naturaleza» a causa de la «necesidad ex­
tremadamente larga que el niño tiene de ser cuidado»“ , sino que

64. H. Schelsky, Soziologie der Sexualität. Über die Beziehungen ¿irá-


citen Geschlecht, M oral und Gesellschaft (1955), 15,
65. R. König, Die Familie der Gegenwart. Ein interkultureller Vergleich
(1974), 55ss, König pone de relieve que centrarse demasiado unilateralmente
en la sexualidad a la hora de comprender la familia y el matrimonio ha de dar
lugar a interpretaciones erróneas; «En la familia no sólo importan la generación
física y la crianza, sino el “ segundo nacimiento” del hombre en tanto que
personalidad sociocultural» (59). Cf. H. Schelsky, Die sozialen Formen der
sexuellen Beziehungen, en Die Sexualität des Menschen (1954). Además. C.
Lévi-Strauss, The Family, en H. L. Shapiro (ed.), Man, Culture, and Society
(1958). 261-85, sobre todo, 274 y 276. Cf. también B. Malinowski, Parent­
hood. The Basis o f Socicd Structure, en R. L. Coser (ed.), The Family. Its
Structure and Functions (1964), 3-19, sobre todo, 15ss.
66. H. Begemann, Strukturwandel der Familie (; I966), 43.
67. R. König, Die Familie der Gegenwart..., 9s. donde remite a H. M.
Peters, Gesellungsfonnen der Tiere, en W. Ziegenfuß (ed.), Handbuch der
Soziologie (1956), 613-40, sobre todo 633. Cf. también R. Linton, The Natural
History o f the Family, en The Family. Its Function and Destiny (ed. R. N.
Anshen 1949), 18-38; sobre lodo, 19s.
68 . A sí, A. Gehlen, Urmensch und Spätkultur, 194.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 54]

tiene una base esencialmente más amplia en lo que es peculiar


de la conducta humana. Está, en efecto, fundada en que la vida
sexual del hombre, debido a su actualidad persistente, cumple,
además de la función reproductora, también la «función de unir
a una pareja»69; lo cual, a su vez, está relacionado con que la
naturaleza humana porte, con 3a facultad de prever y de recordar,
1 la disposición 'de iniciar empresas a largo plazo (long-term en-
terprises)70. La conciencia del tiempo franquea al hombre, pri­
mordialmente en el modo del sentimiento, una relación con la
totalidad de su vida que se hace temática en la vida social justo
en la relación de los sexos, y que es lo que da a esta relación su
profundidad personal. Encuentra expresión en la «ternura», sin
la cuai el encuentro de los sexos permanece humanamente
vacío71. Y la ternura, a su vez, es inseparable de que lsf inclinación
sexual va dirigida a todo el hombre que es el otro en la pareja.
Se trata, además, de la totalidad del hombre, también por lo que
hace a la extensión temporal de su vida. Debido a la temporalidad
del hombre y a la importancia que tiene para su vida su co n o -'
cimiento acerca del pasado y del futuro, esta afirmación de todo
el otro hombre implica necesariamente, al menos de intención,
la perduración de la relación con él72. Estas implicaciones entran

69. Cf. sobre ello I. Eibl-EIbesfeldt, Liebe und Hass. Ztir Naturgeschichte
elementara- Verhcdtensweisen (1970), 178s.
70. M. Midgiey. Beast and Man. The Roots o f Human Nature, 1978
301s.
7 !. La importancia de la ternura en conexión con las «relaciones sexuales
duraderas» la subraya incluso un autor como W. Reicb (Die sexuelle Revolution,
I27ss). La limitación a relaciones tan sólo pasajeras iría unida a una «falta de
tierno interés por la pareja» (129), y «la falta prolongada de ternura rebaja la
vivencia sensible» (130). Reich veía también que a partir de aquí podía trazarse
una línea que desembocara en la «monogamia ética duradera» que él rechazaba
como «coercitivo-moral». Evitó sacar tal consecuencia observando —no sin
hacer cierta violencia ai asunto— que en las relaciones duraderas no se trataba
de «ningún lapso de tiempo que quepa regular objetivamente» (131). Pero es
que semejante lapso de tiempo que quepa regular objetivamente no tiene papel
alguno decisivo en la monogamia; lo que en ella importa es, en cambio, la
tendencia, ínsita en la relación, hacia la totalidad de la persona y, por ello,
hacia la totalidad de la vida de los que entran en esta relación.
72. También H. Ringeling (Theoktgie und Sexualitcit. Das prívate Ver- '
hallen ais Thema der Sozialethik [ i 968], 227ss) pone de relieve ese estado de
cosas (sobre todo, 229s); pero juzga luego que la sociedad igualitaria ha «re-
lativizado definitivamente la totalidad personal hasta hacer de ella una forma
542 E l mundo común

en juego en todas las relaciones humanas en las que un hombre


se liga a otro. Precisamente por ello caracterizan especialmente
a la relación sexual.
El matrimonio como institución social acoge en sí las ten­
dencias de la vida sexual al vínculo duradero con la pareja, y las
configura como una forma de vida consolidada, públicamente
establecida y sancionada y protegida por la sociedad. De otra
parte, sin embargo, el matrimonio tiene en las culturas arcaicas
sus raíces en contextos sociales más amplios, a saber, en el ámbito
de la familia y la estirpe. Es sólo en las sociedades modernas
donde el matrimonio se ha convertido en la base de la familia
(en un sentido reducido de tal). En las culturas anteriores, «la
familia, en tanto que círculo más extenso, tenía preeminencia
sobre el matrimonio, o, más bien, sobre la unión de dos hombres
singulares»73. Esto se manifiesta de modo especialmente evidente
en que las parejas que iban a formar matrimonio las decidía la
familia y, primitivamente, las personas que estaban a la cabeza
de la estirpe o del clan. Las razones de ello se encontraban en
el entrelazamiento de familia y propiedad, que iba asociado a
que el clan proveyera en gran medida a sus miembros en lo que
concernía al alimento, la vivienda, el trabajo y la mayoría de las
demás necesidades vitales. La boda de los hijos significaba, por
tanto, un vínculo entre clanes. No sólo se acompañaba de actos
de transferencia de propiedades en forma de regalos según reglas
de reciprocidad, sino que la transferencia más importante de este
tipo se llevaba a cabo en la ceremonia matrimonial misma7“, y
también en ella había que respetar la reciprocidad en el sentido
de equivalencia de lo que se intercambiaba, bien pagando un

privada de vida» (234). ¿Cabe realmente que en la crítica de las ideologías este
tema «se revele como preocupación por la personalidad burguesa»? (240). El
ideal burgués de la personalidad no es sino una plasmación específica de la
relación, antropológicamente mucho más fundamental, del hombre con su to-
taiidad. La subjetividad que se emancipa y desea rehuir Jas implicaciones de
la personalidad sí que podría ser identificada, con mucha más facilidad, como
un fenómeno ligado al mundo cultural burgués. Cf. también lo que acerca de
la noción de “ todo el hombre” escribe D. Rössler en Hist, WB Philos. 5
(1980), 1106-11.
73. R. König, Soziologie der Familie, en A. Gehlen-H. Schelsky, So­
ziologie (31955), 121-58 (125). ■
74. C. Lévi-Strauss. Reciprocity, ¡he Essence c f Social Life (1957), en
R. L. Coser (ed.), The Family, 36-48, sobre todo 45s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 543

precio de compra de la novia, bien cambiando mujeres entre los


clanes. ¡
Hoy parecerá seguramente chocante la mezcolanza de ma­
trimonio y familia con relaciones de propiedad, tal como parece
haber sido especialmente característica del desarrollo temprano
de estas instituciones. Las relaciones interpersonales, que de­
berían basarse en la libre inclinación mutua, se sometían d de­
pendencias económicas. La emancipación de tales dependencias
y observancias a la hora de elegir pareja es una conquista tardía
en la historia de la cultura, y no puede todavía hoy considerársela
completa por lo que hace a las relaciones personales en el ma­
trimonio. Pero no es lícito juzgar el entreveramiento del matri­
monio, la familia y la vida económica sólo desde el punto de
vista de>la reducción de la libertad personal del individuo. En
primer lugar, la organización de la vida económica fue unida,
desde los primeros tiempos hasta el comienzo de la modernidad,
a la sociedad familiar. En segundo lugar, la definición del puesto
de las mujeres y los hijos en la familia y en el clan según derechos
de propiedad no significaba inmediatamente que estuvieran a
merced de las decisiones arbitrarias de las personas que presidían
la familia o el clan. Pues, en tercer lugar, las formas jurídicas
en las que se realizaban la vida común en el clan y también los
intercambios entre individuos y entre comunidades, estaban en­
raizadas en convicciones y normas religiosas, que, tanto deter­
minaban eí modo como los individuos se entendían a sí mismos,
cuanto legitimaban y regulaban la manera de entremezclarse los
clanes en el contexto de la sociedad; es decir en términos de C.
Lévi-Strauss7\ que hacían posible el paso de la naturaleza a la
cultura.
A. Gehlen, en su interpretación de la organización totemista
de la sociedad, analiza de modo opuesto al de C. Lévi-Strauss
la importancia que corresponde a la religión en este paso hacia
la socialización del hombre, en la regulación de las relaciones
entre los clanes que tiene lugar simultáneamente y, también, en
la identidad de cada clan y de las familias que lo integran. El
fenómeno del totemismo interesa especialmente en esta cuestión,

75. Es de este modo como determina el alcance de las prohibiciones


referentes al incesto C. Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del pa­
rentesco, Buenos Aires 1969, 59 y 66 .
544 E l mundo común

ya que permite reconstruir mejor que otro alguno cómo se forma


la sociedad global a partir de los clanes, ó cómo surge a la vez
que surgen ellos. F. Boas (1916) y, siguiéndole, A. R. Radcliffe-
Brown (1929) reconocieron ya que las identificaciones totemistas
de los clanes mutuamente relacionados van asociadas, de un lado,
con ciertas especies animales o'vegetales, y, de otro, con deter­
minadas fonñas de organización social, a saber: la exogamia y
¡as respectivas prohibiciones referentes al incesto76. C. Lévi-
Strauss refería estas últimas al precepto de reservar a las mujeres
de la propia familia (o estirpe) para cambiarlas por las de! otro
clan. Extendía así a la descripción de las estructuras familiares
la importancia —que ya había visto Malinowski y que había
expuesto detalladamente M. M auss— que la reciprocidad en el
intercambio tiene en general para las relaciones entre las socie­
dades primitivas. La coordinación «totémica» de diferentes clanes
con diferentes especies de animales o de plantas la interpretaba
Lévi-Strauss como un medio para la coordinación de los clanes
mismos, pues «la oposición, lejos de ser un obstáculo para la
integración, más bien ayuda a que se produzca» (i 16). Pero en
las concepciones totemistas no -alcanzaba este autor a ver sino
metáforas, «tropos» (10.c. 132) para significar el estado de cosas
racional de la copertenencia de lo diferente, que el hombre pri­
mitivo no podía aún aprehender en forma abstracta (130). Ante
su perspectiva, por lo tanto, tenía que volatilizarse el sentido
religioso de esas representaciones, y en tal volatilización veía él
el «fin» del totemismo en el sentido que se le da en la «antro­
pología de ia religión»: «El llamado totemismo está unido con
el juicio del entendimiento, y ¡as demandas a las que responde
y el modo como intenta satisfacerlas son primordialmente inte­
lectuales. En este sentido, no contiene nada de arcaico o remoto.
Su imagen está proyectada, y no recibida; esto es: no recibe de
fuera su sustancia»77. , .

76. C. Lévi-Strauss, D as Ende des Totemismus (1962, cito por la ed.


alemana de 1965), 19ss, Las referencias de página que siguen en el cuerpo del
texto remiten a esta obra.
77. Ibid., 134. La introducción escrita por Lévi-Strauss a las obras de
M. Mauss (Soziologie und A nthropologie I [1974]), hace ver que en este
juicio acerca del totemismo se expresa una actitud paralela respecto del
fenómeno todo de la religión. Se refiere en esa introducción a la función
El sentido cultural de las instituciones sociales 545

A. Gehlen entiende muy de otro modo la problemática del


totemismo y su importancia en la formación del matrimonio y la
familia como instituciones78. Su punto de partida lo. constituye
la cuestión de la explicación del surgimiento de la atribución
«ursilineal» de parentesco —o sea, la estimación de que se per­
tenece a la familia o bien sólo por la vía de la descendencia
paterna, o bien únicamente por la de la m aterna— . La atribución
unilineal de parentesco es condición indispensable de la forma­
ción de estirpes unitarias y de la posibilidad de decidir claramente
que una persona pertenece a una sola de tales asociaciones. Sólo
se puede prescindir de ella y sustituirla por la atribución bilateral
en sociedades grandes, cuya cohesión ya no estriba en ia identidad
de las estirpes, sino en otros factores, especialmente, en la or­
ganización política79. Pero ¿cómo pudo surgir la atribución uni~
lineal, sin lo que no hubiera sido posible la formación de clanes
identificables? La respuesta la encontraba Gehlen en el totemis­
mo. La cuna de él. en su opinión, son los rituales de los cazadores

dei Mana en .la interpretación de Mauss de la .magia com o combinación de


fenómenos diversos por medio de él; una combinación o vinculación que
corresponde al papel que la cópula desempeña en el juicio.' Ahora bien, sigue
Lévi-Strauss, el Mana (al que Mauss hace análogo del Brahmán hindú y de
lo «santo» de la fenomenología de la religión) no está fundado, contra lo
que Mauss quiere, «en un orden de realidad distinto de aquel en el que están
fundadas las relaciones que pueden construirse con su auxilio» (36). En
efecto, si se lo interpreta fundado «en el plano de los sentimientos, del querer
y de las convicciones»' (ib id ,) y se halla en ese plano expresado algo in­
consciente, se plantea entonces la cuestión de si ei sustrato de éste es adqui­
rido o innato. Si es adquirido, se desemboca en el problema que afecta a la
herencia de las propiedades adquiridas; pero, si es innato, según Lévi-Strauss
la dificultad que surge es la siguiente: «Sin una hipótesis teológica es im­
pensable que el contenido de la experiencia lo anticipe» (25). Para Lévi-
Strauss, la mera mención de semejante consecuencia es evidentemente bas­
tante para hacer ver lo insostenible del supuesto. Con otras palabras: la
posibilidad de hipótesis teológicas, o sea, admitir un contenido real espe­
cíficamente religioso en los fenómenos vitales religiosos, es cosa excluida
a priori por el concepto de la etnología en la acepción que le da Lévi-Strauss.
Un estado de cosas que tenga tal índole no puede ni debe darse.
78. A. Gehlen, Urmensch und Spatkultitr, 199ss; del mismo, Die So-
zialstmkturen prim itiver Gesellschaften, en A. Gehlen-H. Schelsky, Soziologie,
13-45; sobre todo 32ss.
79. A. Gehlen, Die Soziaistrukturen..., 24. A sí, en las actuales sociedades *
industriales occidentales, la atribución de parentesco es bilateral, aun cuando
e] nombre en ia mayor parte de las ocasiones se trasmite unilinealmente (pa-
ivinominalmente). Cf. R. Konig, D ie Fam ilie in d er G egen w art (1974), 28.
546 El mundo común

paleolíticos en los que se imitaba a animales, rituales buya exis­


tencia cabe inferir de las pinturas- de las cavernas. El' tránsito
desde ellos al totemismo es, en la hipótesis de Gehlen, el hecho
de que un grupo se defina identificándose con una determinada
especie de animales80. La forma totèmica del culto a los animales
funda lüego, por la analogía entre el grupo unilineal que vive
dispeíso y los miembrós de esa especie de animales, la conciencia
de nosotros del clan, su identidad social; y, al mismo tiempo, la
obligatoriedad de los preceptos referentes al incesto y los casa­
mientos. Como el clan unilineal no es un dato natural, sino una
creación artificial, cultural, que no puede, sin embargo, haberse
originado de modo racional y finalista en orden a fundar una
sociedad —puesto que esta función y el orden al que ella sirve
de base sólo podían llegar a conocerse a posteriori— , sólo queda,
según Gehlen, para explicar su aparición, derivarla de la con­
ciencia «ideativa» de la religión“1.
Así, pues, y contra lo que sostiene Lévi-Strauss, Gehlen
piensa que la experiencia religiosa de la realidad es constitutiva
respecto de las mismas estructuras institucionales. En el hecho
de que Gehlen no se conforme, como sí se conforma Lévi-Strauss,
con una descripción «sincrónica» de tales estructuras, sino plantee
«diacrònicamente» el problema de su origen, debe verse una
razón de peso para la diferencia entre estas dos interpretaciones.
Si bien es verdad que, seguramente, Gehlen se equivoca cuando
juzga que es un fenómeno secundario el emparejamiento de to­
temismo y exogamia82. Muy bien podría ser que la necesidad de
identificar el propio clan haya surgido a ia vez que la de dife­
renciarlo de otros y a la vez también que la reglamentación de
las relaciones entre ellos. Las reglas sobre casamientos y las
prohibiciones referidas al incesto es seguro que han contribuido
esencialmente a ia estabilización del orden de clanes y a la de la
, " ‘ ' I
80. En Die Soziahtrukturen,.., 34s asocia a ello Gehlen la fe en la su­
pervivencia de los miembros muertos del clan en los animales totémicos y la
prohibición resultante de matarlos, así como la idea de que el «jefe del clan»
encama al animal totèmico (o al antepasado).
81. Cf. sobre ello también H. Begemann, Stntkiurwandel der Fainüie,
43s. Nótese; de paso —no entro aquí en ello—, cómo esta concepción está en
desavenencia con la función básica que la antropología de Gehlen concede a
la noción de acción.
82. O. c .. 33s.
El sentido cultural de las instituciones sociales 547

autoridad de sus cabecillas, aunque difícilmente cabe explicar el


sistema ünilineal de parentesco sólo desde ahí (en el sentido de
una fundamentación racional-finalista): tiene, más bien, que ha­
berse originado a partir de la raíz religiosa que describe Gehlen.
El fundamento religioso de las instituciones de la familia y
la estirpe o clan ha permanecido siendo determ inante'a través de
todos los cambios históricos que han experimentado las estruc­
turas de la familia, el matrimonio y la propia religión, sin per­
juicio de que se haya producido una secularización m ayor o menor
como consecuencia de la mayor diferenciación del sistema
social83. La importancia decisiva de la religión se manifiesta, por
ejemplo, en relación con la independización de la familia pa­
triarcal respecto del clan84. La separación de la familia singular
podía también, por su parte, estar religiosamente motivada de
modo que la consecuencia fuera que, en adelante, el dios pasara
por ser el verdadero padre, el auténtico jefe de la estirpe85. Ade-

83. A. Gehlen (Sozialstrukturen, 15) señala, apoyándose en R. H. Lowie


(1921) y R. Piddington (1950) que ya «entre ciertos primitivos» ei, matrimonio
se muestra comparativamente secularizado.
84. R. König ha expuesto cómo «la emancipación del clan tenía necesaria­
mente que traer consigo una acentuación de la patria potestad, si el pater familias
quería afirmarse frente a las autoridades del cian» (Abhängigkeit und Selbstän­
digkeit in der Familie, eti L. von Wiese [ed.], Abhängigkeit und Selbständigkeit
im sozialen Leben I [1951], 239, citado por H. Schelsky, Wandlungen der deuts­
chen Famüie in der Gegenwart [“I960], 323). Así, pues, y en oposición a las
tesis de S. Freud a partir de Totem und Tabu (1913), la estructura patriarcal no
es la forma primitiva de ia familia humana, R, Linton, a propósito de.la idea de
Freud del patriarca tiránico que expulsa a sus hijos como rivales suyos en el favor
de las mujeres, señala que no hay datos que testimonien tal comportamiento entre
los primates que viven hoy, y que ninguna comunidad humana podría subsistir
entregada a tales prácticas (The Natural History o f the Family, cf. supra, nota
67). Por lo que concierne a que la familia se desprendiera del ordenamiento del
clan, a pesar de la seguridad que éste garantizaba a sus miembros, Linton escribe:
«Cuando el valor de esa seguridad llega a ser menor que la desventaja impuesta
al individuo por las obligaciones que le son inherentes, éste empieza a desear
sacrificar la primera, con tal de eludir las últimas. Dicho án términos coloquiales,
cuando a un hombre puede irle mejor sin parientes que con ellos, tiene tendencia
a ignorar los vínculos que le unen a eilos» (32).
85. Así, en el comienzo de la tradición referente a Abrahán en el Génesis,
se halla una ruptura con el orden patriarcal tribal, y se la legitima por la elección
divina (Gen 12, 1). Cf. sobre ello R. Hameríon-Kelly, God the Father (1979),
30s. Es relativamente poco frecuente que se designe a Dios como padre en el
AT (ibid. 20), y se encuentran casos de ello, si se prescinde de los pasajes que
hablan de la relación del rey con Dios (2 Sam 7, 14; Sal 89, 26 -c f. 2, 7 -),
548 El mundo común

más, este dios podía al mismo tiempo convertirse, como sucedía


en la familia judía, en el modelo del padre de la familia patriarcal
terrena. Y los antepasados cabía que también fueran venerados
como arquetipos de la autoridad del padre y, así, se desvincularan
de los jefes vivos del clan; y en las religiones politeístas podía
pensarse la misma comunidad de los dioses como una comunidad
familiar de corte patriarcal, y entenderse así como una unidad.
Si en esta fase de las relaciones recíprocas entre la estructura de
la familia y la religión se trata en amplia medida de la proyección
de estructuras sociales sobre el modo de captar la realidad divina
—aunque parcialmente contracorriente del orden patriarcal de
clanes86— a la vez, sin embargo, se echa de ver en ello una
necesidad de ligitimación religiosa que presupone por su parte
que el orden institucional y la autoridad con la que obliga a los
individuos dependen ya de un sustrato de convicciones religiosas.
Este estado de cosas constituye seguramente el carácter ins­
titucional específico del matrimonio y de la familia por lo que
se refiere a la preeminencia de las instituciones por encima del
arbitrio caprichoso de sus miembros individuales. Si no cabe
entender la familia meramente como un grupo social, siquiera
sea especial87, ni cabe tampoco entender el matrimonio nada más
que como una relación contractual“8; si, por el contrario, ambos,
en tanto que instituciones, se presentan ante los individuos con
la pretensión vinculante de ser realidades antepuestas y superiores
a ellos, tal pretensión se apoya en último extremo en un fun-

sólo a partir de Oseas (11, 1) (cf. el comentario de H. W. Wolff, BKAT XIV/


1 [1965], 255s); si bien es verdad que esa designación aparece como elemento
en nombres teóforos que traen de antiguo su origen, tales como Joab o Abiram
o, también, Abrahán. Acerca de la autoridad del padre en la familia judía,
Hamerton-Kelíy, God the Father, 43$, 55ss.
86 . En esto puede estribar cierta verdad parcial de la teoría freudiana de
la religión. Cabría entender, tanto el culto de los antepasados, cuanto la erección
de la divinidad en padre, como compensaciones por haberse desligado de la
autoridad del clan.
87. Cf. sobre esto cómo polemiza H. Schelsky con R. König en Wand­
lungen der deutschen Familie in der Gegenwart, 26s y 323.
88 . R. König, Soziologie der Familie, en Gehlen-Schelsky, Soziologie,
121-58, sobre todo, 135, 139s. Acerca de esta cuestión, cf. también G. W. F.
Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts (1821), § 75, contra Kant
(Metafísica de las costumbres, Madrid 1989 I, §§ 24-27).
El sentido cultural de ¡as instituciones sociales 549

damento religioso®9. Va estrechamente relacionada con ello la


importancia que la publicidad tiene para el carácter institucional
del matrimonio y las nupcias90. En efecto, el consiguiente com­
promiso de los que contraen matrimonio respecto de la sociedad
toda que se hace presente en la publicidad de la institución no
se refiere tanto a la sociedad como instancia autoritativa cuanto
a ella en su condición de testigo. El compromiso en cuestión
adquiere carácter vinculante sólo en referencia a los valores que
son el soporte de la sociedad, los cuales, a su vez, remiten a la
autoridad religiosa que los respalda.
Lo mismo, respectivamente, rige a propósito de la estructura
de la autoridad en el interior del matrimonio y de la familia. La
«autoridad natural» de ciertos miembros singulares dentro de la
comunidad familiar descansa, según H. Schelsky, en que repre­
sentan, por su función o su aportación especial, el «nosotros
comunitario» de la familia 91. Con indiferencia de que esta pre­
tensión respecto del nosotros comunitario se exprese prevalen­
temente en la figura del padre o en la de la madre o en las esferas
complementarias de autoridad y funciones de los dos, se halla
ya siempre presupuesto que ía comunidad es vivida por sus miem­
bros como llena de sentido, y que éstos experimentan que lo que
ella les reclama a cada uno está justificado. Sólo bajo este su­
puesto puede la familia convertirse en el lugar del «segundo
nacimiento» como «personalidad sociocultural»92 tanto para los
hijos como, también, para los padres o ia pareja que contrae

89. Cf. las observaciones de R. König, Soziologie der Familie, 141,


acerca de la fundamentación cristiana del matrimonio como comunidad de los
cónyuges. Pero el hecho de que su sentido venga dado de antemano no tiene
que ver (a pesar de lo que el mismo autor afirma (o. c. 126) con que la familia
tenga preeminencia respecto del matrimonio.
90. R. König, o. c., 144; del mismo. Die Familie der Gegenwart. Ein
inter kutur eil er Vergleich, 52s. Según H. Schelsky ( Wandlungen der deuts­
chen Familie in der Gegenwart, 30) que se reconozca mediante un acto
público el casamiento constituye, en el sentidó de la teoría jurídica de las
instituciones, el acto que funda como institución cada matrimonio. T. Rend-
torff (Ethik II, 20 y 41 s) subraya, con razón, la relevancia ética de la pu­
blicidad del casamiento y del matrimonio com o institución. En el mismo
contexto es también donde debe estimarse, en la teología del matrimonio,
la importancia para el casamiento de la ceremonia eclesiástica en tanto que *
acto público. ,
91. H. Schelsky, Wandlungen..., 316s.
92. R. König, o. e., 127, 124, 145s.
550 El mundo común

matrimonio. Allí donde deja de reconocerse el supuesto de la


prioridad de la comunidad respecto de cada uno de los miembros
que la componen, las exigencias que plantea el vínculo matri­
monial y familiar pasan a ser vividas por el individuo como una
coacción de su libertad —y no en último lugar de su libertad
sexual93— , y, en tal caso, los hombres comienzan1 a aspirar a
emanciparse de semejantes trabas. Ahora bien, la- prioridad de
la comunidad ante el individuo jamás va sencillamente de suyo.
Necesita fundamentación y legitimación, que no pueden hallarse,
últimamente, como no sea en la religión. Las crisis de la es­
tructura de la autoridad en el interior de la comunidad matrimonial
y familiar serán, pues, siempre al mismo tiempo crisis religiosas,
tanto si su alcance es únicamente individual, como si es general:
en el sentido de un cambio de la forma de la comunidad de que
se trata, o en el de su misma desintegración.
El proceso de disolución de la familia patriarcal en la sociedad
industrial avanzada94 ofrece un ejemplo especialmente relevante
de esto último. Sea lo que quiera del contenido de verdad que
posea la explicación freudiana de la religión a partir del complejo
de Edipo, es ella misma, en todo caso, un testimonio que do­
cumenta la estrecha vinculación de la constitución patriarcal de
la familia con una interpretación correspondiente de la tradición
religiosa, sobre todo, de la bíblica. Por ello, la emancipación de
5a estructura patriarcal familiar tenía que ir unida en muchos

93. Según H. Ringeiing (Tlieologie und Sexualltcit. Das prívate Verhaíten


ais Themu der Soziaiethlk [1968]). los informes Kinsey y los hechos reflejados
en ellos deben entenderse como protestas contra la absorción del hombre por
las instituciones (150s). Naturalmente, sólo puede hablarse de ella allí donde
las instituciones que son el matrimonio y la familia no se viven ya como formas
de comunidad viva, sino como coacciones exteriores. Por otra parte, Ringeiing
se vuelve también contra la ilusión de que la emancipación sexual traiga consigo
«romántica e inmediatamente la autorrealización» (158). Es necesario que no
dé con Ja identidad que se busca, la cual sólo es accesible en una comunidad
de vida duradera, cuyo carácter institucional alivie a los' individuos de la angustia
por la subsistencia de su comunidad. Señala este autor también, con razón,
cómo los hombres de la era industrial se hallan seducidos por el «culto del
eros», que tiene motivaciones económicas. Este culto simula que esa auto-
rreaiización inmediata es consegnible (161ss, 171 ss). Cf. también la exposición
de Ringeiing en el Handbuch der chrístlichen Ethik II (1978), 167-71.
94. Cf. sobre esto las observaciones de H. Scheisky acerca del «patriar-
calismo terciario», en Wandlungen der deutschen Familie ¡n der Gegenwart,
325s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 551

hombres con el rechazo de las convicciones religiosas de las que


extraía su legitimación. Así, el programa de emancipación sexual ,
de W. Reich se entendía a sí mismo «en la contradicción más
tajante con toda religión patriarcal»1-’3. De otra parte, los esfuerzos
encaminados a la emancipación social de la mujer han encontrado
cierto complemento en una teología feminista que no reacciona
sólo contra la legitimación de estructuras familiares patriarcales
en la tradición judía y cristiana, sino que exige además depurar
de rasgos patriarcales la idea de Dios desarrollada en tal tradición.
No puede realmente negarse que un orden familiar patriarcal,
especialmente la subordinación de la mujer al marido como pro­
piedad de éste (Ex 20, 17) ha sido legitimada religiosamente
valiéndose de la tradición bíblica. El relato yahvísta de la creación
regula la relación de la müjer con su marido según las palabras
que Dios pronuncia al final de la narración sobre el paraíso: «El
te dominará» (Gén 3, 1ó)96. Y también en los escritos neotes-
tamentarios, conforme al ordenamiento familiar judío, se exige
la subordinación de la mujer al m arido'(1 Cor 14, 34; cf. Col 3,
18; 1 Pe 3, 1; T it'2 , 5). M as, a la vez, se encuentran en el
cristianismo primitivo, sobre todo en la conducta del mismo
Jesús, ciertos inicios en la dirección de la quiebra y la superación
de las estructuras patriarcales. Ya el antiguo testamento conocía
la posibilidad de conflicto entre la obediencia a Dios y la lealtad
a la familia de cuño patriarcal. En ese caso, se debía anteponer
la obediencia a Dios. Así, por ejemplo, a Abrahán le fue dicho
que partiera de la casa de su padre (Gén 12, 1). En la misma
dirección apuntan aquellas palabras de Jesús: «Si alguno viene a
m í y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y hermanas, y, más aún, a su propio yo,
no puede ser discípulo mío» (Le 14, 26). Estas y otras palabras
afines de Jesús, sin embargo, no se vuelven en especial contra
la estructura patriarcal de la familia, sino, primordialmente, con­
tra la absolutización en general de la lealtad a la familia. La

95. W. Reich, Die sexuelle Revolution, 42.


96. Cf. además lo que dicen H. Begemann, Strukturwcindel der Familie.
E m e sozialethisch-theologische Untersuchung über die Wandlung von der pa- *
triarchalischen sur partnerschaftlichen Familie (1966), 75ss; y R. Hamerton-
Keily, God the Father. Theology and Patriarchy in the Teaching o f Jesús
(1979), 55ss. ' '
552 El mundo común

obediencia a Dios exige prioridad frente a los' vínculos familiares.


Más, como todos ios hombres son iguales ante esta exigencia,
se derivan de aquí consecuencias que,- en el nombre de Dios
Padre, quebrantan el ordenamiento patriarcal de la familia. Se
ve esto especialmente bien en estrato que da Jesús a las mujeres97.
La tradición cristiana primitiva, a pesar de' estar todavía muy
inmersa en ideas patriarcales, corrigió también en algunos puntos
decisivos la postergación de la mujer respecto del hombre; por
ejemplo, haciendo énfasis en la igualdad en Cristo del hombre
y ia mujer (Gal 3, 28) y exhortando a los casados al amor mutuo
según el modelo de Cristo (Ef 5, 25s). Esos impulsos hallaron
continuación y repercusión en la historia posterior del cristianis­
mo. Ello es verdad, especialmente, de la condena pronunciada
por Jesús contra el derecho judío que sólo concedía al marido la
posibilidad de repudiar a la esposa (Me 10, 2-12). La legislación
de los primeros emperadores de Bizancio dificultando el divorcio,
alentando el consenso de los cónyuges y derogando la autoridad
que el derecho romano reconocía al pater familias sobre la vida
y la muerte, robusteció notablemente la posición de la -mujer en
la familia98. Puede verse en- ella el germen de una concepción
más propiamente conyugal y paritaria del matrimonio, si bien la
estructura patriarcal básica de la familia, que estaba fundada en
las propias relaciones económicas y políticas que se daban en ¡a
época, no fue alterada. A pesar de ello, a partir de este inicio
cabe entender también la disolución de esa estructura, que ha
venido como consecuencia de los cambios políticos y económicos
de la sociedad moderna, como la oportunidad para una nueva
configuración del matrimonio y de la familia desde el espíritu de
la idea cristiana de la reciprocidad en el am or)y.
Es decisivo en esta transformación que el matrimonio ya no
se comprende desde la familia, sino, a la inversa, ésta desde
aquél100. Esto empieza por querer decir que el matrimonio, en
i

97. Cf. R. Hamerton-Kelly, God the Father, 60s. y 63s., donde, a pro­
pósito de pasajes como Me 3, 31-35 y Le 9, 60, se habla de una «liberación»
incluso de los niños respecto de la vigencia absoluta de los deberes familiares.
'98. H. J. Berman.- The Interaction o f Law and Religión (1974), 52ss.
99. Un proyecto que apunta en esta dirección es el que presenta H.
Begemann en la tercera parte (capítulos 6 y 7) del libro citado en nota 96.
100. Lo cual concuerda con la estructura sociológica de la moderna familia
(microfamilia): «Hoy está en el primer plano la pareja de los cónyuges como
El sentido cultural de las instituciones sociales 553

tanto que comunidad de vida de los cónyuges, lleva su fin en sí


mismo, y no necesita ser justificado por otros fines, ni siquiera
por el-de engendrar nueva vida101. Es sólo a través de ía com­
prensión de la comunidad matrimonial como fin en sí como el-
matrimonio se convierte en la representación ejemplar del destino
del hombre a la vida en común con otros, a la que debe su
sustancia el ser individual de ¡a persona. La prioridad de la
comunidad frente a los individuos puede representarse en el ma­
trimonio porque abarca la vida entera de éstos. En esa medida,
el individuo que entra en el matrimonio renuncia su aislamiento
de tal. La preeminencia de la comunidad que se hace patente así,
como está, sin embargo, en el matrimonio que se libera de todas
las observancias meramente externas, dada de antemano por la
naturaleza; sino que .está mediada por la libre reciprocidad, y
sólo en tal ambiente permanece viva y eficaz. Va incluido en
ello el estar dispuesto a acoger ía nueva vida que se engendra de
la comunidad conyugal; de otro modo, la individualidad aislada,
de la que los cónyuges han hecho renuncia en la decisión ma­
trimonial, seguiría, con todo, siendo el destino último de su
comunidad. Sin esta fundamental aptitud de acogida de los hijos,,
quedaría disuelta la unidad formada por la aceptación de la propia
vida como don y la disposición a dar uno mismo vidau'2, que es

centro que domina la familia; se añuden luego los hijos» (R. König, Soziologie
der F am ilie. 135, 138s.; c f., del mismo. Die Familie der Gegemvart, 61 s).
El modo en que König enjuicia esta situación no es del todo concorde consigo
mismo. Por un lado, encuentra en esto una amenaza individualista para la
familia (Soziologie I42s), y se inclina, por tanto, a concebir el matrimonio
nada más que como «comienzo de un grupo familiar» (144), pensando que «en
el fondo, hoy todavía debería el matrimonio tener-su base en la familia, y no
a la inversa» (126), Por otro lado, sin embargo, comprende que a partir de ia
concepción del matrimonio como «comunidad de la vida toda» cabe muy bien
una redefinición del concepto de familia: «Se ponen al servicio de esta co­
munidad — fundada en ei valor en sí misma de la persona en el sentido del
cristianismo— todos los dispositivos tanto del matrimonio como de la fami­
lia...» (I 4 lj.
101, El carácter de fin en sí dei matrimonio como «comunidad ejemplar
de vida» lo ha subrayado especialmente T. Rendtorff, Ethik J í. I6s. frente a
la orientación del matrimonio —predominante también en la doctrina cristiana
tradicional— a fines distintos de ía comunidad de vida de sus miembros, Cf.
también Chr. Greif, Die Ordnung der Ehe. Eine rechtsphilosophische StudiS
(1977), 71.
102. La conexión de ambos aspectos constituye el pensamiento básico de
la descripción que hace T. Rendtoiff de la «realidad vital ética» (Ethik I [19801
554 El mundo común

la unidad que determina la propia esencia de la comunidad con­


yugal. -
El relevo del ordenamiento patriarcal del matrimonio y la
familia por el modelo de la comunidad conyugal paritaria de vida
no implica ni el rechazo de la idea dé'la monogamia, ni la renuncia-
a la diferenciación cultural de los roles tipo del hombre y la
mujer. La idea del matrimonio como comunidad de vida sirve
de base para una renovación de la institución familiar únicamente
cuando se entiende la tal comunidad de vida de los cónyuges
como abarcando la vida entera de éstos103. El mutuo complemento
del hombre y la mujer que aquí se realiza sólo puede tener re­
levancia para las funciones del matrimonio y la familia en el
conjunto de la sociedad —más allá de los casos aislados felices—
si la comprensión de los roles de los sexos, que lleva la impronta
de ¡a tradición cultural y de la educación, apunta en la dirección
de ese mutuo complementarse.
Muchas de las diferencias de los sexos que en otro tiempo
se consideraban condicionadas por la naturaleza —referentes tan­
to a la mentalidad respectiva, como a los modos de conducta y
las actividades típicas para cada uno— se ve hoy con claridad
que están condicionadas por la cultura. «La creencia en lo “ na­
tural” de las diferencias entre los sexos y de la consiguiente
diferencia en las conductas sociales y culturales es ella misma
tan sólo una forma moderna de sancionar los fundamentos de la
cultura propia y de la constitución de la propia sociedad.»'04.
Pero de reconocerlo así no se sigue que esas diferencias hubieran
surgido nada más que en .interés de las estructuras patriarcales
de poder y debieran demolirse en nombre de una «vuelta a la
naturaleza no falseada». El hombre, en sus relaciones sociales,
desarrolla de un modo o de otro formas de conducta duraderas
y en referencia recíproca. Luego, en las diversas esferas del
comportamiento, se’ dan, fundadas en las exigencias de la vida
social, direcciones específicas para su configuración cultural. En
la esfera económica ofrece una de estas guías el principio de la

32-61), y se halla también en el fundamento de su exposición de la conexión


entre matrimonio y paternidad (II, 77).
103. R. Konig, Soziologie der Familie. 141.
104. H. Scheísky, Sozialogie der Sexualitat (1955), 16. ■
El sentido cultural de ¡as instituciones sociales 555

reciprocidad; que se irradia después desde ella a muchas otras.


En la de las relaciones entre los sexos posee una importancia
semejante el imperativo de que se constitüyan en oposición pero
en complementariedad los roles del hombre y la mujer. «La
sociedad ha exigido siempre de los dos sexos que vivan de modo
que nazcan otros miembros de ella; que fomenten sus respectivas
masculinidad y feminidad y las adiestren en orden a las demandas
de la paternidad, de manera que dejen tras sí al morir nuevas
vidas. Esto ha significado que los hombres estuvieran dispuestos,
en el papel de enamorados, a escoger, conquistar y conservar sus
mujeres; a protegerlas y proveer a sus necesidades, en el papel
de maridos; y, en el de padres, a proteger a los hijos y proveer
también a sus necesidades. Para las mujeres, quería decir estar
dispuestas a aceptar el amor de los hombres, vivir con ellos como
esposas y concebir, parir, alimentar y cuidar a los hijos. Tiene
que desaparecer toda sociedad que no plantee estas exigencias a
sus miembros y que no obtenga de ellos por lo menos esta apor­
tación»105. El perfil opuesto pero complementario de los roles
sociales de los sexos garantiza de modo .óptimo el éxito, porque
lleva a que cada individuo busque el complemento de su existencia
en un hombre del otro sexo y pueda encontrarlo, a pesar de todas
las limitaciones que la imperfección humana hace inevitables en
cada caso concreto. A causa del perfil complementario de los
roles de los sexos, la dependencia en qufe está el hombre por
respecto a otros hombres, su necesidad de amor y de reconoci­
miento por los otros, se pueden concretar en la relación con un
hombre determinado del otro sexo. Por esto es por lo que el
destino social del hombre puede hallar su realización ejemplar
en la relación con un hombre del otro sexo, en medio de un
mundo que, por lo demás, es sumamente imperfecto; y es también
por ello por lo que el cristianismo primitivo pudo entender el
matrimonio como la representación de la comunidad de los hom­
bres renovada por Jesucristo. ,
Como para toda sociedad es fundamental la coordinación,
regulada en el modo concreto que sea, de los roles de los sexos,
así también el mundo cultural de impronta cristiana está apoyado
«sobre una conformación determinada y en oposición de los roles

105. M. Mead, Mann und Weib. Das Verhältnis der Geschlechter in etner
sich wandelnden Welt (1950: cito por la ed. alemana de 1958), 241.
556 El mundo común

de los sexos»106. La cual está relacionada con la validez normativa


de] matrimonio monógamo, qué abarca la vida entera de los
cónyuges-. No es ésta una creación del cristianismo. Ya se había
convertido en norma en la cultura helenística y, sobre todo, en
la romana. En otras culturas, asimismo, la monogamia está de
hecho mucho más extendida —y, en parte, a 'pesar de que ofi-
cialriiente se admitan otras formas de* matrimonio— de lo que a
veces se ha supuesto107. Ahora bien, el cristianismo ha dado un
sentido nuevo y antropológicamente central a la monogamia. De
ningún modo «la elevó por razones ascéticas a norma absoluta»
exclusivamente, como pensaba M. W eber‘os. Antes bien, la con­
dena que Jesús hace del divorcio (Me 10, 5s) va unida a la idea
de la inviolabilidad de la comunidad originaria y conforme a la
creación entre el hombre y ia mujer, y la Iglesia primitiva entendía
esta comunidad conyugal, en analogía con la relación de Cristo
y la Iglesia, como una relación de amor mutuo (Ef 5, 22s). En
el mundo helenístico no iba tal cosa de suyo, en absoluto. Así,
el cristianismo profundizó religiosamente ei sentido de la mo­
nogamia, y esta prófundización hizo de ella «el seno fecundo de
la cultura de occidente y de sus actitudes anímicas y espirituales».
«Ha surgido en. esta tradición un ideal de matrimonio que, mo­
nopolizando en él las relaciones sexuales, aspira a llevar a cada
uno de los cónyuges esencialmente más aDá del puro afán de
felicidad personal —y, en especial, sexual — , y culmina en la
creación de una mutua copertenencia, de una unidad de destino
de hombre y mujer que sobrevive a la muerte y que es al mismo
tiempo el fundamento del matrimonio y el cumplimiento de la
personalidad. Precisamente en virtud de que esta exigencia funde
la sexualidad humana con las alturas más sublimes de la existencia
y la espiritualidad, permanecerá inmutablemente en nuestra cul­
tura como el supremo ideal que atraiga la relación entre el hombre
y la mujer a p^sar de todas las pruebas estadísticas y psicológicas
sobre la infrecuencia y la inverosimilitud de su realización»109.

106. H. Scheisky, Soziologie der Sexualität, 53.


107. Subraya esto C, Lévi-Strauss, The Family, en: H. L. Shapiro (ed.),
Man, Culture,.and Socieiy (1956), 261-285, sobre todo, 266, 267s. Cf. también
C. H. Ratschow en RCC II (-’ 1958), 3J5s.
108. M. Weber, Economía y sociedad 1, M éxico -1964.
109. H. Scheisky, Soziologie der Sexualität, 34. Según Chr. Greiff, Die
El sentido cultural de las instituciones sociales 557

J- I
Sin embargo, la vigencia de la monogamia como norma social
está hoy en peligro, e incluso se ve ampliamente minada, en el
mundo cultural de impronta cristiana. Pero no hay que ver en
ello primordialmente el resultado de la oposición entre el ideal
del matrimonio cristiano y la fragilidad de su realización en medio
de los conflictos del vivir en común. Tales oposiciones entre la >
norma y la realidad de la vida diaria no son cosa inhabitual, y ,
la conciencia cristiana del pecado humano puede muy bien afron­
tar este estado de cosas. Es incluso capaz de sobrellevarlo en la
realidad mediante la actitud abierta al perdón mutuo en los cón­
yuges; y, en el caso extremo, puede admitir el fracaso del ma­
trimonio. El peligro, el socavamiento de su vigencia a que se ve
sometido el matrimonio monógamo como institución tiene otros
motivos. Su origen está ante todo en la desintegración de su
fundamento religioso en la conciencia pública de la sociedad. La
prelacia de la comunidad establecida ante Dios respecto de las
expectativas de felicidad individuales de los cónyuges, que que­
dan en manos de la reciprocidad del amor basado en su comunidad
y siempre resurgente en ella, ha sido sustituida en la noción
moderna por la fundamentación del matrimonio sobre la comu­
nidad amorosa de los cónyuges mismos. Ahora bien, la concep­
ción romántica del amor, por mucho que haya surgido de la
noción cristiana de la comunidad matrimonial, como quiere H.
Schelsky, no puede salir fiadora de la perduración de la comu­
nidad. Aunque la inclinación amorosa, como todos los senti­
mientos, concierne a la totalidad de la vida y, en este caso, afirma
al otro en la totalidad de su vida, con todo, de suyo es momen­
tánea. Tan sólo la permanente intensidad de este sentimiento
podría garantizar la duración de la relación. Pero interviene la
exigencia excesiva del cónyuge, con sus expectativas de amor
que no pueden verse cumplidas por la vida cotidiana familiar.

Ordnung der Ehe, 49, la monogamia, en su forma de cuño cristiano, «no es


una :‘forma” históricamente accidental junto a otras, sino la realización de un
contenido humano originario que es, al mismo tiempo, el ordenamiento natural
que está en el fundamento de toda la pluralidad de las configuraciones». Pone
especialmente de relieve la idea de la igualdad de derechos en el matrimonio
y la exigencia de reciprocidad en la fidelidad conyugal (50s). El mismo es el i
juicio de H. Ringeling, Theologie und Sexualität. Das private Verhalten als
Thema der Sozialethik, 245: «La monogamia sigue manifestándose como la
forma cultural suprema de conducta sexual».
555 El mundo común

Schelsky ha descrito el modo en que surgen así la decepción y


el desafecto por el otro. «Debido, precisamente, a que los cónyuges
se atienen a las. expectativas amorosas originarias de la m ono­
gamia, la consecuencia es la necesidad de vivencias eróticas fuera
del matrimonio, el cambio de pareja y la infidelidad conyugal»110.
Sólo hay que añadir que esta descripción registra la tendencia a
la desintegración, en la sociedad contemporánea, del matrimonio
«secularizado» y ya separado de su raíz cristiana.. En la concep­
ción cristiana, el matrimonio no está, justamente, cimentado en
la inclinación amorosa mutua de los cónyuges y en su sentimiento
de unión, aunque éste pueda ser el origen de la decisión que
conduce a él. La perdurabilidad del matrimonio cristiano tiene
su fundamento en el hecho de que está contraído ante Dios. Por
ello, en él se renueva siempre ei afecto amoroso de los cónyuges
desde el amor de Cristo que perdona. Ello es lo que hace posible
enfrentar la imperfección del cónyuge y, asimismo, la conciencia
de la imperfección propia, y alcanzar, desde la experiencia de la
comprensión y el perdón mutuos, una más profunda conciencia
de unión. , ..

4. Orden político, derecho y religión

a) El Estado y la antropología

¿Cae el E stado"1 dentro del campo propio de ¡a antropología?


Su orden de poder político, ¿tiene algo que ver con la esencia
del hombre, o es un ordenamiento coactivo imprescindible que
debería propiamente ser superfluo y que más bien trunca el ver­
dadero destino del hombre al someter a opresión el afán de li­
bertad de los individuos?

110. Soziologie der Sexualität, 35.


111. Se usa aquí e l 1término, la mayor parte de las veces, en sentido
amplio, «como designación abstracta para todos los tipos de estructuras de
dominio suprafamiliares e independientes» {H. Quarífsch, Staat u n d Sou­
veränität I [1970], 230), y no sólo para la noción específicamente moderna.'
Acerca del ámbito de apJicabilidad del concepto' de Estado, cf. también G.
Balandier, Antrhopologie politique (1967; cito por la ed. alemana de 1972),
133s. - -
El sentido cultural de ¡as instituciones sociales 559

Según Aristóteles, la «naturaleza» del hombre, sólo se cumple en


el Estado. El hombre es por naturaleza un «animal político»112.
No significa esto que la forma política de vida deba referirse a
una disposición biológica, en el sentido de una pulsión natural“ 3.
La naturaleza esencial del hombre, su destino en tanto que hombre
se realiza más bien, segúmAristóteles, en su praxis ética114. Ahora
bien, la vida moral de los hombres, tanto para él como para
Platón, sólo alcanza cumplimiento en la comunidad política. El
punto de que parte esta tesis en Platón es que el hombre singular
n o es autárquico, ya que precisa de la cooperación con otros115.
La división del trabajo, por tanto, constituye la base de la coa­
lición política de los hombres en el Estado. Platón, por otra parte,
pensaba que la ocasión para que éste se instituyera de hecho la
proporcionaba la amenaza exterior, y, según el mito que Protá-
goras refiere, fue hecha posible por el don del pudor y e] derecho,
que Zeus acordó «para que éstos se convirtieran en el orden y el
vínculo de las ciudades, en los mediadores de la cpiAia»115. La
autarquía que al individuo le falta se alcanza en la comunidad
que es la polis. Aristóteles registraba expresamente que las co­
munidades de vida que son la familia, la «casa» y la aldea aún
carecen de «autarquía», es decir, no existen todavía como fines
en sí mismas; como tal sólo existe la reunión de varias aldeas en
la ciudad-Estado, que «ha surgido por causa de la supervivencia,

112. Arist, Polit. 1253 a 2 y 9. Acerca de esta fórmula, cf, J. Ritter,


Metaphysik und Politik. Studien zu Aristoteles und Hegel, 1969, 75ss y 126ss.
También, M. Riedel, Metaphysik und Politik. Studien zu Aristoteles und zur
politischen Sprache der neuzeitlichen Philosophie (1975), 59ss.
1¡3. Sin embargo, esta comprensión equivocada se encuentra incluso en
la doctrina del Estado de H. Heller (1934), en Ges, Schriften H I: Staatslehre
als politische Wissenscháft (1971), 170s, y todavía M. Riedel se refiere, a
pesar de que.ve bien el sentido teleológico del concepto aristotélico de tpúcriq,
a un «sofisma naturalista de la tradición aristotélica sobre la política» {o. c.,
62).
114. J. Ritter dice aguda y lacónicamente: «a diferencia de lo que sucede 1
con otros seres vivos, el hombre no alcanza por naturaleza, sino “ éticamente” ,
la realización de su naturaleza» (a. c., 127).
115. Resp. 369b 5s y e 2s.
116. Prot. 322 c 2s. También para Aristóteles la <piA.íc¡. es el vínculo más
importante que puede ligar entre sí a los ciudadanos de la polis: Polit. 1259b
24s, cf, Eth. Nie. 1155a 22s; y, sobre esto, P. Koslowski, Zum Verhältnis von
Polis und Oikos bei Aristoteles (1976), 37ss, a propósito de la diferencia que
en este punto tiene Aristóteles respecto de Platón.
560 E l m undo común

pero que se mantiene por causa de la vida buena»117. Por tanto,


en la polis se ha realizado definitivamente el destino a la co­
munidad propio del hombre, y es en su virtud como Aristóteles
podía caracterizar al hombre como un animal «político».
Tuvo esto lugar en Aristóteles y, desde el punto de vista
objetivo, ya en Platón, en oposición a la concepción defendida
por sofistas como Antifón o Hipias, según la cual el Estado y la
ley descansan sólo en la convención, y no en un orden natural­
mente existente’ia. Tal tesis de la sofística inicial ha sido retomada
por la filosofía liberal del estado de la edad moderna. En efecto,
a los ojos de ésta, la organización política de !a sociedad es el
resultado de un contrato: de un pacto que previene las secuelas
ruinosas del egoísmo sin trabas de los individuos"y. La comu­
nidad política no es, pues, .para ella fruto de una necesidad que
brote de la naturaleza humana. En esto se basa R. Niebuhr cuando
reprocha a la teoría liberal de la sociedad que desconozca el
«carácter primordial de la comunidad humana»120. Por mi parte,
he intentado recoger el contenido positivo que se reclama en esta
crítica de Niebuhr en la segunda parte del presen te-libro, cuando

117. Arist., Polil. 1252b 29s. M. Riedel (Metaphisik und Politik. Studien
zu Aristoteles..., 58s) ha interpretado el concepto de autarquía en el sentido
de que la comunidad política es un fin en sí. Habría que buscar aquí una de
las raíces del concepto moderno de soberanía; cf. lo que explica H. Quaritsch,
Staat und Souveränität I, 279s, sobre la insistencia de Jean Bodin en el carácter
de fin en sí que posee ¡a vida virtuosa terrenal, en contraposición con Tomás
de Aquino. Ahora bien, Quaritsch no examina especialmente la relación entre
la soberanía y ei concepto aristotélico de la autarquía.
118. F. Heinimann, Nomos und Physis. Herkunft und Bedeutung einer
Antithese im griechischen Denken des 5. Jh. (1945; 1972, !39ss); R. Bubner
(Philosophische Rundschau 22 [1976] 1-34, 6) pone en duda que Aristóteles
—como suponía J. Ritter (Metaphisik und Politik.Studien zu Aristoteles und
Hegel, 121)— continuara la poiémica platónica con la sofística. Sin embargo,
hay que dar a Ritter la razón acerca de que, de acuerdo con E. A. Havelock
(The Liberal Temper in Greek Polines [1957], 339-75), hay que admitir que
en la Política aristotélica se hallan amplios préstamos tomados de argumen­
taciones del «liberalismo» sofista, a las que Aristóteles ha hecho tomar un giro
a su favor (cf., sobre todo, 378s, 388s, sobre !a denominación del hombre
como ser político, en oposición a la concepción del estado como asociación
libre de individuos iguales). '
¡19. Cf. supra, 221-223. Cierto que en Hobbes se halla todavía refrenada
la aceptación de la argumentación sofista por los ecos de la doctrina cristiana
del pecado.
120. Cf. supra, nota 39.
El sentido cultural de las instituciones sociales 561

he expuesto la constitución del individuo y de su identidad a


partir de la conexión de ambos con los hombres con los que se
vive121. No se trata sólo de que la individualidad en devenir esté
condicionada por el nexo simbiótico de la familia. La familia no
es más que la primera forma fenoménica, tanto en el orden on­
togenético como en1 el filogenético, del nexo vital y social que
posibilita la identidad del individoo112. La identidad del propio
individuo adulto tiene aún su fundamento en una realidad que le
trasciende, que, por ello, simultáneamente, le une-con otros, y
que, por su parte, no está sólo cualificada como social, sino, a
la vez y por encima, también como religiosa. En la tercera parte
de este libro, este estado de cosas se nos ha manifestado como
la constitución religiosa de la cultura y, mediante ella, de la
identidad individual; constitución que hemos visto que está ella
misma mediada por el juego y e! lenguaje123. Que la «naturaleza»
del hombre sea social, política, no quiere decir que el individuo
no tenga independencia alguna frente a la sociedad y su forma
institucional, ya sea por 3o que hace a la familia, ya sea por lo
que se refiere al Estado. Pero, a su vez, esta independencia
respecto de la familia y el estado no tiene el sentido de algo
fundado en un terreno neutral respecto de toda humana comu­
nidad. Más bien encuentra el fundamento de su posibilidad en

121. CF. supra, 223-301.


122. Según E. A. Haveloek, The Liberal Temper in Greek politiks, 340s,
381s. la familia patriarcal la consideraba Aristóteles —como antes lo habían
hecho Platón y Homero— ei modelo del Estado. Aristóteles pensaba, efecti­
vamente, que hay una analogía de la monarquía en la relación entre el padre
y los hijos, como la hay de la aristocracia en la del marido respecto de la mujer
(Eth. Nic. 1160b 24ss). Sin embargo, no infiere de ahí ninguna justificación
de ¡as formas de gobierno monárquica o aristocrática. Como semejante infe­
rencia. John Locke ponía de relieve la diferencia entre la sujeción natural de
los hombres bajo el poder paterno y su sometimiento voluntario al poder político
(cf. supra, 215). En efecto, hay una diferencia básica entre la forma jurídica
del ordenamiento político y el carácter natural del nexo familiar, si bien la
familia misma debe ser considerada ya como una institución social o cultural,
y no como un mero producto natural. Sin embargo, en las dos formas de
comunidad en cuestión se manifiesta la prioridad de la comunidad respecto del
individuo. Cuando alcanza la mayoría de edad, el adolescente sólo realiza el
paso a la conciencia autorresponsable de su ser miembro de la comunidad más *
amplia: de la comunidad política. N o es precisamente que decida si quiere o
no convertirse en miembro de un cuerpo político.
123. Cf. supra. cap. 7.
562 Eí mundo común

el hecho de que la comunidad humana descanse, en su propia


estructura institucional, sobre una base religiosa, a la que cada
uno puede apelar incluso contra la configuración fáctica del mun­
do común. Es sólo en este plano donde el antagonismo entre
individuo y orden institucional de la-,sociedad encuentra solución:
la misma verdad en la que está fundado el orden social hace
posible, simultáneamente, la independencia del individuo frente
a la forma fáctica en que este orden se halla configurado. Pero
también, en el sentido inverso, el individuo se ve referido, por
este origen de su independencia, al nexo vital del mundo co­
munitario en el que él tiene su lugar.
El desarrollo integral de estas relaciones entre el individuo,
el orden social y la religión ha sido posible en la historia cultural
de Europa sólo sobre el suelo del cristianismo, debido a que éste,
con su mensaje de salvación, ha atribuido explícitamente a la
existencia individual significado eterno. La fuente de ello se
remonta a las parábolas de Jesús acerca de cómo Dios busca al
que se ha extraviado con una búsqueda que se dirige con eterno
amor a cadá uno; y la expresión antropológica de esta situación
es la constitución de la esperanza cristiana en la resurrección en
tanto que esperanza en la perfección de la vida individual, en su
unidad de alma y cuerpo, en la comunidad con la vida inmortal
de D ios124. EJlo, por una parte, ha independizado al individuo
frente a las formas comunitarias naturales de la familia y el estado.
Pero, por otra, lo ha integrado en ía comunidad del cuerpo de
Cristo y el reino futuro de Dios, que, respecto de las foimas
naturales de comunidad, no sólo se alza frente a $llas oponién­
doseles, sino también reconoce que son .formas provisionales que
toma el destino humano a la comunidad, aunque, al hacerlo, al
mismo tiempo las relativiza. .
La fórmula de que el hombre es el animal político adquiere
en esta perspectiva un contenido más rico que el que Aristóteles
le daba. La filosofía política de Aristóteles —muy diferentemente
que la de Platón— no prestó atención especial alguna a las bases
religiosas del Estado. Ello ha de ir en relación con la concepción
de la autarquía de la polis (su ser fin en sí misma) y con las

124. Cf. lo que expuse en Die Bestirnnuing des Menschen (1978), 10s;
cf. también más adelante, 559ss. así como más arriba. 207s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 563

oscuridades de esta idea m ism a123; en especial, con que no se


desarrollara una teoría de la forma justa del estado a partir del
principio de la naturaleza política de los hombres. Platón sí lo
había hecho, y, sobre todo en Las leyes, había referido la legi­
timidad del orden político y su carácter vinculante para el indi­
viduo al fundamento religioso de ese orden126. De otro lado, la
concepción platónica del orden constitucional del Estado per­
manece en la indiferencia por lo que hace a los individuos y las
relaciones entre ellos, mientras que Aristóteles subrayó en su
■crítica de esta visión tan enteramente puesta en la perspectiva de
la unidad del Estado, que éste consta, precisamente, de muchos;
y, así, se vio llevado a hacer una exposición más em pírica de
las formas de ordenamiento político127. Mas los dos coinciden
en haber puesto en una relación demasiado estrecha la idea de
la naturaleza y del destino políticos del hombre y el modelo de
la polis. Esa limitación de la argumentación, como si la ciudad-
Estado representara el cumplimiento de j a humanidad, no pudo
mantenerse en pie. Ya la Stoa, en conformidad con el pensa­
miento de la universalidad de lo humano, la ensanchó, por una
parte, hasta el pensamiento de la cosmópolis, y, por otra, afirmó
que todos los hombres tienen el mismo derecho de ciudadanía
en ella; es decir, abandonó el supuesto de que los hombres se
hallan divididos por naturaleza en libres y esclavos528. Es des­

125. La «oscuridad» de la doctrina aristotélica acerca de la naturaleza


política del hombre (M. Riedel, Metaphisic und p o litik ..., 60s, 259s) se ma­
nifiesta en el hecho e que no haga las veces de fundamento de la teoría política
(74), debido a que, por su carácter básico, explica la existencia en general del
OTden político, pero no la diferencia entre buenas y malas constituciones. Tal
función la cumple hasta cierto grado la distinción entre dominio oicodespótico
y gobierno sobre ciudadanos libres (P olit. 1277b 7s, et passim). Ahora bien,
este criterio es, por una parte, de difícil aplicación, porque precisamente es
objeto de controversia en qué consista el bien común; y , además, no funda
ninguna opción en favor de una determinada forma de constitución como la
idónea para la comunidad política. Sucede así que, en la opinión de Riedel,
la Política de Aristóteles ofrece tan sólo «una especie de historia natural de
las formas de gobierno» (260). .
126. P. Koslowski, Gesellschaft und Staat. Ein unvermeidlicher Dualis­
mos (1982), 30ss, 42ss. Aristóteles sólo consigue en este lugar proclamar el
poder del ethos (de la costumbre) {Polit. 1269a 20-24). Cf. J. Ritter, Metaphysik
und Politik (1969), 160ss,
127. Polit. J269a 15s. Cf. J. Ritter, o. c., 95s.
128. Sobre ello, cf, M. Pohlenz, Die Stoa. Geschichte einer geistigen
Bewegung I (1959), 135s.
564 El mundo común

cargada de esas limitaciones como pudo el cristianismo aceptar


la idea del destino político deLhombre, si bien sólo tras someterla
a modificaciones profundas.
En primer lugar, el cristianismo no pudo tampoco asentir a
la tesis de que la naturaleza del. hombre halla su cumplimiento
en el Estado, ni siquiera en la ampliación que la refería a la
cosmópolis. Pues a los ojos del cristianismo el hombre ha sido,
creado a imagen y semejanza del Dios trascendente. Su destino,
pues, trasciende este mundo y, por lo mismo, también su or­
denamiento político. Así el individuo es independizado del Estado
aún mucho más radicalmente que como había empezado a ha­
cerlo, en relación con las formas políticas concretas de autoridad,
la doctrina estoica sobre la cosmópolis. Al mismo tiempo, sin
embargo, el cristiano es exhortado a acatar en la ley del Estado
la voluntad de orden de Dios mismo129. La seriedad de ella está
ya acreditada en el mundo presente en los plenos poderes que el
estado tiene para castigar a los malhechores. Para la teología
cristiana de los primeros siglos, el orden de la autoridad política
era ante todo estimado como orden divino enderezado, a la- vista
del pecado, a la conservación de los hombres: para «que los
hombres no se devoren unos a otros como hacen los peces, sino
que la muchedumbre de las injusticias de los paganos se vea
impedida por ías prescripciones de las leyes». Sometidos al poder
y a la ley humanos, debían los hombres «llegar al menos a la
justicia y refrenarse mutuamente por el temor de la espada puesta
ente sus ojos»130.
La doctrina cristiana del orden político se ha quedado con
frecuencia en las funciones que éste desempeña en la represión
del mal (coercere malum). Especialmente así le sucede a la teoría
de la Reforma acerca del Estado y las autoridades de este
m undo135, debido a que, en verdad, este aspecto se encuentra en
el primer plano en los textos bíblicos. Sin embargo, en la función
así concebida del orden de la autoridad pblítica se encuentra ya
un elemento que señala más allá de ella: la idea de la conformidad

129. ! Pe 2, 13as; Rom 13, 1-8. Sobre ello, M. Hengel, Christus und
die M achí (1974), 32ss.
130. Ireneo, Adv. haer, V, 24, 2.
131. M. Lutero, Vori weltlicher Obrigkeit (1523). WA 11, 248 y 251.
Cf. WA 42, 79, 7-19.
El sentido cultural de las instituciones sociales 565

entre la justicia estatal y la voluntad divina de justicia, cuya


realización definitiva esperan los cristianos del futuro del reino,
de Dios. Tal voluntad de Dios no puede captarse adecuadamente
como una mera reacción de Dios contra el pecado. Tiende, más
bien, al orden querido por Dios para la convivencia de sus
criaturas132. Y no se contrapone sólo desde fuera a la realidad de
ía vida de los hombres, como si el Dios de la ley fuera un extraño,
y no el creador del hombre. Antes bien, la voluntad ordenadora
del creador está plasmada en la creación misma. No sólo en las
leyes de la naturaleza; también en la convivencia humana el orden
se engendra dei vivir de las mismas criaturas, y ello a través de
todos los antagonismos entre los individuos. En el orden insti­
tucional y político de la convivencia, son también los hombres
«la ley para sí mismos», como decía Pablo de la conciencia moral
individual (Rom 2, 14). Así, el ordenamiento político tiene su
fundamento en la «naturaleza» de los hombres, en la medida en
que poseen éstos la disposición ínsita a la vida comunitaria. El
derecho natural cristiano entendió en principio correctamente este
estado de cosas. Nq es preciso suponer resto alguno básico de
la condición originaria de criatura que deba suponerse que no ha
sido afectado por el pecado. El vivir del hombre está tan per­
vertido por el pecado en lo que hace a su destino a la comunidad
con otros, como lo está en otros aspectos. Pero en medio de toda
la perversión que el pecado introduce precisamente también en
las relaciones políticas, siempre vuelve a imponerse la voluntad
divina de orden y justicia, que utiliza para ello como medios el
ansia de poder y las rivalidades de los hombres. La «naturaleza»
política de éstos, así, no es un cierto resto de perfección inicial
creada que el pecado haya conservado intacto, sino que pertenece
al destino de los hombres, el cual, como la creación entera, sólo

132. El orden querido por el Creador no necesita ser entendido como


«orden de la creación» en el sentido de la teología neoluterana de los siglos
XIX y XX, como si se tratara de un orden primitivo, dado estáticamente como
previo a la historia ulterior y que no está afectado por sus extravíos (cf., para
la crítica de esta concepción, W. Kiinneth, Politik zwischen Dämon und Gott.
Eine christliche Ethik des Politischen [1954], 120s). Más bien hay que enten­
derlo — como pretendía asimismo hacerlo Künneth con su concepto de «orden
de la conservación» (13Ss)— el sentido de la voluntad de justicia de Dios, que'
actúa en la historia misma, que fue el contenido de la proclamación de la ley
de Dios en el Sinaí y de la interpretación de la ley por Jesús, y que alcanzará
.su complimiento definitivo en el reino de Dios del tiempo final.
566 El mundo común

se cumplirá y será definitivamente dado a conocer en el futuro.


La teología cristiana puede apelar perfectamente en este punto
al sentido teleológico del concepto aristotélico de naturaleza.
Pero, ciertamente, no podrá ver cumplido y llevado a «autarquía»
el destino humano en el orden político del Estado, sino sólo en
la relación con Dios y en la comunidad del reino de D ios133. Las
apórías de la idea aristotélica de autarquía, a la que ya contradice
la controversia en tomo a la constitución de la polis, remiten
ellas mismas allende la polis terrenal. No pueden ser para el
cristiano más que la figura provisional del destino político del
hombre (Heb 13, 14), que llegará a cumplirse en el reino de
Dios, una vez que quede abolido todo dominio de unos hombres
sobre otros. Y es también de la referencia al reino de Dios y su
justicia de donde recibe el orden político presente, en la medida
en que no se ha pervertido en tiranía, su legitimación limitada,
al no ser, precisamente, idéntico con el reino de Dios, sino nada
más que el representante provisional de la voluntad divina de
justicia. Es de la esencia del estado tiránico desconocer la li­
mitación de su autoridad, y, consiguientemente, pedir para sí
totalmente la vida de sus ciudadanos. En cambio, la función
política primordial de la Iglesia es mantener al Estado en la
conciencia de su distancia respecto del reino de Dios haciendo
ya ahora participes a los hombres, a diferencia de lo que le ocurre
al orden político, del futuro de Dios y su reino —aunque, cier­
tamente, sólo por la fe y en signos.
Esta función del orden político, premonitoria del reino de
Dios pero, justamente, distinta de la de éste, fue expuesta en la
doctrina agustiniana acerca de la paz terrenal y la paz del cielo
de tal modo que en ella quedó superada la idea aristotélica del
destino político del hombre. Con su doctrina de la paz, Agustín
va más allá de la interpretación deí estado como mera reacción
de Dios ante el pecado a fin de subyugar el mal134. Es por ello

133, Así, según Tomás de Aquino, el fin de la «vida buena», en el sentido


de una vida en común en el orden político hecha posible por la virtud (Aris­
tóteles, Polit. 1252b 29s; cf, supra nota 117), sólo se cumple en la relación
con Dios, ya que ei destino del hombre a la virtud está ordenado a la comunidad
con Dios (De regimine principian i, 14 [ed. Leonina 16] 236s).
134. En este punto, las expresiones de Lutero sobre los dos regímenes
de Dios (cf. supra, nota 131) quedan por detrás de su modelo agustiniano. Lo
El sentido cultural de las instituciones sociales 567

por lo que, a pesar de que vaya acompañándola la crítica al


evangelio civilizador de la visión romana dél Estado, y a pesar
de que se refiera a los reversos represivos de la pax romana,
cabe entender la concepción de Agustín del orden político como
una profundización y una matización critica de la correlación
—ya elaborada por Orígenes y, tras sus pasos, por la temprana
teología bizantina del imperio— éntre el reino mesiánico de paz
de Cristo y el orden en paz del imperio rom ano135.
Para Agustín, paz es una categoría ontològica universal. To­
das las cosas aspiran a la paz, pues todos los seres necesitan para
subsistir un estado de reposo y orden136. Ello es ya verdad respecto
de las paites de los cuerpos en sus relaciones recíprocas, y,
asimismo, a propósito de la relación entre el cuerpo y el alma.
Todos los seres sufren cuando se perturba su orden natural (19,
13, 1), e incluso lo pervertido tiene que estar en paz con algo,
pues, de lo contrario, no existiría en absoluto (19, 12, 3). Su
naturaleza, pues, mueve al hombre a buscar la armonía y la paz
con otros hombres (19, 12. 2). El destino político del hombre se
le presenta, pues, a Agustín, como la aplicación de la idea de la'
paz al hombre singular, en la dirección' de la comunidad entre
ios hom bres137. Incluso el hombre orgulloso, que desprecia el
orden divino y la paz basada en la justicia del suum caique (19,
21, 1), busca también la paz, sólo que según su particular idea
de ella (19, 12, 2). Así, ias guerras se hacen para imponer al
adversario la paz conforme a ìa idea que uno se hace de ella

que Lutero tenía que decir a propósito de la salvaguardia de la paz (sobre esto,
U , Duchrow, Christenheit timi Weiiwantwortimg. Tradittonsgeschichte und
systematische Stniktur der Zweireichelehre [1970], 486-94), permanecía ne­
tamente subordinado a ia función coercitiva de la ley en la represión de los
malos, si bien, por otra paite, subrayaba Lutero la independencia del régimen
mundanal con más fuerza que Agustín (Duchrow, 51 ls).
135. Cf. sobre esto la obra de M. Hengei citada en la nota 123, 46v,
además, mi Die Bestimtnwig des Menschen, 64s, así corpo, con más pormenor,
H. Fuchs, Angustiti itnd der antike Friedensgedanke (1926). Sobre lo que sigue,
consúltense especialmente pp. .44-52 de esta última obra.
136. De civitate Dei 19, 13, 1 (tranqiiittitas ordinis). Las referencias que
siguen en el texto lo son a libro, capítulo y sección de esta obra.
137. Otra fundamentaclón de ello la desarrollaba Agustín a partir del
ordenamiento dei hombre a Dios, cuya ley exige, junto al amor a Dios, también
el amor al prójimo; el cual, por su parte, debe llevar al prójimo al amor a Dios,
y vive así con él en la paz de una «concordia ordenada», de la que surgen tanto
la paz doméstica como la paz política (19-14).
568 E l mundo común

(15, 4). Pero la paz auténtica estáfu n d ad a en la concordia: en


la concordia dentro de la casa y la familia, y en la concordia de
los ciudadanos en el estado (19, 14; 19, 16)13S. Ahora bien, la
concordia, para Agustín lo mismo que para Platón y para Aris­
tóteles, contiene el aspecto del orden jerárquico. Tal ordinaia
imperandi oboediendique concordia pertenece, en su opinión, a
la naturaleza de las cosas, tanto en la familia como en el estado
(19, 16), del mismo modo que la razón impera sobre los apetitos,
el alma gobierna al cuerpo y Dios dispone sobre el hombre (L9,
21, 2). Mas no se trata, sigue Agustín, de dominium en el sentido
en que lo ejerce el señor con el siervo. Tal dominio de unos
hombres sobre otros no es sino una consecuencia del pecado (19,
15). En cambio, la sumisión en las relaciones de mandar y obe­
decer por causa del bien común pertenece a la naturaleza de tas
cosas, y, por lo mismo, a la del hombre también. Igual que ya
para Aristóteles139, para Agustín hay que distinguir estrictamente
del dominium del señor sobre el siervo este otro imperium, puesto
que este último, por su parte, está al servicio de la providenda
que vela por el bien de los que obedecen (19, 14). Sin embargo,
Agustín enmienda a Aristóteles al afirmar una relación natural
de sumisión del hombre como tal respecto de Dios (19, 21, 1).
Allí donde no se preserva el orden así dado de las cosas; allí
donde la paz terrena no se refiere a la paz futura del cielo (19,
17), el orden de la justicia está lesionado porque se niega a Dios
su derecho sobre e] hombre (19, 21). Mas el hombre que rehúsa
a Dios lo que es de Dios no podrá tampoco refrenar sus propios
apetitos del modo justo. Por ello, en una sociedad en la que se
niega a Dios su derecho no podrá imperar ninguna justicia ver­
dadera (19, 21, 2). Las secuelas son las revueltas y las guerras,
en las que, según Agustín, cada uno de los partidos intenta im­
poner su propia representación de la paz verdadera.
A primera vista, parece que la recepción, en el marco de la
’ doctrina de Agustín sobre la paz, de la tesis aristotélica acerca
del destino político del hombre va asombrosamente lejos. Ello

138. Cf. acerca de este punto la-idea platónica y aristotélica de la amistad


(nota 116, supra).
139. Aristóteles. Polit. III, 6 : 1278b 30-1279a 21. Esta distinción es para
Aristóteles el fundamento de la otra, básica, entre la polis como comunidad
de hombres libres y los regímenes despóticos.
El sentido cultural de las instituciones sociales 569

es verdad incluso respecto de rasgos particulares de la argumen­


tación tales como la derivación del orden político partiendo de
la familia, el énfasis que se hace en la concordia como condición
de su cohesión, y la distinción entre el gobierno para el bien del
todo y el dominio despótico. Tanto más incisiva es la crítica
—dirigida contra Cicerón, pero que alcanza también a Aristó­
teles— de la pretensión de ser justo de un orden político en el
que falte la que Agustín juzga adoración verdadera de Dios. Es
de este modo como Agustín ha preparado la unión medieval del
estado y la Iglesia, aunque él mismo no haya desarrollado una
teoría acerca de la cooperación de ambos en una sociedad de
cuño cristiano. Se limitó a observar que la aún no cumplida civitas
Dei, cuya forma presente él veía en la Iglesia cristiana, hace uso
de la paz terrena y la fomenta (19, 17). Agustín no resaltó que,
a diferencia de la Iglesia, es precisamente el orden político el
que se halla en una relación especial —sí bien, escindida— con
el reino por venir de Dios, por el hecho de que éste posee él
mismo carácter político, ya que llevará a cabo, en oposición a
todo dominio de unos hombres sobre otros, la auténtica misión
dei orden político: la realización de la justicia y la' paz140. Por
esto falta en Agustín, frente a lo que ocurría en la teología bi­
zantina del imperio, el intento de interpretar teológicamente en
sentido positivo el orden político en el contexto de una sociedad
marcada por el cristianismo141. Ello hace que Ja recepción de la
tesis aristotélica acerca del destino político del hombre quede
relativizada en Agustín más de lo que era necesario, en el sentido
de un cierto distanciamiento respecto de los asuntps de este mun­
do. Además, Agustín modificó todavía en otro segundo punto
de importancia la concepción aristotélica al referir la noción de
dominio despótico al pecado y al entender la institución de la

140. Las promesas proféticas de un futuro de paz y de justicia (por ejem­


plo, Is 2, 2-4 = Miq 4, 1-4; Is 9, 6s y 11, 4s) fueron ‘captadas por «Daniel»
en la visión de un reino que viene de Dios y que, como una piedra que cae
del cielo, aniquila los reinos mundanales del poder del hombre (Dan 2, 31-45;
cf. 7, 9-27). Cf. sobre esto R. Koch, Spaiisraditisches Geschichtsdenken am
Beispiel des Buches Daniels'. Hist. Zéitschrift 193 (1961), 1-32. Sobre la re­
lación entre el anuncio por Jesús del reino de Dios y el sentido primitivamente
político de la expectativa del reino de D ios, cf. mi Die Bestimmung des Mens­
chen, 23s.
141. Más sobre esto en Die Bestimmung des M enschen, 67s.
570 El mundo común

esclavitud como una secuela del pecado (19, 15). De este modo
encontraron acogida la línea de crítica al dominio presente en la
tradición patrística y la crítica estoica de la esclavitud, y fue así
también como se fortalecieron notablemente los motivos críticos
en Ja teoría política. En efecto, ante la universalidad del pecado
entre los hombres, hubo de plantearse la cuestión de si cabe
distinguir la autoridad en el sentido del imperium preocupado
con el bien común, y el mando despótico del dominium, tan
categorialmente como Agustín, siguiendo en esto el modo de
pensar patriarcal de la tradición, seguía suponiendo, aun habiendo
negado la pretensión de ser justo al orden político fuera de la
adoración verdadera de Dios. El planteamiento de este problema
quedó demorado gracias a la idea de que Dios autoriza al que
gobierna, y, aií, sólo en la edad moderna irrumpió con plena
vehemencia.

b) Poder y dominio '

Las costumbres teórico-políticas- de la edad moderna han tra­


tado, en la línea argumentativa que parte de Maquiavelo y Hob­
bes, la cuestión del orden político en función del dominio, y han
referido en la antropología el dominio al fenómeno del poder.
Ya no es la necesidad que el hombre tiene de comunidad la clave
de la comprensión de los procesos de socialización; sino que lo
son, por una parte, el afán de poder, y, por otra, la disposición
a someterse a las pretensiones del poder para vivir la paz y
seguridad. Esta reconstrucción de los fundamentos antropológi­
cos del dominio político que trazó Hobbes según el modelo de
la ciencia mecanicista de la naturaleza, se apoya en la reducción
del ordenarhiento de la vida en común al afán de autoafirmación
y autoexpansión142. Pero ¿queda así bien descrito el fenómeno

¡42. En su artículo sobre la historia dei concepto de poder (Hist. Wor-


terbuch der Philosophie 5 [L980], 588-604), K. Róttgers hace remontar esta
visión de las cosas a Guillermo de Ockam, quien trasladó el principio jurídico
romano referente a la adquisición de propiedad sobre un bien carente de dueño,
aJ poder político como potestas acqitirendi dominium y. además, «entendió ya
la constitución de la familia como ejercicio del poder del hombre de adueñarse
de mujeres y, luego, a una con ellas, de adquirir descendientes» (59í ). D e este
El sentido cultural de las instituciones sociales 571

del poder? ¿no es más bien el poder en la vida social primor­


dialmente una realidad supraindividual: el poder de la sociedad
sobre el individuo, de modo semejante a como la física actual
piensa la fuerza como campo e independizada frente al concepto
de cuerpo?;4;í Habría, en tal caso,, que distinguir entre el fenómeno
del pode? que va unido a ia «naturaleza» comunitaria del hombre,
y su apropiación por el portador individual del poder. Que un
hombre singular pueda tener poder y pueda ejercitarlo, tendría
entonces que ser entendido partiendo de su relación especial con
los fundamentos y las condiciones de la vida en común.
La conocida e influyente definición de Max W eber, según la
cual el poder es «toda ocasión para imponer dentro de una relación
social la propia voluntad, incluso pasando por encima de resis­
tencias», descuidaba todavía «el carácter social que es elemepto
constitutivo del poder», porque entendía «el poder tan sólo como
el ejercicio de una voluntad singular»144. A partir de ella, se ha
sacado a la luz desde diferentes perspectivas la dependencia en
que el poder está respecto de ciertos elementos de acuerdo social.
Esto no tiene por. qué querer decir que la posesión del poder
implique ya reconocimiento y consenso145. Sin embargo, está

modo, la derivación aristotélica del Estado a partir de la familia se traslada a


fundamentación del dominio político a partir de ¡a idea de poder. Es digno de
nota el hecho de que la disolución del primado de la comunidad sobre el
individuo {que se expresa en la vida de la familia) en el interés particular que
es dominante en lo que hace a la propiedad, constituye el puente que lleva a
la fundamentación moderna del estado sobre la idea de poder.
143. Según P. Tillich, «todo lo real posee un poder de ser individual
dentro de un todo que lo abarca» (L'tebe, Machi, Gerechtigkeit, en Sein Und
Sinn *= Ges. Werke XI [1969], 143-225; la cita es de 170). El poder de ese
todo se maniñesía siempre en cierto centro; y asf sucede con el poder social
también (171; cf. 204ss). De una manera completamente diferente, M. Fou­
cault, M icrophysik der M acht (ed. alemana 1976), 99, se reñere explícitamente
a la clase de efectos que tiene el poder en el todo del «campo social»; pero
sostiene más una teoría corpuscular del poder que una teoría de campo.
144. A sí, T. Rcndtorff, Ethik II, 24. a propósito de M. Weber, Wirtschaft
uhd Gesellschaft (1922), 28.
145. H. Arendt, M acht und Gewalt (1970), ha puesto tan unilateralmente
el énfasis sobre el punto de vista de un poder ejercido en el medio del consenso,
que el concepto de poder cae en esta obra suya directamente en una oposición
de exclusión respecto de la violencia (sobre todo, 57s). Ello puede ser verdad
por lo que hace a ¡a esencia supraindividual del poder —por ejemplo, por lo
que concierne al poder de la verdad sobre los ánimos de los hombres—; pero
no se aplica a quien posee un poder frente a los demás. La posesión de poder
no puede desligarse de la facultad de imponer sanciones a quien se opone.
572 El mundo común

supuesto al menos el acuerdo .entre quien tiene poder y quien


está sometido a ese poder por lo que hace a las posibilidades de
las que dispone el primero y por lo que se .refiere a la relevancia
de ellas para el segundo*46.
La posesión de poder se toca con el fenómeno de la propiedad
a propósito del aspecto de la capacidad. Una capacidad puede
usarse o no usarse. Pero, a diferencia de la función de la propiedad!
en tanto que capacidad, la posesión de poder está referida ex­
plícita, y no sólo implícitamente, a la relevancia de su uso no
sólo para quien dispone de él, sino también para otros, a saber:
para los que están sometidos a ese poder. La propiedad, de la
misma manera que el prestigio personal o ia facultad de tomar
decisiones oficiales, puede emplearse como medio de poder. En
tal caso, no se la utiliza precisamente como propiedad, sino como
capacidad para influir en otros. Esto puede ocurrir sólo en la
medida en que la vida de otros dependa del empleo que el po­
deroso haga de sus medios de poder, o, al menos, se vea influida
por ese empleo. Si de lo .único de ío que se trata en tal empleo
es de los intereses particulares del poderoso, habrá, la tendencia
a hablar de uso. ilegítimo del poder. Se manifiesta .aquí, pues,
una tensión entre poder y propiedad que tiene su fundamento en
que el poder se refiere inmediatamente a otros y, por lo tanto, a
los problemas de la vida en común, mientras que la propiedad
sólo lo hace mediatamente, a través de su dependencia respecto
del reconocimiento social, con vistas a su posible recusación en
la envidia, pero también a través de su potencial relevancia social
cuando se la emplea como capacidad.
K. O. Hondrich piensa que el fundamento del ejercicio del
poder es la capacidad que cierta instancia tiene de satisfacer
determinadas necesidades de otros o de rehusarles tal satis­
facción147. El poder aparece ahí unido a io s bienes positivos a
los que se orientan las necesidades humanas. La base de que
posean poder los poderosos, es disponer de esos bienes y tal
poder estriba en la posibilidad de negar la satisfacción de la
necesidad vinculada a la obtención de los bienes mencionados.
Sin embargo, ¿realmente es siempre el fundamento del poder

146. Cf. sobre esto N. Luhmann, M achi (1975), 7s.


147. K. O. Hondrich, Theorie der Herrschaft (1973), 56; cf, también N.
Luhmann, o. c ., 24.
El sentido cultural de tas instituciones sociales 573

este rendimiento positivo respecto de otros? ¿no va ya el poder


unido también a la mera facultad de causar uñ daño? No cabe
pretender hacer iguales ja renuncia a perjudicar y el rendimiento
positivo que es dar satisfacción a alguna necesidad. Ahora bien,
respecto de ambas formas de uso del poder es verdad que «se
dan posibilidades cuya realización es evitada»1*®, ya se trate de
rehusar un rendimiento positivo, ya sé trate de llevar a término
un perjuicio con el que se ha amenazado. El ejercicio del poder
no consiste ante todo en consumar de hecho las decisiones de
quien lo tiene y que no son gratas a aquel a quien afectan, sin o '
que, por lo regular, basta la mera posibilidad de esas decisiones
para hacer acatar ia voluntad del poderoso. Efectivamente, es un
rasgo característico que «el poder sea ya eficaz como mera po­
sibilidad y sin que se empleen los denominados medios dgl po­
der», esto es, que lo sea a través de que los sujetos concernidos
conozcan las posibilidades ventajosas o perjudiciales para ellos
del uso del poder149.
Luhmann piensa, sin embargo, que el uso ocasional de los
medios del poder, o sea, la fuerza, pertenece a la credibilidad
de la posesión de poder; mientras que Hondrich es de la opinión
de que la negación fáctica de lá satisfacción de necesidades, sobre
cuya posibilidad descansa la posesión del poder, tiene por con­
secuencia ei «desmoronamiento de] poder en la forma del des­
vanecimiento paulatino de la autoridad». Ello le lleva al resultado
paradójico de que ei poder subsiste sólo mientras no se lo
emplealí0.
Hondrich levanta el edificio de su argumentación demasiado
exclusivamente sobre el soporte de un caso específico de poder
y uso del poder, a saber; el que, desde el punto de vista de la
historia de ia cultura, parece haber conducido al establecimiento
de la dominación política. Ello se ve con especial claridad en ei

148. Esta es la formulación de N. Luhmann, M achí, 23, más prudente y


más general, por lo que se refiere a la relación del poder con un rendimiento
positivo.
149. Ibid., 27.
150. Hondrich, Theorie der Herrschaft, 19. Desaparece la paradoja si
deja de verse —contra lo que hace Hondrich— el poder como dado mediante
un rendimiento efectiva e incluso continuamente producido, y que, por ello,
funda autoridad; y si. en cambio, se lo ve ya en la posibilidad o facultad de
tal rendimiento o, también, de perjudicar al que esté afectado por él.
574 El mundo común

hecho de que Hondrich une poder y autoridad. Cuanto más se'


apoya el poder de una instancia en que satisface necesidades, y
cuanto más importantes son éstas para los hombres afectados,
tanto mayor es la autoridad de esa instancia, es decir, tanto mayor
es el reconocimiento del poder,' en el sentido de consenso en
tomo a él y a la gestión que' de él se hace 151. Pero sucede que
no todo poder va unido a la autoridad; ni el poder del enemigo
o del criminal, ni tampoco el poder que produce efectos bene­
ficiosos pero cuyo uso todo el mundo sabe que está orientado
por el interés particular de quien lo posee. La autoridad sólo se
adquiere usando el poder para el bien de una comunidad y de
sus miembros. Este es el carácter que parecen tener tanto el poder
del cabeza de familia cuento el de los caudillos prehistóricos que
gobernaban sobre varias familias o sobre la mancomunidad de
varias aldeas. Estos antiguos sistemas de dominio consolidaron
su posición «resolviendo a satisfacción sus misiones económicas
y religiosas, o sea, produciendo resultados,... no utilizando la
1 fuerza física»152. En esas circunstancias especiales, el uso fáctico
de la fuerza es verdad que podía desembocar en el «desmoro­
namiento del poder en la form^ del desvanecimiento paulatino
de la autoridad», a diferencia de lo que sucede con otras formas
de poder que tienen una base distinta.
E. R. Service ha derivado la constitución de una autoridad
suprafamiliar de la forma de caudillaje a partir de tareas y fun­
ciones tanto económicas como religiosas. Entre las primeras es­
tán, sobre todo, la «redistribución» de los bienes en el contexto
de una economía de acopio y el tráfico con el exterior en el
intercambio económico con otras aldeas153. ¿De qué modo se dan
también, al lado de éstas, otras misiones religiosas? ¿hay entre
las de los dos tipos un vínculo íntimo?
Hondrich ha desarrollado su tesis de que el poder está fundado
en el rendimiento consistente en la satisfacción positiva de ne­
cesidades, en el sentido de buscar criterios con los que medir el
poder social. Según su teoría, la cantidad de poder ha de depender

151. Hondrich, Theorie der Heirschaft, 78s y 36.


152. E. R. Service, IJrspriinge des Staaies und der Zivilisation. D er
Prozess der kulturellen Evolution (1975; cito por la edición alemana de 1977),
3 !. .
153: Ibid.. 109ss. '
El sentido cultural de las instituciones sociales 575

de la cantidad de la satisfacción de necesidades (y, a la vez, de


la posibilidad de rehusarla). Ahora bien, Hondrich mismo ve que
«el problema teórico central» es la cuestión de «si cabe concebir
que haya en general necesidades socialmente independientes de
las relaciones de poder»154. Reconoce la posibilidad de manipular
las necesidades, pero no ve que las necesidades dependen de
interpretaciones, cuando éste es el hecho que se encuentra en la
base de que sea posible aquella manipulación. Por ello es por lo
que piensa que los conflictos de intereses son vividos por ios
más débiles desde el punto de vista del poder, al menos en la
forma de «oposición» al dominio de los que poseen el poder.
Pero de este modo se tratan, tanto los conflictos de intereses
como las necesidades, demasiado a la manera de magnitudes
fijas. ■
La versatilidad de las necesidades es cosa que pertenece a la
situación fundamental del hombre en el mundo. Como los im­
pulsos del hombre no están determinados por mecanismos ins­
tintivos, necesitan siempre de una interpretación que los oriente.
Sólo puede llamarse necesidad al impulso que se dirige a un
contenido determinado gracias a la interpretación y a la expe­
riencia155. Orientando y reorientando sus impulsos en el proceso
de la experiencia de su mundo y en el contacto y el conflicto
con su entorno social, el hombre desarrolla y modifica sus ne­
cesidades y cambia sus tendencias en modos normalizados de la
satisfacción de los impulsos. Tanto el contenido de algunas ne­
cesidades singulares, como su rango en el marco del propio
proyecto vital pueden asimismo variar en ese proceso. Cierto que
determinadas direcciones pulsionales —como la necesidad de
alimento o el impulso sexual— tienen, en lo que hace a su forma
general, un fundamento biológico. Mas también estas necesi­
dades «primarias» (E. C. Tolman) están sometidas a modificación
por selección tanto de los objetos con que satisfacerlas, cuanto
de su rango en el modo de dirigir el individuo su vida. Una

S54. Hondrich, Theorie der Herrsckaft, 58. Acerca de la posición de este


autor en lo que se refiere a la cuestión de la medida del poder social, ibid.,
53s. La cita que sigue es de esta misma obra, 61.
155. Cf. K. Lewin, Untcrsuchungen zur H andlungs- und Affektpsycho­
logie: Psychologische Forschungen 7 (1926) 294-385, sobre todo 378 (crítica
de la idea del «impulso»).
576 El mundo común

necesidad básica tan fundamental desde el punto de vista bio­


lógico como la del alimento puede- ser pospuesta en situaciones
vitales extremas en aras de ciertos fines que se pretende que
urgen más, de lo que el ascetismo o la huelga de hambre son
testimonios. El adoctrinamiento o te decisión autónoma pueden
crear una abnegación que llegue a la entrega de la propia vida.
Esta mutabilidad de las necesidades por lo que se refiere a su
rango manifiesta que dependen del nexo de sentido del propio
proyecto vital y del mundo social en que se vive y en cuyo marco
el individuo se define a sí mismo y define sus necesidades al
formar sus juicios sobre lo que es «bueno» para sí mismo y para
todos156. Este es el punto en que puede insertarse la manipulación
de las necesidades. Se lleva ésta a cabo, en efecto, influyendo
la conciencia de sentido en una dirección que no está determinada
por el afán de verdad, sino por los intereses particulares de otros,
que, además, permanecen ocultos. Así es como la propaganda
impone la m ercancía que alaba exagerando el valor de su posesión
para el que la adquiere. Y es también de este modo como se
entiende el estado de cosas general que es que el poder social
depende de que se' disponga de los .medios de información y de
creación de opinión.
Como no cabe determinar el concepto de necesidad con in­
dependencia de la comprensión y la conciencia de sentido, es
también preciso retrotraer a la conciencia de sentido el poder
específico de rendimiento que está en la base del dominio político,
y ello, o bien de modo que el rendimiento que consiste en sa­
tisfacer necesidades presuponga ya una interpretación de éstas
que esté dada en otro lugar, o bien de modo que el propio poder
se mida por su capacidad tanto de interpretar como de satisfacer
necesidades. Puesto que la interpretación de las necesidades de­
pende del ámbito de una amplia y abarcante conciencia de sentido
articulada en la evolución de la humanidad, por ambas vías el
resultado es que el rendimiento económico del poder político se
halla vinculado a la religión. Desde esta perspectiva se com­
prenden tanto la «constante naturaleza teocrática» de las «formas
clásicas» del dominio político en la antigüedad, puesta de relieve
por E. R. Service, como la circunstancia de que estas formas

156. Cf. mi Teología y reino de Dios, Salamanca 1971, 92.


El sentido cultural de las instituciones sociales 577

iniciales de dominio «no tuvieran que recurrir regularmente a la


coacción violenta»157. En efecto, lá interpretación de las nece:
sidades que es acogida con consenso general es ya ella misma
una forma básica de la satisfacción de necesidades, a saber: es
la satisfacción de la necesidad de sentido; y es únicamente de la
privación de satisfacer la necesidad de sentido de lo que vale sin
restricción la tesis de Hondrich que afirma que la privación de
la satisfacción significa la pérdida de poder por descomposición
de la autoridad. Por ello es por lo que en las sociedades arcaicas
un jefe casi nunca renunciaba por su voluntad a satisfacer esta
necesidad. Ello exigía, ciertamente, la subordinación a la auto­
ridad de la religión del ejercicio político del poder. Pero gracias
a ello era también como el dominio político quedaba a cubierto
en principio —si bien no en cada uno de los casos particulares—
de la sospecha de estar al servicio de intereses particulares. En
tanto que se nutría del espíritu de la religión, podía apoyarse en
el consenso del grupo y prescindir del uso constante de la fuerza
represiva. Debido a esto, «el Estado, entendidy como institución
represiva y basada en la fuerza secular, no significa lo mismo
que civilización en las formas clásicas y primarias de la evolución
social»1SS. No quiere ello decir que la conducta del individuo no
estuviera en ellas sometida a ninguna coacción. Hay más bien
que decir que aún se desconocía la individualidad en el sentido
moderno, con sus pretensiones de autonomía frente a la comu­
nidad. .
En la historia moderna de la noción de dominio, el dominio
político ha ido siendo entendido cada vez más según el modelo
de la relación entre el amo y el esclavo. Si Hobbes todavía
consideraba una doble proveniencia del dominio —de la fuerza

157. E. R. Service, Ursprimge des Staates..., 379; cf. 113 y 366. K ..


Eder, asimismo, en el volumen editado por él sobre Die Entstehung von Klas-
sengesellsdvtften (1973), registra que «seguramente es ia forma sacral la más
antigua entre las formas de dominio; y de elia arrancaron desarrollos culturales
de alto nivel» (24). Cf. también M. Fortes, ibid. 276, así como D. Baiandier,
Anthropologie politique, 51 y 110s.
158. E. R. Service, Ursprünge des Staates..., 379; cf. 365s. Con tonos
mucho más oscuros expone el estado de cosas etnológico, al menos en las
sociedades formadas desde el comienzo de la agricultura, R. M. Glassmann,
Rational and Irrational Legitim acy, en el volumen editado por él junto con A.
J. Vidich, Conflict and Control. Challenge to Legitimacy o f Modern Govern­
ments (1979), 49-73; 62ss, 71.
578 El mundo común

paterna, por una parte; del sometimiento bélico, por otra, en el


que tiene su origen la servidumbre—159, ya Kant subsumía todas
las formas tradicionales de constitución bajo el concepto de des­
potismo, es decir, del dominio del señor sobre el siervo; mientras
Aristóteles quería que se distinguiera, precisamente, el dominio
político del que posee un amo sobre su esclavo150. Para Kant,
sólo gracias a los principios modernos de la división de poderes
y la representación se da la posibilidad de una alternativa aí
dominio despótico, a saber: el republicanismo1'’1.
La precondición histórica de una crítica tan radical, dirigida
en general contra el dominio, fue suministrada por «la mono­
polización absolutista del dominio político»162, que, como se­
cularización de la plenitudo potestatis163 papal, colocó las aspi­
raciones particulares del señor al poder en el lugar del origen
divino del poder político y aun del derecho, y provocó así la
reacción que puso sus miras en el ideal de la libertad respecto
de todo dominio. De este modo, por una parte la reducción del
dominio político a la relación amo-esclavo fue unida _con la su­
posición de que el Estado tiene su origen histórico en la conquista
bélica164. Por otra parte el origen del estado represivo ha sido
reducido —sobre todo, bajo la influencia del marxismo— al
desarrollo de la propiedad privada, y se lo ha entendido como
medio para el mantenimiento de la explotación de la fuerza hu-

159. Th. Hobbes, Leviathan II, 20. Cierto que ya Hobbes pensaba que,
al final, las consecuencias y los derechos del gobierno paternal y despótico son
idénticbs a los del gobierno que descansa en un pacto.
160. I. Kant, La paz perpetua, México 1972 II, 1, 223; cf. Aristóteles,
Polit. J277b 7ss, 1252a 7ss, 1263b 1Sss.
161. Cf. sobre esto G. Bien, H errschaftsform en, en Hist. Wörterbuch der
Philos 3 (1974) 1096-9, sobre todo 1098.
162. J. C. Papalekas en el Hist. Wörterbuch d. Philos. 3 (1974) 1084
{Herrschaft), .
163. Cf, acerca de ello P. Koslowski,- Gesellschaft un Staat, Ein unver­
meidlicher Dualismus, 131 s s . Cf. también H. Quaritsch, Staat und Souverä­
nität, 61 ss, quien, sin embargo, destaca cómo la plenitudo potestatis papai no
pretendió para sí la soberanía en el sentido de Bodin, ya a causa de su verse
derivada de la Biblia (65). ‘ ■ 1
164. Esta hipótesis está en el primer plano de la influyente descripción
hegeliana de la relación amo-siervo en la Phänomenologie des Geistes, l¡4 ss,
aunque Hegel mismo no veía el origen del Estado exclusivamente bajo esta
perspectiva.
El sentido cultural de las instituciones sociales 579

mana de trabajo por parte de la clase de los propietarios165. En


ambos casos, la idea dominante es 3a reducción del dominio
político a intereses particulares de poder, es decir* al despotismo.
Pero esto significa que toda la discusión de la modernidad en
torno a estas dos especies de explicación está apoyada sobre la
base de una comprensión de la esencia del dominio político que
ha quedado ya restringida y parcializáda. 'En tanto que la «teoría
de la conquista» acerca del surgimiento del dominio político es
hoy mayoritariamente rechazada porque sólo cabe encontrar «una
sujeción permanente y que resulte de una guerra allí donde ya
existe dominio político»166,, se siguen aún discutiendo ciertas
variantes de la concepción que afirma que el dominio represivo
surgió con el fin de asegurar una estratificación de clases eco­
nómicamente condicionada. Ahora bien, la teoría primitiva de
Engels queda ya frustrada por el hecho de que no se encuentran
«en las primeras culturas arcaicas rastros de negocios privados
dignos de mención»167. El dominio político nació más bien de la
constitución de las funciones de los caudillos, y condujo, pues,
«a estratos políticos, y no a-estratos que estuvieran definidos con'
el criterio de la propiedad»168. La explicación de este proceso
exige una idea básica acerca del dominio político que difiere del
modelo de la violencia despótica. El dominio político sólo se­
cundariamente podría haberse mezclado en la creación de una
estratificación económica de las clases, la cual, en efecto, exige
ser defendida mediante la represión. En este sentido, K. Eder
piensa que los orígenes de la monarquía han tenido que estar
subordinados a servir a una capa aristocrática de ^guerreros y a
una clase sacerdotal, las cuales habrían sido indemnizadas con
derechos territoriales. Por esta vía, la «diferenciación progresiva
y la estabilización del dominio» dan lugar a «un grupo creciente
de miembros de la sociedad que no producen» y que tiene que
echar mano, para asegurar sus prerrogativas, de «mecanismos

165. Cf. sobre todo F. Engels. El origen de ¡a fam ilia, la propiedad


privada y el Estado, en Obras escogidas 2, Madrid 1975, 177-345.
166. E. R. Service, Ursprünge des Staates...', 336; cf. 335ss. Cf. también
R. Cameiro, Eine Tlworie jur Entstehung des Staates (1970), en K. Eder (ed.),
Die Entstehung von Klassengesellschoften, 153-75, sobre todo 158s; y también
M. H. Fried, The Evolution o f Political Society (1967), 213-23.
167. Service, Ursprünge des S ta a tes..., 350.
168. Ibid., 352. ■
580 El mundo común

que sustituyen por la violencia esthictural la mera legitimidad y


la posibilidad, limitada por ella* de recaudar impuestos»169. E.
R. Service considera, en cambio, que se llega a la violencia
represiva en gran escala sólo allí donde el sistema político «está
perturbado en su capacidad funcional y predominan tendencias
centrífugas». De la estabilización del dominio resultaría —siem­
pre según Service— de nuevo y en todos los casos la situación
de una «teocracia en paz»170. También Eder reconoce la impor­
tancia de la religión y de la realeza sacral para la integración
política de las sociedades arcaicas. Pero cree que la «base es­
tructural» de la realeza sacral, unida a la veneración de los an­
tepasados, que no es otra cosa que el parentesco con todos los
clanes que caen en su esfera de dominación, fue disuelta por la
diferenciación progresiva del orden social, especialmente en las
ciudades. De este modo fue como perdieron su fuerza legiti­
madora las representaciones religiosas que se orientaban por la
relaciones familiares, y quedaron vigentes nada más que «con-
trafác tic ámente» como el recuerdo de la edad de oro, o como la
esperanza en el futuro escatológico; de modo que el dominio tuvo
que asentarse' «sobre la violencia estructural»171. Ahora bien,
incluso prescindiendo del hecho de que no todas las culturas
arcaicas estuvieron vinculadas con el desarrollo de centros
ciudadanos172, las hipótesis de Eder en materia de historia de la
religión parecen poco convincentes. La afirmación de que la
religión arcaica puede primordialmente explicarse como «reflejo
de las estructuras interactivas familiares»173 da de lado tanto al
aspecto cosmológico de la conciencia mítica como al encuentro

169. K. Eder, Die Entstehung der Klassengeselkchafien, 25s; cf. 20s,


donde se menciona, como tercer factor junto a la casta de los guerreros y al
sacerdocio, el surgimiento de capas sociales de comerciantes.
170. Service, Urspriinge des Staates..,, 374. .
171. K. Eder, o. c ., 296s y 293ss. El «problema básico» es, pues,
según Eder, la «incompatibilidad entre relaciones sociales asimétricas y
promesas de sentido adecuadas motívacionaimente» (295). Cf. también, 2 7 1.
172. E. R. Service, o. c ., 284ss remite a propósito de ello al ejemplo del
Egipto antiguo, que no fue, a diferencia de Mesopotamia, una cultura urbana.
Service, en 347s, ofrece una critica radical del «urbanismo», que viene a parar
en que el surgimiento de ciudades más bien es una secuela de la institución
que es el Estado, que la causa de ella.
173. K. Eder, o. c., 296.
El sentido cultural de las instituciones sociales 581

con numina relevantes para la historia de la vida del individuo


o el grupo. Confrontada con estos dos aspectos de la historia de
la formación de las religiones, la importancia para la monarquía
sacral de las estructuras interactivas familiares es secundaria,
tanto más cuanto que la concepción del rey como «hijo» de la
divinidad se entiende menos como reflejo de la interacción fa­
miliar que, ciertamente, como representación de la divinidad en
cuestión (véase más abajo). Finalmente, no cabe entender la
diferencia entre el tiempo mítico de los comienzos y la actualidad
social «contrafácticamente» en el sentido de una edad de oro
ahora perdida, ya que lo míticamente originario era re-presentado
incesantemente en el culto. De hecho, junto a otros aspectos del
orden cósmico y de la amenaza que pesa sobre él, «se represen­
taban también en los rituales los conflictos latentes»; pero ello
no es solamente un fenómeno de tránsito propio de un proceso
de disolución, sino que pertenece a la continua sacralización del
mundo profano cotidiano que tiene lugar en el culto174. La con­
ciencia religiosa sólo deviene la representación de un contra­
mundo cuando la re presentación del arquetipo mítico por el culto •
deja de tener éxito. Sin embargo, lo probable es que tales acon­
tecimientos, aparte catástrofes políticas y militares, hayan tenido
lugar más bien en fases tardías de la evolución cultural superior,
como en Israel, Grecia o la India, y que hayan presupuesto
procesos de secularización, de variado fundamento, por lo que
respecta al ordenamiento del dominio político. Ello habla en favor
de la tesis de Service, de acuerdo con la cual se experimenta
como represivo —y tiene por su parte que preceder de manera
condignamente represiva para afirmarse— un orden de dominio
político sólo cuando es ya secular o está deslegitimado por las
instituciones religiosas.
Los problemas en torno a la legitimación del dominio político
que quedan así insinuados requieren, dada su importancia, que
se analice con mayor precisión el concepto mismo de legitima­
ción.

174. R. Dóbert, Zitr Logik des Übergangs von archaiscken zu hochkul­


turellen Religionssystemen, en el volumen editado por K. Eder citado en la *
nota 157, p. 330-363; la cita es de 35!. A propósito de la interpretación del
fenómeno que doy en el cuerpo del texto, cf. G. Balandier, Anthropologie
politique, 120ss y 123ss.
582 El mundo común

c) L eg itim idad y representación

Max Weber ponía en tan estrecha relación la esencia deí


dominio con su pretensión de legitimidad, que distinguía las
formas típicas de aquél según las especies de su legitimación, y
obtenía así tres tipos fundamentales: el dominio tradicional, el
característico y el burocrático175. Se ha objetado a ello que su
consecuencia es que no se discute propiamente en absoluto la
posibilidad dei dominio o gobierno ilegítimo, ni se lo delimita
del legítim o176. Esta objeción presenta puntos de contacto con la
que sostiene que W eber ha descuidado el sentido ético de la
legitimidad, en favor de su función sociológica para la autoridad
de los que dominan177, o bien que no ha distinguido entre el
sentimiento de la legitimidad en los que están sometidos al do­
minio y la cuestión de la verdad de la afirmación misma de la
legitimidad173. Lo cual, a su vez, va en conexión con que Weber
no haya dado el paso que conduce, más allá del estado de cosas
sociológico, a una instancia normativa con la que hubiera que
medir las pretensiones de sentido del dominio por lo que hace a
su contenido de verdad>1'3. .

J75. M. Weber, Econom ía y sociedad, México ’ 1969, 170-248; cf., sobre


la noción de legitimidad, 16ss. -
176. Asi, C. J. Friedrich, Politik, als Prozess der Gemeinschaftsbildung
(1963; cito por la edición aiemana de 1970), 55. Igualmente, W. Hennis,
Legitimität. Zu einer Kategorie del bürgerlichen Gesellschaft (1976). en su
libro: Politik und praktische Philosophie. Schriften z w polistischen Theorie
(1977), 211.
177. Cf. Th. Würtenberger jr., Die Legitimität staatlicher Herrschaft.
Ein staatsrechtlich-politische Begriffsgeschichte (1973), 301s.
178. En esto ve J. Habermas la equivocidad del concepto de legitimación
en M. Weber (Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus, [1973], 133ss).
179. A este estado de cosas es al que se refiere la dificultad de la legi­
timación por la mera legalidad que ha suscitado I. Winckelnvann, y que consiste
en que, en tal caso, el sistema de dominio funciona como el fundamento de
legitimidad de sí mismo (Legitimität und Legalität in Max Webers H errs­
chaftssoziologie [1952], 47), Cf. sin embargo, en J. Habermas, Legitimations
P roblem e..., 137, una crítica a la interpretación de Weber que hace WincJccl-
mann, en el sentido de que ha dado preeminencia a los principios axiológico-
racionales de legitimidad material sobre la mera legalidad. Si se quiere escapar
a esta dificultad, hay que distinguir la legitimidad de ia mera legalidad, como
ya hizo a su modo C. Schmitt, (Legalität und Legitimität, [1932]), cuando
intentaba legitimar plebiscitariamente la legalidad del orden jurídico, es decir,
por recurso al principio de la soberanía popular.
El sentido cultural de las instituciones sociales 583

El dominio y el Estado no son ya, en efecto, legítimos sim­


plemente porque, en pro de su estabilización, no tengan otro
remedio que plantear pretensiones de legitim idad180. Hay dominio
ilegítimo. Por lo tanto, hay que em pezar por determinar los con­
ceptos de dominio y Estado haciendo abstracción de la cuestión
de su legitimidad.
H. Heller ha puesto de relieve, contra H. Kelsen, que el
Estado no debe ser entendido como función del ordenamiento
jurídico, sino, primordialmente, como un consorcio o asociación
de dom inio131. El dominio, por otra parte, se caracteriza siempre
por un ordenamiento del mando y la obediencia182, y ello de
modo que la competencia para mandar y el deber de obedecer
están u nívocam ente repartidos entre los m iem bros de esa
asociación183. Si hay consenso sobre los mandatos y son cum->
plidos voluntariamente, puede hablarse de «dirección»; pero tal
dirección es siempre una forma de dominio, y no debería serle
a éste opuesta categorialmente184.
Toda forma de dominio fundamenta, allí donde alcanza, la
unidad de una asociación de dominio. Ello es especialmente

180. El propio M. Weber fue completamente consciente de esto: cf. Eco­


nomía y sociedad, 171, 3.
181. H. Heller, Staat, en H andwörterbuch der Soziologie (ed. Vierkandt
et al.) (1931), 608-616. Hay un ordenamiento jurídico estatal «sólo porque y
en la medida en que hay una unidad estatal real de dominio» (615).
182. «Ordenamiento» significa que hay una mutua inteligencia, una or­
dinata imperandi oboediendique concordia, como dice Agustín (De civ. Dei
19, 16) tanto a propósito de la casa como del Estado. Cf. Aristóteles, Polit.
A 5, 1254a 21-33.
183. Por ello únicamente es por lo que M. Weber pudo definir el dominio
como la «probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado
contenido entre personas dadas» (o. c ., 43) Asimismo, es en el «ordenamiento»
presupuesto del dominio donde tiene su fundamento la facultad, a la que apela
H. Heller para su definición, de «encontrar obediencia sin tomar en cuenta si
quien obedece esta interiormente de acuerdo con la orden» (o. c ., nota 1082.
p. 6 t4 ). En K. O. Hondrich, el dominio queda definido como restricción del
ejercicio del poder mediante )a vinculación a «competencias de decisión for­
malmente reguladas» (Theorie der H errschaft, 90). Pero tal noción es aún
incompleta.
184. Es otra la opinión de C. J. Friedrich, Politik, als prozess der Ge­
m einschaftsbildung, 39ss, 55; también, la de F. A. Hermens, Verfassungslehre.
1968 38-46. C f., en contra. O. Brunner, Bem erkungen zu den Begriffen “H errs­
c h a ft" und "L egitim ität", en Neue Wege der Verfassungs- und Sozialgeschichte
(1956; 21968), 70.
584 El mundo común

verdad respecto del dominio político, ya' que éste abarca en su


totalidad la conducción de la vida de los miembros de la asocia­
ción. Así es incluso cuando se entregan libremente -a los indi­
viduos esferas de las que puedan disponer y en las que puedan
decidir como tales individuos; pues también en este caso les son
precisamente otorgadas por ei propio Estado, por ejemplo, por
su constitución. Hay que entender por Estado en el sentido estricto
(moderno) de la palabra la forma completamente desarrollada del
dominio político, que reclama y afirma en su esfera de dominio
el m onopolio185 del empleo de la fuerza. En este rasgo se expresa
la tendencia. ínsita en el dominio político, hacia la totalidad de
la integración156 de la asociación. No cabe entender sin tal ten­
dencia ni la pretensión de los ordenamientos políticos de dominio
a la autarquía o soberanía, ni tampoco su relación con un territorio
respecto del cual reivindican una jurisdicción que tenga el carácter
de última instancia187.
Dominio (o gobierno) puede significar opresión. Así sucede
cuando se ejerce en provecho de quien gobierna, y no al servicio
del bien común. Ya Aristóteles distinguió formas justas y formas
injustas de dominio188, y, más adelante, se trazó la distinción
entre dominium e imperium. El imperium que no sirve al provecho
privado de quien gobierna, sino' al bien de la asociación y de­
todos sus miembros, constituye la esencia del gobierno legítimo.
Como lo indica ya la palabra1“9, su norte son la ley y el derecho.
La ley y el derecho, en efecto, están al servicio, o deberían estar
al servicio, del bien común; pues lo que conviene al bien común
es lo recto o justo (dikaionyv0. El fin del Estado es, pues, lo

185. M, Weber, Economfu y sociedad, 43-44.


186. La tesis fundamental de la doctrina del Estado de R. Smend era que
éste debe la unidad de su «totalidad vital» a un continuo proceso de integración
en el que participan diversos factores integradotes (Verfassung und Verfassungs­
recht [1928]; ahora en: Staatsrechtliche Abhandlungen [1955, -¡968], 119-276).
187. Esta nota, que para H. Heller es 5a distintiva del Estado respecto de
otras asociaciones de dominio (Staat, 616; cf. M. Weber, 29), la trata también
Smend como factor especial de la integración del Estado, al lado de otros más
(o. c.. 168-70),
188. Polit. 1279a ¡7-2! (cf. 1278b 30ss).
189. Cf. sobre esto Th. Wiirtenberger, Die Legitimität staatlicher Hers­
chaft..., 32ss, a propósito del sentido del concepto imperium legitimum en el
derecho romano.
190. Aristóteles, Eth. Nie. 1129b 14s y !160a 13s. Cf. ya Heraclito, fr.
1 14, en el que la ley de la ciudad es puesta como arquetipo para ei afianzarse en
lo común a todos (lo racional).
El sentido cultural de ¡as instituciones sociales 585

justo; pues conviene al todo que a cada uno de sus miembros se


dé lo mismo: a cada cual lo suyo191. Ahora bien, un dominio
político que sirve a la justicia no debería considerarse, como
decía Aristóteles, «servidumbre, sino salvación»192.
En el vínculo que ata al Estado con el derecho ve también la
teoría'moderna sobre el primero el único fundamento que justifica
el dominio político:’ «Las pretensiones del Estado sólo se justi­
fican en la medida en que aspira a un orden justo»193. El origen
mismo del dominio político parece haber ido ligado al desarrollo
del derecho, si es que es verdad que no fue la conquista en la
guerra el lugar en que surgió, sino la comunidad natural en que
se vive, a saber: en el tránsito desde el modo de vida de los
cazadores y los recolectores a la formación de comunidades ma­
yores, en relación con la domesticación tanto de animales «como
de plantas. Este paso, que condujo a la sedentarización, es lo
que gustan de llamar hoy la «revolución» neolítica. Al constituirse
comunidades cuyo tamaño sobrepasa el del grupo familiar, hubo
necesidad no sólo de una instancia arbitral suprafamiliar para los
, casos de conflicto, sino, sobre todo, de un almacén central y de
la distribución de sus reservas en épocas de necesidad de ellas.
Esta función de redistribución parece haber desempeñado un pa­
pel capital en la constitución del caudillaje primitivo1514. A él
pudo entonces asociarse la autoridad de árbitro sobrepuesto a las
jerarquías familiares. Se discute si debe hablarse de derecho ya
a propósito de fenómenos tales. Hay buenas razones en favor de
atribuir sólo al estado naciente la constitución de una institución

> 191. Polit. 1282b 16-18.


192. Polit. 1310a 34-6, Con esta observación tan actual por lo que hace a
discusión moderna, Aristóteles se vuelve contra —como él dice— una falsa
definición del concepto de la libertad: como si sólo fuera iibre el que puede hacer
lo que se le antoja (1310a 27ss). .
193. H. Heller, Staatslehre (1934) 217 (Gesammelte Schriften III, [1971],
327). Aunque, según Heüer, el Estado tiene su origen en el fenómeno del dominio,
y no en el del derecho, sólo conquista legitimidad en tanto que «organización que
asegura el derecho» (III, 333).
194. M. H. Fried, The Evolution o f Political Society. An Essay in Political
Anthropology (1967), 163 y 116ss: el papel de village redistributor pudo recaer
en ciertos individuos que hubieran sobresalido, en la reciprocal economy de los(
cazadores y los recolectores (con su obligation to reciprócate, 35s), por el hecho
de que hubieran dado más que recibido (115). Cf. también E. R. Service, Urs­
prünge des Staates itnd der Zmlisatian, I09ss y 31: «El poder político organizó
la economía, y no a la inversa».
5S6 El mundo común

legal independiente de los grupos familiares y que desarrolla


procesos e impone sus decisiones jurídicas195. Sin embargo, de
otro lado, no hay duda de que los orígenes del derecho se hallan
en las reglas de reciprocidad que determinan la vida en común
ya en el estadio de los cazadores y los recolectores, y entre las
cuales está el ius taiionis en caso de delito contra la comunidad196.
El derecho que recibe formulación 'tiene su raíz, como subrayaba
Aristóteles, en los usos y costumbres197. Lo que él hace es elevar
a vigencia explícita ías formas institucionaSes de vida en común,
la reciprocidad del dar y el recibir y el reconocimiento mutuo
—en ella contenido— de las personas y su campo de libertad; y
ello con vistas a una comunidad política que se amplía más allá
del número de miembros, todavía fácilmente abarcable, con que
cuenta el grupo familiar. En esta medida, la positivación del
derecho como ordenamiento de la vida en común guarda obje­
tivamente estrecha vinculación con la índole propia y peculiar
de la asociación política y, especialmente, con el orden político
del dominio al que está confiada la preservación de la unidad de
la asociación y de las condiciones que la hacen, posible. Los
contenidos del orden tradicional y la costumbre son, ciertamente,
reformulados en este proceso. H. Heller se ha referido, con fun­
dados motivos, a la reciprocidad de la relación entre derecho y
Estado: el derecho es establecido por el Estado, y el ordenamiento
político del dominio garantiza su vigencia. Pero, de otra parte,
su origen es previo al Estado, y la propia legitimidad de éste
permanece ligada a «principios de justicia éticos y obligatorios
que trascienden el Estado y su derecho y que, por ello mismo,
los fundan»195.*
195. Así. M. H. Fried, The Evolution o f policital Society, 14ss. Ni en ¡a
sociedad de los cazadores y recolectores de la edad de piedra (90s), ni en las
asociaciones de caudillajes preestataies (144-53) puede hablarse de derecho en
algún sentido que esté diferenciado de los usos y costumbres.
196. Cf. isobre esto 8 . Maiinowski, Sitte ittul Verbrechen bei den Natitr-
vólkem (1926; cito por la edición alemana), 15ss, 28ss, 40ss. Acerca de los
problemas terminológicos que afectan a “ uso” , “ costumbre’’ y “ convención” ,
cf. lo que he desarrollado en el Hcmdbuch der chrisüichen Ethik II (1978), 329,
n. 29.
197. Eth. Nic. 1134b 13-5; cf. Poli!. 1269a 20-5 y 1278b 5; sobre ello, J.
Rítter, «Naturrecht» bei Aristóteles, en Melaphysik und Polink. Studien zu Aris­
tóteles und Hegel, 1969, 133-79, sobre todo. I49s, 160s, 166. Cf. 113s.
198. H. Heller, Staatslelire. 182-98 (= Ges. Schr. II [1971], 287-305); la
cita es de 197.
El sentido cultural de las instituciones sociales 587

La relación recíproca de Estado y derecho no está precisa­


mente libre de problemas por lo que hace a la cuestión de la
legitimidad del propio dominio político. En efecto, si el criterio
de esta legitimidad ha de estar en el derecho, pero el derecho
mismo es establecido por el Estado —y, por lo tanto, puede
también ser modificado por él— , ¿acaso no se legitima entonces
el estado por sí mismo, ya que transforma el derecho según áus
necesidades? Pero, en este caso, ¿no se reduciría la cuestión de
la legitimidad a la facticidad del dominio?
La crisis de la polis griega en los siglos V y IV a. C., en la
época de la ilustración sofística, se ha convertido en paradigma
de la problemática que contiene la reprocidad entre Estado y
derecho. Si hasta aquel tiempo los usos y costumbres pasaban
por basados en el ordenamiento divino de las cosas, como había
dicho Heráclito (fr. 114), ahora la noción de vójuoq adquirió el
sentido de lo que es mutable arbitrariamente y según dispongan
los hombres199. N ópoi; se opuso a (púcn^. Más ¿cuál es el criterio
del orden que corresponde a la naturaleza de las cosas? La escuela
socrática intentó desarrollar ese criterio partiendo de la pregunta
por la esencia del hombre mismo. Platón trasfirió la tripartición
del alma humana y el imperativo de que fuera enseñoreada por
la razón, a la articulación del Estado en tres estamentos, entre
los cuales era a los filósofos a los que tocaba gobernar. Aristóteles
dejó de lado este modelo. Su respuesta a la cuestión del criterio
del orden de la vida comunitaria que correspondiera con la na­
turaleza de las cosas consistía en que la comunidad política misma
es quien cumple la naturaleza del hombre. En consecuencia, ella
debía ser la medida de lo justo. De hecho, para Aristóteles y
para la tradición de sus discípulos la legitimidad del mando estaba
en que su norte fuera el bien común, en vez del provecho privado
del gobernante. Sin embargo, ello no es todavía una aclaración
respecto de en qué consiste el bien común, o, dichó de otra
manera, respecto de qué ordenamiento concreto de la comunidad

199. Acerca de la evolución del concepto de nomos, cf. F. Heinimann,


Nomos and Physis. Herkunft und Bedeutung einer Antithese im griechische/ii
Denken des 5. Jahrhunderts, 1945 , 59-89 y 12Is. Sobre su importancia en la
teoría política, cf. además, A. Eberhardt, Politische Metaphysik van Solon bis
Augustin I, 1959, 17si sobre todo 24s.
El mundo común

cabe inferir de tal criterio200. Más bien parece que'sucede lo


contrario, esto es: que la apelación al bien común supone ya
poseer una noción del orden justo. •
Es en este lugar donde la pregunta por la legitimidad de un
orden político de dominio desemboca en la problemática de la
representación, o sea; en la cuestión de qué orden verdadero de
las cosas, que tiene» ya que presuponer el ordenamiento político,
viene gracias a éste a representación, y si está adecuadamente
representado o expuesto por él. Se manifiesta aquí cómo van
conectados el carácter teocrático de los sistemas arcaicos de go­
bierno y sus atribuciones respecto del ordenamiento jurídico,
vinculadas a la función de redistribución que toca al dominio
político y nacidas de ella. «Todos los antiguos imperios del pró­
ximo y del lejano oriente se entendían a sí mismos como repre­
sentantes de un orden trascendente: el orden del cosm os... En
todas partes, ya se consulte las más antiguas fuentes chinas de
la época Chu-ching, ya las inscripciones egipcias, babilónicas,
asirías o persas, el orden del imperio se interpreta como repre­
sentación del orden del cosmos en el medio que es la sociedad
hum ana... El gobierno se convierte en la tarea de poner en con­
sonancia el orden de la sociedad con el orden cósmico. El terri­
torio del imperio representa por analogía el mundo, con sus cuatro
regiones celestes o puntos cardinales. Las grandes ceremonias
imperiales representan el ritmo dei cosmos. Las fiestas y los
sacrificios son una liturgia cósmica, una participación simbólica
de lo icóo¿.Ltov en el k ó o |íoc ;. Y ei propio monarca representa a
la sociedad, puesto que representa en la tierra el poder trascen­
dente que conserva el orden cósmico»2111. En la idea de repre­

200. Cf. la observación de M. Riedel, que cité en la nota 125, acerca de


la «oscuridad» de la doctrina aristotélica sobre la naturaleza política del hombre.
201. E. Voegeiin, Die nene Wissenschaft der Politik (1952; ed. alemana
1959), 76. También, G. Balandier, Anthropologíe politique, l l l s s , H 8s. Según
Voegeiin, en el ftensamiento griego y en el cristianismo la comprensión del orden
político no está ya referida inmediatamente al orden cósmico, sino a la naturaleza
del hombre y a su relación con el origen divino del hombre y del mundo. Sin
embargo, modificada de esta manera, sigue valiendo la idea de la representación
política del orden cósmico tanto a propósito del imperio cristiano, como por io
que se refiere a que los reyes cristianos lo sean por la gracia de Dios (cf. io que
digo acerca de'este punto en Die Bestimmung des Menschen, 65ss). En la repre­
sentación política del poder celeste de Cristo mediante el regente terreno no es
necesario que haya desafío ninguno a la .singularidad de la revelación divina en
El sentido cultural de las instituciones sociales 589

sentación se hallan desde un principio unidos dos aspectos. Por


una parte, el rey representa el orden cósmico y el dominio divino
que en él se manifiesta; por otra'parte, en el rey viene a repre­
sentación la corporate personality del pueblo. Este segundo as­
pecto tiene, por lo demás, su fundamento en el primero, en la
medida en que la unidad del pueblo que viene a representación
en el rey está ella_ misma apoyada sobre una identidad que se ija
formado cultural e históricamente y que, en virtud de su raíz
religiosa, está a salvo de la pura accidentalidad. AI representar
el gobernante en su persona estos fundamentos de la identidad
de la comunidad política, representa a la vez la unidad del pueblo
mismo. Y es sólo así como la función representativa de los
órganos del gobierno político actúa como factor de integración202.
Las discusiones modernas en tomo al tema de la represen­
tación política se suelen limitar a la representación del pueblo
mediante sus representantes electos, tal como se halla institucio­
nalizada en el sistema parlamentario203. El fundamento de este

Jesucristo, como parece suponer P. Koslowski (Gesellschaft und Staat, Ein un­
vermeidlicher Dualismus..., 97). Cierto que esa representación no puede enten­
derse inmediatamente, en la esfera del cristianismo, como imagen de Dios. Se­
mejante pretensión sí que chocaría con la revelación de Cristo. Sólo puede
manifestarse como servicio vicario del gobierno celestial de Cristo. .
202. Así, según R. Sraend (Verfassung und Verfassungsrecht), la «plétora
axiológica» cultural, gracias a la cual domina el Estado {Staatsrechtliche Ab-
handhmgen. 162), actúa integradoramente por representación (ibid.), y esta re­
presentación tiene lugar, por un lado, mediante los órganos estatales (198s, 204),
y, por otro, mediante símbolos políticos de la índole de banderas, blasones,
ceremoniales, fiestas (163). Smend atribuye a la autoridad suprema del Estado la
función de símbolo político. Esto hace que el jefe del Estado ocupe un, lugar
aparte entre los restantes órganos de él.
203. Así, por ejemplo, en F. A. Hermens, Verfassungslehre, 204-24. Cf.
también lo que dice C. Schmitt de este asunto: Verfassungslehre ( I92S), 205-26,
Es verdad que Schmitt, de acuerdo con Rousseau (El Contrato social, Barcelona
1984, III, 15) y Siéyes (80), consideraba la idea de representación incompatible
con el concepto de democracia (218), ya que el pueblo se ve mediatizado por la
delegación de su decisión en representantes. La controversia de Schmitt con R,
Thomas acerca de la relación entre democracia y representación parlamentaria fue
resuelta por E. Fraenkel (Die repräsentative und die plebiszitäre Komponente im
demokratischen Verfassungsstaat [1958]) con la tesis de que la representación del
pueblo mediante los diputados no se refiere en absoluto inmediatamente a la
voluntad popular, sino al bien común, supraordinado a los intereses particulares
(lis ). Revive aquí otra vez la estructura de la doble representación. Manifiesta
ser más realista, desde luego, la concepción de G. Leibholz (Strukturprobleme
der modernen Demokratie [1958]) según la cual en la moderna democracia de
590 El mundo común

desplazamiento del centro de gravedad de la representación po­


lítica es la doctrina moderna de la soberanía del pueblo. Acerca
de su origen en Rousseau ha escrito acertadamente Th. Würten-
berger que significa «reemplazar a Dios por el pueblo y su in­
falibilidad»204. Como el pueblo fue-colocado en el lugar de Dios,
las raíces religiosas de la representación política y del orden
político fueron eliminadas en amplia medida de la conciencia
política de la modernidad. Por cierto que este proceso se abrió
ya camino en los inicios mismos de la idea moderna de soberanía.
Al reclamar para sí una potestas legibus soluta, el «soberano se
puso en el lugar de Dios»203. Jean Bodin desarrolló su doctrina
de la soberanía en oposición tajante contra la fundamentación y
la vinculación religiosas y cristianas de! poder político206. Thomas
Hobbes, uniendo la idea de representación con la idea antigua
de la persona como máscara, restringió la representación de Dios
a las figuras de la revelación que son Moisés, Jesús y el Espíritu
santo, y redujo al mismo tiempo con ello la idea de la represen­
tación política a la representación del pueblo por sus delegados207.

partidos no queda espacio para la 'expresión institucional de la diferencia entre


voluntad popuiar y bien común, tal como está en el fundamento del principio
—formalmente subsistente— de la libertad de conciencia de los diputados (sobre
todo, 96ss, 1 12ss, 119).
204. Til. Würtenberger. Die Legitimität staatsrechtlicher Herrschaft. 107.
Cf. también C. Schmitt, Verfassitngstehre. 77s, acerca de cómo estableció Siéyes
al pueblo en pouvoir constituant en la revolución francesa.
205. P. Koslowski, Gesellschaft and Staat (19S2), 112, prolongando la
concepción de C. Schmitt y —por lo que se refiere a la conexión con la forma,
que se remonta a Ockam, de la doctrina de la omnipotencia divina— la de K.
Th. Buddeberg. Sin embargo, Koslowski indica, con razón, que una teología
política desarrollada partiendo de la doctrina trinitaria cristiana habrá de afirmar
un atenimiento del dominio político al derecho que esté en consonancia con el
autoatenimiento de Dios por la revelación de su Hijo ( I05ss, discutiendo el artículo
de H. Kelsen titulado Gott und Staat 1922-1923).
206. H. Quaritsch. Staat und Souveränität, ha puesto de relieve que Bodin
podía apelar en este punto al carácter secular de la Política de Aristóteles (2S0).
Acerca de las raíces históricas de sus esfuerzos cuando Francia quedó desgarrada
en confesiones en la última pane del siglo XVI, cf. ibid., 288s.
207. Leviathan I, 16. Sobre la doctrina modalista de la Trinidad que está
en el fondo de ello, cf. D. Braun, Der sterbliche Gott oder Leviathan gegen
Behemoth (1963), 19ss. Cuando Braun, en sus consideraciones finales, presenta
el Estado soberano de Hobbes, asimismo, como !an>a Dei (19Is), da un paso
que Hobbes se había cuidado mucho de eludir (como el propio Braun Había visto;
112ss). Es mejor no adjudicar ningún alcance sistemático para la doctrina del
El sentido cultural de las instituciones sociales 591

Asimismo, Jas doctrinas de Pufendorf y sus discípulos sobre el


contrato que da lugar al Estado iban dirigidas menos en contra
del absolutismo político que «en contra de la fundamentación
teológica del gobierno»203. Pero, al mismo tiempo, con el ab­
solutismo hizo su aparición el problema moderno de la legitimi­
dad209. La emancipaaión respecto de toda fundamentación reli­
giosa del Estado trajo consigo la .secuela del problema de la
legitimidad del gobierno humano en general. De nuevo se señaló
como respuesta el derecho210. En los siglos XVII y XVIII cabía
aún pensar que en él se tenía una pauta que poseía preeminencia
frente al poder del Estado. Sin embargo, este criterio fue arrui­
nado no a consecuencia de que el relativismo historicista des­
hiciera las teorías del derecho natural, sino, ya antes, cuando la
conciencia jurídica quedó anclada en el principio de la soberanía
del pueblo. La evolución moderna que ha llevado al principio de
la constitución escrita como norma de la acción del Estado, así
como la división política de los poderes que va vinculada con
ella —en especial, la autonom ía de la administración de ju s tic ia -
dieron, por una parte, expresión consecuente al atenimiento del
Estado al derecho, y desarrollaron para ello dispositivos insti­
tucionales de seguridad jam ás vistos con anterioridad; pero, por

Estado a las observaciones del capítulo 45 del Leviatlian (o sea. ya no en la


exposición sobre el Christian Commonwealth, sino en la cuarta parte, en que se
trata del reino de la tirriebla), de acuerdo con las cuales podría también llamarse,
en la acepción amplia del término, a un «soberano terrenal» «imagen» de Dios.
Tiene mayor importancia la consecuente división entre el reino de Cristo, reservado
al futuro de la resurrección de los muertos {III, 41), y el gobierno político de este
mundo (42). ,
208. D. Klippel, Politische Freiheit und Freiheitsrechte im deutschen Na­
turrecht des IS. Jahrhunderts (1976), 46. La doctrina del pacto explícito o tácito
muestra que la idea del pacto o contrato podía perfectamente servir para la fun­
damentación del absolutismo radical, al liberar a la «fuerza del dominio de enojosas
ataduras jurídicas y morales» (4ós).
209. Sobre esto, W. Hennis. Legitimität. Zu einer Kategorie der bürgerli­
chen Gesellschaft, en Politik und praktische Philosophie (1977), 198-242, 222ss-.
210. Así. ya, J. Bodin. de acuerdo con H. Quaritsch, Staat und Souveränität,
387. Sobre las concepciones posteriores de la legitimidad y el atenimiento al
derecho, cf. Th. Würtenberger, Die Legitimität... (1973), 122s, 155ss. Con la
disolución de las normas del derecho natural y la idea del parlamento como
representación del interés global frente a los intereses particulares (cf. también C. f
J. Friedrich, Politik als Prozess der Gemeinschaftsbildung, 173), la línea evolutiva
condujo a la «reducción de la legitimidad a mera legalidad» (252). Frente a ella
fite como trajo C. Schmitt a colación la idea de legitimidad plebiscitaria.
592 El mundo común

otra parte, relativizaron esos fundamentos jurídicos mediante la


posibilidad de que fueran constantemente modificados por la
voluntad popular en la forma de enmiendas constitucionales. A
lo que se sumó que, por influencia de Rousseau, la voluntad
popular apareció crecientemente en el primer plano como el úl­
timo fundamento de la legitimación del Estado, desprendida ahora
de las ficciones de las teorías pactistas y reducida al consenso
respecto de la forma dada de gobierno en cada momento, mas
siendo también la instancia plebiscitaria en que se legitima la
subversión de esa forma de gobierno.
Con el ascenso de la idea de la soberanía del pueblo al lugar
de concepto fundamental de la política se corresponde la inde-
pendización de la sociedad frente al ordenamiento político, hasta
llegar a la concepción del Estado como función de la sociedad.
También es éste un proceso específicamente moderno. Es verdad
que quizá hubo desde el nacimiento del Estado en los caudillajes
arcaicos cierto dualismo de Estado-y sociedad211, en la medida
en que se planteó por doquier la tarea .de integrar los intereses
particulares de cada grupo familiar o «casa» en la unidad del
ordenamiento político. Pero lo peculiar de la sociedad en el sen­
tido moderno del concepto consiste en que los múltiples intereses
particulares se hayan convertido en funciones de un sistema de
interdependencia universal mediado por la mecánica del mercado
y que, en la forma de concatenación social de los intereses par­
ticulares, ha podido surgir junto al orden político del Estado y
en competencia con él. Este sistema de interdependencia general
lo ha descrito la economía política, la cual ha surgido en el lugar
de la antigua teoría económica, y Hegel lo diferenció deí Estado
con el nombre de sociedad «burguesa» y lo contrapuso a él212.

211. Esla es la tesis principal del libro de P. Koslowski, Geselhchaft und


Staat - ein unvermeidlicher Dualismus (1982). La ruptura consiguiente entre el
bien propio y el bien común es conforme, según Koslowski, con-las secuelas del
pecado original, en la interpretación que de él da Agustín: la quiebra de la unidad
entre el amor de sí y el atnor de Dios (J).
212. M. Riedel ha mostrado que antes de Hegel «aún no se había dado en
absoluto» semejante concepto de sociedad (Studien zu Hegets Rechtsphilosophie
[1969], 156). La noción de sacíelas comprendía hasta entonces las dos especies:
la sociedad doméstica y la sociedad civil, la cual era idéntica con la sociedad
política (128, acerca de la obra de Thomasius de J725). A diferencia de lo que
ocurría en Kant, en Hegef ¡a unidad económica de la «casa» se ha convertido en
El sentido cultural de las instituciones sociales 593

El punto de partida de esta línea evolutiva es también, según C.


Schmitt, la privatización de la religión tras las guerras de religión
del XVI y el XVIL Significó ésta «una relativización y hasta una
desvalorización del Estado y de la vida pública en general», y
constituyó en valor supremo la libertad individual213. Esta idea
de la libertad, que^ tenía ciertamente su origen en la estimación
cristiana del individuo, pero que ahora fue trastrocada hasta hacer
de ella la base de la decisión misma de admitir o no admitir la*
revelación divina, fue elaborada por la doctrina liberal del de­
recho natural para que protegiera, frente al Estado absoluto y su
gute Polícey —que alterna en su propia dirección el bienestar de
los ciudadanos— , una esfera privada. De lo que ante todo se
trataba era de mantener al Estado alejado de toda intervención en
la vida económica214. En el campo libre que así se proporcionaba,
se desarrolló el sistema de la sociedad moderna, que se autorre-
gulaba gracias-a] mecanismo del mercado, ahora por fin liberado
de todas las trabas que suponían cualesquiera consideraciones o
respetos externos a él. Las reglas de reciprocidad en que estaba
basado ese sistema pudieron concebirse, en la forma del derecho
y la ética, como «complementos del modelo de mercado de la
sociedad», a saber: como correlato de los intereses utilitaristas y
los antagonismos de los individuos215. El Estado, en este sentido,
o sea, en tanto que Estado de derecho liberal, se volvió función
de la sociedad. Pero en semejante marco no cabe dar solución a

la «familia», privada de papel económico autónomo; en tanto que las funciones


económicas que anteriormente se vinculaban con la «casa» pasaban a constituir,
a título de sistema social de interdependencia general, una tercera esfera situada
entre la familia y el Estado (I20s, 129).
213. C. Schmitt. Verfassungslehre, 158s. «La religión, en tanto que lo
supremo y absoluto, se vuelve asunto de cada uno; todo lo demás, todas las
especies de construcciones sociales, la Iglesia lo mismo que el Estado, se convierte
en algo relativo, que sólo puede derivar su valor a título de medio auxiliar de
aquel valor absoluto que es el único determinante»
214. D. Klippel. Politische Freiheit..., I43s. '
215. P. Koslowski. Gesellschaft und Staat.,., 204, sobre ¡a teoría kantiana
del derecho. Según Kant, eí «plan oculto de ia naturaleza» se promueve con el
antagonismo de los individuos (Meen zu einer aUgemeinen Geschichte in welt-
biirgeriicher Absicht IV), y el sistema jurídico sólo tiene que «estabilizar este
orden que surge espontáneamente» (Koslowski, o. c., 206). Cf. también Zum
ewigen Fñeden (AA VIII) 34ls, Acerca de la ética como «complemento del orden
jurídico y económico», cf. Koslowski, o. c., 225; a propósito de la crítica kantiana
de! utilitarismo, 230s.
594 El mando camún

los antagonismos de los intereses particulares, tal como Hegel


y, tras sus pasos, Marx vieron mejor que Kant. De otro lado,
difícilmente cabe tampoco seguir esperando, medio siglo después
de la revolución preconizada con este fin por Marx, que tal
solución vaya a producirse como, una secuela necesaria y, por
así decir, natural de la subversión revolucionaria de la sociedad
burguesa. E! inevitable desencanto que experimenta con el tiempo
el entusiasmo revolucionario reconocerá en la idea de Hegel del
Estado ético una más sólida solución de los antagonismos sociales,
o sea, del «problema del reparto?»316. Sin embargo, también en
eí modelo hegeliano del Estado está demasiado débilmente —más
que demasiado vigorosamente— plasmada la idea de la repre­
sentación, por la estructura política del dominio, de un orden de
fundamento metafísico. Pero en una medida mucho mayor falta
la autoridad moral de la «anticipación de un consenso posible»217
al Estado organizado como gobierno de la mayoría y apoyado
sobre los principios de la soberanía del pueblo. El contenido de
esa anticipación ¡¿abría de merecer crédito en tanto que verdad
dada previamente a la constitución del consenso y fundamentante
de ella, y, de acuerdo con esto, debería venir a representación
en el ordenamiento institucional 'de la sociedad. Para el Estado
que únicamente representa al pueblo, es decir, a la sociedad y
sus antagonismos, pero que ya no representa la verdad divina
revelada en el orden del cosmos o la historia, queda cerrada la
posibilidad de tegitimizar su orden político de un modo que no
sea postularse a sí mismo como su propio fundamento. No ofrece
tampoco un sustitutivo duradero la salida de esta aporía consti­
tuida por el Estado del bienestar, ya que ningún Estado puede
satisfacer perennemente todas las necesidades de los ciudadanos

216. Cf. P. Koslowski, Gesellsvhafi und Staat.,,, 284-92. En terminología


marxista y tras los pasos de G. Lenski, ¡. Habennas foimula el problema de la
legitimación dei dominio político también como la tarea de «repartir desigual pero
legítimamente el plusproducto social» (Legitimationsprobleme im Spátkapitaiismus
[1973], 132). Por cierto que, entre tanto, hemos aprendido (dejando a un lado la
problemática propia del concepto de «plusproducto») que este problema del reparto
no se presenta sólo en las «sociedades de ciases».
217. Koslowski, o. c., 290s, 299ss, remitiéndose a R. Spaemann, Zar Kritik
der politischen Utopie (1977), 123. Según Spaemann, esta idea, como la noción
aristotélica de justicia, contiene «la disposición a y la capacidad de dar la primacía,
en el intercambio y el reparto, al punto de vista de la equidad antes que al del
interés propio» (ibid.).
El sentido cultural de las instituciones sociales 595

y garantizar su felicidad. En tanto que Estado del bienestar, el


orden político vuelve a colocarse a sí mismo en el lugar de la
religión2'8, en vez de cumplir la función limitada que le corres­
ponde sobre la base de una conciencia de sentido de fundamento
religioso (y, por lo tanto, a diferencia de lo que sucede con la
verdad de la religión captada en la conciencia religiosa). Además
de ello, el brden político, en tanto que Estado del bienestar, se
expone al riesgo de perder su legitimidad en cuanto empeore la
situación económica219.Por ello es por lo que el Estado del bie­
nestar sólo puede ofrecer una salida interina a la crisis de legi­
timidad del Estado secular.
La crisis de legitimidad del Estado secular no es sólo un
problema de moral pública y de reformas políticas subsecuentes.
Su raíz está más honda, y no es otra que la pérdida tiel fundamento
religioso tanto de la obligación moral cuanto de la autoridad del
derecho. Vuelve a enconarse constantemente tal crisis cuando se
descubre que el poder del Estado se autojustifica manipulando
la conciencia pública220. Ciertamente que la descomposición ’de

218. Compárese con esto la crítica agustiniana a la concepción antigua


(compartida por ios aristotélicos) de la realización en el Estado de la vida
buena. Agustín ve en ella una expresión de la arrogancia dei hombre (De civ.
Dei XIX, 5 y 12; sobre ello, Koslowski, Gesellschaft und Staat,,., 74s). El
hombre sólo alcanza la beatitudo en la comunidad con Dios y allende esta vida.
El modo en que Kant «rehúsa el Estado del bienestar» en favor del Estado
formal de derecho está en analogía notable con la concepción agustiniana
(Koslowski, o. c ., 218). «Cuando el fundamento de la acción de legislar, en
vez de en el principio del derecho, se pone en el principio de la felicidad, la
secuela necesaria es el conflicto y la controversia, porque no es posible alcanzar
unidad respecto de ninguna noción de felicidad dotada de contenido» (198).
A. Altmann trata de la oposición de esta doctrina kantiana con la de M,
Mendeisobn. (Prinzipien politischer Theorie bei M endelsohn und Kant [1981],
20s). D, Klippel, Politische F reih eit..., 132, hace resaltar e! duro ataque que
contra el absolutismo de Estado se contiene en la tesis de Kant.
219. A sí, E. W. Bóckenfórde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur
Staatstheorie und zum Verfassungsrecht, 1976, 60s; y también la critica de J.
Rotschild a la reducción de la legitimidad a efectividad como «una perspectiva
esencialmente superficial e incluso muy grave, ya que semejante pseudoideo-
logía... los [a los regímenes políticos] ha de dejar inermes y desprovistos de
toda autoridad fundada si su eficacia declina» (Politicai Legitimacy in Con­
temporary E urope, en B, Denitch [ed.], Legimitation o f Regimes. International i
Framework fo r Analysis [1979], 37-54; la cita es de 39).
220. El cambio de función de la legitimación, de exigencia de control del
poder político a creación de consenso con las formas de dominio que existen
596 El mundo común

la legitimidad, aunque dificulta la «gobemabilidad», no trae in­


mediatamente, a menos que se .añadan otros impulsos exteriores,
la secuela de la disolución de] sistema político de dominio. Es­
pecialmente cuando este proceso descansa sobre el hecho de que
se haya vuelto incierta la orientación moral no sólo en quienes
poseen el poder, sino en la sociedad entera, no sólo se descom­
pone entonces la confianza en la legitimidad del orden político
subsistente, sino que desmaya también la fuerza dirigida hacia
alguna alternativa221. De modo que se extiende, tan sólo, un
malestar que, en su principio, permanece sin consecuencias.

5. La religión en el sistema de la cultura


i

Se determina demasiado estrechamente la función que 3a re­


ligión desempeña en el ordenamiento político del mundo social
en que se vive cuando sólo se la analiza en relación con la
problemática de la legitimación de instituciones ya existentes y
que reciben su fundamentación de otra fuente. Para que pueda •
*se tenida én cuenta .eficazmente .como instancias legitimadora, la
religión ha de desempeñar ya antes en la vida de la sociedad una
función más fundamental y originaria222. La cual consiste en que

—ya apenas demagógica por inadvertidamente manipuladora— , es descrito por


P. L. Rosen, Legitimacy, Domination, and Ego Deplacement, en A. j. Vidich-
R. M. Glassmann (eds.), C on jlia and Control.' Challenge to Legitimacy o f
Modera G ovenunentí (1979), 75-95; sobre todo, 92s. «No hay duda alguna
sobre que la iegitimidad puede manufacturarse manipulando las creencias y las
actitudes muy parecidamente a como cabe hacer que los consumidores, usen
determinado dentífrico» (84). El hecho de que el poder político no pueda
.sustraerse al apremio de tal autojustificaciófi está fundado en que la creencia
en su legitimidad «puede abaratar mucho el gasto en represión, vigilancia y
trabajo policíaco» (J. Bensman, ibid., 46). Cf. C. J. Friedrich, Politik ais
Prozess der Gemeinschaftsbildung (1963: ed. alemana 1970), 105s.
221. Cf. R. E. Lañe, The Legitimacy Bias, en el volumen editado por B.
Denitch (que cité en nota 219), 55-79; sobre todo, 56.
222. Así, P. L. Berger (Zur Dialektik von Religión, imd Gesellschaft.
Elemente einer soziologischen Theorie [1967]; cito por la edición alemana de
1973) antepuso, con toda razón, a su exposición de la función legitimadora de
la religión (Religión and Weiterhaltung, 29-51), un capítulo acerca de la cons­
titución religiosa del mundo social (Religión und Welterrichtung: 3-28). Asi­
mismo, en P. L. Berger-Th. Luckmann, The Social Constniction o f Reality.
A Treatise in the Sociology o f Knowledge (1966), la integración de las insti-
El sentido cultural de las instituciones sociales 597

la religión tiene por objeto la unidad del mundo en lo que hace


su origen divino y al perfecto cumplimiento que éste le posibilita;
y, también, en que, la religión tematiza, sobre todo, en. semejante
contexto el sentido de vivir del hombre y del orden de la vida
en común. De lo que se trata en la religión —como explicaba el
joven Schleiermacher— es del universo. El universo del mundo
de la vida —o bien la realidad divina que constituye la unidad
de sentido de este universo— da históricamente noticia de sí en
figuras y procesos particulares que se convierten para la con­
ciencia religiosa en puntos de integración de su unidad223, y ello
tanto por lo que hace a la unidad del mundo como por lo que se
refiere a la unidad y la integración del vivir del individuo.. Justo
porque de lo que se trata en las religiones es de la unidad de la
realidad, es por lo que puede y debe buscar y encontrar en la
religión el mismo ordenamiento social de la vida su marco último
de referencia. En efecto, únicamente las religiones (y, en todo
caso, las concepciones del mundo que han aparecido en su lugar
y como sustitutivos de ellas en la modernidad) aprehenden el
universo como un orden dotado de sentido, de tal modo que es
también posible comprender como dotado de sentido, merced a.
su inserción en ese nexo, a! orden de la vida social. Como, de
otra parte, en ei caso del poder político de lo que se trata es de
la unidad y de la integración continua de la sociedad, el gobierno
político tiene que legitimarse apelando a las bases religiosas de

tildones por el «rodeo» que pasa a través de los «universos compartidos de


significado» (61) se distingue de los problemas de la legitimación en tanto que
ésta se considera una objetivación de sentido de segundo orden (85ss). Ahora
bien, como Berger y Luckmann deriban la institucionalización a partir de la
relación recíproca de la acción de los individuos (53ss), Berger se refiere a
una «acción del hombre que erige el mundo» (17) al «establecer sentido vin­
culante» (22 ) —como si en las religiones no se hubiera tratado, precisamente,
de que ese sentido no es e s ta b le a d o primordialmente por el hombre, sino que
éste lo p ercib e como funda'do en sí mismo; y como si se hubiera decidido ya
que cualquier teoría actual de la constitución del sentido tiene que reducirlo a
la acción. Lo que hice observar en ei § 3 del capítulo séptimo sugiere, antes
al contrarío, que el lenguaje (y, por lo mismo, el sentido) precede a la acción
y es el medio en el que se constituye la identidad dei sujeto, la cual tiene ya
que presuponerse en el concepto de acción.
223. Reden iiber die Religión (1799), 50ss (segundo discurso ) y 247%s
(quinto discurso). Seguramente, la interpretación más adecuada a la compleja
estructura de ia noción de universo en la teoría de Schleiermacher sobre la
religión es la que lo ve como universo de sentido.
598 El mundo común

la comprensión del orden y el sentido de la realidad toda. Por


ello, ha podido decirse que el Estado secular de la modernidad
ño tiene ya legitimidad alguna, porque no se refiere a ningún
fundamento religioso224. En sentido inverso, es por Ja misma
razón por la que se plantea, con un radicalismo nunca antes
conocido, al Estado moderno que se emancipa de las condiciones
religiosas de la cultura el problema de la legitimidad de su orden
de dominio y de todo dominio político en general225. En cambio,
para la religión es cosa secundaria su función de legitimación de
un orden político ya existente o que deba ser instaurado. La
religión no adquiere la importancia que tiene en la vida de los
hombres porque se muestre relevante respecto de la subsistencia
de un orden social determinado y legitime determinadas formas
de gobierno político. Cuando sólo sobre vive por esto, es que se
ha corrompido sin esperanza de restablecimiento. El gobierno
político, sin embargo, necesita legitimación frente a la constante
sospecha de que vaya unido con la usurpación o con el abuso
del poder por parte de los individuos o los grupos que gobiernan.
E l Estado secular moderno no ha podido tampoco renunciar a tal
legitimación, aun cuando, al correr del tiempo, haya quedado
desvinculada del nombre de religión. En el lugar de ésta se
introdujeron magnitudes ideológicas; sobre todo, la apelación al
puesto jerárquico que corresponde a la propia nación en la co­
munidad de los pueblos, además de las ideas sobre la constitución
y la soberanía popular que fueron analizadas en el parágrafo
precedente. El desencanto que se ha extendido a propósito de
todos estos fundamentos de legitimación, y la atención consi­
guiente que. en los último^ años ha vuelto a despertarse por el
déficit crónico de legitimidad del Estado secular en todas sus
formas, autorizan a plantear la pregunta de si la sociedad secular
moderna podrá a la larga subsistir sin legitimidad de fundamento
religioso. Si en e! cénit del secularismo moderno se contaba con
la posibilidad de que la religión pereciera, hoy, en cambio, es
la subsistencia de un orden social cortado de sus raíces religiosas
y definido de modo puramente secular lo que muestra correr
peligro, al menos a largo plazo.

224. Así U. Matz, Politik und Gewalt (1975), 116ss, 134,


225. W. Hennis, Legitimität. Zu einer Kategorie der bürgerlichen Ge­
sellschaft. en Politik und praktische Philisophie, 1977, 224s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 599

El que la religión se preste a legitimar un orden de dominio


político es cosa que, por otra parte, no se entiende como obvia.
Cierto que' tanto en la religión como en el orden político de
dominio de lo que se trata'es de la totalidad del nexo vital en el
que realizan y conducen sus vidas los individuos. A la religión
le importan el origen y el cumplimiento perfecto de la unidad de
la realidad, así como la salvación de los hombres por su parti­
cipación en ellos. Al orden político de dominio lo que le importa
es la integración política de la sociedad y la ventura de los in­
dividuos que tal integración hace posible. Ahora bien, es pre­
cisamente por esta proximidad de sus temas respectivos por lo
que es especialmente fácil que entren en conflicto la religión y
el poder político. El dominio político puede ser una forma fe­
noménica del gobierno sobre el mundo del Dios altísimo, que da
su unidad al orden cósmico. Puede entonces irradiar un esplendor
mesiánico y dar al hombre parte en el mundo incólume del orden
divino de la vida. Pero el dominio político puede también entrar
en disputa con la divinidad, y puede ofrecerse a sí mismo como
realización del destino humano. El Estado toma entonces, ante
el juicio cristiano, los rasgos del anticristo. A la excentricidad
del vivir humano le estaría asignado su centro en el ordenamiento
político. El individuo sólo podría conquistar la unidad de su
propia vida, su identidad personal, insertándose en el orden po­
lítico. El hombre singular no conservaría ya autonomía ninguna
respecto del orden político y, por consiguiente, ningún derecho
frente al poder de los gobernantes. Que el orden del poder político
reclame de este modo absoluto a los hombres para sí (tanto da
que sea en nombre de un monarca, de una noción, del pueblo
soberano o de un orden socialista) es ya siempre en sí mismo
tiranía, incluso cuando ello no se une con un gobierno a ojos
vista arbitrario del que posee el poder. La desmesura de los
evangelios políticos es por su esencia misma mentirosa, ya que
es imposible que se adecúe a la realidad so cial con sus intereses
divergentes, y la pura ilusión en que consisten sólo puede man­
tenerse por medio de la opresión. Si la autodeterminación de los
individuos coincidiera de suyo en una volonté générale, no haría
ninguna falta el gobierno político, no habría ninguna necesidad*
de coordinar los intereses particulares de ios individuos y los
grupos. Precisamente el gobierno político es imprescindible de­
600 El mundo común

bido a que los intereses particulares de. los miembros de una


sociedad no concuerdan por. sí mismos. Es también por ello por
lo que el gobierno político tiene siempre carácter coactivo. El
propio gobierno democrático conserva carácter coactivo, toda vez
que sus decisiones se imponen contra la minoría en nombre de
la mayoría. Mas incluso Cuando un gobierno no se entiende a sí
mismo como mero representante de un partido o de la mayoría
de electores que lo respalda, ‘sino de la totalidad del pueblo, y
procura tomar en consideración los intereses de la minoría en su
esfuerzo por lograr un justo equilibrio, también entonces los
gobernantes, en-tanto que individuos y hombres, están siempre
limitados en su inteligencia, su capacidad de decisión y su ener­
gía. Ya por esta razón, la justicia de todo orden político realizado
por hombres tiene siempre su límite, y en ninguno de tales or­
denamientos pueden encontrar los ciudadanos la realización de­
finitiva de su destino de hombres. Es verdad que los hombres
están destinados a la vida comunitaria. Sólo en comunidad pueden
vivir conforme a su destino. El destino del hombre es, pues, de
hecho, político; pero no está realizado plena y definitivamente
en ningún ordenamiento de dominio político. El ordenamiento
comunitario de la vida en el que puede surgir en su plenitud el
destino de los individuos sobrepasa, como reino de Dios, todas
las posibilidades de integración política que se deban al poder
del hombre. Queda así en descubierto la insuficiencia de todo
ordenamiento político de dominio. Y por ello la religión se con­
vierte para el individuo en instancia a la que apelar frente al
carácter definitivo que pretenda poseer cualquier orden político;
en instancia desde la que criticar la parcialidad de sus principios,
los fracasos del poderoso y, también, las usurpaciones y las
pretensiones desmedidas del orden político.
Así pues, la relación entre la religión y el dominio político
es ambivalente. Se halla ya la ambivalencia en la función de
representación del dominio de Dios sobre el mundo que toca a
quien ostenta el dominio político. Tal representación, en efecto,
puede ser desempeñada por quien tiene el poder en el recono­
cimiento de la insuficiencia fáctica'del orden que éi garantiza y,
en consecuencia, como siendo éste una representación signitiva
del orden verdadero. Pero cabe también que el gobernante base
en su función como representante del gobierno de Dios en el
E l sentido cultural de las instituciones sociales 601

mundo terrenal pretensiones exclusivas de autoridad, y que nie-,


gue a toda instancia humana el derecho a la crítica apelando a
esa misma función que ejerce. Suscitará así él conflicto con las
propias instituciones religiosas. En la conciencia de las culturas
arcaicas superiores ha Estado mayoritariamente en el primer plano
el aspecto positivo de la representación: la armonía con la au­
toridad de la religión. Ello ha de estar en conexión con la rela­
tivamente escasa tensión entre religión y orden político que es
propia de las religiones míticas, mas también con la corta estima
que en ellas se hace de ia autonomía del individuo frente al
pueblo. Sin embargo, en estas culturas arcaicas no hay duda de
que el gobernante tenía que corresponder a las elevadas exigen­
cias ligadas a su función de representante de la divinidad. En
pambio, la diferenciación que es habitual en la modernidad entre
la religión y el orden político se retrotrae, de una parte, a la
fundamentación antropológica que el pensamiento griego hizo
del gobierno político226, y, de otra parte, a la religión de Israel:
a la exclusividad del Dios de los judíos, e, históricamente, sobre
todo a los efectos de la profecía bíblica, que registró el fracaso-
de la monarquía frente a la exigencia de justicia divina, y dirigió
sus miradas, por encima de las catástrofes que de ahí habían de
seguirse, a un futuro escatológico en el que al fin imperarán la
justicia y la paz según la voluntad de Dios.
En él cristianismo, 3a fundamentación antropológica del orden
político y el dualismo judío entre !a fe yahvista y la monarquía
se ha aunado en la convicción de que el destino de los individuos
en tanto que hombres no se cumple jamás en el orden político;
que éste, por lo tanto, sólo realiza la misión provisional de ga­
rantizar la paz de la vida en común, en tanto que la salvación de
los hombres sólo cabe espérarla del mundo por venir de Dios; y
la participación en ella en el mundo presente no está mediada
por el Estado, sino por la comunidad sacramental y signitiva que
es la Iglesia. Por ello fue por lo que incluso en el imperio bizantino

226. La inmensa importancia de la fundamentación antropológica del


orden estatal en el pensamiento griego a partir del siglo V — inauguradora de
una nueva época— , y que culmina en las teorías políticas de Platón y Aris­
tóteles, ha sido puesta de relieve, en su contraste respecto de los «imperios
cosmológicos» del oriente antiguo, por E. Voegelin en los tomos segundo y
tercero de Order and History (II [1957], 168ss, 229ss; III [1957], passim).
602 Ei mundo común

de la Iglesia y sus obispos permanecieron en principio autónomos


respecto del emperador y su dominio. Sin embargo, fue también
la unión entre la trascendencia del.Dios bíblico y la trascendencia
del destino del individuo respecto del mundo presente y sus for­
mas de vida política lo que hizo posible que en el comienzo de
la edad moderna en occidente, debido a motivos de una índole
completamente diferente —a saber: el callejón sin salida de las
guerras civiles de religión — , se llegara a declarar la confesión
religiosa asunto absolutamente privado de cada individuo. A par­
tir de entonces se han trazado límites también a la pretensión de
la Iglesia —o a las pretensiones en disputa de las Iglesias de
distinta confesión— relativa a imprimir .un sello uniforme al orden
político y la cultura pública en el sentido de su entendimiento
dogmático de la fe. Límites, por oierto, para los que cabía apelar
al espíritu mismo del cristianismo. Pero, por otro lado, el Estado
moderno quedó menesteroso de legitimación religiosa de su orden
de dominio. En efecto, contra que se fundara vinculado a una
confesión se planteó en seguida el problem a.de que al atadura
del estado a una confesión particular no es conforme con el
carácter universal del orden del estado ni con el de la cultura
pública garantizada por él.
A falta de una configuración institucional de la religión cris­
tiana elevada por sobre el particularismo de ias confesiones, la
edad moderna ha esperado de la filosofía y de la ciencia la
creación o el descubrimiento de los fundamentos universalmente
vinculantes de la cultura pública y, con ello, también, de la
legitimación del dominio político227. Esas expectativas se han
visto defraudadas una y otra vez. Los progresos cognoscitivos
realmente realizados por las ciencias han ido unidos a la limi­
tación creciente de la importancia de éstas en el todo de la
cultura22“. En cambio, las ideologías del absolutismo, el nacio­
nalismo, el liberalismo, el socialismo y el fascismo, apelando a
su pretendido carácter científico y, por consiguiente, umversal­
mente válido, han tomado temporalmente sobre sí la función

227. Cf. sobre esto los importantes desarrollos contenidos en F. H. Ten-


bruck, Der Fortschritt der Wissenschaft als Trivalisierungsprozess: Kölner
Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie, Sonderheft 18 (1975) (sobre
sociología de la ciencia), 19-47; sobre todo, 29ss.
228. Ibid., 23ss, 35s.
E l sentido cultural de las instituciones sociales 603

política de la religión. Tales pretensiones se han vuelto hoy in­


dignas de fe, y se ha.hecho manifiesto que cumplen en realidad
una función cuasi religiosa sin poseer la base que para ello tiene
la auténtica religión: la autorrevelación de Dios, dada previa­
mente a todo juicio humano, si bien sólo accesible a través de
las interpretaciones humarias. El desencanto respecto de este pun­
to es uno de los factores, junto a otros que traté en el parágrafo
precedente, de la decadencia de la legitimidad del Estado secular
moderno. Es de esperar que este proceso de decadencia avanzará
en tanto se siga eludiendo o aplazando la meditación sobre los
fundamentos religiosos de las representaciones que rigen en oc­
cidente la vida política y su ordenamiento229. Esta meditación
renovada no podrá tener éxito si no revisa los procesos de la
historia constitucional moderna en los que el gobernante o el
pueblo han ocupado el lugar de Dios. No se equivocaba Agustín
cuando escribía que no puede llamarse justo a orden político
alguno en que a Dios se le niegue lo que es de él, a saber: su
derecho sobre el hombre que él ha creado230.
■ Mientras que el orden político está en último término en
dependencia respecto de una legitimación religiosa, las religiones
no están ligadas a la existencia de un orden político determinado.
Ello es verdad al menos por lo que hace a las religiones univer­
sales y misioneras,' cuyo mensaje va dirigido simplemente al
hombre. No solamente son independientes de que subsistan o no
determinados Estados o formas de gobierno, sino que pueden
sobrevivir incluso a la decadencia de culturas enteras. Cierta­
mente, la cultura tiene en la religión sus raíces; mas las religiones
universales no están ligadas en su florecimiento y su ruina a la
suerte de una cultura determinada. La religión trasciende también
en este sentido el orden social. Está muy lejos de no ser más que
la expresión de lo universal social y su prelación respecto de la

229. Cf. mi D ie'theokratische A ltem ative, en R. Lbw et al. (ed.), Fortsch-


riit ohne Mass? E m e Ortsbestimmung der wissenschaftlichtechnischen Zivili­
sation (1981) 235-51. '
230. De civ. Dei 19, 21: Qme igitur iustnta est hominis qucs ipsum ho-
minen D eo vero tollit et im m undis dcsmonibus subdit? Hoccine est sua cuique
distribuere? An qui fundum aufert ei a que emptus est, et tradit ei qui nihil in
eo habet inris, iniustus est; el qui seipsum aufert dominanti Deo, a quo est,
et maligais servit spiritibus, iustus est? {Sobre la tesis de Cicerón de que no
puede haber Estado alguno sin justicia, cf. Resp. III, 8 , 45).
604 E l mundo común

particularidad de los individuos y los grupos231. Precisamente es


capaz de fundar la unidad de una cultura y de una sociedad
determinada justo porque la sobrepasa. Es sólo en el horizonte
de este trascendimiento como se muestran la cultura o la sociedad
del caso como un todo. ■.
También tiene su fundamento .en la trascendencia de la re­
ligión respecto de la sociedad la independencia de los individuos
frente al ordenamiento que ésta presente. Ya en las religiones
míticas los hombres se trasladan más allá y detrás de la confi­
guración fáctica del mundo social de su vida cuando celebran en
el culto el acontecimiento m ítico del tiempo de los orígenes. Y
en las religiones universales desde luego que el individuo es
exaltado por encima del círculo del mundo social y cultural de
su vida. Así, el cristiano es liberadp de las ataduras de este mundo
irredento por su comunidad con Cristo, que lo vincula a todos
los demás cristianos; si bien es llamado también por ella al ser-

231. Como es sabido, ésta era la teoría de E. Durkheim. En ía opinión


de este autor, «casi todas las grandes instituciones sociales han nacido de la
reiigión» (Les Formes élementaires- de la vie religieitsc [1912; cito por la ed.
alemana de J981], 561). Hasta la formación de conceptos universales gracias
al lenguaje file en su origen, decía Durkheim, obra de la religión (574). Pero
creía, asimismo, que «la idea de ia sociedad es el alma de ía religión» (561).
Apoyándose en Feuerbach —aunque distanciado del materialismo histórico de
Marx (567)— . Durkheim escribía: «La fuerza religiosa no es sino el sentimiento
que la colectividad infunde en sus miembros, pero fuera de la conciencia del
individuo que la siente y objetiva» (313). Se reconoce así la estrecha relación
que une a la sociedad y la religión, pero se invierte eí orden de fundamentación
eníre ambas tal como lo veían las propias religiones. Ya no es la religión la
que proporciona e! fundamento de la unidad del orden .social, sino que la unidad
de la sociedad se exterioriza en las objetivaciones de la religión. Pero ¿en qué
se apoya entonces la unidad misma de la sociedad? En tanto que constructo
cultural, no puede entendérsela simplemente desde la unidad feuerbachiana del
género; aparte de que esta unidad es únicamente un concepto universal, no un
sujeto activo (como Durkheim expone repetidamente; por ejemplo, en 291,
293, 560). Durkheim no puede ya explicar la integración de la sociedad —que
la religión reducía, por su parte, al orden divino de las cosas — ; sólo puede
establecerla como un dato originario. ¿Por qué, entonces, no respeta el testi­
monio que dan las propias tradiciones religiosas, sino que invierte la relación
de fundamentación entre religión y sociedad? Evidentemente, porque no puede
ser lo que no ha de ser. Hay que excluir el recurso «a cualquier "realidad
extraempírica que se postule, cuya existencia, sin embargo, no pueda com­
probarse mediante ninguna observación» (597). Pero la noción positivista de
experiencia que está aquí a la base de la teoría se reconoce hoy que es insos­
tenible, No quedarían en píe ante ella tampoco los supuestos aceptados por las
ciencias de la naturaleza.
El sentido cultural de las instituciones sociales 605

vicio a los demás en los ordenamientos de este mundo. El ya no


es meramente un miembro de este mundo, de sus estructuras
vitales y su cultura, sino que es ciudadano de otro mundo: del
mundo de Dios, al que sirve trabajando en los ordenamientos de
este mundo presente y su cultura. ■
La separación y el aislamiento del individuo en la sociedad
en contraposición con el orden de ésta ‘ha sido obra de las reli­
giones, que han enseñado a no ver al hombre simplemente como
un miembro de su pueblo y del orden sagrado del mundo de su
vida, sino precisamente como un hombre. A sí, Jesús de Nazaret
declaró que cada hombre singular es objeto del amor eterno del
Padre del cielo, que está a la busca de lo que se pierde23-. Y la
resurrección del que había sido repudiado por su pueblo y con­
denado y crucificado por el imperio romano liberó a sus discípulos
del resto de su atadura al pueblo y al Estado233. Pero ello no en
el sentido de la retirada y evitación de las tareas de este mundo,
sino en el de la liberación para el servicio del prójimo en señal
del gobierno por venir de Dios, y, así, también, para la cola­
boración activa en el impulso y la preservación de la justicia y'
la paz en la tierra.
Destaca aquí con énfasis especial un rasgo que es caracterís­
tico de la relación del hombre con la divinidad, de un lado, y,
dei otro, con el orden social. Y es que la identidad de los indi­
viduos está en efecto mediada por el contexto vital social, pero
no halla su fundamento y su raíz sino en la relación con Dios.
El hombre, en su excentricidad, se ve obligado a buscar un centro
allende sí mismo que confiera unidad e identidad a su vida. Desde
el primer instante de su existencia vive, además, ya siempre
extáticamente, en un contexto simbiótico en cuyo amparo y en
cuya fragilidad es donde el individuo despierta a sí mismo. A sí
mismo, o sea: a la pregunta por sí mismo. Las normas que tienen
su origen en las relaciones sociales no consiguen garantizar jamás
plenamente la integridad y la identidad del individuo. Identidad

232. Cf. mi Die Bestimmung des Menschen (1978), 7-22; sobre todo,
lOs, acerca de Le 15. 4-32.
233. Así, ya, G. W. F. Hegel en sus Vorlesungen iiber die Philosophie
der Religión de 1821 (p. 641 del tomo I de la edición de K. H. Iltíng [1978]
= Lasson, III. 16ls; trad. cast.: Lecciones sobre filosofía de la religión, 3
vols., Madrid 1981-1990). "
606 El mundo común

e integridad incólumes es la salvación que sólo la religión brinda


y que pueden los hombres alcanzar en ella pesar de todos los
estragos y fracasos que trae consigo la vida en esta tierra. Es
sólo por aquélla como pueden conquistar la fuerza para hacer
frente a la vida terrenal y sus demandas. A despecho de su figura
inevitablemente fragmentaria, la vida terrenal de los individuos
puede así llegar a ser representación de una identidad e integridad
de la persona que supera los límites y las flaquezas de esta vida
misma.
Si el individuo busca realizar su identidad de modo inmediato
en el contexto social de su vida, por lo general exige entonces
demasiado de las instituciones de la vida en común. Así sucede
con el matrimonio, con la vida de familia y con el Estado, e
igualmente con el trabajo y la propiedad. En tal caso, o bien el
individuo es devorado por las instituciones o se aliena en ellas,
o bien las instituciones mismas ceden bajo la presión de esa
demanda desmedida. La vida en común de los individuos sólo
puede tener buen éxito si se evita exigir tanto de las instituciones
y de las relaciones personales institucionalmente ordenadas, y si
los portadores de los roles sociales mantienen un distanciamiento
respecto de su rol en el comportamiento tanto con los demás
como con ellos mismos. Es precisamente de este modo como las
instituciones sociales y la conducta según roles de los individuos
en el ámbito de ellas pueden volverse medios de la representación
de las personas y sus relaciones mutuas profundas a la luz de su
destino religioso (que es la comunidad ante Dios). Todas las
instituciones del mundo en común alcanzan su esencia auténtica
en la medida en que son comprendidas y vividas como repre­
sentaciones del destino de los hombres y su comunidad, que
trascienden ambos los límites de las condiciones terrenales. Así
es como cabe soportar las mil insuficiencias de la vida cotidiana;
mas es así también como cabe conformar ésta de una manera
más soportable.
Lo que acabo de exponer es verdad incluso respecto de las
instituciones de la propia religión. También ellas son solamente
la representación del vínculo del hombre con la divinidad; mas
en esta forma signitiva tiene en ellas lugar esa unificación misma.
En el culto y en las demás instituciones de la religión, a una con
ia acción de los dioses se representa simultáneamente la esencia
El sentido cultural de las instituciones sociales 607

del hombre y del mundo en tanto que tal, que trasciende el mundo
de la vida, cotidiana. Esta representación en la que las artes y la
religión están estrechamente relacionadas, es necesaria para pre­
servar a las instituciones profanas de la vida en común y a los
hombres mismos de alzarse, en su limitación, con la pretensión
de igualarse a Dios. Es en la religión que eleva a los hombres
por sobre su finitud donde puede tomar su punto de partida la
consagración de la vida en todos sus aspectos.
Pero es verdad que también, en sentido inverso, pueden po­
nerse las instituciones y los rituales religiosos ai servicio de los
intereses finitos de los hombres y puede abusarse de ellos como
de medios para disponer mágicamente de lo sagrado. Esta per­
versión de ia relación con Dios se expresa tanto en las concep­
ciones de las religiones acerca de la forma de la realidad divina,
como en la limitación de la relación religiosa a un recinto sacro
y a especiales tiempos sacros, así como en la relación de las
acciones cúlticas con fines y necesidades profanos de quienes
participan en el culto. En la realidad de Jas religiones se ven
siempre ambas tendencias en acción y en lucha tina con otra. El
mundo de las religiones y su historia no está sólo lleno de ido­
latría, superstición y prácticas abstrusas. Desde luego que abunda
en tales fenómenos. Pero también se encuentran en él una y otra
vez ejemplos de temor piadoso y de aprestos para la consagración
y la santificación de la vida. En todo caso, por lo que hace a
esto último no hay duda de que los hombres de un mundo que
ha caído en el secularismo y que se ha vaciado por ello de sentido
tienen pocas razones para sentirse por encima de las religiones
de los pueblos y de los ordenamientos de la vida en común que
llevan su impronta.
El mundo secularizado de la vida moderna es verdad que
tiene sus raíces en la distinción cristiana entre el orden de este
mundo pasajero y el mundo por venir de Dios, que alcanza el
mundo presente en el culto de la Iglesia y mediante la fe del
individuo. La idea básica moderna de la autonomía.del individuo
está anclada en la idea cristiana de la libertad, que renovó la
Reforma en su significado fundamental tanto para la vida de fe
del cristianismo como para su independencia en los asuntos de
la vida terrenal. Pero el mundo secular del Estado moderno y de
su cultura se ha alienado de estas raíces. A que tal cosa haya
608 El mundo común

sucedido ha contribuido tan sólo en algunos casos aislados el


pathos- de la rebeldía de la autoafirmación humana contra la
autoridad de la tradición cristiana. En lo esencial, se trata de la
consecuencia inevitable —pero que se tarda eri adm itir— de la
escisión de las Iglesias en occidente y del final indeciso que
tuvieron las guerras de religión que la siguieron. El 'Estado y la
cultura pública, para poder sobrevivir, tuvieron que situarse en­
tonces sobre una base independiente de las controversias con­
fesionales. Pero el fruto de ello ha sido un distanciamiento de
las fuentes de la religión, de la que en aquel tiempo de transición
las élites intelectuales sólo en parte pensaron que cupiera hacer
renuncia sencillamente. A causa del vaciamiento de sentido que
se ha seguido para ia cultura pública y las instituciones sociales,
este proceso ha puesto en peligro entretanto la subsistencia de la
propia sociedad secular. Precisa ésta reconsiderar sus fuentes
religiosas, si no quiere sucumbir al desmoronamiento de todas
las normas vinculantes, en el antagonismo de los intereses egoís­
tas desencadenados. Tal reconsideración sólo puede originarse
del reconocimiento de que la religión nó es una superstición
tradicional o de nueva planta, sino una constante del ser hombre
desde sus inicios234 que caracteriza la índole misma del hombre.

234. K. J. Narr (Beitriige der Urgeschichte litr Kenntnix der Menschen­


natur, en Gadamer-Vogler [eds.], Nene Anthropologie IV [1973] [Antropología
cultural, 3-62) utiliza el hecho de que haya testimonios de enterramientos,
cuando menos a partir del paleolítico medio, como criterio decisivo para la
cuestión del final del «campo de tránsito del animal al hombre». Como tales
enterramientos, que, por lo demás, podrían remontarse *i periodos aún más
antiguos del paleolítico (3 ls), implican ideas sobre «algún tipo de supervivencia
después de la muerte» (37; cf. 3 5), Narr concluye: «A seres a los que hay que
atribuir semejante mundo de representaciones hemos de considerarlos por prin­
cipio hombres en le pleno sentido» (37). Cf. también, del mismo autor: Vom
Wcsen des Friihmcnschen: Halbtier oder Mensch?'. Saeculum 25 (1974) 293­
324, en donde Narr defiende la tesis de que no hay que situar la aparición del
homo sapiens en la época de los comienzos de las irtes plásticas, alrededor
dei 30.000 a, C. (319s), sino que hay que relacionarla con el paleolítico, debido
a la datación de los enterramientos: Habla en favor de una fecha aún más
antigua de la que está hoy comprobada para la costumbre de enterrar a los
muertos el hecho de que las sepulturas halladas sólo se hayan conservado en
cavernas (321). siendo así que los primeros hombres no vivieron en ellas, sino
al aire litare y en moradas artificiales (322). También A. F. C. Wallace (Re­
ligión. An Anthtopological View [5966]) relaciona los comienzos de la religión
con la práctica de enterrar a los muertos (224ss). En su opinión, la autocon-
E l sentido cultural de las instituciones sociales 609

El hecho de que esto es así no cabrá seguirlo dejando al arbitrio


individual, sino que reclamará la validez universal y pública que
corresponde a los datos básicos del ser hombre. Es sólo sobre
este fundamento como pudo tomar forma la visión de Paul Tillich
de una cultura teónoma que supera en sí y reconcilia la pugna
entre heteronomía y autonomía235. Favorece esta posibilidad el
que las Iglesias cristianas hayan superado en su conciencia de fe
en gran medida, en la era ecuménica del cristianismo, el dog­
matismo que, unido a las pretensiones clericales de poder, ha
sido el principal causante de las escisiones de los pasados siglos;
y ío han superado no acomodaticia y exteriormente, sino a través
de una comprensión más profunda y más matizada de la reve­
lación de Cristo y de la fe cristiana, de modo que la idea fun­
damental moderna de tolerancia se halla hoy profundamente an­
clada en la propia conciencia cristiana de la fe y ha hecho variar
también las relaciones entre el cristianismo y las religiones no
cristianas. Por ello, la reactivación.de las bases cristianas de los
sistemas sociales surgidos en la historia,efectiva del cristianismo,
la reactivación de esas bases, digo, en su relevancia para la
identidad'cultural y política de tales sistemas, no tendría que traer-
consigo la secuela de la recaída en la intolerancia de los con-:
flictosconfesionales de los que surgió el Estado de la modernidad.
Por otra parte, en el contexto de la historia del cristianismo, la

ciencia del hombre que se expresa en esta práctica —del hombre que tiene
conocimiento de su propia muerte— , diferencia ei comportamiento ritual hu­
mano de los rituales de que hay testimonio entre los animales superiores (233;
cf. 217-24). No hay en cambio nada que venga en apoyo de la concepción que
todavía sostuvo en 1937 P. Radin (Primitive Religión) según la cuai la religión
habría surgido gracias a un religiosas form ulator, por analogía con los chamanes
(15-39). A pesar de la divergencia que hay entre la reducción de Radin de -la
religión a ser el invento de algún individuo y la teoría de Durkheim y Lévy-
Bmhl acerca del origen colectivo de la religión, la idea básica de todos estos
autores es la misma. En palabras de Radin, «el hombre postuló lo sobrenatural»
(15; cf. ya 6 ). Ahora bien, esta afirmación es ella misma un puro postulado.
Antes de que alguien pueda postular nada, tiene que estar constituido como
sujeto; y es precisamente la constitución del hombre en sujeto, así como la del
grupo social en unidad colectiva, la que parece haber sido desde el principio
la función de la religión.
235. P. Tillich, Religionsphilosophie (1925) 61ss. Sobre esto, J. Ií.
Adams, Paul Tillich's Philosophy o f Culture, Science, and Religión (1965),
sobre todo 77-85; así como G. Wenz, Subjekt und Sein. Die Entwicklung der
Theologie Paul Tillichs (1979), i 31 s s .
610 EL mundo común

renovación de una cultura teónbma no quiere decir la fusión de


la Iglesia y el Estado. Más bien habría de estar bajo el signo de
la diferenciación, característica de toda la historia del cristianis­
mo, entre Iglesia y Estado. Diferenciación esta que no significa
ruptura ni neutralidad religiosa del' Estado, sino que es la expre­
sión de cómo el cristianismo entiende el orden político como
orden provisional de este mundo. Es precisamente en su provi-
sionalidad como cabría que se entendiera el orden institucional
de la sociedad como la representación del propio orden de Dios
y su voluntad de justicia. Y así podría también reencontrar su
nexo con las artes, que se hallan en el ejercicio cultural público
y secularizado arrancadas de su enraizamiento religioso y entre­
gadas al capricho individual de la personalidad del artista —quien
declara arte su actividad representativa— y a los agentes q u e'
comercializan estos productos. Una sociedad que se entendiera
a sí misma como representación de la voluntad divina de justicia
en el sentido de la autovincuíación, trinitariamente fundamen­
tada, de la omnipotencia divina a la justicia236, sería también
capáz de conformar un estilo vital que trascendiera las necesi­
dades pragmáticas y las integrara; que impregnara todas las ins­
tituciones y que, en vez de ahogar la creatividad de las variaciones
y flexiones individuales, más bien las despertara; en tanto que
en el mundo del pluralismo indiferentista se vuelven ininteligibles
y desfallecen los arquetipos culturales y los impulsos para va­
riarlos, y su cultivo queda sometido al destino del aislamiento,
el embotamiento y la progresiva barbarie. En una cultura teó-
noma, en cambio, incluso la economía en tanto que competencia
podría volver a encontrar su lugar en el modelo lúdico de la
cultura, determinado por el punto de vista de la representación237,

236. Cf. sobre esto los interesantes desarrollos de P. Koslowski, Gesells­


chaft und Staat, 1982, 101-108 a propósito de la idea de la monarquía trinitaria
en Gregorio Naciahceno' {Or. theol. III, 2 Migne PG 36-76) y su renovación
en L. G. A. de Bonald (1796), así como acerca de la analogía, observada por
H. Kelsen, entre ia doctrina de la Trinidad y el autosometimiento del estado
ai derecho (lOSss), la cual, por otra parte, pensaba Kelsen que debía rechazarse
(cf. 116s).
237. Según F. A. v. Hayek, el mercado puede compararse a un juego, y
la acción económica del individuo, a una «competición de acuerdo con ciertas
reglas, la cual se decide gracias a ia superior destreza, a la fuerza y, también,
a la suerte» {Drei Vodesimgen über Demokratie, Gerechtigkeit und Sozialismus
E l sentido cultural de las instituciones sociales 611

una vez que el período de su proliferación ilimitada hace ya


mucho que ha terminado, gracias a los ensayos, más o menos
afortunados, de canalizar la actividad económica mediante un
ámbito de condiciones para la competencia impuesto por el Es­
tado. ■

[1977] 27; trad. cast.: Democracia, justicia, socialismo, Madrid ’ 1986). Su


resultado, sin embargo, no concuerda de por sí solo con el punto de vista del
reparto justo de los bienes (24). Por ello es por ló que el certamen económico
precisa encuadrarse en las condiciones del ordenamiento justo de las relaciorfes
humanas. A propósito del problema del reparto como límite para el mercado,
cf. P. Koslowski, Gesellschaft und Staat, 280ss; sobre las cuestiones que suscita
concernientes a la relación entre la economía y la religión, ibid., 301-306.
El hombre y la historia
*

Desde la biografía del individuo hasta la historia de los pue­


blos y de los estados, el vivir del hombre halla su concreción en
la historia. En la comparación con ella, los planteamientos de la
biología humana, de la sociología y de la psicología se quedan
en aproximaciones abstractas a la realidad del hombre. La historia
> es el principio individuationis, tanto por lo que respecta a la vida
del individuo, como por lo que hace a la de los pueblos y de las
culturas. Es verdad que la propia exposición histórica procede
todavía selectivamente y, por ello, hace abstracción de la plena
riqueza de la vida concreta. Sin embargo, de entre todas las
disciplinas que se ocupan con el hombre, la ciencia histórica y
la historiografía son las que más cerca llegan de su efectiva
realidad vivida.
¿Es posible incluir aún a la historia en el mundo en común
en el que se lleva a cabo la vida de los individuos? ¿iio tiene,
acaso más bien que ver con el devenir y el perecer del mundo
común, pese a todos los esfuerzos de los hombres por mantener
el orden del mundo en que viven frente a la lenta erosión dél
transcurso del tiempo y las repentinas alternativas de la fortuna?.
Y, por otra parte, ¿no hay historia no ya tanto a título de historia
de los individuos cuando a título de historia de los pueblos y los
Estados? Ahora bien, la historia de los individuos está entretejida
con la del mundo en que viven, y, a la inversa, la historia de las
instituciones y las comunidades muestra, precisamente, que no
pueden éstas subsistir con independencia de sus miembros, sino
que se hallan determinadas por la vida y la acción de los indi­
viduos. Ambas partes- tienen sólo realidad en la historia de su
614 E l mundo común

devenir y su perecer. Y, de otro lado, en la historia no sólo tiene


lugar la individualización, sino también la integración de los
individuos en el mundo en común de los grupos. No son la menor
causa de que esto suceda los conflictos que surgen entre estos
grupos que exigen soluciones pactadas1; A través de la comunidad
de intereses, del intercambio y de los conflictos, los pueblos y
los Esíados se ven envueltos en el proceso de una historia única
que los abarca a todos ellos, cuya ecumenicidad reclama que se
la entienda como historia de una comunidad humana que aún no
está realizada como orden vital: esto es, como historia de la
humanidad. Precisamente debido a la universalidad de su tejido
dinámico, en el que todo se enlaza con todo, el proceso de la
historia trasciende el mundo común de cada sociedad y cada
cultura determinadas. A la vez, éste es su punto de contacto con
la universalidad de las religiones mundiales, por una parte, y por
otra, con la insaciabilidad del afán de dominio de los imperios.
Es ésta una universalidad que pertenece a la vida- misma del
hombre, que es inseparable de su devenir y su perecer. Así,
también la historia pertenece al mundo en común humano, por
más que los procesos históricos disuelvan, trasmuten y destruyan
una y otra vez su orden. El curso de estos procesos está en
correspondencia con la excentricidad del hombre, que trasciende
más allá de todo lo que se halla ya existente y presente. El
movimiento excéntrico de la vida humana, eso sí, está en tensión
hacia un cumplimiento omniabarcante; mientras que la respuesta
de la historia —la de la historia que hasta aquí ha tenido lugar,
en cualquier caso, que es la única que puede ser el objeto de la
historiografía—, permanece en la ambivalencia del éxito y el
fracaso, el ascenso y la decadencia, la consolidación y la condena.
El cumplimiento que al hombre le concierne en la historia salta
y derriba las barreras de todo presente histórico. Aun cuando
aparezca éste como la alegoría .de un orden eterno, desde otra
perspectiva merece siempre la destrucción.
Así pues, si la historia constituye el elemento de vivir concreto
de los hombres', queda naturalmente sugerido tematizarla en tanto
que suppración del orden del mundo común de la cultura y,
asimismo, de. todas las perspectivas antropológicas que he ido
discutiendo a lo largo de este libro. La historia y la filosofía de
la historia resultarían, entonces, ser la exposición que cierra y
E l hombre y la historia 615

resume en sí todas las demás acerca de la realidad humana: la


historia, en tanto que descripción de la configuración del hombre
que ya se ha realizado; la filosofía de la historia, más allá de
ello, incluso por lo que se refiere al futuro todavía abierto. Sin
embargo, el hecho de que el proceso histórico no esté concluido,
convierte en objeto de controversia, tanto por lo que respecta a
la consideración histórica como por lo que hace a la histórico-
filosófica, su pretensión de aprehender la totalidad de la realidad
humana. Por otra parte, la misma exposición histórica tiene a su
vez supuestos antropológicos, y, aunque la relación dé éstos con
la historia concreta de ninguna manera carezca de problemas, se
refieren a la totalidad de la naturaleza humana, si bien en 3a forma
abstracta de la universalidad; mientras que la captación de esta
totalidad permanece vedada a la exposición concreta de la his­
toria. Hay, por lo tanto, que distinguir entre antropología y ex­
posición histórica del hombre y del mundo en que vive. Las
páginas siguientes se limitan, en consecuencia, a reflexionar acer­
ca de la relación entre la antropología y la historia, sin intentar
exponer la realidad del hombre en el curso concreto mismo de
su historia.

1. Historicidad y naturaleza humana

a) El estado actual de la cuestión


En !a historia moderna de su noción misma, la antropología


se opone constantemente a la comprensión del hombre a partir
del curso de su historia. La antropología se vuelve a las estructuras
universalmente vigentes por doquier de ser del hombre: a la
«naturaleza» del hombre; mientras que la filosofía de la historia
no hace tema suyo, justamente, esa naturaleza siempre igual del
hombre, sino el proceso de su devenir en dirección a su «des­
tino»'. La atención a la «naturaleza» universal del hombre fue

1. Ha trabajado especialmente sobre esta oposición O. Marquard. tanto


en su articulo Anthropologie, del Hist. Wörterbuch der Philosophie 1 (1971),
362-74 —sobre todo, 368s— , como en su investigación Zur Geschichte des
Begriffs Anthropologie seit dem 18. Jahrhundert (1965), en Schwierigkeiten
616 El m undo común

de la mano, desde la formación del «sistema natural» de las


ciencias del espíritu2 en el siglo XVII, de la disolución de la
comprensión cristiana del hombre y su destino, que se había
vuelto objeto de controversia confesional En el sentido inverso,
Herder y Hegel, al renovar la filosofía de la historia, volvieron
a remitir a su procedencia cristiana la comprensión del hombre
en síi subjetividad.
El giro hacia la filosofía de la historia permaneció, sin em­
bargo, en la ambigüedad, en la medida en que, ciertamente,
atribuía a la providencia la unidad de la historia, pero presuponía
a] hombre mismo como sujeto activo de ésta. La misma filosofía
hegeliana de la historia participa de esta ambigüedad cuando
define la historia como Ja autorrealización activa del espíritu. El
espíritu no es aquí, con seguridad, el espíritu absoluto, sino el
espíritu tal como vive en un pueblo y se afana por liberarse3; si
bien, según Hegel, su libertad sólo puede conquistarse en la
conciencia de su unidad con el espíritu absoluto4. 'Es más bien a
esta falta de claridad en los fundamentos de la filosofía idealista

m i! der Geschichtsphilosophie (1973), 122-44. Es interesante la postura am­


bigua que, en opinión de Marquard, toma Kant en esta cuestión. En efecto, a
pesar de su giro hacia la antropología, dio preeminencia a la filosofía de la
historia y a su pregunta por ei destino del hombre como fin último de la libertad
en «su forma abstracta y prudente, la ética, pero también en la concreta audaz:
la de ¡a filosofía de una ‘historia universal de intención cosmopolita’» (128).
2. W. Dilthey, Das natürliche System der Geistesmssenscháften im 17.
Jahrhunderr, en Ges. Schriften II (1914), 90-245. Cf. También ibi'd., 246ss y
las pruebas sobre la recepción de ideas estoicas en este proceso, ibid., 439­
452.
3. G. W. F. Hegel, Encyclopadie der philosophischen Wissenscháften
(31830), § 549. Hegel describe en este pasaje el «movimiento» de la historia
universal como «camino hacia la liberación de la sustancia espiritual; acción gracias
a la cual se realiza en ella el fin último absoluto del mundo y por la que el espíritu,
que antes sólo es en sí, llega a conciencia y a autoconciencia y, con ello, a la
revelación y a ia realidad de su esencia en tanto que es en y para sí, y deviene
así también, espíritu externamente universal: espíritu del mundo». Aunque aquí
esté vinculada la «acción» de la historia en el «fin último absoluto del mundo»,
tanto el parágrafo precedente como el posterior tratan del espíritu o de la auto-
conciencia de un «pueblo particular» en tanto que «portador de la liberación del
espíritu, en la que éste llega a venir a sí mismo y a realizar su verdad» (g 550).
4. En las ampliaciones de la tercera edición de la Encyclopadie al § 552;
cf. Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie í, 245s. (ed. Hoffineister),
así como Philosophie der Geschichte, 459 y 101 (ed. Brunstád) (trad. cast.:
Lecciones de filosofía de la Historia, Madrid 51989),
El hombre y la historia 617

de la historia que al desencanto por el curso fáctico de ésta5, a


lo que debe achacarse el hecho de que en la época posterior a
Hegel la filosofía de la historia volviera a reducirse al terreno de
la antropología general, tanto en Feuerbach como en Marx6, en
Nietzsche y en los comienzos de filosofar de Dilthey. La crítica
diltheyana de la razón histórica se había propuesto originaria­
mente el objetivo de reducir la multiplicidad histórica a sus con­
diciones antropológicas. Tal programa desembocaba de hecho,
en palabras de O. Marquard, en una «destrucción de la filosofía
de la historia»; pues lo que la historia enseña es, según Dilthey
(antes de su giro a la hermenéutica), que «la naturaleza del hom­
bre es siempre la misma»7. En consecuencia, lo que el joven
Dilthey quería, era investigar, valiéndose de la psicología ge­
neral, las estructuras del vivir y el obrar del hombre que están
en la base de los fenómenos históricos. Del mismo modo, y a
pesar de que las intenciones de Heidegger se dirigieran a otra
meta, la analítica del ser-ahí en El ser y el tiempo y, apoyada en
ella, la teología bultmaniana de la existencia, han reducido la
historia concreta a las «posibilidades» del ser-ahí y de su auto-
comprensión que tienen en. aquélla su expresión; posibilidades
que, a su vez, están fundadas en la historicidad del ser-ahí. La
distancia respecto de la filosofía de la historia y su respuesta a
ía cuestión de la esencia del hombre sirviéndose de la historia
de éste, destaca más resueltamente —ya en el programa, y no
sólo en el resultado—en la «antropología filosófica», desde Sche-
ler y Plessner hasta Gehlen, así como en el estructuralismo;
mientras que semejante problema ni siquiera existe para la an­
tropología fisicalista del iconductismo. Siempre, pues, que se
parte de una naturaleza esencial del hombre, igual en todas las

5. Tai es la razón que aduc« O. Marquard para que se abandone la fdosofía


de la historia (tanto en tomo a 1800, como en la actualidad); (Marquard, Sch­
wierigkeiten..., 1973, 128s, 135). .
6 . Aunque Marquard (Anthropologie, 1971, 370) clasifica a Marx del lado
de la filosofía de la historia y en oposición a la antropología, hay buenos motivos
para caracterizar la visión materialista de Ja historia como una reducción naturalista
de ésta, tai como lo ha hecho M. Theunissen en su polémica con la teoría crítica
de la escuela de Frankfurt (Gesellschaft und Geschichte. Zur Kritik der kritiscken
Theorie [1969] 13s. 23s). *
7. W. Dilthey, Ges. Schriften VIII, 79. Marquard, Schwierigkeiten..., 132)
aduce esta frase como testimonio en favor de su tesis de la «destrucción» diltheyana
de la filosofía de !a historia.
618 E l mundo común

épocas y universal, para la historia no queda más que una rele­


vancia de segundo orden en lo que concierne al conocimiento
del hombre. No es más que el museo de cera de las variaciones
de esta naturaleza esencial y universal, y suministra, así, el m a­
terial de la antropología cultural, que.,es. en lo que en tal caso se
ha convertido la filosofía de la historia. Por esto es por lo que
ha podido afirmar O. Marquard: «El giro hacia la filosofía de la
historia sólo es posible en tanto que abandono de la antropología;
el giro hacia la antropología sólo es posible en tanto que abandono
de la filosofía de la historia»; y «sigue hoy perteneciendo a la
teoría histórico-filosófica sobre la definición y el destino del
hombre el rechazo de la antropología»8.
O. Marquard ha podido interpretar incluso la evolución del
sentido histórico en el siglo XIX como expresión del giro desde
' la filosofía de la historia a la antropología9. De hecho, no es
solamente en el joven Dílthey donde se observa la naturaleza
universal e inmutable del hombre como supuesto de la com­
prensión y el enjuiciamiento de la multiplicidad de sus manifes­
taciones históricas. Todavía en la historiografía contemporánea
se exige la fundamentación antropológica del •conocimiento his­
tórico, que debe sacar a la luz una. «sustancia humana funda­
mental», más allá de todos los cambios históricos10. Sin embargo,
ya Jacob Burcknardt, a pesar de que se refirió al «hombre que
sufre, se esfuerza y actúa, tai como es y como fue siempre» como
«único centro permanente y posible para nosotros» de la consi­
deración histórica, había subrayado también la inconstancia del
mundo humano en contraposición con la naturaleza: «La esencia
de la historia es el cambio»". Aunque no cabe obviar ía cuestión

8 . Marquard, Sckwierigkeüen..., 134.


9. Marquard, Schwierigkeiten..., 115: cf. 81: el sentido histórico como
«moderarse en historia Sa filosofía de la historia».
10. A sí, K.-G. Gaber, Theorie der Geschichtswissenschafi, (1971), 209; cf.
201ss. Lo critica J. Rüsen: Philosophische Rundschau 21 (1975), 33s. G. J.
Renier, History. Its, Ptirpose and Method (¡950), 189ss dedica a la pregunta:
«¿Cambia la naturaleza humana?», iodo un parágrafo, para concluir decidiéndose
por H. Pirenne contra R. G. Collingwood, en el sentido de que la práctica de la
investigación histórica supone siempre como cosa consabida «que la naturaleza
humana fue en el pasado lo que ahora es» (192). ■
l í . J. Burckhardt, Wehgeschichtliche Besrachtungen (ed. R. Stadelmann)
26, 49 (trad. cast.: Consideraciones sobre la historia universal, Barcelona 1983).
Cf. las observaciones, que toman pie en Burckfiardt, presentadas por Tb. Scb-
dieder, Geschichte ais Wissenchaft (1965), 95s, 99s, en donde no por casualidad
sólo se cita la primera de estas frases de Burckhardt.
E l hombre y la historia 619

de los fundamentos antropológicos del conocimiento y de la ex­


posición históricos, es preciso ver «que las propias estructuras
antropológicas son históricamente mutables»12. Ello es verdad
tanto de las estructuras psicológicas de la conducta individual,
como de las estructuras sociales de la vida comunitaria. Ambas
especies de estructuras no son más que «relativamente constan­
tes»13, si bien siempre suficientemente significativas en contraste
con la inconstancia mucho mayor de las situaciones y los estados
históricos. En último extremo, debe verse el fundamento de esta
variabilidad en la excentricidad del hombre, que lo hace capaz
de tomar distancias respecto de lo inmediatamente dado14. De
ello resulta la relación entre individuo y comunidad que es es­
pecífica del hombre frente a otros seres vivos, en el sentido de
que los individuos intervienen en el ordenamiento de la vida
comunitaria. Ya J. Burckhardt se refirió a ello‘s. Por cierto que,
a la inversa, es sólo en el medio del mundo común y sus insti­
tuciones como adquiere importancia y tiene -consecuencias la
trasformación que arranca de los individuos16. L o ’cual también

12. Th. Nipperdey, Die anthropologische Dimension der Geschichtsv,:is-


senschqft, en G. Schulz (ed.), Geschichte heute. Positionen, Tendenzen, Probleme
(1973), 225-255; la cita es de 227.
13. Ibid., 232. Por lo que hace a la psicología, cf. el importante libro, que
también menciona Nipperdey, de J. H. van der Berg, Metabktica. Ober die
Wandlung des Menschen. Grundlinien einer historischen Psychologie (1960).
14. Así pues, no debería contraponerse, como hace K.G.-Faber (Objektivität
in der Geschichtswissenschaft:, en J. Rüssen [ed.], Historische Objektivität [Í975],
9-32) la excentricidad del hombre como constante antropológica, a la historicidad
(cf, también la crítica de J. Rüsen, ibid., 91). Antes bien, en la «capacidad del
hombre para distanciarse de su situación» (Faber, o. c., 28) se encuentra la raíz
antropológica de la historicidad.
15. Weltgeschichtiche Betrachtungen, 49. En cambio E. H. Carr, Was ist
Geschichte? (trad. cast.: ¿Qué es la historia?, Barcelona 319S7), no ha hecho
aprecio especial, en su tratamiento de la relación entre sociedad e individuo en
la historia (31ss), de la peculiaridad antropológica de este hecho. Tampoco pasan
a examinarlo las observaciones dé R. Wittram (Anspruch und Fragwürdigkeit der
Geschichte [1969], 66s) que empalman con las de Carr; sino que se limitan a la
irreductibilidad de ¡o individual respecto a la sociedad.
16. Tiene, pues, razón A. Heuss cuando subraya esto mismo: Zum Problem
einer geschichtlichen Anthropologie, .en Gadaxner-Vogler (eds.). Neue Anthro­
pologie IV [1973], 150-94, 178s y, sobre todo, 182s, 185s). Heuss piensa fun­
damentalmente en ei ordenamiento político como medio de esos cambios que
parten del individuo. Sin embargo, menosprecia, corno lo muestra su poco con­
vincente crítica a A. Gehlen (i 56), la significación de ¡a religión para la funda-
620 E l mundo común

se deja entender desde la excentricidad como forma fundamental


del comportamiento humano. Elvhombre halla el centro de fuerza
de sí mismo en el mundo común y su orden; eso sí: sólo en la
medida en que es para él el lugar de la presencia de la realidad
divina. El sentido religioso del orden social (que. es el supuesto
de su correspondencia con el orden cósmico) explica por qué su
trasformación se ha mantenido, durante largos períodos de la
historia de la humanidad, dentro de- unos límites estrechos, y,
sobre todo, por qué no podía ser ningún valor en sí misma la
modificación de este orden. «Durante su período más largo, a la
historia de la humanidad le estaba prescrita la perduración; hace'
sólo cinco mil años que abandonó la ley conforme a la cual había
vivido otros cien m il»17. Mas tampoco con el surgimiento de Jas
culturas desarrolladas se descubrió una relación radicalmente nue­
va con la transformación histórica, por más que ante nuestros
ojos el tránsito a la cultura superior y la extensión triunfal de
.ésta —del mismo modo que antes ía «revolución» neolítica, con
el paso a la domesticación de animales y plantas así como a la
vida sedentaria— - pueda aparecer como un cambio revolucio­
nario. Los «imperios cosmológicos» de las primeras culturas
superiores permanecieron en su conciencia aún fuertemente vin­
culados a la fundamentación cosmológica del orden social, que
ellos referían a un mítico tiempo de los comienzos. Sólo cuando
el cambio experimentado de hecho encontró acogida en la misma
conciencia religiosa y se entendió a la divinidad como origen de
las variaciones del orden social y, por lo tanto, se la puso a mayor
distancia de la forma presente de este orden, quedó abierta la vía
para la afirmación de la transformación como tal: para la con­
ciencia de la historicidad.
M. Heidegger ha concebido la historicidad del hombre como
una constante de su estructura existenciaria que precede a toda
I

mentación de Jas instituciones de las sociedades. arcaicas. En ellas, «el rito»


precisamente no es sólo «una institución entre tantas», como ocurre en la moderna
sociedad secular. Debido a esto, tampoco hace Heuss justicia al papel de la reiigión
en la estabilidad de esas sociedades, ni a la importancia de los cambios en la
conciencia religiosa por lo que hace a la creciente posibilidad de modificación de
los dispositivos de la sociedad.
17. A. Heuss, Züm Probiem ..,, 187,
E l hombre y la historia 621

experiencia histórica concreta18. Con ésto, en El ser y el tiempo


no llevó a cabo en su plena radicalidad el giro de Dilthey desde
la fundamentación antropológico-psicológica de la experiencia
histórica hasta la hermenéutica19. Ello tuvo lugar sólo más ade­
lante, merced a la idea de la «historia del ser». La noción de la
historicidad como estructura existeñciaria que posibilita la his­
toria prolongaba la línea de los trabajos de Dilthey en tomo a l a
fundamentación psicológica de la experiencia histórica; una fun­
damentación que tenía, desde luego, en Dilthey el mismo sentido
de trascendental que poseían los existenciarios heideggerianos:
Pero la verdad es que la historicidad misma no es independiente
de la experiencia de la historia. Se ha formado sólo en el proceso
de esta experiencia, y se halla sometida, lo mismo que el resto
de estructuras antropológicas, a la mutabilidad. Es así como el
sentido de la excentricidad del hombre se ha transmutado, con
la evolución de la conciencia religiosa, en historicidad; y la propia
historicidad cambió su sentido desde la concepción judía y cris­
tiana de] hombre en conexión con una historia de la humanidad
cuya causa es Dios, hasta la independizacióti del hombre como
sujeto autónomo de la- acción histórica. '

b) El devenir de la historicidad

Ciertos datos habían en favor de la hipótesis de que los co­


mienzos de la conciencia histórica están vinculados con el na­
cimiento de un orden estatal que sobrepasa el nivel de los
caudillos20. Aunque la derivación de las instituciones, usos y

J8 . Según Heidegger, el ser-ahí sólo puede tener historia «porque el ser d


este ente está constituido por historicidad» (El ser y el tiempo, 412). Para la crítica
de esta tesis y del modo en que la han hecho propia R. Buitmann-F. Gogaiteit,
cf. lo que he expuesto en Heilsgeschehen nnd Geschkhte (1959) ahora en Grund­
fragen syustematischer Theoiogie t, (1967) 38s. Salgo aiíí en defensa de la in­
versión de la tesis de Heidegger, en el sentido de la dependencia de la historicidad
del hombre respecto de la experiencia de la historia.
19. Cf. la introducción de B. Groethuysen al tomo VU de los Ges. Schriften
de Dilthey. Cf. lo que escribí en Wissenschaftstheorie und Theoiogie (1973) 161s.
20. G. Balandier, Anthropologie paiítique, 197. La hipótesis está en con-
foimidad con la idea básica de E. Voegelin: «El orden de la historia emerge d§
la historia del orden» (Order and History I, [1956]). En opinión de Voegelin, ya
el propio mito cosmológico está vinculado con que la organización de la vida en
común de ¡os hombres se levantara por encima del nivel de la organización familiar
(14).
<522 El mundo común

costumbres de los hombres a partir del tiempo mítico de los


comienzos retroceda al tiempo anterior al Estado, parece, sin
embargo, que la formación de un orden político que integra la
totalidad de la vida de una sociedad fundamenta la necesidad de
identidad a través del tiempo que ha transcurrido desde su origen
mítico. Si en épocas normales la'renovación ritual y periódica
del orden del dominio21 contrapesaba su deterioro y su impuri­
ficación debidos a la práctica política cotidiana, es evidente que
en tiempos de peligro o después de que eí orden político hubiera
desaparecido durante un período, era necesaria una certificación
especial de su identidad con el origen mítico, a través de todas
las sucesivas alternativas. Así, la lista sumeria de reyes22 que
data del final del tercer milenio antes de Cristo integra la historia
de las ciudades-estado sumerias en la idea de una autoridad real
unitaria que va pasando, una tras otra, a'cada ciudad. «Al parecer,
un cosmos único puede tener únicamente un orden imperial, y
el pecado de la coexistencia tiene que ser expiado por la inte­
gración postuma en la historia única, cuya meta ha sido puesta
de manifiesto por el éxito del conquistador»23. El mito sumerjo
reitera también la historia de que Enlil, el dios de la tempestad,
transfiere el poder real de una a otra- ciudad24. La experiencia del
cambio histórico va aquí abriéndose camino dentro de la con­
ciencia de la intervención divina. Pero importa en primer término

21. Piénsese en la fiesta de Set en el antiguo Egipto, como renovación de


la monarquía pasado el período de una vida humana. E. Otto, en Handbuch der
Orientalistik 1 , 8 . I, Religionsgeschichte des Alten Orients, 1964, 27: y en la
significación de la subida ai trono del faraón, en tanto que «repetición y renovación
de la creación de? mundo». E. Otto, Ägypten. Der Veg des Pharaonenreich&s,
1953, 68 ; o en.la .renovación de la monarquía en la fiesta babilónica del año
nuevo. Según E, Hornung, Geschichte als Fest, 1966, 19. ¡a historia misma era
para un egipcio antiguo un acontecimiento cúltico que el rey celebraba repitiendo
funciones míticas tales como la victoria sobre los enemigos o la unificación de
los dos reinos (cf. también. 26s y 29). .
22. Ancient Near Eastern Texts (ANET), J. B. Pritchard (ed.), -1955, 265s.
Acerca de la función de los anales egipcios, que estaban mucho más orientados
a la repetición de las misiones típicas de la monarquía, cf. E. Homung, o. c.,
V9s.
23. E. Voegelin, Order and History, IV 1974, 65, apoyándose en Th.
Jacobsen.
24. Cf. sobre esto Th. Jacobsen, en Frankfoit, Wilson, Jacobsen, Frühlicht
des Geistes (1946; cito ¡a ed. alemana de 1954} 154s, 213s. También E. Schmökel.
Das Land Sumer, 1956, 76s. '
El hombre y la historia 623

restablecer el orden del tiempo originario oponiéndose a las po­


tencias destructoras d eíca o s; es decir: urge, ante todo, reprimir
y echar fuera el hecho del cambio histórico. Así, en el Egipto
de comienzos del imperio medio, la conciencia de la identidad
del reino a través del primer período intermedio se aseguró gracias
a la tradición de que el hundimiento del imperio antiguo había
sido ya predicho por Nefer-Rohu en la época del faraón Snefru,
de la quinta dinastía25. Y la misma función tenía el relato de las
hazañas de la reina Hatchpsut, que restableció el orden instituido
por el dios solar Ra26. Igualmente, deben entenderse primor­
dialmente en el sentido del restablecimento y la consolidación
del orden divino que los reyes representan, otros relatos del
mismo tipo acerca de monarcas del antiguo oriente. El interés
por el cambio histórico se subordina al interés por la identidad
del orden político. Sin embargo, «los cambios históricos del orden
social, a una con la angustia que los acompaña, terminarán por
arruinar la fe en el orden cósmico»27. El tránsito a esta última
fase lo representa, por ejemplo, la independendización del interés
por la historia en la historiografía hitita. Estaba ésta estrechamente
vinculada a los reyes y a su fe en haber sido objetos de elección
divina2S. Esa idea estaba presente en el antiguo oriente incluso
cuando la dignidad real se había adquirido por caminos distintos
de los que eran normales para su trasmisión. Así, por ejemplo,
una estela relata acerca de Tutmosis IV (1409-1400) que le fue
comunicada su elección real en un sueño que soñó a los pies de
la gran esfinge de Gizeh, cuando era aún un príncipe de segundo
orden2y. Pero tales vías extraordinarias desembocaban siempre
en la renovación del orden de dominio existente, y el relato acerca
de la iniciativa divina que había intervenido en los hechos servía
para legitimar las irregularidades habidas en la sucesión al trono.
En los anales reales hititas, y en los textos de contenido histórico
afines a ellos, no sólo se destaca con mayor fuerza la idea de ía
elección, sino que, además, se hace independiente fel interés por

25. ANET 444-6.


26. ANET 231a.; sobre esto, E. Voegelin, Orcler and Histoiy, 69s.
27. E. Voegelin, o. c. IV, 71. '
28. Véase H. Cancik, Myihische und Historische Wahrheit (1970), 47*
65s. '
29. ANET 449. Cf. también cómo Ra lleva a cabo la nominación de
Tutmosis III (ibid.. 446s).
624 El mundo común

los pormenores de la narración histórica; todo ello en relación


con el punto de vista de que el dios guía al rey.
Por su parte, en'Israel la fe en la elección divina está referida
al pueblo30, y no sólo al rey o a la dinastía31. La propia índole
peculiar de este pueblo dentro del mundo de los pueblos es re­
ducida a que. Dios lo ha elegido32. Así, el Dios de Israel es
entendido como el origen de la historia del pueblo y, al mismo
tiempo, como la potencia que garantiza unidad y cumplimiento
a esta historia por su fidelidad a sus promesas y a su elección.
De este modo, la noción de Dios se desprende del vínculo que
la ligaba al orden tanto del cosmos como de la sociedad, instituido
en los tiempos de los orígenes, y el Dios de Israel llega a ser
aquello que iba abriendo paso a los dioses sumerios e hititas de
la tempestad: el señor del cambio histórico y su dinámica, que
está sometida a su plan33. A su vez, a partir de aquí es como la
historia misma, en tanto que conjunto de la acción divina34, es
entendida en Israel como un proceso que se dirige a una m eta y
en cuyo curso, si bien es verdad que una y otra vez fracasan los

30. Di 7, 6 ; Is 41, 8ss; 1 Re 3, 8 . Acerca de la varia terminología en que


se expresa la idea de la elección, y acerca de su desarrollo, cf. K. Koch, Zur
Geschichte der ErwGhlungsvorstelhtng irt Israel: Zetschr. f. at. Wiss. 67 (1955)
205-26. Es importante respecto de la comparación con el pensamiento hitita
sobre la historia que, en este otro caso, «el [pueblo]... jamás... es el portador
(el sujeto) de la historia; sino que siempre lo son el rey y ia dinastía» {H.
Cancik, Mithische und historische Wahrheit, 70).
31. 1 Sam 10, 24; 16, í-13; 1 Re 8 , 16 (cf. 2 Sam 7, 8-16).
32. Desempeña en esto un papel fundamental la comprensión posterior
de Israel de la alianza en el Sínaí (Ex 19, 5s; Dt 7, 6 s; 26, 16s). En la
comparación! con el oriente antiguo —especialmente, con la lista sumeria de
los reyes— , es muy significativo que el yahvista no refiera e! ordenamiento
político de la monarquía israelita directamente a un modelo que tenga su origen
en el mundo divino, sino que lo exponga como el resultado de una historia de
elección que empieza con Abrahán; la cual establece con él un nuevo comienzo
dentro de la muchedumbre de los pueblos que se expone en la tabla de Gén
10. Cf. G. v. Rad, El libro del Génesis, Salamanca 1977, 168ss.
33. "Cf., por ejemplo, los comentarios de K. Koch acerca de la teología
isaiana de la historia, Die Propheten I (1978), 157s y, sobre todo, 167s, se
refiere a la idea de Isaías del «plan» de Yahvé. Cf. también ibid., 84s, sobre
Amos; y luego, II (1980), 77ss. sobre Jeremías, y 151 ss, sobre el Déutero-
Isaías.
34. Acerca de la noción israelita de la historia como el conjunto de las
acciones u «obras» (ma’asa) de Dios, c f K. Koch, Die Propheten, I, 167s; y
lo que expongo en Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Sala­
manca 1976. 212ss.
El hombre y la historia 625

proyectos de los hombres, Dios persigue su objetivo acerca de


ellos justo a través de ese fracaso. Esta es la raíz de la diferencia
que separa la comprensión de la historia dei antiguo Israel de la
que era propia de griegos y romanos. .
En esta última también se hallaba el desligamiento respecto
de un orden instituido en los primeros tiempos del mito, y los
ordenamientos políticos se enmarcaban aún más radicalmente que
en Israel dentro del cuadro de las relaciones recíprocas de los
pueblos y de sus representantes35. Pero no era posible hallar la
unidad del proceso de la historia en la unidad de un Dios que
hace una elección y que sale garante del cumplimiento de sus
promesas. En vez de ello, el pensamiento histórico de Heródoto
está determinado por la idea —extendida a todo el ancho del
mundo antiguo— de la conexión ineluctable de la acción y la
pasión, que Anaximandro había elevado al rango de apxií divina
vinculándola estrechamente con su idea de lo cmsipov, desde el
cual y hacia el cual acontece el devenir y el perecer de las cosas
.«según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la
reparación de la injusticia, según el ordenamiento del tiempo»36.
Tampoco le era desconocido al pensamiento histórico bíblico el
nexo fatal de la acción y la pasión37, pero en él quedó trascendido
por la acción del Dios de la elección, que es fiel a ella. En
cambio, el pensamiento griego sólo pudo detenerse, en el curso
de la némesis inexorable, en lo digno de consideración que es el
hecho de que el hombre evidencie su miseria y su grandeza en
su ascenso y su caída. En esto radica la universalidad que ca­
racteriza al pensamiento griego38. *

35. E. Voegelin, Order and History, IV, 104s. «Sólo los helenos hicieron
sujeto de la historia no a una sociedad imperial, ni a la sociedad abierta de
todos los helenos, sino a la humanidad ecuménica» (106).
36. Anaximandro, frag. 1. Acerca de ía relación entre la historiografía
de Heródoto y este pensamiento de Anaximandro, E. Voegelin, o. c., II (1957),
336-44 y IV, 105s. .
37. Cf. K. Kocb. Gibt es ein Vergeltungsdogma im Alten Testament?:
Zeitschr. f. Theol. u. Kirche 52 (1955) 1-42. Y. G. von Rad, Sabiduría en
Israel, Madrid 1985, 158-173.
38. Se trata de una universalidad de distinta índole que la que encuentra,
expresión en los lances de la aventura de la formación de un imperio universal,
desde el imperio persa hasta el auge de Roma. A esía era, cuyo historiador fue
Potibiu, la caracteriza Voegelin como la «edad ecuménica» (Order and History,
IV, 114-21). Este mismo autor describe iluminadoramente la vanidad del afán
626 E l mundo común

Pero el hombre no está entendido' en él como siendo él mismo


historia. Esta noción del hombre sólo apareció en la perspectiva
judía de la historia de Dios, cuando, levantándose por sobre el
límite del pueblo judío, se extendió hasta convertirse en historia
de la humanidad y del hombre en tanto que tal.

c) La idea cristiana de la historicidad del hombre

El interés de la misión cristiana por ei significado escatológico


de Jesucristo no sólo respecto del pueblo judío —del cual era
proclamado M esías— , sino, más allá de él, respecto del hombre
como tal, llevó ya en el cristianismo primitivo a la tesis de que
el hombre sólo accede a 'su destino auténtico en la historia de
Jesús y en la comunidad con él. Recibía así expresión la preten­
sión de que un acontecimiento histórico particular poseía validez
universal para el hombre; una pretensión, por cierto, que no hubo
que esperar a la modernidad para que pareciera una paradoja.
Ella y el interés cristológico que le subyace han conducido a la
historificación de la autocomprensión del hombre.
Uno de los fundamentos de este proceso fue la interpretación
paulina de Jesucristo como nuevo —segundo— Adán: «El primer
hombre, hecho de la tierra, es terrestre; el segundo hombre,
celeste... Y como hemos llevado la imagen del terrestre, lleva­
remos también la imagen del celeste» (1 Cor 15. 47.49). Para
medir el alcance de estas frases es preciso tener a la vista el
trasfondo mítico de la concepción bíblica acerca de la creación
de Adán —o sea, del hom bre— en el comienzo de los aconte­
cimientos mundanales.
El pensamiento mítico interpretaba el orden dei mundo de la
vida y las circunstancias en que los hombres viven a partir de
sucesos que ocurrieron en el principio de los tiempos, cuando
los dioses dieron al mundo forma y orden39. Aquel acontecimiento

concupiscente por extender el imperio (208), mas pone también de relieve su


vinculación con eJ surgimiento de civilizaciones y religiones que piensan en
términos de universalidad (209s).
39. Cf. en mi investigación sobre Cristianismo y mito, en Cuestiones
fundam entales de teología sistemática, 277-35i, las citas que aduzco de B.
Malinowski, H. Preuss, M. Eliade y otros (15s).
El hombre y la historia 627

primitivo —que el culto hacía de nuevo presente para permitir


que los vivos pudieran participar de su orden— era para la con­
ciencia mítica real en un sentido eminente. El propio hombre y
su puesto en el cosmos no eran precisamente lo último que se
reducía a esta fundamentación mítica. .
Este era todavía el caso también en la historia bíblica sobre
los orígenes, a pesar de todas das correcciones que en ella sufren
los rasgos politeístas de las tradiciones afines del oriente antiguo.
Adán, en efecto, es en ella tanto el primer hombre como el
hombre mismo. Su historia se repite en todos los individuos
humanos y es la clave que explica la índole peculiar —que aparece
ciertamente necesitada de explicación— de la existencia del hom­
bre: su poder sobre las criaturas (gracias al conocimiento de sus
nombres), la diferencia y la mutua copertenencia de los sexos,
la fatiga del trabajo, el dolor que acompaña ei parto de una nueva
vida y la ineluctabilidad de la muerte. Aun cuando los relatos
bíblicos de la creación no sean ya mitos propiamente, sino más
bien leyendas etiológicas, sin embargo, evidentemente su forma
representativa es la del mito: los rasgos básicos de la vida humana
anclan en acontecimientos de los tiempos primitivos.
Este modo de consideración enraizado en el pensamiento
mítico ha ejercido su influjo en torno al estado primitivo de la
primera pareja humana40. Aún es reconocible, si bien en formas
totalmente secularizadas, un eco tardío de esa doctrina sobre el
estado primitivo en la concepción marxista de ía sociedad ori­
ginal, que vivía todavía aquende el pecado original de la división
del trabajo; y lo mismo sucede con la idea de Nietzsche de la
originaria salud animal del hombre previa a que enfermara p sí­
quicamente por el desairollo de la conciencia moral y la moral
misma. Tanto más asombrosas resultan la audacia y la radicalidad
de la nueva orientación paulina de la concepción del hombre, no
más desde el pasado, sino hacia el futuro de un hombre nuevo.
La rfeorientación escatológica de la antropología llevada a
cabo por el apóstol no está, sin embargo, sólo en pugna con la

40. He investigado con más pormenor en Gottebenbildlichkeit ais Bes­


timmung des Menschen in der mueren Theologiegeschichte: Sitzungsberichte
der Bayer. Akad. d. Wissenschaften Phil.-Hist. Klasse (1979) cómo se deshace
esta idea merced a la interpretación, desde fines del XVIII, de la imago el
similitudo Dei como destino del hombre.
628 E l mundo común

orientación por los tiempos primeros propia del mito, sino tam­
bién con el pensamiento filosófico de la antigüedad griega. Para
él lo verdaderamente real no es ya lo originario en el tiempo,
sino lo que es siempre y se halla inmutablemente a la base del
raudo cambio de las apariencias. .En Parménides y en la teoría
platónica de las ideas halló su plasmación más pura este rasgo
característico del pensamiento filosófico; pero está extendido mu­
cho más allá de sólo Parménides y Platón. En realidad, se lo
encuentra allí donde se procura reducir los fenómenos a estruc­
turas o leyes permanentes, tal como pasa hasta el día de hoy en
las ciencias. Siempre que lo perdurable en y detrás de los fe­
nómenos ha sido considerado el ser auténtico de éstos (su
esencia), la naturaleza esencial del hombre se ha pensado como
igual en todos los tietjipos y en todos los individuos.
Así pues, y a pesar de todas las demás diferencias con él, el
pensamiento filosófico orientado hacia lo universal y lo que es
siempre igual, comparte con el pensamiento mítico su distancia-
miento respecto de la historia. Al estar orientado en el mito hacia
los tiempos del origen, el hombre se aseguraba contra la incer-
tidumbre del futuro histórico41. Las variaciones históricas eran
reprimidas y expulsadas de la conciencia proyectando hacia atrás,
hacia los acontecimientos fundacionales de los tiempos primor­
diales, sus resultados permanentes42. El hombre no dirigía la vista
al futuro, sino al tiempo inicial; al futuro le daba la espalda43.
Pero con el mismo distanciamiento se comporta la conciencia
filosófica respecto del hecho del cambio histórico, en la medida
en que guarda la impronta del modo parmenídico de mirar. Las
modificaciones históricas aparecen ante ella como inesenciales

41. M. Eliade, Der Mythos der ewigen Wiederkehr (1949; ed. alemana,
por la que cito, 1953; trad. cast.: El mito del eterno retorno, Madrid 1989),
no se refiere solamente a la aniquilación del tiempo profano superado y abolido
en el tiempo milico (56ss, I25ss), sino también y precisamente a un «rehusar
el hombre arcaico considerarse a sí mismo un ser histórico» (126); lo cual, sin
duda, es una expresión demasiado extremosa por lo que concierne a la evolución
de la conciencia de la historia en las primeras culturas superiores. Cf. lo que
he escrito sobre la cuestión en Cuestiones fundamentales de teología siste­
mática, 208-210.
42. Ejemplos de ello tomados de (a historia jurídica y de otras tradiciones
del antiguo Israel, en la investigación citada en nota 39, 32s.
43. Sal 139, 5 et passim. Cf. Cuestiones fundamentales de teología sis­
temática. 208.
El hombre y la historia 629

en tanto en cuanto la esencia es para ella idéntica con lo que es


siempre. De la historia, pues, según Aristóteles, no hay ciencia44.
La fe cristiana condujo en este punto a un cambio muy pro­
fundo, y muy preñado de consecuencias en la concepción del
hombre, y ello tanto por lo que concierne a la conciencia mítica,
como por lo que hace a la filosofía antigua. Para Pablo, el apóstol
de los gentiles, con la aparición de Cristo todo el anterior ser del
hombre ha sido relevado por una fundamental forma nueva de
ser hombre: frente al primer.Adán surgió con Jesús —y de modo
decisivo con su resurrección45— una figura nueva y definitiva
del hombre, cuya «imagen» portamos todos; es decir, de acuerdo
con la cual todos debemos estar configurados (Rom 8, 29). Ya
no es nada más que un ser vivo, sometido, como tal, a la muerte,
sino que su vida está penetrada por el origen de toda vida y es,
por lo tanto, inmortal. Es, así, pues, espíritu creador de vida (1
Cor 15, 45s). Lo primero, lo primitivo ya no es lo supremo46.

44. En la Poética (cap. 9, 1451b 3ss), dice Aristóteles acerca de la poesía


que se encuentra más cerca de la filosofía que ia historiografía, porque se, dirige
más a lo general que a lo particular. Fue Agustín quien estimó scientia la
historia (De Trin. XIII, 1). Cf. L. Boehm, Der wissenschaftstheoretische Orí-
der historia im früheren Mitlelalter. Die Geschichte auf dem Weg zur Ges­
chichtswissenschaft, en Speculum Historíale (homenaje a J. Spijrl) (1965) 663­
93; sobre todo, 686s.
45. 1 Cor ¡5, 42ss. Es en la Carta a los romanos (5, 12ss) donde Pablo
reñrió a la propia vida terrenal de Jesús la interpretación de Jesucristo como
el nuevo Adán escatológico, y la puso en relación con su obediencia al Padre.
Cf. U. Wilckens, La Carta a los romanos I, Salamanca 1989, 372-411.
46. El transfondo lo constituye el problema exegético de la doble narración
del Géfiesis acerca de la creación del hombre. Mientras que el primer relato
(el sacerdotal) habla de que el hombre fue creado a imagen de Dios (Gén 1,
27), en la narración más antigua (la del yahvista) se cuenta que la figura del
hombre fue formada con polvo del suelo (Gén 2, 7). La exégesis judía distinguió
aquí dos actos creadores. Filón, por ejemplo, diferenciaba el hombre celeste
de Gén 1, del terrestre de Gén 2. Cf. E. Brandenburger, Adam und Christus.
Exegeúsch-religionsgeschichtliche Untersuchung zu Rom 5, 12-21 (1 Kor 15)
(1962) 77-131. U. Wilckens considera probable que en Corinto, y quizá también
en el resto del primitivo cristianismo helenístico, se haya identificado ef Cristo
ensalzado con el primer hombre celeste de Gén 1. Frente a ello, Pablo, al
declarar que el hombre terrenal de Gén 1 es el «primer» hombre (1 Cor 15,
45.47), habría desligado de todo lastre protológico el carácter escatológico del
Resucitado como último hombre (Christus, der «letzte Adam», und der Mens*
chensohn, en R. Pesch-R. Schnackenburg [eds.], Jesús und der Menschensohn
[homenaje a A. Vógtle], [1975] 387-403). Pero ¿acaso el hecho de que Pablo
llame a Cristo imagen de Dios (2 Cor 4, 4) no implica que lo identifica con
630 E l mundi) común

Para Pablo, el primer hombre está hecho de tierra y es mortal;


el segundo y último, en cambio, es celeste e inmortal, tal como
se ha manifestado en la resurrección de Cristo. De este modo, a
su vez. es Jesucristo, el hombre escatológico, el que, según
Pablo, es la imagen y semejanza de ..Dios (2 Cor 4, 4) de que
había el primero de los dos relatos bíblicos de la creación (Gén
1, 27). ■ .
Cierto que, jum o a todo esto, también se encuentra en Pablo
todavía la concepción tradicional, de acuerdo con la cual, según
Gén 1, 27, el ser a imagen y semejanza de Dios caracteriza ya
siempre ai hombre, en especial, al varón (I Cor 11, 7). La
teología cristiana primitiva resolvió esta tensión entendiendo a
Cristo como el arquetipo respecto del cual fue ya creado el primer
hombre «a su imagen», o sea, como copia de aquel modelo. Así,
la conexión con el nuevo hombre manifestado en Cristo se es­
tablece ahora de tal modo que es el fenómeno visible del arquetipo
mismo en la encamación quien lleva a cumplimiento la imagen
de Dios en nosotros47.
Incluso en esta exégesis platonizante se percibe la repercusión
de que la noción esencial del hombre se ha licuefactado hasta
devenir historia salvífica (aeconomíá) que conduce al «nuevo
hombre Jesucristo», y que ello se ha debido a la individualidad
histórica del acontecimiento salvífíco en el que el destino esca­
tológico del hombre se hace presente y eficaz. Esta concepción,
formulada por Ignacio de Antioquía (Eph. 20, I), ocupa en el
pensamiento cristiano primitivo exactamente el lugar que ocupaba
en la filosofía el concepto de esencia humana, de «naturaleza»
. humana. No es que la historia salvífica se añada al concepto del
hombre, sino que lo reemplaza. Ya en el pensamiento de Ireneo,
por otra parte, la noción de imagen y semejanza de Dios en
referencia a la cual fue creado el primer hombre, pero que sólo
llega a plenitud por Jesucristo, muestra ser el engarce que m an­
tiene el comienzo y el fin de ese camino unidos en una y la

el primer hombre de Gén 1, 26s? Incluso si fuera así cabría pensar su aparición
en el tiempo■como aparición de) «último hombre«. De este modo se harían
más inteligibles las expresiones referentes al envío del Hijo en las cartas paulinas
posteriores (Gal 4, 4; Rom 8 , 3), así como la incorporación de afirmaciones
sobre la preexistencia provenientes del himnos cristianos primitivos (por ejem­
plo, Flp 2, 6 s).
47. Ireneo, Adv. haer. V, 16, Is.
El hombre y la historia 631

misma historia de la humanidad. Se evita así el error en el que


se extravió la gnosis cristiana: el riesgo de abrir una brecha
dualista entre el prim er Adán y el segundo, entre el hombre
terreno y el celeste4S, y, en última instancia, entre el Dios de la
creación y el Dios de la redención.
La concepción cristiana del hombre como historia que va
desde el prim er Adán al nuevo y último Adán disuelve en his­
toricidad el concepto filosófico de la naturaleza esencial humana
independiente del tiempo; o, más bien, lo resuelve en el movi­
miento de esa historia concreta. El estado de cosas de que se
trata de expresar así mejor que mediante la fórmula que habla
de un destino y una perfección «sobrenaturales», con referencia
a los cuales se hallara instituido el hombre49. Cierto que también
esta fórmula expresa'a su modo la historicidad del hombre en el
movimiento desde el primer Adán al segundo. Está, sin embargo,
lastrada de dificultades, ya que la «naturaleza esencial», en el
sentido de la noción filosófica de (pucru;, no es susceptible de
complemento sobrenatural algún©. Y, a la inversa, una «natu­
raleza» que está en disposición de un cumplimiento sobrenatural
no se corresponde ya con la noción de esencia de la filosofía
griega clásica. Se aproxima más a la hipótesis que admite con­
diciones naturales de la existencia humana como situación de
partida de una historia concreta en que debe decidirse en un
sentido o en otro qué es la esencia del hombre. Tal situación de
partida viene caracterizada, por lo que respecta a un cumplimiento
posible y todavía pendiente —pero cuya posibilidad misma sólo
puede conocerse retrospectivamente, partiendo de su realiza­
ción— por cierta apertura más allá de lo que está ya presente.
Desde la perspectiva del cumplimiento futuro, se trata de una
apertura hacia él. Pero, visto desde la situación de partida, el
contenido de ese destino futuro no está aún fijado y garantizado.
Así pues, con ia irrepetibilidad histórica del acontecimiento
salvífico se corresponde una concepción de la situación inicial
de la historia humana como mera apertura; ta cual, empero, puede
ser entendida, a la luz de su cumplimiento futuro, como desti­
nación a esa perfección futura. En la historia de la antropología

48. H. Langerbeck. Aufsätze zur Gnosis (ed. H. Dom es) (1967), 56.
49. Tomás de Aquino, Summa iheol. II/l. q. 105; fin ís exccdens pro-
portionem huinancie naturae.
632 E l mundo común

cristiana, este hecho quedó hasta cierto .punto disimulado en Ja


doctrina acerca del estado original,'que hablaba de la perfección
primitiva de Adán. En ella, la concepción histórica del hombre
quedaba perturbada por la intromisión de un componente m ito­
lógico de orientación según los tiempos iniciales. Las cosas no
se arreglaron demasiado con la unión del principio y el fin en el
esquema neoplatónico de exitus y reditus50.- Este esquema de la
correspondencia del tiempo inicial con el final tiene, a su vez,
más bien carácter mítico que histórico. La historicidad de la
concepción cristiana del hombre, sólo salía a plena vigencia allí
donde la doctrina acerca del estado original era desmontada. Ello
sólo vino a ser posible en el contexto de las concepciones m o­
dernas acerca de los comienzos de la humanidad, y gracias a la
interpretación histórico-crítica del relato bíblico sobre los orí­
genes. Esa concepción se halla ya presupuestada en la teoría de
Herder de la imago et similitudo Dei del hombre no concedida
ya acabada desde un principio, sino necesitada aún de ser llevada
a perfección. En la teología moderna51 se ha ido imponiendo a
partir de la investigación histórica del relato bíblico' sobre el
origen debida a J. G. Eichhom 32. - -
En Herder, las condiciones naturales de la existencia humana
y la situación de partida «natural» que ellas ofrecen para la historia
de la humanidad fueron entendidas, en el sentido arriba postulado,
como apertura hacia un destino que no estaba aún realizado en
esa situación inicial. En la medida en que ello es así, Herder, en
el marco del pensamiento moderno, posibilitó y comenzó él mis­
mo una nueva formulación: de las tesis,, cristianas primitivas en
torno a la interpretación del hombre como una historia que va
del primero al segundo Adán. Sin embargo, es verdad que Herder
dejó a un lado sin considerarla la cristología. En su pensamiento

50. M. Sechkler muestra la importancia de este esquema para Ja antro­


pología de Tomás de Aquino: Das H eil in der Geschichte. Geschichtstheolo­
gisches Denken bei Thomos van Aquin (1964).
51. La investigación de Eichhorn, que vio la luz en 1779, fue reeditada
en 1790 y 1793 por J. Ph. Gabler, en dos tomos provistos de notas.
52. K. G. Bvetschneider rechazó expresamente en su dogmática, editada
por primera vez en 1814. la doctrina acerca del estado original, y habló de la
creación del hombre a imagen de Dios (con vistas a la realización que sólo
aparece en Jesucristo) en términos de «destino» del hombre (Handbuck der
Dogmatik der ev.-luth. Kirche, [31828] I, 748; cf. 752 y 754, así como II, 77).
El hom bre y la historia 633

no se encuentra correspondencia ninguna con la idea, formulada


por Pablo y, apoyándose en él, expresada también en la teoría
de la recapitulación de Ireneo de Lyon, de que la esencia del
hombre halla su culminación y acabamiento en Jesucristo y en
la comünidad con Dios realizada por su medio53. Así, también
en Herder queda en la ambivalencia la relación entre antropología
y filosofía de la historia. Por un lado, sobre todo, en la última
fase, en las Ideas, la antropología se concibe como el fundamento
de la filosofía de la historia. Pero igualmente sucede que la
filosofía de la historia está esbozada a partir de la antropología
general, como la exposición del desarrollo de las disposiciones
naturales dei hombre. El hombre, además, no alcanza su cum­
plimiento perfecto en la historia, sino únicamente allende la his­
toria: en la inmortalidad.
Con más decisión que Herder, Hegel, al introducir en el
sistema la idea de la encamación, intentó pensar la superación
de la antropología general .asumiéndola en el proceso de la historia
del hombre. Pero también su .filosofía de la historia permaneció
equívoca en este punto. De un lado, en efecto, Hegel pensaba
que el concepto del hombre sólo es realizado por la historia del
hombre; pero de otro, esta historia no es más que el despliegue
de lo que se haüa ya introducido en el concepto. El apriorismo
lógico del concepto no solamente hace aparecer a una luz dudosa

53. En cambio, Scfileiemiacher expresaba esta idea caracterizando la


institución por Jesucristo de una nueva «vida total», de una nueva sociedad
ya no corrompida por el pecado, como «la creación, sólo ahora completada,
de la naturaleza humana» (Der christliche Glaube [1821] § 89). Pero sólo
expresó esle pensamiento en el marco de una doctrina de ¡a fe: como ex­
presión, pues, de la fe subjetiva de los cristianos en la redención. El hecho
de que, sin embargo, implica toda una filosofía de la historia, se pone de
manifiesto cuando se considera la relación que esta tesis tiene con las ideas
de Kant sobre la fundación de un ser ético común como pueblo de D ios,
según las leyes de la virtud La religión de los lím ites de la mera razón,
127s; así com o también, por otro lado, la analogía objetiva que guarda con
la fe marxista en la posibilidad de la edificación revolucionaria de una nueva
sociedad, purificada de los pecados del dominio clasista. Todas estas repre­
sentaciones muestran una afinidad estructural digna de ser tenida en cuenta;
si bien hay entre ellas la notable diferencia de que la nueva humanidad debe
surgir, en Kant y Schleiermacher {que se distinguen por el lugar en que 1
ponen el énfasis), de una moralidad mediada por la religión, en tanto que
en el marxismo debe ser a partir de !a dialéctica de la historia del género
humano m ism o, con el auxilio de la dictadura del proletariado.
634 El mundo común

la interpretación hegeliana del cristianismo, sino también el in­


tento de-superar ia antropología ,en la filosofía de la historia.
Ambas cosas tienen una estrecha relación objetiva.
La misma ambivalencia vuelve a manifestarse en la historia
posthegeliana del problema en el .caso de Dilthey, en la forma
de Ja pugna entre lo irrepetible e individual de la historia y el
afán del pensador en torno a una psicología general como fun-'
damento del conocimiento histórico.
El problema alcanza su límite intelectual en la cuestión que
pregunta por el sujeto de la historia, a su vez fuertemente co­
nectada con la que interroga por la relación entre historia y acción
del hombre. ¿Es el hombre tan sólo el objeto de] que se trata en
la historia; o es también el sujeto que se realiza a sí mismo
actuando en el proceso de la historia? Este es el doble sentido
que revela el concepto moderno de historicidad cuando refiere
ésta a las «posibilidades» del existir, del ser-ahí54. La emanci­
pación de la conciencia histórica moderna respecto de su ascen­
dencia cristiana ha retrotraído la historicidad del hombre a su
base antropológica previa a la historia. Mas con ello todavía no
se ha 'zanjado la cuestión de la relación entre la identidad del
sujeto mismo y su historia. Muy bien que la materia de la historia
conste en amplia medida de acciones humanas; pero ¿gracias a
qué se constituyen, por su parte, los sujetos que actúan? ¿están
ya constituidos en sujetos antes de la historia toda; o bien posee
el devenir mismo de la subjetividad la forma de una historia? Es
decisivo, a propósito de la relación entre antropología e historia,
esclarecer este problema.
* t
2. La historia como proceso de la formación del sujeto
En tanto la historiografía de la antigüedad clásica —en sus
comienzos, en Heródoto— veía su objeto en los hechos y obras
de los hombres que deseaba preservar del olvido5-’ , Agustín su­

54. tís verdad que. M. Heidegger (El ser y el tiempo, 412ss) no une
inmediatamente el punto de vista de la posibilidad con el concepto de acción
(cf., sin embargo, 326), pero sí con el de «estado de resuelto» (383ss). y habla
de la «opción existencial fáctica de la historicidad del ser-ahí» (395). De este
modo, se pierde de vista la referencia práctica de su análisis deí concepto en
cuestión. Y, por otra parte, presupone explícitamente que el ser-ahí, la exis­
tencia humana, es el «sujeto» primordial de la historia (382).
55. A sí, el proemio que pone Heródoto a sus libros. Cf. Chr. Meier. Die
Entstehung der Historie, en R. Koselleck-V.-D Stempel (eds.), Geschichte-
E l hom bre y la historia 635

braya que la narración histórica relata también, desde luego, lo


que el hombre ha hecho (instituía), pero la historia misma (ipsa
historia) no debe ser contada entre las creaciones humanas, por­
q u e la s u c e s ió n de sus é p o c a s tie n e a D ios p o r a c to r y
administrador56. El orden de los tiempos fijado por la providencia
divina, que es para Agustín lo «capital» de la religión cristiana37,
se convertía así en el auténtico objeto del saber histórico, el cual
se hacía de este modo «susceptible de verdad objetiva»58.
Fue sólo con el humanismo como se formaron los principios
de una concepción de la historia que había finalmente de hacer
saltar al marco agustiniano. Ya para Petrarca, es «el hombre el
sujeto de la historia», de modo que la realidad histórica «se
constituye según las categorías en las que cabe pensar la acción
humana»59. Pero todavía en Vico este punto de vista no excluye
la idea agustiniana de la providencia. Es verdad que Vico fundaba
la cognoscibilidad del mundo histórico en que «ha sido hecho
por el hombre»60; pero insistía, a la vez, en la idea de la pro­
videncia divina como fundamento de la unidad del decurso de la
historia, ya que «una evolución histórica ordenada puede muy
bien ser el resultado de la acción del hombre, pero no el de sus
designios»61. Es sólo a partir de Voltaire y Condorcet cuando el

Ereignis und Erzählung (1973) 251-305; sobre todo, 258s. También W. Scha­
dewalt, Die A nfänge der Geschichtsschreibung bei den Griechen (1982), 113s.
56. De doctrina christiana II, 28, 44: Narratione autem histórica cum
praeterita eliam hominum instituía narrantur, non inter humana instituía ipsa
historia numeranda est; quia iam quae transierimt nec infecta fieri possunt,
in online temporum habenda sunt quorum est conditor et administrator Deus.
Cf. L. Boehm, Der wissenschaftstheoretische Ortder historia im früheren M it­
telalter, 663-693; sobre todo, 684s. Además; E. Kessler, Das rhetorische
M odell der Historiographie, en (R. Koselleck-H. Lutz-J. Rüsen (eds.), Formen
der Geschichtsschreibung (1982), 37s y 59: «La historia se había convertido
en algo instituido por Dios, en cuya realización toma parte el hombre como
un instrumento, pero cuyo sujeto es la providentia divina».
57. D e vera religione I, 7: Huius Religionis sectandae caput est historia
et prophetia dispensationis temporalis divinae Providentiae pro salute generis
humani in aeternam vitam reformandi atque reparahdi. Cf. I, 26s., así como
D e civ. D ei X, 32, 3 y XVIII, 40. Cf. mi trabajo Erfordert die Einheit der
Geschichte ein Subjekt?, en Geschichte-Ereignis und Erzählung, 478-90, 487.
58. E. Kessler, o. c., 59. 4
59. E. Kessler, Das rhetorische M odell der Historiographie, 67. Cf. 73s.
60. G. Vico, La sciencia nuova seconda (ed. E. Auerbach, 1924), 125.
61. F. Fellmann, Das Vico-Axiom: Der M ensch macht die Geschichte,
(1976), 125, n. 21. En otros lugares (19s), Fellmann se aproxima, sin embargo,
636 El m undo común

lugar de la providencia divina es ocupado por el progreso civi­


lizador introducido por la previsión humana62.
La providencia ha desaparecido del pensamiento histórico
contemporáneo. El progreso ha caído en tela de juicio. Lo que
ha quedado es «el concepto de á'cción como fundamento de la
antropología histórica»63. Ahora bien, desde luego que las ac­
ciones'humanas pertenecen a la materia de la historia. Pero ¿son
de lo único de que está hecha esa materia? Ya en 1958 R. Bult­
mann indicó, polemizando con R. G. Collingwood, que, junto
a las acciones, también las pasiones, los acontecimientos que se
sufren pasivamente, pertenecen a la materia de la historia64; y,
en los años luego transcurridos, W. Kamlah ha llamado la aten­
ción sobre cómo las unas y las otras se limitan y restringen
mutuamente. Entre dos, «Jas acciones del uno son sucesos pa­
sivamente sufridos por el otro»65. Pero Kamlah aduce también
ejemplos de cómo la clase de las «pasiones» comprende más
elementos que sólo las acciones de los demás. Ya que la noción
de «pasión», en este sentido de acontecimiento con el que uno
se tropieza (y que quizá le obstaculiza), hace relación al hombre
en tanto que ser necesitado (y vulnerable), caen en su extensión
también trastornos técnicos y sucesos naturales, tales como el
nacimiento y la muerte. La que se solapa exactamente con la
clase de los acontecimientos históricos no es la de las acciones
humanas, sino la más comprensiva de las «pasiones»; pues «no

a la interpretación antiteológica que fue rechazada por K. Löwith (W eltges­


chichte und H eilsgeschehen [ed. alemana 1953]) apelando a B. Croce (Die
Philosophie Giambasttista Vicos [ed. alemana 1927], 97ss). «Como si Vico
hubiera querido decir que el mundo histórico del hombre es meramente el
producto de su energía creadora espontánea» (Löwith, 115).
62. K. Löwith, o. c., lOis; cf. 99 y 88s.
63. A. Heuss, Zum Problem einer geschichtlichen Anthropologie, en Ga-
damer-Vogler (eds.), Neue Antrophologie IV. Kulturanthropologie (1973),
176. Cf. ya I73ss. Cf. también L. Landgrebe, D as philosophische Problem
des Endes der Geschichte, en Phänomenologie und Geschichte (1968). 182ss;
sobre todo, 200.
64. R. Bultmann, Geschichte und Eschatologie (1958), 162; cf. 155.
65. W . Kamlah. Philosophische Anthropologie. Sprachliche Gundlegung
und Ethik (1973), 37. Esta indicación la recogió H. Lübbe en sus considera­
ciones acerca del papel del concepto de acción en la teoría de la historia
(Geschichtsbegriff und Geschichtsinsreresse, Analytik und. Pragmatik' der H is­
torie [1977], 59). ' . ■
E l hom bre y la historia 637

hablamos de ‘acontecimientos’ cuando suceden cosas que no son


para nadie una ‘pasión’»66.
A sí pues, no es verdad que la historia no conste nada más
que de acciones humanas. Ya sólo desde esta altura, resulta
improbable que las acciones puedan fundar el nexo, la conti­
nuidad del curso de los sucesos históricos. Efectivamente, no
aprehendemos el nexo de una serie de sucesos en el modo en
que las acciones ligan fines y medios, sino rememorando67 ac­
ciones y pasiones propias y ajenas. Las acciones y los proyectos
y designios humanos que están en su base no son capaces de
hacer inteligible el curso de la historia, ya por el hecho de los
proyectos y los designios de los hombres se entrecruzan unos
con otros. Debido a ello y, también, a causa de las secuelas
secundarias e impremeditadas de la acción, suele ocurrir que surja
en el curso de los acontecimientos algo que no es lo que habían
pretendido quienes tomaron paite en la acción68. Por esto es por
lo que la perspectiva histórica tradicional, que en este punto era
.compartida todavía por Vico, atribuía el trascurso efectivo de los
acontecimientos •a una instancia suprahumana: a la providencia
y guía divinas de la historia69. Sólo si los propósitos y acciones
individuales y antagónicos sirvieran en último extremo, a pesar
de todo, a un interés común, como supuso la economía política
liberal, o fueran susceptibles de quedar superados y absorbidos
en una planificación colectiva, como quiere el socialismo, cabría
—en el caso de que, además, fuera posible abarcar panorámi­
camente de antemano todas las secuelas secundarias de la acción
hum ana— que el hombre domeñara el curso de la historia y lo
dirigiera por la vía del progreso civilizador ininterrumpido. Pero
las esperanzas que en ello puso la fe ilustrada en el progreso

66. W. Karplah, Philosophische Anthropologie, 35. .


67. Así, H. M. Baumgartner, Kontinuität und Geschichte. Zur Kritik und
Methodik der historischen Vernunft (1972) en su discusión de la posición de
L. Landgrebe (202-221; sobre todo, 211). .
6 8 . Este estado de cosas sirve precisamente, en el caso de H. Liibbe, para
delimitar lo específicamente histórico: «Las historias son procesos que no se
acomodan a la ratón práctica o activa de los que toman parte en ellos. No son
racional-activos» (en el libro citado en nota 65; cf. 38s, 82 y 275).
69. Ya sabía esto la sabiduría del antiguo Israel: «Se apareja el caballo
para e! día del combate, pero a Yahvé corresponde la victoria» (Prov 21, 31).
«Muchos proyectos hay en el corazón del hombre, pero el designio de Yahvé
es el que permanece» (19, 21; cf. 16, 9; 14, 12 et passitn).
638 El mundo común

causan hoy el efecto de expectativas carentes de realismo. La


pugna entre intereses individuales y colectivos puede superarse
caso por caso, pero no admite una superación global y de prin­
cipio. Por otra parte, todo nuevo progreso va acompañado de
secuelas imprevistas. No cabe, por ello, someter el curso de la
historia a ninguna planificación racional, y es asimismo por esto,
por lo que el nexo de acontecimientos que resulta de un decurso
puede entenderse como la expresión de una acción de Dios, mas
no como el fruto de la acción del hombre. El sujeto divino que
garantiza en la teología cristiana de la historia la unidad de ésta
no puede ser reemplazado por ningún sujeto humano: ni por
sujetos colectivos hipostasiados70, ni por e) «singular colectivo»
de la historia misma71.
Por supuesto, la idea del gobierno universal de la providencia
divina en el ámbito de su acción conservadora del mundo está
lastrada para el pensamiento moderno con una serie de problemas
tan graves que apenas cabe'esperar hoy un regreso a ella, al
menos, en su figura tradicional. Él menor de esos problemas es
la cuestión de la teodicea, que tanto trabajo dio al siglo XVIII72.
Sólo fue posible que adquiriera un peso tan desproporcionado
debido a que su solución cristiana por la fe en la reconciliación
del mundo con su creador consumada en Jesucristo había quedado

70. Cf. una crítica de que se acepte como sujetos colectivos capaces de
acciones a asociaciones, instituciones, naciones o, incluso, a la humanidad, en
mis consideraciones sobre la pregunta, Erfordert die Einheit der Geschichte
ein Subjekt?, 478-90; sobre todo, 479s, a propósito de la crítica de K. Marx
y N. Hartmann a ideas de esta índole. Es verdad que H. Lübbe, remitiéndonos
a F. Kambartel (ibid., 477s) y yendo aún más allá que él, piensa que admitir
«sujetos institucionales de acciones» no ocasiona «ninguna dificultad». (Ges­
chichtsbegriff und Geschichtsinteresse. Analytik und Pragmatik der Historie,
72). Pero a los estados y a otras instituciones, en tanto que sujetos jurídicos,
sólo se les puede atribuir acciones en sentido derivativo; a saber, en la medida
en que están representados por sus diputados en cada caso, los cuales, por su
parte, actúan en nombre de la institución o el colectivo.
71. Este concepto lo ha acuñado R. Koselleck para caracterizar con él la
hipostatazación moderna de «la historia» (en singular) como sujeto que crea.
Historia Magistra vitae. Über die Auflösung des Topos im Horizont neuzeitlich
bewegter Geschichte (1967), ahora en Vergangene Zukunft, zur Semantik ges­
chichtlicher Zeiten (1979), 38-66; sobre todo, 50ss, 53ss, ■
72. Para O. Marquard, ésta es la cuestión de la que surgió la filosofía
idealista de la historia: Schwierigkeiten mit der Geschichtsphilosophie .(1973),
52ss y 66ss.
E l hom bre y la historia 639

ya apartada de la consideración por otras causas. Pesa hoy más


la sustitución de la divina conservación del mundo por la auto-
conservación tanto de las estructuras materiales como del hom­
bre73. La idea de la autoconservación quizá haya dado muchos
frutos en el pensamiento histórico moderno74. Sin embargo, el
papel decisivo le corresponde al momento —que actúa en el paso
desde la conservación por' el otro a la autoconservación — de la
libertad humana, que parece que no es reconciliable con la idea
de una providencia divina que determina de antemano y sin la­
gunas el curso de la historia75. Pero el preconocimiento infalible
del futuro no sólo arruinaría la libertad humana, sino también la
contingencia de los sucesos históricos y, así, la esencia propia
del tiempo y de la historia misma, a saber: la asimetría entre la
imposibilidad de modificar el pasado y el carácter abierto del’
futuro76. Por esto es por lo que el saber histórico se halla res­
tringido a la forma de la narración retrospectiva, que relata siem­
pre el curso de los sucesos que han llevado a tal resultado a partir,
justam ente, de cierto estado final.
' El historiador narra la señe de los sucesos —por ejemplo, la
prehistoria de !a guerra de los treinta años— sabiendo cuál ha
sido su final y, por lo tanto, desde una perspectiva que se distingue
por principio de la de todos los observadores contemporáneos,
por bien informados que estuvieran77. Pues conoce en qué ter­

73. Cf. ias aportaciones de H. Blumenberg, Selbsterhaltim g und B eha­


rrung y D. Henrich (Die Grundstruktur der modernen Philosophie), al volumen,
editado por H. Ebcling, Subjektivität und Selbsterhaltung. Zur Diagnose der
Moderne*(1967) 77ss y 144ss.
74. D . Henrich, o. C . , 303ss: Selbsterhaltung und Geschichtlichkeit; sobre
todo, 309s. Cf. también G. Buck, Selbsterhaltung im d Historizität, en G es­
chichte-Ereignis und Erzählung, 29-94.
75. La escolástica medieval cristiana intentó solucionar este problema
interpretando la eternidad divina como simultaneidad respecto de todos los
tiempos. Cf. mi Prädestinationslehre des D uns Scotus (1954) 24ss, 60ss, 67s.
También: K. Bannach, Die Lehre von der doppelten M acht Gottes bei Wilhelm
v. Ockham (1975) 200ss, 221ss. ¿Puede aún seguirse hablando, en tal caso,
de presciencia en el sentido de un conocimiento que precede temporalmente a
lo conocido?
76. A , C. Danto, Analytical Philosophy o f History (1965; 1968) 199ss.
77. I d - ,' A nalytical P hilosophy o f H istory, 170s. En 182s. viene el
ejemplo de, los com ienzos de la guerra de los treinta años en las acciones
de Federico del Palatinado. Remitiéndose a la célebre discusión aristotélica
de ios futuros contingentes en Peri H erm eneias 9, 18a 2 8 -l9 a 32, Danto
640 E l m undo común

minaron los acontecimientos, y ello estaba todavía entonces ocul­


to en el seno del futuro, pero, por*la misma razón, y porque sólo
le importa la vía que ha conducido al resultado que aún estaba
oculto a los contemporáneos de los sucesos, el historiador no
necesita conocer y relatar todo lo que ocurrió entonces, sino sólo
lo que es relevante respecto del resultado del proceso histórico,
que él tiene a la vista. Así pues, la exposición histórica procede
siempre selectivamente78. Y, de otro lado, los sucesos que refiere
pueden convertirse en partes que integren otras historias79, tanto
más cuanto que el lugar del historiador en la historia se va des­
plazando, y, por ello, la historia debe siempre ser reescrita de
nuevo80. Lo cual suscita el problema de si la historia narrada
posee unidad y nexo en sí misma o tan sólo en el relato del
historiador. »
Según A. D anto, al relato histórico tiene que corresponderle
un objeto continuo en la propia serie de los acontecim ientos:
«A narrative requires a continuant subject»81. Ello va a una
con que la afirmación de una realidad histórica que corresponde
• a la narración pertenece -ya al concepto mismo del relato
histórico82. Esto no es verdad sólo por lo que hace a los p o r­
m enores, sino tam bién por lo que concierne al nexo de la
exposición histórica. Sólo cabe, pues, negar la admisión de un
objeto unitario correspondiente al relato al precio de la his-

escribe: «D ios, aun siendo omnisciente, no puede saber qué significado


tienen los acontecim ientos eventuales antes de que posean de hecho signi­
ficado» (197; cf. 189ss).
78. Cf. Danto, Analyticai Phílosophy o f Hístory, 14Is, cf, también W.
H. Dray, P hílosophy o f Hístory (1964), 28ss.
79. Danto, o. c., !36.
80. Esto ha sido puesto especialmente de relieve por R. G. Collingwood
en su interpretación de las relaciones históricas como reconstrucciones; The
Idea o f Hístory (1964), 266ss, 275ss; cf. 234ss (trad. cast.: Idea de la historia,
México “1972).
81. O. c., 250. Es una de las condiciones necesarias para la unidad de
una narración que «no sea acerca del mismo sujeto» (251).
82. Sin tal relación objetiva carecería ya de sentido hablar de documentos
históricos (95; cf. 89). Sin embargo, Danto parece no ver que la historia en tanto
que ciencia no puede asimilarse a la narración histórica. Es verdad que tienen
razón cuando destaca, contra W. H. Walsh, (Phílosophy o f Hístory P1958], 18s)
que la misma averiguación de hechos supone conexiones que sólo pueden expli­
carse como nexos narrativos (140ss). Pero la averiguación de los hechos y su
reconstrucción deben seguir siendo diferenciadas del mero narrar.
El hom bre y la historia 641

toricidad de éste®3. Ahora bien, ¿de qué índole es la unidad de


este objeto? W .-D . Stempel ha introducido a este propósito el
térm ino de «sujeto referencial»84, y D. Henrich, en las dis­
cusiones del grupo «Poética y herm enéutica» en 1970, lo di­
ferenció del concepto de sujeto de la acción85. Pero la hipótesis
de un objeto unitario en tanto que sujeto referencial, ¿es acaso
bastante para garantizar la unidad de su historia? Lo que im ­
porta a propósito de esta últim a, ¿no es la unidad que surge
de la sucesión de los acontecim ientos y que, justam ente, no
es algo que se encuentre ya en el fundamento de ella? ¿o es
que el sujeto referencial de un relato histórico es idéntico con
esta unidad que surge tan sólo en el decurso del proceso re­
latado?
Hay aquí otra vez que hacer distinciones más precisas. El
sujeto de quien se narra una historia puede ser uno tal que de
él se cuenten muchas historias diferentes, entre las que se
encuentre la del caso. Si es así, el sujeto al que se refieren
todas estas historias está entonces, por así decir, por detrás de
ellas. Su unidad dehe distinguirse de la unidad de cada historia,
y, si bien es verdad que funda la copertenencia de las diversas
historias, no funda, en cam bio, directam ente, la peculiar uni­
dad de cada una. La unidad narrativa de una anécdota acerca
de Federico II de Prusia no viene dada sin más por la persona

83. H. M. Baumgartner califica de inconsistente y absurda la hipótesis


de Danto «de una realidad narrativa previa a toda organización narrativa»
(Kontinuität und Geschichte. Zur Kritik und M etakritik der historischen Ver­
nunft [1972], 291). Sostiene frente a ello la tesis de que la «continuidad histórica
se prodíice, en el mismo sentido que la historia, constructivamente» (292; cf.
293s, 296ss). Con todo, entre construcción y narración no diferencia más que
lo que Danto !o hacía; y si tal construcción es meramente subjetiva, no hay
modo de hallar la compatibilidad entre ello y la pretensión de verdad que posee
la narración (318). Escasamente podría bastar para semejante misión una «iden­
tidad» del objeto, en el tiempo distinta de la continuidad histórica (298; cf.
336). Cf. las observaciones de J. Rüsen acerca de las explicaciones que Baum'
gartner ofrece sobre «estructura narrativa y objetividad»; cf. el volumen, editado
por el mismo Rüsen, Historische Objektivität (1975), 94ss; sobre todo, 96.
84. W. D. Stempel, Erzählung, Beschreibung und historischer Diskurs,
en Geschichte-Ereignis und Erzählung, 325-346; sobre todo, 329: «Identidad
referencial dei sujeto en el que y por el que se realiza el cambio».
85. Mencionado en p. 481 de ese mismo volumen. H. Lübbe recogió y
completó esta distinción en G eschichtsbegriff und Geschichtsinteresse. Analytik
und Pragmatik der Historie (1977), 16, 75s, 84, 154,
642 E l m undo común

de éste. Otra cosa es la que ocurre cuando de lo que se trata


es de la historia de este mismo sujeto. En el caso de una
narración de este tipo, el sujeto ha llegado a ser lo que es para
el narrador sólo en el decurso de la historia que de él se relata.
Ahora sí que la unidad narrativa de la historia viene efecti­
vamente dada por su sujeto referencial, justo en tanto que es
su historia la que se narra, esto es, la historia constitutiva de
su identidad propia86. Pero entonces parece problem ático ad­
mitir, a título de sujeto referencial de esa historia, una segunda
identidad «numérica» del mismo sujeto, independiente de la
historia en cuestión157. Aceptar tal cosa sólo parece estar ju s­
tificado en el prim er tipo de historias, que se narran acerca de
un sujeto que ya existe con independencia de ellas. Ahora bien,
ni siquiera en el caso de la historia que relata la historia del
sujeto mismo que se expone puede fundar su unidad el sujeto
referencial, ya que, más bien y al contrario, es la historia la
que constituye ia identidad propia de éste. Sin embargo, la
historia del tipo al que me refiero posee unidad tem ática en el
proceso de formación del sujeto del que habla.
Es en este sentido en el que las historias describen el proceso
de la formación de la identidad de su objeto. Sucede así no sólo
con las historias de instituciones (por ejemplo, con la historia de
una universidad), de individuos (las biografías) o de naciones (la
historia de su auge y decadencia), sino también con historias del
primer tipo; o sea, con las que hablan de alguien sin relatar su
historia. Lo único que hay es que, en este caso, es preciso dis­
tinguir dos sujetos referenciales: la persona de la que, por ejem­
plo, se cuenta una anécdota, y pl tema de la narración misma.
Sólo respecto de este último es verdad que deba entendérselo, al
mismo tiempo, como resultado de la historia —o, en otras pa­

8 6 . H. Lübbe, Geschichtsbegrijf..., 146ss; cf. 185, 203.


87. Ibid., J45s. Esta idea está también en la base de que Lübbe califique
las historias como «procesos de individualización de sistemas» (146; cf. 90s,
98). Parece que aquí se presupone que el «sistema» que funciona de referente
de una historia subsiste ya también sin ella. ¿Sería entonces extemo a! sistema
mismo el proceso de su individualización? ¿o es que el sistema sólo existe
como algo individualmente concreto? Pero, si fuera así, habría ya siempre que
comprenderlo como constituido por su historia. La distinción entre la identidad
numérica y la identidad histórica de un objeto sólo sería, a lo sumo, defendible
como una aproximación tosca y abstracta a su aprehensión, que habría que
diferenciar de su concreción individual. '
E l hom bre y la historia 643

labras, que ésta tenga que entenderse como el proceso de for­


mación de aquél — . A sí, la conciencia de lo :justo que tenía
Federico II es el resultado de la historia del molino de Sanssouci.
Resulta de esa historia que Federico, con todo su poder real, era
un hombre de conciencia recta. Eso sí, tal cosa no pende úni­
camente de esa sola historia. Por ello, ésta sólo sirve para ilustrar
que se da incluso prescindiendo de ella, pero que no se daría si
el comportamiento del monarca en el episodio en cuestión hubiera
sido diferente.
Es otro el modo en que hay que comprender como procesos
de formación ia historia de la guerra de los treinta años o la de
la primera cruzada. Exponen descriptivamente tan sólo el origen
y la naturaleza de aquellos procesos. Cabe además, desde luego,
preguntarle por un interés que la exposición posea y que llegue
más allá, el cual no ha de ser idéntico con el objeto de esas
historias.
A diferencia de estos casos, las exposiciones de la historia
de una institución, de'una nación o de una persona que sigue en
vida tienen habitualmente la función de describir el proceso de
la formación de la identidad de estos «sujetos» que siguen exis­
tiendo, y es entonces cuando la historiografía cumple eminen­
temente la función de «presentación de la identidad»88. Que, por
lo demás, era ya cumplida por el mito etiológico. Y, en un modo
distinto, también lo fue por las listas de reyes de la más remota
antigüedad, y, todavía en otros nuevos, por los relatos sobre el
origen de la monarquía o el ascenso de una dinastía (entre los
hititas y en el antiguo testamento), o, en fin, en la narración de
Polibio acerca de la ascensión del imperio romano.
Precisamente cuando la exposición histórica actúa como pre­
sentación de identidad, suele ocurrir que ia historia de su objetivo
no esté todavía concluida. Pero esto quiere decir que tampoco

88 . Cf. H. Liibbe, G eschichtsbegriff.,., 158ss, así como J. Riisen, Pro­


blema und Fimkíion der H iswrik, en W, Oelmüüer (ed.), Wozu noch Ces-
chichte? (1977) 119-134; 133; «La ciencia histórica es un rendimiento insti­
tucionalizado de la memoria, necesario para que la sociedad que lo porta realice
una autoidentificación susceptible de futuro». Esta es, en mi opinión, una
descripción más precisa de lo que Baumgartner (Kontim útdi und Geschichte...*
200s) trata bajo el punto de vista de la referencia práctica de la historia. Aquí
no se trata de una relación inmediata con la acción y sus fines, sino, primor­
dialmente, de identidad, cuya aprehensión deviene luego la base de las refle­
xiones que tienen por objetivo la acción.
644 El m undo común

puede estar aún completamente terminado el proceso de la for­


mación d e .la identidad de las personas, las instituciones o las
naciones de que se trate. Este es el caso en que mejor aplicación
puede encontrar la frase de Dilthey que dice que sólo en la hora
de la muerte puede abarcarse la totalidad desde la que se deter­
mina el significado de las partes de la caírera de la vida89. Pero
si la «presentación de la-identidad» es posible, en medio del curso
todavía fluyente de los acontecimientos, por retrospección sobre
la historia del origen, sólo cabe que lo sea mediante la antici­
pación90. De otra manera, ello es también verdad respecto de la
exposición de procesos históricos concluidos, puesto que la his­
toria de su inteipretación sigue corriendo. Ahora bien, la «pre­
sentación de la identidad» en la exposición histórica por recurso
a la anticipación de la totalidad de la historia de la propia vida
o de la propia sociedad y sus instituciones, posee la peculiaridad
de incluir un momento de autorreflexión en la relación con el
objeto expuesto. Este momento caracteriza el concepto de historia
como proceso de formación en el sentido que da a estos términos
J. Habermas91 . ■

89. Ges. Werke VII, 233; cf. 237. Cf. mis observaciones en Grundfragen
systematischer Theologie I, 1967, 143s.
90. Cf. lo que escribí en Grundfragen..., 148ss. Esta anticipación no es
solamente la expresión «de una valoración, de un interés que se constituye en
la comunicación concreta» {H. M. Baumgartner, Kontinuität und Geschichte,
281); y tampoco se limita a expresar una esperanza subjetiva (P. Ricoeur,
Evenement et seas, en E. Castelli [ed.], Révélation et Histoire, [1971], 15-34,
32). Se trata más bien de algo que está objetivamente implicado en las estruc­
turas objetivas de sentido del vivir. La anticipación en cuestión se tematiza
explícitamente en la reflexión filosófico-histój'ica, si bien no puede aún haber
saber concreto de los acontecimientos futuros (Danto, Analytical Philosoph}'
o f History, 174ss, I89ss; sobre ello, Baumgartner, o. c., 277ss). Implícita­
mente, se halla ya siempre a la base —como la perspectiva que dirige la
exposición— de las reconstrucciones que los historiadores hacen de los sucesos
pasados. Cf. las observaciones de J. Riisen en Historische Objektivität, 94s,
acerca de cómo es inevitable la referencia a la «totalidad» de la historia.
Ciertamente, no debería vinculársela inmediatamente con «determinaciones de
sentido de la acción social», sino que tiene primordialmente su suelo en la
vivencia de sentido que precede a toda reflexión para la acción {y que va unida
a la cuestión de la identidad, en el contexto del mundo del objeto expuesto y
del mundo social en que vive el propio historiador).
91. i. Habermas. La lógica de los ciencias sociales (1967), 189. Cf. la
dura crítica a H. G. Gadamer que de aquí resulta: (ibid., 174s), así como la
correspondiente crítica a Dilthey en Erkenntnis und Interesse (1968), 228 (trad,
cast.: Conocimiento e interés, Madrid 1982). Cf. también la recepción del
psicoanálisis que tiene lugar desde esta perspectiva (ibid., 280).
E l hombre y la historia 645

La autorreflexión no implica, por cierto, autoconstitución.


En 1968, Habermas, apoyándose en Marx, como declaró luego92,
hablaba de una «autoconstitución del género humano» por el
trabajo y la interacción, y ello por la vía de un «proceso de
formación en el que se constituye como tal el sujeto genérico93. ■
La humanidad estaba ahí de hecho pensada como sujeto activo
de su propia historia94, si bien de tal modo que se constituía a si
misma como sujeto sólo en el proceso de esa historia. Habermas
quedaba así expuesto a la objeción que preguntara cómo cabe
entonces pensar, sin recurrir a las nociones hegelianas de razón
o de espíritu, «la identidad como un yo del género humano, que
se necesita como supuesto de la representación de un proceso de
la formación de este género mismo». Y también a la objeción
siguiente: «¿Cómo puede pensarse libre de equívocos que afecten
a la noción de formación el proceso de formación que supone ya
la unidad del sujeto genérico, si la totalidad y la unidad de tal
sujeto sólo surgen, en tanto que acontecimientos históricos, en
e! interior de ese proceso?»95. Cuando esta crítipa se publicó,
Habermas, es verdad, había ya retirado su tesis de la auto-
constitución96. Su concepción de la historia como proceso de
formación no se volatilizó, sino que, más bien, ganó consistencia
merced a esa enmienda; si bien hay procesos de formación de
identidad que poseen la forma de historia y que no pueden por
principio ser racional-activos, ya que carecen de sujeto activo
—puesto que precisamente constituyen la identidad de tal suje­
to — (H. Lübbe). La exposición que hace Lübbe de las historias

92. J. Habermas, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie?, en


ei Volumen deJ mismo titulo editado por Habermas-N. Luhmann (1971) 179s.
Uno piensa en expresiones de Marx referentes a la «autoproducción» del hombre
(Frühschriften, ed. Ladehut [1964] 247s, 269, 281). Cf. Erkenntnis und In­
teresse, 341.
■93. J. Habermas, Erkenntnis und Interesse, 243; cf. 240ss.
94. Cf. J. Habermas, Theorie und Praxis (Í963), 206ss.
95. H. M. Baumgartner, Kontinuität und Geschichte, 229. Cf. la crítica
basada en ello que se encuentra en 238s, 242s.
96. ‘ Cf. la frase de 1971 citada en la nota 2. Cf. Además Über das Subjekt
der Geschichte, en Geschichte-Ereignis und Erzählung, 470-476; sobre todo,
473 y 476: «El sujeto de la historia productor de sí mismo era y es una ficción»;
con el colofón de que, sin embargo, hay que mantenerse en la «intención» de
unir la «evolución de los sistemas socioculturales al modo de conducirlos que
es la autorreflexión».
646 El mundo común

como procesos cuya unidad no es racional-activa, sino que está


referida a un sujeto referencial cuya identidad, a su vez, sólo
puede exponerse como resultado de una historia —y, por lo tanto,
es lo que motiva que se cuente esa historia97—, describe de hecho
la historia como proceso de formación de identidad cuando la
identidad del sujeto referencial (como arriba se expuso) no se
piensa como previa al proceso de la historia, sino que se la
entiende como el tema de este mismo proceso. Por cierto que de
nuevo se suscita entonces la cuestión de en qué estriba la unidad
misma de una historia tal, toda vez que la identidad del sujeto
sólo cabe que sea resultado de ella.
W. Dilthey nos ha enseñado a entender la unidad de los
procesos históricos como un nexo de significación o de sentido
en el que lo singular y el todo se condicionan mutuamente98. El
significado del acontecimiento aislado sólo se capta de modo que
en la vivencia se refiera la impresión particular a la totalidad de
la vida. Que, primordialmente, es la totalidad de la propia vida.
En un principio, Dilthey, de acuerdo con Kant, presuponía
la unidad de la autoconciencia como condición incluso de la
experiencia histórica. Su giro posterior hacia la hermenéutica99
consiste precisamente en que ese presupuesto queda él mismo
absorbido , en el proceso de la historia. Se declara ahora explí­
citamente que la historia misma es el órgano del conocimiento
de sí mismo. Mas la totalidad de la vida se halla aún inacabada
en cada instante de su proceso. Por lo que hace a la vida del
individuo, sólo puede abarcarse con la mirada en el momento de
la muerte; por lo que hace a la humanidad, en el final de su
historia (VII, 233, 237). Estas expresiones se mitigan sobreen­
tendiendo que para Dilthey siguen teniendo también ahora su
significado las «partes» de la vida «únicamente en tanto que
momentos de la vida de uno y el mismo sujeto»100. Siguen en­

97. Cf. sobre todo la formulación que le da Lübbe, G eschichtsbegriff...,


203.
98. Se encontrarán citas que atestiguan cada uno de los puntos que siguen
en mi Wissenschdftstheorie und Theologie (1973), 77ss y 162ss.
99. Cf. sobre ello la introducción de Groethuysen al volumen VII de los
Ges. Schriften de Dilthey (1962) así como 70-75 de ese mismo libro, al que
remiten las siguientes referencias a páginas en el cuerpo del texto.
100. Así, H. M. Baumgartner, Kontinuität und Geschichte, 98. En su
interpretación y en la crítica no entra este autor a examinar el giro de Dilthey
desde la fundamentación psicológica de las ciencias del espíritu a la herme­
néutica. ’
E l hom bre y la h istoria 647

contrándose expresiones de este período de la obra de Dilthey


que apuntan en esta dirección101. Con ellas se corresponde la idea
de que la comprensión del otro sólo tiene lugar «trasladándose a
su interior» (VII. 214). Pero hay también puntos que sugieren
una conexión inmediata de la vida del individuo con la vida
global. «El conjunto de lo que nos sale al paso en la vivencia y
en la comprensión es la vida como nexo que comprende a todo
el género humano» (VII. 131); y el individuo sólo vive, obra,
piensa y entiende en una «esfera de comunidad» (146s).
Estas consideraciones no conducen solamente —como lo hace
la penetración en la historicidad dei decurso vital individual —
más allá de la unidad de la conciencia en el momento que es el
presente en cada caso, sino que anclan la vida y la experiencia
individuales en un nexo vital omniabarcante en el que «su in­
dividualidad no puede ser desprendida de lo común humano»
(159; cf. 213). Dilthey no elaboró explícitamente las consecuen­
cias que de aquí se derivan para la vivencia del sentido y de la
significación, pero es evidente que las relaciones significativas
entre las partes y el todo que envuelven y abarcan la vida indi­
vidual han de estar ancladas en este nexo vital omniabarcante,
si bien se las capta desde la perspectiva de cada momento de ía
vida; y que en todo esto son sólo secundariamente diferenciables
3a anticipación de la totalidad significativa de la vida en general.
Si recurrimos en este punto a las pasadas disquisiciones a pro­
pósito de ia formación de la identidad del individuo en el marco
de un nexo primigeniamente simbiótico102, podemos decir ahora
que la unidad de la vida individual sólo puede ser aprehendida
por el individuo a partir de la experiencia de nexos significativos
que la envuelven y abarcan, y que se constituye para él como
unidad de conciencia. L a propia unidad de la conciencia sólo se
desarrolla en un proceso de progresiva diferenciación de las re­
ferencias a la totalidad que poseen los elementos significativos
vividos. Si Dilthey hubiera analizado con más precisión la cons­

101. Especialmente. VII, 230, nota. Esta observación muestra, con todo,
que la cuestión se le había vuelto a Dilthey un problema. En VII, 195 se lee,
en cambio, tan sólo que nosotros aprehendemos e! nexo de vivir «gracias a la
unidad de la conciencia». Y en VII, 203, a propósito de la cuestión del «sujeto»
de las categorías, sólo se dice que «primordialmente» se trata del curso (in­
dividual) de la vida.
102. Cf. supra, 275ss y, sobre todo 282s.
648 E l mundo común

titución de la unidad de la vida del individuo a partir de esa esfera


envolvente de comunidad, no habría quedado expuesto a la ob­
jeción de haber llevado a cabo una hipóstasis de segundo orden
con ciertos nexos estructurales, al haber transferido «las estruc­
turas de la historia de la vida del individuo, a nexos efectivos
no individuales, independientes y centrados en tomo a un sen­
tido»103.
En la medida en que la identidad y la unidad individuales de
la conciencia se constituyen en un proceso de vivir significados
y nexos significativos, cabe asimismo hablar de una prioridad
del vivir respecto del actuar. A diferencia de lo que ocurre con
la vivencia, la acción supone ya siempre la identidad del sujeto
que actúa. Este no tiene sólo que abarcar con la vista de antemano
la conexión entre medios y fines y las posibles secuelas que
derivan de su acción, sino que produce por sí mismo todo ese
nexo al echar mano de los medios para realizar, gracias a ellos,
su fin. La unidad de este nexo está apoyada sobre la identidad
en el transcurso del tiempo del sujeto que actúa. Pero, a su vez,
la identidad del sujeto está constituida por un proceso de for­
mación de ella que posee la forma de una historia en la que la
peculiaridad de la propia existencia se experimenta en el contexto
de nexos de sentido que la abarcan y se capta en el medio de la
articulación lingüística y la comunicación. Estos nexos de sentido
no pueden deberse a que los haya puesto el sujeto, ya que éste
sólo se constituye por el proceso de vivir el sentido; pero tampoco
es que subsistan con independencia de toda intervención del hom­
bre. Los procura el contexto vital y social, en el marco de un
mundo de la vida cultural y común, en el que la vivencia y la
interpretación del sentido se entreveran mutuamente en procesos
de tradición y recepción. Es sólo atravesándolos y participando
en ellos como las historias poseen unidad temática104.
Sin perjuicio de la prioridad de la vivencia respecto de la
acción, esta última toma también parte en esos procesos históricos

103. H. M. Baumgartner, Kominuitat und Geschickte, 106. Cf. también


la crítica —más sobria— de H. G. Gadamer en Verdad y método 1, 283s.
104. A saber: «por la identidad de un ... horizonte de las expectativas»
(J. Habermas, Erkenntnis und Inieresse, 320). Pero lo que resulta decisivo es
que estos horizontes de expectativas no pueden elegirse a capricho, sino que
los procuran las estructuras de sentido de la experiencia histórica, en la medida
en que ellas mismas están abiertas a un cumplimiento futuro.
E l hom bre y la historia 649

de formación. ¿Cómo hay que entender tal cosa, dado que la


historia no tiene un sujeto activo, sino que ha de constituirlo:
¿acaso, entonces, no se da sólo la identidad como resultado, sino
que la hay ya en el transcurso de la historia, de modo que pueda
intervenir en el curso de la propia historia de la formación una
acción que tenga su fundamentó en tal identidad?
Recuérdese que la función que las historias tienen de pre­
sentación de la identidad descansa en la anticipación de la to­
talidad de una historia aún inconclusa. Semejante anticipación
es lo que hace posible una conciencia de la identidad propia en
mitad de la corriente de los acontecimientos; y es también lo que
posibilita, a una con ello, la reflexividad que comporta el con­
ducirse respecto de la propia historia de la formación de uno y,
por tanto, respecto de la tradición cultural. En la anticipación del
nexo de sentido de la existencia propia en el proceso de ana
historia vital entretejida con el mundo y la sociedad es donde se
fundamenta esa familiaridad consigo mismo que hace posible la
cura por ja subsistencia de la existencia propia y el afán de
autoConservación105 e identidad en el curso de la historia de' la
vida propia. La reflexividad de la vida está, pues, mediada por
la anticipación. Y no es el historiador, sino el hombre que vive
y actúa históricamente, quien anticipa, «bajo puntos de vista de
la praxis, estados finales desde los que se estructura no forza­
damente la multiplicidad de los sucesos en historias que orientan
la acción»105.
La referencia práctica que posee la labor del historiador no
apunta inmediatamente a orientar la acción, sino a presentar iden­
tidad; lo cual, por su parte, desde luego, posee alcance en lo que
concierne a la orientación de la acción. En la medida en que
anticipa, con vistas a su exposición, estados finales, ello ocurre,
en virtud de que aún no esté concluida la historia de la nación,
la institución o la cultura que él está exponiendo. Por su parte,

105, En sus análisis sobre la relación entre autoconciencia y autoconser-


vación, D. Henrich ha subrayado que un ser que está sometido a autoconservarse
necesita autoconciencia precisamente porque no tiene en sí mismo su funda­
mento: «Lo que tiene que conservarse debe, en efecto, saber que no tien»
siempre —ni, sobre todo, de manera absoluta— su fundamento en sí mismo
(Die Grundstruktur der modernen Philosophie, en H. Ebeling [ed.], Subjek­
tivität und Selbsterhaltung, 1J; cf. 137s).
106. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, 166.
650 E l m undo común

el hombre que vive históricamente también anticipa estados fi­


nales primordialmente en ■la perspectiva de la identidad de su
propia vida y del mundo social y cultural en que vive y al que
pertenece; y sólo secundariamente lo hace en el sentido de es­
tablecer fines de su acción (siendo así que el contenido.de este
proponerse fines se mide por criterios emanados de la conciencia
de la propia identidad). Quizá sepa, por otra parte, que propo­
niéndose fines y actuando puede contribuir —y aun ha de con­
tribuir de alguna manera— a la historia de la formación de su
sociedad, su propia vida individual e incluso la humanidad; pero
que no puede producir con su acción ni la identidad de su vida,
ni la de la sociedad, ni la de la humanidad. El hombre nuevo,
la consumación del destino humano, no es creación humana. Lo
impiden el antagonismo entre los fines que se proponen los in­
dividuos y las colectividades; la contingencia de los aconteci­
mientos que se sufren pasivamente y de las secuelas derivadas
de la acción, que no están —ni aquéllos, ni éstas— al alcance
del poder ni de la previsión de los hombres; la limitación de los
recursos; y, en fin, la propia limitación de las posibilidades de
la acción. Si la historia de la humanidad ha de ser el proceso en
que el hombre se forme hasta acceder a la humanidad plena, ello
sólo será posible por el imperio de la providencia de Dios. No
hay, desde luego, que entender la providencia de Dios como el
establecimiento fijo y previo al curso de la historia de los acon­
tecimientos de ella; y, de otra parte, tampoco excluye que el
hombre y su acción participen en el proceso de formación que
es la historia. A lo que puede más bien deberse la anticipación
de estados finales dé la identidad humana (que se convierten en
el marco por el que se orienta la proposición de fines para la
acción del hombre) es a la inspiración mediada por el conoci­
miento de Dios como meta de la historia, y sólo así también a
cierto conocimiento de los fines divinos respecto de la humani­
dad. Metas estas últimas que Dios no pretende ni alcanza sin el
hombre, sino a través de que su creación participe, y a través
de los antagonismos de los objetivos y los intereses de los
hombres. ■
E l hom bre y la historia 651

3. Historia y espíritu . . ■

a) El carácter no clausurado de la historia y la presencia de


la verdad

El proceso de formación que es la historia permanece, en ’


todos lo s. presentes históricos, inacabado. Los acontecimientos
futuros pueden destruir lo ya alcanzado, mas también pueden
hacer superar fases de postración profunda; pueden sacar a la luz
campos problemáticos insospechados, y pueden hacer plausibles
nuevas ideas sobre el orden. Sin embargo, en todo instante his­
tórico se halla ya presente la totalidad vital que aún no está
clausurada, sino en curso histórico. Es sólo así como cabe que
haya identidad en medio del río de la historia; y es también sólo
por ello como cabe que la narración y la exposición de historias
sean presentación de identidad.
Desde luego que la identidad de los individuos y de los pue­
blos que ha hecho ya su aparición en el curso de la historia, y
que se concentra en ciertos instantes importantes como en su
foco, siempre es identidad provisional. Eventualidades que están
aún ocultas en el seno del futuro saldrán más adelante a la luz
para realizar su aportación a la determinación esencial de los
individuos y de las culturas, y harán aparecer la identidad de
aquéllos y éstas a una nueva luz. Con todo, ciertos aconteci­
mientos que marcan época en la vida de los individuos, así como
en la memoria de las naciones y de las culturas, pretenden poseer
vigencia por encima de las alternativas de los sucesos futuros,
incluso más allá de la posible decadencia y mina de individuos,
naciones y culturas. Frente a ellos, frente a los acontecimientos
que hacen época y sirven de puntos cardinales para la conciencia
de la identidad, se alzan otros que permanecen en la conciencia
de los individuos y de los pueblos como heridas abiertas. Unos
y otros ejercen influencia sobre el comportamiento de los hombres
y deben ser integrados en toda interpretación posterior de la
identidad tanto individual como nacional.
Así pues, lo definitivo se halla presente en mitad de la re­
latividad y el río de la historia, aunque, desde luego, no de forma*
definitiva, sino en el modo de la anticipación (cf. supra, nota
90). Sin embargo, no se vive inmediatamente en tanto que anti-
652 El m undo común

■cipación la presencia de lo definitivo y de lo verdaderamente


real, sino en tanto que oposición de lo eterno y permanente
respecto del dominio de lo que cambia en el tiempo y es pere­
cedero. Es sólo la reflexión sobre la historicidad de la'experiencia
de lo eterno y permanente quien aprehende esa experiencia como
anticipación. No se le resta nada así a la presencia de lo eterno.
Ocurre, más bien, que ía perspectiva de la anticipación es lo que
hace posible afirmarse en la verdad de la convicción acerca de
lo eterno, incluso confrontada con el cambio de las interpreta­
ciones que va teniendo lugar a medida que avanza la experiencia
histórica. El punto de vista de la anticipación hace entender que
ya desde siempre se ha tratado de la misma totalidad de sentido
y significación, que elaboran de otra forma las interpretaciones
que vienen después. Por ello es por lo que la conciencia anti-
cipativa de lo que verdaderamente es en su historicidad constituye
un nivel superior de la conciencia de la presencia de lo verdadero
y permanente en la vida humana.
, No se trata aquí sólo de la identidad de la vida del individuo
y de su significación, sino, también y al mismo tiempo, de la
identidad de los seres y las cosas de nuestro mundo y, aún más
allá, de este mundo mismo y de los fundamentos de su unidad.
Puesto que el hombre es el ser excéntrico que sólo tiene expe­
riencia de sí mismo a partir de su mundo, únicamente puede tener
conciencia de la unidad de su propia existencia a una con la de
!a unidad del mundo101. Lo cual abarca y compromete tanto al
mundo social como al natural.
Así como la unidad de sentido del mundo social está en la
base de la formación de la identidad de] individuo, así también
en las culturas primitivas se retrotraía la unidad del mundo social
mismo a la unidad del cosmos. La modernidad ha intentado
explicar el orden, tanto del mundo natural cuanto de la vida social,
como basado en ia razón; o ha intentado reorganizar ese doble
orden según pautas propias de la razón. A su modo, pues, ha
tomado en consideración la eopertenencia de orden natura) y
orden social como base de la identidad del hombre (en tanto que
ser racional). ¿Cómo podría el hombre identificarse a sí mismo
como ser racional, si el orden de la naturaleza y el curso de la

107. Cf. supra, 82ss, 195ss.


E l hombre y la historia 653

historia humana no se acordaran en último extremo con las exi­


gencias de, la razón? La aceptación de ésa concordia es, según
la doctrina de Kant acerca del bien supremo, imprescindible para
la unidad del hombre como ser natural y como ser racional. Cierto
que la concordancia entre razón y realidad social (y, por lo tanto,
entre sociedad y naturaleza) no era posible establecerla simple­
mente como un factum, sino, que sólo cabía pensarla como re­
sultado de una historia. Sin el aspecto histórico, la conciencia
de la perfección aún no alcanzada en el presente, el sufrimiento
por las contradicciones, los absurdos y las injusticias del mundo
presente, quedarían suprimidos. Así pues, la unidad del mundo
natural y dei mundo social como suelo para la formación de la
identidad del individuo únicamente puede representarse, si es que
puede, como resultado de una historia que todavía está abierta.
La unidad de esta historia, vista’desde la perspectiva de su posible
cumplimiento perfecto —y tanto si éste se espera del poder de
la providencia de Dios, cuanto si se lo espera de la acción del
hombre—, se halla, pues, ya siempre- presupuesta, implícita o
explícitamente, como marco de referencia para la formación de
la identidad del individuo. Cuando no es posible -vivir como
unidades dotadas de sentido ni el mundo social, ni .el natural, ni
tampoco la historia, la formación de la identidad del individuo
se ve duramente gravada, sobre todo si también está ausente la
religión en tanto que base de constitución de identidad. De hecho,
y a pesar de todas las disputas teóricas, todavía en tal caso quedan
accesibles a la vivencia individual al menos inicios fragmentarios
de la unidad de la naturaleza, la sociedad y la historia, así como
también de su fundamento religioso; y estos atisbos son los que
permiten la identidad individual.
El acceso primordial a esa totalidad108 que sólo está dada
fragmentariamente, se encuentra en el sentimiento. En efecto, el
sentimiento manifestó ser el lugar de una familiaridad prerrefle-
xiva del hombre con el todo, no sólo de su vida propia, sino
también de su esfera simbiótica'"9. En todas las modificaciones

108. Desgraciadamente, a sus investigaciones en teología de la historia


no les ha unido H. U. v. Balthasar e¡ análisis conceptual que hacía esperar el
título Das Ganze im Fragm ent (1963). por más que el tenor de su exposición
corresponda, indudablemente, a la tónica que resuena en este título.
109. Cf. supra, 3 1Oss.
654 El mundo común

de la vida sentimental, los temples de ánimo y los afectos, y


también, justamente, en los sentimientos privativos que son la
soledad, la angustia, el odio, la carencia de sentido y el sentirse
perdido, es posible mostrar que es constitutiva de todos estos
fenómenos la referencia a la totalidad de la vida. Ciertamente
que de suyo es indeterminada esta referencia a la totalidad fun­
dada en el sentimiento. Sólo se articula partiendo de las impre­
siones de cada caso y por relación a un nexo vivencial y expe­
riencia! que se va constituyendo. •
Así es como se llega a la captación de la totalidad en lo
singular y de lo singular en la totalidad, que fue la idea nuclear
de la teoría de ia religión del joven Schleiermacher y luego se
convirtió en la base de la psicología descriptiva del vivir, de
Dilthey110. Como sujeto y objeto, a diferencia que en la sensación,
aún no se han escindido en la intención de totalidad del senti­
miento, constituye ésta el horizonte no sólo de la relación de las
vivencias con la totalidad de la existencia individual, sino también
de la captación de las impresiones como partes de un todo objetivo
que está localizado en el nexo del mundo.. En esta su raíz se
hallan unidos el sentimiento y la razón. A partir de ella surge ía
diferenciación, propiciada por las impresiones sensoriales, entre
los sentimientos —referidos al sí mismo propio— y la razón
—que apunta a la totalidad que es el mundo de los objetos111.

110. Ciertamente, el joven Schleiermacher no vio aún en el sentimiento


el lugar de la «presencia de la existencia toda indivisa» (como dice, tras los
pasos de Steffens, el § 3 de la Glaubenslchrc, 1821). Va a una con ello la
preeminencia de que goza la «intuición» en Reden iiber die Religión de 1799;
en tanto que, más adelante, la tendencia a interpretar trascendentalmente el
sentimiento minusvalorando su indeterminación sin los contenidos que provie­
nen de la intuición y la representación, ofreció ocasión a la crítica de Hegel.
Critica que no afecta, sin embargo, al punto decisivo de la noción de sentimiento
de Schleiermacher: la referencia a la totalidad que comporta el sentimiento ya
antes de toda determinación conceptual. En cambio, el concepto diltheyano de
vivencia prolonga las intenciones de Schleiermacher en un modo que no está
expuesto a la crítica de Hegel, ya que la vivencia se adhiere siempre a una
impresión determinada, Pero, sin embargo de ello, Dilthey sustituyó la noción
de sentimiento por la de vida, la cual estaba aún cargada de mayores oscuridades
por lo que se refería a su relación con la filosofía idealista del sujeto (del yo
trascendental), y no aprovechaba las oportunidades que ofrecía la noción de
sentimiento para tomar distancias respecto dei pensamiento básico de esa fi­
losofía idealista. ■
111. Cf. las observaciones que hice en nota 183 del capítulo séptimo.
E l hom bre y la historia' 655

En el vivir, estos dos aspectos todavía no están separados. La


significación vivida de las cosas y los sucesos articula tanto el
nexo de sentido de la vida propia, cuanto los nexos cósicos del
mundo de la vida, que son, a su vez, nexos de sentido y de
significación. La experiencia del sentido en el vivir la signifi­
cación de las cosas y los sucesos en tanto que partes de totalidades
por ellos representadas, no puede considerarse una posición o
establecimiento de sentido por parte del sujeto, ya por el hecho
de que sus orígenes preceden a la separación entre lo subjetivo
y lo objetivo. Es con eí lenguaje con lo que se hace definitiva
la diferenciación, si bien en el sentido de la preponderancia de
una como subjetividad mítica de las cosas, que notifican desde
ellas mismas su esencia en la palabra que las nom bra"2. En esta
preeminencia del mundo de los objetos se manifiesta en el vivir
la excentricidad del hombre. La presencia (referida al senti­
miento) de la totalidad en el proceso abierto de la vida, trasparece
en la identidad de las cosas en el medio que es el lenguaje. A
causa de la naturáleza social de éste, siempre se trata ya de una
identidad' de las cosas (así como del orden que presentan) que
no sólo está en vigencia por lo que hace al vivir del individuo,
sino que es intersubjetiva.
La identidad de las cosas y de su orden es puesta en cuestión
por la experiencia de la mutabilidad, del cambio fáctico y del
carácter efímero de los objetos del mundo. Por influjo de esta
experiencia es como surge el hambre de realidad; el hambre de
la presencia de lo perdurable y definitivo, de la esencia verdadera
y permanente de las cosas —que se anuncia quizá en su belleza— ,
más allá de su efím era apariencia. O el conocimiento de que la
vida de los hombres pasa como la hierba, se une a la experiencia
y a la confesión de que sólo Dios —su verdad, su fidelidad, su
palabra— permanece eternam ente"3. Sin embargo, ia identidad
de las cosas en su perecedera existencia y el orden que en ella
se manifiesta, son el lugar en el que comparece lo que verda­
deramente es y en que se patentiza la fidelidad de Dios (cf. Sai

112. Cf. nota 185 del capítulo séptimo; y también, por lo que hace a la
adquisición del lenguaje por el niño, las notas 99s. *
113. Sal 103, 15ss; Ts 40, 6ss. Cf. acerca del concepto de verdad en el
pensamiento israelita antiguo lo que expongo en Cuestiones fundam entales de
teología sistemática, Salamanca 1976, 57ss. ■
656 E l mundo común

119, 160; 111, 7s). Su exposición o representación en las palabras


del lenguaje constituye la primera articulación de la presencia
—que en el sentimiento sólo da una noticia de sí indeterminada—
de la totalidad y lo definitivo, de lo perdurablemente verdadero
y permanente en la experiencia humana. Es a partir de la identidad
lingüísticamente aprehendida de las cosas y de su ordenamiento
—en el que también halla su lugar propio el cuerpo de uno, y,
así, la palabra “ yo” adquiere su punto de referencia— como se
constituye la unidad de la conciencia, y no al revés. Que ello es
así, está mejor captado en la imagen mítica del Fedro platónico,
según la cual no solamente el alma del hombre, sino aun los
dioses alimentan su inmortalidad a base del comercio con las
ideas eternas1i4t que en la tesis de Kant de que la identidad de
un yo subsistente y permanente está ya siempre en el fundamento
de todos los contenidos de la experiencia115.
A la presencia de lo verdadero y definitivo en medio de los
procesos de ia historia —que se interrumpen incompletos — , en
medio del fracaso y la transitoriedad terrenales, es a lo que llamo
espíritu. Con ello, al término de esta investigación antropológica'
doy entrada a un concepto que hasta aquí no quise recoger para
no introducir en el análisis e interpretación de los fenómenos
antropológicos elementos tradicionales que no acudieran espon­
táneamente. Esta es la razón de que haya seguido a H. Plessner
y a A. Gehlen en su esfuerzo por evitar el concepto, metafísi-
camente lastrado, de espíritu, y por explicar de otra manera los
fenómenos que M. Scheler remitía al espíritu como principio
antropológico (en especial, la inhibición del impulso instinti­
vo)1’6. Sin embargo, una y otra vez, en la discusión de los pro­
blemas de la identidad y, sobre todo, a propósito de la consti­
tución de la identidad individual; más adelante, en el contexto

114, Fedro, 247d Iss‘ 249c Ss. Cf. Fedón 79b 16s y d Iss. Leo estos
textos de Platón, ante todo, en el sentido de !a fundamentaron de la identidad
del alma (suponiendo que el recuerdo —la capacidad de disponer de la me­
moria— se apoya en ia capacidad de disponer de las palabras del lenguaje);
pero no incondicionalmente como fundamentación de su inmortalidad. Cierto
que la identidad de la conciencia que salta por encima del tiempo puede en­
tenderse como un modo de participación en la eternidad, y ello incluso cuando
tiene lugar, en la perversión, como un querer ser como Dios.
i 15. Cf. supra capítulo 5, § 2; sobre todo notas 83ss. '
116. Cf. supra, 43ss.
E l hombre y la historia . 657

de la noción de sentimiento, y en las cuestiones referentes al


origen y el uso del lenguaje, y cuando examiné los fundamentos
de la constitución de la cultura y de las instituciones, han ido
saliendo a la luz indicaciones que remiten a la importancia cons­
titutiva de una presencia de sentido que no es debida a la acción
del hombre ni al establecimiento o posición de sentido, por parte
del hombre, sino que; a la inversa, está ya en el fundamento de
la constitución de la subjetividad humana y de toda humana
interpretación de sentido. Para caracterizar compendiadamente
esos estados de cosas es para lo que, en la conclusión, introduzco
ahora el concepto de espíritu y paso a discutir su significación
para la antropología.
Por cierto que la noción tradicional del espíritu necesita ser
revisada. No hay razón alguna para regresar una vez más, al
término de una investigación que examina al hombre como fe­
nómeno complejo pero unitario, al dualismo antropológico de la
filosofía cartesiana, con su teoría de las dos sustancias (res ex­
tensa y res cogitans). El espíritu, en el sentido en que yo uso
esta palabra, no debe ser entendido partiendo del fenómeno de
la conciencia y la subjetividad —en él sentido de la unidad de
la vida consciente—, y, a una con ello, también la unidad de la
vida social y de la vida cultural, así como el nexo propio de la
historia (en la apertura e inconclusión de sus procesos). A todos
estos fenómenos les es común la presencia eficaz de una esfera
de sentido que está dada de antemano a los individuos y que
sobrepasa y constituye su existencia; una esfera de sentido que
se franquea, al menos parcialmente, al vivir de los hombres, y
a cuya configuración éstos hacen su aportación, pero que no es
producto suyo. En Hegel se la trata denominándola espíritu ob­
jetivo; Dilthey le da el nombre de vida. Estas dos designaciones
contienen, sin embargo, algo de distorsionante, y han llevado a
tergiversaciones respecto del estado de cosas que está en cuestión.
La noción de espíritu objetivo sugiere la idea de una obje­
tivación que tiene por fundamento la actividad del espíritu ob­
jetivo, aun cuando se independice de los individuos a título de
potencia de lo universal. Como sobre tal base no era posible *
pensar la conciencia subjetiva en tanto que constituida por el
espíritu objetivo, la idea de éste desembocó insistentemente en
teorías de la alienación y en la exigencia de que se reconociera
658 El mundo común

al espíritu presuntamente objetivo como producto cosificado de


la actividad de los individuos. Pero al hacerlo así no se arroja
luz ni sobre la constitución de la identidad individual misma, ni
sobre uno siquiera de los demás fenómenos que he aducido como
causas para reintroducir el concepto de espíritu.
( Por su parte, a la idea diltheyana de' la vida permanecen
adheridas representaciones biológicas oscuras referentes a una
fuerza vital que presuntamente ña de manifestarse a través de la
actividad de los individuos como energía del género, y así ha de
explicar la posibilidad de que los individuos se comprendan por
endopatía los unos a los otros. De hecho Diltliey, en sus análisis
sobre los nexos estructurales del vivir, se elevó por encima de
esta perspectiva. Pero una vez y otra se hace ella ostensible como
un lastre fastidioso e innecesario de la argumentación, como
sucede, por ejemplo, cuando se pone límites a la mostración de
nexos estructurales basándose en una cierta unidad dada de la
vida. Por otra parte, en esta reducción de la noción hegeliana de
espíritu a la noción de vida se contiene el afán,’que de ninguna
manera ha perdido con el tiempo su relevancia', por superar los
límites de la filosofía idealista de la conciencia. Bastaría, sin
embargo, para ello, referir primordialmente el espíritu al fenó­
meno de la vida, y, luego, en el marco que queda así determinado,
a la conciencia. No hacía falta hacer, prácticamente* desaparecer
el espíritu en la vida, para luego volver a sacarlo de ella por la
vía de la psicología «descriptiva», específicamente desarrollada
con tal fin. Este proceder sólo pareció el adecuado a la reacción
contra la tradición idealista que se hallaba bajo la fascinación del
auge de la ciencia de la naturaleza; es decir, a una situación
espiritual a ía que embarazaba el concepto de espíritu en tanto
que tal.
Con todo, el marco de la antropología no es bastante para
justificar sistemáticamente la introducción del concepto de es­
píritu. Se requerirían para ello discusiones de una índole mucho
más general, acerca del modo de entender en toda su amplitud
la realidad. Ello es especialmente verdad cuando de lo que se
trata es de no darse por satisfecho con la reducción que es propia
de la filosofía de la conciencia. La discusión suficiente de ios
problemas que hay que examinar en este punto sólo sería posible
en el ámbito de la ontología general. Por ello aquí no cabe otra
El hombre y la historia 659

cosa que contentarse con las indicaciones que ya he dado respecto


de los problemas de fundamentación en tomo al concepto de
espíritu. El fenómeno que se designa compendiadamente con tal
concepto ha de hablar por sí mismo. Desafía a volver a meditar
sobre la noción de espíritu, pero no depende de ninguna inter­
pretación determinada de é l Por otro lado, también en este pro­
blema cabe establecer un nexo, de nuevo, con el lenguaje de la
tradición bíblica y de la doctrina cristiana.

b) Espíritu, persona y comunidad ■


La Escritura no habla primordialmente del espíritu en relación
con la conciencia, sino que para ella el espíritu es, ante todo, el
origen de !a vida. Sólo en cuanto que la conciencia —y, en primer
término, la conciencia extática y carismàticamente sobreeleva­
da— aparece como una forma especialmente intensiva de la vida,
se la considera destacadamente efecto del espíritu.
Espíritu, en el antiguo Israel, significa siempre el espíritu
creador de Dios (Gén 1, 2). Cuando Isaías contrapone el espíritu,
como fuerza de vida, a la'caducidad de la carne (Is 31, 3), de
lo que se trata —como algo que prácticamente va de suyo— es
de la realidad efectiva de Dios. El espíritu de Dios da a las
criaturas —a las plantas y a los animales— la vida (Sal 104, 30),
y su vida dura justo en tanto que Dios hace que en ellas actúe
su espíritu117. Así, también ei hombre recibe su vida gracias a
que Dios le sopla en la nariz su aliento (Gén 2, 7). Pero, a causa
del engreimiento y la arrogancia del hombre, Dios no quiso que
su espíritu obrara en él para siempre (Gén 6, 3), y por ello su
vida, como ia de las otras criaturas, es limitada. Al morir, el
hombre devuelve a Dios «su» espíritu, el espíritu que él le había
dado, mientras que el cuerpo regresa a ]a tierra de la que había
sido tomado (Ecl 12, 7). Así, el espíritu es, ciertamente, principio
de la vida, pero no es que se absorba en el fenómeno de la vida,
en cualquier caso, ño en la forma de la vida limitada por la
muerte, que es la forma que se corresponde con la independi-
zación recíproca de los individuos y su emancipación contra el
origen divino de su vida. Sólo ia vida futura, cuando la resu-

1)7. Puede entonces significar el espíritu de Jas criaturas: pero cuando


Dios lo quita, «vuelven'a ser polvo» (Sal 104, 29).
660 E l mundo común

rrección de los muertos, permanecerá tan unida con el espíritu


divino como origen de toda vida, que será inmortal. Esta inter­
pretación paulina de la esperanza en la resurrección (1 Cor 15,
44s) va más allá, ciertamente, que las afirmaciones veterotes-
tamentarias sobre ]a relación entre^el espíritu y la vida; pero sigue
estando en el suelo de su lógica, ya que lo que hace es aplicar
su concepción del espíritu y la vida a la esperanza en la resu­
rrección, surgida desde los tiempos postexílicos.
Así pues, que el hombre tiene espíritu es cosa que debe ser
entendida en una antropología cristiana «como algo que sobre­
viene al hombre, o sea, que no es propio de su esencia, sino algo
que él debe recibir y que, de hecho, ha recibido»118. El hombre
es alma y cuerpo; pero también, aunque no de la misma manera,
espíritu. El espíritu es la fuente de.su vida, y está actuante en el
hombre. Pero, «estando en el hombre, no llega a hacerse idéntico
con él». Pues que el hombre sólo es hombre gracias al espíritu,
significa lo mismo que decir «que no es hombre, y, por lo tanto,
alma de su cuerpo, sin Dios, sino por Dios, o sea, por la acción
siempre nueva de D ios»"9. .
Es verdad que en los escritos neotestamentarios, y ya en ia
literatura del judaism o helenístico, se encuentra en ocasiones
aisladas la expresión pneuma significando el alma humana en sus
funciones cognoscitivas y emocionales120. Pero constantemente
lo que se halla en primer término en las formulaciones en las
que se habla de él autónoma y teológicamente, es la concepción
del espíritu como la contraparte divina que contrasta con el alma
humana121. En consonancia con ello, en ia visión de la patrística
cristiana el hombre natural no tiene aún ninguna participación
—ni siquiera por su razón— en el espíritu de Dios. Sólo el nuevo
nacimiento por Ja fe y el bautismo le confiere, a una con la
participación en el espíritu, la prenda de una nueva vida inmortal,
que se hará manifiesta en los cristianos cuando los muertos re­

118. K. Barth, Kirchliche Dagmarik III/2 (1948), 426.


119. K. Barth, Ibid., 437 y 427.
120. Cf. E. Schweizer en ThWBNT VI, 1959, 387, 394 (en especial,
sobre Me 2. 8 ; 8 , 12), 398s (sobre Mt 5, 3), 433s (sobre Pablo); y, luego, 444
(sobre Heb 4, 12) y 447 (sobre Ap 11, 11; 13, 15).
12!. Ibid. 434, sobre Pabio.
El hombre y la historia 661

suciten —como ya ha acontecido en Jesucristo (2 Cor 1, 22; Rom


8, 23)I2~. '
La acción del espíritu de Dios en el hombre se muestra in­
tuitivamente en la representación bíblica del alma123. Gracias al
aliento de vida de Dios que le ha sido insuflado, el hombre se
hace, según el relato de \p. creación del yahvista, un «alma viva»
(Gén 7). Esta expresión significa, sencillamente, que el hom­
bre es un ser vivo. El alma (nefesh) no es un componente del
hombre que se adicione al cuerpo, en el sentido del dualismo
cartesiano o platónico, sino que es este ser corporal mismo en
tanto que vivo. Esto era precisamente lo que quería decir también
la Iglesia latina medieval cuando afirmaba, en los conceptos
aristotélicos, que el alma era la forma esencial del cuerpo del
hombre124. Pero, en tanto que vida del cuerpo, el alma es efecto
del espíritu vivificante de Dios. El divino espíritu creador hace
que el hombre posea en sí mismo vida. En esa misma medida,
el espíritu se halla interiormente presente en el hombre sin con­
vertirse en una «parte» de él. Por ello, y a la inversa, el movi­
miento vitai, el «alma» de todo lo que vive consiste en la tras­
cendencia más allá de la existencia corporal propia, en dirección
del mundo en torno en el que se realiza la vida de los seres vivos.
La vida del alma, pues, se caracteriza por la «menesterosidad»
(H. W. Wolff). Y es ya en la menesterosidad, y no justamente
en su satisfacción, en donde se exterioriza la acción vivificante
del espíritu, ya que por ella es capaz el ser vivo de buscar au­
tónomamente su alimento —y cuanto constituye su contento—
en su entorno —o «en Dios» (Sal 104, 21). Así, toda vida es
extática y, por ende', «espiritual». La esencia extática de la vida
alcanza en el hombre un nivel de realización nuevo, un nuevo
cénit. Al ser el hombre, en tanto que el ser que existe excéntri­

122. Acerca de las formulaciones patrísticas referentes al espíritu, cf. W.


D. Hauschild, Gottest G eisl und d er M ensch . Studien zurfrü h ch ristlich en Pneu-
m atologie, 1972, sobre todo, 30s, 36s (sobre Clemente de Alejandría) y 2 0 lss
(sobre Taciano), así como 206s (sobre Ireneo de Lyon).
123. Cf. H. W. W olff, Anthropologie des Alten Testaments, 1973. 25­
48.
124. Denz. 902 (Concilio de Vienne, 1311/12). Cf. el comentario de J.
B. Metz en Lexikon f. Theologie und Kirche IX (21964), 9, 570s (también VÍ,
[1961] 903), así como G. Ebeling, Lutherstudien II (Disputado de homíne),
primera parte (1977). 150ss, 187ss: y, acerca del concilio de Vienne, 195ss.
662 El mundo común

camente, cabe lo otro de sí mismo en cuanto otro, y al experi­


mentarse a sí mismo desde ahí125, .se manifiesta en su vida de un
modo superior la dinámica vivificadora del espíritu, que lo levanta
por sobre su finitud propia126. Este modo específico de la eficacia
del espíritu se expresa sobre todo en la conciencia humana, la
cual va ciertamente vinculada a la estructura comportamental a
la que se refiere la última frase. Pues, en sy conciencia, el hombre
es, más qüe cualquier otro ser vivo, fuera de sí mismo. La
conciencia humana, se halla, en especial proximidad respecto de
la acción de Dios únicamente porque y en la medida en que el
hombre realiza su índole de ser excéntrica de un modo particular
en su vida consciente.
Pero es sólo desde su estructura temporal como se presenta
plenamente ante la mirada la peculiar esencia de la autotrascen-
dencia extática que caracteriza a iodo lo que vive, así como
también la importancia y el alcance de su particular modo en la
vida humana. Todo lo que vive está dirigido por sus pulsiones
hacia un futuro en que su estado sea otro: a un estado de saciedad,
en contraste con el hambre y la carencia; pero también a un riesgo
posible que se trata de orillar. Pero parece reservado al hombre
distinguir de lo presente lo futuro en tanto que futuro127. Al ser
cabe lo otro de sí mismo en tanto que otro que no sólo distingue
de sí mismo, sino también que capta en su diferencia respecto
de lo otro de él —y, por tanto, en su peculiaridad dentro del
horizonte de lo universal y de la totalidad—, es también el hombre
capaz de distinguir lo presente de lo futuro (anhelado o temido,
y, a la inversa, lo futuro de lo presente. No hace falta insistir de
nuevo en la importancia de la formación del lenguaje por lo que
hace a la fijación de estas distinciones y a mantenerlas presentes.
Ahora bien, el lenguaje es lo que posibilita retener en el presente
de la conciencia lo pasado y lo ausente128. Así, la marca del
hombre es el desarrollo de una conciencia que salta por encima

125. Cf. supra, 76ss.


126. Cf. tambitén J. Zizioulas, Human Capacity and Human Incapacity:
A Theological Exploration o f Human Personhood'. Scotish Journal of Theoiogy
28 (1975) 401-47; sobre todo, 407s; y Chr. Yannaras, Person und Eros; Eme
Gegenüberstelhmg der Ontologie der griechischen Kirchenvater ¡md der Exis­
tenzphilosophie des Westen (1976; ed. alemana 1982), 48ss.
127. Cf. supra, notas 50s del cap. 2 (76ss).
128. Cf. supra, 7óss. , ■
E l hombre y la historia 663

del tiempo, que supera en la unidad y en la continuidad de su


presente propio, dentro de los límites que le están impuestos, las
diferencias de las cosas y de los tiempos, y que proporciona así
una vislumbre de la eternidad —que puede, por cierto, ir unida
a la ilusión de la eternidad de sí propia—. La continuidad de esta
conciencia que salta por encima del tiempo brota de la antici­
pación del futuro. La constante anticipación del futuro no sólo
preserva contra que la continuidad de la conciencia sea arruinada
por cada cambio que acaezca, sino que deja ya atisbar en lo
presente y en lo pasado lo que las cosas percibidas aún no son
en sí mismas sino están llegando a ser (o aquello en lo que pueden
devenir). Así, la anticipación del futuro en la conciencia per­
ceptiva posibilita el trato activo 'con las cosas en el contexto de
la proposición humana de fines. Pero es también quien aprehende
originalmente la identidad permanente de las cosas, que tras­
ciende la experiencia de su cambio y que reúne en el concepto
de la esencia el pasado de las cosas con su futuro, todavía abierto.
De la misma manera, desde luego, se llevan a cabo también la
captación y la determinación de la identidad del sí mismo propio.
El presente superador del tiempo que caracteriza a la con­
ciencia del hombre posee, como ya he dicho, naturaleza extática.
Es la expresión del ser —específico del hom bre— cabe lo otro
en tanto que otro; la expresión de la excentricidad de su forma
vital; y, por ello, la expresión, también, de la presencia deí
espíritu que actúa en las relaciones vivas de las cosas. La relación
extática con el mundo está ella misma temporalmente estructu­
rada, y lo está, precisamente, a partir de la anticipación del
futuro'29. Desde éste se franquea la esencia perdurable de las
cosas, ya que es el futuro quien decide lo que verdaderamente
es constante.

129. Cf. M. Heidegger, E l ser y el tiempo. 354, 359ss. Sin embargo, y


contra la exposición que Heidegger hace de ella (323s), esta anticipación no
hay que entenderla originariamente partiendo de la cura. El sentido extático
del ser cabe lo otro como otro y la preeminencia del futuro respecto de la
estructura temporal del vivir extático más bien se hallan ya retrotraídos por la t
cura a la existencia presente por la que se preocupa la cura. La referencia al
futuro que posee la cura remite, pues, a su vez, a una forma más originaria de
realización extática de ia existencia y de la preeminencia, a ella vinculada, del
futuro.
664 E l mundo común

Que ello es así, se captó conscientemente por primera vez en


la comprensión histórica de la verdad en el antiguo Israel130, en
tanto que la conciencia m ítica aprehendía la verdadera esencia
de las cosas como lo que subsiste desde los tiempos primordiales,
y la filosofía griega clásica la pensó como forma esencial atem­
poralmente idéntica. Sin embargo, Platón pensó, a la v é z , la idea
como el futuro del bien, al que tiende el ansia, nostálgica de
perfección, del eros. Se contiene en ello un atisbo inicial en la
dirección de la historicidad de la comprensión del tiempo, que
no consiguió, es verdad, imponerse plenamente en Platón mismo
por sobre la impronta eleática de su teoría de las ideas, pero que
constituye uno de los puntos con los que enlaza la recepción
cristiana del platonismo. Por ello, Máximo el confesor, apoyán­
dose en la tradición platónica y en los escritos del Areopagita,
pudo interpretar el eros cósmico que actúa en la autotrascendencia
extática de la vida y, sobre todo, del modo en que el hombre
vive, como la expresión del amor salvador del Dios bíblico, que
' introdujo en el corazón de sus criaturas el eros para «atraer a sí
por la naturaleza de éste a los que conmueve su llamada»131. El
movimiento del eros es aspiración a lo imperecedero trascen­
diendo lo perecedero, y esto significa, en lenguaje bíblico, as­
piración a una vida futura que ya no esté separada de su origen
e n ”el espíritu, sino que estará trasfundida por el espíritu y, por
tanto, será inmortal.
Pero, ciertamente, el anhelo erótico permanece en la ambi­
güedad. Su lado problemático lo ha sacado a la luz A. Nygren
contraponiendo eros, en tanto que impulso egoísta a la perfección
y el enriquecimiento del yo propio, y agape, en tanto que amor
de donación132. Semejante descripción es, a su vez, parcial, por­
que el eros es también elevación extática por sobre la imperfec­
ción de la existencia propia. En esta medida, la recepción cristiana
>
130. Cf. mi exposición acerca de la comprensión veterotestamentaria de
la verdad en Cuestiones fundam entales de teología sistemática, Salamanca
1976, 57ss, y ia formulación compendiada de H. von Soden que allí cito: «La
verdad es lo que saldrá a la luz en el futuro»
131. PG 91, 1260, citado por Chr. Yannaras, Person und E ro s..., 47.
Cf. Ibid., I22s. El carácter erótico de la forma extática de ja vida humana es
también puesto de relieve por í. Zizioulas, L'être ecclésial (1981), 44s, 54.
132. A. Nygren, Eros und Agape. Gestalwandlungen der geschichtlichen
Liebe I (1930), II (1937).
El hombre y la historia 665

del eros platónico en Máximo y en otros conserva buenos de­


rechos. Sin embargo, el eros precisa ser liberado de sus vínculos
co n e l impulso egoísta del hombre, por los que se hace para éste
«instrumento de muerte»133. Esta liberación sólo acontece en el
nuevo nacimiento por el que el hombre muere a la esencia egoísta
del pecado, tal como lo representa la acción significativa que es
el bautismo. ■
La intención de la autotrascendencia extática del eros apunta
a una liberación semejante de la insuficiencia y la mezquindad
propias mediante lo bello y lo bueno, a los que va dirigido su
afán. Esta orientación hacia el futuro del bien se expresa del
modo más puro y más comprensivo en la confianza y en la
esperanza que acompañan, desde los inicios mismos de todo
camino humano vital, el proceso de la formación de la persona,
y son quienes procuran a ésta espacio para respirar. No solamente
la esperanza; también la confianza está marcada por la referencia
al futuro, pues el que confía cree que el futuro de su propia
existencia está amparado en aquél a cuyas manos se entrega. Y
sólo el futuro mostrará si era sólido el fundamento sobre el que
construye el que confía. También la confianza y la esperanza —y
precisamente ellas en primera línea— pueden extraviarse. Pero,
de un modo u otro, la importancia básica de la confianza en el
proceso de la formación de la persona hace patente que vive ésta,
como dice ía Carta a los hebreos de la fe (11, 1), del futuro al
que se dirige su confianza134. Y es justo así como vive la persona
en el presente. Ésta es su constitución extática esencial.
Comprobar que ello es así no entra en contradicción con que
haya yo llamado a la historia el principium individuationis. La
historia como proceso de formación es la vía hacia el futuro del
destino propio. En tanto que el camino no está concluido, sólo

133. A sí, J. Zizioulas, L ’être ecclésial, 1981, 44s.


134. Heb 11, 1 utiliza aquí la noción de hipóstasis, que designa en ia
terminología cristiana, a partir de las discusiones trinitarias de! siglo íV , a la
persona. Leída desde esa perspectiva, la fórmula que habla de la fe como
substantia rerum sperandarum sugiere una enmienda en el concepto tradicional
de la sustancia, en el sentido de una «hipóstasis paradójica, cuyas raíces se
sitúan en el porvenir, y cuyas ramas está» en el presente» (J. Zizioulas, o. c.t
198!, 51). Cf. las tesis exegéticas de Lutero referentes a la visión bíblicamente
fundada de la persona como hipóstasis, en conexión con Heb 1 1 ,1 , que vienen
expuestas en W. Joest, Ontologie der Person bei Luther (1967), 238-247.
666 El mundo común

cabe describirlo anticipando su meta. Es partiendo de esta anti­


cipación como el hombre comprende el sentido y la misión de
su vida. Desde luego que el camino y la meta deben estar en tal
relación mutua que pueda interpretarse el camino que ya ha que­
dado atrás como, camino hacia esa meta, del mismo modo que
la historia fáctica de la vida de un hombre debe poderse integrar
en el proyecto de su identidad. Pues el hombre, en tanto que ser
histórico, es no sólo la meta, sino también el movimiento de la
historia que conduce a la meta. Historia, empero, que adquiere
su unidad desde el futuro de su cumplimiento. Por ello, el hombre
sólo puede existir en el presente como sí mismo mediante la
anticipación de este futuro135. Y así entenderá su existencia pre­
sente no tan sólo como el producto de su capricho, sino como
vocación y elección a ese futuro136. De otra parte, la identidad
de su existencia presente no tiene únicamente como supuesto su
personal futuro, sino, en cierto modo, también el del pueblo al
que pertenece y el de su m undo, y hasta el futuro de la humanidad
toda, ya que no es posible separar de su mundo al individuo.
Eso sí: el contenido, de este presupuesto permanece, en amplia
medida, en la indeterminación. Sólo se determina en la existencia
presente de la persona. En ella es donde se hace presentemente
patente su destino futuro y, a una con él, el de la humanidad; y
ello, no sólo en una persona, sino en una multitud de personas
y una multitud de voces.
Si la persona es, pues, la presencia del sí mismo en el instante
del yo137, la personalidad puede entenderse como un caso par­
ticular de la acción del espíritu: un caso particular de la presencia
anticipíitoria de la verdad definitiva de las. cosas. En el sentido
inverso, ¡a esencia de la identidad de las cosas y de su percepción
se abre más profundamente a partir de la naturaleza extática del
presente personal. También las cosas son en la identidad de su
esencia, identidad que nombre la palabra a la luz de la antici­
pación de la verdad definitiva, más de lo que está actualmente

135. Cf. los desarrollos a propósito de Heidegger y de Sartre en el cap,


5, § 3, notas 120ss (p. 359ss).
136. Cf. mis consideraciones sobre la idea de la elección en Die Bestim­
mung des Menschen. Menschsein, Erwählung und Geschichte (1978), sobre
todo, los caps. III-V. '
137. Nota 126 al cap. V, § 3 (p. 362).
El hombre y la historia 667

dado en ellas. Ya la percepción ve, oye y toca del objeto más


de lo que los sentidos-nos muestran de él. En tanto en cuanto
percibimos lo que es como objeto centrado en sí mismo y no
restringimos ya a un respecto determinado el modo de la per­
cepción, tomamos lo que es en su verdad, que trasciende el mero
hallarse delante de nosotros. Pero piientras que las cosas inertes
sólo están en si fundadas en una verdad que trasciende su mero
estar ahí, lo que vive se comporta activamente respecto de su
duración, su identidad y su verdad, que trascienden todas su mero
estar ahí. En esta medida, el espíritu está presente en el movi­
miento extático de la vida con mayor intensidad, y de nuevo lo
está de una manera especial en la conciencia humana en tanto
que medio de la presencia de la identidad propia distinguida de
y vinculada con la verdad de las cosas. La presencia del espíritu
constituye, así, en el medio del alma del hombre y en el lugar
que es el cuerpo animado, la identidad de la persona como pre­
sencia del sí mismo en el instante del yo. Mas la identidad de la
persona en el presente que salta por encima del tiempo es lo que
hace posible esa independencia que es la marca del hombre como
sujeto de la acción responsable. Que en el curso de la argumen­
tación de esta antropología se haya propuesto una y otra vez e!
concepto de la acción no quiere decir, en absoluto, que se lo
menosprecie. De hecho, el hombre se presenta en la figura plena
de su independencia personal justo en tanto que ser que actúa.
Pero esta independencia tiene condiciones que no es posible des­
cribir, a su vez, como producto ellas mismas de la acción humana,
sino que son quienes constituyen al sujeto de 1^ acción. Estas
condiciones de la constitución de la subjetividad pueden com­
pendiarse en la fórmula que dice que el hombre, como persona,
es hechura del espíritu. ,
Lo que ocurre es que la independencia personal del hombre,
en conexión con la competencia para la acción y la indudable
importancia de ésta en la autoconservación y en la autoexpansión
de la vida del hombre, se expone con demasiada facilidad como
autoconstitución. No sólo es esto una ilusión teorética, sino que,
como mostré páginas atrás138, es la seductora autotergiversación
de la independencia humana que trae consigo la escisión y la

138. Cf. supra, cap. 2, §2 (53ss) y, sobre todo, lo que expuse acerca de
la descripción kierkegaardiana de este estado de cosas (notas 39s, p. 69).
668 E l mundo común

perversión que son propias y peculiares de la subjetividad y la


vida de los hombres. Es preciso volver ahora de nuevo sobre
este asunto desde la perspectiva del concepto de espíritu. .
El trastorno o perversión a que me refiero consiste, por cierto,
en que el hombre arranca su vida del origen de ella en el espíritu
divino y trata de fundarla ^en sí mismo. De ello resulta el estado
de caída y muerte. El hecho de que, sin embargo, el pecador no
muera en ese mismo instante, puede ser descrito, ya que toda
vida se deriva de la acción del espíritu, tan sólo diciendo que,
al arrancarse del origen del espíritu, arrebata consigo el espíritu
mismo que obra en él. Lo cual, a su vez, sólo es posible a
condición de que Dios todavía otorgue al pecador una vida propia,
aunque limitada. Esta situación compleja forma parte del trans­
fondo de las afirmaciones marginales de la Biblia que hablan dé
un espíritu humano en contraste con el espíritu divino. También
la vida del pecador sigue espiritualmente determinada en su modo
preciso, si bien en la forma de la perversión139. En tanto que el
efecto del espíritu de Dios es la vida de la criatura —al salir ésta
extáticamente de sí y participar en la eficacia del espíritu de modo
tal que él, sin perjuicio de su trascendencia, se halla presente en
lo más íntimo de la vida de ella—, el éxtasis de la vida donada
se pervierte en autoexpansión de la finitud particular, que se
contrapone a su origen divino y a las demás criaturas; y, al
hacerlo, tanto destruye la vida ajena, cuanto sucumbe a la resis­
tencia que ésta le presenta.
A la acción auténtica del espíritu pertenece, en cambio, la
comuriidad. Se muestra esto ya en el hecho de que el movimiento
extático de ía vida trasciende al individuo. Este movimiento posee
la tendencia hacia la participación en aquello a lo que se dirige'40.
De otro lado, en el movimiento extático de la vida de lo que se
trata siempre en la unidad con lo otro es, simultáneamente, de
la unidad de sí mismo; y ello, no sólo en el sentido de la con­
servación de la unidad de la vida individual y su paz con el

139. C f., por ejemplo, 1 Sam 16, 14ss; 1 Re 22, 21s; Is 29, 10.
140. Agustín veía ya en esta manera básica de realizarse el anhelo la
expresión de un amor. Por ello es por lo que las nociones de voluntas y amor
poseen con frecuencia casi la misma significación en él. C f., acerca de la
referencia a 3a comunidad que posee ese impulso, la idea agustiniana de la paz
(supra, 567ss).
El hombre y la historia

entorno, sino también por lo que concierne a la conservación de


la especie. .
En el nivel de la vida del hombre, esta tendencia a una unidad
que a la vez trasciende y ampara al individuo se expresa en la
doble figura' de ja razón y del amor. Con su razón^ apunta el
hombre hacia la unidad del mundo en la conexión global de sus
fenómenos, con el fin de conquistar así el terreno para la identidad
de la existencia propia. En tanto que ser excéntrico, no posee en
sí mismo el centro que pueda garantizar unidad a su vida, sino
que tiene que anclarse fuera de sí141. Así aprende el hombre a
comprenderse desde el orden de su mundo, o bien desde el centro
divino que fundamenta este orden142 —siquiera sea a partir del
nexo de un nuevo orden que ha de trasformar el mundo actual­
mente dado, y, por lo tanto, desde el nexo de la historia y su
m eta—. Ahora bien, el interés de la razón está puesto en la
unidad, en la medida en que la razón apunta a un conocimiento
común e intersubjetivamente válido. Y con esto comparece ya
en la acción de la razón lo que es específico del amor: no so­
lamente presupone la unidad del mundo y el centro que le dá
fundamento, sino que, superando las oposiciones entré los in­
dividuos, produce unidad allí donde hay discordia.
Así pues, a la esencia y a la actuación del espíritu le es propia
fe comunidad, que trasciende y supera el aislamiento de los in­
dividuos; y, a la inversa, siempre que se forma comunidad, se
expresa un espíritu determinado. Está, pues, bien hablar del es­
píritu de una familia, de una escuela, de un equipo; pero, también,
del espíritu de un pueblo, de una época o de uija cultura. Son
en cada caso manifestaciones particulares del espíritu de Dios,
que actúa en todo lo que vive; y, del mismo modo que sucede
en el hombre singular, pueden todas ellas ser arrancadas de su
relación con Dios y devenir demoníacas. En efecto, e] espíritu
que impera en la vida social —el espíritu de cuerpo o el espíritu
de la época— toma fácilmente rasgos demoníacos, de modo que
los hombres se vuelven ciegos para las exigencias de la razón y
sordos a la voz del amor. Quizá es así porque la experiencia del
acuerdo con otros parece dar satisfacción al destino excéntrico
del hombre y se lo toma como un signo de suyo suficiente de l a #

141. Cf. supra, 82ss, í!3ss.


142. Cf. supra. 439ss, 589s.
670 E l mundo común

verdad. De una verdad cuya posesión parece falsamente habilitar


para desoír otras voces o incluso para hacerlas callar como si
fueran engendros del mal. Esta perversión demoníaca estriba en
el particularismo fáctico del interés comunitario, que se da a sí
mismo naturalmente como interés universalmente vinculante. Es
tan difícil reconocerlo en la situación concreta debido a que,
ciertamente, hay el mal, que no quiere acomodarse a orden alguno
que trascienda su particularismo propio, y que destruye toda
comunidad. La parcialidad del interés supuestamente general con­
duce, sin embargo, también con terrible facilidad a estigmatizar
de malo cuanto desecha. Y en ello manifiesta ser malo el espíritu
mismo común imperante.
A pesar de este riesgo de perversión demoníaca, la concordia
y la comunidad permanecen siendo signos distintivos de la verdad
del espíritu. Pero tiene que tratarse de concreciones de la unidad
y comunidad omniabarcantes que convienen a la fe en el Dios
único y que tienen su criterio tanto en la universalidad de la razón
como en la .¡limitación del amor. En esta misma dirección, M á­
ximo el confesor entendía al hombre como el ser que está llamado
a unir la creación; el ser cuya vocación es la superación de las
cinco oposiciones primordiales: la separación entre hombre y
mujer, entre el paraíso y el estado actual de la tierra, entre el
cielo y la tierra, entre la idea y lá realidad y, en fin, entre la
criatura y el creador143. Unir no quería decir para Máximo hacer
una sola cosa, sino reconocer lo diferente en su determinación
peculiar y, ya con ello, en su limitación.
Esto sugiere inmediatamente entender en el mismo sentido
el destino del hombre a ser imagen y semejanza de Dios y a
dominar, en tanto que tal, sobre la creación. En efecto, el sentido
positivo del dominio —que no es mera opresión— es la reali­
zación de la unidad y de la paz. El destino del hombre a ser a
imagen.y semejanza de Dios se cumpliría entonces en la recon­
ciliación del mundo gracias a la aparición del Mesías. Y, en
efecto, el nuevo testamento llama a Cristo imagen realizada de
Dios (2 Cor 4, 4). Y lo es no sólo para sí, sino en tanto que
cabeza de su cuerpo, la Iglesia (Col 1, 15.18), en la que se

143. L, Thunberg, Microcosm and Mediator. The Theological Anthro­


pology o f Maximus The Confessor (1965), 140ss; sobre todo, 145s. Cf. también
Chr. Yarmaras, Person und E ro s.... 96s.
E l hombre y la historia 671

muestra ya ahora en signo la comunidad de una humanidad re­


novada y unida gracias al dominio de Dios. En esta medida, visto
desde su realización en Jesucristo, el ser del hombre a imagen y
semejanza de Dios posee «estructura societaria»144. En esta pers­
pectiva es entonces también posible ver como signo premonitorio
de tal destino el hecho de que el hombre haya sido creado en la
diferencia de los sexos y ,’por lo tanto, en vía hacia la comunidad
entre ellos; y, así, cabe también reconocer en el matrimonio un
componente y un símbolo del misterio salvífíco. del plan de la
historia salvífica de Dios respecto de la humanidad que se hará
patente en el final de los tiempos145. Es verdad que desde el
sentido literal de la frase del antiguo testamento referente al ser
del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 26) no era
posible asentir a la interpretación que hace de ella K. Barth
refiriéndola a la relación entre los sexos (cf. supra nota 73 [p.
93] del capítulo segundo). Sin embargo, considerando la reali­
zación histórico-salvífica de la imago et similitudo Dei del hombre
en Jesucristo, tal interpretación muestra ser justa en un sentido
más profundo146. La correspondencia del hombre (á imagen de
Dios) con la vida trinitaria de Dios halla su realización efectiva
en la comunidad de los hombres: en la comunidad del reino de
Dios, cuyo rey m esías es el Cristo siervo (Le 22, 28), y en el
que estará abolido todo dominio de unos hombres sobre otros.
La realidad corporal del Resucitado ya no estará, pues, limitada
a la existencia aislada del individuo Jesús de Nazaret. Jesús
sacrificó en la cruz su vida individual, y a esta intención le
corresponde que la vida glorificada del Resucitado comprenda
como «cuerpo» suyo la comunidad de sus discípulos, en quienes

144. Así, E. Jüngel, Der Gott entsprechende Mensch. Bemerkungen zur


GottebenbildUchkeit des Menschen ais Grimdfigur iheologlscher Anthropolo-
g ie ..e n Gadamer-Vogler, Nene Anthropologie (1975), 342-372. También J.
MoUmunn, en una conferencia aún no publicada, ha referido a la comunidad
trinitaria de Dios el destino del hombre a la comunidad a imagen y semejanza
de Dios.
145. Ef 5, 32. Cf. sobre el concepto de misterio como plan salvífíco de
Dios que se manifestará en el final de ia historia, el análisis de G. Bomkamm (
en el ThWBNT IV (1942) 809-34; sobre todo, 829s.
146. Ef 5, 32 se refiere, por cierto, explícitamente a Gén 2, 24, no a Gén
1, 26. ■ •
¡5 7 2 El mundo común

se representa y expone ya ahora la unidad de la humanidad re­


novada en el reino de Dios por venir147.
La presencia del futuro escatológico en la vida de la Iglesia
es, de un modo especial, la obra del Espíritu148. La vida del
creyente y la vida de la comunidad eucarística que es la Iglesia
está marcada mediante el Espíritu por la participación anticipativa
en el destino definitivo del hombre. El Espíritu es’ la primicia y
la prenda de la vida nueva e imperecedera que ya ha aparecido
en el Cristo resucitado (Rom 8, 23; 2 Cor 1, 22; cf. 1 Cor 15,
20). Esta nueva vida ya no se halla separada de su origen en el
espíritu de Dios, sino que está penetrada por él (1 Cor 15, 44s)
y es, precisamente por ello, inmortal. La presencia de la verdad
de nuestra propia vida y del mundo, de la que toda experiencia
espiritual vive; la presencia de la eternidad en la conciencia de
nuestra identidád propia y la de la esencia de las cosas en la
totalidad de cuanto es, se cumplirán en aquella unidad definitiva
de espíritu y cuerpo.

147. Cf. una exposición más pormenorizada en Grundfragen systematis­


cher Theologie II, 174s: sobre todo, 184s.
148. J. Moltmann, La Iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca 1978, 240.
i

IN D IC E D E C IT A S B IB LIC A S

1. Antiguo testamento 21, 13s 366


21 , 28ss 366
Génesis
Levítico
1 629
1, 2 659 4, Iss 363
1, 26 ■59, 151, 67,]
1, 2ós 92, 630
1, 27 93. 629, 630 Números
2 629
2, 7 161, 4 6 8 , 62 9 , 15, 22ss 363
659, 660 15, 27ss 363
2, 17 147 15, 30 363
2, 19s 429
2, 19ss 450 Deuteronomio
2, 20 95
2, 24 671 7, 6 s 624
3 172 12, 7 320
3, 12 355 26, 16s ' 624
3, 16 355, 551
3, 17ss 355
Josué ■
3, 22 152
6, 3 659
7, 11 . 361
9. 6 301
7, 16ss 361
12, 1 547, 551
7, 19 367
1, 24 361
Exodo

19, 5s 624 Primer libro de Samuel


20 , 2 ss 412
20, 7 453 10, 24 624
20, 17 551 14, 37ss 362
^ /

674 indice de citas bíblicas

16, 1-13 624 M iqiieas.


16, 14ss 668
4 /1:4 569

Segundo libro de Samuel


Salmos
7, 8-16 624
2, 7 547
7, 14 547
51, 6 181
57(58) 335
Primer libro de los Reyes
8 8 , 12 174
89, 26. 547
3, 8 624
103, 15ss 655
8 , 16 624
104, 1 660
22 , 21 ss 668
104, 29 659
104, 30 659
Isaías
111, 7s 656
11S, 20.40 1í 2
2, 2-4 569
119 656
9, 6 s 569
139, 5 628
11, 4s 569
668 139, 8 174
29, 10
30, 29 ' 320
31, 3 659 Proverbios
40, 6 ss 655
8 , 29-31 424
41, 8 ss 624
.14, 12 637
19, 21 637
Jeremías 527
20, 4
2 !, 31 637
23, 29 484
31. 29 207
Sabiduría

Ezequiel 2, 23 152
2, 24 151
14, 7 335 10, 1 151
18, 2 207
18, 20 207
Eclesiaslés
28, lis 151
12, 7 659
Daniel
Eclesiástico
2, 31-35 569
7, 9-27 569 25, 24s , 151

Oseas 2, Escritos intertestamentarios

9, 1 320 Baruc siríaco


9, 10 335
11, 1 548 54, 2 152
Indice de citas bíblicas 675

Libro cuarto de Es'drás Carta a los romanos

7, ¡18 ' ■ 152 , 2, 14 565 . .


7, 127 152 ■ 2, 15 373 ■
. 3, 19ss 137
Libro de Adán y Eva 3, 23s ' , 151
5 172
44 • 151 5, 12 152, 153, 173,175
5, 12ss 629
Sabiduría de Salomón ' 5, 12,21 629
5, 15 153
2, 23 . 152 6 , 23 153, 173, 175
■7, 7 107 .
Cuarto libro de los Macabeos 7, 9s 153
7, 10 118
1, 22 ' 320 7, 22 s 147
7, 29 . 153 ..
3. Nuevo Testamento 8, 3 630
8 , 23 660, 672 ■
Mateo 8, 29 94, 629
í l , 32 ■ 150-151
5, 3 660 13, 1-8 564
6 , 25ss 128 14, Iss . 373
6 , 25 s 527 14, 17 320

Marcos Primera cana a los corintios

2, 8 660 4, 4 373 .
3, 29 364 8 , 7 . lOs 373
3, 31-35 552 10, 29 373
8, 12 660 11, 7 630
10, 2-12 552 14, 7s 373
10, 5ss 556 14, lOs 373
10, 43s 94 14, 34 551
15 629 ■■
Lucas 15, 20 672 .
15, 26 174
9, 60 552
10, 41ss 528 ' 15, 42s 629
12, 10 364 . 15, 44s 161, 660, 672
12, 15-21 527 15, 45s 629
14, 26 551 15, 45.47 629
15, 4-32 605 15, 47 98
22 , 28 671 15, 47.49 629

Juan • Segunda carta a los corintios

3, 8 . 469, 1, 12 373
8 , 36 138 1, 22 660, 672
676 índice de citas bíblicas

3, 17 138 . Segunda caria a los tesaioni


3, 18 • 94 ■
374 3, 10 528
4, 2
4, 4 94, 629, 630, 670
Primera carta a Timoteo
Caria a los gálatas " l , 5.19 373
3, 9 ■373 .
3, 28 552 ‘
4, 4 630
Segunda carta a Timoteo
5, 17 , 112
1, 3 373
Carta a los efesios
Carta a Tito
2, 12 335
4, 18 335 2, 5 551
5, 22ss 671
5, 25ss 552 Carta a los hebreos
5, 32 671
9, 14 391
Carta a las filipenses 4, 12 660
11, 1 ‘ 660
2, 5-11 94 13, 14 566
2, 6s ’ 630
2, 7 ‘339 Primera carta de san Pedro

2, 13ss 564
Carta a los colosenses
3, 1 551
94 3, 16.21 373
1, 15
1, 15-18; ‘ 670
335 Carta de Santiago
1, 21
3, 18 551 4, 10 320

Primera carta a los tesalonicenses Apocalipsis

1, 6 320 11, 11 660 ■


4 , 11 ■ 528 13, 15 660
INDICE DE AUTORES

Adam s, J. L.; 609 563 , 566, 568 , 569, 578, 583-587,


Adler, A .: 383, 188 - ■ 590, 601, 629
A gustín, san: 107-113, 116-119, 123, Arnold, M. B.: 306
127, 149,153-155, 158, 160, 168, Arvon, H .: 528, 530, 531
172, 181, 182, 188, 190, 293, 322, Atanasio, san: 108
324, 325, 335, 336, 354, 356, 375, Auerbach, E .: 635 ’
496. 566-570, 583, 592, 595, 603, Austin, J. L .: 456', 457, 461, 485
628, 634, 635, 668 A utnim , H .: 443
Albert, H .: 288-291 A yer, A . J.: 235, 268
Alberto M agno, san: 376 Backm ann, L.: 210
Aithaus, P.: 60, 72, 73, 159, 160, Bahr, H. E .: 424, 425 -
163-165, 170, 174, 522 Bakan, P.: 82
Altm ann, A.: 221, 595 Baiandier, G .: 558, 577, 581, 588,
Altner, G .: 95, 96 621
Allardt, E.: 343 Balthasar, H. U,: 653
Allport, W .: 509 ■ Bally, G .: 405, 406
Am brosio de M ilán, san: 322 Bannach, K .: 639
Amery, C.: 95 Barr, J.: 431
Am m án, H.: 495 Barth, K.: 15, 21, 22, 24, 25, 60, 61,
Anaximandro: 625 73, 74, 93, 113, 114, 159, 165­
A nshen, R. N .; 540 167, 168, 174, 228, 337, 493, 671
Antifón: 560 Barth, P .: 372
Antweiler, A .: 532 Basilio, san: 108
Apel, K. O.: 40,431 Bauer, B.: 345
Arendt, H .: 217, 571 - Bauer, P .: 472 .
Areopagita: 664 . . Baumgartner, H. M .: 637, 641, 643­
Aristófanes: 371 646 , 648
Aristóteles: 80 , 84, 144 , 320 , 324, B ayer, O .: 486
325, 335, 427, 459, 474, 475, 559- Beebe-Center, G. J.: 306
67S índice de autores

Begemann, H .: 340, 546, 551, 552 Braun, H.: 489, 492


Benda, C. E.: 383 ' Breidenstein, G,: 534, 536
Bensman, J.: 546 Bretail, R. W .: 352
Berg, J. H. van der: 619 Bretschneider, K. G .: 66, 67, 632
Berger, B.: 344 i3runner, E.: 25, 60, 61, 67-69, 72,
Berger, P. L.: 20, 344, 346-349, 507- 159, 166-168, 170, 171, 228, 522,
• 5 1 1 ,5 1 7 ,5 9 6 ,5 9 7 532
Bergson, H .: 43, 427, 514 Brunner, O .: 583
Berkhof, H.: 342 . Brunner, P.: 412, 413, 424
Berman, H. : 552 Brunstad, F.: 582, 616
Bernardi, B,: 395, 397 Bsteh. A .: 300
Bernardo de Claraval, san: 325 Buber, M.: 224 228, 360
Bernhardt, K.: 412 Bubner, R.: 254, 458, 560
Bertolanffy, L, von: 311 Buck, G.: 54 , 64, 639
Bethge, £ .: 522 Buddeberg, K. Th.: 590
Beuter, F.: 533, 534 Buenaventura, san: 325, 326, 375
Biedermann, A. E.: 67 Biihler, Ch.: 440
Bien, G.: 578 Biihler, K.: 465, 494
Binswanger, L.: 380 Bultmann, R.: 15, 25, 129, 147, 161,
Black, M.: 432. 456 . 174. 320, 493, 621, 636
Blankenburg, W .; 412, 424 Burckhardt, J.: 618, 619
Blasi, A.: 275, 315 Burghart, A.: 60
Bloch, J.: 226, 227 Buytendijk, F. J. 36, 37, 43, 50,
Blumenberg, H .: 123, 128, 209, 639 76, 407, 408, 414, 415, 417
Boas, F.: 544 Cairns, B.: 60
Bodin, J.: 560, 578, 590, 591 Calvino, J.: 60, 63, 210, 297, 534
Boecio: 293, 294 Callies, R. P.: 520, 523, 525, 526,
Boehm, L.: 629, 635 536
Bohatec, J.: 210 Campanella, T.: 336, 339
Bolk, L.: 47 ' Campenhausen, H. von: 412
Bollnow, E. O.: 286, 305, 313, 319 ■Caneik, H.: 623, 624
Boman, Th.: 431 Cameiro, R.: 579
Bonald, L. G. de: 610 Carpenter, W. S.: 210
Bonar, G. J.: 305 Carr, E. H.: 619
Bonhoeffer^ D .: 522 Carroll, J. B.: 432
Börkenförde, E. W .: 595 Caspar, B.: 224, 226-228
Bormann, K.: 323 Cassirer, E.: 398, 427, 428, 439, 447,
Bornkamm, G.: 147, 153, 671 451, 476, 480, 483
Boros, L.: 161, 174 Castelli, E.: 644
Borst, A.: 294 ■ Cicerón, M. T.: 90, 110, 281, 305,
Bower, T. G. R.: 437, 439 322, 336, 372, 374, 376 ■ -
Brandenburger, E.: 629 Claessens, D.: 45, 421
Braun, D.: 590 ' Clark, J. D.: 453
Indice de autores 679

Clem ente de Alejandría, san: 138, Durkheim , E.: 233, 344, 390, 399,
527, 661 ■ . 402, 501-503, 508, 509, 511, 520,
Cobb, J. B.: 96, 97 528, 530, 604, 609
Collingwood, R. G.: 618, 636, 640 Durr, L.: 484
Condorcet, H .: 635 D utta, S.: 312
Conzelm ann, H.: 320, 331 . Dux, G.: 492 ■*
Com ehl, P.: 218 Eaglefield, F. R. H .: 448 , 449
Coser, R. L.: 540, 542 Ebeling, H.: 123, 128, 281, 352, 377,
Cox, H .: 418, 422, 423 386-388,480, 489, 493-497, 649,
Craem er-Ruegensberg, J.: 305, 472 661
C rawe, Ch.: 67 Eberhardt, A .: 587
Crisipo: 322, 323, 327 Ebner, F.: 224-228
C roce, B.: 636 Eckhart: 336
Cromwell: 210
Eder, K.: 577, 579-581
Cuilm ann, O.: 94
Edie, J. M .: 464, 465
Curcelläus, E.: 156
Eibl-Eibesfeld, I.: 39, 50, 51, 75,
Curchrow, U.: 567
178, 282, 443, 538, 539, 541
Cusa, N . de: 16
Eicke, D.: 382, 383
C henu, M . D.: 525, 528
Eichhorn, J. G.: 632
Chom sky, N.: 40, 433, 434, 4 3 7 ^
Eigen, M .: 447, 491 •
446, 447, 464, 465, 471, 4 9 0 ,'
Eliade, M .: 626, 628
491
Eisäser, P.: 129, 237
Dahrendorf, R.: 504, 505
Elliot, T. S.: 402
D anto, A. C.: 639 , 640 , 644
EUul, J.: 531 ■
Darwin“, Ch.: 35
Engels, F.: 530, 579
D elekat, F.: 24
Epicteto: 335, 336, 372
Democrito: 196
Epicuro: 322
Denitch, B.: 595
Denker, R.: 186 Epifanio de Salamina: 412
Descartes, R.: 16, 135, 268, 387 Erikson, E. H .: 236, 243^249, 267,
Diels: 33 275, 282, 285, 288, 292
Dilthey, W .: 23, 514, 616-618, 621, Escipión el joven: 372
634, 644, 646, 647, 654, 657, 658 Espinosa, B.: 128,327
Döbert, R.: 274, 581 Euchner, W .: 210, 211, 213-215
Dodds, E. R.: 362 Euripides: 370, 371, 372, 374
Dollard, J.: 183 Ewin, F. R.: 449 ’
Dom bois, H.: 523 Faber,. K. G.: 619
Donovan, J.: 450 Fauconnet, P.: 140, 390
D om er, I. A.: 67, 112 Federico del Palatinado: 639, 643
Dom seiff, E.: 196 Federico II de Prusia: 642 *
D örrie, H.: 294 Feiner, J.: 172
Dray, W. H.: 640 Fellm ann, F.: 635
Duns Scoto: 294 Fetscher, I.: 217 , 220 , 222
680 Indice de autores

Feuerbach, L.: 20, 218, 223, 254, Geertz, C.: 398


341, 343, 345, 346, 350, 604, 617 Gehlen, A .: 34, 42, 43, 46-55, 79­
Ficino, M .: 62 . 81, 99, 178, 201, 398, 437, 445.
Fichte, J. G.; 16, 67, 122, 124, 250­ 455, 456, 505-509, 511, 524-526;
254,275, 279, 307, 316, 338, 339, , 536, 538, 540, 542, 543, 545-548.
455 r ' 617, 619, 656
Fikentscher, W .: 209 , 211 Georgiades, T .: 451
Filon: 373, 629 ’ Gerber, O .: 490
Fink, E.: 407, 416, 417 Gerdes, H.: 125
Fischer, H .: 121, 123, 162, 163, 165, Gerson, J.: 325
167, 491, 492 Gese, H .: 364
Flacius, M .: 134 Giel, K.: 430
Flitner, A.: 430 Gipper, H .: 431, 432, 492
Fonts, R, S.: 443 Gisi, M.: 269, 404, 421
Förster, W .: 212-214 G laserfeld, E. von: 448
Fortes, M .: 577 ■ Glassmann, R. M .: 577, 596
Foucault, M .: 571 Glover, E.: 243, 275, 276
Fourier, F. M. Ch.: 419 Goedeckemeyer, A.: 372
Fraenkel, E.: 589 Goffm ann, E.: 466-470, 472
Franke, U.: 305 Gogarten, F.: 95-98, 209, 228, 229,
Freud, S.: 20, 134, 179, 18Ö, 185, 388, 621 -
188, 195, 197, 236-243, 247-249, Goldmann, A. J.: 458, 459
255, 262, 264, 283, 285, 288, 346, Gonzalez de M endoza, R.: 318, 320
351, 354, 359, 360, 378, 380-383, Gough: 211
404, 539, 547 Grass, H.: 352-354
Freytag-Löringhoff, B. von: 446 Grässer, E.: 490
Fried, M. H.: 579, 585, 586 Graum ann, F.: 35
Friedrich, C. J.: 582, 583, 591, 596 Gregorio Nacianceno, san: 610
Frobenius, L.: 408 Greif, Chr.: 553, 556
Fromm, E.: ^85, 288, 292, 343, 383 G rocio, H.; 219
Fuchs, H .: 567 Groethuysen, B.: 621, 646
Fuchs, J.: 369 Gross, J.: ¡08, ¡12, 149, 153
Fuhrm ann, M.: 293, 295 ■ ■ Guardini, R .: 424
Furth, H. G.: 40, 438 Güttgemans, E.: 490, 491
Gaber, G. J.: 618 Habermas, J.: 37, 38, 40, 212-214,
Gabler, J / P h . : 632 232, 233, 274, 435, 458; 502,511,
Gadamer, H. G.: 39, 273, 407, 408, 5 3 !, 582, 594, 644, 645, 648, 649
410, 411, 443, 453, 464, 466, 472, Häfner, H.: 382
485, 488, 619, 636, 644, 648, 671 H am ann, J. G.: 429, 474
Gardiner, H .: 273 Ham erton-Kelly, R.: 547, 548, 551,
Gardner, A .: 443, 448 552
Gardner, B,: 443, 448 Ham mer, F.: 44
Geckeier, H.: 470 ■ H am pe, J. Chr.: 91
Indice de autores 681

Hardnad, St. H.: 443, 448 Heuss, A.: 619, 620, 636
Häring, Th.-. 169 Hewes, G. W .: 448
Ham ack, A. von: 208 Hewes, G. W .: 453
Harsch, H.: 360, 382 Hildebrand, D. von: 460 .
Hart, R. L.: 474 Hipias: 560 .
Hartmann, H.: 197, 238, 243-245, Hirsch, E.: 119-122, 375 >
247, 248, 275 , 276 ’ Hobbes, Th.: 64, 210 , 212-217 , 222,
Hartmann, N.: 294-296, 311, 638 560, 570, 577, 578, 590, 591
Hauriot, M .: 5f9 Hodgson, P. C.: 139, 355
Hauschild, W. D .: 59, 92, 661 Hoffmeister, J.: 525, 616
Havelock, E. A.: 560, 561 Holl, J.: !2 0 ,1 2 i
Hayek. F. A. von: 610 Homero: 362, 56J
Hecker, Th.: 312, 523 Hondrich, K. O.: 572-576, 583
Hegel, G. W. Fr.: 16, 17, 67, 91, Höpp, G.: 449, 456
107, 117, 196, 208, 209, 218, 222, Hornung, E.: 622
224, 227, 253, 254, 309, 316, 334, Horst, F.: 366
335, 337-340, 345, 350-352, 377, Hübner, H .: 382
459, 525, 526, 528, 532, 534, 548, Huizinga, J.: 403 , 409, 413-417 , 506
578, 586, 592, 594, 605, 616, 633, Humboldt, W. von: 337, 430, 454
■ 654, 657 Hum e, D .: 268-272, 305 , 306,. 308,
Heidegger, M.: 127-129, 142, 174, 314, 327-329 '
260-262, 264, 267, 291, 295-298, Husserl, E.: 43, 225, 264, 265, 269,
305, 313, 314, 318-320, 377-380, 297, 305, 514
387-389 , 428 , 429 , 494, 617 , 621, Hutcheson, F.: 305
634, 663 Iltiag, K. H .: 605
Heim, K .: L63, 164 Illicb, I.: 480
Heimbrock, H. G.: 328 Inhelder, B.: 275
Heinim ann, F.: 560, 587 Ireneo de Lyon, san: 58-60, 92, 564,
Heintei, E.: 53, 427, 430, 443, 465 630, 633, 661
Hengel, M .: 527, 528, 534, 564, 567 Isaac, G. L.: 453 *
Henke, H. Ph.: 66 Iser, W .: 457 .
Henrich, D .: 123, 124, 128, 250-252, Israel, J.: 341-344
254, 259, 272, 273, 276, 281, 305, Izard, C. E.: 314
639, 6 4 !, 649 Jacobi, F. H.: 305, 308, 309
Henriot, J.: 408 Jacobsen, Th.: 622
Henschel, M .: 142 Jaeger, L.: 73 '
Herder, J. G.: 34, 51, 53, 54-58, 62, Jahnson, H.: 221
64-66, 72-74, 81, 87, 90, 222, 429, James, W .: 197, 230, 249, 255, 256,
430, 455, 616, 632, 633 2 71-275,311 '
Hermans, F. A.: 583, 589 Janke, W .: 251 *
Heims, E .: 197, 255, 307, 308, 309 Jaspers, K.; 206
Herodoto: 625, 634 Jauss. R .: 490 .
Hess, M .: 340 . Jaynes, J.: 448,449,452, 453
6S2 Indice de autores

Jellinek, G.; 231 Kinsey: 550 ■


Jensen, A. E.: 4 Í4 , 416', 417, 483 Kiparski, P.: 449
Jerónimo, san: 375, 376 Kim , O .: 169 '
Jerrison, H .: 453 Klages, L.: 100,312 '
Jervell, J.: 94 Klippei, D .: 591, 593, 595
Jespersen, O.: 450 ■ Ü uckhohn, C.: 395, 426
Joest, W .: 63, 88, 665 Knierim, R.: 362, 363, 366, 367
Jonas, F.: 507, 530 . Koch, K.: 362-364, 366, 569, 624,
Jones, W. H. S.: 370 . . 625
Juan Dam asceno, san: 60 Koetschau: 138
Julián d eE clana: 108, 312, 153, 154 Koffer, L.: 188
Jung, C. G .: 238, 329-331, 329-331 Köhler, L.: 172
Jüngel, E.: 174, 482, 495, 671 Köhler, O.: 442
Just, W . D .: 487 Köhler, W .: 363
Justino, san: 138 »
Kohut, H .: 292
Kafka, F.: 360 ■ König, R.: 540, 542, 545, 547-549,
Kaftan, J.: 169-171 553, 554
Kühler, M.: 114, 370- 373, 385 Kopp, C.: 472
Kaintz, F.: 442, 448, 465 Koselleck, R.: 54, 635, 638
Kambartel. F.: 489, 638 Koslowski, P.: 559, 563, 578, 589,
K anüah, W .: 458, 467, 488, 636, 637 590, 592-595 , 610 , 611
Kanne, F. J.: 330,331 - Kroeber, L.: 395, 426
Kant, I.: 16, 19, 34, 38-40, 65, 66, Krueger, F.: 306. 310
72, 106, 107, 117, 118, 143, 156­ Krusche, W .: 63
158, 162, 163, 180, 217, 2S9-223, Kübler-Ross, E.: 91
225, 250-253, 265, 268, 271-273, Kuhn, H.: 377-380
299, 306, 307,308, 314, 377, 475, Kümmel, W. G.: 153
476, 490, 533, 548, 578, 592-595, Küng, H.: 288-290
616, 633, 646, 656 Künneth, W.: 565
Kanungo, R. N .: 312 Kunz, L.: 359, 474
Kaplan, D.: 395 Kurth, G.: 443, 538, 539
Katz, D.: 76 Kutschera, F. von: 4 3 1 ,4 5 6 ,4 6 7 ,4 7 0
Katz, J. J.: 491 Lacan, J.: 480
Kaufmann, A .: 210 Landgrebe, L.: 636 , 637 •
Kegley, C. W .: 352 Landmann, N.: 400, 4 0 f
Keintzel, R.: 230 Lange, E. M.: 459
Kelsen, H .: 583, 590, 610 Langendörfer, H.: 475 .
Kellner, H.: 344 _■ Langer, S. K.: 306, 311, 398, 450,
Kerenyi, K.: 416 451, 464 .
Kessler, E. : 635 Langerbeck, H .: 631
K ierk eg aard , S.: 6 8 - 7 1, 119-124, Larenz, K.: 523, 532, 533, 535 .
125-127, 129, 142, 163-166, 187, Lau, F.: 522 ■
318, 319, 388 Lauer, W .: 359, 379, 380
Indice de'autores 68$

Lauret, B.: 288, 360, 385, 404 Lutero, M .: 60, 63, 88, 90, 114, 115,
Leeuw, G. van der: 411, 375, 385, 387, 389, 531, 564, 566,
Lehmann, A. P.: 384 567, 665 •
Leibholz, 'G.: 529 Lutz, H .: 635 .
Leibnitz, G. W.:, 16, 54, 63, 64, 268 M acpherson, C. B.: 524
Leibrecht, W .: 42£) ' ' M aier, H.: 211
Lenk, K .: 44 . , M akarian, E. S.: 397"
Lenneberg, E.: 433, 434, 445-447 M alebranche, N .: 220
Lenski, G .: 594 M alinowski, B.: 397, 402, 414, 500,
Leoncio de Bizancio: 294 . 503. 504, 507, 508, 511, 536, 522,
Lepenies: 179 540, 544, 586, 626
Lersch, Ph.: 306, 310-313 M anners, A.: 395
Lévi-Bruhl, L.: 402 , 609 M aquiavelo: 570
Lévinas, E .: 414
M arbach, E.: 209
Levita, O. J. de: 280, 283 ■
’ M arcel, G .: 224, 527
Lévy-Stiauss, C.: 40, 398, 540, 542­
M arcuse, H .: 419
546, 556
M arquard, O .: 22, 23, 615, 617, 618,
Lew in, K.: 575
638
Lhoman, J.: 431
M arshack, A.: 448
Lichtenstein, H.: 280, 281
M arx, K.: 219, 223, 224, 237, 285,
Liebrucks, B.: 51, 455,456', 468,471
. 334, 335, 340-346, 350, 351, 356,
Linton, R.: 540, 547
419, 528-531, 535, 594, 604, 617,
Locke, J.: 210, 213-217, 235, 259,
638, 645
268, 270, 533, 561
M atz, U .: 598
Locher, G. W .: 534
M aurer, Chr.: 196, 371, 372-374
Loevinger, S.: 274, 275, 281, 315
Mausbach, J.: ¡18, 119
Logstrup, K. E .: 140
M auss, M .: 398, 414, 544, 545
Lohse, B.: 375
Lorenz, K.: 38-41, 43, 75, 178, 179, M áxim o el Confesor: 664, 665, 670
4 0 5-408,’433, 444-447 M cDougall, W .: 34
Lorenzen, P.: 438, 489 M cQuarrie, J.: 352
Lotze, R. H.: 481 - M ead, G. H .: 37, 43, 198, 229-236,'
Lotze, R.: 313, 315 ■ 240 , 245-248 , 254 , 256 , 260, 264,
Löw, R.: 603 267, 277-279, 435, 448, 505, 506,
Lowie, R. H.: 547 ' 512, 555
Lowith, k . : 636 ■ M eier, Chr.: 634 '
Lübbe, H.: 636-638, 641-643, 645, Meiner: 253
646 M elanchton, Ph.: 60, 63, 325, 376
Luckmann, Th.: 19, 205, 206, 208, M endelsohn, M ;: 221, 306, 595
507-511, 517, 596; 597 M enger, M .: 492
Luhmann, N .: 82, 501, 502, 504, M erleau-Ponty, M .: 37, 76, 83, 84
511, 520, 521, 572, 573, 645 M etodio de Olimpo: 108
Lukács, G .: 340, 343 ' Metz, J. B,: 661
684 Indice de autores

M idgley, M.: 444 , 541 Otto, W. F.: 485


Milton, J.: 242 ' Panecio de Rodas: 372 ■
M ills, C. W.: 341 Pannenberg, W.: 16, 20, 24, 30, 71,
Mitscherlich, A.: 178 88 , 92, 124, 174, 176, 207, 208,
Mitteîstrass, J.: 433 >, 209, 284, 293, 298, 300, 346, 350,
Mobler, A.: 445, 447, 454, 480 387, 424, 425, 468, 487, 562, 569,
Mokrosch, R.: 375, 384, 385 576 , 588, 605 ; 623, 624', 625, 627,
Moltmann, J.: 418, 419, 422, 424, 628, 635, 639, 644, 646, 654, 655,
425 , 671, 672 664, 672
Montagu, M. F. A.: 180, 447, 448 Papalekas, J. C.: 578
Mörchen, H.: 475, 476 Parménides: 628
Morris, Cb. W.: 37, 230, 464 Parsons, T.: 397, 400, 458, 504, 511,
Mühlenberg, E.: 325 521
Müller, J.: 111, 112, 117, 139, 143, Pawlow, J. P.: 36
156, 162-167, 169, 172 Peisl, A.: 445, 447, 454, 480
Müller, K. P.: 412, 424 Pelagio: 156, 158
Murray, R. H.: 210 Pesch, R.: 629
Musil, R.: 505 Peters, A.: 63
Mussner, F.: 138 ' Peters, H. M.: 540
Myers, R. E.: 443 Petrarca: 635
Natanson, A.: 513 ‘ ' Pfahl, R. D.: 1'40
Neisser, U.: 82, 83, 312, 436, 478 Pfleiderer, O.: 169
Niebuhr, R.: 60, 68 , 147, 148, 165, Piaget, J.: 39, 40, 275, 276, 382, 390,
169, 352, 356, 357, 560 406, 407, 415, 433, 435-441, 444,
Niederwimmer, K.: 139 445, 447, 449-451, 4S0, 491
Niesei, W.: 60 Piagetés, J.: 456
Nietzsche, F.: 20, 34, 100, 183, 188, Pico della Mirandola: 62
189, 195, 254, 255, 288, 320, 346, Piddington, R.: 547
354, 360, 378, 381, 385, 404, 455, Pieper, J.: 423
617, 627 Pio XII: 535 .
Nipperdey, Th.: 619 Pirenne, H,: 618
Nippold, W.: 524, 525 Platón: 59, 181, 207, 321, 322, 323,
Nitzsch, F. A. .B.: 159, 169 326, 559-563, 568, 587, 601, 628,
Nolte, H.: 179, 183, 185 656, 664
Nordländer, A.: 69, 70 Plessner, H.: 34, 36, 42, 43, 45,
Nygren, A.: 664 46, 50, 74, 75, 78-83, 86 , 87, 99­
Oacklay, K.: 453 103, 105, 117, 132, 195, 230,617,
Oelmüller, W.: 643 656
Olearius, K. R.: 156 Ploog, D.: 443, 444
Orange, G. de: 209 Pöggeler, O.: 319
Orígenes: 138, 166, 375, 567 Pohienz, M.: 322, 372, 563
Otto, E.: 622 Polanyi, M.: 474
Otto, St.: 293 Popitz, H.: 530
Indies de ausores 685

Portmann, A.: 42, 47, 49, 50, 75, 99, Ritschl, O.: 156
20 i , 202, 539 - Ritter, J.: 22, 218, 559, 560, 563,
Pothast, U.: 253 586 .
Premack, D.: 443 , 448 Ritz,' E.: 335-337
Prenter, R.: 68 , 165 Rohls, J.: 251, 256, 258
Preuss, H,: 627 ' Rosen, P. L.: 596
Pritchard, J. B.; 622 Rosenkranz, B.: 448, 450
Protagoras: 559 ' Rosenzweig, F.: 224, 226, 227
Quaritsch, H.: 558, 560, 578, 590, Rössler, D.: 292, 293, 542
591 Roth, F.: 429
Quine, W, von O.: 467, 470
Rothacker, E.: 311, 396, 397, 401,
Rad, G. von: 59, 93, 363, 624, 625 500
Radcliffe-Brown, A. R.: 544
Rothe, E.: I I I , 162, 168, 369
Radin, P.: 609
Rotschild, J.: 595
Rahner, H.: 424
Röttgers, K.: 570 ,
Rahner, K.: 15, 84, 144, 145, 159^
Rousseau, J. J.: 19, 54, 64, 216-224,
161, 172, 174, 352, 481-483
337, 341, 589, 590, 592
Raiser, K.: 230, 233-235
Rüsen, J.: 618, 619, 635, 641, 643,
Raleigh, M. J.: 449
644
Rambosson, J.: 448
Russell, B.: 235, 258, 268
Rapaport, D.: 306 ' . .
Ryle, G.: 256, 257, 313
Ratschow, C. H.: 483, 556 ■
Red field, R.: 402 Sahlins, M.: 200, 425 '
Reich, W.: 539, 541, 551 Salamenius, M.: 211
Reimarus, H, S.: 54, 64 ■ Sapir, E.: 431
Reiner, H.: 196, 371, 375, 459 Sartre, J. P.: 264-269, 274, 280, 287,
Reisitiger, P.: 250, 251 ' 291, 292, 295-298, 300, 324, 329,
Renddorff, R.: 363, 388 378, 404, 420-422, 477
Rendtorff, T.: 19, 502, 527, 529, Schachtel, E. G.: 312, 436, 437, 480
530^ 531, 549, 553, 554, 571 Schadewaldt, W.: 635
Renggli, F.: 282 Schaeder, E.: 17, 21
Renier, G. J.: 618 Schaff, A.: 218 .
Revesz, G.: 448 Schapp, I : 523, 532
Ricardo de san Victor: 294 Scharfenberg, J.: 242, 285, 292, 360
Ricoeur, P.: 129-133, 135, 140, 148, Schatz, O.: 334
1»50, 151, 355, 362, 365, 366, 371, Schdieder, Th.: 618
379, 381, 385, 471, 644 Scheffczyk, L.: i 88
Rieh, A.: 530 Scheier, M.: 34, 42-51, 55, 75, 76,
Riedel, M.: 459, 559, 560, 563, 588,. 78-82, 100, 101, 232, 294, 297,
592 311, 327, 328, 332, 368, 369, 3 7 7 ,,
Ringeling, H.: 541, 550, 557 389, 435, 513, 617, 656
Ringleben, J.: 338 Schelsky, H.: 504, 531, 537-540,
Ritsch), A.: 158-160, 169 542, 545, 547-550, 554, 556^558
686 Indice de autores

Schelling, F. W. J.: 16, 309, 316, Shils, E. A.: 458


476, 477 ' Shoemaker, S.: 235, 257-259, 270
Schiller, K.: 279 ‘ Stéyes, E. J.: 589, 590
Schleiermacher, F.: 17, 19, 67, 68 , Sigwart, Chr.: 481
72, 117, 122, 123, 126, 157, 158, Skinner, B. F.: 35
168, 169-171, 223, 307-310, 312 Srhend, R.: 584, 589
318, 473, 490, 523, 597, 633, 654 Smith, A.: 340,'529
SchJink, E.: 73 . '' Snell, B.: 371, 431 f
Schlosberg, H.: 314 Sócrates: 196, 427 .
Schlözer: 64 Soden, H. von: 664
Schmidt, W. H.: 59, 93 Sófocles: 370
Schmitt, C.: 519, 582, 589-591, 593 Solón: 587
Schmökel, E.: 622 Spaemarm, R.: 594
Schnackenburg, R.: 138, 629 Spalding, J. H. J.: 66 , 67
Schneider, G.: 292 Spencer, H.: 381, 501
Schnur, R.: 210 Spengler, E.: 38!
Schoeck, H.: 182 Spitz, R. A.: 243, 244, 275, 276, 282
Scholder, K.: 96 Spitzer, L.: 313, 321, 322
Schoonenberg, P.: 149, 159-161, Splett, J.: 143, 144
172, 352 Spörl, J.: 629 .
Schopenhauer, A.; 180, 455 Srole. L.: 343 ' •
Schrey, H. H.: 334, 337 Stadelmann, R.: 618
Schultz, A .:.456, 458, 513-515 Städter, E.: 381
Schultz, W.: 16, 45, 49, 79 Stäblin, W.: 73 '
Schunak, G.: 174 Steck, O. H.: 93, 151, 152
Schwartz, R.: 325 • Stecklis, H. D.: 448
Schweppenheimer, H.: 487 Steizenberger, J.: 375
Searle, J.: 433, 457, 461, 464-466 Stempel, W. D.: 54, 635, 641
Sears, R, S.: 183 Stenzel, K.: 451, 467, 470, 473
Sechkjer, M.: 632 Steph an,^.: 66, 159, 169
Seebass, G.: 428, 430, 432, 434, 437, Stern, W.: 293, 312 .
439, 463, 471, 49Ì Stierle, K. H.: 293
Seeberg, R.: ¡56 Stocker, H. G.: 370, 377, 378, 385
Seel, O.: 196, 371 386, 389
Seemann, M.: 343 Stopp, K.: 526, 535, 536
Seffens, H.: 309 Strasaer, St.: 305, 306, 310,' 311
Semler, J. S.: 19 324, 326, 331
Séneca: 372 Strauss, L.: 213
Service, E. R.: 574, 576, 577, 579­ Strawson, P.-F.: 465
581, 585 Suárez, F.: 583
Seydel, O.: 424 Sunnus, S. H.: 53, 54, 55, 72
Shaftesbury, A. A. C.: 214, 219, 305 Taciano: 59, 92
Shapiro, H. L.: 540, 556 Teilhard de Chardin, P.: 176 '
Indice de autores

Tenbruch, F. H.: 602 . Vogel, Chr.: 539


Tetens, J. N.: 54, 306-308 Vogler, P.: 39, 407, 443, 453, 619,
Theunissen, M.: 225-228, 295, 617 636, 671 .
Thielicke, H.: 69, 70, 73, 93, 373 Volk, H.: 73
Thier, E.: 340 Voitaire: 635
Thomasius, G.: 155, 156, 169, 221, Vötgle, A.: 629
592 ' Wagner, F.: 19 .
Thumberg, L.: 670 Walsh, W. H.: 640
Tillich, P.: 129, 174,176, 177, 179, Wandruszka, M.: 454, 471, 491
237, 285, 351-355, 357, 385, 489, Washburn, S. L.: 453
571, 609 Watson, J. B.: 34-37
Timaeus, E.: 53S Weber, A.: 206
Tocqueville, A. de: 530 Weber, K.: 458
Tolman, E. C.: 36, 37, 575 Weber, M.: 343, 556, 571, 582­
Tornas de Aquino, santo: 60, 84, 144, 584
375, 376, 475, 480,''560, 566, 631,
Weisberger, L.: 428, 431, 472, 492
632
Weischedel, W .: 142, 151
Tomkìs: 314
Weizsäcker, V. von: 48, 95, 177
Topitsch. E.: 337 _
Wellek, A.: 311
Torrance, T. F.: 63 _
Wenz, G.: 352, 489, 609
Track, J.: 489 '
Whorf, B. L.: 428, 431, 432, 492
Trecäe, J. H.: 475
Whyte, L. A.: 96, 97, 398
Treismann, A.; 82
Wiegand, K.: 220
Trillhaas, W.: 73, 373, 487
W iese, L. von: 547
Trinkhaus, Ch,: 62
„Wilckens, U.: 147, 323, 373, 385,
Troeltsch, E.: 212
629
Trüb, H.: 331
Wildersmuth, A.: 218, 529
Tugendhat, E.: 256-258, 260-263,
Williams, B.: 257
435, 438, 459, 466
Winckelmann, J.: 582
Twesten, A.: 523
Winter, G.: 280
Uexküll, J. von: 40, 41, 43
Valentin, K.: 311 Wittgenstein, L.: 256-259, 434, 435,
Vauvenargues: 220 ■ 467
Wittram, R.: 619
Verbecke, G.: 469
Verbürg, J.: 60 W olf, E.; 206
Vermeersch, E.: 395, 396 Wolff, Cb.: 221
Vico, G.: 635, 636, 637 Wolff, E.: 536
Victorinos: 336 Wolff, H. W.: 59, 175, 468, 661
Vidich, A. J.: 577, 596 Woods, M.: 259
Vigilius Haufniensis: 126 Wunderlich, D.: 457, 458
Vilmar, F.: 530 Wundt, W.: 310, 315, 448 *
Voegelin, E.: 426, 588, 601, 621 Würtenberger jr., Th.: 582, 584, 590,
623, 625 591
Indice de autores

Wyss, D.: 103, 104, 197 , 237 , 238 Ziegier, J. G,-: 383, 384
240 , 461 Zirrmierli, W.: 151, 525
Yannaras, Chr.: 662, 664, 670 Zizioulas, J.: 293, 662, 664, 665
Zenón: 322, 323, 335 Zwinglio, U.: 156
Ziegerfuss, W.: 540
INDICE ANALITICO

Acción: 24, 36, 48-5!, 54-56, 61, 63­ 165, 167, 168, 171, 173, 175, 212,
66 , 71, 72, 74, 75, 79. 80, 86- 88 , 297, 374, 626, 627, 629, 631-633.
98, 103, 104, 106, 117, 118, 125, Adolescencia: 244, 245, 292.
132, 135, 138, 140, 141, 143-145, Afecto, vida afectiva: 23, 204, 304,
147, 149, 150, 152-154, 155, 157,» 305, 312, 316, 318, 322-327, 331,
158, 161, 163-166, 169, 171, 175, 346, 385, 391, 436, 439, 458, 462,
178, 191, 201, 202, 210, 212, 219, 558.
222, 232, 233, 235, 236. 244,251, Agente: 38, 128, 139, 140, 145, 271,
252, 260, 267, 275, 277, 280, 285, 379, 492.
289, 311, 314, 316, 20, 323, 351 Agresión: 103, 178-180, 182-191,
354, 361- 364, 365, 367, 371, 372, 382.
373, 379, 383, 385, 389-391, 400,
Alegría: 319, 320-325, 331, 342,
401, 404, 405, 410, 415, 424, 427,
357, 427, 436, 463.
437, 450, 451, 454, 455, 455-460,
Alienación: 103, 104, 1Í4, 132, 176,
460-462, 462, 463-467, 471, 472,
204, 304, 329, 333-336, 337-358,
474, 477-479, 486-489, 491, 492,
376, 389, 391, 461, 506, 509, 511,
494, 502, 505-507, 509, 510, 511,
529, 657. .
514,'515, 530, 534, 546, 595, 597,
Alma y cuerpo: 120, 121, 125, 313,
604, 606, 607, 610, 611, 613, 616,
621, 622, 624, 625, 634-638, 641, 314, 562, 660.
643, 644, 648-650, 653, 657, 660­ Amor: 64, 66 , 75, 94, 108-110, 112,
662, 665-667, 667-669. 119, 125, 128, 133, 134, 139, 176,
Acomodación (ver asimilación): 408, 179-182, 191, 208, 219, 220, 239­
415, 436, 439, 440. 241, 287, 289, 324, 328, 329, 332,
Adán (ver caída, pecado original, es­ 336, 344, 349, 356, 370, 382, 533,
tado original): 26, 66 , 69, 75, 95, 535, 536, 552, 555-558, 562, 567, *
98, 108, 126, 127, 134, 138, 139, 592, 605, 664, 668 , 669, 670, 672,
151, 151-154, 154-í 57, 160-163, Amor de Dios: 94, 287, 336, 344.
690 indice analítico

Amor de si: 180, 1 8 1 ,2 1 9 ,2 2 0 ,2 3 9 , Autoconciencia: 46, 68 , 75, 83, 86 ,


336, 344. 101, 103, 105. 106, 111, 117, 121­
Angustia: 68 , 75, 119-121, 125-129, 125, 128, 129, 131, 132, 137, 139,
131, 139, 163, 164, 166, 183, 186 187, 195-199, 204, 230, 231, 233,
188, 191, 199, 284, 285, 289, 318, 235, 236, 245, 246, 249-254, 256,
319, 323, 331, 357, 404, 414, 550, 258-263, 265-267, 271-273, 276,
558, 623, 654. 277, 279, 294, 295, 303, 304, 308,
Angustia y miedo: 119, 125. 309, 310, 312-317, 323, 332, 338,
Animal: 29, 34, 35, 37, 39, 41-43, 346, 347, 368-372, 374, 376, 377,
48, 51, 53, 54, 76, 78, 86 , ¡01, 384, 385, 387, 455, 481, 494, 534,
104, [36, 137, 189, 203, 221, 280, 611, 616, 622, 646, 653,
281, 307, 326, 391, 398 , 404, 405, Autoconservación: 23, 30, 124, 125,
406. 415, 442, 453, 546, 559, 560, 128. 139, 183, 185, 213, 222,238,
562, 608, 611, 627. 239, 243 ,244, 247, 252, 305, 314,
Animo-, 187, 204, 305, 307, 308, 310, 328, 3 3 1 ,5 0 1 ,6 3 9 , 649, .653, 667.
312-314, 318-326, 333, 359, 364, Autodomestícación: 42, 178, 191.
371, 376, 654.
Autonomía, autónomo: 98, 218, 229,
Anticipación: 77, 197, 297, 301, 461,
244, 248, 266, 277, 279, 289, 299,
471, 478, 479, 514, 515, 644, 647,
306, 308, 316, 323, 355, 359, 367',
649-653, 663, 666 , 672.
374, 377, 382, 385, 390, 391, 397,
Antropocentristno: 16, 17, 21, 24.
! 415, 483, 494, 500, 505, 506, 509,
Año de adelanto : 47.
515, 531, 536, 537, 577, 591, 593,
Año extrauterino: 53.
599, 601, 607, 609, 621.
Apertura a Dios: 85, 174.
Autoridad: 19, 21, 109, 116, 210,
Apertura al mundo: 42-44, 46, 47, 50,
222 , 242 , 283 , 359. 371, 372 , 381,
51, 74, 77, 80, 82, 94, 103, 104,
382, 384, 484, 490, 522. 524, 547­
120, 284, 299, 405, 406, 426, 478,
550, 552, 558, 564, 566, 570, 573,
505.
574, 577, 580, 582, 595, 601, 604,
Arte: 396, 398, 401, 4 (1 , 412, 415,
608, 622.
4-18, 424, 427, 477, 479, 610.
Autorreaüzación: 51, 54, 66 , 71, 72,
Asemejarse lo más posible a Dios: 59.
125, 185, 292, 30¡, 342, 344, 353,
Asimilación (ver acomodación): 62,
358, 480, 494, 550, 558, 616,
92, 98, 247, 387, 408, 415, 436,
437, 439, 440, 450, 462. Autorreflexíón: 45, 79, 80, 86 , 230,
Asimilación del hombre a Dios: 62. 232-236, 304, 644, 645, 653.
Asociación: 152, 157, 341, 344, 357, Autotrascendencia: 51, 77, 95, 105,
395, 437, 539, 560, 567, 583, 584. 120, 136, 140, 146, 149, 177, 183,
586. 189-191, 241, 325, 326, 662, 664,
Atención: 12, 43, 82-86, 136, 199, 665.
204, 232, 237, 271, 312, 314, 327, Bautismo: 149, 173, 174, 660, 665.
331, 403 , 436, 439 , 449 , 448,456, Behaviorismo: 36, 39, 43.
460, 465, 470 , 473, 474, 475 478^ Bien común: 255,563, 567, 568, 570.
480, 482, 494, 562, 598, 615, 636. Biografía: 29, 510, 613, 642.
Indice analítico 691

Bíoiogía: 28, 29, 39, 62, 79, 86 , 176, Concepción (concepto) del hombre:
199, 613. 20, 23, 29, 30, 50, 66 , 75, 627,
Biología humana': 28, 29, 613. 629, 630, 633.
Caída (ver estado original y Adán); Conciencia: 11, 12, 17, 19-22, 35,
23, 26, 27, 30, 58, 63, 66 , 69, 70, 36, 45, 46, 68 , 69, 75-78, 80, 81,
73, 75, 115, 126, 130, 134, 139, 83, 85, 86 , 89, 91, 100-103, 105,
151, 152, 155, 157, 162, 163, 165­ 106,.111, 117-119, 122, 124, 125,
167, 174, 180, 182, 210, 212, 353, 132, 133, 139, 140, 142-145’, 158,
625, 668 . 164, 169-171, 174, 179, 188-191,
Castigo: 108, 119, 361. 365, 371, 196-198, 205, 208, 209, 220, 223,
381. 390, 391. 231, 233, 234, 236-238, 242, 243,
Centralidad: 46, 79, 86 , 101, 102, 245, 248, 250-254, 256, 258, 260,
107, 131, 133, 136, 137, 176, 198, 263-266, 268-276, 279, 284, 287.
289, 294, 296, 298-301, 304, 308,
204, 332, 441, 449, 521.
309, 311, 313-318, 323, 324, 327,
Compensación: 207, 330, 331, 418,
330, 331, 333, 334, 338, 339, 344­
419, 422.
347, 349, 350, 352, 357-361, 364­
Complejo de Edipo: 239-243, 248,
389, 370, 371, 373, 375-381, 383­
381, 550.
388, 391, 399-404, 410, 412, 415,
Comportarse: 37, 43, 198, 239 , 260,
418, 420, 421, 422, 424, 427, 434,
265, 318, 371, 428, 435, 439, 445.
435-, 439, 440, 441. 449, 453, 455,
Comunicación: 232, 257, 347. 434,
460, 463, 467, 468, 476, 477, 479,
435, 439, 442. 444, 445, 448, 449.
480, 481, 483. 485, 486, 492, 494,
464, 465, 473, 479, 490, 494, 495, 496, 499-501. 503, 508, 510-517,
497, 498, 529, 536. 644, 648, 653. 520, 523, 529, 531, 536, 541, 546,
Comunidad: Í7 , 59 , 60 , 67 , 68 , 72, 557, 558, 561, 565-567, 576, 580,
87, 91, 92, 145, 157. 184, 204­ 595, 597, 601, 604, 609, 616, 620­
208, 214, 216, 217, 221, 222, 233, 623, 627-629. 633, 634, 643, 647­
236. 279, 291, 300, 301, 320, 325, 653, 656-659, 662-664, 667, 672.
328-33!, 333, 335, 339, 341, 344, Conciencia de sentido: 349, 350, 421,
355, 356, 361, 364, 365, 367, 371, 422, 427, 499, 500, 510- 512, 515­
380, 382-384, 386, 389-391, 397, 517, 523, 576, 595.
403, 410, 412, 413, 416,, 421, Conciencia perceptiva: 2 43, 248,
424-427, 432, 462, 465, 467, 472, 314, 317, 663.
479, 480, 494, 503, 512. 513, 515, Concupiscencia: 108, 112, 113, 116,
516, 518, 519, 521-524, 527, 531, 119, 125, 127, 134, 139, 149, 153,
532, 534-536, 540, 547-550, 553­ 172-174, 335, 340, 354, 356, 479.
563, 565-568, 570, 571, 574, 577, Condicionamiento: 146, 230, 236,
580, 585-587, 589, 595, 598, 600, 299, 389, 391, 508, 534-536.
601, 604, 606, 614, 619, 626, 633, Conducta: 12, 28, 29, 34-41, 43, 46­
647 , 648 , 668-672, 48, 51, 54, 55, 62, 80, 86 , 112­
Comunidad política: 221, 560, 561, 114, 158, 128-130, 133, 134, 136,
563. ¡41-143, 145, 147, 153, 154, 172,
692 Indice analítico

181-188, 191, 196-200, 202-204, 428, 439, 441, 445, 451, 459, 462,
213, 232, 234, 236-238, 241, 255, 466, 479, 482, 513, 525, 5544,
258, 260, 283, 289, 291, 324, 326, 561, 562, 567, 568, 571, 646, 653,
340, 355, 356, 358, 360, 370, 373, 656, 659-661, 667, 669-672.
382-384, 399, 403-406, 416, 434, Cuerpo y alma: 120, 121, 311, 314.
435-437 , 439-442, 444 , 445 , 449, Cuidado: 57, 119, 125, 127-129, 131,
455, 456-460, 462, 469, 479, 501­ 199, 319, 462, 540.
510, 512, 51^-521, 523-526, 538­ Culto: 95, 320, 364, 390. 403, 409­
541, 546, 551, 554, 557, 558, 577, 411, 413, 415-418, 423, 424, 425,
606, 619. 427, 441, 506, 546, 548, 550, 558,
Conductismo: 34, 36, 38, 39, 43, 80, 604, 606, 607, 627.
86 , 237, 311, 314, 435, 439, 456, Cultura: 11, 23, 41, 48, 49, 64, 77,
464, 479, 617. 135, 179, 180, 191, 196, 200, 201,
Confianza: 88-90, 98, 116, 125, 128, 203, 205, 220, 304, 337, 344, 359,
133, 149, 244, 275, 277, 282-291, 361, 362, 371, 381, 382, 391, 395­
300, 301, 304, 317, 527, 596, 665. 404, 413, 414, 418, 425-427, 430­
Confianza fundamental: 89, 90, 286­ 433, 443, 499, 500, 506, 515, 517,
288, 290, 301, 304, 317. 521, 523, 530, 536, 538, 539, 543,
Conocimiento de sí: 101, 124, 128, 546, 554, 556, 561, 573, 580, 581,
251, 252, 348, 646. 598, 602-605, 607-610, 614, 620,
Conservación de sí mismo: 124, 128, •649, 657 , 669.
139, 418. Decisión: 21, 113, ¡14, 125, 130,
Constancia de los objetos: 435, 437, 132, 137, 138, 146, 159, 162, 164­
439, 447. 166, 169, 208, 264, 289, 290, 319.
Contrato: 211-214, 216, 217, 220­ 320, 357, 460, 553, 558. 576, 583,
222, 337, 344, 560. 586, 589, 593. 600, 633.
Contrato social: 211-214, 216. 217. Democracia: 209, 2 J 1,222, 530, 536,
220-222, 337, 344. 611.
Conversación: 465, 466, 468. 470, Demoníaco: 355. 356.
479. Derecho: 23, 72, 98, 99, 115, 161,
C osificaeión: 104, 2 6 6 -2 6 8 , 2 95, 184, 208-214, 215, 217, 218. 219,
342-344, 346-348, 355, 399, 509, 221, 222, 224, 301, 335, 337, 366,
511. 371, 376, 377, 382, 384, 390, 391,
Crítica de la religión: 20, 345. 414, 415, 464, 479, 501, 517, 520,
Cuerpo: 26, 33, 34, 39, 43, 46, 50, 522-525, 531-537, 552, 558, 559,
51, 53, 56, 61, 80, 83, 84, 86 , 91, 563, 565, 568, 578, 584-587. 590,
100-103, 105, 110, ¡ 12, 120, 121, 591, 593, 595, 599, 601, 603, 604,
125, 141, 156, 157, 176, 191, 195, 610, 611.
205, 214, 216, 218, 222, 237, 254­ Derecho natural: 115, 209-213, 222,
257, 260, 265, 274, 278, 280, 281, 532-534, 536, 565.
288 , 289 , 296 , 301, 311, 313 , 314, Desesperación; 69, 119, 122, 123,
327, 329, 331, 340, 344, 352, 358, 125, 126, 129, 183, 190, 318, 358,
401, 404, 409, 413, 415, 416, 427, 389.

I
Indice analítico 693

Destino: 22, 27 , 57, 58 , 60-63 , 65­ 595, 599-607, 610, 621-626, 629,
68 , 71-75, 81, 87, 90-96, 98, 106, 630, 631-633, 635, 638, 640, 643,
107, 113,-118, 125, 129, 131, 132, 650, 653, 655, 656, 659-662, 664,
135, 136, 139, 142, 144, 145, 151, 668-672.
154, 157, 164-168, 170-174, 177, Displacer: 304-308, 314, 322-324,
179, 181, 190, 191, 198, 199, 204, 326, 331.
209, 221, 222, 293, 297, 299, 301, Disposición: 55, 65-67, 73, 75, 81,
31S, 332, 333, 339, 342,'348, 349, 98, 117, 146, 152, 157,’ 180, 215,
353, 357, 358, 368, 369, 372, 413, 220, 221, 287, 301, 360, 367, 378,
424, 425, 515, 530, 536, 553, 555, 382, 405, 419, 430, 439, 468, 526,
5 5 6 , 5 5 8 -5 6 0 , 5 6 2 -5 6 9 , 5 9 9 ­ 535, 541, 553, 559, 565, 570, 631.
602,616, 627, 671. 606, 610, 615, Disposición natural: 65, 220, 221.
616, 618, 622, 627, 671, 630-633, División de poderes: 215 , 578, 591.
650, 665 , 666 , 669-672. División del trabajo: 206, 341, 342,
Destino del hombre (destino humano): 344, 507, 508, 520, 521, 524, 529­
22, 57, 62, 66 , 67, 68 , 71-75, 81, 531, 536, 537, 559, 627.
91, 92, 94-96, 113, 129, 131, 136, Domesticación: 41, 525, 620.
142, 144, 167, 170-174, 177, 204, Dominio: 17, 43, 88 , 93-99, 102,
301, 339, 342, 515, 553, 558, 562, 106, 133, 159, 168, 172-174, 240,
566, 567, 599, 600, 616, 618, 622, 141, 143, 316, 323, 347, 348, 355,
627, 633, 650, 671, 672. 398, 420, 432, 439, 443-445, 449,
Diálogo: 226, 227, 305, 314, 465­ 454, 480, 494, 495, 498, 519, 523,
473, 478, 479, 496, 522, 524. 524, 525, 526, 536, 558, 563, 571,
Dios: 15-17, 21, 22 , 25-28, 33, 34, 577 , 595 , 598-600 , 602, 604 , 614,
44, 49, 55-64, 65-70, 72-75, 78, 622, 623, 633, 652, 670, 671.
85, 86 , 90-98, 108-111, 113-119, Economía: 208, 337, 340, 344, 356,
122-125, 129, 133, 137, 138, 142, 458, 462, 522, 524, 539, 546, 556,
145-147, 149, 150, 152, 156-158, 558 , 574 , 610 , 611, 637.
164-167, 169-176, 180-182, 188­ Educación del género humano: 56,
191, 195, 201, 204, 206-208, 210, 57.
*
214, 220-222, 226, 227 , 228, 236, Educación permisiva: 184.
252, 282, 287-293, 297, 298, 300, Educación religiosa: 282, 286, 288,
301, 309, 313, 316, 317, 318, 320­ 442.
323, 325, 330-332, 335, 336, 338­ Ello: 242ss, 255, 277, 382.
340, 342, 344, 345, 348-352, 353, Emancipación: 97, 209, 543, 547,
355, 358, 362, 363, 364, 366-368, „ 550, 551, 558, 634, 659.
371, 373, 375, 377, 378, 382, 386, Emoción, emocional: 191, 238, 305,
388, 391, 401, 402, 412, 413, 415, 306, 310, 314, 316, 322, 323, 326,
423-425, 427, 429, 430. 439, 451, 331, 370 , 371, 386, 391, 472.
453, 462, 468, 477, 479, 482-487, Encamación: 17, 62, 75, 224, 338,
489-498, 503, 515, 525, 527, 531, 339 , 397 , 404, 412 , 429,439 , 485,
533, 534, 536, 547, 548, 551, 552, 494, 630, 633.
557, 558, 562, 564-570, 576. 580, Encamación de Dios: 17.
f

694 Indice analitico

Entorno: 36, 41, 42, 53, 76, 83, 87, Estado original: 26, 27, 58, 62, 63,
137, 160, 177, 191, 197, 201, 274, 67-70, 73, 75, 115, 122, 126, 127,
279, 281, 283, 327, 330, 331, 395, 139, 163, 165, 166, 172, 174, 189,
408, 415, 435, 436, 440, 439, 440, 210, 212, 297, 632, 633.
442, 444, 449, 482, 501, 525, 575, Estímulo y reacción: 35, 36, 48.
661, 669. - Eternidad (ver tiempo): 91, 92, 121,
Eros: 180, 370, 550, 558, 662, 664, 125, 322, 323, 411, 639, 643, 656,
665, 672, 670. 662, 663, 672.
Escatologia: 322. Etica: 62, 63, 65, 129, 143, 157, 200,
Esencia dei hombre: 61, 71, 74, 81, 210, 216. 217, 221, 222, 229, 285,
139, 342, 345, 522, 524, 558, 617, 289, 336, 344, 384, 391, 522, 523,
630, 631, 633. 531, 534, 536, 540, 541, 546, 549,
Espacio: 18, 75, 133, 150, 206, 222, 554, 558, 616, 622.
441, 449, 455, 480-482, 490, 518, Evolución: 15, 16, 18, ¡9, 21, 26,
524, 527, 535, 536, 665. _ 29, 35, 39, 42, 44, 45, 47, 55, 67,
Esperanza en la resurrección: 207, 69, 77, 116, 121. 125, 172, 174,
660. 183, 185, 197, 199-201, 204, 208,
Espíritu (ver también cuerpo): 19, 33, 222, 240, 241, 244, 245, 248, 249,
37, 38, 41, 43-51, 55, 59, 61, 67, 275, 276, 279, 282-284, 289, 291,
68 , 75, 76, 79, 80, 82, 86 , 92. 96. 317, 323, 328, 343, 344, 362, 366,
98, 100, 101, 111, 112, 120, 121. 371, 383, 390, 391, 406, 415, 427,
125, 138, 150, í 57, 175, Í76, 196, 431, 432, 436, 437, 439, 440, 442­
197, 200, 201, 204, 210, 211, 222, 444, 447, 449, 468, 500, 514, 515,
223, 228, 230, 233, 235, 236, 242, 520, 521, 524, 529, 539, 576, 577,
256, 265, 294, 301, 307, 314, 316, 6 íS , 621, 628, 633, 635, 645, 653.
318, 320, 323, 325, 335, 337, 338, Excentricidad, excéntrico: 43, 45, 46,
340, 344-346. 350, 351. 353, 358, 78, 79, 80, 82. 85, 86 , 88 , 95, 100­
364, 373, 382, 385, 391, 399, 412, 102. 105-107. 118, 120, 131, 132,
427, 433, 439, 451, 462, 467-470, 134-136, 177, 191, 198, 199, 204,
472, 473, 479. 515. 523, 530, 531, 230, 232, 241, 247, 249, 281, 295,
534, 535, 536, 552, 577, 602, 616, 332, 334, 425, 441, 449, 482, 512,
622, 629, 645, 646, 653, 656-664. 518, 521, 599, 605, 614, 619-622,
666-670, 672. 652, 655, 663, 669.
Espíritu de Dios: 175, 201, 373, 468, Existencia: 11-, 16, 25, 26, 30, 33,
479, 659-661, 668 , 669, 672. 43, 47, 57, 68 , 73-75, 82. 84-88,
Espíritu santo: 320, 3'64. 90, 92, 93, 95, 98, 99, 102, 104,
Esquema innato de comportamiento:. 105, 111, 118, 119, 124-129, 131­
38, 39, 41, 44. 137, 139, 140, 142-144, 147, 150,
Estado: 18, 208, 210, 211 , 214-216, 155, 157, 159, 162, 163, 166-168,
222, 224, 501, 509, 515, 516, 519, 174, 176, 186, 190, 191, 199, 213,
520, 532-534, 536, 558-569, 571, 221, 237, 255, 257, 260-265, 267,
577, 578, 583-595, 598, 599, 601­ 270, 279, 284, 290, 291, 298, 299,
603, 605-611, 613, 614, 622. 301, 309, 312, 319, 328, 352, 353.
Indice analítico 695

355, 358, 368,.407, 411, 412, 414, 175, 181, 188, 189, 191, 207-209,
415, 419, 420, 452, 460, 462, 468, 282, 284, 287, 288, 289, 309, 345,
494, 502, 504, 518, 536, 546, 555, 347, 350, 351, 354, 373-375, 382,
556, 562, 563, 567, 603-605, 617, 412, 424, 429, 483, 486, 487, 494,
627, 631, 632, 634, 643, 648, 649, 497, 498, 51 i, 546, 566, 601-603,
652, 654, 655, 657, 661, 662-666, 607, 609, 623, 624, 629, 633, 637,
669, 671, 672. _ 638, 660, 665, 670, 672.
Existencia!: 15, 89, 119, 125, 134, Fiesta: 320, 409, 416, 422, 423, 427,
186, 191, 361, 360, 365, 371, 495, 622.
634, 643. Finalidad: 80, 86 , 99, 215, 245, 506.
Existencialista: 25, 30, 162, 165, Fínitud, finito (ver infinitud e infini­
237. 252. to): 86 , 89, 92, 117, 120-123, 125,
Experiencia: 16, 21, 25, 38-40, 50, 128-131, 133, 135, 139, ¡62, 164,
55. 57. 70, 71, 82, 83, 85-87, SÍ- 173, 187, 284, 293, 308, 309, 318,
S I, 103-106, 111, 114, 124, 126, 319, 326, 330, 413, 415, 417, 427,
129, 140-142, 162, 164, 189, 196, 477, 607, 662, 668 .
197, 223, 231, 233-236, 245, 250,
Formación: 16, 30, 40, 49, 57, 59,
253, 262, 282, 284, 291, 298. 308,
61, 65, 66 , 81, 88 , 104, 135, 157,
309, 314, 315, 317, 319, 343, 344,
177, 184, 185, 187, 191. 197, 198,
346, 347, 349, 353, 356, 360, 365,
200, 202-204, 222, 223, 237, 243,
■ 371, 374, 376-378, 380, 382, 385,
245-249, 255, 260. 275-278, 280.
389. 391, 403, 417, 424, 427, 432,
281, 283, 285, 292, 312, 314, 315,
437, 439, 440. 441, 444. 449, 452,
317, 343, 345, 348-350, 361, 365,
461, 462, 471. 479, 480. 482. 483,
366, 381-384, 395, 396, 398, 401,
486. 489, 491-494, 510, 511, 513­
406, 408, 415, 416. 426, 427, 436,
515, 518, 545, 546, 558, 575, 604,
438, 439-441, 443, 443-449, 452.
621, 622, 646, 647, 648, 652, 653,
461, 471, 479, 480, 494, 501, 504,
655, 656, 663, 669, 672.
505. 507, 508, 512, 519, 521, 538,
Experiencia religiosa: 2 ! , 129, 189,
545, 546, 604, 616, 622, 625, 633,
308. 309, 315,.346, 546.
634, 642-653, 662, 665.
Expiación: 363-365, 367. 380, 389­
Frustración: 182-187, 191.
391.
Familia: 208, 216, 282, 286, 348, Futuro: 17, 67, 71, 72, 74, 76, 86 ,
362, 364, 367, 371, 383, 501, 504, 92, 133. 207, 226, 260-262, 264.
511, 516-520, 522, 524, 532, 537, 267, 292, 298. 300, 301, 319, 322­
538, 540, 342-554, 558, 559, 561, 326, 331, 342, 346, 373, 421, 424,
562, 567-571, 574, 579, 580, 606, 427, 458, 462, 463, 485, 494, 495,
669. 497, 498. 524, 526, 527, 541, 562,
Fantasía: 20, 283, 473-476, 478-481, 565, 566, 569, 580, 601, 615, 627,
494, 496. 628, 631, 639, 640, 643, 648, 651,
Fe: 17, 20, 21, 23, 57, 65, 71, 88 , 653, 662-666, 672.
89, 91, 96, 97, 113-116, ¡23- 125, Género: 28, 56, 57, 69, 70, 75, 77,
144, 145, 150, 160, 161, 166, 174, 115, 123, 125, 127, 139, 152, 154,
696 índice analítico

163, 164, 171, 174, 341, 342, 345, 248-250, 253,255, 261-272, 275­
459, 604, 633, 645, 647, 658. . 283, 285, 286, 289, 292, 294-296,
Genética: 39, 199, 202, 236, 409, 298-301, 303, 304, 315, 316, 323,
433, 438, 439, 447, 449. 330, 332, 333, 339, 348, 349, 354,
Gracia: 17, 58, 59, 61, 63, 65, 115, 357, 358, 361, 362, 365, 368, 371­
138, 157, 227, 236, 382, 479, 489, *! 374, 376, 380, 382, 385, 386, 388­
494. 391, 403, 404, 408, 425, 437, 439,
Gramática generativa: 40, 446, 471, 446, 449 , 455 , 460-462 , 480 , 499,
479, 490 501, 505, 512-514, 524, 538, 543,
Hermenéutica: 480, 490, 494, 617, 545, 546, 550. 558, 561, 597, 599,
6 2 !, 641, 646, 653. 604-606 , 609, 622 , 623, 634 , 641­
Heteronomía: 142, 374, 387, 388, 653, 655, 656, 658, 662. 663, 666 ,
390 , 391, 609. 667, 669, 672.
Historia: 11, 15, 16, 18, 22, 24, 28­ Identificación: 93, 102, 148, 157,
30, 50, 51, 54, 56, 57, 61, 62, 64­ 190, 219, 239-241, 247, 248, 256,
68 , 70, 71, 75, 80, 86 , 8 &, 97, 98, 270, 271, 278-281, 285, 289, 294,
111, 123, 125-128, 138, 139, 152, 301, 329, 356, 402, 404, 408, 422,
155, 159, 160, 164, 165, 167, 172, 439, 457, 460, 461, 481.
174, 187, 189, 191, 196, 197, 200,­ Iglesia: 16, 67, 69, 75, 92, 123, 125,
201, 204, 206, 208, 209, 216, 219, • 130, 139, 208, 221, 222, 352, 375,
221, 222, 238, 245, 247, 253, 254, 376, 382, 384, 391; 413, 424, 427,
265, 277, 279, 280, 299, 301, 312,
505, 522, 523, 524, 527, 533, 536,
314, 317, 323, 335, 336, 340, 344,
556, 566, 569, 601, 602, 607, 610,
348, 351, 361, 362, 364-369, 371,
661, 670, 672.
374-376, 381, 385, 391, 398, 412,
Imagen: 26, 27, 33, 53, 55-63, 67­
419, 424, 427, 434, 444, 448, 449,
69, 73, 75, 79, 86 , 90, 92-94, 97,
453, 497, 498, 517, 521, 524, 532,
98, 133, 148, 157, 181, 204, 214,
534, 543, 552, 562, 567, 573, 577,
222, 233, 240, 241, 278, 279, 293,
580, 581, 603, 607, 609, 610, 613­
297, 3311, 14, 319, 404, 407, 411­
619, 620-646, 648-651, 653, 656,
413, 415, 430, 434, 436, 438-440,
657, 665, 666 , 669, 671, 672.
450, 462, 468, 480, 494, 544, 564,
Humanidad: 20, 54, 64, 56, 61-63,
626, 629, 630, 6632, 633, 656,
65, 68-71, 74, 75, 87, 90, 97, 98,
670-672.
127, 135, 151, 154, 158, 159, 162­
Imagen de Dios: 55, 58, 59, 61, 67­
167, 173, 201, 210, 212, 216, 222,
69, 92, 94, 98, 297, 413, 629, 630,
234, 341, 413, 486, 494, 495, 524,
532, 563, 576, 614, 620, 621, 625, 632, 633, 67!.
626, 631-633, 638, 643, 645, 646, Imagen y semejanza: 26, 27, 55-58,
650, 666 , 671, 672. 60-63, 67, 69, 73, 75, 90, 97, 92­
Identidad: 12, 69, 71, 75, 87, 99-103, 94, 98, 133, 181, 204, 222, 293,
105, 131, 136, 137, 141, 143, 148, 297, 564, 630, 670-672.
170, 177, 187, 189-191, 195-199, Imaginación: 268, 308, 474-479.
202-205, 233-236, 237, 244-246, Imago Dei en devenir: 62, 65.

i
Indice analitico 697

Imago et similitudo: 27, 60, 61, 63, Individuo y sociedad: 205, 211, 213,
91-94, 98, 177, 202, 627, 632, 218, 303.
633, 671. Infinitud, infinito: 86 , 87, 89, 120­
Imitación: 186, 191, 406-408, 415, 123, 125, 129, 131, 139, 208, 308,
436, 438-441, 445, 449, 480, 494. 310, 345, 477, 479.
Imperativo categórico: 143. Inspiración: 128, 139, 320, 321, 408,
Impulso: 16, 18, 43, 44, 48, ^9, 53, 429, 452, 473, 474, 476-479, 496­
57, 77, 89, 90, 100, 101, 103.105, 498, 650.
125, 132, 178-181, 183-185, 191, Instinto: 44, 45, 53-55, 58, 75, 178,
217, 219, 222, 237, 244, 252, 306, 213, 222, 238, 239, 305, 314, 404,
307, 314, 318, 322, 325, 329, 374, 406, 445, 449, 538, 539, 546.
385, 391, 408, 415, 426, 512, 522, Institución: 179, 501, 504, 505, 507­
524, 529, 538, 539, 546, 552, 575, 512, 515, 517, 519, 520, 522, 524,
580, 596, 605, 610, 656, 664, 665, 531, 537, 540, 542, 549, 554, 557,
668 , 672. 558, 561, 567, 569, 577, 580, 585,
Inconsciente: 237, 238, 243, 252, 620 , 622, 633, 638, 643, 649. ’
Instrucción: 55, 56, 375, 382, 384,
260, 311, 314, 330, 331, 401, 432,
391, 412.
439, 441, 449, 480, 494, 545, 546.
Inteligencia: 35, 297, 368, 371, 425,
Incorporación: 2 4 i, 426, 436, 630,
435-440, 442, 444, 449 , 450, 462,
633.
600. .
' Individuo: 17, 18, 29, 39, 56, 57; 69.
Interpretación existencial; 15.
70, 87, 96-99, 102, 120, 125, 127,
Investigación del comportamiento:
139, 146, 157, 159, 160, 163-167,
29, 38, 41, 43, 50, 198-200.
169, 17], 174, 175, 178, 184, 185,
Jesucristo: 62 , 94, 98, 113, 151, 167,
191, 197-208, 2 )0 , 211, 213-215, 168, 170, 171, 373, 174, 297, 412,
217-219, 222-224. 229-234, 236, 424 , 425 , 555 , 626 , 629, 630 , 632,
240, 243, 245-247, 254-256, 262, 633, 638, 661, 671.
267, 275-281, 283-285. 289, 291, Juego: 308, 327, 403-410, 413-425,
293. 295, 298-301, 303, 304, 309, 427 , 436-441, 449-452 , 460-462,
311,-312, 334, 318, 325-333, 337, 466, 468, 479, 480, 494, 499, 505,
338, 341, 342, 344, 346, 348, 356, 506, 512, 542, 561, 610, 611.
360, 364, 368, 369, 371, 381, 383­ Justicia: 58-61, 64, 67, 75, 93, 96,
386, 388, 390, 391, 400. 401, 403, 98, 108, 111, 115, 119, 125, 135,
404. 406, 421, 425, 427, 430, 432, 150, 164, 171, 174, 206, 207, 211,
437, 439, 440, 446, 447, 449, 452, 222, 257, 265, 289, 316, 320, 321,
4S52, 480 , 494 , 497 , 499 , 501, 502, 323, 360, 361, 373, 379, 380, 384,
504-506, 508-510, 513-515, 518, 385, 391, 403, 413, 425, 477, 481,
5 20, 5 2 1 .5 2 4 , 5 2 8 , 5 3 2 -5 3 8 , 482, 490, 494, 495, 498, 512, 525,
543,547, 550, 553, 555, 558, 559, 564-569, 580, 594, 600, 601, 603,
561-564, 567, 571, 575-577, 580, 6 0 4 ,6 0 5 ,6 1 0 ,6 1 1 ,6 2 0 ,6 2 2 . *
597, 599-602, 604-607 ,609-611, Legitimación: 209, 303, 550, 5 5 i,
613, 619, 622, 646-648, 652, 653, 566, 581, 582, 592, 594, 595, 596,
655, 666 , 668 . 669, 671. 597, 598, 602-604.
698 Indice analitico

Legitimidad: 11, 19, 419, 563, 580, Mal radical: 106, 107, 118, 130, 139,
582-588, 591, 594, 595, 596, 598, 157, 164, 221, 222.
603, 604. ‘ Maldad, maio: 110, 118, 149, 150,
Lenguaje: 37, 40, 41, 48, 49, 70, 102, 151, 157, 178, 180, 181, 567.
109, 120, 130, 201, 204, 225, 226, Matrimonio: 398, 501, 517, 522, 524,
232, 236, 256, 264, 275, 279, 396, 538, 540, 542, 543, 545-550, 552­
398, 417, 425-435, 437, 439, 441- „ 558, 606, 671. ■
457 , 462, 464-466, 471-473, 474, Memoria: 326, 349, 480.
477, 479-481, 483, 485, 488-499, Mercado: 529, 536, 610, 611.
512, 513, 604, 655-657, 659, 662, Meta: 47, 55. 57, 62, 421, 427, 434,
664. 436, 439, 459, 494, 617, 622, 624.
Lenguaje y pensamiento: 430, 439, 650, 666 , 669.
454. Miedo (ver angustia): 119, 125, 186,
Ley: 107-109, 115, 117, 137, 347, 188, 191, 305, 323.
150, 157, 168-172, 207, 215, 217, Miedo y angustia: 119, 125.
222, 363, 372-378, 382, 384, 385, Mito: 71, 75, 130, 151, 371, 372,
390, 391, 452, 462, 486, 494, 560, 397, 398, 400, 402-404, 410, 416.
564, 565, 567, 620. 423-427, 428, 441, 451, 452, 462,
Ley de Dios: 147, 1 6 9 ,3 6 3 ,5 6 5 ,5 6 7 . 483-485, 494, 499, 511, 559, 621,
Ley y evangelio: 382. 622, 625-628, 633, 643.
Libertad: 5 1 ,'5 4 , 55, 98, 120, 122, Monogénismo: 172, 173.
123, 125-127, 131, 138-140, 142­ Moral: 15, 17, 19, 24 , 59 , 63-65 , 75,
145, 159, 163, 164, 171, 174, 189, 103, 106, 107, 110, 111, 117, 118,
198, 209-215, 217-219, 221, 222, 125, 133, 141, 143, 148, 157, 161,
224, 252, 267, 287, 289, 293, 296. 178, 181, 188, 189, 191, 196, 204,
299, 300, 308, 309, 314, 316, 319, 217, 220-222, 224. 242, 288, 296,
320, 323, 329, 337, 341, 344, 349, 305, 307. 314, 345, 350, 358, 362,
353, 357, 372, 373, 385, 391, 404, 361, 364-391, 415, 461, 462, 496.
406, 419-421, 424, 427, 444, 474, 534, 536, 540, 541, 546, 559, 565,
476-479, 482, 497, 520, 527, 528, 595, 596, 627.
532-537,*543, 550, 558, 578, 585, Muerte: 42, 91, 92, 147, 15 M 5 3 ,
586, 590, 593, 607, 616, 622, 639. 157, 161, 167, 168, 172-177, 179,
Libertad de conciencia: 209. 183, 191, 207, 226, 230, 236, 292,
Libido (ver sexualidad): 108, 110, 296, 297, 300, 389, 363, 391. 425,
238, 239, 244. 429 , 453 , 462 , 484 . 552 . 556 , 608,
Lingüística: 104, 256, 258, 269, 313, 609, 611* 627, 629, 636, 644, 646,
314, 347, 350, 369, 426, 432-435, 659, 665, 668 .
438, 439, 442, 451, 452, 456, 457, Narcisismo: 238, 239, 244, 292, 301.
462, 464-466, 479, 480, 486, 487, Narración: 66 , 71, 95, 98, 126, 151,
490, 491, 492, 493, 494, 496, 499, 152, 450, 462, 498, 551, 624, 629,
500, 512, 648. 633, 635, ¿39, 640-642, 643, 651.
Magia: 402, 404, 449, 483, 487, 494, Naturaleza: 11, 12, 20, 22, 23, 30,'
545, 546. 31, 33, 34, 36, 42, 44, 46, 51, 53,

1
Indice analítico 699

54, 58-60, 62, 63, 65, 66 , 75, 88 , Objetividad: 45, 75-78, 80, 82, 86 ,
90, 95-99, 101, 104, 109, 111, 88 , 89, 104, 131, 304, 316, 338,
112, 115-117, 128, 130, 134-136, 340, 344, 347, 350, 362, 363, 367,
138, 139, 147, 157, 158, 163, 168, 371, 399, 438, 439, 508, 509, 535,
177, 179, 181, 185,197, 191, 201, 536, 641, 643.
204, 210-"214, 218-220, 222, 228, Objetivo: 35, 77, 119, 176, 197, 204,
236, 237, 250, 252, 257, 268-270, 229, 294, 301, 308, 321, 340, 343,
279, 285, 289, 291, 298, 305, 308, 344, 347, 361, 368, 371, 382, 399,
309, 314, 322, 327, 340-344, 346, 421, 427, 433, 437, 439, 449, 458,
355, 376, 378, 382, 395, 399-401, 460, 485, 507, 514, 515, 560, 617,
412, 420, 426, 427 , 429, 479, 502, 625, 643, 650, 654, 655, 657, 658.
503, 508, 509, 511, 517, 526, 528, Ontogénesis: 492, 494.
532, 533, 535, 536, 539-541, 543, Original: 26, 27, 58, 59, 61-63, 66 ­
553, 554, 559-561, 563-568, 570, 71, 73, 85, 93, 115, 122, 126, 127,
571, 576, 587, 588, 604, $15, 617, 129, 131, Í49, 154, 163, 165, 166,
618, 622, 628, 630, 631, 633, 643, 172, 174, 185, 189, 210, 212, 216,
652, 653, 655, 658, 663, 664, 666 . 285, 289, 297, 411, 415, 441, 447,
Naturaleza humana: 58, 65, 104, 117, 449, 491, 627, 632, 632, 633.
134, 163, 185, 219, 220, 222, 268-' Palabra de Dios: 228, 336, 375, 382,
270, 279, 285, 289, 305, 314, 327, ■484-486, 489, 490, 493, 494, 496­
341, 342, 378, 382, 400, 412, 502, 498. ’
503, 509, 517, 541, 560, 615. 618, Pasión, pasiones: 23, 30, 149, 168,
622, 633. 180, 213, 222, 242, 314, 318. 327,
Necesidad: 11, 15, 16, 18, 22, 55, 328, 331, 332, 364, 371, 423, 625,
114, 132, 148, 157, 172, 174, 185, 636, 637.
212, 249, 280, 283, 291, 326, 353, Paz: 178, 188, ¡91, 209, 214. 320,
358, 360, 365, 375, 381. 382, 384, 336, 566-570, 578,580, 601, 605,
389, 391, 419, 420, 436, 444, 486, 668 , 670 , 672.
490, 503, 504, 505, 510, 512, 515, Pecado: 108, I l i , 114. 126, 137,
516, 525, 526, 528, 529, 538, 540, 147, 151-154, 156, 157, 160, 164,
546, 548,.555, 558, 560, 570, 572, 169, 173, 174, 179, 180, 181, 207,
573, 575-577, 585, 594, 599, 622, 3 6 0 ,3 7 1 ,5 6 8 ,5 7 0 ,6 3 3 .
625. Pecado original: 58-60, 73, 75, 120,
Necesidades básicas: 507, 509, 511, 123, 125, 126, 130, 139, 149, 157­
515-517, 522, 524. 161, 164, 165, 166, 171- 174,
Neotenia: 406. 180,188, 191, 212, 213, 325, 352­
Neurosis: 183, 238, 285, 289, 359, 354, 527, 536, 592, 627.
381, 382, 480, 494. Pecado suprahistórico: 162, 164.
No-identidad: 189-191, 3 3 2 , 333, Perfectibilidad: 56, 63, 64, 72, 75.
358, 368, 372, 374, 380, 385, 388, Performativa: 258 , 265 , 486.
389, 391, 404. Persona: 37,41, 43, 44, 51, 80, 105,
Norma: 142, 358, 359, 361, 363, 364, 126, 144, 162, 166, 167, 169, 171,
375, 382, 521, 524, 556, 557. 174, 185, 197, 199, 204, 215, 224,
700 Indice analítico

226, 228, 230, 232- 236, 238, 241, Posesión: 178, 191, 241, 326, 329,
243, 256, 257, 259, 261, 263-266, 340, 342, 408, 450, 452, 468, 478,
270, 273, 279, 293-301, 303, 311, 524, 525, 531, 536, 571-573, 576,
314, 315, 323, 329, 335, 361, 365, 580, 670.
367, 377, 382, 457, 459, 462, 465, Predisposición: 56, 247.
483, 492, 494, 505, 514, 515, 532­ Prematuro: 47 , 201.
534, 536, 537 , 541, 545 , 546 , 553, Presentación de la identidad: 643,
558, 565, 606, 641-643, 659, 665­ 644, 649. '
667, 672. Primitivismos orgánicos: 47, 75.
Personalidad: 11, 147, 234, 238, 239, Profesión (ver trabajo): 137, 286,
252, 279, 280, 282, 283, 285, 2S8, 531, 536.
289, 293-295, 297, 299, 301, 303, Promesa; 73, 147, 157, 189, 368,
304, 306, 310-314, 361, 524. 546, 3 71,412, 462, 463, 465, 487, 494.
540, 542, 549, 556, 610. 666 . Propiedad: 58, 61, 179, 210, 214,
Personalism o: 2 18, 2 2 2 -2 2 6 , 229, 215, 222, 238, 252, 292, 334, 338,
236. 335, 340, 341, 344, 356, 363, 371,
Personalism o dialógico: 2 2 2-225, 517, 519, 523-528, 531-537, 542,
229, 236. 543, 551, 570-572, 578-580, 606.
Placer: 104, 105, 134, 161, 188, 240, Providencia; 57, 65, 66 , 81, 182, 616,
241, 243, 247-249, 304-308, 314, 635-639, 650, 653
320-326, 331, 406, 408. Psicoanálisis: !9 7 , 204, 236-239,
Plasticidad: 42, 64, 405, 538, 546. 242, 243, 245, 249, 252, 255, 282,
Poder: 16, 17, 25, 36, 45, 65, 84, 86­ 285, 289, 311, 314, 383, 385, 391,
88 , 93-95, 97-99, 111, 112, 122­ 644, 653.
125, 127, 129, S33, 137, 142, 145, Psicología: 11, 22, 28-30, 34, 35, 37,
147, 148, Í51, 152, 157, 173, 174, 39, 41, 43, 88 , 129, 159, 174, 184­
175, 183, 187, 188, 189, 191, 200, 187, 191, 197, 198, 203, 204, 230,
205 , 208 , 212-216 , 219, 222 , 224, 237, 238, 245, 247, 249, 252, 254,
226, 230, 246, 250, 252, 281. 282, 264, 271, 275, 277, 279-281, 289,
286, 287, 289, 299, 347, 350, 356, 292, 310, 311, 314, 326, 327, 329­
377, 384, 382, 391, 404, 411, 413, 331, 336, 337, 343-345, 354, 366,
415, 416, 419, 425, 462, 475, 484, 440, 444, 449, 613, 617, 619, 622,
488, 494, 498, 499, 526, 528, 531, 634, 654, 658.
533, 535, 536, 554, 558, 564, 565, Pueblo: 56, 150, 207, 208, 285, 361,
561, 563, 567, 569-580, 583, 589, 362, 364, 371, 402, 404, 519, 599­
595-600, 604, 608, 609, 622, 627, 601, 603, 605, 616, 622, 624, 626,
643 , 650, 653. 633, 666 , 669.
Poder político: 208, 212, 558, 561, Razón : 19, 21, 23, 24, 45, 54-57,
567, 570, 578, 580, 595-597, 599. 64-66, 75, 77, 87, 91, 95, 98, 100,
Política: 210, 211, 217, 221, 222, 102, 106,110, 115, 118, 123, 125,
229, 335, 397, 413, 501, 503, 526, 127, 139, 142, 143, 145, 147, 153,
536, 537, 559-567, 570, 573, 580, 156-158, 160, 162, 163, 174, 198,
599, 600, 602, 603, 609, 622, 637. 204, 206 , 208 , 213 , 214, 216-219,

X
Indice analítico 701

221 , 222 , 228, 232, 236, 237, 24S- R elativism o lingüístico: 4 27, 430,
253 , 258 , 260, 263, 271-273 , 279, 4 3 2 ,4 3 4 ,4 3 9 ,4 9 1 ,4 9 2 . '
280, 283, 286, 288, 289, 292, 296, Relato: 58, 92, 93, 95-98, 120, 125,
297, 300, 301, 305, 307, 308, 313, 126, 130, 139, 147, 151, 152, 157,
314, 316, 318-320, 323, 324, 325, 355, 367, 551, 623, 629, 632, 633,
330, 331, 339, 343, 349, 358, 367, 640, 641, 661.
372, 376, 377, 380, 382, 386, 387, Religión: 11, 12, 15. 18-21, 23, 30,
389, 391, 395, 397, 399, 401, 404, 49, 55, 56, 66 , 67, 75, 81, 87, 90,
410, 415, 419, 423, 426, 427, 430, 95, 106, UO, 150, 156, 157, 162,
433, 434, 438, 439, 440, 442, 444, 163, 174, 200, 208, 209, 214, 220­
448, 449, 455, 456, 458, 465, 475, 222, 249, 252, 253, 285, 289,
476, 479-481, 483, 490, 494, 500, 300,301, 307, 309, 314, 315, 317,
511, 528, 531, 533, 534, 536, 539, 323, 338, 344-348, 350, 351, 377,
546, 549, 550, 558, 560, 567, 568, 382, 383, 386, 391, 397, 398, 402­
596, 598, 600, 604, 617, 619, 622, 404, 410, 418, 442, 473, 483, 490,
633 , 637 , 640, 643, 645 , 652-654, 494, 503, 520, 531, 536, 543, 544,
656, 657, 660, 669, 670. 545-548, 550, 551, 558, 562, 576,
Recuerdo: 152. 259, 270, 319, 333, 577, 580 , 595-609, 611, 619 , 620,
3 9 1 ,5 8 0 ,6 5 6 ,6 6 2 . ‘ 622, 633, 635, 653, 654.
Reducción del instinto: 58, 75, 538, ’ Reparto: 282, 512, 526, 536, 537,
546. ' ■ 611. ’
Reflejo condicionado: 36. ' Representación: 39, 59, 85, 86 , 88 ,
Reflexión: 16, 29, 77, 78, 84-86, 103, 93, 94, 97, 98, 116, 123, 125, 165,
104, 116, 117, 131, 132, 145, 190, 180, 189, 191, 240, 247, 250, 252,
195, 222, 225-227, 236, 250, 252, 263, 265-269, 272, 273, 279, 284,
254, 263-269, 274, 279 , 294, 301, 308, 314, 316, 322, 323, 329, 341,
307, 310. 314, 315, 327, 331, 347, 344 , 348 , 406, 408-415, 417, 421­
387, 423, 463, 476, 479, 481, 482, 423, 427, 432, 436, 438, 439, 441,
487-489, 491. 494, 500, 513- 515, 449-451, 460, 462, 465, 479 , 480,
523, 644, 652, 653. 483, 484, 494, 497, 498, 499, 508,
Regresión: 55, 239, 283, 284, 332. 553, 555, 568, 578, 582, 588, 589,
Regresión infantil: 284. 590, 594, 654, 600, 601, 606, 607,
Reino de Dios: 21, 63 , 64, 75 , 97, 610, 645, 656, 661, 662.
98, 157, 298, 301, 498, 503, 515, Responsabilidad; 60 , 96 , 99, 104,
565-567, 569, 576, 580, 600, 671, 122, 131, 134, 137-143, 145, 146,
672. 154, 155, 158, 162, 164, 171, 174,
Reino del mal: 156, 157, 190, 277, 352, 365, 367, 379, 387,
Reino del pecado: 158, 159, 357. 388, 390, 391, 462, 527, 536.
Relación con el tú: 205, 229, 236, Resurrección: 91, 97, 98, 151, ¡74,
299. 207, 562, 605, 629, 630, 660. *
Relación yo-ello: 225, 226, 228, 229, Resurrección de Jesús: Ì51, 174.
236. Revelación: 19, 25, 30, 61, 97, 113­
Relación yo-tú: 225, 227, 228. 115, 167, 168, 170-172, 174, 347,

1
702 Indice analitico

377, 382, 402, 425, 432, 439, 484, 565-570, 574, 576-580, 595, 597,
490, 497, 498, 535, 536, 588-590, 598, 602-605, 607, 608, 610, 611,
609, 616, 622, 616, 618-623, 627, 631, 632, 634,
Rol; 90, 279, 280, 282, 289, 293, 636, 638-644, 646-650, 652-656,
301, 348 , 349 , 407, 408, 409 , 414- 857, 661, 662, 663, 665, 666 , 668 ,
■ 417, 420-422, 427, 504, 505, 508, 670-672.
512, 554, 555 , 606. Sentimiento: 17, 91, 127, 188, 189,
Salvación: 15, 17. 21, 148, 150. 207, 242, 244, 255 , 260 . 304-310 , 3 12­
291, 292, 300, 301, 320-322, 325, 318, 323, 326, 328, 331, 333, 343,
562, 599, 601, 606 349, 356, 358-362, 365, 366, 368,
Secularismo: 98. 423, 598, 607. 369, 371, 386, 387, 408, 418, 423,
Secularización: 98, 208, 210, 211, 427, 436, 437, 439, 460, 46L, 472,
222. 547, 578. 473 , 478 , 479 , 541, 557 , 558 , 604,
Segundo Adán: 98, 297, 632. 653-657 , 662. (
Selección: 272, 279, 575. Ser defectivo: 47-49.
Selectividad: 82, 83, 86 , 240. Ser del hombre: 27, 58, 60, 63, 67,
Sentido: 11, 15, 22, 23, 25, 26, 28, 75, 78, 86 , 90, 94, 98, 297, 344,
29, 33-35, 37, 39, 41, 42, 44-46, 4 9 7 ,6 1 5 ,6 2 9 ,6 7 1 . '
49 , 51, 55 , 59 , 60-63, 67 , 69, 72,
Sexualidad (ver libido): 51, 112, 125, '
75, 78, 79, 82, 83, 85, 86 , 89, 90,
187, 538-540, 546, 556'.
92. 95, 97-100, 107, 108, ISO.
Sí mismo: 16, 21, 25, 44-46, 49, 51,
113, 118, 124-131, 134, 135, 137­
55-57, 64, 65, 69, 71, 75, 76, 78,
140. 14?, 144-149. 152-155, 157,
79, 81-83, 85-91, 97, 98, 100-107,
159, 164, 167. 169, 170, 173-175,
109-115, 118-128. 131, 132, 136,
180, 181, 185-187, 191, 196, 20 !,
137, 139, 142-145, 148, 157, 160,
204, 207, 208, 215-217, 219, 220­
163, 164, 171, 176. 177, 180, 181,
222, 228, 232. 233, 236, 239, 240,
183, 185, 187-191, 195, 202, 204­
244, 245, 247-249, 258-262, 265,
206 , 215 . 217, 219-222 , 228 , 230­
276, 278, 284, 288, 290-293, 297,
236, 239-241, 245-257, 259, 260,
299-301, 303 . 306, 312, 314 , 316,
261, 263, 265-269, 274-281, 284­
317, 322, 323, 324, 330, 331, 333,
287, 289, 291-301, 303-305, 307,
335-340, 343-352, 354, 356, 357,
359, 361-366, 368, 371, 373, 374, 307-312, 314, 317, 318, 320, 327­
379, 381, 382, 384-389, 391, 399­ 334, 336-339. 342, 344. 348-351,
401, 404, 406, 407, 411, 412, 415, 356, 358, 367-371, 377-380, 382,
416, 418-423, 425-427, 429, 430­ 384, 386, 387, 389, 398, 404, 408,
435 , 438-440 , 442, 446 , 449 , 454, 409, 418, 420, 422, 451, 461, 462,
456, 458-460, 462, 464, 466, 469­ 464. 476. 479, 482, 493, 494, 497,
471, 473, 474, 479, 483, 484, 487­ 506, 512, 513, 527, 536, 551, 553,
489, 493, 494, 496, 497, 499-503, 576, 595, 597, 599, 600, 604, 605,
506-518, 520, 522-524, 528, 530, 616, 620, 622, 628, 633, 634, 645,
534, 536, 537, 539, 542, 544, 546, 646, 648 , 649 , 652-654, 659 , 66 i -
547, 549, 550, 553. 556, 558- 562, 663, 666-670.
Indice analítico 703

Sim bolism o: 148, 157, 390, 391, 245-247, 249, 252, 254, 256, 263­
407, 437, 460, 494. 268, 271, 272, 273, 275, 277-279,
Símbolo: 130, 139, 231. 236, 404, 281, 294, 301, 307, 308, 309, 313,
406, 413, 415, 421, 422, 427, 436, 314, 316, 323, 326, 338, 339, 361,
438-441, 449-451, 462, 464, 465, 364-367, 376, 382, 386, 389, 390,
4 7 9 ,4 8 0 , 483, 485, 492, 494, 671. 436, 439, 452, 454, 455, 460-462,
Soberanía: 22, 116, 213, 4Ó6, 560, 476, 479, 491, 492, 494, Í0 8 , 510,
567, 578, 580, 582, S84, 590-592, 597, 604, 609, 611, 616, 621, 624,
594, 598. 625, 633-635, 638, 640-643, 645­
Socialización: 211, 212, 220, 222, 649, 653-655, 662, 667.
230, 290, 383, 399,-439, 441, 511, Superyó: 102, 241, 242, 286, 330,
529, 543, 570. 359.
Sociedad: 18, 19, 21, 37, 41, 87, 141, Técnica: 49, 96, 178, 191, 401.
162, 179, 188, 196, 197, 204-206, Temor: 116, 119, 125, 149, 186, 191,
208, 211, 213, 215-224, 229, 230, 326, 331, 389, 39Í, 564, 607.
233, 235, 236, 249, 256, 260, 265, Temporalidad: 162, 165, 174, 226,
278-280, 295, 300, 303, 332, 334, 264, 296, 325, 326, 331, 411, 495,
337, 338, 341, 343-346, 360, 361, 498, 541.
362, 364, 371, 381, 382, 388, 397­ Teoría de la evolución: 29, 35, 69,
400, 402. 404, 410, 419, 422, 4 2 3 ,­ 199. ' ■
458, 462, 501-507, 515, 516, 520, Teoría de la frustración: 183, 184.
521, 524, 526. 530, 532, 534, 536, 186.
537, 541-544, 546, 549, 550, 552, Teoría de !a imputación: 156.
554-557, 558, 560-562, 568, 569, Teoría del conocimiento: 376, 427,
571, 579, 588, 591-594, 596-600, 474.
604, 605, 608, 610. 614, 619. 620, Teoría genética del conocimiento: 39,
622, 624, 625, 627, 633, 643, 644, 447.
649, 650, 653. Teoría sobre el valor del trabajo: 214,
Sociología: 11, 19, 28-30, 204, 343, 22 ?.
348, 354, 501, 503, 511, 515, 602, Tiempo (ver eternidad): 11. 12, Í7,
604, 613. 18, 28, 39, 69, 71, 74, 77, 80, 85,
Subjetividad; 15, 40, 79, 81, 86 , 107, 102, 103, 105, 117, 118, 121-125,
117, 124-128, 139, 161, 183, 198, 127, 133, 135, 139, 142, 143, 145,
202, 221-223, 230, 264. 265, 294, 147, 150, 162, 163, 165, 166, 171,
301, 339, 355, 358, 377, 382, 403, •172, 174, 175, 184, 190, 191, 196,
404, 435, 439, 455, 492. 494, 542, 202, 204, 206, 207, 213, 217, 220,
546, 616, 634, 655, 657. 667, 668 . 222, 227, 231, 236, 240, 245, 246,
Sublimación: 187, 2 4 1. 248, 252, 257, 259, 261, 264, 265,
Sujeto: 16, 24, 37, 41, 50, 75, 77-84, 270-272, 279 . 283 , 2 9 1 ,2 9 3 , 295- (
86 , 88 , 100, 103, 110, 111, 116, 299, 301, 304-306, 308, 309, 313­
124, 125, 132, 141, 142, 145, 146, 315, 318-320, 323, 326, 332, 334,
158, 166, 182, 183, 198, 199, 202, 335, 339, 342, 344, 355, 358, 360,
203, 221-223, 225, ?2%, 229, 235, 361, 367, 369-371, 374, 377-379.
704 Indice analitico

382, 386, 387, 391, 400, 409, 411, 558, 559, 567, 570, 608, 623, 648,
414, 416, 418-420, 425, 428, 434, 649 , 658, 659 , 664.
438, 439, 441, 449, 451-453, 460, Trinidad: 295, 301, 610, 611.
461, 466, 473, 474, 476, 479, 483, Universalidad del pecado: 149-153,
486, 494, 506, 507, 511, 512, 515, 156, 163, 167, 168, 170-172, 354,
■ 5 1 6 ,5 3 1 ,5 3 4 ,5 3 6 ,5 3 8 ,5 4 1 ,5 4 6 , 357, 570.
548, 550, 554,. 556-558, 562, 564, Verdad: 11, 12, 20, 21, 46, 54, 62,
565, 567, 598, 604, 608, 613, 637, 87-89, 93, 98, 106, 109, 114, 126,
620-625, 628, 630-634, 639, 641­ 135, 136, 143, 145, 148, 157, 165,
643, 648, 652, 656, 658, 662-664, 168, 176, 179, 184, 190, 216, 278,
667, 672. 279, 281, 286, 288, 289, 300, 315,
Tiempo de los orígenes: 71, 123, 125, 322, 328, 331, 338, 344-346, 347,
604. 350, 3 5 !, 353, 356, 367, 374, 377,
Tiempo libre: 418, 419, 506. 382, 387, 397, 399, 401, 402, 404,
Totalidad: 25, 74, 85, 144, 153, 166, 406 , 408 , 410-412, 415, 417, 419,
170, 171, 174, 221, 222, 226, 236, 422, 426, 428, 431, 438, 439, 454,
238, 252, 266-269, 275, 276, 282, 463-467 , 471, 472 , 477 , 479 , 484­
284, 291-301, 303, 306, 309, 314, 486, 493, 494, 496-499, 502,-506,
315, 318, 319, 323, 324, 328, 331, 509, 513, 515, 517, 528, 531, 536,,
358, 359, 368, 385-387, 391, 397,. 537, 539, 540, 546, 548, 550, 552,
402, 423, 426, 435-437, 439-441, 558, 562, 564, 567, 569, 571, 573,
460, 461, 471-473, 478-480, 482, 574, 576, 580, 595, 600, 603, 606,
496, 500, 514, 515, 526, 527, 541, 607, 613, 616, 619, 621, 622, 624,
542, 546, 557, 599, 600, 6J5, 622, 632 , 634 , 635 , 637 , 638 , 640-645,
644-647, 649 , 65J-656, 662, 672. 648, 652, 653, 655, 658, 660 , 662,
Totemismo; 543-546. 664, 666 , 667, 670-672.
Trabajo: 12, 13, 24, 26, 55, 75, 106, Vergüenza: 304, 362, 368- 371.
205, 206, 210, 214, 222, 244, 267, Vida instintiva: 42.
305, 314, 324, 334, 340, 341, 342, Vida pnlsional: 385, 391, 539, 546.
344, 349, 351, 391, 387, 397, 418­ Violencia: 114, 210, 301, 323, 389,
420, 422, 466, 476, 479, 507, 508, 515, 541, 546, 571, 579, 580.
512, 520-526, 528-531, 533, 536, Vivencia: 20, 101, 103,. 104, 132,
537, 542. 559, 579, 596,604, 606, 310. 311, 314, 386, 391, 468, 541,
627, 635, 638, 643, 645. 546, 644, 646-648, 653, 654, 662.
Tradición: 17, 20, 22, 27, 33, 38, 46, Voluntad: 2 !, 68 , 93, 97, 99, 103,
51, 55-58, 65. 67, 71, 75, 79, 86 , 104, 109, 118, 129, 130, 132, 134­
92-95, 97, 98, 113, 114, 134, 150, 136, 138, 139, 145-149, 157, 158,
152, 160, 180, 196, 205, 208-210, 160, 165, 169, 170, 174, 180, 183,
223, 227, 254, 293, 313, 314, 325. 191, 210, 216, 217, 220, 222, 224,
347, 356, 361, 371, 377, 382, 396, 292, 306, 372, 373, 375, 382, 443,
402, 403, 414, 415, 418, 445, 458, 449. 475, 564-567, 571, 573, 577,
462, 484, 547, 550-552, 554, 556, 601, 610.
índice analítico 705

Yo (ver sí mismo): 54, 83, 85, 86, 342, 348, 349, 358, 359, 369, 371,
100-102, 104-107, 110, 118, 119, 381, 383, 386, 391, 402, 404, 412,
125, 127, Í28, 131-134, 136, 137, 415, 440, 449, 450, 455, 461, 462,
139, 142, 144, 145, 147, 149, 155, 474, 476, 477, 479, 480, 489, 494,
157, 161, 168, 176, 183-188, 195­ 512-515, 527, 536, 551, 645, 654,
197, 199, 202, 204, 205, 221-230, 656, 657 , 662, 664, 665, 667.
233-256, 262-279, 281, 284, 285, Yo ideal: 239-241.
286, 287, 289, 294, 295, 298-301, Yo real: 185, 187,241,243,2^7-249.
303, 305, 307, 308, 310, 312, 313, Yo-placer: 134, 240, 241, 243, 247­
314, 3Í5, 323, 327-332, 339, 340, 249.
IN D IC E G E N E R A L

P rólogo ..................................................................................................... 11
Introducción: Teología y antropología ............................................. 15

1
EL HOMBRE EN LA NATURALEZA .
Y LA NATURALEZA DEL HOMBRE p

1. El lugar señero de! hombre ........................................................ 33


1. La tesis conductista y su crítica ......................................... 34
2. ¿Está la conducta estructurada según la especie? ......... 38
3. La «antropología filosófica» ............................................... 42
2. Apertura al mundo e imagen de Dios ....................................... 53
1. Herder como punto de partida de la antropología filo­
sófica moderna ....................................................................... 53
2. La relación entre las concepciones tradicional y herde-
riana de cómo el hombre es a imagen y semejanza de
Dios ............................................................................................ 58
3. La importancia de las ideas de Herder para la antropo­
logía filosófica actual ............................................................ 74
4. La relación con el mundo, en tanto que expresión de que
el hombre es a imagen y semejanza de Dios ................. 92
3. Centraiidad y pecado ...................... '.............................................. 99
1. Escisión y perversión de la identidad del hombre ....... 99
2. Egoísm o y perversión de sí ................................................. 107
3. Naturaleza humana, pecado y libertad ............................ 129
4. La universalidad del pecado: pecado original, pecado
hereditario, muerte ................................................................ 149
Excurso: Pecado y muerte ................................................... 173
5. Pecado y maldad ......................................... ■..................... . 179

L
705 Indice general

II
E L H O M B R E C Ó M O S E R S O C IA L

4. S u b je tiv id a d y so c ie d a d ....................................................................... .....195


1. A u to c o n c ie n c ia y so c ia lid a d .................................................... .....195
2. L a in d e p e n d e n c ia d el in d iv id u o d e n tro de ]a so c ied a d . 205
a) El c a m in o h a c ia la in d e p e n d iz a d ó n del in d iv id u o , 205
b ) E l a n ta g o n ism o e n tre in d iv id u o y so cied ad ..................211
3. L a c o n stitu c ió n d e l y o a p a rtir de la re la ció n c o n el tú. 223
4. L a te o ría d e G. H . M e a d acerca d e l s í m ism o ; ............ .....230

5. L a p ro b le m á tic a de la id e n tid a d ...................................................... .....237


1. E l yo y el p ro c e so d e fo rm a c ió n de la id en tid ad , según
el p sic o a n á lis is .....................................................................................237
2. E l y o y e l s í m ism o ..................................................................... .....249
3. L a p e rso n a lid a d y su d im e n sió n re lig io sa ......................... .....279-

6. Id e n tid a d y n o -id e n tid a d c o m o tem a s de la vida a fe c tiv a . . . 303


1. E l se n tim ien to : sus e sta d o s y p a sio n e s ............................... .....304
2. 'A lie n a c ió n y p e c a d o ..................................................................... .....3 3 2
a) ‘A lie n a c ió n .....................................................................................3 3 4
b) A lie n a c ió n y re lig ió n .......................................................... .....345
c) L a p ro fu n d id a d d e !a a lie n a c ió n ................................... .....351
3. C u lp a y c o n c ie n c ia de c u lp a .................................................... .....357
4. C o n c ie n c ia m o ra l, a u to c o n c ie n c ia y c o n cien c ia d e s e n ­
tido ....................................................................................................... .....368

m
EL M UNDO COM UN

7. Los fu n d a m e n to s d e la c u ltu ra ..............................................................395,


1. L a s a p o ría s d e l c o n c e p to de c u ltu ra ...........................................395
2. L a lib e rta d en el ju e g o ......................................................................404
3. E l le n g u a je , m e d io d el p e n sa m ie n to ................................... .....4 2 6
a) L en g u a je y p e n s a m ie n to .................................................... .....4 2 7
b ) A c to d e h a b la y d iá lo g o .................................................... .....4 5 4
c) F a n ta s ía y ra z ó n .......................................... ................................473
d) L a s im p lic a c io n e s re lig io sa s d e l len g u aje y la te o ­
lo g ía ............................................................................................ .....483

8. E l se n tid o c u ltu ra l de las in stitu c io n e s so c ia le s ....................... .....499


1. E l c o n c e p to d e in stitu c ió n so cial .................................................501
2. P ro p ie d a d , tra b a jo y e c o n o m ía ................................................ .....523
3. S e x u a lid a d , m a trim o n io y fa m ilia ...............................................538
4 . O rd en p o lític o , d e re c h o y re lig ió n ....................................... .....558
Indice general 709

a) El Estado y la antropología'........................................ 558


b) Poder y dominio .................. ........................................ 570
c) Legitimidad y representación ..................................... 582
5. La religión en el sistema de la cultura ........................... 596
9. El hombre y la historia ................................................................ . 613
1. Historicidad y naturaleza humana . . ............................... 615
a) t El estado actual de la cuestión ................................... 615
b) El devenir de la historicidad ...................................... 621
c) La idea cristiana de la historicidad del hombre . .. 626
2. La historia como proceso de la formación de sujeto . .. 634
3. Historia y espíritu ................................................................ 651
a) El carácter no clausurado de la historia y la presencia
de la verdad .................................................................... . 651
b) Espíritu, persona y comunidad ................................. 659
Indice de citas bíblicas ....................................................: .................. 673
Indice de autores ................................................................................... 677
Indice analítico ....................................................................................... 689

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