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La quinta historia - Clarice Lispector

Esta historia podría llamarse «Las estatuas». Otro nombre posible es «El asesinato». Y también
«Cómo matar cucarachas». Entonces haré por lo menos tres historias verdaderas, porque
ninguna de ellas desmiente a la otra. Aunque una sola serían mil y una, si me dieran mil y una
noches.

La primera, «Cómo matar cucarachas», comienza así: me quejé de las cucarachas. Una señora
oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas. Que mezclase en partes iguales azúcar, harina
y yeso. La harina y el azúcar las atraerían, el yeso les quemaría lo de adentro. Así hice: Murieron.

La otra historia es justamente la primera, y se llama «El asesinato». Comienza así: me quejé de
las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue la receta. Y entonces entra el asesinato. La verdad es
que sólo en abstracto me había quejado de las cucarachas, que ni mías eran: pertenecían a la
planta baja y escalaban las cañerías del edificio hasta nuestro hogar. Sólo a la hora de preparar
la mezcla fue cuando se volvieron también mías. En nuestro nombre, entonces, comencé a medir
y pesar ingredientes en una concentración un poco más intensa. Un vago rencor me había
invadido, un sentido de ultraje. De día las cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal
secreto que roía una casa tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día,
allí estaba yo preparándoles el veneno de noche. Meticulosa, ardiente, preparaba el elixir de la
larga muerte. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me guiaban. Ahora yo sólo quería
fríamente una cosa: matar cada cucaracha que existe. Las cucarachas suben por las cañerías
mientras una, cansada, sueña. Y he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como para
cucarachas astutas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste más parecía formar
parte de la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento, las imaginaba subiendo
una a una hasta el patio de servicio donde la oscuridad dormía, sólo un mantel despierto en la
cuerda de la ropa. Desperté horas después en un sobresalto de atraso. Ya era de madrugada.
Atravesé la cocina. Allí en el piso del patio estaban ellas, tiesas, grandes. Durante la noche yo las
había matado. En nombre nuestro, amanecía. En el morro, un gallo cantó.

La tercera historia que ahora se inicia es la de «Las estatuas». Comienza diciendo que yo me
había quejado de las cucarachas. Después viene la misma señora. Prosigue hasta el punto en
que, de madrugada, me despierto y todavía soñolienta atravieso la cocina. Más soñoliento que
yo está el patio en su perspectiva de azulejos. Y en la oscuridad de la aurora, un tinte violáceo
que distancia todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de estatuas se
desparraman rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de dentro hacia afuera. Algunas
con la barriga para arriba. Otras a la mitad de un gesto que no se completaría jamás. En la boca
de unas un poco de comida blanca. Soy el primer testimonio del amanecer en Pompeya. Sé cómo
fue esta última noche; sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan
lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán
intensificado ávidamente las alegrías de la noche, tratando de huir de dentro de sí mismas. Hasta
que se vuelven de piedra, en un espanto de inocencia, y con tal, tal mirada de afligida censura.
Otras, súbitamente asaltadas por el propio interior, sin siquiera haber tenido la intuición de un
molde interno que se petrificaba: ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada
de la boca: yo te... Ellas que, usando el nombre de amor en vano, en la noche de verano
cantaban. Mientras aquella otra, la de antena marrón, sucia de blanco, habrá adivinado
demasiado tarde que se había momificado justamente por no haber sabido usar las cosas con la
gracia gratuita del en vano: «Es que miré demasiado hacia adentro de mí; es que miré demasiado
hacia adentro de...», desde mi fría altura de gente miro la destrucción de un mundo. Amanece.
Una que otra antena de cucaracha muerta tiembla seca con la brisa. De la historia anterior canta
el gallo.

La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar. Comienza como se sabe: me quejé de
las cucarachas. Va hasta el momento en que veo los monumentos de yeso. Muertas, sí. Pero
miro hacia las cañerías, por donde esta misma noche ha de renovarse una población lenta y viva
en fila india. ¿Renovaría entonces todas las noches el azúcar letal?, como quien ya no duerme
sin la avidez de un rito. ¿Y todas las madrugadas me conduciría sonámbula hasta el pabellón?,
en el vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche sudada levantaba. Me estremecí de
placer ruin ante la visión de aquella doble vida de hechicera. Y me estremecí también ante el
aviso del yeso que seca: el vicio de vivir que haría estallar mi molde interno. Áspero instante de
elección entre dos caminos que, pensaba, se dicen adiós, y segura de que cualquier elección
sería la del sacrificio: yo o mi alma. Elegí. Y hoy ostento secretamente en el corazón una placa
de virtud: «Esta casa fue fumigada».

La quinta historia se llama «Leibniz y la trascendencia del amor en la Polinesia». Comienza así:
me quejé de las cucarachas.

El niño suicida - Rafael Dieste

Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante -un niño se había suicidado
pegándose un tiro en la sien derecha- habló el vagabundo desconocido que acababa de comer
muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:

-Yo sé la historia de ese niño.

Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro bebedores de
aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor
y atento.

-Yo sé la historia de ese niño -repitió el vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa,
comenzó:

-Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de miedo vio salir del
camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién
nacido. Antes de salir del vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de
nacer. ¡Cuánto mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A
Nuestro Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento, se
formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se hizo la carne del
hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la sangre. Y como todo estaba listo,
la tierra-madre parió. Parió un viejo desnudo.

"Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de
la ciudad y como todavía no sabía hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo
llevaron delante del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que
perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron ni la ropa.
"El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y
alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.

"Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas
tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían
conocido la primera vez, pensaron que había sido un milagro de la Virgen.

"Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era mantener en secreto aquella
extraña condición que lo hacía más joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie
-a no ser uno o dos amigos fíeles- podría vivir mejor su verdadera vida.

"Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los cincuenta a los quince años su
vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo
envuelto con muchas y con las más bonitas. Y hasta dicen que una princesa... Pero de eso no
estoy seguro.

"Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba miedo la sorpresa con que lo
veían entrar tan libre en las tiendas a comprar golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada
lo había seguido a veces a lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas
temblando de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez que
lo encontré -tenía ocho años- estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu de niño los
recuerdos de su vejez!

"Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años
lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después... ¡Quién
sabe lo que pasaría después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de
cascabeles en la tierna manecita. Y al final... ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de
hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica -puede que cuando ella
durmiese- para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela, después
en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente..."

El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy
amargado. Finalmente dijo:

-Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre muchacho.

Los cuatro bebedores de aguardiente, creían. Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El
tabernero negaba. Cuando todos discutían más animadamente, el tabernero de pronto se
levantó de puntillas y se puso a mirar alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había
desaparecido: sin pagar.

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