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El espíritu de la calle huellas


Memoria y Texto de Creación

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La colección huellas resume la memoria y los textos de creación que potencian el conocimiento social del
porvenir. Se refiere a los grandes creadores de cultura y a sus más destacados
investigadores. Se propone darlos a conocer a un público amplio, de manera asequible pero sería y
documentada, a través de series mutuamente complementarias.

Serie
Problemas. La complejidad negada

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El espíritu de la calle
Psicología política de la cultura cotidiana

PABLO FERNÁNDEZ CHRISTLIEB


PRÓLOGO DE RAQUEL GONZÁLEZ LOYOLA
PÉREZ

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ANHROPOS
El espíritu de la calle : Psicología política de la cultura cotidiana / Pablo Fernández Christlieb ; prólogo de
Raquel González Loyola Pérez. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; México : Universidad de Querelano -
Facultad de Psicología, 2004
XVII + 124 p. ; 18 cm. — (Huellas. Memoria y Texto de Creación ; 2. Serie Problemas. La complejidad negada)

Bibliografía p. 121-122 ISBN 84-7658-700-7


1. Psicología social 2. Ciudades - Aspectos sociales 3. Cultura - Aspectos sociológicos 4. Psicología política I. González Loy ola Pérez, Raquel, pr. II. Universidad de Querelano. Facultad de
Psicología (México) m. Título IV. Colección
301.151

Primera edición en Universidad de Guadalajara: 1991 Primera edición en Anthropos Editorial revisada y corregida:

2004
© Pablo Fernández Christlieb, 2004
© Anthropos Editorial, 2004
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
www.anthropos-editorial.com
En coedición con la Facultad de Psicología de la Universidad de Querelano (México)
ISBN: 84-7658-700-7
Depósito legal: B. 37.051-2004
Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales (Marino, S.L.), Rubí. Tel y fax 93 697 22 96
Impresión: Novagrafik. Vivaldi, 5. Monteada i Reixac
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registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el
permiso previo por escrito de la editorial.

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Para Pía

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vida pública, ha sido afectada por la transformación modernista de la sociedad y del


Estado: lo mundano se volvió un ámbito privativo y particularizado, asentado en espacios
cerrados y especializados (pasillos, cámaras, oficinas, parlamentos) para sujetos expertos
y—si se puede decir tal cosa— profesionalizados en tales temas y asuntos (funcionarios
y políticos, hombres en todo caso, en ninguno mujeres), lejos de la mirada y el acceso de
las personas comunes, en el que priva el sentido de la razón como eje conductor en la
construcción de una forma de pensamiento social. Pensamiento que, como el mismo
Fernández Christlieb1 sostendrá después, también será particularizado en pensamiento
individual, encajonado en la mente como generadora de todo pensamiento y, para darle
una ubicación físico-tangible, relegada al cerebro como órgano del pensamiento.
Este proceso de secularización y de dicotomización racionalista-instrumental del
pensamiento será construido con mayor intensidad a lo largo de los tres últimos siglos de
ilustración por los científicos sociales del pensamiento de la modernidad: Locke, Hobbes,
Rousseau, Montesquieu, Comte, Durkheim, Marx, Weber, Parsons. Paradójicamente
estos autores —sin proponérselo especialmente— darán vida y sentido a toda una forma
de pensamiento social que se propone la universalización del conocimiento científico, a
través de la construcción de un pensamiento individualista-moderno. Pensamiento social
que prevalece hasta nuestros días como único esquema posible de entender y vivir en el
mundo, pero al que, al mismo tiempo, no se le reconocerá como pensamiento social
surgido de las afectividades colectivas propias de su época y del contexto histórico-social
en que se gestan.
1. Pablo Fernández Ch., «La sociedad que piensa y qué piensa la sociedad. Razones para hacer una
psicología colectiva», en Isabel Pipper (comp.) (2002), Sujetos y resistencias. Debates y críticas en psicología
social, Santiago de Chile, Arcis, pp. 151-170.

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Como bien planteara Philippe Aries,2 en el surgimiento de la vida moderna aparecen
tres eventos que trastocarán la vida privada de los individuos y modificarán las
mentalidades profundas de las sociedades medievales: la transformación de las ciudades-
Estado en Estados-nación, la masificación de la lectura gracias a la imprenta mecanizada,
y la modificación de la vida espiritual derivada de la reforma luterana y calvinista,
propusieron, o mejor dicho, impusieron un ritmo de vida retirado de la mirada de los que
en ese momento se comenzó a percibir como extraños.
Estas modificaciones no se gestaron de un momento a otro, ni siquiera de una década
a otra, la gente no supo en qué momento y en qué sentido se empezaron a cambiar los
vínculos afectivos colectivos, comunitarios, familiares, por relaciones sociales, políticas o
económicas. El impacto se observó mucho tiempo después, no sólo de generación en
generación o en las familias sino en sociedades enteras. Diríamos que casi cinco siglos de
modernización después, recién ahora nos vamos dando cuenta de sus efectos. Nos
fuimos acostumbrando a que los cambios fueran una obligada ley natural, efecto del
pensamiento evolucionista darwiniano. Pero los cambios que se sucedieron, de los cuales
nos estamos dando cuenta ahora, a inicio de otro siglo más, nos obligaron a reflexionar
sobre la forma de pensar y de sentir, de hacer y de decir, de habitar los espacios públicos
y privados, porque lo que hemos visto es una sociedad caracterizada por la indolencia, la
apatía y la indiferencia ante lo inmediato de la vida cotidiana, pero contradictoria y
excesivamente sobreafectivizada hacia lo que acontece en otros espacios distantes de su
entorno.
De esta forma, Pablo Fernández apuesta a la recuperación de la palabra, del lenguaje,
del diàlogo, de la comunicación, no como un mero proceso, sino como actos que sirven
para fundar nuevos sentidos de y en lo social y lo afectivo, nuevos modos de ser y de
existir, de reunir nuevamente lo que fue separado. Para él, el lenguaje es el órgano con el
que piensan las ciudades y las sociedades que las habitan, el lenguaje será el que dará
cuenta de la modificación de los espacios, de las formas de pensar, de ser, de lo que
sentimos y de cómo lo sentimos. Por ello la importancia de recuperar lo que la gente dice
en la calle, en los espacios abiertos, como expresión del espíritu de la ciudad, recuperar lo
que se dice en los ámbitos públicos, sin que se confunda con lo que aparece disfrazado
de opinión pública en los periódicos, en la radio, en la TV; no eso que se presenta como
expresión ciudadana en los estudios de opinión de las agencias de marketing político para
los profesionales de la política, sino lo que dice la gente en la fila de las tortillas, en la
parada de los camiones, en los pasillos de los mercados, en las tiendas de la colonia o del
barrio.
2. P. Aries y G. Duby (1985), Historia de la vida privada. El proceso de cambio en la sociedad de los siglos
XVI-XVHI, Madrid, Taurus, 1992, pp. 7-69.

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Esta es la apuesta de Fernández Christlieb: la recuperación de la lógica del
pensamiento ordinario y la estética de la percepción habitual, no como postulados que
diera el propio autor como fórmulas para ser feliz (que implicarían una enunciación de
verdad ortodoxa) sino como una propuesta de creación de otros sentidos, de quien acepta
ponerse en ese otro lugar propuesto, ese otro espacio en el que se sugiere mirar de
manera distinta las cosas que ya sabemos que siempre han estado ahí, pero que de tan
sabido, han sido olvidadas y encerradas en el desván de las cosas inútiles.
Así pues, pretende recuperar las voces viejas que han quedado grabadas en los
objetos y las cosas, en los espacios y en la memoria. No pretende erigirse como un autor
que ha descubierto la verdad última, nueva, acabada, el de la idea que nadie más que él
habría inventado. Como él mismo dirá:

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«lo novedoso está siempre hecho de memoria».3 Lo novedoso de su trabajo es que
rescata tres elementos fundamentales para hacerlos propios de todo aquel que lo lea:
a) Reúne a los viejos teóricos de la psicología colectiva con los de la psicología social
contemporánea: de tal forma que la vitalidad del pensamiento de Pierce, Halbwachs o
Blondel recobran actualidad con el pensamiento de Gergen o de Billig y muestran su
brillantez a la luz del encanto literario de Alberoni.
b) Recupera el pensamiento y el sentido poético de la vida cotidiana.
c) De G.H. Mead, recoge el sentido de la acción cotidiana de los individuos, con su
propia capacidad de reflexión, de autonomía, sin afanes protagónicos, es decir, desde el
anonimato, para convertirlo en un sentido político, donde aparecerá un sujeto con
identidad propia, con conciencia propia, pero como una expresión de la colectividad en la
que habita, un sujeto que pretende recuperar su voz, su capacidad de voluntad sobre el
rumbo que tomará su acción y de incidencia en el ámbito de la política. Hace aparecer al
sujeto como sujeto colectivo en el sentido de que el sujeto individual es sólo una
expresión de la colectividad.
Este es el sentido político de la acción de la sociedad civil, que había sido apropiado
por la sociedad política y el Estado, acción política que será tomada de las imágenes
cotidianas, del lenguaje callejero, en un momento histórico en el que la sociedad
mexicana somete a prueba el poder y la estabilidad del sistema político que prevaleció
durante las siete últimas décadas del siglo XX, momento histórico nacional que es
acompañado de la convulsión global del mundo gracias a la muerte de las utopías y la
hegemonización rotunda del modelo político-económico de la democracia de mercado.
3. La cita refiere a la edición de 1991, publicada por la Universidad de Guadalajara, México, cap. 2: «Los
emplazamientos de la memoria colectiva», «Tercer emplazamiento: la casa sale al café», p. 27 (p. 25 de esta
misma edición).

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Si bien el año 1968 es el parteaguas político mundial, lo que sucederá a finales de los
años ochenta modificará substancialmente la manera de pensar, de sentir, de actuar y de
dialogar de la gente. México no puede ser la excepción. La imperiosa tarea de
sobrevivencia de la ciudad y sus habitantes después del terremoto de 1985 echará a
andar los viejos mecanismos de solidaridad de las redes sociales que se coligan para no
supeditarse más a los vaivenes caprichosos y absurdos de un poder desgastado, sin
autoridad, de la violencia sin sentido legitimada por el Estado. Hace surgir la capacidad
de protesta no sólo de los citadinos, sino de la sociedad mexicana entera. Hace que la
participación y la organización autogestiva se vuelva el único modo posible no sólo de
sobrevivir, sino de colocarse en el centro del juego político. La sociedad civil aparece
como un actor emergente: numerosa, autónoma, fuerte.
Este suceso pone en juego lo que redundantemente desde el Estado se le ha llamado
Cultura Política. Término tautológico en sí, pues al ser cultura actúa en todo momento,
es de todos y está en todo, lo que la vuelve cultura cotidiana, que es en sí misma pública
al ser cotidiana y, por lo tanto, es política, y no privativa sólo de quienes son acreedores
de ser considerados como ciudadanos. Lo que se impone de esta noción es la intención
de restringir nuevamente el ámbito de participación de esta nueva sociedad civil, al acotar
su participación por la vía de los partidos políticos. Al ser partidos, partidizarán la vida
política, al sustraer lo sentido por el común de la gente para volverlo herramienta de
negociación.
Así, la cultura está hecha de vida cotidiana, en tanto que implica el intento continuo y
permanente de construirle sentido a la vida, de buscar formas de comprenderla para que

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sea significativamente valiosa. Por ello es que resulta incomprensible y sin sentido lo
que hacen los llamados «profesionales» de la política. Lo político perdió el sentido de
participación en lo público para el ciudadano común frente a La Política que se erigió
como un ámbito privativo para su entendimiento y su participación. La recuperación del
sentido público y colectivo de lo político en lo cotidiano se vuelca en la posibilidad de
redimensionar la comunicación, no como un acto informativo excluyente, sino como un
flujo vital, continuo y permanente de las significaciones y resignificaciones de lo que la
sociedad es y ha sido. Es decir, sin la comunicación no puede hablarse (este verbo es la
esencia misma del acto) de que exista el espíritu de una colectividad, de un pueblo, de
una sociedad, de una ciudad.
En EL ESPÍRITU DE LA CALLE se muestra una genealogía de la sociedad
moderna, lo que ha sido la historia perversa, oculta de la modernidad que fue separando
los espacios y dispersando lo que había en ellos: los objetos, las personas, el
pensamiento, los afectos.
La cultura y la sociedad, dirá Pablo Fernández, están ocupadas por el lenguaje, o
también piensan y sienten con el lenguaje, están hechas de lenguaje, que es agencia y
resulta de la revoltura de palabras, ruidos, imágenes, pensamientos, sentimientos,
objetos, gestos, memoria, tiempo, espacios y vacíos... que estaban juntos. En el
momento en que la modernidad aparece, hará brotar una ciencia o un arte para cada una
de estas nociones, como un conocimiento especializado, disciplinado para que separe
tanta mezcla. Así, el lenguaje será la especialidad de la lingüística; las palabras de la
literatura; la cultura de la antropología; la sociedad de la sociología; el pensamiento se
convertirá en conocimiento racional que construye teorías; de los ruidos hará sonidos
armónicos para convertirlos en música; las imágenes serán capturadas por la fotografía o
por el cine; la memoria quedará reducida a datos para la historia; los espacios serán com

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puestos y ordenados por la arquitectura y dejarán de existir vacíos innecesarios, el
tiempo será capturado por los horarios y los relojes; las cosas, los objetos deberán tener
una funcionalidad inútil.
El desarrollo de la teoría social de los siglos xrx y XX (esencialmente serán los
positivistas, los empiricistas, los materialistas y los racionalistas, que, aunque parezcan
ideológicamente opuestos, emanan de la misma fuente de pensamiento liberal) permitió la
construcción de un pensamiento social que ha sostenido la dicotomización secularizada
del mundo: el paraíso de los expertos, de los teóricos, de los intelectuales está tan
separado del mundo de lo mundano que en sí resulta redundante.
Así como un objeto no puede ocupar dos lugares al mismo tiempo, los afectos no
pueden estar donde reina el pensamiento racional. Esta enorme zanja que apareciera
entre lo público y lo privado, entre lo individual y lo social, entre lo político y lo
doméstico, entre lo afectivo y lo racional, entre lo masculino y lo femenino, se va
alimentando del mismo afán ordenador y clasificatorio que desprecia la necesidad de
sostener espacios de comunicación entre éstos: la comunicación pierde su sentido de
sustento espiritual de la intersubjetividad, se mecaniza y lo que hace fluir son datos
privados. La cultura cotidiana es excesivamente mundana para ser considerada por o
permitir que se inmiscuya en La Política, salvo cuando los individuos se han atomizado o
son moléculas de un organismo pensante —la institución—, pero sin capacidad
autogestiva, sin sentido de autonomía, pues al haberles asignado roles y funciones por el
sistema, sólo deben saber cómo operar en éste; en ninguna otra cosa más puede pensarse
su participación.
Si bien Habermas mostrará la utilidad de la aplicación de la técnica en la
administración y la organización de la sociedad como lo ha sido en la producción
material, quien se encargará inicialmente de justificar y legitimar el uso racio

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nal-instrumental de la burocracia será el mismo Max Weber,4 —quien ya advierte a
finales del siglo XDí los abusos de una excesiva rigidización del aparato burocrático en la
recién surgida sociedad moderna democrática alemana. Weber justifica y legitima la
existencia indispensable del aparato burocrático como el responsable de administrar la
acción social y política del Estado, como el medio racional más eficaz para ejercer la
autoridad sobre los humanos, con lo que hará una clara y perfecta defensa de la
diferenciación del papel y las facultades del funcionario, del intelectual y del político, este
último como el único capaz de dirigir causas, luchas, demandas y proyectos del pueblo.
Dos especialistas, el político y el técnico —intelectual o funcionario—, que han
mantenido el dominio de la escena pública. Figuras que empiezan a mostrar su desgaste
por su inutilidad para conectar lo que ya estaba vinculado desde antes y que parece que
la sociedad civil se vuelve a encargar de hacer existir en su espacio natural: la calle.
Estar en la calle significó por mucho tiempo estar en ningún lado, por que la calle era
el lugar inexistente, un espacio que no le pertenece a nadie, según los políticos, pero que
es la hebra que conduce a todos los lugares, es la vena que nutre todos lo afectos, que
deshilacha lo que quiere adjudicársela como propia. Lugar ocupado por ese aire cargado
de pensamiento, envuelto por el afecto del espíritu colectivo y habitado por la memoria
colectiva de las piedras, aire que merece circular nuevamente en el ánimo y por el ánima
de los ciudadanos que habitan la ciudad: la movilización social, la organización colectiva,
la protesta de la sociedad civil. De ella, de la calle, tiene que recuperarse la punta de la
hebra para vol
4. Max Weber, El político y el científico. Obra citada por George Ritzer (1993), Teorías sociológicas clásicas,
México, Me Gnxw Hill, p. 267. Y en Nora Rabotnikof (1989), Max Weber: Desencanto, política y democracia ,
México, UNAM, pp. 197-216.
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ver a retejer el entramado social que se ha desagarrado, recuperar la solidaridad
afectuosa, cálida del diálogo en la calle, del grito profundo.
Concluyo, no sin antes advertir que si nos descuidamos, la sociedad civil corre el
riesgo nuevamente de convertirse en un espacio, un afecto, que puede ser manoseado
por lo privado del poder, porque intentará nuevamente apropiársela, adjudicándose su
voluntad y su autonomía para legitimarse nuevamente.
Y finalmente quiero reconocer el trabajo de recuperación y transcripción del escrito,
posible gracias a la labor paciente de estudiantes y egresados de licenciatura en psicología
social: Dulce, Jacqueline, Candy, Geros, Anaís, Luz, Yoshio, Toño, Erica, Nohemí,
Rocío, Erendira, Lupe, Susana, Melissa, Fabián, Hugo, Ernesto; un agradecimiento en
particular a Héctor Robledo, quien se ha convertido más de alguna ocasión en mi alter en
la discusión; a los estudiantes de la primera generación de la maestría en psicología social:
y a los que pueda omitir involuntariamente: todos ellos con los que he compartido el
encanto de sumergirse en el pensamiento de la psicología colectiva devuelto a la luz
pública por Pablo Fernández Christlieb, al que puedo considerar no sólo un profesor
invitado de esta maestría y su primera generación, sino su mentor.
RAQUEL GONZÁLEZ LOYOLA PÉREZ Universidad Autónoma de Querétaro
Maestría en Psicología Social Julio de 2004

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La metáfora del espíritu*
Así como decimos que un cuerpo está en movimiento, y no que el movimiento está en un cuerpo, así
debemos decir que nosotros estamos en el pensamiento, y no que el pensamiento está en nosotros.
Ch.S. PEIRCE
Al parecer, la sociedad civil ya se levantó para no quedarse dormida en este siglo;
afortunadamente hoy se levantó de buena gana, con ganas democráticas. Casi tan de
improviso como un temblor, la gente sale a la calle y se organiza, se vuelve respondona
ante los noticieros y en los parlamentos, con mejores argumentos que los locutores y los
funcionarios; las masas acaudalan avenidas y se cuajan en las plazas cada vez que se les
antoja; y mientras, todo el mundo habla, platica, demanda y critica todo lo que quiere en
los camiones y parques y cantinas aunque no conozca al de al lado, porque hay por fin
un tema común que unifica: un reclamo colectivo sólido pero paciente, con boca pero
con oídos, a tal grado de solidez y con boca que, a partir de este siglo y hasta nuevo
aviso, cualquier gobierno, discurso, decisión, programa, telenovela, salida decorosa y
truco publicitario tendrá que tomar en cuenta los pensamientos y los sentimientos de la
sociedad civil, porque ya la gente se enteró de que puede juntarse, sobrevivir, mandar y
divertirse sobre o sin los poderes políticos o económicos, pero no viceversa.
El ascenso de la sociedad civil consiste en que la gente tomó la ciudad en sus manos.
Pero no la tomó «tomando conciencia» como proponen los expertos concienciadores de

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la televisión y la psicología, ni la tomó, tampoco, obteniendo salarios, puestos, estatus
y otros satisfactores de los intereses particulares, sino que la sociedad civil tomó la ciudad
de una manera precisa: la tomó por la calle. Las calles y plazas, que se habían
acostumbrado a ser sitios transitorios e indiferentes, un poco turísticos, se tornaron
lugares habitables, solidarios, interesantes, disputables, festivos, apasionados y
razonables, mientras que las casas, las oficinas y las televisiones se volvieron más
aburridas, más mentirosas en sus promesas de hospitalidad; y mientras, un graffiti rezaba:
«apaga la televisión y enciende la vida ».
La sorpresa de ser gente
La vida de la sociedad civil es una sorpresa para quienes salen de sus casas y
quehaceres y se unen a la calle: la sorpresa de no ser los mismos de siempre, de verse a
sí mismos haciendo, pensando y sintiendo, siendo, de distinta manera, de no reconocerse
a sí mismos al encontrarle de pronto sentido al anonimato, gusto a ser sólo uno de tantos,
a ser muchos, a ser gente, a marchar, gritar y cantar, no para expresarse a sí mismos ni
para manifestar sus intereses, sino exactamente para expresar y manifestar la vida de la
calle. Como si la calle tuviera su propio temperamento, y pensara y sintiera en vez de
ellos. Verse en el espejo o en los ojos de los conocidos no corresponde a verse en los
recuerdos de haber estado en la calle.
Y la sorpresa es adecuada, porque para la mayoría de los que ahora salen la sociedad
civil había estado desactivada desde que nacieron, pero asimismo la diferencia es
correcta, porque se sabe que la sociedad civil no es un conglomerado de individuos, sino
un espíritu, ese espíritu de ciudadanía que está hecho de ciudad. La ciudad ya no es lo
contrario del campo, sino el alma del siglo XXI: el espíritu contemporáneo

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es urbano hasta en el desierto. Y no cabe imaginar a la ciudad como un mueble
grandote ahí puesto, ni tampoco como una maquinaria, ni siquiera como el escenario de
la vida social o el reflejo de la cultura, sino como un pensamiento, que ha tenido, entre
otras ocurrencias, la de inventar a los ciudadanos.
Un ciudadano tiene una biografía que incluye papas y tíos, algunos conocimientos no
mayores que su persona y algunos sentimientos limitados por el radio de sus
circunstancias, así como un guardarropa y unos gustos y unos gestos, ciertos hábitos
como lavarse los dientes o ser profesionales, y un horizonte del tamaño de sus pasos, de
la duración de sus lecturas, de la extensión de sus conversaciones y del alcance de sus
reflexiones; pero no mucho más. Según este retrato, resulta inapropiado para una
sociedad civil en ascenso imaginarse a la realidad colectiva con los métodos que usan los
ciudadanos individuales para conocerse, quererse, criticarse y realizarse, o todo lo
contrario. La ciudad, en cambio, ese espíritu civil, contiene gente con todo y lo que la
gente tiene, y además contiene obras, distancias, funciones, trazado y una historia, que
rebasan cualquier conocimiento de todos los ciudadanos juntos, aunque sean dieciocho u
ochenta millones. Así que, para entender a la sociedad civil, parece más indicado tratar
de pensar y sentir cómo piensan las ciudades: considerarlas vivas y conscientes, como lo
están, para que ellas tengan consideración con nosotros. Cada vez que pensamos y
sentimos, es en realidad la ciudad la que nos está pensando y sintiendo, porque las ideas
y los afectos que nosotros utilizamos nacieron y se desarrollan conforme nacieron y se
desarrollan las ciudades. Para empezar, puede decirse que la ciudad es una memoria,
pero esto no es metáfora: la ciudad no es una metáfora, sino que la metáfora es una
ciudad.

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La metáfora es una ciudad
Hoy en día, la mayoría de personas tienen «conciencia» hasta para preferir los
aerobics a la contaminación, y algunas, más sofisticadas, tienen psique, sobre todo
cuando van al psicoanalista; pero, en esta era de neurociencia y tecnopsicología, ya casi
nadie tiene «alma» o «espíritu», porque suenan poco compatibles con el microchip. Sin
embargo, estos términos pasados de moda resultaban ser más precisos porque no
separaban la razón de la pasión; en efecto, todo espíritu connotaba al mismo tiempo
pensamiento y sentimiento, como cuando se dice «espíritu de la época» o «espíritu de
lucha», de manera que no es, en última instancia, posible pensar sin sentir, ni sentir sin
pensar, como pretenden respectivamente el modelo computacional y el modelo
sentimental; la tecnocracia y la cocacola respectivamente.
A falta de práctica para usar vocabularios anacrónicos, puede concederse de entrada
la utilización del pensamiento, que ya luego y sin ayuda se verá cómo se llena de
sentimientos, y terminará siendo alma o espíritu, que sí sienten mientras piensan. En todo
caso, el pensamiento está hecho de lenguaje, de una lista de palabras ordenadas
conforme a ciertas reglas, y que se usan para reflexionar en silencio, hablar en voz alta,
leer, escribir y cualquier otra forma de comunicación, incluidas la pintura o la danza, que
sólo son pintura y danza porque sabemos, con palabras, que lo son. Pensando con
palabras podemos decidir que un partido de fútbol parezca baile, guerra, deporte,
coreografía o, como pretenden hacérnoslo ver actualmente los comentaristas deportivos,
tecnología altamente especializada.
Uno entiende las cosas pensando, y se las explica con frases como las siguientes:
«nuestro amor se hunde», «se salió por la tangente» o «por la puerta falsa», «subirle el
volumen», y «bajarle a la radio», «entrar en detalles», «ascender de puesto», «este texto
está muy enredado», «decir frases

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huecas», «caer en el olvido, el error o la trampa», «tener una educación sólida»,
«andarse con cuidado», y así sucesivamente. Pues bien, desde la palabra «siguientes»
hasta «sucesivamente», inclusive, todas las frases son metáforas y, si uno se obsesiona
un poco más, tomando, por ejemplo, «desde la palabra "siguientes" hasta
"sucesivamente"», que quiere decir «desdé allá hasta acá», puede concluirse, antes de
obsesionarse de más, que el lenguaje está hecho de metáforas. En sentido estricto, uno
no piensa «cosas», sino que piensa palabras y, por lo tanto, no puede haber frases
«huecas», y en realidad un texto muy enredado debería tener los renglones en formación
de spaghetti a la bolognesa; y sin embargo, así pensamos, y lo que es más extraño, nos
entendemos. Una metáfora es la comprensión de una cosa en términos de otra, describir
algo para entender algo distinto.1 Lo bonito de las metáforas es que cuando uno dice «el
año que viene», debiera imaginarse a las hojas del calendario acercándose en fila india, o
extrañarse de que nadie dude de su salud mental cuando dice «hoy tuve un día muy duro
en la oficina». Ciertamente, las metáforas están hechas de imágenes, y son estas
imágenes las que hacen que un pensamiento sea comprensible, y también que sea
interesante, emocionante, estético. Una imagen es aquella parte de lo pensado que no
tiene palabras, que es sabido pero que no puede ser explicado, solo visto, oído, palpado,
experimentado, sentido: allí están los sentimientos. La imagen es lo conocido que no tiene
nombre: lo real innombrable que ronda las palabras, pero que nunca es atrapado por
ellas. Si el pensamiento normal, de diario, ya no parece metafórico se debe a que ha sido
atrapado por las palabras, esto es, que está compuesto de lo que se denomina metáforas
muertas, es decir, un lenguaje incapacitado para provocar imágenes y que, por lo tanto,
sólo se utiliza como una clave, un código, una orden, parecidos a los de las
computadoras, pero ya no es pensamiento vivo. Para resucitarlo hace falta, por lo
común, un niño o, en

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su defecto, un poeta que pregunte: «papá, ¿a dónde van los días que pasan?», verso
de J.E. Pacheco. Por cierto, el término «metáfora muerta» es una metáfora viva porque
todavía uno tiende a imaginársela muy circunspecta en su velorio: sí da la imagen de un
pensamiento momiñcado, des-pensado. El pensamiento vivo, inventor, descubridor y
recuperador de imágenes, se encuentra sobre todo en la poesía, en el humor, en el slang
y los dobles sentidos, y en la ingenuidad curiosa: la sonrisa sorprendida que provocan
proviene de la claridad inexplicable que crearon. Y siempre, explicar un chiste es
deshacerlo.
La regla de las metáforas es que «entender es ver». Por sus imágenes se entra, se
sale (salirse con la suya), se sube, se baja (bajar el ánimo), se mete, se saca (sacar de
quicio), se construye, se destruye (castillos en el aire), se va y se viene (esa camisa si te
va; pero la talla no te viene), es decir, se habla en términos de espacios, porque las
imágenes están hechas de lugares. El pensamiento aparece como si fuera un edificio, un
cuarto, una plaza, como un lugar construido y distribuido, literalmente urbanizado, por
donde los objetos y las personas pueden transitar y quedarse a habitar. Pero como puede
notarse, las imágenes de los lugares y las cosas que se construyen y se distribuyen en el
pensamiento están allí, efectivamente reales, físicas, visibles, tocables, fuera de nosotros
y fuera de las palabras: aquí está el cuarto, allí está el edificio, allá está la plaza,
construidos, donde se distribuyen a discreción los árboles, los coches, la gente, y la mesa
y la silla con el café y el cenicero, y el periódico, y uno mismo o, cuando menos, lo que
se alcanza a ver de uno mismo, las manos y una punta de nariz; y sólo hasta el último
están las imágenes interiores de la imaginación, que son una sopa hecha con todas las
imágenes de afuera. Es, en suma, la ciudad misma la que aparece como lugar: los lugares
construidos y distribuidos con que se piensa están presentes como imágenes, no hechas
sólo de imaginación, sino especialmen

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te de carne y hueso, de concreto y vidrio, de color y olor y sonido y textura,
rondando a las palabras. Ello no significa que el pensamiento sea una cosa material, sino
algo mejor: que el espacio es totalmente simbólico. Si se desanda ahora el argumento,
resulta que los lugares son las imágenes de las metáforas con que se dice el pensamiento.
Este es el espíritu de la colectividad, el alma de la sociedad civil.
La ciudad piensa con la calle
Para la vanguardia desilustrada que todos somos en este siglo, referirse a los griegos
como cuna de la civilización occidental es un lugar común. La vanguardia desilustrada
tiene razón: los griegos inventaron el lugar común, aunque como no hablaban latín (locus
communis), le llamaban tópico (topos), que ya se ha puesto otra vez de moda para llamar
más impresionantemente al mismo lugar común.
En la ciudadanía griega, la producción de cultura, conocimiento, sabiduría, se hacía
mediante un sistema, a saber, el diálogo, la controversia, la discusión, el debate y el
conflicto de las ideas, en una especie de juego floral de dimes y diretes intelectuales que
más tarde se llamó filosofía. Así fundaron el pensamiento occidental, esto es, con el
método denominado «retórica». Aunque más que método, la retórica es tin arte, el arte
de construir pensamientos de manera clara, emotiva, interesante, convincente e
indispensablemente pública, toda vez que las discusiones se llevaban a cabo en medio de
espectadores ovacionantes y divertidos.2 Dentro de estas controversias se les llamaba
«lugares comunes» a una serie de temáticas en las cuales se podían encontrar y
desarrollar los argumentos y razones suficientes para salir de aprietos o poner en aprietos
al adversario, y eran comunes porque todo el mundo los conocía y los aceptaba como
correctos e importantes, y en consecuencia, el retórico, o rétor, que los usaba adecuada

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inente se ganaba al público, lo que equivalía a ganar la discusión. Lo notable es que
los griegos le pusieron al pensamiento público un nombre de lugar, como sabiendo a
ciencia cierta de dónde vienen las metáforas: el lugar común era precisamente un lugar
del pensamiento al que todos podían acudir para tomar argumentos y contrargumentos,
para abrevar pensamiento. Sucede de manera muy parecida en las legislaciones actuales:
una ley cualquiera se puede usar de diversas maneras, incluso contradictorias, para ganar
el caso, lo cual hace comprensible que antiguamente las leyes estuvieran escritas en
verso, poéticamente, para que fueran más ambiguas y por ende más utilizables; el chiste
está en saber utilizarlas, que es cuestión de ingenio, o como se decía en el siglo XVI
sobre la retórica: es cuestión de witcraft, juego de palabras que significa más o menos «la
hechicería del talento», y no por casualidad los griegos llamaban «hechiceros» a los
retóricos. Un lugar común era, por ejemplo, la afirmación de que «toda cuestión tiene
dos puntos de vista opuestos igualmente verdaderos»:3 a toda verdad se le puede oponer
otra verdad idéntica pero contraria, incluyendo esta misma afirmación. Su correcto
empleo da por resultado, por ejemplo, la dialéctica de Hegel y Marx.
Pero los griegos no sólo pensaron el lugar común, también lo construyeron. En
efecto, los lugares comunes servían para pensar dentro de otro lugar de acceso libre y
general: la plaza pública (el agora griega y el foro romano), porque la plaza pública tenía
una función y un objetivo concretos: servía para pensar. Porque se pensaba
públicamente; de hecho no hay otra manera de hacerlo, todo pensamiento se da frente a
un público, ya sea real o imaginario: cada uno siempre piensa a solas qué ropa ponerse,
piensa quién lo va a ver y qué le va a decir, y hasta se imagina cuál va a ser la respuesta:
piensa en su público, aunque en este desolado siglo por lo común uno se tiene que
conformar con ser su propio público, que, como bien saben los neuróticos y los
autocríticos, no

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siempre aplaude. La plaza pública se ideó y se construyó para sostener, literalmente,
el diálogo y el debate. Y por extraño que parezca, la ciudad en general se construyó
exclusivamente para tener plaza pública.
La metáfora del lugar común se inventó en el lugar común sin metáfora: los que
inventaron el lugar común del pensamiento construyeron al mismo tiempo el lugar común
de la plaza pública, que, como dice Ortega y Gasset, es el invento más grande de la
cultura helénica. Más tarde los romanos lo volvieron a lograr, y el resto de las naciones
mediterráneas y sus países conquistados lo siguieron copiando. El lugar común es al
mismo tiempo el pensamiento y el espacio. Crear la plaza pública equivalió a crear un
espacio dentro del espacio, algo así como tratar de pintar un punto blanco sobre una
pared blanca, como recortar con las tijeras un retazo de aire, o como apartar un laguito
en medio del Atlántico. La plaza pública es la construcción de un espacio separado del
espacio natural, y junto con él, de un pensamiento civil separado del pensamiento
natural. Para tal efecto, los griegos tomaron de donde pudieron un hueco vacío, y lo
rodearon de ciudad, de manera que ésta, con sus veredas, mercados y casas, sirviera
para apartar la plaza del resto del espacio. Fabricaron un espacio excluido del espacio que
todo lo incluye.4
En la ciudad ya instalada, las calles que desembocan en la plaza, poco a poco se van
«emplazando» ellas mismas, como lo muestran las etimologías, que no son erudiciones
gratuitas, sino vestigios del pensamiento cotidiano original: zonas arqueológicas del alma;
las etimologías son las metáforas básicas que describen al espacio pensante. El lenguaje
es el eco del espacio, su maqueta verbal. Como sea, «plaza» empezó significando eso,
«plaza», pero su imagen se fue angostando para empezar a significar también «calle
ancha», aunque nunca debe angostarse tanto como para significar «supermercado
monumental» como pretende el mercantilismo norteamericano; mientras tanto, la
«calle», que comenzó

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significando «sendero angosto», se fue ampliando hasta querer decir «calle ancha».
Las etimologías convergen y se resuelven: la calle se hace más ancha y plana para que la
plaza pueda entrar en ella. Ahora bien, como lugares ahuecados que deben ser, las plazas
y calles están pobladas de aire: el aire del pensamiento. Y efectivamente, otra vez las
etimologías tienen la razón, porque tanto «alma» como «espíritu» significan, ni más ni
menos «aire». El aire del espacio pensante, que hoy en día está hecho de gente, de
conversaciones y conglomeraciones, de la traza de la ciudad, de ruidos y vehículos y uno
que otro accidente causado por éstos últimos, de trabajo, de periódicos y anuncios, de
fachadas y contaminación, que para ser comprendido se requiere de alguna especie de
geografía del pensamiento, arquitectura de los sentimientos, una ecología de los
símbolos, alguna psicología colectiva,5 una psicología política. El alma colectiva anda
como el aire por la calle e inspira a los ciudadanos que pueden aspirar, expirar y
respirarla, lo que quieran. El pensamiento anda suelto por la ciudad y no encerrado en las
conciencias de los individuos.
Hoy es día de salida
La calle es el cerebro y el corazón de la sociedad civil. Ello contradice la idea de que
las razones, las leyes, los proyectos y las soluciones tengan que hacerse en los cubículos
de las universidades, las cámaras de los parlamentos, las camarillas de los políticos y los
cerebros privilegiados de algunos individuos, es decir, en espacios privados a la sombra
de la luz pública. Esta idea ha producido mucho poder sordo y bruto y suficiente soledad
bruta y muda, pero muy poca capacidad para organizar a la sociedad. El ascenso de la
sociedad civil en todas partes del planeta en este principio de siglo ha vuelto a mostrar
que, efectivamente, la vida colectiva

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piensa y siente con la calle, y que ésta tiene una razón más extensa, múltiple y plural
que la de cualquier otro lugar. Así, la única forma de tener razón en la sociedad civil es
sacando las críticas y propuestas, desilusiones y utopías, enojos y alegrías a la
intemperie, para que allí crezcan como les plazca.
A/Oías mo, de donde se pueden sacar conclusiones como que su objetivo es el funcionamiento eficiente o
que hay que extirpar los órganos enfermos: lo que es cierto para el mecánico o el médico, se vuelve verdadero
para la política. Si, en cambio, se utilizara la metáfora de que la sociedad es un juego, como lo han argumentado,
además de Huizinga (1937), corrientes de pensamiento como el interaccionismo simbólico, la situación social
sería no sólo más inofensiva y más motivante, sino evidentemente más democrática.
* Este primer capítulo apareció, palabras más palabras menos, en la Sección Cultural de Víctor Roura de El
Financiero, n. tis 1.867 y 1.871, 2 y 8 de febrero de 1989. Y de hecho, el trabajo completo fue idea del mismo
Roura.
1. Hay un trabajo de Lakoff y Johnson ( 1980) que muestra hasta qué punto el lenguaje cotidiano está
construido de metáforas, de modo que la forma de ver el mundo depende de la metáfora que se utilice para
describirlo, y así las metáforas se convierten efectivamente en la realidad. Los autores dan el ejemplo de la
metáfora «una discusión es una guerra» gracias a la cual se puede «perder» o «ganar una discusión», y donde el
interlocutor es percibido en realidad como un oponente, que tiene un arsenal de ideas y planea sus estrategias, lo
que convierte, literalmente, una discusión en una guerra donde se sigue la necesidad lógica de aniquilar al
adversario, por ejemplo, buscando la rescisión del contrato de un colega con el que no se está de acuerdo. Ahora
bien, «tratemos de imaginar una cultura en la que las discusiones no se vieran en términos bélicos, en la que nadie
perdiera ni ganara, donde no existiera el sentido de atacar, sino que una discusión fuera visualizada como una
danza, los participantes como bailarines, y en la cual el fin fuera ejecutarla de una manera equilibrada y
estéticamente agradable. En esta cultura, la gente consideraría las discusiones de una forma diferente, las Devana
a cabo de otro modo y hablaría acerca de ellas de otra manera. Pero nosotros seguramente no consideraríamos
que estaban discutiendo en absoluto, pensaríamos que hacían algo distinto simplemente. Incluso parecería
extraño llamar discutir a su actividad» (p. 41). Si se cambia la metáfora, se cambia la misma realidad y sus
consecuencias.
Las ciencias de la cultura también piensan con metáforas, y según sea la metáfora elegida, así son sus
verdades (cfr. Gergen, 1986). Las vivencias sociales más tecnologizadas han echado mano, predominantemente,
de las metáforas de que la sociedad es una máquina o un organis

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2. Una interesante argumentación sobre el arte de la retórica, no sólo como recurso de persuasión sino como
construcción del conocimiento en general y como teoría de la estructura del pensamiento y finalmente como
psicología social, hace Michael Billig (1987), a partir de la que puede concluirse que la retórica no es solamente
un antecedente de la epistemología, la psicología general, la comunicología, la ciencia política y sus diversas
teorizaciones sobre el lenguaje, la sintaxis, la creatividad, el conflicto, el consenso o la democracia, sino que es,
ante literam, una de sus formas más acabadas, por lo que estas ciencias bien pueden ponerse como tarea la
repetición de lo que ya estaba escrito pero que se fue olvidando a partir del siglo XDC, cuando el positivismo
cientificista soslayó la retórica por tratarse de «mera palabrería» o, como se acostumbró a decir desde entonces,
«mera retórica». No hace falta mencionar al respecto la frase de Andre Gide de que «ya todo está dicho, pero
como nadie escucha, hay que volver a decirlo», porque esta frase se prueba a sí misma cada vez que se le cita,
especialmente porque cada vez se le atribuye a un autor diferente.
3. Frase atribuida por Diogenes a Protagoras, a quien se le atribuye, además, la fundación de la retórica
seguido por Gorgias e Hipias, así como la autoría de catorce libros —todos ellos desparecidos—, la creación de
la sintaxis y el descubrimiento de los tiempos de los verbos, la primera compilación de lugares comunes y la
organización de las competencias de argumentos. Y si falta hiciera, Protagoras tiene el honor de ser el primer
hombre cuyos escritos fueron quemados por la autoridad (cfr. Billig, 1987, pp. 40 y ss.).
4. En su Rebelión de las masas (1937), Ortega y Gasset escribe una página —la 134— de las que pueden
llamarse perfectas, en la que explica el milagro de la plaza pública como punto de partida, como «un hecho que
necesitamos tomar como absoluto y de génesis misteriosa, un hecho del que hay que partir sin más» (p. 133)
para cualquier consideración sobre la cultura occidental. Vale la pena reproducirla: «El caso es que la excavación
y la arqueología nos permiten ver algo de lo que había en el

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suelo de Atenas y en el suelo de Roma antes de que Atenas y Roma existiesen. Pero el tránsito de esta

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prehistoria, puramente rural y sin carácter específico, al brote de la ciudad, fruta de nueva especie que da el suelo
de ambas penínsulas, queda arcano: ni siquiera está claro el nexo étnico entre aquellos pueblos protohistóricos y
estas extrañas comunidades, que aportan al repertorio humano una gran innovación: la de construir una plaza
pública, y en torno una ciudad cerrada al campo. Porque, en efecto, la definición más certera de lo que es la urbe
y la polis se parece mucho a la que cómicamente se da del cañón: toma usted un agujero, lo rodea de alambre
muy apretado, y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el foro, el agora; y
todo lo demás es pretexto para asegurar este hueco, para delimitar su dintorno. La polis no es, primordialmente,
un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para fimciones públicas.
La urbe no está hecha, como la cabana o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son
menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública. Nótese que esto significa nada menos
que la invención de una nueva clase de espacio, mucho más nueva que el espacio de Einstein. Hasta entonces sólo
existía un espacio: el campo, y en él se vivía con todas las consecuencias que esto trae para el hombre. El
hombre campesino es todavía un vegetal. Su existencia, cuanto piensa, siente y quiere, conserva la modorra
inconsciente en que vive la planta. Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido grandes
vegetaciones antropomorfas. Pero el grecorromano decide separarse del campo, de la "naturaleza", del cosmos
geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es
toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el
espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un "interior" cerrado
por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo, sino que es pura y simplemente la negación del campo.
La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que
prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se
reserva a sí mismo frente a él, es campo abolido y, por lo tanto, un espacio sui generis, novísimo, en el que el
hombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a éstos fuera y crea un ámbito aparte,
puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que resuma la
polis, dirá: "Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la
ciudad" ».

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Curiosamente, esta página fue reproducida como epígrafe de las memorias del 8th. International Congress of
Modem Arquitecture (CIAM) que tuvo por tema central «El Corazón de la Ciudad» (cir. Tirwhitt et al., 1952). En

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todo caso, es por estas razones que la ciudad puede ser considerada como el sujeto de todo pensamiento y
sentimiento colectivos. El ser humano es estrictamente ser urbano, porque la humanidad es en primer lugar
urbanidad.
5. La psicología colectiva se ocupa de interpretar el sentido que tienen los pensamientos y los sentimientos de
la ciudad, que es lo que este ensayo pretende. Dicho más técnicamente, se ocupa de comprender los procesos de
creación de los símbolos mediante los cuales se construye un acuerdo común respecto a qué se va a entender por
realidad, quiénes somos nosotros, y qué vamos a hacer con esa realidad. Mutatis mutandis, esta concepción de
psicología colectiva se puede encontrar en un siglo de autores: Wundt (1912), Blondel (1928), Halbwachs (1950),
Moscovici (1984).

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Los emplazamientos de la memoria cole^tK/Q
La arquitectura es un gesto. L. WITTGENSTEIN
Existe la creencia no dicha de que la civilización empezó el mismo día que el
teléfono, por lo que se supone que toda la cultura previa a la línea telefónica está hecha,
como Dios en reversa, a su imagen y semejanza, esto es, según el modelo «emisor-canal-
receptor», que es el modelo de la información, útil para producir mensajes y para
producir en serie: en ambos casos algo entra por un extremo de la línea y sale por el otro.
La revolución informática ha puesto de moda el tema de la comunicación pero, bajo el
lema de que todo lo que existe es nuevo o por lo tanto no existe, la comunicación es
concebida como si fuera información, con la novedad añadida de que ahora es más
rápida y sobre todo más vistosa, puesto que corre por las pantallas de las computadoras:
el apantállamiento de la información.
La información, como en los canales de radio o televisión, camina en una sola línea
porque de otra manera se pierde, como cuando hay estática, ruido, o se cruzan los
teléfonos. Sin embargo, quizá sea lamentable para muchos tecnocomunicólogos enterarse
de que la sociedad no la inventó Graham Bell, de que la comunicación y la cultura, y la
historia y la civilización ya existían desde antes que los teléfonos, por lo que se tuvieron
que hacer con otro modelo, anterior al invento de los canales, las líneas y otras formas de
la primera y segunda dimensión, del punto y la raya de Morse y el telé

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grafo: se construyeron con un modelo de tres y cuatro dimensiones, donde cupiera la
gente, las cosas, todo, incluso el tiempo y la memoria.
En las dimensiones de la comunicación caben las palabras, pero también los gestos
como las sonrisas y los contactos como los besos, o los ceños fruncidos y los golpes, las
cosas como los muebles y los semáforos, los lugares como las azoteas y las esquinas, y
los huecos como la velocidad y el silencio. Todo lo que existe en el espacio es
comunicativo y, al revés de la información, que es una vía de tránsito, la comunicación
es una estancia que puede acumular objetos: tiene memoria, pero no como la memoria de
las computadoras, que guardan señales, sino como la memoria de la vida, que guarda
realidades vivas, de suerte que lo nuevo y lo viejo forman igualmente parte de la
comunicación que se lleva a cabo en cualquier lugar. La cultura, tanto la alta cultura
como la cultura menor y cotidiana, está construida de comunicación, no de información:
cultura es la forma de entender el mundo, el proceso de darle sentido a la vida y, por lo
tanto, es el modo de pensar y de sentir, el espíritu. Así que si se acepta que la música es
cultura, que la arquitectura es cultura, que la escultura es cultura, que los modales en la
mesa y los diseños de automóviles y la confección de modas también lo son, tendrá que
aceptarse que son igualmente una forma de pensar y de sentir: que son comunicación.
Y la mayor parte de la cultura contemporánea está formada de memoria colectiva,
esto es, de construcción y distribución y ocupación de espacios logrados poco a poco.
Pensamos y sentimos de memoria: uno cierra la puerta de su cuarto y se queda a solas
porque hace doscientos años se decidió que ahí tenía que haber una puerta para cerrarse
tras de uno, y uno quedarse a solas. La cantidad de infelices solitarios que ha producido
esta mínima tradición es, a la fecha, desconocida; pero, en todo caso, el espíritu colectivo
vive en los espacios que se han construido desde hace tiempo, y se

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comunica mediante ellos, sin saber mucho qué es lo que comunica, porque de eso no
ha sido informado: la comunicación colectiva es lo que no está en la información masiva.
Primer emplazamiento: las plazas y las calles
Los verdaderos modos de comunicación de masas no pasan de cinco, y ninguno de
ellos es la televisión, y tampoco ninguno es novedad de nuestro tiempo. El primero es
griego y se llama plaza pública, que tiene físicamente la forma de la comunicación,
porque es un lugar horizontal, amplio, abierto, y que produjo, entre otras cosas, la
democracia; la democracia es estrictamente un estilo de comunicación, y la monarquía
podrá ser otro, pero no cabe en una plaza pública. Puesto que la comunicación es un fin
en sí mismo en tanto que no sirve para nada excepto para comunicarse, o sea, para
entender la vida y encontrarle algún sentido que haga que valga la pena vivirla, y hasta
hoy el único sentido encontrado ha sido la comunicación misma, con lo cual se entiende
que la gente lo primero y suficiente que hace con sus problemas sea platicarlos, así el
espacio público queda privilegiado sobre los espacios privados,1 los cuales, no obstante
ser inútiles para eso de encontrarle sentido a la vida, son necesarios para hacer otras
cosas como dormir o bañarse. Por ello, alrededor de la plaza pública tienen que aparecer
las calles para ir a las casas a dormir, de suerte que aquí se inicia la posibilidad de un
espacio menos público y, en consecuencia, a medida que se alejan de la plaza pública, y
su comunicación, por razones espaciales, se va restringiendo, el espacio se va haciendo
más privado, y mientras más angosta y alejada del centro sea la calle, más se pueden
hacer cosas privadas, cosas que no son de interés general, como rascarse la nariz, acto
que, en rigor, no puede hacer grandes contribuciones al mejoramiento de la democracia.

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Las calles forman un área menos pública dentro del espacio público, y es la Edad
Media la que se encarga de desarrollarlas, desde la plaza principal donde se llevan a cabo
festividades, torneos y teatros, hasta los callejones torcidos y estrechos. La mejor parte
de la Edad Media, que los renacentistas llamaron gótica para despreciarla, presenta la
forma más perfeccionada de la calle hasta hoy en día: hecha sin planos, más bien trazada
según las necesidades de la gente de encontrarse y desencontrarse a cada rato, como
jugando al escondite, para así volverse a saludar y a juntar y a platicar. Y es que la
ciudad medieval tiene la urbanización del laberinto2 y la arquitectura de la sorpresa, como
lo muestran sus calles y catedrales. Las calles se mueven al compás de la gente, y así el
gesto de la arquitectura gótica ha sido el más parecido al que utiliza la gente para estar
cerca una de otra, y el urbanismo contemporáneo no ha logrado reproducirla. Por lo
mismo, las casas y la vida bajo techo sólo cumplen la función biológica de protección
contra la intemperie; son un cobijo natural, como la ropa y la piel, pero no un lugar de
vida social: las puertas y las ventanas se cierran para resguardarse de los elementos, no
de los demás.
Lo que sí se perdió durante el medioevo fue la forma pública de autogestión de la
colectividad pero, en todo caso, el espacio público urbano en su conjunto —calles y
plazas—, como lugar del espíritu colectivo, reúne lo público y lo privado, la razón y la
pasión, lo culto y lo ignorante, la herejía y el dogma, las reglas y la desobediencia, el
defecto y la virtud, el esplendor y la miseria, las muertes y los nacimientos, en fin, todos
los eventos de la vida: toda la comunicación junta en un mismo espacio.
La oscuridad presunta de la Edad Media puede resumirse en el hecho de que las
dificultades de la vida, el ti tánico trabajo de la mera sobrevivencia día tras día, provocan
que el espacio público urbano, como modo de comunicación, se agote, se canse, dé de
sí; como si el aire de la calle se hubiese vuelto lento, como si se hubiera cuajado; como si
la atmósfera fuera

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de gelatina. El rey más culto de su tiempo, Carlomagno, no logró, por más que se
afanó, aprender a escribir. La riqueza que trajo la revolución mercantil a partir del siglo
xm, además de quebrar el espacio medieval, permitió que hubiera un intento de
revitalizar la cultura y la comunicación; pero puesto que la calle se había vuelto un lugar
tan homogéneo, tan repetitivo, donde lo que se comunicaba ya era siempre lo mismo,
este intento tiene que darse por otra vía.
Segundo emplazamiento: la calle construye la casa
Hay diversas maneras de empezar a hablar de la Edad Moderna; la más simpática
dice que la modernidad se inicia con la toma de Constantinopla por los turcos en el año
1453. Entre las otras, se puede decir que empieza con la invención de los libros de
contabilidad, que a todo le pusieron precio; o con la fundación de los museos, que
mezclan objetos de todo tipo; o con el alineamiento de las calles para que pasen
carruajes, porque el poder no sabe andar a pie; o con el desarrollo de la perspectiva en el
dibujo, porque permite ver el mundo desde un ángulo distinto al de los demás.3 O
también, la Edad Moderna se inicia el día que se cerraron las puertas de las casas aunque
no hiciera frío, porque tras ese portazo se funda un nuevo espacio comunicativo: el
espacio privado doméstico, o más domésticamente, la casa. No es fortuito, por caso,
que Brunelleschi haya tenido entonces la ocurrencia inédita de hacer muros que no
sirvieran para sostener techos, sino nada más para ser vistos, o más bien, para que no sea
visto lo que está detrás, es decir, para separar un espacio de otro; la arquitectura
contemporánea de Luis Barragán repitió poéticamente esta idea: el muro como creación
de un sentimiento de soledad aparte.
La casa, en su versión fundamental, es una cocina equipada con camas, porque es
alrededor de la lumbre donde se

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gesta su comunicación: «hogar dulce hogar» es ese fuego donde se hace la comida,
se calienta el aire y se desentumece el cuerpo. La gente se reúne en la cocina y allí platica
sobre los asuntos de la colectividad, pero lo hace, literalmente, desde la perspectiva de la
casa, por lo que ésta se inventa corno lugar de creación de perspectivas, es decir, de
diferencias que contribuyan a un mundo necesitado de pluralidad. La cocina es, desde
entonces, la plaza pública de la casa, y donde se cocieron, entre otras cosas, las ideas del
Renacimiento. En efecto, la creación de la casa como espacio comunicativo no obedece a
deseos de apartarse de la vida pública, sino, por el contrario, a la necesidad de
enriquecerla: por eso la calle traslada el centro de la vida social a la casa. Incluso los
centros de gobierno, como los principados, o las casas comerciales, o la iglesia, se
pueden considerar como otras tantas casas, porque el poder y las relaciones políticas,
económicas o artísticas se ejercen con la lógica de la comunicación doméstica: Miguel
Ángel o Leonardo provienen del espacio doméstico, y salen de sus casas sólo para ir a
trabajar a la casa de los Mediéis, o a «la Casa de Dios», que por entonces también era la
de Lucrecia Borgia. El altar de las iglesias es literalmente la mesa donde se cocina la
Última Cena, que actualmente ya es sólo un recalentado. Y el hecho de que los príncipes
tuvieran por casa a la ciudad entera no cambia el espacio.4
Sin embargo, después de un par de siglos de vivir entre cuatro paredes, la casa debe
resultar muy estrecha para la mayoría, y puesto que ya existían las ventanas con vidrio
desde el año 1180, se da por la fuerza de la ociosidad productiva el descubrimiento de
que las ventanas no sólo sirven para que entre el sol, sino también para que las miradas
de los mismos ociosos salgan por allí hacía la calle, causándole a la gente una especie de
nostalgia de la intemperie, y provocando una necesidad de salir a la calle que empieza
como necesidad de relaciones interdomiciliarias. Se instituye entonces la modalidad de las
invitaciones a las casas y, puesto

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que la cocina es su centro, aparecen las comidas y cenas de invitados. La invitación
es una forma de mostrarle al mundo la casa propia, con sus estilos, ideas y sentimientos,
cuyo ostentoso resumen puede ser la imagen del cardenal Richelieu, que atendía todos
los asuntos de Estado en su cama, excepto las entrevistas con el rey, quien las concedía
en la suya. En el recinto privado de la casa se crea una zona de intercambio público
alrededor de la mesa del comedor, para la que se confeccionan formas de expresión
especiales, que funcionan como bases comunes de comunicación entre gentes de
diferente casa: arreglos, puestas de mesa, vajillas, menú. Ciertamente para estas fechas la
gastronomía empieza a mejorar, aunque lentamente incluso hasta el siglo XVTI, pero
cuando menos se les quita la costumbre de meter los cisnes vivos al horno, con plumas y
todo; es también la época en que se escriben algunos tratados de modales y costumbres
referentes al comportamiento en la mesa, probablemente con carácter de urgentes.
Tercer emplazamiento: la casa sale al café
Si hay ricos y pobres, también hay casas completas como los palacios, y casas
mínimas, casi accidentales, como las de cualquier hijo de vecino. Para la práctica de la
invitación en las primeras se construyen los salones, donde se suscitan las reuniones
cortesanas y se celebran obras de teatro, conciertos de música y fiestas de bufones y
cirqueros. En estas invitaciones la intención es traer el mundo a la casa para mostrarle
sus excelencias, por lo que la relación interdoméstica tiene características de espectáculo
y entretenimiento, pero no exactamente de intercambio recíproco de perspectivas; para
los poderosos la reciprocidad tiene algo de incómodo, prefieren una diversión candorosa,
tal cual de cortesías, donde se acaricien los sentidos pero sin azuzar las neuronas, y así
se hace

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curioso que desde su mismo inicio se considere a los salones como propios de
mujeres, de lo femenino, con lo que se da principio o cuando menos formalización a la
separación social entre el hombre y la mujer, entre la racionalidad y la afectividad, y
entre lo público y lo privado, de donde resulta la ya gastada ecuación: mujer, sentimental,
en su casa. De todas maneras, en el momento de abrir la puerta para que entraran los
invitados, el aire de la calle se coló a la fiesta, y de este modo el teatro, los conciertos y
las fiestas se volvieron eventos públicos, y los salones se convirtieron en los teatros.
En las casas mínimas, por su parte, las invitaciones que se celebraban en la sala-
cocina-comedor tenían de inicio la vocación de sacar la casa al mundo, y fundar allá
fuera un intercambio de perspectivas domésticas, lo que implica crear un espacio
comunicativo inédito, que no sea ni casa ni calle, sino otro, semiptivado y/o
semipúblico, entre cuatro paredes pero con las puertas abiertas. Ni casa ni calle, por lo
que se la llamó «casa pública», Public House, mejor conocida por su apócope Pub, que
comprende sobre todo los cafés, pero más tarde bares, restaurantes y todo aquel lugar
que abra sus puertas para que la gente vaya a sentarse y se ponga a platicar, con el
pretexto convencional de tomar un café o lo que sea. No deja de ser interesante que este
nuevo espacio se funde alrededor de la estufa, del mismo aparato que aglutinaba a la
casa, y con la gente en las mismas circunstancias de no tener nada mejor que hacer;
ciertamente el café es el hogar público: ciertamente la estufa es una máquina de
congregar. Los cafés se inauguran a partir de la ya entonces difundida costumbre de
tomar café, té o chocolate; florecen entre 1680 y 1730, y para principios del siglo xviïï
sólo en Londres había más de tres mil.5 Estalla la sociedad de las cafeterías. La razón por
la cual parece necesario un espacio diferente al de la calle, es que la ciudad ya se ha
vuelto demasiado grande y, entre mercantilismo e inmigración, se encuentra demasiado
poblada de desconocidos y extraños, por

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lo que se dificulta el establecimiento de una conversación más allá de fórmulas de
saludo y de trabajo.
La conversación que se suscita en los cafés se basa en una comunicación libre y
animada sobre temas de interés común, y toca por fuerza las cuestiones políticas del
gobierno y la ciudad. Hablar de política es siempre controvertido, y de hecho en los cafés
se inaugura el debate, la discusión, la polémica como modo específico de comunicación,
donde fluyen las ideas, ocurrencias, críticas, utopías, proyectos, soluciones. Lo que se
pone en el centro del debate es en rigor la cuestión de la sociedad civil, y ya por eso es
en los cafés donde instala su habitación. No es de extrañar que la gente se pasara más
tiempo en el café que en su trabajo, y que incluso llegara a trabajar ahí: los verdaderos
acontecimientos políticos se daban en ese lugar, y no en los gobiernos, como lo muestra
el hecho de que los periódicos, en el sentido actual de la palabra, surgen no sólo en ese
momento, sino también concretamente en ese espacio: su tiraje equivale casi a un
periódico por cada café; The Tatler tiraba cuatro mil ejemplares, y entonces parece
justificado que los dueños de los cafés solicitaran en 1729 el monopolio de los periódicos;
después de todo, ahí eran leídos en voz alta para ser discutidos por todos y, en buena
medida, ahí eran escritos. En efecto, la gente se reunía en los cafés para conocer las
noticias, comentarlas, discutirlas, decidirlas y, en su caso, contestarlas por medio de
cartas a la redacción. Hay continuidad entre palabra escrita y hablada, porque ambas son
parte de la misma conversación, en la que cabían, por lo demás, hasta relaciones
bancarias y de seguros; el banco Lloyd's de Inglaterra se funda, y opera, en un café. Así,
no parece del todo raro que a los ojos de los gobernantes los cafés fueran lugar de
agitación política, de la misma manera que para todo gobierno autárquico la sociedad civil
es subversiva. Los cafés eran considerados como penny universities, y los grupos que
ahí se reunían se ponían nombres como «el pequeño sena

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do». Ciertamente el hogar público es el parlamento privado, donde se construye la
opinión pública como espíritu válido de la sociedad civil. Para fines del siglo xvm, los
parlamentos oficiales tuvieron que aceptar como correcta la voz de la opinión pública; y
como en el agora griega, en los cafés se hace la democracia, por cierto que
reproduciendo hasta sus estupideces, puesto que la sociedad de las cafeterías tampoco
era para todos: si los griegos excluyeron a los esclavos, los dieciochescos, a las mujeres;
el café y el alcohol, la democracia y el conocimiento eran sólo para hombres.6
La comunicación, aparte del lugar y el tema, también es un estilo y una regla. Así, la
conversación de los cafés y tabernas se basa en el acuerdo general de la igualdad de
rangos; el café es un lugar de iguales, y las diferencias de la calle, el trabajo, el estatus y
el dinero no tiene validez alguna; todos tenían el mismo derecho a la palabra y la misma
obligación de escuchar a quien se sentara junto, porque las mesas eran compartidas por
las extracciones más disímbolas. Puesto que se suspendían las diferencias, nadie era
experto ni especialista en nada, o más bien, todos eran especialistas en todo, de manera
que cualquiera podía hablar sobre demografía o literatura, apoyado en la sólida base de la
igualdad conversacional. Por esta razón se ponen en práctica en los cafés las reglas
inviolables del tacto y la tolerancia, de la urbanidad en el mejor sentido de la palabra, de
oír con atención al otro a condición de que el otro lo oiga a uno, de poder rebatir sin
susceptibilidades, porque existe especialmente la prohibición de tocar cuestiones
personales y, mucho menos, ser utilizadas como argumento en contra del interlocutor.
Plessner define a la vida del café como «la esfera de la validez del tacto» donde impera
la razón del mejor argumento, lo que permite, además de un diálogo fluido y
enriquecedor, ilustrativo, percatarse de la importancia de los convencionalismos sociales,
cuando éstos son significativos.
El espacio de los cafés coincide con el de los teatros y

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otros entretenimientos; la diferencia es que los primeros usan la conversación y los
segundos usan la actuación o representación. En los teatros los estilos y reglas aparecen
en forma de moda, arquitectura, estilos artísticos; la teatralidad generalizada del tiempo
de los cafés es óptimamente lúdica, porque se sabe que la cultura o se juega o se vuelve
burocracia, y se expresa característicamente en el barroco, ese estilo «concíentemente
exagerado, intencionadamente imponente, reconocidamente irreal», como dice Huizinga.
Y de todo lo que es el barroco, el vestido sobresale, y de todos los vestidos, el masculino;
a partir de 1620, cuando los hombres se dejan crecer el pelo, la estilización y exageración
de las modas aumenta; cada vez más pelucas, moños, lazos, rubores, coloretes, lunares,
polvos, hasta llegar a fines del siglo xvm, que termina con la moda totalmente burlona,
humorística, increíble, de los incroyables, vestidos de riguroso exceso, sin nada que
envidiar a los punks de dos fines de siglo más tarde, como si siempre hubiera alguien
dispuesto a cumplir los mitos de fin de siglo. La vida era teatral, un espectáculo de
masas. Cabe notar que las puertas abiertas tienen la cualidad de confundir el aire de los
espacios contiguos y, por lo tanto, la vida de cafés y teatros tiende a continuarse en el
espacio público; se pierde la línea divisoria entre puertas adentro y puertas afuera y, de
hecho, no hay grandes diferencias entre barra, mesa, mesero y cliente, como tampoco
entre escenario, actor, butacas y público; ni desde ambos sitios hacia la calle. En efecto,
la gente que entraba al teatro se vestía y se comportaba igual que los actores; la
diferencia entre actuary no actuar era indiscernible; el ya inmortalizado Garrick (que, de
paso, era actor dramático y no cómico como pregona Juan de Dios Peza) usaba su ropa
de todos los días para interpretar Ótelo, por lo que la actuación de Alee Guinnes vestido
de diario en el papel de César, de Shakespeare, hace algunos años, no es exactamente
una innovación teatral: lo novedoso está siempre hecho de memoria. En todo caso, en

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los teatros dieciochescos, los actores aplaudían, contestaban interpelaciones,
interrumpían sus diálogos y los repetían si le gustaban a la gente, a partir de lo cual se
concluye que el actual teatro de revista no es una degeneración del teatro, sino por el
contrarío, es más originario, y tiene una memoria perfectamente localizable. De cualquier
manera, así como el café es el teatro de las ideas y de la razón, el teatro es el café de las
imágenes y los afectos.7
Cuarto emplazamiento: el café asciende al parlamento
Una vez echada a andar la sociedad civil, la parte más asustadiza del café prefiere la
paz de las jerarquías sociales y funda los clubes de caballeros, que son lugares
semipúblicos, pero sobre todo semiprivados, donde se puede estar sin los contratiempos
de ser iguales, ni siquiera de hablar, y donde por lo tanto no cuenta la fuerza de los
argumentos sino la fuerza de las credenciales y los apellidos; la intrascendencia civil de
estos clubes es inversamente proporcional a su éxito en la actualidad, en la forma
evolucionada de clubes deportivos, fraccionamientos para pocos privilegiados, bares y
discotecas por acciones, que se construyen para públicos privados que pretenden ser
exclusivos, es decir, excluir: privado significa privar a los demás.
Pero la parte más animosa de los cafés, aquella que efectivamente construyó la
ilustración y armó una opinión pública válida y legitimadora, ascendió al parlamento, o
sea, a la capacidad de decidir efectivamente sobre las cuestiones prácticas de la sociedad,
y puso su conocimiento humanístico y científico al servicio del gobierno. Es cierto que el
parlamento es mucho más viejo; por ejemplo, el parlamento inglés se divide en dos
cámaras ya desde 1332; desde el año en que empieza la peste negra, pero lo que importa
es que sólo hasta el año en que se termina la primera edición de la Enci

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clopedia Británica, hasta 1771, los debates de dicho parlamento obtienen el derecho
a hacerse públicos, a formar parte de la conversación colectiva: dicho en este contexto, el
parlamento deja de ser «casa» para volverse «café». El parlamento no debe tomarse en
su acepción legislativa, históricamente sujeta a voluntades de poderosos, sino en su
acepción parlante, o sea, dialógica, civilizada, parloteante y civil que se obtiene a partir de
los cafés: el parlamento como café público en correspondencia con el café como
parlamento privado, y no en menor medida, según se ha visto, como teatro, con sus
actuaciones altisonantes y diversiones.
Pero casi desde el principio las virtudes del café se trastocan en los defectos del
parlamento, porque, por definición, si cambia el espacio la comunicación es otra, y
aunque se pretenda decir lo mismo, se dice necesariamente otra cosa con otros
significados. El café alcanzó su nivel de incompetencia en el parlamento. En efecto, las
ideas que se produjeron en los cafés, por ejemplo, la fe en la ciencia y la técnica como
portadoras de la civilización, hicieron suponer que el parlamento debería ser un lugar
donde reinara la racionalidad ordenada, la verdad científica, la aplicación tecnológica, la
utilidad cuantificable, la eficiencia productiva, es decir, los valores recién adquiridos de la
sociedad industrial: la pretensión, muy al tono de la época, de hacer una fábrica de
decisiones. Lo primero que sucede es que un parlamento así no puede ser un lugar para
la gente, sino, por el contrario, un lugar para expertos, técnicos, especialistas, porque son
ellos los que poseen el tipo de verdad puesto de moda.8 Cuando hay expertos, la
comunicación se acaba y empieza la información, porque ya no se le otorga la razón a la
persuasión volátil, sino a los datos duros y pesados, y, de hecho, en el mismo parlamento
deja de discutirse y empieza a votarse, puesto que el número de manos levantadas pesa
más que la calidad alada de los argumentos, que prefieren desafiar la gravedad en todas
sus acepciones;9 la razón de la contabili

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dad. La institución de los expertos fundada en el manejó de información es
exactamente lo opuesto al principio de inexperiencia consensual que obligaba en el café;
de hecho, la separación entre una y otro se consuma en el momento en que se empieza a
pagar un salario a los parlamentarios, porque ello implica el reconocimiento de que se
trata de un trabajo altamente especializado y suplementariamente engorroso, mientras
que nadie pudo jamás cobrar sueldo por platicar en un café; hacer política era un gozo
civil; ahora es una profesión nada mal remunerada.
De esta manera, el parlamento se constituye en el lugar de la ruptura de las
igualdades, y como tiene poder para ello, la hace valer: diseña una tecnología capaz de
aplicarse a los asuntos de gobierno, técnicamente llamada «administración», cuyos
mecanismos configuran la máquina burocrática de gobernar. Según Habermas, la
administración es la suposición de que así como la técnica se puede aplicar a la
producción material, también se puede aplicar a la organización de la sociedad. El
gobierno como burocracia tiene el objetivo técnico de organizar la sociedad y administrar
los recursos, pero este objetivo, desde el punto de vista de la comunicación civil, es en
realidad otro: indicar la separación entre administración y gente, y dejar claro que no son
iguales. El dispositivo de ventanillas, filas, escritorios, formularios, archivo, que
configuran la «decoración de interiores» de la Administración Pública, son objetos que se
colocan entre el funcionario y el ciudadano, con cualquier pretexto, pero para mostrar
físicamente que se está situado y se pertenece a dos lugares distintos, y las mismas
atribuciones del funcionario, tales como saber el nombre del otro y hacerle preguntas
pero no viceversa, fijar los horarios, cerrar ventanillas y conocer el reglamento interno,
dejan claro que el administrador es el experto y el usuario un tonto inoportuno. En
general, la labor de un experto consiste en ocultar información, como lo hacen los magos,
o los médicos que expli

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can las dolencias con tecnicismos para que el paciente no se entere y siga
consultándolo.
En fin, el parlamento tiene ciertamente las características de un nuevo ámbito de la
colectividad, pero es el lugar donde el aire de la calle da vuelta y se regresa, puesto que
allí ya no hay gente, sino expertos, y ya no hay comunicación entre ellos, sino
información, por lo que se trata principalmente de un espacio informacional
extrapúblico, o espacio informático, para decirlo más al día con los avances
tecnológicos. Como puede verse, es más bien descarnado o, como dicen los que tienen
que hacer trámites, deshumanizado.
Reemplazamientos y desplazamientos: del parlamento al baño
Desde la máquina de administrar, situada por arriba de la calle y de la vida pública, se
procede a organizar la vida según los criterios de la sociedad industrial, en un a, b, c que
empieza pora) la calle. Esta se planea para el tránsito, para el transporte de la mayor
carga posible (persona, animal o cosa) por la mayor distancia posible en el menor tiempo
posible, sin obstrucciones ni distracciones. París es atravesada y cortada por boulevards
en 1850,10 y desde 1850 el transporte masivo empieza a intensificarse exponencialmente;
en sólo 1856 se transportaron ya 107 millones de personas. Londres inicia la
construcción del metro en 1863, aunque en el mismo año se da tiempo para tratar de
establecer la diferencia entre el fútbol y el rugby, que por entonces no era nada clara; en
1890 se establece la línea telefónica con París, y quizás lo primero que se platicaron
fueron sus respectivos pánicos financieros, que tuvieron a bien estallar por casualidad
como si los hubieran sincronizado. A partir de 1840 los periódicos son, por fin, de
verdadera difusión masiva, con grandes tirajes, mientras que el correo se multiplica
debido a

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que todo el mundo envía facturas. Lo que realmente se está inventando son las
prisas, las caras ocupadas y los pasos diligentes, por lo que los relojes de bolsillo
empiezan a producirse en serie también desde 1840, y las cortesías se emplean ahora
como tácticas para no estorbar ni ser molestado, para no quitar tiempo, y asimismo se
emplea el paño negro para confeccionar una moda seria, uniforme y práctica como
corresponde a quien no pierde el tiempo en pasatiempos inútiles. La racionalidad ocupa la
calle, y la afectividad para su casa; el hombre ocupa la calle, y la mujer para su casa,
donde puede seguir arreglándose con la calma y la irracionalidad que el siglo le atribuye.
En 1833, en Francia, se prohiben las discusiones públicas de b) cafés entre los
trabajadores, bajo el pretexto de que bebían demasiado en las tabernas, aunque la verdad
era que practicaban el subversivo arte de la conversación. Los ingleses, más flemáticos
para su despotismo, no prohiben pero consideran una falta de decoro no sólo beber, sino
incluso estar, en lugares públicos, así que desde 1830 disminuyen las tabernas y
aumentan a cambio las vinaterías, donde uno compra su botella y se la va a beber
respetablemente en privado. Las casas públicas se han vuelto «casas públicas», y
también las mujeres que persisten en andar por la calle a esas horas del puritanismo
Victoriano.11 Por otra parte, aparece en 1852 también la primera tienda que vende
mercancía a precios fijos: el Bon Marché, evitando el dilatado regateo, porque ya
patentada la máquina Singer desde el año anterior, hasta la alta costura se hace en serie, y
es por tanto indispensable vender más y platicar menos. La función del regateo se
sustituye por la publicidad, y la primera agencia de publicidad surge en 1855, en
Alemania, contra toda la ética de los viejos comerciantes, que consideraban falto de
moral anunciar sus productos. Como puede advertirse, esta secuencia de
reemplazamientos y desplazamientos de espacios es lo que de otra manera se puede
llamar el ascenso de

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las clases medias. Para entonces en el teatro ya solamente se aplaude con recato,
pero no se grita ni se llora ni se insulta, ni se siente, como antes, porque eso de sentir en
público ya se ha vuelto de mal gusto, estorboso e ineficiente: la teatralidad también se va
para su casa, por lo común en la forma de escenitas. No es de extrañar que por este
tiempo la lectura comience a hacerse en silencio, cosa que antes no se usaba ni para leer
a solas; de hecho, el gran tiraje de los periódicos equivale paradójicamente al aislamiento
de la comunicación, se requieren tantos periódicos y con tantas secciones —desde
finanzas hasta nota roja— porque cada quien lo lee ya para sí mismo, tan calladamente
que ni el de al lado lo pueda oír. Lo que se está edificando es el aislamiento; la apariencia
de progreso que tiene se debe a que los números, los tamaños, las cantidades de todo
aumentan.
El diseño y función del espacio doméstico no escapa a los encantos del progreso
científico aplicado al modo de vida: los avances en materia de salud e higiene logran
convencer acerca de que la planificación de la vivienda debe hacerse técnicamente,
basándose en variables tales como iluminación, ventilación y separación de funciones,12
es decir, no estar todos juntos haciendo de todo en el mismo cuarto, sino cada quien con
sus cosas en lugares especiales de c) la casa: ni dormir donde se come ni platicar donde
se cocina. Puesto que tal orden es una idea pública que se introduce en un espacio
privado, la separación de funciones concuerda con la separación entre actividades que
pueden ser mostradas públicamente y aquellas que no mucho o de plano no; lo ordenado
y adornado se considera público; lo sentimental o fisiológico, privado. Lo orgánico y lo
emocional se equiparan: a los dos se les llama «la carne»; aquello que las normas
purificadoras de la urbanidad no pueden transmutar del todo, como lavarse o estar
enfermo, pasa a formar parte de lo privado. Aquello que queda a medio camino entre lo
fisiológico y lo ornamental, como la comida, se pone en el sitio

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intermedio que corresponde al comedor y la cocina, destinado a atender a «los
amigos de la casa». Paulatinamente la casa se va subdividiendo en su interior, como si le
crecieran lugares por dentro: la sala de estar se convierte en la sala de visitas y en el lugar
más cercano a la calle, con decoración de buen gusto establecido públicamente; el
comedor se formaliza, la cocina se funcionaliza y, puesto que se trata del lugar de paso
entre el arreglo y el desarreglo, se establece la costumbre de pronunciar frases de
disculpa por el desorden cada vez que un invitado entra a ella. La casa se va desdoblando
hacia adentro para inaugurar sitios más privados dentro de la misma privacidad: pisos,
paredes, desniveles y puertas se multiplican, y lo más privado se traslada a una segunda
planta donde queda la estancia familiar, en realidad reducida a un pasillo, porque ya se
han erigido paredes para hacer recámaras, o sea, cuartos dentro de cuartos, casitas
dentro de la casa donde habitar; se instituye la inaudita idea de las puertas interiores para
separar a la gente dentro de una misma casa y, puesto que las puertas están hechas para
cerrarse, la posible convivencia queda detrás de ellas, aunque no completa, porque las
recámaras todavía tienen puertas en su interior, que dan hacia los closets y guardarropas:
puertas tras puertas para ocultar las cosas no mostrables ni al cohabitante de cuarto,
porque son de interés personal o, como dicen sus poseedores, de valor sentimental:
cartas, fotografías, mechoncitos de cabello; recuerdos e ilusiones. Hacia fuera se vive
como si lo de adentro no existiera.
En todo caso, es como si la comunicación colectiva, empujada por la información
técnica desde el parlamento hacia fuera en las calles y fuera de los cafés, en la casa
tampoco encontrara un lugar donde situarse, arrimándola cada vez más hacia un rincón.
A todo esto, cabe un paréntesis: el de la mujer, porque queda considerada por la sociedad
tecnomachista como un lugar más de la casa, como el paréntesis más o menos ubicado
entre la recámara y el guardarropa, para el

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cual se construye un muro de tela y una puerta de botones, que la hace inmostrable e
inaccesible, como debe ser todo lo que es privado, afectivo e irracional. Para 1840 el
traje femenino ya tenia botones hasta el cuello y faldas hasta el tobillo, como primer
paso; como segundo, surge la moda de los miriñaques, que son esas estructuras de metal
que se usaban bajo el vestido, y que estaban hechas con las misma ingeniería y la misma
estética que las estructuras de hierro que por las mismas fechas (c. 1850) se empezaron a
utilizar para construir puentes, mercados y estaciones de ferrocarril; un ejemplo
sintomático de esta arquitectura es el nuevo local del Bon Marché, construido por Eiffel
y Boileau en 1876; un miriñaque habitable. El miriñaque del traje femenino sirve, según
Sennett, para distorsionar la apariencia del cuerpo, de manera que no hubiera relación
entre un cuerpo vestido y uno desvestido, puesto que la mujer no sólo no debía ser vista,
sino tampoco imaginada, al grado de considerarse inconveniente que la gente que entrara
a una casa les viera las patas a la mesa o al piano, porque por asociación podía
imaginarse las piernas de su dueña; así que se les cubría.13
Quinto emplazamiento: el último sitio de reunión: el individuo
La organización técnica de la sociedad industrial parece querer sacar de lo público y
empujar hacia lo privado a los espacios comunicativos de la colectividad, cosa que no
puede hacerse porque éstos se preservan como memoria colectiva. Pero lo que sí logra
es crear uno nuevo: el cuerpo como espacio íntimo individual, como un lugar todavía
más allá de las recámaras y los closets, tras las puertas de la piel. Y como puede
deducirse, este espacio empezó siendo mujer.
Aunque desde 1596 Harrington —no aquel James que escribió y discutió en las cafés
su utopía Oceana, sino otro,

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John— inventó el Water Closet; éste también resultó utopía porque es recién en
1778, cuando John Bramah construye otro, que, gracias a los avances de la revolución
industrial en materia de cañerías, el W.C. tiene éxito. Lo que estrictamente se construyó
fue un nuevo cuarto de la casa y, ciertamente, todas las definiciones de diccionario a él se
refieren: water closet o wc es un «cuarto pequeño con una charola donde la materia
evacuada de los intestinos puede ser desaguada por tubería mediante agua proveniente de
una cisterna»; en efecto, se trata de un cuarto de agua, porque closet es un «cuarto» y,
aunque en su uso actual y norteamericano sea un «cuarto pequeño para guardar cosas»,
en su uso antiguo e inglés era un «cuarto pequeño para entrevistas privadas». Ahora, en
castellano en desuso, el retrete es un «cuarto pequeño de la casa, destinado para
retirarse», y por ciertas razones se instaló allí el aparatito inodoro; excusado, por su
parte, es un adjetivo que significa «retirado o separado del uso común», y que califica al
cuarto: cuarto excusado. Así, excusado y privado vienen a ser sinónimos, lo cual permitía
hablar de, por ejemplo, capital excusado. Y efectivamente, el baño es un lugar de la casa,
el último, donde la gente puede entrar intempestivamente, bajo el común acuerdo de que
lo que haga ahí dentro es cosa suya, y nadie debe preguntar y todos pueden no contestar
qué estaban haciendo. Por lo tanto, excepto para los niños, a quienes no se les ha
otorgado el derecho a la privacía, el baño puede utilizarse, como de hecho se utiliza, para
toda clase de expresiones igualmente poco sociables como llorar, reflexionar, sufrir,
ensayar gestos, ser feliz bajo criterios distintos de los buenos modales, leer, recitar bajito,
distraerse, tardar, tener tiempo libre; un poco eso que se llama «ser uno mismo» que,
aunque no exista, se siente bien.
Bajo el argumento científico de que el baño es un lugar sano y saludable, la
arquitectura utilitarista cambia de profesión; ya no está al servicio del hogar y la
sociabilidad como

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hasta entonces, sino al servicio del cuerpo y del aislamiento, y para éste construye, y
con ello dibuja el croquis del último sitio de reunión de la sociedad. No tiene, después de
todo, nada de extraño que uno de los primeros objetos que fueron introducidos al baño
sean los espejos, porque, dado que la gente se mete al baño para estar consigo misma,
puesto que entra a verse a si misma, lo natural es que lo haga cara-acara. Mientras que

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uno puede conocer sus propios pensamientos mediante la reflexión, los espejos son la
única forma de conocer los propios gestos, y de dirigirlos a uno mismo: así como uno
puede peinarse, igual que puede sonreírse, gustarse; el espejo es la forma de reflexión del
sentimiento, como bien saben los actores, que estudian sus expresiones frente a él. La
reflexión del pensamiento se llama reflexión porque hace con palabras lo mismo que el
espejo hace con imágenes: lo refleja a uno mismo.
El baño es el umbral del individuo, ese nuevo espacio comunicativo que se abre
frente al espejo. El cuerpo es un espacio en el mismo grado arquitectónico que los otros
espacios, como puede verse en el hecho de que se hable cotidianamente del «interior» o
de «aquí dentro» para referirse a los pensamientos y sentimientos que habitan el propio
cuerpo. El espacio individual es en realidad un poquito más grande que el propio cuerpo,
como si se tuviera un halo del tamaño de la apariencia vestimentaria, de los movimientos
y posicionamientos, de los tonos de voz, de los estilos personales y las gesticulaciones, en
franca continuidad con el espacio contiguo; también el individuo continua hacia adentro
con una departamentalización más o menos isotópica, que tiene igualmente sus lugares
públicos y privados. En su parte pública accesible ubica las ideas e imaginaciones
colectivamente admitidas como racionales, razonables, civilizadas, agradables,
publicables; lo público individual ha recibido el nombre de lo «consciente», mientras que
su parte más privada, alejada, cerrada, excusada finalmente, recibe el nombre de lo

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«inconsciente», que hace pensar que hay un lugar dentro del cuerpo donde nosotros
somos visitas de nosotros mismos, forasteros de nuestro propio cuerpo; en rigor es
correcto porque quien lo ha inventado, diseñado, amueblado y habitado es la
colectividad, de la misma manera que lo ha hecho con los demás espacios, y por eso el
objetivo de ir al psicoanalista es quejarse de los progenitores. El sí-mismo es ese «algo
que se está pensando dentro de mí», como escribió Onetti.
Es justamente cuando el espíritu colectivo empieza a ser empujado hacia los rincones
de la intimidad, a finales del siglo XVUI, que aparecen la novela sentimental, el género
epistolar «de corazón a corazón», el diario íntimo, el romanticismo vulgarizado y, por
fin, la expresión cientificista de todos ellos: la psicología; en conjunto pretenden ser
expresión y conocimiento de lo subjetivo, aunque en realidad están inventando esa
subjetividad para luego ir a descubrirla; como enterrar un tesoro para después encontrarlo
por sorpresa. Así se inicia la moda de la expresión o represión individual, según se vea la
feria de la vida; pero, en todo caso, debido a que cuaja como espacio comunicativo, la
sociedad en su conjunto empieza a ser vista a través de los ojos del individuo, y ahora los
acontecimientos sociales son los individuos; los grandes individuos son los grandes
acontecimientos de la sociedad, aquellos que han salido del baño hechos «toda una
personalidad», y que al hacer su presentación en los otros espacios, sobre todo el teatro,
la calle y el parlamento, crean el mito de la fama e instituyen el star system, cuya primera
superestrella fue Paganini, un violinista que, a decir de sus contemporáneos, no era
exactamente un gran músico, pero su presencia era impactante, máxime cuando le
reventaba dos o tres cuerdas al violin y seguía tocando: en realidad era un brillante
ejecutante de sí mismo, un excelente actor de su personalidad. El nombre de la última
superestrella del siglo XX (y en medio quedan Lenin, Einstein o Picasso, que ya
pertenecen al panteón de la sociedad del espectáculo de la personalidad)

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está a discusión, pero podría proponerse a John Lennon, que sintetizó en su imagen
los sueños de una generación, incluyendo la forma en que terminaron.
La memoria colectiva
Todo lo que se ha tratado de argumentar es muy poco, concretamente, que el espíritu
colectivo piensa y siente mediante espacios, por lo que éstos deben entenderse como
verídicas personas colectivas que se mueven, no entre lo consciente y lo inconsciente, ni
entre lo racional y lo pasional, ni entre lo social y lo individual, sino entre lo público y lo
privado. Esto cabe en un esquema:
Espacio
exliupúbnco
informacional
Espacio
púbKco
urbano
Espacia
sentipúbtico
senúprivado
Espacio
privado
doméstico
Espacio
íntimo
individuall

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Espacios Siglos XIVVXV, XVI, XVII, XVIII, XDÍ, XX
tiempos
Este esquema se puede leer de la siguiente manera; el espíritu colectivo, que abarca
todo el cuadro, empieza pensando y sintiendo con la calle; la calle inventa la casa; la casa
construye el café; el café crea el parlamento; el parlamento se revierte y al final el
espíritu colectivo crea al individuo. Este proceso de creaciones es un juego entre lo
público y lo privado, entre hablar y callar, pensar y sentir, juntar y aislar, reunir y
fragmentar, mostrar y ocultar, pero lo que se puede notar al cabo de la historia, es que ya
no hay demarcación clara entre lo público y lo privado, sino que ambos están en todas
partes, y todas partes tienen sus decretos y sus secretos; cada espacio tiene su publicidad
y su privacidad. La sala es lo público de la casa y la recámara lo privado, de manera
análoga a como los espacios en general pueden ser públicos o privados con respecto a
otros, como el café, que es casa pública o parlamento privado, según se vea. El
significado de «hacer algo en público» depende del espacio en que se esté hablando.
Pero esto no es una historia, porque los datos son meros ejemplos del argumento,14
de modo que aunque no se hubieran encontrado esos datos, o se hubieran encontrado
otros, el argumento funcionaría igual, y sobre todo no es historia porque se trata del
presente; en efecto, el espíritu colectivo piensa, siente y se mueve actualmente, con las
contradicciones, distribuciones y ocupaciones de los espacios creados poco a poco.15 De
la misma manera que hoy pensamos con lo que recordamos y que los recuerdos están
depositados en las cosas que traen recuerdos, así la vida contemporánea está hecha de
memoria; las ideas, estilos, humores que se usan en la actualidad nacen en algún
emplazamiento de la memoria colectiva.16 La gente, en general, está hecha de todos
estos espacios, por lo que se puede entender que alguien sea estrictamente solemne con
la ropa, los modales, las opiniones y el lenguaje durante una reunión de trabajo, y
estrictamente infantil, juguetón, ingenuo y hogareño durante una reunión familiar, y que
ambos comportamientos puedan ser

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vistos desde otro espacio como estrictamente ridículos. Una misma gente es, con
toda honestidad, cuatro o cinco personas distintas durante el día; se puede creer en la
soledad y en la salud, en la sopa caliente, en la tolerancia y el iluminismo, en el pueblo y
la comunidad, y en el organigrama de la oficina, según el espacio vaya cambiando.
Quienes piensan son los espacios y si, por ejemplo, uno deja de leer y se levanta para ir a
comprar el periódico, podrá advertir en el trayecto que va caminando entre el
pensamiento de la colectividad.
Notas
1. En efecto, el agora griega era un lugar vacío, que no contenía ningún templo ni altar, edificio público o
habitación, puesto que estaba diseñado específicamente para ser ocupado por gente. Asimismo, las viviendas
griegas eran sumamente frugales, y quien tuviese una casa demasiado grande era expulsado de la ciudad (cfr.
Giedion, 1952). A partir de la alta preeminencia que tenía la vida pública se pueden entender ciertas
excentricidades, como por ejemplo el hecho de que los retóricos y sofistas fueran los vagabundos (cfr. Huizinga,
1937), puesto que no salían del espacio público; o que Protagoras, además de fundar la retórica, tenga la
reputación de haber inventado el cojinete de cargador (jjorters's pad: cfr. Billig, 1987, p. 41), es decir, una forma
de cargar por las calles públicas sus adminículos de vida privada. También el mito de Diogenes viviendo dentro de
un barril es perfectamente razonable dentro del marco de la vida pública griega.
2. Por lo demás, el trazado laberíntico de las ciudades medievales tenía también una función de sobrevivencia,
puesto que servía para que en ellas se perdieran los invasores que lograban cruzar la muralla, de manera que no
pudieran llegar fácilmente al centro.
3. Giedion (1940, pp. 33 y ss.) encuentra en la sorprendente creación de la perspectiva lineal el comienzo de
la modernidad; la perspectiva es una obra colectiva, porque efectivamente la colectividad lo crea todo, hasta la
individualidad, aunque sus primeras expresiones concretas puedan verse en el fresco La Trinidad de Masaccio
(discípulo de Brunelleschi, y es probable que éste haya pintado la perspectiva de ese fresco), y en la capilla de
San Andrés, en Mantua, de Alberti, a quien el fresco de Masaccio sirvió

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como modelo. La idea del alineamiento de las calles para el trànsito del poder mercantil es de Churchill (1945),
y se resume en esta frase suya: «Los desfiles y el poder no son sutiles: necesitan grandes espacios, obviedad
simétrica y simpleza, porque la comprensión que les corresponde es burda» (pp. 12-13). Respecto a los museos,
véase a Bell (1987): en los museos, «toda clase de objetos creados por la cultura, y arrancados de sus contextos
tradicionales, son exhibidos en un nuevo contexto de sincretismo: el de una historia revuelta» (p. 28). Por otra
parte, Werner Sombart atribuye los libros de contabilidad a un tal Luca Pacioli, y con ellos se instituye la
cuantífícación, según la cual las cosas se ven como dinero, y ya no como cosas concretas; siempre es agradable
citar a Churchill: «La iglesia perdió su tiempo peleándose con Galileo, porque la Cuidad de Dios no cayó por la ley
de la gravedad, sino por la regla de los contadores» (1945, p. 18). Por último, la cuestión de los turcos
corresponde al humor involuntario del sistema de enseñanza de la educación primaria.
4. Así como el poder y el gobierno, también la producción y el comercio pueden considerarse como
cuestiones caseras de relaciones entre moradores particulares. De esta manera, por ejemplo, los periódicos y
correos de los siglos XV y XVI funcionan explícitamente como intercambio de información entre los
comerciantes, cuyo negocio depende a menudo de ciertas noticias. Sin embargo, el llamado de la calle medieval,
como memoria colectiva viva, sigue vigente; así se explica que dichos periódicos tiendan a incluir cuestiones de
interés general y sabiduría pública como, por ejemplo, historias de «lluvias de sangre y fuego, de conversiones
judíos, de quemas de brujas y condenas diabólicas, de juicios divinos y resurrección de muertos» (Habermas,
1962, p. 279). Por lo demás, estas noticias estaban escritas en verso, porque estaban redactadas para ser leídas
en voz alta ante una audiencia, de suerte que no cabe hablar de analfabetismo, aunque los oyentes nos supieran
leer, sino de una especie de alfabetismo oral como método de comunicación social, que sólo trató de replegarse
hasta el siglo XIX, que es cuando ya se puede hablar realmente de analfabetismo. La oralidad continúa como
forma de comunicación propia en otros espacios del espíritu colectivo incluso hasta nuestros días; la Caperucita
Roja es un buen ejemplo, porque se pueden detectar variaciones enormes entre la narración original, donde
Caperucita muere; en Perrault, que transcribe sus Cuentos del tiempo pasado en 1697, donde el Lobo invita a
Caperucita a la cama; y en la versión actual, con final feliz: lo que se puede observar es que, a pesar de Perrault,
el cuento no ha podido ser sacado de la tradición oral, y como dice Margit Frenk, en toda literatura oral las
versiones cambian necesa

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riamente y se acomodan según la audiencia y el narrador, y así el texto se mantiene vivo. Por otra parte,
muchas de aquellas noticias en verso se han preservado hasta la actualidad en la forma de rimas infantiles, cíuyo

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último ejemplo bien puede ser el de «Mambrú se fue a la guerra», que se refiere a la vida del duque de
Maloborough, quien, por lo demás, tiene una deuda grande con sus narradores, porque más bien murió en su
cama después de no haber hecho nada heroico que le mereciera el honor de ser tema musical.
5. J.M. Pérez Gay da 1687 como el año en que un oriental abre la primera Casa de Café en Europa. Ahora
bien, la ausencia de tradición del café en algunos países latinoamericanos, puede entenderse por las prohibiciones
virreinales sobre la existencia de lugares donde los habitantes novohispanos se reunieran a platicar, comer o beber
sin vigilancia; así, los lugares para beber se establecían en la vía pública, en el entendido de que al encontrarse en
público se comportarían con la mayor decencia a la vez que podrían ser vigilados con mayor eficacia. Los
españoles de todas maneras bebían en sus casas, de donde surge la tradición familiar española y su arquitectura
doméstica en honor de la comida, que conserva las grandes cocinas y hace hogar, pero de todas maneras no
pudieron evitar la independencia. Lo que sí hubo, en cambio, fueron entretenimientos públicos como los teatros,
las procesiones, los toros y el frontón (cfr. Viqueira Alban, 1987).
6. «Del año 1674 es ya el panfleto "Petición de las Mujeres contra el Café, presentado a la Consideración
Pública, debido a los Grandes Inconvenientes que el Uso Excesivo de este Licor Resecante y Debilitante ocasiona
a las Actividades propias de su Sexo" (Jhe Women's Petition against Coffe, representing to Public Consideration
of the Grand Inconveniences acording to their Sex from the Excessive Use ofthat Drying, Enfeebling Liquor)»
(Habermas, 1962, p. 283).
7. Desde el punto de vista del gobierno y de los reyes, todo esto, el café y el teatro, era riesgoso: al poder
siempre le resulta preferible el orden a la comunicación. Y sin embargo, la arquitectura oficial realiza un gesto
involuntario, en el siglo XVII en París y Londres: construye plazas y espacios abiertos; aunque el fin reconocido
era el embellecimiento cortesano de la ciudad, su significado real aparecería no sólo en la Revolución Francesa,
sino en los movimientos de masas del siglo siguiente. En el otro extremo, la casa también realiza un gesto
involuntario de utilización pública posterion puesto que a nadie le interesa ya lo que sucedía tras sus puertas
cerradas, el estilo interior se hace negligente, como lo ejemplifica la ropa negligee, cómoda y desenfadada, de
donde salen, ade
41

109
más de los incongruentes negliges de hoy, la moda cuasi-negligée de miradas lánguidas, pelo revuelto y ropa
distraída que caracterizó al romanticismo, y que caracteriza ahora a todos los movimientos culturales a partir de

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la posguerra. Con lo negligé, el espacio privado de la casa empieza su proceso de desentendimiento de lo público,
que va a marcar la pauta de los siglos XIX y XX.
Datos respecto a los cambios en la traza urbana pueden encontrarse en la historia de Giedion (1940), donde el
diseño de jardines, empezando con los del Palacio de Versalles, juega un importante papel. Respecto a otros datos,
aquellos sobre las casas de café y su relación con los periódicos y revistas, así como la vida política e intelectual,
se pueden encontrar en la historia de la opinión pública de Habermas (1962), donde aparecen cosas como, por
ejemplo, que en Inglaterra el periódico The Tatler, de luminosa y fugaz existencia, se dirigía expresamente a «los
prósperos ciudadanos que pasan más tiempo en las casas de café que en sus negocios» (p. 286), o que en el Café
Button la correspondencia a los periódicos se colocaba en las fauces de un león esculpido, por lo que luego
apareció una revista con el nombre El Rugido del León; es a través de la vida de los cafés que el «público»
sustituye a la «humanidad» como protagonista de la sociedad, y su opinión, la pública, es admitida como legítima
en el parlamento de 1792, unos veinte años después de que los cafés liabían sido duramente criticados en ese
lugar, por auspiciar la perversión intelectual de los buenos subditos de Su Majestad. Datos respecto a las casas de
café o casas de refrigerio y sus reglas de conversación, respecto al teatro y sus usos y costumbres, así como
respecto a las modas, entre otros, pueden encontrarse en el libro de Sennett (1974) sobre el hombre público,
donde se consignan anécdotas de la siguiente clase: «En Londres, los lunares se colocaban en el lado derecho o
izquierdo del rostro y la ubicación dependía de que uno fuese liberal o conservador. Durante el reinado de Luis
XV, los lunares se usaban para indicar el carácter del parisino: a un costado del ojo representaba la pasión; en el
centro de la mejilla la alegría, en la nariz, insolencia. Se suponía que una asesina debía usar lunares en los pechos»
(pp. 92-99). Y así sucesivamente, entre el uso cotidiano de antifaces, de pelucas con el modelo a escala de un
barco entre las olas de peinado, o el peinado de una altura que había que hincarse para cruzar las puertas, entre el
empleo de muñecas vestidas como tal o cual aristócrata lo había hecho alguna vez, que se exportaban para ser
copiadas por toda Europa, se llega hasta el punto máximo, en 1795, de la apariencia negligee del cuerpo
semidesnudo, mojando la ropa de muselina para que se transparentara el cuerpo, cuya consecuencia inmediata fue
una epidemia de

111
tuberculosis al primer invierno, o el corte de pelo a la victime, o sea, a la guillotinada, según se les cortaba a

112
aquellos que iban a ser decapitados, para que no estorbara. De hecho, junto con las cabezas de la guillotina,
también rodaban las pelucas, que según Huizinga son uno de los elementos más significativos de los siglos XVn y
XVín, tanto más por su uso masculino; respecto a las modas y el Barroco, el Rococó y por último el
Neoclasicismo, y su relación con el espíritu lúdico de la cultura, véase el Homo Ludens de Huizinga (1937).
8. Una argumentación respecto a las diferencias entre la comunicación (denominada acción comunicativa,
interacción simbólica o conocimiento práctico) e información (acción racional con respecto a fines, o trabajo),
puede encontrarse inmejorablemente en Habermas (1968). Según él, la ciencia y la tecnología, gracias a su
productividad material a partir de la revolución industrial, se salen de su esfera adecuada que es la de la
información, y se introducen irracionalmente en la esfera de la comunicación, donde no pueden pertenecer, por lo
que se convierten en ideología; ideología se define aquí como «comunicación sistemáticamente distorsionada», y
como tal es propia de la revolución industrial, y prácticamente inexistente antes de ella.
9. Según Tarde, la contabilización de la opinión es otra de las paradojas producidas por la generalización de la
prensa en tanto medio de información: la gente, al tener el periódico en su casa, ya no tiene que ir al café para
enterarse de nada, de modo que se pierde el contacto personal, y con ello la necesidad de comprender el punto de
vista del otro; el elemento afectivo del conocimiento social es amputado de los métodos de conocer, y con él se
pierde también la comprensión misma de los eventos; sólo se conserva su registro: «la prensa periódica capacitó a
los grupos primarios de individuos similares, para formar un agregado secundario mucho mayor, cuyas unidades
estaban estrechamente ligadas sin necesidad de contacto personal. De esta situación surgieron diferencias
importantes; entre otras, ésta: en los grupos primarios, la voz de sus miembros es ponderada —ponderantur—
antes que cuantificada —numerantur— mientras que en los grupos más grandes y secundarios, a los que se
suman a ciegas individuos que no pueden verse entre sí, la voz sólo puede ser contabilizada, pero no sopesada.
Así, la prensa coadyuvó inconcientemente a la creación de la fuerza del número, y a la reducción de la fuerza del
carácter, si no es que de la inteligencia» (1898, p. 302).
10. Uno de los objetos sociales de la nueva urbanización del siglo XDX era, claramente, el control de las
multitudes. El caso ejemplar es el de París y la urbanización emprendida por Georges Eugène Haus

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smann, «a tono con la época industrial», como dice Giedion. Concretamente, los propósitos de Haussmann
eran los siguientes: primero, «aislar los grandes edificios, palacios y cuarteles, de manera que resultaran más

114
agradables a la vista, y que permitieran un acceso más fácil en los días de celebración de actos, y que
simplificaran la defensa en los momentos de revuelta»; segundo, «mejoramiento del estado de salud de la ciudad
por medio de la destrucción sistemática de callejones infectos y otros focos de infección», y tercero, «asegurar la
paz pública por medio de la creación de amplios bulevares, que no sólo permitieran la circulación del aire y de la
luz, sino que también el fácil acceso y movimiento de tropas. Con esta ingeniosa combinación, el destino del
pueblo se verá mejorado, y su continua disposición hacia la revuelta disminuirá» (citado por Giedion, 1940, p.
668). Cabe aquí hacerle un reconocimiento al irónico sentido del humor que tiene la historia, porque boulevard
quiere decir «muralla» (bulwark). Ahora, todo junto puesto en una frase de Churchill (1945, p. 20): «París
impuso el nuevo estilo de planeación. Napoleón III, un tonto y un déspota, vio que las multitudes no podrían ser
controladas en la vieja ciudad. El Barón Haussmann, un déspota pero no un tonto, lo arregló, no sin beneficio
propio».
11. Así comienza la bohemia tradición de «los bajos fondos», como denomina y documenta González
Rodríguez (1988): en efecto, con el ordenamiento de la sociedad industrial, un lado de la sociedad se oscurece;
no se pierde, sino que sólo se traslada a sitios más privados del espíritu colectivo, aguardando el momento para
reaparecer en público.
12. En realidad, la aplicación técnica del conocimiento médico se formaliza en la arquitectura en la década de
1930, con el Funcionalismo (cfr. Gehl, 1980, p. 45), que construye «la casa orientada al sol, y no, como había
sido previamente, orientada a la calle». Sin embargo, esta búsqueda de condiciones apropiadas para el cuerpo,
como intentando escombrar un terreno que sirviera de sitio para el nuevo espacio comunicativo del individuo,
aparece socialmente desde antes, desde el estilo habitacional del siglo XVIII: «En las mansiones privadas de las
grandes ciudades han sido reducidos a su mínima expresión todos los espacios funcionales de la casa completa:
los amplios vestíbulos se han visto reducidos a un mísero zaguán, y por la profanada cocina sólo corretean
doncellas y cocineras en lugar de la familia y el espíritu hogareño; pero es sobre todo notable que los patios se
hayan convertido en rincones a menudo angostos, húmedos y malolientes. Si echamos un vistazo al interior de
nuestras viviendas, encontramos que la habitación familiar, esto es, la estancia común de marido, mujer y niños y
servicio se ha hecho cada vez

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más pequeña, si no ha desaparecido del todo. En cambio, las habitaciones particulares de los diversos
miembros de la familia han sido provistas cada vez más y con mayor propiedad. El aislamiento del miembro de la

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familia incluso en el interior de la casa pasa por distinguido» (Reihl, citado por Habermas, 1962, p. 82).
13. Hay algo trucado en las moralizaciones machistas de la época, en dos sentidos. Primero: la desfiguración
del cuerpo femenino proporcionaba la idea de que bajo el vestido habitaba la forma misteriosa, oscura y
desconocida de la pasión irracional, lo cual lo hacía un objeto más tentador para escudriñar, en efecto, como
argumenta Descamps (1979), la esencia de la ropa radica en mostrar más que en cubrir mientras más oculta, más
revela, porque marca exactamente los sitios del cuerpo que hay que atender (actualmente nadie está interesado en
los tobillos de nadie, porque no se ocultan): la ropa sirve para dejar todo a la imaginación, que es más real que los
hechos objetivos. Segundo: la pasión e irracionalidad que se guarda en el habitáculo de la mujer es la del hombre;
es el hombre quien le endosa sus privacidades para apartarlas de sí, para fingir en público que no las tiene, y para
ir de vez en cuando por ellas: la mujer queda socialmente considerada como el objeto más privado del hombre,
pero no necesariamente el más gozable, según preconizaría la noción de la mujer como objeto sexual, sino
probablemente como el más doloroso. Como quiera que sea, debido a la gran cantidad de elementos que el
racionalismo tecnócrata depositó en el lugar de la mujer, es de este lugar donde surgen las mejores alternativas de
la cultura del siglo XX: concretamente, la posibilidad de una sociedad más sensible y razonable, menos poderosa
y violenta, porque tal tipo de sociedad está contenido de antemano en los estereotipos de lo que el sentido común
considera como característicamente femenino. Por ejemplo, en el caso de las ciencias sociales y la filosofía,
puede observarse actualmente una especie de «feminización del método», que ya no consiste en la dureza de los
datos ni en la validación de la utilidad, sino en la comprensión comunicativa del sentido de la realidad que,
paradójicamente, algunas teorizaciones feministas no comparten (cfr. Gergen, 1985).
Otros datos y eventos consignados han sido tomados de Giedion (1940), Churchill (1945), Habermas (1962),
Sennett (1974) y Pascoe (ed. 1974).
14. Ciertamente, las fechas y hechos empíricos no son importantes, porque en general, los datos son solamente
ejemplos de la teoría, pero no verifican ni falsifican nada. Lo que aquí importa es la comprensión de la vida
colectiva, y ésta se basa no en datos precisos, sino en significados verosímiles; como decía Wundt, se busca la
probabilidad psicológica.

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Así, los datos registrados en este trabajo son, por así decirlo, arbitrarios, y pueden ser sustituidos por otros

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o eliminados del todo, porque en conjunto ninguno es importante; el argumento se sostiene sin ellos —o se cae
con todo y datos—; lo que sí es importante, en cambio, es que haga senüdo la idea de la génesis y presencia de
diversos espacios comunicativos como forma de pensamiento y afectividad de la colectividad.
15. En urbanismo, Lavendan habla de una «ley de la persistencia del plano», según la cual, aunque las
edificaciones se arruinen o desaparezcan, el trazado original permanece; por ejemplo, en cita de Churchill, «los
edificios se hacen obsoletos y se destruyen o se caen, pero la tierra debajo permanece. 'Xa calle que se llama
Derecha" permanece en Damasco, y aunque el palacio del César no existe mas, los turistas pueden decir
correctamente, "por esta calle caminó el César"» (1945, p. 6). Asimismo, desde el punto de vista de una
psicología colectiva, puede plantearse que los objetos donde está depositada la memoria colectiva son mucho más
sutiles que los burdos souvenirs del pasado. En efecto, los objetos pueden ser de dos maneras: existen las cosas,
que son objetos llenos, como una estatua o una mesa, donde no se puede estar dentro, sino sólo verlos desde el
exteriory rodearlos, y por lo mismo son bastante obvios; pero existen otros objetos como los espacios, que son
objetos vacíos, vanos, que parece que no existen porque uno se encuentra dentro de ellos, es decir, que son aire
construido y distribuido, que no se ve pero sin embargo se habita y se usa especialmente con el movimiento, y
que es responsable de una especie de estética afectiva, que se siente pero no se conoce. La memoria colectiva se
encuentra tanto en las cosas como en los espacios, ciertamente, pero lo que mejor persiste intacto, sin ser
manoseado, expuesto, ideologizado, es lo que pasa inadvertido, y esto son los espacios, de donde se puede
concluir que una gran parte del espíritu colectivo está hecha de huecos, de intersticios, de recovecos. No es tanto
las paredes, sino el espacio construido entre ellas lo que está pensando: la no-pared, de la misma manera que en
una conversación lo más significativo es lo que no se dice entre lo que se está diciendo, como por ejemplo las
pausas y los silencios, las entonaciones y los gestos, porque ahí radican los dobles significados, los ánimos y el
objetivo mismo de la comunicación. Y ciertamente, la cultura cotidiana es la cultura que queda entre los huecos
de lo que se considera cultura.
16. El concepto de memoria colectiva es original del sociólogo francés Maurice Halbwachs, de vida muy
productiva y muerte muy absurda en un campo de concentración en 1945. Entre la docena de libros que escribió,
cuyos temas van desde el cálculo de probabilidades hasta la morfolo

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gfa social, tres se refieren al de la memoria colectiva: el primero escrito en 1925, sobre los marcos sociales

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de la memoria; el segundo, en 1941, que es una investigación sobre la memoria de los lugares evangélicos en
Tierra Santa; y el tercero publicado postumamente en 1950, que se intitula ya simplemente La memoria colectiva.
Ninguno ha sido traducido aún al español. [Recientemente, Anthropos Editorial ha publicado Los marcos sociales
de la memoria (N. del £.).] En todo caso, según Halbwachs, la memoria colectiva es el proceso social de
reconstrucción del pasado vivido y experimentado por un determinado grupo, comunidad o sociedad. Este pasado
vivido es distinto a la historia, la cual se refiere mas bien a la serie de fechas y eventos registrados, como datos y
como hechos, independientemente de si éstos han sido sentidos y experimentados por alguien. Mientras que la
historia pretende dar cuenta de las transformaciones de la sociedad, la memoria colectiva insiste en asegurar la
permanencia del tiempo y la homogeneidad de la vida, como en un intento por mostrar que el pasado permanece,
que nada ha cambiado dentro del grupo, y por ende, junto con el pasado, la identidad de ese grupo también
permanece, y asimismo sus proyectos. Mientras que la historia es informativa, la memoria es comunicativa, por
lo que los datos verídicos no le interesan, sino que le interesan las experiencias verídicas, por mor de las cuales se
permite trastocar e inventar el pasado cuanto sea menester. Los grupos tienen necesidad de reconstruir
permanentemente sus recuerdos a través de sus conversaciones, contactos, rememoraciones, efemérides, usos y
costumbres, conservación de sus objetos y pertenencias, y permanencia en los lugares en donde se ha
desarrollado su vida, porque la memoria es la única garantía de que el grupo sigue siendo el mismo, en medio de
un mundo en perpetuo movimiento. Toda memoria, incluso la individual, se gesta y se apoya en el pensamiento y
la comunicación del grupo: cada uno está seguro de sus recuerdos porque los demás también los conocen,
aunque el evento recordado no haya existido realmente, como en el caso de las anécdotas de la infancia, que uno
tiene que llegar a creerlas, e incluso a recordarlas, o hasta ir a contárselas al psicoanalista, porque el resto de la
familia asegura que son ciertas.
Ahora bien, la comunicación y el pensamiento de los diversos grupos de la sociedad están estructurados en
marcos, los marcos sociales de la memoria. De los distintos posibles, los básicos son los marcos temporales y los
marcos espaciales. Los marcos temporales de la memoria colectiva están armados con todas las fechas de
festividades, nacimientos, defunciones, aniversarios, cambios de estación, que funcionan como puntos de
referencia, como hitos a los cuales hay que recurrir para en

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centrar los recuerdos: las fechas y períodos que son considerados socialmente significativos siempre tienen

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un recuerdo construido, y así, con base a estos mojones, se puede ir configurando una biografía congruente de
individuos y grupos: ante la aparición de una fecha importante, un aniversario individual, cívico o religioso, el
pensamiento ve aparecer ante sí los recuerdos que de otra manera no existirían porque no hubieran sido
recordados; en efecto, los recuerdos están más en los marcos, en los hitos, en las fechas, que en los
pensamientos, como cuando uno se acuerda de una obligación porque se entera de que hoy es viernes. En el
tiempo está depositada la memoria, como si la memoria fuera un objeto y el tiempo fuera un lugar, y si faltan
estos lugares, el recuerdo que contenían no puede ser devuelto, como cuando uno se olvida de una obligación
porque no se enteró de que hoy era viernes. Y es que el tiempo es igual al espacio, solamente que hecho de
minutos en vez de centímetros. Así, los marcos espaciales de la memoria colectiva consisten en los lugares, las
construcciones y los objetos, donde, por vivir en y con ellos, se ha ido depositando la memoria de los grupos, de
modo que tal esquina, tal bar, tal objeto, en fin, evoca el recuerdo de la vida social que fue vivida ahí, y su
ausencia, pérdida o destrucción impide la reconstrucción de la memoria; con cada edificio que se derrumba, un
trocito de pensamiento colectivo se rompe, queda inconcluso. El espacio es fundamental a la memoria colectiva
porque, al revés del tiempo que está hecho de convenciones, éste está hecho de piedra inerte, que es más estable
y durable, y puede mantener así la memoria viva por más tiempo: la permanencia de una edificación significa para
los interesados la permanencia de sus recuerdos, porque en efecto, como se dice cotidianamente, «las cosas traen
recuerdos», frase que debe entenderse literalmente. Pero, no obstante, la importancia del espacio se vuelve doble
para la memoria por el hecho de que aunque una construcción se destruya, siempre podrá decirse que «aquí
estuvo», porque en efecto, la traza, el emplazamiento, es lo último que se borra. Por eso Halbwachs le dedicó una
investigación minuciosa a los espacios de la memoria, y por eso mismo, cuando define a la memoria colectiva, la
encuentra sobre todo depositada en el espacio: «No es exacto que para poder recordar haya que transportarse con
el pensamiento afuera del espacio, puesto que, por el contrario, es la sola imagen del espacio la que, en razón de
su estabilidad, nos da la ilusión de no cambiar a través del tiempo, y de encontrar el pasado dentro del presente,
que es precisamente la forma en que puede definií-se a la memoria; sólo el espacio es tan estable que puede durar
sin envejecer ni perder algunas de sus partes» ( 1950, p. 167).

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La formación social de las piedras
Los objetos están a nuestro alrededor como una sociedad muda e inmóvil. M. HALBWACIIS
El espíritu colectivo
Las palabras y las imágenes
El espíritu colectivo es el aire que habitamos, y está forjado con la aleación de dos
elementos: las palabras y las imágenes. De las dos, mezcladas en cualquier proporción,
están constituidos los espacios comunicativos: sus límites, sus tránsitos, sus interiores, su
gente, sus actividades y sus objetos. Las palabras que, ateniéndose a la metáfora del
espíritu, son aire dicho e incluyen todos los nombres, frases, oraciones, sentencias,
textos, que describen, invocan, evocan imágenes existentes, o que inventan obras: el
lenguaje trae imágenes, ya sea que las traiga de donde ya estaban como al decir «la mona
lisa», o que las traiga de la nada o del futuro como cuando se plantea un problema, con
el cual se inventan imágenes que no estaban en ninguna parte; pero, en todo caso, toda
palabra trae adherida una imagen, ya sea formal como la que viene pegada a la palabra
«silla», o abstracta como la que trae la palabra «libertad», porque de lo contrario no es
palabra, es ruido, como las letras desechables de las canciones comerciales. De modo
que la imagen es el significado de las palabras; piénsese, por ejemplo, en la palabra
«camaleón» y aparecerá su imagen: ése es su significa

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126
do. Por su parte, las imágenes son aire visto, oído, olfateado, palpado; son espíritu
sentido que no necesitan o que no tienen nombre con el cual ser dichas o que tienen
nombres que les quedan chicos, de modo que nadie cambiaría un beso por la palabra que
lo designa, y por lo tanto pueden funcionar sin ellos, como la vivacidad de los colores, la
alegría de ver una cara, el indecible olor del café entremezclado con tabaco, el recuerdo
del rocío, la rabia, la risa, los movimientos de masas, el mareo, la tristeza y otras
imágenes que tienen aún menos nombre, las cuales, a falta de ser dichas, son sentidas,
gozables, sufribles, pero poco explicables. ' Y las cosas, es decir, cualquier objeto
tangible, son finalmente la encarnación de los dos elementos, pero manufacturados con
otro material. Un cuadro, una catedral, una sartén, una corbata, un libro, un pasillo, son
objetos llenos de palabras e imágenes, que valen sólo porque han sido pensados en
palabras y sentidos en imágenes una y otra vez: en ellos se depositan ideas, como la idea
de fabricarlos de tal o cual manera para tal o cual efecto, y se depositan afectos, como la
sensación al tocarlos o verlos, e incluso se les depositan cariños, como el sentimiento de
propiedad que le inspiran a su dueño, o los recuerdos que traen consigo: son, en todo
caso, el aire transitado, manipulado, utilizado, adornado. Son el mismo espíritu de
colectividad, que tienen además la ventaja de ser más estables y la desventaja de estar un
poco más endurecidos. Se diría que falta saber qué es la gente, y aunque sería un poco
cruel decir que la gente es una mezcla del mismo tipo que los objetos, a veces resulta
didáctico ser un poco cruel porque, en efecto, la gente está constituida de imágenes y
palabras, o como lo dijo Peirce, «el hombre es un signo», pero es el signo de signos, y
por ende tiene la capacidad de mover a los signos a voluntad, de manejarlos con una
maestría tal que a fin de cuentas la gente es operaría del espacio, intérprete del espíritu,
honor éste que a veces le obnubila la modestia, porque en rigor las palabras e imágenes
fabrican cosas y gentes a su imagen y semejanza.

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La lógica y la estética
El espíritu colectivo no es un pegoteadero ni un amontonadero de sus elementos:
tiene un orden y, como en este universo sólo hay dos elementos, este orden solamente
puede estar hecho de lo mismo, de palabras e imágenes: el orden de las palabras es una
lógica, que requiere que unas palabras vayan después de las otras para que las frases se
entiendan, y donde hay preposiciones y conjunciones, puntos y aparte, etcétera. El orden
de las imágenes configura una estética, que requiere que se establezcan las relaciones
entre las diferentes partes de una imagen para que se vea completa y se note si algo falta.
Lo que sucede inmediatamente después de decir esto, es que la lógica del lenguaje, al irse
armando, va adquiriendo en sí misma una imagen, como, por ejemplo, la sucesión lineal
de estos renglones, y por lo tanto va teniendo una estética, y de hecho lo que se propone
el lenguaje es traer imágenes y por ende armar configuraciones estéticas: un buen
argumento, un buen escrito, no es sólo lógicamente correcto, también se vuelve bonito. Y
a la inversa, una imagen completa con todas sus partes en buen lugar y composición, está
construida conforme a una cierta lógica, que bien puede ser descrita, como las esculturas
de Moore o el estilo de caminar de alguien, de manera que lo que se siente es una
manera del pensamiento, y lo que se piensa una manera del sentimiento. Cuando la razón
es afectiva, cuando la afectividad es razonable, cuando imágenes y palabras se mezclan,
entonces alza el vuelo la comunicación. Las cosas de uso diario, por ejemplo las
artesanías o el diseño industrial o la arquitectura, tienen absorbido este doble orden: son
objetos que han sido pensados para algo, para cocinar, por ejemplo, que al cumplirlo
configuran una imagen querida y, por eso a veces, uno no puede desprenderse de su
vieja cafetera. La comunicación es el vuelo de las palabras y las imágenes, incluidas las
contenidas en los objetos. El espíritu es el aire aleteado per el vuelo de la comunicación.

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Lo público y lo privado
Tanto el sobresalto de una pesadilla como una fórmula matemática son maneras de la
comunicación: la diferencia entre uno y otra es el grado de orden y la proporción de los
componentes: en el primero está la casi pura aparición desordenada de un espanto, y en
la segunda el orden extremo de la casi pura señal. Uno podrá concederle la atención
debida a sus pesadillas pero estás no serán atendidas en un congreso de matemáticas
puras, donde, en cambio, tomarán atenta nota de una fórmula tan clara que, no obstante,
el hijo de vecino que soñó su pesadilla no puede entender en absoluto.
Entender y no entender no es una cuestión de inteligencia, sino de lugar un congreso
de ciencias exactas no es un lugar para soñar pesadillas y por eso no se entienden,
aunque todos sus asistentes las sueñen en sus ratos libres; el sueño tampoco es un lugar
para formular claves matemáticas y por eso no se entienden, aunque el durmiente sea un
científico. Cada lugar tiene su forma propia de entender, su forma de ordenar y
proporcionar las imágenes para que sean comprensibles, correctas, válidas y, en última
instancia, reales. Lo real del sueño es real en sueños; lo real de la matemática es real en
matemáticas; y fuera de sus lugares son incomprensibles, incorrectos, falsos, irreales. El
ave de la comunicación atraviesa por distintos lugares de distintas lógicas y estéticas, con
distintos equilibrios entre las palabras y las imágenes, volviéndose, como en aleteo, como
en una sístole y una diastole, comprensible e incomprensible, real e irreal: son los lugares
del aire, los momentos del vuelo, público y privado; el espíritu colectivo se mueve en
fases públicas y privadas. Lo público y lo privado son las formas que inventó la
modernidad para moverse a través de la historia: la técnica de aleteo del ave de la
comunicación. Son dos palabras opuestas, como la luz y la sombra, arriba y abajo, aquí
y allá, pero son, sobre todo, un concepto cuya palabra no está aún totalmente acuñada,
como claroscuro, subibaja o vaivén. Lo

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público y lo privado son escorzos del mismo aire, perspectivas del espíritu: son la
dirección de la mirada, que en un sentido ve público y en el otro, privado.
Por público se puede entender todo aquello (ideas, sensaciones, gestos, objetos,
colores, ropas, reglas, funciones, espacios, lo que sea) que es comprensible en un
momento y lugar dados, pero que en otros ni es comprensible, ni sabido, ni compartido,
ni conocido, ni real, ni público y, por lo tanto, es privado, que es todo aquello que no
cabe en un momento y lugar dados, y que no funciona como real ahí, aunque en otros
tenga una realidad sólida y duradera.2 Así, los conocimientos de la historia de la
civilización valen en las universidades y afortunadamente en alguna que otra cafetería,
pero todavía no valen como verdaderos para muchos gobiernos, y son perfectas
incongruencias a la hora de arreglar desavenencias de enamorados, porque al tiempo que
valgan su amor se habrán academizado y desenamorado. Y es que, en efecto, por último
ejemplo, la aspiración del amor sólo se hace real si se hace pública, es decir, si el otro
está de acuerdo en ese amor. Los cambios entre público y privado no son cambios de
tema, sino cambios de lógica, de estética, de palabras y de imágenes.
El espacio íntimo individual
La superficie y el subsuelo
Lo más privado, el mundo de cada cabeza, el espacio íntimo individual, está hecho
de memoria, es decir, con los mismos planos con que fue edificada la ciudad, de la cual
el individuo es, en rigor, los últimos rincones ya sin salida, y por lo tanto, como se sabe,
también tiene sus arribas y sus abajos, sus muros y sus puertas, sus rases de tierra y sus
profundidades donde, al igual que en cualquier otro espacio, se van colocando objetos.
Puesto que la geografía interna del individuo es más

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bien vertical, con arriba y abajo más que izquierdas y derechas, en los lugares altos,
que por antonomasia están iluminados, se ponen objetos tales como las altas virtudes o
las elevadas aspiraciones, mientras que en los lugares bajos y sombríos, incluso
subterráneos, se colocan las bajas pasiones, los bajos instintos, en suma, las bajezas y,
por no dejar, uno que otro tesoro enterrado que hay que buscar y sacar a la luz, como
por ejemplo, lo bondadoso que uno es en el fondo. Las razones bajas del individuo que,
puesto que son privadas, él mismo desconoce, y que por lo tanto, no son reales para él,
hasta que salen a la superficie: es lo que cotidiana y psicoanalíticamente se llama el
inconsciente. Sin embargo, la zona privada del individuo solamente puede ser una zona
elucubrada pero no vista, porque de serlo, ya no sería privada, y por lo tanto, de ella sólo
se puede saber que hay una puerta, una escalera que se transforma en penumbra
bajando, una pared cruzada de la cual ya no se sabe nada, un abismo cuyo fondo no se
ve, y donde lo desconocido solamente se intuye por sus límites conocidos; lo que cruza
esa puerta, un recuerdo, una idea, una sensación, se va a la nada, al olvido absoluto, y
nunca vuelve, porque lo que va a la nada nunca vuelve, y lo que viene de la nada
siempre es nuevo. El inconsciente es pues el nombre de lo que no existe siquiera, porque
nadie puede decir que lo ha visto. Cuando aparece algo que no se conocía, como un mal
sueño o una buena idea, se supone que viene de allá abajo, con la diferencia de que se
dice que lo feo ha saltado de las mazmorras de los bajos fondos, en tanto que, gracias a
esa útilísima capacidad del autoelogio, lo bonito brota por los manantiales de la
inspiración.
El pensamiento ¡mágico
A través de la contradictoria historia de la modernidad, las zonas públicas y privadas
de los diversos espacios se han utilizado para dividir y guardar trozos repartidos de la
reali

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dad y la razón colectivas, con la resulta de que algunos ya no se han vuelto a ver
juntos. En el individuo se han utilizado la zona privada para endosarle lo incontrolable,
para adjudicarle las criaturas indomeñables del espíritu, y las zonas públicas, en cambio,
para lo controlable, las criaturas amansadas: aquí dentro ya hay una separación social
entre lo irracional y lo racional, entre lo animal y lo humano.
Cuando se habla de la cartografía del individuo se sabe, más pronto que en ningún
otro caso, que se trata de una metáfora, pero no porque sea menos verdadera, sino
porque se describen objetos y espacios con palabras, siendo que en el interior individual
hay sobre todo imágenes: la interioridad es la misma arquitectura, el mismo aire que el de
afuera, sólo que hecho con otro material; en lugar de piedras y voces hay imágenes, y
con ellas se levantan sus alturas, se cavan sus bajezas, se distribuyen los lugares y se
fabrican los objetos, o sea, las ideas y los sentimientos. Así, la comunicación que se lleva
a cabo interiormente está hecha de esa naturaleza. Son las imágenes auditivas del
lenguaje, táctiles de las sensaciones, kinestésicas de los mareos, musicales de los sonidos,
pero sobre todo, son imágenes visuales, y entonces lo correcto, lo verdadero, lo real, se
parece aquí dentro principalmente a lo bonito: en efecto, no se piensa con un lenguaje
gramaticalmente correcto, sino más bien con palabras sueltas que valen por su apariencia
misma y, en especial, uno no describe las ideas, sino que las ve:3 uno ve las soluciones,
se imagina las posibilidades, visualiza los pormenores, etcétera, sin metáfora alguna, sino
literalmente. En el pensamiento interior la misma lógica es estética. Y las ideas son
correctas cuando a uno le gustan, que significa que valen por su estructura armónica, por
su congruencia, ritmo, color, y dependiendo entonces de su estética, uno decide si son
malas o feas, o buenas y hermosas, y entonces se convence de que tiene razón, se
persuade de la idea. Persuadir es lo mismo que conocer, como ya lo sabían los rétores
griegos, porque persuadir es hacer que algo valga como real en un momento dado. En el
caso de la inte

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rioridad individual, uno se persuade de la belleza de sus propias imágenes y aprende,
o se le ocurre, algo nuevo. Pero también fuera del individuo, en cualquier espacio, la
persuasión radica en la estética de las imágenes.
Es curioso que, al revés de los demás espacios, como las casas y los edificios, en los
que se entra por la planta baja, al espacio individual se entre por arriba. Esto se debe a
que, metafóricamente, el individuo se encuentra a ras del suelo de la colectividad, y su
zona alta y pública queda, por lo tanto, en la superficie, y para adentrarse en él y sus
privacidades hay que escarbar sus subsuelo y descubrir las galerías subterráneas como
hacen los arqueólogos, y no por casualidad, porque se supone que lo arcaico, lo primitivo
de los individuos, se encuentra ahí.
La piel y sus alrededores
Y como cualquier espacio, el del individuo colinda con otro: con el de la casa, y así
como la casa tiene una fachada exterior, el individuo, a su modo, tiene sus paredes, sus
umbrales, sus puertas y sus ventanas que cierran el paso o lo abren, y están hechos,
como todo, de lo mismo: de palabras, imágenes y cosas. El espacio individual termina
donde termina la piel, porque sólo como segunda idea se le ocurre o se le ocurrió alguna
vez andar desvestido; como han mostrado los historiadores del vestido, la indumentaria
es contemporánea de la hominización; y asimismo, el individuo acaba donde terminan
sus gestos y sus movimientos, de manera que el espacio individual es una especie de
aura; y termina igualmente donde termina el volumen de su voz y la frecuencia con la
que la usa, que en ciertos casos inoportunos parece no tener límite. Estas fronteras,
como todas, tienen un anverso y un reverso que se permea y se impermea para que las
imágenes salgan convertidas en palabras y gestos y apariencias o para que el mundo entre
convertido en imágenes: tal traducción es requisito de aduana. Con la

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apariencia y los movimientos y la voz el individuo puede llamar o rechazar al mundo,
puede acercarse o alejarse de él, como cuando sonríe y pregunta o cuando con un tono
altivo corta las respuestas. Asimismo se viste para pertenecer a un grupo y al mismo
tiempo para no pertenecer a otro; tal es la función de la moda y el vestido. Y la fachada
exterior del individuo, la arquitectura del gesto, a veces barroca y sobrecargada y a veces
funcional y mínima, es evidentemente lo más público del individuo, lo más superficial, lo
que da la publicidad, y tanto, que queda casi insertada en el espacio contiguo que es la
casa, porque, en efecto, la zona pública de un espacio es muy similar a la zona privada
del siguiente: gente a solas, por ejemplo, cavilando sobre la mugre de sus uñas, está tanto
en la parte pública de su individualidad como en la parte privada de su casa; la diferencia
es que en esta última tal gente es sólo un elemento más de ella, junto con el color de las
paredes, el arreglo de la cama, el desorden de la mesita de noche y las cartas de amor en
los cajones; el conjunto forma un cuadro.
Y es que la gente, en general, es un elemento nías del espacio colectivo, y una
creación del espíritu colectivo. Cada época y cada espacio construye un tipo de gente
diferente; se sabe que la gente que habita los sueños o que habita la cocina es distinta de
la gente que habita las calles o los parlamentos: no usan las palabras y las imágenes de la
misma manera, ni piensan y sienten del mismo modo; al insensible tecnócrata de la
oficina también se le ocurren dulces tonterías mientras se peina en el espejo.4
El espacio doméstico
La lana y el cristal
En fin, la zona privada de la casa-habitación, del espacio doméstico, está compuesta
de todos los sitios que se extienden detrás de las puertas, al final de los corredores,
escaleras

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arriba. Y mientras que dentro del individuo lo privado es oscuro y lo público claro, lo
privado doméstico es cálido: la calidez como de lana es el ambiente que se construye en
esta zona, y en consecuencia está poblado de palabras, imágenes y cosas que despiden
calor, sea de furia o de gusto: desde el agua de la regadera, el tejido de los cobertores,
hasta los sentimientos de los objetos que pueblan el baño, las recámaras o los armarios
tienen la esencia de lo orgánico, vivo y, por ende, corruptible, degradable. Desde el
punto de vista de la imaginación colectiva, que no sigue los criterios clasificatorios de la
biología, es material orgánico todo lo que se mueve, se ensucia, se avejenta, se
desordena y se ablanda, y por ello son habitantes típicos de lo privado los cuerpos sin
ropa, la ropa sin cuerpos, las cartas de amor, los álbumes de fotografías, los celos, los
gritos, los murmullos, los llantos, los canturreos, los besos, los pecados, los ceniceros
calientes de colillas, cuyo olor de organicidad hace en conjunto un lugar acogedor. Por
eso a la casa, cuando se la quiere equiparar a la felicidad, se la refiere como un nidito,
como hogar-dulce-hogar; de hecho, para llamar a la casa con nombre de cariño se
escogió el objeto más caliente de ella: el hogar, y nunca, ni por asomo, se ocurrió
cualquier otro, como podría ser el lavamanos.
Los lugares privados de la casa están separados de los lugares públicos mediante
espacios angostos, que se estrechan para filtrar la vida, para que no pasen al otro lado ni
todas las gentes ni todas las voces ni todas las miradas, sino sólo unas cuantas
disminuidas. Toda barrera es un lugar que angosta el aire para que quepa menos, y la
casa tiene muchos de ellos, reales o virtuales, como los pasillos y corredores, las puertas
entornadas, las escaleras, que son el dificultoso umbral hacia arriba de una pared
horizontal llamada techo, que sirven para lo mismo que el cruce transversal de las
paredes enderezadas. Del lado público de estos desfiladeros de alfombra y papel tapiz, la
temperatura se enfría, porque, por el contrario, la zona pública de la casa se ordena por

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la frialdad y se ocupa con objetos de material mineral, que es, física y química
aparte, lo que no se mueve ni se corrompe, ni se estima pero sí adorna, como los
cuadros, los sillones pesados, los ceniceritos de cristal, lo limpio, lo nuevo, lo duro, lo
intocable, lo geométrico, lo estático, incluidas las gentes con su cara de visita y buenas
maneras, con su lenguaje de domingo y su decencia de aluminio; es lo frío del cristal que
puede contemplarse en las salas, los comedores, los recibidores y el subutilizado baño de
visitas con su jabón seco y agrietado de tanto no usarse. Como ya se había mencionado,
hay un lugar intermedio entre lo público y lo privado domésticos que se supone que no es
de paso y se sabe que no es de estancia. Ciertamente, la cocina es el lugar entre lo cálido
y lo frío que se manifiesta en la frialdad metálica del acero inoxidable pintada con los
colores del fuego y del hogar. Entre lo orgánico y lo mineral, la cocina, mitad carne mitad
metal como las sartenes en horas de trabajo, es el sitio donde se congelan las cuestiones
orgánicas y se entibian las minerales: las visitas que llegan hasta la cocina se acercan a la
amistad, pero el infortunado amante que sólo llega hasta la cocina, ya se acerca también
a la amistad.
El «Simposium» de la simpatía
La comunicación de la casa tiene, como en todo espacio, sus propias lógica y
estética, que consisten en una retórica de sobreentendidos, en la que poco se expresa y
todo se entiende. En este espacio ya caben las palabras pronunciadas, las imágenes
tangibles y las cosas hechas de cosa, pero todavía se rige mucho más por la estética de
las imágenes que por la lógica del lenguaje. Se trata de una comunicación más afectiva
que racional. En efecto, en el mundo casero lo que se habla está muy poco articulado,
muy mal definido, impreciso, bastante entrecortado y repetido de manera que sólo sus
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habitantes saben de qué se está hablando. Nadie entiende los nombres ni los chistes
de la casa ajena porque se habla en clave, con significados que ya se deben entender de
antemano: sólo los de la casa saben cuál es, por ejemplo, «el florero de abajo» aunque
haya cuatro y se encuentren arriba. Asimismo, todo lo que no se dice se expresa
gesticulando; la casa es sobre todo el lugar de los gestos, y a falta de buen idioma hay
abrazos, mutismos, risas, cachetadas, miradas, roces, comisuras que se tuercen, cejas
que se levantan, dedos que tamborilean, como puede verse en cualquier reunión de
plática ligera de sobremesa, tarde de descanso, noche de amigos, cena familiar; es más
comunicable la simpatía que el tema en cuestión, si acaso hay uno. Y por cierto, una
comunicación basada en sobreentendidos únicamente alcanza para tratar lo que ya se
sabe, de forma que la comunicación de la casa es sobre todo un ritual de confirmación de
la vida de esa casa: repetición de chismes, anécdotas, chistes. Lo que se comunica es una
ambientación: la imagen difusa adherida a todas las voces, gentes, actividades, utensilios,
rutinas, de que todo está hoy igual que ayer y, por supuesto, que mañana: en el paisaje
amueblado de una casa, alguien levanta la ceja y sigue lavándose los dientes cada vez
que alguien más carraspea cuando revisa las cuentas por pagar, mientras alguien más allá
dice un sinsentido con signos de interrogación: todo es comprensible y todo está claro.
El automóvil y el trayecto
Pero hay, por ultimo, un último cuarto de la casa, tan extremadamente público que de
hecho se desprende de la casa y funciona como paso al exterior. El automóvil es un
saloncito portátil rodante equipado como un lugar de la casa, con sus ceniceros, espejos,
tapices, sillones y donde se puede continuar las platicas y las actividades iniciadas en
algún otro

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cuarto de la casa; en vez de decir «pasemos a la sala» se dice «sigúeme platicando en
el coche». Al igual que la fachada de la casa, tiene puertas y ventanas que se abren y se
cierran al exterior para conectarse o desconectarse, para pasar de lleno a un espacio
contiguo. En efecto, la frontera o franquicia entre el espacio privado doméstico y el
espacio semiprivado y semipúblico de los sitios de reunión abiertos a la ciudadanía es, en
rigor, un trayecto que es recorrido en coche, y a falta de él se puede recorrer en persona,
es decir, utilizando el cuerpo como vehículo privado. Ciertamente, la gente sale de sus
casas, pero sale verdaderamente sólo después de recorrer un trayecto que transcurre
como limbo, es decir, sólo cuando entra a otro lugar. En estos términos, las calles por las
que uno pasa funcionan como equipo de transporte, no como un lugar de estancia. Desde
el punto de vista colectivo, de lo privado y de lo público, y de la comunicación, el
espacio contiguo a la casa son los sitios de reunión, con sus cuatro paredes cerradas pero
sus puertas y ventanas de par en par.
El espacio semiprivado semipúblico
Las espaldas y las caras
Los sitios de reunión se han multiplicado en sus giros y son, además de los cafés y
bares, los hoteles, las salas de concierto y cualquier otro lugar adonde pueda entrar
cualquier hijo de vecino de acuerdo con cierto precio, horario, etiqueta, edad, examen de
conocimientos y otras formas de reservarse el derecho de admisión, que es la frontera
que este espacio le pone a la casa en reciprocidad por la suya. De cualquier manera, la
forma espiritual de estos espacios, la distribución de su aire, es, independientemente de
los planos del arquitecto, circular, semicircular o cuando menos dizque-circular,
alrededor de un centro, como los círculos de amigos o los círculos
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de lectores, donde el centro funciona como pretexto para echar a volar la
comunicación. Es, por ejemplo, una taza de café en derredor de la cual se arregla al
mundo, una película que concentra la atención, una exposición o una mercancía en torno
de las que se arremolina el interés y se discuten los precios, se recuerda con malas
palabras a la política económica, se anecdotíza la situación social o se habla del clima en
espera de mejor temática. Los espacios abiertos de reunión no tienen divisiones interiores
establecidas: mientras que el individuo se subdivide por dentro mediante canceles y
plataformas virtuales, y la casa lo hace con paredes verdaderas, en cambio los
restaurantes, salones de fiesta, recintos de convenciones y otros lugares de paso hacen
sus separaciones internas ante lo privado y lo público con otro material, muy práctico y
versátil: la gente. Las partes privadas se hacen con las espaldas de esa gente, que forman
una ronda o círculo cerrado con su propio pretexto central, su privada razón de estar
reunidos, otorgándole la espalda y la indiferencia al resto del espacio, y así, dentro del
concilio del espacio se conforma un conciliábulo en cada corrillo, y cualquier extraño que
pase sabe de suyo que ahí no puede sentarse y, para que se note, se instrumentan
diversos dispositivos: la gente que se congrega en una mesa o en una barra completa el
círculo iniciado con sus espaldas, con el truco de extender los brazos, colgar paraguas y
sacos y bolsos de manera que cubran los intersticios entre los cuerpos, y poblar el
territorio ocupado con papeles, cigarros, agendas, relojes, como para señalizar que ahí no
hay lugar, que se trata de un sitio privado aunque el recinto sea de acceso libre. En una
buena tarde concurrida, el panorama de los sitios de reunión, como los lobbies de los
cines o los grandes almacenes, es el de los amplios espacios rellenados de pequeños
circulitos de gente. Ahora bien, la parte del espíritu colectivo que guardan y salvaguardan
estas múltiples mesitas redondas es el derecho de la pluralidad, creado en algún
momento de la memoria de la modernidad,

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es decir, el derecho de que en cada círculo se trate de lo que se quiera, aunque ahora
se haga como derecho privado de los lugares semipúblicos.
La zona publica, en cambio, se hace con las caras de la gente, esto es, que está
compuesta por aquella parte del espacio donde opera el mismo pretexto para todos y
donde todos están frente a él, y dada la disposición circular del lugar, se construye un
mundo cara-a-cara: es un círculo grande donde la dirección de la mirada se focaliza al
interior, y no al exterior allende las espaldas displicentes. En los sitios de reunión que se
han vuelto más semiprivados que semipúblicos, donde se busca más la privatización que
la comunicación, el pretexto común que encaran todos es uno bastante insulso, como las
normas de comportamiento en un cine, la buena educación, el tipo de ropa que ha de
usarse, o sea, la mera observancia de los requisitos de admisión; esto sucede en los
restaurantes, salas de espera, estaciones de transporte, tiendas y en cualquier lugar en
donde la gente va a lo suyo. Pero donde más se conserva el lugar semipúblico es en los
teatros, aulas, asambleas, donde existe un gran círculo generalizado, sumamente mal
hecho, pero en torno a un solo pretexto: que guarda, como objeto propio, la parte del
espíritu colectivo que corresponde a la obligación del consenso, es decir, a la voluntad
común de llegar a un acuerdo válido para todos los participantes del espacio. En efecto,
la memoria colectiva de los sitios abiertos de reunión ha construido, mediante la
conservación y la discusión, la figura del consenso de la pluralidad, pero ha extraviado el
encuentro de ambos. Por eso son pocas las polémicas. El derecho del consenso y la
obligación de la pluralidad coexisten en realidad, pero separados en público y privado,
como realidades distintas irreales entre sí, porque mientras una da la cara, la otra da la
espalda.

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La sobremesa de debates
Pero éste es el lugar preferido del lenguaje, porque es aquí donde la palabra prueba
sus promesas de comunicación, ya que aquí se construyen realidades entre gente que no
tiene más lazo de unión que hablar el mismo idioma, pero hablarlo bien, puesto que debe
ser comprensible para los desconocidos y los distintos. Así, el lenguaje de los espacios
semiprivados o semipúblicos, según se venga de la casa o se vaya hacia la calle, es
necesariamente más articulado, más continuo y más respetuoso de la sintaxis, las
definiciones, los signos de puntuación. Aquí rige la retórica de la argumentación como la
forma de la lógica y estética de la comunicación, y hay más palabras que imágenes: aquí
la verdad y la realidad que persuaden están hechas de las imágenes que se puedan hacer
con las palabras. Ciertamente, como en todo lenguaje hablado, hay repeticiones, huecos
y muletillas, y asimismo se utilizan muchos gestos y otras imaginerías, pero no sirven
tanto para sustituir a las palabras como para crear énfasis, marcar ironías y demás dobles
sentidos: para llenar de afectos las frases dichas, para ir sintiendo el aleteo del propio
discurso, para dibujar con las manos lo que se va narrando con la voz. Por lo demás, los
gestos tienen la función organizativa de regular el flujo de la conversación entre los
interlocutores, porque para tomar la palabra en una discusión, y para quitarla, no
dejársela arrebatar, o perderla, se emplean los gestos de los ojos y los tonos de la voz;
así, si alguien no quiere ser interrumpido, no le dirigirá la vista a quien amenaza con
querer intervenir, y éste nunca encontrará la oportunidad, salvo violando reglas
conversacionales perfecta aunque implícitamente establecidas.5 Mientras la gente
conversa, se desarrolla también un debate de miradas.

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La invitación y el precio
Como todo espacio, menos uno, los sitios semipúblicos de reunión tienen sus
membranas que los delimitan y los separan del espacio contiguo superior que es la calle,
con el cual se contacta y se aparta. Este límite está construido a base de aparadores
llamativos y de cuentas por pagar, con los cuales se inauguran cercanías pero se fundan
distancias, invitan a entrar y cierran el paso. Los aparadores, ventanales, marquesinas,
letreros, menus e invitaciones funcionan como esa ventana transparente de la membrana
que muestra el interior, como expresando la existencia de lo que hay dentro. De la misma
manera que un individuo sonríe mostrando la simpatía, un almacén abre el escaparate
mostrando la mercancía, pero también le pone precio que desalienta a muchos de la
misma manera que una condición puesta por un individuo; los vendedores de
enciclopedias son las síntesis de ambos ejemplos. Los sitios de reunión también cierran el
paso, se reservan el derecho de admisión de muchas maneras, con variados gestos: los
honorarios, los requisitos de edad, los precios, la etiqueta en el vestir, el nivel académico,
son impedimentos con los cuales estos espacios se alejan del aire de la calle. Mientras el
escaparate sonríe, el precio frunce el ceño.
El espacio público urbano
E laberinto y la explanada
Y empieza la calle. El espacio público urbano tiene trazadas sus zonas pública y
privada desde los tiempos griego y medieval: su zona privada es la que tiene forma de
laberinto, donde, puesto que la ciudad es un pensamiento, se entra siempre por una
distracción, como las que usan los turistas,

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los niños, los desempleados, los poetas, los felices y otros expertos perdedores de
tiempo, es decir, cuando el trayecto marcado de la casa al banco, de la oficina al
restaurante, se olvida y deja de ser trayecto para convertirse en deambular sin ton ni son,
que deja también de medir el tiempo y borra por un lapso la idea de que se tiene que
llegar a alguna parte: entonces se ha llegado a la calle, al laberinto de callejones,
callecitas, callejuelas, bocacalles, cruces, esquinas, recovecos, nichos, andadores. Es la
zona oculta del espíritu urbano porque ahí, visto desde cualquier otra perspectiva, no
pasa nada, es el terreno de lo incidental, lo diario, lo inmemorable; y tampoco pasa nadie,
ninguno, porque es el lugar del anonimato, como diría Paz, del Don Nadie ninguneado.
No son exactamente los cinturones y los márgenes de la sociedad, sino a menudo la piel
con piel del mismo centro. El laberinto privado de la ciudad es un lugar para perderse,
para encontrar lo que no puede buscarse. El laberinto de la ciudad, con su memoria de lo
gótico y de lo barroco, es un sitio riquísimo en objetos, lleno de cosas que sólo pueden
ser vistas a la hora de distraerse, de perder el camino y el tiempo; en primer lugar, está
lleno de gente, sin nombre y sin biografía sino sólo con ires y venires, ropas, colores,
prisas y otros atributos de la coreografía, y también esta lleno de automóviles, fachadas,
escaparates, marquesinas, ruido, música, murmullos, basura, charcos, intemperie.
La zona pública de la calle es, no sin paradoja, muy distinta en su contraparte: esta
vacía, es una explanada, a la cual no se llega más que por voluntad. A ella pertenecen
todas las plazas y avenidas principales que puedan servir de escenario a movimientos
sociales, a expresiones públicas. Cada ciudad tiene obligatoriamente cuando menos uno
de estos lugares, porque cuando no los hay se inventan con la facilidad que dan la rabia y
la alegría. De diario, este lugar está lleno de aire, y por eso aparece vacío en las
fotografías, pero es aire cargado de los pensamientos y afectos del espíri

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tu colectivo, que a veces se ha llamado precisamente clima social: este estado de
animo, humor civil, que pesa sobre el centro y que se sabe y se siente, aunque no
aparezca en las primeras planas ni se vea ni se toque, es el alma de la calle, en la cual,
de saber leer el aire, se leerían las vicisitudes de la memoria colectiva, con los plenos de
sus recuerdos y los vacíos de sus olvidos. El clima social que se respira en la plaza
central de la ciudad está hecho de ideas y sentimientos muy concretos, muy precisos,
pocos, pero muy concentrados, muy densos, comprimidos, como granito transparente al
que se le puede pulsar su tranquilidad en un clima social distendido, y su rigidez en uno
tenso. En ciertos momentos de la vida de la colectividad, cuando es menester, su
concentración puede llegar al punto en el que el aire se solidifica, se opaca, y el espíritu
de la calle se encarna en la forma de multitudes concitadas en las plazas y avenidas, que
son meramente el espíritu colectivo hecho de carne y hueso, para que los insensibles que
no saben respirar el aire puedan verlo, oírlo, pero tocarlo no porque les da miedo.
La voz efe la ciudad
En la calle, las palabras y las imágenes se vuelven cosas llenas de imágenes y
palabras: aquí se da una comunicación sobre todo entre cosas. El lenguaje se vuelve
escrito, en periódicos, revista, libros, gra/íító,6 y puesto que se habla urbi et orbi, a la
ciudad y al mundo, su lenguaje, para ser comprensible, se torna preciso, cuidado, literario
en el sentido más variado. Sin embargo, las publicaciones tienen sus imágenes, que
pueden ser no solamente fotografías o esquemas con que se ayudan, sino también el
tamaño, la calidad, la edición, el diseño de la portada, su publicidad, el precio, que en
tanto imágenes se conectan con el resto de las imágenes del espacio público urbano, que
a partir de la publicación se continúa en las vitrinas de las
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librerías y puestos de periódicos y de revistas, pero que se sigue en la misma fachada
de las librerías y su letrero en letras grandes, y se extiende en las demás fachadas de toda
la ciudad, y sus dibujos y pintas sobre las paredes, y el trazado de las calles, y los ruidos,
y las gentes, anuncios, arquitectura, monumentos, parques, distancias, velocidades,
tráfagos, trajines, temperaturas. En conjunto, la calle es toda ella un lenguaje, una
imagen, un objeto, en pleno vuelo, y todo lo que se escribe y se publica, lo que se
construye y se pinta, lo que se actúa y protagoniza dentro de ella, equivale a una palabra,
un gesto, una cosita colocada en su enorme comunicación, de la cual no se puede aspirar
a enterarse por completo; salir a la calle es entrar a un espacio, y sólo se puede pretender
ser parte de ese pensamiento y de ese sentimiento, que se mueven autónomamente con
su propia lógica y estética.
El espacio extrapúblico informado nal
La legalidad y la legitimidad
La calle no tiene fronteras, porque lo público no las necesita. Pero más allá de ella,
más arriba, en el estrato de las cúpulas, está lo más público que lo público, lo demasiado
público, lo extrapúblico y, por lo tanto, otra vez, privado, y es solamente lo privado lo
que necesita tener límites y a lo que le gusta poner fronteras. Así, el espacio informático
tiene, como las casas, sus formas de cerrar la puerta, y como los cafés, sus formas de
salir a la calle, que son, respectivamente, su legalidad y su legitimación. La legalidad está
compuesta de toda esa serie de órdenes, decretos, prohibiciones, obligaciones, reglas,
constituciones, bandos, ordenanzas, sobre tablas de piedra escritas y gracias a las cuales
las pasiones, ideas y aspiraciones que son más volátiles pueden quedar reguladas y
atemperadas, de modo que, por muchas ganas que haya, la organización de la sociedad
no se

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pueda cambiar excepto por los métodos establecidos, en el entendido de que ha sido
la sociedad civil, la calle misma, la que ha establecido tal forma de organización social, y
así tales mecanismos para cambiaría, aunque no lo haya hecho por escrito, porque eso
no le toca. La calle dio su palabra, y la administración se la enseña escrita, para que la
cumpla. Por el contrario, la legitimidad es el camino de regreso de la legalidad, y está
compuesta de todas las acciones administrativas en las que el espacio de arriba le muestra
a la calle que está haciendo las cosas conforme los designios de la sociedad civil, y ésta
se reconoce en ellas; es una forma de decir que todos los hechos de administración son
todavía producto directo de las aspiraciones y de la memoria de la colectividad.
Mediante la legislación, que siempre tiene algo de prohibición, la administración cierra
sus puertas al aire de la calle; a cambio, mediante la legitimación, que siempre tiene algo
de concesión, la administración sale a la calle y se muestra comprensiva y comunicativa,
aunqu e se meta en el lugar que no le corresponde.
El servicio de mensajería
Pasando la calle está la administración, el espacio informático, y así como el espacio
externo del individuo vive con puras imágenes y con casi nada de lenguaje, este otro, su
extremo opuesto, vive con casi puro lenguaje y casi nada de imágenes. En efecto, la
comunicación del espacio extrapúblico usa la retórica de los datos. Para que un suceso
cualquiera de la vida colectiva sea comprensible, se haga real a estas alturas, debe estar
codificado en un lenguaje perfectamente preciso, inequívocamente definido,
estrictamente ordenado, donde no puedan caber las interpretaciones alternativas, sino
sólo las verdades o las falsedades. Es éste, ciertamente, el lenguaje de los números, las
cantidades, estadís

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ticas, porcentajes, escrito en signos exactos, con los cuales ya no se construyen
imágenes, siempre ambiguas, sino nada más se indican operaciones, se dan órdenes,
como los signos aritméticos que indican y ordenan qué es lo que se tiene que hacer,
aunque a uno no le guste sumar ni restar, y los cuales asimismo no se ayudan de
imágenes, porque el estilo con que se diga 2 + 2 = 4 no altera el resultado. Aquí, la
comunicación ya no es exactamente persuasiva, sino solamente falsa o verdadera. Pura
lógica y nada de estética, puro pensamiento y nada de afectividad, lo cual es meramente
una pretensión por lo demás imposible porque, para empezar, no hay verdades absolutas
ni éste es tampoco un espacio absoluto. Pero mientras tanto, tampoco es exactamente
comunicación, sino más bien información. Ciertamente, de la misma manera que es un
espacio más público que lo público, es también más comunicación que la comunicación,
esto es, de tan estricta ya no se puede llevar a cabo entre gente siempre cambiante,
veleidosa, versátil, de doble sentido, sino entre números siempre idénticos a sí mismos en
un mismo sentido. La información es comunicación endurecida. Comunicación es
expresión, interpretación y memoria de experiencias; información es emisión, transmisión
y recepción de mensajes: se parecen, tanto como un poema se parece a una requisición
de mercancías.
Toda vez que espacios y fronteras están hechos del material del espíritu, puede
advertirse que la legalidad adopta el perfil de la información mientras que la legitimidad se
da aires de comunicación. Las leyes son la comunicación dé la calle convertida en
información con el objeto de poderse instrumentar técnicamente, de modo que el
acuerdo comunicativo tomado en algún lugar de la memoria colectiva de que, por
ejemplo, es mejor lo limpio, sano y ordenado que lo sucio, enfermo y desordenado, se
traduce al tono informático de reglamentos de higiene y medicina social. La legitimación
es entonces la información convertida en comunicación, de

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modo que la calle pueda entender en sus propios términos de qué se trata cuando la
administración habla como la gente, haciendo público de varios modos, con fotos
vistosas y voces enmieladas, que una ciudad limpia es una ciudad bonita y que hay que
cuidarse de los catarros del invierno y que nuestro hijos nos lo agradecerán.
La administración y el poder
Puesto que la información es un espacio otra vez privatizado con respecto a la calle,
la cual resulta ser no sólo el origen sino el centro de la colectividad, la secuencia de sus
zonas se invierte y la que esta más cercana a la calle no es la privada sino la pública. La
zona pública del espacio informático se llama administración, que consiste en la
aplicación técnica de un conocimiento: la comunicación convertida en información útil,
los símbolos convertidos en signos, las palabras en cifras, las pasiones en votos, el
argumento en manos levantadas, el sentido de la vida en eficiencia, y los fines en medios.
Todo ello está muy bien, porque la obligación de la administración es encontrar los
modos de organizar la sociedad de manera efectiva, práctica y durable. Y en efecto, la
administración piensa a la sociedad como en un organigrama gracias al cual se puede
repartir, regular, planear, equilibrar, calcular, prever, mejorar y remendar sus diversos
aspectos, así como evaluar sus resultados. Los planes de jubilación, los contratos
colectivos, las cláusulas de los divorcios, las actas de nacimiento, las cuentas de cheques,
son ejemplos de cómo los actos de la vida se pueden convertir en información y ser
archivados y sumados, restados, computarizados para producir más y mejor información
que luego puede ser aplicada de múltiples maneras: tasas de nacimiento, balanzas de
pago, requerimientos de fuerza de trabajo. Es la tecnologización de la vida, como tantas
otras. Las public

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relations, la psicología industrial, la planificación urbana, son también tecnologías de
la vida colectiva. Así, el espacio informático no está compuesto solamente por los
parlamentos, gobiernos y estados, sino por todas las oficinas, empresas, despachos,
consultorios, bancos, escritorios y ventanillas de todos aquellos lugares que de tan
eficientes parecen que están deshabitados, donde se fabrica, se opera, se capta, se vende,
se compra y se oculta información.
Lo que más se parece a los números es el dinero, y es que, ciertamente, la
información convierte el espíritu colectivo en recurso material. En el vaivén de sus
múltiples procesamientos va produciendo un excedente informático, y se van secretando
recursos materiales, que ya no forman parte de la administración transparente e
informable sino que, por el contrario, se trata de información que permanece oculta,
fuera de la vida de la colectividad, inaccesible al conocimiento público y a la
comunicación de la sociedad, como cuando entre sumas, saldos, restas e intereses
bancarios queda un remanente de dinero que resulta no ser de nadie y del que nadie se
entera. Esta información oculta se llama poden el poder es la zona privada del espacio
informacional; cuando la información se convierte en poder, deja de pertenecer al espíritu
colectivo y empieza a formar parte del mundo natural, físico, de las fuerzas que actúan
sin preguntar y sin oír razones. De este poder se entera la colectividad como se entera de
un piquete de alfiler, frente al cual no se puede hacer de entrada otra cosa que sentirlo y
pegar un brinco. El poder ya no pertenece, porque no es comprensible, como por el otro
lado tampoco pertenece el inconsciente, a la dimensión espiritual cultural de la
colectividad. El poder es el olvido de las instituciones, así como probablemente el olvido
es el poder sobre los individuos. Por eso el progreso que se basa en el poder no tiene
memoria.
Esta especie de geografía del aire puede ponerse en una especie de mapa del espíritu:
en él aparece lo dicho hasta aquí y, de una vez, lo que todavía falta:

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A/oías
1. La idea de que la realidad está compuesta de la relación entre palabras e imágenes está presente, bajo
múltiples nombres, en todas las teorías del conocimiento, empezando por la semiótica de Peirce (c. 1900), quien
tuvo varios y buenos discípulos, como Royce, Mead, o Morris, y seguidores, o mejor, redescubrídores más
tardíos como Apel. Siguiendo a Peirce, aunque no del todo obedientemente, pueden establecerse otros nombres
de pares para esta relación, y que sirven para entender distintas cosas, por ejemplo, y respectivamente, los pares
símbolos y significado, lenguaje y afectos, razón y pasión, pensamiento y sentimiento; en efecto, el significado
vivo de símbolos tales como las palabras consiste en una imagen, y así mismo los sentimientos, esos arrebatos
sin explicación, son estrictamente una imagen.
Pero sobre todo, falta un tercer elemento, que no se menciona porque es inmencionable, toda vez que cuando
se le nombra, ya no está en el nombre sino en otra parte, y es el más importante, a saber, la interpretación (o el
interpretante según Peirce) o el intérprete de la relación entre palabras e imágenes, es decir, aquello que decide el
sentido en que un símbolo tiene significado: el que determina si el gato del que se liabla es de angora o hidráulico.
Este intérprete es aquí, o sería, para no hacerse ilusiones, el lector, que, evidentemente, no puede estar
mencionado porque siempre va a estar fuera de la página del texto. La nealidad sólo existe en la medida que hay
alguien que la interpreta, pero el intérprete que hace que la realidad sea real no puede ser real dentro de esa
realidad. Tanto Cervantes en el Quijote, como Michael Ende en La historia interminable, o Stanislaw Lern en
Vacio perfecto, han jugado con este juego de meter al lector o sacar al protagonista de las páginas del libro, y el
lector se divierte confundiendo los planos de la realidad.
2. Lo público tiende a ser puesto en palabras porque el lenguaje, por ejemplo el lenguaje escrito, es más sólido,
duradero y unívoco, de manera que una gran parte de la población puede ponerse de acuerdo y mantenerse en lo
que respecta a sus significados: lo que está escrito o dicho es más ampliamente comunicable, y sus significados
supuestamente menos ambiguos, al grado de que se pueden hasta estipular en el diccionario, y quien lo consulte,
por lo común, le cree. En cambio, lo privado tiende a tener la esencia de las imágenes, que son generalmente
ambiguas en su significado, lo cual quiere decir que puede haber múltiples significados para cada imagen, como
sucede precisamente en el hecho de que para una palabra —verbigracia «paz»— públicamente aceptada, existan
muchos significados privados y en desacuerdo; hay, no obstante, diccionarios de imágenes, como por ejemplo los
diccionarios de simbolismos o los libros de astrología, donde se explica qué quieren decir las pirámides, el
número tres o la posición de los planetas, a los cuales, al revés de los diccionarios de la lengua, uno se siente con
el derecho de no creerles.
3. Arnheim (1974) muestra hasta qué punto el pensamiento interior no se lo lleva a cabo mediante palabras,
sino mediante imágenes, las cuales son en su mayoría, imágenes de procesos, de relaciones, de movimientos,
más que de objetos concretos, por lo que las imágenes con las que se piensa se parecen más a pinturas
abstractas, a gráficas o a garabatos, lo cual hace difícil de reconocerlas como imágenes y, por lo tanto, difícil de
aceptar que pensamos así. A todo esto, Huizinga ( 1937) habla de la necesidad de hacer una especie de psicología
del aburrimiento, que explique los rayones y dibujitos que la gente hace en los márgenes de sus cuadernos de

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notas durante las conferencias aburridas, o en cualquier papel mientras habla por teléfono. Desde el punto de
vista del pensamiento visual que postula Amheim, estos garabatos serían pues, literalmente, el retrato de los

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pensamientos del aburrido. La estructura del pensamiento es precisamente la que aparece en la estructura del
garabato.
4. Ciertamente, de la misma manera que los espacios de la memoria colectiva han creado sus atuendos, sus
temas de conveisacióii o sus estilos, así también han creado sus gentes. Un análisis concentrado en la gente, y
no, como aquí, en los espacios, no obstante ser más restringido arrojaría las mismas características adscritas a
los espacios. Puesto que la gente es el objeto que más llama la atención, tal vez porque constituye la
configuración estética más armoniosa y compleja, o tal vez porque se parece demasiado a cada uno de nosotros,
vale la pena hacer un excurso al respecto.
El siglo XX ha creado dos tipos de gente: los públicos (cfr. Tarde, 1901) y las masas (cfr. LeBon, 1895).
Ambos, públicos y masas, son reuniones de gente, de número variable, cuya tarea es enriquecer la comunicación
de la sociedad, comunicar lo que no se ha comunicado, exponer lo que no se ha expuesto, llevar la comunicación
de las zonas privadas a las zonas públicas o, en suma, pensar y sentir como no se había pensado y sentido algo:
hacer cultura cotidiana. Pero además de eso, son muy distintas reuniones. Los públicos utilizan en sus reuniones
las razones por encima de los afectos, o dicho de otra manera, el lenguaje por encima de las imágenes: son, sobre
todo, reuniones razonables, sensatas. Las masas, por el contrario, trabajan con imágenes en lugar de palabras,
con los afectos en lugar de las razones: son especialmente afectivas, pasionales. Los públicos se confrontan, se
antagonizan, se conflictúan entre sí a través de la conversación, el debate, la discusión, la polémica, y al final de
este sensato zafarrancho, producen ideas, pensamientos, ocurrencias, conocimientos nuevos, que publican urbi
et orbi. Las masas, en cambio, se pegan, se comprimen, se funden, se fusionan, comulgan entre sí a través de la
concentración, la proximidad, la cercanía, el contacto, y al final de este apasionado apachurramiento aparece una
afectividad, un sentimiento, una emoción inédita con la cual irrumpen y fascinan en la vida pública de al lado.
Públicos y masas crean comunicación.
Ahora bien, existen públicos de una gente, de dos o más, y de multitudes; es decir, siempre hay un público. El
público de uno es uno mismo, cuando anda callado y pensando, sin, por lo común, despegar los labios, aunque
mucha gente se distrae y abre la boca, y entonces se dice que está hablando sola, lo cual es falso; desde Isócrates
y Platón se sabe que el

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pensamiento es estrictamente una conversación interior, con todas sus características, solamente que en

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silencio; uno habla consigo mismo, y discute y no llega a ponerse de acuerdo, que es cuando se dice que uno está
dudando. Hay públicos de dos o más, y son las pláticas y conversaciones que se llevan a cabo en todas partes,
desde las cafeterías hasta las universidades. Y hay, finalmente, públicos de multitudes, como los lectores del
periódico o los escuchas de la radio o, igualmente, las audiencias de un evento o los espectadores de un
espectáculo que, cuando se juntan, por razones diversas, pierden su carácter típicamente conversacional y dan
paso a un carácter más ceremonial, más cargado de afectos, y por lo tanto, tienden a dejar de ser paulatinamente
públicos para convertirse repentinamente en masas.
Así que hay, evidentemente, masas de multitudes, sumamente conocidas, que son las que inundan avenidas y
desbordan estadios, linchan arbitros de fútbol, hipostasian héroes, saquean comercios, etcétera; pero también hay
masas de más de dos gentes, que se pueden encontrar en las fiestas, los funerales, los bailes, las parrandas y las
pandillas y que, aunque más pequeñas, se sienten igual de omnipotentes, ubicuas y eternas que sus mayores; las
masas se creen todo porque no saben, sólo sienten. E igual de omnipotentes, ubicuas y eternas son las masas
mínimas, las masas de dos, mejor conocidas como enamoramiento (cfr. Alberoni, 1982), las cuales irrumpen
súbitamente en la vida pública de la oficina, el cine, el parque, el autobús y donde sea, para sorpresa, incomodidad
y envidia de los simplemente mortales.
Pero no existe una masa de uno porque, toda vez que las masas están construidas con imágenes, y al
contrario de los públicos, que utilizan el lenguaje, no pueden existir dentro de un mismo individuo dos imágenes,
una mirándose a la otra, no hay dos afectos, uno sintiendo al otro. A estas imágenes afectivas tendría que
llamársele sensaciones, que cuando están desbocadas, arrebatadas, se les llama vértigos, como la montaña rusa y
el orgasmo, de los cuales uno sólo se deja llevar como por un canto de sirena que termina en la destrucción de la
sensación como en «la muerte pequeña» del amor, o de la sensación con todo el individuo como en el vértigo de
altura cumplido. Pero, cuando, en cambio, estas sensaciones son controladas y guiadas, se llaman creatividad,
que es la posibilidad de traducir esas imágenes amorfas ya sea en otras imágenes más precisas como en el caso
de la pintura o la música, ya sea traducidas a palabras, como en el caso de todo aquél que piensa, lo cual
constituye, bien a bien, otra vez, un público de uno.
5. En efecto, tanto las pláticas domésticas como las conversaciones

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más amplias, en sus planos privado y público, están firme pero muy flexiblemente reglamentadas en lo que se

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refiere a su inicio, desarrollo, terminación, posición de los interlocutores, usos de la palabra. Estas
reglamentaciones se cumplen con tan buena voluntad y su funcionamiento es tan perfecto que la existencia de
dichas reglas no se nota, y hay que esperar a que sean violadas de alguna manera para percatarse de que
verdaderamente ahí había una regla colectivamente acordada, lo que de paso permite considerar a la conversación
en general como lo más parecido a una sociedad anarquista. Pueden darse ejemplos de varios sistemas de reglas
para la conversación: están estipuladas las distancias entre los interlocutores según los grados de privacidad y los
lugares donde se habla, en rangos que van de O a 45 centímetros (que es el aura de la piel, dentro de cuyo radio
se puede sentir el calor y olor de otra persona; intimidad ésta que puede enfaü'zarse mediante la disminución de la
luz ambiente: es la geografía de los románticos), de 45 a 120 centímetros, de 1,20 a 2 metros y de 2 a 3,5
metros, según el tipo de conversación de que se trate (Cfr. Hall, 1966). Asimismo, los acuerdos y desacuerdos,
simpatías y antipatías, que más a menudo no están aclaradas en el texto literal de la conversación, se expresan
adoptando posturas iguales, mirándose frecuentemente, moviéndose sincrónicamente (si uno se inclina de codos
sobre la mesa, el otro se echa hacia atrás sobre el respaldo: un baile conversacional), etcétera (cfr. F. Davis, 1971
).
La posición de los interlocutores también incide en el significado de las intervenciones durante la
conversación. Quien ocupa la cabecera, dada la importancia atribuida culturalmente a este asiento, cuenta con
mayores posibilidades de hacer valer su opinión, lo mismo que quien prefiere mantenerse de pie en el curso del
diálogo, como si estableciera por sí mismo un proscenio desde donde ser escuchado. De la misma manera, en
una conversación concurrida, los defensores de una opinión tienen mayores oportunidades de hacerla valer si se
encuentran distribuidos entre todos los participantes que si estuvieran congregados en un mismo lugar, porque
sus intervenciones producen la impresión de extenderse por todo el espacio, como si fuera una opinión
generalizada, y por ende verosímil: típica táctica de asamblea (Cfr. Moscovici, 1976).
Un hecho curioso es lo que se denomina los «mecanismos de tumo» de la palabra en el transcurso de una
conversación. Para ceder el turno se hace una pregunta levantando la voz, luego se deja caer la voz lentamente y
se alza la mirada, y si nadie toma la palabra, el hablante recurre a muletillas del tipo de «en fin, pues así es», en
espera de que alguien lo releve. Para solicitar el tumo, o quitarlo si es el caso, se busca la mirada

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del hablante, se asiente con la cabeza insistentemente a lo que está diciendo, se le ayuda a terminar
pronunciando la conclusión, o se .van metiendo frases a medio comenzar entre sus pausas, y ya, si nada

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funciona, se empieza a hablar simultáneamente, traslapando los discursos, y manteniendo la voz más alta que el
otro, quien la irá bajando paulatinamente. Para conservar el turno, para no dar la palabra, el hablante sube el
volumen y la velocidad de la voz cuando aparecen señales de solicitud de su tumo, y asimismo se cuida de no
tener pausas, por lo cual, cuando no se le ocurre la siguiente frase, llena ese hueco con toda suerte de muletillas y
repeticiones, como borrándole los puntos y aparte a su monólogo, y siempre evitando mirar al solicitante, porque
un contacto de ojos es conversacionalmente ineludible, como bien lo saben los meseros y las aeromozas que no
pueden o no quieren atender a un cliente (cfr. Wolf, 1979; Knapp, 1980). Ejemplos de episodios de conversación
pueden encontrarse en el muy buen libro de divulgación de Argyle y Trower (1980), para enterarse de cosas
como que mientras los puertorriqueños se tocan a razón de 180 veces por hora cuando están platicando, los
ingleses se tocan O veces.
6. En un texto, como el presente, que supuestamente trata sobre comunicación social, puede parecer
patológico que no se haya dicho nada sobre los medios electrónicos de difusión masiva, como la radio y la
televisión. La razón es que, como comunicación propiamente dicha, no son del todo importantes, toda vez que
son sobre todo canales instrumentales, herramientas, tecnología, máquinas que no le agregan nada, excepto
cantidad (que es demasiado poca cosa) a la cultura cotidiana, aunque ciertamente, agregar cantidad puede quitar
cualidad, lo cual sí es importante. En todo caso, la televisión, la radio, la prensa o el cine, no son, como se ha
querido ver, una forma de conciencia que se inyecta a los subyugados, sino, meramente, un dato de la realidad
que se utiliza en la comunicación colectiva como tema y pretexto de conversación, dato éste que se pone a
discusión en los distintos espacios, y según sea el espacio, íntimo, doméstico, semipúblico, urbano o informático,
así será de público o privado, racional o afectivo, completo o fragmentado lo que de dicha discusión resulte.
Sin embargo, parece ser que hay una característica definitoria de esos diversos medios, desde el punto de
vista del espacio comunicativo, a saber, su portatibilidad: si son livianos pueden transportarse de un lugar a otro,
como los libros, y si son pesados se quedan instalados en un solo lugar, como los televisores. El radio, por
ejemplo, puede ser llevado de un lugar a otro y acompañar al escucha en sus diversas actividades, ya sea

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lavar platos o pintar murales. Así, los distintos medios, debido a la portatibilidad de su aparato receptor, son
interpretados en distintos espacios, y es la interpretación que se hace de ellos lo que les da su contenido. La
televisión, en cambio, además de estar situada en las zonas privadas de la casa, y más aún, en contacto con un
individuo que, por estarla atendiendo, no puede estar en contacto con otros individuos, lleva a pensar que el
televisor se sitúa concretamente en el espacio íntimo de los individuos, y el televidente, la mayoría de las veces,
no sale de sí mismo a la hora de ver la televisión; varios individuos aislados frente al televisor ésta es la idea
modernista de la comunidad en familia. Así, la transmisión televisiva no es, por mucho que lo parezca, una
comunicación pública, sino más bien k inserción de contenidos públicos en el espacio ultimadamente privado de
los individuos solitarios. Por lo tanto, hasta la fecha, la televisión no ha sido una ventana que se abre al mundo,
sino la forma de cerrarla: la televisión es la tarjeta postal del mundo que tapa la ventana por la que se ve el mundo.
Para ir al cine hay que salir, acompañar, recorrer, es decir, hay que hacer vida social, de modo que los
videocassetes, que permiten ver películas encerrado en el cuarto de la televisión, no son equivalentes del cine,
toda vez que rompen la vida social y encierran al individuo delante de »ma pantalla. Los millones de receptores
prendidos a la misma hora con el mismo programa, no reúnen a la gente en el mundo, sino que fragmentan al
mundo en millones de pedacitos. En suma, no es el órgano informativo el que construye la realidad, sino el
espacio en donde éste es recibido y procesado; y, en fin, puede decirse muy esquemáticamente que la televisión
es un objeto perteneciente al espacio íntimo individual, el radio al espacio doméstico, lo mismo que el teléfono (de
modo que los teléfonos inalámbricos funcionan como mecanismos para extender el lugar de la casa más allá de su
fachada, de la misma manera que hacen los automóviles: formas de privatización del espíritu); los libros, revistas
y periódicos, dada su enorme portatibilidad y su enorme cantidad de lenguaje, pertenecen a cualquier espacio en el
que se desplieguen sus páginas. Pero, mientras que la televisión tiene la vocación de meterse hasta dentro del
cuerpo, los libros tienen la vocación de llegar, siempre, hasta k calle, porque de otra manera no se escribirían
(para no llegar a k calle están los diarios íntimos y las cartas). El lenguaje al uso es explícito: mientras que «k
televisión le lleva el mundo hasta sus hogares», los libros simplemente se publican, esto es, se hacen públicos.

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El vaivén de la realidad
...la tristeza de una puerta cansada de ser puerta...
V.M. SANJOSÉ
La repetición de la ideología
La privatización de lo público
El poder es hoy información almacenada que deja de ser simbólica o espiritual para
volverse materia, porque el poder se puede usar pero no comprender; se puede hablar
sobre él, pero él, como el olvido, no habla. El poder es la fuerza sorda de los hechos y de
las cosas que se pueden domesticar y usar a favor, o que se pueden desatar y volver
contra sus hacedores; pero en ningún caso el poder entiende razones o reflexiona, porque
está fuera del espíritu de la colectividad. El poder es la realidad dura que no cambia sólo
porque le hablemos en buen tono. Y el poder, como toda información, no ocupa lugar,
pero sí lo quita; ü'ene algo de divertido que, mientras que en un pequeño disco de
computadora caben buenas cantidades de información, el edificio de la IBM o cualquier
otro centro de información, como los gobiernos, ocupen lugares gigantescos. La
información que se oculta rezuma moles de concreto. Así, de la misma manera que el
olvido de los individuos es conciencia quitada, la información materializada en poder es
espacio quitado, de entre los cuales los más notorios son los edificios empresariales y
comerciales, que llegan a ocupar un gran porcentaje de la ciudad y que le van quitando
territorio al espacio público urbano de la calle.

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El poder es la aplicación tecnológica de la información para producir cosas, y sus
primeras cosas producidas son precisamente los medios de información cada vez más
sofisticados: teléfono, radio, prensa, computación, con lo cual queda comprobado que la
información es verdaderamente eficiente, pero esa misma eficiencia lo obliga a utilizar al
máximo todos los canales que ha producido, es decir, a llenar de información todo lo que
se pueda, independientemente de que existan o no mensajes que transmitir. Los
periódicos, por ejemplo, aparecen todos los días haya o no noticias, y se tienen que llenar
por la fuerza con algo. La información tiene la obligación informática de informar aunque
no haya nada que informar. También un buen funcionario es capaz de, además de
desayunar tres veces en una mañana, pronunciar tres sentidos discursos sobre los niños
que no tienen desayuno. La repetición se hace esencia de la información, como cuando
un locutor deportivo tiene que hablar durante dos horas de transmisión de un partido de
ajedrez o de fútbol, suceda o no suceda nada en el terreno de juego, de suerte que acaba
llenando la transmisión de ruidos que parecen palabras. Es tan eficiente la información
que fabrica medios aunque no haya fines. Ocupa como sea los canales y, puesto que el
espíritu colectivo está hecho de palabras e imágenes, cualquier espacio y lugar de la
sociedad puede ser convertido en canal informativo: no sólo la televisión o la fotografía,
sino las paredes de las casas y los vestidos de la gente, los cuales, lógicamente, no
pueden desperdiciarse porque de hacerlo se dejaría de ser eficiente: todo se vuelve canal
de información, que no ocupa espacio pero sí lo quita. La información administrada
utiliza así la calle como canal informativo en la forma de anuncios, slogans, pintas
mercenarias, arquitectura, decoraciones, modas, modelos de automóviles y formas de
comportamiento, cuyo carácter meramente informativo se nota por su repetición, como
las fachadas planas de cristal de los edificios donde la primera fue

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una sorpresa pero la última el aburrimiento, o la manufacturación en serie de modas y
anuncios y modos de andar y frasecitas al uso. Lo que trataba de ser publicación se
vuelve publicidad, la legitimación se hace ideología, y la tecnología se erige en
tecnocracia.
Y es que la ideología, en rigor, no consiste en decir mentiras, sino en decir las mismas
verdades una y otra vez, sin importar si es el lugar para decirlas o no, hasta que las
verdades den de sí y dejen de serlo hasta para la primera vez que se dijeron: después de
haber visto la última fachada de cristal, hasta la primera es aburrida retroactivamente.
Cada vez que un empresario o funcionario, un publicista, en suma, habla de
«creatividad», por ejemplo, significa que no tiene nada que decir; la creatividad se vuelve
slogan que cada vez que se repite como muletilla para referirse a falta de soluciones, a
un nuevo producto, a los peinados o a la cocacola, la verdad de la creatividad se pierde
hasta por primera vez, y en cada lugar que se va repitiendo, es un lugar quitado al
significado verídico de la creatividad, deja de ser una realidad en ese lugar: es repetible
pero no comprensible, es informable pero no comunicable. Cuando esto sucede en la
calle, vía la demagogia gubernamental y la publicidad comercial, la verdad de la
creatividad tiene que ir a hacerse real a las conversaciones de las cafeterías, donde el aire
de la calle ya no entre; pero si por casualidad entra allí gracias a algún conversador que a
falta de algo que platicar le da por decir que «es necesario ser creativos», habrá entonces
que ir a darle significado al espacio más privado de la casa, y si ahí también entra la
repetitividad designificante de la creatividad publicitaria al ponerse de moda «ser muy
creativo para preparar las ensaladas», la gente tendrá que callársela también en la casa e
ir a sentirla en la intimidad de uno mismo, aunque si, a causa de demasiada televisión y
poco pensamiento, se confunde interiormente la imagen de la creatividad con la imagen
del publicista, la verdad de la creatividad acaba entonces olvidada,

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y en su lugar queda, con la misma palabra, ya usurpada, un slogan publicitario que
puede ser cualquier cosa, especialmente repetición, pero no creatividad. Por eso los
verdaderos creativos no hablan de creatividad: sólo crean. Y así como un mensaje
burocratizado puede entrar hasta el fondo del olvido, la misma lógica con la que está
hecho se va colando. En efecto, la lógica de la información se instaura como lógica de
comportamiento en las calles y, entonces, la ciudad aparece como si fuera una correa de
transmisión cargada de cosas transportándose rápida y eficientemente de un lugar a otro,
como sobre los alambres del teléfono y la electricidad, donde en vez de bits hay
vehículos que llevan objetos de producción y fuerza de trabajo —en otras partes llamada
«personas»—, información útil a fin de cuentas, mediante canales rápidos como las
autopistas y avenidas que se han pavimentado por encima de cualquier concepción
tradicional, vieja, de ciudad. Y así sucesivamente, el restaurante se vuelve fastfood, sitio
de reabastecimiento de combustible para los operadores de la producción: gasolina al
automóvil, cerveza a la garganta, noticias al cerebro, y a continuar transmitiéndose de un
lado a otro, no porque el fin justifique los medios, lo cual es una concepción todavía
romántica, sino porque los medios rebasaron hace mucho tiempo a los fines en la carrera
de la información.
En efecto, la ideología consiste en que lo público publicitado se vaya metiendo a lo
privado, y que, a empujones, lo privado se vaya saliendo del espíritu. La verdad
universal alguna vez escrita de la realidad, acaba siendo una imagen innombrable en el
fondo olvidado de millones de individuos.
La repetición no multiplica, sino que divide y fragmenta. La repetición y la
privatización se cumplen tanto a lo largo de la sociedad como a lo ancho de cada espacio.
En cada uno de los espacios del espíritu colectivo se vuelve a suceder la historia de
repetir y privatizar.

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El espacio encerrado como un mundo completo
La memoria colectiva, al irse emplazando en distintos espacios, pudo ir creando la
democracia moderna, la individualidad, la razón, la pluralidad, la ciencia y la tecnología,
pero al mismo tiempo fue separando el espíritu colectivo en mitades tales como lo
racional y lo afectivo, lo masculino y lo femenino, lo global y lo fragmentario, lo orgánico
y lo mineral, lo duro y lo blando, lo público y lo privado, y el resto de cosas partidas en
dos que existen. La ideología va extendiendo el territorio de las primeras mitades y
empujando las segundas hasta que no les quede lugar y desaparezcan por la alcantarilla
de la desmemoria: la tendencia ideológica es que un espacio ocupe el lugar de los otros y,
si se observa, el truco para lograrlo consiste en sentirse la única realidad posible, el
universo completo, el conocimiento total, de manera que no pueda hablar más que en
monólogo, porque no hay nadie más; y ciertamente, se entiende a sí mismo. En el caso
de la burocracia, ésta cree que sus bits informáticos son el lenguaje universal, y los
implanta en cualquier otro espacio obviando su existencia, y puesto que habla en
monólogo, siente que todo es diáfanamente comprensible. Ya que cada espacio, la calle,
las reuniones, la casa y los individuos, están también divididos en público y privado, la
historia se va haciendo de la misma manera.
Autotema: cada espacio habla de sí mismo
Aunque en verdad los espacios son mundos fragmentados, en tanto mundos aparte
viven encerrados dentro de sí mismos creyéndose mundos completos: sólo saben hablar
de sí mismos y a partir de sus propios esquemas, valores, ilusiones, reglas, sus propias
lógicas y estéticas, sus únicas retóricas, y así, de tanto practicarlas, su comunicación se

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hace meramente reiterativa, y se deseca; la vida se deslava, porque de tanto discurrir
el mismo discurso, se va paulatinamente sobreentendiendo y se olvida hasta que hay que
decirlo, discurrirlo, como le sucede a un náufrago de isla desierta que va olvidando su
idioma a fuerza de no usarlo, y cada vez tiene que ir llamando a la realidad con menos
nombres, y la realidad se le va encogiendo; o como un profesor que tiene que repetir
cinco veces seguidas el mismo curso. En cada individuo, familia, círculo de conocidos y
en cada ciudad, se va agotando el tema de comunicación, y se sigue reiterando sin darse
cuenta el poco que les queda. Esto sucede, por ejemplo, en los casos de ritualización sin
significado, como en las casas, donde el rito de las comidas los domingos, de las fiestas y
los cumpleaños, de la buena educación en la mesa, de la autoridad, o de la misma vida en
familia, se cumple sin que ya tenga significado, y el sentido de comunidad empieza a
parecer sólo como el ritual de aburrirse juntos, pero eso sí, muy unidos. Los
dogmatismos de toda índole, desde el dogmatismo tecnocrático hasta los moralismos
medievales de los grupos antisexo, son producto de la falta de comunicación con el resto
de la vida: entre el progreso a toda costa y el catecismo cueste lo que cueste no hay
mayores diferencias. El dogmatismo, por muy hierático y antiguo que parezca, es una
forma de la informática en el sentido de que transmite sin que haya de por medio ni
interpretación ni diálogo, como lo hace un emisor a un. receptor, de manera que la
comunicación que hubiera podido tener lugar ahí es empujada a un ámbito más privado;
cuando se aceptan, por ejemplo, los dogmatismos de casa, el conflicto, con todo y sus
claroscuros, es transportado a la interioridad del individuo: lo que no puede comunicarse
en casa tendrá que comunicarse con uno mismo, desde el baño hasta el inconsciente.

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El mundo completo es un espacio encerrado
Por razones obvias, los habitantes de unos espacios conocen otros, siquiera porque
pasan por la calle de vez en cuando. Pero resulta que cuando realmente quieren salir a un
espacio más público no saben cómo, porque el único discurso que conocen es el suyo, y
para ellos no existe ningún otro lenguaje, ni parámetro ni estilo ni mundo que el suyo;
viven encerrados dentro de un solo sistema de lógica y de estética y, por lo tanto, son
incapaces de hacer una traducción a otra retórica, por lo que, cuando salen, lo único que
hacen es enquistar su espacio privado en otro más público, como cuando se elige votar
por un candidato político sobre la base de que sonríe muy bonito: la simpatía hace las
veces de argumento; los espacios más privados se empotran en los espacios más públicos
sin modificación alguna, y con eso las personas creen que ya salieron al mundo, cuando
en rigor sólo lo privatizaron. Este ridículo es patéticamente claro en los individuos
aislados o egocéntricos, ya sean de egocentrismo doloroso o prepotente, que creen que
ellos son siempre el tema de conversación y que a la menor provocación emplean la
palabra «yo», que es no sólo la más querida, sino la única que les queda con algo de
significado, y así, si se habla del clima, siempre será oportunidad para decir que ellos
traen un suéter de repuesto o cualquier yoísmo por el estilo. Se trata de la implantación
de un discurso privado con características propias en un sitio más público; y en contra de
las características propias de ese ámbito, utilizar en una discusión las anécdotas familiares
o personales, argumentar que hay escasez porque uno no encontró azúcar en la tienda,
tratar a la empresa como la gran familia o al gobierno como un padre, son además de
analogías gastadas, implantaciones ideológicas. La fama como fenómeno colectivo
consiste en transplantar la imagen de un individuo, con su biografía, amores, intimidades
y dolores de muela, al terreno público;

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las ansias de ser famoso están de moda. Nada distinto de la otra moda del
espontaneísmo, según la cual hay que sentir y sólo sentir, sin pensar y a como dé lugar,
este nuevo modelo de la felicidad busca colocar la irracionalidad y la pasión en territorios
donde lo comprensible utiliza estilos más racionales: en vez de articular un argumento y
persuadir, hay que bailar, gritar y contorsionarse.
Imitación: salir hacia adentro
La ideologización es el proceso mediante el cual una realidad más pública, dura e
informática le va quitando espacio a una realidad más privada, blanda y comunicativa. Y
se dan dentro de la sociedad múltiples intentos de contrarrestar esta tendencia, haciendo
que lo privado vaya tomando espacios de lo público, pero, merced al encierro y la
repetición, los espacios privados toman como modelo de acción a los espacios públicos,
cometiendo el error de jugar con las reglas del enemigo y anotar puntos a favor de los
contrarios: se argumenta en favor de una realidad blanda con métodos duros, como
tratando de demostrar con datos que los datos no existen, pero mostrando en verdad
hasta qué grado lo blando se ha endurecido que sólo entiende la ternura si se le explica su
técnica, lo que equivale a argumentar que las personas son dignas de respeto porque
pueden pertenecer al mundo de las máquinas. Esto, a la postre, es querer salir por la
entrada, y cuando se logra, es salir hacia adentro. Esto sucedió, por ejemplo, con ciertos
sectores de la militancia feminista, que para plantear la razón de lo femenino echó mano
de la idea de igualdad e intercambiabilidad, y utilizó métodos racionalistas, estadísticos,
informáticos, duros, como prueba de que las mujeres eran capaces de ser tan frías,
calculadoras, eficientes, competitivas, interesadas y tecnocráticas como el más duro de
los hombres, y no sólo en el hogar, sino

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también en la oficina y en el poder:1 que podían exigir su derecho a oprimir, el cual se
les había negado. El resultado fue una mayor masculinización de la sociedad, que le
arrancó todavía más espacios a la feminidad. El sentido común contemporáneo se quedó,
finalmente, con esta idea del feminismo como equivalente de la militancia dura.
De cualquier manera, puede concluirse que la ideología no es un grupo demoníaco
que confabula en las cúpulas del poder de la sociedad, sino que es el empobrecimiento de
la comunicación que se da en cada lugar donde se repiten los pensamientos y
sentimientos sin pensarlos y sin sentirlos, hasta que pierden su significado. Y lo contrario
de la ideología es la política.
La invención de la política Conclusión incorrecta
Después de una paciente y minuciosa erosión del espíritu colectivo, sobre la calle,
como primeras planas de periódico barridas por el viento, queda lo que ha sido definido
como de interés general y problema nacional, que se refiere a cuestiones de finanzas y de
programas aunque sean de sahid o vivienda. En el laberinto de la misma calle quedan los
rumores sin validación oficial, apuntados en revistas, paredes y voces. Cuestiones
pertinentes pero más intemporales y etéreas como qué es el Estado, qué es la historia,
cuál es el futuro y dónde está la identidad, son temas para discusiones de café, política de
café, de café que se toma en las universidades y en otras partes donde todavía se puede
razonar todo aunque no sirva ni haya tiempo para nada, porque dejan la respuesta para
cuando la tengan y no para cuando se necesite. Mientras, cuando no escuchan todos sino
unos cuantos en círculo cerrado, las elucubraciones pasan de la cuestión de Estado al

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chisme de vecindad, y se habla de los amores y la cotidianidad y el tabaquismo de los
intelectuales mientras les toca el turno de la palabra para volver a discurrir sobre la
esencia del Estado. Ahora bien, las preguntas respecto al amor y el desamor, al
alejamiento o acercamiento respecto a dónde ha ido a parar la ternura, las buenas
maneras y las ilusiones de adolescencia, se tantean dentro de casa cuando se puede
hablar, en momentos especialmente extrovertidos de la vida familiar, cuando no hay que
lavar ropa, hacer cuentas, mirar pegados pero no juntos la videograbadora o hacer
pegados pero no juntos el amor, y cuando es viernes por la noche. Pero mientras tanto,
en ese sitio silencioso de los pensamientos, quedan las preguntas sobre la soledad, sobre
quién es uno y para qué, sobre el silencio que rodea a la palabrería o el absurdo del
prestigio y la tarea cumplida. En vista panorámica, las finanzas públicas de las primeras
planas se parecen demasiado poco al diario íntimo que se escribe en las paredes del
cráneo y los ventrículos con el objeto de que siga siendo íntimo, hasta que se borre un
día porque el viento del olvido también sopla por ahí, erosionando los leves esgrafiados
del recuerdo personal. Y por supuesto, lo que se siente casi sin saberlo no puede ser
elevado a rango constitucional, y las constituciones no parecen poder legislar lo que se
siente sin saber.
Esta es la visión de una sociedad que se autoconsume, que se corroe a sí misma,
pero es incorrecta, porque entretanto existe, y alegremente, la invención, el
descubrimiento, la política, y si a veces no se ve, es cosa de inventarla, descubrirla,
politizarla: politizar es sacar las cosas a la ciudad. Si la ideología es la técnica de la
verdad al cuadrado, la política es el arte de las verdades confrontadas, encontradas, que
se encuentran y conversan de sus cosas, merced a lo cual se crea el conocimiento o el
espíritu, que sale volando hacia la publicación, hacia las calles: merced a lo cual lo
privado se hace público. Lo privado es lo dividido, lo callado, lo oculto, lo olvidado: lo
público es lo reunido, lo encontrado, lo inventa

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do, lo descubierto, que queda verdaderamente inventado cuando llega a la calle. El
método de la política es la poética.
Del cuerpo a la casa
Lo más privado es el olvido: el olvido es el espíritu colectivo que, después de ser
dividido en asuntos estrictamente personales, es empujado dentro del individuo mismo
hacia la zona en blanco donde ya no hay nada que valga como realidad, para nadie.
Puesto que lo que va al olvido nunca vuelve y lo que viene del olvido siempre es nuevo,
todo recuerdo es más bien un descubrimiento o invento: pensar, imaginar, sentir, es crear
realidades nuevas que antes no estaban ahí, es hacer mundos nuevos cargados del pasmo
del descubrimiento, de la proeza del proyecto, llenos de sentido, que hacen que el mundo
de siempre sea otra vez el mundo por primera vez; encontrar un recuerdo perdido, como
un objeto olvidado hace ya mucho, comprender por fin una experiencia pasada, es una
novedad, y no una vejedad. Es el descubrimiento y la invención de realidades. La
memoria es creación. La creatividad individual, la imaginación, consiste en mezclar
imágenes, contraponer dudas, desenvolver alucinaciones, desarrollar recuerdos, con los
que se fabrican cosas distintas, ocurrencias, ideas que antes no estaban ahí,
pensamientos y sentimientos previamente inexistentes, y que uno descubre e inventa y,
sobre todo, se sorprende de sus propias ocurrencias: es que lo desconocido, lo privado, lo
impensado y lo insentido se ha conocido, publicado, pensando y sentido; y siempre que
esto sucede, sucede por primera vez: pensar es por definición pensar por primera vez,
porque la segunda ya es repetición. Y asimismo, toda invención es una buena noticia: hay
que ir a comunicársela a alguien; cuando algo bueno se le ocurre a alguien, no se aguanta
las ganas de decírselo al primero que pase. La palabra eureka fue hecha para decirse

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en voz alta. En suma, lo privado se hace público, salta de la sombra privada a la luz
pública del propio conocimiento, y en ese momento se reúnen lo racional y lo afectivo,
como, por ejemplo, cuando se narran los sueños: el sueño como tal es un licuado de
afectos indiferenciados, pero su interpretación los diferencia y los ordena en una
secuencia lógica que reconstruye racionalmente la afectividad y el sueño se hace
comprensible, y entonces se hace realidad. Como el sueño, también la poesía, el arte o
las soluciones de las problemáticas diarias, las obras de la cultura cotidiana, son formas
de irle dando significado a lo que no lo tenía, de conocer lo que sólo se sentía, de
conferirle un sentido a aquello que era un sinsentido; y son, en rigor, un acto de
politización del espacio íntimo. Es sacar las cosas a la plaza pública que todos llevamos
dentro, mejor conocida como conciencia.
Lo que se hace público en la intimidad del individuo es automáticamente privado en
el ámbito de la casa, porque los descubrimientos interiores no llegan mucho más allá del
baño, esto es, se mantienen como asuntos de índole personal; para que se hagan públicos
de nueva cuenta tienen que traspasar, en primera instancia, las fronteras de la piel y, en
segunda, sortear los vericuetos tortuosos de dentro del espacio doméstico. Hay retenes
materiales para el vuelo del espíritu. Una colectividad interesada en pluralizar el aire de
sus pensamientos y sentimientos, en hacer que lo privado se haga público para poder ser
discutido y resuelto abiertamente, tendría pues que practicar una suerte de albañilería del
cuerpo y de la casa, para que sus pasos de un lado al otro fuesen más fluidos.
Reconfígurar los espacios es transformar el mismo espíritu, porque ambos están hechos
del mismo barro con el mismo soplo. En el caso del cuerpo, implica enriquecer sus
recursos de actuación, de manera que sus palabras y su voz, sus gestos y movimientos, y
su vestido y su apariencia sean capaces de expresar, de translucír lo que la imaginación
ha construido, de poder poner en palabras, tonos, ademanes,

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textiles y peinados lo que uno piensa y siente en imágenes: es una cuestión
estrictamente histriónica de representación, ficticia, pero sólo tanto como la realidad
misma, porque las imágenes internas que no pueden ser puestas en símbolos externos y
comprensibles, no existen para los demás y, por lo tanto, existen demasiado poco. Ahora
bien, en el caso de la casa es al parecer más fácil replanificar su distribución, de manera
que lo personal y lo familiar puedan ir y venir más libremente; la casa-habitación
contemporánea está construida con una lógica de adelante y atrás, al frente y al fondo, y
dividida por paredes, pasillos y puertas: hacer más abatibles, como mínimo, éstas últimas
y reordenar su distribución con una lógica más urbana de al centro, donde los cuartos al
derredor confluyan libremente; es decir, se puede reconfigurar la casa mediante la
construcción de una plaza doméstica, donde bien pudiera situarse la cocina, que siempre
ha sido el hogar. Concederle a la casa un claro. Tanto en la memoria de la ciudad como
en la de la casa está ya listo el dibujo de los planos desde hace tiempo: en el patio central,
que el progreso volvió traspatio. Tanto en el cuerpo como en la casa, como en los demás
espacios, se trata de una arquitectura capaz de pintar las paredes de transparente.
De la casa al café
En el espacio de la casa, el eurêka de la invención y el descubrimiento se hace con el
mismo procedimiento pero con diferente material, a saber, con el material con que se
hace la plática y el calor de hogar, y con el procedimiento del intercambio de palabras y
gestos y todo lo demás. Lo que la invención crea en el espacio de la casa son hallazgos
en virtud de las mezclas, juegos, intercambios, que resultan en nuevos chistes, en giros
de lenguaje, en arreglos, ideas, soluciones, sorpresas, que estaban presentes como
posibilidad,

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pero en realidad ausentes. Es en estos deambulares de la plática casera en los que,
bien escogido el momento, cuando la conversación ya está bien templada, o más
congruentemente dicho, cuando está a punto de turrón, pueden plantearse cuestiones de
índole personal, como conceptos personales sobre la decoración, la familia, el amor, la
soledad o la muerte. Hacer público lo privado no significa presentar un informe sobre los
acontecimientos de la intimidad, sino exponer en los lenguajes y estilos propios de la
anécdota y el chiste una nueva argumentación que no se va a quedar como estaba, sino
que entra en franca comunicación con los acuerdos y saberes ya conocidos y
establecidos que, a la par del nuevo argumento, se ponen en tela de juicio y se procesan.
Se trata, pues, de meter lo inédito en lo sobreentendido, y de hacer chocar la tradición
con lo nuevo, para que siga andando la historia y, sobre todo, de hacer reunir lo personal
con lo social: lo íntimo también es compartido; dos ámbitos que coexisten separados
aparecen conviviendo juntos. Si lo personal puede ser exteriorizado, si lo indecible puede
ser dicho, si lo imaginado puede ser verbalizado, el individuo se politiza en la casa: las
recámaras bajan al comedor.
La comunicabilidad es consustancial a la comunicación. La perogrullada puede
desentrañarse de la siguiente manera: uno no piensa por ninguna razón ni dialoga por
ninguna otra que no sean pensar y dialogar, es decir, que la comunicación no puede tener
otro fin que ella misma: la cultura es inútil para cualquier cosa porque sólo es útil para sí
misma. Si tal es el fin, éste se cumple comunicando lo máximo, y lo máximo es hacer
público lo que es privado; habrá, en efecto, medios instrumentales para hacerlo, pero no
habrá nunca razones técnicas ni fuera de la comunicación para llevarlo a cabo. Así que
por vida propia, por sobrevivencia, toda comunicación busca los espacios públicos,
porque lo público es su tierra natal, su querencia. Por lo tanto, el siguiente paso de toda
comunicación y de toda publicación una vez realizadas,

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es comunicarse más, hacerse más pública y, por lo mismo, lo que se ha construido,
inventado y descubierto en el espacio doméstico de la casa, apenas puede esperar para
irse al café.
Lo que puede detener esta tendencia de las casas de acercarse a otras casas y
asimismo a los cafés, está inscrito también en la arquitectura. A las casas actuales ya les
falta desde nuevas un cuarto: aquél que estaba a medio camino entre la casa y la calle; las
casas se pueden acercar entre sí fundando de nuevo el porche o cualquier sucedáneo,
que permita que se queden abiertas las puertas hacia adentro como las puertas hacia
fuera, porque serían dos puertas distintas dado que en medio habría un lugar a donde se
pueden llevar actividades de dentro, tales como perder el tiempo o remendar los
calcetines, y a donde se pueden llevar actividades de afuera, tales como saludar a los
vecinos o jugar dominó en las tardes merecidas.2 Este lugar perdido es asimismo
descendiente de otro lugar perdido previamente, y que sirve también para acercar las
casas y los sitios de reunión; se trata del lugar de trabajo, como el taller, que en el
Renacimiento estaba adherido a la casa-habitación y que la industrialización del trabajo
abolió por infuncional, pero en el cual la socialidad laboral estaba en línea continuada con
la socialidad familiar, lo cual permite ir mezclando imperceptiblemente la zona pública de
la casa con la zona privada del café: este acercamiento físico entre espacio doméstico y
espacio laboral, que es una modalidad de los sitios de reunión, vuelve redundante el
automóvil en tanto instrumento de alejamiento, lo inutiliza en cierta medida porque ya no
hay que salvar las distancias entre la casa, el trabajo y el café: el automóvil acelera la
velocidad, pero atasca la comunicación de la sociedad; su abolición y su sustitución por
medios de transportes más sociables tales como bicicletas, zapatos, patines o por
distancias cortas, parece una utopía, pero es, además de una prueba del apocamiento
actual de las utopías, una utopía tan necesaria como la de que nadie se quede sin
educación en el planeta.

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T endo en los vehiculos mas pedestres, de tecologia menoir,r el viajero, o sea el
peatón o ciclista, está más en contacto con el mundo en todos los sentidos, incluyendo
los cinco, porque se ve, se toca, se huele más y mejor a pie que en automóvil.3 El
objetivo final de la arquitectura y el urbanismo era la comunicación colectiva y no la
eficiencia productiva: por eso antes era un arte y ahora es una técnica; pero si lo que
importa es lo primero, tienen que recuperar el arte que llevan hibernando dentro. Todo
arte es un modo de comunicación.
Ahora bien, lo que la casa contiene como evento público es, al parecer, el
acontecimiento de la afectividad, de la simpatía y la antipatía, que asimismo se contiene,
pero en privado, en los círculos de espaldas del café. Tanto por razones tácticas como de
sustancia, la afectividad no puede expresarse en el café como se hace en casa, porque no
cabe, se antoja desencajada; muy merecidamente son incomprendidos los aspavientos de
los gimoteos y las risotadas, los lazos emotivos de los guiños y las sonrisas, los eslabones
calentitos de los abrazos y los besos: esto es mundo privado, zona privada para un lugar
donde se trabaja con la conversación y con la argumentación de las ideas, con la
verosimilitud a debate. Aquí, para que la simpatía sea comprendida, es necesario
traducirla a una disquisición sobre la simpatía, con ese u otro nombre, pero en todo caso,
en los cafés se discute sobre lo que sea. Lo que es privado sólo puede aparecer en este
lugar público por la vía de las argumentaciones y sus adornos enfáticos. Los elementos
provenientes de la casa, cuando son bien traducidos, forman parte de la confrontación
con que se lleva a cabo la invención: lo que se hace público es la afectividad elevada al
rango de la racionalidad; lo que se descubre es la ratón; lo privado que se hace público es
el placer de la inteligencia, la inteligibilidad del corazón. Ahora bien, dentro de la
confrontación con que se hace la conversación, aparecen ideas, soluciones,
planteamientos, que son producto clarísimo del conflicto, en el sentido de que la razón se
hace de los puntos de vista contrapuestos, y por eso goza del debate, de suerte que
puede concluirse que lo que se inventa y se descubre, lo que salta al espacio público del
café, lo que se comunica, es la reunión de la pluralidad y el consenso, que en otras
circunstancias se hallan separados; corno decía Heraclite, lo diverso une, lo opuesto
fortifica. Por lo tanto, se funden igualmente las separaciones entre lo global y lo especial,
lo especializado y lo inexperto, etcétera. Cabe subrayar, no obstante, que la creación de
los sitios de encuentro no se reduce solamente a discursos, sino que también aparece en
formas más tangibles, puesto que genera nuevas formas de actuación social, de
organización, nuevos estilos de reunión y, por lo demás, de ahí surgen nuevas
expresiones en las artes, que corresponden principalmente a la dimensión de las
imágenes.
A veces, discusiones de este nivel se suscitan en espacios más privados; lo que
sucede en esos casos no es que lo público se esté privatizando informativamente, sino
que lo privado se está elevando a condiciones más públicas, como cuando de repente una
plática casera desemboca en una discusión filosófica sobre corrientes artísticas. Allí lo
público no es transportado a lo privado, sino que lo privado ha devenido público.
Cambiando de tema, puesto que el café tiene sus cercos y distribuciones de por sí

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móviles, toda vez que están hechos de muebles verdaderamente muebles, no inmuebles,
de mesas y sillas, así como de ese portento de movilidad que es la gente, se puede
acercar entonces a otros cafés y a la calle, simplemente sacando sus sillas y sus mesas y
sus gentes, como sucede en los cafés mediterráneos, y disolviendo sus distinciones entre
uno y otro para que el sistema de los sitios de reunión de la ciudad funcione como un
solo gran café, y quitando las reservas al derecho de admisión tales como consumo,
horario, etiqueta, y los requisitos etarios o académicos y otras ingeniosas trabas que se
ponen a la entrada libre, de manera que puedan funcionar como verdaderos sitíos de
reunión de la población civil y como foros de discusión, como los cafés parisinos de los
años veinte donde se gestó el surrealismo. Si los dos extremos de la forma del café son
por un lado las cafeterías y por el otro las universidades, ambos sitios de reunión y
discusión, se trata entonces de que las universidades se parezcan más a las cafeterías en
motivación e informalidad, y de que las cafeterías se parezcan más a las universidades en
voluntad de profundizar y argumentar los puntos de vista que ahí se expongan, porque,
después de todo, si la memoria colectiva no falla, ambas eran lo mismo. Por lo tanto, los
libros y otras formas organizadas del conocimiento que surgen como invención de los
cafés, y que se utilizan en la ranciedad de las universidades, pueden volver a entrar,
como efectivamente sucede, como forma de lenguaje en los cafés, a condición de que el
lenguaje de las universidades también se coloquialice lo suficiente. Entre los extremos de
las cafeterías y las universidades, se encuentra toda la gama de sitios de reunión, por
supuesto. La Escuela de Frankfurt, cuna de uno de los movimientos culturales más
emocionantes y fructíferos que tuvo el siglo xx, de donde salió la obra de Fromm,
Benjamin, Adorno, Horkheimer o Marcuse, y actualmente Habermas, era un sitio de
discusión académica o universitaria lo suficientemente desenfadado como para haber sido
llamado «el Café Marx», debido a que ahí se discutía el marxismo como no se permitía
hacerlo según los cánones ortodoxos; y tan inventivo fue el marxismo resultante, que se
le fue cambiando el nombre hasta convertirse en «el Café Max», porque hizo un
marxismo ya no estilo Marx, sino estilo Max Horkheimer, que era su director. Sólo en las
universidades, escuelas, institutos, centros y foros que recuerdan que su aliento proviene
de los cafés y no de la burocracia, se han producido adelantos culturales. Es similar el
caso de la también alemana Escuela de la Bauhaus, que inventó el concepto del diseño
industrial, por donde pasó gente como Gropius, Klee, Kandinsky, Herpbert Bayer

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y Matías Goeritz y que, de hecho, rediseñó y transformó, entre fiestas, trasnochadas


y celebraciones, la apariencia formal del mundo entero: uno no tiene por qué saberlo,
pero la silla donde está sentado leyendo, y la lámpara de junto y el cenicero, y el edificio
donde uno se encuentra, tiene la forma que tiene actualmente gracias a las ideas sobre la
forma de los objetos que surgieron en la Bauhaus.
Del café a la calle
Las razones inventadas en los cafés, entre las que destacan las grandes ideas de la
modernidad, las corrientes artísticas y las escuelas de pensamiento en general, son lo
suficientemente completas para buscar su salida al ruedo de la calle, esto es, politizarlas
y, a estas alturas, metropolizarlas y cosmopolitizarlas. Del café a la calle, politizarlas ideas
es precisamente publicarlas: escribir, actuar, construir, protagonizar. Ciertamente, las
invenciones del café no salen a la calle en la forma de conversaciones, sino en la forma
de objetos concretos, con los que se adorna el laberinto de la zona privada urbana. El
lenguaje, en efecto, toma la apariencia de objeto porque es lenguaje escrito, y las letras
impresas se pueden tocar, tienen un tamaño y un color y, si están en una pared,
cualquiera se puede recargar en ellas. En todo caso, ese lenguaje es más calculado que el
lenguaje hablado, con menos fisuras y sin asumir sobreentendidos y, además, suele viajar
guardado en libros, esas cajitas llenas de lenguaje que circulan bajo los brazos o que
esperan tras las vidrieras a su brazo que vendrá a recogerlas. Al volverse objeto, el
lenguaje se mezcla con la imagen y puede ir tomando nuevas cualidades afectivas,
similares a las de otras ideas no escritas, como las de las artes plásticas, que también
están traducidas en objetos, y sacadas a la calle aparecen como murales, fachadas,
monumentos, paisaje; así como hay ideas transcribi
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bles, también las hay construibles, fabricables, y todas juntas, habitables, y la
mayoría de las veces no son sólo ideas estéticas sino que también se refieren a funciones,
movimientos y necesidades que quedan adheridas a las formas mismas. Incluso la
filosofía puede publicarse no sólo por el medio escrito, sino por el medio textil y de
comportamiento de las modas y los ademanes, como lo hizo el existencialismo en el
movimiento Beat de los años cincuenta, o en el hecho de que la última gran herencia del
marxismo haya sido los pantalones de mezclilla. Y las invenciones también son actuables,
y aparecen como happenings o performances, estilos de comportamiento o modos del
lenguaje. En suma, el alma de la colectividad que alcanza la calle se inscribe en primera
instancia en la fisonomía y ambientación del laberinto de la ciudad; el aire callejero está
compuesto de este pensamiento y esta afectividad, y por eso cuando sopla se le llama
corriente de opinión.
Como en todo espacio, la reconfiguración física de la calle recompone al espíritu
colectivo, y pese a la magnitud de la tarea de reconfigurar una ciudad, ésta parece poder
lograrse más mediante la omisión que la comisión: puede decirse que no hay
reconfiguración de la calle más instantánea y barata que la abolición del automóvil; la
presencia de ese artefacto ha dotado a la ciudad de una sustancia que parece pasajera e
inmaterial, pero que es permanente y sólida: la velocidad. La velocidad, esa raya, ha
hecho que las calles, aun cuando puedan ser métricamente amplias, se tornen angostas, y
por eso se trazan líneas de transporte, porque por la calle se anda sobre pasillos. De igual
manera, ver la ciudad montado en la perspectiva de la velocidad, hace que los objetos
pequeños y detallados, como la herrería de los balcones o las caras de la gente, así como
los objetos demasiado cercanos, se borren, desaparezcan, simplemente porque pasan
demasiado pronto y, por lo tanto, hace que lo que pueda ser visto desde el automóvil
tenga que ser grande y siempre a la distancia, sin nin

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gún detalle ni cuidado, como por ejemplo los anuncios publicitarios, que cada vez son
más grandes y sin preciosismo alguno, puesto que son hechos para ser vistos rápido,
desde lejos y sin posibilidad de detenerse, tanto por el tránsito como por la cantidad de
actividades que se supone que da tiempo de hacer yendo a la velocidad del automóvil. La
velocidad crea demasiadas actividades fuera de la calle, y dentro de ella la exclusiva
actividad de transportarse, de modo que al final la ciudad está hacinada, pero no de
gente, como dicen los que usan coche, sino de coches que ocupan ocho veces más
espacio que una persona; así, sin automóviles, la ciudad se haría de repente ocho veces
más extensa, las prisas se reducirían en 60 kilómetros por hora y habría lugar hasta para
que cupiera la posibilidad de detenerse a que reaparezcan ante los ojos objetos no vistos
antes por ser demasiado pequeños y estar demasiado cerca, y en cambio, lo que dejaría
de poder ser

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visto, toda vez que un transeúnte no levanta la vista más de diez metros,4 sería el
gigantismo de los anuncios publicitarios y los rascacielos que, por lo demás, bien vistos,
resultan demasiado planos como para que valga la pena levantar la vista: lo gigante se
haría invisible, al tiempo que aquello que está a la altura del ser humano reaparecería. Y
por último, la calles dejarían de ser transitables sólo longitudinalmente, como líneas, para
serlo también transversalmente, oblicuamente, deambulantemente, como suele moverse
la gente cuando juega, baila, contempla o se comunica; e incluso podría realizarse en
ellas cualquier actividad que se ocurra, y las ocurrencias vendrán solas una vez teniendo
el lugar, de la misma manera que a uno se le ocurre fumar cuando ve un cigarro o
sentarse cuando hay una silla. El espacio invoca la actividad. Cuando las calles se
amplían, pueden transformarse en cualquier instante en explanada, o sea, en la zona
pública del alma de la calle para lo que sea menester, que ya también se ocurrirá, puesto
que la idea que ya se ocurrirá existe latente en la zona privada del laberinto. De hecho,
pasar de la zona privada a la zona pública de la calle consiste estrictamente en convertir
las calles en plazas; por eso, lo primero que sucede durante los movimientos sociales con
marchas y mítines es la interrupción del tráfico de automóviles. En resumen, la velocidad
es un objeto que hace que los espacios sean lineales, enormes, lisos y
sobreespecializados. Para reconfi'gurar el espacio callejero y juntar sus zonas privada y
pública, basta disminuir la velocidad, aboliéndole sus automóviles: ello equivale a
construir espacios lentos, minuciosos y múltiples, que es donde le gusta revolotear a la
comunicación, que siempre ha tenido vocación de paloma.
De cualquier manera, politizar en este espacio significa llevar las ideas que trashuman
por la ciudad hacia el centro, al corazón, a la plaza pública donde, para que quepan,
adoptan formas muy concentradas, en muy pocas palabras y muy pocas imágenes, pero
suficientemente contundentes: en la plaza pública las razones se convierten en
presencias, en la acumulación compacta de gente que con gritos y pancartas hace
exigencias simples de honestidad, igualdad, libertad, paz, educación, salario o cualquier
otra cosa que se le haya quitado. Es como si las comentes de opinión, el lenguaje, los
afectos y las argumentaciones se encarnaran en un solo ser sólido, una sola voz, una sola
idea, una sola demanda, una sola imagen y un solo movimiento frente al cual, a pesar de
la simpleza, nadie puede hacerse el desentendido, ni el que no entiende: todos ya saben
de qué se trata y, en especial, lo sabe el destinatario, el interlocutor: la burocracia
informática y, más específicamente, su zona administrativa, la cual no puede, pese a que
lo suponga, cerrar las puertas y ventanas y orejas de su espacio para no enterarse
porque, de hacerlo, deja de existir: se incomunica y se vuelve irreal, que es lo que ha
sucedido a las dictaduras, que se convierten meramente en un golpe sordo y bruto, como
los terremotos y las mordidas de los perros, que se terminan tarde o temprano dejando
tras su paso un número indeterminado de víctimas; pero como las catástrofes naturales,
las dictaduras son asuntos que deben ser arreglados por las buenas o por las malas, de
una vez por todas, sin que haya necesidad de ningún entendimiento. Derrocar dictaduras
no es una cuestión psicológica, sino biológica de supervivencia. Pero, en todo caso, las
administraciones que no se quieren volver irreales para la sociedad civil no pueden cerrar

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las ventanas, porque en ese preciso instante la sociedad civil es capaz de fundar una
administración de facto, es decir, es capaz de autoorganizarse, autogestionarse y
continuar la vida por su parte, como lo ha hecho la economía informal, las
organizaciones vecinales y tantas otras formas de la colectividad que ya no esperan no
sólo que las oigan, sino ni siquiera que no las oigan. La tendencia burocrática de solicitar
para todo que se llene un formulario que se convierta en trámite, ya sea para impartir
justicia, distribuir salud o cambiar gobiernos, provoca que la calle se dé cuenta de que
puede realizar las operaciones sin pasar por las ventanillas ni los escritorios ni los
funcionarios, y como en una iluminación de su memoria colectiva, el alma de la calle se
acuerda que ella creó a la administración, y no, como se especifica en los formularios de
los trámites, al revés.
Y es que, en rigor, la. vida colectiva se congrega en la plaza pública para hablar
consigo misma, y es por eso que es la administración la que debe salir a la plaza, y no la
plaza entrar en el parlamento. La cúspide de lo público está en la calle. Y entonces es
cuando el espacio extrapúblico informacional se acuerda de que es la calle quien lo
legitima, quien le da existencia y le permite conservarla, para lograr lo cual lo que le
corresponde es administrar bien y transparentemente. Para eso le pagan. No en balde a
los burócratas se les llama servidores públicos.
La máquina administradora de la sociedad se esconde de la calle mediante el truco de
la omisión de información, que es la fuente de su poder. El poder era información
omitida y, por lo tanto, su forma específica de politizarse, de sacar las cosas a la ciudad,
es haciendo público lo extrapúblico, lo cual implica hacer que sus límites sean fluidos,
osmóticos, permeables, lo que se logra por la comisión cabal de información, esto es,
informar de todas sus actividades en un lenguaje propio y sin perpetrar atentados
publicitarios autolegitimadores; es decir, no debe utilizar el estilo ambiguo, multilateral,
polisémico, bello y persuasivo propio de la cultura cotidiana de las calles y sus adentros,
sino el que le corresponde, o sea, el lenguaje meramente informativo, porque las
interpretaciones no son tarea de la administración, sino del resto del espíritu colectivo. A
la administración le corresponde el papel de ser útil, enciente, efectiva, pero no el de
utilizar. Así es la genuina retórica de la información: la incolora belleza del dato preciso,
que es, finalmente, una ética.
Al mismo tiempo, en el interior mismo de la burocracia, la politización consiste en
sacar al poder de su zona privada y pasarlo a la zona pública de la administración. En
suma, utilizar todos los recursos, tecnologías y posesiones para administrarlos en favor
de la colectividad, e informar llanamente de ello. La informática politizada no se justifica:
administra.
A/oías
1. En efecto, como muestra Gergen, el tipo de conocimiento que se consigue con métodos empiristas «ha
sido empleado a menudo por los hombres para construir versiones de la mujer que coadyuvan a su subyugación»
(p. 272), por lo cual las teóricas feministas han sido las primeras en ensayar métodos alternativos de
conocimiento.
El empirismo se justifica sobre el método científico, pero éste no es un problema del método de las ciencias
naturales en sí, sino de su implantación ideológjca a las ciencias sociales y del espíritu: son métodos cientificistas.
Lo que se llama método científico es, bien entendido, un procedimiento de dominio y control sobre la naturaleza,

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concretamente sobre la naturaleza física, y que se sustenta, se justifica y se verifica precisamente por su
capacidad de manipulación y utilización de dicha naturaleza (cfr.

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Habermas, 1968). Este control, que rinde sus frutos mediante la aplicación tecnológica y con la obtención de
riqueza material es, pues, la garantía de verdad de las ciencias naturales: los dominadores de la naturaleza son así
una alta expresión de la racionalidad. Sin embargo, la ideologización de la ciencia y su método consiste en
extrapolar la idea de naturaleza más allá de su ámbito propio y hacer que abarque a la sociedad y a la gente por
igual, de manera que se pueda considerar a la gente como objeto natural, físico y, por lo tanto, susceptible de
control y dominio: como recurso uulizable. Así, con el método científico, que justifica válidamente el dominio
sobre la naturaleza, se justifica inválidamente el dominio sobre la gente, y entonces quienes ejercen el control
social aparecen asimismo como los que son racionales y poseedores de la verdad (cfr. Moscovia, 1976). En
suma, el que ejerce el dominio social asume que tiene de su lado la verdad, y lo puede demostrar empíricamente.
Las ideas sociales de progreso, trabajo, eficiencia, modernización, descansan sobre este tipo de racionalismo
cientificista y, en resumen, descansan sobre él las justificaciones de un grupo sobre otro, concretamente la
dominación masculina sobre la sumisión femenina, según puede verse en el hecho de que la racionalidad científica
y la frialdad calculadora aparezcan estereotípicamente como atributos de los hombres, mientras que la
racionalidad afectiva, llamada por los hombres afectividad irracional, aparezca como atributo de las mujeres, lo
cual puede condensarse en la opinión de sentido común según la cual los hombres no saben llorar y las mujeres
no saben conducir. Sin embargo, parece ser que la verdad establecida es verdadera no por ser científica sino por
ser masculina.
Cabrá quizá aclarar que los géneros no tienen sexo, porque son más bien formas de pensamiento, y por lo
tanto lo masculino no es propiedad exclusiva de los hombres y lo femenino no lo es de las mujeres, de suerte que
hay feminidades machistas de la misma manera que hay masculinidades feministas. Pero, en todo caso, el empleo
ideologizado del método científico en las ciencias de la cultura, que incluye la idea de que la verdad es verdad
aunque no nos guste, porque así es la ciencia y porque está objetivamente depositada en una realidad que es
independiente y exterior a las personas, y la cual puede ser demostrada mediante datos y demás cuantificaciones
empíricamente verificables, son procedimientos verídicos, pero no veraces, porque cada vez que se analiza la
realidad social con métodos cientificistas, se está colando entrelineas una versión de la realidad en la que hay
dominadores y dominados y que, puesto que puede ser comprobada mediante el método científico, tiene que ser
admitida por quienes salen perdiendo.

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Por las razones anteriores se hace bienvenida una metodología que comparta una racionalidad de otro orden,
capaz de comprender la lógica de los afectos sobre la de los cálculos, de la comunicación sobre la información,

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de las experiencias sobre las utilidades, de las reuniones significativas por una metodología de género femenino,
en donde, de inicio, el conocimiento no es independiente de los participantes sino, al contrario, construido por
ellos, es decir, que la verdad es una creación, una obra realizada por la comunicación de los interesados,
construida según sus necesidades y proyectos, no mediante la imposición sino mediante la argumentación, la
negociación y el acuerdo. No se trata de una verdad cuantitativa técnica, sino de una veracidad cualitativa
práctica, que no es-lo-que-es, sino lo que queremos que sea. La verdad no es una descripción de hechos, sino un
proyecto de sociedad, proyecto éste que se hace entre todos y donde no caben los dominadores ni los
dominados, ni los expertos ni los ignorantes, ni los héroes ni los mártires, ni los hombres ni las mujeres, sino los
participantes en igualdad comunicativa: en buen castellano se llama democracia radical, y en castellano académico
se llama método hermenéutico, comprensivo o interpretativo.
2. Gehl, arquitecto, urbanista y ciclista, tiene un libro sobre La vida entre los edificios (1980), que constituye
un alegato a favor de la suavización de la tajancias entre los distintos espacios, de manera que los eventos y
actividades puedan fluir de un lado a otro fácilmente, toda vez que la gente tiende a la calle porque la gente busca
a la gente, pero donde el diseño arquitectónico se lo impide. Con respecto a las casas-habitación plantea tres
propuestas que resume así: fácil acceso de entrada y salida, sin escalentas, corredorcitos ni puertas gratuitas que
separen el adentro y el afuera; buenas áreas de estancia directamente enfrente de la casa, donde se puedan
colocar sillas, mesas, radios, periódicos, tazas, juguetes; y algo qué hacer y con qué trabajar directamente
enfrente de la casa. Cuando esto sucede, la casa queda directamente comunicada con el exterior público (bien a
bien, este sitio de enfrente de la casa equivale a la instalación de un espacio semiprivado semipúblico: cada casa
con su propio café), sin por ello perder su privacidad necesaria pero no obligatoria.
3. Según Hall (1966) el viaje en automóvil «reduce la sensación de desplazamiento por el espacio» al mismo
tiempo que «emborrona la visión» del paisaje, junto con el hecho de que «encierra a sus ocupantes en una concha
de metal y vidrio» (pp. 214 y ss.); resulta que el cuerpo pierde contacto con el mundo y se vuelve, en términos
de cognición y percepción, un ser bastante más primitivo y rudimentario que el peatón, y tanto más cuanto más
lujoso sea el automóvil, pero el solo hecho de

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hablar de ello le hace perder a Hall su flema científica: «consideremos esos extravagantes armatostes de

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Detroit, de ancha base, que atestan nuestras carreteras. Su gran tamaño, sus asientos estilo canapé, sus suaves
muelles y su aislamiento están hechos para procurar la menor sensación posible del camino» (p. 80). Pero no sólo
sus tripulantes prescinden del mundo, sino que les privan de mundo a los que se encuentran fuera, toda vez que,
siempre Hall, «el automóvil es el mayor consumidor de espacio, personal y público, creado por el hombre hasta
ahora. En Los Ángeles, ciudad automovilística por excelencia, Barbara Ward averiguó que 60 % o 70 % del
espacio está dedicado a los coches (calles, estacionamientos y viaductos o caminos de acceso limitado). El
vehículo se traga los espacios donde podría reunirse la gente. Parques, paseos, todo es para el automóvil».
4. La relación entre velocidad, contacto social, arquitectura y tamaño físico de la ciudad puede encontrarse
suficientemente argumentada en los libros recíprocos de Gehl (1980) y Hall (1966). Este último, antropólogo,
puede considerarse como el sorprendente descubridor de lo que él denominó «la dimensión oculta», es decir, del
espacio como forma de percepción, cognición, afectividad, pensamiento y expresión de la vida. Y su texto es,
con todo merecimiento, el clásico al respecto.

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El espíritu de la ironía
Hay una ironía elemental que es indiscernible del conocimiento, y que, como el arte, es hija del tiempo libre.
V. JANKÉLÉVTTCH
Politizar es reunir
La memoria colectiva pluralizó el espíritu de la colectividad pero, al mismo tiempo, lo
partió en mitades. Uno de los cortes más quirúrgicamente precisos es el que separa la
cultura de la «política» profesional, de donde se supone que lo cultural no tiene nada que
ver con lo político, que lo cultural es lo bonito pero lo político es lo real, de manera que
quienes se dedican a la cultura deben recibir premios pero no meterse en cosas de
política, y cuando ellos insistan en que sí, hay que darles otro premio. Sin embargo, para
la colectividad, lo político está en todas partes, sólo que repartido, distribuido, de donde
se puede concluir que, bien a bien, politizar es reunir: reunir lo cultural y lo político, así
como lo privado y lo público. Reunir aquellas partes de la memoria colectiva que la
historia ha separado pero que, una vez que se encuentren frente a frente, puedan
confrontar sus diferencias. Por razones inherentes a la comunicación, cuyo fin es ella
misma y que, por lo tanto, no se puede conformar con comunicar sólo hasta cierto
punto, sino comunicarlo todo, el lugar ultimado de encuentro de la pluralidad de lo
público es la calle, porque es el único espacio que se colma. De entre las miles de cosas
partidas por la mitad que quieren reunirse por la mecánica de la invención política, están,
además de

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lo cx>nocido y lo desconocido, también lo racional y lo afectivo, lo especializado y lo
holístico, lo experto y lo cotidiano, lo social y lo individual, lo masculino y lo femenino,
lo mineral y lo orgánico, lo cognoscitivo y lo estético, las palabras y las imágenes, y
tantas otras cosas que no se juntan por la razón de que son contradictorias, pero que
deben juntarse justamente porque la razón es contradictoria, puesto que consiste en la
comunicación de las diferencias.
Los trabajos de politizar
Politizar, hacer que lo privado se vuelva público, no es cuestión de voluntad, porque
eso es solipsismo privado, muy al uso, y tanto que en el manual de urbanidad de la
izquierda ha recibido el nombre de «concientización», según el cual resulta de buen gusto
y encantador en las reuniones de todo tipo advertir que uno está realmente concientizado,
muy «politizado», siendo del todo conveniente utilizar el calificativo de «reaccionario»
contra todos, de ser posible aderezado con palabras gruesas. Pero los trabajos de
politización son otros, y son tres. El primero consiste en tener algo que decir, lo cual no
es muy complicado porque en cualquier lugar están presentes múltiples experiencias que
no han sido dichas. El segundo consiste en saberlo decir y/o exponer y/o actuar en el
siguiente espacio más público, como sucede cuando uno tiene que expresar en palabras lo
que sabe en imágenes o imaginaciones, lo cual es un poco más complicado, porque
implica la capacidad de pensar y sentir en dos espacios diferentes al mismo tiempo y, por
lo tanto, conocer ambos lenguajes y ambos estilos para poder pasar el conocimiento
inventado de un lado a otro, que es el talento del traductor, quien puede sentir una misma
experiencia en dos idiomas; muchos saben hacer esa traducción: novelistas, cantantes,
cronistas, periodistas, oradores, escritores epistolares y de diarios íntimos, buenos con

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versadores, lo están haciendo, y en especial los movimientos culturales y políticos
que emergen continuamente en la sociedad. Todos ellos están presentando en términos
comprensibles ciertas realidades que hasta entonces habían pertenecido a un espacio más
privado como, por ejemplo, las madres de los desaparecidos políticos, o los ecologistas, o
las feministas, oíos movimientos estudiantiles.
Después de tener algo que decir y de poder decirlo, el tercer trabajo de la politización
es paradójicamente el más difícil: ser oído, porque el aire de la ciudad está tan saturado
del ruido en círculos de la ideología, es decir, que ya hay tantas cosas que ver, oír, leer,
usar, sentir, que difícilmente puede resultar llamativo ver, oír, leer, usar, sentir una cosa
más. Cualquier cosa que se presente en público, sea un libro, una pintada en la pared,
una desgracia más, una obra de arte, otro proyecto, alguna protesta, pasa a sumarse al
vórtice de palabras, imágenes y objetos que la publicación y la publicidad han producido,
sobre todo en los últimos cien años de la historia. Actualmente, una cosa más es una cosa
de más. Así las cosas, puede bien tener algo que decirse y poder traducirse, pero su
problema es ser oído, por lo que el trabajo consiste en que lo que se haga público
aparezca como digno de ser atendido, que resulte interesante, como una realidad
emocionante por sí misma, persuasiva. En efecto, la comunicación no es tanto una
cuestión de precisión sintáctica o de exactitud semántica como de persuasión pragmática,
porque la voz que clamaba en el desierto pudo haber sido todo un modelo de perfección
gramatical, pero si el desierto siguió sordo y desinteresado en el arte de hablar
correctamente, la voz se volvió muda. Tampoco el fenómeno de la persuasión tiene que
ver con el asentimiento por cansancio que se logra en las asambleas o con la aquiescencia
por empalagamiento de las campañas electorales, donde asambleístas y votantes cambian
su opinión o voto, pero su visión del mundo no se ha movido ni un milímetro. En
cambio, el fenómeno de la persuasión es, el acto de volver a inventar en público la
misma invención hecha en

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privado, es hacer que se descubra un descubrimiento de nuevo por vez primera,


como niños frente al mago o como cuando uno se vuelve a entusiasmar con una canción
muy vieja y la vuelve a oír y sentir como si fuera la primera vez. Es ver con los ojos
atónitos la aparición de lo invisible, lo impensable, lo inimaginable, lo inconcebible. De
modo que, si la comunicación siempre es persuasiva, entonces es, por definición, la tarea
de fabricar utopías: una utopía es un lugar de otro mundo, un objeto de otro espacio, una
coordenada de otro mapa, o sea, la realidad de lo privado vuelta realidad en público. La
persuasión es, pues, un golpe de luz que alumbra realidades que no estaban allí antes, es
la iluminación de una imagen insólita, como encender la luz de la recámara y encontrarse
el Mar Caribe, incluido un barco pirata. Y una visión inédita es siempre bella, pero no
bella por su parecido con la idea de belleza, sino bella por su novedad; la política de la
persuasión no se rige por la estética del parecido, de los estilos establecidos, sino por la
estética de la sorpresa, frente a la cual se opacan, se obsoletizan todas las demás
bellezas ya sabidas y las realidades anteriores a la nueva realidad se hacen insípidas,
aburridas, viejas. ' La persuasión no muestra necesariamente cosas nuevas, sino el
sentido de las cosas, que, por definición, siempre es nuevo. En suma, el trabajo de ser
atendido consiste en que lo privado se haga público y lo público se haga insólito. Una vez
que la utopía se hace real, es decir visible, es decir comprensible, el mundo de hecho, de
facto, se torna elástico, manuable, transformable. Por eso quizá uno deba acostumbrarse
a la vida, pero no debe acostumbrarse a la realidad.
El humory sus densidades
Es curioso que lo que sorprende, lo insólito descubierto en las propias narices, el
eurêka de la humanidad, provoque típicamente una reacción: la risa. En efecto, cuando
uno descubre
o inventa algo, cuando se da cuenta de que tiene lo increíble frente a los ojos, uno se
pone contento, se ríe, incrédulo, incluso ante las malas noticias, de las que se entera, las
sabe y no lo cree, de forma que la prueba de que algo se ha hecho público, de que algo
se ha politizado, es la risa. Ciertamente, el mecanismo de la sorpresa es igual al
mecanismo del humor.
De entre las diferentes risas, el chiste es la forma más burda del humor, el humor
propiamente dicho es la forma natural de la sorpresa, y la ironía es la forma sutil del
humor, que por sutileza, no se ríe, sino sonríe. Entre la invención y el humor no hay
mayor diferencia; la única es que la invención está disponible para el que la está
buscando, para quien sí quiere encontrar un nuevo conocimiento, por ejemplo, para el
poeta que se sienta toda la tarde a encontrar el verso que le falta, o para quien sale a la

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calle buscando la ciudad; el humor, por el contrario, es la manera en que un
conocimiento se le presenta a quien no lo está buscando ni lo quiere encontrar, y por eso
se le tiene que aparecer por sorpresa, tomándolo desprevenido. La ideología, al extremo
opuesto de la invención y el humor, no sólo no quiere saber nada más, sino siempre
quiere saber algo menos: de ahí su solemnidad. En sus tres formas, y para inteligencias
distintas, el humor en general consiste en el cambio repentino de espacios y de objetos
pertenecientes a otros espacios, como cuando uno va a un museo y se encuentra una
pala de nieve colocada en el lugar de una escultura: se le aparece algo que no es, es una
escultura que no es, o lo que no es una escultura también lo es. La risa que provocó
Duchamp a principios del siglo XX dejó sin definición a la escultura por el resto del
milenio. El que se ríe había aceptado previamente una trama como real, y la fue
siguiendo por un rato sin reírse, pero al final se encuentra con que estaba en otra.
Después de un baño de humor, los lugares y los objetos del mundo ya no pueden seguir
siendo lo que eran, porque de ahí en adelante se hace difícil marcar la diferencia entre lo
real y lo irreal, entre lo que está allí y lo que no, entre un museo y un tiradero de
chatarra, entre La
Piedad de Miguel Ángel y un puente envuelto en tela. El humor junta lo que la seriedad
separa.
E humor espeso
En los chistes, el narrador describe un escenario que todo el que oye tiene la
obligación de aceptar como correcto, como sucede al contar cuentos de hadas donde al
aceptar de entrada como correcto el escenario es perfectamente normal que aparezca una
bruja aunque en otro contexto no se aceptaría; y así también en los chistes, la narración
transcurre consecuentemente hasta el último momento, donde se introduce un elemento
que es igualmente correcto, pero perteneciente a otro escenario, como si la princesa del
cuento de hadas al final se fuera en helicóptero, y uno se ne. Los chistes de política
transcurren en el terreno de la política pero se desenlazan en una frase que pertenece al
terreno de lo familiar, y a los chistes sobre Dios se les pone a lo último un elemento
humano. Lo que era y lo que no aparecen juntos. Dos cosas que se entienden seriamente
por separado, se hacen apenas risiblemente comprensibles cuando se juntan, como el
presidente de la nación jugando con sus barquitos en la bañera. Pero no hay que dar
ejemplos de chistes, porque todos saben alguno y, sobre todo, porque los chistes no
duran más que una vez, y cuando se repiten ya no tienen chiste y cuando se reiteran
pierden hasta el chiste de la primera vez: acaban con la sorpresa retroactivamente. Puesto
que los chistes son historietas empaquetadas, terminadas y, por ende, repetibles una y
otra vez, son carne fácil de ideología, que es repetición, así que no duran como sorpresa:
por muy bueno que sea el chiste, a la segunda vez es malo. El chiste es la forma del
humor que más fácilmente puede ser atrapada por la inercia. Es la forma más lerda del
humor, la más espesa y, no por casualidad, la más consagrada por una

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sociedad encerrada en el individuo; el cerebro terminadamente aislado de los
individuos sólo puede guardar historietas aisladamente terminadas. Los chistes son
diálogos artificiales, que se insertan en el diálogo natural sin relación ni continuidad
alguna, y que se insertan cada vez que ya no se tiene nada de qué hablar. Cuando en una
reunión aparecen los chistes, es que la conversación se ha terminado: después de un
silencio irrompible, alguien pregunta quién se sabe un chiste. Es un humor placebo.
B humor en su estado natural
El humor propiamente dicho, en cambio, va brillando entre la conversación. Para
decir un chiste se empieza avisando que se va a contar un chiste, pero el humor no avisa,
sino que va subido siempre en el tren de la comunicación, y aprovecha los elementos que
en ella aparecen para darles la vuelta y dotarlos de una lógica distinta, y sin detenerse
mucho, como si en un abrir y cerrar de puerta se vislumbrara la luz de otro espacio; el
mejor humor es corto y rápido. El humor es un chiste contextualizado, irrepetible fuera
del contexto, y si alguien quiere enseñar los toques de humor dados en una conversación
le va a costar trabajo, porque debe explicar primeramente el contexto donde se dio la
respuesta ingeniosa y el cambio de sentido o el juego de palabras, el golpe maestro de la
ilógica, con lo cual deshace el humor porque lo vuelve chiste. Así el humor es más
durable porque es menos atrapable, más diñ'cil de repetirse, porque forma parte de un
contexto y no se puede disociar de él. El humor es oportuno; los chistes son
importunaciones. Todas las transformaciones político-culturales del siglo XX se han
hecho con humor, desde las sufragistas inglesas que gritaban consignas a los hombres del
parlamento y que en el momento de ser sacadas del recinto resultaba que estaban encade

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nadas a sus asientos, hasta el graffiti de las primaveras y los mayos del 68, cuyas
convicciones se expresaban con frases del tipo de «soy marxista de la tendencia
Groucho», movimiento éste que, con el recurso de pintar paredes que se aprende a los
cinco años, fue más convincente que la televisión y la prensa: cuando, citando otra vez
sus paredes, la imaginación tomó el poder. Asimismo, las caricaturas políticas de los
periódicos son más recordables e ilustrativas que los cuadros estadísticos, aunque se
refieran a lo mismo; a un funcionario le duele más una caricatura que un análisis: a éste
lo puede desmentir, a aquélla no.
El humor fluido
Si el chiste tiene la apariencia pegoteada de un set cinematográfico y el humor es la
fachada y la decoración de una construcción sólida, la ironía, por su parte, representa la
belleza de la propia estructura, bastante menos notoria, pero tanto más fundamental. En
efecto, la ironía es el humor sutil. Etimológicamente significa «interrogación fingiendo
ignorancia», que es lo que hacía Sócrates, de donde resulta que también se le ha definido
como «burla fina y disimulada»; disimula tan finamente que para dar a entender algo dice
todo lo contrario: «¡Qué persona tan seria es usted!»; en efecto, en otra definición
aparece que «la palabra es directamente opuesta al pensamiento, pero lejos de ocultar el
pensamiento, esta manera de emplear la palabra hace resaltar con más fuerza lo que se
siente».Y por eso se pone seria: para reírse mejor.2
La sorpresa de la ironía, por sutil, es irrepetible, y por eso no puede ser atrapada,
de manera que es durable, porque la ironía ni anuncia que es un chiste ni se reconoce
como humor, sino que pasa por la comunicación sin anuncio y sin noticia, por lo que,
aunque se quiera repetir parece que no hay nada que repetir, y de hecho, la ironía
siempre puede declarar que no hubo tal, lo

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cual es, de paso, otra ironía: es un golpe sin pruebas, la coartada de estar en otra
parte. La ironía es el contexto mismo. Ello hace casi imposible dar ejemplos de ironías,
aunque siempre que no se pueda no aplaudir a los poderosos, se les puede aplaudir
demasiado. De la misma manera que siempre se puede solicitar, conforme a riguroso
protocolo, el Premio Nobel de la Paz para los dictadores. La ironía es respetuosa de las
apariencias; sólo destruye las esencias. En todo caso, puesto que la ironía no es
atrapable, tampoco es cooptable: no puede volverse ideología porque no puede ser
repetida, y, sin ánimo de repetir, se sabe que la repetición es la condición de la ideología.
La ironía es una forma de comunicación que no puede volverse información, porque lo
que expresa no lo dice, sólo lo muestra. Por la sorpresa y por el humor es capaz de ser
comprendida y gozada pero, por su textura de pez, escurridiza y resbalosa, no puede ser
retenida; siempre se escapa. La ironía solamente es ironizable, pidiendo un aplauso más
fuerte y además el Nobel de Literatura, aunque esta ironía de rebote no siempre llega,
toda vez que la tecnocracia informativa desconoce la figura de la ironía, porque ésta no
puede ser codificada en signos. La administración técnica de la sociedad, como cualquier
tecnología, sólo puede entender lo que se dice y de una sola manera, pero no lo que no
se dice y de dos maneras a la vez. Una computadora jamás podrá entender una ironía.3
El tamaño de la ironía es humano, no cibernético, y por eso puede tocar las redes del
poder sin ser atrapada por ellas. Solamente lo repetible es ideologizable, pero al contrario
de los pantalones de mezclilla y de las consignas políticas, la ironía no puede producirse
en serie.
El espacio común
La ironía reúne lo que la ideología separa. Si el espíritu colectivo está dividido en
espacios contrapuestos, cada uno con sus propios lenguajes e imágenes, con sus propios
cono
cimientos, el espíritu irónico es aquella forma de la comunicación que, al mencionar
en una frase algo y su opuesto, está juntando el pensamiento y el sentimiento de dos
espacios opuestos dentro de uno. Sócrates inauguró oficialmente el conocimiento
occidental con un discurso irónico: «Yo sólo sé que no sé nada», con lo que juntó la
sabiduría y la ignorancia en un lugar por encima de ambas, que es un lugar razonable. Y
así, de la misma forma, la prosecución de la razón sigue consistiendo en juntar los
espacios opuestos: lo individual y lo colectivo, lo racional y lo afectivo, lo público y lo
privado, la amargura y el cariño. Con ello, la ironía funda, sobre espacios públicos,
lugares donde está presente lo privado: disuelve las divisiones del espíritu sin atentar
contra la diferencia y la pluralidad, porque para la ironía sería atentar contra sí misma,
sería ponerse seria. La ironía funda, por encima de los espacios privado y público, un
tercer espacio, distinto, un espacio común, el lugar común revisitado, tan público que le
cabe hasta lo privado, donde todos los pensamientos y sentimientos del espíritu colectivo
pueden deambular y comunicarse sin restricciones.
Pero este tercer espacio es más bien «virtual», todavía no se ha construido
materialmente; por hoy es puro aire, puro vuelo, espíritu desencarnado y de pocas
palabras: es la imagen del sentido de la vida de la colectividad, inatrapable e irrepetible.

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Paulhan llamó correctamente a la ironía, no exento de ella, «el tercer espíritu». El tercer
espíritu es ese pensamiento y esa afectividad que andan volando sin posarse en terreno
alguno, porque es ese espíritu para el cual todavía no hay construido ni distribuido
físicamente un tercer espacio donde encarnar; el tercer espíritu solicita un espacio
múltiple donde quepan tolerantemente, gentilmente, todas las gentes, todas las
actividades, todas las tradiciones, todas las ideas, todas las pasiones, todos los proyectos,
que saben aceptarse unos a otros porque saben reírse de sí mismos: el criadero de
ironías, porque la ironía que no es autoirónica es destructiva, autodestructiva. Al parecer,
la verdadera cantidad de la colectividad es tres, que es la cantidad de la razón, porque
siempre la razón es la reunión de dos verdades contradictorias. Y la ironía siempre
conserva la razón, aunque no siempre la vida: la última ironía del primer ironista consistió
en beber cicuta, y ni sus partidarios ni sus adversarios todavía se reponen de ella.
La ironía se advierte por un deje, un guiño, un tono de voz, una mirada buscando
cómplices: «el deje de ironía». En efecto, la ironía no impone sus ideas ni sus verdades
ni sus conocimientos, sino que sólo «deja», como al pasar, sus sorpresas en la
comunicación. Contrariamente al dogmatismo, que es la forma moralista de la publicidad,
la ironía no impone: sólo pone, sin vigilar ni cuidar sus creaciones, y por lo tanto, no
termina nada, no resuelva nada, no finiquita con certezas las dudas, no cierra la
comunicación, sino nada más la abre, la inaugura con dudas. Por eso la ironía que se
vuelve cruel destruye la comunicación: porque no deja lugar a la respuesta. La ironía
politizadora es humorista, porque invita al adversario a la comunicación. En efecto, el
papel de la ironía, que es el de la politización, es inaugurar espacios de comunicación
donde puedan ser dialogadas y discutidas todas las diferencias de la pluralidad. La ironía
sólo se dedica a sacar todos los trapos al sol de la calle para que la ropa sucia ya no se
tenga que lavar en casa. La ironía muestra cuál es la estructura y la dinámica del
espíritu colectivo, para que éste siga creándose, porque sólo conociendo las reglas del
juego se puede seguir jugando. La ironía revela las reglas del juego frente a quienes lo
tomaron en serio: deshace la realidad del juego para rehacer el juego de la realidad.
Y puesto que todo texto sobre la ironía busca una con la cual terminar el texto, la de éste
es que no se encontró ninguna.

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Notas
l. Se trata de despertar el asombro en público, pero al parecer sólo el asombro tenue de la ironía perdura,
porque otros asombros como, por ejemplo, las modas, la arquitectura, las consignas, los movimientos, los
lenguajes... se vuelven rápidamente habituales: en efecto, una vez incorporados a la percepción o a la memoria, se
vuelven contenidos de pensamiento, pero dejan de ser procesos de pensar, esto es, envejecen y por eso pierden
su carácter de sorpresa y sus posibilidades. El caso de la ropa es claro; cada generación, cuando menos, tiene
que ir fundando sus propias modas de vestir, sus modos de sorprender y hacerse visible, presente, pero cada
generación termina perdiendo en el momento en que sus ideas de vestimentas, en el caso de haber sido exitosas,
son asimiladas por el grueso déla gente y, lo que es peor, por la fabricación y venta a gran escala, que es el
momento en que dejan de ser expresión del grupo que las creó: la ropa se momifica, y en efecto, los escaparates
son tos mausoleos de la moda, cuyo último ocupante es el fenómeno punk, hoy punk a la Christian Dior.
De cualquier manera, el asombro es el recurso posible con que cuentan los grupos sociales para presentar sus
versiones de la realidad en la esfera pública de la sociedad. Serge Moscovia, en un libro (1976) que puede muy
bien considerarse como un manual de psicología política, como una especie de recetario de cómo hacer para
influir cuando no se tiene poder ni voz ni voto, pero a cambio se tienen convicciones profundas, plantea, pues, la
existencia de tres normas a través de las cuales se perciben y se evalúan los objetos de la realidad; tres formas de
verla vida: a) La norma de objetividad, que evalúa los planteamientos buscando su validación bajo el criterio de la
realidad objetiva; se basa en lo comprobable; argumenta sobre los eventos por lo que éstos son y no por lo que
podrían ser ni por lo que uno quisiera que fueran; la norma de objetividad logra el consenso a través de lo que es
tangiblemente verificado, b) La norma de preferencia, que es la de los diferentes gustos sobre los que no hay
nada escrito, y se rige o se argumenta por la gratificación personal que los objetos aportan —lo que me gusta y lo
que me disgusta—; el consenso se logra a través de la comparación con las preferencias de otros, c) La norma
de originalidad es la que está a medio camino entre las otras dos; por un lado convence porque es verificable y,
por otro, porque es diferente, es decir, que se argumenta e influye por la capacidad para la novedad y la sorpresa;
el consenso se logra a través de ¡a presentación de lo más apropiado y a la vez de lo más insólito. La
representación gráfica
que se tenga de la realidad en general, puede servir para ejemplificar estas tres normas: a) según la objetividad,
la realidad se representaría por fotografías que reproducen la forma exacta (según las leyes de la perspectiva,
matemáticamente verificables) e inobjetable de la realidad; b) la preferencia se ejemplificaría por la representación
de la realidad a través de dibujos personales: como cada quien la ve y gusta de reproducirla; c) finalmente, la
originalidad estaría dada por ciertas muestras pictóricas como Dalí, Magritte o Escher, en donde la realidad
aparece reconocible pero entreverada por la fantasía singular del autor, dando como resultado una reproducción
insólita de la realidad. Nótese cómo los grandes movimientos culturales, verbigracia el surrealismo, están signados
por la norma de originalidad. En los ejemplos pueden constatarse otras ciertas características sociales de las
normas mencionadas: la objetividad tiende al conformismo social en tanto que es el objeto concreto el que decide
la veracidad del argumento; frente a la realidad, una sola respuesta es considerada como verdadera y las otras
necesariamente como falsas (dos y dos son cuatro y nada más). Por su parte, la preferencia está ausente de toda
verificación puesto que busca precisamente lo individual y peculiar y en ello carece de presiones. Así pues, la
norma de objetividad representa la realidad pública y ésta ejerce un papel de control social por cuanto que no
acepta respuestas alternativas. De manera opuesta, la norma de preferencia representa la realidad privada.
La norma de originalidad, como mitad del camino, representa la conjunción de realidad pública y privada: es la
respuesta singular aceptada por todos. En su carácter de congruente con la realidad tangible tiene que mostrarse
objetivamente válida; en su carácter de insólita evila necesariamente lo trivial, lo ordinario, lo habitual. Comienza
siempre en privado, como realidad privada, vida personal, y se convierte en pública. La norma de originalidad, en
tanto apreciación diferente de la realidad existente, es, por definición, innovadora, debido a que autoriza a los
demás a ver y a pensar las cosas de manera diferente a la tradicional. Los individuos y grupos que pretenden
cambiar la visión de las cosas tienen mayores probabilidades de éxito si la norma empleada es la originalidad.
2. La concepción de la ironía como reunión de dos elementos contrapuestos puede encontrarse en la
Filosofía de la ironía pergeñada por Fr. Paulhan (1925), razón por la cual este autor la denomina, no sin ironía
francesa, el «tercer espíritu», espíritu que en este trabajo puede encamar en el tercer lugar o espacio común. Por
otra parte, su sutileza, su fluidez y otra multitud de atributos de la ironía pueden documentarse en el libro de
Jankelevitch (1964) al respecto. Pero, en ambos casos, así

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como en toda concepción de la ironía, debe diferenciarse la ironía humorista de otros tipos de ironía, en
especial las destructivas. El viejo diccionario enciclopédico de Montaner y Simón (Barcelona) de 1941, consigna

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alguna clasificación, aunada a ciertos comentarios citables: «[...] como la ironía es un paralelo que se hace en el
entendimiento, supone un alma tranquila para trazar así un cuadro de lo que una cosa es con los rasgos de lo que
no es. Bajo este aspecto, y porque es una burla ligera o penetrante, dulce o amarga, la ironía conviene mejor al
tono de la comedia. Sin embargo, puede decirse de ella lo que de la risa: expresión ordinaria de la jovialidad y del
placer, puede ser también el rasgo característico de la desesperación y de la rabia. La ironía tiene sus distintos
caracteres, como tiene fuentes variadas, y, según sus modificaciones, así cambian sus nombres. Se le llama
asteísmo cuando, inspirada por la estimación o la amistad, cubre un elogio con el velo de la censura. Unas veces
se reviste de gracia y elegancia, y su burla encantadora agrada aun a aquellos mismos a quienes hiere dulcemente
con sus dardos, y entonces se llama carentismo; otra, cuando procede del odio, del desprecio o de la cólera,
parodia el tono, los gestos y las palabras de otro, a fin de ridiculizarse, en cuyo caso se llama mimesis. El
diasismo es una especie de ironía desdeñosa y maligna, que por una burla humillante entrega al desprecio a la
persona que es objeto de ella. En fin, el sarcasmo, que muerde la carne viva como lo indica su etimología (sarx, en
griego), es la palabra ultrajante del vencedor a su enemigo abatido. Fuera del sarcasmo, los otros nombres dados
a la ironía han dejado de usarse hasta en los tratados de Retórica. Tampoco señalan hoy los preceptistas, con
buen acuerdo, más regla que la de la oportunidad de la ironía. Persiste, sin embargo, la clasificación filosófica
entre una ironía socrática que es lúdica y productiva, y una ironía romántica que es más bien escéptica y
melancólica» (cfr. Abbagnano, 1963).
3. A partir de esta frase las ciencias exactas han empezado a trabajar sobre «la matemática borrosa» (Farias,
1989), en la asunción de que pensar en términos imprecisos o aproximados puede ser altamente deseable, para,
por ejemplo, escoger información relevante en la toma de decisiones, descifrar manuscritos o reconocer una
ironía, cosas que las computadoras no pueden hacer. Esta matemática borrosa trabaja sobre aquellos signos que
pueden significar una y otra cosa al mismo tiempo, o sobre elementos que pueden pertenecer simultáneamente o
dos conjuntos, o pertenecer y no a uno mismo.

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Indice
Prólogo, por Raquel González Ley ola Pérez Vu
LAMETÁFORADELESPÍRITU 1
La sorpresa de ser gente 2
La metáfora es una ciudad . 4
La ciudad piensa con la calle 7
Hoy es día de salida 10
LOS EMPLAZAMIENTOS DE LA MEMORIA COLECTIVA 15
Primer emplazamiento: las plazas y las calles . 17
Segundo emplazamiento: la calle construye la casa 19
Tercer emplazamiento: la casa sale al café 21
Cuarto emplazamiento: el café asciende al parlamento ... . 26
Reemplazamientos y desplazamientos: del parlamento
albaño 29
Quinto emplazamiento: el último sitio de reunión:
el individuo 33
La memoria colectiva 37
LA FORMACIÓN SOCIAL DE LAS PIEDRAS 49 El espíritu colectivo 49 Las palabras y las imágenes 49 La
lógica y la estética 51 Lo público y lo privado 52 El espacio íntimo individual 53 La superficie y el subsuelo 53 El
pensamiento imágico 54 La piel y sus alrededores 56 El espacio doméstico 57 La lana y el cristal 57
123

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263
El Simposium de la simpatía 59
El automóvil y el trayecto 60
El espacio semiprivado semipúblico 61
Las espaldas y lascaras 61
La sobremesa de debates 64
La invitación y el precio 65
El espacio público urbano 65
El laberinto y la explanada 65
La voz de la ciudad 67
El espacio extrapúblicoinformacional 68
La legalidad y la legitimidad 68
El servicio de mensajería 69
La administración y el poder 71
EL VAIVÉN DE LA REALIDAD 80

La repetición de la ideología 80
La privatización de lo público 80
El espacio encerrado como un mundo completo 84
Au totema: cada uno habla de sí mismo 84
El mundo completo es un espacio encerrado 86
Imitación: salir hacia adentro 87
La invención de la política 88
Conclusión incorrecta 88
Del cuerpo a la casa 90
De la casa al café 92
Del café a la calle 98
ELESPÍRTTlIDELAIRONlA 107

Politizar es reunir 107


Los trabajos de politizar 108
El humor y sus densidades 110
Elhumorespeso 112
El humor en estado natural 113
El humor fluido 114
El espacio común 115
Bibliografía 121

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265
266
Índice
LAMETÁFORADELESPÍRITU 1 28
La sorpresa de ser gente 2 30
La metáfora es una ciudad . 4 32
La ciudad piensa con la calle 7 40
Hoy es día de salida 10 46
Primer emplazamiento: las plazas y las calles . 17 61
Segundo emplazamiento: la calle construye la casa 19 65
Tercer emplazamiento: la casa sale al café 21 69
Cuarto emplazamiento: el café asciende al parlamento ... . 26 79
Reemplazamientos y desplazamientos: del parlamento albaño 29 85
Quinto emplazamiento: el último sitio de reunión: el individuo 33 93
La memoria colectiva 37 101
LA FORMACIÓN SOCIAL DE LAS PIEDRAS 49 125
El espíritu colectivo 49 125
Las palabras y las imágenes 49 125
La lógica y la estética 51 129
Lo público y lo privado 52 131
El espacio íntimo individual 53 133
La superficie y el subsuelo 53 133
La piel y sus alrededores 56 139
El espacio doméstico 57 141
La lana y el cristal 57 141
El Simposium 145
de la simpatía 59 216
El espacio extrapúblicoinformacional 68 226
Politizar es reunir 107 236
Los trabajos de politizar 108 238
El humor y sus densidades 110 242
267
El humor fluido 114 247
El espacio común 115 249
Bibliografía 121 257

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