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Podríamos definir las funciones del lenguaje como los diferentes objetivos, propósitos y servicios que se le da al
lenguaje al momento de comunicarse.
2- Definiciones y ejemplos
Al estudiar las definiciones y ejemplos tendrás una idea más cercana a los conceptos explicados.
Sus recursos lingüísticos son los vocativos, modo imperativo, oraciones interrogativas, utilización deliberada de
elementos afectivos, adjetivos valorativos, términos connotativos y toda la serie de recursos retóricos. Se da en
lenguaje coloquial, es dominante en la publicidad y propaganda política e ideológica en general.
Mediante el uso de esta función se pretende causar una reacción en el receptor. Es decir con esta función se pretende
que haga algo o que deje de hacer.
Ejemplos:
¡Silencio! - Abre la ventana, por favor. - ¡Abre tu cuaderno!
Debes poner mucha atención, ya que en algunos casos una frase aparentemente referencial esconde una función
apelativa.
Ejemplo:
La radio está encendida - Puede estar describiendo un hecho, pero también puede haber un contexto: Apaga la radio.
Los recursos lingüísticos principales de esta función son los deícticos (parte de la semántica y la pragmática que está
relacionada con las palabras que sirven para indicar otros elementos. Palabras como tú, hoy, aquí, esto, son
expresiones deícticas, que nos sirven para señalar personas, situaciones, lugares, etc.).
Prevalecen los sustantivos y verbos, además de los textos informativos, científicos, etc.
Ejemplos:
Son las diez de la mañana - Barcelona es una ciudad española y un equipo de fútbol - El congreso chileno está en
Valparaiso.
Las formas lingüísticas en las que se realiza esta función corresponden a interjecciones y a las oraciones
exclamativas. Esta función se cumple, por consiguiente, cuando el mensaje está centrado en el emisor:
Ejemplos:
¡Estoy tan solo! - ¡Qué comida tan rica! - ¡Te extraño mucho!
2.4- Función poética
Se utiliza preferentemente en la literatura. El acto de comunicación está centrado en el mensaje mismo, en su
disposición, en la forma como éste se trasmite. Entre los recursos expresivos utilizados están la rima, la aliteración, etc.
Ejemplos:
Bien vestido, bien recibido - Casa Zabala, la que al vender, regala - Amar es cuando la proteges de la lluvia y el
viento. Amar es cuando la abrazas y te olvidas del tiempo.
Constituyen esta función todas las unidades que utilizamos para iniciar, mantener o finalizar la conversación.
Ejemplos:
Buenos días - ¡Hola! - ¿Cómo estás? - Adiós - Nos vemos, Que lo pases bien - Perdón - Espere un segundo - Como le
decía.
Siempre que nos detenemos a aclarar el sentido de una palabra o a analizar la lengua en algún aspecto, estamos
empelando la función metalingüística. Por lo tanto, los libros de gramática, los diccionarios o la ciencia lingüística la
emplean continuamente.
Ejemplos:
- Isabel escuchó a su amiga una palabra que desconocía y le pregunta a su papá: ¿Papá, qué significa la palabra
“villano”?
- Pilar se encuentra con una amiga y le dice: Amelia, ¿A qué operación quirúrgica te refieres?
Para terminar, vemos en la siguiente tabla el lugar que ocupan cada una de las funciones del lenguaje en el proceso
de comunicación. Así, la función expresiva está estrechamente ligada con el emisor, la representativa con el contexto,
la apelativa con el receptor, la fática con el canal, la metalingüística con el código y la poética con el mensaje.
Conciencia breve
El sistema funciona así: cuando el ladrón consigue entrar al automóvil -cosa por lo demás nada difícil- y se sienta
frente al volante, unos dispositivos accionados electrónicamente traban las puertas y aseguran las ventanas. La
operación puede o no ser silenciosa. El segundo paso sobreviene cuando el intruso trata de arrancar el motor.
Entonces, sobre el tablero de los instrumentos parpadea una luz roja. A continuación una voz grabada repite, cada
treinta segundos, el mismo mensaje: "De aquí no podrá salir... De aquí no podrá salir". Luego del tercer mensaje (esto
ya ha sido computado, el ladrón que ha insistido ya varias veces con el arranque, intenta huir). Pero, tanto puertas
como ventanas están muy bien trabadas. No conseguirá abrirlas. Es cuando una aguja hipodérmica sale del asiento y
le inyecta un preparado especial que le paraliza las piernas y le deja sin voz. Se ha establecido que, en un porcentaje
muy alto de los casos, el ladrón -bajo el efecto de la droga-, cree que todo lo que le ocurre no es otra cosa que una
pesadilla. Para evitarle tal error, la misma grabación le explica los pormenores del asunto. Y así todo queda listo para el
último paso que, por desgracia es harto desagradable pero, sin duda, necesario. El espaldar y el asiento se corren
hacia la derecha (en los modelos ingleses hacia la izquierda) dejando al descubierto un sistema de engranajes y
émbolos entre los cuales el ladrón es perfectamente triturado, comprimido, y disuelto en un poderoso ácido inodoro
cuya fórmula es un secreto de la casa fabricante. Luego, asiento y espaldar retornan a su posición normal, de tal
manera que el propietario cuando entre a su vehículo y lo ponga en marcha no encuentre un solo indicio de lo que ha
ocurrido ahí.
La casa fabricante garantiza que solo en un uno por ciento de los casos, el dispositivo confunde ladrón con
propietario.
EL PAN AJENO
(cuento)
Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al
turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en
cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de
“cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior.
El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no
dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.
Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer.
Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo
apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera
que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no
llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia
las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de
harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.
Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos,
fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan.
Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al
instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del
meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.
Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.
Relatos de Kolymá (1978), trad. Ricardo San Vicente, Madrid, Mondadori, 1997, págs. 461-462.
Espantos de agosto
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el
escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un
domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles
abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un
sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el
castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto,
que sólo íbamos a almorzar.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos,
de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con
un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo
antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se
disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer
que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos
hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos
era el más insigne de Arezzo.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato
de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y
dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños
sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con
suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado.
La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún
carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación
intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de
pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas
heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero
pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir
a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin
explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de
la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los
frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las
pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos
quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se
fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las
escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a
quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no
tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en
el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir
el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la
pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y
desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa
navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por
estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y
el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco
de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el
dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente
de su cama maldita.