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El hombre antiguo desconoce una realidad divina que trascienda este todo. Los dioses forman
parte de su mundo. Si bien acepta la fuerza imperante del destino o necesidad (ananké) que
regula todo lo que acontece, esta fuerza no se opone al mundo sino que constituye su
ordenamiento último.
El hombre antiguo no contempla el mundo “desde fuera” sino exclusivamente “desde dentro”.
Percibe el mundo como un cosmos, como un todo bello y ordenado en el cual no hay caos ni
desmesura. El hombre antiguo no puede hacer algo que es propio del hombre medieval:
construir el mundo como un todo y asignar en él a cada ser un lugar hasta cierto punto
preciso.
El hombre de la Edad Media cree en la revelación bíblica, que le asegura la existencia real de
un Dios que está fuera del mundo. Cierto que también está en el mundo, pues lo ha creado, lo
conserva y lo colma; pero no forma parte del mundo, sino que es soberano frente a él. Esto se
debe a que Dios es absoluto, señor de sí mismo, no necesita del mundo bajo ningún concepto,
existe en sí y se basta a sí mismo.
El verdadero concepto de creación que hace que el mundo pase de la nada al ser y a la
existencia en virtud de la palabra soberana, sin necesidad interna ni elemento previo alguno,
solo se encuentra en el entorno bíblico. Para la revelación divina, Dios es el creador del mundo
y no necesita de él ni de ninguno de sus elementos ni para ser ni para crear. Creer significa
confiar en la autorrevelación de este Dios y seguir sus pautas, escuchar su llamada, capaz de
dar sentido a la persona finita, y referir a Él la propia vida.