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La única imagen auténtica de Billy el NIño que se conoce y que esté 100% comprobada es este ferrotipo

realizado en 1879-8, uno o dos años antes de su muerte. Por aquella época BIlly tenía unos dieciocho
años, trabajaba como cowboy en un rancho de Nuevo México y estaba a punto de convertirse en el
forajido más famoso del mundo. Vendida en 2011 por más de dos millones de dólares, es la cuarta
fotografía más cara de la historia. (foto: DP)

No me asusta morir luchando como un hombre, pero no me gustaría que me ejecuten


desarmado, como a un perro. (Billy el Niño, en una carta).

Las últimas cuatro palabras que pronunció en su vida las dijo


en español, como las ven ustedes escritas: «¿Quién es? ¿Quién
es?». Murió cuando tenía solamente veintiún años, pero ya era el
forajido más célebre de su tiempo. Por entonces la leyenda había
llegado incluso a la vieja Europa. La prensa hablaba sobre él como
un personaje novelesco y le achacaba toda clase de crímenes,
incluso varios que no había cometido. Todo lo relacionado con él se
había engrandecido; por algún motivo, su figura poseía la capacidad
de incendiar la fantasía popular. Aún hoy su nombre, o mejor dicho
su universal apodo, es el sinónimo por antonomasia de aventura en
el salvaje Oeste.

Su último día de vida, el 14 de julio de 1881, William Bonney,


en todo el mundo conocido como Billy el Niño, estaba solamente a
unas decenas de kilómetros de la frontera mexicana. Fugitivo de la
justicia y con una condena a muerte pendiendo sobre él, no le
hubiese resultado difícil escapar hacia el sur para alcanzar la
libertad, cabalgando por un territorio que conocía bien y donde tenía
muchos amigos. Sin embargo, algo se interpuso en su camino: el
amor. Aun sabiendo que tenía a todas las autoridades de Nuevo
Mexico persiguiéndole, Billy decidió no partir en dirección a México.
Su fogosidad e inconsciencia juveniles lo arrastraron hacia el lugar
donde más fácilmente podrían terminar encontrándole: la casa
familiar de los Maxwell, la familia mexicana a la que pertenecía su
novia de entonces, Paulita Maxwell.

Pero Billy no sería el único visitante de los Maxwell durante


aquella noche de verano. Al sheriff encargado de su captura, Patrick
F. Garrett, le había llegado información jugosa. Sabiendo que el
famoso forajido se cobijaba allí, Garrett se presentó silenciosamente
sobre la medianoche, acompañado por un par de ayudantes a
quienes dejó vigilando en el exterior de la casa mientras él se
colaba por la ventana en la habitación de Pete Maxwell, amigo de
Billy. Garrett sorprendió a Maxwell en la penumbra y empezó a
interrogarle sobre el paradero del fugitivo más famoso de América.
La casualidad quiso que Billy saliera de la habitación de Paulita
Maxwell. Hambriento, se dirigió hasta la caseta del exterior en la
que la familia conservaba el ciervo que acababan de cazar, para
cortarse un filete. Cuando estaba con el cuchillo en la mano, detectó
la presencia de dos hombres en torno a la casa. Regresó dentro,
caminando con sigilo hacia el dormitorio de Pete Maxwell para
avisarle de la presencia de aquellos extraños. Tras abrir la puerta,
comprobó con sorpresa que su amigo Pete no estaba solo en la
habitación, pero como la oscuridad no le permitía distinguir el rostro
del acompañante, Billy preguntó en español, lengua que dominaba:
«¿Quién es? ¿Quién es?».

Por toda respuesta, sonaron dos disparos. Billy cayó al suelo,


quedando tendido sobre su espalda. En la oscuridad se escuchó su
agónica y burbujeante lucha por respirar. Después se hizo el
silencio. Una de las balas le había alcanzado cerca del corazón.
Billy el Niño era historia.

Su prematura muerte no hizo sino disparar su fama todavía


más, hasta convertirlo en la mayor leyenda del salvaje Oeste. Algo
en torno suyo excitaba la imaginación del público. Se han rodado
decenas de películas sobre su vida, y el número de libros
publicados, ya sean novelas o biografías, es incontable en la
práctica. Pero el recuerdo de la persona quedó con frecuencia
sepultado bajo una montaña de mitos, imprecisiones y malas
interpretaciones. Durante mucho tiempo las creencias populares
sobre Billy el Niño contradecían lo que recordaban los conocidos
más cercanos. La literatura de todo pelaje, el cine y sobre todo la
tradición oral fabricaron un molde acorde a los estereotipos del
Oeste. Por ejemplo, muchos pensaban que Billy el Niño había sido
un tosco bandido sin apenas educación, como parecía deducirse de
la única fotografía suya que existe y de las muchas fábulas que ha
inspirado esa imagen, un primitivo ferrotipo que le hicieron cuando
trabajaba como cowboy y que debió de costarle unos veinticinco
centavos de la época (el equivalente de cinco euros, más o menos).
Muchos pensaban también que Billy había sido un asesino frío y
despiadado, idea nacida de la prensa de su época y también de los
manipulados recuerdos que el sheriff Pat Garrett plasmó más tarde
en un libro. En sentido contrario, las revisiones del material
biográfico hicieron que otros terminasen pintando a Billy el Niño casi
como a un héroe. Lo cierto es que fue un delincuente que mató por
lo menos a cuatro personas (dos en defensa propia y otras dos
durante una fuga carcelaria) y que participó en otros cinco
asesinatos durante una guerra entre bandas rivales. Pero es
improbable que como dice la leyenda matase a veintiún hombres,
uno por cada año de su vida (las cuentas tradicionales bailaban
entre quince y veintiséis víctimas). Ahora sabemos que Billy tenía
un sistema de valores y que, aunque solamente se arrepintió de uno
de sus asesinatos, según la mentalidad de la época casi nunca
mató en vano. No era un ángel, pero tampoco el demonio que
pintaba la prensa; un periódico inglés llegó a contar que los testigos
de su muerte hablaban de un intenso olor a azufre y la breve
aparición sobre su cadáver de una figura con cuernos de bisonte y
patas de carnero.

Lo cierto es que, exceptuando las flagrantemente falaces


memorias de Pat Garrett, casi ningún testimonio de quienes
conocieron en persona a Billy el Niño lo describía como un individuo
desagradable, innoble o malvado siquiera. ¿Arrogante? Quizá. Pero
fuese héroe o villano, se convirtió en el paradigma de pistolero del
Oeste, viviendo siempre al límite, movido a veces por la venganza,
a veces por el honor y otras veces por el mero instinto de
supervivencia. Hay algo que no admite discusión: su breve vida fue
tan intensa que ni siquiera las películas o las novelas han
conseguido exagerarla. Pero vayamos al principio.

El niño de Nueva York

Era siempre cortés, especialmente con las damas. Como su


madre, era un entusiasta cantante y bailarín. Tenía una mente
alerta y podía salir con un rápido proverbio para cada ocasión. Era
buen lector y escribía mejor que la mayoría de los adultos.

Carta manuscrita de BIlly el Niño: su caligrafía indica que, pese a la imagen


tradicional que se ha tenido sobre él, Billy poseía una aceptable formación cultural.
(Foto: DP)
La vida de Billy el Niño está bien documentada, excepto los primeros años
de su infancia, que son un misterio. Sabemos que fue un niño normal, pero no
existe registro sobre su fecha de nacimiento, así que su verdadera edad será
siempre motivo de disputa. La versión oficialista, defendida por ejemplo en las
memorias de Pat Garrett, dice que Billy nació en 1859 y por tanto tenía veintiún
años cuando murió. Lo cual lo convertía en mayor de edad, según la ley de
Nuevo México, en el momento en que fue tiroteado por el propio Garrett. Sin
embargo, los testimonios más cercanos a Billy indican más bien que nació en
1860 o 1861, así que debió de tener diecinueve o veinte años cuando
abandonó este mundo.

Tampoco existe documento alguno que nos ilustre acerca del lugar donde
nació y vivió sus primeros años, aunque la prensa de su época siempre
apuntaba a que Billy provenía de un barrio irlandés de Manhattan, por lo que se
suele considerar esta opción como la más verosímil. En todo caso, le da un
toque inusual a su biografía. Nueva York era lugar habitual de llegada a
América de los inmigrantes irlandeses como su madre, Catherine McCarty. No
conocemos la identidad de su padre biológico. La confusión continúa cuando
se intenta dictaminar cuál era el verdadero apellido de Billy. Su madre lo
bautizó como William Henry McCarty, pero más tarde el propio Bill se haría
llamar William Bonney, seguramente adoptando el apellido de quien pensaba
era su padre biológico. Una confusión más: Billy tenía un hermano menor
llamado Joseph —al parecer eran solamente hermanos de madre— aunque
durante mucho tiempo se pensó que Joseph era el mayor, porque su certificado
de nacimiento, que sí se conservó, tenía su fecha de nacimiento erróneamente
apuntada. Estas confusiones, que aquí resumo en un breve párrafo, han
requerido a los historiadores décadas y más décadas de estudios para
introducir correcciones o matices. Todo dato sobre el origen de Billy el Niño
parece material de una investigación de Agatha Christie.

Por fortuna para el relato su biografía empieza a aclararse a partir de


1868, cuando Catherine y sus hijos se mudaron a Indiana. Allí, la mujer conoció
a un aventurero llamado William Antrim, con quien terminaría casándose. De
hecho, Billy llevó también el apellido Antrim, de ahí que durante cierta época en
sus círculos lo conociesen como «Kid Antrim». La nueva familia se desplazó a
menudo hasta establecerse finalmente en Silver City, Nuevo México. Allí,
William Antrim se dedicaba a la prospección de mineral y los juegos de azar,
mientras Catherine trabajaba entre otras cosas como lavandera. Por aquel
entonces, como decíamos, Billy era un niño perfectamente normal. Los
testimonios más tempranos, procedentes de antiguos compañeros de colegio lo
describen como un chiquillo «flaco y algo pequeño para su edad», un niño bien
educado que «nunca hacía nada malo, como mucho alguna travesura». Uno de
sus profesores recordaría que Billy «no era más problemático que cualquier
niño de su edad». Tenía un carácter alegre y bromista que había heredado de
su madre. Como a ella, le gustaba cantar y bailar. Buen alumno en la escuela,
colaboraba en diversas tareas extraescolares y era un ávido lector,
especialmente de ficción. En alguna de las cartas que escribió más tarde
podemos ver que poseía una caligrafía muy refinada, lo cual se contradice
bastante con la idea que circuló durante tanto tiempo describiéndolo como un
tosco y asilvestrado muchacho de campo.

En 1874, cuando Billy tenía unos trece o catorce años, se produjo un


hecho que cambiaría su tranquila vida para siempre: Catherine McCarty murió
a causa de la tuberculosis y William Antrin se desentendió completamente de
los dos hermanos ahora huérfanos, que fueron enviados a distintas casas de
acogida. Billy fue recibido por una familia que regentaba un hotel, y allí empezó
a trabajar como pago por su manutención. En principio su comportamiento fue
bueno, y el dueño de aquel hotel diría más tarde que Billy era el único de sus
jóvenes empleados que «nunca había intentado robar».

El embrión del forajido

La vida tenía poco valor y matar no estaba considerado como un crimen


particularmente nefasto. Los hombres endurecidos por el derramamiento de
sangre de la guerra civil encontraron difícil romper con el hábito de luchar, así
que matar se convirtió en un medio aceptable para resolver disputas. (Warren
Beck, New Mexico: A History of Four Centuries, 1962).

Aconseje a sus lectores que nunca se involucren en un homicidio. (Billy el


Niño hablándole a un reportero tras una de sus detenciones).

El adolescente Billy era adicto a las dime novels, unas novelas baratas
que narraban las aventuras de forajidos del Oeste, reales o imaginarios, y que
eran el antecedente de las revistas de pulp fiction. Difícilmente podía imaginar
que en apenas cinco o seis años iba a convertirse en protagonista de muchas
de aquellas novelas, pero tras quedarse huérfano y desprovisto de supervisión
adulta su comportamiento empezó a cambiar. Se mezcló con pandillas
juveniles. Cuando terminaba su trabajo en el hotel era solamente un
adolescente que ya no tenía grandes ataduras y que, ansioso de libertad, no
tardó en tener conflictos con su familia de acogida, hasta que se marchó para
alojarse en una pensión cuyas facturas pagaba ejerciendo toda clase de
recados y trabajos. Apenas había pasado un año desde la muerte de su madre
cuando, empobrecido y tratando de sobrevivir en una ciudad de aventureros,
Billy empezó a delinquir. Su primer encontronazo con la ley no tardó en llegar:
fue detenido por robar un queso, pero el sheriff local simpatizó con aquel
quinceañero que parecía un niño y lo dejó ir después de soltarle una
reprimenda. Pero poco después fue detenido de nuevo por algo bastante más
serio, el robo de una pistola. De físico enclenque, Billy pensaba que necesitaba
un arma para sobrevivir en aquella ciudad de buscavidas. Aquella vez no
bastaba una reprimenda, así que dio con sus huesos en un calabozo. Sin
embargo, ya entonces empezó a demostrar su habilidad como escapista,
trepando por el interior de una chimenea para huir de la oficina del sheriff.
Ahora era un fugitivo, si bien uno de poca monta por el que nadie iba a
preocuparse demasiado. De momento.

Su carrera delictiva iba a más. Se inició como cuatrero, robando los


caballos de los soldados acuartelados en diversas partes de Nuevo México.
Aquel era un crimen grave. No desde el punto de vista judicial, ya que la pena
por el robo de un caballo podía suponer un par de años de cárcel. Pero más
allá de los tribunales, a los cuatreros sorprendidos in fraganti no se los
perdonaba y no era raro que fuesen ejecutados mediante un ahorcamiento
improvisado, sin esperar la presencia de autoridad alguna. En el salvaje Oeste,
donde había que viajar enormes distancias a través de unos territorios con
frecuencia inhóspitos que podían poner a prueba la resistencia de cualquiera,
un caballo constituía un seguro de vida. Sin montura, un hombre no podía
pretender atravesar aquellas tierras con buenas posibilidades de sobrevivir. Así
que el robo de caballos implicaba que Billy era ahora un delincuente de mayor
entidad. Pero su currículum delictivo aún tenía que crecer. Tenía unos dieciséis
años cuando se convirtió también en un criminal de sangre, porque fue
entonces cuando cometió su primer homicidio.

Ocurrió en Fort Grant, Arizona, donde tras su breve etapa como cuatrero
finalmente encontró trabajo como conductor de ganado. Aquel empleo, sin
embargo, no hizo que su existencia se tornase más relajada. BIlly no era
propenso a los vicios. Rechazaba abiertamente el tabaco. Casi nunca bebía y
cuando probaba el alcohol era en muy poca cantidad. Aquello no era lo suyo.
Pero sí le gustaban los juegos de azar y acostumbraba a frecuentar el típico
saloon que tantas veces hemos visto en las películas, para apostar. En
aquellos círculos la presencia de aquel quinceañero era generalmente bien
recibida. Era un individuo popular. Bien educado y simpático, con un expansivo
sentido del humor, difícilmente caía mal a nadie. Especialmente a las chicas; su
aspecto aniñado era más refinado de lo acostumbrado en aquellos círculos y su
única fotografía, como decimos, fue contestada por quienes lo conocieron en
persona y aseguraban que no le hacía justicia. Billy tenía fama de ser bien
parecido, cortés y de trato agradable. Pero eso no lo libró de roces. Como
aparentaba muy poca edad y además era bastante enclenque, podía
convertirse en objetivo de las burlas de algún que otro individuo con ganas de
abusar de alguien más débil. Fue en el saloon de Fort Grant donde un herrero
irlandés llamado Frank Cahill se acostumbró a insultarlo cada vez que lo veía.
Un buen día, el habitualmente apacible Billy se cansó y terminó devolviendo los
insultos. El rudo Frank Cahill se abalanzó sobre él para pegarle. Craso error.
Billy era un endeble chiquillo rubito, pero no iba a dejarse avasallar. Cahill
impuso su superioridad física y lo tiró al suelo, pero tras caer Billy sacó su
revólver y sin pensárselo dos veces disparó a su agresor. Cahill, herido de
gravedad, murió al día siguiente, convirtiéndose en la primera víctima de Billy el
Niño. Los testigos del incidente calificaron el homicidio como «defensa propia»,
pero las autoridades locales no pensaron lo mismo, así que Billy supo que
debía marcharse de Arizona.

En la imagen, Jesse James. Pese a lo que decía la leyenda, Billy el Niño


nunca perteneció a su banda. Sí es muy posible que James le ofreciese la
ocasión de unirse a él y que Billy la rechazara.(Forto: DP).
En la imagen, Jesse James. Pese a lo que decía la leyenda, Billy el Niño
nunca perteneció a su banda. Sí es muy posible que James le ofreciese la
ocasión de unirse a él y que Billy la rechazara.(Forto: DP).
La puntería que Billy demostró en aquel lance no era producto de la
casualidad. Llevaba tiempo practicando con armas. Le gustaba disparar a
objetos y, según contaban sus conocidos, «gastaba diez veces más balas que
cualquier otro». Durante mucho tiempo se pensó que era zurdo, porque en su
única fotografía aparecía con el revólver colgado en la parte izquierda de la
cintura. Hasta que finalmente alguien se fijó en el mecanismo del Winchester
que aparecía en la imagen, que estaba al revés. La fotografía estaba invertida.
Billy el Niño era diestro, algo que se descubrió muchas décadas después de su
muerte, cuando ya se habían escrito novelas y estrenado películas con el título
de El pistolero zurdo. Otra confusión más. En todo caso, se ganó fama de ser
un excelente tirador. Era bueno con el revólver, aunque su arma favorita era el
rifle Winchester. Lo manejaba tan bien que al parecer era capaz de disparar
con un rifle en cada mano, manteniendo un buen índice de puntería tanto con
la derecha como con la izquierda.

Tras abandonar Arizona a toda prisa se dirigió a Nuevo México,


retornando a Silver City. Allí volvió a las andadas uniéndose a una banda de
ladrones de ganado. La mitología posterior insistía en que durante aquel
periodo Billy habría pertenecido temporalmente a la banda de otro forajido
legendario, Jesse James. En la realidad, sin embargo, esto nunca sucedió.
Algunos historiadores aceptan que ambos llegaran a conocerse en Nuevo
México, donde es verdad que estuvieron al mismo tiempo. Parece muy
verosímil que Jesse James le hubiese ofrecido unirse a su banda al conocer su
prestigio como tirador. Pero Billy declinó la oferta, probablemente considerando
que el robo de ganado le daba para vivir y que no necesitaba involucrarse en
las peligrosas actividades de Jesse James, que incluían atracos a bancos y
asaltos a trenes. No resulta extraño que BIlly rechazase convertirse en
atracador, porque no le concedía demasiada importancia al dinero y se
conformaba con tener lo suficiente para salir adelante. Su única preocupación
material obsesiva era la compra de munición para practicar con sus armas. Por
lo demás, las lucrativas ganancias de un atracador de bancos no le atraían.

El fútil intento de llevar una vida honrada

Por aquel entonces Billy experimentó de primera mano el daño que podía
causar un cuatrero. Mientras cabalgaba por el árido Nuevo México, su caballo
fue robado por un grupo de apaches, nación india que llevaba décadas en
guerra contra los invasores blancos. Sin caballo, abandonado a su suerte, Billy
tuvo que recorrer varias decenas de kilómetros a pie, atravesando un
inclemente territorio semidesértico. Cuando finalmente llegó a una casa
habitada, cerca de Fort Stanton, estaba agotado y deshidratado, casi al borde
de la muerte. Tuvo que ser cuidado por la familia que habitaba aquella casa
durante algún tiempo antes de que se recuperase y pudiese volver a valerse
por sí mismo.

Tras reponerse, BIlly se trasladó al condado de Lincoln, el más extenso


de Nuevo México, con una superficie algo menor a la de Galicia (Nuevo México
tiene 315.000 km², en comparación España tiene 500.000 km²). Sin embargo,
la población del condado era escasa y dispersa. Allí parecía que pretendía
abandonar sus escarceos delictivos. Primero obtuvo un empleo en una fábrica
de quesos. Después se convirtió en cowboy, conduciendo y cuidando vacas o
caballos.

Se puso al servicio de uno de los principales ganaderos del condado,


John Tunstall, un joven emprendedor británico que había llegado a América
decidido a hacer fortuna. Era financiero y comerciante, dueño de un almacén
donde vendía utensilios, municiones y repuestos a los colonos del condado. En
cuanto Tunstall supo por algunos vaqueros de la habilidad de Billy con las
armas lo contrató como guarda para vigilar el ganado. La leyenda dice que
Tunstall fue algo así como su única figura paterna, pero esto es poco probable,
ya que apenas le sacaba seis o siete años de edad. Aunque sí es cierto que
Billy le debió tener en bastante consideración, dado que Tunstall se portó muy
bien con él. Por ejemplo le regaló un caballo y un flamante rifle Winchester.
Billy empezó a sentirse como en casa en el condado de Lincoln y desarrolló un
fuerte sentimiento de camaradería y hermandad con los otros cowboys que
trabajaban para el inglés. Unidos como una piña, aquellos vaqueros se
convirtieron en su nueva familia.
Billy también creó fuertes lazos de amistad con los mexicanos de la
región. Esto era algo inusual para un anglosajón, incluso teniendo en cuenta
que los matrimonios mixtos no constituían una rareza. La mentalidad racista
imperante en la zona no cambiaba por ello. Los colonos anglosajones miraban
con incomprensión y abierto desprecio a los mexicanos. Amén de los conflictos
territoriales que se habían producido entre Estados Unidos y México, que
seguían estando latentes en el recuerdo de todos, eran dos culturas que en
aquella región fronteriza no terminaban de encajar. Pero Billy no era como la
mayoría de los anglosajones. Con su carácter extrovertido —y en muchos
aspectos naif— hacía caso omiso de estos prejuicios y se llevaba tan bien con
los mexicanos que él mismo terminó hablando el español con bastante fluidez,
amén de que le gustaba relacionarse con chicas hispanas. Esto lo convirtió en
un visitante bien recibido en las casas de las familias mexicanas de la zona,
que a menudo le servirían como refugio y escondite en los turbulentos tiempos
que estaban por venir. De aquella época, por cierto, data su única fotografía, en
la que lo vemos vestido con las ropas de trabajo de un típico cowboy.

Billy abandonó el apellido Antrim para adoptar el de Bonney. Estaba muy


cerca de llevar una vida feliz. Pero los acontecimientos en Lincoln estaban
destinados a impedírselo. Por aquel entonces, aquellas regiones a medio
civilizar eran caldo de cultivo para la corrupción a todos los niveles, con
facciones similares a la mafia que trataban de hacerse con el monopolio de las
actividades más lucrativas, frecuentemente en connivencia con las autoridades
locales.

El condado de Lincoln no era una excepción. Hasta la llegada de Tunstall,


el único almacén comercial de la zona había sido «La Casa», controlada por
James Dolan y Lawrence Murphy, dos irlandeses que habían combatido en la
guerra civil y que no estaban dispuestos a permitir que otros hombres de
negocios intentasen romper su monopolio. En aquellas tierras, el «sueño
americano» estaba solamente al alcance de quienes pudiesen respaldar su
iniciativa empresarial con la fuerza. Los tentáculos de la corrupción llegaban
lejos: Dolan y Murphy dominaban la región compinchados con el sheriff local,
William Brady, quien a su vez pertenecía a una corrupta red conocida como «el
Círculo de Santa Fe», un grupo de funcionarios que hacían y deshacían a su
antojo sin el menor respeto por la ley que supuestamente defendían. A esa red
pertenecían individuos como el fiscal de distrito William Rynerson, que asesinó
de un disparo al Jefe de Justicia de Nuevo México y que, sorprendentemente,
salió de rositas cuando un tribunal tan corrupto como él dictaminó que el
homicidio se había producido en defensa propia, pese a que los testigos
afirmaban lo contrario. En el Círculo de Santa Fe había también jueces e
incluso estaba pringado el propio gobernador de Nuevo México, Samuel B.
Axtell, que combinaba sin problemas delincuencia y política.
Como se ve, en Nuevo México —y todavía menos en un territorio tan
asilvestrado como el condado de Lincoln— existían pocas garantías legales
para un emprendedor. Cuando John Tunstall construyó su propio almacén y
empezó a atraer a la clientela que hasta entonces había acudido
invariablemente a comprar a La Casa, los caciques locales Dolan y Murphy
empezaron a tener pérdidas y decidieron que Tunstall no podía seguir con vida.
Con la dudosa excusa de una disputa sobre ganado y con la ayuda del corrupto
sheriff, organizaron una expedición para capturarle.

El 18 de febrero de 1878, John Tunstall y varios de sus empleados,


incluido Billy, atravesaban un camino para trasladar varios caballos de un
rancho a otro. Iban formando una dispersa fila en la que Billy era el drag rider,
esto es, el jinete que va en último lugar y se encarga de vigilar que ningún otro
sufra algún otro tipo de problema. Fue precisamente Billy quien avisó de la
presencia de una banda de jinetes formada por el sheriff, sus ayudantes y
varios pistoleros al servicio de La Casa. Tunstall y sus hombres se dispersaron,
huyendo en varias direcciones. Billy no volvió a ver a su jefe con vida. Tres
ayudantes del sheriff alcanzaron al inglés y, según su versión, tuvieron que
disparar cuando Tunstall se resistió violentamente al arresto. Nadie se creyó la
historia. Como era habitual por entonces, manipularon la escena del crimen y
dispararon la pistola de Tunstall después de que este hubiese muerto para
simular que se había resistido. Lógicamente contaron con todo el respaldo de
su sheriff y otras autoridades.

La Casa había eliminado a su principal competidor, pero varios de los


cowboys empleados por Tunstall se negaron a que Dolan y Murphy se salieran
con la suya. Como en una película de Clint Eastwood, Billy y varios de sus
compañeros juraron venganza, decididos a eliminar a quienes habían
asesinado a su querido jefe. Era la «guerra del condado de Lincoln», en la que
Billy el Niño iba a cimentar su impresionante leyenda.

Rifle Winchester modelo 1873, el arma favorita de Billy el Niño, hasta el


punto de que podía manejarlo con ambas manos (Foto: DP)
Blazer’s Mills, escenario de uno de los tiroteos más insólitos del Salvaje Oeste: un solo hombre
contra una docena de pistoleros (Foto: DP)

La muerte de John Tunstall fue un punto de inflexión en el destino del joven Billy Bonney.
Trabajando en su rancho había encontrado un hogar. Sus compañeros cowboys eran lo más
parecido a una familia que había podido encontrar desde la muerte de su madre. Pero como
ya narramos en la primera parte, Tunstall pagó con su vida la osadía de intentar establecer sus
negocios en un territorio, el condado de Lincoln, donde imperaba la ley del más fuerte. Los
dueños de «La Casa», que hasta entonces había sido el único comercio de la zona, controlaban
el territorio en complicidad con el sheriff y la mayor parte de las autoridades locales, y no
podían tolerar esa competencia.

La muerte de Tunstall colocó a Billy ante una difícil encrucijada. Podía marcharse para
intentar encontrar empleo en otro territorio, empezando otra vez de cero. A fin de cuentas era
joven, sociable, con una formación aceptable y un manejo virtuoso de las armas, habilidad
muy valorada para los puestos de cowboy y vigilante de ganado. La otra opción era quedarse
en el condado para enfrentarse a los caciques locales, vengando el asesinato de Tunstall y
tratando de mantener vivos sus negocios. Este segundo camino, el de la revancha, era el que
muchos de sus compañeros querían tomar. Y Billy, que por entonces tenía unos dieciocho
años, tomó la determinación de permanecer junto a ellos, bien por ansias de venganza, bien
por su fuerte sentimiento de pertenencia. De no quedarse en Lincoln hubiese llegado a cumplir
los veintidós años, pero nunca hubiésemos escuchado hablar de él, ni hubiese protagonizado
películas y novelas. En Lincoln habría de encontrar la muerte física y la inmortalidad histórica y
literaria.

Los empleados de Tunstall que decidieron quedarse en Lincoln sabían que esa era la
opción más temeraria, que la situación iba a degenerar en una guerra de bandas, pero no se
condujeron de manera irreflexiva. Al contrario, calcularon muy bien los pasos a seguir en su
ajuste de cuentas. Entre ellos se contaban algunos hombres experimentados que sopesaron
muy bien las consecuencias negativas de una venganza en caliente. Entendieron que si salían a
cabalgar por las buenas para abatir a tiros a sus enemigos se convertirían ipso facto en
criminales perseguidos por la ley, por lo que pronto tendrían encima a medio New Mexico.
Además, recibieron la influencia ponderadora de Alexander McSween, el otro comerciante que
intentaba abrirse camino frente al sistema local de poderes y que, escandalizado por la muerte
de Tunstall, estaba de acuerdo en que había que castigar a los culpables. Sin embargo,
McSween era un hombre civilizado que abominaba la violencia y declaró que únicamente
ofrecería su colaboración si se trataba de hacer justicia conforme a lo estipulado por la ley. Ese
fue el acuerdo por el que McSween y sus cowboys se convirtieron en un importante apoyo
para los antiguos empleados de Tunstall.

Alexander McSween era un comerciante que detestaba la violencia;


entendió demasiado tarde que un lugar como Lincoln no era para alguien como
él.

Así se conformó un grupo compuesto por hombres de Tunstall y de


McSween, cuyo objetivo era capturar a los culpables de la muerte del
comerciante inglés. Acudieron al juez de paz de Lincoln, uno de los pocos
funcionarios locales que no estaban comprados por La Casa, y expusieron su
caso. Solicitaban un permiso especial para detener a su lista de acusados.
Aquella era una petición delicada, ya que entre los nombres de la lista se
contaban algunos ayudantes del sheriff, pero no podía considerarse extraña.
De hecho, dado que la escasez de agentes de la ley en los territorios
fronterizos era crónica, conceder una licencia temporal a ciudadanos comunes
para que actuasen como alguaciles en la resolución de determinados asuntos
era una práctica no solamente habitual sino perfectamente ajustada al código
de derecho estadounidense. Muchos criminales eran detenidos no por agentes
de la ley profesionales, sino por partidas de ciudadanos autorizadas para ello.
El juez de paz de Lincoln, después de escuchar la narración de los hechos —
hechos que sin duda ya conocía por otras fuentes— eligió a dos de los
hombres más sensatos del grupo de peticionarios, Dick Brewer y Atanasio
Martínez, y los nombró alguaciles jefe, responsables de conducir las
detenciones. De manera espontánea eligieron al primero como cabeza del
grupo y después adoptaron una denominación para la ocasión; desde ese
momento se harían llamar los Reguladores. Ese sería el nombre con el que
pasarían a la historia.

Como es lógico, la licencia temporal concedida por el juez implicaba ciertas


condiciones que los recién bautizados Reguladores debían cumplir a rajatabla.
Convertidos en una improvisada policía ciudadana, se comprometían a hacer
todo lo posible para que las detenciones se produjeran sin derramamiento de
sangre. Si los acusados eran atrapados, debían retornar vivos a Lincoln para
ser juzgados con garantías (aunque, todo sea dicho, el que hubiese o no
verdaderas garantías judiciales en aquel territorio era asunto dudoso). Es
posible que el juez de paz no fuese completamente consciente por entonces,
pero incluso con toda aquella parafernalia legal, el asunto tenía pinta de llevar
dentro de sí el germen de una guerra de bandas. También parece poco
probable que alguien como McSween no entendiera que un brote de violencia
resultaba inminente, pero sin duda el asesinato de Tunstall lo había convencido
de que trataba con enemigos muy peligrosos y que debía poner de su parte
para defenderse. Decidió confiar en que los Reguladores actuarían con una
mesura acorde a la responsabilidad legal que ahora asumían como alguaciles.
Se equivocó.

De justicieros a forajidos

El nombramiento de aquella partida cuasi policial tomó por sorpresa a los


propietarios de La Casa, los caciques locales Lawrence Murphy y James
Dolan, quienes, por descontado, no recibieron la noticia con particular alegría.
Varios de sus empleados estaban en la lista de sospechosos de los
Reguladores y eso resultaba muy inquietante, sobre todo porque suponía una
amenaza para la preponderancia de sus negocios. ¿Acaso no utilizarían los
Reguladores su licencia legal para intentar desembarazarse de La Casa?
Tampoco el sheriff Brady se sintió muy feliz sabiendo que algunos de sus
propios ayudantes figuraban en aquella lista. Pero, ¿qué podían hacer al
respecto? Si aquella panda de cowboys tenía el beneplácito del juez para ir por
ahí deteniendo gente, el asunto sobrepasaba la competencia de la Casa y sus
ad latere. Aun así, Brady probó suerte y lanzó su dado. Antes de que los
Reguladores abandonasen Lincoln para cumplir su misión, detuvo a Atanasio
Martínez, metiéndolo en una celda sin motivo alguno. La carencia de un
pretexto legal medianamente verosímil era tan palmaria —y recordemos, el
juez de paz estaba supervisando el asunto— que finalmente accedió a dejarlo
en libertad transcurridas unas pocas horas. Brady se dio cuenta de que iba a
necesitar la intervención de instancias superiores. El juez de paz se había
convertido en un obstáculo que ni él, ni Murphy, ni Dolan podrían sortear por sí
mismos. Iban a necesitar la ayuda de sus contactos políticos en Santa Fe.

Entretanto, los Reguladores montaron en sus caballos y cabalgaron por el


territorio buscando a los cinco primero nombres de su lista, los considerados
autores materiales del asesinato de Tunstall. No tuvieron que cabalgar mucho.
Localizaron a tres de ellos acampados cerca de un río; en cuanto reconocieron
a los jinetes que iban en su busca huyeron, lo que dio lugar a una secuencia
propia del mejor largometraje del Oeste, pues durante varios kilómetros fueron
perseguidos a tiros hasta ser finalmente acorralados en un recodo sin escape.
Dick Brewer, líder de los Reguladores, les habló desde la distancia,
haciéndoles notar que no tenían escapatoria y consiguiendo que se entregasen
sin oponer resistencia bajo la promesa de llevarlos vivos hasta Lincoln.
Promesa que no llegaría a cumplirse. Aunque existen varias versiones de lo
que sucedió durante el camino de regreso, a grandes rasgos todas coinciden
en su desenlace. Se sabe que pese a la intención inicial de los quienes
comandaban el grupo, que querían honrar la palabra dada y cumplir el mandato
del juez, se produjo un conflicto interno entre los partidarios de respetar la ley y
los partidarios de ejecutar una venganza.inmediata. Se impuso la voluntad de
los segundos, al parecer con violencia de por medio cuando uno de los
Reguladores —William McCloskey, que mantenía amistad con los detenidos y
trató de defenderlos— fue tiroteado por uno de sus propios compañeros.
Después, los tres detenidos fueron acribillados a balazos. Varios días después
los Reguladores volvieron a presentarse ante el juez de paz no con tres
prisioneros, sino con tres cadáveres agujereados de forma macabra; se dice
que cada prisionero había recibido once balas, una por cada uno de los
Reguladores presentes, lo cual era la manera de asegurar que todos ellos se
responsabilizarían por igual de los homicidios.

Huelga decid que necesitaban intentar justificar aquellas muertes ante el


juez, así que afirmaron haber disparado en defensa propia al resistirse con
violencia los detenidos, resistencia de la que presentaron como prueba el
cadáver de McCloskey. El relato podía parecer inverosímil, pero fue dado como
bueno. A fin de cuentas era exactamente la misma mentira que tanto el sheriff
como los pistoleros de La Casa habían argüido para justificar la muerte de
Tunstall. Tal vez el juez de paz creyó el relato de los Reguladores. O quizá
estaba harto de la corrupción imperante en el condado, por lo que tampoco
cabe descartar la posibilidad de que en su ánimo pesara la idea de que un
poco de manga ancha era lo que se necesitaba para contrarrestar el poder de
la estructura mafiosa de La Casa. En cuanto a los dos siguientes nombres de
su lista, los Reguladores no tuvieron que molestarse en capturarlos. Ambos
hombres sufrieron un casual giro del karma aquel mismo día: sorprendidos
intentando robar ganado en una reserva india, fueron tiroteados por los
vigilantes. Uno de los dos ladrones murió y el otro, herido de gravedad, fue
encarcelado y puesto bajo cuidado médico con vistas a llevarlo ante un juez si
conseguía sobrevivir.

El sheriff Bill Brady, brazo armado de los caciques locales de Lincoln. (foto: DP)
La campaña de vendettas había empezado bien para los Reguladores.
Tras cometer tres homicidios (o cuatro, si les atribuimos también el de
McCloskey) y habían salido indemnes. Otros dos de sus objetivos habían caído
en la reserva india, lo cual ayudaría a completar su lista con mayor rapidez.
Pero era cuestión de tiempo que los enemigos de los Reguladores recurriesen
a su artillería. Las noticias sobre aquella actividad alguacilesca no tardaron en
llegar hasta Santa Fe, y las autoridades estatales, que siempre habían
protegido a La Casa, también se dieron cuenta de que el poder de sus socios
Dolan y Murphy podría derrumbarse rápidamente si no hacían algo al respecto.
El gobernador del estado, Samuel B. Axtell, era bien conocido por sus
corruptos manejos y sus oscuras amistades, entre las que se encontraban los
caciques de Lincoln, e hizo honor a esa fama con una jugada digna de
Maquiavelo. Como buen tahúr político que era, se sacó de la manga un as,
anunciando que el nombramiento del juez de paz de Lincoln se había producido
de manera irregular (con justificaciones tan peregrinas como podamos
imaginar), por lo cual quedaba inhabilitado de inmediato por orden gubernativa.
Y ya de paso, cualquier potestad que hubiese concedido a los Reguladores
para actuar en nombre de la ley quedaba revocada de manera automática.
Esto era una muy mala noticia para Billy el Niño y sus compañeros. De
continuar con sus acciones, que ya no contaban con el paraguas de una
licencia judicial, se convertirían en criminales perseguidos por la ley. Aquello
volvía a situarlos en una difícil disyuntiva. Si bajaban la cabeza y renunciaban a
continuar buscando los nombres que había anotados en su lista, nunca podrían
vengarse y mucho menos reactivar los negocios del difunto Tunstall. Tendrían
que emigrar. Pero si decidían continuar, todo el aparato policial y legal del
condado, e incluso del estado, se echaría sobre ellos. Una vez más, optaron
por la venganza. Era demasiado tarde para echarse atrás. No iban a detenerse
ahora. Si tenían que enfrentarse a la ley, lo harían. Si tenían que pelear,
pelearían. Teniendo enfrente incluso al propio gobernador, aquello tenía visos
de convertirse en una misión suicida, pero los Reguladores habían tomado, por
segunda vez, una decisión irrevocable.

Estalla la guerra de Lincoln

Bien sabían que estaban a punto de convertirse en forajidos, así que se


dijeron que ya no tenía mucho sentido andarse con remilgos. Ahora ejecutarían
su venganza por las buenas, sin necesidad de ningún simulacro de protocolo
legal. De todos modos iban a ser perseguidos en cuanto hiciesen el siguiente
movimiento. Así pues, decidieron apuntar alto e ir a por quien de verdad era
uno de sus principales objetivos, al que probablemente no hubiesen podido
detener con respaldo legal, pero al que sí podían matar: el sheriff Brady.

Bill Brady era fácil de localizar, desde luego. Era el sheriff, así que, salvo
emergencia, estaba siempre en la localidad de Lincoln. Lo único que los
Reguladores necesitaban era apostarse y esperar a verlo pasar por la calle.
Seis de ellos, incluido Billy el Niño, se ocultaron en la antigua tienda de
Tunstall, que ahora permanecía cerrada al público. En la parte trasera había
una especie de corral que daba al exterior, y allí unos vigilaban la calle
ocultándose tras el muro del patio mientras otros hacían tiempo dándole de
comer al perro del difunto comerciante británico. Transcurrió el tiempo.
Finalmente lo vieron acercándose al almacén acompañado por algunos de sus
ayudantes. Por sorpresa, desde detrás del muro y casi al modo de
francotiradores, los Reguladores abrieron fuego sobre Brady, que fue abatido
con más de una docena de disparos en el cuerpo, muriendo al instante. Uno de
sus ayudantes quedaba tendido en el suelo —malherido, tampoco lograría
sobrevivir, falleciendo a las pocas horas— mientras los demás corrían a
esconderse. Los testigos afirmaron después que la mayor parte de los aciertos
fueron obra de Billy el Niño, que demostró tener la misma puntería en mitad de la
acción que cuando practicaba disparándole a latas y botellas. Pese a no ejercer todavía
una posición de liderazgo, el nombre de Billy empezó a adquirir resonancia en la
región, ya que se lo acusaría formalmente del asesinato de Brady, lo cual lo convertía
en un buscado fugitivo. Por cierto, también hubo heridos entre los Reguladores
cuando dos de ellos corrieron hacia el cadáver del sheriff para recuperar su arma,
poniéndose así en la línea de tiro de uno de los ayudantes, quien, asomándose desde
su improvisado escondite, los sorprendió con un único disparo de rifle que atravesó el
cuerpo de un Regulador, entrando la bala por un lado del abdomen, saliendo por el
otro e impactando también en su compañero.

Cumplida la tarea de eliminar a Brady, los Reguladores recogieron a sus dos heridos y se
marcharon de Lincoln para evitar una represalia. Ahora que también estaban en alerta las
autoridades de Santa Fe, nunca podían estar seguros de cuántos hombres iban a dedicarse a
perseguirlos. En todo caso, el asesinato de Brady enseñó a todos los poderes del condado —y
del estado— que los Reguladores no estaban dispuestos a parar hasta conseguir tachar todos
los nombres que tenían en su lista, ni siquiera cuando eso significaba que ahora serían unos
proscritos. La actitud de los Reguladores, en su contexto, tenía cierto sentido. Si pretendían
continuar con los negocios del difunto Tunstall tenían que inhabilitar el poder de La Casa y sus
secuaces. Y la violencia era la única forma de abrirse camino en un territorio tan salvaje como
aquel, donde el futuro de un nuevo negocio dependía de cuánto y cómo de bien se era capaz
de disparar, no de lo hábilmente que se manejase una empresa. Esto era frecuente en
territorios de la frontera, donde unos trataban de desplazar a otros por la fuerza. Así pues,
decididos a hacerse con el control del condado, los Reguladores cabalgaron hacia el sur
durante tres días, hasta estacionar en Blazer’s Mills, un aserradero en torno al cual había
emergido una pequeña aldea formada por un puñado de viviendas y almacenes construidos
con adobe, al estilo mexicano. Es decir, un paisaje no muy distinto al que usted podrá imaginar
si trata de situar la acción de un tiroteo propio del cine western. Se detuvieron allí para
descansar y coordinar sus acciones venideras, pero una jugarreta del destino propició que
aquella dispersa conjunción de casas se convirtiese en escenario de un insólito enfrentamiento
que iba a parecer más propio de las novelas baratas de aquellos mismos años que de la propia
realidad. Los Reguladores estaban a punto de sufrir un inconcebible revés, derrotados por un
único hombre.

Otro de los nombres que figuraba en la lista de los Reguladores era el de Buckshot Rogers,
un empleado de La Casa, experimentado ranchero y cazador, que era además un magnífico
tirador. Sabiendo el golpe que Rogers estaba a punto de asestar a los Reguladores, resulta
paradójico pensar que había sido uno de los menos dispuestos a enfrentarse a ellos. De hecho,
días antes, en cuanto supo que los empleados de Tunstall se habían convertido en una especie
de policía y entendió que irían a por él, pensó que la mejor decisión que podía adoptar era la
de hacer el equipaje. Puso en venta su granja con urgencia, y aunque encontró un comprador,
este necesitaba algunos días para tener preparado un cheque bancario, trámite que un
territorio como aquel no podía ejecutarse al momento. Así pues, Rogers se vio obligado a
esperar por su cheque, suponemos que con muy pocas ganas de cruzarse con alguno de los
hombres de Tunstall. Pero el destino no estaba de su lado y quiso que se citase con su
comprador… en Blazer’s Mills. Desconociendo que los Reguladores habían elegido
precisamente ese lugar para reponerse, el mundo debió de caérsele a los pies cuando llegó con
la idea de recoger su dinero y en cambio se encontró a una docena de sus enemigos sentados
en torno a una mesa de la cantina local. Ni siquiera habían tenido que ir a buscarle; él se había
tomado la amable molestia de aparecer ante ellos. Desalentado, sabiendo que no tenía
escapatoria —y que le habían visto— Buckshot Rogers se sentó en los escalones delanteros de
una casa, con su rifle en las manos y sabe Dios qué cosas pasando por su mente.

Entretanto, en la cantina, los Reguladores discutieron cómo actuar. Rogers estaba solo. A
alguno de ellos debió de parecerle excesivo atacarlo por las buenas sin darle ocasión a
rendirse. Al menos eso debió de pensar Frank Coe, uno de los empleados de Alexander
McSween, que se ofreció para intentar convencerlo de que se entregase sin resistencia. Los
demás decidieron esperar para comprobar si tenía éxito. Coe salió de la cantina, fue hacia
Rogers y se sentó junto a él en el escalón, iniciando una tranquila pero siniestra conversación
cuyas palabras exactas no conocemos pero que suponemos hubiese encajado bien en una
película de Sam Peckimpah. Sí sabemos que Coe trató de razonar señalando lo obvio: Rogers
estaba completamente solo ante una docena de pistoleros y la opción más sensata era la de
entregarse. Pero Rogers, silencioso y taciturno, se comportaba como si estuviese ya
mentalizándose para lo peor. Pensaba que era el objetivo de una venganza y que si se rendía
sin luchar lo matarían igualmente. Coe insistió hasta entender que no tenía nada que hacer.
Rogers no quería rendirse. La conversación terminó justo cuando el resto de Reguladores,
considerando que ya habían esperado lo suficiente, empezaron a salir de la cantina con paso
rápido y armas en ristre. Si la presa no se doblegaba, ellos la cazarían.

En cuanto Buckshot Rogers los vio aparecer, alzó su propio rifle y empezó a disparar. Los
Reguladores respondieron. Rogers había hecho las maletas, pero no era un cobarde, y cuando
se vio obligado a luchar demostró que tenía los nervios de acero. Incluso en apabullante
inferioridad numérica y con las balas de varios tiradores silbando a su alrededor, fue capaz de
defenderse con frialdad, demostrando que su puntería de avezado cazador era
aterradoramente precisa. Uno tras otro, cuatro Reguladores fueron cayendo al suelo heridos,
hasta que el resto entendió que lo mejor era protegerse de la endiablada precisión de Rogers
detrás de algún objeto o esquina. Debieron de sentirse muy confusos. Habían sido apenas unos
instantes —al contrario de lo que muestran las películas, aquellos legendarios intercambios de
disparos al descubierto nunca duraban mucho— pero habían bastado para que todos hubiesen
tenido que detener su avance por causa de un único hombre. Cuatro de ellos permanecían en
tierra heridos. Rogers había frenado a los Reguladores, aunque no pudo evitar ser diana a su
vez. Pese a la numantina determinación que demostró durante aquella apoteósica exhibición
de resistencia en solitario, estaba en el blanco de demasiados tiradores y con demasiadas balas
volando en su dirección como para que la mera lógica no impusiera su sentencia. Fue herido
de gravedad y, como pudo, retrocedió hacia la puerta de la casa, entrando en ella. Ni
sabiéndose malherido evidenciaba intención alguna de rendirse.

La casa donde Buckshot Rogers resistió hasta el final. (foto: DP)

Los Reguladores estaban estupefactos. Buckshot Rogers se había defendido como una
fiera y aun retrocediendo con balas en su cuerpo había sido capaz de abatir a varios de ellos.
Aquel individuo era el más fiero luchador con el que se habían encontrado desde que
comenzasen su campaña de represalias. Tan impresionados estaban que el ánimo vengador
resultó ahogado por el instinto de supervivencia. Empezaron a ocuparse de rescatar a sus
compañeros heridos, sin saber muy bien qué más hacer. Podían rodear la casa, sí, pero, ¿quién
en su sano juicio iba a acercarse hasta el escondite de Rogers, que parecía capaz de acertar a
una mosca en pleno vuelo? El líder de los Reguladores, Dick Brewer, estaba exasperado. Pero
no le parecía buena idea pedir a sus compañeros que se jugasen el pellejo acercándose al
edificio y, como capitán ejemplar, decidió hacerlo él mismo. A hurtadillas fue aproximándose a
la casa, hasta llegar a una pila de troncos que había cerca de la entrada. Se parapetó tras ella.
Rogers no había disparado. Eso demostraba que no estaba vigilando desde dentro, y que quizá
no estaba en condiciones de defenderse. Con precaución, Brewer asomó la cabeza y echó un
breve vistazo. Vio a Rogers tumbado boca abajo sobre un colchón, sangrando
abundantemente. Aquella era la ocasión perfecta para acabar con él. Pero Brewer no quiso
exponerse demasiado y cuando disparó varias veces hacia el interior de la casa lo hizo a
bocajarro, sin apuntar con demasiada precisión. Debió de creer, grueso error, que la cantidad
de tiros bastaría por sí sola para hacer blanco. Cuando asomó la cabeza por tercera vez para
comprobar si había dado en la diana, sonó un disparo. Uno de sus ojos fue reventado por una
bala. Dick Brewer, líder de los Reguladores, ya era cadáver cuando cayó al suelo. Rogers,
tendido en el colchón, aún había tenido fuerzas para defenderse. Había visto volutas de humo
revoloteando sobre la pila de troncos y así supo dónde se ocultaba el tirador. Había alzado su
rifle, esperando astutamente a que Brewer volviese a asomar la cabeza.
El resto de los Reguladores se sintieron todavía más conmocionados. Un único hombre les
había plantado cara con la terrible eficacia de todo un pelotón, y como desgraciado desenlace
acababan de perder a su cabecilla. Desmoralizados, decidieron que Rogers era un objetivo
inatacable. Subieron a sus monturas y se marcharon para lamerse las heridas en otra parte. El
destino de Buckshot Rogers, empero, no tenía mejor color. El hombre que había ido a Blazer’s
Mills para recoger un cheque y que a cambio había protagonizado la proeza de hacer
retroceder a toda una banda de pistoleros, continuó desangrándose sin que nadie pudiese
hacer nada por ayudarlo. Murió al día siguiente.

La esperanza después de la derrota

Los Reguladores ya no sabían si estaban huyendo o si todavía eran ellos quienes


perseguían a otros. En la realidad, ambas cosas eran ciertas. Ahora eran fugitivos, pero la
guerra no se iba a detener por sí sola, así que estaban obligados a continuar luchando.
Cabalgando de nuevo hacia el norte, llegaron a Fort Sumner, una antigua instalación militar
que los soldados estadounidenses habían abandonado tiempo atrás y que ahora estaba
habitada por familias mexicanas. Allí decidieron que Frank McNab sería su nuevo jefe. Era la
opción más natural, porque McNab había estado ejerciendo de primer lugarteniente para el
difunto Dick Brewer. Por lo demás, Fort Sumner era el sitio perfecto donde descansar,
reponerse de las heridas e incluso divertirse, ya que entre los atractivos del lugar estaba el
ambiente festivo de los mexicanos y la presencia de chicas jóvenes. Allí permanecieron
durante dos meses. Billy el Niño estaba como en su casa. Gracias a su carácter amigable, su
facilidad para relacionarse con los mexicanos y su dominio del español, se integró a la
perfección. Pero, al igual que sus compañeros, sabía que no podía quedarse allí para siempre.
Con el paso del tiempo, los Reguladores fueron abandonando el fuerte —para visitar a sus
familias, para resolver sus asuntos económicos, etc.—, dividiéndose en grupos según el destino
que tomase cada cual.
El gobernador Axtell, corrupto, autoritario y participante de una estructura mafiosa
estatal. (foto: DP)

Las cosas no estaban menos agitadas en el otro bando. Se había nombrado un sustituto
del difunto Brady, John Copeland, que como nuevo sheriff tendría la difícil papeleta de intentar
pacificar un condado sumido en el más completo caos. Nombró su segundo a George W.
Peppin, que también había sido ayudante de Brady y había presenciado su muerte. Pero
Copeland cometió el error de mostrarse comprensivo con la causa de los Reguladores. Debió
de pensar que tenían su parte de razón o que no eran menos implacables que sus
competidores, pero como fuese, su posición salomónica resultaba inaceptable para La Casa. El
jefe de la policía local debía trabajar para ellos, o de lo contrario debía renunciar al puesto.
Copeland vio cómo conspiraba contra él incluso Peppin, su ayudante, que se sumó a la presión
de La Casa para forzarlo a dimitir casi sin haber tenido tiempo de ocupar su silla. Finalmente
fue apartado del puesto. Peppin tomó su lugar. Era el tercer sheriff que Lincoln tuvo durante
aquel turbulento periodo, pero como veremos no sería el último (ni el penúltimo). Peppin no
se molestó en disimular a quién entregaba su lealtad, ya que desde el principio actuó como
comandante de campo de la facción de La Casa e incluso nombró como ayudante a uno de los
sospechosos del asesinato de Tunstall. George Peppin era como una nueva versión de Brady y
su política era exactamente la misma que la de aquel: cazar a los Reguladores a cualquier
precio.

Organizó rápidamente un grupo de pistoleros recurriendo tanto a empleados de La Casa


como a bandas aliadas, los «Guerreros de Seven Riders» o la banda de Jesse Evans. Este último
era quizá el personaje más temido de todo el territorio y la sola mención de su nombre
bastaba para hacer palidecer a muchos. Cumplida la treintena, Evans era mestizo y su
ascendencia cherokee se dejaba notar de manera evidente en su aspecto físico. Había
trabajado de cowboy y también acumulaba un amplio historial delictivo como ladrón y
cuatrero. Tenía varios homicidios a sus espaldas e incluso había sido procesado por asesinato,
aunque había quedado absuelto de manera poco comprensible, ya que casi nadie dudaba de
su culpabilidad. Es muy probable que aquella absolución se debiese, como tantas otras
decisiones judiciales extrañas de New Mexico, a la influencia de la corrupta cúpula del estado,
con la que Evans tenía contacto.

La cacería no tardó en empezar. Una partida conjunta formada por los hombres de Jesse
Evans y los Guerreros de Seven Rivers localizó a tres Reguladores en un rancho. Allí estaban el
nuevo líder de los Reguladores, Frank McNab, Frank Coe y un tercero llamado Ab Saunders. No
tuvieron demasiadas oportunidades. Aunque trataban de esconderse, fueron acorralados y
sobre ellos cayó una lluvia de balas. McNab murió en el acto —los Reguladores volvían a
quedarse sin líder— y Saunders fue herido de gravedad. Frank Coe salió ileso, pero fue hecho
prisionero y encerrado en una celda, aunque pocos días después escapó, al parecer con la
colaboración directa de un ayudante del sheriff (no está claro si con ayuda de sobornos o
sencillamente por amistad). Esto supuso otro duro golpe para los Reguladores, aunque no
quedó sin represalia, porque al día siguiente cuatro miembros de los Guerreros de Seven
Rivers fueron tiroteados hasta la muerte, suponemos que después de haber sido tomados por
sorpresa. Aunque nunca se llegó a saber quién lo había hecho, algunos lo atribuyeron a Billy el
Niño, cuyo papel en la muerte de Brady era ya un hecho bien conocido.

Las tornas habían cambiado. Los Reguladores habían pasado de perseguidores a


perseguidos. Tiroteo tras tiroteo su número había ido decreciendo. Varios de los que todavía
quedaban con vida, entre ellos Billy el Niño, acudieron al único aliado que todavía tenían: el
comerciante Alexander McSween. Se refugiaron en su casa, pero aquello pronto probó ser una
mala idea. Los pistoleros del cacique James Dolan rodearon con rapidez la vivienda, en la que
quedaron atrapados McSween, su mujer y los Reguladores supervivientes. La guerra entre
bandas había tomado un cariz alarmante, como prueba el que hiciese acto de aparición nada
menos que un escuadrón de la caballería con el encargo de procurar que los Reguladores que
se ocultaban en casa de Mcsween fuesen detenidos sin derramamientos de sangre
innecesarios. Aquello era la señal de que en Santa Fe empezaban a encontrar intolerable la
situación de desorden en Lincoln, entre otras cosas porque la prensa de la ciudad estaba
dándole una enorme repercusión y el público de la capital del estado, claro, se preguntaba
para qué demonios servían unos gobernantes que no eran capaces de detener aquella sangría.

El asedio a la casa de McSween duró cinco días. Cabe imaginar la desesperación de


quienes estaban dentro. Los sitiadores únicamente dejaron salir a la esposa del comerciante, la
única mujer presente, pero los demás no parecían tener escapatoria. El propio McSween se
mostraba completamente hundido; no era un hombre de acción, no sabía cómo asimilar la
situación. Su angustia empezó a resultar contagiosa y varios de los Reguladores terminaron
también con los nervios a flor de piel al cabo de varios interminables días de encierro en
aquella ratonera. Pero fue en aquellas circunstancias tan adversas, ya sin la presencia de algún
jefe natural, cuando Billy el Niño empezó a demostrar, pese a su juventud, una enorme fuerza
de carácter. Mientras los demás flaqueaban, aquel chaval casi imberbe empezó a trazar un
plan de huida que, si bien difícil, captó la atención de sus compañeros. Se agarraron a la idea
de Billy como a un clavo ardiendo. Y la idea no era mala, o al menos era la única que en aquella
situación ofrecía la posibilidad de que algunos de ellos, por lo menos, sobreviviesen. Billy
planeó que durante la noche se dividiesen en dos grupos. Uno, liderado por él, saldría por una
ventana y a base de abrir fuego sobre el cerco trataría de correr hasta el almacén de Tunstall,
que estaba bastante cerca, para atravesarlo y escapar hacia el exterior del pueblo. El otro
grupo —donde estarían McSween y los menos combativos— aprovecharía la confusión
reinante en el lado opuesto de la casa para salir en dirección a un río próximo, y desde ahí
aprovechar las horas nocturnas para alejarse de Lincoln. El entusiasmo de Billy empezó a
contrarrestar el pesimismo reinante. El chaval era inteligente. Quizá su plan funcionase.

Fuese buena idea o no, tampoco tuvieron demasiado tiempo para discutirla. Durante la
quinta noche de asedio no les quedó más remedio que ponerla en práctica cuando sus
acosadores prendieron fuego a la casa para obligarlos a salir. Y salieron. Precipitadamente,
pero siguiendo el plan de Billy. Con una temeridad que sorprendió incluso a sus enemigos, Billy
y algunos de sus compañeros salieron por una ventana disparando a bocajarro y haciendo a su
vez frente a un aluvión de balas. El pequeño grupo corrió hacia el almacén de Tunstall, pero
cuando estaban a punto de llegar se dieron cuenta de que también allí había tiradores
esperando. Se dieron vuelta y corrieron hacia el río, donde se encontraron con el otro grupo
de fugitivos, que también había abandonado la casa bajo un chaparrón de disparos (el
elemento de distracción no funcionó porque no había parte de la casa que no estuviese
vigilada). Allí pudieron hacer recuento de las bajas. Habían perdido a cuatro hombres (en el
bando opuesto se había producido una única baja) y el propio Alexander McSween había
muerto, con lo que se habían quedado sin su único aliado.

Los escasos Reguladores que consiguieron escapar aquella noche ya no podían ser
considerados una facción capaz de continuar plantando cara a unos enemigos más numerosos
que además contaban con apoyo de la ley y el propio ejército. La guerra de Lincoln había
terminado. Los Reguladores habían perdido. Y Billy el Niño era ahora un fugitivo bajo el que
pesaba una acusación por el asesinato de un sheriff. Vagando a pie por aquel duro territorio,
en mitad del inclemente verano de New Mexico, veía cómo su vida terminaba de
desmoronarse, mientras, por el contrario, su nombre empezaba a resonar más allá de los
límites del condado. Ya no tendría descanso en los meses que le quedaban de vida. Pudo
comprobarlo cuando desde Santa Fe llegó la gran noticia: con tal de pacificar el territorio, se
concedía una aministía penal a todos los involucrados en la guerra de bandas que
abandonasen de inmediato la violencia. El joven William Bonney debió de sentir un duro golpe
cuando supo que la amnistía se aplicaba a todos… excepto a él. Matar a un sheriff era algo
ante lo que el estado no estaba dispuesto a hacer la vista gorda. Y veremos que, pese a todo,
estuvo a punto de conseguir un perdón. O eso creyó él. Porque, entretanto, la leyenda estaba
atrayéndolo hacía sí como un remolino en el agua atrae al náufrago, y Billy el Niño se ahogaría
en ella.
Un grupo de Rangers tejanos, mostrando las armas y vestimentas características de la
época de Billy el Niño (foto: DP)

Billy no era una mala persona. Es decir, no asesinaba gratuitamente. La mayoría de


quienes mató se lo merecían. Por descontado, no puedo defender sus robos de caballos y
ganado, pero cuando consideras que le obligaron a llevar esa vida de forajido mediante los
esfuerzos para asegurar su arresto y procesamiento, es difícil culpar al pobre chico por lo que
hizo. Una cosa es cierta: Billy era tan valiente como lo pintan, y sabía defenderse. Le cargaron
prácticamente todos los asesinatos que se produjeron en Lincoln County durante aquellos
días, pero fue simplemente porque su nombre se había convertido en sinónimo de
atrevimiento e intrepidez. Cuando el sheriff William Brady fue asesinado, todos condenamos el
hecho. No porque a muchos de nosotros nos gustase el sheriff, sino por la manera en que
sucedió. Como es natural, el asesinato de un representante de la justicia volvió a muchos de
nuestros amigos en nuestra contra e hizo mucho daño a nuestro bando de cara a la opinión
pública. (Susan McSweeen, viuda de Alexander McSween).

Debió de haber tenido buena madera dentro de él, ya que siempre se convertía en un
experto de cualquier cosa que intentase hacer. Cuando era duro, era tan duro como cualquier
hombre lo pueda llegar a ser. Demasiado duro en ocasiones, pero por entonces todo era duro
en este condado. (John Meadows, amigo de Billy).

En 1878, el prestigio de Nuevo México ante el resto de la nación estaba por


los suelos. El estado se había ganado justa fama de constituir el feudo de unas
instituciones políticas y judiciales sumidas en un cenagal de corrupción. Y
como ya narramos en episodios anteriores, la más extensa de sus comarcas
había terminado inmersa en una completa anarquía, para preocupación de las
altas instancias. Los sangrientos enfrentamientos entre pistoleros del condado
de Lincoln habían estado ocupando las portadas de los periódicos, produciendo
la sensación generalizada de que las autoridades estatales habían perdido el
control de aquel territorio. Es interesante comprobar cuán lejos resonaban los
escándalos que se producían en Nuevo México, porque eso ayuda a entender
la enorme relevancia internacional que terminaría adquiriendo una figura como
la de Billy el Niño. Aunque Nuevo México era un estado fronterizo en el que
abundaban los parajes con baja densidad de población organizados como un
simulacro de civilización, lo que allí sucedía tenía mucha repercusión en el
exterior. Por ejemplo, para los habitantes de la costa este del país, las noticias
sobre lejanos tiroteos en el Far West constituían un morboso entretenimiento.
Habían transcurrido más de dos décadas desde el final de la guerra civil
americana, pero en la frontera parecía no disiparse nunca el olor a pólvora.
Incluso en Europa se extendía la fascinación por aquella frontera donde
merodeaban los forajidos, donde la ley era poco más que un molesto ruido de
fondo al que rara vez se prestaba atención. Podríamos casi decir que Nuevo
México representaba en 1878 algo similar a lo que Chicago sería en 1930: un
violento anfiteatro en donde ganaban fama criminales y justicieros y, por ende,
un inagotable crisol de grandes historias.

El general Lew Wallace, gobernador de New Mexico y autor de la novela


“Ben-Hur: A Tale of the Christ” (foto: DP)
Los propios habitantes de Nuevo México no eran demasiado felices
contemplando el caos en Lincoln. La capìtal del estado —Santa Fe, que era
una de las ciudades más antiguas del país— contaba con un sector periodístico
muy activo, cuyas informaciones sobre corrupción y un constante silbido de
balas estaban atrayendo la atención nacional. Bien pudo comprobarlo Samuel
B. Axtell, gobernador y protector de los caciques de Lincoln, que había hartado
a diversos sectores de la sociedad por culpa de su personalidad obtusa y
dictatorial, de sus contactos mafiosos y, cómo no, de su total incapacidad para
pacificar el avispero en que se había convertido el condado de Lincoln. Los
periódicos de Santa Fe hicieron del gobernador Axtell el blanco de sus iras,
destapando muchas de las corruptelas en las que andaba mezclado, y la onda
expansiva del escándalo no tardó en llegar incluso a la Casa Blanca. El
presidente estadounidense Rutherford B. Hayes —aunque pertenecía también
al Partido Republicano, como Axtell— difícilmente podía tolerar un foco
semejante de inestabilidad y barahúnda en el país, así que ordenó a su
secretario de Interior que dirigiese una investigación sobre el gobernador de
Nuevo México. El secretario Carl Schurz se aplicó a ello con determinación
germánica: era un inmigrante alemán, de pasado revolucionario, que tras
haberse naturalizado estadounidense ocupó importantes puestos en el Senado
o incluso fue embajador estadounidense en España (se dice que convenció a
nuestro Gobierno para que no apoyase la causa confederada durante la guerra
civil). La investigación de Schurz fue rápida y eficaz. Tanto, que Samuel B.
Axtell se vio forzado a abandonar su puesto. Se designó a un nuevo
gobernador, el general Lew Wallace, sobre quien recayó la difícil tarea de
intentar pacificar Lincoln, aunque hoy es internacionalmente famoso por haber
sido el autor de la novela Ben-Hur: A Tale of the Christ, que estaba escribiendo
justo durante aquellos días y cuya adaptación cinematográfica fue una de las
películas más laureadas de todos los tiempos.

Wallace entendió al instante que el hecho de que la guerra entre bandas en


Lincoln se considerase finalizada no significaba que la paz estuviese
garantizada. Los Reguladores habían perdido el conflicto, sí, y sus escasos
miembros supervivientes, aislados, deambulaban por el territorio
escondiéndose donde podían y sabiéndose perseguidos por agentes de la ley,
pistoleros a sueldo de sus enemigos e incluso militares. Pero el gobernador
suponía, y con razón, que aquella situación desesperada hacía de los
Reguladores hombres peligrosos y que en cuanto se sintiesen acorralados
responderían con violencia. Lo último que deseaba el nuevo gobernador era
ver más noticias de muertes en las páginas de los periódicos, así que tomó una
medida atrevida, para muchos discutible, pero que en la teoría prometía ser
eficaz: proclamó una amnistía para los involucrados en la guerra de Lincoln.
Quienes abandonasen definitivamente la violencia no serían perseguidos por
actos que hubiesen podido cometer durante el conflicto, excepto en aquellos
casos donde se hubiese iniciado ya una causa penal antes de promulgarse
dicha amnistía. Lo cual, en esencia, significaba que el perdón resultaba
inaplicable para Billy el Niño, que ya tenía una acusación judicial en marcha por
el asesinato del sheriff William Brady.

La tregua que duró unas horas

Billy llevaba varios meses deambulando junto a lo poco que quedaba de los
Reguladores, tratando de que sus perseguidores no le diesen caza. Era aquella
una existencia agotadora y angustiosa. Habían huido de Lincoln a pie, en pleno
julio, durante lo peor de verano de Nuevo México. Después consiguieron
hacerse con varios caballos con los que seguir su camino, pero aunque
recibían la ocasional ayuda de los habitantes de la región, se vieron obligados
a continuar robando caballos para venderlos y poder así sobrevivir. Billy, a su
pesar, estaba de nuevo viviendo como un forajido.

Ejerciendo como cuatrero no podía esperar una existencia sin incidentes.


Volvieron a verse envueltos en un tiroteo cuando tuvieron la mala idea de
intentar robar caballos en la agencia india de la región. Las agencias indias
eran oficinas gubernamentales que, al menos sobre el papel, se encargaban de
resolver los problemas de abastecimiento de las poblaciones indígenas
confinadas en reservas. En realidad eran como almacenes de suministros
frecuentemente utilizados por funcionarios corruptos para hacer negocio con
los víveres y herramientas supuestamente destinadas a los indios, y se
convertían en objetivo habitual de los ladrones y cuatreros. Billy y sus
compañeros, pues, intentaron llevarse monturas a hurtadillas de la agencia,
pero fueron sorprendidos por sus empleados, que empezaron a disparar sobre
ellos. Anastasio Martínez, uno de los Reguladores, disparó en represalia,
matando a un empleado llamado Morris Bernstein. A continuación
emprendieron la huida.

Aquel incidente constituyó la muestra perfecta de un fenómeno imparable:


la creciente fama, o infamia, de Billy el Niño. Las habladurías empezaron a
señalarlo como autor de la muerte de Bernstein, pese a que Martínez se
reconocía autor material del asesinato y siempre aseguró que Billy ni siquiera
había desenfundado sus armas durante el robo frustrado a la agencia india.
Pero eso poco importaba a quienes preferían hacer circular la noticia de que el
Billy, por entonces todavía conocido como Kid Antrim, se había cobrado una
nueva víctima. La resonancia que estaba adquiriendo su nombre podía
explicarse en parte porque era considerado autor directo de la muerte de todo
un sheriff. Además, su excelente puntería era conocida en la región desde
tiempo atrás y se había convertido en un tema habitual de conversación
durante la guerra de bandas. Eso proyectaba hacia el exterior la imagen de que
Billy, el virtuoso de las armas, era uno de los más sanguinarios forajidos de
Nuevo México pese a haber sido un segundón durante casi toda la guerra de
Lincoln, con menos asesinatos a sus espaldas que otros criminales de la
región. Billy tenía motivos para sentirse preocupado por aquella creciente fama,
que para él significaba una mayor probabilidad de ser capturado, juzgado y
ejecutado. El cansancio mental producido por la presión de una huida
constante le hizo considerar idea de regresar a Lincoln y firmar una tregua con
sus perseguidores, propuesta que algunos defendían como la mejor manera de
conseguir que el condado volviese a la normalidad.

Lo cierto es que eran muchos los que anhelaban la paz. La guerra entre la
Casa y los Reguladores había terminado, pero eso no había supuesto la
pacificación del territorio. El asesinato del sheriff Brady, especialmente, produjo
la impresión de que la ley —por muy imperfecta o corrupta que hubiese sido
bajo su jefatura— ya no imperaba en Lincoln, lo cual atrajo a criminales
oportunistas de territorios colindantes que si bien no participaron directamente
en la guerra de bandas, sí aprovecharon el revuelo para campar a sus anchas
en busca de botín. Los peores de entre estos oportunistas fueron unos
bandidos que se hacían llamar The Rustlers. Si ustedes han visto la película
Hasta que llegó su hora de Sergio Leone, recordarán sin duda aquella siniestra
banda de asesinos ataviados con abrigos que comandaba un terrible personaje
encarnado por Henry Fonda. Pues bien, los Rustlers eran algo muy parecido.
Iban de granja de granja robando cuanto encontraban y acallando toda
oposición a base de balazos. No tenían escrúpulos, no sentían piedad. Les
gustaba ejercer la crueldad sin motivo y cometieron varias violaciones, además
del asesinato innecesario y gratuito de un par de muchachos indefensos que
eran apenas unos niños. Según cuenta la leyenda, ellos mismos se
presentaban ante sus víctimas diciendo que eran «demonios venidos del
infierno», y desde luego llevaron el infierno a las pobres familias campesinas
que tuvieron la mala fortuna de estar en mitad de su camino.

Cabe imaginar el terror que imperaba en el territorio y el agudo interés de


casi todos por terminar cuanto antes con toda aquella violencia. Esto explica lo
receptivos que se mostraron los enemigos de Billy cuando supieron que el
chico, después de más de medio año huyendo sin cesar, efectivamente se
había propuesto regresar voluntariamente para firmar una tregua con el
cacique local John Dolan y la banda del temible Jesse Evans. La reunión entre
los Reguladores y sus antiguos enemigos se produjo la tarde del 18 de febrero
de 1879. Llegaron al acuerdo de que no volverían a atacarse, quedando
aparcadas las venganzas y represalias. Quedó estipulado que si algún
miembro de las respectivas bandas rompía el trato, los demás lo perseguirían
hasta matarlo. Al terminar la reunión todos los implicados parecían dispuestos
a continuar con sus vidas con normalidad, excepto Billy, quien, visiblemente
serio, le daba vueltas a su negro porvenir. El acuerdo le evitaba ser objeto de
una vendetta, pero no solucionaba sus problemas con la ley.
En un lugar como Lincoln, sin embargo, la paz no podía alcanzarse tan
fácilmente. Apenas trascurrieron unas horas hasta producirse el siguiente
asesinato. Aquella misma noche, los miembros de las distintas bandas se
dedicaban a celebrar el acuerdo emborrachándose, pero había una persona
que no estaba dispuesta a olvidar lo sucedido y para la que una tregua entre
pistoleros no significaba nada: Susan McSween, la viuda del comerciante que
varios meses antes había sido abatido a tiros por los hombres de Jesse Evans.
La mujer intentaba llevar ante un tribunal a los responsables del asesinato de
su esposo, y estaba preparando el caso con ayuda del abogado Huston
Chapman. Lo cual, como resulta fácil suponer, no era muy bien recibido por la
banda de Evans. Cuando, ya ebrios, los hombres de Evans vieron pasar
caminando a la viuda acompañada del abogado, empezaron a acosarlos con
insultos y amenazas. Billy, según testimonios de los presentes, contemplaba la
escena desde el otro lado de la calle con visible expresión de disgusto. De
repente, para asombro de muchos, alguno de los pistoleros sacó su arma y
abatió a tiros a Huston Chapman, que murió al instante. La jornada en que se
había firmado una la paz terminaba con la sangrienta certeza de que las cosas
en Lincoln no iban a ir a mejor.

Engañado por el poder

Porque el poder, ya lo sabes, es inquieto, y siempre tiene las alas


despegadas para poder levantar el vuelo. (Ben-Hur. A Tale of the Christ, Lew
Wallace, 1880).

Aquel nuevo asesinato era más de lo que el nuevo gobernador de Nuevo


México estaba dispuesto a tolerar. Primero un sheriff, después un comerciante
inocente, luego un abogado igualmente inocente… a sumar a los granjeros que
habían sido aniquilados por los Rustler y los pistoleros que habían muerto en
tiroteos varios. Lew Wallace, con ímpetu propio de militar, abandonó su
despacho y se desplazó al condado de Lincoln para investigar de primera mano
el asesinato de Chapman. Él, personalmente, se encargó de efectuar los
interrogatorios. Fue así como supo que Billy había sido testigo del crimen.
Dado que el chaval estaba bajo acusación de asesinato y era un fuera de la
ley, Wallace decretó una recompensa de mil dólares para quien lo capturase
con vida.

Al saber que Wallace estaba en la región y lo buscaba como testigo, Billy


entendió que quizá podía testificar a cambio de que se le hiciese extensiva la
amnistía gubernamental. Aun sabiendo que una declaración como testigo lo
volvería a poner en la diana de Dolan y Evans, también podía liberarlo de una
muy probable condena a muerte. Decidió ponerse en contacto con Wallace,
con una carta que le envió por medio de terceros. Esta misiva, que fue escrita
de su puño y letra, desmiente la imagen de bruto iletrado que muchas leyendas
posteriores se empeñaron en componer:

A Su Excelencia el Gobernador, General Lew Wallace:

Estimado Señor, he sabido que usted ofrece mil dólares por mi captura, lo
cual según entiendo significa que me busca vivo como testigo en contra de
aquellos que asesinaron al Sr. Chapman. Si fuera así, yo podría aparecer en el
tribunal y ofrecer la información deseada, pero existen acusaciones contra mí
por cosas que ocurrieron en la reciente guerra de Lincoln y temo entregarme,
dado que mis enemigos me matarían. El día en que el Sr. Chapman fue
asesinado yo había ido a Lincoln, por petición de algunos buenos ciudadanos,
donde me encontré con J. J. Dolan. Como amigos, para poder así dejar de lado
las armas y regresar al trabajo. Yo estaba presente cuando el Sr. Chapman fue
asesinado y si no fuese por las acusaciones en mi contra, lo hubiese dejado en
claro antes. Si está en poder de usted la anulación de esas acusaciones,
espero que lo haga para darme la ocasión de explicarme. Por favor, envíeme
una respuesta diciendo que está en su mano hacerlo. Puede enviarla mediante
un portador. No tengo más ganas de luchar, en absoluto, y no he levantado un
arma desde su proclamación [como nuevo Gobernador]. En cuanto a mi
carácter, le refiero a cualquiera de los ciudadanos [de Lincoln], ya que la
mayoría de ellos son mis amigos y me han ayudado todo lo que han podido.
Me llaman Kid Antrim, pero Antrim es el apellido de mi padrastro.
Esperando una respuesta, quedo como su obediente servidor,
W.H. Bonney.
Una de las cartas que Billy envió al gobernador Wallace (foto: DP)
Es la carta, correcta y algo cándida, de un joven de unos dieciocho o
diecinueve años que sabe que después de una detención le espera una posible
pena de muerte. Con todo, describía la realidad. Casi toda la población del
condado de Lincoln tenía una buena imagen de Billy, algo que como ya dijimos
en partes anteriores está bien documentado. Ciertamente había asesinado al
sheriff, y este era un crimen muy grave, pero era solamente la estrella que
había lucido su víctima la que había mantenido a Billy fuera de la amnistía,
porque otros hombres habían derramado tanta o más sangre que él y habían
quedado sin cargo alguno. Además, también era cierto que Billy era uno de los
más dispuestos a abandonar la violencia y que llevaba varios meses
resistiéndose a desenfundar fácilmente.

Wallace respondió afirmativamente a la oferta con otra carta, en la que


decía: «Poseo autoridad para eximirte de tus cargos si das testimonio de lo que
afirmas saber». Un trato estaba en marcha. Ambos se citaron en una tienda de
Lincoln. En una conversación cara a cara, Wallace reiteró la promesa de
perdonar los cargos de Billy si este le daba información. Y Billy le contó todo
cuanto sabía no solamente sobre el asesinato de Chapman sino también sobre
la actividad y las casas francas de algunas bandas criminales locales, como los
mencionados Rustlers. Con ese gesto convertía en sus enemigos a casi todos
los delincuentes del condado, pero lo que Billy deseaba era comenzar de
nuevo.

Se escenificó una falsa detención —en realidad, claro, se estaba


entregando— y Billy fue llevado a Santa Fe, donde testificó ante un juez
señalando a los culpables de la muerte de Chapman. Después lo volvieron a
llevar a Lincoln, donde permaneció recluso a la espera de la finalización del
juicio y el prometido perdón. Estaba en un almacén vigilado por guardias que
debían evitar que escapase, pero también que otros entrasen a matarlo en
represalia por su reciente declaración. Sin embargo, el juicio pronto puso de
manifiesto que la justicia en Nuevo México continuaba plagada por la
corrupción. El juez y el fiscal del caso pertenecían al Círculo, la trama político-
judicial que protegía a los caciques de Lincoln. Para asombro de Billy (y de casi
todos en el territorio), se absolvió a varios de los acusados del asesinato de
Chapman, pese a los testimonios de testigos oculares. A otros se les aplicó la
amnistía de Wallace pese a que ahora se los estaba juzgando por hechos
acaecidos con posterioridad a la proclamación de la misma. Billy el Niño, como
se puede bien suponer, estaba escandalizado.

Pero todavía hubo más. El fiscal, ignorando la promesa hecha por el


gobernador, arrancó el proceso penal contra Billy, bajo la acusación de haber
matado al sheriff William Brady. El fiscal llegó a mover hilos para que Billy no
fuese juzgado en Lincoln, donde residía, donde habían tenido lugar los hechos
de los que era acusado y donde todos le conocían y tenían buena opinión de
él. Se consiguió que el caso fuese trasladado al tribunal del condado de Doña
Ana, controlado por el corrupto Círculo. Desde su encierro en un almacén de
Lincoln, Billy vio atónito y desesperanzado cómo Wallace ignoraba todo el
asunto, olvidando la promesa y abandonándole a su suerte, más interesado al
parecer en retornar a la redacción de su novela Ben-Hur.

Poca gente en el condado de Lincoln entendió aquello. Todos sabían que


Billy había matado, pero no era ni de lejos el único o el peor homicida del lugar.
Primero había quedado fuera de la amnistía general. Ahora había testificado a
cambio de nada, sabiendo que se convertía en objetivo de los peores
criminales de la región, mientras el gobernador Wallace se lavaba las manos.
La secuencia de acontecimientos debió de parecerles escandalosa incluso a
los guardias que mantenían a Billy cautivo, ya que abrieron las puertas del
almacén donde llevaba semanas preso y sencillamente le dejaron que
escapase. Una vez más, Billy el Niño se daba a la fuga.
Forajido una vez más

Se dirigió a Fort Sumner, donde todavía tenía un círculo de amigos que


incluía a dos de los antiguos Reguladores y también a John Chisum. El nombre
de Billy ya corría de boca en boca, pero excepto sus amigos casi nadie conocía
su aspecto físico, así que le resultaba fácil pasar desapercibido. Sin un empleo
formal, retornó a la vida que había llevado antes de trabajar para el difunto
John Tunstall. Se integró en una banda que practicaba el robo de ganado; eso
y el juego volvieron a convertirse en su medio de vida.

Pero su celebridad, por más que pocos estuviesen familiarizados con su


rostro, estaba convirtiéndose en un serio problema. En enero de 1880, mientras
estaba tomando algo en el saloon de Fort Sumner junto a sus amigos, un
individuo llamado Joe Grant comenzó a bravuconear en voz alta, diciendo que
dispararía a Billy el Niño en cuanto se encontrase con él. Lo decía, claro, sin
saber que estaba en el mismo local, a pocos pasos de él. Billy entendió que en
cualquier momento alguien podría revelarle su identidad a Grant, pero no
reaccionó con precipitación, sino con frialdad. Pese a su juventud, estaba ya
muy fogueado. Se lo podía considerar un veterano en cuanto a tiroteos y
situaciones extremas. Así que, sin perder la calma, se interesó por el revólver
de Grant y le pidió echarle un vistazo. Grant se lo prestó. Por entonces era
costumbre dejar un hueco vacío en el cargador, lo cual funcionaba como
seguro en caso de que el gatillo se accionase por accidente (los tiradores
accionaban el percutor una vez para dejar pasar el hueco vacío del cargador, y
a continuación efectuaban el disparo propiamente dicho). Sabiendo esto, Billy
giró disimuladamente el tambor para asegurarse de que si Grant accionaba el
percutor y después intentaba disparar, no hubiese bala. Le devolvió el arma y
se dispuso a salir del local. En aquel momento alguien le dijo a Grant que
acababa de hablar con el mismísimo Billy el Niño. Grant trató de disparar al
muchacho —según algunos testimonios, por la espalda— pero la treta de Billy
funcionó. Al activar el percutor, Grant dejó pasar una bala. Cuando apretó el
gatillo, no hubo disparo. En cuanto Billy escuchó el característico clic del gatillo,
se dio la vuelta y disparó antes de que Grant se recuperase del asombro y
volviese a probar suerte. Con su característica precisión, acertó a la primera.
Joe Grant cayó muerto al instante, con una bala en el rostro.

Así supo Billy el Niño que su existencia iba a ser incluso más difícil que
antes. Acababa de comprobar que individuos que no le conocían
personalmente y con los que no había tenido nada que ver parecían tener
ganas de darle caza. Para colmo, la muerte de Grant —aunque fuese en
defensa propia— era la gota que colmaba el vaso de su infamia. La prensa
empezó a retratar a Billy el Niño con colores cada vez más sórdidos,
achacándole casi cualquier acto delictivo grave que se cometiese en el
condado de Lincoln. Sus numerosos enemigos ayudaron a exagerar todo lo
negativo que se decía de él. Casi no había robo o acto violento en la región que
los periodistas no asociasen con su nombre, pese a que por aquellos lares no
escaseaban los criminales. Billy se sentía sobrepasado por la situación. Ahora
ya ni siquiera se lo consideraba un forajido cualquiera. Ahora era el villano de
Nuevo México por antonomasia. Ni siquiera el gobernador Lew Wallace, que
tenía plena constancia de la buena disposición de Billy para una reinserción,
iba a mover un dedo por disipar la creciente leyenda negra del Niño.

Lo más razonable hubiese sido marcharse a otro estado donde, pese a que
su nombre fuese cada vez más célebre a nivel nacional, no hubiese gente que
pudiera delatarle. Pero Billy, que todavía no había cumplido los veinte años, se
sentía atado al territorio y decidió permanecer en el condado, donde tenía a sus
amigos, a las chicas con las que salía, y el único entorno estable que había
conocido desde que había perdido a su familia. Aunque ya dijimos que los
testimonios de gente cercana lo pintaban como un muchacho inteligente, por
no decir brillante, resulta fácil suponer que carecía de la madurez necesaria
como para entender la necesidad de iniciar una nueva vida en otra parte. Un
nuevo comienzo que hubiese sido muy posible: los periódicos de entonces
apenas imprimían imágenes y la única fotografía suya cuya existencia nos
consta no era de dominio público, así que Billy no hubiese tenido grandes
problemas para fabricarse otra identidad, como demuestra el hecho de que
justo durante su estancia en Fort Sumner engañase a un agente del censo,
inventándose datos biográficos sin despertar sospecha alguna.

Pero Billy no se marchó. Y a sus cada vez más numerosos problemas iba a
sumarse otro aún peor. Por aquel entonces llegaba al condado un hombre que
acababa de recibir el nombramiento como nuevo sheriff de Lincoln y que no se
parecía a ninguno de los agentes de la ley que hubiese podido conocer en su
corta vida. Iba a ser la encarnación de la némesis definitiva de Billy el Niño.
¿Su nombre? Patrick Floyd Garrett.
Anuncio en prensa con el que el gobernador Wallace puso precio a la cabeza de Billy el
Niño.(Foto: DP)

No os culpo por escribir las cosas que habéis escrito. Os tuvisteis que creer esas
historias, aunque de todas maneras ya no sé si alguien se lo creería si decís algo bueno sobre
mí. (Billy el Niño, a un reportero tras su captura).

A Patrick Floyd Garrett se lo podría describir como un tipo duro. Tenía


treinta años cuando fue elegido nuevo sheriff del condado de Lincoln. No era
ajeno a las duras condiciones de la vida en la frontera, cuyas vicisitudes había
experimentado en primera persona. Se había ganado la vida como cowboy,
como cazador de búfalos y también como jugador de cartas. Fueron su
carácter rocoso y su buena fama como tirador las características que le
ayudaron a hacerse con ese delicado puesto justo cuando el condado estaba
sumido en el caos. Pero era un hombre que inspiraba respeto. Las varias
fotografías suyas que se conservan nos lo muestran como un individuo de
gesto severo; además medía un metro y noventa centímetros, lo que le hacía
ser mucho más alto que la media de la época. Pero por encima de todo se
sabía que había matado en defensa propia, así que no era un hombre con el
que se pudiese bromear. Eso sí, nunca hubiésemos oído hablar de él si no
fuese porque ocupó el puesto de sheriff en el momento indicado. Su fama,
como resume una placa conmemorativa erigida en su lugar de nacimiento,
consiste en haber sido «el hombre que mató a Billy el Niño».
Pat Garrett (foto: DP)
Se sabe que antes de ser nombrado sheriff conocía personalmente a Billy.
Ambos habían coincidido en Fort Sumner cuando Garrett se dedicaba al
póquer, ocupación que junto a su estatura le ganó el sobrenombre de Big
Casino. El que ambos coincidiesen está bien documentado; de hecho no había
sido inhabitual verlos jugando en la misma mesa. En algunas novelas y
películas se los cita por los respectivos apodos de Big Casino y Little Casino,
que suenan demasiado bien para no parecer parte de la mitología, pero que sí
pudieron ser apodos reales. No resulta inverosímil que en Fort Sumner
bautizasen así a tan peculiar pareja de juego. Eso sí, el tipo de relación que
hubo entre ambos cuando jugaban juntos resulta difícil de determinar. Para
empezar, como ya comentamos en algún episodio anterior de esta serie, las
memorias de Garrett son cualquier cosa excepto fiables. Algunos historiadores
creen que ambos pudieron ser amigos, incluso cómplices en algún robo de
ganado, porque siendo ya sheriff, Garrett demostraría conocer bien los hábitos
de Billy. Sin embargo, los testimonios coinciden en que cuando Billy supo que
Pat Garrett se presentaba al cargo de sheriff, recibió la noticia con poco
entusiasmo. Por lo que sabemos, no da la impresión de que fuesen enemigos
enconados a priori, pero tampoco de que hubiese una gran simpatía mutua.
Billy quería un sheriff que se mostrase comprensivo hacia su caso y su actitud
ante el nombramiento de Garrett parece indicar que pensaba que no iba a ser
así. Además hay otro hecho indudable: desde que recibió su estrella, Pat
Garrett se mostró implacable en la cacería.

Pat Garrett a la caza de Billy el Niño

Cuando decimos que no necesariamente eran enemigos, eso no significa


que Garrett no tuviese buenos motivos para convertir al joven Billy en el
principal objetivo de su agenda. No porque fuese el peor forajido del territorio,
sino porque por entonces su fama se había desbocado. La prensaba hablaba
de Billy como si fuese el responsable de los males de Nuevo México. Los
periodistas recurrían a toda clase de exageraciones sensacionalistas para
adornar sus textos. Le atribuían una veintena de asesinatos, cuando en
realidad había estado involucrado en muchos menos y judicialmente se le
acusaba únicamente de dos. Se podría objetar que un criminal es un criminal
con independencia del número de personas a las que ha matado, y esto es
cierto, pero esta idea no funciona así a nivel periodístico. El peculiar personaje
de Billy, pintado con los trazos de un demonio de la frontera que tenía cara de
escolar, había captado la atención de muchos lectores. Los periódicos, claro,
respondían ofreciendo más y más titulares sobre su persona. Por entonces la
prensa ya le había adjudicado el apodo de «Billy el Niño», cuyo uso se extendió
de inmediato frente al apodo de «el niño Antrim» con el que se lo había
conocido siempre en Lincoln. En todo caso, la sola mención de Billy el Niño
excitaba la imaginación del público. Su fama rivalizaba con la de Victorio, un
importante jefe guerrero apache —aliado de Jerónimo y Cochise, nada
menos— que había sembrado el terror en el estado. Victorio, capturado aquel
mismo verano, era una figura legendaria de la que se había oído hablar incluso
en Europa, pero Billy estaba a punto de superarlo en renombre.

La primera consecuencia de aquella fama fue que se convirtió en el primer


objetivo de la ley. El gobernador Lew Wallace volvió a poner precio a su
cabeza, pero esta vez no lo buscaba vivo como testigo. Eso sí, lo hizo
mediante un anuncio en prensa: pese a lo que dicen las leyendas, nunca hubo
un cartel de «Wanted Dead or Alive» colgado en las paredes y si alguna vez
ven ustedes alguno, se trata sin duda de una falsificación. El anuncio decía así:

BILLY EL NIÑO
Recompensa de $500
Pagaré $500 a cualquier persona o grupo de personas que capture a
William Bonny (sic), alias el Niño, y lo lleve ante cualquier sheriff de Nuevo
México.
Se requerirán pruebas satisfactorias de su identidad.

El mensaje estaba claro: «Se requerirán pruebas satisfactorias de su


identidad» implicaba que el precio sería pagado por Billy vivo, o por Billy
muerto. Las cosas, pues, se le ponían más y más difíciles. Era un objetivo cada
vez más débil. La banda con la que cabalgaba estaba reducida a cinco
miembros, incluyéndolo a él. Estaba cansado de huir. Pese a que el
gobernador Wallace hubiese incumplido la promesa de aplicarle la amnistía
general que había proclamado tras la Guerra de Lincoln, Billy continuaba
evitando verse involucrado en más actos violentos, confiando todavía en llegar
a algún tipo de acuerdo con las autoridades. Se lo comunicó mediante carta a
un abogado, Ira Leonard, con quien se citó en White Oaks, el típico poblado del
Oeste tendido en hilera sobre una calle principal, como tantos que hemos visto
en las películas. Sin embargo, por motivos que no se conocen bien pero que
probablemente tuvieron que ver con su condición de fugitivo, Billy no se
presentó a la cita. Leonard esperó durante días en vano.

Pat Garrett, entre tanto, reunió a un grupo de ayudantes y pasó varias


semanas enfrascado en una trabajosa persecución. Ya era invierno, estaba
nevando y las condiciones del terreno no eran las idóneas para una búsqueda
como aquella. Además Billy todavía tenía muchos amigos en el condado que
estaban dispuestos a esconderle. Pero Garrett era listo y estaba bien informado
sobre los patrones de movimiento del Niño. Además, da la sensación de que
también sabía leer el carácter de Billy. Fue a Fort Sumner esperando
encontrarlo allí, y no estaba en el pueblo, pero Garrett también tenía sus
contactos y no tardó en averiguar que Billy se ocultaba en un rancho cercano.
Según se cuenta, le envió una nota, supuestamente escrita por algún
compinche, en la que le daba el falso soplo de que el sheriff había partido hacia
Roswell, la misma localidad que hoy es famosa por el supuesto accidente de
un platillo volante (no puede decirse que en Nuevo México no tengan historias
que contar). La nota, como es obvio, pretendía conseguir que Billy se confiase
y abandonase el rancho. Esperando esta reacción, el grupo de Garrett tendió
una trampa en mitad del camino que unía el rancho y Fort Sumner.
Apostándose tras la vegetación, esperaron a que apareciesen Billy y los suyos.
La emboscada funcionó. En plena noche, tras una larga espera, vieron
aparecer a varios hombres a caballo. Era la menguada banda de Billy. Aunque
no se podía distinguir bien cuál de ellos era realmente, Garrett debía de tener
prisa, ya que dio la señal para que sus hombres abriesen fuego de inmediato.
El primero de los jinetes, Tom O’Folliard, fue alcanzado por un disparo en pleno
pecho, mientras los demás salían huyendo. Garrett y sus ayudantes se
acercaron a O’Folliard, que estaba muy malherido. Comprobaron que no se
trataba de Billy. Lo llevaron al interior de una cabaña cercana y lo pusieron
cerca del fuego. Allí, tendido sobre el suelo, O’Folliard agonizó y murió mientras
el sheriff y sus hombres jugaban a los naipes.

El primer intento de Garrett había fallado por muy poco. Pero no era un
hombre que perdiese demasiado el tiempo. Aquella noche apenas dejó dormir
a sus ayudantes; todavía estaba oscuro cuando reanudó la persecución pese a
la nieve y pese a la escasa visibilidad. Pensó que Billy lo supondría a él
descansando durante la noche para reemprender la persecución al amanecer,
y que por tanto se permitiría el lujo de dormir toda la noche. Garrett acertó y su
empeño tuvo recompensa. Salió cuando las huellas de los fugitivos estaban
frescas y pese a la oscuridad consiguió seguir su rastro hasta un paraje de
funesto nombre, Stinking Springs, «manantiales hediondos». Allí, en el exterior
de una pequeña y primitiva caseta de piedra abandonada, estaban atados los
caballos de los fugitivos, que sin duda dormían en el interior. El sheriff y sus
hombres se apostaron en el exterior, a cierta distancia para no hacer ruido, y
esperaron a que amaneciese. Tarde o temprano, su objetivo terminaría
saliendo.
La primitica casa de piedra donde Pat Garrett capturó a Billy el Niño (foto: DP)

Al despuntar el día, en efecto, vieron salir a un hombre. El impetuoso


Garrett pensó que era Billy cuando creyó reconocer el sombrero ancho que
este siempre llevaba puesto, así que ordenó abrir fuego. Una vez más, se
equivocó. El hombre era Charlie Bowde, que fue alcanzado por varios disparos.
Aunque consiguió volver a meterse en la caseta, estaba muy malherido y
entendió que necesitaba ayuda médica. Desde el interior de la casa pidieron a
Garrett que permitiese salir a Bowde. Garrett dio su permiso. Bowde apareció
de nuevo, tambaleándose, y caminó lentamente hacia donde estaba el sheriff,
aunque solo consiguió desplomarse sobre la nieve antes de llegar. No
sobrevivió. Hoy, sus restos permanecen enterrados junto a los de Billy.

Transcurrieron las horas. Dentro y fuera de la casa, la tensión acumulada


empezaba a pasar factura. Pero Billy, que se crecía en las situaciones de
emergencia, ideó un osado plan de fuga consistente en aprovechar alguna
distracción de sus perseguidores para meter los caballos en la caseta y
después salir al galope desde dentro. Como ya había hecho en el asedio de la
casa de Alexander McSween, su espíritu resultó contagioso. A punto estuvieron
de conseguir meter un caballo, pero Pat Garrett se percató de la maniobra y
disparó al pobre animal, cuyo cuerpo quedó tendido en el umbral de la puerta,
bloqueándola y haciendo imposible un intento de huida. Billy y sus compañeros
supieron que estaban atrapados. Al principio se negaron a rendirse. Garrett
dejó que los suyos encendiesen un fuego para preparar la comida, sabiendo
que el olor llegaría a los hambrientos prófugos. Después, en voz alta, los invitó
a salir y unirse al festín. Una voz llegó desde dentro; era la respuesta de Billy:
«¡Vete al infierno!».

Pero no pudo más que terminar entendiendo lo desesperado de su


situación. Su captura, o su muerte, era cuestión de horas. Garrett no se iba a
marchar. Garrett tenía comida y ellos no. Dedujeron que lo mejor era
entregarse cuando la comida que ofrecía el sheriff estaba todavía caliente.
Finalmente, se rindieron y salieron de la caseta. Garrett confiscó las
posesiones más preciadas de Billy, su rifle Winchester y su yegua, que
después daría a sus ayudantes como pago por participar en la misión. Aun así,
cumplió con su palabra y compartió sus víveres con los fugitivos. Billy el Niño,
pues, comió junto a Pat Garrett antes de ser conducido a Las Vegas en
condición de prisionero. En Las Vegas, por cierto, se formó una multitud de
curiosos para contemplar la llegada del que ya se estaba convirtiendo en el
criminal más famoso del planeta.

Un juicio amañado

En Las Vegas tomaron el tren a Santa Fe, donde Billy pasaría sus primeros
días detenido. El 27 de diciembre de 1880, encarcelado, concedió su primera
entrevista. Habló con un reportero de Las Vegas Gazette, explicándole los
motivos por los que se había entregado: «Podríamos habernos quedado dentro
de la casa pero no había nada que ganar y nos hubiésemos muerto de hambre.
Pensé que era mejor salir y comer bien, ¿no crees?». También negó que
hubiese seguido dedicándose al robo de ganado: «Me he ganado la vida
jugando pero porque era la única manera en que podía vivir. No me han
permitido establecerme. Si me hubiesen dejado establecerme, hoy no estaría
aquí». Así, con las muñecas esposadas, con grilletes en los tobillos y con cierto
tono de resignación, se expresaba Billy en su primer contacto con la prensa. A
sus diecinueve (o quizá dieciocho) años, parecía que le costaba hacerse a la
idea de que el mundo lo estuviese conociendo como el peor criminal del
momento. Por momentos hasta se lo tomaba con humor. Así fue como lo
describió el reportero:

Tiene un rostro desvergonzado, pero agradable. Cuando lo entrevisté entre


rejas esta mañana, estaba de ánimo conversador, aunque afirmó que nada de
lo que él dijese sería creído por el público. Se rio de buena gana cuando se le
informó de que los periódicos del estado le han construido una reputación
solamente superada por la de Victorio. El Niño afirma no haber tenido nunca un
gran número de hombres junto a él y que los pocos que estaban con él cuando
fue capturado eran empleados de un rancho. Esta es su declaración y la
ofrecemos en lo que vale.
James Dolan (sentado) Y Bob Olinger (en pie), dos de los peores enemigos
de Billy el Niño (foto: DP)
Como se ve, Billy recibió con carcajadas la noticia de que su fama igualaba
a la de uno de los grandes jefes indios del país, y además desmentía haber
sido el jefe de ninguna banda, exculpando a sus acompañantes de cualquier
crimen. A su vez, sus acompañantes trataron de desmentir, con poco efecto,
muchas de las exageraciones que la prensa había publicado sobre Billy.
Dijeron también que Billy nunca había sido el jefe de ninguna banda, cosa que
era cierta incluso si tenemos en cuenta los breves momentos de liderazgo
natural que había mostrado en situaciones desesperadas.

Billy podía reírse pero no debió de alegrarle tanto comprobar que ya no


tenía salida. Se estaba preparando el juicio por los asesinatos de Buckshot
Rogers y el sheriff William Brady, los dos cargos de los que se le acusaba
formalmente. La pena, de ser declarado culpable, podía ser la muerte por
ahorcamiento. Billy tuvo serias dificultades a la hora de encontrar un abogado.
Intentó contratar al defensor de uno de sus compañeros, pero como no tenía
dinero, su yegua era lo único que podía ofrecer como pago. Sin embargo, el
animal estaba ahora en manos de uno de los ayudantes de Pat Garrett. Aquella
confiscación era ilegal y Billy presentó una demanda judicial contra el sheriff
para que le fuese devuelta la yegua. La demanda no tuvo el efecto deseado y
de todas maneras el abogado terminó desentendiéndose. Aunque lo peor fue,
una vez más, el significativo silencio del gobernador Wallace, el mismo que le
había prometido la amnistía. Billy volvió a intentar ponerse en contacto con el
gobernador mediante cartas escritas desde su celda. Primero una breve nota:
«Estimado señor, me gustaría verle unos momentos si dispone usted de algo
de tiempo». No hubo respuesta. Meses después, ya en primavera, poco antes
del juicio, volvió a escribir ofreciendo un trato. Tampoco hubo respuesta.
Exasperado, envió una tercera carta:

Al Gobernador Lew Wallace.


Estimado señor:
Le escribí una breve nota antes de ayer pero no he recibido respuesta. Supongo
que usted ha olvidado lo que me prometió ahora hace dos años, pero yo no, y creo
que debería usted haber venido a verme como le pedí. He hecho todo lo que le
prometí y usted no ha hecho nada de lo que me prometió. Creo que cuando usted
reflexione sobre el asunto vendrá a verme y podré explicárselo todo.
El juez Leonard pasó por aquí de camino al este, y prometió venir a verme a su
regreso, pero no ha cumplido con su promesa. Parece que me están dejando
desamparado. No estoy siendo bien tratado por [mi carcelero] Sherman, que permite
pasar a cualquier extraño que venga a verme por curiosidad, pero no permite entrar a
ninguno de mis amigos, ni siquiera a un abogado.

(…) Confío en poder verlo a usted en algún momento hoy.


Esperando pacientemente, sinceramente suyo,
Wm. H. Bonney

Es la carta de un joven recluso al que se le estaban terminando las


opciones. Llevaba varios meses encarcelado sin que las autoridades hubiesen
hecho honor a los pactos previos. Además debía de sentirse como un monstruo
de feria, expuesto tras unos barrotes para que los curiosos lo contemplasen.
Aún faltaban ocho años para que Jack el Destripador cometiese sus crímenes
en Londres, y Billy el Niño era el personaje predilecto de los periódicos. El
gobernador, ni que decir tiene, continuó ignorando sus reclamos.

El juicio iba a celebrarse en el tribunal de Mesilla. En circunstancias


normales hubiese debido tener lugar en Lincoln, pero había poderes
interesados en que no fuese así. Billy, de hablar ante un tribunal favorable o al
menos neutral, era uno de los individuos que mejor podía construir la narración
de todo lo sucedido en el condado de Lincoln durante aquellos años. Una
narración que pondría en evidencia al «Círculo» de autoridades corruptas que
todavía dominaba el estado. En Lincoln hubiese habido muchos testigos
dispuestos a corroborar esa versióny hablar en favor de Billy. Muy interesados
en eliminar al que ya era símbolo del bando perdedor en la Guerra de Lincoln,
desde el Círculo presionaron para que el juez de Mesilla se ocupase del caso.
Y el juez de Mesilla, claro, estaba bajo el control de los enemigos de Billy.

El juicio fue rápido, expeditivo y muy irregular. Billy no solamente era el


único acusado en dos asesinatos cometidos en grupo, sino que el juez
demostró ser un perfecto servidor de los intereses del bando ganador en la
Guerra de Lincoln. Durante la primera jornada, sin embargbo, Billy fue
brillantemente defendido por el abogado Ira Leonard, que hizo un buen trabajo
al conseguir que el primero de los cargos contra el acusado (el asesinato de
Buckshot Rogers) quedase desestimado por cuestiones de jurisdicción
territorial. El abogado lo hizo tan bien que al día siguiente el juez —que no
podía permitir la más mínima posibilidad de que Billy quedase también exento
del segundo cargo— decretó la sustitución de Leonard. Aparecieron en la sala
un par de abogados más cercanos a los intereses del Círculo, y desde luego
menos dispuestos a salvar a su defendido. Las arbitrariedades del juez no
terminaron ahí. Por ejemplo, no se permitió la escucha de testimonios
favorables a Billy. En su contra, en cambio, sí declararon algunos hombres que
habían estado implicados en asesinatos pero que ahora gozaban de la
amnistía gubernamental. La guinda de la prevaricación del juez fue su alegato
final, que parecía más propio del fiscal. Aunque siendo juez debía mantenerse
neutral y limitarse a dictar sentencia según resultase el dictamen del jurado,
condicionó a este diciendo cosas como «una vaga conjetura o la mera
posibilidad de que el defendido sea inocente no es suficiente para provocar una
duda razonable sobre su culpabilidad», o «para justificar un veredicto de
culpabilidad no es necesario que estén ustedes [los miembros del jurado] tan
seguros de que el defendido es culpable como lo están de que dos y dos son
cuatro». El juez, pues, le estaba diciendo al jurado que Billy era culpable por
defecto. Incluso asumiendo que Billy fue con mucha probabilidad el
responsable directo de la muerte del sheriff Brady (como mínimo fue cómplice
activo), la actitud del juez de Mesilla pone de manifiesto que ante el tribunal no
estaban consiguiendo probar su culpabilidad con total certeza, ni siquiera
impidiendo testimonios a su favor o boicoteando a su abogado. Se había
necesitado condicionar al jurado. Aunque Billy no fuese inocente, el juicio sí
constituyó una farsa con el fin único de condenarlo a la horca. El jurado lo
declaró culpable. Era un 13 de abril. Billy el Niño quedó sentenciado a la horca.
La fecha de su ejecución quedó establecida para el 13 de mayo, justo un mes
después. El lugar sería el condado de Lincoln, a donde debía ser trasladado a
continuación.
Juzgado de Lincoln, escenario de la espectacular fuga final de Billy el Niño
(foto: DP)
La fuga

Tras el juicio, Billy empezó a sentirse molesto con algunos periodistas, que
a sus ojos estaban tratando de «provocar a la multitud para que me linchen».
Estaba dándose cuenta de que lo retrataban como a un monstruo. El viaje a
Lincoln puso a prueba su compostura. Se le adjudicó una escolta de siete
hombres que le dejaron las cosas bien claras desde un inicio: no iban a dejar el
más mínimo resquicio para una posibilidad de escape. Le hicieron saber que,
de producirse un ataque externo ya fuese de sus partidarios queriendo
rescatarlo o de sus detractores queriendo lincharlo, el asunto sería solucionado
de manera preventiva metiéndole una bala en la cabeza. Para colmo, entre sus
guardianes figuraban tres pistoleros que habían peleado contra él en la Guerra
de Lincoln, incluyendo a uno de sus enemigos más acérrimos, Bob Olinger, que
había matado a uno de sus mejores amigos.

Imaginen sus pensamientos durante los cinco días que duró el traslado,
sabiendo que ante cualquier incidente la primera medida sería la de volarle la
cabeza. Y si no, tenía la horca esperando en cuestión de semanas. Aun así,
parece que conservó el buen ánimo, según recuerdan los testigos. Uno de sus
guardianes diría después que «nunca, ni de palabra ni en acto, mostró sus
prejuicios, si es que los había». Esto, sin embargo, no evitó que su odiado
Olinger se divirtiese maltratándolo. Cuando llegaron a Lincoln, Billy fue
encerrado en una celda del juzgado. En el turno de guardia diario solían estar
Bob Olinger y un individuo más amable llamado James Bell. Olinger llegó a
someter a Billy a torturas y palizas. Parece que fue el único y que los demás
guardias se abstuvieron de actuar con violencia, comportándose con
corrección, incluso con respeto y simpatía. Pero nadie tuvo el valor o la
entereza de pararle los pies al sádico Olinger. Billy, por su parte, no iba a
olvidar ni perdonar esos maltratos.

Lo que nadie esperaba era que Billy volviese a fugarse. Parecía imposible.
Llevaba esposas y grilletes. Estaba desarmado. No era un individuo
particularmente fuerte. Pero durante su agitada vida, todas las veces que había
sido detenido o capturado había conseguido escapar. Este es uno de los
aspectos más llamativos de su leyenda, que por una vez sí responde a la
realidad. Y esta, su última captura, la que desembocó en su juicio y condena a
muerte, no fue una excepción. Su fuga iba a dejar atónito a todo el país.

Cada día, Olinger y los ayudantes del sheriff Pat Garrett iban a comer a
una cantina que había justo enfrente del juzgado. Por turnos, uno de ellos se
quedaba de guardia vigilando a Billy, que estaba en su celda, esposado y con
las piernas encadenadas entre sí. Todo parecía en orden y nadie podía
imaginar que el Niño intentaría una huida. Sin embargo, había un pequeño
detalle en el que no habían reparado: el modelo de esposas que Billy llevaba
puestas. Aunque por entonces ya se habían inventado las esposas regulables,
eran una novedad tecnológica de la que solamente disponía la policía de
grandes ciudades. En Lincoln, al menos, continuaban con el sistema antiguo de
esposas rígidas que se vendían por tallas. Resultó que Billy, gracias al
pequeño tamaño de sus muñecas, descubrió una manera de zafarse de las que
llevaba puestas. El 28 de abril, Billy acababa de perfeccionar la técnica para
desembarazarse de sus esposas. Durante la hora de la comida, decidió que
había llegado el momento de intentarlo, porque además Pat Garrett no estaba
en el pueblo. Su vigilante de guardia era James Bell, a quien consideraba
menos duro que Olinger. Pidió ir al retrete. Bell lo sacó de la celda. Billy,
esposado y encadenado, caminaba delante. Su guardián iba detrás, con la
pistola enfundada. De repente, cuando estaban junto a las escaleras que
conducían a la planta baja, Billy se dio la vuelta con la velocidad del rayo.
Estaba libre de las esposas. Con un felino movimiento golpeó a Bell en la
cabeza y le arrebató el revólver del cinto. Luego le apuntó, pidiéndole que se
quedase quieto para no tener que dispararle (como decíamos, Bell era el
guardia que mejor lo había tratado). Pero Bell comenzó a correr escaleras
abajo. Billy, que llevaba grilletes y no podía alcanzarlo, se limitó a dispararle. El
disparo fue mortal. El cuerpo de Bell quedó tendido al pie de la escalera. Aquel
fue el único asesinato del que Billy verdaderamente se arrepintió porque no
tenía nada en contra de su víctima.
Pero todavía no tenía tiempo de lamentar su acción. Sabiendo que el
disparo haría regresar a Olinger, pensó que necesitaba algo más certero que
un revólver, arma que resultaba eficaz a muy corta distancia pero no cuando el
objetivo estaba algo más alejado. A toda prisa, corriendo —es un decir— con
sus grilletes, fue al despacho de Olinger, donde sabía que este guardaba un
rifle Winchester que en ocasiones había usado para golpearle y torturarle. El
rifle Winchester, además, era el arma predilecta de Bily. Armado con él, se
asomó a la ventana para localizar a Olinger. Esta vez sí estaba dispuesto a
matar a sangre fría al hombre que lo había torturado. Vio a Olinger cruzando
apresuradamente la calle en dirección al juzgado. Billy gritó desde la ventana:
«¡Hola, Bob!». Este, sorprendido, miró hacia arriba y vio a Billy con su
Winchester. Según cuenta la leyenda, en aquel momento salió un empleado del
juzgado gritando «¡Billy ha matado a Bell!», a lo que Olinger, a descubierto en
mitad de la calle bajo la mira de un tirador con puntería infalible, respondió
proféticamente: «Sí, ¡y me ha matado a mí también!». Fuesen o no
pronunciadas esas palabras de película, lo que sí es un hecho es que la
célebre puntería de Billy el Niño continuaba intacta. Disparó desde la ventana y
Olinger cayó muerto a la primera.

Billy bajó y salió al exterior del juzgado, acompañado por algunos amigos
que habían acudido corriendo al escuchar los disparos (uno de ellos le oyó
murmurar una disculpa cuando pasaba junto al cadáver de Bell). Usaron un
pico para intentar quitarle los grilletes. Nadie intentó detenerlo. Según contaría
después Garrett, la gente le tenía demasiado miedo a Billy, aunque parece más
verosímil y consistente con otras fuentes la versión de que la población local
simpatizaba con él. Billy, de hecho, llegó a hablar con los presentes,
diciéndoles que no había sido su intención matar a Bell. Eso sí, Billy
permanecía con un arma en la mano, impidiendo que se le acercase nadie
excepto sus amigos más cercanos. Cuando finalmente consiguió montar a
caballo para salir de Lincoln, todavía llevaba un grillete en uno de los tobillos.
Una vez más, estaba en libertad. Esta última hazaña de su carrera iba a
convertirlo, ya definitivamente, en el criminal más famoso del mundo.
En la esquina superior izquierda, la única fotografía certificada que existe
de Billy el Niño. El resto son fotos de varios individuos que datan de la misma
época y que se han pretendido hacer pasar por suyas, pero sin que exista una
constancia clara de que lo son.
Epílogo

Billy era muy querido en Fort Sumner y tenía muchos buenos amigos, que
estaban muy indignados con Pat Garrett. Si hubiese estado presente algún
líder local, Garrett y sus dos oficiales hubiesen recibido el mismo destino que
ellos le dieron a Billy (Frank Lobato, residente de Fort Sumner).

Garrett tenía miedo de volver a la habitación para asegurarse de


comprobar a quién había matado. Yo entré y fui la primera en descubrir que
habían matado a mi chiquillo. Odié a aquellos hombres y soy feliz por haber
vivido lo suficiente como para verlos a todos muertos y enterrados (Deluvina
Maxwell, sirvienta y amiga de la novia de Billy).

La opción más sensata para cualquiera en la situación de Billy era la de


dirigirse al sur, hacia México. Si lograba cruzar la frontera estaría fuera del
alcance de la justicia estadounidense. Pero Billy era joven e incauto. Es muy
probable que cuestiones sentimentales le hiciesen permanecer en Nuevo
México, donde tenía una novia, amigos y un entorno que era lo más parecido a
una familia. También es posible que pensara que allí tenía gente que lo
protegía mientras que en México estaría a merced de los cazadores de
recompensas. Quién sabe lo que pasaba por su cabeza. Lo único seguro es
que no se marchó. Aquel fue su último error.

Pat Garrett, huelga decirlo, se había lanzado de nuevo en su busca. Esta


vez tenía un abanico mucho más restringido de posibles escondites. Con una
condena de horca pendiente, Billy no confiaría su suerte a cualquiera. De
hecho, como ya contamos en la primera parte de esta serie, se refugió en casa
de la familia mexicana Maxwell, con una de cuyas hijas, Paulita, estaba
manteniendo una relación. Al astuto Garrett no le costó encontrar su pista.
Recordarán que contamos cómo el sheriff entró en la casa, interrogando en la
penumbra al hermano de Paulita, Pete Maxwell. Y cómo Billy, casualmente,
salió al exterior para buscar algo de comer y vio a un par de hombres
merodeando; eran los dos ayudantes de Garrett, aunque él no lo sabía.
Cuando volvió a entrar en la casa para avisar a su amigo Pete, distinguió dos
siluetas en vez de una en la oscuridad de la habitación. Sin sospechar quién
era el misterioso visitante, preguntó en español:

¿Quién es? ¿Quién es?

Al oír aquella voz, Garret disparó dos veces. Una de las balas alcanzó a
Billy, que cayó al suelo. En la oscuridad, Garrett y Pete Maxwell escucharon
una especie de gruñido en el que podían percibir el borboteo de la sangre.
Pocos instantes después, el silencio. Billy el Niño había muerto. Garrett salió de
la habitación sin comprobar que aquel era cadáver de Billy. Parecía trastornado
por la situación. Fueron los amigos de Billy quienes comprobaron su identidad
mientras Garrett permanecía en el exterior. Los disparos alertaron al
vecindario, cuyos habitantes empezaron a acercarse a la casa para
encontrarse con un singular espectáculo: Paulita Maxwell gritando y llorando
mientras daba puñetazos en el pecho de Pat Garrett.

La investigación posterior determinó que la muerte de Billy el Niño se había


producido en legítima defensa, porque Billy llevaba en la mano el cuchillo con
el que había pretendido cortarse un filete de la despensa, motivo por el que
había salido de la casa. En realidad Billy no había atacado a Garrett. La versión
oficial de los hechos era falsa, pero nadie la iba a contradecir. Entre tanto, la
noticia saltó a los periódicos de ambos lados del Atlántico. En la prensa
británica se escribieron informes biográficos sobre sus correrías. Los diarios
estadounidenses llenaron sus páginas de exageraciones que hoy pueden
parecernos incluso cómicas. Un periódico neoyorquino decía que Billy dirigía
un imperio criminal comparable al de las mafias de algunas ciudades europeas,
cuando sus únicas posesiones habían sido un rifle y un caballo. Más delirante
era la crónica de un diario de Santa Fe, que describía con tintes fáusticos el
momento de la muerte de Billy. Según aquel periódico, la habitación se había
llenado de olor a azufre y por unos instantes se había visto revolotear sobre el
cadáver de Billy una «oscura figura con alas de dragón, garras de tigre, ojos
como bolas de fuego y cuernos de bisonte».

Esas absurdas imágenes más propias de una película de terror no


aparecían en la versión de los hechos que Pat Garret publicó dos años
después con el título de La auténtica vida de Billy el Niño. No obstante, el libro
tampoco tenía mucho de auténtico. Garrett se había convertido en un héroe,
pero en Nuevo México había muchos que cuestionaban su relato de los
hechos. En el libro los manipuló a su conveniencia, contradiciendo un buen
número testimonios contemporáneos. Pintaba a Billy casi como un psicópata
sediento de sangre y en general justificaba su propia actuación en el momento
de matarlo. Pero como ya decíamos en la primera parte, la versión de Garrett,
pese a no vender bien en su momento, se impuso durante mucho tiempo. La
popularización de la única fotografía de Billy el Niño ayudó a trazar el retrato de
un joven embrutecido, algo que se correspondía bien poco con la realidad, pero
que encajaba bien con la versión oficial y sobre todo con la versión de Pat
Garrett.

El recuerdo de Billy el Niño, tal y como puede reconstruirse por los


testimonios de quienes lo conocieron, quedó pues sepultado bajo los mitos y
exageraciones de multitud de novelas y películas. Es, por ejemplo, uno de los
personajes que ha aparecido en un mayor número de largometrajes, si acaso el
que más. Hoy es el nombre más célebre en la historia del salvaje Oeste. El
original de su única fotografía fue vendido por una fortuna —más de dos
millones de dólares— y actualmente es la séptima fotografía más cara de todos
los tiempos. De hecho, ha habido quienes han intentado hacer el agosto
«descubriendo» fotografías alternativas de diverso pelaje. Cada vez que se
descubría una foto de la época mostrando a un joven cuyas características
físicas pudiesen recordar vagamente a Billy, se pretendía haber encontrado su
segunda imagen auténtica. En mi opinión no hay razones para pensar que
alguna de ellas sea verdadera, excepto la que ya conocemos. Entre otros
motivos porque Billy era mundialmente famoso antes de su muerte y dejó atrás
muchísimos testimonios de amigos cercanos, antiguos compañeros de colegio,
o personas que lo conocieron circunstancialmente. Es muy probable que ni
siquiera hubiese cumplido los veinte cuando murió, así que imaginen la
cantidad de gente que lo sobrevivió y que pudo haber sabido de la existencia
de otras fotografías suyas. Pero ninguno de sus conocidos mencionó jamás
ninguna otra. En aquellos tiempos la gente no se hacía demasiados retratos y
una cámara fotográfica era una rareza, manejada casi exclusivamente por
profesionales del ramo. Basta pensar que ni siquiera los reporteros de los
periódicos llevaban consigo una, u hoy tendríamos más imágenes certificadas
de Billy.

La vida de Billy el Niño fue una epopeya tan breve e intensa que parece
nacida de la imaginación de un novelista. En cualquier caso es la perfecta
metáfora de la violenta vida en aquella Norteamérica fronteriza donde muchas
cosas se resolvían a base de balazos. Billy, hijo de inmigrantes y después
huérfano, fue delincuente, cowboy, aventurero y, al final, la inesperada cabeza
de turco de un sistema corrupto. También el espectáculo favorito de los
lectores de periódicos. Todo ello en el mismo tiempo que tardaba cualquier
chaval normal en terminar sus estudios. Aunque quizá nada sea tan ilustrativo
para resumir la naturaleza trágica de su existencia como echar un vistazo a las
últimas palabras de la última carta que Billy escribió desde su celda a una edad
en que otros chavales estaban estudiando. Una carta con la que trataba de
conseguir la ayuda de un abogado para conmutar su sentencia de muerte.

Disculpe por la mala escritura; estoy con las esposas puestas.


Respetuosamente suyo,
W.H. Bonney

Información recogida de: http://www.jotdown.es/2015/05/la-leyenda-de-billy-


el-nino-i/

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