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(de la Patagonia al Caribe anglófono,

muestra crítica de textos)

General Roca - Neuquén


Argentina / 2013
Selección
CRISTIAN ALIAGA

Un pedazo de piel

La imagen fugaz de una liebre de orejas cortas precede al golpe.


El espejo refleja apenas una mancha oscura contra el pavimento y un pedazo
de piel ocre que ondea como bandera sobre la ruta.
Devueltos al campo, la mente oscila entre la imagen del horizonte —los
alambres afilados por la escarcha, molinos que elevan el agua para los bebederos
solitarios, la raya blanca que se interrumpe, se hace plena y vuelve a
interrumpirse— y la somnolencia de nuestro destino. El destino atraviesa el
horizonte, pero la verdad sigue estando más allá, inalcanzable para cualquiera que
apriete un acelerador ingenuamente en el camino; bajo una descarada luna que
ilumina todo, hasta lo que no queremos mirar.
(Puerto Visser)

El príncipe de Down

¿Genever?, ¿scotch? Inquiere en su bar destartalado el bolichero de Deseado. El


canoso sentado a la barra del bar podría tomar hasta lo indeseable, por eso no
responde. Beba, concede como en un responso el bolichero al empujar un vaso de
boca ancha servido con ginebra destilada lejos de Holanda, lejos de puerto
Deseado. Beba, ordena, y el otro no resiste porque no podría. Al pasar las
cortinas, el olor rancio se extiende, es orín y humano estiércol, se pega a la ropa
del príncipe de Down que rasca la ventana. En calzones, la pierna derecha se
remueve sin control. La canción de la radio será siempre lejana para él, como las
palabras que su padre lanza como adormideras para desear su muerte, la suya,
que no llegará a entender, ni cuando suceda. La ventana será por siempre el
mundo que sus dedos no han de tocar.
(Puerto Deseado)
CRISTIAN ALIAGA

La oveja
¿Levantar la cabeza?
¿Dónde cree que estamos, en La Patagonia?
SAMUEL BECKETT

Atrapada por el cuello al alambre de púas, un mal movimiento la degollaría. La


oveja desliza milímetros su cabeza hasta quedar inmóvil a la espera de una
solución que escapa a sus propios movimientos. Su cabeza no piensa, ni esboza
cursos de acción, apenas percibe el suave ardor de los alambres puntiagudos,
mientras a unos metros del alambrado los vehículos atraviesan la soledad. Pasan
sin verla, o ven apenas la imagen fugaz de una oveja que permanece muy cerca
de la ruta, en una inmovilidad solo rota por gestos imperceptibles. Atrapada por el
cuello al alambre de púas, oye la secuencia creciente y luego decreciente de los
motores, quieta se queda y algo semejante al placer percibe cuando logra la
quietud absoluta. Empieza a dolerle cuando se adormece, y así se despierta, y
vuelven a nublarse sus ojos azules hasta que regresa el dolor que para ella no
tiene nombre. No puede estimar la duración de la noche ni aspira al azar de
alguien que atine a separar su cabeza del alambre.
EDUARDO PALMA MORENO

Geometría

Las hormigas fueron circulando de espaldas –hechizándose tridimensionalmente–


a la hora de las hojas tristes.
Un vértice de luz las resucita y recién recuerdan que la reina debe ser
fecundada antes de la próxima primavera. Sus cabezas triangulares horadan la
tierra, dibujan poliedros de cuatro caras, polígonos extraños, pirámides truncadas.
De pronto el horizonte gris se convulsiona y se transforma en un axioma
discontinuo. El zángano sonríe estúpidamente en medio del esperma y de los
vuelos nupciales de la reina.

Incendio

El niño en su casilla, solitario, sintió que el dragón rompía su ventana.

Tres ovejas

Eran tres ovejas: una blanca, una marrón y otra negra.


Cuando murió la oveja blanca se fue directamente al Paraíso. De vez en
cuando, en cielos de primavera, emergen algunos vellones albos.
Cuando falleció la oveja marrón la llevaron de inmediato al Purgatorio. En
frías tardes de otoño suele aparecer en el horizonte.
Aún no se sabe si ha muerto la oveja negra: las Madres de Plaza de Mayo
aún la siguen buscando.

CARLOS BLASCO

Un cuerpo apuñala a otro en los suburbios del pueblo dormido. Luego se escurre
por entre el caserío describiendo una trama de baldíos oscuros hasta desembocar
en las vías del ferrocarril, su mano está manchada con sangre y la respiración
agitada silba en la madrugada hasta estallar en tos y flema. Se detiene junto a un
viejo vagón de madera, temblando y jadeando, luego escarba desesperadamente
detrás de una de las ruedas de acero, desentierra una caja de vino y la muerde
ferozmente con un gruñido animal… la abre con dos dentelladas y bebe
ansiosamente. No muy lejos de allí una mujer joven se desvela hasta la
desesperación mientras sus hijos duermen. Toma mate y mira la puerta, no sabe
que ha enviudado.

Gomería El Rulo, el Rulo está adentro, se lo ve a la pasada en elástico equilibrio


sobre una rueda de camión tirada en el piso, haciendo zafar el aro sin que le
arranque la cabeza mientras sus tatuajes verde birome ya son una mitología de
tres cuadras a la redonda. El compresor se enciende, aspira una continua
bocanada de chivo, caucho, mugre... comprime moléculas y forja el olor a
gomería. En un rincón, debajo del almanaque de las tetas grandes, la cumbia se
cae a pedazos de la radio rota y negra, el Flaco ceba mate y el mecanismo se
lubrica, el Rulo gorgojea, se asoma a la calle y escupe lejos, saluda a un
colectivo... el universo está en orden.


CARLOS BLASCO

En la soledad al costado de la ruta hay un pequeño altar repleto de botellas con


agua, lo habita una difunta milagrosa. Esta noche hay una llama de vela en su
interior. A unos pocos metros un auto a gran velocidad se sale del camino dando
tumbos y la oscuridad se lo traga de un bocado. Cuando amanece, la luz hace que
todo parezca un accidente.


JORGE DEL RÍO

Bus

Hace ya varias horas que estoy en este ómnibus que me lleva a Buenos Aires. La
noche se mete por la ventanilla. El fallido intento de dormir me dejó los ojos
hinchados, la boca seca y deseos de fumar. Bajo a la cabina de los conductores,
tal vez allí pueda encender un cigarrillo. El recibimiento es amable; son las dos de
la madrugada y uno de ellos dormita. Enciendo un cigarrillo y disfruto esa
sensación de desplazarse a alta velocidad sobre el asfalto negro, delimitado por
brillantes líneas amarillas y blancas. Estamos cruzando el desierto de La Pampa.
Los faros del vehículo apenas abren una brecha en la sólida oscuridad de la
llanura. El conductor me convida café, que acepto gozoso. Su nombre es Javier,
vive en Plaza Huincul y es hijo de un ex empleado de una ex empresa petrolera.
En Plaza Huincul, todo es ―ex‖.
Javier es muy gordo. Su cuerpo sobresale de los límites de la gran butaca
donde se apoltrona. Con sus manazas mantiene suavemente pero con firmeza el
inmenso volante que le roza el abdomen. Tendrá unos treinta años. Ve a su novia
muy de tanto en tanto. Su pasión no le deja mucho tiempo libre; y su pasión es
ésta: conducir a través del misterio de la ruta.
—Desde muy chico soñaba con manejar un camión— me dice. Su cara es la
imagen de la felicidad.
No puedo evitar el envidiarlo un poco.
Comienza a relatarme una anécdota de alguno de sus viajes. Sobre el asfalto
dos pupilas brillantes, la silueta de un zorro, un sonido sordo apenas audible y la
leve sensación de una masa aplastada por las enormes ruedas.
Con una mueca de espanto, miro a Javier. Él continúa relatando su historia.


JUAN ARMANDO EPPLE

Argumentatio
A Paquita Noguerol

El padre Las Casas les contó que, en un debate teológico, intentó convencer a los
europeos de que los indios americanos eran humanos porque se reían.
Todos los indios rompieron a reír a carcajadas.
Las Casas se mantuvo serio.
Pero en el fondo, no podía dejar de sonreír.

Sobre libros no hay nada escrito

—Reunir tantos libros, estudiar tanto —murmura el ahora ex estudiante, mientras


la patrulla deletrea títulos y el jefe dictamina con un dedo— para que vengan de
pronto cuatro milicos a quemar lo que quieran, y todavía cuadrándose, con cada
veredicto, a la orden cabo Gutenberg.

Profecía

—Si tienes que irte pues vete de una vez, no creo en tus promesas —le empuja el
pecho con un dedo desdeñoso—; además, con el tiempo te vas a convertir en un
viejo gordo, calvo y libidinoso.
Con el tiempo, terminado el exilio, volvió a la ciudad un viejo gordo y calvo.
Se fue directamente a tocarle la puerta, a pleno día, sin importarle que
estuviera casada.
JUAN ARMANDO EPPLE

Zoofilia

El pingüino emperador, de la Antártida, le declara su amor a la pingüina que ha


elegido regalándole una piedrecita. Si ella la acepta, empollan después juntos un
huevo. Si ella la rechaza, el pingüino se va a otra isla, a empollar solo su piedra.
Esto lo sé porque también soy del Sur.
Colecciono desde hace años piedrecitas de pingüino.
YURI SORIA – GALVARRO

Visión

Duerme acunado por la fogata. Sueña que este fértil valle se ha cubierto de
piedra. Multitudes caminan apresuradamente sin mirar a sus hermanos,
respirando un aire enrarecido y venenoso, como cuando despierta el Pillán en
los volcanes. Viajan por túneles bajo la tierra y en carruajes ruidosos,
recorriendo el paisaje a velocidades vertiginosas.
Mañana despertará extenuado por la pesadilla y arreará el rebaño de
guanacos, como sus ancestros lo han hecho por siglos cada verano. Verá por
primera vez a los conquistadores, y este mal sueño será el presagio de una
pesadilla que recién comienza.


PEDRO GUILLERMO JARA

El último hombre de la ciudad

Me detengo frente a la luz roja. Al fondo la cordillera. Por la avenida rueda una
bolsa plástica. La ciudad, vacía. Este semáforo me ha sido dado sólo para mí. Soy
el último.

Brújula

Por enésima vez tomo la brújula, me señala el Norte y no me puedo convencer


que mi aldea se ubique justamente en el Sur, invariablemente en el Sur.


El hacha

Había que comprar un hacha, era urgente puesto que la leña había que reducirla a
palos más flacos para que ardieran ligeros y calurosos. Por eso la urgencia. El
hombre adquirió una hermosa hacha de 5 libras, de astil anatómico que se
acomodaba a la mano, al antebrazo, a la expresión del cuerpo. La mitad superior
del hacha, hasta el límite del filo, era de color rojo, el mismo color que aumentó en
su chorreo cuando aquella noche la mujer dio muerte al hombre, aburrida por el
maltrato, las eternas borracheras, los golpes, el abandono de sus hijos.
La leña, mientras tanto, podía esperar.


JOSÉ DIÓGENES TEIGUEL

El curso de esta palabra

El relato debiera dirigirse hacia la playa, llegar al río y cruzar singando hasta la otra
ribera. El relato debiera orillar los palafitos para estar puntualmente a las ocho en el
muelle del pueblo, allí donde el mar pierde su impulso y se indefine.
Pero un hallazgo detiene su viaje.
Un quejido de Dios moribundo -aleteando contra la muerte- apresado en una
jaula salmonera, lo alerta.
El relato debiera seguir viaje, pero su cuerpo también es capturado por las
redes.
Y sucumbe, muerto, bajo la fuerza del agua; como una cruz húmeda
picoteada por las gaviotas.

Clase de caligrafía

En el inicio del primer recreo de la mañana, ante el pequeño cuerpo que oscila
colgado del cabo de la campana, y que entorpece el viaje del paisaje y la luz
extraña de ese día lunes, la profesora recuerda que mucho antes de salir al patio -
en la clase de caligrafía- el muchachito había llenado una página con un único
mensaje: ―Me mataré. Juro que me mataré‖. Y ella, como premio a aquel trabajo
efectuado con letra tan redondita y clara, lo había premiado con un siete.


JOSÉ DIÓGENES TEIGUEL

Advertencia

¡Si no te comes toda la sopa, serás un indio trompudo igual que tu padre!


ROSABETTY MUÑOZ

Esta, la de la foto, es la misma que jugaba con su muñeca todo el día y en la


noche la arropaba para que no sienta frío ni miedo. Se resistió a tirarla cuando
perdió un ojo. Siguió negándose cuando cayó sobre la estufa y se quemó el brazo
de goma. Y cuando se le apelmazó el pelo. Y cuando quedó con una sola pierna.
Es la misma. Sin señales de pena, posa con los restos del recién nacido
sobre los trapos con los que limpió el piso.

Ocupando toda la mirada: un primer plano del rostro y torso de la abuela. Se ha


colgado cuanta bisutería guardaba en el baúl de madera; el chal que lleva sobre
los hombros se lo trajo de Italia una hija monja.
Sostiene algo envarada, una guagua famélica de rodillas y codos como
agujas. Se ve que trata de mantener erguida la cabeza enorme, se ve que carga
con una comprensión demasiado intensa para su tamaño, como si pidiera
disculpas por su esmirriada materia carnal.

Y esta es la Bernarda. Ella leyó en el diario una noticia sobre el asunto de las
guaguas botadas en basureros públicos y se le contrajo de golpe el vientre vacío.
Reclamó en el juzgado al Primer Niño para acunarlo muerto, le puso de nombre
Aurora y lo enterró en un lugar sagrado para tener donde ir a dejarle flores. La
tumba que compró es amplia para que vayan llegando sus hermanitos.


CLEMENTE RIEDEMANN

La catedral de Peterborough

Dios, cómo te eché en falta cuando estuve a merced de los burócratas.


Cuando la indiada se sublevó contra mi gente, apenas hubo inquirido ésta
por el lugar donde se encontraba el oro.
Y cuando mi gente se volvió contra mi propia autoridad, una vez que hubimos
localizado esos yacimientos.

Hipócritas quienes te adoran y se protegen en el secreto bancario.


Hombre de honor, dejé de creer en ti apenas recibí mi patente de corso.
Ni menos cruel, ni menos pornógrafo que aquellos que se disfrazan para
servirte y hacen su salario con la limosna de la plebe.

Cuánto bien me hubiera hecho creer en ti, entonces.


Pero al cuantificar los metros de cinta tricolor que han cortado tus
lugartenientes en las nuevas recaudadoras y los litros de agua bendita arrojados
sobre las máquinas que calculan los intereses, el ánimo se me viene al suelo y
apenas me alcanza para hacerte señas con la mano, antes de volver, rápido, la
vista a mis negocios.


BERNARDITA HURTADO LOW

Y París era solo un nombre

Bajo el aguacero, solo tus pasos resuenan entre la hojarasca andada y desandada
por otros y reconoces el río, los cafés y las calles que te han mostrado los libros,
pero la torre Eiffel es una feria donde los musulmanes, rumanos y morenos de
Camerún te persiguen con la venta de recuerdos y no sabes cómo, pero ya estás
repartiendo euros a cambio de chatarra, adornada con una boina y un foulard, que
crees te dan aires de francesa.

Río

Margarita vive a este lado del río Encuentro y en su escuela hay una bandera de
tres colores con una estrella tan blanca como la flor de nieve. Facundo vive al otro
lado del río, y en su escuela hay una bandera que tiene dos colores y un sol
grande y amarillo como un girasol.
Cada tarde, Facundo lleva sus ovejas al río y Margarita baja por la ladera con
su vaca Mariposa que a esa hora siempre tiene sed.
A veces, se suben al puente y él lleva frutos de maqui y calafate; Margarita
va entonces, con flores de chilco en el cabello, y dice que es una princesa
mapuche mientras cuenta leyendas de su pueblo y los bosques australes.
Facundo promete que un día le regalará una capa de piel de guanaco, porque
será cazador como su abuelo tehuelche.
Antes que oscurezca, cada uno regresa a su lado del río, entonces sienten
que para los dos sopla el mismo puelche que hace remolinos cambiando semillas
en las huertas, y son las mismas bandurrias que van y vienen, y que para todos en
esta Patagonia hay una misma luna que ya sube como un pan blanco por el cielo.

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