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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 3 NRO 28 - junio 2018
ISSN
2591-3123
Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder

Imágenes:
Pixabay

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EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS AUTORES,
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Índice

OSCAR MARTÍN PINUS 7


AHORA SÍ DIANA MARINA GAMARNIK 12
SIESTA MARINA SOSA 16
BIRRA AGUSTINA MURILLO 19
RIGOR MORTIS RODRIGO MARTINOT 24
RUFINO OSWALDO CASTRO ALFARO 28
PÁJARO DE FUEGO OVIDIO MORÉ 32
AUSENCIA JUAN IRIARTE MÉNDEZ 35
LA ARRIMADITA RICARDO BUGARÍN 39
NO FUNCIONA CAMILO ROMERO MATURANO 41
UN DESAYUNO CON LA MUERTE Emilio Paz Panana
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GAME OVER LYCORIS RADIATTA 50
CACERÍA PABLO PEDROSO 54
LA CASA CARROZA EMMA V.CAIMI BARTOLONI 58
NIEVE DE NAVIDAD GUSTAVO VIGNERA 61
EL ÀRBOL DEL AHORCADO AMALIA RENGEL 65
DE PASEO María Gabriela Flores Crovetto 71
Otro Domingo Clovis Borbolla 75
Avula JESÚS MANUEL DE LA CRUZ MARTÍN 77
LA COSA ALICIA VILLOLDO-BOTANA 81
TRES ALTURAS JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 83
ENCUENTRO GIANCARLO UBILLÚS CELI 89
A LA CAPITAL JOSÉ A. GARCÍA 94
SACRIFICIO Verónica Edith González Cantú 98
EL CLUB Sergio NÚñez 101
TRÍPTICO FEMENIL Carlos M. FEDERICI 106
LA ALUSIÓN DE LAS PUERTAS lourdes cucco 109
CASA DE MUÑECAS Raúl Garcés Redondo 112
Si te despides, sonríe sofía ludlow cÁndano
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EL RITUAL CRISTIAN BERNACHEA 120
LAS TRAMPAS DE LA VEREDA TATI JURADO 124
INVASIÓN JUAN LUIS ZAVALA 127
ELLA FUE MI BUENA ESTRELLA MARÍA DEL CARMEN
RAMACCIOTTI 132
EL HOMBRE DEL VACÍO ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA
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LA PENÍNSULA YOLANdA SA 139
LA PASTILLA DEL TETA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
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C
uando me avisaron me dieron ganas de verte. Me gusta ver los muertos, no
lo tomes a mal, si me hubieras conocido bien, sabrías que me gustan los
velorios, siempre me gustaron y no por morboso, llamale interés
antropológico si querés, estudio del hombre y sus circunstancias.
Pero no pude, esta vez tampoco pude.
Yo que odio llegar tarde a cualquier lado, que a la cremación de mi papá no
llegué ni para apretar el botón de la cinta transportadora que lleva el cajón hacia el
horno, para tu velorio ni tarde pude llegar, no me diste ni siquiera la oportunidad de
verte.
Eso no se le hace a un hijo, por más que sea un hijo ganado de rebote, como
las sorpresitas que vienen de regalo en los huevos Kinder. Un hijo Kinder podríamos
decir, inaugurando una nueva categoría. Digo, yo no les haría eso a mis hijos.
¿Qué clase de vergüenza puede conservar uno después de muerto?
¿Se puede tener vergüenza de morir?
¿Es la vergüenza coqueta de ocultar un cuerpo arruinado, o la vergüenza de
todo lo que evoca ese cuerpo en los que lo ven por última vez?
¿Por qué no un velorio? ¿Por vergüenza final? Yo, que tengo muchos velorios
encima, te puedo decir que la imagen final no cuenta, todos los familiares e invitados
llegan frente al cajón con una idea acabada de lo que hay dentro.
Hace más de diez años que no te veía, ¿qué te costaba, a vos que tantos gustos
me diste cuando era chico, darme un gustito final?
Porque mientras duró la cosa, algunos gustos me diste, eso no lo podemos
negar. De lo que no estoy seguro ahora es si no eran también gustos de rebote.
Teníamos esa casa gigantesca en comparación a la casa de donde nosotros
veníamos. Tres pisos contra uno, cuando uno es un chico es un gusto: más lugares
para esconderse, habitación propia, todo tipo de recovecos. Me llevabas a la cancha,
donde te emocionabas con la imagen del Che en rojo y blanco sobre las banderas
atadas a los alambrados, me llevabas mandarinas, comprabas Coca y no me exigías que
mirara el partido todo el tiempo. Y también estuvieron algunas buenas vacaciones en
tu casa del dique, donde con los chicos llenábamos tachos completos con piñas,
pescábamos pejerreyes, explorábamos, y encontrábamos en la costa del lago cosas tan
maravillosas como tanza y anzuelos viejos y herrumbrados. Todavía tengo por ahí una
foto donde estamos los cuatro jugando al fútbol con la tranquera como arco. Y tengo
también ese olor, el olor de la heladera a nafta, querosén o lo que fuera, qué voy a
saber qué era a esa edad, y las pileteadas en el tanque australiano, cuando no se
soportaba el calor. ¿Cuántos veranos fuimos? ¿Dos, tres, cuatro? Algunas cosas buenas

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me dejaste. De esas cosas que les gustan a los chicos, vos sabés. Como cuando me
tomabas por debajo de los brazos y me usabas de elemento contundente para pegarles
a mis hermanos, eran divertidas esas cosas.
Pero también estaba lo otro, claro, no nos podemos olvidar de eso.
Desde obligarnos a dormir la siesta, a no hacer ruido, a acostarnos temprano,
hasta las peleas con mamá. Porque de que te gustaba el whisky, los burros, las minas y
las apuestas me enteré mucho después. Pero las peleas, los insultos y los golpes a mi
mamá los viví.
La memoria, que siempre cuidó mi salud mental, se encargó de esconder muy
bien la mayor cantidad de sucesos posible, pero con algunos no pudo. Es que con
algunos no se puede.
Ingrata y cretina son dos insultos que me quedaron de aquella época. Cada vez
que las escucho ahora, me suenan a palabras setentistas, de la infancia, e
inevitablemente las asocio a vos, a mi mamá y a gritos. Mamá ingrata, mamá cretina.
Qué culpa tienen las pobres palabras después de todo, de que vos las hayas elegido.
De la vez que mi hermano tuvo que intervenir para que no la mataras a
trompadas también me acuerdo más o menos bien. Y de la vez que la empujaste por la
escalera también, porque la recibí yo abajo, cuando me topé por primera vez con mis
siete, nueve, diez años, con el cuerpo de una persona desmayada. Fue muy extraño, no
sabía si estaba dormida, viva o muerta. La situación, el tiempo, los movimientos, todo
tenía el color de un ensueño, de un trance.
Después me enteré que tu primera mujer se había suicidado tomando veneno
para ratas, porque de esas cosas no se entera uno cuando es chico.
Hace poco también, y de casualidad, me encontré con algunas de mis libretas
de la escuela primaria. Libretas y cuadernos de comunicados de tapas celestes. Y vi que
todas las notas aparecían firmadas por mi mamá o por mi hermano mayor. Y pensé,
por pensar nomás, que si ni siquiera para hacerse cargo de eso sirve un padrastro,
entonces para qué.
Pongamos las cosas en claro: lo que le hayas hecho a ella es culpa tuya y de ella,
ustedes se eligieron; ahora lo que no comprendo es cómo puede uno borrarse
completamente de la vida de un niño.
A ver, a mi papá original lo seguí viendo, desde mis tres años, por lo menos los
fines de semana, hasta que murió.
A vos, padre adquirido, te viví, te escuché y te saludé todos los días desde los
tres como hasta los nueves, diez, once años, no sé, y después, cuando se pudrió todo,
la nada absoluta, ni una carta, ni una llamada de compromiso para un cumpleaños,

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nada de nada. Ya pedirte que me hubieras saludado para el nacimiento de mis hijos, o
que hubieras intentado conocerlos, hasta a mí me parece demasiado.
Los que tenemos hermanos de distintos padres, sabemos que la convivencia es
fundamental para la creación de una relación de afecto real. Si eso les pasa a los
hermanos, a los hijos, suponía yo que lo mismo les pasaría a los padres, pero tu caso
termina con mi teoría, porque si es por convivir, conviví más tiempo con vos que con
mi papá original, y, alejado de los dos, cada uno a su tiempo, recibí mucho menos de
tu parte que de la de él.
Y si te digo que me dieron ganas de verte, aunque fuera ahora, cuando me
enteré, es porque sea como sea en esos años te convertiste en algo para mí. Pero no, ni
así, ni en el velorio quisiste que te viera yo ni nadie. Voy a terminar pensando que en
realidad nunca me quisiste, je.
Porque en el fondo me moviliza, como niño grande crecido a su pesar, como
un aspirante a aquel niño del tambor, el derecho irrefutable que tienen los niños a ser
queridos. Pero tampoco puedo ignorar que si bien parte del aprecio se construye, no
se puede obligar a nadie a querer a nadie y a pesar de mi egocentrismo actual, también
cabe la posibilidad de que yo no haya sido un niño querible, simpático, talentoso o
lleno de virtudes, o —porque también existe la afinidad— de que nuestras
personalidades no hayan sido compatibles y hasta la posibilidad de que directamente
no te llevaras bien con los niños, ni propios ni ajenos.
Pero en realidad no importa, de verdad no importa tanto eso a esta altura. Hoy
me importa la despedida.
A veces solo con la comparación se gana claridad.
Cuando murió mi suegro, con quien me unía una relación de admiración y
respeto fraternal, en la ceremonia de arrojar sus cenizas a la ladera de una montaña se
nos apareció un águila que nos sobrevoló como la mejor alegoría poética que nadie
hubiera podido pintar sobre una despedida.
Mi papá original, después de morir, vino a despedirse de mí en un sueño de
manera franca y real: se apareció en un espacio blanco indefinible, los dos estábamos
ahí, caminó hacia mí envuelto en un profundo silencio, me abrazó como nunca lo
había hecho en vida y siguió viaje.
Vos, ni eso pudiste. O ni eso quisiste. Ni siquiera un mísero velorio, Oscar. Ni
siquiera te fuiste en serio.

Del libro “Adioses, colillas y estocadas” Alción Editora. Noviembre de 2016.

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MARTÍN PINUS
Argentina
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E
ra obvio que el velatorio de la abuela Sara no era el mejor lugar para
enterarme de algunos secretos de mi familia, pero ya se sabe, el destino
juega cartas muy extrañas con nosotros.
El ánimo fluctuaba entre la pena y el alivio, la abuela había estado muy enferma
durante muchos años y todos sabíamos de su deseo de morirse. Yo siempre había
creído que su tristeza provenía de su larga enfermedad —cuando nací, ella ya estaba
enferma—, pero ahora sé que no fue por eso.
Mi abuelo Pedro estaba sentado en un sillón y yo me ubiqué al lado para
acompañarlo. Su mano se apoyó lánguida en la mía. Por eso, al sentir cómo me
apretaba hasta casi hacerme doler, me sorprendí. Seguí su mirada y me encontré con la
prima Julia —como no se casó, siempre fue la prima Julia, nunca ascendió al puesto de
“tía”—, a quien hacía mucho tiempo que no veíamos.
Nadie percibió ninguna diferencia, por supuesto, una pariente lejana venía a
presentar sus condolencias, pero yo me di cuenta de que algo había cambiado. Mi
abuelo sonreía levemente, como si estuviera en paz. Es más, estoy segura de que se
había olvidado de mí y del resto de la gente.
Ella se acercó a saludarlo, creo que tenía los ojos llenos de lágrimas. El abuelo
Pedro se paró, le tomó la mano y se la besó con una ternura muy perturbadora, por lo
menos para mí, muda ante esa escena inesperada.
—¿Ahora sí? —preguntó Julia.
—Ahora sí —contestó mi abuelo.
Julia inclinó la cabeza y, con un gesto casi imperceptible, sacó de su bolso un
manojo de cartas atadas con una cinta blanca.
—Acá están las que faltan, nunca me dejaron mandártelas.
—¿No pasaban la censura? —preguntó mi abuelo.
—No, eran demasiado apasionadas —dijo Julia sin sonrojarse y agregó—:
cuando termines de leerlas…
No pudo completar la frase, rozó el brazo de mi abuelo con suavidad y se fue
tan discretamente como entró. Recién en ese instante, él se percató de mi presencia y
me miró como si hubiera visto un fantasma.
—¿Vas a contarme vos o tengo que preguntar yo?
—Sos muy chica para entender.
—Abuelo, no soy chica para nada, no digas eso, siempre me contás todo y…
—No, esto no.
—Por favor, abuelo —le supliqué buscando su mirada.
—Está bien, pero es entre vos y yo, ¿de acuerdo?

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—Sí, claro.
Deteniéndose cada vez que alguien se acercaba a darle el pésame, el abuelo
comenzó su relato:
—Cuando llegué de Ekaterinoslav, hace muchos años, me puse a buscar
trabajo y una novia. Trabajo conseguí rápido, pero novia… No era tan fácil en esa
época y yo quería enamorarme de verdad… Le pregunté a mi tía Esther, que ya vivía
en Buenos Aires desde hacía bastante tiempo. Yo sabía que ella era medio casamentera
y que conocía a todo el mundo. Poco después, me presentó a Sara, una chica alta y
rubia que trabajaba como costurera y que ya estaba en edad de casarse. Nos gustamos,
bueno, ella me gustó a mí por lo menos, y le propuse que fuera mi novia. En esa
misma época, del trabajo me mandaron a Comodoro Rivadavia, hacía poco que habían
encontrado petróleo y necesitaban muchos obreros especializados.
—¿Y qué pasó?
—Quedamos en escribirnos hasta mi vuelta y así fue. Lo que yo no supe en ese
momento es que Sara se acobardó diciendo que no podía escribir ni dos líneas,
entonces Esther convenció a su hija Julia…
—La prima Julia…
—Sí, la convenció de que ella escribiera las cartas para que el romance no
naufragara antes de empezar. Y Julia, aunque tenía solo quince años y ninguna
experiencia sentimental, escribió las cartas de amor más dulces que se hayan escrito. Y
yo me enamoré perdidamente de la autora de esas cartas, sin saber que no era Sara
sino Julia. Cuando volví, no tenía dudas, quería casarme enseguida con esa mujer que
llenaba mis noches de poesía. Y nos casamos…
—Pero si la abuela no fue la que escribió…
—Enseguida, Sara quedó embarazada de tu mamá —continuó el abuelo sin
hacer caso de mi interrupción—, yo ya la notaba algo distinta, pero suponía que era el
embarazo. Cuando nació tu mamá, Sara me confesó la verdad, ella no era quien yo
creía.
—¿Y qué hiciste?
—Me quedé, ¿qué podía hacer en esa época? Me había resignado a que el amor
se encontraba solo en las cartas o en los libros. No tenía idea de quién había sido la
verdadera autora, hasta que un día, mi tía Esther, con bastante remordimiento creo,
me lo contó. Ella había intuido lo que se había gestado involuntariamente entre su hija
y yo, por eso a mi vuelta la mandó a estudiar lejos, a La Plata, para que no nos
cruzáramos.
—¿Y después?

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—Después… esa tristeza que se te pegotea y se te hace tan natural que ya ni te
das cuenta de su existencia. Pensás que sentirse así es lo normal. Hubo un momento
en que casi logro irme con Julia, pero tu abuela se enfermó y me hizo prometerle que
me quedaría a cuidarla, que ella no podía vivir sin mí. Y volví a quedarme. El resto de
la historia ya la conocés…
—¿Y ahora? ¿Ahora sentís que te toca, abuelo? —le pregunté conmovida.
—Ahora sí —me contestó.
Acarició las cartas y deshizo el nudo de la cinta blanca.

DIANA MARINA GAMARNIK


Argentina
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V
iejos tiempos. Tiempos de Pelopincho, tiempos de tele encendida solo de
doce a doce, con transformador y en blanco y negro, tiempos en los que
jugar era lo único que importaba. Con Lili hemos pasado bellos veranos.
Había un patio en el fondo, hecho como la casa, a los ponchazos. Apenas un
mejorado sobre el cual, como reina en trono, surgía esa pileta donde pasábamos las
tardes de calor. Eso sí, después de las cuatro y si la abuela daba permiso al final de la
siesta. Lili y yo odiábamos la siesta. Fingíamos dormir y en cuanto la vieja empezaba a
roncar, nos escabullíamos para crear mundos futuros, alternativos donde éramos
felices, mantenidas, madres de bebés y esposas de hombres famosos según la fama de
moda. También soñábamos a ser cantantes ensayando la mímica con un viejo
tocadiscos que actuaba de orquesta y un palo de escoba o algo parecido que
funcionaba como micrófono. Solo teníamos imaginación. Pero esa tarde algo diferente
ocurrió. Nuestras mentes infantiles corrieron hasta la puerta de calle y osamos abrirla
sin pensar. La luz iluminó nuestras caritas y así, algo enceguecidas, caminamos primero
por la vereda, luego atravesamos la zanja donde vivían las ranas que cazaba mi primo y
avanzamos por la calle de tierra. Una cuadra y girar hacia la izquierda. Desde la esquina
podía vérselo. Era un colectivo incendiado y abandonado, ideal para imaginar un
sinnúmero de escenas. Fuimos hasta allí. Mi prima se sentó en el asiento del chofer
que aún estaba intacto y desde allí descubrió que la única puerta que conservaba sana,
aún funcionaba. Entonces:
—¿Sube señora?
—Claro señor chofer.
—¿Hasta dónde se dirige? Tome un boleto imaginario de veinticinco centavos.
Yo era la señora. Hice mil viajes o más. El juego era agradable y divertido y me
perdí en la cuenta de las veces que subí y bajé y siempre era alguien diferente y la
conversación también. A veces tenía hijos, a veces era una señora de bien, a veces una
viejita que apenas podía escalar los tres escalones y se quejaba de sus hijos o de sus
nietos. La puerta se abría y se cerraba y el chofer era muy amable aunque no llegaba
muy bien a los pedales y tenía una cola de caballo larguísima.
—¿Chofer, es que ha tenido usted un accidente? La parte trasera del vehículo
está totalmente destruida.
—Sí, señora. El chofer que trabaja en el otro turno dio marcha atrás sin mirar y
se llevó por delante un puesto de diarios. Un problema bárbaro porque va a salir caro
arreglarlo pero por otro lado bien porque nadie salió lastimado y además leímos
durante semanas todas las revistas: el Gráfico, Billiken, Anteojito, Condorito, las
aventuras de Isidoro Cañones, Paturuzú, y todos los diarios. Al dueño del puesto el

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Presidente le regaló un puesto más grande.
—Ah. Qué bien señor colectivero. ¿Y quién es el Presidente?
—No recuerdo el nombre pero es un señor de uniforme, con bigotes y pelo
negro, flaquito, que siempre habla en la televisión con otros dos que visten parecido.
Me parece que tiene el carácter podrido como mi abuela.
—Señor chofer, tal vez si mira para atrás verá venir a la dueña de la terminal de
colectivos.
¡¡¡LA ABUELA!!! Gritamos al unísono.
Como un camión con doble acoplado a punto de atropellarnos, ella avanzaba
en línea recta, dándose impulso con ambos brazos. Arrastraba sus zapatillas generando
un efecto de cohete espacial casi a punto de despegar. Y de la cara mejor no hablar.
Nos quedamos paralizadas. Lili no podía bajarse del enorme asiento y yo casi bajé de
una los tres escalones que me separaban de la calle de tierra.
Vociferó y vociferó pero el susto nos impidió comprender qué decían sus
palabras. Recorrimos el camino de vuelta a la casa en un segundo. En el camino nos
decía que qué nos creíamos, que cómo nos subíamos a un colectivo incendiado lleno
probablemente de bichos invisibles que provocarían grandes males a nuestros jóvenes
cuerpos y al de nuestros descendientes por el resto de lo que le quede de existencia a la
humanidad, que cómo nos íbamos tan lejos y solas siendo tan chicas y sin permiso y
que no iba a haber ni dibujitos en la tele y que iríamos a la pileta solo para lavarnos los
cabellos. LAVARNOS LOS CABELLOS, qué horror. Y así fue porque ella se
encargó, batón de por medio y detrás de sus lentes cuadrados, de controlar que
cumpliésemos con el castigo para que nunca jamás de los jamases en nuestra vida
futura volviéramos a desobedecer a nuestros mayores.

MARINA SOSA
Argentina
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A la palabra misterio del poema “La Gran salina de Zelarrayán”.

A mi amiga Ayelén que me dice que soy un embole y que tengo que tomar más birra.

28 de abril de 2018, Madrid

D
iego me dijo que los que nos venimos a vivir, en realidad, nos quedamos
en el medio del océano. Hay gente que vive en cualquier lugar y eso no le
significa ningún problema, hay gente que siempre vivió en un lugar y
nunca sintió la necesidad de moverse y también hay gente que nunca vivió donde
vivió, que siempre estuvo viviendo en otro plano, es esa gente que nunca se ha sentido
cómoda, que no ha logrado acomodarse a una tierra ni a la vida en términos generales,
sería algo así como una extranjería innata. A mí me pareció que lo de vivir en el
océano era válido para él y era válido para mí al menos en ese momento, la diferencia
era que él había llegado hacía diez años y yo solo hacía tres meses. Bolaño dice que
debemos escribir no para publicar sino para conocernos mejor a nosotros mismos.
Aquí voy a escribir sobre Diego varado en medio del océano hace diez años para
poder entender mejor cual es mi relación con la tierra y con el amor como un lugar al
que no termino de llegar nunca.

Cuando llegué a Madrid conocí a un italiano, Nunzio, solo le voy a dedicar un


párrafo, este, y luego solo funcionará como un punto de referencia. Nunzio se
enamoró de mí en el primer minuto y yo desde el primer minuto supe que no me
enamoraría nunca de él. Me gustaría saber por qué con unos sí y con otros no, ese
tema me desvela. ¿Por qué simplemente no podía quererlo a él? Digo, para aprovechar
su amor que ya estaba dado. La primera vez que nos acostamos, Nunzio me besó
bocha, me besó como si yo fuera la primer mujer de su vida y como si esa fuera la
última noche que me vería. A esa altura yo supongo que él ya sabía que yo, por más
que él se esforzara, no lo iba a querer nunca. Tuvimos algunos encuentros más pero
desde ahí, todo se disolvió en menos de un mes.

Pasó poco tiempo hasta que lo conocí a Diego, demasiado poco tiempo, eso es
algo sobre lo que también tendría que reflexionar y sin embargo no lo voy a hacer.
Diego es el argentino del océano. Desde el inicio quiero ubicar lo importante que es y
lo primario que es el fracaso de la comunicación. El mismo día en que nos conocimos
le dije: mirá Diego a mi casa no vas a venir. Diego vino a mi casa. Luego le dije: Diego,
escuchame, yo no voy a cocinar para vos y vos no te vas a quedar a cenar. Y esa noche
cociné para él y él se quedó a cenar. Pasada la cena y totalmente convencida le

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explique: mirá Diego, quiero que sepas que acá no te vas a quedar a dormir bajo
ningún punto de vista por esto, esto y esto. Por supuesto, Diego se quedó a dormir.
Dale nena, nos desnudamos, pero no cogemos, me dijo. A ver, que quede claro, entre
coger y no coger yo siempre prefiero coger, no tengo muchas dificultades en ese
plano, pero esa semana me sentía muy débil y sabía que debía reflexionar sobre la
experiencia de Nunzio antes de poner el cuerpo en otra escena.

Esa noche nos desnudamos y Diego me besó tanto como me había besado
Nunzio la primer noche y me dijo: nunca nadie te besó tanto como yo. Los hombres
quieren ser los únicos, los primeros y sin embargo se la pasan diciendo que esa
pretensión es nuestra. Yo por las dudas no aclaré nada. Pero esa noche, yo sentí que a
Diego lo deseaba como no había deseado a nadie nunca en el mundo mundial de todas
mis vidas. Es curioso como la experiencia se actualiza y da por tierra a todas las
experiencias anteriores y eso que te pasó varias veces (en mi caso no tantas) aparece
allí con la fuerza de la vez única, primera, e intergalácticamente superior a todas las
anteriores. Eso también es algo sobre lo que quiero reflexionar.

(*) Últimamente me he sentido una mujer muy aburrida, muy reflexiva, como
densa. El otro día fui a una Jam de poesía y vi a una chica que hablaba con un chico y
este chico mientras la escuchaba miraba lo que pasaba detrás de ella, como en un gesto
de indiferencia. Y la chica, que en ese momento a mí me pareció Dios, le dijo: Oye, tú
preguntar yo contesto y tú no mirar ¿Qué os pasa? El chico apenas pudo titubear algo
y se fue, yo por mi parte abrí una nota nueva en mi celular y escribí: mirar a la gente a
la cara, decir lo que me plazca aunque no resulte amable, tengo que dejar de ser
complaciente con la pavada del otro, eso también es ser una mujer.

Bueno, toda esta anécdota es para decir que soy una mujer que tiene cosas para
cambiar pero que como no puedo cambiarlas de un día para el otro voy a empezar
cambiando algunas palabras. En este caso voy a cambiar el verbo reflexionar, que es
un embole y que me hace parecer una pesada y que además ya lo repetí como cinco
veces; por la palabra birra. Entonces, lo de la experiencia que anula a la anterior y que
se vive como si fuera la primera vez es algo sobre lo que quiero birra seriamente. Y
además, en esa línea, me pregunto: ¿cómo es posible amar a alguien, o saber que vas a
amar alguien, desde el primer minuto? A mí esa sensación me agarró tres veces en la
vida: con Gonza en la playa, con Enrique en la plaza y ahora con Diego en la parada
del metro Avenida Guadalajara. Por el momento no sabría dar cuenta de esto pero que
conste que aquí dejo la pregunta planteada sobre la cual debo birra un montón.

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Y ya me perdí, es que volví al párrafo anterior (*) para intercalar la anécdota de
la chica de la Jam sobre la que pienso debo aprender y me quedé pensando en ella. No
recuerdo su nombre, iba vestida de una manera en la que yo no me vestiría nunca y al
final de todo ella recitó un poema en polaco y ahí a mí me dieron mil millón de ganas
de que ella fuera mi amiga. Diego. Hablaba del amor que sentí por Diego desde el
primer momento. Esa noche, cuando él quiso coger conmigo, yo no sé por qué, me
negué. Entre la calentura que teníamos los dos y entre toda la birra que yo tenía
encima por lo de Nunzio, todo se nos fue de las manos. Solo voy a recortar dos cosas
de esa situación porque entiendo que no podría explicarla toda. Una: él me dijo: Sos
una putita promiscua. Dos: yo me puse a llorar como una nena que siente mucho odio
porque se da cuenta que el mundo es una puta mierda y que a su vez intenta
aguantarse el llanto para no demostrar su debilidad pero que no logra contenerlo y que
cuando finalmente llora no llora por la bronca que le agarró recién sino por todas las
putas broncas que le agarraron en la vida y que se le acumularon y más aún, no llora
por esa acumulación sino que llora porque es en ese mismo momento en el cual
descubre que el dolor es algo que no se va a ir nunca.

Esa noche Diego me abrazó, me besó, cuidó de mí y eso para mí fue como un
sanguche de milanesa con papas fritas en una balsa en el medio del océano junto a él.
Todo lo que siguió lo voy a resumir en este poema y todo lo que espero de este poema
y de todos los poemas del mundo, es que no sea un poema definitivo. Ahí va:

Mi llanto angustiado el día en que te conocí


el helado de palito en el bosque
ese pedacito de chocolate que me diste del tuyo
que te enfermaras conmigo solo para verme cuidarte
todo tu miedo junto a todo mi miedo
que me pidas que te abrace así
volver caminado de la peluquería
que me digas: dale nena, contame cosas
irte a buscar a tu casa para que vengas a la mía
el cuento de la vaquita por la mañana
que traigas la compu para ver una peli
mis ganas de escribirte este poema.
Ese momento en el que te abracé
mientras fumabas un cigarro
para estirar la despedida.

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Luego del amor
el miedo
la birra
la desconexión
el no aprender nunca de la experiencia
el bosque
abrazarte así
el cuento
un cigarro
este poema
el mal plan
y más miedo
y más birra
y más desconexión

AGUSTINA MURILLO
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/agustina.murillo.509

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L
os copos de nieve van cayendo con un retrato bello, frío y simétrico. Miro el
cielo pero no discierno nada y recuerdo la sutil y mortífera estrategia del
hielo, del frío que siento. Al ver que un copo no es uno sino cientos, y
cientos de miles de varios millones que caen de la penumbra al suelo y se
posan en la nieve portando insipidez.
Se desliza mi trineo con mucha agilidad, ha sido un recorrido largo pero por fin
ha llegado ya el momento, no veo ni oigo pero lo siento. Pareciera que fuera un paisaje
empinado hasta el infinito porque no me jala ningún grupo de perros, y no sé en qué
sentido estoy yendo, pero dentro de mí va en aumento el calor y siento el vínculo de
planetas, estrellas que viajan por encima y en torno mío. Cansado no estoy y por
primera vez tampoco apurado, sé qué tengo que hacer y no daré lugar a opción más
que a lograrlo, todo mal de mí he purgado y los límites he acribillado, un canal sin agua
se abre paso delante de mí para llenarlo.
Y mientras pienso, mi trineo se balancea de lado a lado, tanto así que parece
que moriré y me preparo para evitarlo. De pronto, logro volver a enderezarlo y noto
que el ritmo al que iba disminuye y mi nave va parando. Al frente se descubre una
caverna, la boca de una caverna, de piedra azulada y nieve con hielo afuera. El frío es
lo de menos, ando cada vez más caliente por dentro, irradiándolo por fuera. Así que
desmonto mi vehículo y me adentro, iluminándome con la luz que desprenden las
yemas de mis dedos, sin miedo ni recelo. Camino a través del suelo agrietado y
contemplo en las paredes celestes atenuadas distintas pinturas. Las reconozco como
partes progresivas de una historia, con símbolos y dibujos que se descubren conforme
voy avanzando y va desenvolviéndose un relato.
Se trataba de la soberana incandescente, que gobernaba con rigor como el
verano y era ensueño de todo aldeano. Justa y llena de vitalidad, gobernaba con una
estrategia de antaño, que usaban los dioses y omnipotentes previos a ella en aquel
reino. Pero ya hacia el final, la pintura contaba que una mezcla de emociones,
sentimientos y sensaciones, y no poder discernir entre ellos, la llevaron a un estado de
frío intenso y poco a poco fue abstrayéndose en su alcoba, también dentro de sí, hasta
tal punto que los veranos abandonaron el reino y la nieve lo invadió todo.
El invierno prolongado fue la muerte del vigor del pueblo. Ya no había cultivos
que cosechar ni alimento que comer, menos aún un sol que permitiera florecer la
aurora y el atardecer. Todo dejó de crecer. Se marchitaron los colores que una vez
pintaron un pueblo ocupado y creciente, cuyos ciudadanos se congregaban a observar
el poniente y celebrar la vida y el gobierno ardiente.
Me impactaron algunos de esos detalles, ya conocía la historia pero no todas las

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partes. Sin más, seguí andando. Ahora mis pasos eran pesados, acompañados de una
determinación mayor y más ganas de hallarlo. Debajo de mí el piso se volvía cada vez
más frío pero yo me encontraba cada vez más caliente, dejando un rastro de agua
conforme me adentraba.
Seguí y volteé por un ángulo cerrado en aquel pasaje, quedando boquiabierto
con aquello que me topé. Era un cristal de hielo macizo que se erguía a un par de
metros sobre el nivel del suelo, y dentro de él se encontraba contenida la reina. Lo
supe apenas la vi, aquella melena y labios como cordilleras inconfundibles eran. Su piel
era de color azulado, probablemente por el frío, y se notaba la pena en su rosto dentro
de la rigidez en la que se encontraba. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia adelante y
presioné el hielo con ambas manos. Poco a poco se fue derritiendo, despidiendo vapor
y sonando. Me puse a trabajarlo minuciosamente, derritiendo por aquí y por allá sin
saber el resultado que obtendría, pero no importaba, aquella diosa sería mía. Entonces
su cuerpo fue descubriéndose, y con mucho cuidado fui liberando cada centímetro
con el calor que aumentaba más dentro de mí y que mis manos emanaba.
Por fin, después de horas de trabajo, logré descubrirla por completo y se
encontró tendida sobre mis brazos. Miré su rostro apenado, sus labios morados y me
rehusé a sentir pena. Al contrario, mi propósito inicial prevaleció firme y decidí
inyectar vida y felicidad en aquella figura que una vez fue cálida y radiante. Así que me
acerqué a ella y la besé. Nuestros labios se entrelazaron y sentí el agua que se
desprendía, también cómo viajaba la energía y la inundaba, pero no me drenaba, me
enriquecía. Por un momento me sentí poderoso y lleno de vigor, y fue entonces que
sentí su calor. Fue cambiando el color de sus dedos, rostro, y comenzó a levantarse
ligeramente su torso. Me desprendí un momento para dejarla recobrar el aliento pero
luego seguí con el proceso, dándole, ahora robándole, muchos besos, y nuestro calor
iba creciendo. Me encontré sumergido en el éxtasis infinito que traen el logro de un
objetivo y el amor, cuando sus ojos planetas se abrieron repentinamente y me
reconocieron. No pronunciamos palabra, pero de alguna manera supimos que una vez
fuimos, y que ahora éramos, y qué sería lo que haríamos.
Nos besamos apasionadamente de nuevo y el mundo se sintió como fuego,
como un viento cálido para emprender vuelo, y en nuestros oídos resonaba el efecto
gaseoso del agua evaporándose y de agua corriendo de nuevo, llenando el canal que
había sido hielo. Abrimos los ojos. Sus planetas se posaron en mí y me deslumbraron
con un destello lleno de vida. Volteamos, y a nuestro alrededor un paisaje despejado,
un campo que se extendía hasta donde la visión daba abasto y, en el borde, un
poniente rosáceo que se despedía de nosotros y que a su vez era cruzado por algunos

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pájaros. Un cántico lejano llenó mis oídos y supe en ese momento que había logrado
mi cometido, el sol había salido.

RODRIGO MARTINOT
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/rodrigo.martinot

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N
o sé si mis orígenes descansen en la pureza de una raza o sea producto del
mestizaje asolapado. Sea como fuere, tengo prestancia, altanería y la
rebeldía heredada de mis padres. Por otro lado me considero inteligente y
perseverante. Y por si fuera poco, a veces peco de empeñoso y voluntarioso. Al fin y
al cabo podría decir, con poca modestia, que estoy encaminado a superar mis
aspiraciones. En relación a este último punto, reconozco hidalgamente que
ocasionalmente me he equivocado y, aceptando mis errores, no me queda más que
seguir adelante.
El mundo, tal como lo encaro, no está lleno de sorpresas sino de desafíos. Por
ejemplo, diariamente hay que sobrevivir y llegar a la noche con el estómago lleno para
descansar y quedar listo para la odisea del día siguiente. Es muy fácil cuando no falta
comida, abrigo y palabras cariñosas. La mañana arranca diferente si una mano
amistosa te brinda caricias o te susurran frases animosas. No es que me deprima o
abata por la aspereza de la vida que llevo, simplemente estoy cansado y aburrido con
esta letanía constante.
Procuro no traslucir mis sentimientos para no despertar sospechas y muestro el
talante animado. Al respecto, hoy amaneció diferente y acepto que me ilusioné más de
la cuenta. Este sentimiento escondido se manifestó al estar parado en una de las
bocacalles de la plaza Central. Andaba escondido entre los puestos de periódicos
cuando ocurrió. Siempre me cuido de no ser empujado por la mala leche de personas
agresivas e intemperantes y el instinto proverbial que corre por mis genes me protege
del descuido apurado de los vehículos imprudentes. Debo aclarar que no me
enseñaron a leer ni escribir pero la fuerza de la experiencia y lo escuchado en las
esquinas me han permitido reconocer, ubicar y orientarme en esta selva de cemento.
Por eso puedo identificar el lugar donde lo conocí. En el paradero en cuestión se dio
el hecho que cambió mi rumbo.
Me percaté de él a través de la luna del ómnibus que lo transportaba. No puedo
precisar el motivo de su mirada prolongada y menos la calidez de su sonrisa. Cuando
procesé estos gestos, la unidad ya estaba en marcha con dirección a la avenida
Principal. El bullicio y atolondramiento de la gente me distrajeron y lo perdí de vista.
Al menos tuve una señal del destino y supe que nuestros caminos se entrecruzarían
inevitablemente. Me resigné por la falla cometida y prometí esperarlo en un sitio más
tranquilo. Esperanzado que esa fuera la ruta hacia su casa, al día siguiente lo aguardé
más abajo, en el cruce con La Reserva. Soporté el rigor invernal en la puerta del chifa
que se luce en una de las veredas y, para mi desgracia, solo vi su mano haciéndome
adiós. Fue el segundo contacto visual y mi decisión ya estaba tomada.

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Definitivamente el señor vivía más al sur, en alguna calle cercana a la avenida
Transversal, tal vez en Macarena, y debía conocerlo para que me explicara la buena
voluntad mostrada. El mediodía me avisó la urgencia de comer y ahí empezó el duelo
postergado por la emoción de haberlo visto. Rastreando una huella misteriosa e
indescifrable, mi espíritu indomable me llevó hasta los acantilados de Mar Grande. Era
la primera vez que pisaba esa zona y el aire marino, mezclado con el desagradable olor
de los basurales, me lastimó la nariz.
Con tristeza recordé los años juveniles en La Pradera, en donde la pureza del
viento seco y oloroso a árboles me marcó desde pequeño. El carácter rufianesco de
Crispín me obligó a dejar ese paradisiaco lugar, desterrándome a la incertidumbre,
sufrimiento y universidad callejera. No guardo rencor al malhadado reciclador y hoy
asimilo sus motivos. Cuando el desgraciado no pudo sostener a la familia, nos trepó a
su triciclo para dejarnos al borde del río Seco.
Un huayco arrasó su casa y me alegré un poco. No soy malo ni malagradecido,
solo pretendo ser sincero y aquilatar el suceso en su justa medida. Lo que nos hizo, en
mi modesta opinión, no tiene nombre. Sin ápice de compasión y olvidando la relación
que mantuvimos, nos trató como salvajes y se aseguró que estuviéramos lo
suficientemente lejos para que no regresáramos más. La buena fortuna nos acompañó
y salvamos la vida. Yo hubiera podido regresar pero no le di el gusto de verme pedir
refugio o comida. En cambio, la pobre Mocha fue más valiente y, cogiendo a sus dos
hijos, lo mandó a la mierda en el mismo sitio donde nos dejó y lo maldijo eternamente.
Yo traté de calmarla y, deseándole suerte con la carga familiar, me separé para nunca
más volver a verla. Supongo que vio mi espalda perderse en la Carretera Central y a lo
mejor me incluyó en sus maldiciones. No volteé ni me tembló la piel con lo que
acababa de hacerle. Era solo un asunto de supervivencia y salir adelante como se
pudiera.
La bajada de Mar Grande me atrae como un imán poderoso. El solo ver sus
dos lenguas asfaltadas me escarapela el cuerpo y siento que el embrujo yace al pie de
los acantilados. Bajo con cuidado porque el tráfico a esa hora ha arreciado. Me cuido
de pegarme al cerro para esquivar a los carros y el sonido de las olas reventando en los
espigones resulta aterrador. Nunca he visto el mar y me considero un citadino medio
serrano. Con pasos agitados y preso de angustia llego a la pista que corre paralela a la
costa. Miro a ambos lados y, estando seguro que puedo cruzarla sin riesgo, me lanzo a
lo desconocido. Las piedras de la playa no se parecen a las de La Pradera. Son más
filudas y ásperas. Las callosidades de mis plantas son tan gruesas que podría caminar
sobre vidrios y me harían cosquillas. En frente de mí, el océano imponente se

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despliega en esa mañana brumosa.
El desfile incesante de camiones cargando desmonte llama mi atención. Al
fondo puedo distinguir pescadores improvisados en cámaras de llantas y uno de ellos
sale del mar con un manojo de pescaditos marrones. Me encuentro fascinado con este
ambiente, ignorado por mí y descubierto al buscar al señor de gestos amables. Los
aromas son errantes y cambiantes con la dirección del viento y los sonidos extraños
repiquetean en mis oídos. Todo me parece irreal, mágico y desconcertante.
Estoy embobado con las maravillas que se muestran frente a mis ojos cansados
y sin embargo no dejo de agradecer a la casualidad el haberme permitido llegar hasta
acá. De pronto escucho pasos pesados acercándose por atrás. Me inquieto con la
pisada firme de las botas que se aproximan. Volteo y mi corazón se acelera. El señor
de las calles avanza mirándome fijamente. Siento un poco de temor y las dos sonrisas
que me regaló son distintas. Sé que me analiza, si cubro sus expectativas, si soy en
verdad tal como me miró por las ventanas. Chasquea los dedos como si llamara a un
perro. Mis orejas gachas se mueven hacia atrás y mis ojos lánguidos se achinan con su
rostro sereno. Me olvido de mis principios y vuelvo a ser el de antes, el original. Si
pudiera hablarle le diría que me llamo Rufino y mucho gusto de conocerlo, señor.

OSWALDO CASTRO ALFARO


Perú
Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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A
Maliba, apenas logró pegar un ojo, el sueño la atrapó de manera sádica
haciéndole revivir su vía crucis, su infierno. Unos minutos después se
despertó gritando y sobresaltada. Como ya se había hecho habitual, esta
iba a ser otra noche de crudo insomnio. “Ni un soplito de aire, ni
uno”, dijo, y no supo por qué lo había dicho, porque hacía mucho tiempo que no le
importaba nada que tuviera que ver con la realidad circundante, con el mundo exterior
y, mucho menos, con el clima. Sí, hacía muchísimo que todo había dejado de
interesarle. Había perdido la esperanza de recuperar la cordura y se había dado, ella
misma, por desahuciada, así que… ¿qué coño importaba si hacía calor y no corría el
aire, o si hacía frío; si era de noche o era de mañana?, no importaba un carajo. Se
sentía débil, muy débil, cansada, harta. Se levantó y se miró al espejo, y vio una
mancha hedionda, pútrida, nauseabunda, y pensó que algo así no merecía existir.
Aquel iba a ser su último día en el mundo, acababa de decidirlo, no podía aguantar
más. Hacía un mes que había salido de la Casona y seguía tan esquelética como
siempre; allí le obligaban a alimentarse, pero en casa no tenía ánimos para cocinar ni
comer. Bueno, tampoco es que se le pudiera llamar casa a aquel cuartucho sin
ventanas donde apenas cabía el canapé donde intentaba dormir. Aquello, más que un
cuartucho, era el tonel de Diógenes. Un mes fuera, un mes, y seguía con la misma
depresión. ¿Para qué quería ella seguir viviendo, para qué, a ver? No le quedaba nadie.
Sus padres hacía mucho que habían muerto, y su hermano se había ido en aquella
balsa endeble, aborrecido de todo y de todos, y nunca más había sabido de él. Julito, su
novio, la había dejado… Pero cómo no la iba a dejar si, cuando él iba a visitarla al
hospital, ella se negaba a mirarle a los ojos o a hablarle, y mucho menos le dejaba que
tuviera ningún tipo de contacto físico. Cuando él intentaba cogerle la mano ella
comenzaba a gritar completamente fuera de sí. Desde que lo veía aparecer por la
puerta se ponía a temblar como un ratoncillo indefenso ante las garras de un gavilán.
¿Qué hombre la iba a desear comportándose ella de esta manera? ¿Y a qué hombre iba
a desear ella si no se deseaba ni a sí misma? A ninguno. Después de regresar de la
guerra, después de aquello, siguió sintiéndose sucia, tan sucia, tan terriblemente sucia,
que no quería acercarse a nadie ni que nadie se le acercara. Solo había aceptado la
compañía, alguna que otra vez, de Eladio, porque siempre había tenido una buena
relación de amistad con él. No se habían conocido en la guerra, se habían conocido
desde pequeños, pero la guerra y las desgarraduras de la guerra los habían juntado de
nuevo en la Casona, esa Casona de la que ella había salido y de la que hubiera
preferido no haber salido nunca. Ella ya estaba allí cuando él ingresó. A Eladio la
guerra le había dejado sin mujer, y no había forma de que pudiera superar aquella

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pérdida, estaba completamente desolado y había estado, además, a punto de perder la
vida sepultado por una montaña de escombros. Ella, Maliba, cooperante civil en
aquella época en que cumplió la misión, había caído en manos del enemigo, y había
sido violada cada día de los que duró su cautiverio. 46 días, 6 horas y 20 minutos, para
ser exactos, en los que dejó de ser humana para convertirse solo en un trozo de carne,
o, mejor dicho, en una vagina y un montón de huesos que ni sentían ni padecían.
Cuando la rescataron estaba completamente ida, apenas lograba articular palabra, solo
emitía ininteligibles balbuceos. La devolvieron a la Isla y tuvieron que internarla en
Masorra; un año después recalaría en la Casona. Para ese entonces ya había
desarrollado aquel delirio que la mantenía viva: ella era la Doctora Maliba Requena, y
estaba allí para ayudar a los demás. Pero aquella fantasía le duró poco, quisieron
curarla a toda costa y, a veces, hay males que no tienen cura, están tan arraigados, tan
enquistados en cada resquicio de tu interior, que sus abscesos, duros como piedras,
crecen y crecen y crecen y pesan y pesan y pesan, hasta que te van dejando inmóvil, sin
ganas de nada, sin ganas de vivir, en una quietud de estatua, en una inmovilidad
perenne. Así se sentía ahora Maliba, así se empezó a sentir después de las sesiones de
choque, de los electroshocks, de las terapias de grupo. Cuando dejó de ser, cuando la
obligaron a dejar de ser la Doctora Maliba, dejó de ser algo y se convirtió en nada, en
vacío; paradójicamente, en un vacío pesado, como de plomo, que la fue hundiendo en
las profundidades abisales, en la oscuridad. Hoy esa oscuridad sería perpetua.

Se levantó despacio, se acercó a la mesilla donde tenía el reverbero, cogió la


botella de alcohol, se lo echó completamente por encima de la cabeza, prendió una
cerilla y se inflamó. El dolor interno era tan fuerte, su mente estaba tan fuera de sí, tan
enajenada, que el fuego le pareció una tímida caricia sobre la piel. Allí se quedó,
estática, de pie, en combustión continua, como un pájaro de fuego, como un Ave
Fénix, pero como un Ave Fénix que nunca resurgiría de sus cenizas.

Ovidio Moré (Osvaldo Moreno)


Cuba
Página WEB: https://piramideacostada.blogspot.com.es/

Ilustración:
LOLA Rodríguez
Barcelona

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C
onforme pasan las semanas y meses esto se enreda cada vez más y se
convierte en un nudo gordiano de drama y humorismo negro. Dada la
situación, celebro conservar, aunque sea en momentos, el buen ánimo que
me ayuda a sobrellevar esto y a veces hasta hago bromas de mí.
Mis familiares me observan con detenimiento y cruzan sus miradas para
interpretar sus diagnósticos o pronósticos. Por la cara que hacen, las cosas no marchan
bien. Como que van midiendo si mejoro o empeoro. Y todos los días, a cada rato, me
ponen a hacer esos raros ejercicios orales y escritos. No entienden que no me duele
nada que no sean los achaques propios de un anciano de noventa años. No, ochenta y
cinco. Lo mismo da si son ochenta, noventa o cien.
Yo hago como que no los veo ni los oigo y ellos creen eso: que no me percato
de mi entorno, que no tengo conciencia. Esta enfermedad sirve, en parte, para saber
en verdad quién es quién. Ya tengo agrupados en mi lista mental a los hipócritas, a los
oportunistas, a los interesados, etcétera. Aunque reconozco que en una lista muy breve
registro a la gente que vale la pena. Es fácil memorizar los nombres de la gente
respetable. La otra relación, la de los nefastitos, uf, es kilométrica. Condición humana,
al fin.
Ese primo, por ejemplo, cree que el dinero que me debe ya es asunto olvidado.
Lo que no sabe es que el pagaré ya está en mejores manos que las mías. Cuando viene
a visitarme se despide con un hipócrita “espero que ya pronto mejores, ya verás que tu
enfermedad tiene remedio, mi primazo”. Apenas lo veo entrar a mi cuarto y me hago
el ausente, como si estuviera en mi cama un bulto próximo a encaminarse al panteón o
al horno crematorio. Me pongo inmóvil, rígido, como si estuviera congelado, dejo la
mirada perdida y pongo mi mejor cara de idiota, que dicho sea de paso cada vez me
sale mejor y sin esfuerzo. Baboso primo, sabe que no tengo remedio. Si lo dijera de
buena fe, con sinceridad “te veo muy bien”, hasta la deuda le perdonaba y más que
está bien amolado por pendejo y huevón.
Hace días estoy hospedado en este hotelito. Sí, ya sé que me buscan, o al menos
eso creo. Lo interesante será saber para qué me buscan unos y otros. Unos andarán
locos indagando por mi paradero, ya se habrán dado cuenta que aún no firmo mi
testamento. Otros, tal vez tengan conmiseración, por no decir lástima, y
desinteresadamente se preocupen por mi bienestar.
En este encierro voluntario estoy tratando de recordar sucesos recientes y
algunos lejanos. Se me dificultan más los primeros que los segundos.
Me he preparado para tratar de entender —hasta donde se pueda y mientras se
pueda—, la situación que ya empezó no sé cuándo y que se avecina como una terrible

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tempestad. Un cáncer hubiera sido mejor. No, nada de eso: mejor un infarto
fulminante y adiós mundo cruel. He leído mucho al respecto de mi enfermedad y he
visto una docena de películas comerciales que con melodrama abordan el tema. No
han faltado los asiduos documentales científicos ilustrativos, mismos que me deprimen
ante la falta de alternativas. Solo queda, después de un sinfín de consultas médicas,
tomar la medicina y dejar que las cosas ocurran. En última instancia son otros los que
se deben preocupar. A mí todo se me empieza a resbalar.
De haber sabido que esto es relativamente cómodo hubiera sido mejor vivir así
siempre: sin angustiarme por nada. Sin saber nada de nada. Sin tener conciencia. No,
nada de eso, qué tonterías digo. Ni que fuera un animal.
Toda la vida me preocupó conservar el trabajo, dar mis clases en la escuela de
contabilidad, atender mi despacho, educar a mis hijos, ser una persona honorable,
atender mis obligaciones. También debo decir que disfruté amistades, viajes y
vivencias gratas. De todo. Bien decía aquél maestro que el ser humano se ocupa y
preocupa de dos temas: buscar la felicidad y darle sentido a la existencia. Y en eso se
va toda la vida. Pero ahora eso no tiene ningún sentido. Da lo mismo. Y más ahora da
todo igual, porque el diorama de la vida se va fundiendo como un caleidoscopio de
figuras caprichosas. Me gustó esta frasecita, la voy a anotar antes que se me olvide.
Creo que ya no tengo dinero para seguir refugiado en este cuarto, además ya
me enfadó comer las porquerías de alimentos chatarra que me acerca el portero del
hotel. Ya es tiempo de salir a que me dé el aire y dejarme ver por la familia. Bueno,
ellos dicen que son mi familia. No sé si aún tengo medicina. Ya no sé nada. Se me está
terminando este instante mínimo de lucidez. Estoy hecho bolas, todo se me enmaraña
en la cabeza, no sé si estoy soñando y los sueños se me enredan.
Mejor voy a casa antes que me regrese la oscuridad en la mente. Esa maldita
oscuridad en la que de pronto brotan pequeñas luces que trato de retener en mis ojos,
en mis manos, en mis recuerdos, en mis sentidos atrofiados, en lo que me queda
mínimamente de raciocinio. ¿Demencia senil? Sí, eso es lo que me está pasando.
Ya no sé dónde estoy ni qué debo hacer. Tengo mojada la ropa. He defecado
en la recámara. Esto apesta. ¡Esto es una mierda! ¿Quién me embarró de mierda?
—No te preocupes, enseguida te ayudo a asearte. No pasa nada… No es
necesario que grites. Todo está bien.
—Lléveme a mi casa, sáqueme de este inmundo cuartucho de hotel de mala
muerte. Aquí me tenían secuestrado y sin comer. ¡Malditos narcotraficantes!
—Ya, abre la boca, toma tu medicina, te hará sentir mejor. Y también te toca la
inyección. Y vamos a la regadera. Todo está bien. Mañana vendrá a cuidarte Gloria, sí,

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tu hija Gloria, Goyita, y no me digas que no te acuerdas de ella. Vendrá Goyita, tu
consentida, debes ponerte contento ¿no?
—Infame secuestrador, suélteme, ¡no me toque!
—Tranquilízate papá, soy yo, soy Alex, tu hijo, tu hijo, entiende, ¡soy tu hijo!,
no te voy a hacer ningún daño… Te voy a bañar y luego comerás.
—Qué hijo ni qué nada, no sé quién es usted, de seguro viene por mi dinero.
¡Suélteme! Ya no me tengan prisionero, ya no tengo dinero, mis hijos me esperan y
tengo que ir a trabajar. Nunca he llegado tarde a la oficina. ¡Alto, no me vaya a
inyectar, maldito médico asesino!
—Mírame, soy tu hijo. Trata de recordarme. Ve mi rostro. No te exaltes porque
te hace daño. Mírame bien, soy Alex. Vas a estar bien, deja inyectarte, es por tu bien.
Sí, así, muy bien, tranquilito, eso es, no te va a doler, vas a sentir nada más un
pellizquito. Todo está bien, te voy a bañar con agua calientita, te daré de merendar y
luego dormirás muy a gusto. Sí papá, así, así, muy bien… descansa. ¡Maldito
Alzheimer! Te amo, papá.

Del libro “Cuentos de locuaces, enamorados, etílicos y ocurrentes”

JUAN IRIARTE MÉNDEZ


México

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A
l yo nacer (esto no lo supe entonces) mi padre recién llegado de una de las
tantas Campañas del Norte no reconoció su paternidad y mi madre, sumisa
de amor obediente, renegó de mí y me dio a un ama. Los que por entonces
me vieron, creyeron que yo era una arrimadita de la casa.
A los veinte formé pareja y creo que fuimos felices en esos años turbulentos.
Eran los tiempos en que Peñaloza defendía las fronteras y mi marido, sombra leal de la
victoria, era el principal de línea. Una tarde me trajeron una chaqueta en hilachas, su
sable y la bandera patria. De aquel hombre valiente me quedaron mis tres hijas.
El tiempo ha traído la calma. La chacra tuvo que ser dividida en tres solares y
mis hijas, honrosamente, han armado familia. Muy de tanto en tanto puedo ver a mis
nietos jugando entre los frutales. En su inocencia me dicen Meca pero ignoran que soy
la abuela. Mis hijas siempre dijeron que soy una arrimadita de la familia. Mi nombre no
tiene importancia.

RICARDO BUGARÍN
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/Ricardo-Bugarin-720309281351325/

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E
lla apretaba el botón del baño de servicio, pero el agua no corría. Se subió
la ropa interior e intentó de nuevo. No había caso. Levantó la tapa del
inodoro y probó por última vez.
—¡Amor! —gritó por costumbre mientras seguía apretando, una y otra vez, casi
de manera desesperada—. ¡Amor, vení un ratito!
No recibió respuesta. Volvió a llamarlo.
—¡Gordo, vení que no sale agua del inod...! —alcanzó a decir, cortándose en
seco antes de terminar la frase. Supo que había cometido un error.
—¿Qué pasa? —escuchó que él preguntaba a medida que se acercaba.
Miró la tapa y la bajó de un golpe. Sin darse cuenta, empezó a morderse la piel
alrededor de las uñas. Él abrió la puerta. Miró a su mujer y luego al inodoro. «¿Para
qué venís a este baño? Usá el otro», rezongó. Ella no dijo nada. Levantó la tapa de la
mochila y miró su interior. Se agachó para revisar el caño que se embutía en la pared.
Parecía que estaba todo en orden. Se puso de pie. Abrió la canilla del lavatorio. El agua
salía normalmente. La cerró. Y sí, de nuevo no cargaba agua la mochila. Apretó el
botón un par de veces para cerciorarse de que el mecanismo funcionaba. Apoyó la
mano en la tapa de la taza, como para levantarla, pero se detuvo.
—¿Qué? —le preguntó ella, como atajándolo.
—No carga —dijo él y señaló el inodoro.
—Ya sé —contestó ella—. Pará, ¿querés desarmarlo?
—No, seguramente debe ser la llave de paso. El plomero tocó eso la última
vez. —Se tiró en el piso y giró varias veces la perilla—. Mirá, baila.
—No toques, que no sabés lo que estás haciendo.
—Baila; gira en falso.
—Dale, dejá —dijo ella y lo tocó con el pie—. Nos va a terminar saliendo más
caro.
—Es de noche, no vamos a volver a llamar al plomero por esto —dijo él
mientras se levantaba—. Además, es una boludez.
—¿Sabés qué tenés que hacer o no?
—Ahora lo llamo a mi viejo y le pregunto.
—No, llamemos al plomero —dijo ella—. Algo no funciona.
—Te dije que puedo hacerlo yo, dejame llamarlo —contestó él. Salió del baño
para buscar el teléfono.
La chica se sentó en el borde del bidet. Se llevó la mano a la frente y la deslizó
por su pelo. Cruzó las piernas. Empezó a balancear el pie que no estaba apoyado en el
suelo. Respiraba un poco agitada.

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—... No, no carga directamente, es el del baño de servicio. Dale, ahora me fijo
—le decía él a su padre en el teléfono. Regresó al baño como si ahora supiera lo que
tenía que hacer. Se agachó y volvió a tocar la llave de paso—. ¿Es una arandela o algo,
decís vos?
Volvió a apoyar la mano en la tapa del inodoro. Cada vez que lo hacía, a ella le
latía el corazón un poco más rápido. Por las dudas, se levantó y se arrimó al inodoro.
Necesitaba estar cerca por cualquier cosa que ocurriera.
—No veo, gorda, correte un poco. —Sin querer, ella le había tapado la luz. Se
movió dos pasos hacia la izquierda—. Sí, está acá conmigo, fue ella —dijo y se rio—.
Bueno, dale, viejo. Sino, te vemos este finde cuando vengas a cenar. Tenemos que
darte una noticia.
Cortó y le pasó el teléfono. Ella lo agarró y se le cayó al piso. Lo levantó y lo
colocó sobre el mármol del lavatorio.
—¿Te pasa algo? —le preguntó él sin sacar la atención de la llave de paso.
—¿Qué te dijo?
—Que tengo que desarmar esto, que es un tema de la arandela.
—No, no toques nada. Llamá al plomero, dale.
—No, está bien, yo puedo.
Presionó la llave y la giró de manera torpe. Salieron unos hilos de agua. No
esperaba que le pasara esto. Pidió un trapo y ella salió apurada a buscar uno.
“¡Funciona!”, lo escuchó gritar desde el lavadero que estaba pegado al baño, seguido
del ruido del agua que se iba por el desagüe. Se alivió. Cuando entró en el baño con el
trapo en la mano, la tapa del inodoro estaba levantada.
Él, de pie, miraba el interior. El agua no se había llevado todo. Ella se largó a
llorar en silencio. Se le acercó y lo abrazó por detrás. Apoyó su cabeza en la espalda de
él, que seguía mirando el inodoro.
—Pero... ¿y el positivo del otro día?
—Perdón —dijo ella.
—Entonces fue una falsa alarma, de nuevo.
—Perdón —repitió.
—Es la tercera vez que nos pasa. —Se soltó—. ¿Por qué nunca me los
mostrás? O tres veces se equivocó el test o tres veces te equivocaste vos —dijo y se
dio vuelta.
—Perdón —seguía murmurando ella, mirando el piso.
Parecía una niña atrapada en su mentira. Todo el asunto había sido suficiente.
Ahora era a él a quien le faltaba el aire. Quería huir de ese baño. La esquivó, pero ella

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se plantó en la puerta y lo volvió a abrazar.
—Te prometo que no va a volver a pasar —dijo ella.
—Dejame salir, por favor.
—Amor, te prometo que no va a volver a pasar —volvió a decirle. Ahora
lloraba más fuerte—. Dale, por favor.
—No es tu culpa —dijo y la contuvo—. Quizá debamos ver a un especialista.
La sentía temblar y a su cuerpo sacudirse aún más en cada sollozo, tras cada
espasmo. Él le besó la frente. Ella pareció aliviarse, le buscó la boca y comenzó a
besarlo. Una cosa llevó a otra y terminaron en la cama. Él no pudo concentrarse: la
decepción que sentía lo mantuvo ausente. Trató de cerrar los ojos, pero ni siquiera así
se pudo deshacer de la patética escena que había vivido en el baño. Decepcionados, se
detuvieron. Encendieron el televisor y vieron abrazados la mitad de una película, hasta
que se quedaron dormidos.
Él se despertó por la luz del televisor. Lo apagó. Trató de dormirse de nuevo,
pero ya no tenía sueño. Recordó la primera vez que estuvieron juntos en esa misma
cama y todas las veces que ella le había dicho que no tenía planeado tener hijos;
recordó el tiempo pasado, los cinco años de relación y cómo ella había empezado a
tomarles cariño a los bebés ajenos; recordó el día en que ella había aceptado buscar un
hijo y recordó haber percibido en su mirada algo distinto de lo que ella ahora afirmaba
casi con pasión; recordó que había decidido no prestarle atención a ese detalle.
Se incorporó y la buscó con la mirada, pero la oscuridad de la madrugada no le
permitió distinguir su figura. Sin embargo, ella seguía ahí, dormida a su lado, roncando
como cualquier otra noche. Podía adivinar fácilmente hacia qué lado estaba inclinada;
cuál de sus piernas estaba flexionada o enredada en alguna punta de las sábanas; que
una de sus manos descansaba bajo la almohada y la otra, por encima. Y sabía que la
funda amanecería con algún que otro dejo de saliva, y que se reiría de eso. Se levantó
de la cama, caminó hasta el baño del dormitorio y se lavó la cara con agua fría. En ese
momento supo que no visitarían a ningún especialista y que solamente podían seguir
adelante, hasta donde llegaran.

CAMILO ROMERO MATURANO


Argentina
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Instagram: instagram.com/delautrec

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S
on las cinco de la mañana. La pereza no se aparta de mi cuerpo y el mundo
sigue dando vueltas. Tantas vueltas como el trompo que veía cuando era niño.
Jamás aprendí a jugar trompo, pensaba que el clavo iba a atravesar mi mano e
iba a quedar como Cristo en la cruz. Pero así es la vida, jamás iba a pasar eso y
a Cristo no le colocaron los clavos en las manos, los colocaron en sus muñecas. A
estas horas es que me levanto y pienso en lo que vendrá para el futuro. Tal vez venga
el periódico o una nueva oferta de trabajo. No importa, pero algo vendrá.
Salgo con pereza, de mi cama. Ya parezco una oruga en su capullo, pero
mariposa no seré, menos polilla. Algún otro insecto sin nombre. Me dirijo al baño para
el ritual diario: mirarme en el espejo, pasar mis manos y contar las canas, chequear si
mis ojeras son más grandes y lavarme los dientes con ese cepillo que tiene cinco
meses. Esta es la rutina de siempre.
Y es que las novedades siempre son pesadas.
Hago un ejercicio de estiramiento diario. Algo que me permita recordar los
achaques de la edad, aunque solo tenga treinta años. Y es que envejecí a temprana
edad.
Días como este recuerdo a Manolo, mi primo, el negro de Malambo. Un
hombre alto y fornido, fruto de los años jóvenes donde cargaba las cajas de fruta del
mercado de nuestro barrio. Me sacaba unas quince primaveras. Pero era común,
siempre le dábamos a la pelota. Era nuestro ejercicio sabatino.
La vida era incierta con el pobre Manolo, siempre había esa duda sobre si la
muerte tenía familia.
Jamás entendí esa incertidumbre hasta que el pobre negro enfermó. Le vino la
tuberculosis por una de sus tantas noches malas de trabajo más alcohol. Y es que al
negrito siempre le gustaba tomar. En el hospital cuestionaban que seamos familia.
Éramos de la misma sangre, aunque no éramos del mismo color. Nuestros padres eran
hermanos, pero nuestras madres eran distintas. La mía era una chola recia, fruto de los
glaciares huaracinos. Su madre era una negra-negra, una que venía desde la médula,
descendiente directa de los primeros esclavos que llegaron al Perú. Y es que ellos le
tenían cariño al viejo Castilla que les abolió la esclavitud en la hora amarga. Solo duró
dos semanas mi primo, no hacía efecto la medicina. La muerte se lo llevó sin avisar,
pero al menos se lo llevó sin deudas. Estas condonaron en su hora ciega y no había
quien las cobre.
Fue tan fugaz el recuerdo que me olvidé de mi ritual sagrado. Un ritual más
importante que el de ir a misa cada domingo a las seis de la mañana.
Salí del baño y con pereza me dirigí a mi cuarto. Era hora de cambiarme y

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alistarme para la faena. El trabajo no se iba a realizar solo. Desde hace cinco años
regresé a las tierras de mi madre y heredé la parcela de tierra que ella tenía.
Siempre tenía que despertar a las cinco de la mañana para poder trabajar la
tierra, alimentar a las bestias y revisar los cultivos. Era una rutina que no era sagrada,
pero que era humana.
¡Ay tierra mía! Pues siempre fui de la tierra antes de ser piel.
Entonces doblegaba mis silencios y mis vidas en cada metro cuadrado donde
preparaba la tierra para su próxima semilla. Había que tener cuidado.
Yo era un hombre soltero. Siempre tuve mala suerte en el amor y en el silencio
de mis años mozos siempre encontraba la alegría de pernoctar con la conciencia
tranquila. No tenía mucho que pedir en este mundo tan complejo. Estaba lejos del
bullicio de la urbe y me encontraba con mi mente en paz. Hasta me había vuelto
amigo de la muerte. ¡Tantas veces me vino a visitar! Pero siempre se iba tranquila.
Jamás le aceptaba la invitación para ir a visitarla. Le mandaba saludos para Manolo,
pero jamás le podía preguntar si es que ella tenía familia. A veces me cuestionaba si la
muerte se sentía contenta con ser hija única. Yo suponía que lo era. Siempre lo
suponía hasta cuando ella siempre traía más sombras consigo. Pero creo que eran las
sombras de quienes habían aceptado su invitación. Es que la muerte siempre poseía un
encanto para cada persona. Hablaba tantos idiomas que era un ente culto. Tenía esa
posibilidad de saber diagramar las palabras para las personas adecuadas.
Eran las diez de la mañana, me había tomado cuatro horas y media el poder
acabar de realizar mi rutina humana. Ya podía desayunar.
Alistaba la taza de un litro. Ahí servía mi café pasado. Sacaba mis dos panes
serranos con sus quesos frescos. No había mucho que pedir. Me sentaba en una mesa
de un metro de ancho y dos metros de largo y tenía cuatro sillas. No sé para qué quería
tantas sillas si jamás recibía visitas. A la muerte no le gustaba estar sentada. Pero creo
que en mi mesa se sentaban los recuerdos de mis padres y de los hijos que jamás tuve.
Recuerdos que no ocupan tantos espacios como los cuerpos que los ocupan.
Pero así era mi desayuno matutino: un saludo a la bandera.
Así pasaban los días y las semanas. A veces inventaba nombres para cada
semana, con eso me entretenía. A la semana de la cosecha le llamaba Argos, porque
siempre estuvo fiel, pero llegaba el momento y moría. A la semana de mi cumpleaños
le llamaba Caronte, porque siempre pensaba que era un paseo al infierno. Así le ponía
a cada semana un nombre distinto. Con eso me sentía entretenido.
Pero en una semana distinta llegó mi amiga la muerte. Llegó vestida de blanco y
con el maquillaje que le regalé hace cuatro años. Esta vez lucía diferente, lucía con una

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sonrisa y le invité a pasar. Ocupó una de las tantas sillas vacías y compartió el
desayuno conmigo. A ella no le gustaba el queso fresco, le agrada la mantequilla. Esa
que solo se prepara en mi tierra. Y es que ella tenía un particular modo de ser. No le
afectaba el colesterol. ¿Con qué venas si era puro hueso?
Esta era la muerte, mi compañera de años.
Me animé a entablar un diálogo con ella y solo atenía a escucharme. Movía la
cabeza para corresponder el saludo o responder a la pregunta. Le interrogué por
Manolo y me daba a entender que este ya estaba en el olvido. Y es verdad, ¿quién lo
visitaba al cementerio? ¿Quién iba a colocarle flores en el invierno? ¿Quién le daba
palabras al polvo de sus huesos?
Ahí supe que la muerte es ingrata con la memoria.
Entonces la muerte me invitó de su pedazo de pan. Me pidió que lo enjugara
con el café. Y es que la mezcla de café con mantequilla siempre es agradable. Siempre
posee ese gusto para un desayuno sacro donde solo se comen silencios como
merienda entre las comidas. El equilibrio de sabores que jamás debería hacer daño,
que jamás debería ser un desencanto.
Pero no en esta ocasión, nuestra hermana, la parca, nos observaba.
Y era una sensación muy incómoda sentir su mirada encima de uno. No era su
forma de ser. No era su gusto ni su encanto. Esta huesuda siempre había sido de un
perfil bajo, pero hoy quería joder la flaca. No tenía intenciones de irse, ya entendía sus
deseos. Y es que esta desgraciada había venido por mí.
¿Qué me quedaba por responder?
No tenía mucho tiempo, no tenía intenciones de irse y solo me quedó proseguir
con la rutina del día. Pero ella no quería que me parara de la mesa. Para ella, el
desayuno, era elemental en esta actuación de amistad.
Y comenzamos un diálogo. Uno corto, uno con fundamento.
Y de frente le pregunté: ¿Tienes familia?
Ella asentó la cabeza y golpeó la mesa. La golpeó con la fuerza de una ola que
rompe con las rocas. Así de fuerte sonó. Así de fuerte que la tierra tembló y un glaciar
se desprendió de lo alto. El mundo no era el mismo y las tierras huaracinas no iban a
seguir iguales. Las aves comenzaron a volar en rumbos dispares, las fieras comenzaron
a correr y todo fue un silencio de quince segundos.
Cerré los ojos, fruto del miedo y después los abrí con recelo. A mi lado estaba
la muerte y con una sonrisa perenne me estiró sus falanges desnudas. ¡Maldita muerte!
Me había dado el susto de la vida.
Pero nada era lo mismo de antes. Creo que no le gustó que le pregunte si tenía

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familia, pero en eso siento un abrazo por la espalda y era Manolo.
El negro estaba a mi lado y ya sabía qué significaba esto. Nos fuimos con él y
con la muerte rodeada. Ya sabíamos que su familia éramos nosotros.
Por la mañana solo quedó una taza de café con una rajadura. Una mesa y tres
de cuatro sillas. Los panes con mantequilla se volvieron alimento para las aves que
regresaban.
La rutina ya no era necesaria.
Todo había acabado.

EMILIO PAZ PANANA


Perú
Página WEB: El Edén de la poesía: https://edenpoetico.wordpress.com/

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A
pareces en el bosque a mitad de una lluvia torrencial, ya conoces esta parte
de tu sueño. Necesitas avanzar en fila junto con los otros participantes por
la parte lodosa, no te puedes quedar atrás.
Te intentas adelantar un poco cuando ocurre esa parte que tanta desesperación te da:
tus piernas atascadas por el barro avanzan lentamente, ya sabes lo qué te pasará si los
demás se alejan demasiado de ti. Ignoras si es trampa o no, pero el sueño te permite
hacerlo, así que decides agarrarte a otro de los participantes que puede avanzar con
normalidad y te dejas remolcar.
Al parecer no es penalizado, pudiera ser un “bug” del diseño; no en vano te
permite avanzar con el resto. Enseguida ves a uno de los jugadores alejarse para cruzar
el encharcamiento; se ve como un jugador experimentado y decides seguirlo.
De pronto, el paisaje cambia a ser una solitaria caseta en donde se encuentran
tres chicos tocando la guitarra eléctrica junto con todos los cables y extensiones que
conlleva tocarlas. En eso, otro jugador, uno vestido de guardia sale de la caseta y te
comenta desesperanzado que si continúan así morirán electrocutados. Miro por el
cristal y me doy cuenta de que comienza a filtrarse poco a poco el agua.
Toco con aprensión la ventana, pero a ellos no les importa. Me miran un
instante y pasan de largo, continúan tocando sus instrumentos.
¡Idiotas, se van a electrocutar! les grito señalando el piso inundado.
Déjalos, nunca han hecho caso dice el guardia, quien se sienta en un
carrito de golf e intenta ponerlo en marcha.
Al momento, me percato de que también a nuestro alrededor hay cables
pelados y debido al escurrimiento de la lluvia, parte de la calle comienza a inundarse a
paso lento y seguro.
Me encamino hacia el lugar más alto y seco que encuentro, justamente coincide
en donde aquel guardia espera arrancar el carrito de golf. Me invita a subir y nos
ponemos en marcha. En eso, su cara me resulta conocida.
Creo que tú y yo nos hemos visto varias veces, pero…me dice
tranquilamente solo lo recuerdo vagamente dice sobándose la barbilla.
Efectivamente, también él me había resultado familiar; en otras ocasiones había
logrado llegar solo hasta este punto. Lo que se aproximaba era lo peor; si no hacíamos
algo diferente volveríamos a empezar el sueño, recordé.
¡Escúcheme bien! le dije lo más calmadamente posible nos estamos
encaminando a una bodega, si entramos le garantizo que no saldremos con vida le
expliqué lo mejor que pude tratando de lucir razonable.

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Te creo… me dijo calmadamente ese sentimiento, me ha estado
rondando la cabeza desde esta mañana paró en seco el vehículo justo antes de
descender por la rampa de la entrada hacia la bodega. Pero no fue a tiempo ya que uno
de los “bots”, un avatar femenino, vigilante del juego, se apareció por la parte de atrás
y empujó el carrito facilitando su desplazamiento, descendiendo por la rampa hacia las
entrañas de la bodega.
No nos dio tiempo de salir del carrito así que en cuanto paró nos bajamos
apresuradamente y subimos corriendo hacia la entrada. Sin embargo, la forma grotesca
de la vigilante del juego nos hizo retroceder mientras bajaba la reja metálica para
encerrarnos junto con ella.
¡Ya vienen! se desgañitó el guardia mirando aterrado en la oscuridad a lo
que inevitablemente nos estuviera acechando.
En eso, pensé en hacer algo diferente y desesperado, algo que no se
esperarían… y antes de que sellara totalmente la salida… besé apasionadamente a la
vigilante. Esta sin lograr comprender dicha acción se quedó quieta esperando
instrucciones que no se encontraban programadas para estos casos. Aprovechamos su
fugaz bloqueo y falta de comunicación con el organizador del sueño para escapar por
el reducido espacio que había quedado entre la reja y el suelo. Al arrastrarnos por ahí
para salir, en cuanto nos incorporamos, la escena cambió de nuevo.
Nos encontramos en una casa con otros dos jugadores; nosotros claramente
podíamos diferenciar a los jugadores de los vigilantes, ya que a pesar del terrible
aspecto de estos últimos solo se limitaban a cumplir con ciertas funciones al pie de la
letra, no hablaban y cuando acorralaban a sus presas eran preparados para iniciar otras
simulaciones.
El lugar tenía demasiados cachivaches viejos como para moverte de un sitio a
otro. Para pasar tenías que apartar las cosas, apilándolas sobre otras aún más polvosas
para ir despejando un poco y poder avanzar hasta la siguiente habitación.
Los cuatro jugadores reunidos en aquel extraño y desordenado lugar nos
ocupamos de comentar la forma de pasar con éxito las diversas simulaciones por las
que habíamos sido puestos a prueba y con las cuales habíamos logrado llegar hasta
aquí. Por lo que nos dimos cuenta era la primera vez en que todos alcanzábamos este
nivel; debíamos actuar con mucha cautela.
Era necesario llegar hasta el otro lado, donde se vislumbraba una vieja puerta
detrás de un gran anaquel lleno de antigüedades y libros por doquier. Al empujar el
anaquel para abrir la desvencijada puerta, de repente se escuchó el sonido de varias
patas rascando el suelo al desplazarse muy deprisa; no pudimos ubicar su procedencia

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a tiempo. Habíamos dado con el nido de una tarántula gigante. Era del tamaño de la
cabeza de un adulto y su pelaje era negro con pequeños esboces parduzcos, tenía
decoradas con un azul eléctrico la punta de sus patas.
Ante el caos le aventamos todo cuanto tuvimos al alcance de nuestras manos,
pero uno de los jugadores que encabezaba la comitiva de retirada fue atacado por la
gran tarántula; la sujetó y nos gritó que avanzáramos. Pronto se desvaneció llevándose
la alimaña con él; seguramente había regresado al inicio de la partida.
Abrimos la puerta y cruzamos rápidamente por temor a ser alcanzados por otra
alimaña como la anterior; se cerró inmediatamente la puerta una vez que pasamos los
tres que quedábamos. La habitación estaba totalmente a oscuras.
“Son siete mascotas con las que juego, son cuatro las que he tenido que
buscar y son tres las que han encontrado su final.” se escuchó decir a una voz
automatizada que provenía del techo.
Las luces rojas se encendieron y ahí lo comprendimos. Apilados unos sobre
otros, nuestros cuerpos estaban siendo devorados por el creador del sueño.

LYCORIS RADIATTA
México
Blog: https://papalotedeletras.blogspot.mx/

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54
J
unio. Es un domingo gris y frío. Tarde hasta para almorzar. Me visto, sin prisa,
aburrido. Me asomo por la ventana de la habitación, ausente de curiosidad. Veo
un gorrión aferrado a una rama delgada de uno de los tantos árboles de la
vereda. Parece una bola de plumas, gordito, muy manso, muy quieto, sufriendo
el día, perdido entre las ramas de un paraíso sin hojas.
El tiempo pasa, el gorrión sigue ahí y yo lo miro aún sin terminar de vestirme.
No sé quién está más quieto de los dos. No llego a ver sus ojos y no creo que él vea
los míos. Algo me enciende, busco en el placard y encuentro el rifle de aire
comprimido que me regaló el abuelo. Reviso tres cajones hasta que doy con los
balines. Cargo el rifle, abro la ventana; el frío me pega en la cara y me hace pestañear.
Vuelvo a mirar la rama del paraíso: el gorrión sigue ahí. Le apunto pero no disparo. Mi
corazón se acelera y no quiero que esta sensación dure solo un segundo. Espero y
disfruto. Ahora le apunto a la cabeza que apenas asoma, luego un poco más abajo.
Busco o hago tiempo, no sé. Quiero que trate de salir volando, que no sea tan fácil. El
viento mueve la rama. Pum. Disparé. Él no había intentado nada pero yo empezaba a
aburrirme.
Me termino de vestir y salgo a la calle, recojo el cuerpo muerto del gorrión y lo
coloco en una bolsa de papel. No hay nadie en la calle, ni siquiera una vieja barriendo
hojas. Vuelvo a casa a terminar de preparar las cosas. Pongo en marcha la combi y
dejo la bolsa sobre el tablero. Me divierte ver la bolsita de papel con el gorrión dentro
que comienza a vibrar por el temblequeo del motor, me causa gracia pensar que está
vivo y que se quiere escapar.
Llego a las vías y estaciono la combi cerca del puente, un poco oculta detrás de
unos matorrales. Camino pegado a las vías unos cincuenta o sesenta metros, me
cercioro de que nadie me vea y dejo el gorrión en una zona de pasto ralo. Guardo la
bolsa de papel en el bolsillo y vuelvo a la combi con prisa. Me acomodo en la parte
trasera, cierro las cortinas de las ventanillas y asomo el rifle por una mínima rendija.
Espero.
¿Será un gato? ¿Será una rata? Pienso en esa boludez durante un tiempo largo.
Sigilosa, por las vías, aparece una rata, gris. Pasa por debajo del alambrado, se frena y
olfatea; se para en dos patas y vuelve a olfatear elevando su hocico todo lo que puede.
Le apunto. De un brinco se lanza sobre el pajarito muerto. Disparo. Fue inmediato. El
cuerpo de la rata quedó volcado sobre el gorrión. Me relajo, dejo pasar un par de
minutos. Bajo de la combi y camino hasta llegar junto a la rata muerta. Su panza es
blanca. Le veo los dientes y unos bigotes que parecen de alambre. Con un palo la
volteo y la alejo del gorrión unos centímetros. Acerco el palo a la cabeza de la rata, lo

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mantengo casi inmóvil por varios segundos hasta que me decido y le doy un golpe
seco, y uno más. No hay dudas de que está muerta. Saco la bolsa de papel y vuelvo a
guardar el gorrión, retuerzo la bolsa para que no se abra con facilidad y la arrojo con
fuerza al medio de las vías.
Vuelvo a la combi (hace más frío). Guardo el rifle y preparo la carabina para lo
que vendrá. Me acomodo otra vez, la misma rendija y el dedo acariciando el gatillo,
atento. Pasa un tren hacia Retiro con pocos pasajeros, se cruza con otro que va a Tigre
y los dos hacen sonar sus bocinas. A lo lejos se acercan tres perros vagos. Saltan de la
calle a la vereda y de la vereda a la calle. No encuentran mucha basura que revolver.
Son dos perros grandes aunque flacos y uno bien petiso y peludo. Dudo a qué perro
apuntarle hasta que elijo al más chico, tiene pinta de ser ladrador insoportable. Sé que
debo ser preciso, que necesito un buen disparo. Uno de los dos perros grandes camina
por la calle, pasa a un metro de la rata muerta pero no la ve. De los otros dos es el
chiquito el que la descubre, frena su marcha y se para muy cerca de la rata. El otro,
curioso, se arrima atravesando mi línea de fuego. Debo ser preciso —me repito—,
necesito un buen disparo. Los dos perros me dan su perfil, el grande amaga con
acercarse a la rata pero no se decide. El chiquito, más curioso o menos cobarde, se
arrima un poco más. Este es mi instante, puedo verlo bien, le apunto al centro de la
oreja, ruego que el proyectil atraviese esa mata de pelos y estalle su cabeza. Pum. Da
un largo gemido y cae, su pata trasera se sigue moviendo a sacudones. Su lamento se
hace eterno. El grandote recula tres o cuatros pasos y sale corriendo con la cola entre
las patas. El otro perro, que tenía medio cuerpo metido dentro de una bolsa de basura,
se asoma sin saber bien para dónde mirar, cuando oye que abro la puerta de la combi
se da cuenta de que lo mejor es rajar. Me acerco, llevo la carabina conmigo, el perro da
dos o tres sacudones más, mi primer tiro le entra por el cuello, el otro, en el medio del
pecho.
Dentro de poco será de noche. Lustro la carabina mientras espero, cuando
pienso que es un mal día para cazar aparecen dos pibes en bicicletas. Charlan, andan
rápido, ni se enteran del perro muerto y desaparecen en la primera esquina. Más tarde
veo venir a un cartonero que arrastra un carro donde amontona las mierdas que
encuentra por ahí. Frena junto a un árbol y carga una pila de diarios que alguien dejó
abandonados, inspecciona entre unos yuyos altos pegados a las vías y encuentra un
poco de alambre que arroja a su carro sin mucho entusiasmo. Se acerca, de a poco,
hacia la zona donde lo espera el perro muerto. Lo veo a través de la mira de la
carabina, unos cuantos harapos lo protegen del frío y no me permiten precisar si es
joven o viejo, ni siquiera sé si es rubio o morocho. Tampoco me importa demasiado.

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Camina por la calle, arrastra los pies, cansado de hoy o de siempre. Llega hasta donde
está el perro muerto pero sin curiosidad. Se detiene, agarra un palo que asoma de su
carro y se lo clava al perro un par de veces. Le apunto. Da un paso más y se queda.
Disparo pero justo en ese momento, como si supiera, él se agacha. La bala le debe
haber pasado por encima de la cabeza. En un solo movimiento gira su rostro y mira en
dirección a la combi. Le veo el blanco del ojo. Disparo otra vez. No hizo falta más.
Me tuve que quitar el abrigo, entré en calor (cargar al tipo, pasar el alambrado y
colocarlo sobre las vías no fue fácil). Dejo la carabina y preparo el fusil Mauser, le
cargo las cinco balas de rigor. Salgo de la combi y subo al terraplén del puente para
poder ver mejor. Oigo un silbato, el tren que viene desde Retiro va deteniendo su
marcha; el chirrido de los frenos no deja de sonar. Sigiloso llega hasta donde está
tirado el cartonero, atravesado en las vías. Un último resoplido marca que su andar se
detuvo. Por un instante todo está quieto hasta que una de las puertas por fin se abre.
El guarda baja con una linterna en la mano. Unos cuantos pasajeros se asoman por las
ventanillas, un tanto curiosos, un tanto molestos. Apunto pero no me decido a qué
dispararle. El guarda mueve su linterna de un lado al otro, entre las ruedas del tren,
mientras avanza por las piedras con bastante dificultad, con miedo quizás. Las presas
huelen al cazador, decía mi abuelo. Mi corazón se acelera: es el momento de disparar.
Pum... Pum... Pum... Pum... Pum... Los cinco tiros, todos al mismo lugar. Escucho el
ruido de las balas pegando en el techo de metal. Me río. El tren no se movió más.

PABLO PEDROSO
Argentina
Web: www.pedrosopablo.wixsite.com/pablo
Blog: cuentitosfutbol.blogspot.com.ar/

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M
artín Carroza vivía al lado de la casa de mi abuela. Pude conocer el
interior de su habitáculo, una tarde cuando lo ayudé a buscar a su perra
Collie que había escapado. Estuve casi hora y media dando vueltas por el
barrio hasta que finalmente la encontré. En forma de agradecimiento,
Martín Carroza me invitó a merendar con él. Tomamos té de canela con pastafrola
recién horneada por su hermana Olga. Olga tenía un peinado extraño que le tapaba la
mitad del rostro y siempre andaba en la oscuridad con algún trapo en la mano. Esa
tarde, ella no se sentó a tomar el té con nosotros. Olga sí que era un misterio para
muchos, nadie nunca escuchó su voz. Martín, en cambio, era la antítesis. Todos en el
barrio lo conocían y hablaban con él. Era muy popular por llevar medias verdes
estridentes que se asomaban sin pudor bajo las botamangas cortas de sus pantalones
de sarga. Luego del té, regresé a lo de mi abuela pero nadie abrió la puerta. Habrá
salido, pensé. Esperé afuera unos minutos y luego me dispuse a tocar el timbre de
Martín Carroza para pedirle asilo hasta que la abuela regresara.
—Don Martín, no hay nadie en la casa y no tengo llaves. ¿Puedo quedarme
esperando aquí con usted y Olga? —pregunté.
Martin Carroza, me invitó a entrar de nuevo, extendiendo el brazo y la mano
derecha hacia el interior de la vivienda; luciendo una tierna sonrisa en el rostro. ¡Qué
viejito más amoroso!, pensé.
Nunca voy a poder explicar lo que sucedió luego de esa segunda entrada. De
repente, la casa Carroza era otra, totalmente diferente. La mesa en la que habíamos
tomado el té ya no estaba; en su lugar había una enorme máquina tragamonedas con
Olga sentada en ella. Olga vestía una minifalda y una blusa a rayas. Su peinado había
cambiado; ahora su rostro se veía entero y lo iluminaba la máquina. Supe que era ella
porque en su regazo descansaban los trapos. La perra Collie a la que yo había
encontrado y devuelto triunfalmente a su dueño horas antes, había disminuido su
tamaño y estaba embalsamada. Sillas de varios colores colgaban desde el techo.
Mientras caminábamos por el living con la mirada hacia arriba, Martin Carroza
comentaba:
—En la silla celeste se sentó Aurelio, mi primo, mi primer amor. Aurelio ya
está muerto. Lo enterraron junto a su madre un veintiséis de enero. Qué fecha más
insulsa para enterrar a alguien tan buen mozo.
Olga seguía jugando en la ruidosa máquina balanceándose hacia adelante y
hacia atrás.
—En la anaranjada asentó sus atributos traseros Camilo. Era rubio, alto y tenía
una pancita que le quedaba muy bien. Murió joven también. Solo nos dimos unos

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cuantos besos. ¡Pobre Camilo! Tenía adoración especial por los aeropuertos. Un día
decidió suicidarse en el aeropuerto de Estambul, al lado de un enorme avión
publicitario inflable. Supe esto por las noticias. Sigamos querida… La roja de allá ¿la
ves?, perteneció a Casimiro Cuellas. Era un brujo que supo advertirme sobre la
zozobra de Olga, por aquellos años negros. Y fue él quien me recomendó que le
obsequiara pedazos de telas con diferentes estampados para que la protegieran.
Yo empezaba a sentirme mareada por culpa, estoy segura, de una especie de
humo blanco que salía por debajo de la puerta de la cocina. El viejo insistía con
mostrarme las sillas colgantes y contarme las historias de los dueños muertos. Hice un
esfuerzo enorme para seguir escuchándolo erguida.
—La silla verde era de Octavio. Él amaba ese color. Fuimos muy felices juntos;
solíamos caminar de la mano por la terraza de su edificio algunas madrugadas frías,
mirando al cielo y con la fantasía de que caminábamos por las calles de Londres.
Desde que falleció, opté por llevar siempre estas medias verdes; así siento que me
acompaña en cada paso que dan mis pies.
Le pedí a Martín Carroza que por favor abriera la puerta para poder salir. Pudo
advertir que no me sentía muy bien. Me despedí de Olga, pero ella ni siquiera se
percató de mi saludo. El viejo vecino de la abuela, cerró la puerta con la misma sonrisa
con la que abrió. Nada en él había cambiado. Yo, por el contrario, estaba cargada de
colores, nombres nuevos, humo y ese sonido de los juegos. Al otro día, cuando le
conté a la abuela sobre las sillas y los amores de Martin Carroza, se puso muy triste y
me reveló su gran secreto: ella estaba enamorada de él desde que yo vivía en la panza
de mamá.

EMMA VALERIA CAIMI BARTOLONI


Argentina
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Instagram: https://www.instagram.com/emma.valeria/

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T
odos estamos un poco solos, solos en medio de la multitud. Hay veces en
que lo estamos mucho más, porque la vida nos pone en esos momentos
cúlmine en los que es inevitable rebobinar la película y volver a verla una,
dos, tres, infinitas veces.
Él era profesor de probabilidades y estadística en la Universidad de Buenos
Aires. Ella, su ayudante de cátedra preferida. Él recordaba el día, ya hacía muchos
años, cuando le había regalado una de esas esferas de cristal que encierran una nevada
en un paisaje alpino.
La había comprado en un viaje a Austria. Ella, con seis horas de diferencia,
recién se estaba retorciendo en la cama y repitiendo la palabra mierda, enfatizando con
odio la r.
Él, torpemente, revolvió el armario donde su difunta esposa guardaba los
adornos de navidad y reprimió su intención de armar el arbolito. Ella seguía
remoloneando en la cama con ganas de seguir durmiendo (las pastillas que había
tomado con el propósito de pasar de largo el día de Navidad no le habían hecho
efecto).
Él encontró la otra esfera que le había regalado a su esposa varios años después
de aquel viaje por Europa. Ella se levantó abombada y encendió la cafetera.
Él sacudió la esfera y vio como la falsa nieve simulaba caer a través del líquido,
y sonrió. Ella miró la treintena de adornitos de viajes que tenía en la repisa de la
cocina.
Él no se sentía viudo, se sentía amputado: el único hijo estaba en otro
continente con su familia, de modo que pasaría esa noche solo. Ella se servía un café y
pensaba en cuánto tiempo hacía que no limpiaba esa repisa; la grasa de la cocina sin
duda estaría impregnada, pero ese día no tenía ganas de nada.
Él salió a dar una vuelta, quizás el hecho de caminar y encontrarse con algún
vecino amable que le deseara felicidades le haría cambiar el ánimo. Ella solo quería
tomarse otra pastilla y seguir durmiendo.
Él había tenido dos amores en su vida. Ella había tenido muchos hombres,
pero estaba convencida de que tenía una discapacidad para amar, o quizás para ser
amada.
Él fue a la panadería con la idea de comprar un pan dulce y al menos poder
rememorar aquellos años felices. Ella buscó en la agenda una amiga que pudiera
rescatarla esa noche para no morir de depresión.
El compró tres tortitas negras; no tenía sentido gastar en un pan dulce, si en
definitiva a él no le gustaban las pasas de uva. Ella se dio una ducha; quizás eso la

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despabilaría.
Él siempre había reprimido el deseo de mirar a una alumna. Ella siempre había
reprimido el deseo de mirar a un hombre casado.
Él se sentó en el parque y se puso a mirar a los chicos jugar en la glorieta. Ella
se puso a llamar a sus amigas; alguna debería tener un programa del cual engancharse.
Él abrió el paquete y se comió dos tortitas negras. Ella llamó a todas y cada una
de sus amigas; algunas lo pasarían en lo de los hijos, otras estarían en lo de los padres y
otras no querían estar con nadie.
Él tampoco quería estar con nadie, estaba enojado consigo mismo y con Dios,
quería que las horas pasaran lo más rápido posible. Ella probó llamar a algunos de sus
ex buscando un cuerpo donde refugiarse, pero tuvo la misma suerte que con las
amigas.
Él estaba traspirado, hacía mucho calor esa tarde. Ella se tuvo que abrigar para
ir al supermercado, estaba muy lluviosa esa mañana.
Él odiaba a los Papá Noel que andaban por las esquinas promocionando
ventas. Ella odiaba a los Santa Claus que tenían la misma misión del otro lado del
planeta.
Él retornó a su departamento, ya agotado por la temperatura y el desasosiego.
Ella volvió de hacer las compras tiritando de frío por la nevisca que empezaba a cubrir
las calles ese mediodía.
Él puso en la radio una audición de tango y se preguntó si veinte años no eran
nada. Ella puteó a un grupo de cristianos que cantaban villancicos y se preguntó si
treinta años no era una edad como para volver a su país.
Él dejó la bolsa de la panadería con la última tortita negra, que sería su cena, en
la mesada, y fue hasta el armario donde estaban los adornos de navidad, tomó el
arbolito y empezó a armarlo. Ella lloró un buen rato mientras abría las bolsas e iba
poniendo en la heladera los alimentos que había comprado.
Él puso, una a una, las bolas plateadas y las guirnaldas con mucha prolijidad, y
sintió que estaba acompañado. Ella se secó las lágrimas, se sonó los mocos, se quitó el
abrigo que aún tenía puesto y subió a un banquito para ver los adornitos, recuerdos de
viajes que tanto le gustaban.
Él volvió a ver la esfera de cristal que encerraba una nevada en un paisaje
alpino y volvió a sacudirla con fuerza. Ella pudo ver entre la treintena de adornitos la
esfera de cristal que le había regalado aquel profesor de probabilidades y estadística
que nunca se había animado a amar.
Ante su asombro vio que dentro de la bola estaba nevando, y no era un

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movimiento sísmico: era un milagro de navidad.
Ya nunca más, ni él ni ella, iban a estar solos otra noche de Navidad.

GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Página Web: www.gustavovignera.com
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/
Twitter: https://twitter.com/VIGNERA

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Y
a recordé joven Joan, esta historia dentro de este enmarañado
universo lleno de difíciles situaciones, contradicciones e
infortunios...

El joven apuró los pasos por el largo camino de tierra, ya que iba tarde al
colegio. El camino polvoriento seguía allí, detrás de la carretera principal que conducía
a no sé dónde. Pero el chiquillo, de apenas dieciséis años, prefería tomar el camino
“viejo” e irse derechito hacia el colegio.
Pasó de prisa por el camino, los zapatos llenándosele de polvo. Ese día no
podía contemplar el camino como acostumbraba con paso sosegado porque ya el
tiempo lo llevaba pegado a los talones, sin embargo al pasar por el árbol no pudo
evitar levantar la vista y posarla sobre aquel retazo de cabuya ya carcomido por los
años y recordar la historia que le contaba su abuelo del hombre que se suicidó, a los
que algunos le tenían miedo porque decía la leyenda que muchos lo habían visto
sentado entre las ramas, mirando a lo lejos, como si se arrepintiera...
Sentía un revolotear del viento a su alrededor acariciándole la cara, las ramas del
árbol se mecieron como dándole la bienvenida mientras un cristofué paso volando
sobre su cabeza para perderse entre las ramas:
—¡¡Cristofué!!

Así es joven Joan... Esta es la historia que atrapó el árbol del ahorcado,
triste, profunda y reveladora... Pero déjeme un poco a ver que recuerdo... Han
pasado tantos años y yo soy tan viejo.

El joven llegó tarde al colegio. Entró en silencio al salón pensando en el árbol


del ahorcado, oyendo sin querer aún el susurrar del viento como si le hablara. Ya su
pensamiento se encontraba como distante, como meditando en algo que no sabía
concretar con certeza que era...
Nuestro adolescente aspiraba graduarse de bachillerato con honores pues así
había mantenido sus estudios. Su padre, un hacendado del lugar, era exigente y
esperaba que él siempre le presentara las mejores notas. Y él lo hacía, se esforzaba al
límite. Pero últimamente no entendía una asignatura. Había mentido a su padre por
primera vez para no mostrarle la realidad de sus notas. Con tan pocos años su mente
era una maraña de sentimientos encontrados que oscilaban entre lo que quería y el
deber que le era impuesto desde pequeño. Temía a su padre más que a nada en el
mundo como se teme al monstruo debajo de la cama.
Y era que también estaba enamorado de una chica y su mente estaba vagando

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en su pelo negro, en un rostro de mujer morena o en esa forma de reírse que lo llenaba
por completo y para ser aun más trágica su situación, ella era mayor que él. Pero ella se
había fijado en él y en una noche logró quitarle su inocencia con la terrible
consecuencia que había perdido el examen más importante del semestre en una
asignatura que ya venía arrastrando con malas notas…

Como verás joven Joan, solo una inocencia de niño que busca descubrir
su propia sexualidad. ¿No es así? ¿No lo experimento usted? No me lo diga,
no quiero que se sienta apenado por mi indiscreción. Oiga la historia... juzgue
usted y perdone si me olvido de algo, ya sabe…

En el momento en que lo llamaron para decirle sus resultados un


estremecimiento lo embargó, aquella maestra lo miró moviendo la cabeza y diciéndole:
—Pedro Pablo, la nota te da muy bajita y has perdido el puesto de honor.
Pedro se sintió morir. No llevaría los honores que su apellido siempre había
ostentado. Pensó en su padre, en la mirada de ira que lo paralizaba siempre, en la fusta
en su mano, en aquellos terribles gritos, reprimendas. Se sintió suspendido en un
remolino que lo asfixiaba, no consiguió oír nada más, solo se limitó a salir corriendo.
Algunos dicen que ya el árbol del ahorcado lo había llamado...

¿Cree usted eso Joan? ¿Cree que un árbol puede ser tan maligno como
para ejercer influencia en un ser ya atormentado?

Pedro Pablo corrió ciegamente, sin detenerse ante el llamado de sus amigos que
se asombraron al verlo con semejante carrera.
Su corazón agitado y esa desazón en su pecho que no podía soportar. Sus
pasos volvieron solos por el polvoriento camino y cuando se encontró frente al árbol
del ahorcado que le brindaba su sombra y ese aire fresco que alivió su calor, se detuvo
a mirar la carcomida cabuya. Sus lágrimas comenzaron a salir mientras un miedo
terrible le hizo temblar y cayó de rodillas ante la gruesa raíz donde tiempo atrás se
había sentado aquel otro en circunstancias diferentes pero con las mismas emociones
encontradas. Temblaba con la sola idea de enfrentarse a su padre. ¿Cómo decirle que
ya no estaría en el cuadro de honor; que había humillado el apellido de la familia?
Hundió su cara entre sus manos y dejó salir todas sus lágrimas, solo la soledad fue
testigo de su llanto y de su terrible miedo.
El chico detuvo el llanto con un único pensamiento, se levantó y volvió a
correr...

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¿Coincidencias desafortunadas, Joan? Usted juzgara si es así. Acá solo se
habla de los ahorcados del árbol del camino cuando algún extraño
hace mención de las cabuyas. Muy pocas personas se atreven a pasar
a ciertas horas por el camino que permanece igualito...

Correr con el alma apresurada y un ciego pensamiento… Así mismo corrió


Pedro Pablo hasta detenerse al llegar a la casa, empujar el portón de hierro adentrarse
en el patio donde divisó a su padre discutiendo con un trabajador de la hacienda. Era
en esos momentos cuando le temía más. Cuando su espíritu se contraponía entre el
amor y el temor por aquel padre tan estricto. El amor es debilidad le decía, pero él
siempre añoró un poco de esa debilidad que veía en los padres de sus compañeros.
Llegó al corredor donde siempre se mantenía guindada la hamaca y con sigilo la
desató tomando una de las cabuyas que la ataban. Luego buscó entre las cosas del
depósito un metal romo con un orificio a un lado y lo guardó. Cerró la puerta y entró
a la casa con la intención de salir sin ser visto pero en la sala se tropezó con su mamá
quien lo interpeló:
—Pedro Pablo, ¿A dónde vas con esa cabuya?
El chico no habló, solo se detuvo con la mirada ida y el pensamiento en el
árbol…
—Te estoy hablando Pedro, ¿y por qué no estás en el colegio? ¡¡Háblame!!
Sin decir nada salió corriendo dejando a la madre en medio de la sala, sin
entender la actitud de su hijo...

Si tan solo hubiese visto un poco en sus ojos, si tan siquiera hubiera
intentado seguirlo quizás esa alma estaría aun entre nosotros…

El chico corrió de vuelta por el sendero polvoriento, el corazón agitado, el


pensamiento puesto en el árbol. Sintiendo el susurrar del viento.
—Ven... Escapa acá de tus penas...
Pedro Pablo sintió sus pasos ligeros y el camino corto. Sus pensamientos
estaban totalmente bloqueados, esta era una decisión no pensada sino sentida como la
única solución a su problema. Cansado de aguantar o de anteponer sus intereses de
adolescentes a las actitudes de su padre y sin encontrar un refugio en la madre sumisa
a toda decisión del amo.
El chico contempló el árbol con la cabuya al hombro. Miró sus ramas moverse,
sintió el aire acariciar su rostro y secar sus lágrimas. Desvió por un momento la mirada
al suelo hasta encontrar lo que le faltaba: una piedra…

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Sus pensamientos se aglomeraban en desordenadas visiones pero sobre todo
revivió la ira en el rostro de su padre. La soga sobre el hombro y la pesadez de su corta
vida que no había sido otra que dolor y miedo... se sintió vacío, las lágrimas volvieron
como única compañía, sintió un frío recorrer su espalda y por un momento vislumbró
una silueta sobre la rama.
Oyó la voz del árbol que lo llamaba...
—Ven…
Se trepó a él con torpes movimientos hasta alcanzar la alta rama donde decían
se había sentado Juan. Se sentó en ella y dejó vagar la mirada por aquel paraje solitario.
A su lado sintió como una presencia que lo estimulaba, por primera vez sintió el calor
de un afecto a su costado...
Como pudo clavó el metal al árbol un poco más abajo de la primera.
—No pasa nada, acá estoy contigo.
Solo quería cerrar los ojos…
Sacó la soga de su hombro y la dejó en sus manos un rato... Mientras el eco del
sonido repetía una y otra vez:
—Ven... descansa...
El viento silbando entre las ramas…
El chico sintió el toque de unos dedos sobre su hombro que lo aprisionaban
suavemente y obedeciendo a ellos, clavó el aro a la rama, amarró la soga al orificio, se
cercioró de que el nudo había quedado firme, se pasó este por el cuello, cerró los ojos
y se dejó caer...
Un cristofué pasó volando sobre su cabeza emitiendo su canto característico...
—¡¡Cristofué!!

Encontraron su cuerpo muy entrada la noche... Cuando su padre, hirviendo en


furia, salió con sus trabajadores y la fusta en mano a buscarlo.
Fue su propio padre quien lo encontró. Dicen que se detuvo sobresaltado ante
el inmenso árbol cuando vio a su hijo. Su palidez era inminente así como la rigidez del
cuerpo suspendido del cuello y su mirada perdida en la oscuridad. Dicen que el
hombre cayó de rodillas frente al árbol, que se halaba los cabellos y murmuraba
palabras de dolor y otras de ira consigo mismo.
Muchos fueron los que se aglomeraron frente al árbol mientras llegaban los
funcionarios a bajar el cuerpo del menor pero más aun lo que se supuso, cada quien
con su historia mal contada. Una cosa sí fue cierta, el padre fue el hombre más odiado
de aquel pueblo que acogió la muerte del adolescente como la muerte de un hijo
querido. Y es que Pedro Pablo era amado por sus amigos, sus maestros y sus vecinos

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que sabían la realidad del joven pero que nunca se atrevieron a decir más. Lo cierto fue
que cada uno de los pobladores sentía la culpa a cuesta de lo que pudieron hacer y no
hicieron...
Fue enterrado en las afueras del nuevo cementerio pues según el párroco en el
cementerio no pueden ir los que se quitan la vida...

Ah, mi joven Joan, pues acá se la conté y le pido disculpa si cometo


algunos errores pero esta memoria mía se me hace algo torpe con los años…

Muchos fueron a verlo y en el ataúd Pedro Pablo tenía una sonrisa en el rostro
como si descansara, una chica mayor que él lloró sobre su tumba desconsoladamente.
Su padre se mecía los cabellos y su madre no dijo nada pero al terminar el entierro se
perdió del pueblo y nunca más se supo de ella. Al entierro asistió todo el instituto: sus
compañeros, amigos y maestros y medio pueblo acompañó el féretro.

Disculpe usted si me ve llorando, pero la historia me duele aún pues yo


vi a ese chico crecer y morir todo en un corto tiempo. Así no deben morir los
que son inocentes. Déjeme un momento porque el nudo en la garganta no me
deja hablar…

Ahora en este pueblo se habla de la leyenda del árbol del ahorcado... muy pocos
quieren pasar por el lugar y algunos dicen que cuando el sol cae y se levanta la
polvareda se pueden ver dos siluetas entre las ramas más alta de este viejo árbol... Real
o no, existe el árbol y en él dos piezas de hierro que aun muestran los restos de
cabuyas carcomidas por el tiempo.

Tengo este nudo en la garganta al concluir esta historia, mi apreciado


Joan. ¿Me entiende usted? ¿Quiere saber algo más? Ah, pero no olvide que soy
viejo... que a veces el hilo de mis pensamientos me abandona y que a veces... a
veces se me olvida un poco la historia…

AMALIA RENGEL
Venezuela
Facebook: Amalia Rengel
Instagram: Amalia Rengel

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71
D
ecido mensajearte. “¿Estás libre?” “Sí.” “¿Quieres ir a pasear?” “Ok.”
Me despido de mi familia, mi hermano y mi mami ya saben que te veré;
no les queda otra opción que aceptar mi decisión a pesar de sus claras
expresiones de negativa. Camino en dirección al paradero de la combi, cubriendo
cuatro o cinco cuadras en diez minutos, mirando adultos caminar, familias reunidas
afuera de sus hogares, borrachos afuera de una antigua bodega, amigos conversando
en las esquinas y perros oliéndose entre sí. Subo a la combi blanco de franja violeta,
pasa una hora de viaje interprovincial, voy a nuestro punto de encuentro en la Plaza
Dos de Mayo, mirando las casonas, incluida la afectada por el incendio descubriendo
el material de madera como un esqueleto. Camino en dirección al edificio de la CGTP
y me paro delante del poste de luz, espero quince minutos mirando a cada transeúnte
que pasa por la esquina frente al punto de encuentro y soportando las náuseas de los
nervios, al final te apareces, beso en la mejilla, beso en la mejilla. “¿Qué tal?” “Aquí”.
“Gracias por venir”. Sonríes. Te digo para ir a Miraflores, aceptas sin rechistar.
Caminamos a Tacna a un paradero del corredor azul, subimos al bus y conversamos
de nuestras vidas: que en mis prácticas en la biblioteca del CELACP me va bien, que
estás dictando clases particulares a chicos y chicas de otras universidades, que aún no
me siento bien al lado de mi amiga, que tus amigos te piden ayuda con los estudios,
que aún estoy en cero con el marco teórico y tú aún sigues averiguando la cuarta
dimensión. Bajamos en el óvalo, preguntas por el parque donde se ubican los gatos, te
digo que estamos ahí, te asombras y se te escapa una sonrisa, a mí se aparece una; creo
que es un acto involuntario, te digo para seguir caminando y dices que sí, así que
caminamos por toda Larco, pasando Benavides, las librerías Crisol y SBS, en el camino
me compro una gaseosa, avanzamos por los cafés y los restaurantes, Bembos y las
casas de cambios a la vez que seguimos conversando sobre lo mismo de nuestros días.
Cuando llegamos a Larcomar te digo para caminar por todo el malecón como yendo
en dirección al Lugar de la Memoria, dices “Ok”: caminamos.
“No es que la odie”. Sorbo de Coca Cola. “No la quiero ver. Si la veo me
quiero lanzar del puente”. Le señalo el Villena. “Me quiero suicidar”.
“Ya hablamos de eso”.
Tus ojos demuestran preocupación. Volverás a decirme que soy especial para ti,
que me quieres viva. Palabras que son sinceras para ti, pero para mí no, lo dices para
controlarme; no te siento sincero. Si es así entonces por qué te sigo hablando, por qué
sigo repitiéndome que eres mi amigo, por qué quiero que me abraces, si ya sé que todo
lo que sale de ti es falso.
“Evítala. No me gusta verte así, no me gusta verte llorar”. Porque te harta,

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conozco tu expresión cuando me ves llorar. Admítelo, te harta, te enojas, te aburres de
mí.
Vuelvo a ver el Villena, sabes donde miro y me sigues.
“Para eso están las paredes, para que locas como tú no se quiten la vida”.
¿Cómo diablos haces para hacerme reír? ¿En qué momento tus huevadas me dan risa?
Me acerco a las paredes plásticas del Villena, trato de mirar la Bajada Balta, los carros
último modelo brillantes de colores serios rojo, azul, negro, gris llenan la
autopista a la Costa Verde, la hierba y las flores fucsias alegran el acantilado donde
personas por distintos motivos decidieron quitarse la vida. Me acuerdo del primer
capítulo de un libro de Carmen Ollé. Habla del Villena y las personas que saltaron de
ahí, los llama ángeles. Tal vez ángeles de la muerte. Sigo mirando la bajada y el mar
azul contaminado de la playa hasta que oigo tu risa.
“Estás loca”. ¿Cómo esa palabra que en mis épocas escolares fue un insulto me
da risa? ¿Tal vez porque eres tú quien me lo dice?
“Me halagas”. Sale una sonrisa cómplice.
“¿Aún quieres matarte?”
“Nah, a final de cuentas soy una cobarde”.
“Lástima”.
Sabía que me quieres ver muerta. ¿En serio decir eso me da risa? ¿Sabiendo que
en el fondo me decepciona? Y pensar que hace unos minutos me querías viva.
“Me arrepentí”.
“Jajaja”.
“Solo evítala. Si no la quieres ver, no lo hagas”.
“Meh”. Otro sorbo a la Coca. “¿Crees que deba perdonarla?”
“Eso solo puedes decidirlo tú”.
“Es que no sé... Aún no lo olvido...me pidió disculpas y la perdoné porque ya,
pero después de lo sucedido la semana pasada como que...y ahora cuando hablamos
todos los del salón en un chat grupal, cuando ella habla como que aggg, no la quiero
ver: la quiero tratar mal, pero sé que si lo hago me sentiré horrible”.
“No me parece bien que hagas eso”.
“¡Exacto! Pero no la quiero ver. Estaré bien…pero si la veo siento que ese
enojo volverá”.
“Entonces no la veas”.
“Odio esto”.
Seguimos caminando por el malecón, pasando el Parque del Amor y el faro. Te
agarro de la mano, te dejas. Me apego a tu cuerpo, te dejas. Te agarro del brazo, no te

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quejas. Entonces cuando me dijiste que cumples todos mis caprichos era cierto. Te
huelo, tienes un aroma tan particular que me gusta. Siempre ha sido así desde que te
conozco. Tal vez esa sea el motivo por el cual sigo a tu lado. Culpo a tus feromonas
por deleitar mi olfato durante muchos años. Sigo hablando y sigues en silencio.
Siempre dices “sí”, “ok” o te ríes. Lo mismo sucede cuando hablas. Me apego más a tu
cuerpo, mis pensamientos suicidas se desvanecen.
“Te extrañé”.
“Yo también”.
“Eres el mejor y lo sabes”.
“Así decidas ya no hablarme, siempre estaré a tu lado”.
“Eso sonó a acoso... y a un psicópata”.
Reímos. Otro sorbo a la Coca.
“Gracias por venir”. Estoy muy cerca de tu boca. Si supieras cuántos versos y
adjetivos le dediqué a esa boca. Quiero besarte, pero me contengo. Sabes que quiero
besarte pero desde la última vez que hablamos respetaste mi decisión. “Para eso están
los amigos”.
“¿Ya te he dicho que eres el mejor?”
“Sí”.
Me alejo de tu boca y seguimos caminando en el malecón, creo que llegamos al
inicio de la avenida Pardo o antes, dejando atrás mis deseos suicidas, mi desagrado
hacia mi amiga, la Coca Cola en la basura y mis ganas de volver a besarte. Al llegar a
uno de los tantos parques que hay por ahí te dije para sentarnos en una banca porque
mis pies empiezan a doler, aceptas, nos sentamos en una banca con vista al mar, las
gaviotas vuelan sobre el malecón, con el cielo azul de la tarde y la hierba con las flores
de diferentes colores creando un perfecto contexto para un paseo de dos amigos que
se conocen de hace tiempo. Miramos el mar, el aire desordena mi cabello, respiro a
profundidad y me calmo. Al final me atrevo a preguntarte:
“¿Y serás mi acompañante en mi graduación?”
“No me gusta usar terno”.

MARÍA GABRIELA FLORES CROVETTO


Perú
Blog: http://imaginacionprofunda.blogspot.pe/
Facebook: https://www.facebook.com/maria.florescrovetto

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E
stoy sentado de cabeza en el sofá de la sala de mi abuela, no hay nadie, he
venido de visita pero creo que se les olvidó avisarme que nadie estaría aquí,
llevo unos cuantos tragos del coñac de mi abuelo, ese que guarda bajo llave
en el estante de su estudio, desde niño sé dónde oculta la llave porque en uno de mis
juegos infantiles me creía un espía a cargo de las misiones más peligrosas del gobierno
francés, en una de ellas fui enviado a encontrar un tesoro oculto en la caja fuerte del
malvado emperador. Así que me oculté debajo del escritorio y vi el lugar donde mi
abuelo escondía su llave. Nunca le tomé importancia hasta un día en preparatoria
cuando quería llegar sin invitación a una fiesta y la mejor manera era llegando con
alcohol.
Sigo bebiendo, decido encender el tocadiscos y poner uno de los clásicos,
Frank Sinatra suena y el alcohol me anima a pararme a cantar “Fly Me to the Moon”,
tengo antojo de un puro, pero hace tiempo que deje de fumar y no quisiera romper mi
racha de cero humo. Quiero prepararme algo de comer así que voy a la cocina, no hay
mucho en la nevera así que improviso algo recordando aquella etapa de gordo cuando
necesitaba satisfacer mi hambre con cualquier cosa y me improviso un emparedado
con pan de centeno, incluyo una chuleta, tocino, queso manchego, queso amarillo,
jamón, jitomate, aguacate, lechuga y un poco de mostaza. Sé que no combina con el
licor de mi abuelo así que destapo una de las cervezas que están en la puerta del
frigorífico. El tocadiscos sigue girando pero mis ánimos por Sinatra se han calmado,
cambio el disco y ahora me apetece algo de Louis Armstrong, devoro mi emparedado
y satisfago mis necesidades de alcohol con esa cerveza, ahora me siento en el mismo
sofá donde estaba de cabeza hace algunos minutos y me relajo, tarareo la canción
“Cheek to Cheek” y pienso en lo genial que sería que estuviera ella aquí, lo curioso es
que al referirme a ella en verdad quiero referirme a todas, a las que alguna vez
estuvieron aquí, las que quise que estuvieran y las que quizá quisieron estar pero yo
nunca las noté.
La cabeza me da un poco de vueltas, debo bajar el nivel de alcohol en mi
sangre y no se me ocurre otra cosa más que prepararme un café, sin embargo en el
último instante lo cambio por té, así que en lugar de encender la cafetera lleno la pava
de agua y espero pacientemente el silbido que indique que esta lista.

CLOVIS BORBOLLA
México
Twitter: @Clovis_601 / Instagram: Clovisbc
Tumblr: Clovis601

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A
vula se encontraba absorta en sus divinas cavilaciones. Las plumas de su
cabeza y hombros, de un blanco nacarado, brillaban con la luz de las
lamparitas de cristal, unas pequeñas esferas con candelas llameantes en su
interior. Llamaron a la puerta de la cámara con tres golpes suaves. Cuando Avula dio
permiso, una pequeña Doncellita abrió con cuidado una de las hojas de madera
perfumada. Asomó su cabeza de pelo dorado, peinado cuidadosamente con raya en
medio, dejando entrever también el cuello abotonado de su camisita blanca
almidonada.
Con permiso, mi Señora. Espero no molestarla . Avula rio con una voz
suave y musical, unas notas ligeras y vibrantes que quedaron suspendidas trémulas, en
el aire. En la ventana ojival que se abría en la pared circular de la estancia, los
pequeños tallos de una hedrera habían alcanzado tímidamente el alfiz. Animados por
aquella risa, brotaron de súbito en unas hojitas apuntadas, de un verde brillante con
vetas doradas.
Por favor, adelante, querida. Ven aquí, mi pequeña. ¿Qué es esta vez? 
preguntó Avula, observando como la Doncellita se acercaba a su escritorio con gesto
profesional, sujetando contra su pecho un cartapacio ajado de piel tintada en rojo. Sus
pequeños pasos, acompasados y de zancadas simétricas, apenas movieron su vestido
plisado color gris perla, abrochado por delante con cuatro botones negros. Sus
zapatitos de charol, también negros, como sus medias, sonaban con rápida eficiencia
en el suelo de cerámica.
Son los ojarancos, señora.
¿Otra vez? repuso Avula, alzando una ceja, pero sin perder la sonrisa en su
rostro almendrado. Aquellos pajarillos eran una fuente constante de problemas.
¿Qué es ahora?, ¿los picos?, ¿siguen enredándose con las rabacetas?
No, mi señora la Doncellita alcanzó el escritorio. Poniéndose de puntillas
y alzando mucho los brazos, estirándose como un gatito perezoso, consiguió poner el
cartapacio sobre la mesa. Sus huevos no terminan de eclosionar con el calor del sol
en Medianía. Se cansan y juegan con ellos hasta tirarlos por el suelo.
Avula tomó el cartapacio delicadamente con sus finos dedos y lo abrió con
sumo cuidado por el marcador de tela negra. Leyó el texto escrito en letras pequeñas
de rabillos estilizados, formando unas filas apretadas, mientras fruncía el ceño,
contrariada. Fuera, se pudo sentir el estallido sordo de un trueno. La Doncellita lanzó
una mirada de reojo por la ventana, nerviosa.
Tras leer el informe, dio un suspiro de resignación y dejó la mirada perdida en

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dirección a la puerta, que la Doncellita había cerrado cuidadosamente al entrar. Los
pensamientos cruzaron rápidamente por su mente, mientras recordaba, repasaba y
sopesaba. La Doncellita esperaba con paciencia el final de sus cavilaciones mirando
fijamente las puntas de sus zapatos, mordiéndose repetidamente el labio inferior, con
las manos de delicada manicura a la espalda.
Debemos afrontar el problema de otra forma. Ningún animal nos había dado
tantos problemas. ¡Qué lástima! La solución de darles plumas no fue buena idea
Avula acariciaba distraídamente las hojas quebradizas del cartapacio mientras
hablaba. Parecía la mejor solución para dar salida a su fogosidad, pero solo nos ha
traído más problemas. Los pobres colorigos… y las rabacetas, ¡cómo se molestan!
Dime, querida, ¿tú qué piensas? Me gustaría mucho oír tu opinión.
La Doncellita dio un respingo al escuchar la propuesta de Avula, y tardó un
momento en responder, mientras buscaba la respuesta más adecuada.
Señora, el problema de las puestas de huevos afecta a la reproducción, y en
mi opinión es un elemento capital. Pienso que si mi Señora les confiriera un hábito
nocturno, los huevos eclosionarían a su debido tiempo y así no acabarían jugando con
ellos. Del mismo modo, no compartirían el tiempo con los colorigos y podrían dejar a
las rabacetas tranquilas.
¡Excelente solución, querida mía! repuso Avula con alegría, encantada de
escuchar la propuesta. Con su nocturnidad solucionamos dos problemas de una
vez… bueno, tres, si tenemos en cuenta a los colorigos. ¡Pobrecitos, que nunca me
acuerdo de ellos! Habrá que darles un nuevo trino: que provoque la melancolía en los
poetas y que anime las puestas y salidas del sol, para recordar a los nostálgicos que
siempre hay otra oportunidad. Así nos acordaremos mejor de ellos. Perfecto, querida,
manos a la obra.
Pero mi señora…
¿Sí?
¿Y respecto a los ojarancos?
¡Oh, es cierto! Les daremos nocturnidad y todas contentas. Pero de día o de
noche, me temo que seguirán con sus juegos y travesuras, y seguirán incordiando a los
colorigos, y las rabacetas y los cornijos seguirán peleándose con ellos. Por eso, me
parece que lo mejor es que hagan sus nidos en la tierra. Que aprovechen las oquedades
en los acantilados y las playas, en las montañas, o en los cortados de los cañones de los
ríos. Así estarán lo suficientemente alejados de los demás para que no los molesten, y
los mamíferos no les darán problemas. ¿Está todo?

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Así es, mi Señora repuso la Doncellita, terminando de anotar en su
cuadernito, que guardaba junto con una pluma en los bolsillos de su blusa.
Excelente, entonces. Puedes retirarte.
Avula extendió el cartapacio por encima de su escritorio, y la Doncellita lo
tomó con diligencia. Las llamas de las lámparas de cristal tremolaban, haciendo que su
sombra se agitara como en una danza mientras atravesaba la estancia. Avula observó
cómo se alejaba y cerraba la puerta con cuidado al salir. Otra vez sola, sonrió para sí,
satisfecha con lo que parecía ser la solución definitiva del viejo problema, mientras se
acariciaba con cuidado las níveas plumas del píleo. Mantener en equilibrio aquel
mundo era una tarea ardua e incesante, pero le llenaba de íntima satisfacción.
A través de la ventana, ahora cubierta totalmente por las hojas de la hedrera, el
Lucero del Alba brillaba como una joya sobre el cielo de terciopelo.

JESÚS MANUEL DE LA CRUZ MARTÍN


España
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L
a vi por primera vez en una tarde cálida de otoño; pero no me asusté. Era
normal en esa época de lluvias, con esos aguaceros sorpresivos en los que el
agua caía con ira ensombreciendo el horizonte. Duraban poco.
A María no le llamó la atención, tan distraída como suele estar siempre, metida
en sus labores y trajines varios. Era verdosa: yo, en cambio, la descubrí mientras
sostenía la barbilla en alto para no cortarme con la maquinilla. Se fue agrandando a
medida que pasaban los días. Entonces se lo dije, pero me miró con sus ojos de
bacalao extraviado y no dijo nada. Decidí llamarle “la cosa”.
Empecé a perder el apetito. Al principio era como una sensación de asco en la
boca del estómago. Pensé que había comido algo en mal estado. Tampoco se dio por
aludida cuando iba dejando más y más llenos los platos que me servía.
A medida que “la cosa” iba creciendo, a mí se me adelgazaba la figura. Como
esas anoréxicas cuyos cuerpos se van afilando hasta parecer una radiografía de tórax.
Tuve que abandonar el trabajo, “la cosa” no se amilanaba. Ahora ocupaba el
techo del dormitorio; también el del baño y, a modo de helecho, se iba extendiendo
por las paredes interiores. De afuera, la casa tenía un aspecto normal; de lo contrario,
otros vecinos hubiesen dado un toque de alarma.
Yo no podía dejar de mirarla y recordé que una vez había querido volverme
loco. Quizás lo estaba consiguiendo. María seguía enfrascada en su vida cotidiana y no
parecía percatarse de la situación. Yo sí, pero no podía hacer nada.
Una noche, “la cosa” me cubrió. Le costó poco trabajo porque yo solo pesaba
cuarenta kilos.
Para poder desprenderme tuvo que venir un equipo de restauración. Un
experto, supongo que en frescos de murales, dibujó mi perfil y con los picos eso sí,
muy delicadamente lograron liberarme de la pared.

*******
En el psiquiátrico, la comida no es tan mala como dicen. Solo que yo no tengo
muchas posibilidades de disfrutarla y tampoco de curarme. No saben qué hacer con
una mancha humana.
Estas líneas se las he dictado la voz es lo único que mantengo fuera del
magma verdoso a una enfermera porque María dice que no me ve. Resulta
imposible hablar con alguien que no te ve.
ALICIA VILLOLDO-BOTANA
España/ Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/alicia.villoldodebotana

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L
uis conduce por un bacheado camino, en pleno bosque. A medida que
progresa, busca algo entre los árboles. Se lleva la mano a la espalda
visiblemente dolorido, quejumbroso.
Poco después, enfila un segundo camino que pronto lo acerca hasta un
inmueble cuya añeja apariencia ha conocido tiempos mejores. Delante, un coche. En la
puerta, una mujer de aspecto urbano con un portafolios.
¿El señor Más, Luis Más? pregunta aquella en cuanto él pisa, «¡Ay!», el
suelo.
Sí…
Soy Eva Torres, de la inmobiliaria ofrece su mano. Siento decirle que
no voy a poder enseñarle la casa.
¡¿Cómo?!
Me ha surgido un imprevisto y debo irme enseguida. Pero no se preocupe
tranquiliza: aquí tiene la llave. Pase usted.
¿Yo…?
Sí. A su aire, con total confianza. Como verá, la vivienda consta de sótano,
planta baja, primera planta y desván. Tres alturas.
Si no hay otra opción… asume Luis cogiendo la llave, dolorido.
Cuando termine, déjela en esa maceta de ahí: ya pasaré a recogerla. ¿Se
encuentra bien?
Más o menos. Hace unos meses sufrí un accidente y la espalda aún me culpa
por ello.
Ánimo entonces. ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?
Turismo rural. Quiero abrir mi propio negocio.
¡Fantástico! En ese caso, ha venido al sitio ideal. Disfrute desea Eva
camino de su coche.
¿No teme que le robe los cubiertos? bromea él.
En absoluto. La casa le va a gustar tanto, que los cubiertos me los regalará
como agradecimiento por vendérsela.

2
Luis abre la puerta principal y lo golpea la atmósfera sólida y rancia de las
construcciones deshabitadas. El mobiliario, antiguo y polvoriento.
¡Buf! Sus últimos inquilinos debieron ser…
En el vestíbulo, de izquierda a derecha: una puerta (cerrada con llave, según

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comprueba), un estrecho pasillo, la escalera que conduce a la primera planta y una
segunda puerta, también obstruida.
Se adentra por el pasillo. Salvo el de la cocina, todos los dinteles que encuentra
están bloqueados.
Empiezo a pensar,… ¡ay!, que me he dado la paliza del viaje para nada...
Entra en aquella, puro descuido. Descubre en el centro de la estancia, bajo la
mesa, el rectángulo abierto de una trampilla.
El sótano, imagino…
Intenta mover el mueble y un doloroso latigazo le fustiga las lumbares. Se
agacha y gatea.
No es la postura más elegante, pero al menos…
Encuentra una sucesión de escalones en cuyo fondo, semioculta en la
oscuridad, despunta una pala. Duda.
Pensándolo bien, mejor dejarlo para luego...
Extenuado como un alpinista en la cumbre del Everest, Luis corona la primera
planta aferrado a la barandilla.
Más puertas. Todas cerradas.
¡¿Así recibes a quien se interesa por ti: dándole con las puertas en las
narices?! ¡¿Quieres acabar convertida en una montaña de leña, eh?! ¡¿Es eso lo que
quieres?! vocea a la casa, frustrado.
De improviso, como respuesta a su reproche, una segunda escalera se despliega
estrepitosa desde el techo, en el pasillo. Luis recula hasta un rincón, temeroso.
¡¿Ha, hay alguien ahí…?!
Sin respuesta, se acerca tímidamente:
Y esto debe ser…
Sube a una buhardilla con techo a dos aguas también anegada por el polvo.
Enfrente, un rosetón acristalado.
Más de lo mismo… No sé si este sitio puede tener futuro como negocio…
Asomado al tragaluz: fuera, tres alturas más abajo, su coche.
Se dispone a bajar y queda atónito. Ahora, de repente, la trampilla ya no se abre
a la segunda planta, sino… a los escalones del sótano en cuyo fondo, semioculta por la
oscuridad, despunta una pala.
¡¿Pero qué…?!
Se aventura, tímido, en la negrura. Uno de los peldaños, quizá podrido, cede
bajo su peso y acaba sentado de golpe.

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¡¡Aaaah!! grita, transido por el dolor. Teme no poder levantarse.
Alcanza un interruptor al final de la pared: la mortecina luz de una sucia
bombilla ilumina un recinto cuadrangular surcado por pilares y traviesas.
Luis niega, atónito.
Apoyado en la herramienta a modo de bastón, sube, «¡Ay!», y se asoma… ¡al
desván!
Ahoga una risita sintiéndose absurdo. Otea bajo el suelo-techo, frontera que
separa ambos niveles, intentando atisbar el menor rastro de los espacios perdidos.
¡¿Qué… qué locura es esta?! ¡¿D, dónde están la planta baja y la primera
planta, las dos alturas que… faltan?!
Agitado, suelta el apoyo y saca su móvil. Intenta encenderlo, sin éxito. Lo
estrella contra la oscuridad.

3
¡Así que esto es lo que quieres! exclama mirando a su alrededor,
sopesando de nuevo el utensilio, desafiante. Para salir de aquí tengo que cavar un
túnel... Para eso es la pala, ¿no? ¡¿Quién eres?! ¡¿A qué juegas?! ¡¿Qué quieres de mí?!
Tantea el piso y el muro con el metal: roca pura. La golpea y se le escapa un
doloroso gruñido. Tira la pala, furioso.
Aparece en el desván, arrastrándose.
Caída la noche, sobre las tejas empieza el golpeteo rítmico y progresivo de la
lluvia.
Agua… murmura, esperanzado.
Gatea hasta el rosetón: el aguacero llora sobre el cristal. Se incorpora a
regañadientes e intenta la apertura. Sin fuerzas. Insiste y la logra.
Gracias…
Sacia la sed usando las manos como cuenco. Se deja caer, molido.
Ya de día, lo despierta un motor:
Eva…recuerda. ¡Eva! ¡¡Eva!! ¡¡Socorro!!
¡¿Luis?! exclama la mujer. Sorprendida, desconcertada ¡¿Qué hace ahí…
desde…?! ¡¿Qué ocurre?!
¡No puedo salir! ¡Ayúdeme!
¡Tranquilo…! ¡La llave! ¡Tire la llave!
Luis busca entre sus ropas, ansioso.
¡Ahí va!

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Escrupulosa, Eva busca entre el barro.
¡Ya la tengo!
¡El sótano! ¡Suba a través del sótano!
¡¿Qué?!
¡Confíe en mí! ¡Vaya al sótano!
Aturdida, Eva corre hacia la casa.
Por fin… Por fin saldré de esta pesadilla… se confiesa él, contento.
De súbito, algo empuja la escalera y cierra la trampilla con gran violencia.
No… ¡No! ¡¡NO!!
Renquea hasta aquella e intenta abrirla, impotente.
Eva entra en la cocina. Descubre la trampilla, cerrada. Forcejea y... Bajo la
madera, suelo puro y duro: el sótano no existe.
¡Por todos…!
Sale al zaguán y sube a la primera planta. A la segunda trampilla, también
cerrada. Repite la maniobra y… Sobre la madera, techo puro y duro: el desván tampoco
existe.
¡¿Có… cómo pueden desaparecer… el sótano y una altura?! ¿Qué…? ¡¡Luis!!
¡¿Luis, sigue ahí?! ¡¿Me oye?!
Silencio.
Eva corre escaleras abajo y se precipita fuera de la casa.
¡¡Luis!! ¡¡Luis!!
¡¡Sí!! se asoma al cabo ¡¿Por qué está ahí?! ¡¿Qué pasa?!
¡Algo extrañísimo! ¡No se lo va a creer, pero…! ¡Han desaparecido el sótano
y la altura del desván, su altura!
–¡Se equivoca! ¡Faltan la planta baja y la primera, las otras dos alturas!
Confundida, Eva saca el móvil.
–¡No funciona! ¡Voy a buscar ayuda!
–¡No tarde! ¡Por Dios bendito, no tarde! ¡Se lo ruego!
La mujer sube en su coche y se aleja a toda velocidad.

4
Eva conduce de vuelta. Precede la marcha de un coche policial. Ambos
vehículos se detienen. Aquella grita de pronto y se apea. Policía y Ayudante la imitan,
boquiabiertos.
La casa se ha derrumbado quedando convertida… en una montaña de leña.

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Los agentes intentan tranquilizarla. Se acercan los tres.
Aún sobrecogida, Eva grita de nuevo señalando los escombros: asoma,
inconfundible, el cadáver de Luis. Ayudante la aleja. Policía intenta establecer
comunicación con su walkie:
Qué raro… No…
Unos metros más allá, aquél pregunta:
¿Estaba solo? ¿Había alguien más en la casa?
N, no… ¡Ay, Virgencita! ¡Pobre hombre…!
Intente calmarse…
¡Espere! ¡¿Ha oído eso?!
¿Qué?
–Un ruido. ¡Por ahí! Donde estaba la cocina…
Se suceden varios golpes. Policía se reúne con ellos.
¡El sótano! ¡En el sótano! urge de improviso, tan exacta e inconfundible
como su propia muerte, la voz de Luis Más ¡Estoy aquí, Eva! ¡Sácame! ¡¡Sácame
pronto, Eva!!

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS


España
Publicaciones (blog personal): www.la-estanteria-2.webnode.es

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89
I
nicia un nuevo día, una nueva semana. El despertador sonó puntualmente a las
cinco, como todas las mañanas, señal inequívoca que es tiempo de empezar la
rutina. Veinte minutos de ejercicios, una ducha, un desayuno ligero y a la calle.
Al parecer este verano será más intenso que el año pasado. Va caminando a paso
lento, sabe que está a tiempo.
Llega a la estación y piensa: lunes otra vez, hace una mueca y sonríe, mientras
va tarareando la canción de Sui Generis.
El tren avanza por la ciudad y va dejando atrás barrios nuevos. Ve gente
indiferente, indolente, de caminar apurado y facciones hoscas. Un típico lunes.
El sol golpea cada vez más fuerte, atravesando la ventana y haciendo que cierre
los ojos mientras su mente se va perdiendo en las banalidades de siempre. ¿Y si fuera
la primera vez que llego tarde al trabajo? ¿Y si el dinero no alcanza hasta fin de mes?
¿Y si un día simplemente me rindiera y ya no volviera a despertar?
Una voz metálica anuncia la primera parada. La gente sube apurada, buscando
asientos libres. Cree reconocer un rostro. Sí, es el mismo rostro que ha estado viendo y
añorando desde hace casi un mes. Se sientan frente a frente, pero no lo nota.
De pronto se siente observado y abre rápidamente los ojos. Lanza una mirada
circular, como en una película de terror, y entonces la ve. Hace un gesto de extrañeza
mientras baja la mirada.
¿Lo estaba observando? ¿No me estará confundiendo con alguien más? Vuelve
a abrir los ojos lentamente. Ahí está ella. Mirándolo y sonriéndole. ¿Qué debía hacer?
¿Acercarse? ¿Hablarle? Notó que leía algo. Era “Guía triste de París”. ¿Conocerá
París? Dicen que es una de las ciudades más bellas del mundo.
No, pero me gustaría. Aun queda mucho por conocer en esta parte del
mundo. Y si algún día voy a Paris sería mucho mejor si el propio Bryce fuera mi guía
¿no crees?
Fue uno de los primeros libros que leí ¿Sabes? Lo debo tener por algún lado.
Últimamente me he vuelto un tanto desordenado dijo haciendo una mueca de
fastidio.
Deberías ser más cuidadoso con tus cosas.
Lo sé, lo sé. Es una de esas tantas promesas sin cumplir.

Siguen avanzando por la ciudad.


Parecía aburrida, miraba hacia la gran avenida y no hacía gesto alguno. Pegó la
nariz a la ventana y parecía que se iba a quedar dormida. De vez en vez volvía a abrir
el libro y leía indiferente al ruido de la ciudad.

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Creo que te he visto en algún otro lado se fue dibujando una sonrisa en su
rostro.
¿Ah sí? ¿Y dónde me has visto?
Titubeó. Pensó que había hablado de más. A lo mejor estaba molesta.
Ya recordé, siempre te veo subir en el mismo lugar todos los días.
Sintió que se sonrojaba. Volteó la mirada tratando de olvidar lo que había
dicho. ¿Fui muy atrevido? Espero que no piense nada malo. Apretó con fuerza los
puños. Sudaba.
Los rostros seguían pasando y el ruido de la ciudad iba aumentando, como
despertando de su modorra, de su apatía.
Luces estresado. ¿Todo está bien? Puedes confiar en mí. Además, aunque no
parezca, soy buena escuchando dijo soltando una sonora carcajada.
Tiene una bonita sonrisa. Aunque su risa es una desgracia pensó sonriendo.
¿Entonces?
¿Nunca sentiste la necesidad de escapar, de huir de todo? ¿De mandar todo a
la mierda? Hay momentos en los que siento que todo me asfixia, que no puedo ser yo.
Hay tantas cosas que he planeado y no he podido hacer.
¿Ah sí? ¿Y se puede saber qué tipo de cosas?
Volvió a bajar la mirada. Era extraño que empezara a sentirse cómodo con ella.
Sentía esa extraña necesidad de encontrarse con alguien y que lo viera conversando
con ella para ser el centro de atención.
Tocar guitarra, por ejemplo.
Vaya, que interesante. ¿Eres compositor? ¿Cantante tal vez?
No, pero tengo algunas cosas escritas a las que me gustaría ponerles música.
Solo eso. No es nada del otro mundo.
¿Me podrías enseñar algo de lo que escribes?
-La verdad es que no me gusta lo que escribo se volvió a sonrojar.
Quiso bajarse, correr a encender un cigarrillo y perderse en la ciudad. Cómo
extrañaba el sabor del tabaco, del café, de las madrugadas silentes.
Aun la tenía al frente, parecía despreocupada, pero había algo en sus ojos, en su
mirada. Parecía triste, como si necesitara una palabra o un abrazo.
¿Será cierto eso de que los ojos son la puerta del alma? ¿De qué nos sirve tanta
poesía? ¿Tantas palabras de amor? ¿Dé que sirven tantos gestos si no puedo
acercarme, ni tocarte, ni besarte, ni preguntarte por qué esos ojos tristes?

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Otra cosa que me gustaría es aprender quechua. Es un idioma que me
encanta, es fuerte, armonioso, y hasta cierto punto romántico.
Imataq sutiyki? Lo interrumpió abruptamente. Lo miraba con una media
sonrisa esperando una respuesta.
Se sonrojó por enésima vez. Tuvo ganas de escribir algo. Lamentó no llevar
consigo su libreta. Encontró un papel en blanco entre sus cosas. Cerró los ojos.
No quería que terminara el viaje. No quería que se fuera. ¿Y si le entregara mi
corazón? ¿Y si me pidiera que me quedara?
¿Crees en el destino? ¿Crees en la predestinación? ¿Que todo está escrito?
Lo miró con ternura. Tenía ojos grandes que intimidaban pero, sí, eran tristes.
No podía dejar de mirarlos, estaba hipnotizado.
No lo sé, pero si me dijeras que hoy nos íbamos a encontrar y que iba a pasar
todo esto, pensaría que sí.
¿Y si estuviéramos en un sueño, en un cuento? ¿Y si alguien ya supiera cómo
va a terminar esto?
Busca desesperadamente un lapicero. Ya tiene lista su hoja en blanco. Ve que
está a punto de terminar de leer el libro, la ve sonriendo como si se reconociera entre
esas páginas.
¿Cuántas veces se había perdido entre las páginas de sus libros, en acordes
imposibles, en versos inútiles?
No estamos en un sueño. Estamos aquí y ahora, mirándonos, tratando de
descubrir qué nos tiene preparado el destino.
No solo el destino, sino también el tiempo había sido cruel. Había dejado de
creer, de soñar. Tenía miedo.
Casi nunca tengo la oportunidad de ser cursi, pero en estos momentos tengo
la necesidad urgente de serlo contigo. Quiero que seas mi destino, que me abraces
fuerte y cures mis heridas, que me hagas olvidar, que me digas que soy bueno, que ya
no tengo que preocuparme por nada, que puedo dormir tranquilo, que somos
nosotros los que hacemos nuestro propio destino, que…
Abrió los ojos. Tenía algo escrito en el papel pero lo cerró. Vio que ella iba
cerrando el libro y miraba a través de la ventana con los ojos entreabiertos y
sonriendo. Guardaba sus cosas con paciencia, sin apuro. El viaje iba terminando,
deseaba que fueran por un café y se olvidaran del mundo y de todos sus parásitos.
¿Me puedes prometer algo?
Lo que quieras dijo visiblemente nervioso.

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Escríbeme algo. Una canción, un poema, una historia. Lo que quieras. Dicen
que si te enamoras de un escritor, serás eterna o eterno. Eres bueno, créetelo.
Recuerda que las cosas malas no duran para siempre. Guarda tus lágrimas y tu
pesimismo para otro momento. Abre los ojos, ¡mírame!
Aun tenía el papel entre sus manos. Miró alrededor con miedo. La vio
levantarse. ¿Adónde iba?
¿Me va a dejar así? ¿Después de todo lo que hemos pasado?
Se va acercando, lo mira, tropieza y se le cae el libro. Se apresura a levantarlo
para entregárselo.
Es un buen libro dice. Bryce es uno de mis autores favoritos
Lo sé. Muchas gracias. Disculpa pero ya tengo que bajar dijo.
Cruzó la avenida y se paró frente a un gran edificio rojo. Tocó la puerta.
Mientras esperaba volvió la mirada. Recordó el papel que había escrito. Lo fue
abriendo sin prisa. Lo leyó y sonrió. Miró hacia la calle. Ella seguía parada mirándolo y
sonriendo. Asintió mientras volvía a leer el papel arrugado: “Eres lo que siempre soñé.
Fuimos lo que alguien más soñó”
El tren retoma la marcha y se pierde en la calurosa mañana.

GIANCARLO UBILLÚS CELI


Perú
Twitter: @gubc
WordPress: gubillus.wordpress.com

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N
umerosa, según creo, es la palabra que mejor se aplicaba a la comitiva que
se alejaba de la costa de aquel mar a paso de elefante, hacia la capital del
Imperio.
Elefantes de regalo para el Gran Rey, caballos rayados de las sabanas, camellos,
perros de caza y muchos otros animales acompañaban al pequeño ejército que
escoltaba al Enviado. Él lo miraba todo desde lo alto de su litera trasportada por
cuatro esclavos, protegiéndose del sol con un tapiz y ropas de seda mientras los demás
sufrían el calor abrasador del desierto, en el que se internaban, sobre sus cuerpos.
Seguían una de las innumerables rutas que unen la Capital con cada extremo del
inconmensurable Imperio; apenas delineada en la arena que se empecinaba en cubrirla
cada vez que el viento azotaba desde el norte.
Desde el sur, desde el este y, una vez al año, del oeste.
El mensaje que el Enviado llevaba era el más importante encargo que pudieran
haberle hecho a quien, por su prosapia, poseía de las mejores sangres.
Y avanzaban sobre la arena.
Un día terminó. Un día no es suficiente para llegar. Otro también lo hizo, y uno
más después de ese. Ningún oasis apareció para que las vacías vasijas volvieran a
llenarse. El fasto de los adornos que colgaban de los animales y la litera, se opacaba
bajo el sol.
Los elefantes sintieron, antes que nadie, el rigor de aquella semana pisando
caliente arena. Sus patas ampolladas se negaron a dar un paso más. No llegaron a
posarse sobre ellos los ojos del Gran Rey, mas su carne, fresca en parte, alivió el
martirio de los hombres; sus restos hicieron otro tanto con los mastines.
El reflejo del sol, su calor emanando del cielo y la arena, incomodaba a los
hombres. Sus ojos no veían ya otra cosa. Y, cuando la segunda semana pasó, el camino
distaba, al parecer, mucho de llegar a su fin.
La piel comienza a resecarse y resquebrajarse cuando toda su humedad se ha
consumido y solo perdura el sol sobre ella.
Los animales, a falta de costumbre, soportan mal el calor; los caballos rayados
murieron y alimentaron, también, a los mastines que, por falta de agua, rabiosos se
volvían al anochecer. Un cazador sabe reconocer que, cuando la rabia ataca, es hora de
prescindir de su mascota. Los perros siguieron a los caballos en su destino. Las aves ya
no cantaban, sus plumas amarillentas recordaban pálidamente sus vistosos colores.
Solo los camellos parecían no notar los estragos del inclemente astro, los camellos y,
por supuesto, el Enviado.
El agua se agotó en la cuarta semana de travesía; el desierto no regalaba, en

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dirección alguna, el milagro del oasis, más bien, escondía sus dones a cada paso. El
agua se agotó, es verdad, para los hombres de la escolta, pero el Enviado escondía, en
lo profundo de su litera, tres odres colmados del preciado líquido sin que nadie lo
supiera. Hundía en ellos una de sus manos y bebía gotas durante el día para que la
espesa saliva no dañara su delicada garganta; por las noches se deleitaba trago a trago
sabiendo que, por lo menos él, resistiría un tiempo más si lograba conservar la calma.
En la dirección del sol, acercándose a la menguada comitiva, a pleno mediodía,
un caminante, un solitario hombre caminaba por el desierto sin mostrar sorpresa
alguna ante la visión de hombres y bestias cubiertos de arena. Venía de la Capital, si.
Conocía cómo llegar, si. Pero su camino lo llevaba en otra dirección. No, no llevaba
agua, pues conocía cada oasis del desierto. Siempre hay agua para quien sabe ver, dijo.
Hacia las dunas, también dijo, hacia las dunas deben ir.
Seis semanas bastaron para que los hombres desfallecieran ante la atónita
mirada de los camellos. La litera del Enviado quedó sin quien diera su fuerza para
conducirla y, por primera vez en aquel viaje, dejó su trasporte para pisar la arena
ardiente. Vistió dos camellos con paños de gala, improvisó una sombrilla para su
cuerpo y, a lomo de bestia, continuó su camino, sin olvidar los odres que mermaban
su contenido con el día.
Montando uno cada día avanzó dos semanas por el desierto, para entonces
también él casi sin qué beber. Uno de los camellos se desplomó, deshidratado, con el
Enviado sobre sí. Toda la parafernalia, toda la alcurnia de aquel personaje quedaron
revueltos en la arena.
El segundo animal no distaba mucho tiempo de la extenuación, y las dunas se
alejaban, cada mañana, otro poco. Como si el esperado destino de la capital imperial
no quisiera, por propia voluntad, entregarle sus secretos.
Envolvió sus pies en suaves sedas que cargara para obsequiar al Gran Rey.
Envolvió sus pies y continuó caminando cargando el último de los odres que, apenas
por la mitad, conservaba. Y caminó aquel día, y el siguiente.
Creyó estar avanzando más rápido, pues las dunas a las que ansiaba legar se
acercaban a él, un día, quizá dos de caminata y llegaría.
A la semana de ansiar alcanzar las dunas, apenas las veía más amplias de lo que
la lejanía dejaba ver.
Alcanzó la cima de las dunas, si. Un día de sol, por supuesto, luego de una
tormenta de arena en la que su cuerpo fue atravesado en millones de diminutos
puntos, y en la que el viento le hizo perder los últimos presentes para el Gran Rey. A
pesar de todo, logró llegar a las dunas y escalar su altura proverbial.

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Sin agua, empujado por la ansiedad de la proximidad de la civilización a la que
deseaba cercana, utilizó el resto de sus fuerzas para coronar la duna y mirar hacia el
otro lado.
Lo deslumbró el brillar del sol, como siempre, sobre cúpulas de oro y trozos de
piedras preciosas engarzadas en las paredes. Lo deslumbró la brillantez del agua en las
fuentes. Lo deslumbró todo aquello tanto que debió parpadear, tan solo una vez.
Lo suficiente para que aquel paisaje tan deseado desapareciera como si nunca
hubiera estado allí, lo único que tenía para ver en aquel sitio perdido era, simplemente,
arena.

JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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"¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste y te siento lejana?"
Pablo Neruda

L
os últimos meses la miré feliz. Caminaba por toda la casa, acomodando
cosas, regando otras, moviendo todo de lugar. Estaba inquieta. Se quitaba
los zapatos en la mañana y hasta la noche volvía a calzarse. Terrenal. Se
despertaba temprano, se tardaba horas bañándose y se vestía siempre como para una
cita a la que nunca acudía. Traía el cabello suelto y revuelto, libre. Como es ella.
Empezó a comer poco; a tomar menos alcohol; a comer más chocolate; a dejar
el café a medias y la sopa completa. Parecía una niña. A ratos la oía cantar por la casa,
lavando trastes, barriendo, cocinando. Tarareaba canciones nuevas, como memo-
rizándolas. Sonreía. El mayor cambio fue verla sonreír por todo, por lo feliz y por lo
triste.
Una noche la escuché en la habitación, gemía con fuerza, a solas, la oía
desbaratarse. Me imaginaba la escena. Su cuerpo desnudo sobre la cama, a oscuras,
acostada de lado; su mano derecha presionada en medio de sus senos, a ratos
escapando a sus pezones erectos, pellizcándolos un poco, con suavidad como quien
desmorona un polvorón entre su pulgar e índice; un nuevo movimiento que la tiene
encantada.
Su cabello acostado haciendo gala de rebeldía. Su boca entreabierta, suspirando,
por momentos sus labios se secan; su lengua sale un poco, y humedece dando vuelta
por ellos, de a poco, acariciándose, apenas lame para poder continuar.
Su mano izquierda ha pasado de su cintura a su vagina un ciento de veces. Sube
y baja pasando por sus costillas, dando vueltas por su ombligo. Cayendo en su vientre,
mezclándose entre su vello, abriendo sus labios, buscando su clítoris, girando un dedo
alrededor de él, tocando la punta, después otra vuelta; así hasta encender sus mejillas,
hasta desesperarse. La señal es ver sus tobillos pegarse uno con otro. Después sus
piernas tallarse entre sí, la mano se aprisiona dentro, llega al límite y finalmente mete
un dedo en su vagina. Humedad. Calor. Presión. Bordes. Texturas. Calor. Mete otro,
entran y salen, los dobla un poco y siente ese lugar, ahí, donde pierde el sentido la
razón y presiona. Su otra mano deja de lado a los senos y los pezones, mete los dedos
en su boca, abierta, trabada como en un grito que ha muerto en el silencio y la
intimidad de la oscuridad. Chupa sus dedos, los deja goteando y así los lleva a su ano.
Acaricia alrededor, abre sus nalgas y apenas mete un poco, siente la contracción
natural; la otra mano no para de subir y bajar y presionar. Sus ingles se humedecen con
una mezcla de sudor y lubricante. Mete por fin un dedo atrás. Está perdida. Ha llegado
muy lejos. Mete y saca por ambos lados. Alucina y fija sus ojos entrecerrados en un

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punto en la pared, ¿en qué?, ¿en quién piensa?, ¿qué siente?, ¿qué mira? Continúa. Se
detiene atrás con cuidado y delicadeza. Continúa adelante y un suave líquido de
exquisita textura, blanquecino inunda su mano y culmina con el grito que calla en su
almohada. Duerme. Caída en su propia batalla, en la que nadie pierde. Su sueño es
profundo, el cansancio de un orgasmo no tiene par. El sueño tras el éxtasis es
imperativo. Duerme.
Atiné, así más noches y cada vez más. La sonrisa no se iba. Una tarde todo
paró. Se encerró en un cuarto, envuelta en cobijas. La taza de café rebosante, los
chocolates olvidados. El cabello agarrado en un estirado y doloroso chongo. La
prisión del rebelde azabache. La cara triste. La sonrisa desaparecida. Unos ojos
hinchados de tanto llorar a escondidas. Silencio en la casa, ni canciones, ni pisadas, ni
vueltas. Los pies envueltos en calcetines y zapatos duros, rígidos, jaulas.
Despertándose tarde. Dejando pasar un día entre baño y baño. La misma ropa todos
los días, sin accesorios ni colores. Era tan hermosa antes de aquella tarde en que todo
cambió.
Por mi madre, lo juro, lo voy a buscar y le ruego que vuelva con ella, porque yo
solo no puedo hacerla tan feliz como lo había hecho él, aunque sea a la distancia.

VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ


México
Twitter: Doña Clito @veroglezcan

100
101
C
omenzar de nuevo a los cincuenta años, no es tarea fácil, menos aún, si
hace ya un año acabas de perder a tu familia. Pero debía intentarlo.
En todo caso, no tenía otra opción creo. A menos que ocurriera un
milagro y yo ya no creía en ellos. ¿Cómo hacerlo? Myrna y Franco estaban bajo seis
metros de tierra y lo único que moderaba en algo mi ira, cada vez que llegaba a
visitarlos al cementerio, eran sus pequeños retratos de cuando estaban sonrientes,
vivos, a mi lado. Esas fotos me miraban desde sus lápidas y junto a sus nombres.
Ambos, en aquellos instantes de dolor infinito, parecían decirme que no me afligiera
tanto, que dentro de poco estaríamos juntos... Cuán en lo cierto estaban. Cuánta razón
tenían.
Morning era el nombre de aquella ciudad y cuando el achacoso colectivo me
dejó en la estación, tuve la impresión de estar en un pueblo fantasma. Pocos y
misteriosos habitantes. En aquel momento, una pareja cruzaba las grandes puertas de
vidrio en la entrada y pasaba a mi lado. Miradas furtivas, ojerosas, esquivas. Andar
lento, parsimonioso. Salí al exterior y caminé unos metros por la explanada hasta
encontrar un taxi. La voz del conductor sonaba cavernosa al preguntarme la
dirección... Tal vez exageraba. Imaginaba cosas. Me preguntó nuevamente la dirección
y le di la del hotel que me habían reservado. Veinte minutos después, llegábamos. Ni
charla, ni gestos amables. Incluso apenas pude divisar su rostro desde atrás, reflejado
en el espejo retrovisor. Tampoco me parecía que importase mucho.
El conserje que me recibió aparentaba cien años y creo que los tenía. No quise
averiguar. El anciano revisó su libro y me extendió un juego de llaves. Habitación 48
B, planta alta. Venía hasta este lugar, contratado para dar una charla sobre literatura de
ciencia ficción y terror. Cada vez que ponía a mis ocasionales oyentes en trance con la
presentación y sinopsis de mis relatos, cobraba en dólares una buena paga de la
editorial contratante. A veces eran fundaciones, ONGs, alguna asociación. Esta vez
fue un club.
La Señora Madsen era la anfitriona en la sede a la que fui invitado. Una casa
antigua, de estilo victoriano, color pastel, cortinas rojas, rosales frondosos en el jardín
del frente. Unos altos e imponentes fresnos la rodeaban y batían sus ramas sobre
aquellos rojos también, tejados.
¿El té sin azúcar...verdad? pronunció Sonia Madsen, al acercarme la taza
humeante de rigurosa porcelana.
Sí...¿Cómo lo sabe? pregunté.
También somos indiscretos seguidores de sus...costumbres. Respondió
Queremos que se sienta cómodo...

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Una hora después, el auditorio era numeroso. El inmenso estudio en la planta
baja, de amplia biblioteca, mostraba muchos señores y señoras de edad similar a la mía,
casi no había jóvenes, salvo un mayordomo negro a quién la Señora Madsen llamaba
Trevor. Un muchacho de unos veintitantos años, alto, espigado, con ceñido traje
clásico, oscuro. Solo sus ojos eran vivaces, comparados con los del resto de quienes
estaban ahí. Sé que escuchaban con atención lo que yo decía, algunos incluso tomaban
apuntes. Pero en todos ellos, podía detectar cierta parsimonia, parecida al desgano.
Estaban en ese lugar por mí, invitados, y quizás admiradores, como dijo Sonia. Si así
era, no lo demostraban mucho. Creo que esperaban algo más.
Al finalizar mi charla, hubo un tibio aplauso. Firmé unos veinte ejemplares de
mi último libro y al estar solo con la dueña de casa, vicepresidenta del club, me pidió
que me quedara un rato más. Intentaba mostrarme su prolífica colección de libros.
Tenía unas horas por delante hasta que saliera el próximo bus a Galveston, podía
concederle una. ¿Por qué no?
En determinado momento, luego de acomodarnos en mullidos sillones de
cuero y de haber ojeado algunos ejemplares valiosos de escritores como Poe,
Lovecraft, en fin, los grandes maestros del terror y el misterio, Sonia me acercó un
álbum de fotos. Allí estaba la historia de aquel club y mi sorpresa fue mayúscula al ver
en una de ellas, a mi padre.
Posaba muy serio, junto a seis personas que no reconocí, frente a la casona. En
sus comienzos, me contaba, fue un poco difícil creer en ese proyecto pergeñado por
estas personas, pero especialmente por mi padre, basado en cierto mito que rodea a
quienes como él, son tan determinados, audaces, soñadores. Pero lo había logrado,
parece.
Bebí un sorbo más del excelente coñac que Trevor servía displicentemente.
Estaba cansado por el viaje, la charla, los libros, las fotos y esta emoción última.
¿No quieres saber de qué se trata todo esto? preguntó Sonia Madsen.
Hoy no, gracias, quizás en otra ocasión. Le prometo que volveré con más
tiempo a seguir charlando. Contesté lo más educadamente posible. Sonia sonrió y
pude ver en sus ojos, cierto destello de picardía.
Claro...seguro. Estamos aquí y tiempo es lo que nos sobra. Gracias, cuídate.
Demoré un poco la vista ante la fachada de la casa, mientras esperaba el taxi.
Casualidad o no, era el mismo chofer, quién, por supuesto, parecía conocer cuál era mi
destino. Murmuré apenas acerca del estado del tiempo, llovería. No contestó. Me llevó
directo a la estación. Otra vez la pareja que vi al llegar me cruzó, esta vez, salían. El
bus arrancó no bien subí. Al instante me empecé a adormilar. Agotado por la charla y

103
el coñac, seguro.
En el breve sueño, reviví una historia acerca de aquellos que, abrumados por
sucesos graves o desgracias familiares, desesperados, se suicidan, negándose a sí
mismos, la posibilidad de llegar al paraíso.
El chirrido de los frenos del coche me despertó. Bajé apresuradamente desde
mi asiento en la última fila y con asombro me di cuenta que estaba de vuelta en
Morning. Ofuscado, pensé en esperar el próximo coche. Seguro ocurrió que el chofer,
retomó el recorrido de ida y vuelta, sin reparar en que yo me hallaba dormido allí
detrás. Ni siquiera se le dio por revisar. En la ventanilla de la Empresa me dijeron que
habría otro bus disponible recién unas dos horas después aproximadamente. Opté por
volver al único lugar conocido: la casa de la Señora Madsen. Me recibió con mucha
amabilidad, parecía segura de que yo volvería.
Pase, siempre será bienvenido. Si no le molesta, podríamos seguir la charla.
Acepté de mala gana.
Como un fantasma, Trevor se acercó a mí, ofreciéndome alguna bebida. Dije
que no. Sonia desplegó su simpatía y abrió de nuevo el viejo libro de fotos. Fue como
si el momento se hubiese congelado. Las hojas pasaban y la voz de Sonia, contándome
la historia del club, se hicieron una letanía. Así me enteré de una larga lucha dialéctica
de mi padre con personas que, como él, arrastraban en el fondo de su alma, historias
ocultas. Prohibidas. Volvió a mi memoria aquello de los suicidas, ya que él se había
desgajado un tiro en la boca a los cuarenta y ocho años, asfixiado por las deudas.
Uno a uno, hombres y mujeres de aquella cofradía, reflejaban a través de sus
fotos, en su mirada, el estigma ¿Los actuales miembros también?
Faltaba media hora para mi partida, apurado pero intrigado sobremanera por el
final de esta historia, prometí a la Señora Madsen que volvería.
Seguro dijo. Aquí estaremos.
Llegué angustiado a la Estación y más inquieto aún, pues nuevamente viajé
hasta el lugar con el mismo inexpresivo chofer de taxi de la vez anterior. Me dolía
horriblemente la cabeza. Subí apurado al colectivo, me arrebujé en mi asiento, al final
del pasillo y con la imagen de mi padre grabada en mis retinas y la sangre corriendo
por el piso y por su alfombra. Volví a adormecerme. ¿Una hora, dos...diez minutos?
No sé, al despertar, la mano del chofer intentaba sacudirme.
Está bien. Ya bajo...ya. Le dije.
Perdone Señor, hemos llegado a Morning. Aclaró.
En aquel momento, confieso que me paralicé, aterrado. Bajé precipitadamente,
atropellando al escaso resto del pasaje y busqué las puertas de salida. Allí, para mi

104
horror, una pareja conocida, entraba nuevamente al amplio hall del lugar. Sin mirarme.
Con la vista al piso. Sombríos. Como era de suponer, el taxi me esperaba. Sin saludar
siquiera. (No tenía sentido). Dejé que me llevara, otra vez, al club. A Sonia. A la
verdad. Su voz melosa, me acarició.
...porque este es el calvario eterno de quienes, como tu padre, yo, Trevor y
los demás miembros que aquí te escuchamos tarde a tarde, sufrimos al quitarnos la
vida. Giramos enloquecidos por una misma situación y volvemos siempre al último
lugar donde hemos muerto... Eres el hijo de uno de los Fundadores y te envenenaste
hace una semana, loco de remordimientos y soledad. Este es también tu club... El Club
de los suicidas... Finalizó.
Yo temblaba.
Puedes creerlo si quieres. La leyenda o el mito, como quieras llamarle, existe.
Pero si no estás convencido, puedo contártelo todo otra vez...desde el principio.

Sergio NÚñez
Argentina

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1. MUJER TRÁGICA

TRES PALABRAS

D espertó con la dulce certeza de su presencia. Se sonrió en la semipenumbra,


demasiado adormilada como para separar los párpados. ¿Pero qué falta le
hacía? Bien segura estaba de que era él: el corazón se le hinchaba de amor.
Atisbó por entre las rubias pestañas y vio la silueta adorada recortarse contra la
luz del candil, negra, negra. Se incorporó sobre las almohadas, abierta la sonrisa, en
tanto agradecía en silencio a Dios por haberla bendecido con aquella pasión tan
inmensa como exótica... Los oscuros labios de la silueta comenzaron a moverse, y ella
se estremeció, anhelante de aquellas, sus tres palabras de siempre, que solían colmarla
de dicha y de deleite: ¡Cuánto te quiero!...
Esperó.
—¿Rezasteis vuestras oraciones? —dijo el Moro.

2. MUJER SOCIOPOLÍTICA

DIFERENCIAS IDEOLÓGICAS

E ra lo único que empañaba nuestra relación casi perfecta: incluso lucía la


barbuda efigie del “Che” impresa en el frente de su abultado suéter.
—Vos hablás mucho de “libertad” y de “no opresión” —le observé al fin—;
pero no tenés el más mínimo reparo en guardar a esas dos tan apretadas...
Se convenció. Sus manos ágiles revolotearon, tironeó del suéter, y el “Che”
dejó de interponerse entre los dos.

3. MUJER CIBERNÉTICA

ÚLTIMO MODELO CON FILOSOFÍA PROGRAMADA

M e costó hasta el último peso, y hasta la postrera porción de aire pulmonar;


pero valió la pena.
¡Era el último modelo! Pelo natural, seudocarne y... ready for action, como
rezaba el prospecto, Incluso hablaba..., y filosofaba también.
Judy: el sueño inflatable del solterón.
Avancé hacia ella, jadeante. Sus ojos azules (¿de qué diablos los habrían hecho,
que hasta se movían?) rezumaban de promesas. Sentí húmedas las palmas y galopante

107
el corazón. ¡Judeee!
¿Cómo ocurrió? ¡Ay! Nunca lo supe. Una quemadura en la estufa, un pinchazo
accidental... ¡Qué importa ya! Todo terminó para siempre.
Oí una explosión apagada y la vi encogerse ante mi impotente horror. De entre
las mejillas, progresivamente fláccidas, se escapó un suspiro de voz; una delicada
excusa:
—De goma somos... —y Judy murió.

CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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S
e encontraba en el centro de la habitación principal de la casa. Respiraba
profundamente. Olía el ambiente que tenía un aroma particular y único, era
similar al de su cuerpo, y en cada inspiración cerraba los ojos y retenía el aire,
como intentando detener el tiempo.
Miró a su alrededor, nadie en la izquierda, nadie en la derecha, nadie delante de
él. Comenzó a pensar y se dio cuenta de que la vida lo hallaba solo, y que las personas
ocupaban una ínfima parte de su tiempo en el día, quizás porque nadie se acordara, o
por el mismo tiempo, que al transcurrir aumenta el olvido de los demás.
Percató sus manos arrugadas llenas de venas que parecían trascenderle la piel,
las dio vuelta y su palma estaba más rosada que nunca. Sabía que el momento se
avecinaba. Comenzó a caminar, o mejor dicho, a desplazarse por la casa sin rumbo. La
miraba, miró cada grieta en la pared y cada parte renovada. La contemplaba como si se
tratara de la primera vez que la veía. Se detenía y acariciaba los muebles viejos de
roble.
Cuando pasó su mano por ellos, pude darme cuenta, por su mirada, cómo
comenzaba a recordar.
¡Ah! Aquella navidad donde estábamos todos reunidos, y el murmullo
perduraba por horas. Cuando en ese entonces los niños me llegaban a las rodillas y
corrían a abrazarme las piernas, y veía esos rostros que miraban para arriba
retorciendo el cuello y conectando sus ojos para expresarle un amor que ellos no
notaban que se lo daban, sino que lo hacían por mero instinto.
Miró la pava, y recordó las tardes de eternas conversaciones con su esposa.
Echó un suspiro de nostalgia y de antitética esperanza. Una sensación de agobio y
angustia lo invadió en todo el cuerpo, como si súbitamente el corazón se alzara y en
cada exhalación volviera al lugar natural, dejando un hueco insaciable. Esa congoja no
tenía nada que ver con lo que padecía, sino que era la mera tristeza haciéndose notar
en lo físico, el lugar donde lo que nos desborda en nuestra alma toca fondo y se
manifiesta externamente.
Quiso evadir los recuerdos, porque levantó la vista, miró hacia arriba
intentando ocultar las lágrimas de sus ojos, y prosiguió su camino. Olvidando que solo
se movía por el simple hecho de recordar para negar su realidad.
Abrió la puerta del estudio donde se hallaba la biblioteca y todos sus trabajos
recolectados y disminuidos en un pisa papel. Volvió a pasar la mano por otro de sus
muebles y se sentó en la silla de su escritorio. Abrió un cajón repleto de cartas de las
personas más importantes de su vida, ya que solo utilizaba ese medio de manera
especial. Leyó cada una de ellas tomándose su tiempo, sin importarle que contaba con

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poco y que aguardaba su espera. Al entrometerse en cada carta sentía como si reviviera
cada uno de esos momentos. Lloró taciturnamente y se sintió tranquilo al pensar que
su vida había tenido un sentido.
Se dirigió al marco de la puerta y de nuevo contempló, mientras suspiraba, el
escritorio. La tristeza le llegó, ahora, a su cuello, con un nudo agobiante en su
garganta. Repasó la sala, cerró los ojos, los volvió a abrir, deslizó sus dedos por el
picaporte frío, y cerró, lentamente, la puerta. Al oír el choque de la cerradura se quedó
parado con la cabeza apoyada en la madera. La acarició mientras suspiraba y giró
prosiguiendo su camino.
Así lo hizo con todas las habitaciones, recorría, examinaba, volvía contemplar y
cerraba lentamente.
Al llegar a su cuarto, se sentó en la cama, levantó la vista y tomó la ropa que
estaba doblada. La estrechó contra su cara por un momento, y la guardó en el bolso.
La cantidad de mudas que empacó tenían relación con el tamaño de su esperanza.
Tomó el espejo que reverberaba el sonido de su esposa. Se miró y observó el poco
pelo que le quedaba y por ello, decidió no peinarse, sino enfrentar la circunstancia
naturalmente, de la misma manera en la que nació; despeinado y en una sala blanca de
un hospital.

Alistado y entregado regresé a la habitación principal y noté uno de mis últimos


descubrimientos: mi hija había estado desde hacía unas horas esperándome.
Lo miré y supe que había estado observando lo que hacía, ya que intentaba
ocultar las lágrimas de sus ojos y con su voz entrecortada me dijo, ya sabiendo la
respuesta:
¿Ya acomodaste todo, papá?
Sí hija respondí, pasando mi mano por su nuca para besarle la frente.
Quizás disimulé bien mi despedida, o tal vez todos estaban esperando el
momento de manera oculta, porque lo más inútil que haría ahora sería acomodar mis
cosas, más bien dejarlas como están para que luego sean un destello de algo que
sucedió, un espejo detrás de una puerta cerrada cerrada por mí que refleje mi
cara, más allá de que inexorablemente los años cambien esas salas y el aroma del
ambiente se vuelva vacío y sin memoria.
Vamos agregué.
LOURDES CUCCO
Argentina
Tumblr: https://nefelibatamente.tumblr.com/ Twitter: https://twitter.com/LulaCucco

111
112
N
o faltaba ni un solo detalle en aquella casita victoriana que recibiera por su
cumpleaños. El distinguido cabeza de familia leyendo el periódico en el
sillón orejero, su delicada esposa bordando junto a la chimenea, las
mellizas de rubios tirabuzones tomando el té en el cuarto de juegos. Cuando los sentó
a la mesa del salón para la cena, no reparó en el ojo malva de la madre. Tampoco se
percató de su labio partido durante el desayuno en la cocina. Pero ante la luna del
armario descubrió que apenas se tenía en pie y decidió acostarla en la cama con dosel
del dormitorio principal. A la hora de la comida, echó en falta al padre. Y mientras lo
buscaba en el baño, la biblioteca y el desván, las niñas observaban de reojo, con una
sonrisa aviesa y sus vestiditos manchados de tierra, la pequeña pala del jardín.

RAÚL GARCÉS REDONDO


España
Página WEB: www.desdesoria.es/tieneunminuto

113
114
T
ú estás de pie en la pequeña habitación, sin hacer el menor ruido. Nuestra
habitación siempre fue obscura, solitaria y pequeña… Ahora que lo re-
cuerdo mejor, ambos estábamos de pie, tú me mirabas con atención, pero
yo estaba ausente como si estuviera aprendiendo a moverme de nuevo.
Recuerdo también la ropa que traías puesta ese día, era una simple camisa de
rayas, la mía era una blusa del color de las tripas frescas, ambos con pantalones cortos.
Preguntaste qué me sucedía, pero yo bajé la mirada, eso no te gustaba, porque te
costaba ver mi cara.
¿Cómo entraste aquí? dije.
Compartimos llave, creí que sería mejor devolvértela.
Asentí con poco interés.
Moviste tus dedos ansiosos, como si estuvieras temblando.
Creo que aún es tiempo para hablarlo.
Fuiste tú quien dijo adiós. Giré la cabeza para ver donde pusiste las llaves,
nos esforzamos mucho para mostrar rostros apáticos, aunque los dos llorábamos por
dentro. Fuiste bastante claro.
Das unos pocos pasos para poder ver mi cara, respetando los centímetros de
distancia que suelen tener los amigos. Eso me dio la impresión de que por fin sabías la
diferencia entre amigos normales y amantes, entre lo que de algún modo empezó y ya
no terminó así.
Te inclinaste un poco para verme, pero la dirección de mi mirada sigue
orgullosa. Pronto, decidiste investigar el espacio que nos rodeaba, buscando alguna
diferencia desde que te fuiste o algún recuerdo que se quedó por ahí; ganando algo
más de confianza te aproximaste a las cajas y te sentaste sobre el suelo, acercando tu
rostro a ellas y leyendo las letras con plumón permanente. Te cercioraste del aroma y
la textura para hacerte una idea.
Cuando llegué aquí por primera vez, estaba convencido de que vivirías una
aventura interesante. ¿Así fue? Dijiste al mismo tiempo que te levantabas del suelo.
Tal vez. Sonreí con un afán de molestarte un poco, no te gustaban las
respuestas poco directas, tanto como a mí.
Dirigiste tus pasos a la puerta que dejaste entreabierta. Pero…Tu voz me
sorprendió de repente, no tenía en mente de que te quedarías tanto tiempo por
devolver una simple llave, quizá, eso solo era una excusa.
Me molesta que ya no tenga ninguna influencia en este entorno, cambió
tanto todo que es como si, nunca hubiera formado parte de ti… Este sentimiento

115
desbordante, no sé cómo llamarlo ¿qué es? Te levantaste y cerraste la puerta, ahora
con determinación; de manera inconsciente levanté la mirada y me topé con la
tuya.¿Cómo lo haces?-
Es la primera vez que te veo así, no triste, ni frustrado; esas expresiones tuyas
ya las conocía, sin embargo, esta es nueva; estabas vulnerable, ¿por qué muestras ahora
tus sentimientos cuando tomaba mi avión de vuelta a Burgos? ¿Por qué no antes? ¿Por
qué no fuiste sincero cuando te vi con esa otra persona o antes de aceptarme?
Este tipo de manipulación no me gusta.
Desde que acepté mis sentimientos por ti, nunca fue mi intención herirte, de
todos modos, ya no puedo hacer nada al respecto. ¿Quieres saber cómo lo hago?
Elimino todo lo que me lastima y sigo.
¿Qué tengo que hacer para poder estar contigo? ¿Cuál hazaña debo realizar
para poder tener, tan siquiera, tu perdón? No soporto la idea de que fui yo quién te
hirió.
Rompiste la distancia y tomaste mis brazos; recordé las noches donde me
albergaba en esos brazos y la idea de que alguien más pronto estaría ahí. Inhalé con
fuerza y apreté la mandíbula, quise gritar al principio, pero el nudo de dolor en el
corazón se subió a mi garganta.
¡Basta! Sacudí tus brazos lejos de mí y me aleje. Déjame en paz, ya me
has atormentado lo suficiente.
¡Deja de ser tan orgullosa! Enójate conmigo, grítame, golpéame si eso hace
falta, pero deja de estar así.-
¿Por qué no fuiste más decidido?-
¿Cuándo te lastiman de este modo no es lo mismo que estar en un sueño? ¿No
es igual a estar vacía? ¿Esto no es igual que estar en un sueño?-
Ahora caminas a la puerta, con una nueva determinación, pensando en algún
tipo de propósito para salir de ahí. Y lo tenías, te había herido por el simple hecho de
que me hiciste sentir herida… La venganza solo suena bien en la cabeza.
Si tu intención es borrar esas memorias del ayer de este modo entonces, eso
es suficiente. Solo sonreíste y te despediste sin palabras, como un fantasma
obsesionado.
Un día antes de tomar el avión estuve caminando por las calles estrechas donde
solo los gatos callejeros y yo nos animamos a caminar. Creo que llevaba cargando un
ramo de galantos que alguien dejó en mi puerta, sin embargo, no tienen ningún
significado; llegué al final del callejón, donde estaba la vieja cerca de madera que me

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separaba de resbalar de la caída en picada de la tierra y caer al agua fría del río.
Agaché la mirada para ver la ciudad que estaba del otro lado, la brisa me abrazó
por la espalda y separó los pétalos y dejé a mis sentimientos perderse, para que
siguieran al viento y se fueran a otro sitio, para que todos esos sentimientos cayeran en
picada. Aún los escucho crujir y salpicar contra el suelo y las rocas, conforme se alejan
y se acercan al vacío.
Si eso no me es suficiente, trataré de permitir que mi corazón permanezca
medio vacío ¿o se dice medio lleno? Pero ¿cómo sería si intentara llenar mi corazón
con el agua del mar más profundo? ¿Entonces podré sentir de nuevo?
Hablé, hablas y ella habló sobre el amor, pero, me temo que ese concepto ya es
algo que está más allá de las nubes, más allá de ti y de mí; nos alineamos al mismo
tiempo, en la misma espiral de nuestras vidas. Tu tuviste una pelea con tu prometida,
ella estaba molesta por tu negación y yo estaba molesta porque alguien me empujó y
mi borrador había caído al agua estancada de la fuente.
La decisión definitiva fue simple, los tres cambiamos los ojos de dirección.
Pero esas figuras del pasado se estiraron como sombras, a tal punto que ya no
podemos ver aquel amor, porque nuestras mentes están brumosas; la mía, la tuya y la
de ella.
Un gato de manchas naranjas, negras y blancas roza mis piernas y maúlla, en un
pequeño intento de consolarme. ¿Yo? ¿Ser consolada?
¿Los errores pueden borrarse o aplastarse? Susurré en voz baja, con cierta
privacidad.
Escuché pasos detrás de mí y giré veloz por instinto, pero no era ningún
peligro, era el recogedor de basura, El Moro, le decían, por su parecido físico al
personaje de Otelo. Sí, ese barrendero que se volvió la primera persona amable con
quien traté cuando llegué al pueblo.
Es cierto que soy un simple barrendero, y los líos amorosos dejaron de
importarme hace mucho tiempo, pero reconozco una mirada de dolor; las veo muy
seguido.
Me invitó a pasear porque era su día libre. Era extraño verlo con ropas casuales,
parecía disfrazado.
Llegamos al parque de Cáliz y hablamos un poco; ya no sé cómo llegamos a
cierto punto que me dijo unas bellas palabras que jamás olvidaré: “Incluso la basura
más ignorada tiene rasgos de amor, están cubiertos por la vergüenza pero el amor
nunca se va de las personas”.
Cuando regresé a casa a empacar los últimos objetos que no guardé porque los

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iba a usar el día de hoy me percaté de algo importante: No quiero permitir que esos
días que compartimos, que imaginábamos, que vivimos y tratamos de revivir se
desvanezcan.
¿Ahora hablaremos de esos días en nuestras memorias?
“¿Se puede arreglar? Dijo El Moro.
Estás loco… Teníamos peleas infinitas.
Pues bien. Contestó. Ahora compartirán sonrisas avergonzadas y se
despedirán sin más”.
Despedirnos como si nada era una idea detestable, pero la más viable a suceder.
Admito que tuve el fugaz deseo de que se despidiera de mi en la terminal, pero no lo
haría, no después de que… Ambos tuvimos la culpa.

Es la madrugada para irse, cargué mis maletas y salí del departamento, le


entregué las llaves a recepción y me despedí; El Moro me llevó en su camión de basura
al aeropuerto y no hablamos en todo el camino, que era bastante largo. Pero no fue
necesario, yo necesitaba silencio y él lo respetó.
En todo el camino al aeropuerto no quise pensar en nada más que en la
logística del avión, las horas, el dinero, los papeles, llegar a casa… Subí al avión y miré
por la ventana esperando ser la primera en ver un amanecer. La mañana, sin duda es
brillante, y esta ciudad pone nuestros sueños en una cuna, incluso hoy, tal parece que
nos hemos olvidado mutuamente. ¿Acaso eso no es verdad?
Cerré la boca de mis emociones y si me siento incómoda por acumular el
silencio, eso está bien, porque sentir tal tristeza significa algo, avisa que significaste y
que tal vez yo signifiqué algo. Ahora me siento asqueada de amor, de demasiado amor.
Es cierto que nos dijimos cosas horribles sin que el otro se enterara, se lo
dedicamos a nuestro lado callado, a ese lado que está a nuestras espaldas.
Ahora, oh ahora que miro el reloj, debería ser el momento en el que me decías
al despertar: “Aquí nadie nos verá” y yo te contestaré un “Lo sé.” Porque ya nadie nos
verá, nuestras mentes nos pertenecen.
Mezclamos, nos mezclamos, nos separamos y volvemos a unir, y justo en el
final, tomamos el camino de regreso y nadie nos vio, ¿pero nada cambia?
Las campanas de aviso del avión me distraen: “Atención pasajeros, se está
retirando un obstáculo de la pista pero pronto volaremos a su destino”.
Por mera curiosidad volví a asomar la mirada y un pensamiento mío de antaño
se confirmó: “Cuidado con lo que deseas, porque los deseos son niños, y los niños
escuchan”.

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Te estabas peleando con los del cargamento de maletas, se gritaban porque las
turbinas de aire son muy fuertes, de seguro te decían que nadie podía bajar, pero ellos
no sabían que no aceptabas los no. Traías puesto un traje elegante y tus zapatos negros
colgando del cuello.
Obvio no, por supuesto que no. No te atrevas a decirme que sabes qué es el
dolor, porque no es verdad, en cambio yo siempre lo supe. Fue en el comienzo de
esto, cuando decidimos todo por nuestra cuenta y sin preguntar, eso provocó que lo
nuestro se volviera inútil pero volviera a un breve buen inicio.
Aunque, en este momento me lo pregunto, ¿podremos cambiar? Por nuestra
cuenta sí, ¿pero queremos hacerlo?
Me reconoces, hablas, parloteas y yo ya estoy mareada sobre el amor, pero en
un buen sentido, pero ya te lo he dicho y lo repito. Eso está más allá de ti y de mí; por
ahí, más arriba de las nubes.
Tranquilo, ni tu ni yo podemos verlo, aún. Ahora me hablas de
arrepentimientos, sobre lo que aún puede pasar, pero sé que no pasará.
“No nos hemos olvidado del uno y del otro”.
Repites la palabra una y otra y otra vez, te niegas a escuchar y lo vuelves a
intentar; entonces voy en contra de mi orgullo y digo “está bien”.
Nos volvimos a ver, de noche por primera vez, nos atrevimos a saltar, llegando
al final, tú generaste cenizas alrededor tuyo y yo me alejé dejando hojas como huellas.
Cuando te diste cuenta que me fui gritaste, pero yo me despedí riendo.

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO


México
Twitter:@SofíaLuCa18
Blog: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com.ar/

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120
G
uardaba la carpeta en la mochila cuando Carla se dio vuelta en su silla y
trató de decir algo.
Maa…Ma…ría… tartamudeó bajito. Estudió a los alrededores por si
alguien nos escuchaba... aa..aayyud..dd..ddaamme ―me clavó los ojos
por un momento y las lágrimas se las arrancó con el puño sucio del guardapolvo.
No sabía cómo responderle. Desde cuarto grado era la rarita y nadie le hablaba.
Vi que tenía el pelo muy enredado: rastas bien negras y opacas, gordita, algo fea, pero
no por eso le decíamos así, no: le decíamos rarita por su mamá. Mi papá decía que esa
mujer tenía algo que a él no le cerraba.
Me mostró la prueba de lengua: respondió todo mal.
¿Te presto las hojas? le pregunté. Asintió con la cabeza. Busqué los temas
en la carpeta y se los di. Sonó el timbre, y salí al patio. La mañana siguiente, durante el
recreo, pasó delante mío corriendo con un tipo. Los dos gritaban.
Me contaron que ese hombre era su tío, la sacó temprano porque la mamá tuvo
un accidente horrible y falleció.
Por la noche salimos con papá a ver la tormenta que se venía, capaz así me
levantaba un poco el ánimo después de lo de Carla. El refucilo iluminaba las enormes
nubes negras que se agruparon formando a un remolino gigante que no tocaba el
suelo. Una luz muy fuerte nos obligó a cerrar los ojos y en ese instante oímos una
explosión, el piso temblaba y nos metimos corriendo a oscuras llevándonos por
delante todo lo que se vino abajo.
Ese trueno cayó cerca dijo mi papá abrazándome, si agarró una casa la
prendió fuego. Seguro se prende fuego.
A un mes del rayo que provocó el temblor, en el barrio se empezó a hablar de
una camioneta blanca, a veces roja, que levantaba chicas. La verdad, tenía más miedo a
la última evaluación, que era en unos días, y me faltaba todo lo que le presté esa vez a
Carla, que a esos secuestradores.
Guardé todo y salí del colegio pensando en cómo recuperar mis hojas, con la
canción de Lali que se me pegó y no me la sacaba de la cabeza.
El sol estaba tan fuerte que me crucé de vereda. Doblé y mientras enviaba un
WhatsApp me agarraron del brazo. Era un pibe que no conocía y no me soltaba. Me
acordé de papá, iba a gritar con todas mis fuerzas pero me mostró un cuchillo y apoyó
el filo contra mis labios. Me arrastró a una camioneta roja y arrancó. Eran dos, uno
manejaba.
Decían que no me iba a pasar nada, el que estaba conmigo agarró una media
mugrienta y la metió en mi boca atando también un pañuelo. Fue tan asqueroso y no

121
podía vomitar. Me tapó con una bolsa de tela agujereada. Ese olor era lo peor, a
humedad, a tierra, a carne podrida o a todo eso junto. Me tenía recostada sobre las
piernas de él.
Tirada sobre una cama, la cumbia sonaba fuerte. No veía nada. Uno se quedó
acariciándome la pierna, al otro lo escuché que hablaba con alguien, volvió y me
llevaron afuera, a un fondo; la bolsa se me acomodó a la altura de uno de mis ojos.
¿Ya está, nena? le preguntó a alguien que estaba atrás de una cortina de
tela naranja, solo podía ver su sombra. Ella asintió con la cabeza.
Listo Miguelito, traela―escuché. El que me llevaba me arrastró hasta ellos.
Apenas veía por donde caminaba.
Entonces vi a la nena con un trapo que le cubría la nariz y la boca. Se acercó a
algo que trató de morderla. Había una picadora de carne detrás de ella.
Ma..maaa...m… mi yaa vas aaaaa co..co..coo..mer, traaaanqui..la Fue en ese
momento que reconocí su voz entre la cumbia y los gruñidos, era Carla.
Perdónanos me dijo uno de los dos. Si no estás viva no come. No lo
hacemos de hijos de puta, pero es mi viejita.
No entendía nada de lo que decían. Traté de gritarles que era yo, traté de
zafarme inútilmente, ninguno se daba cuenta que Carla me conocía. Me agarraban muy
fuerte mientras ella acomodaba la picadora. Sabía que en cualquier momento me iba a
pasar algo y no podía hacer nada. La bolsa de mi cabeza se movió y se volvió todo
negro. No podía respirar, me ahogaba.
Empecemos con este brazo le dijo el que me sostenía a Carla. Unos pasos
venían hacia mí. Cuando me tocaron la mano pegué una patada con todas mis fuerzas,
y me oriné encima sin querer. Oí un grito horrible, interminable, al que se sumaron
más gritos. Entonces me soltaron y pude sacarme la bolsa.
Estaba en una habitación negra en donde el sol entraba por todos los agujeros.
Era un lugar que se había quemado hace poco. Vi una mesa enorme repleta de velas
derretidas y santos que no reconocía, ¿era eso brujería? Quedé paralizada.
Todo esto pasó en un segundo porque automáticamente mis ojos se clavaron
en los dos hombres intentando rescatar a Carla que era devorada por esa cosa tirada en
el rincón. Era una mujer desnuda, muy gorda, con la piel carbonizada en muchas
partes. Uno de los ojos no lo abría, el otro estaba muy rojo a punto de salirse de la cara
y nos miraba a todos. Di unos pasos pero tropecé y caí al piso. La boca se abría tanto
que arrancaba trozos enormes de Carla. Ella casi no se movía. El estómago hinchado
con una sutura que la cruzaba de arriba a abajo supuraba un pus marrón claro cuando
los hermanos la golpeaban para que soltara a mi amiga.

122
Me costó levantarme del piso enchastrado de algo viscoso que salía de esa
mujer, y despedía un olor a descompuesto. La saliva se me volvió amarga.
Corrí. Lo hice arrancándome la media que me amordazaba y alcancé a ver
en ella pequeños gusanos blancos revolviéndose por el piso. Vomité tres veces antes
de llegar al portón y después en la calle.

Pasaron dos días y no conté nada. ¿Quién me iba a creer que Carla no fue más
a clases porque se la comió su mamá?.
Además yo ya no hablo con nadie. Desde que llegué a casa, de ese lugar,
tartamudeo.
Hoy me desperté en la madrugada por un trueno seguido de un temblor como
el de aquella vez. Lo único que pude hacer fue taparme la cabeza llorando,
imaginándome el nuevo ritual para traer de vuelta a Carla, mientras yo mojaba las
sábanas.

CRISTIAN BERNACHEA
Argentina
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123
124
L
as manos siempre buscaban delatar su asistencia. El anuncio de un aquí estoy.
Un movimiento enérgico, un vaivén que se afanaba en sobresalir entre el
barullo de los vehículos y la gente que irremediablemente provocaban los
días de tormenta. Una tenacidad que no cedía hasta que los ojos lograban distinguirse.
Entonces se saludaban. Una leve inclinación de cabeza y enseguida tomaban
posiciones bajo el amparo del techo de los portales para examinar la ruta y a los
concurrentes. El esfuerzo extendido por llegar a destino indemne, sin sucumbir ante
ninguna o casi ninguna de las trampas de la vereda, solía estrechar algunos pasajes y
cegar otros. El inevitable atropello de zapatos producía siempre algún que otro enredo
en ciertos tramos.
Igual, ellas habían aprendido a identificarlas, al menos la mayoría. En la puerta
del lavadero, en la esquina de la farmacia, en el semáforo de Gaboto y así
sucesivamente hasta llegar a Ejido. El intercambio sistemático en su recorrido por las
dos aceras y el resultado de un escrutinio minucioso del terreno habían contribuido a
ampliar su conocimiento. Y por supuesto, también anticipar a los otros. Esos que
examinaban con camaradería para perfeccionar una estrategia, desde hacía tiempo,
colaborativa. La identificación de ciertas secuencias motoras, de determinados
patrones de movimiento y la memorización de alguna que otra destreza ajena, también
habían ayudado a mejorar su táctica.
Observaban a la joven que avanzaba resuelta en una especie de zigzag sostenida
por las puntas de los pies mientras esquivaba a otros caminantes. Como si para ella el
resultado de sus piruetas fuera fruto puro y exclusivamente del azar. Un juego, una
suerte de apuesta en la que a veces se gana y otras se pierde. O a los cuellos de resorte
de algunos peregrinos que, en un acto de cortesía hacia los pies, se alternaban con
impaciencia en su estiramiento bajo cualquier cornisa en algún intermedio de la
romería. El calzado, amontonado, hacía lo imposible, y alguno lo indecible, para
esquivar el agua. El que había sorteado las trampas pretendía seguir incólume. El que
ya había recibido alguna que otra mojadura o incluso alguna inmersión involuntaria, no
quería más.
Y luego estaban los otros, esos que avanzaban con paso indolente y mirada
perdida, ajenos al agua que penetraba en sus zapatos, a las salpicaduras que pudieran
provocar o a las que les provocaban los otros con o sin intención. Esos a lo que no
mencionaban pero que observaban con el rabillo del ojo con ese temor tan peculiar del
que presiente la amenaza.
Alguna que otra vez, mientras repasaban las eventualidades que habían logrado
esquivar, les daba por buscar en la memoria el momento exacto en la que cada una se

125
había iniciado en esa obsesión por sortear las baldosas sueltas. Esas que aparentaban
solidez y que una vez puesto el pie encima se tambaleaban lo suficiente para ensopar el
calzado, la media o salpicar los bajos del pantalón. Esas que, aún teniendo remiendo,
estaban sentenciadas a la perpetuidad. Para estas, coincidían, no contaba solo la
atención. Había que ser avispada e intuitiva, se convencían mutuamente con
entusiasmo cuando lograban esquivarlas a pesar de los tropezones o las zancadillas, o
cuando descubrían una nueva, no la pisaban y le ganaban la mano a la providencia.
Y siempre volvían a la misma imagen, la de aquella mañana en la que, como
muchas otras en las que el agua caía con inclemencia, se habían sorprendido
anticipando los pasos de la otra. Se habían reconocido en los movimientos, en la
concentración de la mirada, en la expectación de los pies que avanzaban con la guardia
siempre en alto entre otros pies bajo la lluvia. Un encuentro, un descubrimiento que
había suscitado una complicidad. Una que habían sellado con aquel ritual que
cumplían a raja tabla desde los portales y que no finalizaba hasta que los dos pulgares
se alzaban en señal de aprobación. Solo entonces los pies pisaban por fin la vereda.
Primero salía una y dos o tres minutos después, la otra. Tal y como habían convenido.
A partir de ese momento todo era avanzar, prever, esquivar, seguir, enfrentar,
resolver, resistir. No había lugar para la indecisión. La duda, habían aprendido a base
de tropezones y unas cuantas salpicaduras, reducía las posibilidades de lograr llegar
indemne. Igual, cada tanto, las miradas se hacían un hueco para buscarse. Sabían de la
improbabilidad de que los ojos se encontraran pero el solo hecho de lograr
reconocerse entre el tumulto, de saber que la otra seguía en carrera, agudizaba sus
destrezas y energizaba sus movimientos. Las confortaba. Al menos hasta que llegaban
a Ejido.
En esa esquina por la que sí o sí debían pasar las dos, la camaradería pasaba a
pender de una hebra escuálida. Si todo salía según lo previsto no había de que
preocuparse, sus pasos no se cruzarían. La inquietud surgía cuando sus zapatos
coincidían en aquel tramo estrecho con una trampa en su haber. Entonces el
desasosiego. Un tormento que cedía cuando confirmaban que el paso indolente y la
mirada perdida que habían provocado en la otra eran solo transitorios.

TATI JURADO
España/ Uruguay
Blog: conjugandoloincierto.com
Twitter: @tatijur
Instagram: conjugando_lo_incierto

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127
-S
eñor. Hemos recibido una potente señal desde uno de nuestros satélites.
Se trata de un objeto no identificado que se encuentra cerca del cuadrante
G-707.
—Eso es cerca del circuito lunar ¿saben qué es?
—No tenemos una certeza absoluta, señor.
—Bueno, pero ¿qué muestran las imágenes satelitales?
—Lo único que conseguimos fue esto.
El operador Báez le enseñó una fotografía que mostraba una mancha oscura en
medio del infinito espacio. Sin embargo, el cuadrante señalado se encontraba
demasiado cerca del planeta.
—¿Por qué no lo detectaron antes los radares? —señaló airado el Director de
Operaciones.
—No lo sabemos. Las alarmas se encendieron hace un momento —puntualizó
el operador.
—¿Y qué sabemos entonces? —su rabia se hizo sentir en todo el salón.
—La mancha oscura que muestra la fotografía no se trata de un meteorito ni
mucho menos de un cometa.
—¿Y qué es? ¡Báez, deme una respuesta ahora!
—Señor…parece ser —Báez hizo una pausa— parece ser una nave.
¡Una nave! No había ningún control espacial ni despegue autorizado. Se
suponía que el flujo aeroespacial debía estar despejado. No podía ser. Una nave en el
sistema lunar significaba solo una cosa: era de otro planeta.
—Llamen al Alto Mando de inmediato —ordenó Garret, quien, por ser
Director del programa, debía encargarse de los protocolos que demandaba esta
situación— nadie sale ni entra del edificio sin mi autorización.
La noticia había sorprendido a todos en el centro espacial. Si bien había ideas y
supuestos sobre vida en otros rincones del universo, jamás se había logrado
comprobar; jamás, a pesar de todos los viajes e investigaciones, se había logrado
establecer un contacto o comunicación con otros seres. Lo que estaba sucediendo era
un hecho sin precedentes.
La intranquilidad e inquietud desbordaban a los operadores. Garret había
marcado lo ocurrido como un asunto de alta seguridad, dándole de paso la máxima
confidencialidad posible. Hasta no confirmar nada, no podían alarmar a nadie.
Cuando el Alto Mando se presentó, Báez trabajaba, junto a otros expertos, en
las últimas imágenes y señales de onda que habían obtenido de los distintos satélites.
La tensión se acrecentó mucho más, ya que ahora no solo estaba la primera nave, sino

128
que habían aparecido tres más.
—Infórmenme sobre lo que sucede —ordenó Williams, Líder del Alto Mando.
—Hace unos momentos descubrimos una nave en el sistema lunar, sin
embargo, los últimos datos señalan la posición de tres objetos en los cuadrantes G-
409, G-506 y G-200, respectivamente —informó Báez mientras señalaba los objetos
en la enorme pantalla.
—¿Sabemos algo más?
—Según los cálculos… estarán en nuestra atmósfera en treinta y siete ciclos.
—¡Qué! —el pánico se presentó en los ojos de Williams— Den la alerta
máxima y preparen las tropas de inmediato —ordenó con nerviosismo a uno de los
hombres que lo acompañaban.
Los siguientes minutos fueron una eternidad en el centro de operaciones
espaciales. A las cuatro naves que aparecían en el radar se sumaron cerca de diez más,
y que se posicionaban en diferentes cuadrantes del sistema lunar. El alto mando lanzó
la alarma a las tropas de todo el planeta; el mensaje era claro: preparen la defensa ante
una inminente invasión.
Cuando la primera nave se dejó ver no se parecía a nada de lo que se hubiesen
imaginado. No se parecía a otras naves del planeta ni se asemejaba en lo más mínimo a
las invenciones de ningún artista. Costaba trabajo describirlas, parecía salida de otra
realidad. No llevaba una gran velocidad, pero hacía un ruido terrible. Descendió
lentamente en una de las laderas del pueblo de Okpet, en donde se posó destruyendo
una de las granjas del lugar. No se trataba de un objeto enorme, sin embargo, sus
dimensiones superaban a cualquiera de las naves que poseían las tropas.
Al abrirse una de las escotillas de la nave, Williams y su comando se
encontraban en el lugar con todo el arsenal bélico disponible en el sector. La figura
que apareció ante ellos era extraña: tenía una cabeza redonda que servía de espejo, ya
que reflejaba todo cuanto lo rodeaba. Su cuerpo era más grande que el de cualquier
habitante del planeta y sus movimientos parecían muy controlados. Descendió
lentamente con sus extremidades en alto, asumiendo una postura tranquila y pacífica.
Tras la primera figura emergieron otras dos desde la nave, de igual forma y tamaño,
quienes se pusieron a cada lado del primer visitante.
Williams se sentía nervioso, ya habían evacuado las ciudades y todos se
encontraban en refugios. Ahora solo restaba saber qué querían, de dónde venían y
quiénes eran estas figuras que se plantaban frente a él y su pelotón. Como no había
señal de que fuesen a atacar y mucho menos de que quisieran iniciar una guerra
intergaláctica, se acercó a quién parecía el líder de los visitantes y le habló lenta y

129
calmadamente para no dar la impresión de que los estaba agrediendo.
—Mi nombre es Williams —dijo con voz suave— ¿Quién eres? —Finalizó la
pregunta sintiéndose un poco estúpido al creer que entendían su idioma.
—Mi nombre es Reign —respondió el extraño. Esto provocó la impresión de
Williams y de todos los que se encontraban a una distancia que permitía oírlos—
Venimos a pedir asilo, ya que nuestro planeta se extinguió —finalizó Reign.
La conversación entre Williams y Reign duró por un largo tiempo. Se enteró así
que no existían grandes diferencias (además del tamaño) entre ellos y los
interplanetarios; ambos dependían del oxígeno para vivir, tenían un sistema biológico
similar, el agua era el principal elemento de ambos mundos, sin embargo, había algo
que le llamó profundamente la atención a Williams: la destrucción de su planeta.
—Entonces… —dudó Williams— ¿su planeta fue destruido?
—No realmente. Sigue ahí. —respondió Reign— Pero lo declaramos
inhabitable. Es por esto que toda nuestra civilización se movilizó en las naves en busca
de un planeta que tuviese características similares.
—Entiendo ¿y por qué fue declarado inhabitable? —preguntó aún más
intranquilo.
—Porque ocupamos todos los recursos naturales hasta que se acabaron.
—¿Y si nos negamos a su petición? —la pregunta la formuló con un temor
evidente que no dejó a Reign indiferente.
—Lamentablemente situaciones desesperadas te llevan a tomar medidas
desesperadas. Si se niegan tendremos un grave problema, ya que llevamos mucho
buscando un lugar como este.
Williams, sabiendo que llevaba en sus hombros el peso de su raza miró a Reign,
le dio la espalda y se dirigió a sus tropas. No estaba dispuesto a ceder su planeta a
nadie, y menos a seres que ya habían poseído y destruido el propio. Reign y los otros
dos ocupantes de la nave regresaron a esta, entendiendo la situación que se
aproximaba.
De las naves extra-planetarias, que ya se habían posicionado en todo el mundo,
comenzaron a salir decenas de soldados y un inmenso contingente de vehículos
armados. Williams se horrorizó al ver que la tecnología de esas máquinas superaba con
creces a cualquier artefacto de defensa del planeta. Se volvió a sus tropas, dio la orden
de que alrededor del orbe se prepararan las defensas y se dispuso a combatir, aun
sabiendo que no tendrían posibilidad de vencer.
La lucha se resolvió en cuestión de horas, las tropas invasoras eran mucho más
poderosas. A pesar de la resistencia de Williams y sus aliados, la población del planeta

130
se vio diezmada ante la amenaza y poderío de los visitantes. Se destruyeron gran parte
de los monumentos, casas, estatuas y poblaciones enteras cayeron bajo el fuego
enemigo. Hubo pocos sobrevivientes, quienes finalmente pasaron a ser prisioneros de
guerra y, posteriormente, esclavos. De esta forma los humanos conquistaron la Tierra,
sometiendo y mezclándose con la raza Hawlew: seres del tamaño de un adolescente
promedio que vivían en ciudades subterráneas y tenían un aspecto antropomórfico. Si
bien tenían algunas construcciones en la superficie terrestre, estas solo servían como
granjas, telescopios y edificios gubernamentales.
A pesar de que se hicieron muchas expediciones para hallar a todos los
Hawlew, nunca se supo con certeza si se eliminó a toda la raza, ya que estas ciudades
eran inmensas y estaban, en su mayoría, conectadas entre sí formando un gran
conglomerado de poblaciones. Los humanos, entonces, decidieron destruir estas
ciudades con la esperanza de que esto acabara con los últimos nativos. Sin embargo,
aún se piensa que, en algún lugar más allá del subsuelo, existe un número no menor de
Hawlew que esperan recuperar el planeta que antes fue suyo y que, cada vez que la
tierra tiembla, es porque han logrado acercarse un poco más a la superficie.

JUAN LUIS ZAVALA


Venezuela
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132
M
i madre me puso por nombre Bonifacio. Según me dijo, su patrona se lo
sugirió como un deseo hacia mí, para que tuviera buena estrella o buen
destino. Me apellido Aráoz, que es el apellido de mi madre, ya que mi
padre no se hizo presente en mi vida y allí, desde mi nacimiento, es que perdió poder
mi consabida estrella. A partir de ese desafortunado desacierto, fue que mamá decidió
elegir por sí misma el nombre a los ocho hermanos que me sucedieron. Al principio,
cuando yo era el único, me dedicaba tiempo. Podíamos ir a la plaza, patear la pelota,
tiraba un carrito con una soga y yo iba arriba. Uno a uno llegaron mis hermanos y su
dedicación hacia mí desapareció. Y el que atendía a los niños fui yo. Por esa razón tuve
que dejar de asistir a la escuela a los catorce años.
La señora de la casa en donde servía mamá me consiguió un trabajo en una
chacra cercana, para cuidar animales. Ya no vería más a mi madre, ella había sido todo
para mí. La extrañaría.
En aquel lugar conocí a Blanca, la hija del granjero. Nos encariñamos. Era muy
linda y buena y cuando se acercaba a donde yo estaba limpiando los corrales, ¡me subía
un entusiasmo! Un día se acercó mucho y aproveché y la besé. A ella le gustó mi beso.
Desde esa vez esperaba que volviera de la escuela, siempre en los corrales, hasta que
traspasamos los besos. Blanca me dijo que habíamos pecado y parece que se lo contó a
sus padres, porque sentí que hablaban en voz alta y luego gritaban. Pasaron unos
meses y no me dejaban verla, pero un día apareció y dijo que estaba esperando un
bebé y la enviarían a la ciudad. Nunca más volví a ver a Blanca. Sus padres nos
obligaron a alejarnos, yo la hubiera cuidado a ella y al bebé, era capaz. No como mi
padre. Me llevaron con mi madre, y como ya no había lugar para mí en esa casucha,
me dieron un cuarto de servicio en casa de los patrones.
Al poco tiempo, los señores de la casa se fueron a vivir a otro país y me
llevaron con ellos para acarrear valijas, limpiar patios y cuidar sus perritos falderos. Yo
estaba bien, tranquilo, hasta que apareció Teresa. Era bonita, pero no como Blanca.
Tampoco se dejaba besar como ella. Me trataba como si fuera un tonto y me hacía
burla. Era mala, se reía de mí todo el tiempo. No quería entregarme su amor. Una
noche la seguí hasta su habitación, cerré la puerta apenas entré y forcejeamos. Abusé
de ella y la dejé sobre la cama, parecía agotada porque no se resistió más. No me
importó nada, pero iba a aprender, que se creía, siempre me fastidiaba. Antes de irme,
retiré un dinero que había sobre su mesita de noche. Me escabullí por la puerta del
fondo y fui a un bar cercano a la casa a beber unos tragos. Volví tarde, era sábado y los
señores no habían establecido horario para el día siguiente. A la mañana desperté
sobresaltado con el sonido de la sirena de una ambulancia que se detuvo frente a la

133
casa. Sacaron el cuerpo de Teresa tapado con una sábana. Quedé paralizado. La
patrona dijo que la habían ahorcado para robarle y la habían violado. Me preguntó si
no había escuchado ruidos o gritos. Por supuesto que le dije que no. Si hubiera
escuchado algo la hubiera ayudado ¡Pobre Teresa, qué mala estrella!.
Decidí irme de esa casa signada por la tragedia. La atmósfera era rara, todo el
mundo vivía encerrado y atemorizado. Así fue que hablé con los patrones, cobré mi
salario y tomé nuevos rumbos. Ellos estaban muy acostumbrados conmigo y lo
lamentaron, pero entendieron mis razones. Tenía que seguir mi estrella.
No sabía muy bien dónde ir, ya que nunca decidí nada por mí mismo, estaba un
poco aturdido frente a mi libertad y dudaba cómo utilizarla. Lo que sí sabía era que
quería conocer el mar. Los señores me aconsejaron llegar a una villa pequeña, sitio de
pescadores y turismo. Podría vivir cerca del mar y trabajar en él. Finalmente partí.
Durante todo el viaje el corazón acelerado como cuando estaba con Blanca. Llegué al
lugar, a la playa. Divisé un muelle y allí quedé extasiado observando la transparencia de
ese mar inmenso y los botecitos que se balanceaban en el oleaje suave. No se veía a
nadie por allí, pero me senté en la orilla a esperar. Al rato apareció una mujer,
preguntó qué hacía, si buscaba a alguna persona en especial. Le respondí que no y le
relaté cómo había llegado y mi deseo de vivir y trabajar en ese lugar. Me ofreció algo
de comer, que ya llegarían del mercado los hombres de la casa. Se acercó una
muchacha, hija de la mujer mayor, a interrogarme y saber más de mí. Era una diosa, de
piel oscura brillante, formas perfectas y sonrisa permanente y luminosa. Quedé
fascinado. Hablaba suave. Su nombre era Luz. Se sentó a hacerme compañía y narró
acerca de lo que hacían su padre y sus hermanos; como comercializaban los frutos del
mar, que ella y su madre trabajaban en una posada cercana, pero aún no había
comenzado la época fuerte de trabajo, que si no me agradaba el trabajo en el mar
podría conseguir empleo en la posada. Con tantas atenciones y demostraciones de
cariño, me conquistó. Caí a sus pies.
Cuando regresaron los hombres de la casa, su padre y dos hermanos, ella se
retiró. Quedé reunido con los hombres mientras la madre les servía la comida.
Relataban algunos acontecimientos del día y me ofrecieron ayuda, enseñanzas y un
sitio para dormir, hasta que encontrara en donde instalarme definitivamente, si es que
decidía establecerme en el pueblo. Por la tarde, mientras Pedro, el padre, y sus hijos
descansaban en la casa, Luz se ofreció a acompañarme a conocer el sitio. El mar en esa
zona era tranquilo y nos acompañó con su sonido durante todo el tiempo. Las casas
eran sencillas y las calles limpias, en contraste con las estructuras de los hoteles con
bajada al mar, que se veían más lujosos. Hablamos de su vida, sus sueños e ilusiones, el

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trato que recibía en la posada y yo le conté un poco de mi historia, sin mencionar los
episodios con Blanca y con Teresa. Volvimos al atardecer para aprender a preparar la
salida del día siguiente con los pescadores. Estaba ansioso frente a lo que podía
significar el cambio de mi destino. Por fin encontraría mi buena estrella.
El mar me agradaba. Tenía que madrugar y trabajar duro, pero cuando el viento
daba en mi cara, sentía que allí debía estar. Al volver al pueblo con el barco rodeado de
gaviotas, limpiando los peces, yendo al mercado a vender el fruto de nuestro trabajo
diario, era feliz. Era todo lo que necesitaba. Eso y el amor de Luz. Había conseguido
para vivir una cabaña pequeña, pero cómoda y suficiente para mí. Luego ella se mudó
conmigo, aunque su madre no parecía muy contenta con nuestra relación. Quizás la
mujer pensaba alguien de mayor valor para su hija. Tal vez algún visitante de la posada
que fuera rico y le diera otro tipo de vida, con más lujos y una mansión en la ciudad.
Pero nos amábamos tanto, que no nos hacía falta nada más.
Un día de tantos que llegó enojada, agrediéndome con palabras y empujones,
metiéndose sin permiso en mi cabaña, me encontró solo y decidí hacerme valer. La
enfrenté y le dije que nos dejara tranquilos, que era nuestra vida y queríamos vivirla de
esa manera. Se me tiró encima para pegarme con una jarra que había tomado de la
mesa. Me puse furioso y volví a sentir cómo mi corazón se aceleraba y parecía
salírseme del pecho. Tomé algo para defenderme de su embate y le pegué en la cabeza.
Cayó al piso. Pero estaba consciente. Yo seguía rabioso y enajenado. No iba a permitir
que alguien, otra vez me arrebatara lo que me daba felicidad. Aprovechando su
debilidad, le tapé la nariz y la boca, hasta que su cuerpo cedió a la presión y no opuso
más resistencia. Solté el objeto contundente que no recuerdo qué era. Justo entró Luz
y rompí en llanto. Le dije que su madre me había atacado y sin querer, por
defenderme, le había pegado y ella del susto pareció desmayarse, pero nunca más había
respondido cuando yo la hablaba. No le dije toda la verdad. Luz me había creído
porque conocía muy bien a su madre. Pero la autopsia dio muerte por asfixia y ya Luz
no quiso volver a verme.
Pensaba que nadie podría quitarme la felicidad que estaba viviendo, señor
abogado, y lo que más lamento es que perdí a Luz.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI


Argentina

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136
L
as armónicas luces que pasaban por sus ojos, acaso inexistentes, lo distraían.
Hacían que por un momento se olvide de lo que era, de su pasado que había
sido el responsable de construir su exitoso presente, que para él era
miserable. Lo portentoso de su apariencia escondía a la perfección el vacío de su
interior y la soledad con la que pululaba su alma aquellas noches en las que la
televisión ya no servía de compañía, ya ni el sexo lo llenaba. Era una carcasa, un
armazón, una máquina vacía y él lo sabía.
Las endorfinas que expulsaba su cuerpo en las primeras horas de la mañana
cuando se exponía a extenuantes rutinas de gimnasio lo ayudaban a aplacar aquella
depresión que venía arrastrando desde años atrás, desde aquel tiempo en que las cosas
tenían algo de sentido, esos tiempos en los que Valentina, a diario, llenaba sus
mañanas con caricias y café negro y espeso recién colado. Y con un cigarrillo en la
cama. Y con sus estúpidas conversaciones. Y con la pantalla al ver el noticiero. Y con
su rabia. Y con sus verdes ojos enrojecidos.
Qué sentido tiene el éxito cuando se lo compara con la insignificancia de una
vida carente. Cuando nada importa más que aquellas pequeñas lucecillas que aparecen
al cerrar fuertemente los ojos bailando y adornando la gris realidad. No son más que
rezagos de una olvidada niñez, de aquellos tiempos de cosas simples, dientes caídos y
rodillas raspadas, mordeduras de perro y charlas interminables con personajes que
acaso existían en su inofensiva imaginación.
La ambición desmedida, fuera de foco; el hambre de gloria y el ego
desnaturalizado que suele traer consigo la abundancia de poder, habían hecho lo que
era de temerse, le habían usurpado el alma. Él lo sabía, él lo sentía, él quería remediarlo
y la única manera que había encontrado era a través de videos, sí, de videos, de esos
que vagan por la red, que ofertan frases pomposas con una suerte de espiritualidad
light, de consejos mundanos para encontrar paz interior esporádica, de
recomendaciones que finalmente nunca son puestas en práctica y que después de todo,
lo hacían sentir más vacío, diminuto, miserable.
Pero todo cambia y todo se detiene al momento de apretar los ojos y de ver
aquellas luces de colores, cuando todo deja de importar solo por ver los movimientos
disformes que se dibujan y las siluetas extrañas con las que brillan; las estelas que dejan
y cómo poco a poco van desapareciendo hasta que vuelve a cerrar los ojos con fuerza
y a restregárselos con las manos y las lucecitas tienen una nueva oportunidad y vuelven
a nacer y su brillo regresa y su movimiento circular continúa y se teletransportan de
arriba para abajo y finalmente son paz y pintan lo que queda de su desgastado espíritu
y de su agotada fe.

137
ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA
Ecuador
FB: https://www.facebook.com/roberto.perezrivadeneira
IG: https://www.instagram.com/robertoperezr88/
TW: https://twitter.com/robertoperezr88

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139
P
enínsula es toda porción de terreno que se encuentra bordeada por agua, en
general de mar, con excepción del área donde se conecta con un territorio de
mayor magnitud.
Desde un piso elevado de la ciudad de Setúbal, en Portugal, a unos kilómetros
al sur de Lisboa, Javier observaba la península de Troia, lugar de salazón de pescado
en épocas muy antiguas de ocupaciones romanas, cuyas ruinas entraron por sus ojos
asombrados, sacudiendo fibras muy íntimas. María estaba cerca, cenaron con sardinas
y vino tinto moscatel y, exhaustos, se rindieron en un abrazo apretado.
Javier cayó en una ensoñación con el relato del guía: tiempos primitivos de
fenicios, que descansaban en esas tierras arenosas de vegetación endémica, de sus
incursiones marítimas, trayendo maravillas regateadas en puertos desconocidos. A
unos kilómetros de la costa, dónde la tierra era más fértil, había crecido una ciudad en
el valle, con todo el verdor de un monte a sus espaldas. El lugar era centro urbano de
talleres, mercados y almacenes. Se mezclaban campesinos, artesanos, cocineros y
marinos que también incursionaban en el asalto de pueblos lejanos, con la excusa de
asimilarlos a la urbe. A mediana altura, una construcción lujosa, dedicada al estudio de
los astros y la vida, tenía la última palabra.
Los ilustrados cumplían funciones en el templo, y este último además, hacía las
veces de palacio. Dentro del Barrio Sagrado, se encontraban los graneros y las casas de
los sacerdotes. Vivían en la metrópoli, cerca de cinco mil personas, de las cuales, la
mitad eran esclavos. Todo esto, claro está, hasta el día que el templo ardió.
Javier vio en el sueño, tres sacerdotes vestidos de campesinos, que cruzaban la
zona lindante del Barrio Sagrado, huyendo de las llamas y el humo. Él era uno de ellos.
Un entorno de caos y sublevación dominaba las calles: saqueos y hurtos eran el
denominador común.
—Han llegado hasta los graneros —dijo uno de ellos.
—¿Son solo esclavos? —preguntó otro
—Deben de ser campesinos y primitivos también.
—¿Primitivos hasta aquí?
—Pues sí, los primitivos han entrado por las puertas de la ciudad.
—¿Tú crees que ellos han incendiado el templo?
—Pues sí, deben haber sido ellos...
El almacén mayor no logró cerrar sus portones antes de que los agitadores
llegaran. Si a eso se sumaba el asalto a los graneros, la ciudad se estaba quedando sin
suministros de trigo. Pronto se oyó un estruendo y se desmoronó el ala derecha del
templo, cercano a las casas de los sacerdotes. Asustados, los tres personajes apuraron

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el paso.
—¿Y tú qué piensas Baruc?
Javier al que llamaban Baruc permaneció callado.
—¿Todavía quieres cruzar la puerta de la ciudad y marcharte? —preguntó el
que tenía más información.
Baruc asintió.
—Tú eres imprudente. Debes esperar ¿Dime sino a qué comarca irás?
—Me iré a la zona baja de los pescadores.
A lo que siguió una seguidilla de réplicas, exclamaciones y lamentos para con
Baruc:
“Que tú estás desequilibrado, que los primitivos te atacarán en el camino, que
sería vivir como un nómade y finalmente, que su destino era vivir en la urbe”.
Nada lo hizo cambiar de opinión, al llegar a la encrucijada de la Plaza de los
Olivos, Baruc se despidió de ellos, sin escrúpulos y pasó bajo la puerta de la ciudad.
Evocó su instrucción, su aprendizaje, su educación junto a los ilustrados.
Recordó a su amada. Vio carretas huyendo con lo que él suponía eran tesoros
sacrosantos del templo. Observó muchos a pie que corrían con alimentos, utensilios y
bolsas de monedas. Por último, miró el templo ardiendo en lo alto de la ciudad, y
sintió cómo se incendiaban todos los valores religiosos y gran parte de la cultura
opresiva.
Caminó solo, hasta que se hizo de noche, encontró un campamento y durmió
al raso pero bajo la protección de carretas y animales. Al día siguiente se unió a la
caravana, que bordeaba el estuario del rio y en un desvío la dejó, desandando el
camino que tan bien conocía, hacia su hogar. La zona baja de los pescadores seguía
siendo como siempre, una pequeña aldea. Un centenar de casas agrupadas alrededor
de un estrecho muelle en esa península con olor a pescado y mucho barro. Vio las
balsas junto a la costa pedregosa. Baruc sonrió. Había pasado cinco años de estudio, y
un segundo lustro como sacerdote.
Diez temporadas atrás, los escudos rojos de la ciudadela se habían presentado
en la aldea exigiendo toda la redada. Ante la negativa de aquellos primitivos
pescadores, que no supieron negociar por su vida, los escudos rojos habían incendiado
la aldea y matado a los que tenían a su alcance, llevándose el botín de pesca. El mismo
Baruc, escondido detrás de maderos humeantes, presenció la muerte de su amada.
Desde entonces, hasta el día que el templo ardió, se había dedicado minuciosamente a
urdir su venganza.
Ahora, los pescadores amarraron las barcazas y sus ocupantes se sumaron a una

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de las varias hogueras encendidas en honor a él, su Campeón, el que había vengado el
asalto a sangre y fuego, la matanza indiscriminada sucedida años atrás, el que había
incendiado el Templo. Lo sorprendieron con el agasajo, tomó un brebaje de uvas que
lo mareó, su mente se llenó de imágenes confusas, no las entendía, se veía en un
cuarto blanco con aberturas cubiertas con telas transparentes que se movían con el aire
nocturno y cuando Baruc se asomó a una de ellas vislumbró su tierra, iluminada de
manera extraña y en la orilla muchas embarcaciones pintadas con colores estridentes.
Una mujer hermosa dormía a su lado. Le pareció reconocer a Lea. Sus dioses se la
habían devuelto como premio a su osadía y perseverancia. Acarició su cuerpo y ella le
regaló una sonrisa dormida. Javier se volvió a dormir y soñó que le tiraban agua a la
cara, se despabiló y se encontró nuevamente con sombras barbadas que terminaban de
limpiar los restos de besugos que habían estado asando. La música del despertador lo
volvió finalmente a la última realidad.

YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA
Blog: yolanda-sa.blogspot.com.ar

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E
n la cantina del club zumbaba el rumor de que el Teta había vuelto al
pueblo. Se había ido a Montevideo cuatro años atrás. Pero para mí no era
ninguna primicia ya que me había encontrado con él la noche anterior y
habíamos estado conversando de la campaña del último año en que jugamos juntos.
La novedad era que el técnico lo iba a poner de nueve y a mí me pasaría a la punta. No
era eso lo que me afectaba, porque el Teta siempre fue un gran jugador y nos
entendíamos muy bien. Pero ahora me ponía nervioso porque lo había visto muy
gordo, con una panza que no podía disimular con la camisola grande por encima del
cinturón; su cuerpo era una mole que se bamboleaba al caminar, y estaba seguro que
él, y todo el equipo quedaríamos en un ridículo absoluto cuando entráramos a la
cancha a disputar el partido.
Llegué temprano al vestuario, una casilla de cuatro por cuatro con tablones a
los costados y grandes clavos en las paredes que hacían de percheros. Solo habían
llegado tres o cuatro jugadores, y también el capitán. Tiré el bolso en mi lugar en uno
de los tablones y fui directo a él…
—Ché, Juan ¿es verdad que van a poner al Teta? ¡No lo puedo creer! ¿No has
visto la barriga que tiene? ¡Vamos a jugar con uno menos!
—Bueno; sabes que era un muy buen jugador. Le dijo al técnico que está un
poco gordo pero que se siente en buenas condiciones como para jugar. Lo van a poner
hasta que se canse. Se lo merece con todo lo que ganó antes de irse.
Fue llegando el resto de los jugadores. El Teta venía acompañado por el
presidente del club, quien tuvo unas palabras de bienvenida al crack que volvía a su
casa, con todos los lugares comunes que se imponían: que era un ejemplo para los
nuevos jugadores, el hijo pródigo que vuelve, el destello de calidad que hace la
diferencia, y otro lote de bobadas que sacaban risitas disimuladas en los jugadores
más jóvenes.
Era un buen jugador, técnico y muy hábil. Pero era ladino, mañoso,
practicante del mínimo esfuerzo. Era hasta gracioso verlo en los entrenamientos
como si hiciera “sin hacer” los ejercicios físicos. Astuto para detectar el punto débil
del rival. Percibía en un instante por donde podía sacar ventaja, ya sea escupiendo a
su marcador para que reaccionara y fuera echado, o pegándole una trompada en los
riñones cuando el juez miraba para otro lado. Así también era en su vida: inteligente,
hábil, sin escrúpulos, pero dueño de una simpatía que muchas veces lo salvaba de
alguna paliza merecida. Bizqueaba un poco, pero sabía que su ojo desviado
despertaba simpatías y lo utilizada arteramente cuando se le ponía el viento del lado
de la puerta. Le encantaba ir por el borde del precipicio y estirar el pie al vacío… y

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muchas veces cayó.
Nos equipamos y preparamos para salir a la cancha, Cuando formamos la fila,
el Teta, Juan y yo nos quedamos últimos. Los tomé a los dos del brazo y dije en voz
baja;
—Teta; ¿estás seguro que puedes jugar con esa panza? No podemos dar
ventajas.
—Siempre puedes decir que te dio un tirón en el calentamiento, le dijo Juan…
El bueno de Juan, como capitán, ya había visto el estado del Teta cuando se
estaba equipando, y se había dado cuenta que por más buen jugador que hubiera sido,
no le iba a ser fácil mover con habilidad esos cien kilos de peso, por lo que ya estaba
dispuesto a hacerlo cambiar antes de comenzar el partido. Entonces el Teta nos
apartó de la fila, y con voz misteriosa nos dijo en un susurro:
—¡Esperen! ¡No me saquen por favor! Traigo la última de Montevideo: unas
pastillas que te hacen volar aunque estés gordo y sin entrenar. Así juego allá y me va
muy bien. Si no dicen nada los invito con media pastilla a cada uno y van a ver como
corren todo el partido sin cansarse y juegan mucho mejor. ¡¡Pero no le digan nada a
nadie!! ¡¡No hay que avivar giles!!
Juan y yo nos miramos asombrados. A principios de los años sesenta, en un
pueblito como Castillos, jamás habíamos oído hablar ni de estimulantes ni de drogas,
ni soñábamos que hubiera otra manera de mejorar el rendimiento más que entrenar
hasta el agotamiento. Pero nos jugábamos la punta del campeonato, y los del
Deportivo ya nos esperaban en la cancha haciendo el calentamiento… Nos miramos
con Juan, el Teta adivinó la duda que nos hacía vacilar, y remató con la estocada final:
—¡No sean nabos! ¿Qué creen que usan los ciclistas para aguantar cuatro horas
con el culo en el asiento y meta pedal? ¡¡Esta es la posta!! ¡Les pasamos por arriba y
nos metemos el campeonato en el bolsillo!
Mientras hablaba bizqueaba cada vez más rápido su ojo derecho, y ya no
podíamos esperar más para entrar a la cancha. Sacó una pequeña pastilla, la partió por
la ranura y nos dio una mitad a Juan y otra a mí. Cada vez más nerviosos la tragamos
en seco sin creer que tuviera demasiado efecto; es más, pensamos que fuera una
picardía del Teta para que no lo sacáramos antes de empezar el partido.
El pitazo del juez nos dejó solos con la pelota y los rivales y en los primeros
minutos no sentí ningún efecto. Miré al Teta y lo vi arrastrando penosamente su
humanidad, siendo anticipado continuamente por sus marcadores. Juan era el cinco y
organizaba el juego con mucha inteligencia, pero jugaba al mismo tranco de siempre,
era lento por naturaleza.

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Al poco rato, al correr a la punta en busca de un pase largo, sentí un ahogo que
me hizo detener, boqueando, buscando el aire que no encontraba. Con las piernas
flojas, noté que algo me estaba pasando… sentí la boca espantosamente seca, un rubor
en mi cara como si tuviera la vergüenza más grande de mi vida y un picor en la nuca y
las orejas que me hacía rascar continuamente. Me parecía que no me recuperaba más
del pique y tenía que concentrarme para no trastabillar.
Miré a Juan que estaba saliendo del área con la elegancia y calidad de siempre,
cuando de repente veo que tropieza con la pelota, se cae y se la llevan derecho al gol.
Su cara estaba colorada, sus ojos brillaban y, como yo, buscaba desesperado el aire que
se le fue en la jugada.
Comprendí que ambos estábamos bajo los efectos de la pastilla del Teta. En
lugar de transformarnos en máquinas de correr y jugar no éramos otra cosa que unas
piltrafas humanas: no podíamos con las piernas y vagábamos por la cancha como
perdidos. Al poco rato comenzaron a oírse las puteadas desde la tribuna, que siempre
tiene esa rapidez para bajar a sus jugadores preferidos desde la admiración al
desprecio.
Cuando terminó el primer tiempo, ya con un 4 a 0 y un baile de aquellos,
avergonzado y furioso busqué a Juan. Solo con las miradas nos entendimos: en el
vestuario íbamos a cagar a patadas al Teta, empastillado o no. Sin embargo, antes de
entrar a la casilla sentí que, de repente, se me erizaban los pelos, afirmaban las piernas
y unos nervios incontrolables me ponían de repente en un movimiento continuo. Me
parecía que tenía pájaros aleteando en mi estómago. Oí el sonido de una arcada y vi a
Juan, que estaba vomitando tapándose la boca con manos temblorosas. El Teta nos
miró y dijo entre miradas cómplices:
—¿Vieron? ¡Recién les está pegando la pastilla! ¡¡Ahora van a ver lo que es
correr; vamos a dar vuelta este partido!!
Al comenzar el segundo tiempo Juan y yo salimos queriéndonos comer la
cancha como locos; picábamos a cada pelota como si fuera a una carrera de cien
metros, y ni siquiera nos cansábamos. Pero nos pasaba algo extraño, estábamos torpes,
nos enredábamos con la pelota y no acertábamos un pase. Sin embargo el Teta seguía
arrastrando su corpachón como si la pastilla no le hiciera efecto, así que el técnico lo
cambió antes de acabar el juego.
Terminamos el partido con un lapidario seis a cero, y queríamos seguir
corriendo sin parar bajo los insultos que bajaban del terraplén que hacía de tribuna.
Iba a pasar mucho tiempo antes de que los hinchas se olvidaran de este partido.
Tendríamos que jugar muy bien y ganar muchos partidos seguidos para que se sacaran

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esa espina…
Corrimos al vestuario para apretar al Teta, pero este se había escabullido
rápidamente de la cancha, adivinando que no le iba a pasar nada bueno. Ese mismo día
se volvió a Montevideo y por un par de años no supimos nada de sus andanzas. De a
poco nuestra furia y ganas de darle una paliza se fueron aplacando. Era un tipo tan
entrador que siempre se ganaba una extraña admiración, como si todas sus tretas y
tramoyas las hiciera bajo una especie de inimputabilidad, ya que “él es así”.
Al tiempo salió una noticia en la Sección Policiales de los diarios de
Montevideo: “Un peligroso estafador fue detenido luego de una persecución a la
carrera por varias cuadras en el centro de la ciudad”.
Estaba tan gordo que ni su mágica pastilla lo hizo correr más rápido….
¡¡Chauu Teta!!

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA


Uruguay
Facebook: Ramón Martínez

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