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Prólogo
En la escuela
Entre gansos y vacas: escuela, lectura y literatura
La lectura no es un deber sino un derecho
Clásicos. Libros para todas las clases
Lecturas y censuras
Censura, literatura, basura y otras «uras» algo oscuras
Parpadeante como un faro
Créditos
Prólogo
Antonio VENTURA
En la escuela
Entre gansos y vacas: escuela, lectura y literatura 1
5. Espasa-Calpe, 2001.
9. Brasiliense, 1991.
10. Traducción de Aurora Bernárdez. Tusquets, 1994, pp. 14-16 (N. del T.)
Lecturas y censuras
Censura, literatura, basura y otras «uras» algo oscuras 1
Pero debo deciros que no hay una respuesta única para ese tipo de
pregunta. De la misma manera que no debe existir una lista de libros
prohibidos, no debe haber una lista única de libros seleccionados. Cada padre
o maestro, cada bibliotecario o docente tendrá que hacer su selección
personal. Lo que importa es que conozca lo que ha seleccionado y sepa por
qué lo elige. La única exigencia fundamental es que lea. Sería inconcebible la
idea de encargar a alguien que no nada que enseñe natación en las escuelas. O
un profesor de inglés que no hable esa lengua. Sin embargo, muchas veces se
espera que personas que no leen orienten la lectura de los niños. El resultado
es siempre un desastre y no podía ser de otra manera. No basta con preguntar
a un especialista cómo se hace. Los profesores de natación o de inglés pueden
preguntar a especialistas cómo se nada o cómo se habla inglés, pero eso
jamás convertirá a sus alumnos en nadadores o angloparlantes. De la misma
manera, no basta con buscar informarse sobre los libros que deben
recomendarse para que los niños lean o sobre técnicas de fomento de la
lectura. Puede llegar a ser muy interesante, pero inútil en la práctica.
En definitiva, propongo que los adultos lean. Sobre todo los maestros que
pretenden que sus alumnos lean. Y vuelvo a Bosi para recomendarles que
lean la cultura creadora, de resistencia, lo que han escrito los artistas de la
palabra. Que lean literatura: novelas, cuentos, poesía, ensayo, teatro,
literatura infantil, lo que quieran. El resultado será el desarrollo de su propia
conciencia lectora, de una actitud crítica y conocedora que implique
familiarizarse con la calidad y la diversidad de la creación individual, que
presupone el rescate de la memoria y la valoración de lo imaginario. Quien ha
leído a García Márquez o a Neruda, a Juan Rulfo o a Vargas Llosa está en
mejores condiciones para decidir qué libros recomendar a los niños que
alguien que solo ve la tele o lee los semanarios y supone que un especialista
le dará pautas y consejos. Un verdadero educador sabe perfectamente que la
educación no puede confundirse con la aplicación de fórmulas o recetas. Es
una construcción colectiva y dinámica.
Porque en realidad los niños (y los adultos, por supuesto, que en eso no se
distinguen en nada) deben leer lo que es bueno y abarcar un espectro variado
de lecturas. Libros de géneros diferentes, de autores diferentes, de
colecciones y temas y culturas diferentes. La variedad de lecturas, a partir de
un grado básico de calidad, alimenta al lector y le da fuerzas para enfrentar lo
que pueda sorprenderlo en su camino. La práctica de una lectura variada de
obras literarias, esa insuperable creación de resistencia por medio de las
palabras y los conceptos, desarrolla la capacidad crítica que impide que el
lector se convierta en una víctima más de la cultura hegemónica y el
pensamiento único. En la memoria, cada lector irá formando su repertorio
personal, comparará una lectura con otra, las hará entrar en discusión,
efectuará su propia síntesis, llegará a sus propias conclusiones.
De esa manera, será fácil comprender que lo importante no es discutir si
un niño puede leer un cuento de hadas o un relato con situaciones violentas,
sino determinar cuál es el sentido de lo que se está leyendo, cuál es la
significación de ese texto. La capacidad de construir sus propias
significaciones es algo que uno logra a través del empleo constante del
lenguaje narrativo, un empleo que no es solo la comunicación inmediata entre
las personas, sino el desciframiento de un texto ajeno, el contacto con la
expresión original de un individuo diferente de los demás. Por tanto, se
llegará a esa capacidad solo por medio de la convivencia continua con la
literatura, el arte de las palabras, que utiliza la ambigüedad del lenguaje para
condensar una multiplicidad de significaciones posibles, virtuales, que
necesariamente descodificarán de maneras distintas lectores distintos.
Los docentes no tienen otra forma de capacitarse en el fomento de la
lectura entre los niños salvo leer. Ni me parece que exista, más allá de la
lectura de obras literarias, otra manera de resistir a la censura contemporánea
y a los variados intentos de dominación cultural.
Para terminar, me gustaría decir que, si aceptamos esta conclusión, me
parece muy positiva y cargada de esperanzas. Porque frente a ella no cabe
duda de que tenemos algo que hacer. No basta con lamentarnos, criticar al
gobierno, a los capitalistas o a las multinacionales. Es necesario mucho más.
En realidad, muy poco más pero mucho más eficiente. Basta con resistir
culturalmente y como lectores. Militantes de la lectura. Resistentes de la
cultura. Frente a la dictadura de la basura, hay que insistir en leer lo bueno,
defender el derecho a leer literatura. Y empezar a hacerlo, individualmente,
pero de forma decidida y segura. Con vistas a la sociedad futura. Como quien
sabe que así no se dejará dominar.
Todos los que trabajamos con la palabra escrita sabemos cómo esta se
conforma en una búsqueda permanente de sentido. Por tanto, tanto en la
construcción de un texto narrativo como en el desarrollo de un ensayo,
generalmente nos gusta ver cómo esa palabra deja levemente una semilla, un
indicio de significación que se desarrollará más adelante. O cómo planta un
tema que solo florecerá después, cuando ya esté casi olvidado en el desarrollo
de la trama o del razonamiento. Una construcción cultural consciente. Pero a
veces la vida hace esas cosas. Espontáneamente, atribuye sentido a pequeños
detalles. En cierto modo, por lo menos, es así como prefiero encarar mi
llegada al PEN Club de Brasil y a vuestra compañía, a cuya generosidad en
recibirme solo puedo responder con mi agradecimiento.
Durante la década de 1970, cuando estaba comenzando a escribir y no me
consideraba exclusivamente una escritora profesional, trabajaba también
como periodista en un gran matutino carioca. Además de una columna
semanal, durante siete años, ocupé allí también un cargo directivo, como
editora de periodismo radiofónico. En pleno gobierno militar, era constante la
presencia de la censura. Casi diariamente —y con frecuencia varias veces al
día— sonaba el teléfono y era algún agente de policía encargado de transmitir
nuevas prohibiciones que acababan sumándose a todas las anteriores que
seguían en vigor sin ser anuladas jamás. No quedaba más remedio que
obedecer; si no, se suspendería la emisora y, en caso de reincidencia, se
clausuraría la radio. Pero era muy importante que todos conociesen esas
prohibiciones de la censura. Sin embargo, en una redacción que funcionaba
con tres turnos, desorganizada como suelen ser esos lugares de trabajo
intenso donde se corre contra reloj, era común que se perdiesen algunos de
los papeles que deberían permanecer sujetos en un tablón de anuncios, como
recordatorio de las prohibiciones.
Una de mis primeras medidas, al asumir el cargo, ya que no era siquiera
posible levantar la censura o cuestionar a los censores, fue por lo menos
intentar organizar ese material y asegurar una rutina que garantizase algún
tipo de protección para nuestro trabajo: pedir que el agente de policía se
identificase al telefonear, que dejase un número para comprobar si no era una
burla, esas cosas. Y, enseguida, además de fijar el papel en el tablón de
anuncios, debíamos añadir esa nueva prohibición a una lista general, con
varias copias, que pudiese consultar en cualquier momento el periodista que
estuviese cumpliendo su turno.
Para iniciar este índice, traté de reunir los diversos papeles sueltos que
circulaban por la redacción. A ellos también se sumaba una memoria
colectiva de prohibiciones. En una de ellas, oí hablar del PEN Club. Por
orden superior, estaba absolutamente prohibido transmitir cualquier noticia
que mencionase al PEN Club. Hasta hoy no sé por qué, no tengo la menor
idea. Pero inmediatamente me desperté curiosa y solidaria. Si a la dictadura
no le gustaban los escritores reunidos en el PEN Club, entonces a mí me
gustaban. Intenté, entonces, informarme mejor sobre la historia y la filosofía
de la entidad y llegué a enterarme de su compromiso con la defensa de la
libertad de pensamiento, la celebración del respeto mutuo, el combate a los
prejuicios raciales, de clase y nacionalidad.
Hoy, tantos años después, los censores policiales han desaparecido, la
dictadura militar se ha acabado y me reciben cariñosamente aquí. Pero no por
eso es ocioso reflexionar un poco sobre la censura y las diversas formas que
ella adopta para sobrevivir en una sociedad como la nuestra. Celebrar la
democracia significa también no tolerar la intolerancia. Me formaron así.
Desde mucho antes de sonreír con Voltaire al definir la tolerancia:
«perdonémonos recíprocamente nuestras necedades; es la primera ley de la
naturaleza».
En mi infancia, siendo la mayor de nueve hermanos, los que nacimos
primero éramos hinchas del Flamingo, hasta que Botafogo ganó un
tricampeonato por los años 50 y uno de mis hermanos menores aprendió a
gritar «¡Amarildo!» de tanto oír a un borracho que andaba por el Puesto 6 con
ese grito de guerra. Siendo aún un niño, decidió que sería hincha del
Botafogo. Todos comenzamos a meternos con él. Unos días después, a la
hora de cenar, con toda la familia reunida alrededor de la mesa, mi madre
comunicó que había cambiado de chaqueta y que ahora sería Fluminense. Y
exigía que la respetasen. Nadie la entendió. Solo muchos años más tarde, en
una de esas sesiones nostálgicas que a veces se dan en las reuniones
familiares, ella nos reveló el sentido obvio de la lección que en su momento
se nos había escapado. Pero incluso sin la explicación todos habíamos
aprendido en la práctica a respetar el derecho de las minorías.
Mi padre, el periodista y político Mario Martins (cuyo libro de memorias
fue editado hace poco tiempo por Nova Fronteira, bajo el título Valou a
pena 5 ), publicó en uno de los primeros años del gobierno militar una
recopilación de artículos llamada Em nossos dias de intolerância (Editora
Tempo Brasileiro). En ella desarrollaba la tesis de que la intolerancia ante las
ideas divergentes es uno de los primeros pasos hacia la dictadura. En poco
tiempo, la aprobación del Acta Institucional nº 5 le dio la razón.
En el Brasil de hoy, existe libertad de pensamiento y no hay censura. Por
lo menos, no aquella censura policial que impone vetos con el sello del NO.
Creo, sin embargo, que vemos crecer día a día otra forma de censura mucho
más insidiosa —y a veces más eficiente—, que es la dictadura de un único SÍ.
Sea por el dominio de pautas comerciales para juzgar la producción
cultural, sea por la falta de preparación de los medios para discernir lo que es
importante aunque no esté de moda, el hecho es que muchas veces hay un
cortocircuito en la atribución de valores a la creación artística o al
pensamiento original, inventivo o simplemente diferente. Lo que podría ser
un debate fecundo desaparece, así como una escena estética más rica.
Esa exclusión no se hace en nombre de la censura, pero funciona. Basta
con dar un ejemplo del área de la música popular. Un compositor como Edu
Lobo, de obra vasta y excelente, sigue en plena actividad. Durante la
dictadura, la censura intentó prohibirlo, pero no logró impedir que todo el
país cantase y tocase sus canciones. Hoy nadie sabe qué está haciendo. No
toca en la radio, no aparece en la televisión, no graba discos. De una
generación posterior, Ivan Lins anunció en una entrevista, hace poco más de
dos meses, que ha decidido no volver a grabar obras propias, aunque continúe
componiendo. Explicó el porqué: no toca en ningún lugar...
La primacía del mercado constituye la imposición de un modelo único de
creación y pensamiento bien conocido por todos aquellos a quienes nos
gustan los libros y en vano buscamos en librerías o suplementos literarios
algo que no sean los últimos lanzamientos con alguna posibilidad comercial
evidente.
Pero no solo de economía vive esa nueva forma de censura. Vive también
de la intolerancia con respecto a la opinión ajena, de la demonización de
quien no piensa exactamente igual (fenómeno al que Gilberto Dimenstein se
ha referido como «otrología», que tal vez corrija a Sartre al afirmar que los
otros pueden no ser exactamente el infierno sino, sin ninguna duda, el propio
diablo). La censura en nuestros días se construye a partir de lo que el crítico
inglés Terry Eagleton ha llamado «intuismo», algo que nos exime de leer u
oír al otro, porque ya conocemos su ideología y eso basta para colocarle una
etiqueta. O no necesitamos leerlo porque nos gusta y lo aprobamos, o no sirve
de nada leerlo porque sabemos de antemano que no estamos de acuerdo.
En otras palabras, como lo sintetiza tan bien Umberto Eco en Cinco
escritos morales 6 , «el espíritu crítico hace distinciones», pero para el
fascismo «el desacuerdo es traición». Por otra parte, este es un libro
instigador y agudo, que merece nuestra reflexión. Y como brillante escritor
que es, Umberto Eco llama la atención sobre el hecho de que el fascismo se
construye a partir de la utilización de una neolengua, basándose «en un léxico
pobre y en una sintaxis elemental, con el fin de limitar los instrumentos para
un raciocinio complejo y crítico».
Me he referido a esa tendencia en varias conferencias, algunas de las
cuales están reunidas en el libro Contra corrente, Conversas sobre leitura e
política 7 . El fenómeno no es solo brasileño. Además del italiano Eco y el
inglés Eagleton, ya citados, y de pensadores franceses que vienen
denunciando la hegemonía del pensamiento único, algunos profesores más
independientes dentro de las universidades más críticas de Estados Unidos
también se han centrado en esta cuestión, rebelándose contra la imposición de
modelos, muchas veces llamados «políticamente correctos», que no dejan
espacio para forma alguna de disensión. En Literature Lost 8 , el profesor John
M. Ellis alerta sobre la corrupción del humanismo derivada del corte que la
universidad contemporánea efectuó en su convivencia con la literatura y la
diversidad a ella inherente, al privilegiar los textos de cultura de masas o los
escritos sobre literatura, en lugar de las propias obras. Y en The Pleasures of
Reading in an Ideological Age, Robert Alter 9 , catedrático de Literatura
Comparada en Berkeley, denuncia la desaparición de la lectura de literatura
(y su sustitución por los estudios teóricos) como uno de los elementos
responsables de la pérdida de impulso de construcciones intelectuales que
eviten el cerramiento semántico y que busquen equilibrio e interacción entre
posibilidades diversas, así como por el panorama que define como una
«atmósfera de retroceso democrático y de intimidación ideológica» que está
dominando los medios intelectuales y la sociedad letrada en general.
Entre nosotros, algunos espíritus más sensibles también han detectado esas
nuevas formas de censura, intolerancia y sutil cercenamiento de la libertad de
pensamiento. En su discurso de ingreso en el PEN Club, hace un año, el
crítico Wilson Martins ya recordaba que la censura «tiene hoy el nombre de
corrección política» y afirmó: «Hay una dialéctica que no puede reducirse a
fórmulas simplistas. Debemos combatir no las formas específicas de censura,
sino el espíritu de censura». Y, en un brillante y reciente artículo en el Jornal
do Brasil 10 , celebrando el Premio Nobel de Literatura otorgado a Günter
Grass, Alberto Dines recordó a varios estudiosos contemporáneos del
fascismo como Eco, Laqueur, Robert O. Paxton y Zeev Sternhell.
Resumiéndolos, el articulista estableció «una tipología de situaciones que,
combinadas en el todo o en parte pueden producir climas pre o
protofascistas». Cito algunas de ellas:
—insistencia en el chivo expiatorio extranjero;
—demonización de ideas que niega la posibilidad de diálogo y debate;
—resentimiento de la clase media incapaz de aceptar cualquier pérdida de
status cuando hay otras clases que se resignan a ella;
—alejamiento de los trabajadores de los partidos socialistas o
socialdemócratas tradicionales, en favor de las salidas populistas;
—incapacidad de las élites para ofrecer soluciones, pautas y valores;
—descreimiento continuo en las reglas de convivencia y deferencia, en la
eficacia de las instituciones (sobre todo la justicia), en los procedimientos
y calendario democrático;
—ruptura de los pactos y contratos sociales con apuestas por cambios de
gran velocidad;
—desprecio por la historia, tendencia a la discontinuidad;
—fórmulas políticas mágicas y simplificadas;
—fragmentación del proceso de información, lo que genera un público
desorientado.
Y otras más...
Frente a ese conjunto de rasgos, Dines nos invita a pensar sobre el caso
brasileño, a preguntarnos dónde nuestro proceso «supera los límites de la
normalidad y debería accionar las alarmas». Según él, citando a Laqueur,
corresponde a los más sensibles y experimentados prever la formación de
esas condiciones. Así, propone que comencemos a buscar esos indicadores
significativos en el noticiario nuestro de cada día. Me puse a hacerlo y me di
un susto: hay mucho más de lo que imaginaba.
Sé que el día es festivo y tengo una imagen fuerte de autora infantil, algo
muy ameno y leve. Debería estar contando historias. Pero quien me conoce
sabe que mis historias, aunque sean para niños, nunca están desligadas de lo
que vivo. Y hablo de lo que vivo en este momento en Brasil.
Si la literatura infantil, desde Andersen, y con muchos y magníficos
seguidores aquí, durante la resistencia a la dictadura brasileña, nunca tuvo
miedo a decir que el rey estaba desnudo, tampoco debe tener miedo a decir
que hay un tufo a censura y a creciente comportamiento fascista en el aire. Y
seguramente una reunión del PEN Club es un foro adecuado para decirlo. Por
eso me permito terminar esta charla con estas palabras de Dines:
«El fascismo es un modo de actuar convertido en enfermedad,
incontrolable cuando se vuelve epidemia».
Pero para que no se diga que he acabado con una consigna,
mantengámonos en un terreno más propiamente literario, con un enigma
irónico de Drummond en sus «Reflexiones sobre el fanatismo» 11 :
«Sin duda, la ortodoxia es plácida para quien la practica. Nos libra de
ejercicios incómodos, incluso de poner a prueba al objeto de nuestro culto. La
heterodoxia y el libre análisis implican, en cambio, riesgos intelectuales que
no interesa afrontar. Y si calificamos de científica nuestra ortodoxia,
apoyándola en algunas ideas generales inmutables, aunque continuamente las
olvidemos en la práctica, habremos establecido la mullida almohada, no de la
duda, como quería Montaigne, sino de la certeza consoladora y apta para
proporcionarnos la suprema dignidad intelectual».
En las entrelíneas de esas observaciones, casi podemos adivinar la sonrisa
del poeta mayor, amigo de varios de los que estamos aquí presentes. Al
recordarlo en este día de fiesta, quiero dejar su luz entre nosotros,
parpadeante como un faro, alertando sobre los peligros escondidos antes de
que ocasionen naufragios.
7. Atica, 1999.
11. Drummond de Andrade, Carlos: Passeios na Ilha. Livraria José Olympio Editora,
1975.
Sobre creación y escritura
Autor y lector cara a cara: el encuentro entre
curiosidad y valentía 1
3. The Courage to Write: How Writers Transcend Fear. Henry Holt and Company, 1995.
Vengo de una familia de origen humilde, pero que valoraba mucho los
libros, la lectura y la educación, incluso como instrumento de ascenso social.
Mi abuelo paterno era un inmigrante portugués que había dejado el arado y el
lagar en el que ayudaba a su padre a hacer vino en la aldea de Gondomar, e
intentó ir a estudiar farmacia en Oporto. Ya graduado, sin perspectivas de
trabajo en su tierra, se fue definitivamente a Brasil con lo puesto. En su
escaso equipaje llevaba algunos libros de los que nunca quiso separarse.
Entre ellos, las dos gramáticas latinas con las que había estudiado en el
colegio. Una de ellas, impresa en 1884 y con anotaciones hechas a lápiz en
1887 por el entonces niño de diez años, me acompaña hasta hoy. Más tarde,
ya en tierras brasileñas, el joven farmacéutico eligió como esposa a la hija
mayor de otro inmigrante portugués, que había llegado a Petrópolis una
décadas antes, cuando apenas tenía 9 años de edad, solo en la bodega de un
barco, para trabajar en la ferretería de un compatriota, a cambio de casa y
comida. En una época en la que no había leyes laborales que limitasen la
jornada de trabajo o el esfuerzo de los menores, el niño era el primero en
comenzar, ordenando todo antes de abrir la tienda, y el último en acabar,
después de que el comercio se cerraba y le correspondía barrer el suelo.
Mientras se agotaba en su trabajo, se juraba a sí mismo que un día haría que
sus hijos estudiasen. Así, mi abuela paterna estudió por encima de la media
que era posible para las muchachas de aquel tiempo. Fue al colegio, aprendió
francés y no dejó de practicarlo, como una forma particular de resistencia
individual, leyendo mucho y siempre. Más de medio siglo después, cuando
yo ya estaba en la facultad, para nosotras dos era una gran alegría poder
prestarnos libros o cambiar impresiones sobre lecturas y autores. Con ella
conversé sobre Alexandre Dumas y Balzac, Victor Hugo y Stendhal,
Maupassant y Flaubert. Pero, para mi tristeza, solo mucho más tarde, ella ya
muerta y yo escritora conocida, me enteré de que durante años mi abuela
había escrito regularmente para el Jornal de Petrópolis, con seudónimo, en
una columna combativa que defendía los derechos de las mujeres y hacía
campaña por el voto femenino.
Del lado materno, la abuela Ritinha era una mujer muy diferente. A pesar
de ser socialmente aristócrata, pues su padre era barón, era una muchacha del
campo, muy sencilla, aunque sabia en todas las cosas de la cultura no escrita.
Fue analfabeta hasta después de los veinte años. Apenas sabía escribir su
nombre cuando se casó con mi abuelo, antiguo labrador que recogía café en
la hacienda del padre de ella, al norte de Espírito Santo. Él le enseñó a leer y
escribir con más fluidez, y conservo los cuadernos de esas clases amorosas,
llenos de copias, dictados, ejercicios de caligrafía y análisis, borrones de
misivas. Ese abuelo fue un apóstol de los libros y la educación. Muy
pequeño, en medio del campo, a orillas del río Cricaré —que nadie aquí sabe
dónde queda—, aprendió a leer con algún alma generosa que solo puede estar
en el cielo. Acabó devorando todo lo que caía en sus manos en materia de
escritura. En poco tiempo, se convirtió en ayudante del profesor de una
pequeña escuela en el pueblo vecino. A los 13 años, ese profesor lo eligió
para que lo sustituyese un día y logró que un señor de la ciudad grande (São
Mateus), de paso por allí, lo llevase consigo como recadero y ayudante
doméstico, a cambio de ir a la escuela y continuar sus estudios. En poco
tiempo, se hizo amigo de todas las personas que tenían libros —el cura, el
juez, el profesor, el farmacéutico... Leyó prestado todo lo que la pequeña
ciudad tenía para ofrecer. Y siguió avanzando. Fue a Vitória, de allí a Río, a
estudiar ingeniería. Con una condición: en cada lugar que dejaba, pedía que
lo sustituyese un hermano más joven, en las mismas condiciones, y acordaba
con este que después se encargaría de buscar a otro. Para que todos tuviesen
la oportunidad de estudiar. Una vocación de educador. No sorprende que,
además de ingeniero, acabase siendo profesor de matemáticas y física durante
50 años. Y abriendo un colegio en Vitória, en el sótano de su casa. Sentía
pasión por la literatura. Leía mucho. Vivió rodeado de libros. Era capaz de
aparecerse ante una nieta de 12 o 13 años con un enorme volumen de los
viajes de Saint-Hilaire por Brasil y decir: «Lee para hacerlo tuyo. Así nadie
podrá quitártelo nunca». Irresistible. Me hizo leer a Gilberto Freyre y José
Lins do Rego, Câmara Cascudo y Vianna Moog. Otra cosa que siempre decía
era: «lo único que tengo para dejaros es la educación. Y eso no es algo que se
gane de un día para el otro». Y de nuevo un libro. A los ochenta años tuvo
dos infartos y pensó que para sobrevivir necesitaba encontrar un nuevo
interés en la vida. Decidió estudiar inglés para leer a Shakespeare. No llegó a
tanto. Pero leímos juntos algunas buenas cosas de Dickens y Thomas Hardy,
intercambiando cartas con nuestras opiniones sobre la lectura.
Mi madre, su hija, tenía a quien salir. No solo porque hizo dos carreras y
llegó a graduarse en Farmacia y Derecho, sino porque leía sin parar. Tuvo 9
hijos y eso representaba un trajín doméstico inimaginable. Pero siempre la
recuerdo defendiendo su derecho sagrado a parar al menos media hora a
mitad del día para seguir con la lectura en la que estaba sumergida. O
amamantando a un bebé y leyendo un libro al mismo tiempo. A ella le
gustaban los clásicos y no tenía tiempo que perder: Tolstoi, Machado de
Assis, Eça de Queirós. En eso la ayudaba mi padre, un autodidacta voraz. Él
había comenzado a trabajar desde muy pronto, apenas terminada la escuela
primaria. Cuando la conoció, hizo el curso para adultos (el supletivo, que en
aquel tiempo se llamaba artículo 91) y entró en la facultad de Derecho, que
después dejó porque trabajaba en el periódico y no tenía tiempo para las
clases. Para compensar, leía. Pero leía con mucho método, porque tenía
conciencia de que esas lecturas constituían toda la formación que no había
podido obtener en la escuela. Compraba a plazos colecciones de libros y las
leía de cabo a rabo: Biblioteca Internacional de Obras Célebres, los ganadores
del premio Nobel, además de todos los libros importantes que salían y se
recomendaban en los periódicos. Y como los dos, mi padre y mi madre,
conversaban animadamente sobre las lecturas, todos nosotros (sus hijos)
teníamos ganas de entrar en aquel mundo. La Ilíada y la Odisea, Don
Quijote, la Divina Comedia, El paraíso perdido, Vidas paralelas de Plutarco
son algunos libros que recuerdo claramente haber visto con un marcador
dentro, apoyados en la mesilla de noche. O, de repente, él hacía una pausa, le
leía un fragmento en voz alta, subrayaba con un lápiz. Y tenía también las
colecciones brasileñas, de las editoriales de la época, Martins, Globo, José
Olimpio, Companhia Editora Nacional. Todo Jorge Amado, José Américo de
Almeida, José Lins do Rego, Graciliano Ramos, Raquel de Queirós, Mário de
Andrade, Enrico Verissimo, Lima Barreto, Graça Aranha. Y la serie
Documentos Brasileiros. Y la Brasiliana... Y además los que se iban
traduciendo, más o menos intelectuales, daba igual: Proust, Hemingway,
Conrad, Cronin, Pearl Buck, Howard Fast, Vicki Baum.
Pero os estaréis preguntando: ¿qué demonios hago aquí hablando de las
lecturas de otros? ¿El tema no era contar cómo me convertí de lectora en
escritora? Pues precisamente creo que es eso lo que estoy haciendo. Porque
para mí la respuesta a esa pregunta es una sola. ¿Cómo llegué de la lectura a
la escritura? Naturalmente. Nunca pensé que pudiese haber otra forma.
Hablé de ese ambiente que me rodeaba porque creo que es un retrato de
algo que solo mucho más tarde llegué a entender hasta qué punto era fuera de
lo común, pero que para mí fue absolutamente natural durante toda mi
formación: tenía libros en todos los rincones. Las personas a mi alrededor
leían y valoraban el libro como un bien precioso. No porque fuesen
económicamente privilegiadas, sino porque no concebían que se pudiese vivir
sin leer, sin preguntar, sin consultar el diccionario, sin buscar respuestas. Pero
hay además otro aspecto, más general, que merece destacarse y solo percibo
hoy, en plena madurez, cuando ya he viajado bastante, he vivido en otros
países y he conocido por dentro otros lugares, como para hacer
comparaciones. Al contrario de las sociedades muy estratificadas, como las
europeas (y podemos pensar en la británica, en particular), la sociedad
brasileña —aunque sea perversa y cruelmente excluyente— permite una
movilidad social impensable para los patrones europeos. En ese sentido, mi
abuelo tenía razón. Con la herencia de la educación (y de la lectura, en el
caso de mi padre, por ejemplo, que solo terminó el nivel primario pero
completó su formación leyendo), fue posible hacer el trayecto que llevó a la
hija de un niño inmigrante que barría en una tienda a tener una columna
pionera en un periódico. O el camino que permitió a un chico del campo,
peón e hijo de labrador, llegar a ser médico, escribir libros y convertirse en el
primer alcalde de Vitória y primer rector de la UFES. O la trayectoria del
niño que dejó de estudiar para trabajar en una gasolinera pero que siguió
leyendo, acabó dirigiendo la redacción de su propio periódico, siendo
vicepresidente de la A.B.I. y diputado federal y senador de la República (de
aquellos que ya no se ven, rebelde, de oposición, cesado en su cargo por la
dictadura y lleno de deudas cuando murió). En Inglaterra, como sabe
cualquiera que haya visto My Fair Lady, por ejemplo, el simple acento es un
signo social diferenciador y difícilmente alguien de la llamada working class
asciende a la clase media en una sola generación. Quizá porque generalmente
en Brasil se lee poco, la convivencia íntima con los libros acaba
constituyéndose, a su vez, en un factor de esa especie. Y puede ser que ayude
a explicar, además, por qué en general las campañas de fomento de la lectura
en nuestro país nunca parecen estar realmente dispuestas a acercar la
literatura a la población o viceversa, ya que con frecuencia han estado más
cerca del paternalismo y del clientelismo que de una actitud verdaderamente
democrática, dispuesta a poner a todos en contacto con la buena lectura.
Suelen ser para fines más utilitarios. Así como bastaba con alfabetizar o
enseñar a firmar para asegurarse al elector, tal vez ahora baste con enseñar a
leer y acercar al lector a manuales de instrucción, libritos desechables e
inconsistentes, obras de autoayuda, libros juegos y otros chicles mentales
para asegurar una masa a la que manipular fácilmente. Si la buena lectura
abre la posibilidad de ascenso social y la toma de una parcela de poder,
desarrollando la capacidad de leer entre líneas y pensar con la propia cabeza,
puede ser muy peligroso para los privilegiados que se garantice la inmersión
de la población en un ambiente de buenos libros. Como aquel que he descrito
ligado a mi historia personal, antes de hacer ese paréntesis más genérico que
plantea un aspecto que habrá de discutirse en otra ocasión, porque ahora se
escapa del tema propuesto.
Era natural que, en ese ambiente, yo me interesase por los libros desde
muy pronto. No solo porque siempre oía hablar de los libros como algo
precioso o porque tenía el ejemplo de todos a mi alrededor, sino también
porque me moría de curiosidad por aquel mundo, tan atrayente como para
dejar a mis padres distraidísimos cuando se sumergían en él y no me
prestaban toda la atención que me habría gustado tener. De alguna forma, yo
quería participar de aquello, entrar en la lectura, poder conversar sobre libros
y descubrir todo lo que había escondido dentro de las cubiertas de aquellos
volúmenes que se alineaban en los estantes, se apilaban sobre las mesas, se
amontonaban en los rincones e invadían toda la casa. Servían de paredes para
casas de muñecas, rampas y puentes para que avanzasen los cochecitos,
cercas para animales de peluche. Aprendí a leer sola, muy pronto, a los cuatro
años. En la Navidad de mi quinto cumpleaños, me regalaron el muy
codiciado Reinaçoes de Narizinho, que se añadió al almanaque del Tico-Tico
de todos los años, pero que ahora ya podía leer sola. A partir de entonces, me
dejé fascinar por toda la obra de Monteiro Lobato, los diversos volúmenes de
cuentos tradicionales de la Editora Quaresma, los diversos volúmenes
pequeñitos de cuentos de Andersen, Grimm y Perrault de la Biblioteca
Infantil Melhoramentos. Y todo lo que caía en mis manos. Cuando cumplí 8
años, dos regalos inolvidables, ambos con ilustraciones de Caribé —hoy
artista bahiano, ilustrador de Jorge Amado y García Márquez, en aquel
entonces un dibujante local en Argentina, donde estábamos viviendo. El
primero era un enorme y maravilloso Robinson Crusoe completo, que no leí
realmente hasta muchos años después, pero cuyas historias oía de mi padre,
fascinada, desde entonces, capítulo a capítulo de sus muchas páginas en
castellano (ahora, al interrumpir este texto e ir a consultar en el estante el
número exacto de páginas, 393, descubro que la traducción era de un tal Julio
Cortázar. Imposible pedir más calidad). El segundo regalo fue un cuadernito
negro de cuero, tipo agenda, donde se podían cambiar las páginas de tres
agujeros. Llevaba muchas hojas pautadas pero en la primera, lisa, tenía el
dibujo coloreado de una niña radiante, entre palmeras y papagayos, y se leía:
Mi diario - Ana María - 1948.
El camino de la lectura a la escritura, pues, también fue natural, dos caras
de la misma moneda. Los libros eran solo una fórmula para multiplicar ese
saber acumulado durante varias generaciones, de acercar la palabra de gente
lejana en el espacio (como doña Benita, que no estaba a mi lado como la
abuela Ritinha) o en el tiempo (como el Andersen que escribió «El patito
feo» en la época en la que aún no había Zé Macaco y Faustina). De cualquier
modo, mi noción de sabiduría tenía que ver con mi abuela. Ella tenía refranes,
coplas y oraciones para cualquier situación, se ocupaba de todo, hacía
infusiones con las hojas del guayabo, cataplasmas para el pecho, sabía qué
gallina del gallinero pondría huevos un día determinado, zurcía la ropa
rasgada, preparaba dulces, arreglaba juguetes, guardaba cuerda en el bolsillo
e imperdibles en la cajita... Y sabía las historias más increíbles y mejores,
mejores que cualquier libro. En las vacaciones, cuando íbamos a pasar el
verano con ella a Manguinhos, en Espírito Santo, el repertorio era
interminable. De vuelta a Río, yo, la mayor, me esforzaba por mantener vivo
el recuerdo, volviendo a contar esas historias a mis hermanos menores.
Estando más lejos, en Buenos Aires, cuando me regalaron el diario y descubrí
que era divertidísimo escribir todos los días lo que me ocurría o no me
ocurría pero yo tenía ganas de que me ocurriese, me di cuenta también de que
escribir era otra forma de no olvidar. Al principio, escribía las historias de mi
abuela. Pedí y me regalaron otro cuaderno más grande, forrado con un papel
que parecían telarañas en relieve, y comencé a escribir lo que recordaba de lo
que ella nos contaba. En poco tiempo, mi ficción se estaba mezclando con su
contar y comencé a hacer mis cuentos, sobre los juguetes que nos rodeaban,
las vidas y aventuras imaginarias de los diferentes objetos, los recuerdos
nostálgicos de niños como nosotros, en una playa brasileña, lejos del frío
porteño.
De todas maneras, tránsitos naturales. No había ninguna pretensión de ser
escritora, eso no se es. Yo leía y escribía como quien duerme, se ducha,
come, sin pretender ser dormilón o gourmet cuando creciera. Viviendo lejos
de tíos, primos, abuelas, las cartas y misivas eran la forma normal de
comunicación. Recibíamos y enviábamos correspondencia como hoy
cualquiera atiende el teléfono o manda una carta por correo electrónico. La
escritura, como la lectura, no era un acto extraordinario.
Ah, pero no había televisión... Siempre aparece alguien a esta altura del
razonamiento para recordarlo. O para ponderar («plantear», como suele
decirse) que, frente a las atracciones ofrecidas por los nuevos medios
tecnológicos contemporáneos —tele, vídeo, ordenador, Internet, videojuegos
—, es imposible lograr que los niños se interesen por los libros... Ah, ¿y
jardín? Nosotros teníamos patio, no olvidemos. ¿Se puede imaginar tentación
mayor? Haced la prueba de colocar a un niño de hoy en una situación de
acceso libre, seguro e ilimitado en un patio y vamos a ver quién gana, si las
nuevas tecnologías o el patio. En el patio había espacio para correr, jugar a la
pelota, jugar a la mancha o al escondite, había árboles a los que trepar, con
frutas para comer en el acto, había un gallinero, perros, el muro del vecino,
un montón de amigos, tierra para tirar las canicas en el gua o jugar a la
rayuela, había restos de tejas, hormigueros... Ah, si dijese todo lo que había o
podía haber en el patio no acabaría nunca. Y, a pesar del patio, las carreras y
los juegos, también leíamos. Y con mucho gusto y entusiasmo. Los amigos
leían y hablaban de libros. Y los mayores que los rodeaban también.
Fui creciendo, leyendo y escribiendo. Al mismo tiempo, sin pasar de
lectora a escritora. Leí todo Monteiro Lobato y todo Mark Twain, La isla del
tesoro y Robin Hood, Los tres mosqueteros y La pimpinela escarlata,
Ivanhoe y los Pardaillan, Tarzán y Robinson Crusoe, la colección
Terramarear, la serie los Audazes, Menina y moza, la biblioteca das Moças, la
serie Rosa, los libritos verdes de M. Delly y Elynor Glyn, todo Sherlock
Holmes y Arsenio Lupin. En poco tiempo me encontraba hurgando en los
estantes paternos para leer Kim de Kipling y devorar todo Dickens, con
aquellas historias tristes de pobres huérfanos abandonados (en ese tiempo
nadie se habría atrevido a llamar a Oliver Twist chico de la calle, eso es parte
de la Revolución Industrial, como Los miserables, las categorías del Primer
Mundo son otras). Leía lo que me daba mi abuela, lo que me indicaba mi
padre, lo que estaba leyendo mi madre, lo que me prestaban mis amigos. Y
escribía. Redacciones en el colegio todas las semanas. Un artículo sobre
pesca artesanal en Manguinhos para una revista de folclore, que mi tío llevó
para publicar sin que nadie supiese que había sido escrito por una niña.
Cartas para mi abuelo, mis primos, mis amigos. Y cartitas de amor
adolescente. En unas vacaciones tuve un novio en Vitória, el más guapo y
deseado del grupo. Durante todo un año, fue un intercambio de cartas
esperadísimas, y mi palabra tenía que ser lo suficientemente seductora para
hacer que aquel chico no me olvidase y suspirase por mi regreso. ¿Alguien
quiere mejor motivación para la escritura? Al año siguiente, otros chicos, en
otros escenarios, formaban parte del gremio del colegio. En poco tiempo
llegué a ser redactora del periódico escolar y me ocupaba de secciones
diferentes en diversos estilos. Aún no se ha inventado mejor taller de la
palabra.
En los libros adultos inagotables, descubrí preferencias y caminos propios.
Exploraba los estantes de toda la familia, pedía sugerencias a profesores en el
colegio, me servía de la antología escolar como si fuese un trailer, para ver
qué texto o autor me gustaba, e iba tras él. En el ámbito científico, entre los
15 y los 17 años, tenía mi propia cuenta en una librería, la Ler, que me
permitía llevarme libros tentadores pero por encima de mis posibilidades, así
que los iba pagando mes a mes. Al entrar en la facultad, tuve ganas de
escribir más regularmente e intentar ganar algún dinero de esa manera: ¿quizá
ser periodista? Y hacía Geografía (y después Letras), pero no exigían un
diploma especial para Periodismo. Elegí un periódico, el Correio da Manhã,
y fui a ofrecerme. A escondidas, porque mi padre no quería una hija
periodista, creía que la redacción no era ambiente para una chica. Me quedé
un tiempo entrenándome, en la sección femenina, y después ayudé a dar
forma y a redactar notas en columnas.
Un día me promovieron y me encargaron que hiciese mi primer artículo
por cuenta propia: una entrevista dominical con un pintor que iba a inaugurar
una exposición en Río. ¡Justamente Caribé! Pensé que mi ángel de la guarda
me protegía. Me esmeré en el trabajo y le dedicaron toda una página, aunque
sin firma, ya que no se otorgaba ese relieve a un reportero principiante. Pero
internamente fue bien recibida y, a la semana siguiente, me dieron una nueva
oportunidad para hacerle una entrevista a otro artista, esta vez Augusto
Rodrigues, con quien yo había estudiado pintura en la Escolinha de Arte do
Brasil. Un placer, yo me sentía francamente a gusto, quedó estupenda. Una
vez más, toda una página, realzada pero sin firma. El domingo, cuando mi
padre acabó de leer el periódico, comentó que era excelente, que además otro
día había salido otra muy buena con Caribé, y era una pena que no dijesen
quién la había hecho. No pude resistir y lo confesé. Pasado el enfado paterno,
llegó el orgullo y la aceptación oficial de mi condición de profesional de la
escritura.
A partir de entonces, ya adulta, estaba formada como lectora y escritora.
El resto son pequeños detalles biográficos. Como hice Letras Neolatinas,
estudié bien literatura, puse orden en mis lecturas, adquirí mayor base en
lingüística y filología. En poco tiempo estaba haciendo posgraduado, una
monografía sobre García Lorca y finalmente preparé mi tesis sobre
Guimarães Rosa (que llegaría a ser mi primer libro publicado, Recado do
nome 10 , en 1976). Mientras tanto, daba clases en colegios, facultades y el
curso de preparación para el Itamarati. Un día, en 1969, me telefonearon de
São Paulo. Una nueva revista, que crearía la editorial Abril, pretendía
dirigirse a niños y buscaba autores que nunca hubiesen escrito para ellos pero
que fuesen buenos conversadores y supiesen escribir. Habían hecho cierto
sondeo buscando profesores en diferentes facultades y mi nombre había
surgido en la de Letras. Como el de Joel Rufino dos Santos, entre los
historiadores. O el de Ruth Rocha entre los sociólogos. Allí fuimos,
publicamos un montón de historias en la revista Recreio, tuvimos buena
acogida. Años después, en 1976, nos pidieron historias más largas para libros
(surgió así mi Bento que bento é o frade 11 , primer libro infantil) y en 1977
nuestros cuentos se reunieron en antologías publicadas por la misma Editora
Abril. Nos habíamos convertido en escritores. Al año siguiente, en 1978,
mandé un original inédito a un concurso en Belo Horizonte con seudónimo, y
gané el premio João de Barro con História meio ao contrário 12 . Algunos
editores me preguntaron si tenía otros originales. Imaginaos, tenía los cajones
llenos: escribía desde hacía años sin saber qué hacer con aquellas historias
que no encajaban en la revista Recreio. Escribía porque me gustaba, porque
quería, porque tenía ideas y tenía que sacarlas fuera, porque había leído tanto
que ahora me tocaba escribir. Publiqué un montón de libros en 1979 y 1980,
fruto de ese desove de lo que se había acumulado. Comencé a ser considerada
irremediablemente escritora, asumí esa condición, me separé del periodismo.
Pero hoy, aquí, solo para vosotros, confieso la verdad. Ya que me
preguntaron sobre mi paso de la lectura a la escritura, puedo decir que nunca
pasé de una a otra, solo acumulé y sumé. Porque en el fondo soy
irremediablemente, y para siempre, lectora. Voraz y fascinada, encantada y
agradecida a esa maravilla del cerebro humano que nos permitió la
posibilidad de leer y escribir. Milagro cotidiano, aquí a nuestro alcance. Y
pensar que hay gente que sabe leer, puede leer y no sabe lo que se está
perdiendo...
10. Recado do nome: Leit. Guimarães Rosa a luz do nome. Martins Fontes, 1976.
15. Textos para la mesa redonda con Lya Luft, sobre un tema fijado, en el Seminario «Por
una era de delicadeza», octubre de 1999, Planetario de Río de Janeiro.
16. «Escritores Criativos e Devaneios», ESB, Vol. IX. Imago Editora, 1976.
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