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ARGENTINA - AMBIENTE

TÓXICO, NIÑOS MARCADOS


NO ES SÓLO LA INSEGURIDAD ALIMENTARIA, EL TECHO QUE
CEDE, LA POLICÍA QUE ACECHA Y ESA PERTENENCIA A LOS
MÁRGENES QUE EL DESTINO INCONMOVIBLE LES CLAVÓ EN
LOS PIES. TAMBIÉN ES EL VENENO.

No es sólo el hambre, el paco, las nike truchas que excluyen o el


celular que construye sentido e identidad pero al que no se accede.
Y entonces no hay sentido ni identidad. También está el veneno. El
plomo de Villa Inflamable y de la 21-24, el asbesto de la Villa 20, las
cloacas que desembocan en los cursos de agua que van a las manos,
a los pulmones, a la boca. El cianuro de los diques de cola de las
auríferas, los insecticidas y los herbicidas que llueven en los
sembrados pero también en las casas, en la ropa, en la piel y en los
bronquios.
Por eso, no es sólo el 50% de los niños que fatigan esta tierra, desde
Jujuy a Tierra del Fuego, consolidados en una pobreza armada para
ellos, donde el estado eligió que se domicilien. También es el 50% de
los chicos sometidos a condiciones ambientales hostiles. Que
coartan la capacidad de comprender, de luchar, de planificar una
vida. De transformar un mundo que los recibió por la puerta de atrás.

Los datos son del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia, de la


Universidad Católica Argentina (UCA): son objetos transparentes,
vistos con un cristal insospechable de amenazar a los modelos de
producción del capitalismo.
El sociólogo Javier Auyero lo llama sufrimiento ambiental. En 2008
Inflamable disparó el célebre dictamen de la Corte que mandaba a
alejar a la gente del Riachuelo y a expulsar las industrias que crecían
como monstruos a su vera y vomitaban diariamente su excrecencia
residual en el cauce muerto. Es que meses antes se habían conocido
los análisis de los chicos de la Villa que se enciende pegadita al Polo
Petroquímico de Dock Sud. La mitad tenía plomo en la sangre. El
plomo se absorbe con generosidad desde la sangre y los huesos. Y
los niños son los más permeables al ataque.
En bajos niveles, reduce el coeficiente intelectual y la capacidad de
atención, genera problemas de aprendizaje y de comportamiento,
acorta la vista y reduce la audición. En altos niveles, daña el cerebro,
el hígado y el sistema neurológico.
Auyero describió el sufrimiento ambiental sobre el esfuerzo titánico
de los chicos que no alcanzarían jamás -en sueños ni en calidad de
futuro- a sus pares de la Caba. En un camino tortuoso, que les
llenaron fatalmente de espinas.

Años después, una toma de terrenos inhabitables en la Villa 20


dejaría visibles, a pesar de la persistencia encubridora del estado,
dos tragedias: miles de personas sin casa tratando de construirse
cuatro chapas y una bolsa sobre el mercurio, el cromo y el asbesto
de un cementerio de autos. Hoy la Villa Olímpica les tapa la cara y
les frena el drenaje del agua cuando llueve.
El dictamen de la Corte engendró un aparato burocrático gobernado
por quince municipios, la Provincia y la Nación. Corrió a unas cuantas
familias de la orilla del Riachuelo pero el corazón del monstruo quedó
intacto. Diez años después, el 25% de los chicos de la cuenca crece
con plomo y se le plantarán a la vida con una fragilidad distante de la
otra mitad, la que no está sojuzgada por la soberanía de la pobreza.
Para Javier Auyero el sufrimiento ambiental es pariente inseparable
de la pobreza. “Los pobres no respiran el mismo aire, no toman la
misma agua, ni juegan en la misma tierra que los otros. Sus vidas no
transcurren en un espacio indiferenciado sino en un ambiente, en un
terreno usualmente contaminado que tiene consecuencias graves
para su salud presente y para sus capacidades futuras”.
Giselle, prisionera en una granja clandestina de Berazategui,
respiraba y manipulaba con su piel los agrotóxicos que vio la maestra
en sus manos, como cáscaras. Nicolás, José, Leila, Joan y tantos
más murieron estragados por el veneno en el que se sustenta el
modelo de producción. Como los niños de Gualeguaychú, los de San
Salvador, los pájaros muertos que llueven en Arroyo Leyes, la
mandarina letal que mató a Rocío, la masacre de cóndores en
Malargüe o el maíz transgénico que se llevó a Olivia en el barrio San
Antonio, al sur de Córdoba. Apenas tenía tres meses.

El 58% de los niños que viven en medioambientes agresivos son hijos


de trabajadores marginales. El 65% de los niños que lidian con los
venenos pertenecen a “estratos sociales muy bajos”. El 76 % se
hacinan en villas o asentamientos. El 51% vive en el conurbano. Sólo
el 28 % en la Caba. Son datos de la UCA.
Dice Auyero: “las etnografías de pobreza urbana y marginalidad en
América Latina no han considerado (…) que las vidas de la gente
pobre no se desarrollan sobre la cabeza de un alfiler. El suyo, por lo
general, es un medio ambiente contaminado que afecta seriamente
su salud presente y sus capacidades futuras, y acerca del cual los
académicos, entre los cuales me incluyo, hemos mantenido un largo
silencio”.
Silencio roto a gritos a partir de la obscenidad sojera, de la
imprevisibilidad de la transgénesis, de las consecuencias en los
cuerpos, del plomo, el cadmio y el mercurio en el agua, en la tierra y
en todas las orillas de la vida, de los basurales y los descartes
industriales que vuelven descarte a la vida de los más frágiles.
De las multitudes suburbiales que viven y mueren lejos, distinto, sin
la tierra de los otros, sin el agua de los otros, sin el aire de los otros.
4 DE JULIO, 2018
POR SILVANA MELO
FUENTE: PELOTA DE TRAPO

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